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Con el nombre de Revolución Industrial se designa el conjunto de cambios económicos y tecnológicos que transformó
la sociedad agraria y artesanal del Antiguo Régimen en las modernas sociedades industriales, dotadas de una dinámica
de crecimiento económico sostenido. Aunque el hombre ha gobernado la naturaleza y «fabricado» objetos desde la
más lejana antigüedad, la producción industrial propiamente dicha (es decir, la fabricación a gran escala de bienes
mediante máquinas movidas por energía inanimada) no comenzó hasta mediados del siglo XVIII en Inglaterra, marco
de inicio de la Revolución Industrial. Desde entonces, la industria ha evolucionado enormemente, y la perspectiva
temporal ha permitido a los historiadores señalar en su desarrollo distintas fases, para cuya acotación suele emplearse,
entre otros criterios, el predominio de ciertas fuentes de energía, materias primas o sectores industriales. Se han
propuesto diversas periodizaciones de la industrialización de los países capitalistas más desarrollados, esencialmente
los de Europa occidental y América anglosajona. Aunque algunos autores han acuñado para tiempos recientes
expresiones como «Tercera Revolución Industrial» (e incluso Cuarta), únicamente las etapas denominadas «Primera
Revolución Industrial» (o «Revolución Industrial» a secas) y «Segunda Revolución industrial» gozan del favor casi
unánime de los especialistas. La Primera Revolución Industrial abarcaría aproximadamente desde mediados del siglo
XVIII hasta 1840, mientras que las transformaciones que caracterizan la Segunda Revolución Industrial se produjeron
principalmente entre 1870 y la segunda Guerra Mundial. Aunque el primer periodo comprende un fenómeno
primordialmente británico, su éxito se propagó rápidamente a parte del continente europeo, por lo que por extensión
se denomina también «Revolución Industrial» a los diversos procesos nacionales de industrialización iniciados más
tardíamente en otros países. Que se califique de «Revolución» lo que parece un tranquilo avance evolutivo no
sorprende cuando se tiene en cuenta que los medios de subsistencia de la especie humana y sus estructuras
económicas apenas habían experimentado cambios sustanciales desde el Neolítico. De hecho, se ha hablado de
«Revolución neolítica» para indicar la trascendencia que tuvo para el devenir de la humanidad, a partir del 9000 a.C.,
el paso de una economía de caza y recolección a otra fundada en la agricultura y la cría de ganado, con consecuencias
lentamente verificadas pero importantísimas: aumento y sedentarización de la población, establecimiento de aldeas,
excedentes que impulsan el trueque y aparición de formas primitivas de organización social. Algo parecido ocurrió con
la Revolución Industrial: a mediados del siglo XVIII, la economía del Antiguo Régimen seguía siendo fundamentalmente
agrícola, y la producción de bienes de consumo, artesanal. El trabajo artesanal apenas si había variado desde la Baja
Edad Media, mientras que la agricultura, cuyos rudimentarios métodos no habían evolucionado en los últimos mil
quinientos años, proporcionaba a los campesinos los alimentos justos para la subsistencia y para pagar tributos a la
nobleza, dueña de las tierras. Pero en las décadas siguientes, la aplicación de una serie de innovaciones técnicas (que
sustituyeron el trabajo manual por la máquina y la energía humana y animal por la inanimada) aumentó
considerablemente la capacidad de obtención y transformación de materias primas y de fabricación de toda clase de
productos a menor coste, y se implantó un nuevo sistema de producción, la fábrica (frente al antiguo taller artesanal),
responsable de los grandes flujos migratorios del campo a la ciudad.De este modo, lo que parecía solamente una
mutación o perfeccionamiento del sistema productivo acabó afectando al conjunto de la sociedad. Campesinos pobres
y artesanos arruinados, junto con sus familias, pasaron a hacinarse en los suburbios de las grandes ciudades, en cuyas
fábricas eran explotados por patronos sin escrúpulos y sometidos a jornadas interminables a cambio de un mísero
salario; conforme avanzaba la industrialización, su número aumentó hasta constituir una nueva clase social: el
proletariado. Al mismo tiempo, la burguesía propietaria de fábricas, minas y demás medios de producción
incrementaba exponencialmente sus ganancias y su poder económico y político, y el capitalismo mercantil de los siglos
previos, basado en los intercambios comerciales, dejaba paso a un capitalismo industrial, basado en la producción de
bienes, que quedaría definitivamente implantado como sistema económico. Es decir, por la misma época en que el
Antiguo Régimen se veía políticamente superado tras el primer triunfo de la burguesía sobre la aristocracia en la
Revolución Francesa, una revolución económica y tecnológica, la Revolución Industrial, originaba o consolidaba tanto
los estratos de la actual sociedad burguesa (burguesía y proletariado) como el sistema económico del mundo
contemporáneo, el capitalismo liberal. Organizándose en sindicatos y apoyándose en la huelga como medida de
presión, la clase obrera lograría, tras largas y cruentas luchas, suavizar progresivamente su penosa situación y arrancar
derechos laborales a los gobiernos burgueses, mientras nuevas ideologías políticas (socialismo, comunismo,
anarquismo) aspiraban a remediar las perversiones e injusticias del sistema o a destruir su fundamento: la propiedad
privada de los medios de producción. A largo plazo, la Revolución Industrial llevaría a una mejora general en los niveles
de vida (visualizable hoy en el abismo que separa el Tercer Mundo de los países industrializados), pero también a las
contradicciones, conflictos y desequilibrios (desde los sociales a los ecológicos) inherentes al desarrollo del capitalismo.
La Revolución Industrial se inició en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVIII, y desde allí se extendió a diversas
áreas del continente europeo. Entre los principales factores que propiciaron el caso británico, convertido en el modelo
paradigmático, deben destacarse un crecimiento demográfico relativamente importante, un sector agrícola adecuado
y un comercio exterior pujante. Fue precisamente este comercio colonial, muy notable desde el siglo XVII, el que
permitió la acumulación de capital necesaria para la inversión industrial y, en unión con un mercado interior en
expansión, el que absorbió el aumento de producción derivado de la industrialización. Sentadas estas premisas, la
Revolución Industrial se caracterizó en Gran Bretaña por una serie de avances tecnológicos y organizativos, centrados
especialmente en el subsector textil del algodón. Un dato significativo nos indica el crecimiento de esta rama industrial:
entre 1785 y 1850, la producción de telas se multiplicó por cincuenta. La causa principal de este desarrollo fue el
empleo de máquinas, en una sucesión de desafíos y respuestas que es característica de la producción industrial. Así, a
la introducción definitiva de la lanzadera volante de John Kay a mediados del siglo XVIII, siguieron una serie de
invenciones, a menudo casi anónimas, que evitaban el estrangulamiento del proceso productivo: máquinas de cardar
y de hilar (la Spinning Jenny de Hargreaves), el telar hidráulico, la hilandera mecánica y el telar de Cartwright, inventado
en 1785. De este modo se entró progresivamente en una fase de producción masiva de hilo y tejido que contó con la
oposición de numerosos operarios manuales, que temían por la pérdida de sus puestos de trabajo. Todavía a principios
del siglo XIX los obreros que tejían en telares manuales superaban en número a los operarios de los telares mecánicos
de las fábricas, a pesar de que se era consciente de la mayor productividad de estos últimos. En 1813 había unos 2.400
telares mecánicos en Inglaterra; a mediados de siglo, su cifra alcanzaba los 250.000. Con una u otra forma de
producción textil, la superioridad británica en el sector era manifiesta. Resultó también fundamental la aparición de
una nueva forma de aprovechar la energía: la máquina de vapor. Alimentada mediante carbón mineral (combustible
que empezó a ser explotado a gran escala debido al agotamiento de los recursos forestales), la máquina de vapor
permitió por fin disponer de una energía independiente de las fuerzas de la naturaleza; los molinos de viento y las
ruedas hidráulicas, supeditadas al azar meteorológico y al caudal de las aguas, no podían asegurar un flujo constante
de energía. Inventada por el herrero inglés Thomas Newcomen en la primera década del siglo XVIII, la máquina de
vapor fue luego perfeccionada por una serie de continuas mejoras que culminaron con la feliz idea de James Watt: en
1769 patentó un diseño que, al margen de resolver la dispersión de la energía y gastar menos combustible,
transformaba el movimiento alternativo y rectilíneo en otro continuo y circular. Fue sin duda la innovación técnica más
trascendente de la Revolución Industrial; a partir de entonces, la máquina de vapor se convirtió en una fuente
energética casi inagotable, que además podía instalarse en un espacio relativamente pequeño. La aplicación del vapor
revolucionó la industria textil (que ya no necesitó de los ríos para mover las cada vez mayores máquinas de hilar o
tejer), la minería y la siderometalurgia, además del mundo de los transportes. Desde aquel momento las fábricas ya no
dependieron de la energía hidráulica y pudieron establecerse en las regiones más pobladas y mejor comunicadas,
posibilitando la concentración de la industria y las finanzas en una misma área, lo que dio origen al nacimiento de las
grandes ciudades industriales. Las máquinas y el nuevo tipo de energía exigían, y a la vez hicieron posible, una
organización distinta. La fábrica fue la respuesta a esta situación. La fábrica industrial no solamente suponía un centro
de trabajo mayor y más concentrado: era un sistema de producción cualitativamente distinto. En los antiguos talleres
artesanales, los artesanos gozaban de la respetabilidad de quien conoce un oficio y de una relativa independencia;
desarrollaban una labor especializada y tenían el control del proceso global de producción. La fábrica, en cambio, se
caracterizó desde el principio por la neta separación de funciones entre patronos y obreros. El empresario aportaba
los medios de producción, supervisaba la fábrica e imponía una férrea disciplina; a los trabajadores, cumpliendo sus
órdenes, se les asignaba una fase del proceso de fabricación («división del trabajo»), que ejecutaban de forma
repetitiva y mecánica; reducidos a mano de obra no cualificada o a prolongaciones deshumanizadas de la máquina, los
obreros vendían sus fuerzas en interminables y rutinarias jornadas. Con cierto retraso respecto del subsector
algodonero, también la siderurgia vivió un gran desarrollo en esta etapa. Mejoras sucesivas en los procesos de
coquización, refinamiento e inyección permitieron, en una evolución que abarca más de una centuria, abaratar
notablemente los costos de producción del hierro dulce; las sucesivas innovaciones posibilitaron un suministro
constante a unos precios cada vez más baratos sin necesidad de acudir a la importación de lingotes de hierro sueco y
ruso. Estimulada por la demanda de maquinaria y, a partir de 1830, por la eclosión del ferrocarril, la producción creció
enormemente: de las apenas 70.000 toneladas de hierro producidas hacia 1790, se pasó a 2,7 millones en 1852. Ya
hacia el final de esta primera etapa de la Revolución Industrial, la aparición del ferrocarril fue otro de los
acontecimientos de mayor impacto. Necesitada de un transporte económico y eficiente para el hierro y el carbón
(productos voluminosos y pesados), la industria había estimulado, desde principios del siglo XIX, los progresos en ese
campo. Richard Trevithick (1771-1833) y George Stephenson(1781-1848) diseñaron las primeras locomotoras
impulsadas con vapor, prototipos que terminaron por convertirse en todo un símbolo de la Revolución Industrial. En
1801 Richard Trevithick construyó un «carruaje de vapor» con el que transportó pasajeros por las calles de Londres;
tres años más tarde, una de sus locomotoras accionadas por vapor arrastró una carga de diez toneladas a una velocidad
de 8 km/h. En 1830 circuló el primer tren regular de pasajeros entre Manchester y Liverpool; la locomotora The Rocket,
diseñada por Stephenson, arrastró el convoy a 30 km/h. La prensa inglesa, alarmada, se preguntó si el organismo
humano podría resistir tales velocidades. Desde el principio el ferrocarril triplicó la velocidad de las diligencias de
caballos y elevó su capacidad de carga a niveles ni siquiera imaginados. La locomotora The Rocket (1829), de
Stephenson,prestó, servicio
en la línea Manchester - Liverpool (Museo de la Ciencia, Londres) La creación y crecimiento de la red ferroviaria en las
décadas siguientes tuvo efectos sumamente relevantes: facilitó los transportes de mercancías y la movilidad de la
población (consolidando el crecimiento de las ciudades y la articulación del mercado interior), estimuló la demanda de
carbón, maquinaria y productos siderúrgicos y contribuyó a configurar y difundir el capitalismo financiero y empresarial
al precisar de grandes capitales para su construcción. El vapor también se había aplicado tempranamente a la
navegación tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos; en 1807, el estadounidense Robert Fulton completó la
travesía Nueva York - Albany a bordo de su barco de vapor Clermont. El diseño de Fulton quedaría superado con la
sustitución de las ruedas de paletas por hélices, pero por el momento el vapor, aunando sus fuerzas con la vela en
buques mixtos, permitió cruzar más rápidamente el Atlántico (1819) e inaugurar la primera línea regular de pasajeros
entre Estados Unidos e Inglaterra (1840). Los dos sectores, el textil y el siderúrgico, fueron los pilares en que se asentó
esta primera fase de la Revolución Industrial. Sus efectos fueron tan trascendentes como visibles. La estática sociedad
agraria fue sustituida por una sociedad industrial con rasgos modernos: crecimiento económico autoalimentado,
urbanización, nueva demografía; vapor, máquinas y fábricas; humos, ruidos y hacinamiento. Tales eran los elementos
que configuraban el paisaje de las ciudades industriales de la época (tan vivamente descritas en las novelas de Charles
Dickens), en cuyo anárquico urbanismo podía leerse la nueva situación social: insalubres y superpoblados suburbios
obreros crecían junto a las fábricas, mientras lujosos palacetes edificados en amplias y ajardinadas zonas residenciales
reflejaban el éxito y poder de la burguesía liberal. A partir de 1830, y sobre todo desde 1840, empezaron a constatarse
los primeros signos de desarrollo industrial fuera de Gran Bretaña. En el continente, la Revolución Industrial se extendió
principalmente a tres naciones: Francia, Bélgica y Alemania; en el resto del mundo, los Estados Unidos de América
iniciaron por esos años su despegue industrial. Sus respectivos procesos de industrialización no podían ser, ni de hecho
lo fueron, estrictamente los mismos que en el pionero modelo inglés; pero, a pesar de las décadas iniciales de retraso,
hacia 1870 era evidente que las distancias se acortaban con rapidez. A la vez, en esos años se observaba ya el
agotamiento de las industrias que se habían modernizado más tempranamente.
llegaría hasta el siglo siguiente, con la popularización del automóvil. Aunque la producción de electricidad tenía como
objetivo inicial la iluminación, bien pronto se evidenciaron sus múltiples ventajas: el motor eléctrico era ideal por su
flexibilidad y sencillez de uso, y la electricidad, además de económica, podía transportarse con facilidad. Este último
aspecto tuvo importantes consecuencias, pues, con la electricidad, las fábricas pudieron al fin alejarse de las fuentes
de energía. Mientras la rueda hidráulica estaba sujeta a los ríos, y la eficacia de la máquina de vapor dependía en buena
medida de su proximidad a los yacimientos de carbón, la energía eléctrica hizo posible que la localización industrial
obviara estas condiciones. Las aplicaciones de la energía eléctrica fueron múltiples: la iluminación (desde que el
estadounidense Thomas Edison patentó en 1879 la lámpara de filamento incandescente), las comunicaciones a larga
distancia (telégrafo eléctrico, teléfono, radio), los transportes (ferrocarriles y tranvías) o los procesos químicos de la
industria. Su difusión originó grandes compañías de material eléctrico (Philips en Holanda, A.E.G. en Alemania, General
Electric y Westinghouse en Estados Unidos) y dio gran relevancia al cobre, empleado como conductor; Estados Unidos,
Chile y México fueron los principales productores. La electricidad se convirtió en la energía alternativa para el desarrollo
industrial de aquellos países que no poseían importantes yacimientos de carbón y, en cambio, disponían de condiciones
naturales para instalaciones hidroeléctricas (Canadá, Italia, Suiza).