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Bororo
¿En qué orden describir impresiones profundas y confusas del que llega a una aldea
indígena cuya civilización ha permanecido relativamente intacta? Tanto entre los
kaingang como entre los caduveo, cuyas aldeas semejantes a las de los campesinos
cercanos llaman la atención sobre todo por la excesiva miseria, la reacción inicial es
de lasitud y desaliento. Frente a una sociedad aún viviente y fiel a su tradición, el
choque es tan fuerte que desconcierta: en esa madeja de mil colores, ¿cuál es el hilo
que hay que seguir y desenredar? Al recordar mi primera experiencia de ese tipo, los
bororo, reencuentro los sentimientos que me invadieron cuando inicié la más reciente,
en la cima de una alta colina en una aldea kuki de la frontera birmana, adonde llegué
después de andar horas sobre pies y manos, trepándome a lo largo de las pendientes
transformadas en resbaloso barro por las lluvias del monzón que caían sin cesar:
agotamiento físico, hambre, sed y confusión mental, ciertamente; pero ese vértigo de
origen orgánico es completamente iluminado por percepciones de formas y colores:
viviendas cuyo tamaño las hace aparecer majestuosas a pesar de su fragilidad;
construidas con materiales y técnicas que nosotros hemos visto en pequeño, pues
esas moradas, más que edificadas son anudadas, trenzadas, tejidas, bordeadas y
patinadas por el uso; en lugar de aplastar al habitante bajo la masa indiferente de las
piedras, éstas reaccionan con liviandad a su presencia y a sus movimientos; a la
inversa de lo que ocurre entre nosotros, permanecen siempre sometidas al hombre. La
aldea se levanta alrededor de sus habitantes como una ligera y elástica armadura;
más semejante a los sombreros de nuestras mujeres que a nuestras ciudades: adorno
monumental, que conserva algo de la vida de los arcos y de los follajes, cuya natural
galanura y exigente trazado fueron armonizados por la habilidad de los constructores.
Con el día, me levanto para hacer una visita a la aldea; en la puerta tropiezo con más
aves lamentables: son los araras domésticos que los indios invitan a vivir en la aldea
para desplumarlos vivos y procurarse de esa manera la materia prima de sus
peinados. Desnudas e incapaces de volar, las aves semejan pollos listos para el
asador y disfrazados con un pico tanto más grande cuanto que el volumen de su
cuerpo se ha reducido a la mitad. Sobre los techos, otros araras que ya han
recuperado su atavío están gravemente posados, emblemas heráldicos ornados con
gules y azur.
Este curioso plano era antaño el de todas las aldeas, salvo que su población excediera
en mucho la media actual (Kejara tiene más o menos 150 personas); entonces se
construían las casas familiares en muchos círculos concéntricos en vez de uno. Los
bororo, por otra parte, no son los únicos que poseen aldeas circulares; con diferencias
de detalle, éstas parecen típicas de todas las tribus del grupo lingüístico ge que
ocupan la meseta brasileña central, entre los ríos Araguaia y Sao Francisco, y de los
cuales los bororo son probablemente los representantes más meridionales. Pero
sabemos que, hacia el norte, sus vecinos más próximos, los cayapó, que viven a la
margen derecha del Rio das Mortes, y a los que se llegó hace sólo unos quince años,
construyen sus aldeas de manera similar, como también los apinayé, los sherenté y
los canela.
La distribución circular de las chozas alrededor de la casa de los hombres tiene una
importancia tan grande en lo que concierne a la vida social y a la práctica del culto,
que los misioneros salesianos de la región del Rio das Cargas comprendieron
rápidamente que el medio más seguro para convertir a los bororo es el de hacerles
abandonar su aldea y llevarlos a otra donde las casas estén dispuestas en filas
paralelas. Desorientados con relación a los puntos cardinales, privados del plano que
les proporciona un argumento, los indígenas pierden rápidamente el sentido de las
tradiciones, como si sus sistemas social y religioso (veremos que son indisociables)
fueran demasiado complicados para prescindir del esquema que se les hace patente
en el plano de la aldea y cuyos contornos son perpetuamente renovados por sus
gestos cotidianos.
Un diámetro de la
aldea teóricamente
paralelo al río divide
la población en dos
grupos: al norte,
Además, la
población
está
distribuida en
clanes. Se
trata de
grupos de
Figura 31. Arcos adornados con anillos de corteza dispuestos de familias que
manera característica de acuerdo con el clan del propietario. se
consideran
parientes por parte de las mujeres desde un antepasado común, de naturaleza
mitológica, y a veces hasta olvidado. Digamos, por lo tanto, que los miembros del clan
se reconocen por el mismo nombre. Es probable que en el pasado los clanes fueran
ocho: cuatro cera y cuatro tugaré. Pero con el transcurso del tiempo algunos se
extinguieron, otros se subdividieron. La situación empírica, por lo tanto, es bastante
confusa. Comoquiera que sea, es verdad que los miembros de un clan —a excepción
de los hombres casados— viven todos en la misma choza o en chozas adyacentes.
Cada clan, entonces, tiene su posición en el círculo de las casas: es cerao tugaré, del
bajo o del alto, o también está repartido en dos subgrupos por esta última división que,
tanto de un lado como del otro, pasa a través de las viviendas de un clan determinado.
Como si las cosas no fueran ya suficientemente complicadas, cada clan comprende
subgrupos hereditarios, también en línea femenina. Así, en cada clan hay familias
«rojas» o «negras». Además parece que antes cada clan estaba dividido en tres
grados: los superiores, los medios y los inferiores; quizás haya allí un reflejo o una
trasposición de las castas jerarquizadas de los mbayá-caduveo; volveré sobre esto.
Esta hipótesis se vuelve probable por el hecho de que dichos grados parecen haber
sido endogámicos, pues un superior no puede casarse sino con un superior de la otra
mitad, un medio con un medio, y un inferior con un inferior. No tenemos más remedio
que hacer suposiciones debido al derrumbamiento demográfico de las aldeas bororo.
Ahora que cuentan con sólo 100 o 200 habitantes en lugar de un millar o más, ya no
quedan familias suficientes para llenar todas las categorías. Lo único que se respeta
estrictamente es la regla de las mitades (aunque ciertos clanes señoriales estén
quizás exceptuados); para lo demás, los indígenas improvisan soluciones a medias, de
acuerdo con las posibilidades.
La distribución de la
población en clanes
constituye sin duda
la más importante de
esas «manos»1 en
las cuales la
sociedad bororo
parece complacerse.
En el cuadro del
sistema general de
los casamientos
entre las mitades, los
clanes estaban Figura 32. Plumas de flechas blasonadas.
antaño unidos por
afinidades especiales: un clan cera se unía preferentemente con uno, dos o tres
clanes tugaré y a la inversa. Además, los clanes no gozan todos del mismo status. El
jefe de la aldea es obligatoriamente elegido en un clan determinado de la mitad cera,
con transmisión hereditaria del título en línea femenina, del tío materno al hijo de su
hermana. Hay clanes «ricos» y clanes «pobres». ¿En qué consisten esas diferencias
de riqueza? Detengámonos un instante en este punto.
Nuestra concepción de la riqueza es sobre todo económica; por modesto que sea el
nivel de vida de los bororo, entre ellos, tanto como entre nosotros, no es idéntico para
todos. Algunos son mejores pescadores que otros, o tienen más suerte y son más
trabajadores. En Kejara se observan índices de especialización profesional. Un
indígena era experto en la confección de pulidores de piedra; los intercambiaba con
productos alimenticios y, según parece, vivía confortablemente. Sin embargo, estas
diferencias son individuales, y por lo tanto pasajeras. La única excepción es el jefe,
que recibe prestaciones de todos los clanes en forma de alimentos y de objetos
manufacturados. Pero, como al recibir se obliga, siempre está en la situación de un
banquero: muchas riquezas pasan por sus manos pero él nos las posee jamás. Mis
colecciones de objetos religiosos fueron hechas como contraparte de regalos que
inmediatamente eran redistribuidos por el jefe entre los clanes, y que le sirvieron para
sanear su balanza comercial.
La riqueza estatutaria de los clanes es de otra
naturaleza. Cada uno de ellos posee un capital en
mitos, tradiciones, danzas, funciones sociales y
religiosas. A su vez, los mitos fundan privilegios
técnicos que son uno de los rasgos más curiosos
de la cultura bororo. Casi todos los objetos están
blasonados, de tal manera que permiten distinguir
el clan y el subclan del propietario. Estos privilegios
consisten en la utilización de ciertas plumas o
colores de plumas, en la manera de tajarlas o de
sesgarlas, en la disposición de plumas de especies
o de colores diferentes, en la ejecución de ciertos
trabajos decorativos —trenzado de fibras o
mosaicos de plumas—, en el empleo de temas
especiales, etc. Así, los arcos ceremoniales están
adornados de plumas o de anillos de corteza según
los cánones prescritos para cada clan; la caña de
las flechas lleva en la base, entre las plumas del
penacho, una ornamentación específica; los
elementos en nácar de las barritas articuladas que
Figura 33. Estuches penianos atraviesan el labio superior están recortados, según
blasonados. el clan, en forma oval, pisciforme o rectangular; el
color de los flecos varía; las diademas de plumas
que se llevan en las danzas están provistas de una insignia que indica el clan del
propietario (generalmente una plaqueta de madera cubierta de un mosaico de
fragmentos de plumas pegados); en los días de fiesta, hasta los estuches penianos se
recubren de una banda de paja rígida, decorada o cincelada con los colores y la forma
del clan: ¡extraña manera de llevar un estandarte!
Todos estos privilegios (que por otra parte son negociables) son objeto de una
vigilancia celosa y provocadora de disputas. Es inconcebible, se dice, que un clan se
apodere de las prerrogativas de .otro: ¡tendría lugar una lucha fratricida! Ahora bien,
desde este punto de vista, las diferencias entre los clanes son enormes: algunos
despliegan lujos, otros andrajos; basta con hacer el inventario del mobiliario de las
chozas para darse cuenta. Los distinguiremos en rústicos y refinados, más que en
ricos y pobres.
En contraste con la
austeridad de los
objetos utilitarios,
los bororo ubican
todo su lujo y su
imaginación en el
Figura 35. Dos ejemplos de "cuchillos vestido, o bien —
de bolsillo" bororo: uno simple, otro ya que éste es muy
doble. breve— en sus
accesorios. Las
mujeres poseen verdaderos alhajeros que se transmiten de
madres a hijas. Son adornos de dientes de mono o de colmillos
de jaguar montados sobre madera y asegurados con finas
ligaduras. Ellas recogen de esa manera los despojos de la
caza; a su vez, se prestan a la depilación de sus propias sienes
por los hombres, quienes confeccionan, con el cabello de sus
esposas, largos cordones trenzados que enroscan alrededor
de su cabeza a manera de turbante. En los días de fiesta los Figura 36.
hombres llevan dijes en forma de media luna hechos con un Colgante en forma
par de uñas del gran tatú —ese animal cavador de más de un de media luna
metro de altura, que apenas se ha transformado desde la era decorado con
terciaria— y adornados con incrustaciones de nácar, flecos de dientes de jaguar.
plumas o de algodón. Los picos de tucanes fijados sobre tallos
emplumados, los penachos de pluma, las largas plumas de cola de arara que surgen
de husos de bambú agujereados y cubiertos de blancas plumitas pegadas, erizan sus
rodetes naturales o artificiales a manera de hebillas que equilibran por detrás las
diademas de plumas que rodean la frente. A veces, esos ornamentos son agregados a
un peinado compuesto que exige muchas horas para ser realizado en la cabeza del
bailarín. Yo adquirí uno para el Musée de l'Homme a cambio de un fusil y mediante
negociaciones que se prolongaron durante ocho días: era indispensable para el ritual y
los indígenas no podían deshacerse de él hasta que consiguieran, en la caza, el
surtido de plumas prescritas para confeccionar otro. Se compone de una diadema en
forma de abanico, de una visera de plumas que cubre la parte superior de la cara, de
una alta corona cilindrica que rodea la cabeza, constituida por varillas coronadas de
plumas de águila harpía, y de un disco de cestería que sirve para pinchar una mata de
tallos con plumas gruesas y finas pegadas. El conjunto alcanza casi dos metros de
altura.
Aunque no estén con vestimenta de ceremonia, el gusto
por el ornamento es tan vivo que los hombres se
improvisan constantemente adornos. Muchos llevan
coronas —vendas de pieles adornadas de plumas, anillos
de cestería también emplumados, turbantes de uñas de
jaguar montados en un círculo de madera—. Además,
cualquier cosa los maravilla: una banda de paja desecada
recogida de la tierra, rápidamente alisada y pintada,
contribuye a un peinado frágil con el que el portador se
Figura 37. Coronas pavoneará hasta que se le ocurra alguna nueva fantasía
usadas como adorno inspirada en otro hallazgo; a veces, un árbol será
realizadas con paja despojado de sus flores con el mismo fin; un trozo de
seca y pintada. corteza y algunas plumas proporcionan a los incansables
sombrereros pretexto para una sensacional creación de
aros. Hay que penetrar en la casa de los hombres para medir la actividad que esos
robustos mocetones emplean en hermosearse: en cada rincón se recorta, se amasa,
se cincela, se encola; las conchillas del río se dividen en pedazos y se pulen
vigorosamente con muelas, para hacer collares y barritas para el labio superior; se
preparan fantásticas construcciones de bambú y de plumas. Con empeño de modistas,
hombres con espaldas de estibador se transforman mutuamente en pollitos por medio
de plumitas pegadas a flor de piel.
La casa de los hombres es un taller, pero también es algo más. Los adolescentes
duermen allí; en horas ociosas, los hombres casados hacen la siesta, charlan y fuman
sus gruesos cigarrillos enroscados en una hoja seca de maíz. Toman también allí
ciertas comidas, pues un minucioso sistema de prestaciones obliga a los clanes, por
turno, al servicio del baitemannageo. Cada dos horas más o menos un hombre va a
buscar a su choza familiar un recipiente lleno de la papilla de maíz
llamada mingau, preparada por las mujeres. Se lo recibe con fuertes y gozosos gritos
—¡au, aul— que rompen el silencio de la jornada. Según un ceremonial fijo el
prestatario invita a seis u ocho hombres y los conduce ante la comida, donde
sumergen una escudilla de alfarería o de conchillas. Ya he dicho que el acceso a la
casa está prohibido a las mujeres. Esto es cierto para las mujeres casadas, pues las
adolescentes solteras evitan espontáneamente aproximarse, ya que saben bien cuál
sería su suerte. Si por inadvertencia o por provocación andan demasiado cerca, puede
ocurrir que se las capture para abusar de ellas. Por otra parte, deberán penetrar allí
voluntariamente una vez en su vida, para presentar su pedido al futuro marido.