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Forma de vida // Diego Sztulwark

Ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable


que nos pueda ocurrir.
Rilke

El problema de la forma de vida, de cómo vivir, recorre


por dentro la historia de nuestros saberes. Filosofía y
vida se han encontrado cada vez que un discurso
conceptual estrechó lazos con disposiciones no
discursivas, abriendo en el pensamiento un espacio de
ejercitación espiritual orientado a decidir sobre los
asuntos más difíciles de la existencia. Y al contrario,
ese lazo ha vuelto a romperse cada que vez que el
discurso conceptual trató de autonomizarse de esas
disposiciones mundanas (los morosos asuntos de la vida
práctica), dejándose llevar por sus propias ansias de
renovación.

Dado que la cuestión del modo de vida se juega en el tipo


de articulación que pueda alcanzarse entre discurso
conceptual y dimensión no discursiva de los saberes, toda
filosofía práctica implica una determinada política de la
existencia. Ni el discurso teórico, ni la política como

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sistema, ni el mero gregarismo dan por sí mismos
respuesta al problema de esta articulación. Las políticas
de la existencia apuntan a resolver el problema del buen
gobierno de las pasiones humanas y al logro de alguna
experiencia de la felicidad. En ocasiones estas políticas
de la existencia se organizan como verdaderas políticas
de poder.

Una rápida mirada a la coyuntura permite distinguir al


menos dos modalidades visibles de articulación.[1]
Desiguales entre sí, ambas pueden considerarse
representativas de una voluntad de poder ligada a la
estabilidad y al orden, aún si su atractivo surge de una
notoria apelación a la creación, o bien al rechazo de
aspectos de la situación actual. Por un lado están las
políticas de la inmanencia que enseñan el entusiasmo por
el mundo tal y como es. Se trata de evitar una vida
frustrada, neurótica o patologizada por medio de una
serie de propuestas laicas y positivas que apelan –
siempre al interior de la hegemonía neoliberal, a la cual
no cuestionan- a la creatividad personal (en clave
emprendedora). Su punto fuerte es su cuestionamiento al
miedo al mundo tal cual es, al refugio ideologista que
justifica la inacción de modo moralista y al encierro en
posiciones reactivas frente a la vida. La idea, en
definitiva, de que toda gran salud consiste en
aprovechar, con convicción, los posibles que ya están
dados.

A pesar de su exaltada apelación a la inventiva, este


tipo de lazo inmanente es de naturaleza fuertemente
adaptativo y no va nunca más allá de una redundancia
respecto de los dispositivos maquínicos que organizan el
presente como tal. Esta apelación a superar el miedo es
ambivalente, porque en esencia extrae su seguridad de una
aceptación de la situación estructural que sería riesgoso
cuestionar. La propia idea de inmanencia resulta así

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empobrecida, en la medida en que se la coloca al servicio
de una pura lógica de valorización neoliberal.

Una de las respuestas más fuertes a este tipo de ateísmo


liberal vuelto modo de vida hedonista -un individualismo
sin trascendencia- la ofrece una cierta teologización de
la existencia que retoma, a partir de la fe, los valores
comunitarios y de salvación que la política de tipo
inmanente desprecia. Se trata de una política de la
existencia de tipo trascendente, que tiende a organizar
la experiencia en torno a la creencia de una realidad
otra, cuyas premisas -religiosas- no surgen de las
potencias de los cuerpos sino de la verdad de un mundo
otro. Un Amor que protege del odio. En manos de las
religiones convencionales, esta política de la existencia
presenta una lectura determinista de la realidad social,
que escapa a todo cotejo con lo social-histórico y en la
que los sujetos reciben consuelo y son llamados a regular
su conducta según una óptica moral que no permite superar
las formas de terror que limitan sus posibilidades
vitales (cuando no son tratados de un modo abiertamente
victimista).

A diferencia de otros momentos en los que las militancias


políticas y el mundo intelectual de las izquierdas
lograban poner en juego políticas de la existencia
disidentes capaces de desanudar el sistema de la
obediencia, en la situación actual actitudes como el
encierro en círculos narcisistas sin confrontación
productiva con los otros, o la reducción de la actividad
política a una confrontación que pasa casi exclusivamente
por el plano de la comunicación -discursos e imágenes-
revelan una débil voluntad de poder de las posiciones que
antaño se identificaban con la crítica. Sin embargo, si
la situación es de todos modos abierta y dinámica, se
debe a la subsistencia de una tradición insurgente y
callejera,[2] que no ha dejado de renovarse, incluso en
las peores condiciones, y que se ha mostrado capaz, una y

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otra vez, de elaborar el miedo y de retomar aspectos
libertarios y comunitarios por fuera de los dispositivos
de obediencia en que hoy son capturados.

2.

¿Puede la filosofía terciar en este orden de cosas? De


Sócrates a Nietzsche la filosofía ha sido concebida por
muchos como una forma de vida no fundada en la
obediencia. ¿Quiénes serían los filósofos contemporáneos?
¿Dónde están los buscadores de nuevas articulaciones
entre pasiones, discursos y actitudes colectivas?
Preguntas como estas surgen inevitables de la lectura de
La filosofía como modo de vida, un libro de
conversaciones que mantuvo el filósofo Pierre Hadot con
sus colegas Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson.

Hadot ha dedicado su vida a la filosofía antigua. Entre


sus libros traducidos al castellano se encuentra Plotino
o la simplicidad de la mirada, una bellísima narración de
la mística neoplatónica presentada como un elevado
ejercicio de contemplación, capaz de brindar acceso a una
sutil disponibilidad, y a una intensa capacidad de
atención a sí mismo y a los otros que se revela como una
dulzura hacia el mundo.

Su trayectoria personal comienza en la Iglesia Católica


francesa, que lo acogió durante dos décadas, hasta que
arriba al Collège de France, invitado por Michel
Foucault. Siempre le agradeció a la Iglesia su completa
formación intelectual, aunque rompió con ella en los años
cincuenta a causa de su sobrenaturalismo, es decir: “la
idea según la cual el comportamiento puede
modificarse sobre todo a través de lo sobrenatural, y que
la confianza ciega en la omnipotencia de la gracia
permite hacer frente a todas las situaciones”, lo que en
la práctica ha significado -cuenta Hadot- la tolerancia
con la pedofilia dentro de sus filas. Frente a esos
casos, la Iglesia se ha ocupado más de cuidar la conexión

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del sacerdote con dios que del destino de sus víctimas.
Admira a Foucault como historiador de acontecimientos,
aunque le reprocha su idea de los “cuidados de sí”
entendidos como estética de la existencia: percibe allí
un desdén por la dimensión colectiva de la vida
filosófica, y el riesgo de un nuevo “dandismo”.

En La filosofía como modo de vida, Hadot se remonta a la


distinción antigua entre "filosofía" y "discurso
filosófico". Si bien no hay filosofía sin discurso, la
filosofía ha sido en su origen algo más, una “elipse que
tiene dos polos: un polo de discurso y un polo de acción,
exterior, pero también interior”. Hadot recuerda la burla
de que eran víctimas los filósofos de discurso que no
sabían vivir. Lo que hoy llamaríamos “filósofos de
cátedra”. ¿Cómo entender esa burla? ¿Tiene interés volver
a idealizar al filósofo y atribuirle unos saberes –
¡imposibles!- sobre qué es la vida y cómo vivir? Más
sugerente sería leer esa burla como una sanción a la
automatización del discurso, a la pereza filosófica que
no se esfuerza ya por articularse con disposiciones
existenciales (dando lugar a eso que hoy se denomina
“subjetividades”). Menos un problema de verdad –o de
novedad- y más uno de búsqueda, de ejercicios.

El filósofo que busca redescubrir el mundo, piensa Hadot,


se dice a sí mismo frases capaces de producir un efecto
“ya sea en los otros, ya sea en uno mismo”, en unas
circunstancias concretas y con relación a unos fines
determinados. Su discurso es ante todo un ejercicio
“espiritual” (hay que tener muy en cuenta que en la
antigua filosofía griega estos ejercicios no eran de
orden religioso; el cristianismo de los primeros siglos
se los apropió para plantear desde sí una forma de vida
que hizo retroceder las posibilidades de una vida
propiamente filosófica).

Hadot entiende por ejercicios espirituales una práctica


voluntaria de transformación de uno mismo y una

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preparación por medio del pensamiento para afrontar las
dificultades de la vida (examen de conciencia, confesión
de faltas cometidas, escucha de nuestro monólogo
interior, modos de enseñanza, meditación sobre la muerte,
técnicas de escritura dirigidas a modificar el propio yo,
formas de limitación del deseo). Muchos de estos
ejercicios, explica Hadot, se inspiraban en la conciencia
de pertenecer a un cuerpo colectivo, como sucede, por
ejemplo, con el ejercicio consistente en prestar atención
a los otros como vía de transformación de uno mismo
(opuesto al gobernarse a sí mismo para aprender a
gobernar a los otros, que fascinaba a Foucault). Hadot
destaca que estos ejercicios, promovidos por las antiguas
escuelas, produjo efectos sobre la política y el derecho
de su tiempo.

Los ejercicios espirituales –la búsqueda de una ruptura


con el cotidiano, el deseo de acceder a una experiencia
descentrada respecto del yo y de las preocupaciones
inmediatas- nunca han desaparecido del todo. Luego de su
absorción en el cristianismo durante la Edad Media,
prosiguieron su marcha a través de las filosofías
modernas que buscaron desplazar la percepción hacia la
naturaleza y el cosmos (Hadot admira particularmente las
filosofías de la percepción de Bergson a Merleau-Ponty).
Desde entonces los ejercicios se fueron despojando de su
ropaje religioso hecho de “imágenes, personas, ofrendas,
fiestas, lugares consagrados a Dios y a los dioses”,
hasta retomar su fisonomía propiamente filosófica. Las
meditaciones cartesianas dan testimonio de este recorrido
(Valéry escribió que con Descartes se inicia la novela
moderna que narra el drama de las ideas, más que el de
los personajes). Luego Spinoza y Kant realizan una
crítica “depuradora” de la religión. Ni siquiera la
mística pertenece por derecho propio a la religión:
Plotino y Bataille -dice Hadot- nos enseñan la
experiencia de una comunicación no religiosa con
fenómenos místicos.

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3.

Esta bella reivindicación de la filosofía como modo de


vida va más allá de la filosofía misma en la medida en
que plantea un problema que nos concierne a los no
filósofos. El propio Hadot permanece cauto con respecto a
la capacidad de la filosofía contemporánea para retomar
la riqueza espiritual de las antiguas escuelas griegas
(una relación más viva entre personas –no tanto entre
ideas-, un intento de hacerse presente para uno y para
los demás, un aspecto nítidamente terapéutico). Los
antiguos filósofos, dice Hadot, escribían sus frases
menos para perfeccionar sus sistemas que para influenciar
su propio yo.

Hadot nos aproxima a una filosofía situada más allá de la


propia filosofía, a una forma de vida que consiste en la
constitución de un espacio de pensamiento capaz de
decidir activamente las cuestiones mundanas vinculadas a
nuestra existencia. Desprovistos de expectativas en la
filosofía como tradición, los no filósofos podemos
entrever en Hadot una indicación productiva que incluso
va más allá de su propia trayectoria: se trata de hacer
una vida en la intensificación de ciertas lecturas
fuertes, como parte de un ejercicio ético. Más que
aceptar las prescripciones de la filosofía antigua (el
propio Hadot considera que de los antiguos debemos
heredar la ejercitación, no la “neblina ideológica” que
la acompañaba), se trataría de preguntar, al modo de un
ejercicio introductorio, en qué punto se está en relación
con ese espacio propio de evaluación y decisión sobre lo
que somos, que es el corazón mismo de la pregunta por la
forma de vida.

No se trata de una pregunta formulada en el aire sino en


circunstancias bien determinadas por los conflictos y por
la amenaza de guerra que conllevan, en torno a los modos

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de vida (qué es vivir, se vive cómo; y su reverso, la
cuestión de las necropolíticas) que recorren de punta a
punta la geografía del occidente capitalista.
Circunstancias dominadas tanto por el fastidio –como el
que siente Hadot- por la esterilización de los discursos
autonomizados, como por la necesidad de ejercicios que
ayuden a vencer el miedo.

[1] Seguramente se pueden encontrar más fórmulas de articulación de políticas de existencia. Ahora
mismo, cuando miramos los cambios que se dan a nivel mundial, la emergencia de una derecha
empresarial que cuestiona aspectos de la globalización obliga a afinar este tipo de caracterizaciones.
[2] De la última dictadura militar para acá, han sido los movimientos de derechos humanos, de
trabajadores desempleados, de campesinos indígenas y de mujeres los más eficaces para politizar
malestares, retomar aportes de las diferentes izquierdas militantes, y problematizar los dispositivos
de extermino y obediencia. La labor de los grupos –en la cultura, las ideas, y las militancias- se
redime con relación a los momentos insurreccionales que orientan y dan curso a políticas
existenciales.

Publicado hace 4 days ago por Lobo Suelto

http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2017/02/forma-de-vida-diego-sztulwark.html

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