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Silvia Schujer - Márilin nunca aprendió a nadar
Se adormece poseída por la confusión.
Cuando se recupera, evoca la valija abandonada.
La dejó en el living apenas entró.
Busca cerrajeros en la guía y llama al que está más cerca.
En menos de una hora, un hombre toca el timbre de su casa.
Pasa.
Mira la maleta.
—¡Qué vejestorio! —suspira el hombre y se ríe como si su expresión
fuera un hallazgo.
Estudia el candado.
Por fin saca una llave alargada y la hace girar en la pequeña cerradura.
—Listo —dice a Márilin. Y sin moverse de su lado (los dos están de rodillas
frente al extraño equipaje) agrega en actitud de espera—. Puede abrirla.
Como Márilin no la toca, el hombre intenta animarla acercando sus
propias manos. Y está a punto de destaparla cuando ella se lo impide con
un gesto brusco.
El señor pide disculpas.
Márilin se apresura a pagarle. Lo acompaña a la puerta. Le agradece
los servicios prestados y le indica el rumbo hacia el ascensor.
Sola en su departamento, Márilin se acerca a la valija y la abre de golpe.
Se aleja como si de ella fuera a surgir algo incierto y, en efecto, sin darse
cuenta de cómo ocurre, del interior brota una ola de agua salada que pega
contra el techo, que rompe contra el piso, que vuelve a elevarse, que des-
parrama su volumen por todo el departamento, a más de un metro noventa
centímetros de altura, haciendo que Márilin se revuelque desde una a otra
pared, permitiéndole asomar la cabeza a la superficie cada vez con menos
frecuencia porque ella nunca aprendió a nadar y siempre supo que se aho-
garía allí donde no hiciera pie.
Movido por la curiosidad que le produce el alboroto, lejos de tomar el
ascensor que lo conducirá a la salida, el cerrajero se ha quedado espiando a
la dama por la mirilla que ella siempre olvida tapar, de manera que apenas
suceden las cosas, el hombre se pone en acción.
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Silvia Schujer - Márilin nunca aprendió a nadar
Fuerza la cerradura con la primera herramienta que encuentra, abre
la puerta del departamento de Márilin y como un experto salvavidas la saca
a flote. Sujetándola con un brazo y dando brazadas con el otro, el cerrajero
llega hasta el ventanal que da al balcón y lo descorre.
Por la ancha abertura que conduce al exterior, el agua pasa, se cuela
entre los barrotes y se precipita al vacío como una catarata.
Arrastrada por el oleaje la valija cae milagrosamente cerrada sobre la
vereda, para sorpresa de los transeúntes que corren a refugiarse del breví-
simo chaparrón.
Aferrados al ventanal, Márilin y el cerrajero respiran aliviados.
Él, deseoso de huir cuanto antes.
Ella pensando en el piso, en que nunca lo plastificó.
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