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La experiencia de fe en Dios como otro*

Walter Quintero Cardona, S.J.**

Fecha de recepción: 28 de marzo de 2014


Fecha de evaluación: 19 de mayo de 2014
Fecha de aprobación: 23 de mayo de 2014

* Texto presentado en el Coloquio de Estudiantes de Teología (Teored), Universidad San Buenaventura, Bogotá,
agosto de 2013.
** Estudiante de Licenciatura en Teología, Pontificia Universidad Javeriana. Correo electrónico:
quincard@hotmail.com

Resumen
La experiencia común de la fe cristiana –entendida como una elaboración compleja de su
historia, que ha retomado desde sus orígenes la esperanza del pueblo de Israel y concluye con la
redención del Hijo de Dios– puede proporcionar otros sentidos de la fe primigenia. Estos permiten
reconocer el rumbo y el valor de fe cristiana en la sociedad contemporánea, para que su
consolidación no constituya nunca un conocimiento cerrado a la trascendencia inabarcable del misterio,
o a la alteridad absoluta de Dios que es siempre Otro.

Palabras clave: Alteridad, conocimiento, Israel, misterio, ontoteología.

La decadencia es la pérdida total de la inconciencia, porque la inconciencia


es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar se pararía.

Fernando Pessoa

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Introducción
Las consideraciones que aquí propongo pretenden ser un aporte a la reflexión de la fe cristiana y de la
novedad religiosa del camino que tuvo lugar en el seno de la tradición judía, para comprender el itinerario de
nuestra experiencia cristiana en la situación del mundo contemporáneo, en su condición esencial de monoteísmo
religioso, a partir de la esperanza creyente del pueblo de Israel.
Para conceptualizar esta aproximación, primero identificaré un problema de orden metafísico: que el
clásico abordaje ontoteológico en la comprensión de la fe constituye un foco de su crisis actual, porque ha
renunciado a la experiencia enigmática del hombre frente a Dios, para identificar a Dios con el ser conceptual
de la filosofía. Segundo, retomaré las fuentes del pensamiento judío como alternativa discursiva, a partir de un
retorno al sentido religioso de Israel presente en el Antiguo Testamento: de la crítica del pensamiento judío
contemporáneo y su propuesta filosófica de la religión hacia las implicaciones que tiene para la fe que profesa
la plenitud de Dios en Cristo, nueva comprensión de la fe que realza la importancia de la crisis como apertura
espiritual y como auténtico momento de alteridad sagrada.
Aunque en sus orígenes la identidad cristiana fue tomando forma a partir de una ruptura fundamental
con el judaísmo –que le permitió dejar de ser una secta más de la gran tradición para convertirse en un mensaje
autónomo–, los creyentes nunca renunciaron a la esperanza más antigua de Israel, que profesaba su fe en el único
Señor eterno quien había manifestado un propósito liberador con su pueblo; más aún, la venida del Hijo de Dios
encarnado constituiría el cumplimiento de dicha promesa liberadora hecha por Dios, que fue mantenida desde
la experiencia de los grandes padres de Israel.
Este convencimiento de la realización de la promesa está explícito en la teología cristológica de los
relatos evangélicos, en los que Jesús es profesado como el cumplimiento perfecto de la Ley de Moisés, tan
celosamente conservada por la religión judía, y la manifestación total de las verdades proféticas que anunciaron
la llegada de un enviado definitivo de Dios.
El monoteísmo cristiano es complejo en tanto su esencia contiene los principios veterotestamentarios, y
estos han sido interpretados a la luz del Hijo de Dios en el Nuevo Testamento. Entender su origen supera el
cometido meramente arqueológico, toda vez que sobrepasa el hecho de considerar un momento precedente
superado, y lleva a comprender que la experiencia de la fe cristiana es la experiencia de la fe en el Hijo del
Dios de Israel.
Quiero, por tanto, acudir a fuentes bíblicas de la fe semita y al pensamiento religioso de la filosofía
judía contemporánea, en la obra del pensador lituano Emmanuel Lévinas, con el propósito de retomar otros
impulsos creyentes que han estado en la configuración de nuestro acervo religioso y que frecuentemente damos por
supuestos o superados, como pasa no pocas veces en la relación de muchos cristianos con el Antiguo
Testamento.
Todo esto va potenciado por un deseo de renovación de nuestra fe en Cristo, hacia una idea de Dios que
nunca se vea superada por su propia idea, sino que siempre esté abierta al misterio insondable de Dios,
desconocimiento, incapacidad y hasta violencia intelectiva que abre la misma posibilidad de que la fe siga
manifestando su vigor en la esencia misma de lo humano.
El don más grande que la fe de Israel ha dado a la experiencia cristiana consiste en que, en medio de una
fe como la nuestra, que ha sido desvelamiento del misterio divino en el Hijo de Dios encarnado, en la
conciencia de una presencia inaudita de Dios entre los hombres, y con el gran misterio de la redención divina,
el creyente no ha abarcado nada del misterio de Dios; antes bien, se sigue moviendo entre la perplejidad y la
esperanza, en un mundo donde el sufrimiento y el dolor, el odio y la venganza nos siguen elevando los ojos al
cielo, para que el buen Dios tenga misericordia de nosotros, como en los tiempos antiguos, cuando los pobres,
los afligidos y los desposeídos lanzaron su grito desgarrado a Yahveh y él no los despreció.

1. La ontoteología y la experiencia de fe
El pensamiento filosófico judío –en particular, el pensamiento levinasiano– trata de una trascendencia

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que no es posible remitirse al Ser, sino que sale del “Mismo” de las cosas hacia lo “Otro” y niega de entrada la
posibilidad de la teología, en su intento por tematizar algo incontenible como es Dios, el absolutamente Otro,
de quien nada se puede afirmar1. A pesar de que la tesis de Lévinas no es teológica, su pertinencia está en la
base del desarrollo de sus postulados éticofilosóficos, toda vez que la trascendencia, para no caer en la trampa
egológica2, ha de abrirse al Otro infinito. Lévinas fundamenta la negación de la ontoteología en que ésta es el
resultado de una teología elaborada bajo las categorías no bíblicas de la filosofía occidental. Además:
La literatura cristiana, y en concreto el Nuevo Testamento, tienen sus raíces en las tradiciones
literarias del Antiguo Testamento y del judaísmo contemporáneo. Los evangelios, a pesar de estar escritos
en griego, se asemejan más a los libros narrativos del Antiguo Testamento que a las obras de los
historiadores griegos. La manera como Pablo argumenta en sus cartas no tiene sus paralelos más
cercanos en los filósofos griegos, sino en los escritos del judaísmo3.
1
Palacio, “Levinas y el cristianismo: La violencia de la ontoteología frente al profetismo ético”, 2.
2
Losada, “La responsabilidad para con el Otro: una crítica a Occidente”, 40.
3
Sociedades Bíblicas Unidas, Biblia de estudio “Dios habla hoy, 1447.

La “huella” de Dios –como lo infiere Lévinas– abre la posibilidad de un discurso religioso “otro” de la
fe: la idea de Dios hace estallar el pensamiento representativo, evocación de la trascendencia que escapa a la síntesis
del pensamiento que busca abarcarlo todo como conocimiento. Esta idea solo es accesible en su huella, en el
llamado hacia la bondad provocada por el rostro como trascendencia.
El ser neutral, aislado e impersonal refleja la proximidad de una ontoteología que debemos trascender en
cuanto nos permita pasar de las imágenes autocomplacientes de Dios al indescriptible DiosOtro y a la novedad
de su acontecer. La metafísica clásica y la filosofía moderna del sujeto han comprendido el ser de las cosas
bajo las categorías de inteligibilidad, eternidad y universalidad, rasgos que expresan totalidad, pero entendida ésta
como mismidad: un encierro en la propia inmanencia del ente que excluye la diferencia y el carácter sagrado de la
historia como único lugar teológico de la revelación. Las categorías metafísicas tienen que ser resignificadas sin
evadir su propia situación de alteridad, para poder trascender hacia lo distinto.
En la tradición de la Iglesia, Dios ha sido concebido como un ser eterno, omnisciente (totalizante) y uno.
Dios tiene las categorías del ser, rasgos que han opacado las cualidades de su alteridad: su gratuidad, su
compasión, su impotencia ante la libertad humana. El primer énfasis que es conveniente proponer es
acercarnos a Dios no como el ser infinito sino como el Otro infinito.
Esto no es ninguna ociosidad ontológica, sino el primer paso de una teología abierta al misterio, que no
se agote en los límites de su propia especulación, que no se encierre en la mismidad de un tema de
conocimiento. El movimiento propuesto es el de la trascendencia, pero como dice Lévinas, “trascender no es un
trascender en el ser, sino trascender al ser mismo”4.
4
Levinas, Dios, la muerte y el tiempo, 142.

El cristianismo ha incorporado en su mensaje la metafísica clásica y “la pretensión de la ontología de


tener la última palabra acerca del sentido del ser”5. Una consecuencia clara reside en que, en la época
moderna, a la par de la idea de progreso que proporcionó el crecimiento desmesurado del capital
considerando poco la dignidad de los trabajadores y el bien común, se contrastó una concepción de la fe
cristiana tal, que comprendió la sola salvación del “alma”. Lo puramente humano o “corporal”, el devenir
histórico, el sufrimiento de los oprimidos no vendrían siendo más que los accidentes terrenales del alma.
5
Losada, “La responsabilidad para con el otro: una crítica a Occidente”, 42.

La ontoteología como culmen del conocimiento de Dios no permite comprender la salvación del hombre
desde una escatología ética. La presencia del Dios infinitamente otro, que respeta y acoge la libertad y el caudal
de la historia humana, es un llamado a la compasión, a la nostalgia inaccesible del totalmente otro; nostalgia
como grito del deseo dirigido a la historia universal, que a su vez encarna la pregunta existencial acerca de Dios

8
en los desafíos y posibilidades del mundo6.
6
Dodd. Las parábolas del Reino, 74.

Para San Máximo, la gratuidad y el amor de Dios se manifiestan en la responsabilidad por el otro y
derivan de la participación en la justicia. Esta responsabilidad necesariamente debe trastocar las categorías
aparentemente inmutables del ser, para poder llevarla a criterios de verdadera humanización.
En el campo éticofilosófico –propiamente donde se mueve Lévinas– critica que la filosofía occidental
sea un continuo volver al ser, excluyendo cualquier trascendencia. En este proceso en que se suprimen todas las
diferencias, el sujeto queda reducido a la inmanencia7. La reducción del ser al mismo es un atentado tematizador
que reduce también el otro al mismo; “reducción y sometimiento de todo”, de Dios, de “lo distinto y de lo
distante”8.
7
Losada, “La responsabilidad para con el otro: una crítica a Occidente”, 45.
8
Ibid., 53.

La razón –como primer ídolo nietzscheano– vislumbra un primer recurso de desconfianza que tiene su
más álgido momento con los “maestros de la sospecha”, quienes ponen en evidencia que los
condicionamientos pragmáticos del conocer constituyen la autoproyección del mismo en objetos absolutos.
Estos pregoneros de la duda metafísica abren el camino de una hermenéutica de sospecha que posibilita, a su
vez, una hermenéutica de sentido para una ingenuidad segunda. Una observación de “segundo grado” que
despliegue el sentido de la realidad anterior al pensamiento9.
9
Scannone, Recomprensión de la razón a partir de las victimas históricas, 7.

Edgar Morin, en su libro Introducción al pensamiento complejo, sobre la inteligencia ciega, afirma
que la causa profunda del error no está en el error como tal, sino en el modo de organización de nuestro
saber en sistemas de ideas (teorías, ideologías). La infidelidad a la riqueza multiforme de la realidad se presenta
cuando el conocimiento se vuelve totalidad, violencia y desconocimiento de lo otro10.
10
Morin, Introducción al pensamiento complejo, 27.

Para explicarlo, Morin retoma el clásico “giro copernicano” y se refiere a la transformación en la


concepción cosmológica de los elementos naturales: la visión ptoloméica del universo geocéntrico acepta solo lo
que “conoce” y rechaza los datos inexplicables como no significativos. En cambio, la visión copernicana del
universo heliocéntrico se basa en lo inexplicable (lo otro no reductible) para concebir su sistema.
Aquí –según Morin–, se debe hacer una toma de conciencia substancial: que los paradigmas del
conocimiento desfiguran lo real y nos conducen a un “nuevo oscurantismo” del saber mutilado: la negación
metodológica de lo no pensado y su presunción epistemológica como no existente.
La complejidad de lo real o la otredad distinta del mismo es un horizonte necesariamente
inabarcable, una aventura en la cual el “verdadero pensamiento” no queda reducido a un “pensamiento verdadero”,
es decir, a un conocer como pensamiento referido al ser, sino que trasciende el acoplamiento entre ser y
conocer, y así puede salir fuera de sí mismo11.
11
Losada, “La responsabilidad para con el otro: una crítica a Occidente”, 45.

La simplificación constituye el abuso del conocimiento ego-lógico que remite siempre de nuevo al
sujeto (serente) y no al otro, al prójimo o al absolutamente otro, toda vez que el otro no admite
conceptualización alguna en cuanto es una dimensión sin objeto12.
12
Ibid., 48.

La crisis levinasiana con la filosofía moderna está representada desde dos grandes tradiciones de nuestra
cultura: “Si Ulises es el prototipo de la filosofía occidental, Abraham será el de la propuesta de la alteridad”13.
Ulises abandona Ítaca pero con la esperanza de regresar, como luego sucederá gracias a la mediación de los

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dioses. Abrahán abandona su tierra: “Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo
te voy a mostrar” (Gn 12,1). Este lugar, además de “no indicado”, carece de una promesa de retorno. Su
vocación la encarna frente a lo desconocido, frente a la tierra de promisión, frente a la vulnerabilidad
absoluta.
13
Ibid., 48.

En su idea acerca de Dios, Lévinas llega al límite de afirmar que solo desde una fe metafísicamente atea,
el hombre puede referirse a Dios o al Otro en su trascendencia. Ve que en la fe monoteísta esta no
conceptualización intencionada de Dios permite que el ser, en cuanto separado y pobre con relación a Dios, no
estará tentado a la tematización, que en sí devendría idolatría14.
14
Levinas, Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, 51.

Al provocar el movimiento ontológico de Diosser hacia Dios otro, reconozco la incontenibilidad de un


logos teológico que pretenda situar a Dios dentro de la “gesta del ser”, ya que ésta sería la negación de la
trascendencia en lo infinito de Dios. Para nuestro autor, “lo absolutamente Otro es lo no reductible por
excelencia; no lo que es de otro modo sino, aún más radical, de otro modo que ser”15.
15
Ibid., 53.

El giro levinasiano para la teología racional consiste en que la trascendencia “no puede pensarse desde el
ser sino que es lo “más allá del ser”16. Las deducciones teológicas que conocen a un Dios inmutable y
ahistórico violentan no solo a Dios, por limitar su infinitud, sino también al hombre, por excluirlo del horizonte
posible de la divinidad, al concebir un Dios indiferente al egoísmo, la intolerancia y la frialdad ante el
sufrimiento del otro.
16
Palacio, “Levinas y el cristianismo: la violencia de la ontoteología frente al profetismo ético”, 2.

En relación con la experiencia humana de Dios, su radical trascendencia no se opone a la vivencia


personal de la fe y a la religiosidad, porque ante un Dios que es misterio absoluto aparece nuestra capacidad de
lenguaje simbólico como realidad profundamente humana de conocer al desconocido. Nosotros recurrimos al
símbolo como manera auténtica de acercarnos al misterio desde la tradición bíblica, la sacramentología o el
acervo religioso cultural.
También la institución eclesiástica, en el sentido global, constituiría un símbolo como mediadora de
identidad y de relación de fe; pero “el recurso de la metáfora más que decir, insinúa; dice justamente lo que no
dice, “no afirma ni niega sino que hace señas”; porque el símbolo “da que pensar”, expresa relación, y “supone
el medio menos inepto de que disponemos para abrirnos al misterio inasible”17.
17
Torres Queiruga, “El Dios de Jesús. Aproximación en cuatro metáforas”, 22, Servicios Koinonía,
http://www.servicioskoinonia.org/biblioteca/teologica/QueirugaDios4Metaforas.pdf (consultado el 6 de marzo de
2014).

Al entender así el lenguaje religiososimbólico y la teología, se puede reconocer la derrota del pensamiento ante
el misterio y la no tematización de Dios, sin cerrarnos a la posibilidad humana de acercarnos a él mediante
nuestras capacidades admisibles. Lévinas no desaloja la posibilidad de un conocimiento de Dios por medio de
un contenido religioso, sino que dicho contenido equivaldría a “una confesión anticipada de la derrota del
pensamiento ante el misterio divino, que lo sobrepasa, lo rompe y lo desborda”18.
18
Ibid., 25.

2. La experiencia de fe en La crisis
La experiencia de la crisis es un presupuesto de la fe. Desde la incertidumbre de las situaciones límite
podemos lanzarnos despojadamente hacia la confianza absoluta. Una fe que no se atreve a correr el riesgo de lo
totalmente desconocido puede terminar convirtiéndose en un ensimismamiento radical o en un producto más para

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el mercado religioso del “yo”, que tanto se propaga en nuestros días.
El sentido de la crisis propuesto por el teólogo protestante C.H. Dodd, en Las parábolas del Reino, me
permite contraponer dos imágenes bíblicas con fines de ahondar un poco más en la relación fecrisis19.
19
Dodd, Las parábolas del Reino, 74.
Al llegar los ángeles de Dios a las ciudades de Sodoma y Gomorra (Gn 19,126) y ser recibidos por
Lot, estos le advierten que se vaya de la ciudad que va a ser destruida diciéndole: “No mires hacia atrás, ni te
detengas para nada en el valle. Vete a las montañas, si quieres salvar tu vida” (Gn 1,17). Se es liberado de la
situación de maldad, pecado, indiferencia, aislamiento y tranquilidad en que se vive, para transformar la vida.
A pesar de la advertencia de los mensajeros, cuenta el relato que la mujer de Lot “miró hacia atrás”. Este
“mirar hacia atrás” es no querer salir de uno mismo, del “propio amor, querer e interés”20, y quedarse paralizado
y estéril, sin correr el riesgo de la fe, que me compromete a dejar las propias seguridades y lanzarme a lo
incierto.
20
Loyola, Ejercicios espirituales, 67.
Otra imagen, ahora en sentido positivo, es la de los israelitas que se detienen ante el Mar Rojo (Ex 14)
y viven una crisis de fe, cuando advierten que el faraón y los egipcios se acercan:
¿Acaso no había sepulcros en Egipto, que nos sacaste de allá para hacernos morir en el desierto?
Los israelitas, en su confusión, también quieren “mirar hacia atrás”, el mar frente a ellos es
angustiante: un obstáculo infranqueable que los hace “volver” al anhelo de la esclavitud pasada:
“Esto es precisamente lo que te decíamos en Egipto: Déjanos trabajar para los egipcios. ¡Más nos
vale ser esclavos de ellos que morir en el desierto!” (Ex 14.12).
A diferencia de la mujer de Lot, la experiencia de crisis de fe israelita los impulsa a seguir hacia
adelante y tener confianza. Moisés va a extender su brazo sobre el mar y éste se partirá en dos: “No tengan
miedo. Manténganse firmes […]. ¡Ordena a los israelitas que sigan adelante!” (Ex 14, 15b). Los israelitas no
huyen, ni se repliegan, sino que van a establecer una relación “cara a cara” con lo desconocido, porque cruzaron
“entre dos murallas de agua, una a la derecha y otra a la izquierda” (Ex 14,22), y por tierra seca cruzaron
el mar.
La situación pospascual de las primeras comunidades cristianas nos provee de elementos centrales para
reconocer esta condición de alteridad que también se manifiesta en la tradición neotestamentaria. A este
propósito, tenemos la Carta a los Hebreos, que probablemente está dirigida a una comunidad debilitada en su fe
por tensiones internas y persecuciones que estaban poniendo en peligro la fidelidad al mensaje transmitido por
los primeros testigos.
El Capítulo 11 es un tratado acerca de la fe, que se basa en la tradición de los patriarcas del antiguo
Israel, para manifestar un rasgo de inabarcabilidad a nivel conceptual, que traspasa la experiencia vital de
personas y pueblos. Este discurso inicia afirmando que “tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se
espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos” (Heb 11,1).
La fe supone, en primer lugar, un convencimiento, no de lo que aún no se conoce sino de lo que no se
puede conocer, porque es “lo que se espera” siempre y constituye una esperanza infinita que parte de un
desconocimiento infinito. El autor de este relato de la carta paulina emplea varias veces el testimonio de
Abrahán; y es en este contexto del hombre itinerante donde quiero recoger tres puntos para esta propuesta de
una experiencia de fe “otra”:

A. La fe conduce a salir de uno mismo. Abrahán “salió” para ir al lugar que Dios le iba a dar. En
este sentido, la fe cristiana puede entenderse como una puesta en marcha que me lanza a la novedad de
salir de mí mismo, de mi egoísmo y de mi deseo de satisfacción personal, para ir en busca de lo otro, ya
que esa es la herencia prometida por Dios, como le fue ofrecido al “Padre de las naciones”: salir en

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busca de lo otro que se escapa a mi mirada acomodada, al otro sufriente, a las víctimas, a los excluidos
de la tierra. La fe es un cambio de planes a nivel de proyecto de vida; es sentir un llamado ante el cual
no se puede seguir en la misma situación inicial.
B. La fe es el testamento de un no-retorno. Si Abrahán y su familia “hubieran estado
pensando en la tierra de donde salieron, bien podrían haber regresado allá; pero ellos deseaban una patria
mejor, es decir, la patria celestial” (Heb 11,15). La experiencia de fe va perfilando en mí una actitud
nueva que me lleva a no querer mirar para atrás, y esto, en el sentido más personal.
Tal vez muchos de los rasgos personales “pasados” no vayan a desaparecer. Lo que sí se va
transformando son las actitudes frente a la vida. No querer mirar para atrás no puede conducir hacia un
desprecio de la historia personal o un verticalismo religioso donde lo humano se vuelva despreciable.
Podemos relacionar esta actitud con el don de no querer volver a las actitudes egoístas que no dejaban
vislumbrar la plenitud de la vida desde el horizonte de lo otro: desde lo diferente, lo auténticamente otro,
el hermano y sus sufrimientos como mis nostalgias, Dios como horizonte de vida. Significa entonces no
querer volver al desperdicio de una vida que no podía dar sus frutos debido al encierro en uno mismo.
C. La fe es una apuesta por el misterio. El capítulo de Hebreos termina con una sentencia clara,
para animar a todos los que sentían estar perdiendo la fe: que “ninguno de ellos (Abrahán, Isaac, Jacob,
Abel, José) recibió lo que Dios había prometido, aunque fueron aprobados por la fe que tenían” (Heb
11,39). El último rasgo de esta propuesta es la fe como apertura total al misterio; esto se opone a la
contundencia de un Dios que aparentemente se olvida del hombre e incumple sus promesas, pues la crecida
maldad y avaricia de las personas hace pensar que el egoísmo es la última palabra que sentencia al
mundo.

Esta tensión entre la aspiración de una realidad mejor y la maldad que parece contaminarlo todo ha
existido y existirá siempre, creando un péndulo oscilante entre la fe y la desesperanza. El absolutamente Otro
no puede reducirse a una ejecución violenta en contra de nuestra propia libertad. La impotencia de Dios es la
libertad de los hombres: “Miren, hoy les doy a elegir entre la vida y el bien, por un lado, y la muerte y el
mal, por el otro” (Dt 30,15). Así es que el ejercicio de la libertad y no la voluntad de Dios, es lo que
determina la “condenación” propia y la del mundo.
La espiritualidad del camino que ha caracterizado, tanto la fe de Abrahán y los patriarcas como la
experiencia de los primeros testigos pospascuales, da un sustento esencial a los tres referentes bíblicos que he
abordado. La vida cristiana itinerante es una espiritualidad que conduce paulatinamente a desbordar los límites del yo
y de la autoconciencia hacia un encuentro con la evocación ajena de Dios y del otro hombre. Es a la vez un
camino sin retorno en cuanto las experiencias cristianas auténticas no pueden conducir a la seguridad de
contemplarse a sí mismo, sino que comporta una entrega cada vez mayor, un corazón cada vez más amplio. Es,
finalmente, un arrojo propio de la fe al misterio de Dios y al misterio del hombre, que nos permite seguir
creyendo en una dimensión infinita que evoca el reclamo de una identidad de las voluntades divina y humana, hasta
que la sola vida del hombre sea el sentido mismo de lo sagrado.

3. Jesús: despojo del otro absoluto

En el cuarto Evangelio, la comunidad joánica ha comprendido el fundamento de su fe, con la


predicación de un Logos vivo, “la Palabra que se hizo carne y puso su tienda en medio de nosotros” (Jn 1,14),
Palabra que es la presencia de Cristo en medio de la comunidad.

Lo que los discípulos están trasmitiendo a las comunidades del primer siglo del cristianismo no es letra
muerta, sino lo que “era desde el principio, lo que han oído, lo que han visto con sus ojos y palpado con sus
manos” (1Jn 1,1). Estos primeros testigos están anunciando a una persona: “que el Padre envió a su Hijo como
salvador del mundo” y que alcanzando su amor se da un cambio radical que nos permite “mirar con confianza
el día del juicio” (1Jn 4,1416).

La nueva realidad evangélica del amor tiene su esencia en Cristo, descrita por él con su sacrificio

8
personal21, porque “así quiso Dios que –el todo– se encontrara en él y gracias a él fuera reconciliado con Dios,
porque la sangre de su cruz ha restablecido la paz tanto sobre la tierra como en el mundo de arriba” (Col 1,19-
20). Ese testimonio misterioso del Hijo de Dios que nos salva es el abajamiento de Dios, realidad intuida en el
Ecce homo pronunciado por Pilato (Jn 19,5), cuando presenta al pueblo un Hijo de Dios frágil,
despreciado y vencido.
21
Benedicto XVI, “Carta encíclica Deus caritas est sobre el amor cristiano” 6, Vatican, http://www.
vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_benxvi_enc_20051225_deuscaritasest_sp.html
(consultado el 6 de marzo de 2014).

Para el pensador italiano Gianni Vattimo, el abajamiento de Dios a nivel humano es signo de un Dios no-
violento y noabsoluto22. Para nosotros, es además el paradigma de nuestra fe, el Dios que en su misterio absoluto
se ha dado no desde lo mismo, sino desde lo otro, desde el hombre, desde Jesús. Si la idea levinasiana de
Dios solo es “accesible en su huella”; entonces Cristo constituye una huella accesible de Dios que se ha
expuesto para que las personas tengamos vida.
22
Vattimo, Creer que se cree, 36.

En la escena del Génesis en que Agár ha huído de la casa de Abrahán, esta esclava egipcia puede hablar
con el Señor sin que su presencia terrible la fulmine: “Dios me ha visto y todavía estoy viva.” Llegó a sentir
que Dios la veía y por eso lo llamó “el Dios que ve” (Gn 16,13).

La experiencia de Dios, para Agár, es aquel que mira cara a cara; no es el Dios violento que impone,
sino aquel que ve, que se abre ante la vida y la libertad de las personas. “Su mirada no es de vigilancia y control,
sino de solicitud, atención y vida.” Su mirar es liberar23. A Agár la quiere liberar de sus miedos y de su
esclavitud, y la bendice con la promesa de un descendiente que afirmará su casa.
23
González Buelta, Ver o perecer: mística de los ojos abiertos, 61.

A nosotros no nos salva la imposición de un Dios que manda sino la exposición del Dios que “ve” al
hombre. Dios nos ha visto cara a cara en la persona de Cristo, quien es la exposición de Dios para el hombre,
una alternativa que le costó la vida. Este fue el riesgo que Dios quiso tomar al desvelarse a lo otro: Jesús es
el riesgo de Dios en nuestra historia24.
En la epístola a la comunidad de Galicia, dice San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es
Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Esta sustitución del yo por el otro había acarreado –para Pablo–
abandonar la sujeción a la Ley religiosa, el refugio de su propio yo superlativo, para abrirse a la
presencia de Jesús como la única huella de Dios.
Pablo pasa de lo conocido de la Ley judía a la incertidumbre de aquel hombremesías, que si
bien le marcó la existencia, ya no está con ellos. También para la comunidad, la promesa de la
restauración o la vuelta del Hijo de Dios con poder y gloria produce no pocas frustraciones, cuando
comienza a cambiar el sentido liberador de este Mesías que es taban esperando.
El sujeto no se determina a partir de sí mismo sino adquiere su singularidad con relación al
25
Otro. Desde esta perspectiva, Jesús es la alteridad del Diosmismo que hemos conocido
ontológicamente. Dios ha adquirido para nosotros su singularidad en el momento en que se abrió al ser
humano y se hizo “exterioridad absoluta e inasible”.26 El cobrador de impuestos entra al templo para
orar, “se queda a cierta distancia, y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo” (Lc 18,13). La
osadía de tomar distancia e inclinar la cabeza ante el misterio de Dios va en dirección a no caer en
idolatría a un Dios castigador, superlativo o retributivo que, por cierto, hoy sirve bastante para aclimatar
no pocas conciencias.
Contemplar a Dios como el otro absolutamente infinito nos puede llevar a sentir que en gran parte todos
“hemos llegado tarde a un mundo no surgido de nuestros proyectos”27, que no podemos comprender la
totalidad de un Dios que está antes y después de todo. Sin embargo, cuando lo no abarcable se
convierte en un objeto más del conocimiento y se tematiza, el resultado será siempre la imagen de uno

8
mismo y el atentado radical a una alteridad que aguarda.

concLusión
La pregunta por Dios siempre ha aparecido en el horizonte de lo inno minado, en el ámbito de la tesis no
sugerida. El propósito de este escrito ha sido reconocer que la experiencia de nuestra fe cristiana sigue
teniendo ese atributo de alteridad que lanza al creyente a la novedad del misterio. Con Lévinas, podríamos
“preguntarnos si el verdadero Dios puede alguna vez dispensarse de su incógnita, si la verdad que se dice no
debería aparecer asimismo como no dicha para escapar a la objetividad…”28
El desconocimiento lúcido de Dios ha de ser reivindicado como la posibilidad de acercarnos a él con
mayor libertad interior en la vivencia de la fe. Debe constituir también un paso decisivo para reconocer la
alteridad en el sentido más global, que involucre un propósito de no dominación a la trascendencia de lo
divino y al otro “primer venido” que me concierne por vez primera, de acuerdo con la horizontalidad de
la dignidad y la compasión humana que entraña el seguimiento de Cristo Jesús.
El acervo religioso de nuestros pueblos no queda amenazado por la propuesta de una teología
entendida como alteridad. Al contrario, pienso la religiosidad como éxodo, como fe abrahámica que me
lanza hacia afuera por medio de la significación de los elementos sagrados y de nuestros símbolos de fe.
Esta propuesta no desconoce la huella de la divinidad dada en la presencia del Hijo de Dios en la historia humana;
porque es precisa mente desde la vida de aquel testigo como también nosotros podemos lanzarnos a la experiencia de
Dios que no es escasa inclusive para hacerse exterioridad.

bibLiografía
Benedicto XVI. “Carta encíclica Deus caritas est sobre el amor cristiano.” Vatican,
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