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lo cual no se le olvidó nunca al travieso muchacho.

Es lícito, pues, afirmar que la ternura materna no endulzó las horas melancólicas de la infancia
de Martín, propenso entonces a la timidez «hasta el acoquinamiento» (usque ad
pusillanimitatem). Un moderno psicoanalista, observando el pobrísimo concepto que el
reformador Martín Lutero tuvo siempre de la mujer y su falta de idealidad femenina —lo
veremos al tratar del matrimonio—, se pregunta: «¿Pero es que este hombre no tuvo una madre?»
Pero querer descubrir en esta severa educación las causas de una psicosis maníaco-depresiva,
o como se la quiera llamar, que ciertos psiquíatras atribuyen al futuro Reformador, es olvidar que
en aquellos tiempos esa austeridad y dureza eran cosa corriente, estimada por los mismos niños
como justa y natural (quid nocet?, preguntaba Lutero), y que jóvenes de las cualidades de Martín
lograban fácilmente superar esas deficiencias pedagógicas del hogar paterno. ¿Quién es capaz de
asegurar que aquellos padres hubieran dado mayor serenidad y equilibrio al sistema nervioso de
su hijo con un poco más de ternura y cariño? La flor de la melancolía, con más o menos espinas
de incipiente angustia, ¿no hubiera brotado en todo caso en el alma religiosa de Lutero?
Téngase en cuenta, por otra parte, que el hijo del minero de Mansfeld pasaría buena parte del
día en la calle, mezclado con toda clase de gentes y jugando con sus hermanitos menores,
mientras su madre se afanaba en los quehaceres del hogar y su padre trabajaba fuera de la ciudad.
Recuérdese también que, desde los trece años, la juventud de Martín se desenvolvió lejos de la
tutela paterna y en un ambiente familiar muy diferente del propio.
Decir con algunos escritores freudianos que entre padre e hijo surgió una tensión emotiva —
incluso con el complejo de Edipo— y que el temor del niño Martín a su padre se tradujo más
adelante en el temor a un Dios implacable y en la conciencia morbosa de su propia culpabilidad,
me parece un procedimiento fundado más en teorías abstractas y en sospechas que en hechos
históricos. Lutero amó a su padre tal vez más que a su madre.

Supersticiones populares
Tampoco hay que ensombrecer demasiado el horizonte de aquellos años infantiles
acumulando relatos fantásticos y espeluznantes, cuentos y narraciones de brujas maléficas o de
espíritus malignos, que debieron de aterrorizar la imaginación del muchacho. Es verdad que
entonces, particularmente en Alemania y otros países norteños, se difundía mucho la creencia
supersticiosa, de origen pagano, en misteriosas fuerzas sobrehumanas, en espíritus malignos que
poblaban los aires, las aguas, las tierras pantanosas o desérticas, y tomaban posesión de ciertos
animales, como los monos, o de ciertas mujeres.
Muchas veces recordará Martín en su edad madura lo que en su niñez oyó, presenció y creyó
ver respecto a brujas, demonios íncubos, duendes, seres misteriosos, apariciones, encantamientos,
filtros mágicos. Desde sus primeros años le acostumbraron a ver en los fenómenos de la
naturaleza, en las tormentas de truenos y relámpagos, la acción de los espíritus infernales. En la
vida de los hombres y sobre todo en las enfermedades le parecía evidente la influencia dañina de
los demonios.
Lutero, como la inmensa mayoría de sus contemporáneos, creyó de joven y de viejo en las
hechicerías de ciertas mujeres, que ejercen un poder diabólico sobre los hombres y sobre las
cosas, y cuya sola mirada puede causar la enfermedad y aun la muerte de sus víctimas.
Predicando en 1518, decía de las brujas o hechiceras: «En primer lugar pueden hacer daño a los
ojos, y aun cegarlos; causar enfermedades a los cuerpos... y producirles la muerte, si quieren; o, si
no, consumirlos con lenta e incurable llaga, como yo he visto muchos. Pueden también provocar
tempestades y truenos, destruir la cosecha, matar el ganado», y sigue hablando de esas mujeres
que por la noche cabalgan sobre una escoba o sobre un chivo, de los demonios íncubos y súcu-

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