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Philosophica
Enciclopedia filosófica on line
Positivismo
Índice
1. Características generales
5. Bibliografía
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1. Características generales
El término “positivo” tiene distintas acepciones. Significa lo que tiene su origen en un acto
institucional, divino o humano, que ha sido establecido; se opone, por tanto, a natural, estable o
eterno y, en este sentido, se habla, por ejemplo, de derecho positivo, o de religión positiva. Según
otra acepción, que sigue más de cerca la etimología (positum = “lo dado”, “el dato”), significa lo
dado en la experiencia y, en consecuencia, lo directamente accesible a todos. Comte asume este
segundo significado: para él, positivo indica, sobre todo, lo que es “real” (opuesto a ficticio o
abstracto, o quimérico), lo observable, lo que puede controlarse experimentalmente, de manera
que se sustrae a toda duda, es decir, lo “cierto”. En una tercera acepción, positivo significa
también “fecundo”, “eficaz”, “útil”. Este significado es aceptado también por Comte: positivo es
lo útil, lo utilizable en beneficio del hombre, sobre todo, a través del dominio de la naturaleza.
Finalmente, para el fundador del positivismo, el término positivo incluye el significado de
“orgánico”, es decir, aquello que se puede relacionar en un conjunto dotado de unidad, de
sistematicidad.
Esta versión se centra principalmente en la doctrina de Comte, que marca el inicio de lo que
propiamente se entiende por positivismo: el sistema que considera objeto de conocimiento
únicamente los hechos de experiencia y sus conexiones; se debe abandonar, por tanto, la
pretensión ilusoria de alcanzar la realidad en su esencia y en sus causas reales. El objeto de la
ciencia no será ya la investigación de la causa, sino la determinación de las leyes invariables a las
que están sometidas las realidades naturales. El positivismo limita el saber al estudio matemático
de los fenómenos sensibles [Comte 1973: 188-189].
Por otra parte, el conocimiento de las leyes no tiene otro sentido que hacer posible la previsión
racional de los hechos futuros, permitiendo el dominio sobre las cosas: conocer para prever y
dominar. El propio Comte hace notar la filiación baconiana de estas ideas, al recordar la
identificación que estableció el filósofo inglés entre ciencia y poder (scientia et potentia in unum
coincidunt). La especulación positiva no pretende ser contemplación de la verdad, visión de las
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cosas, sino posesión de la ley de sucesión de los fenómenos para dominar el curso de los
acontecimientos naturales. El único valor de la ciencia consiste, entonces, en proporcionar la
base teórica para la acción del hombre sobre las cosas. En el positivismo, el conocimiento
científico ha quedado reducido a técnica, a instrumento de poder [Comte 1973: 76-77].
Comte entendió la nueva ciencia como la forma más prometedora de acceso a la realidad y
como la mejor apuesta a favor del progreso humano. Su capacidad de previsión la convertía en
instrumento perfecto para el dominio racional del universo y de la sociedad. El positivismo llegó
al extremo de ver en la ciencia un sustitutivo de la filosofía y de la religión, un saber absoluto,
capaz de resolver todos los problemas y de liberar de todas las miserias humanas: la ciencia venía
a ser la religión de los tiempos modernos.
Para muchos de los filósofos e intelectuales del siglo XIX, la física newtoniana era la forma
definitiva de la ciencia y, por eso, la imagen verdadera del mundo. Se pensaba que el desarrollo
científico iba a consistir en su aplicación a los diferentes ámbitos (incluido el humano). Toda la
realidad parecía estar regulada por leyes mecánicas, de tal modo que, conociéndolas, se podría
determinar con precisión el pasado y el futuro. El éxito de la ciencia newtoniana —interpretado
ideológicamente— acabó por transmutar lo que en realidad era un método válido (mecánica) en
una filosofía mecanicista. El positivismo hizo suya esta visión mecanicista y determinista de la
realidad, y difundió la idea de un progreso humano y social imposible de detener, pues la ciencia
disponía —a su entender— de los instrumentos capaces de solucionar todos los problemas.
En efecto, en el siglo XVIII aconteció el paso del Antiguo Régimen al Nuevo Régimen,
protagonizado por la Revolución francesa. El descontento social, la falta de justicia, y el recuerdo
de las guerras de religión prolongadas durante decenios, llevaron a algunos a pensar que el
Antiguo Régimen, asentado sobre bases cristianas, carecía de recursos para conducir a la paz y a
la justicia. Se veía necesario buscar un nuevo fundamento para la sociedad y renovar las
instituciones. Por otra parte, el racionalismo y el empirismo del siglo XVII se continuaron
durante el siglo XVIII, acompañados de una creciente exaltación de la ciencia.
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unos hombres sobre otros, porque todos se unirían en el amor universal por dominar la tierra y la
materia con el instrumento de la ciencia, conquistando así la felicidad.
Para la Ilustración, la razón humana queda autorreducida a la razón científica. De ahí que todo
fenómeno social o espiritual que la razón no pueda explicar sea, para la Ilustración, un mito o una
superstición. Por eso se rechaza la religión revelada y se propone una religión sin misterios, a la
medida de la razón (deísmo).
Las instancias de la Ilustración y del liberalismo fueron el sustrato ideológico de los cambios
de la Revolución francesa, que dispuso, además, del influjo de la masonería para impulsar en
toda su profundidad un cambio del concepto de hombre y una crítica de la religión revelada en
nombre de la razón.
En Europa crecía progresivamente el desencanto en relación con las esperanzas suscitadas por
la Revolución francesa. En particular, el movimiento romántico miraba con desilusión el
experimento revolucionario y, en el ámbito teórico, rechazaba la razón científica del iluminismo
y la del criticismo kantiano, que habían negado la metafísica y, con ello, la capacidad de
comprender la realidad profunda captada por el sentido común. Por eso, los románticos buscaron
otras vías de acceso a la realidad del mundo y al Absoluto.
Por otra parte, la revolución industrial, que comenzó a finales del siglo XVIII, y la difusión del
liberalismo económico, produjeron la condición miserable del proletariado, la explotación laboral
de los menores de edad y los desequilibrios sociales. Como la Revolución no había conseguido
establecer un nuevo orden político, se hacía necesario reorganizar de nuevo la sociedad y las
instituciones. En esta coyuntura, aparece una línea de reformadores, los llamados socialistas
utópicos (Saint Simon, Fourier, Proudhon), y también un movimiento de restauración —el
tradicionalismo— que propugnaba la vuelta al pasado.
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En el extremo opuesto al socialismo utópico y como reacción a las revueltas producidas por las
ideas del Iluminismo y de la Revolución, tomó fuerza en la Francia de la Restauración un
movimiento de pensadores, literatos y escritores que revindicaron el valor de la tradición
religiosa y política del catolicismo, como elemento de cohesión cultural y social. Son los
llamados “tradicionalistas” que, para solucionar los problemas propugnaron una vuelta al pasado.
Cabe mencionar a Joseph de Maestre, Louis Ambroise de Bonald, Chateaubriand y Lamennais.
3. El positivismo comtiano
El encuentro con Clotilde de Vaux en 1845 inauguró una nueva etapa de su pensamiento en la
que imprime un carácter religioso a su filosofía, desarrollando el proyecto de una nueva religión.
La última fase del pensamiento de Comte está expuesta en el Discours sur l’ensemble du
positivisme (1848) y, sobre todo, en el Système de politique positive ou Traité de sociologie
instituant la religion de l’Humanité (1851-1854).
Toda su doctrina se apoya en la conocida ley de los tres estadios, según la cual, el desarrollo
humano individual, la historia y la evolución de cada uno de los saberes atraviesa necesariamente
tres estadios: el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el científico o positivo.
El primer estadio responde a la necesidad de dar una explicación a los eventos y fenómenos.
Inicialmente, el hombre atribuyó el curso de los fenómenos a la acción de causas trascendentes.
En el estadio metafísico, se sustituyen las causas trascendentes por entidades y esencias,
inmanentes a los fenómenos y abstractas. Finalmente, llega el estadio positivo, en el que se
abandona la pretensión de lograr una explicación última de la naturaleza, para atenerse a los
hechos y a la formulación de las leyes que los coordinan. Comte afirma explícitamente que la
teología sirvió como punto de apoyo para el esfuerzo humano de comprender, y como programa
inicial de la praxis que llevará progresivamente a lo largo de la historia, hacia el dominio
científico-tecnológico de la naturaleza. Es segundo estadio es, en realidad, transitorio, mero
puente de paso hacia el estadio científico-positivo, que es el definitivo [Comte 1973: lec 1]. Una
vez que la humanidad ha alcanzado este último estadio, la religión y la metafísica tradicionales
pierden cualquier valor cognoscitivo, y quedan sustituidas totalmente en esta función por la
ciencia, aunque la religión continúa existiendo para satisfacer una exigencia puramente
sentimental.
Esta ley fundamental del progreso individual, cultural y social contiene la crítica a la religión y
a la metafísica, la declaración de su positivismo y la propuesta de un nuevo sistema de las
ciencias.
Omitimos aquí la valoración crítica de la ley en cuanto tal y de las descripciones de detalle de
cada uno de los estadios, para exponer brevemente la concepción positivista de la ciencia y la
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En la visión comtiana, el hombre queda reducido a un ser natural, que responde a las leyes
universales en gran parte previsibles. En consecuencia, el poder político debe estar en manos de
los científicos y, concretamente, de las personas que conocen las leyes que forman la ciencia más
alta, la Sociología o Física social. Concibe así un estado regulador y planificador. Pero, al
advertir que un tal sometimiento de la libertad individual a la autoridad sólo es posible por
motivos religiosos, introduce la exigencia de religiosidad. Comte, que había declarado superada
la religión con el advenimiento del estadio metafísico y, más aún, del positivo, recurre a ella
nuevamente en la época científica como instrumento necesario para la reforma sociológica. En su
etapa final, Comte propone la Humanidad concebida como un todo, bajo el nombre de “Gran
Ser” (Grand Étre) como objeto de culto en la nueva religión positivista.
Cabe preguntarse finalmente por el lugar de la filosofía en el cuadro comtiano de los saberes.
A la filosofía corresponde, según Comte, promover el “espíritu científico”, controlando que todos
los trabajos queden dentro de este espíritu. Al comienzo de su Curso de Filosofía positiva, Comte
afirma que esta filosofía no es más que una enciclopedia de todas las ciencias, el sistema de los
conocimientos universales y científicos ofrecidos en una sola visión total. Quien esté interesado
en una exposición más detallada de la vida, obras y pensamiento de este autor, puede consultar la
voz correspondiente (Auguste Comte).
Se mencionan a continuación, muy a grandes rasgos, las figuras y orientaciones principales del
positivismo en diversos países de Europa y América durante el siglo XIX y comienzos del XX,
para terminar con unas consideraciones sobre algunos elementos del mismo que persisten en la
actualidad.
El positivismo comtiano tuvo continuidad en Francia durante el siglo XIX y comienzos del
XX a través de figuras como Littré, Laffitte, Taine y Renan.
Emile Littré (1801-1881) hizo estudios de medicina y trabajó luego como escritor. Fue
nombrado académico de Francia y desde 1871 se dedicó a la vida política, siendo nombrado
senador ad vitam. Se considera el más importante discípulo francés de Comte, aunque no admitió
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las teorías religiosas de su maestro. En su obra más importante, Auguste Comte et la philosophie
positive (1863), sostiene que la verdadera filosofía de Comte es la “científica”, expuesta en el
Cours de philosophie positive, y no la “religiosa” descrita en el Sistème de politique positive. En
1867, Littré fundó la revista «La philosophie Occidentale», órgano importante de difusión del
positivismo. Logró tener gran influencia en la cultura, orientando el trabajo de científicos y la
crítica histórica y estética.
Hippolyte Taine (1823-1893). De formación católica que después repudió, fue profesor en
l’École des Beaux-Arts de París y académico de Francia. Intentó aplicar los principios y el
método positivista al arte, a la literatura y a las ciencias históricas. Trató de explicar la obra de
arte exclusivamente como producto de las condiciones ambientales, históricas y psicológicas de
su autor, negando toda creatividad del espíritu. Más en general, consideró toda la vida humana -el
comportamiento moral, las actividades intelectuales-, como expresiones de un mecanismo
regulado sólo por leyes naturales. Para él, la percepción y el pensamiento no son más que una
vibración de las células cerebrales, una “danza de moléculas” [Taine 1944: I, 244-245].
Finalmente sostuvo una concepción panteísta y determinista de la entera realidad.
Joseph-Ernest Renan (1823-1892). De familia católica, se ordenó sacerdote, pero desde 1845
se alejó de la fe religiosa, que juzgó incompatible con una visión científica de la realidad. Es
conocida su crítica de la historia del cristianismo. Piensa que la única forma de conocimiento
válido es la ciencia (ciencias de la naturaleza y filología, entendida como ciencia histórica).
Intentó aplicar el método positivista al estudio de la historia bíblica, dando una explicación
naturalista de Cristo y del cristianismo. En su obra más famosa, Vida de Jesús (1862), primer
volumen de una Historia de los orígenes del cristianismo, sostiene que Jesús no era Dios sino
sólo un hombre, aunque de grandeza incomparable. Para Renan, como para Comte, las creencias
de las religiones positivas, son fábulas mitologías o dogmas, que pertenecen al estadio primitivo
que está llamado a desaparecer y ser sustituido por la ciencia crítica. «Vendrá un día en que la
humanidad ya no creerá, sino que tendrá ciencia (…), porque la ciencia es la única manera de
conocer; y si las religiones han podido ejercer una saludable influencia sobre la marcha de la
humanidad, es únicamente por lo que había en ellas mezclado de ciencia» [Renan 1890: 228-
229].
Más allá de los autores concretos, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, en los
ambientes universitarios de la Sorbona, dominaba una filosofía materialista y positivista que
Raïssa Maritain describe con viveza en Les grandes amitiés, y Jacques Maritain, de un modo más
reflexivo y analítico en Antimoderne.
«En mis grados del saber —dice Raïssa— colocaba en la cúspide una ciencia
física dominadora que pesaba y medía todas las cosas, ofreciendo la clave de
todos los misterios del universo. Filosofía y religión, vida privada, estructura de la
sociedad, creía que todo dependía de los descubrimientos de las ciencias
naturaleza o físicas. Esta persuasión la debía al ambiente intelectual en el que
vivía; todos los estudiantes y licenciados que venían a nuestra casa, pensaban así.
Eran cientificistas, positivistas, materialistas, y yo era como ellos. O más bien, con
un sentimiento de espera que no me abandonaba nunca y que me hacía ver como
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provisionales todas las cosas; creía en todas sus tesis, pero sin darles todavía una
adhesión meditada» [Maritain 1982-2000: XIV, 658]
Por lo que se refiere a la teoría del conocimiento, Mill piensa que la verdad de toda
proposición ha de reconducirse a sus fundamentos de hecho, que se captan en las sensaciones
elementales. Opta por la lógica inductiva, rechazando la lógica aristotélica de la deducción. Los
procesos demostrativos son siempre de un particular a otro, sin poder alcanzar nunca algo
universal que trascienda la experiencia.
Su ética se basa en el principio de utilidad o principio de máxima felicidad, según el cual las
acciones son buenas en cuanto tienden a promover la felicidad, malas en cuanto producen
infelicidad. Por felicidad entiende placer y ausencia de dolor; por infelicidad, dolor y privación
de placer. Propone que se debe perseguir «la máxima felicidad posible para el máximo número
de personas». De ahí que los hombres deban cooperar para crear una sociedad justa que elimine
los obstáculos que impiden alcanzar la felicidad. La forma de organización social no ha de
interferir con la libertad personal, pues el individuo ha de mantener su esfera de autonomía en la
búsqueda de la felicidad. El Estado intervendrá únicamente cuando la libertad individual, usada
irresponsablemente, puede dañar a otros miembros de la sociedad.
En las primeras décadas del siglo XIX, Kant y el idealismo mantuvieron el pensamiento
filosófico alemán alejado del materialismo. Pero la crisis del hegelianismo tuvo lugar en el
momento de auge de las ciencias y, con las ciencias, se introdujo el positivismo materialista
como expresión del nuevo espíritu científico. Paralelamente, se desarrolló el materialismo
naturalista de Feuerbach y el dialéctico o histórico de Marx, ambos de signo filosófico.
En los años 1840-1870 el materialismo de tipo científico en alianza con el positivismo domina
entre los cultivadores de las ciencias, que lo profesan como sistema y lo propagan con energía.
Estos autores —Vogt, Moleschott, Büchner— no son destacados filósofos ni importantes
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Otro autor influyente es Ernst Haeckel (1834-1919), nacido en Postdam, estudioso de zoología
y profesor de la Universidad de Jena. Parte de la teoría darviniana de la evolución y piensa que
esta teoría da razón de todos los momentos de la evolución, desde la materia inorgánica hasta el
homo sapiens, a través de 22 estadios intermedios. A él se debe la formulación de la ley
biogenética fundamental: “la ontogenia es una recapitulación de la filogenia”; es decir que desde
el embrión hasta la edad adulta se reproducen las fases del proceso con el que se ha formado la
entera especie o phylum. Es sabido que para dar una demostración de la la ontogénesis como
compendio o repetición de la filogénesis realizó retoques en las fotografías de los embriones
animales, de manera que fuesen una progresiva preparación del embrión humano. Haeckel es el
principal exponente del monismo materialista en simbiosis con el evolucionismo.
En la segunda mitad del siglo XIX, en antítesis con el idealismo alemán y en polémica con el
espiritualismo de Rosmini y de Gioberti, se delinea un movimiento de pensamiento que presenta
muchas analogías con el positivismo europeo, tanto francés (Comte) como inglés (Spencer),
aunque su contenido es muy distinto del europeo, heredero del iluminismo. El positivismo
italiano encuentra sus premisas en el naturalismo del Renacimiento (Pomponazzi, Machiavelo,
Telesio, Campanella, Galileo), en el historicismo crítico de Giambattista Vico y en el
economicismo jurídico y político de Romagnosi.
El representante más notable del positivismo italiano posterior es Roberto Ardigò (1828-
1920), que introdujo en Italia el gusto por el método científico en el campo de la cultura. Tiene
también el mérito de haber sabido liberar el positivismo del agnosticismo y del mecanicismo de
Spencer, para intentar la construcción de un sistema crítico-evolutivo que encuentra sus raíces en
la especulación italiana del Humanismo y del Renacimiento. Bajo la influencia de Ardigò se
formó entre sus discípulos y adeptos una escuela positivista italiana que tuvo un amplio
desarrollo, particularmente en el ámbito de la pedagogía: Giovanni Dandolo (1861-1908),
Aristide Gabelli (1830-1891), Andrea Angiulli (1837-1890), Enrico Morselli (1852-1929), J.A.
Colozza (1857-1943), Giovanni Marchesini (1868-1931).
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La doctrina de Comte se introdujo en España algo tardíamente, alrededor de 1870, sobre todo
entre médicos y naturalistas. La importancia de los positivistas españoles fue muy secundaria y
ninguno destacó por su originalidad, ni alcanzó renombre. Cabe citar a Alfredo Calderón que
escribió Movimiento novísimo de la filosofía natural en España (1876), y a Antonio Zozaya,
quien tradujo el Catecismo positivista (1886-1887). Entre los médicos y naturalistas que
defendieron el positivismo son conocidos Luis Simarro y Lacabra (1851-1921), Pedro Estasén
(1853-1913), Pompeyo Gener (1849-1919) —amigo de Littré— y, sobre todo, el médico
humanista José Miguel Guardia (1830-1897), que publicó diversas obras sobre la historia de la
medicina, entre ellas, Conversaciones entre un médico y un filósofo sobre la ciencia del hombre
(1883).
En los inicios del positivismo mexicano se encuentra Gabino Barreda (1818-1880). Estudió
Derecho, Química y Medicina. En 1848 fue a París para realizar estudios de doctorado, donde
tuvo la oportunidad de escuchar algunas conferencias de Comte. Luego regresó a México.
Con la caída del emperador Maximiliano y el advenimiento de Juárez, entró en la vida pública.
Pensaba que para pacificar el país, asolado por las guerras, el camino era la unidad de
pensamiento que ofrecían las ciencias. Instituyó la enseñanza elemental obligatoria y laica,
suprimió la enseñanza de la religión y de la filosofía en los centros estatales, impulsó los estudios
científicos, sobre todo de matemáticas, como base de las demás ciencias, y creó la Escuela
Nacional Preparatoria como centro único de acceso a la cultura superior.
En Brasil destaca la figura de Miguel de Lemos (1854-1917), quien se trasladó a París para
completar estudios en 1877. Allí encontró a Littré y a Laffitte. A su regreso a Brasil, impulsó la
religión positivista, se interesó en la política de su país y organizó los planes de enseñanza. El 12
de octubre de 1890, aniversario del descubrimiento de América, se colocó en Río de Janeiro la
primera piedra del futuro templo de la Humanidad, sede de la iglesia positivista de Brasil.
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Entre los autores que contribuyeron a la difusión del positivismo en Argentina, cabe citar a
Florentino Ameghino (1854-1911), paleontólogo que profesó el monismo evolucionista; Pedro
Scalabrini (1848-1916), paleontólogo, estudioso también del derecho comparado, de la
pedagogía y de la filosofía. Tuvo un influjo decisivo en la introducción de la filosofía comtiana.
Desde su cátedra en la Escuela Normal de Profesores de Paraná formó a muchos profesores. Su
principal discípulo, Alfredo Ferreira (1863-1938) sostuvo un positivismo militante. En 1924
fundó el Comité Positivista Argentino, considerándose gran sacerdote de la Humanidad. Máximo
Victoria (1870-1934) fue el continuador de la obra de la Escuela Normal de Paraná. Aplicó la
doctrina de Comte a la educación argentina y criticó duramente el cristianismo y la Iglesia.
Dentro del “espíritu positivo” debe tenerse en cuenta la obra de Víctor Mercante (1870-1934),
que fue decano de la Facultad de Ciencias de le Educación de la Universidad de La Plata. Sus
trabajos son relevantes desde el punto de vista pedagógico y didáctico, no tanto filosófico.
Por su cultura y rigor científico destaca Carlos Octavio Bunge (1875-1918), quizá el más
original y destacado de los positivistas argentinos. Se doctoró en jurisprudencia en la Universidad
de Buenos Aires, e hizo también estudios pedagógicos. Fue profesor de Ciencias de la Educación
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y de Introducción al
Derecho en la Facultad de Derecho de esta ciudad.
Otros dos autores positivistas, o en estrecha relación con el positivismo, son José Ingenieros y
Alejandro Korn. José Ingenieros (1877-1925) nació en Palermo pero emigró con su familia a
Argentina. Fue médico, psiquiatra, farmacéutico, sociólogo, filósofo, escritor y profesor. Se
encargó de las clases de Psicología experimental en la Facultad de Filosofía de Buenos Aires. Su
obra Principios de Psicología fue el primer manual completo de enseñanza de esa materia en el
país. Luego, ocupó la cátedra de Medicina legal. En 1909 fue elegido Presidente de la Sociedad
Médica Argentina, y en 1915 fundó la Revista de Filosofía, con periodicidad bimestral, que fue
referencia importante del pensamiento argentino durante 10 años. Dirigió, además, la colección
La Cultura Argentina, de importantísima labor editorial. A partir de 1919 renunció a todos los
cargos docentes y comenzó su etapa política. Fue miembro del Partido Socialista Obrero
Argentino y defendió la idea de que la lucha de clases era una de las manifestaciones de la lucha
por la vida.
Ingenieros inició su labor filosófica siguiendo el positivismo de Comte. Con el tiempo, fue
más allá de este punto de partida. Ciertamente nunca abandonó el naturalismo y se opuso siempre
a cualquier instancia trascendente, pero trató de hacer compatible esta posición con la necesidad
y la posibilidad de la metafísica En su obra Proposiciones relativas al porvenir de la Filosofía
(1918), afirma la existencia de un «residuo no experiencial fuera de la experiencia», que no es
algo trascendente o absoluto y, menos aún, sobrenatural, aunque tampoco algo ininteligible o
incognoscible.
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En síntesis, puede decirse que, en los últimos decenios del siglo XIX, el positivismo creó un
clima cultural del que dependieron muchas manifestaciones, tanto en el campo del arte, como en
el de la literatura, la filosofía, la historia, el derecho y las ciencias. Más allá de los autores
concretos, en su mayoría secundarios, el positivismo se propagó difusamente. Uno de los ámbitos
que merece destacarse es el del derecho. Por positivismo jurídico se entiende la corriente de
pensamiento jurídico que pone como único fundamento del derecho los ordenamientos vigentes,
prescindiendo de toda referencia metafísica. Lo único cognoscible en este campo sería el derecho
positivo existente y los otros que históricamente han existido. De ahí que los derechos no se
basen en el reconocimiento de una ley natural. Una consecuencia de este planteamiento es que no
existen derechos que correspondan al hombre en cuanto tal; los derechos y la justicia quedan
reducidos a lo establecido por la ley positiva, negando a la persona humana todo derecho que no
le sea concedido por la autoridad. Dentro del positivismo jurídico surgieron distintas corrientes,
pero la tendencia que llevó a sus últimas consecuencias la aplicación del positivismo al derecho
fue la sostenida por Hans Kelsen (1881-1973) y otros autores como A. Merkl y F. Schreier.
4.2. El neopositivismo
En el siglo XX, la visión cientificista propia del positivismo fue reformulada por el Círculo de
Viena con los recursos de la lógica matemática y de la filosofía del lenguaje. Su precedente más
inmediato está en la tradición empirista de Ernst Mach (1838-1916). La epistemología de este
autor considera que la ciencia se refiere sólo a los fenómenos tal como se presentan en la
experiencia, de tal modo que pretender alcanzar una realidad más allá sería una aspiración
“metafísica” imposible de realizar. La perspectiva de Mach, además de fenomenista, es
instrumentalista, al afirmar que la ciencia tiene como único objetivo la “economía de
pensamiento”, es decir, la formulación de teorías que no pueden considerarse verdaderas o falsas,
sino solamente útiles con vistas a la predicción.
En 1895 se creó en la Universidad de Viena una cátedra de Filosofía de las ciencias inductivas
para Mach, quien la ocupó hasta 1901. Desde allí se extendió la influencia de la filosofía
empirista y anti-metafísica centrada en el estudio del conocimiento científico. En 1922 ocupó
esta cátedra Moritz Schlick (1882-1936). Su prestigio e influencia hicieron que se viera rodeado
de filósofos y científicos de tendencia empirista y anti-metafísica, que darían vida a lo que se
llamó el Círculo de Viena (Die Wiener Kreis). Entre los exponentes principales se encontraban,
además de Schlick, Rudolf Carnap (1891-1970), Otto Neurath (1882-1945), Hans Hahn (1879-
1934) y Kurt Gödel (1906-1978). Otros autores importantes –Karl Raimund Popper y Ludwidg
Wittgenstein- frecuentaron el Círculo sin formar parte del movimiento.
En 1929 publicaron su manifiesto programático, que tenía como título La visión científica del
mundo (Die Wissenschaftliche Weltanffassung). Este proyecto continuaba, en el siglo XX, el
espíritu de la Ilustración y de la Enciclopedia. Su objetivo primordial era unificar todo el saber
siguiendo el método y el lenguaje de la física (fisicalismo). En la línea del positivismo de Comte,
afirmaron que todo conocimiento válido se reducía al que proporcionan las ciencias
experimentales, y que éstas se limitaban a relacionar los fenómenos observables, sin traspasar el
ámbito de lo positivamente dado por la experiencia. No había cabida para un conocimiento
“metafísico” que vaya más allá de la observación experimental.
proposiciones, puesto que es irracional formular preguntas que no pueden ser contestadas con los
métodos experimentales. La metafísica sería simplemente expresión de actitudes emotivas, útil
quizá para la expresión de sentimientos subjetivos, pero incapaz de afirmaciones verdaderamente
objetivas y racionales.
Los fundadores del Círculo de Viena estaban convencidos de que la metafísica y la teología
llevaban a perderse en pseudos-problemas. Esta convicción no era un resultado, sino la hipótesis
fundamental de su trabajo. Partieron de un intento anti-metafísico programático.
verbalizado de Polanyi, “hipótesis analíticas” de Quine, etc.). Sin este encuadramiento meta-
físico previo no podrían entenderse el sentido de la ciencia, ni sus reglas, ni su intento de dar una
explicación de los fenómenos [Sanguineti 1988: 33-34].
El Círculo de Viena como tal se disolvió en 1938 por circunstancias políticas. Sus miembros
marcharon a Estados Unidos e Inglaterra, donde existían movimientos filosóficos que
entroncaron fácilmente con esta filosofía. Las ideas del Weiner Kreis han ejercido un influjo
notable, también después de su disolución. Aunque algunas de sus tesis filosóficas han sido
abandonadas (criterio empirista de significado, fisicalismo), no ha sucedido lo mismo con la
perspectiva filosófica —cientificista y empirista— que subyace en su planteamiento.
En los apartados anteriores nos hemos referido a la difusión del positivismo. Efectivamente, el
siglo XIX estuvo fuertemente marcado por esta corriente de pensamiento, pero fue también
escenario de fuertes reacciones críticas, tanto por parte de exponentes de la ciencia como de la
filosofía. Algunos científicos advirtieron que, aunque el método físico-matemático era un
instrumento cognoscitivo muy capaz, existían también otros acercamientos válidos a la
naturaleza. Cauchy —matemático que en 1821 logró la formulación exacta de la teoría del límite
—, en el Prólogo de su obra más famosa afirma que el cálculo no lo es todo y que sería un error
pensar que todas las pruebas válidas han de basarse en ecuaciones integrales y diferenciales.
Otro autor que merece mencionarse es Émile Meyerson (1859-1933). Estudió Química y,
como otros muchos científicos de su época, llegó a la filosofía llevado por la necesidad de
reflexionar críticamente sobre las teorías de la ciencia. Estudiando las condiciones psicológicas y
lógicas requeridas para el ejercicio de la ciencia, descubrió que ésta no puede desprenderse de
preocupaciones ontológicas y explicativas: hay una filosofía rudimentaria presupuestas en el
mismo ejercicio de la ciencia. En polémica con Comte y con Mach, afirmó que la ciencia no sólo
describe sino que explica los fenómenos, buscando su causa real.
El espiritualismo francés (Maine de Biran y Felix Ravaisson) constituyó otra fuente de críticas
al positivismo materialista. Émile Boutroux (1845-1921), aún aceptando la clasificación de las
ciencias de Comte, insistió en que cada ciencia revela un orden de la realidad que es imposible
reducir a los demás órdenes. La materia inorgánica, el mundo orgánico y el hombre son órdenes
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distintos de realidad, cada uno de ellos no puede explicarse basándose en los anteriores, ya que
contiene elementos originarios, nuevos; la vida, por ejemplo, no se reduce a su composición
físico-química.
También en ámbito francés fue significativa en este sentido la enseñanza de Henri Bergson
(1859-1941). Él mostró que, junto al conocimiento científico, había lugar para otro tipo de
conocimiento —la filosofía— que, con sus instrumentos propios, podía alcanzar la realidad
íntima y absoluta de las cosas. Él tuvo el mérito de conducir al descubrimiento de la
espiritualidad a toda una generación que vivía inmersa en el racionalismo, positivismo y
materialismo dominantes en aquellos años en la Sorbona.
Las afirmaciones de la filosofía de Comte no son defendidas hoy por casi nadie. Pero, en
general, la crítica clásica a su doctrina se ha movido más bien en aspectos accidentales
(impugnación de los acentos místicos de sus expresiones, confianza pueril en el estado de la
ciencia en el siglo XIX, error del determinismo físico, elucubraciones fantasiosas de su último
período, etc.). Es cierto que actualmente el positivismo, tal como fue formulado por Comte, goza
de poca credibilidad entre los especialistas y puede considerarse superado debido al desarrollo de
los estudios históricos y de algunas reflexiones de la filosofía de la ciencia contemporánea.
Pero si prestamos atención a la raíz del positivismo, es decir, al cientificismo que lleva a la
absolutización de la ciencia y a la negación de la metafísica del ser, podemos decir que en esto el
positivismo no está superado. Con otros nombres y ropajes diversos, continúa como actitud de
fondo en muchos ámbitos de la cultura y en muchos sectores educativos, científicos, políticos y
del derecho. Sigue teniendo vigencia como perspectiva, como mentalidad, aún entre personas que
no son conscientes de haber adoptado este punto de mira. «Aún cuando muchos han certificado
su muerte, el positivismo, curiosamente, está aún vivo, no tanto si se le considera en sí mismo –
como una doctrina coherente-, pero sí en cuanto imbuido y disuelto en la estructura de la ciencia,
y lo que es más importante, en la visión científica del mundo» [Skolimowski 1979: 35].
En este sentido, la difusión y penetración del positivismo es mucho mayor de lo que podemos
imaginar. Sanguineti lo expresa de modo sintético:
Puede decirse que en el momento actual, el positivismo —al menos su carácter cientificista y
su exclusión de la metafísica— constituye muchas veces una especie de “atmósfera” filosófica
dominante, que parece penetrar en el siglo XXI con aires de triunfo, no obstante los problemas
antropológicos que ha creado en el mundo el nuevo naturalismo tecnológico sin límites éticos.
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La falta de interés por las cuestiones últimas y fundamentales de la vida —el abdicar de la
vocación especulativa— es también una actitud propiciada por el positivismo, que prohíbe
preguntarse por la naturaleza y el sentido de las cosas, de la vida y del hombre. El talante
positivista ha llevado a formar técnicos que manipulan la realidad, desentendiéndose del
significado, promoviendo en el hombre y en la sociedad actitudes unilaterales (la exactitud, la
precisión, el cálculo, el automatismo), y sofocando cualidades más importantes, más
exquisitamente humanas (visión sapiencial, búsqueda de causas, actitud contemplativa).
Al erigir la ciencia como conocimiento total, que no admite instancias superiores, la fe queda
recluida al ámbito privado; se admite como componente a-racional de la existencia singular,
como opción espiritual sin relación con el mundo de la verdad y sin relevancia en la esfera
pública. Ésta es, quizá, una secuela del positivismo especialmente presente en la sociedad actual.
La herencia del positivismo hace también que, al haberse eliminado la metafísica, aparezcan
como sustitutos de lo que va más allá del dato la construcción racional o social. Es lo que se pone
de manifiesto en las diferentes formas de constructivismo y de convencionalismo.
5. Bibliografía
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