preguntado por su conducta estudiantil, es muy posible que en su respuesta hubiera usado las mismas palabras con que más adelante sintetizó su vida en el claustro: «Viví no libre de pecado, pero sí de crimen; es decir, caí alguna vez en pecado, mas no cometí delitos públicos, punibles por la ley». Esto mismo podría deducirse de otro testimonio suyo: «A mí no me echa en cara Satanás mis obras malas; por ejemplo, el haber cometido esto o lo otro en mi adolescencia». Quería decir que los pecados de su adolescencia —pecados al fin y al cabo de fragilidad— no eran tan reprensibles como la desesperación y la falta de confianza en Dios. En suma, un joven universitario seriamente aplicado al estudio, alegre con sus camaradas, de conducta moral sin escándalo, como la de tantos otros que comúnmente son tenidos por buenos estudiantes. En lo que probablemente superaba a todos sus compañeros era en la hondura de sus preocupaciones religiosas. Refiere Melanthon que en el último año de Lutero en la Universidad se sentía frecuentemente asaltado del temor de las penas del infierno y de la ira de Dios, hasta caer en tierra alguna vez casi exánime. Es éste un dato de gran importancia para explicar la evolución religiosa del futuro Reformador. Lo veremos a su tiempo. La tentatio tristitiae, compañera frecuente de su juventud, ¿tenía alguna relación con la sexualidad? Hay quien lo sospecha y ciertos psiquíatras lo aseguran; datos concretos y demostrativos no se conocen. Pero el hecho de que este hombre, años más tarde, sintiese en el retiro del claustro tan angustiosamente los escrúpulos y escarabajeos de la conciencia y al mismo tiempo tuviese una fantasía tan llena de imágenes lascivas, no puede fácilmente explicarse sino porque en su juventud conoció, siquiera momentáneamente, no sólo las tentaciones, sino las mordeduras del pecado.
El rayo del cielo
De pronto, el joven maestro en artes, que llevaba tan sólo dos meses cursando derecho en la Universidad, interrumpe sus estudios y decide ingresar en el convento agustiniano de Erfurt con ánimo de abrazar allí la vida monástica. Era el 17 de julio de 1505 cuando Martín se presentó a las puertas del «monasterio negro». Le faltaban cuatro meses para cumplir los veintidós años de edad. ¿Sabía bien lo que aquel paso significaba? ¿Lo había considerado serenamente? ¿Qué motivos le impulsaban a tomar esta trascendental resolución? Prescindiré de los testimonios poco seguros de los primeros narradores y de ciertas tradiciones que se dicen antiguas, para fundar el relato en las propias palabras de Lutero, sometidas a una razonable crítica. En una charla de sobremesa de 1539, a 16 de julio, decía: «Hoy, día de San Alejo (¡pero San Alejo cae el 17 de julio!) es el aniversario de mi entrada en el monasterio de Erfurt». Y comenzó a recitar la historia de cómo hizo el voto de entrar en religión, pues hallándose de viaje, unos catorce días antes, junto a Stotternheim, no lejos de Erfurt, quedó tan consternado por efecto de un rayo, que lleno de terror exclamó: «¡Auxíliame, Santa Ana, y seré fraile!» «Después me arrepentí del voto y muchos me disuadieron de cumplirlo. Pero perseveré, y días antes de San Alejo convidé a unos excelentes amigos míos al acto de despedida a fin de que ellos al día siguiente me condujesen al monasterio. Y, como ellos me lo obstaculizasen, yo les dije: 'Hoy me veréis, y nunca más'. Entonces me condujeron con lágrimas. También mi padre se enfadó por el voto, mas yo perseveré en mi propósito. Jamás pensé en salir del monasterio». El comensal de Lutero que nos transmite esta conversación es Antonio Lauterbach. ¿Habrá que atribuirle a él y no a Lutero la inexactitud de poner la fiesta de San Alejo el 16 de julio, o será más bien que, teniendo la conversación en la cena del 16, se daba ya por comenzado el 17, según