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"A otras preguntas Eichmann contestó añadiendo que había leído la ´Crítica de la razón
práctica´. Después explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la
práctica la ´solución final´, había dejado de vivir en consonancia con los principios
kantianos, que se había dado cuenta de ello y que se había consolado pensando que
había dejado de ser ´dueño de sus propios actos´ y que él no podía ´cambiar nada´. Lo
que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel ´período de crímenes
legalizados por el Estado´, como el mismo lo denominaba, no se había limitado a
prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable sino que la había
modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el
mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del
´imperativo categórico del Tercer Reich´, debida a Hans Franck, que quizá Eich- mann
conociera: ´Compórtate de tal manera que, si el Führer te viera, aprobara tus actos´.
"Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido. Al contrario, para él todo hombre
se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar: el hombre, al
servirse de su ´razón práctica´, encontró los principios que podían y debían ser los
principios de la ley. Pero también es cierto que la inconsciente deformación que de la
frase hizo Eichmann es lo que éste llamaba la versión de Kant ´para uso casero del
hombre sin importancia´. En este uso casero, todo lo que queda del espíritu de Kant es la
exigencia de que el hombre ha-ga algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del
simple deber de obediencia, que identifique su propia volun-tad con el principio que hay
detrás de la ley, con la fuente de la que surge la ley. En la filosofía de Kant, esta fuente
era la razón práctica; en el empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la
voluntad del Führer.
(Hannah Arendt, filósofa alemana, judía, emigró a EE. UU. a finales de la década del 30.
Con los años se convertiría en uno de los pensamientos más lúcidos en lo concerniente a
desmenuzar el totalitarismo en general y el nazismo en particular. En 1961, ante la
inminencia del juicio que se le iniciaría a Otto Adolf Eichmann, "New Yorker" le ofreció
cubrir ese proceso. Aceptó y de esa experiencia surgiría "Eichmann en Jerusalén. Un
estudio sobre la banalidad del mal", texto del que se extraen las reflexiones publicadas en
esta edición).