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Isabelle Filliozat
Título original: Au coeur des emotions de ¡'enfant Publicado en francés por Editions Jean-Claude Lattés
Traducción de Josep M. Pinto
Diseño de cubierta: Valerio Viano
Ilustraciones de cubierta: Héléne Crochemore
Distribución exclusiva:
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.
Mariano Cubí 92 - 08021 Barcelona - España
Editorial Paidós, S.A.I.CE
Defensa 599 - 1065 Buenos Aires - Argentina
Editorial Paidós Mexicana, S.A.
Rubén Darío 118, col. Moderna - 03510 México D.E - México
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o
préstamo públicos.
© 1999, editions Jean-Claude Lattés
© 2001 exclusivo de todas las ediciones en lengua española: Ediciones Oniro, S.A.
A mi padre,
que militaba y sigue militando contra la utilización de la palabra «educar» y prefería «acompañar» a sus hijos.
Marcado todavía por la violencia de sus padres hacia él, no siempre logró estar «con» sus hijos, pero ha sabido estar
«para» sus hijos. Me ha querido, respetado y considerado como una persona, ha sabido darme lo que él no había
recibido.
A Margot y Adrien,
que han hecho de mí una madre.
A Suos Pom, comadrona, al profesor Bíziau y a Corinne Drescher-Zaninger, obstetras, que han acompañado los
momentos de felicidad más intensos de mi vida.
A la LLL Leche League* y a su presidenta, Claude Didierjean-Jouveau, que me ayudó a dar el pecho a mis hijos y
que de este modo me abrió la puerta a una fabulosa dimensión de intimidad.
* «La Leche League» (LLL) es una asociación que desarrolla sus actividades en ciertos países francófonos y cuya
finalidad es promover la lactancia materna. La LLL ha adoptado para su pmpio nombre la traducción en castellano del
francés «Le Lait», y asi se presenta en todos los países en los que actúa. (N. del T.)
Dices que cansa estar con niños. Tienes razón. Añades que te cansa porque tienes que ponerte a
su nivel, agacharte, inclinarte, arrodillarte, hacerte más bajito.Te equivocas. No es eso lo que cansa
más. Más bien es el hecho de verte obligado a elevarte hasta la altura de sus sentimientos. Estirarte,
alargarte, ponerte de puntillas. Para no herirles.
Janusz Korczak
ÍNDICE
Agradecimientos 13
Introducción 15
1. ¿Podemos desarrollar el coeficiente emocional
de nuestros hijos? 23
La inteligencia del corazón 23
Desarrolla tu confianza 24
2. Siete preguntas que puedes plantearte para
responder a (casi) todas las situaciones ... 29
¿Cuáles son sus vivencias? 30
¿Qué dice? 34
¿Qué mensaje deseo transmitirle? 37
¿Por qué digo esto? 40
¿Mis necesidades son incompatibles con las de
mis hijos? 44
¿Qué es lo más valioso para mí? 50
¿Cuál es mi objetivo? 53
Siete preguntas para guardar en la memoria .... 57
3. La vida es moción 59
¿Quién soy? Un ser de emoción 60
«Entonces, ¿se les debe dejar hacer de todo» ... 62
«No le entiendo» 67
La represión emocional 74
Contener sin reprimir 84
«¡Me irrita con sus tonterías!» 92
4. El miedo 99
¿Debemos escuchar su miedo? 99
Los miedos más frecuentes 102
Atravesar el miedo 116
Utilizar el «miedo escénico» 122
¿Es miedoso? 124
5. La cólera está al servicio de la identidad 129
La cólera es una reacción sana 129
Descifrar la necesidad 135
Una reacción fisiológica que debe
acompañarse 137
Cuando los padres están enfadados 141
Trucos para evitar la violencia en el momento en
que tenemos ganas de pegar 147
¿Es colérico? 148
6. La alegría 153
¿Se puede aprender a sentir la felicidad de vivir? . 153
El amor 157
Juegos, gritos y risas 158
Acompañar la alegría 160
7. La tristeza 163
Las lágrimas nos conmueven 163
La nostalgia 169
Acompañar la tristeza 172
8. La depresión 173
¿Cómo detectarla? 173
El fracaso escolar, un síntoma 176
¿Es depresivo? 178
9. La vida no es un camino de rosas 181
¿Es preciso endurecerse para atravesar las experiencias
difíciles? 181
Las separaciones 184
La llegada de un recién nacido 195
Las disensiones en la pareja 197
El divorcio 198
Los accidentes, la enfermedad, el sufrimiento . . . 205
10. Algunas ideas para vivir más feliz con tus
hijos 207
Sé feliz 207
Escucha 211
Comunica con el cuerpo, el corazón, la cabeza,
y de persona a persona 215
Siente la felicidad de ser padre 217
Conclusión 219
Bibliografía 221
Apéndice 223
Agradecimientos
Gracias a todas las personas que han hecho este libro, a todas las que me han inspirado, me han
planteado preguntas y me han obligado a pensar, a todos los padres que me han hecho partícipes de
sus experiencias, a todos los niños que me han confiado su historia. Los ejemplos proceden de mi
práctica profesional, de mi vida personal o de la de mis amigos.
Gracias a Marianne Leconte, que ha creído en mí y me ha ayudado, más de lo que imagina, a
llevar a la luz y a perfeccionar mis cualidades como escritora.
Gracias a mi padre y a mi madre por su relectura atenta del manuscrito, pero sobre todo por
haberme escuchado y respetado siempre.
Gracias a Patrice Le Bon por su apoyo, su confianza y su exigencia.
Gracias a Jean Bernard, a Adrien y a Margot Fried por su amor.
Introducción
Poseer la inteligencia del corazón es saber amar, comprender al prójimo, realizarse, ser uno mismo
en todas las circunstancias y reaccionar en las situaciones emocionalmente difíciles: conflictos,
fracasos, duelos, separaciones, experiencias duras, pero también éxitos, encuentros, triunfos de todo
tipo. En suma, es la capacidad de ser feliz, de no dejarse dominar por la adversidad, de elegir tu
vida y establecer relaciones armoniosas con los demás. ¿Quién no desearía algo semejante para sus
hijos?
¿Qué es lo que nos retiene en nuestra propia existencia y puede impedirnos ser felices? ¿Qué es lo
que puede provocar que un corazón esté incapacitado? La memoria (a menudo inconsciente) de los
sufrimientos de la infancia y el miedo que se deriva: temor a ser juzgado, herido, humillado,
rechazado o ignorado, miedo a un fracaso que cuestione nuestras capacidades de realización, miedo
a un rechazo que nos haga pensar que nuestro lugar no está entre los demás, temor al otro, miedo a
morir...
Puesto que son el miedo, el sufrimiento y la cólera adquiridos, y no un defecto de nuestra
constitución, los que pueden impedir que una persona se muestre como es y establezca una relación
justa con los demás, puesto que es el temor o el dolor lo que inhibe, y no un cerebro deficiente,
podemos ayudar a nuestros hijos evitando herirles y enseñándoles a confiar.
La sociedad actual ya no es la de ayer. Las fórmulas educativas de ayer ya no son aptas.
En la sociedad de hoy en día, y más aún en la de mañana, el camino del éxito pasa por la confianza
en uno mismo, por la autonomía y la soltura relacional. Las aptitudes para comunicarse y el
dominio de las emociones son ahora al menos tan importantes como las cualidades técnicas. Para
triunfar en la vida personal o en la profesional, la inteligencia del corazón es más fundamental que
nunca. Alimentar el coeficiente intelectual de nuestros hijos es insuficiente. Debemos preocuparnos
de su coeficiente emocional. Además, numerosas dificultades intelectuales y escolares tienen su
origen en bloqueos emocionales.
A ningún padre le gusta ver a su hijo apoltronado delante de la tele o pegado ante la consola de
videojuegos. ¿Cómo ayudar a nuestros hijos a resistir la invasión de las pantallas, a la proliferación
de las consolas de juegos, televisores, videos, ordenadores, etc.? ¿Cómo ayudarles a resistir la
violencia y el ritmo hipnótico del desfile de imágenes de los juegos electrónicos, clips, anuncios,
películas o programas de éxito, y hasta de los dibujos animados?
Ningún padre soporta la idea de que su hijo caiga en la violencia, la bebida o la drogadicción.
¿Cómo armar a nuestros hijos frente a estas tentaciones, cuando la violencia está presente hasta en
las escuelas, cuando el consumo de alcohol y de drogas afecta a los jóvenes a una edad cada vez
más temprana?
Ningún padre desea que su hijo se convierta en adepto a una secta, y ceda su voluntad para seguir
a ciegas a otra persona. ¿Cómo dar a nuestros hijos la suficiente confianza en sí mismos, seguridad
interior y autonomía para que no haya riesgo de que sucumban a la seducción de un gurú?
Comportamientos violentos, dependencias relacionales, o debidas a la televisión, a las drogas, a
los medicamentos, son otros tantos intentos de control de emociones que no se pueden administrar.
Estos síntomas arraigan durante la infancia. Ocultan carencias, heridas relacionales, fracasos de
comunicación.
La timidez, el menosprecio de uno mismo o, por el contrario, la supervaloración, son los resultados
de una historia. Sentimientos heridos, intenciones mal entendidas, comportamientos mal
interpretados... Las ocasiones de sufrimiento son numerosas en la relación padres-hijos.
El niño es una persona. La emoción se halla en el corazón del individuo, es la expresión de su
Vida. Saber escucharla, respetarla, es escuchar a la persona, respetarla. A menudo, los padres se
sienten desamparados ante la intensidad de los afectos de sus niños, intentan calmarlos, hacer callar
sus gritos, sus lágrimas, la expresión de su emoción. Ahora bien, la emoción tiene un significado,
una intención. La emoción cura. Las descargas emocionales son el medio de liberarse de las
consecuencias de experiencias dolorosas. En cambio, tal como ya expliqué en mi último libro, La
inteligencia del corazón, la represión de las emociones es nociva. Nos arrastra hacia toda clase de
procesos defensivos, de repeticiones dolorosas, de compulsiones y de síntomas físicos.
Es urgente aprender a identificar, a nombrar, a comprender, a expresar, a utilizar positivamente las
emociones, so pena de convertirnos en esclavos de las mismas, por el bien de nuestros hijos y de los
adultos en que un día se convertirán.
Hoy es sabido que todo lo importante pasa antes de los seis años... ¿Qué podemos hacer? ¿Qué no
debemos hacer? ¿Y cómo? Sobre todo, ¿cómo debemos ser? Los padres (responsables) se plantean
muchas preguntas.
Desde el momento en que una mujer está embarazada, le llueven los consejos. Cada uno dice lo
que piensa sobre la lactancia, sobre cómo acostar y sobre «la manera de acostumbrar a los bebés» y,
más tarde, sobre la autoridad, las bofetadas y los castigos... «Sobre todo no les dejes dormir en tu
cama... Es preciso marcar los límites... Un bebé necesita dormir... Un niño no debe jugar con
muñecas... No debes consolarles cuando se caen, pues de otro modo se convertirán en niños mal
criados... Si le dejas hacer lo que quiere, le convertirás en un delincuente... Se tiene que hacer esto,
no se tiene que hacer lo otro...» Y esto no es más que el principio de una larga serie de «tienes que,
debes de...». Los padres acaban bien surtidos de consejos bien intencionados y de «preguntas»
llenas de segundas intenciones acerca de la educación que dan a sus hijos.
Se acaban recibiendo todos los consejos, y los consejos opuestos. Los padres reciben un montón
de consejos... Pero en realidad, muy poca información, pues si cada uno tiene una idea propia y la
afirma en voz alta, la información objetiva brilla por su ausencia. Numerosas opiniones acerca de la
educación se pronuncian con tanta mayor virulencia, e incluso violencia, cuanto más irracionales
son y menos descansan sobre un análisis serio.
A los padres les cuesta dios y ayuda elegir entre las distintas concepciones. En seguida se sienten
desorientados, incluso desamparados. Las ideas de los consejeros a menudo contienen amenazas
más o menos indirectas: «No te das cuenta, pero así acabarás convirtiéndole en drogadicto»; o bien
una gran carga de culpabilización: «Ya se entiende, fíjate en su madre», o: «Esto pasa porque sus
padres se divorcian.»
Así que, me guardaré mucho de proponeros un enésimo libro de consejos. Los padres viven con
sus hijos cada día. Los conocen mejor que cualquier «experto», ya sea un pediatra o un
psicoanalista prestigioso. Pero a veces, una serie de bloqueos y malentendidos puede obstaculizar
una relación armoniosa y una verdadera comprensión. De hecho, un «experto» sólo puede ayudarte
a retirar estas barreras.
Este libro intenta iluminar la ruta para superar los posibles obstáculos, deshacer nudos y ayudarte
a sortear algunas dificultades. Una madre joven, un padre joven, necesitan referencias... pero no
consejos... Necesitan aprender a confiar en ellos mismos y en sus hijos.
Esta obra se guía por dos postulados fundamentales:
• Los niños nos dicen lo que necesitan a cada etapa de su desarrollo, por poco que sepamos
escucharles y descodificar su lenguaje.
• Los padres pueden comprender a sus hijos y tener una actitud justa con ellos, siempre que no
obedezcan de manera automática a principios educativos, que no sometan ciegamente su juicio a los
expertos, que no se encierren en esquemas rígidos procedentes de la educación que han recibido, o
que no permanezcan todavía demasiado heridos por su propia historia.
¿Podemos hablar de la educación de nuestros hijos sin hablar de la que hemos recibido y de lo que
nos haya podido marcar, de forma consciente o inconsciente? Cuando algunas situaciones o
actitudes de nuestros hijos nos irritan o despiertan nuestra violencia... está claro que necesitamos
curarnos de nuestra historia personal para entender la realidad de hoy sin proyectar en ella nuestro
pasado y de este modo actuar de manera más justa y eficaz. Cuando nuestras relaciones con
nuestros hijos son demasiado difíciles, es probable que nuestras emociones, nuestra biografía,
tengan algo que ver, y entonces es útil consultar a un psicoterapeuta.
¿Podemos ayudar a nuestros hijos a desarrollar su coeficiente emocional? ¿Cómo podemos tener
confianza en nuestra capacidad para ser padres? Estas cuestiones serán el núcleo del primer
capítulo.
En lo que se refiere a la educación, no hay una fórmula mágica. Aunque hay leyes del desarrollo
que sin duda es útil conocer, no existen los «es preciso», no hay solución milagrosa que proporcione
con toda seguridad un adulto «logrado», pues lo que es adecuado en un momento dado ya no lo es
poco tiempo más tarde. En lugar de buscar respuestas estereotipadas, fórmulas de aplicación
infalible, aprendamos a pensar y a decidir por y para nosotros mismos. En el segundo capítulo, te
propongo siete preguntas que deberás plantearte para responder a numerosas situaciones.
El sentimiento de identidad se basa en la consciencia de uno mismo y de las emociones. En el
capítulo 3 exploraremos el mundo de las emociones: ¿Qué son?, ¿para qué sirven?, ¿cómo
responder? ¿Debemos animar a nuestro hijo a reprimir los afectos para ser «fuerte», o debemos
prestar atención a sus temores, sus lágrimas o sus iras? ¿Cómo ayudarle a ser valiente y seguir
siendo al mismo tiempo, sensible?
En los capítulos 4, 5, 6 y 7 exploraremos las dimensiones respectivas del miedo, de la ira, de la
alegría y de la tristeza
Cuando no entendemos sus emociones, el niño puede encerrarse en la depresión. Estudiaremos
sus síntomas en el capítulo 8.
En la vida de un niño pueden sucederse dramas y experiencias dolorosas. En el capítulo 9
veremos cómo podemos actuar en caso de duelos, separaciones, sufrimientos y enfermedades cómo
ayudar a nuestros hijos a superarlos.
Finalmente, en el capítulo 10 plantearemos algunas ideas para incrementar el placer y la alegría de
vivir con nuestros hijos.
Antes de partir hacia la exploración del mundo de las emociones, una última cuestión: nuestros
hijos no esperan que seamos perfectos, sino tan sólo humanos. No podemos evitar todos los errores.
Son inherentes al proceso de aprendizaje. Deja de preocuparte por ser «una buena madre» o «un
buen padre», y procura estar atento a las necesidades de tus hijos.
Algunos pasajes de este libro podrán sorprenderte, algunas afirmaciones te parecerán quizá poco
habituales... tómate tu tiempo y piensa en ellas, escucha las resonancias que despiertan en ti.
Muchos de vosotros me lo habéis confiado a raíz de una conferencia o de un cursillo: lo que cuento
no tiene nada de extraordinario, es lo más obvio, sólo que nunca habíais visto las cosas desde esta
perspectiva.
Cuando un padre se preocupa por las consecuencias de sus comportamientos sobre sus hijos,
muchas veces se le dice que «se complica demasiado la vida». Quienes le replican así suelen aplicar
respuestas preestablecidas sin preocuparse por el coste afectivo que representarán. ¿Quién lo hace
mejor? Cuestionarse las cosas es propio del hombre.
¿Tienes la impresión de que lo haces todo al revés? No te desanimes. Has comprado este libro.
Deseas, pues, aprender a respetar a tu hijo y a ti mismo, aprender a escuchar tus emociones y las
suyas. Después de todo, son nociones muy nuevas.
Acordémonos... hasta hace poco todavía se podían dar unos azotes a un niño con un sacudidor o
dejarle en un cuarto oscuro durante horas sin ningún problema. Nadie tenía nada que decir contra
las amenazas, los golpes, la distancia afectiva. Era preciso «enderezar» a estos monstruitos,
educarles en los buenos modales. Todos los golpes estaban permitidos, los niños no podían decir
nada, porque todo se les aplicaba «por su bien». Hasta hace dos generaciones, los niños sólo tenían
deberes. Todos los derechos estaban del lado de los padres (incluso el derecho de pernada, de vida o
de muerte). Nosotros lo hacemos mejor que nuestros padres, y nuestros hijos lo harán aún mejor. En
esto consiste la evolución.
¿Te sientes culpable por una actitud hacia tus hijos? Fíjate de dónde vienes y lo que has sufrido
durante tu infancia. Te ayudará a relativizar. Tus sentimientos de culpabilidad no aportarán nada a
tus hijos. Opta más bien por la responsabilidad. El oficio de padre es realmente difícil, imposible
según Freud, pues nos enfrenta a nosotros mismos, a nuestros límites, a nuestras heridas por curar, y
los hijos nos reprocharán, inevitablemente, ciertas cosas, pues necesitan hacerlo para crecer, para
sentirse diferentes a nosotros y separarse.
Por otra parte, si te tienta juzgarte un mal padre, considera la realidad de la ayuda y el apoyo que
recibes en esta función. ¿Sois al menos dos para ocuparos de este querubín? ¿Hay suficientes
abuelos, tíos, tías, niñeras, cuidadores, chicas au pair, padrinos, madrinas o amigos(as) para
ayudaros y relevaros? Cuidar a un bebé significa estar disponible día y noche, es imposible para una
sola persona. Cuando el peso de la responsabilidad recae sobre uno solo, y aún más si está aislado,
es irreal esperar de él que pueda satisfacer las intensas necesidades de un pequeñín.
Así que no te pongas el listón demasiado alto, sé tolerante contigo mismo y, sobre todo, expresa
tus propias emociones y necesidades.
Escucha a tu hijo, dale permiso para que libere sus tensiones, ofrécele espacio para sus descargas
emocionales, para que así pueda crecerse en todas las dificultades de la vida.
Espero que encuentres en este libro recursos para vivir más feliz en familia. En cualquier caso, ésa
es la intención que me ha guiado.
Buena lectura.
Capítulo 1
¿Podemos desarrollar
el coeficiente emocional
de nuestros hijos?
Cuando estaba embarazada de mi primer hijo, rogaba que fuera bueno sin ser servil, que pudiera
afirmarse y estar cómodo ante los demás sin ser dominante, que fuera valiente y emprendedor sin
ser orgulloso o cínico... feliz consigo mismo y con los demás, que tuviera la inteligencia del
corazón.
Desarrolla tu confianza
Margot tenía unos catorce meses. Se despertaba regularmente por la noche. Yo estaba cansada, y fui
a consultar a una pediatra que se jactaba de ser especialista en psiquiatría infantil. En unos minutos
surgió el veredicto, brutalmente: «Esta es la causa», me anunció. Mi hija se dormía en mi pecho.
Según ella, éste era el motivo de todas nuestras preocupaciones. Ya había hecho su diagnóstico.
Sólo me restaba someterme. Mi historia, la de mi hija, la de mi compañero, le importaban bien
poco. ¡Lo realmente grave era la lactancia! Su razonamiento era imparable: mi hija se dormía en mi
pecho, y luego yo la acostaba. Cuando se despertaba, el pecho ya no estaba, ella no lo entendía y
lloraba.
Su solución estaba bien clara (el lector la habrá comprendido en seguida), debía suprimir la toma
de la noche. Margot debía dormirse «sola». Ciertamente, lloraría, pero debía dejarla. La pediatra me
tranquilizó, en tres o cuatro días, como mucho, dejaría de hacerlo...
Perdona, Margot, te pido perdón. Cuánto lamento ahora haber escuchado a aquella mujer. Así,
pues, te dejé llorar. Lloraste cuarenta interminables minutos, sola en tu habitación, y luego
terminaste por dormirte en los brazos de tu padre. Aquella noche te despertaste cada dos horas. Por
desgracia, la pediatra me había hecho sentir culpable y reincidí al día siguiente, y al otro. Cuatro
días más tarde, seguías llorando para reclamar la última toma y, evidentemente, te despertabas
mucho más por la noche. Entonces envié a la porra los consejos de los expertos y te escuché. Te di
lo que reclamabas y lo que necesitabas, contacto, leche, proximidad... una toma. Instalamos de
nuevo tu cama junto a la nuestra.Te dormiste en mi pecho dulcemente. Te sentías segura y dormiste
mejor.
En realidad, tal como comprendí más tarde gracias a mis numerosas lecturas y a la ayuda de un
psicoanalista inteligente, no tenías ningún problema de sueño. Te movías entre dos secuencias de
sueño profundo, sin despertarte del todo, intentabas volver a encontrar tus límites de seguridad, tus
referencias, mi olor, mi pecho. Sólo te despertabas de verdad y llorabas si no me sentías cerca de ti.
El razonamiento de la pediatra no era erróneo, buscabas mi pecho. La solución sí era equivocada.
¡Bastaba, simplemente, que estuvieras cerca de mi por la noche, en una cama adyacente a la mía!
Numerosos padres acuestan a su hijo con ellos en la cama. No se atreven a decirlo en voz alta y a
menudo se sienten culpables. Han aceptado la noción de que «no está bien». Temen que ello
perturbe la sexualidad posterior de su hijo, o que le impida desarrollarse con normalidad de un
modo u otro.
En la mayoría de países del mundo no se da valor alguno al hecho de que el bebé duerma toda la
noche sin despertar ya a su madre para mamar, y el niño duerme con ella mientras sigue
dependiendo del pecho, a veces hasta los dos o tres años. Algunos expertos reivindican la cama
como espacio de intimidad de los padres. ¡Por favor, un poco de creatividad, no sólo se puede hacer
el amor en la cama!
Evidentemente, es muy importante que el niño no separe a sus padres. Pero un bebé que duerme
en una cama no tiene este poder. Si los padres aprovechan su presencia nocturna para alejarse, el
niño no tiene ninguna culpa. Si una mujer invoca la presencia del pequeño para evitar hacer el amor,
no es más que una excusa, y encontraría otra si el niño no estuviera allí.
El deseo del padre o de la madre por el cuerpo del hijo es nocivo. La utilización perversa de la
presencia del bebé para alejar a un cónyuge o para satisfacer una necesidad de seguridad afectiva es
problemática, pero no los cuidados maternos considerados excesivos.
Un bebé ocupa sitio en una cama. Para que todo el mundo se sienta bien, añadir una camita
suplementaria pegada a la de los padres resuelve muchos problemas.
Imponer a un bebé que duerma sin los ruidos de la respiración de sus padres, sin el olor de su
madre, es una violencia que se le inflige en nombre de la tranquilidad del adulto. La separación
precoz no conduce a la autonomía, sino al miedo al abandono y a la dependencia relacional. Es
indiscutible que la autonomía se elabora en base a un sentimiento de seguridad. ¿Y si nos
preguntáramos acerca de este temor a ser abandonados, tan difundido en nuestra sociedad?
Por fortuna, la literatura infantil actual supera este tabú y proporciona nuevas soluciones a los
padres. En numerosos libros, los ositos no quieren dormir solos y acaban pasando la noche pegadi-
tos a mamá osa o papá oso.
Los pediatras no pueden saber más que las madres. Han aprendido la teoría. Tu bebé no es una
abstracción, no es teórico. Es muy real. Y si las teorías pueden abrir horizontes, es importante que
ayuden a escuchar mejor a los niños, en lugar de hacerles callar.
¿Un médico, un psicólogo, un experto titulado o tu suegra intentan que te sientas culpable?
¡Libérate! Escucha sólo a quien te ayude a escuchar a tu hijo.
Insisto tanto en ello porque las madres son particularmente vulnerables, sobre todo con su primer
hijo, pero también con los siguientes, pues ningún niño es la copia idéntica de otro. La mayoría de
madres quieren hacerlo bien, se sienten responsables de esta vida que han traído al mundo. Se
sienten fácilmente desamparadas frente a la intensidad de las demandas del bebé, pueden sentirse
intimidadas por ese pequeñín que tienen entre sus manos. Encaran una nueva responsabilidad, un
nuevo oficio, la única formación que tienen es la educación que han recibido. Son, pues, presas
fáciles para quienes dan lecciones de todo tipo. La educación es un tema delicado, muy delicado,
que desencadena pasiones en seguida. Las polémicas causan estragos y dividen a las familias.
Es importante tener en cuenta a la vez esta vulnerabilidad de la madre y la intensidad de los
debates para invitarle a rodearse desde antes del nacimiento de personas positivas, que ayuden y se
presten a escuchar su realidad frente a ese bebé, en lugar de a su propia ideología.
Cuando hacemos algo obedeciendo las ideas de otra persona, podemos equivocarnos. Plantéate la
pregunta de forma simple y llana: «¿Me convence o no me convence?» Si te convence, hazlo. Si no
te convence, ¡abstente!
Confía en ti, escucha tu corazón, y confía en tu hijo, escucha lo que te dice con sus gritos, pero
también con sus comportamientos, sus actitudes, incluso sus turbaciones. Lo que no sabe decirte
con palabras lo expresará con síntomas. No temas, es un lenguaje, se dirige a ti, su madre o su
padre, y puedes aprender a comunicarte con él.
Ciertamente, el lenguaje del niño no siempre es fácil de entender. Aunque detrás de su llanto o sus
síntomas siempre hay una angustia, ésta no suele ser de comprensión obvia. Puede venir de lejos, de
su propia historia o de la de un antepasado. En efecto, los niños a veces se convierten en espejo del
inconsciente de sus padres (o abuelos). Para entenderles mejor, se precisa entonces la ayuda de un
psicoterapeuta. Su papel es el de hacer mover lo que hay en tu interior, indicarte las pistas que debes
seguir para encontrar el origen de las dificultades, ayudarte a formular tu historia para detectar los
nudos afectivos que pueden permanecer activos en tu inconsciente o en el de tu hijo. Te escuchará e
iluminará el camino a seguir, pero tú debes encontrar la respuesta.
Debes requerir la ayuda de un mediador, no de un consejero. No aceptes las opiniones perentorias,
las definiciones abruptas. Las certezas ajenas no te ayudarán. Encontrarás tus soluciones en el
diálogo con tu hijo, buscando a tientas, experimentando. ¡Cada relación es una creación única!
Capítulo 2
¿Qué dice?
El maestro de Frédéric acaba de ingresar en prisión por abusar se-xualmente de un menor. El niño
ha sufrido abusos durante cuatro largos meses. La madre se sorprende de que su hijo no le haya
dicho nada. No obstante, delante del psicólogo se acuerda de lo siguiente:
—Sí, es verdad, decía: «Me duele la barriga, no quiero ir al cole». Pensé que era un capricho.
Hacía cuento para no ir a la escuela. Y además, su maestro era tan amable...
Pues sí, los pedófilos a menudo son muy amables. Frédéric no podía hablar con su madre, ella no
escuchaba. Ella banalizaba su rechazo, lo rebajaba al tratarle de cuentista, incluso le hacía sentirse
culpable cuando le decía que su profe era tan amable. Al oponerse a dar significado a ese rechazo a
ir a la escuela, negaba las necesidades de su hijo.
Detrás de lo que los padres llaman «capricho», detrás de un comportamiento extraño, fuera de
lugar, excesivo o simplemente poco normal, busquemos la emoción, busquemos la necesidad. El
niño dice algo.
Si no quiere ir al colegio, existe una buena razón. Su maestro no tiene porqué ser pedófilo, claro
está, pero a lo mejor su amiga Suzon ya no le habla, a lo mejor teme al niño de primero de
secundaria que acaba de ver en el patio, tal vez le tiene miedo a la señorita, o a entregar unos
deberes, o a mostrarse ridículo en pantalón corto de deporte delante de los compañeros. Puede ser
que no comprenda lo que cuenta el profesor, o, simplemente, que se aburra...Te necesita, precisa de
tu escucha, de tu atención hacia sus sentimientos, quizás de tu protección o de tu ayuda para
resolver un problema.
Todo comportamiento exagerado y, sobre todo, sistemático, ya sea de agresividad o de pasividad
extrema, de dependencia excesiva de la madre o de celos abusivos, de incapacidad para
concentrarse o de oposición sistemática, tiene un motivo. Existe una emoción bloqueada, una
necesidad oculta.
Una vez más, no preguntes al niño porqué ha hecho tal cosa o tal otra, a menudo no tiene la menor
idea. Lo más seguro es que sus motivaciones profundas sean inconscientes. Si le preguntas porqué,
puede ser que se sienta obligado a responderte, y entonces construirá una razón plausible. Con toda
probabilidad encontrará una, que raramente será la real.
El bebé no tiene palabras para decir las cosas. Su primer lenguaje es el llanto. Poco a poco
aprenderá a hablar, pero lo que no sabrá decir, con palabras seguirá diciéndolo llorando,
enfadándose, gritando y mediante todo tipo de comportamientos de este tipo y rechazos a la
cooperación. No es tan simple formular lo que pasa dentro de uno. El niño no siempre comprende lo
que le sucede. Tiene la impresión de que está prohibido hablar de ello. Le dan miedo las reacciones
de sus padres, su cólera, teme apenarles.
Los padres llaman fácilmente «caprichos» o «comedia» a estos gritos que no saben interpretar.
Para un niño es terrible que no le entiendan, que sus súplicas se reduzcan a estas palabras
desvalorizantes. No existen los caprichos. Se trata de un lenguaje, hay un mensaje que se debe
descodificar.
Ciertamente, no siempre resulta fácil captar la comunicación de un niño que no organiza sus ideas
como nosotros. Sin embargo, me parece que todos hemos sido niños. Con un pequeño esfuerzo
deberíamos lograr acordarnos de lo que sentíamos y cómo lo comunicábamos.
No escuchar los gritos o los comportamientos de rechazo, no respetarlos como un lenguaje, no
intentar comprender su sentido, rehusar entender o bien banalizar («A esta hora siempre llora», «Es
así, es torpe») encierra al niño en su interior. Estaba formulando una demanda, buscaba ayuda,
manifestaba una necesidad... no le han oído, se ha visto forzado a elegir la vía de los síntomas para
que le oyeran.
Otitis frecuentes, eccemas, alergias, rechazo a alimentarse, enuresis, y más tarde dificultades
escolares, agresividad, son otros tantos mensajes de llamada. El niño está dispuesto a sacrificar su
crecimiento, su salud física y psíquica para que al fin le oigan.
Una vez dicho esto, no todos los comportamientos del niño tienen por qué ser forzosamente
mensajes. No tiendas a intentar descodificarlo todo y a buscar de forma sistemática un significado
oculto detrás de cada uno de sus gestos. Los excesos nunca son buenos.
¿Cómo saber si dice algo a través de una actitud, una enfermedad, un accidente, un fracaso
escolar? Escúchale.
Puedes estar seguro de que hay un mensaje cuando el comportamiento se repite, cuando hay
síntomas que perduran a pesar de los tratamientos, o que vuelven a aparecer.
Y no te traumatices con la idea de dejar pasar un mensaje de tu hijo. Hasta que su problema no se
resuelva, se repetirá en todos los tonos, variando los síntomas... hasta que consiga provocar una
respuesta.
Cuando un comportamiento te sorprende, te irrita, te interpela, cuando tu hijo o tu hija manifiestan
una emoción que te parece desproporcionada, una oposición sistemática, o síntomas variados...
antes que estos últimos sean alarmantes, plantéate esta pregunta:
¿Qué dice?
Qué mensaje deseo transmitirle?
Procura, pues, no tomártelo todo como un mensaje subliminal. Escribir en las paredes, pintar tu
agenda, cortar una cortina para hacer un vestido de novia o dibujar un campo de fútbol en la
moqueta nueva de su habitación no son obligatoriamente comportamientos con mensaje. Son
exploraciones muy naturales. Si además estropean el entorno, las posesiones de los padres, ello no
es forzosamente su intención primordial. Es una cuestión de matices y de edad.
¿Tu hija de tres años ha cortado con las tijeras una de tus cortinas? ¿Tu hija de ocho años ha hecho
lo mismo? Resulta evidente que no tiene el mismo significado. La primera explora lo que puede
cortar con sus nuevas tijeras. Todavía no ha asimilado verdaderamente que una acción pueda ser
irreversible, y cree que de todos modos no es grave porque «papá lo arreglará». El segundo caso es
distinto. Con toda probabilidad se trata de un comportamiento pu- nitivo. Expresa seguramente una
ira, contra ti, contra tu cónyuge, su hermano, un profesor. De todos modos, si con el retal consigue
hacer un vestido, ¡no estropees su genio incipiente! Acaso sea una futura gran modista. La
multimillonaria japonesa a quien le fabrican , pelotas de golf especiales de su color preferido, el
rosa, como sus coches y todo lo que le rodea, comenzó así. Cortó sus primeros vestidos, siendo
niña, en las cortinas de su casa.
Ulysse ha dibujado con todo lujo de detalles un soberbio campo de fútbol en la hermosa moqueta
verde recién estrenada. ¡Qué bonito! No sabía que no podía hacerlo, ¡era su habitación! Su madre ha
sabido reconocer su talento y le ha felicitado por su creatividad, pero su padre le ha regañado y le ha
obligado a borrarlo todo al momento. A decir verdad, a este papá le habría gustado Comprarle una
alfombra bien cara con un campo de fútbol estampado, pero no podía soportar que su hijo lo
dibujara por iniciativa propia. En su espíritu, «había estropeado» la moqueta, no ha con-siderado ni
siquiera un instante el resultado objetivo.
Nuestras reacciones frente a las creaciones de nuestros niños condicionaran sus creencias en si
mismos. ¿Qué mensaje deseas transmitirle?
«Eres creativo, tienes ideas originales, sería interesante que te encontráramos un material
adecuado para que ejercieras tu talento.»
O bien:
«¡Estás loco! ¡No tienes nada en la cabeza! ¡Lo que haces es una cochinada!»
El niño que reciba el primer mensaje, confiando en sus capacidades, buscará apoyo para
manifestar su creatividad. El que oiga el segundo mensaje, en el que se le define como loco e
inconsciente... seguirá siéndolo y tendrá ganas de vengarse, quizás no con la moqueta, sino con los
jarrones de valor y las figuritas, a menudo frágiles, que hay en la vitrina de papá. A menos que no se
destruya a sí mismo desvalorizándose.
¿Quieres inculcarle el respeto por los objetos? Respeta al mismo tiempo su necesidad de
expresarse.
Cuando vi aparecer trazos de rotulador en la pared de mi despacho, de entrada me enfadé y volví a
recordarles la prohibición: «Se dibuja en hojas de papel, no en las paredes». Las pintadas siguieron
apareciendo, y encargué a cada uno de mis hijos que realizara un dibujo para decorar. Se aplicaron
en la treintena de centímetros que les concedí; aquel rincón ahora es muy bonito, y las agresiones
anárquicas con rotulador cesaron.
Para mí era difícil mantener una prohibición acerca de la pintura en las paredes. Mi hermana, que
es pintora, ha realizado frescos espléndidos en las paredes de la escalera. ¿Por qué tendría derecho
mi hermana y no mis hijos? Para ellos resultaba demasiado injusto. Tener un espacio para ellos les
valorizó y satisfizo, y no sintieron más la necesidad de pintar la pared.
Ante cada una de nuestras reacciones, podemos elegir entre los mensajes de amor: «Te quiero,
tú puedes hacerlo» y los mensajes destructores: «Eres un inútil, no vales nada».
Nos gustaría que nuestros hijos no lloraran «por nada», que no se enfadaran porque se les rechaza
algo o porque tenemos la presunción de proponerles cambiar su pañal sucio.
Nos gustaría que nuestros hijos cooperaran más, que se vistieran cuando se les pide, que se
sentaran a la mesa al mismo tiempo que todo el mundo, que se acostaran sin problemas, que
ordenaran su habitación, que pusieran el abrigo en la percha adecuada y sus zapatos uno junto al
otro en el armario.
Nos gustaría que fueran tranquilos y buenos, que no corrieran por todas partes chillando, que se
estuvieran quietecitos en su silla para comer, que comieran rápidamente sin hacer porquerías y con
su tenedor todo lo que hay en el plato, que bebieran sin derramar agua ni hicieran experimentos de
física sobre la conservación de los volúmenes...
¡Nos gustaría que nuestros niños no fueran niños!
Pero resulta que ¡son niños! Ejercen de niños cuando sacan todos los juguetes, cuando caminan
descalzos sobre las baldosas, cuando se despiertan al amanecer para jugar, cuando gritan excitados
hasta perder el aliento, cuando se ocultan en los armarios y se persiguen a través del salón o incluso
cuando ensucian la cocina con sus botas llenas de barro.
Honestamente, ¿no nos sentiríamos algo incómodos si se comportaran siempre como adultos en
miniatura, bien ordenados y civilizados? Después de unos minutos de admiración teñida de envidia,
pronto nos asustaríamos ante su falta de naturalidad.
Pero es preciso decirlo con claridad, las necesidades de los padres y las de los niños son del todo
opuestas. A la mayoría de los padres les gustan los espacios ordenados, aprecian el silencio y las
palabras mesuradas, sueñan con la calma y con levantarse bien tarde el domingo. La gran mayoría
de niños se siente cómoda en el mayor de los desórdenes, adora el ruido y se levanta al alba,
sobretodo el domingo y los días de fiesta. Los otros días resulta más difícil.
Reconozcámoslo, la situación es conflictiva por fuerza, y complica la relación. Si no nos damos
cuenta de este desfase, la competición de necesidades puede llegar a ser violenta. En estos juegos de
poder hay un ganador, pero también un perdedor. Y en realidad, en el terreno de la relación,
forzosamente hay dos perdedores. ¿Cómo sentirse sinceramente apreciado por alguien que niega
nuestras necesidades?
Ser padre es, desde luego, aceptar apartar por un tiempo las necesidades propias para satisfacer las
de estos seres vulnerables. Pero ello no es simple, ni fácil. Una madre joven me confiaba
desesperada que a veces se sentía al límite, incluso a punto de pegar. Ella misma se sorprendía, no
se lo esperaba en absoluto. Antes de su maternidad, consideraba a los niños seres maravillosos y
perfectos a los que no cesaba de admirar... Después, se sorprendía de verse exasperada por sus
comportamientos, les detestaba.
Sí, nos irritan, nos sacan de nuestras casillas. Todos los padres lo padecen... y a veces lo hacen
padecer a sus hijos.
Según las edades, las noches se ven interrumpidas por las tomas de pecho, los pipis en la cama o
las pesadillas. De día, los niños reclaman una atención constante, los mayores se pelean... Es
imposible enfrascarse en una novela, telefonear con calma a una amiga, relajarse en la cama por la
mañana, ni siquiera hacer pipí tranquilamente. Vivir con un niño resulta realmente una experiencia
dura. Si no lo reconocemos, acumularemos sin duda un rencor que proyectaremos sobre él a la
menor extravagancia: «¡Tristán, eres insoportable!» O incluso: «¡Qué he hecho yo para merecer un
niño semejante!»
Ser padre es una ocupación constante, las veinticuatro horas del día. Algunos descansan las ocho o
diez horas que dura el trabajo, pero al volver a casa vuelven a su tarea. Resulta agradable ir a la
oficina, se nos reconoce, se nos considera, estamos entre adultos, no hay gritos, lloros o peleas... Se
puede respirar un poco. Las amas de casa no tienen este espacio para evadirse y recargar las
baterías. Sí, el trabajo a menudo es un alivio, salvo si uno no lo elige. En el ejercicio de la
profesión, nos sentimos competentes, valorizados, aunque sea porque charlamos con los
compañeros... recargamos la confianza en nosotros mismos. Incluso cuando el trabajo en sí no es
apasionante, proporciona ocasiones de intercambios y contactos con los demás.
Si no reconocemos nuestras necesidades, si carecemos de los elementos esenciales para nuestro
propio desarrollo, es probable que nos cueste dar a nuestros hijos lo que necesitan. En consecuencia,
es un deber paterno escuchar y reconocer las propias necesidades, conseguir los medios para
satisfacerlas en la medida de lo posible.
Si existe un conflicto de necesidades, la competición no es la única opción. La cooperación
siempre es más eficaz a largo plazo. Esta última exige la expresión auténtica de las necesidades de
cada uno y el respeto mutuo. Reconocer sus necesidades y afirmar las nuestras.
Después de los primeros años, cuando sus necesidades son forzosamente prioritarias, negocia. Los
famosos límites que se deben establecer son los que imponen tus necesidades.
«YO quiero comer en paz, ¿qué podrías hacer para respetar el tiempo de mi cena?»
será más eficaz que
«Cállate, eres realmente insoportable.»
¿No quieren acostarse? Dales a entender que, de todos modos, ahora es la hora de los padres, y
que no les harás caso. Es inútil amenazar, regañar o castigar, protege simplemente tus necesidades.
Es importante descansar para no acabar agotado, recargar las pilas para estar disponible, compartir
las tareas equitativamente con el cónyuge para no acumular un rencor inconsciente, reconocer la
frustración y la ira en uno mismo cuando el otro no está y no puede asumir su parte, ya sea por una
obligación exterior, por un rechazo puro y simple o a causa de un divorcio. ,
Cuando un padre o una madre no reconocen sus emociones, existe una fuerte tentación de
proyectarlas sobre los niños. Ello significa cargarles con lo que no les concierne.
Patricia ha educado ella sola a sus dos hijos. Preocupada por la falta del padre, ha querido
«compensar», y ha multiplicado sus atenciones. Cuando ha pensado un poco en ello, le ha aparecido
otra realidad: a ella le faltaba un hombre. Durante mucho tiempo no quiso ser consciente de ello, y
proyectaba esta falta hacia sus hijos, redoblando las atenciones compensatorias. Hoy en día le
cuesta mucho que sean autónomos. Les falta confianza en sí mismos y siguen dependiendo mucho
de ella.
Una madre, por muy atenta que esté, nunca reemplazará a un padre. No es su papel. Los niños no
esperan de ella que haga desaparecer la carencia, sino que les escuche en sus emociones, y que no
intente liberar las suyas. Si Patricia hubiera estado atenta a sus propias necesidades habría dejado
que sus niños crecieran con mayor libertad. Acaso habría podido encontrar incluso un hombre con
el que volver a construir una pareja, una familia. Éste habría podido ejercer de padre, ser el
elemento masculino de equilibrio que tanto necesitaban sus hijos...
Escuchar las necesidades propias no significa comportarse de forma egoísta. Significa saber medir
la situación e intentar responder a la misma de manera apropiada. En general, todo el mundo acaba
ganando.
Si bien nuestra vida cotidiana nos aporta la correspondiente ración de preocupaciones, la mayoría
de nuestras necesidades más exigentes y más apremiantes no data del día de hoy. Las necesidades
más difíciles de controlar son las que proceden de nuestra propia infancia. No sólo se quedaron sin
satisfacer en el pasado, sino que a menudo no se identificaron como tales, por lo que perpetúan
estas carencias y basta con casi nada para que entren en competición con las de nuestros hijos, para
que nos impidan escucharles, comprenderles y, a menudo, actuar hacia ellos de manera apropiada.
«¡Me irrita con sus tonterías!» Maryse es incapaz de dar ternura a su hija, pues sus propios padres
nunca la cogieron entre sus brazos. A pesar de su deseo consciente, el bloqueo es demasiado
poderoso, no puede lograrlo. Cuando Eve se le acerca y le pide una caricia, ella la rechaza. Darle
esta caricia significaría ver cómo Éve la recibe, y concebir la imagen de ella misma, siendo niña,
recibiéndola, es imposible. Ha sufrido tanto por no recibir nunca una caricia que no quiere despertar
el dolor de la carencia. Prefiere negar su propia necesidad: «Yo no he tenido, y no me he muerto», y
negar las de su hija para enterrarlo todo. Puesto que si ella reconoce que Éve las necesita, debería
pensar, con toda lógica, que todas las niñas las necesitan, y en consecuencia, también ella cuando
era pequeña...
Cuando mis emociones de la infancia permanecen reprimidas, no puedo percibir la realidad de las
necesidades de mi hijo. Así que proyectaré mis propias necesidades, forzosamente desmesuradas,
porque están frustradas desde hace mucho tiempo, o bien negaré cualquier necesidad para no sentir
mi sufrimiento.
Cuando lo constato, puedo formularme la siguiente pregunta: «¿Quiero realmente entrar en
competición con mi hijo?»
Quince días después de dar a luz, Nathalie se ha ido a esquiar, confiando el bebé a su abuela. Se
justifica clamando que necesita reposo y encontrarse a sí misma después de una experiencia
semejante. No tiene la menor idea de lo que puede sentir su hija. Después de hablar con ella, me
entero de que también su madre se separó de ella en una etapa muy precoz. Ha enterrado su dolor, la
ira y el terror, e inflige a su hija la misma experiencia difícil, como para decir a su madre: «Tenías
razón, ¿ves?, no he sufrido, hago lo mismo a mi hija.»
Irene se ha ido dos meses a los Estados Unidos por razones laborales, dejando su hijo de tres
meses en Francia, en los brazos de una niñera, competente, desde luego, pero a la que no había visto
nunca antes. Irene no ha comprendido por qué su pequeño Tom estaba en un estado semejante de
decaimiento cuando lo ha vuelto a ver. No quería alimentarse, dormía mal. Había inhibido su
desarrollo. A pesar de las apariencias, Irene no tuvo en cuenta sus propias necesidades cuando
decidió irse a los Estados Unidos. Respondió a los reclamos de su infancia. Su madre la había
«abandonado» a ella a la misma edad.
Claire es madre de tres niños. Yves sólo tiene dos, pero ambos tienen tendencia a volver tarde del
trabajo. Reconocen sin reparos que detrás de la excusa del trabajo que deben terminar hay un deseo
de no enfrentarse con los niños, con sus demandas, sus emociones. Sin lugar a dudas, el trabajo es
más fácil. Los chavales se las apañan como pueden entre consolas de videojuegos y la televisión.
Sus padres les rehuyen porque temen el contacto con sus emociones infantiles.
El bebé no puede satisfacer por sí solo sus necesidades. Cuando los adultos de los que depende no
están a su disposición, porque son prisioneros de su infancia, se halla en un profundo desconcierto.
Para sobrevivir, para que le acepten y le amen, los más pequeños acceden en seguida a doblegarse a
la buena voluntad de quienes les cuidan. Aprenden a no llorar más si no se les va a buscar. Incluso
aprenden a mamar más despacio si perciben que la fuerza de su succión inquieta a su madre.
Reprimen sus necesidades, sus afectos, se vuelven muy «buenos niños» y constituyen el orgullo de
sus padres. Pero de esta manera anulan sus emociones, y aprenden que no pueden confiar y que el
mundo exterior es, a priori, hostil.
En cambio, si el padre y la madre están atentos a sus auténticas necesidades, a su relación de
pareja, a él o a ella en tanto que hombre o mujer, si sus antiguas heridas están curadas, podrán
reconocer las necesidades de su hijo y satisfacerlas.
Ningún libro, ningún experto podrá dar jamás respuestas universales. Cada niño es una persona,
distinta a todas las demás personas de este mundo. Por otra parte, un niño cambia. Evoluciona. No
calza el mismo número de zapatos toda su vida, y no tiene las mismas necesidades. A los dos años
adorará los puerros, y a los tres los odiará... No hay nada sólido en lo que apoyarse, ni hay ninguna
estrategia sistemática que pueda aplicarse, es preciso adaptarse de forma permanente. No es fácil
cuando hemos olvidado nuestra propia infancia.
Para vivir felices juntos, contengamos los excesos de nuestros hijos dentro de límites que
podamos tolerar, y aprendamos a soportar un poco más. Recordemos que dependen de nosotros y
que somos sus proveedores. Curemos nuestras viejas heridas para poder dejar vivir a nuestros hijos
a su ritmo. Ganaremos en tranquilidad y en placer.
Cuando nuestros hijos nos exasperan, cuando somos incapaces de responderles o nos vemos
tentados a sobreprotegerles, si se muestran «demasiado buenos niños» o, al contrario, excesivos,
planteémonos la siguiente cuestión:
¿Mis necesidades son incompatibles con las de mis hijos?
Bea (dos años) solloza, desesperada. Se le ha escapado el vaso de las manos y su madre llega
gritando como una loca. ¡Y no lo ha hecho a propósito!
Hubert (siete años) se encierra en su habitación. Intenta hacer el menor ruido posible. Le
aterroriza la idea de que su padre descubra todos los papeles que ha pegado entre sí en el despacho.
No es culpa suya, sólo quería pegar un juguete que había pisado y se había roto. Sabiendo que, si lo
hubiera dicho a su padre, seguramente habría debido oír un sermón del estilo: «Si guardaras las
cosas no te pasaría», ha preferido intentar repararlo solo... y ha llegado el drama. Mientras trataba
de mantener juntos los trozos de su camión, el gato ha saltado sobre la mesa del despacho de su
padre y ha derramado el frasco de cola líquida sobre los papeles, que han quedado pegados entre sí.
Con excesiva frecuencia, los padres se lanzan con toda su fuerza sobre sus hijos, olvidando sus
prioridades. Por un jarrón que se ha roto, un vaso que se ha derramado, una prenda de vestir en el
suelo del salón, un juguete perdido, gritan, echan pestes, arriesgándose a herir a sus hijos.
Anteponen los parterres de flores, el sofá del salón o el jarrón de la abuela a sus propios hijos.
«¿Qué es lo más valioso para mí?», es la primera pregunta antes de intervenir. El padre o la madre
son adultos, poseen un cerebro capaz de inhibir una reacción automática y de elegir su
comportamiento en función de sus valores y de sus objetivos. El cerebro de un niño aún no es capaz
de ello.
Si contesto: «Lo más valioso para mí es el amor de mis hijos, su confianza en mí, no tener que
ruborizarme jamás delante de ellos», protegeré este amor, esta confianza.
No reaccionaré del mismo modo que si contesto: «Lo más valioso para mí es lo que piense mi
suegra, lo limpia que esté la cocina, o mi tranquilidad personal»; me arriesgo entonces a proteger mi
imagen de buena madre o de buena ama de casa, o bien mi tranquilidad.
Desde luego, esta elección raramente es consciente, y por ello es más poderosa. ¡Tu hijo oye tu
inconsciente! Para él, tus reacciones tienen más significado que tus palabras. Si, exasperada por un
vaso roto o una mancha en su camisa, le humillas, le hieres, pensará que el vaso o la camisa son
más importantes que él mismo. A pesar de todos tus «te quiero, cariño mío», susurrados en otros
momentos, asimila el mensaje «no soy importante para mamá», o «sólo me quiere si soy perfecto, si
no soy yo mismo».
Ser consciente de lo que provoca nuestras reacciones hacia nuestros hijos puede hacer cambiar de
forma radical nuestros comportamientos.
Theodora mantiene una relación espantosa con su madre. Durante toda su infancia, ésta la humilló
y menospreció. Ahora, Theodora tiene hijos, y su madre se comporta de manera intolerable con sus
nietos. No hace el menor caso al mayor y manifiesta de forma evidente sus preferencias por el
pequeño. Le llena de regalos, le lleva al zoo o al cine...Theodora, que hasta entonces no se atrevía a
levantar la voz a su madre, no decía nada. Cuando se preguntó qué era lo más valioso para ella, se
dio cuenta de que, con su comportamiento, protegía a su madre o, más exactamente, la esperanza de
que al fin ésta la quisiera. Y ello en detrimento de sus propios hijos. Esta simple toma de
consciencia bastó. La felicidad de sus hijos era más valiosa que la sumisión a su madre. Theodora
tomó una posición clara hacia ésta, quien, ante la determinación de su hija, abandonó rápidamente
su juego destructor.
Un niño trastorna forzosamente el orden establecido por sus padres. Es lo más natural. Si éstos no
le dejan trastocar su orden, si continúan «viviendo como antes», es decir, como si él no estuviera,
sin cambiar nada ni en su modo de vida ni en sus ritmos de trabajo o de salidas, el niño podrá llegar
a la conclusión de que no es importante, incluso de que no tiene derecho a una existencia propia.
Podrá concebir un sentimiento de vergüenza («molesto») y de inferioridad («no estoy a la altura»).
Un niño necesita sentir que es valioso, que tiene su lugar, que es importante y que tanto sus
necesidades como su realidad se tienen en cuenta.
«¿Qué es lo más importante para mí?»
Esta pregunta me ha ayudado cuando me despertaban varias veces cada noche, cuando la peonía
que había plantado en el jardín sufría los ataques de dos piernas que no lograban detenerse, o
cuando el trabajo que acababa de hacer en mi ordenador se borraba por obra y gracia de la
manipulación de unas manitas de dos años... o simplemente cuando estaba cansada y descubría que
algo se había derramado y tenía que agacharme otra vez para fregar el suelo.
Pero una cosa está clara, lo más importante para mí es el amor de mis hijos y la confianza en
sí mismos. También deseo que confíen en mí. Así que mi opción es clara: no herirles nunca, ni
mentirles, humillarles, traicionarles, aterrorizarles; en cualquier circunstancia me mostraré honesta,
mostraré lo que siento y escucharé lo que sienten, les ayudaré a amarse, a valorar sus capacidades, a
asumir sus responsabilidades sin culpabilidad.
Cuando nuestros hijos perturban nuestro espacio, cuando no sabemos cómo actuar, cuando
sentimos que no actuamos en función de ellos, sino de nuestros propios padres o, más en general, de
lo que piensen otras personas, preguntémonos lo siguiente:
¿Qué es lo más valioso para mí?
¿Cuál es mi objetivo?
En términos absolutos, no existe un buen o un mal camino. Existe el que me lleva a mi destino y el
que me aleja del mismo. No cogeré la misma ruta si quiero ir a España o a Alemania. Luego hay
otras vías menos directas, más o menos rápidas.
¿Está «bien» o está «mal» dejar que el niño elija la ropa que desea llevar esta mañana?
¿Está «bien» o está «mal» satisfacer una petición?
¿Está «bien» o está «mal» dejarle llorar?
¿Está «bien» o está «mal» acostarle a las ocho?
En realidad, no está ni bien ni mal, tan sólo nos acerca o nos aleja de un objetivo. Un día
contestarás sí, y al siguiente dirás no. En función de la evolución de tu hijo, de sus necesidades y de
tu objetivo. En la relación con los niños, más que consejos exteriores sobre lo que está «bien» o
«nial», es primordial que el padre o la madre sean conscientes de su destino final: «¿Cuál
es mi objetivo hoy en mi relación con mi hijo?»
A Karine le acaban de regalar un par de patines por su cumpleaños. Géraldine, su hermana mayor,
de ocho años, también quiere unos, en seguida. Suzanne, su madre, ha dicho que no. Se los regalará
cuando sea su cumpleaños, dentro de dos meses. Bueno, se acercan las vacaciones. Estaría bien que
las dos niñas tuvieran patines para jugar juntas. Pero entonces sería Karine quien consideraría que la
situación es injusta. Suzanne se pregunta qué debe hacer, sopesa los pros y los contras, y me pide
que le dé mi opinión. Le propongo que piense en su relación con Géraldine en este momento y de
que se plantee la pregunta: «¿Cuál es mi objetivo?»
Su relación con su hija mayor es difícil. Géraldine está muy celosa de su hermana... con razón,
confiesa la madre. Desde el principio, todo es más fácil con Karine. Es normal, es la segunda.
Suzanne me cuenta el parto difícil de su primera hija, la historia de ambas. Le inquieta no haber
podido, no haber sabido manifestar tanto amor por Géraldine como más tarde por su hermanita. ¿Su
objetivo? ¡Arreglarlo! Decir a Géraldine lo mucho que la quiere, lo importante que es para ella.
Entonces, ¿qué hacer? Yo no dije nada. Suzanne compró los patines aquella misma tarde a su hija, y
le explicó que se los regalaba como prueba de su amor por ella y como reparación por el pasado.
Suzanne dejó hablar a su corazón, Géraldine oyó el mensaje. Fue un momento fuerte para ambas.
Otra situación, otro objetivo, habría necesitado otra reacción. No hay respuesta universal, sino una
respuesta para aquel niño, para aquel padre, en aquel momento de su historia común.
De hecho, detrás de cada uno de nuestros actos hay objetivos, más o menos conscientes. Puede ser
que, en la realidad, nos comportemos contra nuestros objetivos conscientes. Como Pamela, por
ejemplo, que proclama desear que sus hijos crezcan y sean capaces de pensar por sí mismos, y que
cada noche les prepara la ropa que deberán llevar al día siguiente.
Nuestros objetivos determinan nuestras reacciones y, en consecuencia, nuestra relación con el niño,
y todavía más por el hecho de que permanecen inconscientes. Ser consciente de estos objetivos nos
permite elegir y crear la relación que queremos.
Si mi objetivo es el de tener una cocina impecable, no me comportaré del mismo modo que si mi
objetivo es enseñar a mis hijos que pueden tener confianza en mí en todas las circunstancias.
Si mi objetivo es el de permitir que mis hijos sean autónomos y piensen por sí mismos, no me
comportaré del mismo modo que si mi objetivo fuera el de transformarles en niños sumisos y
obedientes.
Si mi objetivo es el de dar seguridad a mi hijo acerca del amor que siento por él, no actuaré de la
misma manera que si mi objetivo es el de ayudarle a crecer y a superar la frustración.
Si mi objetivo es el de probar a mi marido que soy una mujer perfecta e irreprochable, no me
comportaré de la misma forma que si mi objetivo fuera el de estar atenta a las necesidades de mis
hijos.
Mientras me preocupe el juicio ajeno, sea o no real, no puedo centrarme en las necesidades reales
del niño.
Considerar importantes las necesidades de un niño, ponerle en primer lugar, respetarle, no
significa ni «dejárselo hacer todo» ni «no decir nada cuando estropea o rompe algo», es mostrar mis
emociones pero seguir amándole profundamente, y manifestárselo.
Me gustaba de forma particular un bonito vaso hecho a mano y adornado con una serpiente azul,
que me regaló mi compañero. A los niños les había prohibido tocarlo. Un segundo de despiste bastó
para que un día, Adrien (dos años) lo cogiera y... lo soltara. Cuando el vaso se rompió sobre las
baldosas de la cocina... estallé en sollozos. Adoraba aquel vaso... Pero seguí siendo consciente de mi
amor por mis hijos y de mi objetivo: transmitirles el mensaje de que mi amor era incondicional, y
que podían confiar en mí. Así que expresé mi enfado sin acusar a mi hijo que, tal como vi a través
de mis lágrimas, estaba ya bien asustado con la rotura del vaso. Al ver mi reacción, Adrien se puso a
llorar. Pude tranquilizarle, decirle que le seguía queriendo, y que necesitaba llorar porque me
entristecía que mi vaso se hubiera roto. Le hablé de mí, no de él. Mostré mis sentimientos, no le
juzgué.
Después de aquello repitió varias veces: «Una vez rompí tu vaso, y tú lloraste, y yo también
lloré». Habló del tema, necesitaba evocar la situación, como para digerirla.
Cada vez yo respondí: «Sí, lloré porque me gustaba mucho aquel vaso, y estaba roto, ya no servía
para beber, es natural llorar cuando se está triste porque hemos perdido algo que nos gusta.»
Unos meses más tarde, Adrien puso sobre la mesa, con atención, un gran vaso: «No lo he roto,
¿ves, mamá?, porque la otra vez rompí tu vaso, y tú lloraste. No me gusta cuando lloras. Y yo
también lloré porque había roto tu vaso. Tú habías llorado, y yo también había llorado.»
Ahora, Adrien va con más cuidado, en general, con lo que toca. Se lo formula él mismo, se ha
vuelto consciente de lo que podía representar para otra persona, para mí, la rotura, la pérdida de un
objeto querido. Se ha sentido culpable, pero con un sentimiento sano de culpabilidad que equivale a
atención hacia lo que viven los demás y consciencia de las consecuencias de sus actos, y que le guía
hacia una toma de responsabilidad.
En cambio, si le hubiera regañado, si le hubiera tratado de torpe, si hubiera gritado, me habría
arriesgado a que se sintiera mal en su interior. Habría experimentado un sentimiento de vergüenza y
de culpabilidad insana, para defenderse de una humillación habría dirigido contra sí mismo un
enfado bien natural pero inconfesable, porque era «culpa suya». En lo sucesivo, tras haber aceptado
la definición de «torpe» o de «nunca prestas atención», habría ido con cuidado no con los vasos y
otros objetos, sino con «no ser torpe»... Tenso, concentrado en un posible fracaso, en la torpeza más
que en su objetivo, el de llevar el vaso, sin duda habría roto otras cosas. No obstante, y sobre todo si
la aventura se hubiera repetido, habría conservado la idea de que era malo, torpe. Y cuando uno está
convencido de que es torpe... uno se arriesga a romper más que si se siente diestro. ¿Tu objetivo es
el de enseñar a tu hijo la destreza o la torpeza?
En realidad, si proteges siempre a tu hijo como lo más valioso para ti, tus objetos frágiles aún
estarán más seguros. Un niño que se siente valioso se muestra atento con el prójimo y con las
consecuencias de sus actos, actúa no por temor a actuar «mal», sino con respeto por los
sentimientos ajenos y con responsabilidad. Así que, ¿cuál es tu objetivo?
¿Cuál es mi objetivo?
La vida es moción
No siempre es fácil escuchar las emociones de los niños. Nos alteran, amenazan nuestro sentimiento
de ser una «buena madre» o un «buen padre». Minan nuestra seguridad: «¿Qué debo hacer?» Ponen
en jaque nuestro papel de protector, nos enfrentan a nuestra función de proveedor. Atrevámonos a
decirlo, a veces nos gustaría que nuestros hijos no lloraran, no chillaran, no tuvieran rabietas.
Preferiríamos que no manifestaran tantas emociones.
Pero resulta que sus afectos son lo más valioso que tienen, en ellos residen su sentimiento de
identidad, la sensación de su propia existencia.
Un niño bueno como una estampa es tranquilo, pero en alguna parte de su interior está muerto. La
vida es el movimiento. Una estampa es inmóvil. Para parecerse a una estampa, el niño ha tenido que
matar el movimiento que había en él. E-moción, e = hacia el exterior, moción = movimiento. La
emoción es el movimiento de la vida en sí misma. Es un movimiento que parte del interior y se
expresa en el exterior. Es el movimiento de mi vida que me dice y dice a mi entorno quién soy.
El miedo ayuda a prepararse y a protegerse. La tristeza acompaña los duelos, la alegría es
expansión, nos dinamiza. La ira define nuestros límites, nuestros derechos, nuestro espacio, nuestra
integridad, es reacción a la frustración. El amor nos vuelve a vincular al prójimo.
Llorar, gritar, temblar, son remedios a las tensiones inevitablesde la vida. La existencia de un niño
está llena de frustraciones, de preguntas, de miedo, de iras... Todos los bebés necesitan llorar, por
muy acompañados que estén. La emoción permite recuperarse, reconstruirse después de una herida.
Un acontecimiento que hiere, un accidente, una experiencia difícil, una injusticia, sólo se convierten
en traumas si no se deja vía libre a la expresión de los sentimientos que suscitan. La fluidez
emocional es la garante de la salud psíquica.
Nuestras emociones tienen mala prensa, pero son útiles. Son las que nos dan nuestra consciencia
de Ser.
Resistir a la tentación
En su libro La inteligencia emocional, Daniel Goleman cita una experiencia llevada a cabo por un
psicólogo, Walter Mischel, con niños de cuatro años. A los niños se les planteaba la siguiente
proposición: «Te dejo en esta habitación, hay un caramelo de miel en esta caja. O lo coges y sólo
tendrás uno o esperas pacientemente el tiempo que tarde en ir a hacer unas compras y te daré dos.»
Aproximadamente una tercera parte de los niños saltó sobre el caramelo justo cuando salió el
investigador. Los otros dos tercios esperaron su regreso y obtuvieron dos caramelos. Dado que esta
experiencia se llevó a cabo en una guardería de la universidad de Stanford, fue posible seguir a los
niños en el curso de su escolaridad.
Doce o catorce años más tarde, las diferencias en el terreno psicológico y social entre los
impulsivos y los demás eran espectaculares. Los que habían resistido a la tentación tenían mucha
mayor confianza en sí mismos, eran más sólidos, eficaces y capaces de superar los obstáculos. Eran
menos vulnerables ante la duda, el miedo y el fracaso, resistían mejor el estrés y sabían perseguir
sus objetivos a pesar de eventuales dificultades.
Los niños que se habían comido el caramelo de miel inmediatamente presentaban un perfil
psicológico más perturbado. Eran más testarudos, indecisos, evitaban el contacto con los demás, se
contrariaban con facilidad cuando las cosas no se desarrollaban según sus deseos y tendían a
abandonar ante las dificultades.
Al final de los estudios secundarios, los primeros eran netamente mejores alumnos. Obtenían
resultados un veinte por ciento superiores a los de sus compañeros. Saber resistir a un impulso,
retrasar la satisfacción de una pulsión, es muy importante para el futuro. A partir de los cuatro años,
las aptitudes de un niño permiten predecir sus capacidades futuras.
Los toxicómanos, los delincuentes, principalmente, son personas que no soportan la frustración.
El menor obstáculo a sus deseos se vive como una perjuicio grave.
La aptitud para administrar la frustración, para diferir una satisfacción, para subordinar el presente
a un futuro, es un elemento fundamental de la capacidad para ser feliz, pues es útil en la vida para
realizar proyectos y alimentar relaciones armoniosas con los demás.
Frustrar a un niño a propósito es un acto condenado al fracaso. Dejar llorar a un bebé, rehusar
tomarle entre nuestros brazos, privar a un niño mayor de caricias o de regalos, fueron estrategias
utilizadas por los padres de antaño para «no mimar» y educar para la frustración. Estos métodos han
demostrado su ineficacia.
El niño alimenta de este modo una sensibilidad particular a la frustración, y cualquier demora en
la satisfacción de una pulsión se convierte en intolerable, la carencia crea angustia que intenta con-
trolar mediante una dependencia (alcohol, droga, tabaco, pareja, comportamientos compulsivos...)
y/o se blinda, aprende a negar sus necesidades.
Algunas personas, que veían cómo daba el pecho a mis hijos cuando me lo pedían, es decir, cómo
respondía a sus necesidades y rehusaba dejarles llorar solos en una habitación, nos certificaron que
los convertíamos en seres debiluchos incapaces de administrar su frustración. En realidad, constato
que ambos administran su frustración de forma muy eficaz, e incluso sorprendente para su edad.
En Suecia, un estudio ha puesto en evidencia una reducción notable del número de caries gracias a
la instauración de un «día de caramelos». El niño puede comer golosinas un día por semana, y
ninguna el resto de la semana. Me interesó la idea, por lo de las caries, pero también para poner
límites no represivos al consumo de golosinas. Propuse la idea a mis hijos de cuatro y dos años.
Elegimos el sábado. Informamos de ello al resto de familiares. Era preciso evitar que una abuela o
un tío los tentaran de manera exagerada. Si recibían caramelos otro día, podían guardárselos para el
sábado. Si se los comían de todos modos, allá ellos. Sabían que yo no estaría contenta. En general,
esto bastaba para limitar los abusos.Yo expresaba tan sólo mi desaprobación, ni los castigaba ni los
reñía. Sabían que no se trataba de «obedecerme», sino que era un contrato de mutuo acuerdo.
Muy a menudo, cuando a Margot le daban golosinas, me las confiaba para «el sábado». A veces,
veía cómo se apresuraba a ponerse un caramelo en la boca o salía disparada hacia su cuarto para
disimularlos en un rincón... Uno o dos caramelos comidos no son nada en comparación con la
importancia de este aprendizaje. Ahora bien, ella debía sentirse libre en su elección entre comer o
guardar. De otro modo, la frustración se la habríamos impuesto desde fuera.
Incluso Adrien, de dos años y medio, había disimulado cuidadosamente tres caramelos que le
había dado la persona que lo cuidaba hasta el sábado siguiente. Otra vez logró conservar una piru-
leta que le habían dado en un restaurante durante todo el camino de regreso en coche, y me la
confió como su hermana al volver a casa. En cambio, el sábado (cuatro días más tarde), al
levantarse, sus primeras palabras fueron: «Quiero mi piruleta.»
Necesidades y deseos
Gracias a Francoise Dolto sabemos que demasiadas frustraciones pueden traumatizar, pero también
que la frustración es necesaria y ayuda a crecer. Sabemos que hay deseos y necesidades, y que no
podemos ponerlos a ambos en el mismo saco.
Los niños no necesitan el coche rojo o la muñeca rubia, sino que les apetece. En
cambio, necesitan absolutamente que su enfado, expresión de su frustración, se respete y oiga. Está
claro que es importante no decir sí a todo, resulta positivo que se les rechace algo de forma
justificada.
¿Que coge una rabieta de cuidado? En realidad no necesita el caramelo, aunque tenga muchas
ganas. Necesita expresar su frustración. Intenta que oigamos su furor. Es importante para él, porque
necesita comprobar que tu rechazo no significa una ruptura. Le has dicho que no, la relación está en
peligro, en seguida se siente superado por la intensidad de lo que siente. Chilla, pero obsérvalo,
intenta pegarte, busca el contacto. Si lo esquivas, pega la pared, un objeto, se arrastra por el suelo,
necesita reparar la relación. No lo prives, pues, del contacto en el momento en que lo necesita más.
Durante el intermedio, Margot mira con ganas un grupo de globos que pasa entre las hileras de
asientos.
—¡Mamá, quiero un globo!
Habría podido decirle no, y cantarle la lección:
—No puedo estar siempre comprando, estos globos son caros,
o mentirle:
—-No me queda dinero,
despistar su atención:
—Miremos juntas el programa, enséñame lo bien que sabes leer.
Recordando su reproche cuando entramos en el circo, he mirado los globos. También a mí me han
gustado, y he exclamado:
—El que me gusta más es el loro. Oh no, también está Simba con su papá.
Y ella me ha seguido el hilo:
—¡A mí me gusta más la sirena rosa!
Así que hemos dicho todo lo que nos gustaba. Un niño que estaba cerca ha participado en el
juego. «Mickey tampoco está mal»... Hemos pasado un buen rato hablando juntos, soñando... ya no
necesitaba comprar el globo. El deseo expresado de tener un globo ha desaparecido ante la
necesidad satisfecha (la necesidad de sentirse vinculada, de compartir algo).
Todo lo dicho no tiene nada de sistemático. Satisfacer las ganas dando caramelos o regalos no es
tóxico en sí mismo. Rechazar cualquier compra con la excusa de que no las necesitan sería una
injusticia. Los niños correrían el riesgo de deducir que se les prohibe el placer, con todas las
consecuencias que ello puede tener sobre su alegría de vivir presente y futura. Es bueno recordar
que los caramelos o los globos que se dan o se niegan no son tan sólo una golosina o un jugue-tito,
sino pretextos para un aprendizaje de la relación. No dejemos que unas cuantas golosinas alteren
nuestras relaciones con nuestros hijos.
La frustración es inevitable en la vida, así que es inútil poner más de nuestra parte. Un día, para
que el niño respete tus necesidades, para protegerle, para garantizar su salud, le vas a frustrar.
La cuestión, pues, es la siguiente: ¿cómo acompañar la aparición de la frustración? Acepta
escuchar su enfado.
«NO LE ENTIENDO»
El mensaje está desplazado
Margot se pelea con su hermano. Juegan a indios con muñequitos. Ella quiere el caballito gris que
su hermano aprieta celosamente en su mano, y no el marrón que él le propone. La crisis estalla. Ella
llora, quiere de todas todas el caballo que no puede tener. ¿Qué sucede?
Amplío mi mirada al conjunto de la escena: su madrina está sentada en el sofá y charla con el
padre de Margot. Unos minutos antes había subido a ponerle el pijama, y me había confiado: «Voy a
llenar de besos y mimos a mi madrina, porque no la veo muy a menudo.» Cuando hemos vuelto a
bajar, su madrina estaba enfrascada en la conversación. Margot no se ha atrevido a interrumpirla y
se ha puesto a jugar tranquilamente, cerca de allí. Esperaba una señal de su madrina para ir hacia
ella. Pero la señal no ha llegado. Estaba frustrada. Es imposible expresar el verdadero origen de la
frustración sin arriesgarse al rechazo. Entonces ha expresado su frustración de forma indirecta,
transfiriéndola al caballo. Ha entrado en conflicto con su padre, en lugar de con su madrina, pero el
mensaje estaba claro: «No me das lo que quiero.»
Sueños y pesadillas
Margot (cinco años) me viene a ver en plena noche:
—Mamá, he tenido una pesadilla, quería contártela. Había un lobo que ha atrapado una cabra. Ha
encerrado a la cabra en una jaula.Yo, con mis amigas, queríamos soltar a la cabra. Pero le teníamos
miedo al lobo. He logrado abrir la jaula, la cabra ha salido, pero el lobo me ha saltado encima y me
ha mordido la mano.
Todos los personajes del sueño representan distintas partes, distintas emociones, de quien lo
sueña.
El día antes, por la noche, nos habíamos peleado. Ella quería que yo le hiciera un nudo en los
cabellos con un pañuelo. Dado que el resultado no estaba a la altura de lo que esperaba, y que el
nudo no era «como el de su amiga», se había enfadado de lo lindo. Gritó, me pegó, quiso tirar por el
suelo mis papeles...
Volvamos al sueño. Podemos oír que una parte de los sentimientos de Margot (la cabra) han sido
encerrados en una jaula. Ella reprimía sus emociones. Una cabra es testaruda, tiene cuernos, sabe lo
que quiere. La cabra personifica probablemente deseos frustrados. Al fin ha logrado (con la ayuda
de sus amigas = con el pretexto del pañuelo) liberar la cabra. Pero le teme al lobo. Este lobo es la
personificación de su agresividad. Cuando ha liberado la cabra, el lobo le ha saltado encima =
cuando ha manifestado su emoción, su agresividad la ha invadido. Tiene miedo de lo que ha hecho,
ha orientado contra ella misma su agresividad. ¡Y aquella mano que pegó a su mamá se la ha
mordido el lobo!
Margot tiene tres años. Le cuesta dormirse y a veces se despierta por la noche: le tiene miedo al
lobo. Hemos terminado por darnos cuenta de que este pánico la visitaba regularmente cuando
durante el día había pegado a su hermano.
Cuando Margot pega a su hermano, se siente mala. No quiere sentirse mala, y entonces proyecta
esta maldad fuera de ella. No es ella, la mala, es el lobo, desde luego. Pero este lobo malo da miedo.
¡«Castigará» al niño por su maldad!
«Estoy enfadada, no debería estarlo, soy mala, no, el malo es el lobo y me castigará, tengo
miedo.»
Así, con frecuencia el miedo es el síntoma de que el niño dirige contra sí una ira indecible. De
hecho, Margot está furiosa con su hermanito que, decididamente, llama demasiado la atención de
todo el mundo. Necesita que sus padres le hagan sentirse segura.
Los lobos, los monstruos, los ogros... sirven de soporte de proyección a este enfado que es preciso
situar fuera de sí para no arriesgarse a que nos destruya. El niño puede tenerle miedo al ogro que
hay debajo de la cama, al monstruo del armario o al lobo que le comerá... cuando está despierto.
También puede verlos aparecer cuando duerme, en sus pesadillas.
Todas las pesadillas deben tomarse en serio. Escucha a tu hijo, intenta, junto a él, comprender lo
que representan las imágenes. El hecho de nombrar a los monstruos ya les quita poder.
Los monstruos pueden ser imágenes de la realidad, o que se hayan visto en la televisión y no se
hayan comprendido o identificado, o imágenes de las sombras que el miedo deforma, o bien
proyecciones de emociones inconscientes. Busca lo que sucede en este momento en la vida
cotidiana de tu hijo, en su vida de familia, pero también en el pasado reciente y, si se repite la
pesadilla, en el pasado más lejano.
¿Tu hijo ha tenido miedo de algo en ese día o en los días precedentes? ¿Tiene motivos para estar
enfadado? ¿Tiene una carencia? ¿Una frustración? ¿Uno de los padres está ausente? ¿Los padres se
han peleado? ¿Le han pegado? ¿Hay un secreto en la familia, algo que nadie ha querido o pensado
decirle? ¿Ha vivido acontecimientos dolorosos? ¿pérdidas, frustraciones, injusticias, choques
susceptibles de crear un trauma? (hospitalizaciones, mudanzas, accidentes...)
A veces, hechos muy antiguos vuelven a subir de esta manera a la superficie varios meses o
incluso varios años más tarde. Las emociones habían sido enterradas, esperaban un pretexto para
despertarse e intentar reaparecer en el sueño para hacerse oír.
Además de la verbalización, el dibujo es una herramienta excelente. Propon a tu hijo que dibuje
su pesadilla. Ello le permitirá tomar distancia, tener la sensación de poder dominarlo. Dibujar es
identificar, poner límites. En su dibujo, el niño combate el sentimiento de impotencia: me atrevo a
mirar mi pesadilla y la encierro en una hoja de papel, soy más poderoso que ella, tengo un poder
sobre ella.
Durante las noches siguientes, antes de acostarle, invítale a dibujar todas sus preocupaciones
«para que no vengan a molestarle por la noche». Cuidado, no interpretes su dibujo. No intentes
«psicoanalizarle», es una historia entre él y él. El dibujo de una pesadilla no te dará la ocasión de
descubrir la causa. Esta técnica es útil para ayudar al niño en una primera aproximación, pero si el
problema es importante, no bastará, evidentemente, para curarlo. La emoción bloqueada debe
liberarse.
Si tu hijo no tiene ganas de dibujar, o si quieres variar la panoplia de soluciones, puedes proponerle
que imagine en su cabeza una caja de preocupaciones. La decora mentalmente como quiere. Antes
de dormirse, pone todas sus preocupaciones del día en la caja, la cierra bien y no la vuelve a abrir
hasta el día siguiente.
También puedes regalarle una muñequita o un peluche, que hará las funciones de muñeca de
preocupaciones. Al acostarse le confia sus inquietudes, y ella las guardará toda la noche. Desde
luego, es muy importante volver a abrir la caja o descargar de nuevo a la muñeca de preocupaciones
al día siguiente. De otro modo estas técnicas no funcionarían mucho tiempo. Las preocupaciones
necesitan que las escuchen, y las soluciones deben irse adaptando.
La represión emocional
«Yo no tengo miedo», dice Máxime para hacerse valer delante de su amiga. Pero no se acerca al
gusano que ella sujeta en su mano.
«No me has hecho daño», dice Alexandre a su padre, que le acaba de dar una buena tunda.
«Perdona», dice Corinne a su hermano pequeño, reprimiendo la intensa ira que siente. Unos
minutos más tarde, se da un golpe contra un mueble.
Máxime, Alexandre y Corinne niegan sus afectos. Componen un personaje que no es ellos.
Durante toda su vida les faltará seguridad interior, porque no podrán confiar en lo que sienten
dentro de sí. Como Corinne, que se ha dado un golpe contra la mesa, se darán golpes contra los
acontecimientos de sus vidas.
¿Por qué Corinne ha chocado con esta mesa? Es un proceso inconsciente muy corriente en nuestra
experiencia cotidiana. Ha sentido una inmensa herida al verse obligada a tragarse su verdadera
emoción. Para defenderse de este sufrimiento, ha preferido infligirse otro, más físico y, en
consecuencia, más «objetivo», que le permite expresar dolor. No ha podido llorar la humillación
que ha sentido cuando su madre le ha propuesto que se disculpara con su hermano... y se otorga el
derecho a llorar porque se ha hecho daño con la mesa. Aunque, por desgracia, siempre puede haber
alguien que le diga: «¡Podrías ir con más cuidado!»
Reconocer las emociones propias, sean o no sentimientos agradables, sean o no pensamientos
agradables, sean o no comportamientos adaptados, significa aceptarse como uno es, construir la
confianza en sí mismo.
La consciencia de sí mismo se construye a medida que se van adquiriendo experiencias, y siempre
que las emociones se oigan, se aprueben y se hablen. En cambio, cuando el entorno (padres,
profesores...) niega sistemáticamente los sentimientos, rehusa oír, ridiculiza las emociones... el niño
llega a pensar que lo que siente, piensa y hace no está de acuerdo con lo que sus padres esperan.
Los padres de Máxime, de Alexandre y de Corinne a lo mejor están orgullosos de ver que sus
niños son tan valientes, fuertes o dóciles, pero no se dan cuenta del precio que pagan.
Todos tenemos emociones. Y todos sentimos las mismas emociones en las mismas circunstancias.
Todos los humanos son parecidos desde un punto de vista fisiológico. Todos nosotros algún día nos
hemos sentido tristes, cansados, turbados, aterrorizados, furiosos, encolerizados, culpables,
avergonzados, excluidos, celosos, envidiosos, aliviados, o felices... Pero como nadie habla nunca de
sus sentimientos profundos, cada cual se siente solo viviendo lo que vive. Cada cual se cree distinto
a los demás, porque siente emociones que los demás no parecen vivir. Se siente mal por tener
semejantes sentimientos, se cree inútil, malo, insoportable... Se juzga negativamente y se trastorna
con la idea de que los demás hagan lo mismo. En consecuencia, disimula sus afectos, se pone una
máscara que le parece que corresponde a lo que los demás esperan de él. Tiene un miedo incesante a
que alguien descubra que no es lo que parece, y trabaja cada vez más en su disimulo.
Todos tenemos fantasmas «impíos», pensamientos «impuros», o mejor dicho, que nosotros
definimos como impíos o impuros, porque nuestros padres no han querido confesar nunca que
tenían los mismos.
Todos tenemos fantasmas. Un fantasma es una imagen mental relacionada con un deseo, con una
emoción. Puede ser un fantasma de omnipotencia, veo a mi enemigo atado a un poste mientras le
miro riendo... un fantasma de ira, veo a mi enemigo herirse, caer, sufrir... un fantasma enamorado,
veo cómo el chico que me gusta viene a buscarme y se me lleva sobre su fogoso caballo... un
fantasma de miedo, veo a un monstruo que me persigue para comerme. .. un fantasma de desprecio,
imagino que cuando voy a tomar la palabra, los demás me mirarán con aire condescendiente y
despreciativo.
¿Quién habla de sus temores, sus sueños secretos, sus deseos? ¿Quién habla de su soledad o de su
frustración, sus celos o incluso su amor y su placer? Así que, de forma muy obvia, la conclusión es
simple: lo que pasa en el interior de uno es sospechoso, extraño, es mejor silenciarlo.
A menudo se cree que la represión de las pulsiones sirve para la vida en colectividad y que, si
todo el mundo «se escuchara», ya no podríamos vivir todos juntos. Observemos la realidad, el
índice de violencia nos muestra que la ruta de la represión no es la buena. La negación, el no tomar
en cuenta, la no escucha de las emociones, sólo consigue encerrarlas en una olla a presión. Cuando
las válvulas son insuficientes, la tapa salta.
Ciertamente, si concretáramos nuestros impulsos de pegar, estrangular, matar, torturar, cada vez
que tuviéramos esta fantasía, la vida se volvería imposible. De hecho, se apagaría en seguida, pues
nos mataríamos rápidamente entre nosotros. ¿El único modo de no matar al prójimo es reprimir la
ira? ¿No podemos aprender a reconocer nuestros afectos sin que éstos se conviertan en nuestros
amos?
Freud mostró ya que volverse consciente de las pulsiones destructoras, lejos de convertirnos en
seres destructivos permitía reconstruirse. Las ganas de destruir, de hacer daño a los demás, no son
una pulsión inherente al ser humano, son un mecanismo de protección contra la emoción. Para no
sentir que «siento» dolor, prefiero dirigir mi rabia contra otro. La represión de la emoción hacia el
inconsciente es lo que a veces lleva al individuo a estar sumergido y actuar de forma violenta.
Si reconocemos nuestros afectos, aceptándolos, aprendiendo a tolerarlos sin tener miedo a quedar
destruidos por ellos, otorgándoles palabras, podemos ser conscientes de la totalidad de nosotros
mismos sin tener que vivirlos realmente.
Es importante mostrar al niño que el reconocimiento y la expresión verbal de sus impulsos más
violentos no destruyen ni la relación ni a nadie.
«Comprendo que estés enfadado, y te sigo queriendo.» Si los padres no autorizan la expresión de su
cólera, la reprimirá con culpabilidad e inquietud. Si la madre rompe a llorar, el niño asimilará la
fantasía de que puede destruir a su madre. Si recibe una paliza, puede quedar aterrorizado ante la
idea de que le destruyan, sobre todo si es pequeño y todavía no diferencia bien entre él mismo y los
demás, pues entonces percibe los golpes de su padre o de su madre como la continuidad natural de
su propio enfado.
Cuando el niño (y más tarde el adulto, si no ha resuelto esta angustia en la infancia) debe reprimir
su rabia, puede tener miedo a quedar destruido desde el interior por ella. Contiene la rabia con
determinación, puesto que si deja que ésta se exprese... ¡correría el riesgo de estallar en pedazos!
Teme perder la consciencia de los límites de su ser, de su cuerpo, cuando en realidad, la expresión
de su cólera le permitiría tener el sentimiento de su contorno, afirmar su identidad.
Cuando los padres permanecen insensibles frente a la emoción del niño, cuando le mandan a su
habitación para que llore o «se le pase su enfado en otra parte», cuando no se ocupan de él, el niño
está desesperado. Comprende que sus emociones amenazan la relación. Apenas tiene elección. No
puede permitirse romper el vínculo, pues está en juego su supervivencia. Sus padres le protegen, le
alimentan... Para conservar la relación y, en consecuencia, sobrevivir, es preciso que borre lo que
siente, que se insensibilice.
El psicólogo Harold Bessell emplea una imagen muy gráfica. «Cuando uno trabaja con sus
manos, ve cómo aparecen los callos. Éstos protegen las manos y evitan que se cubran de ampollas.
Cuando uno se siente herido en sus emociones, se forma algo que parece un callo, algo que protege
a los tejidos contra la irritación que se avecina; pero evidentemente, como los callos de las manos,
este algo no es tan sensible ni flexible como la piel original. Una persona que estuviera
completamente cubierta de callos afectivos no percibiría el mundo de manera plena, abundante, ni
siquiera adecuada.»
Esto es exactamente lo que sucede. Nosotros mismos nos formamos callos afectivos durante la
infancia, que alteran en seguida nuestra percepción del mundo y nos ocasionan numerosos
problemas. Se trata de callos, protecciones contra la emergencia de las emociones de nuestra
infancia, que nos impiden ser tan sensibles como podríamos ante lo que viven nuestros hijos.
Para acompañar a un niño en la consciencia de sí mismo, el adulto debe estar libre de cualquier
«callo psíquico» o, cuanto menos, ser consciente de los mismos a fin de poder ponerse en el lugar
de su hijo sin proyectarse él mismo, poder sentir sus sentimientos sin filtrarlos o interpretarlos.
El miedo, los sollozos, la expresión emocional son sanadores. El problema no es el de jamás herir
o jamás mostrarse injusto hacia un niño. La cuestión es la de dejarle «decir», proporcionarle espacio
para vivir emocionalmente y liberarse de las tensiones ocasionadas por la herida o la injusticia.
¿Está de morros?
El enfado es un lenguaje. Dice que hay sufrimiento, y que éste no es escuchado, y el niño prefiere
encerrarse en sí mismo.
Evita todo lo que pueda dificultar la salida de este enfado; las observaciones del tipo: «¡Estás de
morros!» o, «cuando dejes de estar de morros podrás sentarte a la mesa», subrayan inútilmente este
enojo. Decir o manifestar mediante la actitud algo como: «No me interesa un niño que está de
morros», es como decirle: «No me interesa tu sufrimiento.»
Tienes varias opciones:
• Intenta descubrir la emoción que disimula detrás de su enfado. Formúlala: «Veo que te has sentido
herido cuando he dicho a Julie que...»
«Estás realmente furiosa porque no te doy helado...» Ayúdale a expresarse: «Tienes todo el derecho
a decir que no estás contento, ¿sabes?», «Es verdad que no es justo, puedes decirlo»... «Me odias de
verdad cuando no te doy helado. Lo comprendo, ¿sabes?»
• Mostrar una cierta indiferencia, por supuesto no hacia el niño, sino hacia su comportamiento
cerrado: sigue haciendo lo que hacías como si no pasara nada. La indiferencia debe ser breve. No
debes dejar que un niño esté de morros más de unos minutos. El enfado se autoalimenta y cada vez
es más difícil para él salir indemne. Si es un niño pequeño, pues, al cabo de unos minutos ve hacia
él con ternura: «Bueno, cariñito, ¿aún estás enfadado?» Abrázale, bésale y llévale con naturalidad
hacia una nueva actividad.
Si es mayor, atráele hacia otra actividad que le guste sin volver a aludir a su enfado.
No olvides nunca que el niño debe encontrar una salida positiva. No le obligues a salir humillado
de este enfado. La humillación es un auténtico veneno para su psiquismo.
¿Acusa a otros?
Asumir la responsabilidad de una tontería, de un error, le dará el sentimiento de ser malo... No
quiere que le perciban de este modo. Es bueno. Así que el malo es otro. El niño proyecta hacia un
hermano, un compañero, un amigo imaginario o incluso sobre ti la responsabilidad de lo que acaba
de hacer, o la emoción que no soporta.
Sobre todo no le eches las culpas. Su imagen ya es demasiado frágil. Por esta razón no puede
tolerar la emoción. Ayúdale, pues, a solidificar su imagen de sí mismo, confírmale que le quieres de
forma incondicional, es decir, incluso cuando se equivoca, cuando rompe un juguete, derrama la
leche o pega a su hermana... Puedes reprobar su comportamiento, pero sigues queriéndole, sigue
siendo tu hijo. Dale seguridad, todo el mundo siente alguna vez la ira, los celos o la rabia.
Muchos niños de tres a cinco años se inventan amigos imaginarios a los que atribuyen sus
travesuras. No les acuses de mentirosos... Intentan administrar como pueden un acceso demasiado
importante de culpabilidad. Tranquilízales acerca de tu amor y tu estima hacia su persona. En
cambio, puedes pedirle (respetuosamente) a tu hijo que ayude a su amigo a que se porte bien.
Confíale la tutela de su compañero imaginario. No te inquietes, tu hijo sabe que su amigo no existe
«de verdad», aunque afirme lo contrario. Y sabe que tú sabes que él sabe...
¿Qué hacer?
Cuando un niño experimenta una emoción, tu pregunta es «¿Cómo puedo ayudarle a tener
consciencia de lo que pasa en su interior?»
En el caso de un recién nacido, interven lo más rápidamente posible. Intenta identificar su
necesidad y dale satisfacción. Sabe mejor que tu médico o que tu reloj si tiene hambre. Acompáñale
en la expresión de sus afectos. Si todas sus necesidades fisiológicas parecen satisfechas, entonces se
trata de una necesidad psicológica. Permanece a la escucha de tu corazón. Déjale que te confíe su
queja, su protesta, su angustia.
Cuanto más crece el niño, más autónomo es en la administración de sus emociones. Puedes
tomarte unos instantes antes de precipitarte para observar cómo se las apaña con lo que vive. Si no
te pide nada, confía en él.
Déjale espacio para expresar. Tenemos tendencia a «consolar», y yo la primera. Pero me aguanto.
Cuando uno de mis hijos llora, intento escucharle antes de consolarle: «¡Ya veo que sientes dolor!»
Si se ha hecho mucho daño, incluso le animaré para que llore: «¡Llora, cariño, llora todo lo que
quieras, abrázame y llora, tienes daño!»
La pregunta «¿Por qué?» debe evitarse a toda costa. «¿Por qué lloras?» puede vivirse como una
culpabilización o una infravalora-ción, puede dar a entender que no hay razón alguna. Y luego, la
pregunta invita a reflexionar, y el niño no está en ello. Necesita expresar su emoción antes de poder
hablar de la misma. Además, si supiéramos porqué llora tendríamos la tentación de resolver su
problema, de proponerle soluciones. No lo necesita. Probablemente es capaz de enfrentarse solo con
su problema, únicamente necesita que se escuche su emoción.
En lugar de este «porqué», intenta «¿qué pasa?» o «¿qué sientes?», que acompañan la experiencia
interior.
La escucha empática
La escucha empática consiste en reflejar lo que entiendes en lo que acaba de decir el niño,
quedándote con los aspectos significativos, es decir, la emoción, el sentimiento o el deseo. No se
trata tanto de escuchar las palabras como de entender lo que hay debajo de las mismas.
Céntrate en el movimiento interior del niño más que en los hechos. Acompaña a tu hijo, y no a los
acontecimientos exteriores.
A la frase:
—¡No tengo ganas de dormir! responde:
—¡No tienes ningunas ganas! en lugar de:
—Es preciso que duermas para estar bien mañana.
Y puedes seguir diciendo algo así como:
—Puedes no tener ganas, es verdad, preferirías seguir jugando, puedo entenderlo (mientras
continúas acostándole...).
¿No crees que funcione? Pruébalo. Si ya has entablado un juego de poder con tus hijos, es
probable que, los primeros días, Martin o Amélie resistan. ¿Realmente es tan dramático que se
duerman algo más tarde? El aprendizaje del respeto de sus propios ritmos merece una cierta
elasticidad en la regularidad de las horas de sueño. Cuando hayan comprendido que respetas sus
sentimientos sin entrar en un juego de poder, aceptarán que se sienten cansados, y se acostarán con
mayor facilidad a la hora conveniente. A menudo podemos confiar en nuestros niños para saber lo
que es bueno para ellos, salvo si nos hallamos en una relación de fuerza con ellos.
Cuidado, en tus reformulaciones, tu actitud interior es más importante que las palabras que
emplees. Una frase absolutamente perfecta en el terreno sintáctico y que detecte con precisión la
experiencia del niño puede ser totalmente ineficaz. Se trata de COMPADECERSE, de mostrar una
escucha EMPÁTICA. Es decir, escuchar la resonancia emocional en lo que dice el niño, ponerte por
un momento en su lugar, sentir lo que siente, escuchar desde su interior lo que está viviendo.
—Mamá, ¿voy al fútbol o me quedo a trabajar? —Estás dudando, ¿qué tienes?
—No tengo ganas de ir al examen de mates. —Estás inquieto.
Desde luego, esta escucha empática podría llegar a ponerte en contacto con tus propias
emociones, despertar las carencias, las angustias de tu propio pasado...
Es difícil respetar la ira de un niño cuando uno mismo no sabe encolerizarse de manera sana. Es
casi imposible coger a un niño en los brazos para acompañarle en la travesía de una tristeza si ésta
nos recuerda con demasiada fuerza una desesperación que jamás escucharon nuestros padres...
Si tus hijos no pueden confiarse en su verdad, terminarán por extraviarse, o incluso por cortar el
contacto contigo. A menos que sus alas hayan quedado tan estropeadas que se vean obligados a
permanecer dependientes de ti durante toda la vida.
Cuántos padres hay que no entienden porqué sus hijos, una vez ya son adultos, dejan de ir a
verles, cuando resulta que «lo han hecho todo por ellos». Lo que pasa es que olvidaron respetarles
en sus afectos.
Quería sus macarrones con salsa de tomate, y tú has puesto mantequilla. .. Se pone a chillar. Tu
adolescente critica a su profesor de geografía e historia, tu hija le grita a su hermano que pone la mi-
nicadena a tope... Generalmente eres paciente, pero hoy, NO. Echas pestes, estás fuera de tus
casillas.
Por una razón X, estás irritada. Refunfuñas interiormente contra tu marido que lee tranquilo el
periódico y lo deja todo en tus manos, contra tu esposa que sólo piensa en ella misma, contra tu jefe,
contra el fontanero, contra tu madre... ¿y tu hijo coge una rabieta? Es la gota que hace derramar el
vaso, ¡y proyectas tu ira hacia este culpable!
¿Sus macarrones no le gustan? Tus razones son mucho más importantes que una simple salsa de
tomate, que unos deberes de geografía o que una minicadena.
Es raro constatar cuántas de nuestras propias emociones pueden permanecer desconocidas .Y sin
embargo, se manifiestan en esta exasperación desmesurada hacia nuestros hijos. Es preciso señalar
que, a menudo, éstos nos excitan... ¿Es casualidad que estén particularmente nerviosos el día que
menos lo aguantamos? Parece casi como si intentaran hacernos estallar. Sí. Los niños son
extremadamente sensibles a lo que viven sus padres. Mediante una suerte de telepatía, captan las
emociones que no se dicen, las tensiones. Se sienten inseguros y reaccionan con comportamientos
que provocarán la exasperación de las tensiones de papá o de mamá, hasta su liberación.
«¡Parece como si les gustara que les chille!», dice sorprendida Valérie.
Cuanto más inconsciente sea el padre de sus propias emociones, más recaerán en sus hijos, que
intentarán expresarlas en su lugar y las llevarán hasta el límite.
¿Te sientes demasiado nervioso por un deseo o un comportamiento de tu hijo? ¿Eres incapaz
de escuchar los llantos de tu bebé, las rabietas de tu hijo mayor o el desespero de tu hija?
¿Les insultas sin poder evitarlo?
Plantéate estas preguntas: ¿Qué razón podría tener yo en este momento para sentirme irritado?
¿Existe en mi vida una carencia, una frustración, un sentimiento de impotencia? ¿Me han herido?
¿Tengo un problema que no sé resolver?
1. Cassette Trouper son propre chemin, volumen 1, cara 1. En venta en algunas librerías especializadas o escribiendo
a Isabelle Filliozat.
Capítulo 4
El miedo
Miedo a dormir
A través de los postigos, los rayos de luz penetran en la habitación y forman manchas sobre el papel
pintado. La farola de la calle ilumina los árboles. El viento agita las ramas. Estas sombras que se
mueven pueden volverse terribles para un niño que no sabe de qué se trata. Su padre le coge en sus
brazos, abre los postigos, mira durante un buen rato con él cómo oscilan las ramas bajo el viento
ante la farola. Luego vuelven a cerrar los postigos y observan las sombras. El padre se acuesta unos
minutos junto a su hijo, que se duerme.
Para dormir necesitamos sentirnos seguros. Ir a ver al niño cuando llama le da seguridad. El niño
sabe entonces que puede contar con sus padres. Se puede dejar encendida una lucecita para que
encuentre con mayor facilidad sus referencias en el espacio y perciba mejor los contornos reales de
los objetos si se despierta en medio de la noche, pero no sustituye la presencia del padre o la madre.
Dormir también significa soltar el control, dejarse ir, entrar en Otro mundo, soñar o tal vez
arriesgarse a tener pesadillas... Es agradable estar acompañado.
Después de contar el cuento, un masaje ayuda a sentirse seguros y garantiza una buena noche.
Tocar al niño, acariciarle, le da la impresión de estar amparado. Sentir los contornos del cuerpo
infunde seguridad.
La hora de acostarse es un momento privilegiado para hablar de lo que ha pasado durante el día,
es un momento para «cerrar» las historias inacabadas, las cuestiones suspendidas, confiar las
preocupaciones.
¿Tiene pesadillas? ¿Existe en la habitación algún objeto que se transforme de noche? ¿La lucecita
forma sombras sospechosas?
Presta atención. Tal vez, simplemente, te está diciendo que te necesita a su lado. No es un
«capricho», es la expresión de una necesidad. Si te acuestas unos minutos a su lado, le das un
sentimiento de seguridad que le acompañará durante toda su vida. Si te niegas a satisfacer esta
demanda, le obligas a enfrentarse solo con la oscuridad, con el paso hacia el sueño. Ciertamente,
aprenderá a dormirse solo, pero utilizando una energía psíquica que, de repente, ya no estará
disponible para otras experiencias. Las angustias de abandono reprimidas pueden originar, sobre
todo, retrasos en la adquisición del lenguaje, dificultades para articular o pronunciar ciertas sílabas...
Los terrores nocturnos, que despiertan al niño asustado en plena noche, traducen las emociones
mal administradas durante el día.
Miedo a las arañas, los insectos, los perros, los gatos y otras fobias
Las imágenes más anodinas pueden desencadenar fobias. El niño no siempre sabe poner límites a
las imágenes, no identifica bien los contornos, y por poco que el ritmo de presentación sea
demasiado rápido, o la música demasiado fuerte, aparece el miedo. En un libro anterior, La
inteligencia del corazón, conté cómo una mujer desarrolló una fobia contra las arañas al mirar sola
un documental en la televisión cuanto tenía cuatro años.
En nuestro entorno, las arañas que se pueden encontrar en la naturaleza no son peligrosas. Al
contrario, nos protegen de las moscas y los mosquitos.Y sin embargo, tienen mala reputación. La
araña teje su tela, paraliza a sus presas. Puede simbolizar a una madre invasora ante la que es difícil
huir.
Habitualmente, los niños no temen a los insectos. Pueden cogerlos con la mano, observar que
hacen cosquillas. Todo depende de la actitud del entorno hacia estos insectos, puesto que el miedo
es extremadamente contagioso. Si el otro tiene miedo, significa que debe ser peligroso, o sea que es
mejor que yo tenga miedo.
Los temores injustificados o desproporcionados a menudo son proyecciones de otras angustias
relacionadas con objetos alejados del objeto real del miedo o de la cólera reprimida.
Escucha su realidad. ¿De qué tiene miedo? ¿De tu reacción? ¿De la de tu cónyuge? ¿Del profesor?
¿De los otros niños?
Actualmente, las evaluaciones han adquirido una importancia desmesurada. Numerosos padres
reaccionan mal ante las malas notas. En el momento en el que su hijo más necesita que le escuchen
en sus dificultades, que le apoyen, que le animen, le lanzan la amenaza del desempleo. Un «0»
banal evoca para ellos la perspectiva de un porvenir malogrado. Todo esto no ayuda a los hijos a
sentirse confiados ante un examen.
Detrás de la angustia de las notas, el niño puede temer, de hecho, a su profesor, su mirada, sus
observaciones, su juicio. Demasiados profesores juegan con la desvalorización. Para algunos, la
humillación es un método pedagógico.
¿Le tiene miedo al profe? ¿No quiere volver a la escuela? Escucha a tu hijo. Sobre todo, no te
pongas sistemáticamente de parte del profesor. Si tiene miedo, seguro que ha vivido mal alguna
situación, y es importante saber cuál para ayudarle a afrontarla o a protegerle.
No temas desestabilizar a tu hijo si expresas un desacuerdo con su profesor. Aunque tenga que
sufrir todo el año a una maestra mala con él, saber que tú piensas que es injusto le ayudará a no
desvalorizarse, a conservar su confianza en sí mismo. Sentir tu apoyo le ayudará a tomar distancias
y a no dejarse destruir.
Los castigos físicos están prohibidos en las escuelas, pero por desgracia, numerosos profesores
confiesan que todavía tiran de las orejas, o dan bofetadas digamos «bien merecidas».
¡Los golpes de vara y las filas indias, los castigos humillantes, están prohibidos en Francia desde
1890!
¿Cómo pedirle que respete la ley cuando sus propios profesores no la respetan?
Si su maestro se excede, actúa. Exige que se respete la ley. No dejes que tu hijo acumule en su
interior sentimientos de injusticia e impotencia. Esta atmósfera interior no es buena ni para sus
estudios ni para su desarrollo emocional.
A Clara (doce años), su profesor, con una evidente falta de respeto, la ha tratado de «vaca gorda».
A Paul (cinco años) le ha dicho
que era mongólico porque no había comprendido una explicación. Los «¡idiota, inútil, subnormal,
cállate!» son demasiado frecuentes. Estos insultos y descalificaciones son intolerables. A menudo
los niños no se atreven a decirlo a sus padres. No es fácil confiar que nos han humillado.
No banalices el autoritarismo, la injusticia, la ironía o las amenazas de un profesor. Ponte
claramente del lado de tu hijo. Ningún adulto, ni siquiera un profesor, tiene derecho a hacerle daño,
a herirle, a ridiculizarle, ni, desde luego, a pegarle. Según las circunstancias y la gravedad, ayuda a
tu hijo (o a tu hija) a encontrar respuestas a las observaciones desatinadas, ve a ver al maestro y
pídele que modifique su actitud, presenta una queja, retira a tu hijo de la clase, o incluso de la
escuela.
Hay demasiados padres que no intervienen. Se dicen que la situación no durará, que sólo faltan
unos meses para el curso que viene... Lo que pasa es que si no se hace nada, su hijo procesará la
humillación. Incluso cuando ya no esté en contacto con este maestro, seguirá llevándola en su
cabeza y oyendo las frases desvalorizantes.
Christophe tenía muy malas notas en matemáticas. Tres años antes, su profesor gritaba mucho y le
humillaba con regularidad delante de toda la clase. En consecuencia, sus notas habían bajado. De
resultas de ello había adquirido la convicción de que era un mal alumno. Su madre intentaba apoyar
al profesor, y le explicaba que éste gritaba para estimularle y para que superara sus malos
resultados. La madre no veía que se trataba exactamente de lo contrario.
Tres años más tarde, había cambiado de profesor, pero seguía teniendo resultados deplorables,
pues las frases hirientes del primer maestro se le habían quedado en la cabeza. Además, de vez en
cuando se lo encontraba en la calle. Era su obsesión. Cuando le veía venir, cambiaba de acera y
jamás se atrevía a levantar sus ojos hacia él.
Ayudé a Christophe a pensar y a ver a su profesor en su realidad. ¿Qué le impulsaba a gritar de
este modo a un niño, a humillarle? Resultaba evidente que no estaba bien consigo mismo. Para
restablecer el equilibrio, construimos una visualización en la que invité a Christophe a imaginar al
profesor disfrazado con una nariz roja, disfrazado con un pantalón de colorines... En dos sesiones,
recuperó sus capacidades en matemáticas. Le bastó restablecer la verdad. No era él, el malo, o el
que no estaba a la altura, sino el profesor. Liberado del peso de estas creencias negativas y de las
secuelas de las humillaciones, volvió a encontrar sus aptitudes intelectuales.
Ayuda a tu hijo a relajarse y a visualizar una pelicula para expulsar los sentimientos negativos
acumulados y ayudarle a restablecer su integridad. En la mente, en la fantasía, se puede cortar al
otro en trocitos, tirarle un cubo de agua a la cabeza, pintar su nariz de color rojo y sus cabellos de
color azul, verle desnudo o vestido con un traje verde con topos rosas... todo está permitido, y libera
muchísimo.
Los compañeros también pueden motivar la aparición de temores. Frédéric estaba aterrorizado
ante la idea de obtener notas demasiado buenas. Para él era importante no superar a Uzi, muy
susceptible acerca de quién era el mejor de la clase.
A un niño le pueden intimidar en el patio o en la clase, puede tenerle miedo a alguien, adulto o
niño, o a algo, puede temer fracasar, hacer pipí en unos servicios sucios, ir a pedir papel higiénico...
Cada miedo requiere un tratamiento específico. ¡Escucha!
Atravesar el miedo
Margot tiene cuatro años y medio. Estamos en la piscina, tomando el sol. Lleva un traje de baño con
flotadores. Hace seis meses, en el mar, le encantaba chapotear en sitios donde no hacía pie. Pero
aquí, al tercer día, sigue pegada a mí.
—Tengo miedo, ¡no me dejes!
Ante todo, acoger.
—Comprendo que tengas miedo. Hace mucho tiempo que no puedes ir a nadar.
Luego, ayudar al niño a entrar en contacto con sus recursos.
El miedo 117
—¿Te acuerdas, en la Martinica, lo mucho que te gustaba nadar con tus flotadores? íbamos lejos,
donde ni siquiera tocabas, y te soltabas.
¡Cuidado con el tono que se utilice! El mío es de admiración. En este caso, la intención no es, en ningún caso, el de
hacer sentir culpable, sugiriéndole que ahora es tonta porque antes iba la mar de contenta, sino de ayudarle a
acordarse, a ponerse en contacto con sus recursos y con el placer que sentía, de modo que nazcan las ganas de
hacerlo.
—Sssssí.
Oscila entre el deseo y el miedo. El recurso es insuficiente. Busco otra cosa en su pasado.
—¿Recuerdas una vez que tenías miedo y superaste este miedo?
—Sí, sí...
—¿Cómo lo hiciste, aquel día para superar el miedo? ¿Te acuerdas de lo orgullosa que estabas?
¿Sientes en ti este orgullo?
—Sí.
Compartir su miedo para que se sienta segura.
—¿Sabes? Yo también tengo miedo, me da miedo ir al tobogán gigante. Ya lo has visto, papá ha
ido, pero yo no. Me da demasiado miedo.Y sin embargo sé perfectamente que no hay peligro, como
tú con los flotadores.
Animar, motivar para superar.
—A veces se tiene miedo, pero igualmente se hacen las cosas. Se pueden hacer con miedo,
superarlo. Vamos a animarnos las dos. Tu superas tu miedo y vas a nadar a la piscina grande con tu
traje de baño con flotadores, y yo supero mi miedo y voy al tobogán gigante.
—¡Quiero salir!
De acuerdo. ¡No insistir jamás!
Necesita tiempo para decidir realmente por sí misma, y no para darme gusto. En este caso, resulta más fácil, pues
me da miedo de verdad el tobogán, y ella lo sabe. Sabe que si se va a nadar a la piscina grande, me obliga a
enfrentarme a algo difícil para mí. El miedo es una anticipación negativa, y tenemos que transformarlo en deseo, en
anticipación positiva. Este paso de la una a la otra sólo es posible si el niño se siente libre en su elección.
Se saca el traje de baño y nos secamos.
Unos minutos más tarde, dice:
—¡Ponme el traje de baño con flotadores, mamá!
Es fundamental que sea Margot quien elija ir. La decisión «voy» marca el desencadenante que
transforma el miedo inhibidor en miedo motor.
Le ayudo a ponerse el traje de baño, se va al agua, muy decidida. Valiente y, aparentemente, sin
grandes dificultades, supera el miedo, baja la escalera de la piscina grande y se aventura hacia el
medio. Pedalea con sus piernas, se impulsa con los brazos. ¡Está nadando! Además, se ve que le
gusta. Un rato más tarde, me increpa:
—¡Ahora tú te vas al tobogán, mamá!
—De acuerdo, me toca a mí.
Después de bajar chillando por el tobogán acuático gigante, me siento orgullosa de mí. Se lo digo,
y ella me contesta:
—Yo también, estoy contenta de haberme bañado en la piscina grande. Ahora me encanta la
piscina grande. ¿Volvemos a bañarnos?
El orgullo arraiga el éxito y la confianza en sí mismo, es importante que se sienta orgullosa de
su logro.
Lo que da confianza a un niño no es que su entorno no tenga nunca miedo, sino al contrario, saber
que todo el mundo —incluso los adultos, incluso los padres— a veces tiene miedo.
Un niño que cree ser el único que tiene miedo, que imagina que su padre y su madre son ajenos a
esta emoción, con facilidad se sentirá «anormal». Y, desde luego, esto agrava su sentimiento de
inseguridad.
Recuperemos las distintas etapas del acompañamiento de la emoción
Respetar la emoción
Es la condición para que tu hijo confíe en ti. Respeta siempre su emoción, aunque te parezca
irracional. El niño tiene miedo, ni tiene razón ni deja de tenerla, existe una razón (o varias) para ese
miedo, aunque tú no la (las) conozcas todavía.
Escuchar
«¿Qué te da miedo?»
«¿Qué es lo que te da más miedo?»
Recuerda que: «Me da miedo el perro» es muy vago. ¿El ladrido del perro? ¿Sus movimientos
bruscos? ¿Su lengua? ¿Su cara? ¿Su mirada? ¿Teme que el perro le muerda o salte a su alrededor
para jugar, o que le lama con su gran lengua mojada?
Escuchar no significa sólo prestar atención, también significa ayudar al niño a expresar su verdad.
Procura no poner en movimiento su intelecto utilizando una formulación con el modo «¿por qué?»,
que le incitaría a darte una razón ciertamente plausible... pero que no estaría vinculada
forzosamente a la realidad. Parte del principio de que el niño no conoce las motivaciones reales de
su miedo. Escuchándole le ayudarás a descubrirlas. Acompáñale en su búsqueda mediante
reformulaciones y preguntas que empiecen por «qué, cómo, de qué». (Este tipo de preguntas se
describe con mayor precisión en el capítulo 10, «Algunas ideas para vivir más feliz con tus hijos»)
Aceptar y comprender
«Comprendo que tengas miedo. Este perro hace mucho ruido cuando ladra.»
Reconoce la emoción del niño. Manifiéstale tu aprobación, tiene derecho a sentir lo que siente. No
te pongas a intentar «curarle» su miedo, ni resolver su problema en su lugar. Da muestras de
compasión, de empatia, es todo lo que necesita.
Le acompañarás para intentar vencer este miedo, pero sólo según su propio deseo. Toda
expectativa de tu parte bloquearía el proceso.
«Yo también» (desdramatizar)
Una vez haya podido expresarte su experiencia, podrás hablarle de tus propias emociones de hoy o
de ayer, cuando tú eras un niño o una niña. ¿Tenías el mismo miedo? ¿otro? Comparte. No finjas, di
la verdad a tu hijo. Elige preferentemente un temor que tu hijo no tenga, de modo que se sienta más
fuerte que tú en este punto, lo cual le ayudará a superar sus temores.
Buscar sus recursos, interiores y exteriores
Todos hemos pasado por la experiencia de atravesar y superar un temor.
«¿Te acuerdas del miedo que tenías, y que luego ya no tuviste?»
Si el niño no se acuerda espontáneamente, puedes ayudarle:
«Por ejemplo, la primera vez que te invitaron a ir a dormir a casa de Stéphane.»
Déjale tiempo para que se acuerde y evoque las sensaciones que experimentó entonces.
«Y luego decidiste ir. ¿Te acuerdas de cómo te decidiste? ¿Y te acuerdas de cómo te lo pasaste?
Volviste a casa encantado. ¿Te acuerdas?»
«¿Lo ves?, ya tuviste miedo otra vez y lo superaste. ¿Ves de qué modo podrías utilizar esta
experiencia para el miedo que te da el perro?»
Déjale unos minutos para que piense en ello.
Ayudarle a liberar su energía
Cuando uno tiene miedo, el diafragma se contrae. Todo lo que permite relajarlo ayuda a evacuar el
miedo: respirar profundamente, cantar, gritar, reír. Invita a tu hijo a respirar profundamente hasta
que evacué esta sensación de opresión. Canta, grita con tu hijo, ayúdale a que saque su voz. Se
sentirá poderoso, y listo para afrontar la adversidad.
Si no lo logra, si se siente demasiado inhibido para atreverse a chillar, propónle que piense en
alguien que no tendría miedo en la misma situación, un amigo, el padre de un amigo, el carnicero, el
mecánico... o Tarzán, James Bond, Robert Redford... Invítale a verle actuar... Luego a que se
imagine que está en el interior del personaje. Ayúdale a sentirse fuerte, poderoso, cómodo en este
nuevo papel.
«¿Sientes la sensación de confianza y de fuerza? ¡Creo que puedes decidir que esta fuerza es
tuya!»
Satisfacer la necesidad de información
Tu hijo ha entrado en contacto con sus recursos. También le hace falta recibir información, si es
preciso, saber si este perro es o no peligroso.
Quien tiene miedo necesita que le tranquilicen, que le informen. Pero si le das la información
demasiado pronto, simplemente no la escuchará. Por esta razón, a menudo las explicaciones son
vanas. Ante todo es preciso escuchar la emoción, acompañar al niño en la toma de contacto con sus
recursos personales. Sólo entonces, el niño estará atento a tus explicaciones. Aun así, es preferible
que las encuentre por sí mismo.
«¿Qué puedes hacer para saber si es peligroso?» Ayúdale a reflexionar. Por ejemplo, id juntos a la
biblioteca para coger un libro sobre perros, y dale las informaciones que necesita y que no puede
encontrar solo con facilidad. Así podrá trasladar esta dinámica a otras circunstancias. Cuanto más
autónomo sea en su búsqueda, más sólido se sentirá frente a sus temores.
¿ES MIEDOSO?
¿El miedo se instala de forma casi permanente? ¿El niño está inquieto, incluso inhibido, en
múltiples situaciones? ¿Siente pánico por nada? ¿Está forjándose hábitos emocionales o, dicho de
otro modo, un «carácter» miedoso? Es urgente ayudarle.
Las raíces de este miedo que se está imponiendo sobre el resto de emociones pueden ser
múltiples.
La represión de la cólera
Su rabia es intensa, pero el niño se prohibe, o sus padres le prohiben, que la muestre, incluso que la
experimente. Entonces, el niño se siente malo al sentir rabia, la dirige contra sí mismo, se juzga, se
siente ridículo, pequeño, inepto.
Muchos hermanos mayores son más tímidos que los menores. Son aquéllos los que no se otorgan
a sí mismos el derecho a manifestar sus celos. Rechazan su cólera contra su hermanito o su
hermanita que les ha quitado a su mamá.
El niño encolerizado que no puede expresar su cólera teme su propia violencia y la venganza de
los demás. Para protegerse de estas emociones demasiado intensas que le harían sentir culpable,
rehusa sentir su rabia, la atribuye a su entorno. Tiene miedo de los demás, portadores de su
violencia, de la gente (quieren hacerme daño), de sus amigos (se burlarán), de los perros (me
morderá), de los gatos (me arañará)...
Los niños están extremadamente atentos a lo que da miedo a sus padres. Si te sobresaltas al ver en
la calle a alguien a quien tu hijo no conoce, si te sientes inquieto ante la idea de encontrártelo, tu
hijo lo sentirá inmediatamente. Si es consciente de lo que sucede, te preguntará: «¿Qué te pasa,
mamá?» Si no, mirará a su alrededor con aire inquieto, se sentirá atemorizado sin poder identificar
realmente la causa.
Guillaume tiene tres años. Tiene miedo de todo lo nuevo, no se atreve a ir hacia los demás. En
seguida comprobamos que los padres de Guillaume tenían pocos amigos. Salían poco, evitaban
llevar a Guillaume a las tiendas, al metro, a las galerías comerciales... Le protegían, convencidos de
que no eran lugares positivos para él.
Ciertamente, no son lugares donde los niños se sientan particularmente a gusto, pero forman parte
de la vida cotidiana en la sociedad actual y, sin que sea necesario visitarlos con los niños cada día,
evitarlos de forma sistemática plantea un problema.
Para aliviar a un niño miedoso de un temor que no le pertenece propiamente, sino que parece ser
el reflejo del nuestro, es útil hablarle de nosotros y señalarle que no debe cargar con nuestras
emociones. Desde luego, resulta más eficaz (y mucho más confor-
table después) curarse uno mismo.
Yolaine vino a mi consulta a causa de su hija, aterrorizada durante la hora de patio. En realidad,
era Yolaine quien tenía miedo. Temía que su hija reviviera lo que ella había vivido en la escuela.
Una vez hubo identificado este miedo, le habló espontáneamente a
Daphne de sus terrores pasados y le dijo claramente que ella no tenía porqué cargar con sus
temores. Al día siguiente, al volver de la escuela, Daphne, contenta como unas pascuas, anunció a
su madre: —Te devuelvo tus miedos, mamá. A partir de ese día, su transformación fue espectacular.
Daphne
'ha vuelto a ser una niña alegre. La inquietud desapareció. ¿Magia? No, pero la respuesta adecuada
libera muy pronto la energía entre los niños.
• Encuentra actividades, lugares, juegos, en los que esté excluido todo juicio, toda evaluación. Hoy
en día existen cada vez más talleres variados en los que el niño puede aventurarse, realizar,
expresarse, sin que se formule ningún juicio (positivo o negativo). El taller de expresión de Arno
Stern (véase bibliografía) es un modelo en este género. En él se puede pintar sin que a uno le
juzguen. El respeto por el niño, por su ritmo, su proceso, sus necesidades, es total. Se le otorga una
gran atención.
1. El contacto con los animales de gran tamaño a menudo es de gran ayuda. Los poneys, los
perros, no juzgan, no exigen, permiten que el niño se acerque a su ritmo, confían en él y el
niño, de repente, se siente seguro.
2. Los ordenadores tampoco juzgan y demuestran una paciencia infinita. El niño puede hacer y
hacer y repetir mil veces la operación sin que el ordenador haga un solo movimiento de
irritación. Siempre que ningún adulto vigile el «resultado», el niño puede sentirse a gusto
explorando, puede aventurarse solo con el ratón, ir cogiendo confianza, poco a poco e
inconscientemente, en sus capacidades.
3. Mide tu propio miedo y cúralo.
En resumen:
No obligues al niño a afrontar su miedo demasiado directamente. Dale los medios para afrontarlo
a su ritmo y de superarlo sólo cuando él lo elija.
Capítulo 5
La cólera está al servicio de la identidad
Descifrar la necesidad
Mi hijo Adrien manifestó su mayor cólera hacia los dieciocho meses, en una tienda cercana a la
estación de Montparnasse, en París. Nos íbamos unos días de vacaciones. Eran las dos del
mediodía, y Adrien se había quedado dormido en el taxi. Cuando le despertamos, al llegar a la
estación, su siesta había quedado interrumpida al cabo de una media hora demasiado corta.
Interesado de inmediato por su entorno, miró por todas partes sin expresar en ese momento ningún
tipo de desaprobación. Como era temprano, fuimos a comprar revistas.
En la tienda, se fijó en seguida en una bolsa de caramelos demasiado artificiales para mi gusto.
Como no deseaba comprárselos, intenté negociar. Le propuse todo tipo de cosas, cochecitos, motos,
en vano. Chilló, se revolcó por el suelo, pataleaba si yo intentaba tocarle, estaba «fuera de sí».
Nunca le había visto así. ¿Qué actitud cabía tomar?
Comprarle los caramelos habría podido ser una opción, pero me pareció más que nada destructiva.
De un lado, realmente no eran sanos para su cuerpo, pero sobre todo su cólera era tan intensa, tan
desmesurada, que no podía estar relacionada con los caramelos. Si se los regalaba, habría producido
un cortocircuito en su descarga emocional. Chillaba que quería caramelos, pero en realidad no podía
aguantarse los nervios, no había dormido lo suficiente y se mostraba intolerante ante cualquier
frustración.
Todos los padres lo saben, las mayores cóleras aparecen cuando el niño está agotado, cuando ya
no es capaz de administrar la menor frustración. Siente en su interior un vago malestar (su
cansancio) y busca las razones del mismo. Se agarrará a la primera ocasión que se presente. No le
gusta el coche verde, quiere un caramelo, desea jugar con el oso que sostiene su hermana, la sopa
no está buena... Necesita encontrar una razón sobre la cual enfocar su energía y evacuarla.
Las capacidades neuronales han sido superadas. Resulta inevitable una descarga tónica. Es útil, y
el niño ya no sabe contener la excitación.
Reñirle no sería apropiado, no es capaz de actuar de otro modo. Interpretar la crisis diciéndole:
«Estás cansado» lo sentiría como una humillación, y el único efecto sería multiplicar su rabia.
Descifra la verdadera necesidad y ayúdale simplemente a satisfacerla.
Así que acompañé a Adrien en su crisis de rabia, permaneciendo presente cerca de él, mirándole.
En seguida que pude, le cogí evitando los golpes para ayudarle a contener su cuerpo. Le hablé. Me
disculpé por haber elegido un horario tan malo para él, por no haber sabido respetar su tiempo de
sueño, le dije que estaba enfadado con razón.
Dado que su hermana había elegido un juguete, cogimos para él una pequeña moto. Era incapaz
de elegir en aquel estado, pero ya en el tren le encantó... después de acabar su siesta interrumpida.
Negarle un regalo y decirle «peor para ti, haberte calmado» en el momento en el que su hermana
abriría el suyo estaba fuera de lugar, sobre todo porque no tenía posibilidad fisiológica alguna de
calmarse.
Su cólera parecía excesiva porque la había desplazado hacia los caramelos. Chilló hasta satisfacer
su verdadera necesidad, dormir, unos cinco minutos más tarde.
De este ejemplo no debe deducirse que sea nocivo satisfacer la demanda formulada por un niño
cuando esté enfadado.
Es posible que la rabia del niño nos permita medir hasta qué punto tiene ganas o necesidad de lo
que pide. En función de estas nuevas coordenadas, podemos revisar una decisión y darle lo que le
habíamos rechazado de entrada. No temamos parecer inconsecuentes. Una vez más, siempre que no
sea sistemáticamente, el niño verá tan sólo que se presta atención a sus necesidades. El capricho
sólo está en la idea del adulto. El niño raramente comienza un juego de poder con sus padres.
Cuando desciframos durante la terapia este tipo de juego, con mayor frecuencia es el padre quien
descubre su responsabilidad en la historia. Ha comenzado de forma involuntaria a situarse en el
juego al interpretar una demanda del niño como una exigencia, o al usar su poder para obtener algo.
Es natural que el niño intente resistirse, y entonces, numerosos adultos sacan la siguiente
conclusión: «Me está probando, me está llevando al límite.»
Yo creo que el niño hace lo que puede para intentar atraer nuestra atención hacia sus necesidades.
Todavía no sabe formular bien las cosas, todavía no sabe identificar lo que le pasa, pero si está
furioso es que le pasa algo.
Nuestro papel de adulto no es el de poner límites autoritarios, como se dice demasiado a menudo,
sino de garantizarlos. Nuestro papel es el de utilizar nuestro cerebro más desarrollado, nuestra
inteligencia, para identificar la necesidad del niño, ayudarle a canalizar su energía, ayudarle a
restaurar su sentimiento de integridad, a repararse a pesar de la carencia, o a afirmarse frente a la
injusticia.
La cólera es una reacción fisiológica del organismo. Descarga de adrenalina, dilatación de los vasos
sanguíneos, aflujo de azúcar a los miembros... El niño encolerizado se siente invadido por una
energía inmensa, patalea y da golpes con las manos, se revuelca por el suelo. Es muy pequeño, sus
gestos son desordenados, y para no perderse necesita que le contengan. Para no temer sus propios
gritos, su dolor, sus pulsiones, necesita poder anclarse en el amor de un padre o una madre presente,
que acoja las pulsiones agresivas y vuelva a dar ternura, transmitiéndole este mensaje: «Tu cólera
no es peligrosa. ¿Ves?, no me hace daño, sigo estando aquí y sigo amándote. Sigues siendo el
mismo niño (niña).»
Más tarde, a medida que el cerebro madure, la cólera seguirá invadiendo sus músculos, pero el
niño sabrá encontrar las causas reales y expresarlas con palabras. Sabrá contener sus impulsos en el
marco de su pensamiento, dejará de estar desamparado frente a su experiencia interior, pues será
capaz de organizar sus vivencias, podrá dar sentido, elaborar mentalmente a partir de lo que siente.
Será capaz de otorgar palabras a lo que vive, de expresarse verbalmente.
Planteo una hipótesis, según la cual un niño al que se haya contenido y acompañado
correctamente en sus cóleras, cuando sea padre o madre ya no tendrá impulsos violentos
irreprimibles hacia su descendencia.
Dentro de dos generaciones podremos confirmar o refutar esta hipótesis. Vistas las dificultades
bastante generalizadas de los adultos de hoy en día para administrar sus cóleras de manera eficaz y
no violenta, podemos pensar que ha llegado el momento de tratar de forma diferente la cólera de los
niños.
Así, pues, el pequeño todavía no tiene medios suficientes como para organizar sus afectos. Estas
capacidades se construyen poco a poco. Quedan fácilmente superadas por la fatiga o por una
acumulación de tensiones.
Los padres de Anna no comprenden nada. En la guardería, parece que todo va bien, la niña está
sonriente, concentrada, interesada. Pero por la noche está «infernal». Llora por cualquier cosa, se
enfada por un pequeño detalle... Durante todo el día ha tenido que controlarse, acomodarse,
permanecer sentada, mostrarse como una buena alumna. Ha acumulado tensiones sin atreverse a
decir
lo que vivía. Por la noche, cuando vuelve a casa, estalla. Les «muestra» a sus padres todo lo que no
ha sido durante el día. Se descarga de todos los esfuerzos de control, los suelta por fin. Todavía no
sabe identificar las causas de su irritación, y aún menos verbalizar-la. Confía en sus padres, puede
arriesgarse a mostrarse encolerizada, cosa que no puede hacer con su maestra.
En concreto:
• Acoger la emoción.
A veces es difícil, sobre todo en público, pero piensa que trabajas por su futuro. Una cólera
escuchada dura unos minutos como máximo.
• Aceptar la emoción, eventualmente formularla con palabras. Apoyar la expresión reforzando
mediante frases cortas según las circunstancias: «es verdad, es injusto», «comprendo que te sientas
enfadado», «es difícil aceptarlo»... «estás furioso porque tenías ganas de venir conmigo».
• Cuando se trate de un niño pequeño: contener, mantener el contacto.
Las cóleras de un niño de dos años son fuertes, ruidosas. Te rechaza violentamente cuando
intentas tocarle. Intenta alejarte, chilla a grito pelado. Te persigue, intenta morderte, pegarte. Busca
manifiestamente el contacto. Conténtate con impedir que te haga daño y quédate allí, atento.
Cuando sientas que el climax de la crisis ha pasado, tiende los brazos. Él tenderá los suyos. Si aún
no está acostumbrado a esta manera de terminar una cólera, cógele tiernamente en tus brazos
conteniendo sus golpes, poco a poco se soltará en una gran caricia tranquilizadora. De este modo
asimilará un sentimiento de seguridad que le permitirá disminuir la intensidad de sus cóleras.
La cólera, a menudo, proporciona al niño el sentimiento del poder personal.
Al revolcarse por el suelo, manifiesta su impotencia. Si recibe permiso para expresarse, gritar,
hacer ruido... va retomando poco a poco contacto con su poder.
Al chillar, el niño se siente vibrar de rabia. Es un momento muy importante para él. Es
fundamental dejarle hacer SIN JUZGARLE, ni siquiera de forma admirativa. «Qué enfado tan
magnífico» no lo vive el niño mejor que si oyera «cuando te enfadas te pones muy feo» o «para
inmediatamente».
¡No empeores la situación! Una cólera escuchada y respetada es breve. No es útil reactivarla
cuando ves que el niño ya está en otra cosa.
Si está superado por la fatiga, un masaje tierno le ayudará más a dormirse que el aislamiento
forzado en su habitación.
• Para un niño mayor.
Cuando el furor le invade y le supera, invítale a ir a gritar a otra habitación, por ejemplo su cuarto,
o el salón, o el cuarto de baño. En esta habitación, aislado de los otros miembros de la familia, el
niño escucha su rabia, la siente en él, la expresa gritando, incluso golpeando las almohadas, hasta
que restablece la calma en su interior.
No tiene nada que ver con el «ve a calmarte a tu habitación», lanzado con tono autoritario o
exasperado. No se trata de alejarle, sino de una manifestación de respeto hacia aquella emoción que
necesita un espacio para expresarse. Sobre todo, no se trata de un castigo, sino de una técnica que
todos los miembros de la familia utilizan. Por otra parte, tú mismo mostrarás el ejemplo, irás a
gritar y a calmarte a tu habitación o al cuarto de baño. En algunas familias, existe una habitación
reservada a tal efecto, dotada de un punching-ball o de un montón de almohadones.
Preferentemente un cuarto insonorizado, en el que uno puede dar vía libre a sus emociones,
reflexionar, meditar, centrarse.
Al salir de esta habitación, el niño vuelve a ocupar su lugar en el curso de la vida familiar. Si su
cólera iba dirigida contra un miembro de la familia, ahora vuelve a ser capaz de formular una
demanda clara. Si su cólera tenía otro origen, si era excesiva, desproporcionada o desplazada, la
habrá puesto de nuevo en su lugar. ¿Cuándo es lo bastante mayor un niño como para seguir esta
técnica? Algunos están listos a partir de los tres años, pero en cualquier caso es preciso que sea
capaz de objetivizarse a sí mismo, que hable a la perfección y que organice bien sus ideas. Además,
sólo puede estar listo si ha sido preparado, es decir, lo suficientemente contenido en brazos
acogedores como para poder acogerse a sí mismo.
Si te falta espacio puedes contentarte con un «almohadón de la cólera». Será un almohadón
reservado únicamente a la expresión del enfado. Nadie puede sentarse en él, ni utilizarlo para
echarse. Es el almohadón en el que se pega, se increpa, es el que se tira contra la pared.
Cuando existe una tensión en la familia, demasiados conflictos entre niños, se puede organizar
una guerra de almohadones. Después de apartar las figuritas, padres y niños se reparten en dos
equipos y... ¡empiezan a volar los cojines! Se libera energía y la risa sustituye en seguida a la rabia.
La batalla vuelve a establecer la complicidad.
Por ejemplo:
Cuando me pides que te haga macarrones, y yo los hago y tú no te los comes, me siento irritada
porque cocino para ti y necesito que sea útil, y te pido que comprendas lo que siento cuando hago
algo para ti y tú ya no lo quieres, para que yo siga teniendo ganas de hacer lo que me pides.
Cuando dejas tus calzoncillos sucios en el suelo, me enfado
porque estoy harta de recoger tu ropa, prefiero hacer otras cosas contigo, antes que recoger tu ropa
sucia, y te pido que entiendas mis sentimientos y vayas a llevar tus calzoncillos a la cesta de la ropa
sucia, para que yo me sienta bien contigo y podamos jugar juntos y contentos.
A pesar de su aparente facilidad, esta frase es compleja y necesita una consciencia de sí mismo,
aunque también del otro. De entrada, no es tan fácil identificar el comportamiento preciso de otra
persona sin entrar en una generalización, una globalización o un juicio. En seguida aparecen frases
del tipo «cuando te hablo nunca me escuchas», «cuando te portas mal» o «cuando estás
insoportable».
Por otra parte, estamos tan poco acostumbrados a formular nuestras emociones que a menudo nos
faltan palabras para decir con precisión lo que sentimos. Nos puede tentar poner una emoción en
lugar de otra: «Cuando vuelves a las dos de la madrugada, estoy enfadado» en lugar de «Cuando
vuelves a las dos de la madrugada, temo que te haya pasado algo.» En este caso, la cólera sólo
puede justificarse si había un contrato específico establecido entre el adolescente y sus padres. Pero
la inquietud es probablemente lo que domina.
Peor aún, detectar la auténtica necesidad y expresarla es extremadamente difícil.
Formular una demanda que se pueda recibir aquí y ahora sin entrar en el futuro y en las promesas
no es tan simple.
En definitiva, escuchar en uno mismo las consecuencias del comportamiento frustrante o hiriente
sobre la relación y centrarse lo bastante en el otro para motivarle a satisfacer nuestra demanda es
todo un arte. Esta frase final «para que...» puede presentar el aspecto de un chantaje, pero sólo es la
respuesta a la pregunta:
«¿Qué cambiará para mí, para nuestra relación, si el otro accede a mi demanda?»
Es importante que el otro vea un beneficio, pues de otro modo, ¿por qué aceptar modificar uno de
sus comportamientos?
De todos modos a menudo las tres primeras frases («Cuando tú..., siento... porque...») son
suficientes.
«¡Cuando pegas a tu hermano me irrito porque no me gusta que se haga daño a nadie!»
«¡Cuando entras con tus zapatos llenos de barro me enfado porque acabo de limpiar!»
La exigencia de esta frase nos impide abusar. Nos enfrenta a nuestros límites. En efecto,
¿qué razón se puede encontrar a unas frases como las siguientes:
«Cuando rehusas obedecerme, me irrito, porque... porque siento la necesidad de sentirme más
fuerte que tú.»
«Hijo mío, cuanto llevas pendientes, me enfado porque... tengo miedo del que dirán.»
Sólo puedo mostrarme irritado por algo que me concierne. De otro modo, la historia desembocaría
en el control.
Todo esto exige ejercicio. No te enfades con tus hijos cuando te dicen «eres mala». Descifra, te
están diciendo:
«Cuando me pides que apague el televisor, me enfado porque tenía ganas de ver la película.»
Enseñémosles, por ejemplo, a formular su cólera...
¿ES COLÉRICO?
Una madre me trae a su hijo. Stéphane está en tercero de primaria. En la clase se muestra agresivo,
responde a las profesoras, los padres se quejan de él porque pega a sus hijos.
¿Cuál es mi análisis? Una de sus necesidades no se ha satisfecho. Siempre hay una intención
positiva detrás de un comportamiento. Stéphane intenta comunicar algo, probablemente del orden
de las carencias, de la frustración, de la injusticia.
Después de una breve entrevista, resulta evidente que Stéphane se aburre enormemente en clase.
¡Tiene un promedio de sobresaliente!
¿Por qué debería aceptar sin rechistar el permanecer sentado durante horas escuchando lecciones
que no son de su nivel? A él nadie le escucha, nadie se muestra atento a sus necesidades. Las
tensiones se acumulan, y debe encontrarles una salida. Habría podido deprimirse o bloquear su
aprendizaje, es decir, optar por la autodestrucción, pero elige (inconscientemente) desviar sus
impulsos destructivos hacia el exterior.
Stéphane tiene un hermano tres años mayor que él, que le incluye en sus juegos. Los compañeros
que vienen a buscarle le aceptan para jugar con ellos, incluso cuando su hermano mayor no está.
Nunca se pelea con ellos.
Con los amigos de su hermano, Stéphane es «mayor». Con los de su clase, se siente pequeño.
Ahora bien, a nadie le gusta sentirse pequeño. Stéphane no sólo se aburre, sino que se ve obligado a
vivir con un grupo de niños que le llaman a la regresión, y por esto les odia.
¿Qué ha hecho madurar tan de prisa a Stéphane? ¿Quién le ha incitado a profundizar en su
intelecto, a ser el mejor de la escuela y a acercarse de este modo a su hermano mayor?
Stéphane no ha visto a su padre desde hace años. A falta de padre, su hermano mayor le
reemplaza. Es su guía. A los niños de su edad, les reprocha no ser padres, y probablemente, les
reprocha también que tengan padres. La agresividad siempre oculta carencias.
Finalmente, el padre llamó por teléfono. Vive lejos. Pero Stéphane ahora sabe que le va a ver
durante las vacaciones. El impacto de esta llamada es inmediato. Se muestra claramente menos
agresivo. Se siente seguro. Su padre le quiere.
Desgraciadamente, muchos padres separados no telefonean muy a menudo, a veces desaparecen
totalmente de la vida de su hijo. Para éste resulta muy duro. Para que no se destruya
desvalorizándose o deprimiéndose, ni proyecte sus impulsos agresivos hacia otra persona, necesita
poder verbalizar su carencia, compartir sus sentimientos de miedo, de cólera, de tristeza, acaso de
culpabilidad. Necesita liberar su desespero en los brazos de alguien, para realizar poco a poco el
duelo de esta pérdida.
Cuando una agresividad parece gratuita y sin objeto... el objeto debe buscarse algo más lejos.
Se trata:
de una acumulación de tensiones,
de una cólera desplazada,
de la expresión de una cólera inconsciente o no dicha de un padre,
de otra emoción (miedo o tristeza) camuflada bajo las apariencias de la ira porque
la expresión de la verdadera emoción es imposible o está prohibida: «Eres un chico
mayor», «Sólo lloran las niñas», «¡No me dirás que tienes miedo!», etc.
Domingo 11 de julio de 1998, a las diez y treinta y siete de la noche: explosión en toda Francia.
«¡Campeones!» La selección francesa, campeona del mundo. Sobre el césped, los futbolistas se
abrazan, se besan, se felicitan y se abalanzan sobre el jugador que acaba de marcar el último gol. En
todo el país, la gente sale a la calle. Los Campos Elíseos están atestados de gente.Todo el mundo
canta, chilla, salta, baila, se besa, agita banderas, celebra el acontecimiento bebiendo champaña o
cerveza. La alegría se vive con otras personas, se comparte.
La alegría es la emoción que acompaña al triunfo y al amor. Es expansiva, nos impulsa a
abrazarnos los unos a los otros. ¿Acaso por esto resulta tan sospechosa?
La aptitud para la alegría es una dimensión importante de la inteligencia del corazón... y de la
felicidad.
A Roland, de cuarenta años, le cuesta vivir. Se siente deprimido, cansado de todo. Le cuesta tomar
decisiones, incluso, simplemente, salir de su casa. Ríe poco, ya no sabe divertirse. Me habla de él,
del juicio permanente de su padre, de la sobreprotección de su madre... y de la muerte de su
hermano. Patrick tenía un año más que él. Murió a los diecinueve años. En aquel momento no pudo
asimilar este fallecimiento. ¿Cómo es posible morirse a los diecinueve años? No puede ser. Su vida
ha proseguido sin que se diera cuenta de que una parte de él había permanecido atrás. Sigue sin
haber realizado el trabajo de duelo. Un trabajo casi imposible de efectuar, porque implica
cuestionarse demasiadas cosas personales. Sus padres les trataban como gemelos, se parecían,
llevaban ropa idéntica. A partir del día de la muerte de Patrick, las risas quedaron desterradas de los
encuentros familiares. «¡Cómo puedes reírte, si tu hermano ya no está!» Roland comprendió en
seguida que a partir de entonces se le prohibía la alegría, la vida.
Como Roland, muchas personas inician una psicoterapia para volver a encontrar el gusto por la
vida. La alegría está ausente de su vida cotidiana.
¿Qué se puede hacer para que un niño conserve su aptitud natural para la alegría? En primer lugar,
estar atento a no reprimirle como hicieron los padres de Roland, y luego construir la vida propia de
modo que uno mismo sea lo más feliz posible, que uno mismo pueda amar y realizarse.
Cuando los niños tienen que cargar con las tristezas, las frustraciones, los sentimientos de
insatisfacción de sus padres... no son libres para ser felices.
He conocido a demasiados niños de unos doce años a quienes la vida ya no les interesaba. Sus
padres a menudo están ausentes, agobiados de trabajo, estresados en su vida cotidiana. ¿Para
qué vivir, cuando no hay amor o alegría a nuestro alrededor?
La Copa del Mundo de fútbol de 1998 nos hizo redescubrir la alegría. Los sondeos evidenciaron
que la moral de los franceses había mejorado netamente durante las semanas que siguieron a la
final.Y sin embargo, aunque parecía que la economía empezaba a recuperarse, no había habido
ningún cambio importante en la vida cotidiana de la mayoría de la gente... salvo en su manera de
abordar la existencia.
Es responsabilidad de los padres ser felices, transmitir o al menos no alterar el apetito de vida del
niño. Ser feliz es una elección. No se trata de fingir, de sonreír todo el día acallando las dificultades,
sino de afrontar la realidad con ánimo. La explosión de alegría de la Copa del Mundo no fue un azar
que cayó sobre Francia. Era el resultado de un trabajo cotidiano de cada jugador, de la valentía de
un entrenador que prosiguió su camino a pesar de las críticas, de la determinación de todo el
mundo.
¿Cómo hacerse con todas las bazas para «ganar» en la vida de cada uno? Sin duda no perdiéndola
intentando ganarla, sino eligiendo un trabajo que tenga sentido, escuchando siempre la voz o las
voces del corazón, más que una, digamos, razón que a menudo es poco razonable.
¿Es razonable seguir casado con un hombre al que no se ama y desarrollar un cáncer para escapar
a una situación que se ha convertido en intolerable?
¿Es razonable seguir en el negocio de papá, cuando nos habría gustado hacer cualquier otra cosa,
y morir de un infarto a los cuarenta y cinco años? ¿O sufrir de dolores atroces de espalda durante
muchos años porque se sigue llevando un peso que no se quiere soltar para no cuestionar a los
padres?
Todos los afectos rechazados, los nudos emocionales y las heridas no curadas impiden el acceso a
la alegría. Libera tus emociones, deja que tus angustias hablen, suelta las lágrimas, grita las
cóleras... y la alegría renacerá, pues es la naturaleza profunda de lo humano. Existe alegría
simplemente en sentirse vivir.
La vida no es un camino de rosas, pero la alegría tampoco surge de la tranquilidad. Si bien es
cierto que nos penetra de buena gana mientras contemplamos tranquilamente una puesta de sol,
también nace del esfuerzo coronado por el éxito, del reencuentro después de la separación.
Valorizar, animar
¿Cómo ayudar a nuestros hijos a conservar sus aptitudes para la alegría? Felicitándoles,
animándoles. Más que concentrarte en lo que hacen mal, vigílales... ¡y sorpréndeles haciendo algo
bien!
El amor
La alegría es la emoción del éxito, pero también es la del amor, del encuentro y el reencuentro, de la
relación.
Atrévete a pronunciar más a menudo estas palabras dulces:
«Qué bien estamos juntos.»
«Me siento realmente feliz de vivir con vosotros.»
«Me encanta desayunar con vosotros tres.»
Cuando expreso de este modo mis alegrías y mi felicidad, me siento aún más feliz, y también veo
el placer que siente toda la familia. Observo en voz alta lo que me digo en mi interior. «Qué bien,
ser feliz», y degustamos juntos esta felicidad que pasa.
Cuando uno está demasiado absorto en la colada, la vajilla, el aspirador, los deberes, la costura,
uno olvida esta necesidad cotidiana, este mínimo de higiene relacional, como dice Jacques Salomé.
Pero el polvo emocional puede acumularse, forma enormes pelusas en los corazones y desencadena
alergias con tanta seguridad como lo hacen los ácaros.
Qué bueno resulta sentarse (o correr) con los niños, sin proyecto, simplemente para sentir cómo
pasa la vida por nuestro interior.
A veces, el comportamiento de mis hijos me exaspera, tengo que terminar un trabajo, quiero que
se duerman de prisa, me tienta irritarme a la menor demanda... Entonces respiro, les miro y me
digo: «Tienen cuatro y dos años. Crecerán, Nunca más tendrán cuatro y dos años. ¡Disfruta!»
Mi corazón se derrite. Les observo y les quiero. La irritación ha desaparecido porque son más
importantes para mí en este momento que los informes que me esperan. Cuando sea muy vieja,
recordaré mi pasado y no quiero darme cuenta demasiado tarde de que no me tomé mi tiempo para
verles crecer. Así que les miro crecer y mi corazón se llena de la simple alegría de vivir juntos.
Juegos, gritos y risas
«¡Parad de gritar! ¡Callaros! ¡No hagáis tanto ruido! ¿Qué es todo este jaleo?»
Los adultos calman los ardores gozosos de los alegres alborotadores ¿Pero por qué? Cuando los
niños crezcan, cuando se hayan ido de casa, los padres empezarán a lamentar la época en la que
resonaban risas alegres, carreras desenfrenadas por las escaleras y gritos de júbilo.
Un niño necesita sentirse alegre para sentirse libre de existir y de crecer. ¿Cómo puede tener ganas
de crecer en un mundo triste? ¿Cómo puede tener ganas de ser un adulto permanentemente serio
que ya no sabe siquiera jugar y reír?
Una vez me invitaron a casa de unos amigos, y acompañé a
Adrien y Margot hasta la habitación de los niños, y allí me senté en la moqueta y empecé a hacer
«brrrum, brrrum» con un avión. Había juguetes soberbios, coches transformables, Batmans y otros
monstruos del espacio que yo no conocía. Descubrí, me exclamé, manipulé cada juguete y lo hacía
rodar o volar. Me lo pasé bomba. Un niño de seis años me observaba, alucinado. Le costaba mucho
dejar de tratarme de usted y abandonar el «señora» para llamarme «Isabelle». Al cabo de un
momento, ya no pudo más:
—¿Está jugando? Pero si usted es un adulto. ¡Los adultos no juegan!
—Pues fíjate, yo sí. Hay adultos que juegan. A mí me encanta jugar.
—Mi padre y mi madre nunca juegan.
Qué lástima. Jugar significa penetrar en el mundo de los niños, navegar con ellos en lo
imaginario, penetrar en su terreno, «figura que yo era la vendedora y tú me comprabas cosas...».
Los hay que dicen que no son cosas de su edad. En realidad, se sentirían incómodos, ridículos,
vulnerables. Rechazan la tentación de la regresión. Se enfrentarían a la intimidad con sus hijos, a su
propio pasado, a sus emociones de niño o de niña. Si jugaran, si se atrevieran a entrar en el mundo
imaginario de los niños, sentarse en el suelo y hacer ruido con ellos... se arriesgarían a entrar en
contacto con un inmenso sufrimiento en su interior, pues se despertaría la angustia de la carencia.
Sus padres no jugaron nunca con ellos, tal vez ni siquiera les dejaban jugar, reír o correr gritando,
hacer ruido. Quizás les ha faltado tanta ternura y/o juguetes que aún hoy no pueden coger en sus
brazos una muñeca o un osito y acariciarlo.
Es preciso que nos curemos de nuestras infancias heridas para acceder a la capacidad de jugar a
simples juegos de niño, darnos permiso para soltarnos, devolvernos la libertad para reír, para
movernos en lo imaginario, para revolearnos.
Reír no es sólo un placer, es un reflejo de salud física y psíquica. La risa libera las tensiones del
diafragma. Es un excelente ejercicio de relajación. Una buena dosis de risas podrá evitar muchos
lloros. Organiza juegos del escondite, de peleas de almohadas, para partiros de risa todos juntos.
El niño existe en primer lugar en su relación con los demás, y su alegría será en primer lugar la
compartida, una alegría por estar con alguien. El niño ríe porque comparte, porque está con alguien.
Ahí radica el gran éxito de los juegos de aparición y desaparición.
El pequeño sabe reír con otra persona, aún no sabe reírse de. Esta última risa distancia.Ya no es
alegría, sino sensación de poder, porque la alegría de la intimidad se ha perdido. Al reírse de..., uno
se solidariza en torno a la disminución de una tercera persona. La burla surge de un sentimiento de
inferioridad, de un sufrimiento, una humillación experimentada que busca revancha y reparación a
través del sentimiento de superioridad que confiere el poder de herir a otro. Esta embriaguez de
poder no es más que una ilusión de alegría. La burla es tóxica para el niño que la profiere, tanto
como para quien la recibe. Las palabras «piedra» son duras y hacen daño tanto a quien las recibe
como a quien las envía. Los adultos deberían preocuparse más de esta forma de violencia.
El niño ríe con nosotros, en el contacto físico, en la complicidad, en la relación, en el amor y la
ternura.
El niño siente alegrías puramente físicas (placer de experimentar con su cuerpo, alegría de
manipular la tierra, el agua, los objetos, alegría de la caricia y de las cosquillas, de la experiencia de
sus propios movimientos), alegrías más intelectuales, placer de aprender, de conocer, de compartir,
de preguntar.
El niño se maravilla al descubrir sus posibilidades. Sus adquisiciones son fuente de alegrías
intensas, de grandes orgullos que le procuran felicidad y que conviene compartir.
Acompañar la alegría
Compartir, sonreír, reír, gritar, exclamarse, besar, abrazar... estos son los verbos de la alegría.
No temas hacer ruido. Manifiesta tus alegrías ruidosamente, gritando, saltando, abrazando a tus
hijos, haciéndoles saltar por el aire. La alegría es un intercambio físico. Recuerda a los jugadores
franceses cuando sonó el silbato final del Mundial de fútbol, que significaba su victoria.
También podemos despertarles a las alegrías estéticas, enseñándoles a ver la belleza:
Poder oír «¡Mira, mamá, la luna, qué bonita!», suena tan dulce en la boca de un niño.
Nombra lo que veas a tu alrededor. Comparte. Obtendrás como gratificación este tipo de pregunta
profunda y deliciosa, como la que Adrien, a los diecinueve meses, en pleno período de «porqué»,
me dirigió un día de tormenta, en bicicleta, mientras contemplábamos los rayos a lo lejos, que
desgarraban el cielo:
«Di, mamá, ¿por qué el sol también tiene rayos pero no tiene relámpagos?»
El amor y la alegría son la tierra abonada del crecimiento del individuo. Nunca se dicen
demasiado los «te quiero» o «estoy feliz de vivir contigo».
No eches a perder estas palabras dulces, dilas tanto como quieras, varias veces por día, pero
siempre mirando a tu hijo a los ojos, o estableciendo un contacto físico, manteniendo un contacto de
amor y de ternura con lo que sientes.
Un «Que sí, claro que te quiero» sin levantar los ojos de la vajilla no llena de alegría el corazón de
quien lo recibe.
Por supuesto, no podemos estar contentos permanentemente, y sobre todo, no se trata de fingirlo.
Pero si no estás alegre al menos el ochenta por ciento de tu tiempo de vigilia, hay algo que debería
cambiar en tu vida.
¿Existen nudos emocionales más o menos antiguos que te prohiben la felicidad? ¡Deshazlos! Es tu
responsabilidad como padre o madre. De otro modo, tus hijos se pondrán inconscientemente al
servicio de tus sufrimientos ocultos, incluso (y sobre todo) si no les hablas nunca de ellos. Los niños
están listos para abdicar de una gran parte de su personalidad para intentar devolver la sonrisa al
rostro de un padre demasiado triste o que se enfada demasiado a menudo.
Busquemos dentro de nosotros mismos fuentes de alegría interior. No nos dejemos arrastrar por la
depresión, la rutina o la seriedad. No es tan difícil ser feliz. Lo podemos ser a pesar de que las
circunstancias exteriores sean difíciles. Si no lo logramos solos, podemos pedir ayuda.
Un padre lleno de alegría interior la transmite a sus hijos, y es la herencia más hermosa que éstos
puedan recibir.
Aumentando el nivel de alegría en las familias y en las escuelas podemos acompañar a nuestros
hijos por un camino de crecimiento y de placer de vivir.
Basta con una nadería. Una margarita silvestre, una castaña en el suelo, una pasta de arena y agua,
un regalito sorpresa, velas para la cena, jugar con una pelota, hacer burbujas de jabón... amor,
ternura.
Capítulo 7
La tristeza
La cara de Pomme (cuatro años) se cierra, aprieta los labios, su frente se arruga, las lágrimas
empiezan a caer, y de repente estalla en sollozos. Acompañada por su madre, que le da la mano,
Pomme mira al gato que ya no se mueve sobre la almohada. Estaba muy enfermo. Ha muerto. La
niña llora un buen rato con su madre, mirándole. ¡Adiós, Jules!
La tristeza es la emoción que acompaña a una pérdida.
Es natural estar triste cuando uno pierde a su gato, a un animal, a un ser querido, pero también un
juguete, una casa, un jardín, una escuela... Llorar permite expulsar las toxinas que libera la pena.
¿Qué decir?
Marine adopta una gran prudencia para anunciar a su hijo Antoine (cinco años) que su abuela ha
muerto:
—Se ha ido muy lejos, ya no volverá más.—-Antoine mira a su madre y, con aire de experto,
dice:
—¡Ah, se ha muerto!
Desde el momento en que un niño ha vivido un otoño sabe que hay hojas muertas. Ha visto una
mosca muerta, flores marchitas, acaso una paloma aplastada sobre el asfalto, o incluso ha podido
encontrarse a su hámster inmóvil. Según la edad, la palabra muerto no representa exactamente lo
mismo. Se dice que los niños no adquieren la idea de la irreversibilidad de la muerte hasta los nueve
años. No es razón para contarles necedades.
Es raro pasar los diez primeros años de la vida sin experimentar la muerte de un ser más o menos
querido. Puede producirse la muerte de un pececillo rojo, de un perro, de una abuela, de una amiga
del cole, de un amigo de nuestros padres, de un hermano o de una hermana, o incluso del padre o de
la madre. Por supuesto, no todos tienen la misma importancia. ¿Qué se debe decir? ¡La verdad!
Decir la verdad no significa asestar brutalmente al niño una realidad que no podría asimilar, ni
presentarle imágenes violentas. Es importante tomar tiempo, seguir el ritmo de su comprensión y de
sus capacidades de asimilación.
El fallecimiento de los abuelos también es el fallecimiento de tus padres. La muerte de una amiga
de la escuela te transtorna, la pérdida del pececillo rojo te incomoda. El niño está en contacto
directo con tus emociones, sobre todo si no las expresas.
Los niños sienten, saben. Es inútil ocultarles algo. Si lo haces, de un lado corres el riesgo de que
les invada el pánico, y del otro, pueden perder la confianza que tienen depositada en ti. Una cosa
oculta, secreta, da mucho más miedo que una cosa que puede decirse. Los niños perciben de forma
confusa que no les dices la verdad. En resumen, pierden la confianza en ti y también en ellos.
Si insistes y persistes en la negación de la verdad, el niño puede empezar a dudar de sus
percepciones o a construirse creencias negativas. Dado que le niegas una realidad que percibe de
forma confusa, deducirá que no tiene derecho a saber... Lo cual puede plantear problemas de otra
índole. Para enseñarnos que es obediente también puede impedirse a sí mismo aprender en la
escuela.
Hoy en día los psicólogos aseguran que la verdad siempre duele menos. Siempre, incluso aunque
escucharla resulte doloroso.
¿Su padre se ha suicidado? ¿Su madre ha fallecido en un accidente de coche? ¿Su hermana ha
muerto a causa de un cáncer? Es importante que lo sepa. Habíale de lo que ha pasado
permaneciendo atento a las imágenes que el niño puede estar formando en su cabeza. Escúchale,
pregúntale qué imagina. La emoción sitúa un filtro ante sus orejas. Aunque hayas hablado con toda
claridad, puede deformar tus palabras.
Permítele que evoque el fallecimiento varias veces, que cuente lo que experimenta, su
imaginación, y que pregunte todo lo que le apetezca, incluso las preguntas que te parecen
descabelladas.
Escucha y corrige sólo cuando sea necesario rectificar una interpretación errónea o imágenes
demasiado violentas.
Explícale bien los motivos de este gesto de su padre, las condiciones del accidente, y hasta el
punto que creas necesario las causas de la enfermedad. Los niños se sienten fácilmente responsables
de todo lo que sucede en su entorno. Subraya bien y repítele que él no tiene nada que ver, y que
tiene derecho a sentir todas sus emociones, desde la cólera hasta la tristeza.
Sí, tiene derecho a sentirse muy enfadado hacia ese hombre que era su padre y que ha decidido
irse, o sea, que le ha abandonado. Sean cuales sean las razones del fallecimiento, suicidio,
enfermedad o accidente, el niño se siente abandonado por aquél al que amaba y necesitaba. Es
fundamental que sienta y pueda expresar su ira.
Elisabeth Kübler-Ross era una doctora de origen suizo. Desde el principio de su práctica y hasta
su propio fallecimiento, en enero de 1999, escuchó a decenas de miles de adultos y de niños a las
puertas de la muerte, acompañó a decenas de miles de personas en este paso y guió a sus familias en
el trabajo de duelo. En sus obras nos entregó lo que estas personas le confiaron, testimonió lo que
ella observó. Actualmente, las etapas del duelo son bien conocidas. Ella fue la primera en
describirlas. Veamos, pues, las fases por las que pasamos, cuando nos enfrentamos con nuestra
propia muerte o con la pérdida de un ser querido.
La primera etapa es la de la negación.
«No, no ha muerto, no es posible.»
Luego viene la ira:
«No es justo, papá, eres malo, no cuidaste al hámster.»
«¿Por qué te has ido, mamá, yo no quería, no es justo»
En esta etapa, es tóxico intentar calmar la emoción con frases del tipo: «Ya sabes que tu hámster
era muy viejo», o: «Ya te compraré otro», o querer moralizar: «Tu mamá no podía hacer otra cosa,
¿sabes?, te quería...»
El niño necesita su ira.
Escucha y acoge: «Querías a tu hámster», «Que desdichada te sientes», «Estás enfadada, habrías
querido que mamá se quedara contigo.»
A continuación viene una fase de depresión. El niño entra en un período de retraimiento, ya no se
interesa por lo que le rodea. Está sumergido en el pasado. Piensa en su relación con la persona
fallecida. Acompáñale permitiéndole llorar y hablar. Es el trabajo nostálgico necesario antes de la
aceptación.
Después de la aceptación de la pérdida es posible establecer un nuevo vínculo, que marca el fin
del trabajo del duelo.
La muerte de alguien o de un animal será la ocasión de hablar de la muerte eventual de otras
personas a las que se ama. Preguntar no es sinónimo de angustia, a menos que el adulto no
responda, o conteste de forma evasiva. La no respuesta a las preguntas sí es angustiante. Debes
saber que tranquilizar de forma excesiva tampoco funciona:
«Yo no voy a morir, cariño, y tú tampoco, sólo mueren las personas muy viej as...»
Pues será capaz de decirte:
«El poney ha muerto y no era viejo.»
Lo cual te obligará a aclarar:
«Ha sido un accidente.»
El niño no es tonto. Ha comprendido que uno puede morir de accidente, pero siente que su madre
se resiste a hablar de ello... lo cual significa que ella tiene miedo... lo cual significa ¡que existe un
riesgo real! La verdad es menos angustiosa, porque de este modo el niño puede hablar libremente,
encontrar referencias, plantear las preguntas que necesita plantear para comprender, identificar,
aclarar.
Los niños abordan la muerte con mayor serenidad que nosotros. A menos que se trate de ellos, en
el caso de una grave enfermedad, no tienen una representación muy clara hasta los nueve años. No
dramatizan y pueden preguntar, sin turbarse, a su abuela: «Dime, ¿cuándo te morirás?» O anunciar a
su madre: «¿Sabes, mamá? cuanto estés muerta me quedaré todas tus joyas» (Margot, cuatro años).
Un poco más tarde, me pregunta si su abuela está muerta, y añade: «Si está muerta, podremos
enviarle una postal a su alma. Todos los días la veremos si ponemos una carta sobre su corazón.»
Los niños gravemente enfermos se acercan a la muerte con una serenidad sorprendente. Saben
cuándo van a morir, y hablan de ello con facilidad si sabemos escucharles sin mezclar nuestras
propias angustias. Cuando el entorno no puede oír, se callan. Son extremadamente sensibles y están
preparados para sacrificar sus necesidades de intercambio y de tranquilidad para no apenar a sus
padres. ¿Tenemos derecho a obligarles a controlarse tanto, cuando resulta que están enfermos y
necesitan tanto nuestra protección?
LA NOSTALGIA
Mientras Pomine se está duchando, su padre mete al gato muerto en una bolsa de plástico y luego
en una gran caja de cartón. Se lo va a llevar a la clínica veterinaria para que lo incineren. La niña
baja a despedirse de su querido Jules. Pomme llora con ganas en los brazos de su mamá, sus
sollozos son profundos.
Durante varios días, Pomme habla mucho de su gato.
«Le gustaba ponerse sobre el sofá... Si Jules estuviera aquí, correría tras esta pelota... Qué triste
me pone que haya muerto.»
Poco a poco, la presencia de Jules se difumina.
«Pero siempre le llevaré en mi corazón, no le olvidaré nunca», dice.
Esta fase de nostalgia es una etapa natural del proceso de duelo. Después del choque, la negación
(un rechazo a ver), la cólera (una rebelión contra lo inaceptable), la negociación (último intento de
regatear con el destino), llega la tristeza.
A menudo oímos a los padres decir: «Deja de pensar en ello, te haces daño», «Mira hacia
adelante», «¿Qué sacas con remover todo esto?». Algunos padres llegan incluso a comprar otro gato
o un hámster a la semana siguiente.
«Remendar» su identidad
Y sin embargo, el trabajo de nostalgia es fundamental. Uno no se sumerge de este modo en los
recuerdos para «hacerse daño», sino para asimilar la realidad de la pérdida y repararse, reconstruir
la totalidad después de haber perdido una parte de sí.
Un niño se aferra naturalmente a lo que le rodea. Las personas, pero también los objetos, los
muebles, las paredes, son referencias. Cuando son pequeños, las cosas son como prolongaciones de
ellos mismos. Lo que les rodea forma parte de su identidad. Toda pérdida es una pérdida de un trozo
de sí.
He perdido a alguien, nunca más estará en mi vida, reconsidero los momentos que hemos pasado
juntos para apropiarme de lo que me ha ofrecido con su presencia en mi vida. Su ausencia de hoy
me amputa una parte de mí. La nostalgia es un trabajo de reparación, paso revista a mis fronteras
con el ser querido que he perdido, tapono las brechas, descubro los sentimientos disimulados,
exorciso, asimilo poco a poco la realidad de la pérdida en mi identidad, remiendo los desgarrones.
Esta inmersión en los recuerdos es, ciertamente, dolorosa, las lágrimas la acompañan. Es
importante llorar cada recuerdo para asimilarlo, situarlo en el corazón, incorporarlo. El otro ha
muerto, pero nos deja huellas.
Aceptar lo ineludible
El bebé come del pecho de su madre, se siente bien, la vida es hermosa, el paraíso. Este pecho es
«totalmente bueno». Un poco más tarde, tiene hambre otra vez, le duele la barriga, está mal, grita,
su madre no viene. El pecho se convierte en algo «totalmente malo» porque le frustra. Los primeros
días de su vida están marcados por estas oscilaciones entre un pecho totalmente bueno y uno
totalmente malo. Esta etapa recibe el nombre de fase esquizo-paranoi-de. Esquizo porque el mundo
se corta en dos. Paranoide porque el niño teme la intensidad de sus sentimientos agresivos.
A continuación llega la fase llamada «depresiva», aunque no se trata en absoluto de depresión
patológica, sino de una tristeza justa. Esta etapa marca la asimilación del objeto bueno y malo, del
pecho bueno y malo. Mi madre no es ni totalmente buena ni totalmente mala, a veces es buena, a
veces es mala, realizo el duelo del todo negro, todo blanco, para mirar la realidad con todos sus
niveles de blanco, negro y gris. Es triste, porque debo abandonar a esta madre ideal que siempre es
buena y nunca resulta frustrante. Abandono la idea de un paraíso para volver a caer en el suelo, y
entrar en relación con una madre que a veces da, a veces frustra, una persona real que tiene sus
propios deseos, que existe fuera de mí y que no es la prolongación de mis deseos.
Hay personas que nunca realizan este trabajo de asimilación y permanecen en la dualidad.
Las cosas son blancas o negras, no ven la inmensa paleta de grises intermedios.
Acompañar la tristeza
Para acompañar la tristeza, simplemente deja lugar para el llanto. Anímalo con palabras simples:
«Es muy duro...», «estás triste de verdad porque...», «es triste pensar que no se verá nunca más a
alguien»...
En general, cuando alguien llora, tócale sólo si vuestra intimidad es suficiente para que tu
contacto no detenga sus lágrimas.
Puedes acoger, pues, a tu hijo en los brazos. Pecho contra pecho. Mientras tú respiras
tranquilamente, profundamente desde la pelvis, siente su respiración, y acoge a tu hijo en tu
corazón. Anímale a hartarse de llorar: «¡Llora, cariño, llora todo lo que tengas que llorar!»
El llanto ayuda a aceptar el fracaso, así que, cuando acabe el juego, evitemos decir a Ludivine, si
no ha ganado: «No llores, la próxima vez serás tú», sino más bien: «Te comprendo, amor mío,
perder es muy duro.»
¿Te parece exagerado? Pruébalo. Las lágrimas están allí de todos modos, y observarás que duran
mucho más si no las respetas.
Capítulo 8
La depresión
La depresión es muy diferente a una «depre» pasajera, natural y normal. Es una atmósfera que se
instala durante varias semanas, meses o incluso años.
La depresión adopta el color de la tristeza, pero no es una tristeza sanadora. Es un bloqueo de
emociones mezcladas.
Indica un problema insoluble para el niño, un profundo sentimiento de desamparo que no se ha
oído.
¿CÓMO DETECTARLA?
En un adolescente que pone mala cara de la mañana a la noche, es fácil de advertir. Pero en el caso
de un joven, la depresión a menudo está oculta. Se disimula bajo distintos disfraces, excesiva
sensatez, conformismo, o agitación, y puede pasar desapercibida.
Cuando un niño es demasiado sensato o demasiado brillante en la escuela, pocos adultos se
alarman.Y sin embargo es uno de los rostros de la depresión. Un niño es algo vivo. Si es demasiado
dócil, demasiado sensato, está reprimiendo una parte de la vida que lleva.
Francois tiene once años. Es muy tranquilo, y le va muy bien en la escuela. Pero nada le interesa
realmente, no hace proyectos. No sabe dónde quiere ir de vacaciones, ni lo que hará el próximo fin
de semana. Aparte de su ordenador refugio, tiene pocas pasiones. Francois no es un ser emotivo. Es
un poco soñador y su vida fluye tranquilamente. No se hace cargo de ella. Como si no le
perteneciera.
Levantemos el velo. Los padres de Francois se pelean a menudo. El marido engaña a su mujer.
Según sus padres, el niño no lo sabe. Siempre han procurado que no pudiera sorprender una
conversación... No obstante, cuando Francois está solo conmigo, en seguida me resulta evidente que
sabe que hay otra mujer en la vida de su padre, y que su madre es desgraciada. Sin embargo, no
puede hablar de ello. Nunca evoca su sensación de desamparo ante las riñas de sus padres. Se
encierra en sí mismo. Dado que sus padres no le hablan de ello, él no tiene porqué hacerlo. Además,
teme desencadenar una separación si pone las cartas sobre la mesa. Y lo que menos desea un niño es
sentirse la causa de una separación de sus padres. ¡Le gustaría tanto ver cómo se quieren!
Cuando los padres le hablen de ello, al fin podrá expresar cómo lo vive, sentir su cólera, decirla,
formular su miedo, llorar... liberarse de todo este peso que lleva en su interior. Un niño depresivo es
un niño que sufre. Un niño frustrado, que vive carencias pero que no puede expresarlas, que no
tiene derecho a hacerlo. Los cimientos de la depresión son la imposibilidad de hablar, de decir lo
que se siente en el corazón.
Otra cara de la depresión, insospechada por la mayoría de padres, es la agitación. La
hiperactividad es una lucha contra la depresión. A menudo propicia que el problema subyacente
pase desapercibido. Los padres regañan, castigan, acusan al niño que, además, se encierra cada vez
más profundamente en su angustia. Los padres preferirán incluso administrar Valium u otro
calmante antes que mirar la realidad: su hijo es desgraciado y es bien posible que ellos tengan algo
que ver en ello.
Si nadie se preocupa de escuchar las necesidades del niño, la agitación puede convertirse en
violencia.
Esta es la razón que ha llevado a Martin a visitarme con su madre. Acaba de pegar a un amigo en
la guardería y la directora ha estado a punto de expulsarle. Tiene cuatro años, pero todos, adultos y
niños, le ven como a un monstruo. En el parque, las otras mamas apartan a sus hijos. Nunca le
invitan a casa de sus amigos, y éstos no vienen a la suya. Martin es un monstruo. Está convencido
de ello. Pero su madre termina por creerlo. ¿Es genético? ¿Se puede hacer algo?
Pido a su madre que me hable de la historia de su hijo desde la concepción. Así, me entero, al
mismo tiempo que Martin, que está escuchando, que su padre se fue mucho antes de nacer él, desde
que supo que había sido concebido. No quiso ser padre.
Pongámonos por un momento en el lugar de Martin. ¿Cómo va a comprender que su padre se
haya ido? Mientras no oyera las verdaderas razones que motivaron que su padre desertara, la única
explicación plausible era que él mismo era un monstruo. Para excusar a papá, para no cargarle con
la responsabilidad de su partida, asume esta responsabilidad, él es el culpable. A partir de ahí, no
tiene más que confirmar esta creencia. Puesto que es un monstruo, se comporta como un monstruo.
Una sola sesión bastó para transformar radicalmente el comportamiento de Martin. Su propia
madre no le reconocía. Una sesión durante la cual comprendió de dónde le venía esta convicción de
que era un monstruo, una sesión durante la cual se le dijo que no tenía ninguna responsabilidad en
la partida de su padre, que éste no se había ido porque Martin fuera un monstruo, sino porque tenía
problemas, porque se sentía incapaz de criar a un niño.
Martin dejó de oponerse a todo lo que le proponía su madre. Incluso el baño, verdadero suplicio
hasta entonces, se convirtió en una fuente de placer. Dejó de ser violento... salvo un día, al salir del
cole. Su madre se preguntó entonces qué había podido pasar durante el día, y se enteró de que la
maestra había obligado a Martin a realizar un regalo para el día del padre.
Cuando un niño no se siente querido, en seguida se dice que debe haber una razón. No puede
permitirse cuestionar a sus padres, así que prefiere acusarse. Si sus padres le pegan, no es que sean
violentos, es que él es malo.
Por otra parte, es lo que dice la mayor parte de padres: «Te pego porque has hecho algo mal, una
falta». Para corregirte a «ti» y no para corregir la falta, pues ciertamente no se comprende de qué
modo un golpe podría corregir una falta. La corrección se dirige, pues, a la persona, es la propia
persona del niño que es«falta». Todo está claro.
Si mis padres me pegan, es que soy malo. Es preferible auto-despreciarse que cuestionar a mis
padres. Les necesito, cómo podría permitirme considerarles vulnerables, incapaces de controlarse,
capaces de hacerme daño, peligrosos. Prefiero pensar que la culpa es mía. Yo soy el culpable. Yo
soy un monstruo.
¿ES DEPRESIVO?
He aquí algunas pistas que se pueden explorar:
¿Le falta tu presencia en casa, o la de tu cónyuge? Cuando tú estás, ¿estás disponible para
pasar tiempo con él (aparte del tiempo dedicado a los deberes, que no cuenta en el balance
afectivo puesto que tú estás a su lado para lo que es importante para ti, y no forzosamente
para él)?
¿Es víctima de violencia? ¿o testigo de violencia hacia uno de sus hermanos o contra su
padre o su madre?
¿Tiene un profesor que se muestra violento (física o verbalmente), malo, excesivamente
despreciativo, autoritario o incluso indiferente?
¿Existe uno o varios secretos en la familia, algo que no le dices?
Vosotros, padres, ¿estáis cerca el uno del otro, os amáis, os respetáis? Tanto si estáis
separados como si vivís bajo el mismo techo, la distancia afectiva es lo más duro que puede
vivir un niño.
¿No vive con sus padres?
¿Ha sufrido un abuso sexual?
Uno o ambos padres sufren una depresión (consciente o no).
¿Cómo ayudarle?
Dile que ves que no está bien y que deseas ayudarle. A menudo, el niño lo negará:
—Claro que no, estoy muy bien.
Manten tu punto de vista y desarróllalo:
—Cuando veo cómo te irritas todo el rato con tus amigos, me digo que no eres feliz. Algo te
preocupa, y te incomoda hablar de ello. Acaso temes nuestra reacción, tal vez lo que pasa es que no
sabes nombrar lo que no funciona. Pero yo no quiero dejarte así. Para mí es importante que seas
feliz. ¿Qué pasa?
—No lo sé, todo me irrita.
—¿Qué puede irritarte en tu vida en este momento? ¿Tienes una idea al respecto?
—Lo que me irrita es el profesor de matemáticas, no puedo seguir, siempre tengo malas notas.
Sigue planteándole algunas preguntas abiertas, en términos de «Qué...».
«¿Qué sientes cuando no puedes seguir al profesor?»
«¿Qué dices?» Etcétera.
Dale permiso para expresarse, y prepárate para no ponerte formal, para no sentirte culpable, para
no hundirte.
¡Escucha! y haz preguntas en la forma «Qué...», «Cómo...», «De qué...», hasta que el problema
sea evidente, o quede resuelto. Es importante que las emociones se expresen, y no forzosamente que
todas las dificultades se resuelvan. No le agobies durante una hora. Habla y escucha unos minutos...
Cuando se sature, déjalo, aclarándole que volveréis a hablar del tema. Déjale tiempo para digerir,
para reflexionar, para elaborar.
Por tu lado, reflexiona. Conoces bien a tu hijo, su entorno y las circunstancias que le rodean...
¿Qué puede haber originado su estado?
Dale una mayor cantidad de presencia auténtica, escucha, pero también de juegos, de actividades
juntos.
Ayúdale a enfadarse de forma sana cuando sorprendas injusticias, invasión de su territorio o
insulto a su persona. «Claro, Max, claro que puedes decirle a tu hermano que no estás de acuerdo
con que te haya cogido la bici», «Venga, contéstale cuando te dice que eres un gallina.»
¿De-presión? Es el contrario de ex-presión. La energía vital está encerrada. La ira, ex-presión de
la frustración, de la carencia, de la herida, está reprimida. Cuanto más se ex-presa la cólera, más se
alivia la de-presión.
Ayuda a tu hijo a reconstruir un sentimiento de poder personal, de control sobre su propia vida.
Acoge con placer sus cóleras. Escucha su opinión sobre todo tipo de cosas que conciernan a toda la
familia, las salidas, las vacaciones, y sigúele, no de forma sistemática, pero sí a menudo.
Si aún no tiene el control de su indumentaria, dáselo. Si, en cambio, te abstienes de cualquier
comentario acerca de su ropa, comienza a decirle lo que te gusta y lo que no te gusta.
No pierdas ninguna ocasión de mostrarle que él es tu prioridad. Que es importante para ti, que le
encuentras lo bastante interesante como para tener ganas de pasar tu tiempo con él. Dale tiempo.
Y, si es posible, coge el toro por los cuernos en lo que concierne a tus problemas de adulto. Si aún
no lo logras, habíale. No dejes que cargue con ellos. Dile que él no tiene nada que ver y que tú
tienes que arreglarlos solo, entre adultos. Deja que se desahogue. Escucha sus emociones, sus
pensamientos, sus necesidades.
Capítulo 9
La vida no es un camino de rosas
El fracaso, el dolor, la enfermedad, la muerte, no dejan de aparecer en la vida de todo ser humano.
¿Qué podemos hacer para que las experiencias difíciles sean constructivas en lugar de destructivas?
¿Cómo ayudar a nuestros hijos a superar el sufrimiento que atraviesan en la infancia, los duelos, las
separaciones, las enfermedades? ¿Y cómo ayudarles a convertirse en adultos capaces de afrontar las
dificultades de su vida con ánimo?
Las separaciones
Para un niño pequeño, la experiencia dura por excelencia es la separación.
La separación en el nacimiento
A veces, una separación madre-hijo es ineludible a partir de que éste nace. Una serie de problemas
de salud puede precisar cuidados, competencias y un material específicos que sólo están disponibles
en el hospital. Cada vez más, las maternidades se organizan para mantener el vínculo madre-hijo,
pero esto no siempre es posible. En cualquier caso, cuando te digan: «Es imposible», insiste y
compruébalo. Al entrar en el hospital te conviertes en un «paciente», lo cual no es razón para
someterse.
Mi primer hijo nació mediante cesárea. Después de que me cosieran, me bajaron hasta la
habitación y me enteré de que no podrían traerme a mi hija hasta una hora más tarde. Margot, que
estaba fría y pesaba poco, «debía» permanecer en la incubadora. Era mi primer bebé, no estaba
preparada para resistir la invasión médica. Ante la frase categórica «mientras su temperatura siga
baja, debe permanecer en un sitio cálido», no supimos oponernos. Y sin embargo, ¡mi cuerpo o el de
su padre estaban tan calientes como la incubadora!
¿Pero por qué era «imposible» bajar la incubadora?
«¡Las incubadoras no pueden salir de la planta! La persona que prepara las incubadoras en su
planta no empieza su turno hasta dentro de una hora.»
¡Increíble! Jean Bernard cogió la incubadora, perseguido por las enfermeras, que chillaban:
—¡No puede hacer esto!
—Pues lo hago. ¡Ustedes no pueden dejar a este bebé solo aquí, mientras su madre está en el piso
de arriba!
Bajó la incubadora y, desde luego, no hubo problema alguno.
Nathan nació mediante cesárea con un problema cardíaco. Le llevaron urgentemente a un hospital
competente. A causa de su operación, su madre no pudo acompañarle. El padre sí le siguió. Le
hablaba a su bebé, le tomaba en brazos. Cuando el personal le pidió por la noche que saliera,
simplemente se negó. Dejar a su bebé sufriendo solo en este universo extraño, ni pensarlo. Quería
acostarse allí, a su lado. Durmió sobre las baldosas, debajo de la cuna. Lo intentaron todo para
desanimar al padre de que se quedara junto a su hijo. Pero su determinación era tal que el personal
capituló. Al día siguiente, por la noche, le dejaron un colchón delgado. Si todos los padres y madres
tuvieran esta firmeza, desde hace años los hospitales se habrían visto obligados a actualizarse y
habrían inventado estructuras de acogida respetuosas con las necesidades de una familia.
Si la separación es realmente inevitable, habla con él. ¡Sí, habla con el bebé! El bebé oye. No
comprende las palabras, pero capta la intención. Es sorprendente ver a un bebé calmar su llanto o
abandonar su huelga de hambre porque simplemente se le ha explicado lo que pasaba.
Un bebé es bastante más que un tubo digestivo. La ciencia nos lo ha demostrado hoy en día (han
sido precisas pruebas científicas, porque éramos ciegos y sordos).
El bebé es una persona, y se le debe respeto.
Si bien aún no formula sus necesidades mediante palabras, habla con su cuerpo, con sus gritos.
Intenta comunicar. Tiene derecho a un significado. Su cerebro graba ya todo lo que oye. Necesita
información sobre lo que pasa.
¡Avisa siempre!
Si bien es cierto que los bebés no tienen noción del tiempo, no por ello es menos importante
informarles con la suficiente antelación. Un pequeñín también necesita tiempo para prepararse. Si te
dispones a salir una hora, basta con hablar con tu hijo la misma mañana (pero no dos minutos
antes). En cambio, si tienes previsto ausentarte una semana, informa a tu hijo al menos un mes
antes.
A decir verdad, ¿por qué no empezar a hablar de ello el mismo día en que tomes la decisión? Una
separación concierne a dos personas. Comunicar pronto da tiempo a los dos para escuchar las
emociones, anticipar, construir un puente entre el momento de la partida y el del regreso, ponerse a
la escucha prospectiva de las necesidades de cada uno y elaborar las estrategias adecuadas para
seguir sintiéndose vinculados.
A lo mejor, una camiseta que conserve tu perfume es lo que le irá mejor, o una cosita tuya que
coja de tu bolso. O una foto. Si lo preparáis juntos, os sentiréis más cerca el uno del otro. Durante tu
ausencia, al mirar la foto, al oler la prenda, al tocar la cosita, volverá a entrar en relación con estos
momentos de proximidad contigo.
Si es él quien se va, el muñeco preferido o una prenda impregnada de tu olor siguen siendo las
mejores bazas. Déjale elegir a él mismo lo que le ayude, fotos de los padres, un osito, un objeto de
la casa, un juguete familiar, que también pueden ayudar a sentir que papá, mamá y la casa siguen
existiendo aunque uno no esté allí.
Con un niño mayor, puedes construir un gran cuadro con casillas que representen los días y que
podrá ir tachando a medida que vayan pasando. Puedes prepararle uno del tipo calendario de
adviento, con puertecillas que se abren cada día para descubrir un mensaje de amor, un caramelo o
un regalito. Deja volar tu imaginación.
Recuerda que no basta comentarlo una sola vez. Se debe hablar a menudo, repetir, aunque a él no
le guste oír hablar de ello. A medida que se acerca el día, las emociones varían.
• Háblale de la persona que le cuidará.
Nunca confíes tu hijo a una persona a la que no conozca.
Algunos niños pueden necesitar tiempo para tener confianza de verdad. No basta haber visto a
alguien una hora para conocerle. En la medida de lo posible, si debes confiar tu hijo a una niñera
que él no conoce bien, permíteles que se conozcan de veras y que se preparen mutuamente y juntos
para tu ausencia.
• Evoca con tu hijo lo que hará durante tu separación. De este modo se construye referencias. Sigue
existiendo durante la separación.
Describe tu proyecto. Explica. Dile siempre las auténticas razones de la separación. No
mientas jamás y no finjas que lo que es una elección tuya representa una obligación
impuesta desde el exterior.
Habla de ti, de tus sentimientos:
«Me entristece dejarte, te echaré de menos.»
Escucha las emociones del niño. Tiene derecho a manifestar su cólera, su tristeza o su
miedo.
Evoca cómo puede ser el reencuentro.
El aprendizaje de la separación
• Jugad al escondite.
Freud describió el juego del carrete, en el que un niño lanza un carrete a lo lejos sosteniendo
el hilo y diciendo «fori» (que en alemán significa lejos), luego tira del hilo y lo acerca a
él: «da» (aquí está). Fort da, «se ha ido, ya ha vuelto». Este juego, como, algo más tarde, el
juego del escondite, ayuda al niño a aprender a gestionar la ausencia y los reencuentros. A un
niño pequeño sólo le gusta jugar al escondite en ciertas condiciones. Se oculta de manera
que tú le encuentres en seguida, vuelve a ocultarse veinte veces en el mismo lugar, y llora si
tu escondite es difícil de encontrar.
• Lee cuentos que describan la partida de un padre, la inquietud del niño, el retorno y el alivio.
Siempre se puede hablar en base al libro:
«Tú también tuviste miedo, ayer, cuando me fui, como los bebés mochuelo de este cuento. Y luego
volví. Las mamas siempre vuelven. La semana que viene me voy a ir otra vez, dos días. A lo mejor
te sentirás un poquito solo, como los bebés mochuelo. Habrá dos noches que no estaré para darte las
buenas noches. Pero luego volveré.»
• Acostúmbrale de forma progresiva.
En la medida de lo posible, planifica separaciones de duraciones respetuosas con las capacidades
del niño. Evita separarte más de veinticuatro horas de un niño de menos de dos años. Después, él
sabrá hablar y decir lo que le conviene. Escúchale.
¿Cuándo se deben organizar las primeras vacaciones fuera de casa? En mi opinión, cuando el niño
es capaz de expresar lo que deseea. Resulta sensato comenzar por una noche en casa de la abuela o
de un amigo y aumentar progresivamente la duración de las ausencias.
• ¡No te vayas jamás sin despedirte!
Tal vez evitarías enfrentarte a las lágrimas, pero la traición quedaría como una mancha en vuestra
relación. Aprende más bien a acoger y a compartir los llantos. Acompañan una sana administración
de la separación.
El reencuentro
• No esperes que te salte al cuello inmediatamente.
Déjale tiempo para procesar la información. Unos minutos pueden ser necesarios para asimilar esta
nueva realidad: mamá ha vuelto. ¡A lo mejor necesita terminar lo que está haciendo! No interpretes
este tiempo como un desinterés de su parte. Al contrario. Para volver a estar contigo, necesita
sentirse entero, acabar de guardar las canicas o terminar su dibujo.
Procura no precipitarte sobre él para comértelo a besos. No conviertas este momento del
reencuentro en un momento de inseguridad. En efecto, incluso los besitos pueden infundir
inseguridad si no se dan a su ritmo. Abre los brazos, agachado para estar a su altura, y déjale
venir hacia ti.
¿Es adorable en la guardería e infernal en casa?
Acumula todo el día tensiones que no se permite liberar ante gente extraña. Te las reserva porque
sabe que tú sabrás contenerlas. Tú sigues amándole incluso si es un gruñón.
• ¿Tu hijo te hace mala cara cuando llegas?
¿Acaso te va bien, porque tenías ganas de estar tranquilo y rápidamente te dices «no tiene ganas de
estar conmigo», y pasas a otra cosa? Acabas de perderte un buen momento.
Tu hijo está enfadado porque tú no estabas allí. Te ha echado de menos, es su manera de decirlo.
Escúchale. Para r'eparar esta ausencia, quiere comprobar tu amor, tu interés, tu deseo de jugar con
él. ¡No le decepciones!
En lugar de:
«Cuando se te pasen las ganas de hacer morros ya vendrás a jugar»
Sé directo y franco:
«Me muero de ganas de jugar a los cochecitos contigo.»
¿Os mudáis?
Una mudanza también ocasiona una ruptura afectiva. El niño la vivirá mucho mejor si posee
suficiente seguridad en sí mismo. Si tiene poca seguridad interior, perder sus referencias habituales
puede resultar traumático.
Ayuda a tu hijo a visualizar su futuro, a anticipar. En la medida de lo posible, llévale varias
veces a visitar contigo el lugar en el que vivirá a partir de ahora. Tú mismo lo necesitas, ¿no?
Piensa que se siente menos seguro que tú por el cambio, aunque no se deba preocupar por
los aspectos materiales de la mudanza (tal vez, justamente, a causa de esto).
Hazle participar al máximo.
Siempre que sea posible, confíale responsabilidades. Con el pretexto de evitar a nuestros hijos
molestias inútiles o, más prosaicamente, no estar tropezando con ellos mientras empaquetamos las
cosas, les alejamos, con lo cual les quitamos algo muy importante.
Las tareas materiales relativas a una mudanza ayudan al trabajo de duelo de lo antiguo y preparan
para afrontar lo nuevo. Empaquetar las cosas, ordenar, también significa comprobar el apego que
sentimos por los objetos, revisar su historia.
Cuando el niño es pequeño, puede ocuparse de poner todos sus muñecos de peluche en una caja. Si
es mayor, puede tener la responsabilidad de cerrar todas las cajas, de numerarlas, de escribir su
contenido en cada una...
Salvo si todavía no sabe andar, no es bueno que cierre los ojos, que confíe totalmente en ti y se
deje llevar. Ayuda a tu hijo a construir sus recursos y a vivir el cambio de forma consciente.
Acompáñale 1) en el duelo del pasado, 2) en la consciencia de sí mismo y de lo que permanece
constante en este cambio, 3) en la anticipación mediante la representación de sus actividades futuras
en este lugar nuevo.
El divorcio
«No puedo imaginarme reunirles a todos o incluso hablarles uno a uno y anunciarles, mirándoles a
los ojos: «Pues sí, papá y yo ya no nos entendemos, nos vamos a divorciar.»»
Hablar honestamente con los niños de lo que nos pasa, afrontar sus miradas, sus reacciones, sus
emociones, es tan difícil para muchos padres que simplemente prefieren no decir nada... hasta la
víspera, incluso hasta el mismo día de la partida. Los hay que abandonan el domicilio sin decir
nada. Los argumentos son numerosos:
«No quiero que sufran.»
«Si les digo que me separo y que todavía me quedo un mes o una semana, no entenderán nada.»
«Es inútil traumatizarles antes de hora.»
«Hasta que no esté seguro de haber encontrado otra casa y pueda irme es inútil hablarles.»
«No quiero mostrarles mis dudas.»
«Es una historia de adultos, es inútil mezclar a los niños»...
El adulto olvida que ha madurado su decisión durante mucho tiempo antes de tomarla. Una
separación implica una profunda transformación de la vida del niño, así que, ¿por qué no puede él
también prepararse para este hecho?
«Espero a tomar una decisión», me confía Anne, madre de tres niños. No quiere alarmarles por
nada.
Ciertamente, anunciar cambios de rumbo cada tres minutos es tóxico. Pero fíjate cuánto tiempo
necesitas para tomar una decisión semejante, para hacerte a la idea de una separación. ¿Y no se la
anunciarás hasta que sea seguro? Para ellos todo irá demasiado rápido.
Es mejor hablar a los niños lo más pronto posible, incluso de nuestras dudas, y sobre todo
escucharles. ¿Tememos infundirles inseguridad al evocar nuestras propias incertidumbres? En
realidad, la experiencia muestra que verse enfrentado a una decisión de divorcio sin haberla visto
venir desestabiliza mucho más que poder compartirla con los padres. Habla con el corazón y tu hijo
se sentirá seguro. Verá que le tienes en cuenta. Le mantienes al corriente. No lo vivirá como una
decisión precipitada e incomprensible. Sufrirá, desde luego, pero tendrá permiso para sufrir en voz
alta, en lugar de ahogar su inquietud en silencio.
En realidad, si no decimos nada a los niños no es para evitarles que sufran, sino para evitar
enfrentarse con sus emociones... o con sus observaciones (impertinentes. No nos atrevemos a
afrontar la mirada de nuestros hijos, su juicio.
En lugar de mentir, ¿y si utilizáramos su mirada para no meter la pata?
Detrás de la duda a menudo se disimula un sentimiento de culpabilidad hacia el niño. La creencia
en la idea de que un divorcio perturba gravemente a los niños es tenaz. No se puede negar que es
preferible vivir con un papá y una mamá que se quieren y que mantienen una relación armoniosa.
Pero, ¿y cuando ya no se quieren? ¿y cuando se pelean, se enfadan, se desprecian o se destruyen?
Numerosos adultos cuentan en la psicoterapia lo mucho que sufrieron a causa de las disensiones
entre sus padres, sus disputas, sus juegos de poder, el sufrimiento que se infligían... y les reprochan
no haber tenido la valentía de separarse, de haberse sometido ante actos o palabras inaceptables, les
reprochan esta imagen negativa de la pareja. Les ha marcado profundamente, y ha dificultado sus
relaciones amorosas.
Cuando se ha intentado todo lo posible para reconciliar a la pareja, cuando el amor ya se ha ido, la
separación puede ser liberadora para todo el mundo. La cuestión, pues, no es saber si el divorcio es
destructor en sí mismo, sino: «¿Cómo separarse en un clima de comunicación y respeto mutuo?» Lo
que destruye es la imposibilidad de hablar o de expresar las emociones, la cólera o la tristeza, el
miedo.
Debemos enfrentarnos a la realidad de hoy en día. Los hombres y las mujeres ya no soportan vivir
relaciones alienantes. Si no están felices juntos, prefieren separarse. En Francia, el quince por ciento
de las familias son monoparentales (porcentaje total de los hogares con niños menores), y son hasta
el veintitrés por ciento en Gran Bretaña ( Courrier international n° 431, del 4 al 10 de febrero de 1999, p. 48.)
Aunque somos responsables de nuestra salud a través de nuestro modo de vida, nuestra
alimentación, nuestra capacidad para administrar el estrés y las emociones, no somos
todopoderosos. Nadie está protegido contra una enfermedad o un accidente. No siempre podemos
evitar el dolor a nuestros hijos. El sufrimiento de un niño es una experiencia muy dura para un
adulto. Éste le pide entonces al niño que se muestre valiente, que se trague las lágrimas... que no
muestre su sufrimiento para no ponerle en un aprieto.
Pero negarse a escuchar el llanto y a oír el dolor puede herir al niño muy profundamente, y
provocar catástrofes en su futuro.
Marcel tiene unos cincuenta años. Está hospitalizado en urgencias a causa de una peritonitis
aguda. La infección ya se estaba incubando desde hacía semanas, pero él no había notado nada...
porque había aprendido a no sentir nada desde su primera infancia.
El niño no puede permitirse perderte, y hará todo lo que pueda para aliviarte (de verdad,
incluso cuando te vuelve tarumba. En este caso, éste resulta su único medio de expresión,
pero sigue siendo para protegerte).
Un niño sólo expresa lo que siente que tiene derecho a expresar. Incluso puede aprender a dejar de
sentir el sufrimiento si percibe que es más confortable para ti. Se recogerá en su dolor, o se
insensibilizará.
Abstente, pues, de otorgar valor a la ausencia de lágrimas. Si una enfermera le pide que se
muestre fuerte o le miente dicién-dole que la inyección no duele, ¡debes intervenir! Dile
directamente a tu hijo que es el único que está en su cuerpo y, en consecuencia, el único que sabe lo
que le duele o no le duele. Puede decirlo y manifestarlo. Del mismo modo, si un visitante, ya sea un
amigo, tu suegra o tu propio padre, le dice:
«Eres un chico mayor»...
Replica: «No tiene porqué cargar con las dificultades que tienen los adultos para administrar sus
afectos; es importante que llore y se queje si tiene daño.»
Si recibes sus lágrimas, si te mantienes atento a su lamento, tu hijo se sentirá oído, comprendido,
acompañado. Y cuando uno se siente apoyado de este modo, es más fácil soportar el dolor.
Si le hospitalizan y tú no estás allí, explícale que las otras personas no saben comportarse muy
bien frente al sufrimiento, y que por esta razón valoran la ausencia de emociones. Enséñale a
replicar: «El enfermo soy yo, es mi cuerpo, soy yo quien siente lo que duele y lo que no, y tengo
derecho a sentir dolor y a decirlo.»
Ayuda a tu hijo a llorar, a gemir, incluso a gritar si tiene mucho dolor. Tal vez molestará a los
médicos y a las enfermeras, pero para ti es más importante que ellos.
Capítulo 10
Algunas ideas para vivir más feliz con tus hijos
Más allá de tu función de padre o madre, eres una persona. El niño también es una persona. Tú
tienes necesidades, y el niño también. El conflicto de necesidades puede engendrar una
competición, a menudo inconsciente, pero en cualquier caso malsana, entre el padre y el hijo.
Las páginas que siguen te presentan algunas ideas importantes y herramientas concretas para
ayudarte a evitar los juegos de poder y ser aún más tú mismo.
SÉ FELIZ
Los niños aprecian una cierta rutina en la vida cotidiana, pues en ella encuentran sus referencias.
Pero cuando sus padres viven sumisos y no felices la rutina del «metro, trabajo, tele y a la cama»,
les miran y se plantean interrogantes. ¿Por qué crecer, trabajar en la escuela y ser un día adulto?
¿para terminar entrando en semejante sistema alienante? Somos modelos para nuestros hijos.
Es inútil que te sacrifiques por ellos, tu felicidad es uno de los elementos fundamentales de su
pleno desarrollo. Porque da ganas de crecer y les libera de la carga de hacerte feliz. Además, un
padre feliz está más disponible afectivamente para su hijo. Las necesidades del recién nacido son
prioritarias, es cierto.
Pero más allá de esta prioridad, tu sacrificio será un auténtico veneno para él. Sin duda acabarás
reprochándoselo. Estarás cansado(a), te faltará espacio, y cada vez te costará más dárselo a él.
Descansar, recargar las pilas, ver a tus amigos, hacer deporte, salir, cuidarte lo suficiente son cosas
necesarias para no sentirte exasperado(a) a la menor pega.
El sacrificio es más bien una tentación femenina. Pero también hay hombres que sacrifican su
vida por la idea que se forman acerca de las necesidades de sus hijos. El sacrificio raramente es
gratuito, el padre espera que se le pague... y el niño descubre desesperado que era un trato, y no un
don.
Para no sentir la frustración subyacente al sacrificio, muchas mujeres utilizan la técnica de la
sobrecompensación. Olvidan, no escuchan sus necesidades o emociones y se centran enteramente
en sus hijos. Miman a los pequeños, les protegen en exceso, se muestran hiperatentas e
indispensables, preparadas para darlo todo, para satisfacer el menor deseo... prohibiendo así al niño
no sólo toda autonomía, sino también su cólera. Esta cólera que ellas se reprimen a sí mismas con
tanta fuerza. De este modo alimentan en él una intensa rabia inconsciente, que no explotará hasta
más tarde, o que se volverá contra él mismo.
Vive tu vida, en lugar de vivir por delegación a través de tus hijos.
Escucha
«¡Escuchar, escuchar!, ¡ya me gustaría escuchar, pero no me dice nada!»
¡Cuántas veces he oído esta letanía desesperada en la boca de padres desengañados. La cuestión
es que no basta abrir el corazón y las orejas para que el niño hable.
Para entregarse, necesita tener la certeza de que se le oirá y se le aceptará sin juzgar sus
sentimientos. Ahora bien, confesémoslo, a veces es difícil contentarse con oír un problema sin
tomar partido, dar soluciones o nuestra opinión, escuchar una emoción sin intentar tranquilizar,
infundir seguridad, reparar.
Las órdenes varias, amenazas, sermones, lecciones, consejos, críticas, humillaciones o
culpabilizaciones, pero también los halagos, la reiteración de frases tranquilizadoras o las
diversiones, deben proscribirse. Todo lo que entiende al final el niño es que sus emociones no son
bienvenidas y que tú crees que es incapaz de salir airoso él solo de sus aventuras.
Cada vez que solucionamos un problema en su lugar, le robamos una posibilidad de desarrollar su
autonomía. Cada vez que le explicamos algo que ya sabe, se siente humillado, disminuido.
Escuchar consiste en erigirse en eco de la emoción, para que el niño se sienta aceptado tal como
es y se oiga en profundidad. No se trata tanto de escuchar las palabras que pronuncia como de oír su
eco afectivo.
¿Te cuenta un altercado con un amigo o un profesor? ¿Relata un fracaso o anticipa una
dificultad? ¿Se queja de su padre o de su hermano? ¡Escucha las emociones, y no los
hechos!
Veo que... (estás triste, hoy no estás muy bien...) Imagino que...
Comprendo que debes sufrir por... Estás... (triste, enfadado, inquieto...) Te entristece la idea de... (no
volver a ver la casa...) Tienes ganas de... (vengarte, no verle nunca más, llamarle por teléfono...)
Te gusta(n)... (la música, los pájaros, los animales...)
Prescinde del «¿por qué?», que puede vivirse como una culpabilización y que apela a la reflexión
más que al sentimiento que nos interesa, e intenta preguntar en términos de «qué...», «cómo» o «de
qué». Haz el experimento, y verás la diferencia.
¿Qué pasa? ¿Qué notas...? ¿Qué sientes cuando...? ¿Qué experimentaste cuando...?
¿Qué pensaste cuando...?
¿Qué te entristece más? ¿Qué te irrita más? (cuando esta emoción es manifiesta)
¿Qué echas más de menos?
¿Qué te preocupa más?
¿Qué piensas... (de la actitud de esta persona, de este comportamiento...)?
¿Cómo sientes (este acontecimiento, feliz o desgraciado)?
¿Cómo estás viviendo... (esta situación)?
¿Cómo entiendes esto? (esta dificultad)
¿Qué te imaginas?
¿De qué tienes miedo?
¿Qué es lo que te da más miedo?
¿Qué necesitas?
Cuando tu hijo te haya confiado suficientes elementos, puedes intentar una reformulación
completa (cuidado, no se trata de una interpretación surgida de quién sabe dónde, sino de la
reformulación de lo que te ha dicho).
Cuando... tú te sientes... porque...
Veamos dos ejemplos de este tipo de frase:
«Cuando preguntas algo y tu profesor te dice que eres un inútil, te enfadas porque necesitas que te
ayude a comprender.»
«Cuando tu hermana recibe en casa a sus amigas, te sientes solo y triste porque te recuerda que tu
mejor amigo se ha mudado.»
Hasta que no se haya hablado largamente de la situación y no se hayan expresado todas las
emociones, no puedes llegar a:
¿Qué solución imaginas?
¿Qué puedes hacer?
¿Qué puedo hacer yo?
¿Qué podemos hacer? ¿Cómo puedo ayudarte?
Caricias, besos
Y masajes, cosquillas, peleas, carreras y persecuciones a ver quien se pilla... son contactos
irreemplazables para decir «te quiero», «te acepto tal como eres», y ayudar al niño a construir un
sentimiento profundo de confianza en su cuerpo y en él, siempre, desde luego, que respetes los
límites que te ponga. Interrumpe de inmediato las cosquillas o los besos cuando el niño te pida que
pares.
Es muy tentador hacer cosquillas o besuquear a un niño... ¿pero lo hacemos para nuestro placer o
para su bienestar? Si nuestro placer coincide con el suyo, todo va bien, pero en caso contrario,
¡detente! El adulto no tiene ningún derecho a utilizar el cuerpo del niño para su placer personal, y es
fundamental que el niño sepa que su cuerpo es suyo y que se respetarán sus límites.
Soñad juntos
Tu hija se detiene extasiada ante un soberbio vestido de novia; en lugar de «devolverla a este
mundo», vete con ella hasta el país del sueño... Imagina:
«Llevaré flores en el pelo, hará sol y estará lleno de gente... tú te pondrás este vestido,
comeremos canapés...»
Tu hijo sueña con un coche eléctrico, pues sueña con él: «Te encanta conducir, ¿eh?.Ya te
imagino en el jardín, brrrum, brrrum, ¡será estupendo!»
Habla de todo
Los niños son más inteligentes de lo que creemos, nos sorprenden por la pertinencia y sensatez de
sus observaciones y, sin embargo, les disimulamos muchas cosas bajo el pretexto de que no tienen
la edad necesaria.
Con la ayuda de la televisión, hoy en día están mejor informados que nosotros a su edad. Es
importante tener en cuenta este dato y no dudar en profundizar en los temas, de modo que las
informaciones demasiado superficiales no den lugar a interpretaciones más o menos extravagantes.
Las emociones no son peligrosas. No sólo son la sal de la existencia, sino su propia esencia. Cada
vez que acallas tu corazón o el de tu hijo, cada vez que dudas es si confiar en tu voz interior, cada
vez que no escuchas lo que intenta decirte tu hijo, limitas tu propia vida y la suya.
El fin está en los medios, decía el Mahatma Gandhi. Escuchemos a nuestros hijos para que sepan
escuchar. Respetémosles, sabrán respetar al prójimo. Aceptemos sentir y liberar nuestras propias
emociones, dejaremos de proyectarles nuestros sufrimientos y sabremos aceptar sus lágrimas.
Acompañémosles en el camino hacia ellos mismos, siguiendo las etapas de su crecimiento.
Ayudémosles a expresar lo que llevan dentro, a tener conciencia de su identidad, confianza en sus
capacidades, en sus gustos, deseos y necesidades… En una palabra, ayudémosles a sentir, nombrar
y utilizar sus emociones.
Preocuparse de las emociones es algo muy nuevo. Respetar a los niños y considerarlos como
personas también es algo muy nuevo. No nos sintamos culpables si no lo logramos siempre.
Debemos modificar nuestras estructuras sociales para dar mayores medios y más apoyo a los
padres.