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El mundo emocional del niño

Comprender su lenguaje, sus risas y sus penas

Isabelle Filliozat
Título original: Au coeur des emotions de ¡'enfant Publicado en francés por Editions Jean-Claude Lattés
Traducción de Josep M. Pinto
Diseño de cubierta: Valerio Viano
Ilustraciones de cubierta: Héléne Crochemore

Distribución exclusiva:
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.
Mariano Cubí 92 - 08021 Barcelona - España
Editorial Paidós, S.A.I.CE
Defensa 599 - 1065 Buenos Aires - Argentina
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establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
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© 1999, editions Jean-Claude Lattés
© 2001 exclusivo de todas las ediciones en lengua española: Ediciones Oniro, S.A.

Muntaner 261, 3.° 2.a - 08021 Barcelona - España (e-mail:oniro@ncsa.es)

ISBN: 84-95456-51-6 Depósito legal: B-6.046-2001


Impreso en Hurope, S.L. Lima, 3 bis - 08030 Barcelona
Impreso en España - Printed in Spain

A mi padre,
que militaba y sigue militando contra la utilización de la palabra «educar» y prefería «acompañar» a sus hijos.
Marcado todavía por la violencia de sus padres hacia él, no siempre logró estar «con» sus hijos, pero ha sabido estar
«para» sus hijos. Me ha querido, respetado y considerado como una persona, ha sabido darme lo que él no había
recibido.
A Margot y Adrien,
que han hecho de mí una madre.
A Suos Pom, comadrona, al profesor Bíziau y a Corinne Drescher-Zaninger, obstetras, que han acompañado los
momentos de felicidad más intensos de mi vida.
A la LLL Leche League* y a su presidenta, Claude Didierjean-Jouveau, que me ayudó a dar el pecho a mis hijos y
que de este modo me abrió la puerta a una fabulosa dimensión de intimidad.

* «La Leche League» (LLL) es una asociación que desarrolla sus actividades en ciertos países francófonos y cuya
finalidad es promover la lactancia materna. La LLL ha adoptado para su pmpio nombre la traducción en castellano del
francés «Le Lait», y asi se presenta en todos los países en los que actúa. (N. del T.)
Dices que cansa estar con niños. Tienes razón. Añades que te cansa porque tienes que ponerte a
su nivel, agacharte, inclinarte, arrodillarte, hacerte más bajito.Te equivocas. No es eso lo que cansa
más. Más bien es el hecho de verte obligado a elevarte hasta la altura de sus sentimientos. Estirarte,
alargarte, ponerte de puntillas. Para no herirles.
Janusz Korczak
ÍNDICE

Agradecimientos 13
Introducción 15
1. ¿Podemos desarrollar el coeficiente emocional
de nuestros hijos? 23
La inteligencia del corazón 23
Desarrolla tu confianza 24
2. Siete preguntas que puedes plantearte para
responder a (casi) todas las situaciones ... 29
¿Cuáles son sus vivencias? 30
¿Qué dice? 34
¿Qué mensaje deseo transmitirle? 37
¿Por qué digo esto? 40
¿Mis necesidades son incompatibles con las de
mis hijos? 44
¿Qué es lo más valioso para mí? 50
¿Cuál es mi objetivo? 53
Siete preguntas para guardar en la memoria .... 57
3. La vida es moción 59
¿Quién soy? Un ser de emoción 60
«Entonces, ¿se les debe dejar hacer de todo» ... 62
«No le entiendo» 67
La represión emocional 74
Contener sin reprimir 84
«¡Me irrita con sus tonterías!» 92
4. El miedo 99
¿Debemos escuchar su miedo? 99
Los miedos más frecuentes 102
Atravesar el miedo 116
Utilizar el «miedo escénico» 122
¿Es miedoso? 124
5. La cólera está al servicio de la identidad 129
La cólera es una reacción sana 129
Descifrar la necesidad 135
Una reacción fisiológica que debe
acompañarse 137
Cuando los padres están enfadados 141
Trucos para evitar la violencia en el momento en
que tenemos ganas de pegar 147
¿Es colérico? 148
6. La alegría 153
¿Se puede aprender a sentir la felicidad de vivir? . 153
El amor 157
Juegos, gritos y risas 158
Acompañar la alegría 160
7. La tristeza 163
Las lágrimas nos conmueven 163
La nostalgia 169
Acompañar la tristeza 172
8. La depresión 173
¿Cómo detectarla? 173
El fracaso escolar, un síntoma 176
¿Es depresivo? 178
9. La vida no es un camino de rosas 181
¿Es preciso endurecerse para atravesar las experiencias
difíciles? 181
Las separaciones 184
La llegada de un recién nacido 195
Las disensiones en la pareja 197
El divorcio 198
Los accidentes, la enfermedad, el sufrimiento . . . 205
10. Algunas ideas para vivir más feliz con tus
hijos 207
Sé feliz 207
Escucha 211
Comunica con el cuerpo, el corazón, la cabeza,
y de persona a persona 215
Siente la felicidad de ser padre 217
Conclusión 219
Bibliografía 221
Apéndice 223
Agradecimientos

Gracias a todas las personas que han hecho este libro, a todas las que me han inspirado, me han
planteado preguntas y me han obligado a pensar, a todos los padres que me han hecho partícipes de
sus experiencias, a todos los niños que me han confiado su historia. Los ejemplos proceden de mi
práctica profesional, de mi vida personal o de la de mis amigos.
Gracias a Marianne Leconte, que ha creído en mí y me ha ayudado, más de lo que imagina, a
llevar a la luz y a perfeccionar mis cualidades como escritora.
Gracias a mi padre y a mi madre por su relectura atenta del manuscrito, pero sobre todo por
haberme escuchado y respetado siempre.
Gracias a Patrice Le Bon por su apoyo, su confianza y su exigencia.
Gracias a Jean Bernard, a Adrien y a Margot Fried por su amor.
Introducción

Poseer la inteligencia del corazón es saber amar, comprender al prójimo, realizarse, ser uno mismo
en todas las circunstancias y reaccionar en las situaciones emocionalmente difíciles: conflictos,
fracasos, duelos, separaciones, experiencias duras, pero también éxitos, encuentros, triunfos de todo
tipo. En suma, es la capacidad de ser feliz, de no dejarse dominar por la adversidad, de elegir tu
vida y establecer relaciones armoniosas con los demás. ¿Quién no desearía algo semejante para sus
hijos?
¿Qué es lo que nos retiene en nuestra propia existencia y puede impedirnos ser felices? ¿Qué es lo
que puede provocar que un corazón esté incapacitado? La memoria (a menudo inconsciente) de los
sufrimientos de la infancia y el miedo que se deriva: temor a ser juzgado, herido, humillado,
rechazado o ignorado, miedo a un fracaso que cuestione nuestras capacidades de realización, miedo
a un rechazo que nos haga pensar que nuestro lugar no está entre los demás, temor al otro, miedo a
morir...
Puesto que son el miedo, el sufrimiento y la cólera adquiridos, y no un defecto de nuestra
constitución, los que pueden impedir que una persona se muestre como es y establezca una relación
justa con los demás, puesto que es el temor o el dolor lo que inhibe, y no un cerebro deficiente,
podemos ayudar a nuestros hijos evitando herirles y enseñándoles a confiar.
La sociedad actual ya no es la de ayer. Las fórmulas educativas de ayer ya no son aptas.
En la sociedad de hoy en día, y más aún en la de mañana, el camino del éxito pasa por la confianza
en uno mismo, por la autonomía y la soltura relacional. Las aptitudes para comunicarse y el
dominio de las emociones son ahora al menos tan importantes como las cualidades técnicas. Para
triunfar en la vida personal o en la profesional, la inteligencia del corazón es más fundamental que
nunca. Alimentar el coeficiente intelectual de nuestros hijos es insuficiente. Debemos preocuparnos
de su coeficiente emocional. Además, numerosas dificultades intelectuales y escolares tienen su
origen en bloqueos emocionales.
A ningún padre le gusta ver a su hijo apoltronado delante de la tele o pegado ante la consola de
videojuegos. ¿Cómo ayudar a nuestros hijos a resistir la invasión de las pantallas, a la proliferación
de las consolas de juegos, televisores, videos, ordenadores, etc.? ¿Cómo ayudarles a resistir la
violencia y el ritmo hipnótico del desfile de imágenes de los juegos electrónicos, clips, anuncios,
películas o programas de éxito, y hasta de los dibujos animados?
Ningún padre soporta la idea de que su hijo caiga en la violencia, la bebida o la drogadicción.
¿Cómo armar a nuestros hijos frente a estas tentaciones, cuando la violencia está presente hasta en
las escuelas, cuando el consumo de alcohol y de drogas afecta a los jóvenes a una edad cada vez
más temprana?
Ningún padre desea que su hijo se convierta en adepto a una secta, y ceda su voluntad para seguir
a ciegas a otra persona. ¿Cómo dar a nuestros hijos la suficiente confianza en sí mismos, seguridad
interior y autonomía para que no haya riesgo de que sucumban a la seducción de un gurú?
Comportamientos violentos, dependencias relacionales, o debidas a la televisión, a las drogas, a
los medicamentos, son otros tantos intentos de control de emociones que no se pueden administrar.
Estos síntomas arraigan durante la infancia. Ocultan carencias, heridas relacionales, fracasos de
comunicación.
La timidez, el menosprecio de uno mismo o, por el contrario, la supervaloración, son los resultados
de una historia. Sentimientos heridos, intenciones mal entendidas, comportamientos mal
interpretados... Las ocasiones de sufrimiento son numerosas en la relación padres-hijos.
El niño es una persona. La emoción se halla en el corazón del individuo, es la expresión de su
Vida. Saber escucharla, respetarla, es escuchar a la persona, respetarla. A menudo, los padres se
sienten desamparados ante la intensidad de los afectos de sus niños, intentan calmarlos, hacer callar
sus gritos, sus lágrimas, la expresión de su emoción. Ahora bien, la emoción tiene un significado,
una intención. La emoción cura. Las descargas emocionales son el medio de liberarse de las
consecuencias de experiencias dolorosas. En cambio, tal como ya expliqué en mi último libro, La
inteligencia del corazón, la represión de las emociones es nociva. Nos arrastra hacia toda clase de
procesos defensivos, de repeticiones dolorosas, de compulsiones y de síntomas físicos.
Es urgente aprender a identificar, a nombrar, a comprender, a expresar, a utilizar positivamente las
emociones, so pena de convertirnos en esclavos de las mismas, por el bien de nuestros hijos y de los
adultos en que un día se convertirán.
Hoy es sabido que todo lo importante pasa antes de los seis años... ¿Qué podemos hacer? ¿Qué no
debemos hacer? ¿Y cómo? Sobre todo, ¿cómo debemos ser? Los padres (responsables) se plantean
muchas preguntas.
Desde el momento en que una mujer está embarazada, le llueven los consejos. Cada uno dice lo
que piensa sobre la lactancia, sobre cómo acostar y sobre «la manera de acostumbrar a los bebés» y,
más tarde, sobre la autoridad, las bofetadas y los castigos... «Sobre todo no les dejes dormir en tu
cama... Es preciso marcar los límites... Un bebé necesita dormir... Un niño no debe jugar con
muñecas... No debes consolarles cuando se caen, pues de otro modo se convertirán en niños mal
criados... Si le dejas hacer lo que quiere, le convertirás en un delincuente... Se tiene que hacer esto,
no se tiene que hacer lo otro...» Y esto no es más que el principio de una larga serie de «tienes que,
debes de...». Los padres acaban bien surtidos de consejos bien intencionados y de «preguntas»
llenas de segundas intenciones acerca de la educación que dan a sus hijos.
Se acaban recibiendo todos los consejos, y los consejos opuestos. Los padres reciben un montón
de consejos... Pero en realidad, muy poca información, pues si cada uno tiene una idea propia y la
afirma en voz alta, la información objetiva brilla por su ausencia. Numerosas opiniones acerca de la
educación se pronuncian con tanta mayor virulencia, e incluso violencia, cuanto más irracionales
son y menos descansan sobre un análisis serio.
A los padres les cuesta dios y ayuda elegir entre las distintas concepciones. En seguida se sienten
desorientados, incluso desamparados. Las ideas de los consejeros a menudo contienen amenazas
más o menos indirectas: «No te das cuenta, pero así acabarás convirtiéndole en drogadicto»; o bien
una gran carga de culpabilización: «Ya se entiende, fíjate en su madre», o: «Esto pasa porque sus
padres se divorcian.»
Así que, me guardaré mucho de proponeros un enésimo libro de consejos. Los padres viven con
sus hijos cada día. Los conocen mejor que cualquier «experto», ya sea un pediatra o un
psicoanalista prestigioso. Pero a veces, una serie de bloqueos y malentendidos puede obstaculizar
una relación armoniosa y una verdadera comprensión. De hecho, un «experto» sólo puede ayudarte
a retirar estas barreras.
Este libro intenta iluminar la ruta para superar los posibles obstáculos, deshacer nudos y ayudarte
a sortear algunas dificultades. Una madre joven, un padre joven, necesitan referencias... pero no
consejos... Necesitan aprender a confiar en ellos mismos y en sus hijos.
Esta obra se guía por dos postulados fundamentales:
• Los niños nos dicen lo que necesitan a cada etapa de su desarrollo, por poco que sepamos
escucharles y descodificar su lenguaje.
• Los padres pueden comprender a sus hijos y tener una actitud justa con ellos, siempre que no
obedezcan de manera automática a principios educativos, que no sometan ciegamente su juicio a los
expertos, que no se encierren en esquemas rígidos procedentes de la educación que han recibido, o
que no permanezcan todavía demasiado heridos por su propia historia.
¿Podemos hablar de la educación de nuestros hijos sin hablar de la que hemos recibido y de lo que
nos haya podido marcar, de forma consciente o inconsciente? Cuando algunas situaciones o
actitudes de nuestros hijos nos irritan o despiertan nuestra violencia... está claro que necesitamos
curarnos de nuestra historia personal para entender la realidad de hoy sin proyectar en ella nuestro
pasado y de este modo actuar de manera más justa y eficaz. Cuando nuestras relaciones con
nuestros hijos son demasiado difíciles, es probable que nuestras emociones, nuestra biografía,
tengan algo que ver, y entonces es útil consultar a un psicoterapeuta.
¿Podemos ayudar a nuestros hijos a desarrollar su coeficiente emocional? ¿Cómo podemos tener
confianza en nuestra capacidad para ser padres? Estas cuestiones serán el núcleo del primer
capítulo.
En lo que se refiere a la educación, no hay una fórmula mágica. Aunque hay leyes del desarrollo
que sin duda es útil conocer, no existen los «es preciso», no hay solución milagrosa que proporcione
con toda seguridad un adulto «logrado», pues lo que es adecuado en un momento dado ya no lo es
poco tiempo más tarde. En lugar de buscar respuestas estereotipadas, fórmulas de aplicación
infalible, aprendamos a pensar y a decidir por y para nosotros mismos. En el segundo capítulo, te
propongo siete preguntas que deberás plantearte para responder a numerosas situaciones.
El sentimiento de identidad se basa en la consciencia de uno mismo y de las emociones. En el
capítulo 3 exploraremos el mundo de las emociones: ¿Qué son?, ¿para qué sirven?, ¿cómo
responder? ¿Debemos animar a nuestro hijo a reprimir los afectos para ser «fuerte», o debemos
prestar atención a sus temores, sus lágrimas o sus iras? ¿Cómo ayudarle a ser valiente y seguir
siendo al mismo tiempo, sensible?
En los capítulos 4, 5, 6 y 7 exploraremos las dimensiones respectivas del miedo, de la ira, de la
alegría y de la tristeza
Cuando no entendemos sus emociones, el niño puede encerrarse en la depresión. Estudiaremos
sus síntomas en el capítulo 8.
En la vida de un niño pueden sucederse dramas y experiencias dolorosas. En el capítulo 9
veremos cómo podemos actuar en caso de duelos, separaciones, sufrimientos y enfermedades cómo
ayudar a nuestros hijos a superarlos.
Finalmente, en el capítulo 10 plantearemos algunas ideas para incrementar el placer y la alegría de
vivir con nuestros hijos.
Antes de partir hacia la exploración del mundo de las emociones, una última cuestión: nuestros
hijos no esperan que seamos perfectos, sino tan sólo humanos. No podemos evitar todos los errores.
Son inherentes al proceso de aprendizaje. Deja de preocuparte por ser «una buena madre» o «un
buen padre», y procura estar atento a las necesidades de tus hijos.
Algunos pasajes de este libro podrán sorprenderte, algunas afirmaciones te parecerán quizá poco
habituales... tómate tu tiempo y piensa en ellas, escucha las resonancias que despiertan en ti.
Muchos de vosotros me lo habéis confiado a raíz de una conferencia o de un cursillo: lo que cuento
no tiene nada de extraordinario, es lo más obvio, sólo que nunca habíais visto las cosas desde esta
perspectiva.
Cuando un padre se preocupa por las consecuencias de sus comportamientos sobre sus hijos,
muchas veces se le dice que «se complica demasiado la vida». Quienes le replican así suelen aplicar
respuestas preestablecidas sin preocuparse por el coste afectivo que representarán. ¿Quién lo hace
mejor? Cuestionarse las cosas es propio del hombre.
¿Tienes la impresión de que lo haces todo al revés? No te desanimes. Has comprado este libro.
Deseas, pues, aprender a respetar a tu hijo y a ti mismo, aprender a escuchar tus emociones y las
suyas. Después de todo, son nociones muy nuevas.
Acordémonos... hasta hace poco todavía se podían dar unos azotes a un niño con un sacudidor o
dejarle en un cuarto oscuro durante horas sin ningún problema. Nadie tenía nada que decir contra
las amenazas, los golpes, la distancia afectiva. Era preciso «enderezar» a estos monstruitos,
educarles en los buenos modales. Todos los golpes estaban permitidos, los niños no podían decir
nada, porque todo se les aplicaba «por su bien». Hasta hace dos generaciones, los niños sólo tenían
deberes. Todos los derechos estaban del lado de los padres (incluso el derecho de pernada, de vida o
de muerte). Nosotros lo hacemos mejor que nuestros padres, y nuestros hijos lo harán aún mejor. En
esto consiste la evolución.
¿Te sientes culpable por una actitud hacia tus hijos? Fíjate de dónde vienes y lo que has sufrido
durante tu infancia. Te ayudará a relativizar. Tus sentimientos de culpabilidad no aportarán nada a
tus hijos. Opta más bien por la responsabilidad. El oficio de padre es realmente difícil, imposible
según Freud, pues nos enfrenta a nosotros mismos, a nuestros límites, a nuestras heridas por curar, y
los hijos nos reprocharán, inevitablemente, ciertas cosas, pues necesitan hacerlo para crecer, para
sentirse diferentes a nosotros y separarse.
Por otra parte, si te tienta juzgarte un mal padre, considera la realidad de la ayuda y el apoyo que
recibes en esta función. ¿Sois al menos dos para ocuparos de este querubín? ¿Hay suficientes
abuelos, tíos, tías, niñeras, cuidadores, chicas au pair, padrinos, madrinas o amigos(as) para
ayudaros y relevaros? Cuidar a un bebé significa estar disponible día y noche, es imposible para una
sola persona. Cuando el peso de la responsabilidad recae sobre uno solo, y aún más si está aislado,
es irreal esperar de él que pueda satisfacer las intensas necesidades de un pequeñín.
Así que no te pongas el listón demasiado alto, sé tolerante contigo mismo y, sobre todo, expresa
tus propias emociones y necesidades.
Escucha a tu hijo, dale permiso para que libere sus tensiones, ofrécele espacio para sus descargas
emocionales, para que así pueda crecerse en todas las dificultades de la vida.
Espero que encuentres en este libro recursos para vivir más feliz en familia. En cualquier caso, ésa
es la intención que me ha guiado.
Buena lectura.
Capítulo 1

¿Podemos desarrollar
el coeficiente emocional
de nuestros hijos?

Cuando estaba embarazada de mi primer hijo, rogaba que fuera bueno sin ser servil, que pudiera
afirmarse y estar cómodo ante los demás sin ser dominante, que fuera valiente y emprendedor sin
ser orgulloso o cínico... feliz consigo mismo y con los demás, que tuviera la inteligencia del
corazón.

La inteligencia del corazón


La inteligencia del corazón es la capacidad para resolver los problemas que plantea la vida, ya sea a
causa de los demás, o porque sobrevienen experiencias difíciles, o porque emerge el sufrimiento, la
enfermedad, o por la presencia de la muerte. Para que pueda ejercer plenamente, exige un justo
dominio de los temores, las iras y las tristezas que aparecen a diario.
La inteligencia del corazón nos permite encarar las cuestiones del ser humano, avanzar, dar un
sentido a nuestra vida, facilitar las relaciones a los demás, afrontar las dificultades cotidianas con
valentía y sabiduría. Nos ayuda a defender nuestros proyectos, a encontrar nuestro camino y a
realizarnos. Es importante en la vida de cada día y en los grandes seísmos de la existencia.
La inteligencia relacional está íntimamente vinculada a la inteligencia emocional, pero en este
caso prefiero separarlas. Trataré de la capacidad para establecer vínculos y mantenerlos, amar,
unirse y separarse, comprender al prójimo y resolver los conflictos en otra obra. Por ahora, me
concentraré en el coeficiente emocional.
Respetar las emociones de un niño significa permitirle sentir quién es, tomar consciencia de
sí mismo aquí y ahora. Significa situarle en posición de sujeto, autorizarle a mostrarse diferente de
nosotros. Considerarle como una persona y no como un objeto, darle la posibilidad de responder a
su manera particular a la pregunta: ¿quién soy? Significa también ayudarle a realizarse, permitirle
percibir su «hoy» en relación con «ayer» y «mañana», ser consciente de sus recursos, de sus fuerzas
y de sus carencias, y sentirse mientras avanza por un camino, su camino.
El niño aprende principalmente de sus padres. La actitud educativa hacia el niño es determinante
en el desarrollo de su coeficiente emocional. El niño toma como modelos a sus padres, y tiene
tendencia a seguir de forma espontánea este ejemplo más que los consejos.
Los mensajes inconscientes son tan poderosos, o más, que los actos o las palabras conscientes.
Ayudar a nuestros hijos a desarrollar su CE. nos obliga a desarrollar el nuestro. Ayudar a un niño a
crecer significa crecer nosotros mismos. Nuestros hijos, espejos de nuestra realidad interior, nos
enfrentan a nuestros límites y nos enseñan a amar, son excelentes guías espirituales por poco que les
escuchemos.
Poseer la inteligencia del corazón es saber amar y construirse a través de las experiencias difíciles
de la vida.

Desarrolla tu confianza
Margot tenía unos catorce meses. Se despertaba regularmente por la noche. Yo estaba cansada, y fui
a consultar a una pediatra que se jactaba de ser especialista en psiquiatría infantil. En unos minutos
surgió el veredicto, brutalmente: «Esta es la causa», me anunció. Mi hija se dormía en mi pecho.
Según ella, éste era el motivo de todas nuestras preocupaciones. Ya había hecho su diagnóstico.
Sólo me restaba someterme. Mi historia, la de mi hija, la de mi compañero, le importaban bien
poco. ¡Lo realmente grave era la lactancia! Su razonamiento era imparable: mi hija se dormía en mi
pecho, y luego yo la acostaba. Cuando se despertaba, el pecho ya no estaba, ella no lo entendía y
lloraba.
Su solución estaba bien clara (el lector la habrá comprendido en seguida), debía suprimir la toma
de la noche. Margot debía dormirse «sola». Ciertamente, lloraría, pero debía dejarla. La pediatra me
tranquilizó, en tres o cuatro días, como mucho, dejaría de hacerlo...
Perdona, Margot, te pido perdón. Cuánto lamento ahora haber escuchado a aquella mujer. Así,
pues, te dejé llorar. Lloraste cuarenta interminables minutos, sola en tu habitación, y luego
terminaste por dormirte en los brazos de tu padre. Aquella noche te despertaste cada dos horas. Por
desgracia, la pediatra me había hecho sentir culpable y reincidí al día siguiente, y al otro. Cuatro
días más tarde, seguías llorando para reclamar la última toma y, evidentemente, te despertabas
mucho más por la noche. Entonces envié a la porra los consejos de los expertos y te escuché. Te di
lo que reclamabas y lo que necesitabas, contacto, leche, proximidad... una toma. Instalamos de
nuevo tu cama junto a la nuestra.Te dormiste en mi pecho dulcemente. Te sentías segura y dormiste
mejor.
En realidad, tal como comprendí más tarde gracias a mis numerosas lecturas y a la ayuda de un
psicoanalista inteligente, no tenías ningún problema de sueño. Te movías entre dos secuencias de
sueño profundo, sin despertarte del todo, intentabas volver a encontrar tus límites de seguridad, tus
referencias, mi olor, mi pecho. Sólo te despertabas de verdad y llorabas si no me sentías cerca de ti.
El razonamiento de la pediatra no era erróneo, buscabas mi pecho. La solución sí era equivocada.
¡Bastaba, simplemente, que estuvieras cerca de mi por la noche, en una cama adyacente a la mía!
Numerosos padres acuestan a su hijo con ellos en la cama. No se atreven a decirlo en voz alta y a
menudo se sienten culpables. Han aceptado la noción de que «no está bien». Temen que ello
perturbe la sexualidad posterior de su hijo, o que le impida desarrollarse con normalidad de un
modo u otro.
En la mayoría de países del mundo no se da valor alguno al hecho de que el bebé duerma toda la
noche sin despertar ya a su madre para mamar, y el niño duerme con ella mientras sigue
dependiendo del pecho, a veces hasta los dos o tres años. Algunos expertos reivindican la cama
como espacio de intimidad de los padres. ¡Por favor, un poco de creatividad, no sólo se puede hacer
el amor en la cama!
Evidentemente, es muy importante que el niño no separe a sus padres. Pero un bebé que duerme
en una cama no tiene este poder. Si los padres aprovechan su presencia nocturna para alejarse, el
niño no tiene ninguna culpa. Si una mujer invoca la presencia del pequeño para evitar hacer el amor,
no es más que una excusa, y encontraría otra si el niño no estuviera allí.
El deseo del padre o de la madre por el cuerpo del hijo es nocivo. La utilización perversa de la
presencia del bebé para alejar a un cónyuge o para satisfacer una necesidad de seguridad afectiva es
problemática, pero no los cuidados maternos considerados excesivos.
Un bebé ocupa sitio en una cama. Para que todo el mundo se sienta bien, añadir una camita
suplementaria pegada a la de los padres resuelve muchos problemas.
Imponer a un bebé que duerma sin los ruidos de la respiración de sus padres, sin el olor de su
madre, es una violencia que se le inflige en nombre de la tranquilidad del adulto. La separación
precoz no conduce a la autonomía, sino al miedo al abandono y a la dependencia relacional. Es
indiscutible que la autonomía se elabora en base a un sentimiento de seguridad. ¿Y si nos
preguntáramos acerca de este temor a ser abandonados, tan difundido en nuestra sociedad?
Por fortuna, la literatura infantil actual supera este tabú y proporciona nuevas soluciones a los
padres. En numerosos libros, los ositos no quieren dormir solos y acaban pasando la noche pegadi-
tos a mamá osa o papá oso.
Los pediatras no pueden saber más que las madres. Han aprendido la teoría. Tu bebé no es una
abstracción, no es teórico. Es muy real. Y si las teorías pueden abrir horizontes, es importante que
ayuden a escuchar mejor a los niños, en lugar de hacerles callar.
¿Un médico, un psicólogo, un experto titulado o tu suegra intentan que te sientas culpable?
¡Libérate! Escucha sólo a quien te ayude a escuchar a tu hijo.
Insisto tanto en ello porque las madres son particularmente vulnerables, sobre todo con su primer
hijo, pero también con los siguientes, pues ningún niño es la copia idéntica de otro. La mayoría de
madres quieren hacerlo bien, se sienten responsables de esta vida que han traído al mundo. Se
sienten fácilmente desamparadas frente a la intensidad de las demandas del bebé, pueden sentirse
intimidadas por ese pequeñín que tienen entre sus manos. Encaran una nueva responsabilidad, un
nuevo oficio, la única formación que tienen es la educación que han recibido. Son, pues, presas
fáciles para quienes dan lecciones de todo tipo. La educación es un tema delicado, muy delicado,
que desencadena pasiones en seguida. Las polémicas causan estragos y dividen a las familias.
Es importante tener en cuenta a la vez esta vulnerabilidad de la madre y la intensidad de los
debates para invitarle a rodearse desde antes del nacimiento de personas positivas, que ayuden y se
presten a escuchar su realidad frente a ese bebé, en lugar de a su propia ideología.
Cuando hacemos algo obedeciendo las ideas de otra persona, podemos equivocarnos. Plantéate la
pregunta de forma simple y llana: «¿Me convence o no me convence?» Si te convence, hazlo. Si no
te convence, ¡abstente!
Confía en ti, escucha tu corazón, y confía en tu hijo, escucha lo que te dice con sus gritos, pero
también con sus comportamientos, sus actitudes, incluso sus turbaciones. Lo que no sabe decirte
con palabras lo expresará con síntomas. No temas, es un lenguaje, se dirige a ti, su madre o su
padre, y puedes aprender a comunicarte con él.
Ciertamente, el lenguaje del niño no siempre es fácil de entender. Aunque detrás de su llanto o sus
síntomas siempre hay una angustia, ésta no suele ser de comprensión obvia. Puede venir de lejos, de
su propia historia o de la de un antepasado. En efecto, los niños a veces se convierten en espejo del
inconsciente de sus padres (o abuelos). Para entenderles mejor, se precisa entonces la ayuda de un
psicoterapeuta. Su papel es el de hacer mover lo que hay en tu interior, indicarte las pistas que debes
seguir para encontrar el origen de las dificultades, ayudarte a formular tu historia para detectar los
nudos afectivos que pueden permanecer activos en tu inconsciente o en el de tu hijo. Te escuchará e
iluminará el camino a seguir, pero tú debes encontrar la respuesta.
Debes requerir la ayuda de un mediador, no de un consejero. No aceptes las opiniones perentorias,
las definiciones abruptas. Las certezas ajenas no te ayudarán. Encontrarás tus soluciones en el
diálogo con tu hijo, buscando a tientas, experimentando. ¡Cada relación es una creación única!
Capítulo 2

Siete preguntas que puedes


plantearte para responder
a (casi) todas las situaciones

Un periodista pregunta a Francoise Dolto:


—¿Ha tenido problemas de educación con sus hijos?
—Sí, todos los niños tienen dificultades para comprender lo que pasa en el mundo, puesto que lo
interpretan de forma mágica. Antes de [que mis hijos tuvieran] cinco años, tuve que realizar un
trabajo diario para comprender lo que pasaba por la cabeza de un niño.1
La respuesta de esta gran dama de la medicina educativa debería inculcarnos humildad. Francoise
Dolto ha escuchado, guiado y ayudado a miles de niños y padres.Tenía una intuición fabulosa, una
profunda sabiduría y un gran conocimiento de los mecanismos psíquicos. Y sin embargo, frente a
sus hijos tenía más preguntas que respuestas. Cada niño es un individuo único, y nos interroga con
su especificidad. Aplicar respuestas sistemáticas en función de reglas educativas predeterminadas
significa negar al individuo como sujeto. Plantearse preguntas ante un niño es testimoniar el deseo
de responderle de forma individual.
¿Pero cuáles son estas preguntas?
¿Cuáles son sus vivencias?
Un niño es una persona. Tiene sus propias ideas, emociones, fantasías e imágenes mentales.
Los padres se pueden encontrar desamparados ante la intensidad de los afectos de un niño, pues
están a flor de piel. Basta bien poca cosa (según el baremo de un adulto) para que su carita se crispe
y estalle en sollozos. La frustración más ligera puede conducir a una ira inmensa.
Su cerebro está madurando y no le proporciona todavía las herramientas mentales que más tarde
le permitirán dominar sus emociones. Debido a su edad, aún no sabe formular hipótesis,
deducciones lógicas, separarse de su punto de vista, tomar distancia o proyectarse hacia el futuro.
Vive en el presente, aquí, y su razonamiento tiene su propia lógica, egocéntrica y mágica. Su
pensamiento se denomina prelógico.
El niño es prisionero de la inmediatez de su respuesta emocional, sin mediación del pensamiento
para relativizar las cosas o establecer jerarquías entre lo que está en juego. Se siente fácilmente
invadido por sus afectos y, en consecuencia, nos necesita para ayudarle a encontrar la salida.
Por otro lado, como es natural, intenta dar un sentido a lo que vive. Lo hace con los medios de
que dispone. Organiza e interpreta sus percepciones a su manera, a la luz de las informaciones, a
menudo incompletas, a veces deformadas, que posee. Ello puede dar lugar a emociones
incomprensibles para los padres.

I. François Dolto, Les Cheminss de l'éducation, Gallimard, 1994, p. 62.


Arnaud es agresivo, se enfada a menudo «por nada». Sus padres están separados. En su cabeza, se
dice: «Si papá se ha ido, es que no me quiere porque soy un niño malo.»
Bénédicte está triste, no participa en clase, no juega con los otros niños. Le cuesta encontrar su
lugar. Siente que sobra en todas partes. Sus padres se pelean mucho. Se dice: «Papá y mamá se
enfadan por mi culpa, si yo no estuviera allí, no se pelearían. Es culpa mía».
Camille se dice: «Mis padres se han separado por mi culpa. Antes de que yo naciera, estaban
enamorados, sería mejor que yo estuviera muerto.» Enfermó de una leucemia gravísima y
galopante, que reunió a sus padres junto a su cama de hospital.
Denis teme a los demás. Sus padres no invitan a nadie, salen poco, se encierran en su casa y en su
familia. Ante esta situación, el niño tiene la siguiente idea: «El mundo es peligroso, la gente es
mala.»
Estas conclusiones forman creencias sobre uno mismo, sobre los padres, sobre la vida. Estas
creencias guiarán el comportamiento. Lo que el niño ve, lo que oye, lo que siente, puede crear
nudos muy graves en su cabeza. Nudos que pueden herirle más o menos profundamente, o bloquear
su evolución en un terreno preciso.
El niño ve el mundo con sus propios ojos. Guardémonos de juzgar sus reacciones. Primero
escuchemos. Intentemos identificar cuáles son sus vivencias, cómo asocia las cosas, lo que siente y
lo que se dice.
¿Le da miedo un caracol? ¿Qué representa un caracol en su espíritu?
Después de haber aprendido esta actitud de escucha en ocasión de un cursillo, una cliente me
refirió su aventura con un niño. Étienne sollozaba, su globo había estallado entre sus manos. Con lo
que había aprendido, Sophie prefirió evitar consolarle con excesiva rapidez mediante un «no pasa
nada, voy a comprarte Otro». Se acercó a él y le preguntó:
—¿Qué era este globo para ti?
Para su intensa sorpresa, el pequeño Étienne levantó los ojos hacia ella y le confió, entre sollozos:
—¡Todo se muere! Mi abuelito se murió la semana pasada.
Y nosotros, los adultos, consideramos que la pérdida de un globo no es grave. Si hubiera
minimizado, banalizado, como hacemos tan a menudo sin pensar, Sophie no se habría dado cuenta
de Cita enorme sensación de desamparo. Simplemente porque quiso escuchar, Étienne pudo ser
oído en su tristeza.
Como es obvio, no todos los niños que ven cómo explota su globo entre sus manos acaban
de perder a un abuelo. Pero ello no significa que la cuestión no pueda plantearse desde un
punto de vista metafísico. Los padres sólo ven el globo, y las pocas pesetillas que cuesta. El
niño tenía entre sus manos un globo y, de repente, sólo le queda un trocito de goma
minúscula entre los dedos. La transformación es, cuanto menos, sorprendente. Por otra parte,
plantea el problema del poder del niño y de una eventual culpabilidad, sobre todo si los
padres añaden: «¿Lo ves?, ¡te había dicho que fueras con cuidado!»
No medimos lo que pasa en el espíritu de un niño. Procuremos no minimizar lo que siente. Un
detalle que se nos escapa puede revestir la mayor importancia para él.
¿Cómo escucharle y ayudarle a deshacer semejantes nudos afectivos?
Siempre debemos dejar que exprese su emoción, acompañar la descarga de lloros, gritos,
temblores, sin intentar calmarle. Llorar, gritar, temblar, son sus maneras de expresar su sufrimiento,
de liberar sus tensiones, de recuperarse. Confía en sus capacidades. Sabe lo que es bueno para él. Si
sabes estar presente, escuchar, acompañar las lágrimas, después de la explosión vendrá la relajación,
la confianza, el bienestar corporal.
Un bebé llora porque tiene una necesidad o porque intenta decir algo. Asegúrate en primer lugar
de que ha satisfecho sus necesidades. Si sigue llorando, simplemente escúchale. Te confía sus
tensiones.Tal vez te expresa el miedo que ha tenido durante el parto, lo enfadado que está porque no
estuvieras ahí cuando le tocaba mamar... Tal vez expresa su angustia por no sentirse aceptado por
papá... Acaso dice que sufre a causa de la tensión familiar debida a la muerte del abuelo... Siente
multitud de cosas. Para no quedárselas dentro, necesita llorarlas.
Cuando es un poco mayor y es capaz de hablar, escucha siempre sus emociones con prioridad y
tómatelas en serio. No le preguntes «porqué» llora. Intentará darte una explicación racional, a veces
alejada de su dificultad. Es mejor que le acompañes en lo que experimenta y le preguntes:
«¿Qué pasa?» o «¿Qué te pone tan triste?», o incluso «¿De qué tienes miedo?»
Su razonamiento puede parecer ilógico para un adulto, de hecho es prelógico, pero él cree a pies
juntillas en lo que dice. Si le acompañas en los meandros de sus pensamientos podrás ayudarle, le
proporcionarás la información que le falta, iluminarás la situación desde otro punto de vista.
Juliette está en la guardería. Es el chivo expiatorio de la clase. ¿Qué ha podido pasar para que los
otros niños se muestren tan agresivos con ella y la desprecien tanto? No sirve de nada pedirles que
sean más buenos con ella. Un comportamiento es un síntoma. Hay unas causas. Busquémoslas.
La maestra se propone escuchar, y oye que a Juliette a veces la desprecian con este insulto:
—¡Tú ni siquiera tienes papá!
Estas palabras son particularmente violentas para Juliette, que hace apenas seis meses que ha
perdido a su padre. La maestra se acuerda entonces de las presentaciones del primer día. La niña
había anunciado, de corrido:
—Me llamo Juliette y mi papá ha muerto. —¡No es verdad! —replicó al momento Matthieu. Para
él, como para los otros niños, era imposible que un papá muriera. Imagínate, esto significaba que su
papá también podía morir, ¡impensable! ¿De dónde venía esta niña que clamaba este horror? ¿Quién
era esta malvada que les sugería una aberración semejante? Era preciso castigarla, hacerle daño,
destruirla.
La señora hizo hablar a los niños, exploró los meandros de su pensamiento y aclaró con ellos
algunos puntos: la verdadera razón de la muerte de este hombre, su enfermedad, el contagio... Los
alumnos necesitaban saber con certeza que tratar con Juliette no iba a matar a su propio padre.
¡Tener un papá muerto no es contagioso! La idea que les aterrorizaba era ésta, y luchaban contra
ella intentando excluir a Juliette.
¿Te sientes sorprendido y desamparado ante la intensidad de una emoción de tu hijo? ¿No sabes
qué puede desencadenar una reacción semejante? ¿No sabes cómo ayudarle a atravesar una
experiencia dura? Escúchale, ponte a su altura, mira con sus ojos, oye con sus oídos, y plantéate
esta pregunta:
¿Qué es lo que vive?

¿Qué dice?
El maestro de Frédéric acaba de ingresar en prisión por abusar se-xualmente de un menor. El niño
ha sufrido abusos durante cuatro largos meses. La madre se sorprende de que su hijo no le haya
dicho nada. No obstante, delante del psicólogo se acuerda de lo siguiente:
—Sí, es verdad, decía: «Me duele la barriga, no quiero ir al cole». Pensé que era un capricho.
Hacía cuento para no ir a la escuela. Y además, su maestro era tan amable...
Pues sí, los pedófilos a menudo son muy amables. Frédéric no podía hablar con su madre, ella no
escuchaba. Ella banalizaba su rechazo, lo rebajaba al tratarle de cuentista, incluso le hacía sentirse
culpable cuando le decía que su profe era tan amable. Al oponerse a dar significado a ese rechazo a
ir a la escuela, negaba las necesidades de su hijo.
Detrás de lo que los padres llaman «capricho», detrás de un comportamiento extraño, fuera de
lugar, excesivo o simplemente poco normal, busquemos la emoción, busquemos la necesidad. El
niño dice algo.
Si no quiere ir al colegio, existe una buena razón. Su maestro no tiene porqué ser pedófilo, claro
está, pero a lo mejor su amiga Suzon ya no le habla, a lo mejor teme al niño de primero de
secundaria que acaba de ver en el patio, tal vez le tiene miedo a la señorita, o a entregar unos
deberes, o a mostrarse ridículo en pantalón corto de deporte delante de los compañeros. Puede ser
que no comprenda lo que cuenta el profesor, o, simplemente, que se aburra...Te necesita, precisa de
tu escucha, de tu atención hacia sus sentimientos, quizás de tu protección o de tu ayuda para
resolver un problema.
Todo comportamiento exagerado y, sobre todo, sistemático, ya sea de agresividad o de pasividad
extrema, de dependencia excesiva de la madre o de celos abusivos, de incapacidad para
concentrarse o de oposición sistemática, tiene un motivo. Existe una emoción bloqueada, una
necesidad oculta.
Una vez más, no preguntes al niño porqué ha hecho tal cosa o tal otra, a menudo no tiene la menor
idea. Lo más seguro es que sus motivaciones profundas sean inconscientes. Si le preguntas porqué,
puede ser que se sienta obligado a responderte, y entonces construirá una razón plausible. Con toda
probabilidad encontrará una, que raramente será la real.
El bebé no tiene palabras para decir las cosas. Su primer lenguaje es el llanto. Poco a poco
aprenderá a hablar, pero lo que no sabrá decir, con palabras seguirá diciéndolo llorando,
enfadándose, gritando y mediante todo tipo de comportamientos de este tipo y rechazos a la
cooperación. No es tan simple formular lo que pasa dentro de uno. El niño no siempre comprende lo
que le sucede. Tiene la impresión de que está prohibido hablar de ello. Le dan miedo las reacciones
de sus padres, su cólera, teme apenarles.
Los padres llaman fácilmente «caprichos» o «comedia» a estos gritos que no saben interpretar.
Para un niño es terrible que no le entiendan, que sus súplicas se reduzcan a estas palabras
desvalorizantes. No existen los caprichos. Se trata de un lenguaje, hay un mensaje que se debe
descodificar.
Ciertamente, no siempre resulta fácil captar la comunicación de un niño que no organiza sus ideas
como nosotros. Sin embargo, me parece que todos hemos sido niños. Con un pequeño esfuerzo
deberíamos lograr acordarnos de lo que sentíamos y cómo lo comunicábamos.
No escuchar los gritos o los comportamientos de rechazo, no respetarlos como un lenguaje, no
intentar comprender su sentido, rehusar entender o bien banalizar («A esta hora siempre llora», «Es
así, es torpe») encierra al niño en su interior. Estaba formulando una demanda, buscaba ayuda,
manifestaba una necesidad... no le han oído, se ha visto forzado a elegir la vía de los síntomas para
que le oyeran.
Otitis frecuentes, eccemas, alergias, rechazo a alimentarse, enuresis, y más tarde dificultades
escolares, agresividad, son otros tantos mensajes de llamada. El niño está dispuesto a sacrificar su
crecimiento, su salud física y psíquica para que al fin le oigan.
Una vez dicho esto, no todos los comportamientos del niño tienen por qué ser forzosamente
mensajes. No tiendas a intentar descodificarlo todo y a buscar de forma sistemática un significado
oculto detrás de cada uno de sus gestos. Los excesos nunca son buenos.
¿Cómo saber si dice algo a través de una actitud, una enfermedad, un accidente, un fracaso
escolar? Escúchale.
Puedes estar seguro de que hay un mensaje cuando el comportamiento se repite, cuando hay
síntomas que perduran a pesar de los tratamientos, o que vuelven a aparecer.
Y no te traumatices con la idea de dejar pasar un mensaje de tu hijo. Hasta que su problema no se
resuelva, se repetirá en todos los tonos, variando los síntomas... hasta que consiga provocar una
respuesta.
Cuando un comportamiento te sorprende, te irrita, te interpela, cuando tu hijo o tu hija manifiestan
una emoción que te parece desproporcionada, una oposición sistemática, o síntomas variados...
antes que estos últimos sean alarmantes, plantéate esta pregunta:
¿Qué dice?
Qué mensaje deseo transmitirle?
Procura, pues, no tomártelo todo como un mensaje subliminal. Escribir en las paredes, pintar tu
agenda, cortar una cortina para hacer un vestido de novia o dibujar un campo de fútbol en la
moqueta nueva de su habitación no son obligatoriamente comportamientos con mensaje. Son
exploraciones muy naturales. Si además estropean el entorno, las posesiones de los padres, ello no
es forzosamente su intención primordial. Es una cuestión de matices y de edad.
¿Tu hija de tres años ha cortado con las tijeras una de tus cortinas? ¿Tu hija de ocho años ha hecho
lo mismo? Resulta evidente que no tiene el mismo significado. La primera explora lo que puede
cortar con sus nuevas tijeras. Todavía no ha asimilado verdaderamente que una acción pueda ser
irreversible, y cree que de todos modos no es grave porque «papá lo arreglará». El segundo caso es
distinto. Con toda probabilidad se trata de un comportamiento pu- nitivo. Expresa seguramente una
ira, contra ti, contra tu cónyuge, su hermano, un profesor. De todos modos, si con el retal consigue
hacer un vestido, ¡no estropees su genio incipiente! Acaso sea una futura gran modista. La
multimillonaria japonesa a quien le fabrican , pelotas de golf especiales de su color preferido, el
rosa, como sus coches y todo lo que le rodea, comenzó así. Cortó sus primeros vestidos, siendo
niña, en las cortinas de su casa.
Ulysse ha dibujado con todo lujo de detalles un soberbio campo de fútbol en la hermosa moqueta
verde recién estrenada. ¡Qué bonito! No sabía que no podía hacerlo, ¡era su habitación! Su madre ha
sabido reconocer su talento y le ha felicitado por su creatividad, pero su padre le ha regañado y le ha
obligado a borrarlo todo al momento. A decir verdad, a este papá le habría gustado Comprarle una
alfombra bien cara con un campo de fútbol estampado, pero no podía soportar que su hijo lo
dibujara por iniciativa propia. En su espíritu, «había estropeado» la moqueta, no ha con-siderado ni
siquiera un instante el resultado objetivo.
Nuestras reacciones frente a las creaciones de nuestros niños condicionaran sus creencias en si
mismos. ¿Qué mensaje deseas transmitirle?
«Eres creativo, tienes ideas originales, sería interesante que te encontráramos un material
adecuado para que ejercieras tu talento.»
O bien:
«¡Estás loco! ¡No tienes nada en la cabeza! ¡Lo que haces es una cochinada!»
El niño que reciba el primer mensaje, confiando en sus capacidades, buscará apoyo para
manifestar su creatividad. El que oiga el segundo mensaje, en el que se le define como loco e
inconsciente... seguirá siéndolo y tendrá ganas de vengarse, quizás no con la moqueta, sino con los
jarrones de valor y las figuritas, a menudo frágiles, que hay en la vitrina de papá. A menos que no se
destruya a sí mismo desvalorizándose.
¿Quieres inculcarle el respeto por los objetos? Respeta al mismo tiempo su necesidad de
expresarse.
Cuando vi aparecer trazos de rotulador en la pared de mi despacho, de entrada me enfadé y volví a
recordarles la prohibición: «Se dibuja en hojas de papel, no en las paredes». Las pintadas siguieron
apareciendo, y encargué a cada uno de mis hijos que realizara un dibujo para decorar. Se aplicaron
en la treintena de centímetros que les concedí; aquel rincón ahora es muy bonito, y las agresiones
anárquicas con rotulador cesaron.
Para mí era difícil mantener una prohibición acerca de la pintura en las paredes. Mi hermana, que
es pintora, ha realizado frescos espléndidos en las paredes de la escalera. ¿Por qué tendría derecho
mi hermana y no mis hijos? Para ellos resultaba demasiado injusto. Tener un espacio para ellos les
valorizó y satisfizo, y no sintieron más la necesidad de pintar la pared.
Ante cada una de nuestras reacciones, podemos elegir entre los mensajes de amor: «Te quiero,
tú puedes hacerlo» y los mensajes destructores: «Eres un inútil, no vales nada».

¿Un frente común?


El niño tiene un padre y una madre. En teoría, pues, tiene el doble de posibilidades de recibir
mensajes positivos. Por desgracia, a veces los padres deciden «ponerse de acuerdo» y en general se
alinean en el aspecto más represivo. Numerosos padres creen que deben presentar un frente común
a los niños. ¿«Frente»? Estamos ya en una dinámica de enfrentamiento, de juego de poder. No, los
niños no buscan el fallo en la pareja paterna. Buscan la verdad. Buscan ser felices, desarrollarse
plenamente. No necesariamente se «aprovecharán» de una diferencia entre sus padres. Y cuando un
padre asesta un mensaje nocivo, el otro puede proporcionar el antídoto. Los niños saben lo que es
justo y lo que no lo es. Para el niño resulta muy incoherente que uno de sus padres adopte la actitud
del otro y se comporte, pues, en oposición con sus valores.
¿Tu cónyuge humilla o hiere a tu hijo? Atrévete a decir lo que piensas, lo que sientes. Atrévete a
ponerte a favor del niño, a ser un testigo de su dolor, a defenderle. Sabrá que puede confiar en ti. En
cambio, si no dices nada o si apoyas a tu cónyuge... le traicionas, perderá la confianza en ti.
Del mismo modo, acepta que tu cónyuge le defienda cuando eres tú quien le riñes. Nadie es
perfecto, todos podemos equivocarnos, pronunciar palabras sin pensar o bien perder los nervios a
causa del cansancio, la exasperación o de algo que vuelve a resurgir desde nuestra propia infancia.
Tu imagen no se verá enturbiada a los ojos del niño, porque él no busca una imagen, sino una
persona real. Si aceptas reconocer tus errores le enseñarás a hacer lo mismo.
Los padres son personas, no tienen por qué estar forzosamente de acuerdo en todo, y es
importante que el niño lo viva. ¿Por qué imponer una visión única del mundo y de la vida? Es
mucho más enriquecedor constatar la coexistencia de numerosos puntos de vista. Gracias a ello se
puede hablar, intercambiar impresiones y resolver conflictos.
Así que, no establezcas un frente común, pero tampoco una competición para ver quién es el
mejor padre o madre, y no desplaces otros conflictos al campo de la educación de los niños.
Con mucho respeto mutuo, los cónyuges expondrán sus diferencias, mostrando de este modo al
niño que es posible vivir juntos y quererse aunque no se piense siempre igual.

Nuestros hijos nos escuchan y nos observan


Cada uno de nuestros actos, no sólo hacia él, sino hacia toda persona y situación, le envía un
mensaje.
Mira tu vida, y tu forma de vivirla. ¿De qué manera vives lo que te gustaría enseñar? ¿Llegas a
mentir, a disimular, a transformar la realidad para que las cosas te encajen? ¿Respetas las reglas, las
leyes? ¿Cruzas la calle cuando el semáforo está en rojo?
Y en un sentido más general, ¿qué cantidad de alegría, de amor, de felicidad manifiestas? ¿Estás
en una empresa, un oficio o un matrimonio que no te conviene? ¿Qué mensaje le transmites sobre el
trabajo, la libertad, la forma de llevar adelante su vida, la realización personal y el amor?
Para guiarte en tus elecciones vitales y en tus actitudes hacia él, pregúntate lo siguiente:
¿Qué mensaje deseo transmitirle?

¿Por qué digo esto?


—Margot,Adrien, venga, nos vamos. —Estoy junto al coche y los niños cogen castañas en la acera.
Hacen ver que no me oyen y siguen recogiendo.
—Allí, mira, ¡ésta es para mí!
—Ten, te pongo una en tu bolsillo.
Comienzo a sentir cómo aumenta mi irritación... y entonces me pregunto: «¿Por qué diablos deseo
que se suban al coche en seguida?» ¿Porque yo lo he decidido? ¿Cuáles son mis razones? Hoy es
domingo, estoy sola con ellos, he decidido dedicarles todo el día. Es mediodía, de acuerdo, pero no
parece que tengan un hambre atroz...Así que, ¿por qué correr? ¿Qué diferencia hay entre recoger
castañas en la acera, jugar en el parque o montarse en el tiovivo? ¿Por qué no dejarles jugar a gusto
en esta acera? Además, no Cuesta nada. Finalmente nos quedamos veinte minutos recogiendo Unas
castañas preciosas, lisas y brillantes.
Estoy segura de que te has encontrado ya en este tipo de situación. Con frecuencia reaccionamos
de forma automática, y haríamos bien en preguntarnos más a menudo lo siguiente:
«¿Por qué? ¿Qué me impulsa a decir sí o no a las demandas de ¿mis hijos? ¿Qué es lo que dicta
mi actitud?»
La primera vez que Margot deseó comer un helado antes del primer plato, oí cómo yo misma le
decía: «No, el helado es un postre, se come al final». Alertada por el carácter automático de mi
respuesta, me pregunté: «¿Por qué digo esto?» Pensando de forma real y científica en el problema,
me acordé de la dietética y del funcionamiento del estómago... el azúcar estimula la secreción de
insulina, prepara la digestión... Si comemos algo dulce al final de la comida es porque todavía
queremos comer, aunque ya no tenemos hambre. Para poder comer algo más, necesitamos engañar a
nuestro organismo... Es un hábito cultural, una costumbre agradable para la mayoría de nosotros,
pero, bien pensado, no es muy sano. Así que le di el helado a mi hija. A continuación comió la mar
de bien todo el almuerzo. Desde entonces, de vez en cuando come una fruta, un helado o un pastel
antes de los macarrones o de las judías, pero cada vez es más raro a medida que se va haciendo
mayor y va respetando con naturalidad las costumbres que ve a su alrededor. A veces prefiere
tomarse el postre en medio del almuerzo, o incluso ir picando un poco de pastel o una mandarina
mientras come otro plato... ¿Por qué prohibírselo, pues, cuando come de todo y, en el conjunto de
una semana, de manera equilibrada, y además la ciencia le da la razón (salvo en el caso de las
mandarinas, que son ácidas y muchas veces no combinan de forma armoniosa con los otros platos)?
¿Es la salud o son las conveniencias sociales las que dictan mi actitud? Como madre, soy
responsable de la salud de mi hijo, pero también de su socialización. Podemos explicar a un niño
que se trata de una conveniencia social, un hábito cultural, pero es importante no mezclar los dos
conceptos, por ejemplo, asestando a un niño que es nocivo para su salud comer el postre al principio
de la comida.
Es evidente que no sería sano para un niño comer sólo helados. Si el helado es demasiado grande,
podría ser que el niño no tuviera ganas de comerse la verdura... ¡No pienses que te estoy
aconsejando que des el postre a tus hijos al principio de la comida!
Un temor frecuente de los padres cuando escuchan una demanda original de su hijo es que ésta se
convierta en «un capricho». Los caprichos son inventos de los padres. Surgen cuando los padres se
embrollan en los juegos de poder. Cuando Margot pidió un helado al comenzar la comida, no era un
capricho, sino una exploración. Yo podría haberme enfrentado con dureza a esta idea, entrando así
en el juego de poder, y ella probablemente habría respondido desde este juego de poder
bloqueándose también en su posición. Creo que los juegos de poder los comienzan los padres, y no
los hijos. La prueba es que a veces se dice que un bebé puede llegar a dominarte si te dejas someter
por él. En realidad, el niño depende totalmente de ti y, como es obvio, no tiene capacidad mental
para someterte.
¿Tus comportamientos los dictan tu educación, los automatismos cuyo origen desconoces, la
evidencia? ¿O la razón? En este caso entiendo por razón no los prejuicios de tus padres o de tu
médico de familia, sino tu razonamiento en base a informaciones fiables.
Ciertamente, debemos ir avanzando entre las informaciones deformadas que nos presenta la
publicidad.
Una madre me confiaba lo mucho que debía pelearse con su hijo para que aceptara comer su
yogur diario. Era víctima de la publicidad, y creía con sinceridad que era bueno, incluso necesario
para el crecimiento de su hijo, que comiera productos lácteos. La voz de
los lobbies agroalimentarios era tan fuerte que no podía oír a su hijo. Cuando descubrió una
información más neutra y, en consecuencia, más objetiva, midió su error. Imponía cada día a su hijo
un yogur acidificante a su estómago, que aportaba claramente menos calcio que las almendras y las
avellanas que tanto le encantaban. En definitiva, lo que creía sano no lo era tanto.
A raíz de nuestras últimas vacaciones, en un hotel, me quedé sorprendida ante una breve escena.
Estábamos alrededor de un buffet, y cada uno podía elegir su plato. Aquel día había salchichas de
Frankfurt o escalopa cordon-bleu. Una niña a la que acompañaba su padre insistió en comer
salchichas. Su padre rehusó, diciendo: «Mamá ha dicho escalopa, y será escalopa.» Es cierto que las
salchichas no son un alimento particularmente dietético. Pero la escalopa cordon-bleu es una
pechuga de pollo (y en este caso, no precisamente de pollo de granja) con una loncha de jamón y
queso, todo ello empanado. Es decir, nos puede gustar, pero tres proteínas asociadas de esta manera
no se pueden defender demasiado desde el punto de vista dietético. Lo que deseaba la niña, una
salchicha, no era peor; ¿por qué no permitírselo? Uno se queda pasmado ante este absurdo, ante
tanta inconsciencia. La niña aceptó su suerte en seguida, y sin embargo debía tener unos diez años.
Su madre dirigía su vida, al parecer sin preguntarse el significado de lo que imponía.
No se puede saber todo. Pero cuando nuestros niños nos piden algo inusual, podemos escucharles
y plantearnos la siguiente pregunta:
¿Por qué digo esto?
¿Mis necesidades son incompatibles con las de mis hijos?

Nos gustaría que nuestros hijos no lloraran «por nada», que no se enfadaran porque se les rechaza
algo o porque tenemos la presunción de proponerles cambiar su pañal sucio.
Nos gustaría que nuestros hijos cooperaran más, que se vistieran cuando se les pide, que se
sentaran a la mesa al mismo tiempo que todo el mundo, que se acostaran sin problemas, que
ordenaran su habitación, que pusieran el abrigo en la percha adecuada y sus zapatos uno junto al
otro en el armario.
Nos gustaría que fueran tranquilos y buenos, que no corrieran por todas partes chillando, que se
estuvieran quietecitos en su silla para comer, que comieran rápidamente sin hacer porquerías y con
su tenedor todo lo que hay en el plato, que bebieran sin derramar agua ni hicieran experimentos de
física sobre la conservación de los volúmenes...
¡Nos gustaría que nuestros niños no fueran niños!
Pero resulta que ¡son niños! Ejercen de niños cuando sacan todos los juguetes, cuando caminan
descalzos sobre las baldosas, cuando se despiertan al amanecer para jugar, cuando gritan excitados
hasta perder el aliento, cuando se ocultan en los armarios y se persiguen a través del salón o incluso
cuando ensucian la cocina con sus botas llenas de barro.
Honestamente, ¿no nos sentiríamos algo incómodos si se comportaran siempre como adultos en
miniatura, bien ordenados y civilizados? Después de unos minutos de admiración teñida de envidia,
pronto nos asustaríamos ante su falta de naturalidad.
Pero es preciso decirlo con claridad, las necesidades de los padres y las de los niños son del todo
opuestas. A la mayoría de los padres les gustan los espacios ordenados, aprecian el silencio y las
palabras mesuradas, sueñan con la calma y con levantarse bien tarde el domingo. La gran mayoría
de niños se siente cómoda en el mayor de los desórdenes, adora el ruido y se levanta al alba,
sobretodo el domingo y los días de fiesta. Los otros días resulta más difícil.
Reconozcámoslo, la situación es conflictiva por fuerza, y complica la relación. Si no nos damos
cuenta de este desfase, la competición de necesidades puede llegar a ser violenta. En estos juegos de
poder hay un ganador, pero también un perdedor. Y en realidad, en el terreno de la relación,
forzosamente hay dos perdedores. ¿Cómo sentirse sinceramente apreciado por alguien que niega
nuestras necesidades?
Ser padre es, desde luego, aceptar apartar por un tiempo las necesidades propias para satisfacer las
de estos seres vulnerables. Pero ello no es simple, ni fácil. Una madre joven me confiaba
desesperada que a veces se sentía al límite, incluso a punto de pegar. Ella misma se sorprendía, no
se lo esperaba en absoluto. Antes de su maternidad, consideraba a los niños seres maravillosos y
perfectos a los que no cesaba de admirar... Después, se sorprendía de verse exasperada por sus
comportamientos, les detestaba.
Sí, nos irritan, nos sacan de nuestras casillas. Todos los padres lo padecen... y a veces lo hacen
padecer a sus hijos.
Según las edades, las noches se ven interrumpidas por las tomas de pecho, los pipis en la cama o
las pesadillas. De día, los niños reclaman una atención constante, los mayores se pelean... Es
imposible enfrascarse en una novela, telefonear con calma a una amiga, relajarse en la cama por la
mañana, ni siquiera hacer pipí tranquilamente. Vivir con un niño resulta realmente una experiencia
dura. Si no lo reconocemos, acumularemos sin duda un rencor que proyectaremos sobre él a la
menor extravagancia: «¡Tristán, eres insoportable!» O incluso: «¡Qué he hecho yo para merecer un
niño semejante!»
Ser padre es una ocupación constante, las veinticuatro horas del día. Algunos descansan las ocho o
diez horas que dura el trabajo, pero al volver a casa vuelven a su tarea. Resulta agradable ir a la
oficina, se nos reconoce, se nos considera, estamos entre adultos, no hay gritos, lloros o peleas... Se
puede respirar un poco. Las amas de casa no tienen este espacio para evadirse y recargar las
baterías. Sí, el trabajo a menudo es un alivio, salvo si uno no lo elige. En el ejercicio de la
profesión, nos sentimos competentes, valorizados, aunque sea porque charlamos con los
compañeros... recargamos la confianza en nosotros mismos. Incluso cuando el trabajo en sí no es
apasionante, proporciona ocasiones de intercambios y contactos con los demás.
Si no reconocemos nuestras necesidades, si carecemos de los elementos esenciales para nuestro
propio desarrollo, es probable que nos cueste dar a nuestros hijos lo que necesitan. En consecuencia,
es un deber paterno escuchar y reconocer las propias necesidades, conseguir los medios para
satisfacerlas en la medida de lo posible.
Si existe un conflicto de necesidades, la competición no es la única opción. La cooperación
siempre es más eficaz a largo plazo. Esta última exige la expresión auténtica de las necesidades de
cada uno y el respeto mutuo. Reconocer sus necesidades y afirmar las nuestras.
Después de los primeros años, cuando sus necesidades son forzosamente prioritarias, negocia. Los
famosos límites que se deben establecer son los que imponen tus necesidades.
«YO quiero comer en paz, ¿qué podrías hacer para respetar el tiempo de mi cena?»
será más eficaz que
«Cállate, eres realmente insoportable.»
¿No quieren acostarse? Dales a entender que, de todos modos, ahora es la hora de los padres, y
que no les harás caso. Es inútil amenazar, regañar o castigar, protege simplemente tus necesidades.
Es importante descansar para no acabar agotado, recargar las pilas para estar disponible, compartir
las tareas equitativamente con el cónyuge para no acumular un rencor inconsciente, reconocer la
frustración y la ira en uno mismo cuando el otro no está y no puede asumir su parte, ya sea por una
obligación exterior, por un rechazo puro y simple o a causa de un divorcio. ,
Cuando un padre o una madre no reconocen sus emociones, existe una fuerte tentación de
proyectarlas sobre los niños. Ello significa cargarles con lo que no les concierne.
Patricia ha educado ella sola a sus dos hijos. Preocupada por la falta del padre, ha querido
«compensar», y ha multiplicado sus atenciones. Cuando ha pensado un poco en ello, le ha aparecido
otra realidad: a ella le faltaba un hombre. Durante mucho tiempo no quiso ser consciente de ello, y
proyectaba esta falta hacia sus hijos, redoblando las atenciones compensatorias. Hoy en día le
cuesta mucho que sean autónomos. Les falta confianza en sí mismos y siguen dependiendo mucho
de ella.
Una madre, por muy atenta que esté, nunca reemplazará a un padre. No es su papel. Los niños no
esperan de ella que haga desaparecer la carencia, sino que les escuche en sus emociones, y que no
intente liberar las suyas. Si Patricia hubiera estado atenta a sus propias necesidades habría dejado
que sus niños crecieran con mayor libertad. Acaso habría podido encontrar incluso un hombre con
el que volver a construir una pareja, una familia. Éste habría podido ejercer de padre, ser el
elemento masculino de equilibrio que tanto necesitaban sus hijos...
Escuchar las necesidades propias no significa comportarse de forma egoísta. Significa saber medir
la situación e intentar responder a la misma de manera apropiada. En general, todo el mundo acaba
ganando.

Cuando nuestros padres constituyen un obstáculo

Si bien nuestra vida cotidiana nos aporta la correspondiente ración de preocupaciones, la mayoría
de nuestras necesidades más exigentes y más apremiantes no data del día de hoy. Las necesidades
más difíciles de controlar son las que proceden de nuestra propia infancia. No sólo se quedaron sin
satisfacer en el pasado, sino que a menudo no se identificaron como tales, por lo que perpetúan
estas carencias y basta con casi nada para que entren en competición con las de nuestros hijos, para
que nos impidan escucharles, comprenderles y, a menudo, actuar hacia ellos de manera apropiada.
«¡Me irrita con sus tonterías!» Maryse es incapaz de dar ternura a su hija, pues sus propios padres
nunca la cogieron entre sus brazos. A pesar de su deseo consciente, el bloqueo es demasiado
poderoso, no puede lograrlo. Cuando Eve se le acerca y le pide una caricia, ella la rechaza. Darle
esta caricia significaría ver cómo Éve la recibe, y concebir la imagen de ella misma, siendo niña,
recibiéndola, es imposible. Ha sufrido tanto por no recibir nunca una caricia que no quiere despertar
el dolor de la carencia. Prefiere negar su propia necesidad: «Yo no he tenido, y no me he muerto», y
negar las de su hija para enterrarlo todo. Puesto que si ella reconoce que Éve las necesita, debería
pensar, con toda lógica, que todas las niñas las necesitan, y en consecuencia, también ella cuando
era pequeña...
Cuando mis emociones de la infancia permanecen reprimidas, no puedo percibir la realidad de las
necesidades de mi hijo. Así que proyectaré mis propias necesidades, forzosamente desmesuradas,
porque están frustradas desde hace mucho tiempo, o bien negaré cualquier necesidad para no sentir
mi sufrimiento.
Cuando lo constato, puedo formularme la siguiente pregunta: «¿Quiero realmente entrar en
competición con mi hijo?»
Quince días después de dar a luz, Nathalie se ha ido a esquiar, confiando el bebé a su abuela. Se
justifica clamando que necesita reposo y encontrarse a sí misma después de una experiencia
semejante. No tiene la menor idea de lo que puede sentir su hija. Después de hablar con ella, me
entero de que también su madre se separó de ella en una etapa muy precoz. Ha enterrado su dolor, la
ira y el terror, e inflige a su hija la misma experiencia difícil, como para decir a su madre: «Tenías
razón, ¿ves?, no he sufrido, hago lo mismo a mi hija.»
Irene se ha ido dos meses a los Estados Unidos por razones laborales, dejando su hijo de tres
meses en Francia, en los brazos de una niñera, competente, desde luego, pero a la que no había visto
nunca antes. Irene no ha comprendido por qué su pequeño Tom estaba en un estado semejante de
decaimiento cuando lo ha vuelto a ver. No quería alimentarse, dormía mal. Había inhibido su
desarrollo. A pesar de las apariencias, Irene no tuvo en cuenta sus propias necesidades cuando
decidió irse a los Estados Unidos. Respondió a los reclamos de su infancia. Su madre la había
«abandonado» a ella a la misma edad.
Claire es madre de tres niños. Yves sólo tiene dos, pero ambos tienen tendencia a volver tarde del
trabajo. Reconocen sin reparos que detrás de la excusa del trabajo que deben terminar hay un deseo
de no enfrentarse con los niños, con sus demandas, sus emociones. Sin lugar a dudas, el trabajo es
más fácil. Los chavales se las apañan como pueden entre consolas de videojuegos y la televisión.
Sus padres les rehuyen porque temen el contacto con sus emociones infantiles.
El bebé no puede satisfacer por sí solo sus necesidades. Cuando los adultos de los que depende no
están a su disposición, porque son prisioneros de su infancia, se halla en un profundo desconcierto.
Para sobrevivir, para que le acepten y le amen, los más pequeños acceden en seguida a doblegarse a
la buena voluntad de quienes les cuidan. Aprenden a no llorar más si no se les va a buscar. Incluso
aprenden a mamar más despacio si perciben que la fuerza de su succión inquieta a su madre.
Reprimen sus necesidades, sus afectos, se vuelven muy «buenos niños» y constituyen el orgullo de
sus padres. Pero de esta manera anulan sus emociones, y aprenden que no pueden confiar y que el
mundo exterior es, a priori, hostil.
En cambio, si el padre y la madre están atentos a sus auténticas necesidades, a su relación de
pareja, a él o a ella en tanto que hombre o mujer, si sus antiguas heridas están curadas, podrán
reconocer las necesidades de su hijo y satisfacerlas.
Ningún libro, ningún experto podrá dar jamás respuestas universales. Cada niño es una persona,
distinta a todas las demás personas de este mundo. Por otra parte, un niño cambia. Evoluciona. No
calza el mismo número de zapatos toda su vida, y no tiene las mismas necesidades. A los dos años
adorará los puerros, y a los tres los odiará... No hay nada sólido en lo que apoyarse, ni hay ninguna
estrategia sistemática que pueda aplicarse, es preciso adaptarse de forma permanente. No es fácil
cuando hemos olvidado nuestra propia infancia.
Para vivir felices juntos, contengamos los excesos de nuestros hijos dentro de límites que
podamos tolerar, y aprendamos a soportar un poco más. Recordemos que dependen de nosotros y
que somos sus proveedores. Curemos nuestras viejas heridas para poder dejar vivir a nuestros hijos
a su ritmo. Ganaremos en tranquilidad y en placer.
Cuando nuestros hijos nos exasperan, cuando somos incapaces de responderles o nos vemos
tentados a sobreprotegerles, si se muestran «demasiado buenos niños» o, al contrario, excesivos,
planteémonos la siguiente cuestión:
¿Mis necesidades son incompatibles con las de mis hijos?

¿Qué es lo más valioso para mí?

Bea (dos años) solloza, desesperada. Se le ha escapado el vaso de las manos y su madre llega
gritando como una loca. ¡Y no lo ha hecho a propósito!
Hubert (siete años) se encierra en su habitación. Intenta hacer el menor ruido posible. Le
aterroriza la idea de que su padre descubra todos los papeles que ha pegado entre sí en el despacho.
No es culpa suya, sólo quería pegar un juguete que había pisado y se había roto. Sabiendo que, si lo
hubiera dicho a su padre, seguramente habría debido oír un sermón del estilo: «Si guardaras las
cosas no te pasaría», ha preferido intentar repararlo solo... y ha llegado el drama. Mientras trataba
de mantener juntos los trozos de su camión, el gato ha saltado sobre la mesa del despacho de su
padre y ha derramado el frasco de cola líquida sobre los papeles, que han quedado pegados entre sí.
Con excesiva frecuencia, los padres se lanzan con toda su fuerza sobre sus hijos, olvidando sus
prioridades. Por un jarrón que se ha roto, un vaso que se ha derramado, una prenda de vestir en el
suelo del salón, un juguete perdido, gritan, echan pestes, arriesgándose a herir a sus hijos.
Anteponen los parterres de flores, el sofá del salón o el jarrón de la abuela a sus propios hijos.
«¿Qué es lo más valioso para mí?», es la primera pregunta antes de intervenir. El padre o la madre
son adultos, poseen un cerebro capaz de inhibir una reacción automática y de elegir su
comportamiento en función de sus valores y de sus objetivos. El cerebro de un niño aún no es capaz
de ello.
Si contesto: «Lo más valioso para mí es el amor de mis hijos, su confianza en mí, no tener que
ruborizarme jamás delante de ellos», protegeré este amor, esta confianza.
No reaccionaré del mismo modo que si contesto: «Lo más valioso para mí es lo que piense mi
suegra, lo limpia que esté la cocina, o mi tranquilidad personal»; me arriesgo entonces a proteger mi
imagen de buena madre o de buena ama de casa, o bien mi tranquilidad.
Desde luego, esta elección raramente es consciente, y por ello es más poderosa. ¡Tu hijo oye tu
inconsciente! Para él, tus reacciones tienen más significado que tus palabras. Si, exasperada por un
vaso roto o una mancha en su camisa, le humillas, le hieres, pensará que el vaso o la camisa son
más importantes que él mismo. A pesar de todos tus «te quiero, cariño mío», susurrados en otros
momentos, asimila el mensaje «no soy importante para mamá», o «sólo me quiere si soy perfecto, si
no soy yo mismo».
Ser consciente de lo que provoca nuestras reacciones hacia nuestros hijos puede hacer cambiar de
forma radical nuestros comportamientos.
Theodora mantiene una relación espantosa con su madre. Durante toda su infancia, ésta la humilló
y menospreció. Ahora, Theodora tiene hijos, y su madre se comporta de manera intolerable con sus
nietos. No hace el menor caso al mayor y manifiesta de forma evidente sus preferencias por el
pequeño. Le llena de regalos, le lleva al zoo o al cine...Theodora, que hasta entonces no se atrevía a
levantar la voz a su madre, no decía nada. Cuando se preguntó qué era lo más valioso para ella, se
dio cuenta de que, con su comportamiento, protegía a su madre o, más exactamente, la esperanza de
que al fin ésta la quisiera. Y ello en detrimento de sus propios hijos. Esta simple toma de
consciencia bastó. La felicidad de sus hijos era más valiosa que la sumisión a su madre. Theodora
tomó una posición clara hacia ésta, quien, ante la determinación de su hija, abandonó rápidamente
su juego destructor.
Un niño trastorna forzosamente el orden establecido por sus padres. Es lo más natural. Si éstos no
le dejan trastocar su orden, si continúan «viviendo como antes», es decir, como si él no estuviera,
sin cambiar nada ni en su modo de vida ni en sus ritmos de trabajo o de salidas, el niño podrá llegar
a la conclusión de que no es importante, incluso de que no tiene derecho a una existencia propia.
Podrá concebir un sentimiento de vergüenza («molesto») y de inferioridad («no estoy a la altura»).
Un niño necesita sentir que es valioso, que tiene su lugar, que es importante y que tanto sus
necesidades como su realidad se tienen en cuenta.
«¿Qué es lo más importante para mí?»
Esta pregunta me ha ayudado cuando me despertaban varias veces cada noche, cuando la peonía
que había plantado en el jardín sufría los ataques de dos piernas que no lograban detenerse, o
cuando el trabajo que acababa de hacer en mi ordenador se borraba por obra y gracia de la
manipulación de unas manitas de dos años... o simplemente cuando estaba cansada y descubría que
algo se había derramado y tenía que agacharme otra vez para fregar el suelo.
Pero una cosa está clara, lo más importante para mí es el amor de mis hijos y la confianza en
sí mismos. También deseo que confíen en mí. Así que mi opción es clara: no herirles nunca, ni
mentirles, humillarles, traicionarles, aterrorizarles; en cualquier circunstancia me mostraré honesta,
mostraré lo que siento y escucharé lo que sienten, les ayudaré a amarse, a valorar sus capacidades, a
asumir sus responsabilidades sin culpabilidad.
Cuando nuestros hijos perturban nuestro espacio, cuando no sabemos cómo actuar, cuando
sentimos que no actuamos en función de ellos, sino de nuestros propios padres o, más en general, de
lo que piensen otras personas, preguntémonos lo siguiente:
¿Qué es lo más valioso para mí?

¿Cuál es mi objetivo?
En términos absolutos, no existe un buen o un mal camino. Existe el que me lleva a mi destino y el
que me aleja del mismo. No cogeré la misma ruta si quiero ir a España o a Alemania. Luego hay
otras vías menos directas, más o menos rápidas.
¿Está «bien» o está «mal» dejar que el niño elija la ropa que desea llevar esta mañana?
¿Está «bien» o está «mal» satisfacer una petición?
¿Está «bien» o está «mal» dejarle llorar?
¿Está «bien» o está «mal» acostarle a las ocho?
En realidad, no está ni bien ni mal, tan sólo nos acerca o nos aleja de un objetivo. Un día
contestarás sí, y al siguiente dirás no. En función de la evolución de tu hijo, de sus necesidades y de
tu objetivo. En la relación con los niños, más que consejos exteriores sobre lo que está «bien» o
«nial», es primordial que el padre o la madre sean conscientes de su destino final: «¿Cuál
es mi objetivo hoy en mi relación con mi hijo?»
A Karine le acaban de regalar un par de patines por su cumpleaños. Géraldine, su hermana mayor,
de ocho años, también quiere unos, en seguida. Suzanne, su madre, ha dicho que no. Se los regalará
cuando sea su cumpleaños, dentro de dos meses. Bueno, se acercan las vacaciones. Estaría bien que
las dos niñas tuvieran patines para jugar juntas. Pero entonces sería Karine quien consideraría que la
situación es injusta. Suzanne se pregunta qué debe hacer, sopesa los pros y los contras, y me pide
que le dé mi opinión. Le propongo que piense en su relación con Géraldine en este momento y de
que se plantee la pregunta: «¿Cuál es mi objetivo?»
Su relación con su hija mayor es difícil. Géraldine está muy celosa de su hermana... con razón,
confiesa la madre. Desde el principio, todo es más fácil con Karine. Es normal, es la segunda.
Suzanne me cuenta el parto difícil de su primera hija, la historia de ambas. Le inquieta no haber
podido, no haber sabido manifestar tanto amor por Géraldine como más tarde por su hermanita. ¿Su
objetivo? ¡Arreglarlo! Decir a Géraldine lo mucho que la quiere, lo importante que es para ella.
Entonces, ¿qué hacer? Yo no dije nada. Suzanne compró los patines aquella misma tarde a su hija, y
le explicó que se los regalaba como prueba de su amor por ella y como reparación por el pasado.
Suzanne dejó hablar a su corazón, Géraldine oyó el mensaje. Fue un momento fuerte para ambas.
Otra situación, otro objetivo, habría necesitado otra reacción. No hay respuesta universal, sino una
respuesta para aquel niño, para aquel padre, en aquel momento de su historia común.
De hecho, detrás de cada uno de nuestros actos hay objetivos, más o menos conscientes. Puede ser
que, en la realidad, nos comportemos contra nuestros objetivos conscientes. Como Pamela, por
ejemplo, que proclama desear que sus hijos crezcan y sean capaces de pensar por sí mismos, y que
cada noche les prepara la ropa que deberán llevar al día siguiente.
Nuestros objetivos determinan nuestras reacciones y, en consecuencia, nuestra relación con el niño,
y todavía más por el hecho de que permanecen inconscientes. Ser consciente de estos objetivos nos
permite elegir y crear la relación que queremos.
Si mi objetivo es el de tener una cocina impecable, no me comportaré del mismo modo que si mi
objetivo es enseñar a mis hijos que pueden tener confianza en mí en todas las circunstancias.
Si mi objetivo es el de permitir que mis hijos sean autónomos y piensen por sí mismos, no me
comportaré del mismo modo que si mi objetivo fuera el de transformarles en niños sumisos y
obedientes.
Si mi objetivo es el de dar seguridad a mi hijo acerca del amor que siento por él, no actuaré de la
misma manera que si mi objetivo es el de ayudarle a crecer y a superar la frustración.
Si mi objetivo es el de probar a mi marido que soy una mujer perfecta e irreprochable, no me
comportaré de la misma forma que si mi objetivo fuera el de estar atenta a las necesidades de mis
hijos.
Mientras me preocupe el juicio ajeno, sea o no real, no puedo centrarme en las necesidades reales
del niño.
Considerar importantes las necesidades de un niño, ponerle en primer lugar, respetarle, no
significa ni «dejárselo hacer todo» ni «no decir nada cuando estropea o rompe algo», es mostrar mis
emociones pero seguir amándole profundamente, y manifestárselo.
Me gustaba de forma particular un bonito vaso hecho a mano y adornado con una serpiente azul,
que me regaló mi compañero. A los niños les había prohibido tocarlo. Un segundo de despiste bastó
para que un día, Adrien (dos años) lo cogiera y... lo soltara. Cuando el vaso se rompió sobre las
baldosas de la cocina... estallé en sollozos. Adoraba aquel vaso... Pero seguí siendo consciente de mi
amor por mis hijos y de mi objetivo: transmitirles el mensaje de que mi amor era incondicional, y
que podían confiar en mí. Así que expresé mi enfado sin acusar a mi hijo que, tal como vi a través
de mis lágrimas, estaba ya bien asustado con la rotura del vaso. Al ver mi reacción, Adrien se puso a
llorar. Pude tranquilizarle, decirle que le seguía queriendo, y que necesitaba llorar porque me
entristecía que mi vaso se hubiera roto. Le hablé de mí, no de él. Mostré mis sentimientos, no le
juzgué.
Después de aquello repitió varias veces: «Una vez rompí tu vaso, y tú lloraste, y yo también
lloré». Habló del tema, necesitaba evocar la situación, como para digerirla.
Cada vez yo respondí: «Sí, lloré porque me gustaba mucho aquel vaso, y estaba roto, ya no servía
para beber, es natural llorar cuando se está triste porque hemos perdido algo que nos gusta.»
Unos meses más tarde, Adrien puso sobre la mesa, con atención, un gran vaso: «No lo he roto,
¿ves, mamá?, porque la otra vez rompí tu vaso, y tú lloraste. No me gusta cuando lloras. Y yo
también lloré porque había roto tu vaso. Tú habías llorado, y yo también había llorado.»
Ahora, Adrien va con más cuidado, en general, con lo que toca. Se lo formula él mismo, se ha
vuelto consciente de lo que podía representar para otra persona, para mí, la rotura, la pérdida de un
objeto querido. Se ha sentido culpable, pero con un sentimiento sano de culpabilidad que equivale a
atención hacia lo que viven los demás y consciencia de las consecuencias de sus actos, y que le guía
hacia una toma de responsabilidad.
En cambio, si le hubiera regañado, si le hubiera tratado de torpe, si hubiera gritado, me habría
arriesgado a que se sintiera mal en su interior. Habría experimentado un sentimiento de vergüenza y
de culpabilidad insana, para defenderse de una humillación habría dirigido contra sí mismo un
enfado bien natural pero inconfesable, porque era «culpa suya». En lo sucesivo, tras haber aceptado
la definición de «torpe» o de «nunca prestas atención», habría ido con cuidado no con los vasos y
otros objetos, sino con «no ser torpe»... Tenso, concentrado en un posible fracaso, en la torpeza más
que en su objetivo, el de llevar el vaso, sin duda habría roto otras cosas. No obstante, y sobre todo si
la aventura se hubiera repetido, habría conservado la idea de que era malo, torpe. Y cuando uno está
convencido de que es torpe... uno se arriesga a romper más que si se siente diestro. ¿Tu objetivo es
el de enseñar a tu hijo la destreza o la torpeza?
En realidad, si proteges siempre a tu hijo como lo más valioso para ti, tus objetos frágiles aún
estarán más seguros. Un niño que se siente valioso se muestra atento con el prójimo y con las
consecuencias de sus actos, actúa no por temor a actuar «mal», sino con respeto por los
sentimientos ajenos y con responsabilidad. Así que, ¿cuál es tu objetivo?
¿Cuál es mi objetivo?

Siete preguntas para guardar en la memoria:

1. ¿Cuáles son sus vivencias?


2. ¿Qué dice?
3. ¿Qué mensaje deseo transmitirle?
4. ¿Por qué digo esto?
5. ¿Mis necesidades son incompatibles con las de mis hijos?
6. ¿Qué es lo más valioso para mí?
7. ¿Cuál es mi objetivo?
Capítulo 3

La vida es moción

No siempre es fácil escuchar las emociones de los niños. Nos alteran, amenazan nuestro sentimiento
de ser una «buena madre» o un «buen padre». Minan nuestra seguridad: «¿Qué debo hacer?» Ponen
en jaque nuestro papel de protector, nos enfrentan a nuestra función de proveedor. Atrevámonos a
decirlo, a veces nos gustaría que nuestros hijos no lloraran, no chillaran, no tuvieran rabietas.
Preferiríamos que no manifestaran tantas emociones.
Pero resulta que sus afectos son lo más valioso que tienen, en ellos residen su sentimiento de
identidad, la sensación de su propia existencia.
Un niño bueno como una estampa es tranquilo, pero en alguna parte de su interior está muerto. La
vida es el movimiento. Una estampa es inmóvil. Para parecerse a una estampa, el niño ha tenido que
matar el movimiento que había en él. E-moción, e = hacia el exterior, moción = movimiento. La
emoción es el movimiento de la vida en sí misma. Es un movimiento que parte del interior y se
expresa en el exterior. Es el movimiento de mi vida que me dice y dice a mi entorno quién soy.
El miedo ayuda a prepararse y a protegerse. La tristeza acompaña los duelos, la alegría es
expansión, nos dinamiza. La ira define nuestros límites, nuestros derechos, nuestro espacio, nuestra
integridad, es reacción a la frustración. El amor nos vuelve a vincular al prójimo.
Llorar, gritar, temblar, son remedios a las tensiones inevitablesde la vida. La existencia de un niño
está llena de frustraciones, de preguntas, de miedo, de iras... Todos los bebés necesitan llorar, por
muy acompañados que estén. La emoción permite recuperarse, reconstruirse después de una herida.
Un acontecimiento que hiere, un accidente, una experiencia difícil, una injusticia, sólo se convierten
en traumas si no se deja vía libre a la expresión de los sentimientos que suscitan. La fluidez
emocional es la garante de la salud psíquica.
Nuestras emociones tienen mala prensa, pero son útiles. Son las que nos dan nuestra consciencia
de Ser.

¿Quién soy? Un ser de emoción


La llave que abre la puerta de la consciencia de sí mismo es la emoción.
—¡Hola hombretón!
—No soy un hombretón, soy Adrien.
Adrien, con dos años y dos meses (precoz, desde luego), no le gusta que le definan. Desde hace
unos días, reivindica su nombre. Cuando, jugando, le acerco su plato y le digo: «El señor está
servido», contesta: «No soy un señor, soy Adrien.»
Adrien existe. Afirma su identidad, su individualidad, su vida, expresando lo que quiere y lo que
no quiere, lo que siente, lo que vive.
«Yo estoy muy enfadado, irritado, estoy pero que muy enfadado.»
«Yo no tengo ganas de dormir.»
«Yo estoy triste si te vas, no quiero que te vayas.»
«¡Oh mamá, qué contento estoy yo de que hayas vuelto!»
«Cuando yo me metí toda la sal del salero en la boca, picaba mucho, yo lloré.»
Cuando se expresa así, nos puede tentar contestar:
«Es así, y no de otra manera»,
aprovechar para dar la lección:
«Tienes que dormir para estar bien mañana por la mañana», explicar:
«¿Sabes?, tengo que irme a trabajar...»
Damos respuestas, intentamos dar por terminado el asunto, resolver el problema... y no
escuchamos al niño. En realidad, en estas expresiones no nos pide nada. ¡Sólo intenta decir yo!
Expresa sentimientos, formula lo que siente, muestra su ser interior, se dice y nos dice quién es y
qué vive. Está sintiendo que existe por sí mismo, ¿y nosotros le hablamos de otra cosa? Al
contestarle sobre el contenido en lugar de entender la emoción, le expresamos claramente que sus
sentimientos no tienen importancia, que su YO no es nada. Detrás de nuestras explicaciones
racionales, sólo oye que se equivoca al sentir lo que siente.
¿De dónde nos viene esta forma tan insensible de reaccionar? Hemos encerrado nuestras propias
emociones tan lejos que preferimos no ir a buscarlas. No queremos dejarnos conmover... ¿Acaso
tenemos miedo a que nuestras emociones reprimidas vuelvan a surgir y nos desborden? ¿Qué
vivimos, pues, a su edad? Cuando tememos despertar un pasado probablemente demasiado
doloroso, acabamos negándonos a oír los gritos de nuestros hijos. De este modo los encerramos
detrás de los mismos barrotes que nosotros.
¿Y si en lugar de esto lo aprovecháramos para seguir la dirección que proponen, salir de nuestra
prisión y dejarles su libertad de ser?
Escuchar, acoger y otorgar validez a los sentimientos de nuestros hijos significa ayudarles a
construirse en tanto que personas, a existir en tanto que individuos. ¿Quién soy yo? YO.
El sentimiento de sí mismo reposa en la consciencia de las propias emociones. Soy aquel que yo
me siento ser.
Si el niño no puede expresar lo que siente, si nadie le escucha en sus lágrimas, sus rabietas o sus
terrores, si nadie considera válidos sus sentimientos, o no le confirma que lo que siente es justo y
que tiene derecho a sentir exactamente lo que siente, entonces el niño puede llegar a borrar la
consciencia de lo que experimenta en realidad. O bien ya no siente nada más en su interior o bien
experimenta... otra emoción «autorizada» en lugar de su verdad.
Cuando al niño no se le permite sentir por sí mismo, queda... lo que definen sus padres, sus
profesores... los demás. Le dicen quién es, encarna un papel. Ya no se siente Ser.
Los adultos no siempre saben lo que es importante para un niño. Para nosotros, el ratón Mickey o
Tom y Jerry dibujados en un plato ¿qué importancia tienen? Para un niño de tres años, es casi
existencial. Coge rabietas terribles porque quería el plato de Mickey, el vaso azul, el tenedor rosa, la
mantequilla que aún está dura, o no quiere la parte quemada de la pizza... Nos podemos sentir
exasperados, porque a su edad no podíamos elegir entre tantas cosas. Y ello nos complica la vida en
ese momento. Todos estos «detalles» revisten para él una gran importancia, escucharle es realmente
útil para ayudarle a elaborar sus gustos y preferencias. Incluso durante el inevitable período durante
el cual le encantan las setas un día y las aborrece al día siguiente.
A través de sus elecciones, se busca. Tiene preferencias y las expresa. Toma consciencia de lo que
le diferencia de los demás. Construye su sentimiento de identidad. ¡Cuántos adultos de hoy no
saben decidirse, dudan entre los caminos a seguir, no saben expresar una preferencia por la pizzeria
o el restaurante chino, dejan la elección en manos de los demás... les cuesta afirmar una identidad
clara!

«Entonces, ¿se les debe dejar hacer DE TODO?»


Con esta frasecita se pretende reducir a la nada lo anteriormente dicho. Refleja una incomprensión
de lo que son las emociones y las necesidades de los niños. No, la escucha respetuosa de las
emociones no implica la satisfacción sistemática de las demandas.
Vamos al circo. En la entrada venden toda clase de gorras luminosas intermitentes y objetos
fluorescentes. Margot me tira del brazo y, enseñándome un bastón fosforito con el dedo, me dice:
—Mamá, mira, ¡me apetece uno de estos!
—No, no quiero comprar este chisme, me parece demasiado caro —contesto de forma
desafortunada...
Ella, exasperada, me replica:
—Ya sé que no me lo comprarás, pero al menos tengo derecho a que me apetezca.
Pues claro que sí, estaba en su derecho. Me he dejado llevar por una vieja respuesta automática.
La cuestión de la frustración se plantea sin cesar en el acompañamiento de la evolución de un
niño. Entre los «permisivos» que intentan frustrar lo menos posible y los «autoritarios» que frustran
mucho más, ¿cuáles son las necesidades del niño?

Resistir a la tentación
En su libro La inteligencia emocional, Daniel Goleman cita una experiencia llevada a cabo por un
psicólogo, Walter Mischel, con niños de cuatro años. A los niños se les planteaba la siguiente
proposición: «Te dejo en esta habitación, hay un caramelo de miel en esta caja. O lo coges y sólo
tendrás uno o esperas pacientemente el tiempo que tarde en ir a hacer unas compras y te daré dos.»
Aproximadamente una tercera parte de los niños saltó sobre el caramelo justo cuando salió el
investigador. Los otros dos tercios esperaron su regreso y obtuvieron dos caramelos. Dado que esta
experiencia se llevó a cabo en una guardería de la universidad de Stanford, fue posible seguir a los
niños en el curso de su escolaridad.
Doce o catorce años más tarde, las diferencias en el terreno psicológico y social entre los
impulsivos y los demás eran espectaculares. Los que habían resistido a la tentación tenían mucha
mayor confianza en sí mismos, eran más sólidos, eficaces y capaces de superar los obstáculos. Eran
menos vulnerables ante la duda, el miedo y el fracaso, resistían mejor el estrés y sabían perseguir
sus objetivos a pesar de eventuales dificultades.
Los niños que se habían comido el caramelo de miel inmediatamente presentaban un perfil
psicológico más perturbado. Eran más testarudos, indecisos, evitaban el contacto con los demás, se
contrariaban con facilidad cuando las cosas no se desarrollaban según sus deseos y tendían a
abandonar ante las dificultades.
Al final de los estudios secundarios, los primeros eran netamente mejores alumnos. Obtenían
resultados un veinte por ciento superiores a los de sus compañeros. Saber resistir a un impulso,
retrasar la satisfacción de una pulsión, es muy importante para el futuro. A partir de los cuatro años,
las aptitudes de un niño permiten predecir sus capacidades futuras.
Los toxicómanos, los delincuentes, principalmente, son personas que no soportan la frustración.
El menor obstáculo a sus deseos se vive como una perjuicio grave.
La aptitud para administrar la frustración, para diferir una satisfacción, para subordinar el presente
a un futuro, es un elemento fundamental de la capacidad para ser feliz, pues es útil en la vida para
realizar proyectos y alimentar relaciones armoniosas con los demás.

¿Cómo aprende el niño a administrar la frustración?

Frustrar a un niño a propósito es un acto condenado al fracaso. Dejar llorar a un bebé, rehusar
tomarle entre nuestros brazos, privar a un niño mayor de caricias o de regalos, fueron estrategias
utilizadas por los padres de antaño para «no mimar» y educar para la frustración. Estos métodos han
demostrado su ineficacia.
El niño alimenta de este modo una sensibilidad particular a la frustración, y cualquier demora en
la satisfacción de una pulsión se convierte en intolerable, la carencia crea angustia que intenta con-
trolar mediante una dependencia (alcohol, droga, tabaco, pareja, comportamientos compulsivos...)
y/o se blinda, aprende a negar sus necesidades.
Algunas personas, que veían cómo daba el pecho a mis hijos cuando me lo pedían, es decir, cómo
respondía a sus necesidades y rehusaba dejarles llorar solos en una habitación, nos certificaron que
los convertíamos en seres debiluchos incapaces de administrar su frustración. En realidad, constato
que ambos administran su frustración de forma muy eficaz, e incluso sorprendente para su edad.
En Suecia, un estudio ha puesto en evidencia una reducción notable del número de caries gracias a
la instauración de un «día de caramelos». El niño puede comer golosinas un día por semana, y
ninguna el resto de la semana. Me interesó la idea, por lo de las caries, pero también para poner
límites no represivos al consumo de golosinas. Propuse la idea a mis hijos de cuatro y dos años.
Elegimos el sábado. Informamos de ello al resto de familiares. Era preciso evitar que una abuela o
un tío los tentaran de manera exagerada. Si recibían caramelos otro día, podían guardárselos para el
sábado. Si se los comían de todos modos, allá ellos. Sabían que yo no estaría contenta. En general,
esto bastaba para limitar los abusos.Yo expresaba tan sólo mi desaprobación, ni los castigaba ni los
reñía. Sabían que no se trataba de «obedecerme», sino que era un contrato de mutuo acuerdo.
Muy a menudo, cuando a Margot le daban golosinas, me las confiaba para «el sábado». A veces,
veía cómo se apresuraba a ponerse un caramelo en la boca o salía disparada hacia su cuarto para
disimularlos en un rincón... Uno o dos caramelos comidos no son nada en comparación con la
importancia de este aprendizaje. Ahora bien, ella debía sentirse libre en su elección entre comer o
guardar. De otro modo, la frustración se la habríamos impuesto desde fuera.
Incluso Adrien, de dos años y medio, había disimulado cuidadosamente tres caramelos que le
había dado la persona que lo cuidaba hasta el sábado siguiente. Otra vez logró conservar una piru-
leta que le habían dado en un restaurante durante todo el camino de regreso en coche, y me la
confió como su hermana al volver a casa. En cambio, el sábado (cuatro días más tarde), al
levantarse, sus primeras palabras fueron: «Quiero mi piruleta.»

Necesidades y deseos
Gracias a Francoise Dolto sabemos que demasiadas frustraciones pueden traumatizar, pero también
que la frustración es necesaria y ayuda a crecer. Sabemos que hay deseos y necesidades, y que no
podemos ponerlos a ambos en el mismo saco.
Los niños no necesitan el coche rojo o la muñeca rubia, sino que les apetece. En
cambio, necesitan absolutamente que su enfado, expresión de su frustración, se respete y oiga. Está
claro que es importante no decir sí a todo, resulta positivo que se les rechace algo de forma
justificada.
¿Que coge una rabieta de cuidado? En realidad no necesita el caramelo, aunque tenga muchas
ganas. Necesita expresar su frustración. Intenta que oigamos su furor. Es importante para él, porque
necesita comprobar que tu rechazo no significa una ruptura. Le has dicho que no, la relación está en
peligro, en seguida se siente superado por la intensidad de lo que siente. Chilla, pero obsérvalo,
intenta pegarte, busca el contacto. Si lo esquivas, pega la pared, un objeto, se arrastra por el suelo,
necesita reparar la relación. No lo prives, pues, del contacto en el momento en que lo necesita más.
Durante el intermedio, Margot mira con ganas un grupo de globos que pasa entre las hileras de
asientos.
—¡Mamá, quiero un globo!
Habría podido decirle no, y cantarle la lección:
—No puedo estar siempre comprando, estos globos son caros,
o mentirle:
—-No me queda dinero,
despistar su atención:
—Miremos juntas el programa, enséñame lo bien que sabes leer.
Recordando su reproche cuando entramos en el circo, he mirado los globos. También a mí me han
gustado, y he exclamado:
—El que me gusta más es el loro. Oh no, también está Simba con su papá.
Y ella me ha seguido el hilo:
—¡A mí me gusta más la sirena rosa!
Así que hemos dicho todo lo que nos gustaba. Un niño que estaba cerca ha participado en el
juego. «Mickey tampoco está mal»... Hemos pasado un buen rato hablando juntos, soñando... ya no
necesitaba comprar el globo. El deseo expresado de tener un globo ha desaparecido ante la
necesidad satisfecha (la necesidad de sentirse vinculada, de compartir algo).
Todo lo dicho no tiene nada de sistemático. Satisfacer las ganas dando caramelos o regalos no es
tóxico en sí mismo. Rechazar cualquier compra con la excusa de que no las necesitan sería una
injusticia. Los niños correrían el riesgo de deducir que se les prohibe el placer, con todas las
consecuencias que ello puede tener sobre su alegría de vivir presente y futura. Es bueno recordar
que los caramelos o los globos que se dan o se niegan no son tan sólo una golosina o un jugue-tito,
sino pretextos para un aprendizaje de la relación. No dejemos que unas cuantas golosinas alteren
nuestras relaciones con nuestros hijos.
La frustración es inevitable en la vida, así que es inútil poner más de nuestra parte. Un día, para
que el niño respete tus necesidades, para protegerle, para garantizar su salud, le vas a frustrar.
La cuestión, pues, es la siguiente: ¿cómo acompañar la aparición de la frustración? Acepta
escuchar su enfado.

«NO LE ENTIENDO»
El mensaje está desplazado
Margot se pelea con su hermano. Juegan a indios con muñequitos. Ella quiere el caballito gris que
su hermano aprieta celosamente en su mano, y no el marrón que él le propone. La crisis estalla. Ella
llora, quiere de todas todas el caballo que no puede tener. ¿Qué sucede?
Amplío mi mirada al conjunto de la escena: su madrina está sentada en el sofá y charla con el
padre de Margot. Unos minutos antes había subido a ponerle el pijama, y me había confiado: «Voy a
llenar de besos y mimos a mi madrina, porque no la veo muy a menudo.» Cuando hemos vuelto a
bajar, su madrina estaba enfrascada en la conversación. Margot no se ha atrevido a interrumpirla y
se ha puesto a jugar tranquilamente, cerca de allí. Esperaba una señal de su madrina para ir hacia
ella. Pero la señal no ha llegado. Estaba frustrada. Es imposible expresar el verdadero origen de la
frustración sin arriesgarse al rechazo. Entonces ha expresado su frustración de forma indirecta,
transfiriéndola al caballo. Ha entrado en conflicto con su padre, en lugar de con su madrina, pero el
mensaje estaba claro: «No me das lo que quiero.»

Ella traduce lo que no me confieso


Al regresar de las vacaciones de Navidad, Lucile llora:
—No quiero ir al cole, no tengo amigas.
Su madre no lo entiende.
—Claro que sí, ¿por qué lo dices? Tienes un montón. Alexandra, Chloé, Nuria, Saida, Camille,
son amigas tuyas, ¿no?
—Ya no quieren jugar conmigo.
—No es verdad, Chloé te invitó a su casa el miércoles pasado, vas a ir a casa de Camille la
semana que viene, y cuando llego a la escuela te encuentro enfrascada en tus juegos con una o con
la otra.
Lucile se traga sus lágrimas y, resignada, se dispone a ir a la escuela. Ampliemos una vez más
nuestra mirada al conjunto de la situación.
Lucile dice que no tiene amigos. Pero en realidad sí tiene. ¡A lo mejor no habla de ella! Dice
«yo» porque su madre no la oye cuando le dice «tú».Y sin embargo, Lucile tiene razón. Martine, su
madre, no logra relacionarse de forma profunda. Es de carácter muy sociable, superficialmente
extrovertida, pero en realidad no se gusta. Una vez establecido el primer contacto, prefiere alejarse,
por miedo a que la gente descubra quién es en realidad, es decir, quién cree ser: alguien muy poco
interesante que no tiene nada que decir.
Martine y Lucile han ido juntas de vacaciones. Se han reído y han compartido buenos momentos.
La niña ha visto que su madre estaba alegre, que salía de esta tristeza en la que se hunde con
demasiada frecuencia. No quiere dejarla sola una vez más con el pretexto de que vuelve a empezar
la escuela.
Ha intentado darle a entender a su madre que le iría bien tener amigos, amigas... Pero su madre le
ha contestado banalizan-do: «He tenido amigos, y bien, hoy ya no tengo, así es la vida». Entonces,
ante la duda de si irse a la escuela sin decir nada más, ha intentado un último mensaje, cargando ella
con el problema. Su madre no ha entendido nada. Claro que tiene amigas.Y ella intentaba decir a su
madre que le gustaría que ella también tuviera.
Una vez más, los caprichos no existen. Si no entiendes lo que tu hijo te presenta, intenta ir un
poco más lejos, reflexionar acerca de lo que puede vivir. ¿Qué está diciendo acerca de sus
necesidades? ¿Está expresando algo que no le pertenece?
Escucha el mensaje y amplía tu mirada para abrazar el conjunto de la situación. ¿A quién o a qué
puede dirigirse el mensaje?

Mi bebé llora sin razón


Los lloros se asocian al sufrimiento. En realidad, tal como explica muy bien la doctora e
investigadora Aletha Solter, son el esfuerzo del organismo para reconstruirse, son el proceso
terapéutico. «Llorar es una herramienta natural de reparación», nos dice. Llorar hace bajar la
tensión arterial, permite eliminar toxinas, relaja las tensiones musculares, restablece la respiración.
Después de haber llorado, pero llorado de verdad, sollozando profundamente, uno se siente
distendido, liberado.
El trabajo de psicoterapia consiste en gran parte en expresar emociones enterradas en el pasado
para encontrar el ser verdadero. Una vez se ha vuelto a encontrar el recuerdo de una experiencia
dolorosa, yo invito a las personas a «llorar hacia afuera» lo que nos duele. Los bebés, como todo el
mundo, necesitan llorar hacia afuera lo que les hace sufrir.
En consecuencia, el llanto no tiene siempre por motivación las necesidades inmediatas, puede ser
simplemente la expresión de tensiones acumuladas, de quejas relacionadas con el pasado. Cuando,
por ejemplo, el parto ha sido difícil, el bebé puede necesitar quejarse, a veces varias semanas más
tarde, por un nacimiento que ha vivido en el miedo o el dolor.
Los bebés tienen enormes necesidades de ternura, de contacto, de que les lleves contigo, de
olores, de caricias. Un bebé plantado durante horas en una cuna acumula tensiones que necesitará
«llorar hacia afuera».
Cuando las emociones suscitadas por los sufrimientos, las carencias, las frustraciones, no pueden
expresarse inmediatamente o nadie las oye, se graban en el cuerpo. Desde el momento en que el
niño percibe una ocasión para liberarse de todas estas tensiones, por ejemplo cuando su madre
vuelve a casa por la noche, la aprovecha y se pone a sollozar. Así expresa su sentimiento de
desamparo. Se descarga de lo que llevaba en su interior. Entonces necesita acompañamiento,
respeto por lo que vive, contacto, para aceptarse en esta emoción sin sentirse amenazado de
destrucción. No intentes hacer callar los llantos, al contrario, favorécelos para que el niño se sienta
liberado.
El pediatra T. B. Brazelton coincide con Aletha Solter a la hora de hablar de una necesidad de
descargar tensiones acumuladas durante el día. Según ellos, la mayoría de bebés llora un promedio
de una hora al día como mínimo.

Mi hijo lloriquea por todo


Los lloriqueos por cualquier cosa de un niño algo mayor pueden ser intentos de encontrar un medio
de llorar de verdad. Sus afectos están bloqueados y necesita una ocasión para liberarlos. El niño
busca un permiso, un pretexto para dejar salir sus lágrimas o su enfado. Incluso el niño mayor que
tiene acceso a la verbalización, o el adulto, necesitan llorar, gritar, temblar, para liberarse de
emociones fuertes.
De todos modos, hay lloros que curan y otros que mantienen el problema. Los lloros inútiles
empiezan en la parte alta del pecho, y pueden ser sin lágrimas. Son sentimientos de sustitución y
sirven para la represión emocional, y no para la liberación. Los lloros de liberación suelen ir
acompañados de sollozos y lágrimas.
Aprieta al niño contra ti con firmeza y ternura hasta que libere la emoción contenida. A menudo
comenzará rechazando el abrazo, y luego se pondrá a sollozar.

Sueños y pesadillas
Margot (cinco años) me viene a ver en plena noche:
—Mamá, he tenido una pesadilla, quería contártela. Había un lobo que ha atrapado una cabra. Ha
encerrado a la cabra en una jaula.Yo, con mis amigas, queríamos soltar a la cabra. Pero le teníamos
miedo al lobo. He logrado abrir la jaula, la cabra ha salido, pero el lobo me ha saltado encima y me
ha mordido la mano.
Todos los personajes del sueño representan distintas partes, distintas emociones, de quien lo
sueña.
El día antes, por la noche, nos habíamos peleado. Ella quería que yo le hiciera un nudo en los
cabellos con un pañuelo. Dado que el resultado no estaba a la altura de lo que esperaba, y que el
nudo no era «como el de su amiga», se había enfadado de lo lindo. Gritó, me pegó, quiso tirar por el
suelo mis papeles...
Volvamos al sueño. Podemos oír que una parte de los sentimientos de Margot (la cabra) han sido
encerrados en una jaula. Ella reprimía sus emociones. Una cabra es testaruda, tiene cuernos, sabe lo
que quiere. La cabra personifica probablemente deseos frustrados. Al fin ha logrado (con la ayuda
de sus amigas = con el pretexto del pañuelo) liberar la cabra. Pero le teme al lobo. Este lobo es la
personificación de su agresividad. Cuando ha liberado la cabra, el lobo le ha saltado encima =
cuando ha manifestado su emoción, su agresividad la ha invadido. Tiene miedo de lo que ha hecho,
ha orientado contra ella misma su agresividad. ¡Y aquella mano que pegó a su mamá se la ha
mordido el lobo!
Margot tiene tres años. Le cuesta dormirse y a veces se despierta por la noche: le tiene miedo al
lobo. Hemos terminado por darnos cuenta de que este pánico la visitaba regularmente cuando
durante el día había pegado a su hermano.
Cuando Margot pega a su hermano, se siente mala. No quiere sentirse mala, y entonces proyecta
esta maldad fuera de ella. No es ella, la mala, es el lobo, desde luego. Pero este lobo malo da miedo.
¡«Castigará» al niño por su maldad!
«Estoy enfadada, no debería estarlo, soy mala, no, el malo es el lobo y me castigará, tengo
miedo.»
Así, con frecuencia el miedo es el síntoma de que el niño dirige contra sí una ira indecible. De
hecho, Margot está furiosa con su hermanito que, decididamente, llama demasiado la atención de
todo el mundo. Necesita que sus padres le hagan sentirse segura.
Los lobos, los monstruos, los ogros... sirven de soporte de proyección a este enfado que es preciso
situar fuera de sí para no arriesgarse a que nos destruya. El niño puede tenerle miedo al ogro que
hay debajo de la cama, al monstruo del armario o al lobo que le comerá... cuando está despierto.
También puede verlos aparecer cuando duerme, en sus pesadillas.
Todas las pesadillas deben tomarse en serio. Escucha a tu hijo, intenta, junto a él, comprender lo
que representan las imágenes. El hecho de nombrar a los monstruos ya les quita poder.
Los monstruos pueden ser imágenes de la realidad, o que se hayan visto en la televisión y no se
hayan comprendido o identificado, o imágenes de las sombras que el miedo deforma, o bien
proyecciones de emociones inconscientes. Busca lo que sucede en este momento en la vida
cotidiana de tu hijo, en su vida de familia, pero también en el pasado reciente y, si se repite la
pesadilla, en el pasado más lejano.
¿Tu hijo ha tenido miedo de algo en ese día o en los días precedentes? ¿Tiene motivos para estar
enfadado? ¿Tiene una carencia? ¿Una frustración? ¿Uno de los padres está ausente? ¿Los padres se
han peleado? ¿Le han pegado? ¿Hay un secreto en la familia, algo que nadie ha querido o pensado
decirle? ¿Ha vivido acontecimientos dolorosos? ¿pérdidas, frustraciones, injusticias, choques
susceptibles de crear un trauma? (hospitalizaciones, mudanzas, accidentes...)
A veces, hechos muy antiguos vuelven a subir de esta manera a la superficie varios meses o
incluso varios años más tarde. Las emociones habían sido enterradas, esperaban un pretexto para
despertarse e intentar reaparecer en el sueño para hacerse oír.
Además de la verbalización, el dibujo es una herramienta excelente. Propon a tu hijo que dibuje
su pesadilla. Ello le permitirá tomar distancia, tener la sensación de poder dominarlo. Dibujar es
identificar, poner límites. En su dibujo, el niño combate el sentimiento de impotencia: me atrevo a
mirar mi pesadilla y la encierro en una hoja de papel, soy más poderoso que ella, tengo un poder
sobre ella.
Durante las noches siguientes, antes de acostarle, invítale a dibujar todas sus preocupaciones
«para que no vengan a molestarle por la noche». Cuidado, no interpretes su dibujo. No intentes
«psicoanalizarle», es una historia entre él y él. El dibujo de una pesadilla no te dará la ocasión de
descubrir la causa. Esta técnica es útil para ayudar al niño en una primera aproximación, pero si el
problema es importante, no bastará, evidentemente, para curarlo. La emoción bloqueada debe
liberarse.
Si tu hijo no tiene ganas de dibujar, o si quieres variar la panoplia de soluciones, puedes proponerle
que imagine en su cabeza una caja de preocupaciones. La decora mentalmente como quiere. Antes
de dormirse, pone todas sus preocupaciones del día en la caja, la cierra bien y no la vuelve a abrir
hasta el día siguiente.
También puedes regalarle una muñequita o un peluche, que hará las funciones de muñeca de
preocupaciones. Al acostarse le confia sus inquietudes, y ella las guardará toda la noche. Desde
luego, es muy importante volver a abrir la caja o descargar de nuevo a la muñeca de preocupaciones
al día siguiente. De otro modo estas técnicas no funcionarían mucho tiempo. Las preocupaciones
necesitan que las escuchen, y las soluciones deben irse adaptando.

La represión emocional
«Yo no tengo miedo», dice Máxime para hacerse valer delante de su amiga. Pero no se acerca al
gusano que ella sujeta en su mano.
«No me has hecho daño», dice Alexandre a su padre, que le acaba de dar una buena tunda.
«Perdona», dice Corinne a su hermano pequeño, reprimiendo la intensa ira que siente. Unos
minutos más tarde, se da un golpe contra un mueble.
Máxime, Alexandre y Corinne niegan sus afectos. Componen un personaje que no es ellos.
Durante toda su vida les faltará seguridad interior, porque no podrán confiar en lo que sienten
dentro de sí. Como Corinne, que se ha dado un golpe contra la mesa, se darán golpes contra los
acontecimientos de sus vidas.
¿Por qué Corinne ha chocado con esta mesa? Es un proceso inconsciente muy corriente en nuestra
experiencia cotidiana. Ha sentido una inmensa herida al verse obligada a tragarse su verdadera
emoción. Para defenderse de este sufrimiento, ha preferido infligirse otro, más físico y, en
consecuencia, más «objetivo», que le permite expresar dolor. No ha podido llorar la humillación
que ha sentido cuando su madre le ha propuesto que se disculpara con su hermano... y se otorga el
derecho a llorar porque se ha hecho daño con la mesa. Aunque, por desgracia, siempre puede haber
alguien que le diga: «¡Podrías ir con más cuidado!»
Reconocer las emociones propias, sean o no sentimientos agradables, sean o no pensamientos
agradables, sean o no comportamientos adaptados, significa aceptarse como uno es, construir la
confianza en sí mismo.
La consciencia de sí mismo se construye a medida que se van adquiriendo experiencias, y siempre
que las emociones se oigan, se aprueben y se hablen. En cambio, cuando el entorno (padres,
profesores...) niega sistemáticamente los sentimientos, rehusa oír, ridiculiza las emociones... el niño
llega a pensar que lo que siente, piensa y hace no está de acuerdo con lo que sus padres esperan.
Los padres de Máxime, de Alexandre y de Corinne a lo mejor están orgullosos de ver que sus
niños son tan valientes, fuertes o dóciles, pero no se dan cuenta del precio que pagan.
Todos tenemos emociones. Y todos sentimos las mismas emociones en las mismas circunstancias.
Todos los humanos son parecidos desde un punto de vista fisiológico. Todos nosotros algún día nos
hemos sentido tristes, cansados, turbados, aterrorizados, furiosos, encolerizados, culpables,
avergonzados, excluidos, celosos, envidiosos, aliviados, o felices... Pero como nadie habla nunca de
sus sentimientos profundos, cada cual se siente solo viviendo lo que vive. Cada cual se cree distinto
a los demás, porque siente emociones que los demás no parecen vivir. Se siente mal por tener
semejantes sentimientos, se cree inútil, malo, insoportable... Se juzga negativamente y se trastorna
con la idea de que los demás hagan lo mismo. En consecuencia, disimula sus afectos, se pone una
máscara que le parece que corresponde a lo que los demás esperan de él. Tiene un miedo incesante a
que alguien descubra que no es lo que parece, y trabaja cada vez más en su disimulo.
Todos tenemos fantasmas «impíos», pensamientos «impuros», o mejor dicho, que nosotros
definimos como impíos o impuros, porque nuestros padres no han querido confesar nunca que
tenían los mismos.
Todos tenemos fantasmas. Un fantasma es una imagen mental relacionada con un deseo, con una
emoción. Puede ser un fantasma de omnipotencia, veo a mi enemigo atado a un poste mientras le
miro riendo... un fantasma de ira, veo a mi enemigo herirse, caer, sufrir... un fantasma enamorado,
veo cómo el chico que me gusta viene a buscarme y se me lleva sobre su fogoso caballo... un
fantasma de miedo, veo a un monstruo que me persigue para comerme. .. un fantasma de desprecio,
imagino que cuando voy a tomar la palabra, los demás me mirarán con aire condescendiente y
despreciativo.
¿Quién habla de sus temores, sus sueños secretos, sus deseos? ¿Quién habla de su soledad o de su
frustración, sus celos o incluso su amor y su placer? Así que, de forma muy obvia, la conclusión es
simple: lo que pasa en el interior de uno es sospechoso, extraño, es mejor silenciarlo.
A menudo se cree que la represión de las pulsiones sirve para la vida en colectividad y que, si
todo el mundo «se escuchara», ya no podríamos vivir todos juntos. Observemos la realidad, el
índice de violencia nos muestra que la ruta de la represión no es la buena. La negación, el no tomar
en cuenta, la no escucha de las emociones, sólo consigue encerrarlas en una olla a presión. Cuando
las válvulas son insuficientes, la tapa salta.
Ciertamente, si concretáramos nuestros impulsos de pegar, estrangular, matar, torturar, cada vez
que tuviéramos esta fantasía, la vida se volvería imposible. De hecho, se apagaría en seguida, pues
nos mataríamos rápidamente entre nosotros. ¿El único modo de no matar al prójimo es reprimir la
ira? ¿No podemos aprender a reconocer nuestros afectos sin que éstos se conviertan en nuestros
amos?
Freud mostró ya que volverse consciente de las pulsiones destructoras, lejos de convertirnos en
seres destructivos permitía reconstruirse. Las ganas de destruir, de hacer daño a los demás, no son
una pulsión inherente al ser humano, son un mecanismo de protección contra la emoción. Para no
sentir que «siento» dolor, prefiero dirigir mi rabia contra otro. La represión de la emoción hacia el
inconsciente es lo que a veces lleva al individuo a estar sumergido y actuar de forma violenta.
Si reconocemos nuestros afectos, aceptándolos, aprendiendo a tolerarlos sin tener miedo a quedar
destruidos por ellos, otorgándoles palabras, podemos ser conscientes de la totalidad de nosotros
mismos sin tener que vivirlos realmente.
Es importante mostrar al niño que el reconocimiento y la expresión verbal de sus impulsos más
violentos no destruyen ni la relación ni a nadie.
«Comprendo que estés enfadado, y te sigo queriendo.» Si los padres no autorizan la expresión de su
cólera, la reprimirá con culpabilidad e inquietud. Si la madre rompe a llorar, el niño asimilará la
fantasía de que puede destruir a su madre. Si recibe una paliza, puede quedar aterrorizado ante la
idea de que le destruyan, sobre todo si es pequeño y todavía no diferencia bien entre él mismo y los
demás, pues entonces percibe los golpes de su padre o de su madre como la continuidad natural de
su propio enfado.
Cuando el niño (y más tarde el adulto, si no ha resuelto esta angustia en la infancia) debe reprimir
su rabia, puede tener miedo a quedar destruido desde el interior por ella. Contiene la rabia con
determinación, puesto que si deja que ésta se exprese... ¡correría el riesgo de estallar en pedazos!
Teme perder la consciencia de los límites de su ser, de su cuerpo, cuando en realidad, la expresión
de su cólera le permitiría tener el sentimiento de su contorno, afirmar su identidad.
Cuando los padres permanecen insensibles frente a la emoción del niño, cuando le mandan a su
habitación para que llore o «se le pase su enfado en otra parte», cuando no se ocupan de él, el niño
está desesperado. Comprende que sus emociones amenazan la relación. Apenas tiene elección. No
puede permitirse romper el vínculo, pues está en juego su supervivencia. Sus padres le protegen, le
alimentan... Para conservar la relación y, en consecuencia, sobrevivir, es preciso que borre lo que
siente, que se insensibilice.
El psicólogo Harold Bessell emplea una imagen muy gráfica. «Cuando uno trabaja con sus
manos, ve cómo aparecen los callos. Éstos protegen las manos y evitan que se cubran de ampollas.
Cuando uno se siente herido en sus emociones, se forma algo que parece un callo, algo que protege
a los tejidos contra la irritación que se avecina; pero evidentemente, como los callos de las manos,
este algo no es tan sensible ni flexible como la piel original. Una persona que estuviera
completamente cubierta de callos afectivos no percibiría el mundo de manera plena, abundante, ni
siquiera adecuada.»
Esto es exactamente lo que sucede. Nosotros mismos nos formamos callos afectivos durante la
infancia, que alteran en seguida nuestra percepción del mundo y nos ocasionan numerosos
problemas. Se trata de callos, protecciones contra la emergencia de las emociones de nuestra
infancia, que nos impiden ser tan sensibles como podríamos ante lo que viven nuestros hijos.
Para acompañar a un niño en la consciencia de sí mismo, el adulto debe estar libre de cualquier
«callo psíquico» o, cuanto menos, ser consciente de los mismos a fin de poder ponerse en el lugar
de su hijo sin proyectarse él mismo, poder sentir sus sentimientos sin filtrarlos o interpretarlos.
El miedo, los sollozos, la expresión emocional son sanadores. El problema no es el de jamás herir
o jamás mostrarse injusto hacia un niño. La cuestión es la de dejarle «decir», proporcionarle espacio
para vivir emocionalmente y liberarse de las tensiones ocasionadas por la herida o la injusticia.

1. Dr. Harold Bessell, Le Développement socio-affectif de l'enfant, Éd. Actua-lisation.

Mi bebé quiere su chupete


La función de los chupetes es, a menudo, la de evitar los llantos, son útiles para la represión
emocional. Cuando un bebé llora, los padres no tienen reparos a la hora de afirmar que necesita su
chupete para dormirse, para calmarse. En realidad, los padres no soportan los gritos del niño, así
que le piden que se calle. Le ponen el chupete en la boca, impidiéndole liberarse de las tensiones
que él reprimirá un poco más lejos, un poco más en su interior.
Tu bebé siente una emoción, reflejo de una necesidad. Intenta comunicártela. Tú interpretas que es
una necesidad de succión. Le das un chupete. Le estás enseñando a tu hijo a necesitar algo en su
boca cada vez que vive una emoción. ¿No crees que más tarde tendrá tendencia a estar picando todo
el día o a comerse las uñas cada vez que se sienta emocionado?

Es el bebé ideal, siempre está durmiendo


¿Nunca has oído esta frase? Muchos bebés duermen para no llorar. Es otra manera de no sentir
cuando no se le permite sentir. Dormir es una reacción de defensa contra el estrés.
Me quedé estupefacta las primeras veces que veía a mi hija caer en un sueño profundo cuando
entraba con ella en una galería comercial. Demasiado ruido, demasiada tensión... ¡mejor dormirse!
Los bebés que lloran duermen menos. Están menos cansados por sus tensiones, relajados por sus
sollozos, y a menudo se interesan más por su entorno y permanecen despiertos más tiempo.
¡No se expresa!
Matthieu no llora nunca. No le teme a nada. Acepta las frustraciones sin inmutarse. En su entorno,
se dice de él que es fuerte, que es valiente. Satisface el ideal social de virilidad y, sobre todo, ¡no
molesta a los adultos! Lo que pasa es que Matthieu es, en cualquier caso, una persona, con
sentimientos humanos. Si no muestra nada, ello significa únicamente que ya ha aprendido a retener
sus afectos, a enterrar en el fondo de sí mismo sus emociones, a hacer callar su ser interior.
Acaso imita a uno de sus padres, o incluso a los dos. Tal vez ha sufrido una grave injusticia, un
abandono, una falta que no ha podido comunicar. Quizás percibe un peligro si expresa lo que siente.
Tal vez sus emociones han sido reprimidas de forma sistemática desde que era un bebé, o bien el
sufrimiento interior es tan intolerable que prefiere no sentirlo. De cualquier forma, necesita ayuda
para salir de su caparazón, para atreverse a renacer en sí mismo. Su negación es proporcional al
sufrimiento del que se defiende.
Julien soportó a la perfección el nacimiento de su hermano pequeño, al menos ésta es la certeza de
sus padres. Nunca se ha mostrado celoso de Máxime. Le ha acogido con placer, le ha cuidado
mucho y, por otra parte, su comportamiento no ha cambiado en absoluto. Los padres no han visto
que, simplemente, Julien no se ha dado permiso para sentir ningún tipo de celos. Pensaba que no
tenía derecho a sentirlos, que no era lo bastante importante. Al adoptar un papel de hermano mayor
le han reconocido, aceptado.
Cuando su madre le anunció su divorcio y que papá se iba, Alexandra no dijo nada. Se fue a su
habitación, abrió un libro y se puso a leer. Su madre se sintió aliviada, con la impresión de que
Alexandra se lo había tomado muy bien. ¿Pero acaso es posible tomarse bien el anuncio de la
separación de los padres? Sí, si uno de los dos se muestra realmente violento o si las peleas son
continuas. En el caso de los padres de Alexandra, no sucedía nada de esto. A pesar de sus
divergencias, habían mantenido hasta el final una imagen de pareja unida. Según la madre,
Alexandra no tenía porqué saber que sus padres ya no se entendían.
Lo que se suele llamar «tomarse bien las cosas» equivale a reprimir los afectos. Y esta represión
no puede manifestarse sin una alteración de la persona. Alexandra se anestesió. No sintió nada
cuando su madre le anunció que su padre se iba, pero se juró en su interior que nunca amaría, para
no tener que sufrir después.
Pedro se burla fácilmente de su hija Amalia, y ella no replica. No se enfada, porque sabe que su
padre bromearía acerca de su susceptibilidad. A pesar de las alegaciones de su padre: «Lo digo por
decir, no puede tener ninguna consecuencia», siente dolor, y calificativos como «atontada» u otros
por el estilo resuenan en su cabeza y se graban como definiciones de sí misma.
La emoción es sana. Su represión es peligrosa para la persona. Los niños pueden disimular sus
sentimientos, incluso pueden defenderse de ellos hasta el punto de no sentirlos, pero en detrimento
de sus plenas capacidades emocionales y sociales .Y en igual medida disminuyen su coeficiente
emocional.
Para permitirse sentir y expresar las emociones, los niños necesitan que los padres se lo permitan.
Para que esta autorización sea válida, debe ser verbal y no verbal, es decir, manifestarse en
comportamientos concretos, y sobre todo ir provista de protección. Nadie puede expresarse si teme
que le ridiculicen o infravaloren. Para confiar en un adulto, el niño necesita estar seguro de que este
último le protegerá contra eventuales burlas.
Para confiar realmente en sus padres, los niños también necesitan estar seguros de la potencia
personal de aquéllos. La potencia no es ni la fuerza que obliga, ni el control o el poder, es un
sentimiento de seguridad interior y una aptitud para vivir sus propias emociones. Mostrarse fuerte,
ocultar los temores o los dolores a los niños no les da seguridad, sino que les transmite el mensaje
de que es preciso comportarse así en la vida. Ser potente no significa mostrarse insensible, significa
mostrar que no se teme a las propias emociones viviéndolas.
Cuando observes que tu niño no muestra la intensidad de sus sentimientos ante un acontecimiento
determinado, díselo. Ayúdale a identificar lo que siente: «Estás furioso porque no he jugado como
tú querías.»
¿Acaso sus padres temen las emociones? ¿Tal vez no se expresa para no ponerles en un
compromiso? Dale permiso para que su peso no recaiga sobre sus espaldas:
«No eres responsable de tus padres, ni de sus sentimientos.» «Tu madre no expresa lo que siente, tú
tienes miedo de sus emociones. Lo entiendo, pero no te alejes. Ayúdala a salir de sí misma,
¡atrévete!»

¿Está de morros?
El enfado es un lenguaje. Dice que hay sufrimiento, y que éste no es escuchado, y el niño prefiere
encerrarse en sí mismo.
Evita todo lo que pueda dificultar la salida de este enfado; las observaciones del tipo: «¡Estás de
morros!» o, «cuando dejes de estar de morros podrás sentarte a la mesa», subrayan inútilmente este
enojo. Decir o manifestar mediante la actitud algo como: «No me interesa un niño que está de
morros», es como decirle: «No me interesa tu sufrimiento.»
Tienes varias opciones:
• Intenta descubrir la emoción que disimula detrás de su enfado. Formúlala: «Veo que te has sentido
herido cuando he dicho a Julie que...»
«Estás realmente furiosa porque no te doy helado...» Ayúdale a expresarse: «Tienes todo el derecho
a decir que no estás contento, ¿sabes?», «Es verdad que no es justo, puedes decirlo»... «Me odias de
verdad cuando no te doy helado. Lo comprendo, ¿sabes?»
• Mostrar una cierta indiferencia, por supuesto no hacia el niño, sino hacia su comportamiento
cerrado: sigue haciendo lo que hacías como si no pasara nada. La indiferencia debe ser breve. No
debes dejar que un niño esté de morros más de unos minutos. El enfado se autoalimenta y cada vez
es más difícil para él salir indemne. Si es un niño pequeño, pues, al cabo de unos minutos ve hacia
él con ternura: «Bueno, cariñito, ¿aún estás enfadado?» Abrázale, bésale y llévale con naturalidad
hacia una nueva actividad.
Si es mayor, atráele hacia otra actividad que le guste sin volver a aludir a su enfado.
No olvides nunca que el niño debe encontrar una salida positiva. No le obligues a salir humillado
de este enfado. La humillación es un auténtico veneno para su psiquismo.

¿Es demasiado «buen niño»?


¿Cuida de maravilla a su hermanito o a su hermanita?, ¿nunca, pero nunca tiene un movimiento de
enfado hacia él o ella? ¿Te parece demasiado «buen niño»? Es probable que se esté defendiendo de
unos celos que percibe como prohibidos o peligrosos en virtud de un mecanismo que los
psicoanalistas denominan «formación reaccional». El sentimiento que manifiesta es una inversión
del sentimiento real. Se muestra extremadamente bueno para no dejar aparecer su «maldad». No
puede reconocer en sí mismo sus sentimientos agresivos y celosos, se sentiría malo, y esto es
intolerable. Su amabilidad impide el contacto con su cólera, y restaura su imagen de niño bueno.
Dale permiso para estar celoso o enfadado. Dile hasta qué punto sus sentimientos son naturales y
normales. Evoca, si es preciso, tu propia infancia y tus celos.
Los celos no reconocidos en la infancia alterarán las relaciones con los demás en la edad adulta.
Si se miran de frente y se aceptan, los celos pueden superarse, curarse.

¿Acusa a otros?
Asumir la responsabilidad de una tontería, de un error, le dará el sentimiento de ser malo... No
quiere que le perciban de este modo. Es bueno. Así que el malo es otro. El niño proyecta hacia un
hermano, un compañero, un amigo imaginario o incluso sobre ti la responsabilidad de lo que acaba
de hacer, o la emoción que no soporta.
Sobre todo no le eches las culpas. Su imagen ya es demasiado frágil. Por esta razón no puede
tolerar la emoción. Ayúdale, pues, a solidificar su imagen de sí mismo, confírmale que le quieres de
forma incondicional, es decir, incluso cuando se equivoca, cuando rompe un juguete, derrama la
leche o pega a su hermana... Puedes reprobar su comportamiento, pero sigues queriéndole, sigue
siendo tu hijo. Dale seguridad, todo el mundo siente alguna vez la ira, los celos o la rabia.
Muchos niños de tres a cinco años se inventan amigos imaginarios a los que atribuyen sus
travesuras. No les acuses de mentirosos... Intentan administrar como pueden un acceso demasiado
importante de culpabilidad. Tranquilízales acerca de tu amor y tu estima hacia su persona. En
cambio, puedes pedirle (respetuosamente) a tu hijo que ayude a su amigo a que se porte bien.
Confíale la tutela de su compañero imaginario. No te inquietes, tu hijo sabe que su amigo no existe
«de verdad», aunque afirme lo contrario. Y sabe que tú sabes que él sabe...

Contener sin reprimir


Interesarse realmente por los sentimientos y las ideas de un niño le ayuda a ser él mismo.
Acompañar a un niño en su consciencia de sí mismo significa ante todo escucharle de verdad, sin
juzgarle, sin aconsejarle, sin intentar dirigirle, simplemente permitiéndole nombrar lo que vive,
ayudándole a identificar, a aceptar y a comprender lo que pasa dentro de él.
El cerebro del adulto es completamente maduro, y le da la posibilidad de administrar solo su
emoción. El cerebro del niño no ha terminado su desarrollo. Las áreas frontales que ayudan a cen-
trarse sobre otra persona, las zonas corticales superiores que permiten apoyar las emociones, es
decir, nombrarlas con palabras, darles sentido, se están construyendo. El cerebro límbico ordena
temores, risas o lágrimas sin la mediación de las áreas llamadas superiores.
En consecuencia, el niño necesita el acompañamiento del adulto para que no le invadan y superen
sus afectos, para canalizar su energía, para aprender a expresar sus necesidades de manera so-
cialmente aceptable, para saber que no corre peligro si da vía libre a lo que siente. Así, es preciso no
dejarle solo con sus emociones cuando todavía no dispone de herramientas mentales para
administrar de forma eficaz lo que vive. Significaría entregarle al registro de las defensas psíquicas
arcaicas, como la negación, la anulación, la disociación, la proyección hacia otra persona, la
formación reaccional... que ciertamente son medios eficaces para dejar de sentir (los callos aludidos
con anterioridad) pero a cambio de alterar el contacto con la realidad.
En lugar de dejar que nuestros hijos se enfrenten solos con sus monstruos interiores, podemos
estar allí. Los padres tienen la responsabilidad de la seguridad afectiva de los niños.
Martin te pega y te dice: «¡Ya no te quiero!» Si te sientes herido, y si entonces escuchas tu herida
en lugar de intentar escuchar la suya, si le contestas: «Yo tampoco te quiero», o bien: «Vete a tu
habitación, ya volverás cuando estés calmado», Martin se sentirá terriblemente abandonado. Te
necesitaba, te lo enseñaba pegándote, puesto que pegar es buscar el contacto, te gritaba poniendo en
juego su amor por ti... ¿y tú le rechazas?
Un niño es un niño, y todavía no sabe decir bien las cosas. El papel de un padre es, justamente, el
de ayudarle a expresarse con las palabras adecuadas y no el de entablar una competición emocional.
El adulto puede controlar sus impulsos. Es natural que las emociones de los niños sean prioritarias
frente a las de sus padres.
Desde luego, a medida que el niño crece, el padre se retira. Pero si se ha ausentada demasiado
pronto, el niño no ha podido aprender y está desamparado, entregado a sus mecanismos de defensa
de control de la angustia.
Para comprender mejor lo que pasa, fijémonos en el bebé. Es muy pequeño, y aún no tiene
ninguna consciencia de sí mismo en tanto que sujeto separado de su madre. Nosotros, los adultos,
sabemos que sentimos dolor, existimos fuera de nuestro dolor. En cambio, el bebé está mal. Se
encuentra invadido del todo por la angustia y necesita terriblemente una intervención de su mamá.
Necesita su presencia, sus palabras, su amor, su amparo. Dado que sus límites corporales y
psíquicos aún son borrosos, el contacto arropador de su madre le permite contener sus afectos y
sentirse seguro.
Los niños están en el momento presente. Todavía no han desarrollado la capacidad de proyectarse
hacia el futuro, por lo que la intensidad de lo que viven adquiere mayor envergadura. No «saben»
que su dolor pasará, que el enfado se terminará, que podrán volver a encontrar de nuevo sus
sensaciones de comodidad. Son pequeños y se siente invadidos por la emoción. Nosotros, los
adultos, sabemos que el presente pasa.
El niño necesita sentir la solidez de sus padres cuando vive una emoción y también necesita ver
cómo éstos atraviesan emociones, aunque sean fuertes, sin ser destruidos.
¿Qué te parece? ¿Debemos coger en brazos a un bebé que llora o crees que si lo hacemos lo
vamos a «malcriar»?

¿Debemos acudir al menor lloro?


Un recién nacido llora. Tiene hambre. Su madre tarda noventa segundos en responder, y el bebé se
calma en cinco segundos. Si su madre no contesta hasta tres minutos más tarde, el niño tardará
cincuenta segundos en calmarse.
Cuando multiplicas por dos el tiempo de intervención, multiplicas por diez la duración del llanto
del niño.
Cuanto más esperas, más difícil le resulta reorganizarse en su interior.
¿Qué sucede, según el bebé, si nadie viene cuando llora? No es capaz de decirse «ya pasará».Todo
él es dolor. No puede decirse que mamá vendrá «más tarde», cuando termine de fregar los platos, de
llamar por teléfono, de hacer otra cosa. Está mal... nadie viene. Esta madre que debería socorrerle,
protegerle, no lo hace. ¡Así que ella es capaz de hacerle daño! Es peligrosa, ya no puede confiar
más en ella. Es imposible, ¿cómo puede retirar la confianza a su madre? ¿A la persona de la que
depende para sobrevivir? Entonces, el pequeñín conserva la confianza en su madre, y prefiere
alterar su percepción interna, anular su sufrimiento, sus emociones, ¡son ellas las que son
peligrosas! Su dependencia respecto a su madre aumenta, puesto que ha perdido sus referencias
internas, y ella sigue siendo la persona que sabe lo que él necesita y cuándo.
En cambio, si los padres manifiestan amor a su hijo, sean cuales sean sus emociones, él aprende
que éstas no son peligrosas. Está preparado para escucharlas y saber lo que dicen, porque sus padres
están preparados para oirías. Esto es lo que permitirá que, poco a poco, el niño constituya un
sentimiento de su permanencia. Esté triste, alegre o enfadado, sigue siendo el mismo niño o la
misma niña.

¿Qué hacer?
Cuando un niño experimenta una emoción, tu pregunta es «¿Cómo puedo ayudarle a tener
consciencia de lo que pasa en su interior?»
En el caso de un recién nacido, interven lo más rápidamente posible. Intenta identificar su
necesidad y dale satisfacción. Sabe mejor que tu médico o que tu reloj si tiene hambre. Acompáñale
en la expresión de sus afectos. Si todas sus necesidades fisiológicas parecen satisfechas, entonces se
trata de una necesidad psicológica. Permanece a la escucha de tu corazón. Déjale que te confíe su
queja, su protesta, su angustia.
Cuanto más crece el niño, más autónomo es en la administración de sus emociones. Puedes
tomarte unos instantes antes de precipitarte para observar cómo se las apaña con lo que vive. Si no
te pide nada, confía en él.
Déjale espacio para expresar. Tenemos tendencia a «consolar», y yo la primera. Pero me aguanto.
Cuando uno de mis hijos llora, intento escucharle antes de consolarle: «¡Ya veo que sientes dolor!»
Si se ha hecho mucho daño, incluso le animaré para que llore: «¡Llora, cariño, llora todo lo que
quieras, abrázame y llora, tienes daño!»
La pregunta «¿Por qué?» debe evitarse a toda costa. «¿Por qué lloras?» puede vivirse como una
culpabilización o una infravalora-ción, puede dar a entender que no hay razón alguna. Y luego, la
pregunta invita a reflexionar, y el niño no está en ello. Necesita expresar su emoción antes de poder
hablar de la misma. Además, si supiéramos porqué llora tendríamos la tentación de resolver su
problema, de proponerle soluciones. No lo necesita. Probablemente es capaz de enfrentarse solo con
su problema, únicamente necesita que se escuche su emoción.
En lugar de este «porqué», intenta «¿qué pasa?» o «¿qué sientes?», que acompañan la experiencia
interior.

La escucha empática
La escucha empática consiste en reflejar lo que entiendes en lo que acaba de decir el niño,
quedándote con los aspectos significativos, es decir, la emoción, el sentimiento o el deseo. No se
trata tanto de escuchar las palabras como de entender lo que hay debajo de las mismas.
Céntrate en el movimiento interior del niño más que en los hechos. Acompaña a tu hijo, y no a los
acontecimientos exteriores.
A la frase:
—¡No tengo ganas de dormir! responde:
—¡No tienes ningunas ganas! en lugar de:
—Es preciso que duermas para estar bien mañana.
Y puedes seguir diciendo algo así como:
—Puedes no tener ganas, es verdad, preferirías seguir jugando, puedo entenderlo (mientras
continúas acostándole...).
¿No crees que funcione? Pruébalo. Si ya has entablado un juego de poder con tus hijos, es
probable que, los primeros días, Martin o Amélie resistan. ¿Realmente es tan dramático que se
duerman algo más tarde? El aprendizaje del respeto de sus propios ritmos merece una cierta
elasticidad en la regularidad de las horas de sueño. Cuando hayan comprendido que respetas sus
sentimientos sin entrar en un juego de poder, aceptarán que se sienten cansados, y se acostarán con
mayor facilidad a la hora conveniente. A menudo podemos confiar en nuestros niños para saber lo
que es bueno para ellos, salvo si nos hallamos en una relación de fuerza con ellos.
Cuidado, en tus reformulaciones, tu actitud interior es más importante que las palabras que
emplees. Una frase absolutamente perfecta en el terreno sintáctico y que detecte con precisión la
experiencia del niño puede ser totalmente ineficaz. Se trata de COMPADECERSE, de mostrar una
escucha EMPÁTICA. Es decir, escuchar la resonancia emocional en lo que dice el niño, ponerte por
un momento en su lugar, sentir lo que siente, escuchar desde su interior lo que está viviendo.
—Mamá, ¿voy al fútbol o me quedo a trabajar? —Estás dudando, ¿qué tienes?
—No tengo ganas de ir al examen de mates. —Estás inquieto.

Al reformular, no juzgas, no comentas, no intervienes, simplemente acoges el sentimiento del


niño. Entonces se siente reconocido, validado. Adquiere el sentimiento de que tiene derecho a sentir
por sí mismo, a expresarse, y de que puede confiar en lo que siente.
No puedes imaginar lo bien que irá esta actitud para ti, para él, para vuestra relación.
De todos modos, procura respetar su jardín secreto. Es inútil intentar obtener una confidencia a
cualquier precio. Es importante no forzar la palabra. Como en todas las cosas, los excesos son
malos.
Estar de forma sistemática y permanente a la escucha podría provocar el efecto inverso, y
convertir a tus niños en dependientes o agresivos para defenderse de tu intrusión constante. Puedes
confiar en tus hijos. Tu papel no es el de resolver sus problemas o allanar las dificultades de su
camino, sino el de proporcionar recursos, o más bien de ayudarles a construir la confianza en su
capacidad para encontrar recursos en cualquier circunstancia.
Tampoco caigas en la «lectura de pensamiento» o en la interpretación. En virtud de un mecanismo
de proyección, de contaminación de nuestras propias emociones, a veces podríamos ponernos a
pensar en lugar del niño. La decodificación de la emoción debe ser muy respetuosa respecto a los
matices que vive. Interpretar en función de nosotros mismos, pensar en su lugar, representaría de
nuevo encerrarle en una definición y no estar dispuesto a escucharle.
En conclusión, para acompañar las emociones de un niño, como, de hecho, de cualquier persona,
ejerce simplemente tu capacidad de compasión. Ponte en su lugar, intenta sentir lo que sentirías en
la misma posición y en las mismas circunstancias. Nada de lo que es humano es ajeno a lo humano.
Tú también has sido un niño o una niña. Puedes comprender lo que pasa en su interior.
Procura no «psicologizar» a ultranza. La verbalización no siempre es necesaria, y tampoco es
suficiente. La respuesta mediante el contacto físico, la caricia, la satisfacción de la necesidad, es
fundamental. No se trata de explicar de forma permanente los comportamientos del niño, sino de
ayudarle a expresarse con palabras cuando sea necesario, es decir, para poder salir de una situación
comprometida o para acompañar un acontecimiento doloroso.

Las etapas del acompañamiento emocional


1. Acoger no verbalmente mediante la mirada. Estar presente en tu respiración, en tu actitud
interior.
Eventualmente, según la edad del niño, cogerle entre tus brazos.
2. Expresar con palabras lo que siente:
«¡Veo que estás enfadado! ¡Oh, estás triste! ¡Tienes miedo!»
1. Permitir que la emoción vaya hasta su resolución.
2. Cuando la respiración del niño vuelva a ser normal, es el momento de hablar.

Desde luego, esta escucha empática podría llegar a ponerte en contacto con tus propias
emociones, despertar las carencias, las angustias de tu propio pasado...
Es difícil respetar la ira de un niño cuando uno mismo no sabe encolerizarse de manera sana. Es
casi imposible coger a un niño en los brazos para acompañarle en la travesía de una tristeza si ésta
nos recuerda con demasiada fuerza una desesperación que jamás escucharon nuestros padres...
Si tus hijos no pueden confiarse en su verdad, terminarán por extraviarse, o incluso por cortar el
contacto contigo. A menos que sus alas hayan quedado tan estropeadas que se vean obligados a
permanecer dependientes de ti durante toda la vida.
Cuántos padres hay que no entienden porqué sus hijos, una vez ya son adultos, dejan de ir a
verles, cuando resulta que «lo han hecho todo por ellos». Lo que pasa es que olvidaron respetarles
en sus afectos.

«¡Me irrita con sus tonterías!»


A veces, las emociones de tus retoños te exasperan. Existen varias hipótesis posibles:
1. Simplemente estás cansado y una emoción resulta demasiado.
2. Tienes tus propias emociones y necesidades, que no reconoces, y te sientes en competición
con tu hijo.
3. La emoción que expresa no es justa, es una manifestación pantalla que disimula el verdadero
sentimiento.
4. Es una emoción que no te permites.
5.Te recuerda tu propia infancia.

Cuando se supera el límite


Cuando un niño llora «por cualquier cosa», probablemente está cansado. En el caso de los adultos
sucede lo mismo: cuántos padres se irritan «por cualquier cosa» (eligen con mayor facilidad esta
manifestación que el llanto), y tal vez tan sólo están cansados.
Demasiados padres se niegan a reconocer que están agotados. Quieren seguir dando una y otra
vez, hacer la vajilla y la colada, leer un cuento y jugar con las Barbies, ser «buenos padres». Tarde o
temprano estallan, y un plato que se derrama o unos calzoncillos tirados por el suelo desencadenan
su furor.
Reconocer la fatiga y formularla a los niños puede permitirles identificar la verdadera causa de tu
furia. No son «insoportables», sino que tú has alcanzado tu límite. Tu tolerancia ante el ruido y el
caos es mínima, necesitas calma y reposo.

Cuando una emoción oculta otra


¿Te exaspera que Marthe estalle en sollozos cuando su falda le aprieta demasiado, que Olivier se
muestre aterrorizado por el perro inofensivo de su abuela, que Pierre se enfade con su hermano por
una fruslería?
Escucha tu intuición. Reaccionas ante una distorsión. La verdadera emoción de Marthe era la
cólera. El miedo de Olivier disimula otro temor, el de separarse durante unos días de su madre. Está
inquieto ante la idea de que ella no vuelva, y no se atreve a decir que no está de acuerdo. Pierre
tiene miedo de su examen de mates. Tu irritación te indica que la emoción que han mostrado oculta
otra. Hay otra herida, otro problema, otra carencia probablemente más crucial que se debe escuchar.
Cuando las emociones no pueden decirse en su autenticidad, se disfrazan, se desplazan hacia
objetos de substitución (un perro, un caracol, las mates...), se reemplazan por otras. Disimulan la
verdad y ocultan la auténtica necesidad, indecible.

Haz como yo...


¿Cómo soportar que tu hija chille de rabia cuando tú no te has atrevido nunca siquiera a decir no a
tu propia madre? ¿Cómo aceptar que tu hijo llore cuando tú misma nunca has derramado una
lágrima?
Un padre que no muestra sus emociones esperará de buena gana de sus hijos que sean
«fuertes» como él. A una madre que no expresa lo que siente le costará soportar los gritos de sus
hijas...
¿Prohibes una emoción a tus hijos? Tus padres te la han prohibido, o tú la has enterrado porque te
parecía demasiado peligrosa... Aceptar oiría procedente de tu hijo o de tu hija chocaría con las
decisiones inconscientes que tomaste en tu infancia... Te obligaría a cuestionar la educación que
recibiste de tus padres... No quieres oír a tu hijo para proteger la imagen de tus padres.

¡No tiene derecho a estar enfadado, eres tú quien lo está!

Quería sus macarrones con salsa de tomate, y tú has puesto mantequilla. .. Se pone a chillar. Tu
adolescente critica a su profesor de geografía e historia, tu hija le grita a su hermano que pone la mi-
nicadena a tope... Generalmente eres paciente, pero hoy, NO. Echas pestes, estás fuera de tus
casillas.
Por una razón X, estás irritada. Refunfuñas interiormente contra tu marido que lee tranquilo el
periódico y lo deja todo en tus manos, contra tu esposa que sólo piensa en ella misma, contra tu jefe,
contra el fontanero, contra tu madre... ¿y tu hijo coge una rabieta? Es la gota que hace derramar el
vaso, ¡y proyectas tu ira hacia este culpable!
¿Sus macarrones no le gustan? Tus razones son mucho más importantes que una simple salsa de
tomate, que unos deberes de geografía o que una minicadena.
Es raro constatar cuántas de nuestras propias emociones pueden permanecer desconocidas .Y sin
embargo, se manifiestan en esta exasperación desmesurada hacia nuestros hijos. Es preciso señalar
que, a menudo, éstos nos excitan... ¿Es casualidad que estén particularmente nerviosos el día que
menos lo aguantamos? Parece casi como si intentaran hacernos estallar. Sí. Los niños son
extremadamente sensibles a lo que viven sus padres. Mediante una suerte de telepatía, captan las
emociones que no se dicen, las tensiones. Se sienten inseguros y reaccionan con comportamientos
que provocarán la exasperación de las tensiones de papá o de mamá, hasta su liberación.
«¡Parece como si les gustara que les chille!», dice sorprendida Valérie.
Cuanto más inconsciente sea el padre de sus propias emociones, más recaerán en sus hijos, que
intentarán expresarlas en su lugar y las llevarán hasta el límite.

¿Te sientes demasiado nervioso por un deseo o un comportamiento de tu hijo? ¿Eres incapaz
de escuchar los llantos de tu bebé, las rabietas de tu hijo mayor o el desespero de tu hija?
¿Les insultas sin poder evitarlo?
Plantéate estas preguntas: ¿Qué razón podría tener yo en este momento para sentirme irritado?
¿Existe en mi vida una carencia, una frustración, un sentimiento de impotencia? ¿Me han herido?
¿Tengo un problema que no sé resolver?

«Cuando hace esto, me pongo violento»


Cuando Paul o Arielle nos recuerdan nuestra propia infancia nos cuesta mucho más conservar el
control de nosotros mismos.
«Cómete la sopa.» Martine echa pestes. Rémy le da un empujón al plato, la sopa sale despedida
por toda la cocina y sobre su madre, que estalla. Le coge brutalmente por el brazo, le inflige una
buena paliza y le trata de «malo» y de «niño feo».
«Sentí cómo me invadía la violencia de mi propia madre», me confió Martine más tarde.
¿Qué ha pasado? Normalmente su hijo come sin dificultad. Aquel día, Martine estaba estresada.
Rémy sintió su estrés y... como todos los niños, se puso al servicio de sus necesidades emocionales.
Le dio la ocasión de sacar su rabia, de «desahogarse».
Martine sintió a la perfección que le invadía un furor que la superaba. Revivía la violencia de su
madre, pero esta vez al otro lado de la barrera. Cuando era niña, su papel era el de víctima. Siendo
adulta, ella adoptaba el de perseguidora y su pequeño Rémy asumía el de víctima. La madre de
Martine no toleraba que su hija desobedeciera sus órdenes terminantes. Se ponía violenta y la
pegaba.
Paula tiene un hijo de dos años y medio. Al cabo de unos minutos en el parque, ya tiene bastante,
y sin embargo se queda cada jueves por la tarde, y se siente culpable porque no está a gusto. Se ha
cogido un día de fiesta por semana para estar con su hijo, y le dedica todas las noches y los fines de
semana. Cuanto más tiempo intenta pasar con él más se irrita consigo misma por aburrirse de este
modo.
¿Por qué se aburre con su hijo? El aburrimiento significa que Paula reprime emociones, pone
sobre sus sentimientos la tapadera del aburrimiento para no sentirlos (véase La inteligencia del
corazón). ¿Cuál puede ser la naturaleza de estos afectos reprimidos y de dónde vienen?
Los padres de Paula nunca jugaron con ella. No tiene ningún recuerdo de intimidad alegre ni con
su padre ni con su madre. No obstante, se niega a mirar lo mucho que ha sufrido por ello. Se dice
que no podía ser de otro modo... Por el hecho de haber negado sus emociones de niña, ahora es
incapaz de jugar y de reír con su hijo.
Para compensarlo, hace de todo por él, para darle gusto, para su bien. Le lleva al parque, al
tiovivo, a montar en poney... Reprime sus emociones, se niega a oír su propia frustración. Cuando
vuelve a casa... su rabia inconsciente la guía hacia un acto de destrucción. Sin pensarlo, pone el
jersey de cachemira en la lavadora. Cuando sale, encogido y arrugado, se siente culpable. Es su
manera de orientar hacia ella misma su agresividad y de permitirse sentir la culpabilidad.
Cualquier padre o madre revive su propia infancia a través de sus hijos. De ahí nace toda suerte de
problemas. Proyecciones de su propia experiencia, reactualización de sentimientos dolorosos
enterrados, pulsiones de odio que resurgen desde la infancia, celos, cosas nunca dichas, secretos de
familia, recuerdos de humillaciones o de frustraciones, sentimientos de vergüenza, de culpabilidad,
todo este pasado está ahí, inconsciente la mayor parte de las veces, y nos impide reaccionar de
manera apropiada en relación con nuestros hijos.
Cuando este pasado no está curado, el padre o la madre reproducen de manera automática, incluso
compulsiva, el comportamiento de sus propios padres hacia ellos.
La repetición de los comportamientos abusivos y violentos de nuestros padres hacia nuestros hijos
tiene la finalidad de encerrar el dolor lo más lejos posible de uno mismo, de negarlo... Hago como
mi madre porque a mí me ha ido bien, no me ha ido mal. El mecanismo es complejo. Identificarse
con el padre o la madre abusivos es, a la vez, un intento inconsciente de comprender lo que pasaba
dentro de aquél y un medio de vengarse en otra persona del sufrimiento experimentado, de permitir
que la intensa rabia reprimida se exprese al fin. La venganza se ejerce sobre una persona
substitutiva, el propio hijo, o bien sobre cualquier otra persona vulnerable y dependiente de uno.
Dado que no es el auténtico culpable, esta venganza es insaciable.
Cuando, consciente de haber sido traumatizado, se aplica a actuar en sentido inverso, el padre
desolado e impotente constata a menudo que a pesar de él, parecen producirse los mismos efectos.
Lo opuesto es tan sólo la otra cara de la misma carta. Hacer «lo contrario» que los padres significa
seguir actuando en función de ellos, y continuar sin ver a su hijo.

Curar la propia infancia


Existe un solo camino para escuchar de verdad a nuestro hijo: curar nuestra propia infancia. Para
liberarnos del pasado, nosotros también necesitamos soltar nuestras emociones. Nuestros padres no
supieron estar atentos a nuestras necesidades emocionales, no escucharon nuestros temores y
nuestros enfados. Las heridas han quedado marcadas porque no hemos sabido llorarlas. Acaso ni
siquiera hemos podido identificar lo que nos hacían como heridas o injusticias, de tanto que nos
aseguraban que era «por nuestro bien». No había ningún testigo para restablecer la verdad.
Enterramos nuestras tensiones, y hoy vuelven a salir frente a nuestros hijos.
Para curar, se trata de mirar la realidad de nuestra propia infancia. Dejar de idealizar a los padres y
atreverse a ver que nos han podido hacer daño o que tal vez han sido injustos. Recordar. Otorgarse
el derecho de sentir las emociones a las que cuando éramos niños tal vez ni siquiera tuvimos acceso.
Cuando hayas expresado la ira contra las injusticias que has sufrido, cuando hayas llorado con
compasión por el niño que hay en ti, podrás escuchar a tu hijo en su verdad.
¿Despierta en ti un sentimiento inaguantable? Allí existe un nudo. Puedes afrontarlo. Mira
simplemente cómo ascienden los recuerdos. Escucha al niño que hay en ti, dale lo que no ha
recibido jamás, atención hacia sus sentimientos. Encuentra de nuevo imágenes del niño o de la niña
que eras, y ábrele un espacio en tu corazón.
íntimamente, tú, el adulto de hoy, imagina que vas a encontrarte de nuevo con ese niño que eras.
Imagina un encuentro entre el tú de ayer y el tú de hoy. El adulto se sienta junto al niño y le
escucha, le acaricia. Le comprende y le ama.
Para ayudarte en este trabajo puedes recurrir a un psicoterapeuta o escuchar un cassette de
relajación dirigida, que te ayudará a dejar que tus recuerdos vuelvan a aparecer y se curen.1

1. Cassette Trouper son propre chemin, volumen 1, cara 1. En venta en algunas librerías especializadas o escribiendo
a Isabelle Filliozat.
Capítulo 4
El miedo

Cuando arranca la noria, una niña de ocho años llora.


—¡No quiero ir, tengo miedo!
—No hay ningún peligro. Venga, no seas gallina, no nos fastidies el día.
La niña solloza con más fuerza. Un hombre de la cola interviene: «Tiene derecho a tener miedo.
No vale la pena que os fastidiéis vosotros, id y dejad que ella os espere.»
La niña esboza una gran sonrisa. ¡La han escuchado! El resto de la familia monta en la cabina...
Ella se queda en el suelo mirándoles, y encuentra a una amiguita para charlar. Está radiante.
Forzar a afrontar algo es inútil, y en general refuerza el miedo. Ayudar a alguien, sea niño o
adulto, a superar un temor precisa su tiempo, el tiempo que se necesita para que el miedo deje su
lugar al deseo. Cuando la decisión de afrontar algo viene de ti, el niño lo hace por dependencia y no
por elección, no moviliza sus propios recursos, no se siente responsable. Ser dependiente aumenta
el miedo.

¿Debemos escuchar su miedo?


En la playa, Thomas, de dos años, está aterrorizado. Se niega a entrar en el agua, incluso con el
hermoso flotador en forma de pato. Su papá también se ha gastado el dinero en una soberbia barca
hin-chable, pero Thomas chilla cuando intenta instalarle dentro.
Los padres, contentos ante la idea de chapotear con su querubín, compran bonitos juguetes
multicolores y de formas atractivas... y él se queda aterrorizado ante la idea de mojarse la punta del
pie en el agua o de instalarse sobre ese objeto inestable. A los pequeños les cuesta comprender las
razones que impulsan a sus padres a querer ponerles a cualquier precio en una situación tan poco
confortable.
¡Qué frustración para el padre! Una humillación para algunos. No soportan que su prole no esté a
la altura de sus esperanzas y se ponen agresivos. No comprenden: «El año pasado le encantaba el
agua», y lanzan miradas de envidia sobre aquellos cuyos hijos saltan, se sumergen y se salpican con
todas las ganas.
Algunos padres, que no miden la importancia de los temores de su hijo, y los juzgan exagerados,
le tiran al agua a pesar de sus chillidos.
¿Por qué no tomarse un poco de tiempo? ¿Por qué no dejar que el niño se acostumbre a su ritmo a
un elemento tan raro como el agua? ¿Para enseñar a los otros padres que el heredero ya sabe nadar?
¿Para no ser el padre de un «gallina»?
Forzar al niño no es un método eficaz para ayudarle a superar sus temores y puede tener
consecuencias importantes a largo término.
«¿Mi hijo? No le teme a nada.» Un niño que niega todos los temores, en realidad le tiene tanto
miedo... a su miedo, que prefiere no sentirlo. Lo reprime hacia las profundidades de su inconsciente.
El miedo volverá a surgir tarde o temprano en su vida, más o menos disfrazado o desplazado. Es
natural y normal que un niño tenga miedo, y es importante que nosotros, los adultos, no les
incitemos a una «valentía» excesiva.
Alain se muerde las uñas. Por la noche, cuando está en su cama, tiene sobresaltos y ronca. Pero
para él, no se trata de angustia. Simplemente piensa que él es así. El miedo no tiene nada que ver
con él. En su vida se arriesga mucho. Le gustan los deportes peligrosos, los viajes de aventura en
países en guerra, y las películas de suspense. En definitiva, flirtea con el miedo... pero no lo siente.
En la mayor parte de las situaciones que intimidan a los demás, él se siente cómodo.
¡Pero se muerde las uñas! Cuando, a los cuarenta años, se pone a buscar en una terapia lo que puede
motivar este comportamiento, descubre... angustia. Una angustia que le sorprende, que no casa con
su imagen. Cuando acepta reconocer esta nueva verdad, se acuerda de la falta de atención de sus
padres, de su angustia ante la ausencia de diálogo y de su inmensa soledad cuando era un niño.
Estupefacto por la intensidad del terror que le invade, se vuelve consciente. Había tanto miedo en él
que ha preferido no sentirlo. Cuando borró todos los temores, para sentir que existía precisaba de un
lado buscar sensaciones y, del otro, probar sin cesar sus capacidades de control enfrentándose con el
miedo. El temor enterrado en las profundidades del inconsciente le llamaba a través de los peligros.
Después de permitirse experimentar y, sobre todo, expresar este terror de niño que permanecía en
él desde hacía tanto tiempo, se ha sentido manifiestamente liberado. Para gran alivio de su mujer, su
respiración nocturna es más tranquila, no salta mientras duerme y sus ronquidos, testigos del
esfuerzo de represión emocional, han disminuido de forma notable.
Los niños cuyo miedo despreciamos de modo sistemático no se convierten en adultos abiertos y
valientes. Ciertamente, pueden negar el miedo y volverse temerarios. En este caso tenderán a
arriesgarse cada vez más para, al fin, experimentar algo, y probar sus capacidades de control y de
dominio de sí mismos.
Pero también pueden quedarse anulados para toda su vida, abonándose al Valium o a otras drogas
menos lícitas para vencer una angustia que no tiene derecho a ser proclamada y que, en
consecuencia, cuesta superar.
También puede costarles abandonarse en una relación, vivir la intimidad. ¿Cómo llegar a confiar?
Sus propios padres se mostraron insensibles. Cualquier dependencia hacia otra persona se vuelve
peligrosa. ¿Cómo atreverse a amar?
Otros, sobre todo si se les ha prohibido la cólera, se defienden construyendo una reacción fóbica.
Limitan el miedo, lo focalizan sobre un objeto. Éste puede ser el desencadenante original, el agua a
la que los tiraron, el cuarto oscuro o el sótano con el que los amenazaban, o incluso donde los
encerraban. Puede desplazarse hacia otra cosa, un ascensor, un medio de transporte, un gato, una
araña, una serpiente...
El miedo, pues, puede regatearse, negarse, ahogarse mediante las drogas, proyectarse hacia el
exterior, puede invadirnos, pero en cualquier caso estos niños cuyas emociones habremos negado
tendrán una relación perturbada ante la emoción del miedo.
En definitiva, un temor tiene una razón de ser, aunque ésta sea oscura para el adulto. El miedo
debe respetarse, escucharse, acogerse. Una persona valiente no es alguien que no siente el miedo,
sino alguien que lo vive en él, lo reconoce, lo acepta y extrae del mismo las enseñanzas que le
aporta. No sentir miedo es peligroso. Fundamentalmente, es una emoción muy sana. Nos informa
de la presencia de un peligro, moviliza nuestro cuerpo para afrontarlo, nos enseña a prepararnos
ante lo desconocido. Es natural, debe atravesarse, utilizarse.
Una vez dicho esto, también existen temores desproporcionados, desfasados, inhibidores,
paralizantes, y estos son, efectivamente, inútiles. De todos modos, deben escucharse como
mensajes. Dicen algo acerca de tu hijo, o tal vez tu hijo intenta decirte algo a través de ellos.
Existen temores sanos, hay temores desmesurados, desplazados. Hay clases de miedo que deben
atravesarse, otras deben superarse, pero todas deben respetarse, acompañarse.

Los miedos más frecuentes


Existen distintas clases de miedo típicas que todos los humanos atraviesan más o menos en el
curso de su infancia. Por ejemplo: miedo a caerse, a los ruidos fuertes, a los rostros desconocidos, a
la separación, al baño, al agua en los ojos, a la oscuridad, a los animales, a los lobos, fantasmas,
brujas y otros ogros... El miedo aparece y desaparece. Refleja las etapas de la maduración del
psiquismo del niño. Es normal a cierta edad, y sólo se vuelve problemático si adopta una excesiva
amplitud y molesta al niño en su vida, y/o si se instala durante un período largo.
Exploremos juntos algunas de las clases más comunes de miedo.

Los ruidos fuertes


Un ruido fuerte nos sobresalta. En un niño pequeño, puede desencadenar un pánico auténtico. Me
parece que esta reacción pertenece a los reflejos de protección de la especie. El ruido es la expresión
de un peligro potencial, es preciso escaparse en seguida... pero el bebé no puede escaparse solo, y
grita.
Lucie tiene veinte meses. Están haciendo obras en la casa de al lado. Bruscamente, comienza el
ruido, ensordecedor. Parece una perforadora neumática, la pared tiembla. El ruido desencadena un
verdadero terror en la niña, que chilla, patalea, solloza.
Su madre la coge en brazos, se aleja muy rápido con ella de la fuente del ruido. En un lugar más
tranquilo, acoge la intensa emoción de su hija abrazándola contra su corazón. Tiernamente, le deja
sollozar todo lo que necesita. Armonizando su respiración con la de la niña, le habla suavemente al
oído.
—Tienes miedo, este ruido era muy fuerte, a mí también me ha dado miedo (¡era verdad!). Da
miedo cuando no te lo esperas... de golpe y porrazo «¡patapum!». No se sabe qué es. ¿Sabes qué es
lo que hace este ruido?
—No —contesta la niña, entre dos sollozos.
—¿Quieres ver lo que es?
—No.
La madre ha ido un poco de prisa. Lucie todavía siente demasiado miedo como para poder
afrontar la fuente de este ruido. Entonces, su madre le habla de las obras, le explica lo que los
obreros están haciendo, le dice porqué vibra toda la casa aunque nadie la esté tocando.
Dado que las obras deben durar unos quince días, y que no es posible estarse todo el tiempo en el
parque o en otra parte durante el día, es importante dotar a Lucie de recursos para poder afrontar
este estrés. Ella y su madre se ponen a chillar en dirección a la pared tras la cual trabajan los
obreros: «¡Parad con este ruido, que me molesta!» Lógicamente, esto no cambia nada en cuanto al
ruido, pero sí en cuanto a la experiencia de Lucie. Expresar cólera, afirmar el propio poder, permite
que el miedo disminuya.
Durante cerca de un mes después de finalizar las obras, Lucie permaneció atenta a todos los
ruidos. Cuando un perro ladraba a lo lejos, decía: «Un perro me da miedo.» Esta frase no esperaba
respuesta, sólo ser acogida: «Te da miedo el ruido.» Evocar el recuerdo del ruido y del miedo,
volver a hablar del mismo tanto como sea necesario, permite reconstruirse, recobrar la seguridad.
Lucie aprende a administrar su emoción.

Miedo a dormir
A través de los postigos, los rayos de luz penetran en la habitación y forman manchas sobre el papel
pintado. La farola de la calle ilumina los árboles. El viento agita las ramas. Estas sombras que se
mueven pueden volverse terribles para un niño que no sabe de qué se trata. Su padre le coge en sus
brazos, abre los postigos, mira durante un buen rato con él cómo oscilan las ramas bajo el viento
ante la farola. Luego vuelven a cerrar los postigos y observan las sombras. El padre se acuesta unos
minutos junto a su hijo, que se duerme.
Para dormir necesitamos sentirnos seguros. Ir a ver al niño cuando llama le da seguridad. El niño
sabe entonces que puede contar con sus padres. Se puede dejar encendida una lucecita para que
encuentre con mayor facilidad sus referencias en el espacio y perciba mejor los contornos reales de
los objetos si se despierta en medio de la noche, pero no sustituye la presencia del padre o la madre.
Dormir también significa soltar el control, dejarse ir, entrar en Otro mundo, soñar o tal vez
arriesgarse a tener pesadillas... Es agradable estar acompañado.
Después de contar el cuento, un masaje ayuda a sentirse seguros y garantiza una buena noche.
Tocar al niño, acariciarle, le da la impresión de estar amparado. Sentir los contornos del cuerpo
infunde seguridad.
La hora de acostarse es un momento privilegiado para hablar de lo que ha pasado durante el día,
es un momento para «cerrar» las historias inacabadas, las cuestiones suspendidas, confiar las
preocupaciones.
¿Tiene pesadillas? ¿Existe en la habitación algún objeto que se transforme de noche? ¿La lucecita
forma sombras sospechosas?
Presta atención. Tal vez, simplemente, te está diciendo que te necesita a su lado. No es un
«capricho», es la expresión de una necesidad. Si te acuestas unos minutos a su lado, le das un
sentimiento de seguridad que le acompañará durante toda su vida. Si te niegas a satisfacer esta
demanda, le obligas a enfrentarse solo con la oscuridad, con el paso hacia el sueño. Ciertamente,
aprenderá a dormirse solo, pero utilizando una energía psíquica que, de repente, ya no estará
disponible para otras experiencias. Las angustias de abandono reprimidas pueden originar, sobre
todo, retrasos en la adquisición del lenguaje, dificultades para articular o pronunciar ciertas sílabas...
Los terrores nocturnos, que despiertan al niño asustado en plena noche, traducen las emociones
mal administradas durante el día.

¿Se debe tener miedo a los cuentos de hadas?


Margot, de dos años y medio, se despierta en plena noche, chilla, le teme al lobo. Descubro que su
abuela le ha regalado durante el día un libro que cuenta la historia del lobo que quería comerse a las
cabritillas. Hemos hablado de ello. Le he contado el cuento muy despacio, explicándoselo todo, y
volviendo a explicar si era necesario. Luego le he dicho que no me gustaba este cuento que daba
miedo. ¿Qué podíamos hacer con este libro? Le he propuesto cuatro cosas: quedárnoslo, quemarlo,
romperlo o tirarlo a la basura. Ha pensado un poco y luego ha anunciado, con tono decidido: «Lo
rompemos», cosa que ha hecho concienzudamente:
—Estoy rompiendo al lobo en trocitos, así no se comerá a las cabritillas.
A menudo, los cuentos tradicionales son violentos. Son los reflejos de una época en la que se daba
miedo a los niños para obtener obediencia y sumisión. Basta escuchar las nanas antiguas para
hacerse una idea del ambiente que reinaba en la mayor parte de las familias. En Francia, por
ejemplo, existía la siguiente nana:
«Duerme, mi cariñín, o el señor malo te comerá... Duerme, duerme, pequeñín. Se oye como un
ruido de cadenas que se arrastran por las piedras, es el gran ogro que no para de pasar, que pasa y
que se irá, llevándose en sus alforjas a todos los muchachitos que no duermen. ¿Cuál es esta voz
demente que atraviesa las ventanas? No, no es la tormenta que juega con las piedras, es el ogro
malo que refunfuña, que refunfuña y que pronto reirá, llevándose consigo a todos los muchachitos
que no duermen...»
Lobos, monstruos y otras brujas aparecen por doquier. Ciertos psicoanalistas, que defienden los
cuentos, han analizado su simbolismo y han evidenciado su universalidad... Ciertamente, los
cuentos son portadores de símbolos. Pero los símbolos que no son explícitos no ayudan a curar, e
incluso pueden ser un instrumento de represión emocional. Las emociones se proyectan sobre los
símbolos, y así adquieren distancia, se evitan. Coincido con Alice Miller cuando piensa que los
símbolos ayudan a permanecer inconsciente. No hay catarsis mediante la pura simbolización, pues
de otro modo los artistas curarían sus heridas mediante el arte. Pintar, escribir, esculpir, les ayuda a
sobrevivir manteniendo la represión. Se puede mirar una pintura como se escucha un sueño, y
utilizar colores y formas aplicadas a una tela para reseguir el hilo de las emociones. La terapia por
el arte es una forma de terapia muy poderosa. La escultura, la pintura, el collage, etc., son
mediadores. La persona se habla a sí misma, se da cita con su inconsciente que se expresa a través
del arte. Estos símbolos hablan porque son la expresión del inconsciente de la persona. La palabra
es sanadora, porque da vida a los afectos. Permite describir lo que pasa dentro de uno, tomar
consciencia y estructurar la experiencia íntima.
En cambio, leer un cuento raramente hace progresar la consciencia. Los cuentos antiguos son
reflejos de la vida psíquica. ¿Pero son útiles para nuestros hijos? Pienso que no. Mi práctica clínica
me ha indicado que podían resultar nocivos. Un niño que vive justamente las dificultades de las que
se habla en el cuento puede encontrar en el mismo la confirmación de sus creencias negativas y
conservar su miedo durante mucho tiempo. El cuento pone imágenes a las fantasías del
inconsciente, imágenes susceptibles de reforzar las angustias.
Juliane le ha tenido miedo durante años a la madrastra de Blancanieves. Estaba tan aterrorizada
que intentaba ocultar el libro. Su hermano, que lo sabía, le abría el libro ante los ojos, justo en la
página de la bruja, por el gusto de verla estremecerse. En realidad, Juliane le temía a su propia
madre. Sentía una gran cólera, inconsciente en aquella época, contra aquella mujer que a menudo se
comportaba como una bruja. Leer la historia de Blancanieves no le ayudó. Se sentía confortada en
su miedo. Durante mucho tiempo idealizó a su madre, rehusó sentir sus auténticas emociones. Vivió
en el bosque lejos de su castillo (exilada de ella misma). Un príncipe azul la llevó lejos de su
madre... Hasta someterse a una psicoterapia, encontrar de nuevo sus sentimientos y osar
expresarlos, y volver a recuperar la confianza en sí misma.
Rosalda tenía un problema incestuoso con su padre... Volvió cinco veces al cine a ver la
película Peau d'áne (* Peau d'áne (Piel de asno) es una película dirigida en 1970 por Jacques Démy y
protagonizada por Catherine Deneuve y Jean Marais. Se basa en el cuento homónimo de Charles Perrault, e insinúa
intenciones incestuosas hacia la protagonista por parte de su padre. (N. del T.) Oyó que en ella aparecía una
cuestión que la preocupaba, pero en realidad no encontró la solución que requería.
Durante años, a Thémie le daba miedo encontrarse sola en medio del frío como la pequeña
vendedora de cerillas. Para no arriesgarse a que la rechazaran, se adecuó a los deseos de los demás,
olvidándose de ser ella misma. Ahora, con más de cincuenta años, todavía llora cuando piensa en
esta historia.
Bambi, La cenicienta, Pulgarcito... ¿Por qué tantas madres mueren o abandonan a sus hijos en los
cuentos? Observemos que estas historias las han escrito hombres... ¿Acaso nos dicen lo difícil que
era para ellos abandonar a su madre? Existe otra interpretación: tenían madres demasiado duras,
demasiado autoritarias y frustrantes. Como cualquier niño, soñaron con una mamá buena y dulce.
Dado que la ira contra su verdadera madre les estaba prohibida, se quedaron fijados en la
idealización de una madre buena, cuyo duelo nunca han hecho. Ella muere y su imagen puede
permanecer intacta. La cólera se ha proyectado sobre la bruja, sobre la madrastra, sobre la malvada
que les martiriza y les aterroriza. Se puede matar a una bruja sin excesiva culpabilidad. El mensaje
de los cuentos es claro: el niño no tiene derecho a sentir cólera contra su madre. Estas historias
encierran la rabia impotente en un lugar aún más profundo. Numerosos cuentos están al servicio de
la educación dura y autoritaria, protegen la imagen idealizada de los padres y deforman la realidad.
¿En qué puede ayudar al niño este tipo de historia para acceder a su construcción? ¿Por qué dar
imágenes que puede ser terroríficas? ¿Por qué no dejar a los niños la elección de sus propios
símbolos? Por supuesto, sólo vivirán los cuentos de manera dramática los niños para los que existe
la problemática en cuestión.
¿Pero de qué sirve? ¿Y por qué no elegir historias actuales? Existen algunas muy bonitas y bien
escritas.

¿A los niños les gusta tener miedo?


Hay quien lo dice. El miedo ejerce una especie de fascinación. Ello no significa que a los niños les
guste lo que da miedo.
En el avión que nos lleva hacia nuestro lugar de vacaciones proyectan una película de ciencia
ficción. Mi hijo Adrien, de dos años, se levanta sobre su asiento para ver, mientras murmura: «Este
monstruo no me gusta, no quiero verlo.» Intento que se siente, lo cual bastaría para que la imagen
desapareciera de su campo visual, pero es imposible. Está fascinado. Me doy la vuelta. Margot, de
cuatro años, también está de pie, literalmente hipnotizada por la hidra monstruosa que se mueve por
la pantalla. No se habían levantado para mirar la película en ningún otro momento y no tenían
auriculares que les permitiera oír el sonido. En aquel caso les subyugaba lo raro de la imagen.
Cuando se tiene miedo, es preciso llegar a vencer la emoción, comprender. Para sentirse seguro,
es mejor mirar, afrontar, ver lo que pasa, identificar. Adrien ha vuelto a hablar varias veces de la
hidra: «Yo no quería ese monstruo, era malo.» Y sin embargo, en aquel momento, no podíamos
despegarle de la pantalla.
Por una casualidad desdichada, al día siguiente a Adrien le regalaron el libro de Hércules, de Walt
Disney. Una historia llena de monstruos, entre los cuales una hidra que se parecía a la de pantalla.
Adrien quería leer el libro, una y otra vez. Le «gustaban» particularmente las páginas con
monstruos. De hecho, necesitaba verlos para sentirse seguro, para dominarlos. Comenzó a tener
pesadillas cada noche hasta que identifiqué al responsable. Entonces invité a Adrien a dibujar su
pesadilla, y retiré discretamente el libro hasta que fugra lo bastante mayor como para mirar al
monstruo sin tener miedo. Las pesadillas cesaron instantáneamente.

El dragón en los túneles


El verano siguiente, fuimos a visitar unas grutas.
—No, no quiero ir, no quiero al dragón—. Adrien se me pegaba desesperadamente.
Aunque unos minutos antes, ante la idea de la visita, estaba excitado, cuando se abrió la puerta y
apareció la negra cueva, se negó a entrar. En una gruta hay un dragón, resulta evidente. Estaba
aterrorizado e intentaba subirse a mis brazos. Entré, llevándole en brazos y hablándole
continuamente. Un baño de palabras dulces y acogedoras ayuda al niño a sentirse seguro. Un poco
más tarde, al descubrir que no había dragón en la gruta, se enfadó:
—¡Quiero al dragón! No quiero esta gruta, ¡no me gusta!
Esta aventura me permitió de forma incidental identificar la fuente de sus temores ante los
túneles. Un mes antes habíamos ido a Disneylandia. Había una gruta con un dragón articulado que
movía la cabeza y sacaba humo. Parecía tan real que, a los ojos de Adrien, estaba vivo. A pesar de
mis esfuerzos por enseñarle la maquinaria, quedó convencido de que el monstruo era real. En aquel
momento, confieso que no me di cuenta de la importancia de la historia. Adrien quería volver a ver
al dragón, y para que no tuviera miedo otra vez, preferí que no fuera. ¡Había tantas cosas por ver!
Lo que pasa es que a partir de aquel día empezó a tener miedo en los túneles cuando íbamos en
coche. Cuando entrábamos en uno, lloraba:
—¡Quiero salir de aquí, no quiero estar encerrado, no quiero el túnel!
—¿Qué hay en este túnel que no te guste?
—Hay dragones. A mí no me gustan los dragones.
Ante la imposibilidad de que admitiera que los dragones no son de verdad, intenté otra opción, la
exploración de su fuerza:
—¿Qué harías, si vieras un dragón?
—Le mataría, le cortaría la barriga, le daría un regalo, le domesticaría. Vas a ver, te va a dar
miedo...
Poco a poco, Adrien dominó su temor hablando de todo lo que le haría al dragón. Ya no estaba
desamparado... pero no tenía muchas ganas de encontrarse con un dragón, y seguía sin estar seguro
de que estos monstruos pertenecían al mundo de la imaginación.
Después de la visita a la gruta, y sobre todo después de hablar otra vez del dragón de Disney,
Adrien pudo entrar en un túnel sin inquietud. Desde entonces se fija en cada túnel, lo comenta, pero
ya no tiene miedo.

Miedo a las arañas, los insectos, los perros, los gatos y otras fobias

Las imágenes más anodinas pueden desencadenar fobias. El niño no siempre sabe poner límites a
las imágenes, no identifica bien los contornos, y por poco que el ritmo de presentación sea
demasiado rápido, o la música demasiado fuerte, aparece el miedo. En un libro anterior, La
inteligencia del corazón, conté cómo una mujer desarrolló una fobia contra las arañas al mirar sola
un documental en la televisión cuanto tenía cuatro años.
En nuestro entorno, las arañas que se pueden encontrar en la naturaleza no son peligrosas. Al
contrario, nos protegen de las moscas y los mosquitos.Y sin embargo, tienen mala reputación. La
araña teje su tela, paraliza a sus presas. Puede simbolizar a una madre invasora ante la que es difícil
huir.
Habitualmente, los niños no temen a los insectos. Pueden cogerlos con la mano, observar que
hacen cosquillas. Todo depende de la actitud del entorno hacia estos insectos, puesto que el miedo
es extremadamente contagioso. Si el otro tiene miedo, significa que debe ser peligroso, o sea que es
mejor que yo tenga miedo.
Los temores injustificados o desproporcionados a menudo son proyecciones de otras angustias
relacionadas con objetos alejados del objeto real del miedo o de la cólera reprimida.

El sótano y el cuarto oscuro


Del mismo modo que el miedo a las arañas, este temor es típico de un miedo transmitido por los
padres o por otros niños (primos, etc.). Dicho esto, reconozcamos que el sótano es un lugar extraño.
Contrariamente a la mayoría de habitaciones de la casa, no se pasa por el sótano. Sólo se va al
mismo a buscar algo, no es un lugar en el que uno se quede, o sea que es un lugar del que se debe
huir. Además, hace frío, está húmedo. Y el ambiente es más bien sombrío. Está oscuro, no hay
ventana.
La mejor manera de evitar el miedo es afrontarlo uno mismo. Los niños se dan cuenta en seguida
de que uno de sus padres intenta que ciertas tareas las haga sistemáticamente el otro. Si uno evita ir
al sótano... ¡debe haber una serpiente escondida! Es misterioso, peligroso.
Muchos padres de hoy han vivido horas horribles en el sótano cuando eran niños. Era un castigo
clásico.
A Géraldine la encerraban regularmente en el sótano, mientras que sus padres vivían ¡en el cuarto
piso! ¿Puedes imaginarte su espanto, el terror sin nombre que experimentaba durante las horas que
pasó en aquel sótano? Sabía que era inútil gritar, pues ella ni siquiera oía los ruidos de la casa... sólo
algunos ratones, arañas que se pegaban a sus cabellos y la humedad.
A Hubert le dejaron olvidado toda una noche, cuando tenía quince años, en el sótano de la
escuela. Le había llevado allí el director porque no había hecho el trabajo como era debido. El
director tenía otras cosas en la cabeza, antes que acordarse de sacarle de allí al finalizar las clases.
Los padres estaban en ascuas al ver que el chico no llegaba, pero la escuela estaba cerrada... Hace
treinta años de todo esto, al director no le pasó nada, el chico siguió yendo a la misma escuela. En
cualquier caso, nunca más le enviaron al sótano.
Por cualquier fruslería, Hervé iba a parar al sótano o al cuarto oscuro del granero, con la orden de
permanecer abajo de todo de la escalera para no percibir el rayo de luz que pasaba bajo la puerta, y
de pie, desde luego. Cada fallo significaba unas horas de más. Cuando el castigo era demasiado
largo, le llevaban un poco de pan para que no se muriera de hambre. Llorar o hacer ruido
desencadenaba nuevas iras paternas, no había límites a la hora de emplear el látigo.
Cuando se han vivido historias semejantes, ¿cómo se puede transmitir a un niño el placer de
explorar los sótanos?
¿Es tímido?
Los adultos denominan timidez a estos minutos que la mayoría de niños se toma antes de establecer
un contacto. De este modo disimulan su malestar ante aquel niño que aún no sabe respetar los
códigos sociales. El «hola» que no acude de forma automática desestabiliza a los adultos, y le toca
al pequeño que lo tilden de tímido. No dejes que esta etiqueta se le pegue a tu hijo, pues podría
hacerle creer que no es normal, y convertirle en tímido de verdad. Si alguien le llama tímido, replica
lo siguiente: «No, sólo que necesita un tiempo para entrar en contacto.»
Cada niño necesita un rato para asimilar lo que pasa y sentirse seguro. Tal vez es más agradable
para los adultos que los niños digan hola sin prestar atención a lo que dicen, pero es un signo de
sumisión y de automatismo más que de responsabilidad y de verdadera educación.
Este tiempo de observación necesario varía según los niños, la actitud de los adultos y el
momento. Puede durar hasta veinte minutos. El niño necesita ir hacia el otro a su propio ritmo, en el
momento que juzgue oportuno.

Qué hacer ante el miedo a la escuela, al profesor, a las notas...

Escucha su realidad. ¿De qué tiene miedo? ¿De tu reacción? ¿De la de tu cónyuge? ¿Del profesor?
¿De los otros niños?
Actualmente, las evaluaciones han adquirido una importancia desmesurada. Numerosos padres
reaccionan mal ante las malas notas. En el momento en el que su hijo más necesita que le escuchen
en sus dificultades, que le apoyen, que le animen, le lanzan la amenaza del desempleo. Un «0»
banal evoca para ellos la perspectiva de un porvenir malogrado. Todo esto no ayuda a los hijos a
sentirse confiados ante un examen.
Detrás de la angustia de las notas, el niño puede temer, de hecho, a su profesor, su mirada, sus
observaciones, su juicio. Demasiados profesores juegan con la desvalorización. Para algunos, la
humillación es un método pedagógico.
¿Le tiene miedo al profe? ¿No quiere volver a la escuela? Escucha a tu hijo. Sobre todo, no te
pongas sistemáticamente de parte del profesor. Si tiene miedo, seguro que ha vivido mal alguna
situación, y es importante saber cuál para ayudarle a afrontarla o a protegerle.
No temas desestabilizar a tu hijo si expresas un desacuerdo con su profesor. Aunque tenga que
sufrir todo el año a una maestra mala con él, saber que tú piensas que es injusto le ayudará a no
desvalorizarse, a conservar su confianza en sí mismo. Sentir tu apoyo le ayudará a tomar distancias
y a no dejarse destruir.
Los castigos físicos están prohibidos en las escuelas, pero por desgracia, numerosos profesores
confiesan que todavía tiran de las orejas, o dan bofetadas digamos «bien merecidas».
¡Los golpes de vara y las filas indias, los castigos humillantes, están prohibidos en Francia desde
1890!
¿Cómo pedirle que respete la ley cuando sus propios profesores no la respetan?
Si su maestro se excede, actúa. Exige que se respete la ley. No dejes que tu hijo acumule en su
interior sentimientos de injusticia e impotencia. Esta atmósfera interior no es buena ni para sus
estudios ni para su desarrollo emocional.
A Clara (doce años), su profesor, con una evidente falta de respeto, la ha tratado de «vaca gorda».
A Paul (cinco años) le ha dicho
que era mongólico porque no había comprendido una explicación. Los «¡idiota, inútil, subnormal,
cállate!» son demasiado frecuentes. Estos insultos y descalificaciones son intolerables. A menudo
los niños no se atreven a decirlo a sus padres. No es fácil confiar que nos han humillado.
No banalices el autoritarismo, la injusticia, la ironía o las amenazas de un profesor. Ponte
claramente del lado de tu hijo. Ningún adulto, ni siquiera un profesor, tiene derecho a hacerle daño,
a herirle, a ridiculizarle, ni, desde luego, a pegarle. Según las circunstancias y la gravedad, ayuda a
tu hijo (o a tu hija) a encontrar respuestas a las observaciones desatinadas, ve a ver al maestro y
pídele que modifique su actitud, presenta una queja, retira a tu hijo de la clase, o incluso de la
escuela.
Hay demasiados padres que no intervienen. Se dicen que la situación no durará, que sólo faltan
unos meses para el curso que viene... Lo que pasa es que si no se hace nada, su hijo procesará la
humillación. Incluso cuando ya no esté en contacto con este maestro, seguirá llevándola en su
cabeza y oyendo las frases desvalorizantes.
Christophe tenía muy malas notas en matemáticas. Tres años antes, su profesor gritaba mucho y le
humillaba con regularidad delante de toda la clase. En consecuencia, sus notas habían bajado. De
resultas de ello había adquirido la convicción de que era un mal alumno. Su madre intentaba apoyar
al profesor, y le explicaba que éste gritaba para estimularle y para que superara sus malos
resultados. La madre no veía que se trataba exactamente de lo contrario.
Tres años más tarde, había cambiado de profesor, pero seguía teniendo resultados deplorables,
pues las frases hirientes del primer maestro se le habían quedado en la cabeza. Además, de vez en
cuando se lo encontraba en la calle. Era su obsesión. Cuando le veía venir, cambiaba de acera y
jamás se atrevía a levantar sus ojos hacia él.
Ayudé a Christophe a pensar y a ver a su profesor en su realidad. ¿Qué le impulsaba a gritar de
este modo a un niño, a humillarle? Resultaba evidente que no estaba bien consigo mismo. Para
restablecer el equilibrio, construimos una visualización en la que invité a Christophe a imaginar al
profesor disfrazado con una nariz roja, disfrazado con un pantalón de colorines... En dos sesiones,
recuperó sus capacidades en matemáticas. Le bastó restablecer la verdad. No era él, el malo, o el
que no estaba a la altura, sino el profesor. Liberado del peso de estas creencias negativas y de las
secuelas de las humillaciones, volvió a encontrar sus aptitudes intelectuales.
Ayuda a tu hijo a relajarse y a visualizar una pelicula para expulsar los sentimientos negativos
acumulados y ayudarle a restablecer su integridad. En la mente, en la fantasía, se puede cortar al
otro en trocitos, tirarle un cubo de agua a la cabeza, pintar su nariz de color rojo y sus cabellos de
color azul, verle desnudo o vestido con un traje verde con topos rosas... todo está permitido, y libera
muchísimo.
Los compañeros también pueden motivar la aparición de temores. Frédéric estaba aterrorizado
ante la idea de obtener notas demasiado buenas. Para él era importante no superar a Uzi, muy
susceptible acerca de quién era el mejor de la clase.
A un niño le pueden intimidar en el patio o en la clase, puede tenerle miedo a alguien, adulto o
niño, o a algo, puede temer fracasar, hacer pipí en unos servicios sucios, ir a pedir papel higiénico...
Cada miedo requiere un tratamiento específico. ¡Escucha!

Atravesar el miedo
Margot tiene cuatro años y medio. Estamos en la piscina, tomando el sol. Lleva un traje de baño con
flotadores. Hace seis meses, en el mar, le encantaba chapotear en sitios donde no hacía pie. Pero
aquí, al tercer día, sigue pegada a mí.
—Tengo miedo, ¡no me dejes!
Ante todo, acoger.
—Comprendo que tengas miedo. Hace mucho tiempo que no puedes ir a nadar.
Luego, ayudar al niño a entrar en contacto con sus recursos.
El miedo 117
—¿Te acuerdas, en la Martinica, lo mucho que te gustaba nadar con tus flotadores? íbamos lejos,
donde ni siquiera tocabas, y te soltabas.
¡Cuidado con el tono que se utilice! El mío es de admiración. En este caso, la intención no es, en ningún caso, el de
hacer sentir culpable, sugiriéndole que ahora es tonta porque antes iba la mar de contenta, sino de ayudarle a
acordarse, a ponerse en contacto con sus recursos y con el placer que sentía, de modo que nazcan las ganas de
hacerlo.
—Sssssí.
Oscila entre el deseo y el miedo. El recurso es insuficiente. Busco otra cosa en su pasado.
—¿Recuerdas una vez que tenías miedo y superaste este miedo?
—Sí, sí...
—¿Cómo lo hiciste, aquel día para superar el miedo? ¿Te acuerdas de lo orgullosa que estabas?
¿Sientes en ti este orgullo?
—Sí.
Compartir su miedo para que se sienta segura.
—¿Sabes? Yo también tengo miedo, me da miedo ir al tobogán gigante. Ya lo has visto, papá ha
ido, pero yo no. Me da demasiado miedo.Y sin embargo sé perfectamente que no hay peligro, como
tú con los flotadores.
Animar, motivar para superar.
—A veces se tiene miedo, pero igualmente se hacen las cosas. Se pueden hacer con miedo,
superarlo. Vamos a animarnos las dos. Tu superas tu miedo y vas a nadar a la piscina grande con tu
traje de baño con flotadores, y yo supero mi miedo y voy al tobogán gigante.
—¡Quiero salir!
De acuerdo. ¡No insistir jamás!
Necesita tiempo para decidir realmente por sí misma, y no para darme gusto. En este caso, resulta más fácil, pues
me da miedo de verdad el tobogán, y ella lo sabe. Sabe que si se va a nadar a la piscina grande, me obliga a
enfrentarme a algo difícil para mí. El miedo es una anticipación negativa, y tenemos que transformarlo en deseo, en
anticipación positiva. Este paso de la una a la otra sólo es posible si el niño se siente libre en su elección.
Se saca el traje de baño y nos secamos.
Unos minutos más tarde, dice:
—¡Ponme el traje de baño con flotadores, mamá!
Es fundamental que sea Margot quien elija ir. La decisión «voy» marca el desencadenante que
transforma el miedo inhibidor en miedo motor.
Le ayudo a ponerse el traje de baño, se va al agua, muy decidida. Valiente y, aparentemente, sin
grandes dificultades, supera el miedo, baja la escalera de la piscina grande y se aventura hacia el
medio. Pedalea con sus piernas, se impulsa con los brazos. ¡Está nadando! Además, se ve que le
gusta. Un rato más tarde, me increpa:
—¡Ahora tú te vas al tobogán, mamá!
—De acuerdo, me toca a mí.
Después de bajar chillando por el tobogán acuático gigante, me siento orgullosa de mí. Se lo digo,
y ella me contesta:
—Yo también, estoy contenta de haberme bañado en la piscina grande. Ahora me encanta la
piscina grande. ¿Volvemos a bañarnos?
El orgullo arraiga el éxito y la confianza en sí mismo, es importante que se sienta orgullosa de
su logro.
Lo que da confianza a un niño no es que su entorno no tenga nunca miedo, sino al contrario, saber
que todo el mundo —incluso los adultos, incluso los padres— a veces tiene miedo.
Un niño que cree ser el único que tiene miedo, que imagina que su padre y su madre son ajenos a
esta emoción, con facilidad se sentirá «anormal». Y, desde luego, esto agrava su sentimiento de
inseguridad.
Recuperemos las distintas etapas del acompañamiento de la emoción

Respetar la emoción
Es la condición para que tu hijo confíe en ti. Respeta siempre su emoción, aunque te parezca
irracional. El niño tiene miedo, ni tiene razón ni deja de tenerla, existe una razón (o varias) para ese
miedo, aunque tú no la (las) conozcas todavía.

Escuchar
«¿Qué te da miedo?»
«¿Qué es lo que te da más miedo?»
Recuerda que: «Me da miedo el perro» es muy vago. ¿El ladrido del perro? ¿Sus movimientos
bruscos? ¿Su lengua? ¿Su cara? ¿Su mirada? ¿Teme que el perro le muerda o salte a su alrededor
para jugar, o que le lama con su gran lengua mojada?
Escuchar no significa sólo prestar atención, también significa ayudar al niño a expresar su verdad.
Procura no poner en movimiento su intelecto utilizando una formulación con el modo «¿por qué?»,
que le incitaría a darte una razón ciertamente plausible... pero que no estaría vinculada
forzosamente a la realidad. Parte del principio de que el niño no conoce las motivaciones reales de
su miedo. Escuchándole le ayudarás a descubrirlas. Acompáñale en su búsqueda mediante
reformulaciones y preguntas que empiecen por «qué, cómo, de qué». (Este tipo de preguntas se
describe con mayor precisión en el capítulo 10, «Algunas ideas para vivir más feliz con tus hijos»)
Aceptar y comprender
«Comprendo que tengas miedo. Este perro hace mucho ruido cuando ladra.»
Reconoce la emoción del niño. Manifiéstale tu aprobación, tiene derecho a sentir lo que siente. No
te pongas a intentar «curarle» su miedo, ni resolver su problema en su lugar. Da muestras de
compasión, de empatia, es todo lo que necesita.
Le acompañarás para intentar vencer este miedo, pero sólo según su propio deseo. Toda
expectativa de tu parte bloquearía el proceso.
«Yo también» (desdramatizar)
Una vez haya podido expresarte su experiencia, podrás hablarle de tus propias emociones de hoy o
de ayer, cuando tú eras un niño o una niña. ¿Tenías el mismo miedo? ¿otro? Comparte. No finjas, di
la verdad a tu hijo. Elige preferentemente un temor que tu hijo no tenga, de modo que se sienta más
fuerte que tú en este punto, lo cual le ayudará a superar sus temores.
Buscar sus recursos, interiores y exteriores
Todos hemos pasado por la experiencia de atravesar y superar un temor.
«¿Te acuerdas del miedo que tenías, y que luego ya no tuviste?»
Si el niño no se acuerda espontáneamente, puedes ayudarle:
«Por ejemplo, la primera vez que te invitaron a ir a dormir a casa de Stéphane.»
Déjale tiempo para que se acuerde y evoque las sensaciones que experimentó entonces.
«Y luego decidiste ir. ¿Te acuerdas de cómo te decidiste? ¿Y te acuerdas de cómo te lo pasaste?
Volviste a casa encantado. ¿Te acuerdas?»
«¿Lo ves?, ya tuviste miedo otra vez y lo superaste. ¿Ves de qué modo podrías utilizar esta
experiencia para el miedo que te da el perro?»
Déjale unos minutos para que piense en ello.
Ayudarle a liberar su energía
Cuando uno tiene miedo, el diafragma se contrae. Todo lo que permite relajarlo ayuda a evacuar el
miedo: respirar profundamente, cantar, gritar, reír. Invita a tu hijo a respirar profundamente hasta
que evacué esta sensación de opresión. Canta, grita con tu hijo, ayúdale a que saque su voz. Se
sentirá poderoso, y listo para afrontar la adversidad.
Si no lo logra, si se siente demasiado inhibido para atreverse a chillar, propónle que piense en
alguien que no tendría miedo en la misma situación, un amigo, el padre de un amigo, el carnicero, el
mecánico... o Tarzán, James Bond, Robert Redford... Invítale a verle actuar... Luego a que se
imagine que está en el interior del personaje. Ayúdale a sentirse fuerte, poderoso, cómodo en este
nuevo papel.
«¿Sientes la sensación de confianza y de fuerza? ¡Creo que puedes decidir que esta fuerza es
tuya!»
Satisfacer la necesidad de información
Tu hijo ha entrado en contacto con sus recursos. También le hace falta recibir información, si es
preciso, saber si este perro es o no peligroso.
Quien tiene miedo necesita que le tranquilicen, que le informen. Pero si le das la información
demasiado pronto, simplemente no la escuchará. Por esta razón, a menudo las explicaciones son
vanas. Ante todo es preciso escuchar la emoción, acompañar al niño en la toma de contacto con sus
recursos personales. Sólo entonces, el niño estará atento a tus explicaciones. Aun así, es preferible
que las encuentre por sí mismo.
«¿Qué puedes hacer para saber si es peligroso?» Ayúdale a reflexionar. Por ejemplo, id juntos a la
biblioteca para coger un libro sobre perros, y dale las informaciones que necesita y que no puede
encontrar solo con facilidad. Así podrá trasladar esta dinámica a otras circunstancias. Cuanto más
autónomo sea en su búsqueda, más sólido se sentirá frente a sus temores.

Facilitar la elaboración de distintas respuestas posibles frente al miedo


Según el contexto y las circunstancias, puedes detenerte en una solución satisfactoria, o pedirle que
formule varias opciones. Procura no calificar sus ideas de «buenas» o «malas», es el niño quien
debe evaluar su alcance.
«Sí, puedes preguntar al amo del perro si puedes acariciarle, es una opción. ¿Qué más puedes
hacer?»
Evoca y evalúa una a una las distintas respuestas que propone el niño:
«Y si haces esto, ¿qué pasará? ¿Tendrás menos miedo?» «¿Qué podría darte ganas de acariciar al
perro y superar el miedo?»
¿Miedo? Piensa ganas. ¿Qué puede darle las suficientes ganas como para afrontarse al perro, al
agua o al tobogán y que no le domine el miedo? Es fundamental que no haya ninguna presión en tu
espíritu. Que no desees que el niño supere el miedo delante de ti. De otro modo, se sentirá obligado
por tu deseo... y la obligación engendra miedo. Sólo la libre elección proporciona el sentimiento de
tener poder sobre el entorno y pone en condiciones de superar el miedo.

Utilizar el «miedo escénico»


Estamos en vísperas del espectáculo de fin de curso de la escuela, que se celebra en el
ayuntamiento. Se espera a trescientas personas. Margot no me ha hablado de nada, pero sé que
actuar en público es impresionante para todo el mundo, y aún más para una niña de cuatro años que
subirá al escenario por primera vez. ¿Cómo prepararla lo mejor posible para esta experiencia?
—¿Tienes un poco de miedo a bailar delante de la gente o te sientes bien?
—Tengo un poquito de miedo.
—Sí, es normal tener un poquito de miedo. Quería hablarte de ello, porque, cuando celebro una
conferencia delante de mucha gente, yo también tengo miedo. El corazón me palpita, tengo el
vientre encogido, la garganta seca y las manos húmedas. De hecho, cuando una se siente así,
significa que el cuerpo se prepara para hablar. Pasan muchas cosas en el cuerpo para que tengamos
energía para bailar, cantar o hablar. ¿No has notado nada de esto en tu cuerpo?
—Cuando un perro ladra también me palpita el corazón. —Son manifestaciones del miedo. El
miedo permite llenarse de energía para enfrentarse a un peligro o para prepararse. De hecho, el
miedo que se siente para prepararse es normal. Todo el mundo lo siente en este tipo de
circunstancias. Cuando subas al escenario, tendrás miedo, porque tu cuerpo se preparará para dar lo
mejor de sí mismo. Cuando yo siento esto, estoy contenta. Sé que mi cuerpo se prepara. Respiro
profundamente. Siento que mis pies están bien sólidos sobre el suelo y miro a la gente. Me digo que
les quiero, que me siento feliz por hablarles y, en mi mente, les envío rayos de luz para sentirme en
contacto con ellos. Es mi solución, he tenido esta idea que me ayuda a ralentizar mi corazón cuando
va demasiado de prisa.Tú puedes tener tu propia idea, probar cosas diferentes. De todos modos,
desde el momento en que empiezo a hablar, utilizo la energía que hay en mi cuerpo y todo el miedo
se va. Y tú, ¿tienes una idea de lo que puedes hacer para sentirte mejor?
—Sí, tengo una idea—, dice, radiante, después de unos minutos de reflexión.
No me dijo nada más, pero unos días más tarde estaba manifiestamente contenta de encontrarse en
el escenario. Sentía el placer de bailar mirando realmente a la gente. Su maestra tuvo que recordarle
que había llegado el momento de abandonar el escenario porque su actuación ya había terminado y
debía dejar que continuara el espectáculo.
Algunos miedos son útiles (preparan el cuerpo para una acción, anuncian un peligro). Otros son
exagerados (las arañas no son malas en nuestro entorno, las perforadoras neumáticas que usan los
obreros en la calle hacen mucho ruido pero no son amenazantes, los perros encerrados detrás de
verjas no pueden atacarnos, cuando llevamos flotadores en la cintura no podemos ahogarnos...).
Los miedos útiles deben respetarse y escucharse, es inútil arriesgarse. Los otros, se pueden
superar... cuando lo ha decidido uno mismo, y estar orgulloso de sí mismo después.

¿ES MIEDOSO?
¿El miedo se instala de forma casi permanente? ¿El niño está inquieto, incluso inhibido, en
múltiples situaciones? ¿Siente pánico por nada? ¿Está forjándose hábitos emocionales o, dicho de
otro modo, un «carácter» miedoso? Es urgente ayudarle.
Las raíces de este miedo que se está imponiendo sobre el resto de emociones pueden ser
múltiples.

Una reacción a una sobreprotección de los padres

«Cuidado, vas a caerte. No camines por ahí.»


Cuando el padre o la madre intentan evitar que su hijo se enfrente al peligro, transmiten
paradójicamente a su niño la siguiente información: «el mundo es peligroso» y «tú solo no puedes».
Seamos coherentes; los niños reciben a menudo mensajes contradictorios. Sus padres les inundan
de «venga, no tengas miedo», pero a la que cogen un poco de autonomía, empiezan con sus
«cuidado», lanzados en tono ansioso. ¿Cómo salir de este lío? Por un lado, «venga, dale un besito a
esta señora», por el otro, «sobre todo, no hables con desconocidos».
Del niño que se toma su tiempo cuando conoce a una persona nueva, que espera ver con quién se
las está teniendo antes de lanzarse en sus brazos, se dirá que es tímido, que tiene miedo de la gente.
Del que se precipita sin vergüenza hacia cualquier adulto que se le acerque, los padres dirán «es
capaz de irse con cualquiera», en tono de reproche.
Por un momento, intentemos medir lo que puede vivir un niño ante estas obligaciones dobles.
Un amigo suyo puede morderle o pegarle, el niño puede hacerse un morado, tener una marca
durante unos días... Puede caer del columpio, o de lo alto de la tapia... se hará daño, ¿y qué? Hay
muy pocas posibilidades de que sea grave. A veces, unos morados permiten aprender mejor que
todos los consejos bienintencionados de prudencia.
A fuerza de querer evitar las heridas, se puede provocar una mucho mayor, que resquebraja el
narcisismo, mancha la imagen de sí mismo y altera el sentimiento de la propia capacidad.
Ahora, los parques están protegidos, aunque nunca se puede descartar del todo el riesgo de una
herida. Es mejor enseñar al niño a sostenerse, a saltar, a caer, a probar su equilibrio y sus recursos
que mantenerlo sentado en un banco. De otro modo, existe el riesgo de que permanezca sentado
toda su vida.
Los morados del alma pueden ser más graves que las pupas del cuerpo.
La sobreprotección paterna lleva a la inhibición... o al riesgo. Excesivas prohibiciones pueden
llevar paradójicamente al niño a la necesidad de explorar sus límites. Cuando al fin se le da la
libertad o cuando él se la toma, se arriesga a mostrarse mucho más atolondrado que otros que han
tenido la ocasión de enfrentarse de forma progresiva a sus límites y han podido adquirir un
sentimiento de responsabilidad.
Dejar de sobreproteger a menudo basta para que el niño perciba que se le permiten cosas nuevas.
Confía en él, se sentirá digno de confianza.
Cuidado, dejar de sobreproteger no significa abandonar al niño solo con sus dificultades, significa
elegir entre las angustias de los padres y la realidad del peligro.
Para ayudar a este niño, toma consciencia de tus actitudes y frasecitas sobreprotectoras o
desvalorizadoras... y aguántate un poco. Confía en él.

La represión de la cólera
Su rabia es intensa, pero el niño se prohibe, o sus padres le prohiben, que la muestre, incluso que la
experimente. Entonces, el niño se siente malo al sentir rabia, la dirige contra sí mismo, se juzga, se
siente ridículo, pequeño, inepto.
Muchos hermanos mayores son más tímidos que los menores. Son aquéllos los que no se otorgan
a sí mismos el derecho a manifestar sus celos. Rechazan su cólera contra su hermanito o su
hermanita que les ha quitado a su mamá.
El niño encolerizado que no puede expresar su cólera teme su propia violencia y la venganza de
los demás. Para protegerse de estas emociones demasiado intensas que le harían sentir culpable,
rehusa sentir su rabia, la atribuye a su entorno. Tiene miedo de los demás, portadores de su
violencia, de la gente (quieren hacerme daño), de sus amigos (se burlarán), de los perros (me
morderá), de los gatos (me arañará)...

La expresión del miedo negado o reprimido de los padres

Los niños están extremadamente atentos a lo que da miedo a sus padres. Si te sobresaltas al ver en
la calle a alguien a quien tu hijo no conoce, si te sientes inquieto ante la idea de encontrártelo, tu
hijo lo sentirá inmediatamente. Si es consciente de lo que sucede, te preguntará: «¿Qué te pasa,
mamá?» Si no, mirará a su alrededor con aire inquieto, se sentirá atemorizado sin poder identificar
realmente la causa.
Guillaume tiene tres años. Tiene miedo de todo lo nuevo, no se atreve a ir hacia los demás. En
seguida comprobamos que los padres de Guillaume tenían pocos amigos. Salían poco, evitaban
llevar a Guillaume a las tiendas, al metro, a las galerías comerciales... Le protegían, convencidos de
que no eran lugares positivos para él.
Ciertamente, no son lugares donde los niños se sientan particularmente a gusto, pero forman parte
de la vida cotidiana en la sociedad actual y, sin que sea necesario visitarlos con los niños cada día,
evitarlos de forma sistemática plantea un problema.
Para aliviar a un niño miedoso de un temor que no le pertenece propiamente, sino que parece ser
el reflejo del nuestro, es útil hablarle de nosotros y señalarle que no debe cargar con nuestras
emociones. Desde luego, resulta más eficaz (y mucho más confor-
table después) curarse uno mismo.
Yolaine vino a mi consulta a causa de su hija, aterrorizada durante la hora de patio. En realidad,
era Yolaine quien tenía miedo. Temía que su hija reviviera lo que ella había vivido en la escuela.
Una vez hubo identificado este miedo, le habló espontáneamente a
Daphne de sus terrores pasados y le dijo claramente que ella no tenía porqué cargar con sus
temores. Al día siguiente, al volver de la escuela, Daphne, contenta como unas pascuas, anunció a
su madre: —Te devuelvo tus miedos, mamá. A partir de ese día, su transformación fue espectacular.
Daphne
'ha vuelto a ser una niña alegre. La inquietud desapareció. ¿Magia? No, pero la respuesta adecuada
libera muy pronto la energía entre los niños.

¿Cómo ayudar a un niño miedoso?


1. ¡Deja de juzgarle como miedoso! Sólo es un niño que tiene muchos miedos o que no se
atreve a enfadarse. ¿Tal vez eres tú quien le prohibe la rabia?
2. Para que adquiera confianza:

 Propón actividades a la medida de sus posibilidades.


 Autoriza vías de expresión de la cólera.
 Favorece su creatividad.

• Encuentra actividades, lugares, juegos, en los que esté excluido todo juicio, toda evaluación. Hoy
en día existen cada vez más talleres variados en los que el niño puede aventurarse, realizar,
expresarse, sin que se formule ningún juicio (positivo o negativo). El taller de expresión de Arno
Stern (véase bibliografía) es un modelo en este género. En él se puede pintar sin que a uno le
juzguen. El respeto por el niño, por su ritmo, su proceso, sus necesidades, es total. Se le otorga una
gran atención.
1. El contacto con los animales de gran tamaño a menudo es de gran ayuda. Los poneys, los
perros, no juzgan, no exigen, permiten que el niño se acerque a su ritmo, confían en él y el
niño, de repente, se siente seguro.
2. Los ordenadores tampoco juzgan y demuestran una paciencia infinita. El niño puede hacer y
hacer y repetir mil veces la operación sin que el ordenador haga un solo movimiento de
irritación. Siempre que ningún adulto vigile el «resultado», el niño puede sentirse a gusto
explorando, puede aventurarse solo con el ratón, ir cogiendo confianza, poco a poco e
inconscientemente, en sus capacidades.
3. Mide tu propio miedo y cúralo.
En resumen:
No obligues al niño a afrontar su miedo demasiado directamente. Dale los medios para afrontarlo
a su ritmo y de superarlo sólo cuando él lo elija.
Capítulo 5
La cólera está al servicio de la identidad

Cuántos padres han sufrido, en el parque o en el supermercado, cuando su querubín se revolcaba


por el suelo, chillando bajo la mirada llena de reproches de los adultos presentes.
Y sin embargo, la cólera es una reacción natural y sana ante la frustración.

La cólera es una reacción sana


La cara de Lucie, de tres años, se crispa: «No es justo, ¡quiero montar yo!» Se pone toda roja,
aprieta los puños. Está encolerizada. Se niega a aceptar el veredicto del juego del «pito pito
colorito» que ha designado a su hermana para subir en la bici. A los tres años, aunque el «pito pito
colorito» lo haya dicho, Lucie tiene ganas de subir en la bici, y está muy frustrada.
La única ventaja del «pito pito colorito» es que la elección no la realiza un adulto. Es arbitrario, y
descansa sobre el azar, por lo que no implica preferencia del padre o la madre por uno u otro hijo.
Pero los padres no pueden esperar que un pequeño tan pequeño acepte su suerte sin protestar.
—Por favor, mamá, he terminado mi helado. Quiero otro.
—No, uno solo basta.
Imagina que un niño de tres años te dice:
—De acuerdo, mamá, comprendo que un helado es suficiente.
¿Qué sentirías?
Te sentirías vagamente incómoda. No sólo el niño deja de afirmar su deseo, sino que lo anula.
Ese niño se arriesga más tarde a que le cueste saber lo que quiere. A menudo se preguntará lo que
debe hacer, lo que está bien o mal, pero ya no tendrá la menor idea de lo que tiene ganas de hacer
realmente... Con frecuencia dejará que los demás orienten su vida, necesitará la opinión de Fulanito
o Menganito para tomar sus decisiones.
Cuando el niño insiste, grita, chilla, hace una escena para tener un helado, afirma su deseo, y esto
es muy importante.
Desde luego, resulta un escándalo, agotador para los padres cansados por el trabajo y/o que ya han
olvidado sus propias cóleras. La violencia puede ser la respuesta a la angustia del niño, que le
confirma que la expresión de su cólera no es bienvenida, que es peligrosa.
Decir: «¡Sí, quiero más!», significa seguir afirmando que estoy aquí y que tengo mis derechos. Si
el otro se niega, es su problema, pero yo sé que tengo derecho a desear. El niño no siempre necesita
que sus ganas se satisfagan, sólo quiere que se le reconozcan, que sus emociones se escuchen.
El feto se alimenta mediante el cordón, recibe automáticamente satisfacción a sus necesidades
nutricionales. Constituye una continuidad con su madre, ni siquiera siente la emergencia de su
necesidad (así, al menos, lo creemos hasta ahora).
Después del nacimiento, la comida ya no viene con tanta regularidad. Grita cuando siente un
malestar en su cuerpo. Todavía no sabe identificarlo, pero su madre lo llamará «hambre». Le
alimenta. Él se calma, se siente bien.
Si su madre no acude, grita más fuerte. Protesta porque quiere que acuda. Su cólera es una
llamada, insiste en su necesidad, intenta que su madre venga, que restablezca el vínculo.
Demasiado a menudo, la cólera se interpreta como un distan-ciamento respecto a la otra persona.
Esto sucede con la violencia, pero con la cólera pasa todo lo contrario. Es la expresión de una
necesidad, una demanda del otro para que restablezca un equilibrio.

Una etapa del trabajo de duelo


Se trata también de la primera etapa del trabajo de duelo. Cuando un niño se enfada porque no
puede tener algo, su emoción le permite reconstruirse y... aceptar la frustración. Algunos padres se
exasperan cuando han explicado bien a su hijo que algo es rigurosamente imposible... y que éste se
encoleriza. No saben que es una etapa necesaria, natural y normal del trabajo de duelo que el niño
tiene que hacer para aceptar. Rememoremos las etapas de la aceptación (aspecto desarrollado enLa
inteligencia del corazón):
1. La negación
2. La cólera
3. La negociación
4. La tristeza
5. La aceptación
Son movimientos naturales e importantes. La aceptación pasa por la cólera.
Dar satisfacción a una demanda antes de dejar que emerja puede impedir que el niño, de un lado,
sienta sus necesidades y, del otro, que realice un aprendizaje sano de la frustración. Una madre
demasiado atenta a la prevención de los menores deseos de su prole (suelen ser más las madres que
los padres las que caen en la trampa) puede dificultar la construcción de su sentimiento de
identidad. La frustración, con mesura, es estructuradora. Afortunadamente, es imposible satisfacer
siempre a un niño. A veces, todas las tiendas están cerradas y ya no nos quedan más helados en la
nevera, puede pasar que sólo haya una bici para dos, que el plato preferido se rompa, que mamá se
vaya a trabajar, que el amigo Julien esté en casa de sus abuelos...
Una cierta dosis de frustración es, pues, inevitable, y también es útil, siempre que las emociones y,
principalmente, la cólera del niño se escuchen.
Una frustración injusta, arbitraria o demasiado importante puede ser destructiva.
El bebé depende de su madre, no puede sobrevivir sin ella. Si no acude lo bastante de prisa (¡unos
minutos!), el terror sustituye a la cólera, el terror del abandono, de la ruptura del vínculo. Para el
peque-ñín, el tiempo no existe. Vive en el instante. Cinco minutos le parecen una eternidad. No
tiene medios para representarse lo que retiene a su madre. Al cabo de un rato, diferente según sus
experiencias anteriores, si nadie viene, se resigna. Se calla, se recoge sobre sí mismo. Su cuerpo
imprime algo así como «no tengo derecho a llamar», «no soy importante», incluso «soy malo»,
pues lo que sí es necesario es encontrar una explicación al hecho de que mamá no se ocupe de él.
Aún no es capaz de elaborar una deducción consciente. El proceso permanece inconsciente, pero si
se repite demasiado a menudo, esta creencia le puede marcar toda la vida.
Dejar llorar solo a un niño pequeño significa hundirle en emociones terroríficas.
Necesidad/demanda/satisfacción es la secuencia que debe ser más frecuente para que el niño
asimile el sentimiento de que le quieres, de que es importante para ti, de que sus demandas pueden
recibirse, en definitiva, que cuenta para ti, que está seguro.
A veces, sus demandas no pueden satisfacerse, pero es fundamental que siempre se escuche su
cólera.
Enfrentarse a una injusticia
La cólera también sirve para enfrentarse a una injusticia, es una reacción frente a una invasión, es
una protesta contra lo que no queremos tolerar. La cólera está al servicio de la identidad, permite
defender el territorio, el cuerpo, las ideas, los valores, la integridad.
Proporciona la fuerza para afirmarse, para decir no, para sentirse uno mismo. Quien no sabe sentir y
no sabe expresar su cólera a menudo se siente víctima e impotente en la vida. Expresar la cólera es
necesario para sentir el poder de uno mismo, hacerse respetar, afrontar la frustración sin que nos
destruya el sufrimiento de la carencia, restablecer la armonía en las relaciones.
Armonía es una diosa griega, la hija de Hares y Afrodita. Hares (Marte en el panteón romano) es
el dios de la guerra, del conflicto. Afrodita (Venus) es la diosa de la belleza y de la comunicación.
La armonía se obtiene mediante la confrontación y el diálogo, y no mediante el silencio y la
negación de sí mismo.
Si tú me niegas lo que te pido, algo se rompe en nuestra relación.Yo me enfado para que tú midas
hasta qué punto era importante para mí. La cólera intenta restablecer el vínculo. No lo rompas.
Conserva el vínculo, mantente presente, atento, respetuoso.
En la mayoría de espíritus reina una gran confusión entre cólera y violencia. La violencia es
destructiva, en cambio la cólera es constructiva. Nos falta vocabulario para aclarar esta distinción.
Aunque la palabra agresividad tiene una etimología positiva (ir hacia), hoy en día su connotación es
netamente negativa. En este caso yo conservo el vocablo «cólera» para nombrar la manifestación de
la agresividad biófila, la que está al servicio de la protección de la vida. La cólera es la afirmación
de uno mismo frente al otro, precisión de los límites que no deben cruzarse, rechazo de lo que nos
hace sufrir.
Cuando no sabemos administrar la cólera, entramos en la violencia. La violencia es muy distinta a
la cólera, de hecho es su opuesto. Mi cólera sólo habla de mí, de mis necesidades.
La violencia habla del otro, acusa, intenta herir, destruir. Siento una necesidad, la expreso y no
obtengo satisfacción. En este caso, siento un vacío en mi interior, me falta algo. Estoy mal. La
violencia es el resultado de un intento de protección contra la intensidad de los afectos mediante la
proyección sobre el prójimo, la atribución del malestar al otro mediante la acusación.
Cuando el malestar es demasiado intenso, comienzo a temer que me destruya. Entonces intento
proyectar sobre otra persona mi sensación, y acuso: «¡Eres mala!» De hecho, la violencia es el
resultado de la represión de la cólera, de la incapacidad de tolerar en uno mismo una carga afectiva
fuerte, de una acumulación de sentimientos de impotencia, pero también de miedo. Aunque, en
definitiva, siempre es la expresión de una necesidad, disfraza más de lo que desvela.
La violencia es un último intento para que se escuche un mensaje, pero entonces el mensaje
está tan disfrazado que son bien pocos quienes lo comprenden. ¿Quién oye la angustia del alumno
de instituto que ataca a su profesor? ¿Quién oye el desespero de un joven de los suburbios que pinta
graffitis y atraca a los ricos? Sin embargo, ambos intentan atraer la atención sobre lo que viven.
Dicen que su vida cotidiana es intolerable. ¿Quién les escucha?
La reacción de proyección es un mecanismo de defensa primaria universal: «Eres malo(a)» marca
la dificultad del niño para tolerar el malestar de la frustración. Poco a poco, si recibe la atención
adecuada, el respeto de sus deseos y de sus necesidades (y no su satisfacción sistemática) el niño ya
no necesitará proyectar sobre otra persona. Sabrá, porque lo habrá experimentado, que puede estar
encolerizado y dejar de estarlo, que su cólera no le destruye, que no ha destruido el vínculo con sus
padres.
Si a menudo los padres dudan a la hora de escuchar las cóleras, es porque las inscriben en la
dinámica de un juego de poder. Viven en competición con su hijo, y olvidando que poseen un
cerebro más desarrollado que el de éste, entran en: «tú aquí no mandas», «no va a ser un mocoso
como tú quien me va a fastidiar»...
Dado que ellos mismos no tuvieron derecho a expresar sus cóleras, sus rabias antiguas han
permanecido ancladas en ellos, listas para volver a salir, lo cual les aterroriza. Sobre todo porque,
bajo la cólera, está el sufrimiento del niño que fueron, el sufrimiento de que no les comprendan, de
que no les oigan, de que no les amen.
Reprimir la cólera del niño sirve para mantener la tapadera sobre sus propias emociones de
cuando eran niños, sobre su niño interior.
La cólera, herramienta para la gestión de la frustración, no debe borrarse, sino vivirse, sentirla en
sí mismo, atravesarse.
Existen, pues, cóleras sanas, no violentas, que estructuran, y cóleras desfasadas, excesivas,
violentas, destructivas. Las primeras deben escucharse, las segundas, deben descifrarse. Todas se
tienen que respetar, pues todas señalan una necesidad.

Descifrar la necesidad
Mi hijo Adrien manifestó su mayor cólera hacia los dieciocho meses, en una tienda cercana a la
estación de Montparnasse, en París. Nos íbamos unos días de vacaciones. Eran las dos del
mediodía, y Adrien se había quedado dormido en el taxi. Cuando le despertamos, al llegar a la
estación, su siesta había quedado interrumpida al cabo de una media hora demasiado corta.
Interesado de inmediato por su entorno, miró por todas partes sin expresar en ese momento ningún
tipo de desaprobación. Como era temprano, fuimos a comprar revistas.
En la tienda, se fijó en seguida en una bolsa de caramelos demasiado artificiales para mi gusto.
Como no deseaba comprárselos, intenté negociar. Le propuse todo tipo de cosas, cochecitos, motos,
en vano. Chilló, se revolcó por el suelo, pataleaba si yo intentaba tocarle, estaba «fuera de sí».
Nunca le había visto así. ¿Qué actitud cabía tomar?
Comprarle los caramelos habría podido ser una opción, pero me pareció más que nada destructiva.
De un lado, realmente no eran sanos para su cuerpo, pero sobre todo su cólera era tan intensa, tan
desmesurada, que no podía estar relacionada con los caramelos. Si se los regalaba, habría producido
un cortocircuito en su descarga emocional. Chillaba que quería caramelos, pero en realidad no podía
aguantarse los nervios, no había dormido lo suficiente y se mostraba intolerante ante cualquier
frustración.
Todos los padres lo saben, las mayores cóleras aparecen cuando el niño está agotado, cuando ya
no es capaz de administrar la menor frustración. Siente en su interior un vago malestar (su
cansancio) y busca las razones del mismo. Se agarrará a la primera ocasión que se presente. No le
gusta el coche verde, quiere un caramelo, desea jugar con el oso que sostiene su hermana, la sopa
no está buena... Necesita encontrar una razón sobre la cual enfocar su energía y evacuarla.
Las capacidades neuronales han sido superadas. Resulta inevitable una descarga tónica. Es útil, y
el niño ya no sabe contener la excitación.
Reñirle no sería apropiado, no es capaz de actuar de otro modo. Interpretar la crisis diciéndole:
«Estás cansado» lo sentiría como una humillación, y el único efecto sería multiplicar su rabia.
Descifra la verdadera necesidad y ayúdale simplemente a satisfacerla.
Así que acompañé a Adrien en su crisis de rabia, permaneciendo presente cerca de él, mirándole.
En seguida que pude, le cogí evitando los golpes para ayudarle a contener su cuerpo. Le hablé. Me
disculpé por haber elegido un horario tan malo para él, por no haber sabido respetar su tiempo de
sueño, le dije que estaba enfadado con razón.
Dado que su hermana había elegido un juguete, cogimos para él una pequeña moto. Era incapaz
de elegir en aquel estado, pero ya en el tren le encantó... después de acabar su siesta interrumpida.
Negarle un regalo y decirle «peor para ti, haberte calmado» en el momento en el que su hermana
abriría el suyo estaba fuera de lugar, sobre todo porque no tenía posibilidad fisiológica alguna de
calmarse.
Su cólera parecía excesiva porque la había desplazado hacia los caramelos. Chilló hasta satisfacer
su verdadera necesidad, dormir, unos cinco minutos más tarde.
De este ejemplo no debe deducirse que sea nocivo satisfacer la demanda formulada por un niño
cuando esté enfadado.
Es posible que la rabia del niño nos permita medir hasta qué punto tiene ganas o necesidad de lo
que pide. En función de estas nuevas coordenadas, podemos revisar una decisión y darle lo que le
habíamos rechazado de entrada. No temamos parecer inconsecuentes. Una vez más, siempre que no
sea sistemáticamente, el niño verá tan sólo que se presta atención a sus necesidades. El capricho
sólo está en la idea del adulto. El niño raramente comienza un juego de poder con sus padres.
Cuando desciframos durante la terapia este tipo de juego, con mayor frecuencia es el padre quien
descubre su responsabilidad en la historia. Ha comenzado de forma involuntaria a situarse en el
juego al interpretar una demanda del niño como una exigencia, o al usar su poder para obtener algo.
Es natural que el niño intente resistirse, y entonces, numerosos adultos sacan la siguiente
conclusión: «Me está probando, me está llevando al límite.»
Yo creo que el niño hace lo que puede para intentar atraer nuestra atención hacia sus necesidades.
Todavía no sabe formular bien las cosas, todavía no sabe identificar lo que le pasa, pero si está
furioso es que le pasa algo.
Nuestro papel de adulto no es el de poner límites autoritarios, como se dice demasiado a menudo,
sino de garantizarlos. Nuestro papel es el de utilizar nuestro cerebro más desarrollado, nuestra
inteligencia, para identificar la necesidad del niño, ayudarle a canalizar su energía, ayudarle a
restaurar su sentimiento de integridad, a repararse a pesar de la carencia, o a afirmarse frente a la
injusticia.

Una reacción fisiológica que debe acompañarse

La cólera es una reacción fisiológica del organismo. Descarga de adrenalina, dilatación de los vasos
sanguíneos, aflujo de azúcar a los miembros... El niño encolerizado se siente invadido por una
energía inmensa, patalea y da golpes con las manos, se revuelca por el suelo. Es muy pequeño, sus
gestos son desordenados, y para no perderse necesita que le contengan. Para no temer sus propios
gritos, su dolor, sus pulsiones, necesita poder anclarse en el amor de un padre o una madre presente,
que acoja las pulsiones agresivas y vuelva a dar ternura, transmitiéndole este mensaje: «Tu cólera
no es peligrosa. ¿Ves?, no me hace daño, sigo estando aquí y sigo amándote. Sigues siendo el
mismo niño (niña).»
Más tarde, a medida que el cerebro madure, la cólera seguirá invadiendo sus músculos, pero el
niño sabrá encontrar las causas reales y expresarlas con palabras. Sabrá contener sus impulsos en el
marco de su pensamiento, dejará de estar desamparado frente a su experiencia interior, pues será
capaz de organizar sus vivencias, podrá dar sentido, elaborar mentalmente a partir de lo que siente.
Será capaz de otorgar palabras a lo que vive, de expresarse verbalmente.
Planteo una hipótesis, según la cual un niño al que se haya contenido y acompañado
correctamente en sus cóleras, cuando sea padre o madre ya no tendrá impulsos violentos
irreprimibles hacia su descendencia.
Dentro de dos generaciones podremos confirmar o refutar esta hipótesis. Vistas las dificultades
bastante generalizadas de los adultos de hoy en día para administrar sus cóleras de manera eficaz y
no violenta, podemos pensar que ha llegado el momento de tratar de forma diferente la cólera de los
niños.
Así, pues, el pequeño todavía no tiene medios suficientes como para organizar sus afectos. Estas
capacidades se construyen poco a poco. Quedan fácilmente superadas por la fatiga o por una
acumulación de tensiones.
Los padres de Anna no comprenden nada. En la guardería, parece que todo va bien, la niña está
sonriente, concentrada, interesada. Pero por la noche está «infernal». Llora por cualquier cosa, se
enfada por un pequeño detalle... Durante todo el día ha tenido que controlarse, acomodarse,
permanecer sentada, mostrarse como una buena alumna. Ha acumulado tensiones sin atreverse a
decir
lo que vivía. Por la noche, cuando vuelve a casa, estalla. Les «muestra» a sus padres todo lo que no
ha sido durante el día. Se descarga de todos los esfuerzos de control, los suelta por fin. Todavía no
sabe identificar las causas de su irritación, y aún menos verbalizar-la. Confía en sus padres, puede
arriesgarse a mostrarse encolerizada, cosa que no puede hacer con su maestra.
En concreto:
• Acoger la emoción.
A veces es difícil, sobre todo en público, pero piensa que trabajas por su futuro. Una cólera
escuchada dura unos minutos como máximo.
• Aceptar la emoción, eventualmente formularla con palabras. Apoyar la expresión reforzando
mediante frases cortas según las circunstancias: «es verdad, es injusto», «comprendo que te sientas
enfadado», «es difícil aceptarlo»... «estás furioso porque tenías ganas de venir conmigo».
• Cuando se trate de un niño pequeño: contener, mantener el contacto.
Las cóleras de un niño de dos años son fuertes, ruidosas. Te rechaza violentamente cuando
intentas tocarle. Intenta alejarte, chilla a grito pelado. Te persigue, intenta morderte, pegarte. Busca
manifiestamente el contacto. Conténtate con impedir que te haga daño y quédate allí, atento.
Cuando sientas que el climax de la crisis ha pasado, tiende los brazos. Él tenderá los suyos. Si aún
no está acostumbrado a esta manera de terminar una cólera, cógele tiernamente en tus brazos
conteniendo sus golpes, poco a poco se soltará en una gran caricia tranquilizadora. De este modo
asimilará un sentimiento de seguridad que le permitirá disminuir la intensidad de sus cóleras.
La cólera, a menudo, proporciona al niño el sentimiento del poder personal.
Al revolcarse por el suelo, manifiesta su impotencia. Si recibe permiso para expresarse, gritar,
hacer ruido... va retomando poco a poco contacto con su poder.
Al chillar, el niño se siente vibrar de rabia. Es un momento muy importante para él. Es
fundamental dejarle hacer SIN JUZGARLE, ni siquiera de forma admirativa. «Qué enfado tan
magnífico» no lo vive el niño mejor que si oyera «cuando te enfadas te pones muy feo» o «para
inmediatamente».
¡No empeores la situación! Una cólera escuchada y respetada es breve. No es útil reactivarla
cuando ves que el niño ya está en otra cosa.
Si está superado por la fatiga, un masaje tierno le ayudará más a dormirse que el aislamiento
forzado en su habitación.
• Para un niño mayor.
Cuando el furor le invade y le supera, invítale a ir a gritar a otra habitación, por ejemplo su cuarto,
o el salón, o el cuarto de baño. En esta habitación, aislado de los otros miembros de la familia, el
niño escucha su rabia, la siente en él, la expresa gritando, incluso golpeando las almohadas, hasta
que restablece la calma en su interior.
No tiene nada que ver con el «ve a calmarte a tu habitación», lanzado con tono autoritario o
exasperado. No se trata de alejarle, sino de una manifestación de respeto hacia aquella emoción que
necesita un espacio para expresarse. Sobre todo, no se trata de un castigo, sino de una técnica que
todos los miembros de la familia utilizan. Por otra parte, tú mismo mostrarás el ejemplo, irás a
gritar y a calmarte a tu habitación o al cuarto de baño. En algunas familias, existe una habitación
reservada a tal efecto, dotada de un punching-ball o de un montón de almohadones.
Preferentemente un cuarto insonorizado, en el que uno puede dar vía libre a sus emociones,
reflexionar, meditar, centrarse.
Al salir de esta habitación, el niño vuelve a ocupar su lugar en el curso de la vida familiar. Si su
cólera iba dirigida contra un miembro de la familia, ahora vuelve a ser capaz de formular una
demanda clara. Si su cólera tenía otro origen, si era excesiva, desproporcionada o desplazada, la
habrá puesto de nuevo en su lugar. ¿Cuándo es lo bastante mayor un niño como para seguir esta
técnica? Algunos están listos a partir de los tres años, pero en cualquier caso es preciso que sea
capaz de objetivizarse a sí mismo, que hable a la perfección y que organice bien sus ideas. Además,
sólo puede estar listo si ha sido preparado, es decir, lo suficientemente contenido en brazos
acogedores como para poder acogerse a sí mismo.
Si te falta espacio puedes contentarte con un «almohadón de la cólera». Será un almohadón
reservado únicamente a la expresión del enfado. Nadie puede sentarse en él, ni utilizarlo para
echarse. Es el almohadón en el que se pega, se increpa, es el que se tira contra la pared.
Cuando existe una tensión en la familia, demasiados conflictos entre niños, se puede organizar
una guerra de almohadones. Después de apartar las figuritas, padres y niños se reparten en dos
equipos y... ¡empiezan a volar los cojines! Se libera energía y la risa sustituye en seguida a la rabia.
La batalla vuelve a establecer la complicidad.

Cuando los padres están enfadados


Un día, exasperada, estallo, sacudo a Margot y le grito. Ella llora, y luego se enfada: «¡Mamá, tú no
puedes enfadarte!»
Me detuve al instante. Tenía razón, yo no podía sacudirla de ese modo, atemorizarla. Ciertamente,
estaba irritada, pero realmente no era una razón para herirla. (Puesto que sentir temor frente a su
propia madre representa una gran herida psíquica.)
Escuché a mi hija. Mi rabia se esfumó, me disculpé y tomé a Margot en mis brazos para que se
tranquilizara.
Otro día, ya no me acuerdo por qué razón, le dije, bruscamente: «¡Qué pesada eres!»
Me miró y replicó:
—No puedes decirme esto, mamá.
—Tienes razón, cariño, tienes razón-. Me senté a su lado y seguí hablando: —No puedo decirte
estas palabras «piedra». (Me gusta esta fórmula expresiva de Catherine Dolto-Tollich. Las palabras dulces son
dulces y suaves, las palabras «piedra» son duras y duelen.) Lo he dicho porque estoy cansada. Pero era mi
irritación; tendría que haber dicho «estoy irritada», en lugar de decirte cosas a ti. Si te digo que eres
pesada, te hiero, y esto no arregla mi necesidad de calma. Perdóname.
Nadie es perfecto, y estamos tan acostumbrados a proyectar hacia otra persona nuestras
dificultades personales que es ilusorio imaginar que no nos pasará nunca más. Pero es fundamental
que el niño tenga permiso para sentir y decir que es injusto. Su cólera justificada nos devuelve
entonces a la realidad, podemos tomar consciencia de lo que ha pasado en nuestro interior y
disculparnos. No hay nada de malo en ello.
En cambio, si el niño no puede o no se atreve a responder cuando un adulto (u otro niño) le
desvaloriza, le hiere, le humilla, le ridiculiza, si no se enfada, permanece desvalorizado, humillado o
ridiculizado, y puede llevar esta herida durante mucho tiempo.
Si el respeto por el niño domina en la relación, todos los insultos proferidos en un momento de
exasperación no le traumatizarán de forma automática, pero una sola palabra torpe pronunciada en
un período sensible puede quedar marcada durante años. Mejor no correr ese riesgo.
Por otra parte, permanecer en contacto con nuestras emociones en lugar de proyectarlas hacia el
niño permite al padre o a la madre seguir centrado en su persona, consciente de sí mismo.
Paradójicamente, si queremos atribuir las culpas al niño, ¡nos agotamos en seguida!

Una cólera justa que habla de sí


Algunos padres, por miedo a traumatizar a su hijo, nunca se enfadan. Niegan sus necesidades,
rechazan sus emociones. El mayor inconveniente de esta actitud es que entonces el niño carga de
forma inconsciente con la cólera no expresada de sus padres, y la exteriorizará... sin saber
identificar de dónde viene esta rabia, puesto que no le pertenece. Los niños pueden convertirse en
auténticos tiranos, irritados ante la menor frustración. Contrariamente a lo que a menudo se suele
oír, no se trata de una falta de castigos o de severidad por parte de los padres, sino de una represión
de su cólera.
Podemos, debemos aprender a decir YO. Haz este experimento, aunque sea una vez o dos, y fíjate
en lo que pasa en tu interior, en lo que le pasa a él.
Estás enfadado:
1. Siente la energía de la cólera dentro de ti y déjala que invada tu cuerpo. Quédate en la
sensación del cuerpo, sin fijarte en las ideas.
2. Identifica la verdadera causa de tu cólera. El comportamiento del niño es un desencadenante,
pero ¿cuál es la causa? ¿Te sientes impotente? ¿Te da miedo la mirada de la maestra, de tu hijo o de
tu jefe si llegas tarde a la escuela y luego al trabajo? ¿Estás harta de hacerlo todo en casa mientras
que tu marido se lo toma con calma cuando tiene que volver del trabajo? ¿Tu madre te ha vuelto a
llamar para quejarse de su soledad o de sus varices? ¿Estás cansado y te gustaría poder ver el
partido por la tele?
Puede ser que la simple consciencia de la causa apague instantáneamente tu cólera reorientando tu
energía hacia lo adecuado, y entonces verbaliza al niño lo que ha pasado en tu interior. Así
aprenderá a hacer lo mismo.
Pero también puede ser que la rabia continúe construyéndose en tu interior y:
a. No tiene relación con tu hijo: pasa al punto 3.
b. Se dirige directamente a tu hijo: pasa al punto 4.
3. Informa a tus hijos de que estás irritado por... dales la auténtica razón, no temas enturbiar la
imagen de tu compañera, compañero, madre, padre o suegra... Protege más bien la imagen de sí
mismos que tienen tus hijos evitando atribuirles lo que no les concierne.
Di a tus hijos que necesitas unos minutos de aislamiento para soltar tu irritación, ve a otra
habitación, si es preciso al lavabo, ¡y grita! Ellos también irán a ese cuarto cuando lo necesiten.
Instálate delante de tu «almohadón de la cólera».Visualiza frente a ti la imagen de aquél cuyo
comportamiento causa tu tormento. Grita, llora, dirigiéndote a él (ella) como si estuviera allí; si lo
necesitas, golpea el almohadón para descargar tu tensión.
Gritar, expresarse en voz alta, resulta agradable y sobre todo liberador, siempre que se haga
conscientemente y no nos supere la aparición incontrolada de un impulso.
Si no puedes ir a otra habitación, procura no chillar mirando a tus hijos, avísales: «Estoy muy
irritado, no es culpa vuestra, es por culpa de... (razón verdadera) pero necesito gritar ahora.» Grita:
«¡Estoy harto, harto, harto...!» dándoles la espalda.
Una vez te hayas desahogado, tómate tu tiempo para hablar de ello:
«¿Qué has sentido cuando gritaba? ¿Has tenido miedo? Sí, cuando alguien grita tenemos miedo.
¿Pero tú sabías que no era por tu culpa? ¿Qué me ha hecho gritar?»
La expresión de la cólera es un aprendizaje importante para ellos.
Corrige los errores de interpretación. Si dicen: «Has gritado porque he derramado el vaso»,
responde claramente la verdad: «No. Me he irritado en ese momento, pero el vaso sólo era una
pequeña contrariedad más. Ya estaba irritado porque el banquero no ha aceptado concedernos un
préstamo. Todo el mundo puede derramar el agua, no pasa nada. Y si el banquero no quiere
prestarnos dinero, esto no es culpa tuya.»
4. Estás realmente irritado con tu hijo. Quieres que modifique un comportamiento que choca con
tus necesidades. No olvides que, una vez más, tu actitud es un modelo consciente e inconsciente
para él. Sobre todo, procura formular tus necesidades sin entrar en acusaciones. He aquí la
estructura de una frase tipo:

Cuando tú... (comportamiento preciso del otro)


siento... (mi emoción, mi sentimiento)
porque... (mi necesidad)
y te pido que... (demanda precisa de comportamiento aquí
y ahora que me permite reparar la relación con el otro)
para que... (motivación para el otro)

Por ejemplo:
Cuando me pides que te haga macarrones, y yo los hago y tú no te los comes, me siento irritada
porque cocino para ti y necesito que sea útil, y te pido que comprendas lo que siento cuando hago
algo para ti y tú ya no lo quieres, para que yo siga teniendo ganas de hacer lo que me pides.
Cuando dejas tus calzoncillos sucios en el suelo, me enfado
porque estoy harta de recoger tu ropa, prefiero hacer otras cosas contigo, antes que recoger tu ropa
sucia, y te pido que entiendas mis sentimientos y vayas a llevar tus calzoncillos a la cesta de la ropa
sucia, para que yo me sienta bien contigo y podamos jugar juntos y contentos.
A pesar de su aparente facilidad, esta frase es compleja y necesita una consciencia de sí mismo,
aunque también del otro. De entrada, no es tan fácil identificar el comportamiento preciso de otra
persona sin entrar en una generalización, una globalización o un juicio. En seguida aparecen frases
del tipo «cuando te hablo nunca me escuchas», «cuando te portas mal» o «cuando estás
insoportable».
Por otra parte, estamos tan poco acostumbrados a formular nuestras emociones que a menudo nos
faltan palabras para decir con precisión lo que sentimos. Nos puede tentar poner una emoción en
lugar de otra: «Cuando vuelves a las dos de la madrugada, estoy enfadado» en lugar de «Cuando
vuelves a las dos de la madrugada, temo que te haya pasado algo.» En este caso, la cólera sólo
puede justificarse si había un contrato específico establecido entre el adolescente y sus padres. Pero
la inquietud es probablemente lo que domina.
Peor aún, detectar la auténtica necesidad y expresarla es extremadamente difícil.
Formular una demanda que se pueda recibir aquí y ahora sin entrar en el futuro y en las promesas
no es tan simple.
En definitiva, escuchar en uno mismo las consecuencias del comportamiento frustrante o hiriente
sobre la relación y centrarse lo bastante en el otro para motivarle a satisfacer nuestra demanda es
todo un arte. Esta frase final «para que...» puede presentar el aspecto de un chantaje, pero sólo es la
respuesta a la pregunta:
«¿Qué cambiará para mí, para nuestra relación, si el otro accede a mi demanda?»
Es importante que el otro vea un beneficio, pues de otro modo, ¿por qué aceptar modificar uno de
sus comportamientos?
De todos modos a menudo las tres primeras frases («Cuando tú..., siento... porque...») son
suficientes.
«¡Cuando pegas a tu hermano me irrito porque no me gusta que se haga daño a nadie!»
«¡Cuando entras con tus zapatos llenos de barro me enfado porque acabo de limpiar!»
La exigencia de esta frase nos impide abusar. Nos enfrenta a nuestros límites. En efecto,
¿qué razón se puede encontrar a unas frases como las siguientes:
«Cuando rehusas obedecerme, me irrito, porque... porque siento la necesidad de sentirme más
fuerte que tú.»
«Hijo mío, cuanto llevas pendientes, me enfado porque... tengo miedo del que dirán.»
Sólo puedo mostrarme irritado por algo que me concierne. De otro modo, la historia desembocaría
en el control.
Todo esto exige ejercicio. No te enfades con tus hijos cuando te dicen «eres mala». Descifra, te
están diciendo:
«Cuando me pides que apague el televisor, me enfado porque tenía ganas de ver la película.»
Enseñémosles, por ejemplo, a formular su cólera...

Trucos para evitar la violencia en el momento en que tenemos ganas de pegar


 Respira hondo para volver a ti mismo y no estar «fuera de ti».
 Sabes que tienes derecho a tener ganas de pegar, pero no de hacerlo. Escúchate: «Tengo
ganas de romperle la cabeza con un martillo»... Eventualmente, visualízalo en una pantalla
mental.
Puedes verbalizarlo ante el niño: «Tengo ganas de pegarte. No lo haré porque no quiero hacerte
daño. No tengo derecho a pegarte, pero tengo derecho a tener ganas.»
 Escucha tu necesidad. Procúrate los medios para satisfacerla, o proyecta esta satisfacción en
el futuro.
 Céntrate en el niño y toma consciencia de lo que pasa en su interior, de sus necesidades, y si
es preciso de lo que ha causado su comportamiento.
• Imagínate cuando eras niño, a la misma edad, y toma conscien
cia de lo que sentías en aquella época.

148 El mundo emocional del niño


 Recuerda el amor que sientes por él evocando imágenes de felicidad con él. Su nacimiento,
por ejemplo, tu admiración ante sus primeros pasos, el día que te hizo un regalo por tu
cumpleaños...
 ¡Pasa el relevo a tu cónyuge!
Si crías solo (a) a tu hijo, llama por teléfono a un amigo (a) para permitir que la presión de tu
interior disminuya.

¿ES COLÉRICO?
Una madre me trae a su hijo. Stéphane está en tercero de primaria. En la clase se muestra agresivo,
responde a las profesoras, los padres se quejan de él porque pega a sus hijos.
¿Cuál es mi análisis? Una de sus necesidades no se ha satisfecho. Siempre hay una intención
positiva detrás de un comportamiento. Stéphane intenta comunicar algo, probablemente del orden
de las carencias, de la frustración, de la injusticia.
Después de una breve entrevista, resulta evidente que Stéphane se aburre enormemente en clase.
¡Tiene un promedio de sobresaliente!
¿Por qué debería aceptar sin rechistar el permanecer sentado durante horas escuchando lecciones
que no son de su nivel? A él nadie le escucha, nadie se muestra atento a sus necesidades. Las
tensiones se acumulan, y debe encontrarles una salida. Habría podido deprimirse o bloquear su
aprendizaje, es decir, optar por la autodestrucción, pero elige (inconscientemente) desviar sus
impulsos destructivos hacia el exterior.
Stéphane tiene un hermano tres años mayor que él, que le incluye en sus juegos. Los compañeros
que vienen a buscarle le aceptan para jugar con ellos, incluso cuando su hermano mayor no está.
Nunca se pelea con ellos.
Con los amigos de su hermano, Stéphane es «mayor». Con los de su clase, se siente pequeño.
Ahora bien, a nadie le gusta sentirse pequeño. Stéphane no sólo se aburre, sino que se ve obligado a
vivir con un grupo de niños que le llaman a la regresión, y por esto les odia.
¿Qué ha hecho madurar tan de prisa a Stéphane? ¿Quién le ha incitado a profundizar en su
intelecto, a ser el mejor de la escuela y a acercarse de este modo a su hermano mayor?
Stéphane no ha visto a su padre desde hace años. A falta de padre, su hermano mayor le
reemplaza. Es su guía. A los niños de su edad, les reprocha no ser padres, y probablemente, les
reprocha también que tengan padres. La agresividad siempre oculta carencias.
Finalmente, el padre llamó por teléfono. Vive lejos. Pero Stéphane ahora sabe que le va a ver
durante las vacaciones. El impacto de esta llamada es inmediato. Se muestra claramente menos
agresivo. Se siente seguro. Su padre le quiere.
Desgraciadamente, muchos padres separados no telefonean muy a menudo, a veces desaparecen
totalmente de la vida de su hijo. Para éste resulta muy duro. Para que no se destruya
desvalorizándose o deprimiéndose, ni proyecte sus impulsos agresivos hacia otra persona, necesita
poder verbalizar su carencia, compartir sus sentimientos de miedo, de cólera, de tristeza, acaso de
culpabilidad. Necesita liberar su desespero en los brazos de alguien, para realizar poco a poco el
duelo de esta pérdida.
Cuando una agresividad parece gratuita y sin objeto... el objeto debe buscarse algo más lejos.

El claro de tierra sobre la luna1


Philippe y Catherine me llevan a su hijo. Fulbert tiene dos años, la edad de los enfados, pero él se
muestra excesivamente colérico.
1. La terminología es de Alain Crespelle. Fue mi primer psicoterapeuta, mi profesor y mi modelo durante años.
Murió en 1999, y en este libro le rindo homenaje utilizando estas palabras que evocan tan bien el reflejo de nuestras
emociones en los comportamientos de nuestros hijos.
Sus rabietas son múltiples y diarias, y duran incluso más de una hora, los padres ya no pueden más
y han decidido consultar a un especialista.
Cuando planteo algunas preguntas acerca de la historia de Fulbert y de sus padres, sobre todo
acerca de las condiciones de su nacimiento, me entero de que la madre de Catherine falleció durante
el embarazo. Cuando exploro un poco más, resulta que este duelo dista mucho de haberse realizado.
A raíz de la muerte de su madre, Catherine se sintió invadida por la desesperación. Su madre se
había ido sin haber sido jamás una auténtica madre. Catherine nunca había podido enfadarse con
ella, y en consecuencia no pudo entrar en la fase de rebelión del trabajo de duelo. Reprimió, rechazó
su rabia y su desespero...
Como todos los niños pequeños que quieren a su madre y no pueden soportar verla sufrir, Fulbert
cargó sobre sus espaldas las emociones no expresadas. Los niños son auténticas esponjas. Absorben
las cóleras, los miedos, las tristezas, las tensiones no expresadas de sus padres. Al no estar
informados acerca del origen de sus sensaciones, las atribuyen a algo de su entorno y «se irritan por
nada». ¿Por nada? Para evacuar la tensión de algo no dicho, de una emoción no reconocida, no
asumida por sus padres.
Catherine habló con su hijo. Le dijo, con toda claridad, lo que había vivido a raíz del fallecimiento
de su madre y cómo él había podido sentirse responsable de sus emociones rechazadas, y sobre
todo: «Tu no debes cargar con mi cólera, con mis emociones. Yo me ocuparé de ellas.» Fulbert
escuchó. Sus rabietas irreprimibles e interminables cejaron, con la sorpresa, pero también con el
alivio, de todo el mundo.
La madre decidió realizar el duelo de su madre mediante una terapia. Sobre los almohadones,
expresó su rabia, sus frustraciones, sus sufrimientos... Miró la realidad de sus padres, con otra
mirada dirigida hacia ella misma, se restauró en su persona. Fulbert, aliviado del peso del
inconsciente de su madre, pudo expresar sus propias cóleras.
¿Un niño es particularmente colérico cuando ninguna carencia o injusticia parece trastornar su
vida? Tal vez sea la expresión de una cólera rechazada de sus padres. El padre está tan desamparado
ante esta emoción que la rechaza en él y encuentra un beneficio inconsciente en el hecho de que sea
su hijo quien la exprese.

En resumen, ¿las cóleras son numerosas, excesivas o


parecen gratuitas?

Se trata:
 de una acumulación de tensiones,
 de una cólera desplazada,
 de la expresión de una cólera inconsciente o no dicha de un padre,
 de otra emoción (miedo o tristeza) camuflada bajo las apariencias de la ira porque
la expresión de la verdadera emoción es imposible o está prohibida: «Eres un chico
mayor», «Sólo lloran las niñas», «¡No me dirás que tienes miedo!», etc.

La respuesta a la cólera es la escucha, el respeto, la empatía.


Capítulo 6
La alegría

Domingo 11 de julio de 1998, a las diez y treinta y siete de la noche: explosión en toda Francia.
«¡Campeones!» La selección francesa, campeona del mundo. Sobre el césped, los futbolistas se
abrazan, se besan, se felicitan y se abalanzan sobre el jugador que acaba de marcar el último gol. En
todo el país, la gente sale a la calle. Los Campos Elíseos están atestados de gente.Todo el mundo
canta, chilla, salta, baila, se besa, agita banderas, celebra el acontecimiento bebiendo champaña o
cerveza. La alegría se vive con otras personas, se comparte.
La alegría es la emoción que acompaña al triunfo y al amor. Es expansiva, nos impulsa a
abrazarnos los unos a los otros. ¿Acaso por esto resulta tan sospechosa?
La aptitud para la alegría es una dimensión importante de la inteligencia del corazón... y de la
felicidad.

¿Se puede aprender a sentir la felicidad de vivir?

A Roland, de cuarenta años, le cuesta vivir. Se siente deprimido, cansado de todo. Le cuesta tomar
decisiones, incluso, simplemente, salir de su casa. Ríe poco, ya no sabe divertirse. Me habla de él,
del juicio permanente de su padre, de la sobreprotección de su madre... y de la muerte de su
hermano. Patrick tenía un año más que él. Murió a los diecinueve años. En aquel momento no pudo
asimilar este fallecimiento. ¿Cómo es posible morirse a los diecinueve años? No puede ser. Su vida
ha proseguido sin que se diera cuenta de que una parte de él había permanecido atrás. Sigue sin
haber realizado el trabajo de duelo. Un trabajo casi imposible de efectuar, porque implica
cuestionarse demasiadas cosas personales. Sus padres les trataban como gemelos, se parecían,
llevaban ropa idéntica. A partir del día de la muerte de Patrick, las risas quedaron desterradas de los
encuentros familiares. «¡Cómo puedes reírte, si tu hermano ya no está!» Roland comprendió en
seguida que a partir de entonces se le prohibía la alegría, la vida.
Como Roland, muchas personas inician una psicoterapia para volver a encontrar el gusto por la
vida. La alegría está ausente de su vida cotidiana.
¿Qué se puede hacer para que un niño conserve su aptitud natural para la alegría? En primer lugar,
estar atento a no reprimirle como hicieron los padres de Roland, y luego construir la vida propia de
modo que uno mismo sea lo más feliz posible, que uno mismo pueda amar y realizarse.
Cuando los niños tienen que cargar con las tristezas, las frustraciones, los sentimientos de
insatisfacción de sus padres... no son libres para ser felices.
He conocido a demasiados niños de unos doce años a quienes la vida ya no les interesaba. Sus
padres a menudo están ausentes, agobiados de trabajo, estresados en su vida cotidiana. ¿Para
qué vivir, cuando no hay amor o alegría a nuestro alrededor?
La Copa del Mundo de fútbol de 1998 nos hizo redescubrir la alegría. Los sondeos evidenciaron
que la moral de los franceses había mejorado netamente durante las semanas que siguieron a la
final.Y sin embargo, aunque parecía que la economía empezaba a recuperarse, no había habido
ningún cambio importante en la vida cotidiana de la mayoría de la gente... salvo en su manera de
abordar la existencia.
Es responsabilidad de los padres ser felices, transmitir o al menos no alterar el apetito de vida del
niño. Ser feliz es una elección. No se trata de fingir, de sonreír todo el día acallando las dificultades,
sino de afrontar la realidad con ánimo. La explosión de alegría de la Copa del Mundo no fue un azar
que cayó sobre Francia. Era el resultado de un trabajo cotidiano de cada jugador, de la valentía de
un entrenador que prosiguió su camino a pesar de las críticas, de la determinación de todo el
mundo.
¿Cómo hacerse con todas las bazas para «ganar» en la vida de cada uno? Sin duda no perdiéndola
intentando ganarla, sino eligiendo un trabajo que tenga sentido, escuchando siempre la voz o las
voces del corazón, más que una, digamos, razón que a menudo es poco razonable.
¿Es razonable seguir casado con un hombre al que no se ama y desarrollar un cáncer para escapar
a una situación que se ha convertido en intolerable?
¿Es razonable seguir en el negocio de papá, cuando nos habría gustado hacer cualquier otra cosa,
y morir de un infarto a los cuarenta y cinco años? ¿O sufrir de dolores atroces de espalda durante
muchos años porque se sigue llevando un peso que no se quiere soltar para no cuestionar a los
padres?
Todos los afectos rechazados, los nudos emocionales y las heridas no curadas impiden el acceso a
la alegría. Libera tus emociones, deja que tus angustias hablen, suelta las lágrimas, grita las
cóleras... y la alegría renacerá, pues es la naturaleza profunda de lo humano. Existe alegría
simplemente en sentirse vivir.
La vida no es un camino de rosas, pero la alegría tampoco surge de la tranquilidad. Si bien es
cierto que nos penetra de buena gana mientras contemplamos tranquilamente una puesta de sol,
también nace del esfuerzo coronado por el éxito, del reencuentro después de la separación.

Valorizar, animar
¿Cómo ayudar a nuestros hijos a conservar sus aptitudes para la alegría? Felicitándoles,
animándoles. Más que concentrarte en lo que hacen mal, vigílales... ¡y sorpréndeles haciendo algo
bien!

¿Ha logrado subir solo hasta lo alto del armario? ¡Bravo!


¿Estaba prohibido? ¡Desde luego! Pero porque era peligroso y tú no sabías que era capaz de
hacerlo sin hacerse daño. Si demuestra que ha sabido hacerlo sin lastimarse, ¡felicítale!
Sea cual sea la disciplina que elija para ser un campeón (deporte, música, matemáticas, letras o
ciencias) te hará feliz verle cómo se atreve y triunfa. ¡Empieza hoy mismo a preparar estos éxitos!
No temas que se duerma en sus laureles. Nunca he visto a alguien dormirse en sus laureles. En
general, el éxito da ganas de ir más lejos. Los laureles son ánimos para continuar. Es el fracaso lo
que nos frena. El miedo al fracaso adormece nuestras aptitudes.
Ayúdale a sentirse orgulloso de sí mismo, incluso en las cosas más banales. ¿Qué es lo que
constituye la diferencia entre un futuro campeón olímpico y otra persona? El orgullo, la alegría que
se siente con el éxito. El futuro campeón es aquél que disfruta de sus logros minúsculos. Cuando se
les pregunta, nuestras figuras del deporte recuerdan.
«Cuando era pequeño, salté dos peldaños de la escalera de una vez. Me dije: «¡Estupendo! Y
ahora tres peldaños. ¡Sí!, ¡bravo!, ahora cuatro...»»
Y así sucesivamente. El éxito conlleva la motivación para un nuevo desafío. Quienes no sienten
este sentimiento de orgullo, quienes minimizan sus logros («está chupado»...) no cuentan con el
motor necesario para perseverar.
Salir del culto del sufrimiento
Aprender a superarse resulta siempre una fuente de satisfacción ya sea en el terreno físico o en el
intelectual. El ser humano es curioso por naturaleza. La sed de aprender es real, se trata de una
auténtica necesidad de conocimiento, de comprensión, de significado.
Pero hemos aprendido que la curiosidad es un defecto feo.
Hemos aprendido que el aprendizaje es aburrido y que se lleva a cabo con penas y sufrimientos.
Y sin embargo, como lo demuestran los estudios, se aprende mucho peor bajo la obligación que
en el placer, peor en la concentración, sentados sin movernos, con la cabeza enfrascada en los
libros, que en la tranquilidad y la relajación, con la cabeza levantada.
¿El niño es demasiado feliz en la escuela? Sus padres se dicen que no trabaja en serio.Y sin
embargo, los métodos de aprendizaje más efectivos pasan por el juego o el teatro. ¿Cuál es el único
defecto de estos métodos? A los padres, e incluso a ciertos profesores, les parecen demasiado
lúdicos y, en consecuencia, ineficaces.
Las experiencias duras llegarán cuando toque. Lo que arma realmente frente a las experiencias no
es la capacidad para someterse y obligarse como querrían hacer creer algunos, sino la aptitud para
ver las cosas con buenos ojos, para reír, para permanecer en contacto con los recursos interiores de
cada uno, para inventar soluciones. No es casualidad que los payasos frecuenten hoy en día los
hospitales para niños. Alivian el sufrimiento, tranquilizan mediante la risa y refuerzan la curación
ayudando a los niños a reír, a imaginar.

El amor
La alegría es la emoción del éxito, pero también es la del amor, del encuentro y el reencuentro, de la
relación.
Atrévete a pronunciar más a menudo estas palabras dulces:
«Qué bien estamos juntos.»
«Me siento realmente feliz de vivir con vosotros.»
«Me encanta desayunar con vosotros tres.»
Cuando expreso de este modo mis alegrías y mi felicidad, me siento aún más feliz, y también veo
el placer que siente toda la familia. Observo en voz alta lo que me digo en mi interior. «Qué bien,
ser feliz», y degustamos juntos esta felicidad que pasa.
Cuando uno está demasiado absorto en la colada, la vajilla, el aspirador, los deberes, la costura,
uno olvida esta necesidad cotidiana, este mínimo de higiene relacional, como dice Jacques Salomé.
Pero el polvo emocional puede acumularse, forma enormes pelusas en los corazones y desencadena
alergias con tanta seguridad como lo hacen los ácaros.
Qué bueno resulta sentarse (o correr) con los niños, sin proyecto, simplemente para sentir cómo
pasa la vida por nuestro interior.
A veces, el comportamiento de mis hijos me exaspera, tengo que terminar un trabajo, quiero que
se duerman de prisa, me tienta irritarme a la menor demanda... Entonces respiro, les miro y me
digo: «Tienen cuatro y dos años. Crecerán, Nunca más tendrán cuatro y dos años. ¡Disfruta!»
Mi corazón se derrite. Les observo y les quiero. La irritación ha desaparecido porque son más
importantes para mí en este momento que los informes que me esperan. Cuando sea muy vieja,
recordaré mi pasado y no quiero darme cuenta demasiado tarde de que no me tomé mi tiempo para
verles crecer. Así que les miro crecer y mi corazón se llena de la simple alegría de vivir juntos.
Juegos, gritos y risas
«¡Parad de gritar! ¡Callaros! ¡No hagáis tanto ruido! ¿Qué es todo este jaleo?»
Los adultos calman los ardores gozosos de los alegres alborotadores ¿Pero por qué? Cuando los
niños crezcan, cuando se hayan ido de casa, los padres empezarán a lamentar la época en la que
resonaban risas alegres, carreras desenfrenadas por las escaleras y gritos de júbilo.
Un niño necesita sentirse alegre para sentirse libre de existir y de crecer. ¿Cómo puede tener ganas
de crecer en un mundo triste? ¿Cómo puede tener ganas de ser un adulto permanentemente serio
que ya no sabe siquiera jugar y reír?
Una vez me invitaron a casa de unos amigos, y acompañé a
Adrien y Margot hasta la habitación de los niños, y allí me senté en la moqueta y empecé a hacer
«brrrum, brrrum» con un avión. Había juguetes soberbios, coches transformables, Batmans y otros
monstruos del espacio que yo no conocía. Descubrí, me exclamé, manipulé cada juguete y lo hacía
rodar o volar. Me lo pasé bomba. Un niño de seis años me observaba, alucinado. Le costaba mucho
dejar de tratarme de usted y abandonar el «señora» para llamarme «Isabelle». Al cabo de un
momento, ya no pudo más:
—¿Está jugando? Pero si usted es un adulto. ¡Los adultos no juegan!
—Pues fíjate, yo sí. Hay adultos que juegan. A mí me encanta jugar.
—Mi padre y mi madre nunca juegan.
Qué lástima. Jugar significa penetrar en el mundo de los niños, navegar con ellos en lo
imaginario, penetrar en su terreno, «figura que yo era la vendedora y tú me comprabas cosas...».
Los hay que dicen que no son cosas de su edad. En realidad, se sentirían incómodos, ridículos,
vulnerables. Rechazan la tentación de la regresión. Se enfrentarían a la intimidad con sus hijos, a su
propio pasado, a sus emociones de niño o de niña. Si jugaran, si se atrevieran a entrar en el mundo
imaginario de los niños, sentarse en el suelo y hacer ruido con ellos... se arriesgarían a entrar en
contacto con un inmenso sufrimiento en su interior, pues se despertaría la angustia de la carencia.
Sus padres no jugaron nunca con ellos, tal vez ni siquiera les dejaban jugar, reír o correr gritando,
hacer ruido. Quizás les ha faltado tanta ternura y/o juguetes que aún hoy no pueden coger en sus
brazos una muñeca o un osito y acariciarlo.
Es preciso que nos curemos de nuestras infancias heridas para acceder a la capacidad de jugar a
simples juegos de niño, darnos permiso para soltarnos, devolvernos la libertad para reír, para
movernos en lo imaginario, para revolearnos.
Reír no es sólo un placer, es un reflejo de salud física y psíquica. La risa libera las tensiones del
diafragma. Es un excelente ejercicio de relajación. Una buena dosis de risas podrá evitar muchos
lloros. Organiza juegos del escondite, de peleas de almohadas, para partiros de risa todos juntos.
El niño existe en primer lugar en su relación con los demás, y su alegría será en primer lugar la
compartida, una alegría por estar con alguien. El niño ríe porque comparte, porque está con alguien.
Ahí radica el gran éxito de los juegos de aparición y desaparición.
El pequeño sabe reír con otra persona, aún no sabe reírse de. Esta última risa distancia.Ya no es
alegría, sino sensación de poder, porque la alegría de la intimidad se ha perdido. Al reírse de..., uno
se solidariza en torno a la disminución de una tercera persona. La burla surge de un sentimiento de
inferioridad, de un sufrimiento, una humillación experimentada que busca revancha y reparación a
través del sentimiento de superioridad que confiere el poder de herir a otro. Esta embriaguez de
poder no es más que una ilusión de alegría. La burla es tóxica para el niño que la profiere, tanto
como para quien la recibe. Las palabras «piedra» son duras y hacen daño tanto a quien las recibe
como a quien las envía. Los adultos deberían preocuparse más de esta forma de violencia.
El niño ríe con nosotros, en el contacto físico, en la complicidad, en la relación, en el amor y la
ternura.
El niño siente alegrías puramente físicas (placer de experimentar con su cuerpo, alegría de
manipular la tierra, el agua, los objetos, alegría de la caricia y de las cosquillas, de la experiencia de
sus propios movimientos), alegrías más intelectuales, placer de aprender, de conocer, de compartir,
de preguntar.
El niño se maravilla al descubrir sus posibilidades. Sus adquisiciones son fuente de alegrías
intensas, de grandes orgullos que le procuran felicidad y que conviene compartir.

Acompañar la alegría
Compartir, sonreír, reír, gritar, exclamarse, besar, abrazar... estos son los verbos de la alegría.
No temas hacer ruido. Manifiesta tus alegrías ruidosamente, gritando, saltando, abrazando a tus
hijos, haciéndoles saltar por el aire. La alegría es un intercambio físico. Recuerda a los jugadores
franceses cuando sonó el silbato final del Mundial de fútbol, que significaba su victoria.
También podemos despertarles a las alegrías estéticas, enseñándoles a ver la belleza:
Poder oír «¡Mira, mamá, la luna, qué bonita!», suena tan dulce en la boca de un niño.
Nombra lo que veas a tu alrededor. Comparte. Obtendrás como gratificación este tipo de pregunta
profunda y deliciosa, como la que Adrien, a los diecinueve meses, en pleno período de «porqué»,
me dirigió un día de tormenta, en bicicleta, mientras contemplábamos los rayos a lo lejos, que
desgarraban el cielo:
«Di, mamá, ¿por qué el sol también tiene rayos pero no tiene relámpagos?»
El amor y la alegría son la tierra abonada del crecimiento del individuo. Nunca se dicen
demasiado los «te quiero» o «estoy feliz de vivir contigo».
No eches a perder estas palabras dulces, dilas tanto como quieras, varias veces por día, pero
siempre mirando a tu hijo a los ojos, o estableciendo un contacto físico, manteniendo un contacto de
amor y de ternura con lo que sientes.
Un «Que sí, claro que te quiero» sin levantar los ojos de la vajilla no llena de alegría el corazón de
quien lo recibe.
Por supuesto, no podemos estar contentos permanentemente, y sobre todo, no se trata de fingirlo.
Pero si no estás alegre al menos el ochenta por ciento de tu tiempo de vigilia, hay algo que debería
cambiar en tu vida.
¿Existen nudos emocionales más o menos antiguos que te prohiben la felicidad? ¡Deshazlos! Es tu
responsabilidad como padre o madre. De otro modo, tus hijos se pondrán inconscientemente al
servicio de tus sufrimientos ocultos, incluso (y sobre todo) si no les hablas nunca de ellos. Los niños
están listos para abdicar de una gran parte de su personalidad para intentar devolver la sonrisa al
rostro de un padre demasiado triste o que se enfada demasiado a menudo.
Busquemos dentro de nosotros mismos fuentes de alegría interior. No nos dejemos arrastrar por la
depresión, la rutina o la seriedad. No es tan difícil ser feliz. Lo podemos ser a pesar de que las
circunstancias exteriores sean difíciles. Si no lo logramos solos, podemos pedir ayuda.
Un padre lleno de alegría interior la transmite a sus hijos, y es la herencia más hermosa que éstos
puedan recibir.
Aumentando el nivel de alegría en las familias y en las escuelas podemos acompañar a nuestros
hijos por un camino de crecimiento y de placer de vivir.
Basta con una nadería. Una margarita silvestre, una castaña en el suelo, una pasta de arena y agua,
un regalito sorpresa, velas para la cena, jugar con una pelota, hacer burbujas de jabón... amor,
ternura.
Capítulo 7
La tristeza

La cara de Pomme (cuatro años) se cierra, aprieta los labios, su frente se arruga, las lágrimas
empiezan a caer, y de repente estalla en sollozos. Acompañada por su madre, que le da la mano,
Pomme mira al gato que ya no se mueve sobre la almohada. Estaba muy enfermo. Ha muerto. La
niña llora un buen rato con su madre, mirándole. ¡Adiós, Jules!
La tristeza es la emoción que acompaña a una pérdida.
Es natural estar triste cuando uno pierde a su gato, a un animal, a un ser querido, pero también un
juguete, una casa, un jardín, una escuela... Llorar permite expulsar las toxinas que libera la pena.

LAS LÁGRIMAS NOS CONMUEVEN


Adrien juega en el coche con un muñequito. Se pelea con su hermana, golpea el juguete contra el
asiento... y lo rompe. Cree que su muñequito está roto y estalla en sollozos.
—¡Para, me das dolor de cabeza!—grita su hermana.Yo intervengo para decir:
—Tiene derecho a llorar-, y me dirijo a él: —Estás triste porque tu personaje está roto, llora.
Qué dolor para un niño. Le encantaba este juguetito, y lo ha roto por culpa de un gesto torpe.

Pero solemos soportar mal el llanto de un niño:


«¡No llores!»
«No pasa nada, te compraré otro.»
«Venga, ya verás, tendrás otros amigos.»
«Vamos, ya eres un chico mayor, venga, sécate las lágrimas, pareces una niña.» Etcétera.
Las lágrimas de nuestros hijos nos conmueven. Para mucha gente, son sinónimo de dolor. Si el
niño llora, le duele algo. Es decir, que si no llora, ¿ya no le duele nada? ¡Parece pura magia!
El llanto es el testimonio del trabajo de reparación del organismo después de una pérdida. Las
lágrimas alivian, curan. Lo que resulta paradójico es que sean las mismas personas que intentan
consolar al niño las que otro día, desbordadas por las lágrimas, estallarán también en sollozos y
después de la explosión, dirán:
«¡Qué bien sienta llorar!»
Sí, llorar sienta bien, y sobre todo llorar en los brazos de alguien que sepa escuchar las lágrimas
sin pararlas, llorar ante un testigo que sepa acoger sin juzgar, sin aconsejar, sin bajar la mirada.
Como no nos autorizaron a derramar lágrimas cuando teníamos la edad de nuestros hijos, ahora
intentamos que cesen las suyas. Honestamente, ¿qué deseamos? ¿Que no sufran, o no verles sufrir?
«No llores» en realidad significa:
«Carga conmigo, me duele cuando te veo llorar, así que deja de ponerme delante de este aprieto.»
Las necesidades del niño pasan entonces a un segundo plano. Y sin embargo, las lágrimas son útiles
para que la tristeza no se quede en el fondo de uno mismo. Una tristeza que no puede llorarse se
quedará bloqueada durante años.
Un niño que reprime su llanto para agradar a mamá o a papá conservará su dolor en el fondo de
su interior, completándolo con una pizca de soledad y de no adecuación de sus verdaderos
sentimientos. Tal vez tendrá aspecto de ser un «tipo auténtico» pero, cuando sea adulto,
estará endurecido hasta el punto de no comprender las lágrimas de su mujer o de sus hijos y ya no
sabrá reír y divertirse sin haber bebido un vaso de vino...
Las lágrimas encerradas bloquean el paso hacia el amor. ¿Por qué la naturaleza nos habría dotado
de lágrimas si fueran inútiles?
Son las nueve en el club de equitación de poneys, la hora en que todo el mundo se reúne para
elegir la actividad de cada uno y su montura. Los niños están todos sentados. La directora les invita
a respirar profundamente, y empieza a reinar el silencio. Comienza a hablar:
—Hoy ha pasado una cosa muy triste. Pedro, el Shetland bayo, ha muerto. Esta noche se ha
peleado con otros, ha recibido un golpe de pezuña en la cabeza, en un lugar fatal.Y ha muerto.
Hay niños con lágrimas en los ojos, y ella prosigue:
—A veces hay acontecimientos alegres, a veces acontecimientos tristes. Aquí hay nacimientos,
pero también hay muertes. Así es la vida.
Hay niños que lloran. Algunos ya habían ido a verlo.
—Podéis llorar. Si alguien lo desea, iremos a ver al poney en grupitos. Quienes no quieran subir y
prefieran quedarse para velarlo, esta mañana pueden hacerlo, se llevarán el cuerpo al mediodía.
Los niños han desfilado junto al cuerpo del caballito con gran respeto. Algunos han ido
espontáneamente a coger flores. Pronto, el poney que yacía en su cabina estaba cubierto de flores.
Una atmósfera de recogimiento, algunas caras enrojecidas por el llanto, caricias para un último
adiós. Fue una hermosa muerte para un poney y una hermosa experiencia para los jóvenes jinetes.
La muerte forma parte de la vida. Permitir que un niño vea o toque (si lo desea) un animal muerto,
permitirle que sienta su pena, que se tome el tiempo necesario para despedirse de él, de darse cuenta
antes de su partida de que no le verá más, resulta muy constructivo.

¿Qué decir?
Marine adopta una gran prudencia para anunciar a su hijo Antoine (cinco años) que su abuela ha
muerto:
—Se ha ido muy lejos, ya no volverá más.—-Antoine mira a su madre y, con aire de experto,
dice:
—¡Ah, se ha muerto!
Desde el momento en que un niño ha vivido un otoño sabe que hay hojas muertas. Ha visto una
mosca muerta, flores marchitas, acaso una paloma aplastada sobre el asfalto, o incluso ha podido
encontrarse a su hámster inmóvil. Según la edad, la palabra muerto no representa exactamente lo
mismo. Se dice que los niños no adquieren la idea de la irreversibilidad de la muerte hasta los nueve
años. No es razón para contarles necedades.
Es raro pasar los diez primeros años de la vida sin experimentar la muerte de un ser más o menos
querido. Puede producirse la muerte de un pececillo rojo, de un perro, de una abuela, de una amiga
del cole, de un amigo de nuestros padres, de un hermano o de una hermana, o incluso del padre o de
la madre. Por supuesto, no todos tienen la misma importancia. ¿Qué se debe decir? ¡La verdad!
Decir la verdad no significa asestar brutalmente al niño una realidad que no podría asimilar, ni
presentarle imágenes violentas. Es importante tomar tiempo, seguir el ritmo de su comprensión y de
sus capacidades de asimilación.
El fallecimiento de los abuelos también es el fallecimiento de tus padres. La muerte de una amiga
de la escuela te transtorna, la pérdida del pececillo rojo te incomoda. El niño está en contacto
directo con tus emociones, sobre todo si no las expresas.
Los niños sienten, saben. Es inútil ocultarles algo. Si lo haces, de un lado corres el riesgo de que
les invada el pánico, y del otro, pueden perder la confianza que tienen depositada en ti. Una cosa
oculta, secreta, da mucho más miedo que una cosa que puede decirse. Los niños perciben de forma
confusa que no les dices la verdad. En resumen, pierden la confianza en ti y también en ellos.
Si insistes y persistes en la negación de la verdad, el niño puede empezar a dudar de sus
percepciones o a construirse creencias negativas. Dado que le niegas una realidad que percibe de
forma confusa, deducirá que no tiene derecho a saber... Lo cual puede plantear problemas de otra
índole. Para enseñarnos que es obediente también puede impedirse a sí mismo aprender en la
escuela.
Hoy en día los psicólogos aseguran que la verdad siempre duele menos. Siempre, incluso aunque
escucharla resulte doloroso.
¿Su padre se ha suicidado? ¿Su madre ha fallecido en un accidente de coche? ¿Su hermana ha
muerto a causa de un cáncer? Es importante que lo sepa. Habíale de lo que ha pasado
permaneciendo atento a las imágenes que el niño puede estar formando en su cabeza. Escúchale,
pregúntale qué imagina. La emoción sitúa un filtro ante sus orejas. Aunque hayas hablado con toda
claridad, puede deformar tus palabras.
Permítele que evoque el fallecimiento varias veces, que cuente lo que experimenta, su
imaginación, y que pregunte todo lo que le apetezca, incluso las preguntas que te parecen
descabelladas.
Escucha y corrige sólo cuando sea necesario rectificar una interpretación errónea o imágenes
demasiado violentas.
Explícale bien los motivos de este gesto de su padre, las condiciones del accidente, y hasta el
punto que creas necesario las causas de la enfermedad. Los niños se sienten fácilmente responsables
de todo lo que sucede en su entorno. Subraya bien y repítele que él no tiene nada que ver, y que
tiene derecho a sentir todas sus emociones, desde la cólera hasta la tristeza.
Sí, tiene derecho a sentirse muy enfadado hacia ese hombre que era su padre y que ha decidido
irse, o sea, que le ha abandonado. Sean cuales sean las razones del fallecimiento, suicidio,
enfermedad o accidente, el niño se siente abandonado por aquél al que amaba y necesitaba. Es
fundamental que sienta y pueda expresar su ira.
Elisabeth Kübler-Ross era una doctora de origen suizo. Desde el principio de su práctica y hasta
su propio fallecimiento, en enero de 1999, escuchó a decenas de miles de adultos y de niños a las
puertas de la muerte, acompañó a decenas de miles de personas en este paso y guió a sus familias en
el trabajo de duelo. En sus obras nos entregó lo que estas personas le confiaron, testimonió lo que
ella observó. Actualmente, las etapas del duelo son bien conocidas. Ella fue la primera en
describirlas. Veamos, pues, las fases por las que pasamos, cuando nos enfrentamos con nuestra
propia muerte o con la pérdida de un ser querido.
La primera etapa es la de la negación.
«No, no ha muerto, no es posible.»
Luego viene la ira:
«No es justo, papá, eres malo, no cuidaste al hámster.»
«¿Por qué te has ido, mamá, yo no quería, no es justo»
En esta etapa, es tóxico intentar calmar la emoción con frases del tipo: «Ya sabes que tu hámster
era muy viejo», o: «Ya te compraré otro», o querer moralizar: «Tu mamá no podía hacer otra cosa,
¿sabes?, te quería...»
El niño necesita su ira.
Escucha y acoge: «Querías a tu hámster», «Que desdichada te sientes», «Estás enfadada, habrías
querido que mamá se quedara contigo.»
A continuación viene una fase de depresión. El niño entra en un período de retraimiento, ya no se
interesa por lo que le rodea. Está sumergido en el pasado. Piensa en su relación con la persona
fallecida. Acompáñale permitiéndole llorar y hablar. Es el trabajo nostálgico necesario antes de la
aceptación.
Después de la aceptación de la pérdida es posible establecer un nuevo vínculo, que marca el fin
del trabajo del duelo.
La muerte de alguien o de un animal será la ocasión de hablar de la muerte eventual de otras
personas a las que se ama. Preguntar no es sinónimo de angustia, a menos que el adulto no
responda, o conteste de forma evasiva. La no respuesta a las preguntas sí es angustiante. Debes
saber que tranquilizar de forma excesiva tampoco funciona:
«Yo no voy a morir, cariño, y tú tampoco, sólo mueren las personas muy viej as...»
Pues será capaz de decirte:
«El poney ha muerto y no era viejo.»
Lo cual te obligará a aclarar:
«Ha sido un accidente.»
El niño no es tonto. Ha comprendido que uno puede morir de accidente, pero siente que su madre
se resiste a hablar de ello... lo cual significa que ella tiene miedo... lo cual significa ¡que existe un
riesgo real! La verdad es menos angustiosa, porque de este modo el niño puede hablar libremente,
encontrar referencias, plantear las preguntas que necesita plantear para comprender, identificar,
aclarar.
Los niños abordan la muerte con mayor serenidad que nosotros. A menos que se trate de ellos, en
el caso de una grave enfermedad, no tienen una representación muy clara hasta los nueve años. No
dramatizan y pueden preguntar, sin turbarse, a su abuela: «Dime, ¿cuándo te morirás?» O anunciar a
su madre: «¿Sabes, mamá? cuanto estés muerta me quedaré todas tus joyas» (Margot, cuatro años).
Un poco más tarde, me pregunta si su abuela está muerta, y añade: «Si está muerta, podremos
enviarle una postal a su alma. Todos los días la veremos si ponemos una carta sobre su corazón.»
Los niños gravemente enfermos se acercan a la muerte con una serenidad sorprendente. Saben
cuándo van a morir, y hablan de ello con facilidad si sabemos escucharles sin mezclar nuestras
propias angustias. Cuando el entorno no puede oír, se callan. Son extremadamente sensibles y están
preparados para sacrificar sus necesidades de intercambio y de tranquilidad para no apenar a sus
padres. ¿Tenemos derecho a obligarles a controlarse tanto, cuando resulta que están enfermos y
necesitan tanto nuestra protección?

LA NOSTALGIA
Mientras Pomine se está duchando, su padre mete al gato muerto en una bolsa de plástico y luego
en una gran caja de cartón. Se lo va a llevar a la clínica veterinaria para que lo incineren. La niña
baja a despedirse de su querido Jules. Pomme llora con ganas en los brazos de su mamá, sus
sollozos son profundos.
Durante varios días, Pomme habla mucho de su gato.
«Le gustaba ponerse sobre el sofá... Si Jules estuviera aquí, correría tras esta pelota... Qué triste
me pone que haya muerto.»
Poco a poco, la presencia de Jules se difumina.
«Pero siempre le llevaré en mi corazón, no le olvidaré nunca», dice.
Esta fase de nostalgia es una etapa natural del proceso de duelo. Después del choque, la negación
(un rechazo a ver), la cólera (una rebelión contra lo inaceptable), la negociación (último intento de
regatear con el destino), llega la tristeza.
A menudo oímos a los padres decir: «Deja de pensar en ello, te haces daño», «Mira hacia
adelante», «¿Qué sacas con remover todo esto?». Algunos padres llegan incluso a comprar otro gato
o un hámster a la semana siguiente.

«Remendar» su identidad
Y sin embargo, el trabajo de nostalgia es fundamental. Uno no se sumerge de este modo en los
recuerdos para «hacerse daño», sino para asimilar la realidad de la pérdida y repararse, reconstruir
la totalidad después de haber perdido una parte de sí.
Un niño se aferra naturalmente a lo que le rodea. Las personas, pero también los objetos, los
muebles, las paredes, son referencias. Cuando son pequeños, las cosas son como prolongaciones de
ellos mismos. Lo que les rodea forma parte de su identidad. Toda pérdida es una pérdida de un trozo
de sí.
He perdido a alguien, nunca más estará en mi vida, reconsidero los momentos que hemos pasado
juntos para apropiarme de lo que me ha ofrecido con su presencia en mi vida. Su ausencia de hoy
me amputa una parte de mí. La nostalgia es un trabajo de reparación, paso revista a mis fronteras
con el ser querido que he perdido, tapono las brechas, descubro los sentimientos disimulados,
exorciso, asimilo poco a poco la realidad de la pérdida en mi identidad, remiendo los desgarrones.
Esta inmersión en los recuerdos es, ciertamente, dolorosa, las lágrimas la acompañan. Es
importante llorar cada recuerdo para asimilarlo, situarlo en el corazón, incorporarlo. El otro ha
muerto, pero nos deja huellas.

Aceptar lo ineludible
El bebé come del pecho de su madre, se siente bien, la vida es hermosa, el paraíso. Este pecho es
«totalmente bueno». Un poco más tarde, tiene hambre otra vez, le duele la barriga, está mal, grita,
su madre no viene. El pecho se convierte en algo «totalmente malo» porque le frustra. Los primeros
días de su vida están marcados por estas oscilaciones entre un pecho totalmente bueno y uno
totalmente malo. Esta etapa recibe el nombre de fase esquizo-paranoi-de. Esquizo porque el mundo
se corta en dos. Paranoide porque el niño teme la intensidad de sus sentimientos agresivos.
A continuación llega la fase llamada «depresiva», aunque no se trata en absoluto de depresión
patológica, sino de una tristeza justa. Esta etapa marca la asimilación del objeto bueno y malo, del
pecho bueno y malo. Mi madre no es ni totalmente buena ni totalmente mala, a veces es buena, a
veces es mala, realizo el duelo del todo negro, todo blanco, para mirar la realidad con todos sus
niveles de blanco, negro y gris. Es triste, porque debo abandonar a esta madre ideal que siempre es
buena y nunca resulta frustrante. Abandono la idea de un paraíso para volver a caer en el suelo, y
entrar en relación con una madre que a veces da, a veces frustra, una persona real que tiene sus
propios deseos, que existe fuera de mí y que no es la prolongación de mis deseos.
Hay personas que nunca realizan este trabajo de asimilación y permanecen en la dualidad.
Las cosas son blancas o negras, no ven la inmensa paleta de grises intermedios.
Acompañar la tristeza
Para acompañar la tristeza, simplemente deja lugar para el llanto. Anímalo con palabras simples:
«Es muy duro...», «estás triste de verdad porque...», «es triste pensar que no se verá nunca más a
alguien»...
En general, cuando alguien llora, tócale sólo si vuestra intimidad es suficiente para que tu
contacto no detenga sus lágrimas.
Puedes acoger, pues, a tu hijo en los brazos. Pecho contra pecho. Mientras tú respiras
tranquilamente, profundamente desde la pelvis, siente su respiración, y acoge a tu hijo en tu
corazón. Anímale a hartarse de llorar: «¡Llora, cariño, llora todo lo que tengas que llorar!»
El llanto ayuda a aceptar el fracaso, así que, cuando acabe el juego, evitemos decir a Ludivine, si
no ha ganado: «No llores, la próxima vez serás tú», sino más bien: «Te comprendo, amor mío,
perder es muy duro.»
¿Te parece exagerado? Pruébalo. Las lágrimas están allí de todos modos, y observarás que duran
mucho más si no las respetas.
Capítulo 8
La depresión

La depresión es muy diferente a una «depre» pasajera, natural y normal. Es una atmósfera que se
instala durante varias semanas, meses o incluso años.
La depresión adopta el color de la tristeza, pero no es una tristeza sanadora. Es un bloqueo de
emociones mezcladas.
Indica un problema insoluble para el niño, un profundo sentimiento de desamparo que no se ha
oído.

¿CÓMO DETECTARLA?
En un adolescente que pone mala cara de la mañana a la noche, es fácil de advertir. Pero en el caso
de un joven, la depresión a menudo está oculta. Se disimula bajo distintos disfraces, excesiva
sensatez, conformismo, o agitación, y puede pasar desapercibida.
Cuando un niño es demasiado sensato o demasiado brillante en la escuela, pocos adultos se
alarman.Y sin embargo es uno de los rostros de la depresión. Un niño es algo vivo. Si es demasiado
dócil, demasiado sensato, está reprimiendo una parte de la vida que lleva.
Francois tiene once años. Es muy tranquilo, y le va muy bien en la escuela. Pero nada le interesa
realmente, no hace proyectos. No sabe dónde quiere ir de vacaciones, ni lo que hará el próximo fin
de semana. Aparte de su ordenador refugio, tiene pocas pasiones. Francois no es un ser emotivo. Es
un poco soñador y su vida fluye tranquilamente. No se hace cargo de ella. Como si no le
perteneciera.
Levantemos el velo. Los padres de Francois se pelean a menudo. El marido engaña a su mujer.
Según sus padres, el niño no lo sabe. Siempre han procurado que no pudiera sorprender una
conversación... No obstante, cuando Francois está solo conmigo, en seguida me resulta evidente que
sabe que hay otra mujer en la vida de su padre, y que su madre es desgraciada. Sin embargo, no
puede hablar de ello. Nunca evoca su sensación de desamparo ante las riñas de sus padres. Se
encierra en sí mismo. Dado que sus padres no le hablan de ello, él no tiene porqué hacerlo. Además,
teme desencadenar una separación si pone las cartas sobre la mesa. Y lo que menos desea un niño es
sentirse la causa de una separación de sus padres. ¡Le gustaría tanto ver cómo se quieren!
Cuando los padres le hablen de ello, al fin podrá expresar cómo lo vive, sentir su cólera, decirla,
formular su miedo, llorar... liberarse de todo este peso que lleva en su interior. Un niño depresivo es
un niño que sufre. Un niño frustrado, que vive carencias pero que no puede expresarlas, que no
tiene derecho a hacerlo. Los cimientos de la depresión son la imposibilidad de hablar, de decir lo
que se siente en el corazón.
Otra cara de la depresión, insospechada por la mayoría de padres, es la agitación. La
hiperactividad es una lucha contra la depresión. A menudo propicia que el problema subyacente
pase desapercibido. Los padres regañan, castigan, acusan al niño que, además, se encierra cada vez
más profundamente en su angustia. Los padres preferirán incluso administrar Valium u otro
calmante antes que mirar la realidad: su hijo es desgraciado y es bien posible que ellos tengan algo
que ver en ello.
Si nadie se preocupa de escuchar las necesidades del niño, la agitación puede convertirse en
violencia.
Esta es la razón que ha llevado a Martin a visitarme con su madre. Acaba de pegar a un amigo en
la guardería y la directora ha estado a punto de expulsarle. Tiene cuatro años, pero todos, adultos y
niños, le ven como a un monstruo. En el parque, las otras mamas apartan a sus hijos. Nunca le
invitan a casa de sus amigos, y éstos no vienen a la suya. Martin es un monstruo. Está convencido
de ello. Pero su madre termina por creerlo. ¿Es genético? ¿Se puede hacer algo?
Pido a su madre que me hable de la historia de su hijo desde la concepción. Así, me entero, al
mismo tiempo que Martin, que está escuchando, que su padre se fue mucho antes de nacer él, desde
que supo que había sido concebido. No quiso ser padre.
Pongámonos por un momento en el lugar de Martin. ¿Cómo va a comprender que su padre se
haya ido? Mientras no oyera las verdaderas razones que motivaron que su padre desertara, la única
explicación plausible era que él mismo era un monstruo. Para excusar a papá, para no cargarle con
la responsabilidad de su partida, asume esta responsabilidad, él es el culpable. A partir de ahí, no
tiene más que confirmar esta creencia. Puesto que es un monstruo, se comporta como un monstruo.
Una sola sesión bastó para transformar radicalmente el comportamiento de Martin. Su propia
madre no le reconocía. Una sesión durante la cual comprendió de dónde le venía esta convicción de
que era un monstruo, una sesión durante la cual se le dijo que no tenía ninguna responsabilidad en
la partida de su padre, que éste no se había ido porque Martin fuera un monstruo, sino porque tenía
problemas, porque se sentía incapaz de criar a un niño.
Martin dejó de oponerse a todo lo que le proponía su madre. Incluso el baño, verdadero suplicio
hasta entonces, se convirtió en una fuente de placer. Dejó de ser violento... salvo un día, al salir del
cole. Su madre se preguntó entonces qué había podido pasar durante el día, y se enteró de que la
maestra había obligado a Martin a realizar un regalo para el día del padre.
Cuando un niño no se siente querido, en seguida se dice que debe haber una razón. No puede
permitirse cuestionar a sus padres, así que prefiere acusarse. Si sus padres le pegan, no es que sean
violentos, es que él es malo.
Por otra parte, es lo que dice la mayor parte de padres: «Te pego porque has hecho algo mal, una
falta». Para corregirte a «ti» y no para corregir la falta, pues ciertamente no se comprende de qué
modo un golpe podría corregir una falta. La corrección se dirige, pues, a la persona, es la propia
persona del niño que es«falta». Todo está claro.
Si mis padres me pegan, es que soy malo. Es preferible auto-despreciarse que cuestionar a mis
padres. Les necesito, cómo podría permitirme considerarles vulnerables, incapaces de controlarse,
capaces de hacerme daño, peligrosos. Prefiero pensar que la culpa es mía. Yo soy el culpable. Yo
soy un monstruo.

Los síntomas de la depresión en un niño:


 no ríe
 no se interesa por nada. «No sé qué hacer»
 se aburre
 parece muy buen niño, casi demasiado
 está agitado
 problemas de sueño, de alimentación
 trastornos de comportamiento
 necesidad de estímulos violentos, de adrenalina: coca-cola, azúcar, dibujos
animados violentos...
 fracaso escolar
 regresión de los aprendizajes escolares, o dedicación excesiva... ¡cuidado cuando
las notas siempre son demasiado buenas!
 a menudo se queja de que está cansado
 enfermedades que se repiten

El fracaso escolar, un síntoma


El fracaso escolar es muy doloroso para un niño, incluso si parece que no le da la menor
importancia (quizás es aún más doloroso en este caso). Sobre todo no empeores las cosas
haciéndole sentirse culpable, insultándole o desvalorizándole.
¿Cuáles son las causas del fracaso? No creas jamás que tu hijo es tonto, incapaz, anormal, inútil
en matemáticas o lo que sea. En este momento algo le impide aprender, eso es todo. Falta encontrar
qué es lo que inhibe su aprendizaje.
¿Se trata de otro niño que le domina o incluso le pega? ¿De un profesor injusto, severo, frío o
simplemente incompetente? ¿Hay alguna cosa que no se haya dicho en la familia? ¿Un padre
enfermo o depresivo? ¿Está en conflicto con su padre o su madre? ¿O con las expectativas
inconscientes de su padre?
Una vez más, la escucha es la primera respuesta.
En cuanto a la escuela, tu deber es el de defender a tu hijo, tomar partido por él de forma decidida
en tus encuentros con los profesores. Su vida entera está en juego. No es banal que le consideren un
inútil en cuarto de primaria o en primero de secundaria. Será difícil recuperarse. Es fundamental
explicar al niño que no es inútil. Si no logra seguir el curso, existen buenas razones para ello:
 En su cabeza hay un nudo de preocupaciones, no le queda lugar para aprender.
 Su profesor no ha sabido encontrar el modo de aprendizaje que le conviene. Procura no
psicologizar a ultranza a un niño so pretexto de que es disléxico o simplemente más visual
que su profesor.
 ¡Se aburre!
 Para interesarse en su escolaridad, sería necesario que la institución escolar se interesara por
él. Necesita sentirse responsable de sí mismo, de sus elecciones.
En todos los casos, el niño tiene emociones que no pueden expresarse y que alteran sus aptitudes
escolares. Escúchale, ayúdale a nombrar con palabras los sentimientos y las ideas que le preocupan,
hasta que sus capacidades se liberen y su motivación vuelva a aparecer.

¿ES DEPRESIVO?
He aquí algunas pistas que se pueden explorar:
 ¿Le falta tu presencia en casa, o la de tu cónyuge? Cuando tú estás, ¿estás disponible para
pasar tiempo con él (aparte del tiempo dedicado a los deberes, que no cuenta en el balance
afectivo puesto que tú estás a su lado para lo que es importante para ti, y no forzosamente
para él)?
 ¿Es víctima de violencia? ¿o testigo de violencia hacia uno de sus hermanos o contra su
padre o su madre?
 ¿Tiene un profesor que se muestra violento (física o verbalmente), malo, excesivamente
despreciativo, autoritario o incluso indiferente?
 ¿Existe uno o varios secretos en la familia, algo que no le dices?
 Vosotros, padres, ¿estáis cerca el uno del otro, os amáis, os respetáis? Tanto si estáis
separados como si vivís bajo el mismo techo, la distancia afectiva es lo más duro que puede
vivir un niño.
 ¿No vive con sus padres?
 ¿Ha sufrido un abuso sexual?
 Uno o ambos padres sufren una depresión (consciente o no).

¿Cómo ayudarle?
Dile que ves que no está bien y que deseas ayudarle. A menudo, el niño lo negará:
—Claro que no, estoy muy bien.
Manten tu punto de vista y desarróllalo:
—Cuando veo cómo te irritas todo el rato con tus amigos, me digo que no eres feliz. Algo te
preocupa, y te incomoda hablar de ello. Acaso temes nuestra reacción, tal vez lo que pasa es que no
sabes nombrar lo que no funciona. Pero yo no quiero dejarte así. Para mí es importante que seas
feliz. ¿Qué pasa?
—No lo sé, todo me irrita.
—¿Qué puede irritarte en tu vida en este momento? ¿Tienes una idea al respecto?
—Lo que me irrita es el profesor de matemáticas, no puedo seguir, siempre tengo malas notas.
Sigue planteándole algunas preguntas abiertas, en términos de «Qué...».
«¿Qué sientes cuando no puedes seguir al profesor?»
«¿Qué dices?» Etcétera.
Dale permiso para expresarse, y prepárate para no ponerte formal, para no sentirte culpable, para
no hundirte.
¡Escucha! y haz preguntas en la forma «Qué...», «Cómo...», «De qué...», hasta que el problema
sea evidente, o quede resuelto. Es importante que las emociones se expresen, y no forzosamente que
todas las dificultades se resuelvan. No le agobies durante una hora. Habla y escucha unos minutos...
Cuando se sature, déjalo, aclarándole que volveréis a hablar del tema. Déjale tiempo para digerir,
para reflexionar, para elaborar.
Por tu lado, reflexiona. Conoces bien a tu hijo, su entorno y las circunstancias que le rodean...
¿Qué puede haber originado su estado?
Dale una mayor cantidad de presencia auténtica, escucha, pero también de juegos, de actividades
juntos.
Ayúdale a enfadarse de forma sana cuando sorprendas injusticias, invasión de su territorio o
insulto a su persona. «Claro, Max, claro que puedes decirle a tu hermano que no estás de acuerdo
con que te haya cogido la bici», «Venga, contéstale cuando te dice que eres un gallina.»
¿De-presión? Es el contrario de ex-presión. La energía vital está encerrada. La ira, ex-presión de
la frustración, de la carencia, de la herida, está reprimida. Cuanto más se ex-presa la cólera, más se
alivia la de-presión.
Ayuda a tu hijo a reconstruir un sentimiento de poder personal, de control sobre su propia vida.
Acoge con placer sus cóleras. Escucha su opinión sobre todo tipo de cosas que conciernan a toda la
familia, las salidas, las vacaciones, y sigúele, no de forma sistemática, pero sí a menudo.
Si aún no tiene el control de su indumentaria, dáselo. Si, en cambio, te abstienes de cualquier
comentario acerca de su ropa, comienza a decirle lo que te gusta y lo que no te gusta.
No pierdas ninguna ocasión de mostrarle que él es tu prioridad. Que es importante para ti, que le
encuentras lo bastante interesante como para tener ganas de pasar tu tiempo con él. Dale tiempo.
Y, si es posible, coge el toro por los cuernos en lo que concierne a tus problemas de adulto. Si aún
no lo logras, habíale. No dejes que cargue con ellos. Dile que él no tiene nada que ver y que tú
tienes que arreglarlos solo, entre adultos. Deja que se desahogue. Escucha sus emociones, sus
pensamientos, sus necesidades.
Capítulo 9
La vida no es un camino de rosas

El fracaso, el dolor, la enfermedad, la muerte, no dejan de aparecer en la vida de todo ser humano.
¿Qué podemos hacer para que las experiencias difíciles sean constructivas en lugar de destructivas?
¿Cómo ayudar a nuestros hijos a superar el sufrimiento que atraviesan en la infancia, los duelos, las
separaciones, las enfermedades? ¿Y cómo ayudarles a convertirse en adultos capaces de afrontar las
dificultades de su vida con ánimo?

¿ES PRECISO ENDURECERSE PARA ATRAVESAR LAS EXPERIENCIAS


DIFÍCILES?
Decimos que los niños que han crecido en una burbuja son frágiles. Si se les encierra en una
burbuja, es muy probable que tengan dificultades a la hora de afrontar la vida. Me acuerdo de los
primeros experimentos de burbuja aséptica en los hospitales. Habían puesto en ella a un niño desde
que nació, y se aprestaba a salir después de varios años. Estaba aterrorizado ante cualquier cosa, y
muy poco preparado. Pero esta burbuja aséptica tiene pocos puntos en común con una infancia
normal en casa.
Al hablar de burbuja, la gente evoca más bien una infancia demasiado confortable. Nacer en una
familia feliz, en condiciones óptimas, en el seno de una pareja unida y que se ame, con padres
atentos, que den mucho amor y libertad, sin graves problemas materiales, ¿acaso esto propicia niños
más frágiles?
¿Una nimiedad podría destruirles? Hay quien lo afirma, para justificar sus métodos pedagógicos.
Según ellos, es preciso enseñar a los niños qué es «la vida», o sea, las obligaciones, la injusticia, los
castigos, el sufrimiento. ¿Es esta la imagen de la existencia que queremos transmitir a nuestros
hijos? Cuando mi hija estaba en la guardería su profesora me explicó lo importante que era
prepararse para obedecer las reglas y someterse a las obligaciones, puesto que iba a encontrarse con
todo esto durante toda su vida. ¡Tenía tres años! Esta no es mi concepción de la existencia, la
retiramos de la escuela que insistía más en el conformismo social que en el desarrollo pleno de cada
uno.
Los niños a los que no se imponen obligaciones excesivas, a los que no se pega, a los que no se
intenta coaccionar o herir, ciertamente no se han «endurecido», es decir, no han desarrollado un
caparazón. Si se encuentran con dificultades graves, su primera reacción quizás no será la de
protegerse o huir. Tal vez llorarán más que los otros. ¿Pero acaso no es esta la prueba de una buena
salud psíquica? Son más sensibles, y esto es bueno.
¿Deploramos la insensibilidad de este mundo y querríamos que nuestros hijos se adaptaran a ella?
Interpretar la manifestación de emociones como una debilidad, una inaptitud para asumir, ya es
obsoleto. La realidad nos demuestra que es exactamente lo contrario. Si bien acallar los afectos
contribuye al juego del poder y, en consecuencia, puede ser útil para manipular al prójimo y ganar
una batalla... a largo plazo, la represión emocional es lo que vuelve frágil, y no la expresión,
siempre que esta última sea justa y proporcionada.
Las rabias que ofuscan nuestros cerebros, las lágrimas que nos hunden en un abismo de dolores,
los miedos que nos paralizan, no son emociones que expresen de forma directa su significado, tal
como has podido leer a lo largo de este libro. Son afectos parásitos que tienen un sentido, pero sólo
raramente están relacionados con el aquí y el ahora. Estas emociones deben descifrarse, pero su
expresión agrava el problema.
A raíz de una conferencia en la que yo abordaba este tema, una mujer joven tomó la palabra para
decir que, en su empresa y en el mundo del trabajo en general, las emociones no se escuchaban.
Puso como ejemplo lo que le acababa de pasar. En respuesta a una injusticia, había llorado de
angustia delante de su jefe, y él lo había utilizado contra ella.
De este modo nos vamos convenciendo de que las emociones no son acogidas. Ella creía haber
expresado, pero ante la injusticia lo apropiado es la cólera. Los lloros son una invitación a un juego
de poder a partir de una posición de víctima, y el patrón respondió al juego.
Necesitamos dominar mejor la gramática emocional. Expresar las emociones no significa dar
rienda suelta, sin filtro ni freno, a lágrimas que no tienen sentido, salvo si traducen nuestro pasado,
en este caso la impotencia de una niña ante su padre.
Las emociones justas nos devuelven nuestro poder. Las emociones desplazadas,
desproporcionadas, excesivas, sustitutivas, elásticas... nos vuelven más vulnerables.
En el espíritu de la mayor parte de la gente, los llantos se asocian con el dolor. Si una persona
solloza, significa que le duele algo. Y en un intento mágico de suprimir el dolor, exigimos que
acalle sus lágrimas. Si no llora, le duele menos.
Es cierto, resulta duro oír sufrir a alguien. Pero somos adultos. ¿Acaso no es injusto obligar a una
persona, y sobre todo a un niño, a acallar su dolor, a administrarlo solo, simplemente porque
estamos desarmados?
Un niño que expresa no se lo queda dentro. Le duele, ciertamente, pero el dolor no tiene poder
para destruirle. Con la ayuda de las lágrimas, lo atraviesa.
Un niño que debe acallar sus lágrimas encierra el dolor en su interior. Está solo con él. Se recoge
sobre su mal. Una parte de su energía psíquica la emplea para dar sentido a este dolor, contener las
emociones, sufrir menos. Toda esta energía deja de estar disponible para desarrollarse, aprender,
trabajar en la escuela o establecer relaciones con amigos. Corre el riesgo de salir disminuido de la
experiencia. Tarde o temprano, expresará su sentimiento de desamparo mediante un síntoma.
Desgraciadamente, sus padres no lo identificarán siempre como tal. Eczemas, pipí en la cama,
rechazo de la comida, malas notas, violencia o depresión son algunos de estos síntomas posibles...
Las emociones pueden permanecer ocultas durante años y no buscar salida hasta la edad adulta. Al
alterar la percepción de la realidad, inducen a fracasos profesionales, matrimonios desdichados,
errores y conflictos. Las emociones estallan entonces ante un despido o un divorcio, o bien
desembocan en un cáncer o un infarto.
Las experiencias duras jalonan la vida de todo ser humano, es inútil provocar su aparición para
blindarle. Al contrario, ayudar a un niño a permanecer sólido ante la experiencia difícil, a
atravesarla sin daño, significa acompañarle en la construcción de una base de confianza en sí
mismo, en los que le rodean y en la capacidad de liberación de sus emociones.
La negación de las emociones, el blindaje, nos dan una ilusión de protección, pero hoy sabemos
hasta qué punto esta represión emocional es tóxica para la salud física y psíquica. Las emociones
son las herramientas que nos ha dado la naturaleza para enfrentarnos a las dificultades de la vida,
¿por qué privarse de ellas?
Repasemos conjuntamente algunas experiencias difíciles que aparecen corrientemente en la
infancia. No evocaré aquí los malos tratos graves, cosa que haré en otro libro.

Las separaciones
Para un niño pequeño, la experiencia dura por excelencia es la separación.
La separación en el nacimiento
A veces, una separación madre-hijo es ineludible a partir de que éste nace. Una serie de problemas
de salud puede precisar cuidados, competencias y un material específicos que sólo están disponibles
en el hospital. Cada vez más, las maternidades se organizan para mantener el vínculo madre-hijo,
pero esto no siempre es posible. En cualquier caso, cuando te digan: «Es imposible», insiste y
compruébalo. Al entrar en el hospital te conviertes en un «paciente», lo cual no es razón para
someterse.
Mi primer hijo nació mediante cesárea. Después de que me cosieran, me bajaron hasta la
habitación y me enteré de que no podrían traerme a mi hija hasta una hora más tarde. Margot, que
estaba fría y pesaba poco, «debía» permanecer en la incubadora. Era mi primer bebé, no estaba
preparada para resistir la invasión médica. Ante la frase categórica «mientras su temperatura siga
baja, debe permanecer en un sitio cálido», no supimos oponernos. Y sin embargo, ¡mi cuerpo o el de
su padre estaban tan calientes como la incubadora!
¿Pero por qué era «imposible» bajar la incubadora?
«¡Las incubadoras no pueden salir de la planta! La persona que prepara las incubadoras en su
planta no empieza su turno hasta dentro de una hora.»
¡Increíble! Jean Bernard cogió la incubadora, perseguido por las enfermeras, que chillaban:
—¡No puede hacer esto!
—Pues lo hago. ¡Ustedes no pueden dejar a este bebé solo aquí, mientras su madre está en el piso
de arriba!
Bajó la incubadora y, desde luego, no hubo problema alguno.
Nathan nació mediante cesárea con un problema cardíaco. Le llevaron urgentemente a un hospital
competente. A causa de su operación, su madre no pudo acompañarle. El padre sí le siguió. Le
hablaba a su bebé, le tomaba en brazos. Cuando el personal le pidió por la noche que saliera,
simplemente se negó. Dejar a su bebé sufriendo solo en este universo extraño, ni pensarlo. Quería
acostarse allí, a su lado. Durmió sobre las baldosas, debajo de la cuna. Lo intentaron todo para
desanimar al padre de que se quedara junto a su hijo. Pero su determinación era tal que el personal
capituló. Al día siguiente, por la noche, le dejaron un colchón delgado. Si todos los padres y madres
tuvieran esta firmeza, desde hace años los hospitales se habrían visto obligados a actualizarse y
habrían inventado estructuras de acogida respetuosas con las necesidades de una familia.
Si la separación es realmente inevitable, habla con él. ¡Sí, habla con el bebé! El bebé oye. No
comprende las palabras, pero capta la intención. Es sorprendente ver a un bebé calmar su llanto o
abandonar su huelga de hambre porque simplemente se le ha explicado lo que pasaba.
Un bebé es bastante más que un tubo digestivo. La ciencia nos lo ha demostrado hoy en día (han
sido precisas pruebas científicas, porque éramos ciegos y sordos).
El bebé es una persona, y se le debe respeto.
Si bien aún no formula sus necesidades mediante palabras, habla con su cuerpo, con sus gritos.
Intenta comunicar. Tiene derecho a un significado. Su cerebro graba ya todo lo que oye. Necesita
información sobre lo que pasa.

La separación en la edad de la guardería


Más tarde, cuando mamá vuelve a trabajar, llega la hora de ir a la guardería o a la escuela. Según
Francoise Dolto, la acogida de la infancia más temprana se ha transformado. Casi en todas partes, el
personal de las guarderías está atento a las necesidades del niño. Casi en todas partes, se propone
una preparación, un período de adaptación durante el cual se acepta la presencia del padre, hasta
que el niño se sienta lo bastante cómodo. Casi en todas partes, te ayudarán a hablar con tu hijo y el
personal le hablará de ti en tu ausencia. Hay que tener presente que un niño no es un paquete que se
deposita y que se recoge, es una persona que tiene derecho a tener su opinión.
¿Le llevas a la guardería porque tienes que volver a tu puesto de trabajo? No tiene elección, pero
tiene derecho a expresar sus emociones.
Si al cabo de las primeras veces el niño sigue llorando cuando te vas, intenta decirte algo. No
creas que «ya se le pasará». Los llantos indican un sufrimiento.
Resulta tentador interpretar las lágrimas como un rechazo a permanecer en la guardería mientras
tú trabajas. No saques conclusiones precipitadas. Considera lo que vive tu hijo, e intenta identificar
su necesidad. ¿Tiene relación con la profesora? ¿Con el lugar? ¿Con la presencia de otro niño? ¿Es
una reacción a tu propia angustia? Y tú, ¿te sientes abandonada en tu vida?
Háblale. Y sobre todo, ¡nada de mentiras! ¿Te gusta el trabajo y estás contenta por volver a
empezar? Esto no significa que le quieras menos. Explícale lo feliz que eres en el trabajo. A un niño
le gusta ver a su madre feliz. Si desplazas la responsabilidad de la separación (a la empresa, al
jefe...), intentas evitar la confrontación con las emociones del niño. El niño no aceptará mejor tu
ausencia si se la presentas como una obligación independiente de tu voluntad, al contrario. Asumir
las responsabilidades es más gratificante a largo plazo y más sano para el niño. Del mismo modo,
cuando no quiera ir a la escuela, no le asestes:
«Todos los niños van a la escuela a tu edad, es obligatorio.» ¡No es verdad! La escuela no es
obligatoria en Francia. A los seis años, la instrucción es obligatoria, pero no la escuela. Si quieres
puedes optar por enseñarle a leer en casa. Preferir la escuela es tu elección, una elección dictada tal
vez por tus horarios de trabajo, pero que depende de ti, y no de la ley. ¿Cómo no nos vamos a
sorprender si más tarde nuestros hijos nos mienten y rehuyen sus responsabilidades si nosotros
mentimos e intentamos cargar a otros con la responsabilidad de nuestras elecciones?

¡Avisa siempre!
Si bien es cierto que los bebés no tienen noción del tiempo, no por ello es menos importante
informarles con la suficiente antelación. Un pequeñín también necesita tiempo para prepararse. Si te
dispones a salir una hora, basta con hablar con tu hijo la misma mañana (pero no dos minutos
antes). En cambio, si tienes previsto ausentarte una semana, informa a tu hijo al menos un mes
antes.
A decir verdad, ¿por qué no empezar a hablar de ello el mismo día en que tomes la decisión? Una
separación concierne a dos personas. Comunicar pronto da tiempo a los dos para escuchar las
emociones, anticipar, construir un puente entre el momento de la partida y el del regreso, ponerse a
la escucha prospectiva de las necesidades de cada uno y elaborar las estrategias adecuadas para
seguir sintiéndose vinculados.
A lo mejor, una camiseta que conserve tu perfume es lo que le irá mejor, o una cosita tuya que
coja de tu bolso. O una foto. Si lo preparáis juntos, os sentiréis más cerca el uno del otro. Durante tu
ausencia, al mirar la foto, al oler la prenda, al tocar la cosita, volverá a entrar en relación con estos
momentos de proximidad contigo.
Si es él quien se va, el muñeco preferido o una prenda impregnada de tu olor siguen siendo las
mejores bazas. Déjale elegir a él mismo lo que le ayude, fotos de los padres, un osito, un objeto de
la casa, un juguete familiar, que también pueden ayudar a sentir que papá, mamá y la casa siguen
existiendo aunque uno no esté allí.
Con un niño mayor, puedes construir un gran cuadro con casillas que representen los días y que
podrá ir tachando a medida que vayan pasando. Puedes prepararle uno del tipo calendario de
adviento, con puertecillas que se abren cada día para descubrir un mensaje de amor, un caramelo o
un regalito. Deja volar tu imaginación.
Recuerda que no basta comentarlo una sola vez. Se debe hablar a menudo, repetir, aunque a él no
le guste oír hablar de ello. A medida que se acerca el día, las emociones varían.
• Háblale de la persona que le cuidará.
Nunca confíes tu hijo a una persona a la que no conozca.
Algunos niños pueden necesitar tiempo para tener confianza de verdad. No basta haber visto a
alguien una hora para conocerle. En la medida de lo posible, si debes confiar tu hijo a una niñera
que él no conoce bien, permíteles que se conozcan de veras y que se preparen mutuamente y juntos
para tu ausencia.
• Evoca con tu hijo lo que hará durante tu separación. De este modo se construye referencias. Sigue
existiendo durante la separación.
 Describe tu proyecto. Explica. Dile siempre las auténticas razones de la separación. No
mientas jamás y no finjas que lo que es una elección tuya representa una obligación
impuesta desde el exterior.
 Habla de ti, de tus sentimientos:
«Me entristece dejarte, te echaré de menos.»
 Escucha las emociones del niño. Tiene derecho a manifestar su cólera, su tristeza o su
miedo.
 Evoca cómo puede ser el reencuentro.

El aprendizaje de la separación
• Jugad al escondite.
Freud describió el juego del carrete, en el que un niño lanza un carrete a lo lejos sosteniendo
el hilo y diciendo «fori» (que en alemán significa lejos), luego tira del hilo y lo acerca a
él: «da» (aquí está). Fort da, «se ha ido, ya ha vuelto». Este juego, como, algo más tarde, el
juego del escondite, ayuda al niño a aprender a gestionar la ausencia y los reencuentros. A un
niño pequeño sólo le gusta jugar al escondite en ciertas condiciones. Se oculta de manera
que tú le encuentres en seguida, vuelve a ocultarse veinte veces en el mismo lugar, y llora si
tu escondite es difícil de encontrar.
• Lee cuentos que describan la partida de un padre, la inquietud del niño, el retorno y el alivio.
Siempre se puede hablar en base al libro:
«Tú también tuviste miedo, ayer, cuando me fui, como los bebés mochuelo de este cuento. Y luego
volví. Las mamas siempre vuelven. La semana que viene me voy a ir otra vez, dos días. A lo mejor
te sentirás un poquito solo, como los bebés mochuelo. Habrá dos noches que no estaré para darte las
buenas noches. Pero luego volveré.»
• Acostúmbrale de forma progresiva.
En la medida de lo posible, planifica separaciones de duraciones respetuosas con las capacidades
del niño. Evita separarte más de veinticuatro horas de un niño de menos de dos años. Después, él
sabrá hablar y decir lo que le conviene. Escúchale.
¿Cuándo se deben organizar las primeras vacaciones fuera de casa? En mi opinión, cuando el niño
es capaz de expresar lo que deseea. Resulta sensato comenzar por una noche en casa de la abuela o
de un amigo y aumentar progresivamente la duración de las ausencias.
• ¡No te vayas jamás sin despedirte!
Tal vez evitarías enfrentarte a las lágrimas, pero la traición quedaría como una mancha en vuestra
relación. Aprende más bien a acoger y a compartir los llantos. Acompañan una sana administración
de la separación.

¿Estar en contacto durante la separación?


Quince días le parecen cortos a un adulto, pero para un niño de dos años son una eternidad.
• ¡Telefonea! ¡Escribe! ¡Envía un fax! Manifiesta tu existencia. ¿Prefieres no llamarle para que no
llore? Si quieres, evita llamarle a la hora sensible de acostarse, pero llama. Si llora después de
colgar, ello le permite exteriorizar su sufrimiento. Comprueba que la persona que cuida de él sabrá
acompañar sus lágrimas y no le pedirá que demuestre que es un hombrecito.
¿Está demasiado ocupado jugando? Ha oído tu deseo de hablarle, ya sabe que no le olvidas.
En cambio, si no le llamas, podrá preguntarse qué pasa, y sin decírselo a nadie. La persona que se
ocupe de él dirá que todo ha ido muy bien. No ha preguntado por ti ni una sola vez. No ha
derramado una sola lágrima... Ha comprendido que debía disimular su angustia. No hablará de su
sentimiento de desamparo hasta veinte años más tarde, con su psiquiatra.
Imagina una ausencia de tu amado durante un mes o dos (pro-porcionalmente, corresponde a lo que
vive tu hijo en una semana). La distancia es cruel, te gustaría poderle abrazar. Cuando le hablas por
teléfono, te sientes conmovida, te cuesta colgar y derramas más o menos lágrimas. Pero imagina
que, para no oír tus lágrimas, inquieto ante la idea de apenarte, no te llamara durante toda su
ausencia. ¿Qué te parecería?
Tu hijo tiene derecho a las mismas consideraciones que tú, al mismo respeto de sus necesidades, y
aún más porque es pequeño y no puede satisfacerlas por sí mismo. ¿Te quedas con el niño?
Escúchale hablar del ausente.
—¿Dónde está papá?— me pregunta Margot (dos años y medio) veinte veces seguidas. Cada vez le
contesto:
—En la oficina, cariño. —Al cabo de un momento me doy cuenta de que contesto de forma
mecánica, y entonces le pregunto—:Y tú, ¿qué crees? ¿dónde está papá?
—Está en su oficina, trabaja con el ordenador, o a lo mejor está con un cliente.
De hecho, al plantear la pregunta, no buscaba respuesta. Era su manera de decirme que
estaba evocando la imagen de su padre.
«Estás pensando en papá» habría sido una respuesta más comprensiva y adecuada.
Para no suscitar una emoción indeseable, el entorno a veces evita mencionar al ausente. Una
aplicación excesiva para rodear el tema puede parecerle sospechosa al niño. Permite que hable de
ello, que formule lo que siente, lo que se dice.

El reencuentro
• No esperes que te salte al cuello inmediatamente.
Déjale tiempo para procesar la información. Unos minutos pueden ser necesarios para asimilar esta
nueva realidad: mamá ha vuelto. ¡A lo mejor necesita terminar lo que está haciendo! No interpretes
este tiempo como un desinterés de su parte. Al contrario. Para volver a estar contigo, necesita
sentirse entero, acabar de guardar las canicas o terminar su dibujo.
 Procura no precipitarte sobre él para comértelo a besos. No conviertas este momento del
reencuentro en un momento de inseguridad. En efecto, incluso los besitos pueden infundir
inseguridad si no se dan a su ritmo. Abre los brazos, agachado para estar a su altura, y déjale
venir hacia ti.
 ¿Es adorable en la guardería e infernal en casa?
Acumula todo el día tensiones que no se permite liberar ante gente extraña. Te las reserva porque
sabe que tú sabrás contenerlas. Tú sigues amándole incluso si es un gruñón.
• ¿Tu hijo te hace mala cara cuando llegas?
¿Acaso te va bien, porque tenías ganas de estar tranquilo y rápidamente te dices «no tiene ganas de
estar conmigo», y pasas a otra cosa? Acabas de perderte un buen momento.
Tu hijo está enfadado porque tú no estabas allí. Te ha echado de menos, es su manera de decirlo.
Escúchale. Para r'eparar esta ausencia, quiere comprobar tu amor, tu interés, tu deseo de jugar con
él. ¡No le decepciones!
En lugar de:
«Cuando se te pasen las ganas de hacer morros ya vendrás a jugar»
Sé directo y franco:
«Me muero de ganas de jugar a los cochecitos contigo.»

Las primeras rupturas afectivas*


El padre y la madre son las personas fundamentales. A continuación viene el resto de la familia,
abuelos, tíos y tías. Pero tu hijo también se aferra a otras personas. Los padres a menudo tienen
tendencia a desconocer la importancia de las primeras relaciones extrafamiliares.
Si hay alguien que se ocupe del niño, una monitora de guardería o una niñera en casa, a veces es
preciso cambiar. La niñera que tienes contratada se jubila, la persona que cuidaba de tu hijo ha
terminado sus estudios y ha encontrado trabajo, la au-pair regresa a su país... Avisa al niño en el
momento en que te enteres. Haz fotos para acompañar el recuerdo. Pide a la persona que le hable y
que le dé las razones de su partida. En la medida de lo posible, haz durar las despedidas.
Por todo tipo de razones, los amiguitos que uno hace en los primeros años de escuela, raramente
seguirán siéndolo. Nuestra sociedad cada vez es más móvil. Los amigos se mudan, se van a otra
provincia, cambian de escuela. Si tu hijo de tres o cuatro años parece no hablar de ello, es más
porque no sabe cómo hacerlo que porque no sienta nada.

¿Os mudáis?
Una mudanza también ocasiona una ruptura afectiva. El niño la vivirá mucho mejor si posee
suficiente seguridad en sí mismo. Si tiene poca seguridad interior, perder sus referencias habituales
puede resultar traumático.
 Ayuda a tu hijo a visualizar su futuro, a anticipar. En la medida de lo posible, llévale varias
veces a visitar contigo el lugar en el que vivirá a partir de ahora. Tú mismo lo necesitas, ¿no?
Piensa que se siente menos seguro que tú por el cambio, aunque no se deba preocupar por
los aspectos materiales de la mudanza (tal vez, justamente, a causa de esto).
 Hazle participar al máximo.
Siempre que sea posible, confíale responsabilidades. Con el pretexto de evitar a nuestros hijos
molestias inútiles o, más prosaicamente, no estar tropezando con ellos mientras empaquetamos las
cosas, les alejamos, con lo cual les quitamos algo muy importante.
Las tareas materiales relativas a una mudanza ayudan al trabajo de duelo de lo antiguo y preparan
para afrontar lo nuevo. Empaquetar las cosas, ordenar, también significa comprobar el apego que
sentimos por los objetos, revisar su historia.
Cuando el niño es pequeño, puede ocuparse de poner todos sus muñecos de peluche en una caja. Si
es mayor, puede tener la responsabilidad de cerrar todas las cajas, de numerarlas, de escribir su
contenido en cada una...
Salvo si todavía no sabe andar, no es bueno que cierre los ojos, que confíe totalmente en ti y se
deje llevar. Ayuda a tu hijo a construir sus recursos y a vivir el cambio de forma consciente.
Acompáñale 1) en el duelo del pasado, 2) en la consciencia de sí mismo y de lo que permanece
constante en este cambio, 3) en la anticipación mediante la representación de sus actividades futuras
en este lugar nuevo.

Acompañar los cambios


1. El duelo del pasado
Las etapas del duelo son: la negación, la cólera, la negociación, la tristeza y, al final, la aceptación.
Deja espacio a cada una de estas emociones. Acompaña la nostalgia. Revisa fotos del pasado, evoca
recuerdos...
2. La «cámara de aire»
Entre dos mundos, dos apartamentos, dos épocas de una vida, es útil prepararse una «cámara de
aire», un espacio propio que permita tomarse tiempo para sentir lo que permanece constante. La
«cámara de aire» permite construir un puente entre el pasado y el porvenir, sentir la continuidad de
la vida entre lo viejo y lo nuevo. Se observan las semejanzas y las diferencias y de qué modo
pueden resultar constructivas estas diferencias.
En la «cámara de aire», se trata de sentirse vivir en sí, de sentir la confianza en sí mismo, en los
recursos personales propios. Evoca otros cambios que ya se hayan atravesado con éxito.
3. La anticipación
Visualiza el futuro. Imagina lo que será. Proyéctate en el porvenir y decide lo que quieres.

LA LLEGADA DE UN RECIÉN NACIDO


Pues sí, resulta una experiencia realmente difícil, que a algunos niños les cuesta superar. Mamá está
menos disponible, «siempre» está cuidando al bebé. Está cansada, incluso agotada, por culpa de las
noches en blanco. El hermano mayor debe esperar para que se ocupen de él. A veces incluso le riñen
a causa de este recién llegado. Y sin embargo, todavía necesita las atenciones de mamá, se le pide
que sea mayor antes de lo que le toca. De él se esperan todos los esfuerzos, todas las adaptaciones,
bajo el pretexto de que el otro no es más que un bebé. Y además, le habían dicho que sería un
compañero de juegos. Descubre que no puede jugar, que este bebé sólo sabe llorar y dormir. Mamá
le cubre de besos, recibe un montón de regalos... «No es justo».
Cuanto mayor es el niño, mejor administra esta irrupción en su vida. No obstante, esperar mucho
entre un hijo y el siguiente presenta otros inconvenientes. No hay solución ideal. Tener hermanos y
hermanas es una dura prueba, que si se supera se convierte en una gran riqueza.
Ser el hermano mayor no es simple, ser el menor tampoco, y no hablemos de la posición
intermedia del «mediano». En resumen, ninguna posición es confortable, y ninguna de nuestras
frases tranquilizadoras, y sobre todo «os quiero a todos igual», servirá para cambiar la situación.
En este libro centrado en las emociones, no evocaré las relaciones fraternales, el amor y la
rivalidad, la imitación y los conflictos, me contentaré con subrayar este cambio importante en la
vida del niño.
Debe efectuar el duelo de su posición de último en llegar, aceptar compartir el tiempo de los
padres, y a menudo incluso la habitación y los juguetes. Es la mar de natural, incluso sano, que tu
hijo te exprese cólera por haber traído al mundo un nuevo bebé. Este nacimiento puede constituir
para él una amenaza de separación. Puede sentirse angustiado, abandonado, tener miedo de perder
tu amor:
«Mamá quiere otro niño = ¡yo no le basto!» o bien

«Soy demasiado mayor, ella prefiere un bebé, ya no me quiere.»


Puede temer perderte de verdad:
«No volverá de la clínica.»
(Esta convicción es muy frecuente.Ver cómo vuelve mamá representa un alivio inmenso.)
Forzosamente dispones de menos tiempo para él, debe aceptar pasar a segundo plano, está triste.
Con el pretexto de no infligir esta angustia a su hijo, Cyrille ha decidido no concebir un segundo
hijo. ¡Pero ser hijo único no es una panacea! Verse destronado por un hermanito o una herma-nita
no es fácil, pero es interesante y fructífero para el futuro. ¿Debemos evitarle la experiencia, o bien
ayudarle a atravesarla?
Las llamadas a la razón, a la moral, son inútiles e hirientes. Muéstrale que comprendes su
angustia. Escucha toda la gama de emociones de tu hijo, acompáñale en este largo trabajo de
aceptación.
Antes que cantarle la lista de las ventajas de tener un hermano o una hermana, deja que sea él
quien haga la lista, sin omitir los inconvenientes.
El recién llegado perturbador también puede ser un padrastro, una hermanastra... Cualquier
persona nueva suscita un trastorno en el equilibrio familiar y, en consecuencia, en las emociones.
Las recomposiciones familiares no siempre son simples. Tu niño debe aceptar a un nuevo papá, una
nueva mamá, nuevos hermanastros o hermanastras... No tienen porqué quererse. Has elegido a un
nuevo compañero, a una nueva compañera. Vuestros hijos respectivos no se han elegido. No
obstante, todo el mundo puede llegar a apreciarse lo suficiente como para vivir juntos, siempre que
las cosas se digan y las emociones de cada uno se entiendan y respeten.

Las disensiones en la pareja


¿Te peleas a menudo con tu cónyuge? ¿El rencor reina en vuestras relaciones? ¿Crees que es mejor
no decir nada a los niños para no inquietarles?
Cuidado, no son tontos. Sienten las cosas incluso si has procurado no discutir jamás delante de
ellos (y sobre todo en este caso, pues tu cuidado en disimular les subraya hasta qué punto hay un
peligro.Todos sus sentidos están al acecho).
Incluso cuando duermen, una parte de ellos sigue captando lo que pasa alrededor. Y lo que pasa
alimenta sus sueños, sus pesadillas, sus imágenes mentales inconscientes. Si no son conscientes
cuando reciben estas imágenes y, en consecuencia, son incapaces de nombrarlas, sí pueden sentirse
perturbados. Cuando se pueden identificar las cosas, se pueden situar a distancia y nos invaden
menos.
Los niños sufren a causa de las disputas paternas. Sobre todo si no las comprenden, si sólo ven la
superficie, si no penetran en las causas profundas. Escúchales y háblales. Atrévete a abordar el
tema. Hazlo con un espíritu de respeto hacia tu cónyuge, aunque estés enfadado con éste. Sigue
siendo su padre, o su madre.
En primer lugar, escucha, sin juzgar, sin tomar partido, sin justificarte o excusar a tu cónyuge,
escucha simplemente lo que siente tu hijo.
«¿Qué sientes cuando papá y yo nos peleamos?»
«Cuando mamá y yo nos enfadamos no es agradable para ti...»
«¿Estás inquieto cuando oyes que nos discutimos? ¿Qué te dices a ti mismo?»
No te justifiques. Él no es tu juez, es tu hijo. No lleves la conversación hacia ti o hacia tu
cónyuge. Permanece centrado en él. Necesita un espacio para las palabras. Necesita sentirse
importante. Escucha sus sentimientos, sus ideas, sus dudas.
Responde a sus preguntas cuando sean auténticas preguntas, y no cuando las lance como anzuelos
para pescar algún retazo de verdad. No le mientas. Sé honesto. Tienes derecho a no saber y a
decírselo, pero no a fingir que no sabes.
En definitiva, tranquilízale: si tú no puedes entenderte con su padre o su madre no es culpa suya, y
tú le querrás siempre.

El divorcio
«No puedo imaginarme reunirles a todos o incluso hablarles uno a uno y anunciarles, mirándoles a
los ojos: «Pues sí, papá y yo ya no nos entendemos, nos vamos a divorciar.»»
Hablar honestamente con los niños de lo que nos pasa, afrontar sus miradas, sus reacciones, sus
emociones, es tan difícil para muchos padres que simplemente prefieren no decir nada... hasta la
víspera, incluso hasta el mismo día de la partida. Los hay que abandonan el domicilio sin decir
nada. Los argumentos son numerosos:
«No quiero que sufran.»
«Si les digo que me separo y que todavía me quedo un mes o una semana, no entenderán nada.»
«Es inútil traumatizarles antes de hora.»
«Hasta que no esté seguro de haber encontrado otra casa y pueda irme es inútil hablarles.»
«No quiero mostrarles mis dudas.»
«Es una historia de adultos, es inútil mezclar a los niños»...
El adulto olvida que ha madurado su decisión durante mucho tiempo antes de tomarla. Una
separación implica una profunda transformación de la vida del niño, así que, ¿por qué no puede él
también prepararse para este hecho?
«Espero a tomar una decisión», me confía Anne, madre de tres niños. No quiere alarmarles por
nada.
Ciertamente, anunciar cambios de rumbo cada tres minutos es tóxico. Pero fíjate cuánto tiempo
necesitas para tomar una decisión semejante, para hacerte a la idea de una separación. ¿Y no se la
anunciarás hasta que sea seguro? Para ellos todo irá demasiado rápido.
Es mejor hablar a los niños lo más pronto posible, incluso de nuestras dudas, y sobre todo
escucharles. ¿Tememos infundirles inseguridad al evocar nuestras propias incertidumbres? En
realidad, la experiencia muestra que verse enfrentado a una decisión de divorcio sin haberla visto
venir desestabiliza mucho más que poder compartirla con los padres. Habla con el corazón y tu hijo
se sentirá seguro. Verá que le tienes en cuenta. Le mantienes al corriente. No lo vivirá como una
decisión precipitada e incomprensible. Sufrirá, desde luego, pero tendrá permiso para sufrir en voz
alta, en lugar de ahogar su inquietud en silencio.
En realidad, si no decimos nada a los niños no es para evitarles que sufran, sino para evitar
enfrentarse con sus emociones... o con sus observaciones (impertinentes. No nos atrevemos a
afrontar la mirada de nuestros hijos, su juicio.
En lugar de mentir, ¿y si utilizáramos su mirada para no meter la pata?
Detrás de la duda a menudo se disimula un sentimiento de culpabilidad hacia el niño. La creencia
en la idea de que un divorcio perturba gravemente a los niños es tenaz. No se puede negar que es
preferible vivir con un papá y una mamá que se quieren y que mantienen una relación armoniosa.
Pero, ¿y cuando ya no se quieren? ¿y cuando se pelean, se enfadan, se desprecian o se destruyen?
Numerosos adultos cuentan en la psicoterapia lo mucho que sufrieron a causa de las disensiones
entre sus padres, sus disputas, sus juegos de poder, el sufrimiento que se infligían... y les reprochan
no haber tenido la valentía de separarse, de haberse sometido ante actos o palabras inaceptables, les
reprochan esta imagen negativa de la pareja. Les ha marcado profundamente, y ha dificultado sus
relaciones amorosas.
Cuando se ha intentado todo lo posible para reconciliar a la pareja, cuando el amor ya se ha ido, la
separación puede ser liberadora para todo el mundo. La cuestión, pues, no es saber si el divorcio es
destructor en sí mismo, sino: «¿Cómo separarse en un clima de comunicación y respeto mutuo?» Lo
que destruye es la imposibilidad de hablar o de expresar las emociones, la cólera o la tristeza, el
miedo.
Debemos enfrentarnos a la realidad de hoy en día. Los hombres y las mujeres ya no soportan vivir
relaciones alienantes. Si no están felices juntos, prefieren separarse. En Francia, el quince por ciento
de las familias son monoparentales (porcentaje total de los hogares con niños menores), y son hasta
el veintitrés por ciento en Gran Bretaña ( Courrier international n° 431, del 4 al 10 de febrero de 1999, p. 48.)

La verdad sale de la boca de los niños


Cuando los padres no se entienden, los niños lo saben. Lo huelen, aunque no sepan decirlo con
palabras. Aunque los padres procuren por todos los medios no discutirse delante de los niños, no
vale la pena, éstos lo notan.
Cécile pensaba separarse de su marido desde hacía un tiempo, pero no le había dicho nada.
Intentó convencerme de que los niños no lo sabían. Le propuse escuchar con más atención lo que
éstos decían. Aquella noche, con gran sorpresa suya, su hijo de seis años le pidió:
«Dime, mamá, si te divorcias, ¿yo con quién iré?» Afortunadamente, habíamos preparado juntas las
respuestas. Ella supo escuchar. Después de esta conversación, el niño volvió a sacar buenas notas en
matemáticas. Entonces Cécile se dio cuenta de la situación. Su hijo estaba tan lleno de preguntas sin
respuestas que había frenado su aprendizaje, sobre todo las divisiones. En efecto, ¿cómo abordar
esta operación cuando uno siente de forma confusa que su familia corre el riesgo de dividirse?
Los niños sienten, pero no se atreven a hablar, pues temen hacer estallar el secreto, agravar las
cosas, incluso acelerar una separación efectiva. Lo cual no significa que no necesiten hablar de ello.
El adulto es quien debe dar el primer paso.

¿La separación es un trauma?


Salvo en el caso de violencia hacia él o entre los padres, o de que sea víctima de abusos sexuales,
ningún niño desea que sus padres se separen. Pero es importante comprobar que, cuando sean
adultos, les reprocharán que hayan seguido desgarrándose mutuamente, que hayan vivido una vida
de pareja triste y sin amor, que estén deprimidos o que sean desgraciados, mucho más que si se
hubieran separado. Lo que los hijos del divorcio reprochan en mayor medida a sus padres no es la
separación en sí misma, sino que no les hayan escuchado, considerado, informado.
La separación puede resultar dolorosa, pero dista mucho de ser sistemáticamente tóxica.
Ciertamente, hay niños que quedan muy perturbados por un divorcio, pero también los hay que se
sienten aliviados porque las cosas están claras por fin. Podrán hablar con los dos, con su padre o con
su madre, de este tema, lo cual tal vez no se permitían antes. Vuelven a estar sonrientes y libres.
Cuando los padres de Sylvia se separaron al fin, ella ya tenía treinta años. Y sin embargo, el hecho
la trastornó. Se desvelaron numerosos secretos. Se abordaron algunos temas que hasta entonces eran
tabú en la familia. Fue consciente de que casi toda su infancia la había vivido en la mentira. En
realidad, lo que presentía en la relación entre sus padres era cierto. Nunca había logrado creer en
esta fachada que ellos presentaban, sentía que no eran felices el uno con el otro, pero nunca se había
atrevido a desvelar la realidad. Debido a esta imagen deformada del amor, se había topado con
serias dificultades en sus aventuras amorosas. La separación de sus padres resultó una experiencia
dolorosa, pero verdaderamente beneficiosa. Después de la separación, y sobre todo después de
haber entrevisto la realidad de sus padres, pudo liberarse del peso de su pasado y conocer a un
hombre con el que vive hoy en día.
De pequeña no le habría gustado que sus padres se separaran. Y sin embargo, hoy piensa que si su
padre se hubiera ido antes, muchas cosas le habrían ido mejor a ella. Sylvia creía que su padre hacía
infeliz a su madre, le reprochaba su comportamiento, y le reprochaba a su madre su sumisión y su
ausencia de alegría. Verles separadamente le habría permitido establecer relaciones más profundas
tanto con su padre como con su madre. Su padre se iba con frecuencia de casa, regresaba tarde, no
se iba de vacaciones con ellos.
Paradójicamente, un divorcio puede permitirles a algunos niños descubrir a su padre. Gracias a los
días de visita, le ven más tiempo. Hasta entonces, llegaba tarde a casa, se pasaba los fines de
semana durmiendo, o trabajando en informes urgentes. Por desgracia, algunos padres desaparecen
para siempre después de una separación.
El deber más importante que tenemos hacia nuestros hijos, después del de alimentarles y
protegerles, es el de ser felices. Si un divorcio puede contribuir, será bienvenido para el niño.
Bienvenido no significa fácil. Tómate el tiempo necesario para escuchar sus emociones, y para
acompañarle en el trabajo de duelo de su familia, y luego en la construcción de nuevos vínculos con
su padre y su madre.
La separación no es traumática per se. El trauma de un divorcio procede de la imposibilidad de
expresar los sentimientos, de la prohibición de la cólera, del miedo, de la tristeza, de la negación de
las emociones.
No obstante, criar a un niño sola (mayoritariamente son las mujeres las que se quedan con los
niños en las familias monoparentales) es muy duro. Sería bueno reformular el tejido social para
romper el aislamiento de estas madres.

Vuestros hijos quieren que estéis felices y serenos


A menudo concedemos a nuestros hijos un juicio que no es más que el de nuestros padres.
Patricia vivía sola con sus hijos desde hacía años. Nunca había aceptado a otro hombre en su vida,
pues imaginaba que los niños no soportarían que ella quisiera buscar un «sustituto» de su padre. Al
fin, se atrevió a hablarles y a escucharles, y descubrió con estupefacción que, por el contrario, sus
hijos (ocho y doce años) tenían muchas ganas de que ella iniciara una relación amorosa.
Paula, que vivía sola con su hijo de dieciséis años, no se atrevía a salir de noche. Temía
disgustarle y quería reparar el abandono del padre. ¡Ella nunca le abandonaría! En realidad, él
deseaba verla salir y divertirse. No sabía decírselo, pues temía que ella lo interpretara como un
desamor. Cada uno por su parte, al querer proteger al otro, se encerraba en sí mismo. La agresividad
aumentaba entre ellos de forma proporcional, inexorablemente. Se peleaban... para no expresarse.

¿Se puede sustituir a un padre ausente?


Existe un porcentaje muy elevado, demasiado elevado, de padres que ya no ven a sus hijos después
de un divorcio. Para no afrontar el dolor, o su sentimiento de culpabilidad, simplemente intentan
borrar el pasado. ¡Incluso existen agencias que ayudan a la gente a huir! Les borran del mapa, y
todo el mundo acaba considerándoles desaparecidos. Se les proporciona una nueva identidad, a
menudo en otro país. Pero, ¿qué sienten los niños?
Cada padre o madre es responsable de sí mismo y de la imagen que da a los niños, de los
mensajes que les dirige mediante sus comportamientos, en mayor medida que mediante sus
palabras.
Yo no pienso que deba ser la madre quien encarne la imagen del padre. Ciertos psicoanalistas han
imputado a la madre toda la responsabilidad de la imagen del padre, puesto que la ausencia real del
padre no era, dicen, importante. Lo único significativo era la ausencia de la imagen del padre en el
lenguaje de la madre. ¡Fíjate de qué modo han llegado a racionalizar los padres! ¡Hasta qué punto se
han visto obligados a inventarse teorías para justificar su ausencia en la casa!
Ciertamente, su posición es confortable, pues al estar ausentes se les idealiza de buena gana,
mientras que la presencia en casa expone de forma inevitable a los conflictos. La ausencia aleja las
críticas y los cuestionamientos.
«¡Mi padre era como Dios!» Y luego, en voz baja: «Nunca estaba en casa.» Estas palabras hablan
claro acerca de la imagen de omnipotencia que se le había conferido. A Sandrine le cuesta ahora
comprender de qué modo, entre una madre «santa» que se entregaba en cuerpo y alma, y un padre
que era Dios, ella podía ser tan depresiva, tan pasiva ante la vida, tan sumisa ante los demás, tan
infeliz.
Los niños no necesitan padres idealizados. Necesitan padres de verdad. Aunque la realidad no sea
muy atractiva, siempre será más sana para la construcción de su personalidad que una imagen ideal
distorsionada. En este caso, las emociones necesitan ser oídas.

¿Cómo anunciar una separación?


 Tómate tu tiempo y no anuncies de golpe la noticia. Habla de ti, de tus sentimientos. Una
vez se haya dicho todo, comparte emociones con los niños. No dudes en llorar junto a ellos
(sin apoyarte en ellos para que te consuelen).
 No contestes por adelantado a preguntas que los niños no te han hecho y que, en
consecuencia, acaso no se hacen todavía. Déjales que vengan a su ritmo. De ahí la
importancia de hablarles desde el principio.
 ¡Escúchales! Sin juzgar, sin justificarte... Escucha sus percepciones, lo que sienten, lo que se
dicen, lo que imaginan.
 Acoge y acompaña sus sentimientos de cólera, de miedo, de tristeza. Se trata de reacciones
sanas y útiles.

LOS ACCIDENTES, LA ENFERMEDAD, EL SUFRIMIENTO

Aunque somos responsables de nuestra salud a través de nuestro modo de vida, nuestra
alimentación, nuestra capacidad para administrar el estrés y las emociones, no somos
todopoderosos. Nadie está protegido contra una enfermedad o un accidente. No siempre podemos
evitar el dolor a nuestros hijos. El sufrimiento de un niño es una experiencia muy dura para un
adulto. Éste le pide entonces al niño que se muestre valiente, que se trague las lágrimas... que no
muestre su sufrimiento para no ponerle en un aprieto.
Pero negarse a escuchar el llanto y a oír el dolor puede herir al niño muy profundamente, y
provocar catástrofes en su futuro.
Marcel tiene unos cincuenta años. Está hospitalizado en urgencias a causa de una peritonitis
aguda. La infección ya se estaba incubando desde hacía semanas, pero él no había notado nada...
porque había aprendido a no sentir nada desde su primera infancia.
El niño no puede permitirse perderte, y hará todo lo que pueda para aliviarte (de verdad,
incluso cuando te vuelve tarumba. En este caso, éste resulta su único medio de expresión,
pero sigue siendo para protegerte).
Un niño sólo expresa lo que siente que tiene derecho a expresar. Incluso puede aprender a dejar de
sentir el sufrimiento si percibe que es más confortable para ti. Se recogerá en su dolor, o se
insensibilizará.
Abstente, pues, de otorgar valor a la ausencia de lágrimas. Si una enfermera le pide que se
muestre fuerte o le miente dicién-dole que la inyección no duele, ¡debes intervenir! Dile
directamente a tu hijo que es el único que está en su cuerpo y, en consecuencia, el único que sabe lo
que le duele o no le duele. Puede decirlo y manifestarlo. Del mismo modo, si un visitante, ya sea un
amigo, tu suegra o tu propio padre, le dice:
«Eres un chico mayor»...
Replica: «No tiene porqué cargar con las dificultades que tienen los adultos para administrar sus
afectos; es importante que llore y se queje si tiene daño.»
Si recibes sus lágrimas, si te mantienes atento a su lamento, tu hijo se sentirá oído, comprendido,
acompañado. Y cuando uno se siente apoyado de este modo, es más fácil soportar el dolor.
Si le hospitalizan y tú no estás allí, explícale que las otras personas no saben comportarse muy
bien frente al sufrimiento, y que por esta razón valoran la ausencia de emociones. Enséñale a
replicar: «El enfermo soy yo, es mi cuerpo, soy yo quien siente lo que duele y lo que no, y tengo
derecho a sentir dolor y a decirlo.»
Ayuda a tu hijo a llorar, a gemir, incluso a gritar si tiene mucho dolor. Tal vez molestará a los
médicos y a las enfermeras, pero para ti es más importante que ellos.
Capítulo 10
Algunas ideas para vivir más feliz con tus hijos

Más allá de tu función de padre o madre, eres una persona. El niño también es una persona. Tú
tienes necesidades, y el niño también. El conflicto de necesidades puede engendrar una
competición, a menudo inconsciente, pero en cualquier caso malsana, entre el padre y el hijo.
Las páginas que siguen te presentan algunas ideas importantes y herramientas concretas para
ayudarte a evitar los juegos de poder y ser aún más tú mismo.

SÉ FELIZ
Los niños aprecian una cierta rutina en la vida cotidiana, pues en ella encuentran sus referencias.
Pero cuando sus padres viven sumisos y no felices la rutina del «metro, trabajo, tele y a la cama»,
les miran y se plantean interrogantes. ¿Por qué crecer, trabajar en la escuela y ser un día adulto?
¿para terminar entrando en semejante sistema alienante? Somos modelos para nuestros hijos.
Es inútil que te sacrifiques por ellos, tu felicidad es uno de los elementos fundamentales de su
pleno desarrollo. Porque da ganas de crecer y les libera de la carga de hacerte feliz. Además, un
padre feliz está más disponible afectivamente para su hijo. Las necesidades del recién nacido son
prioritarias, es cierto.
Pero más allá de esta prioridad, tu sacrificio será un auténtico veneno para él. Sin duda acabarás
reprochándoselo. Estarás cansado(a), te faltará espacio, y cada vez te costará más dárselo a él.
Descansar, recargar las pilas, ver a tus amigos, hacer deporte, salir, cuidarte lo suficiente son cosas
necesarias para no sentirte exasperado(a) a la menor pega.
El sacrificio es más bien una tentación femenina. Pero también hay hombres que sacrifican su
vida por la idea que se forman acerca de las necesidades de sus hijos. El sacrificio raramente es
gratuito, el padre espera que se le pague... y el niño descubre desesperado que era un trato, y no un
don.
Para no sentir la frustración subyacente al sacrificio, muchas mujeres utilizan la técnica de la
sobrecompensación. Olvidan, no escuchan sus necesidades o emociones y se centran enteramente
en sus hijos. Miman a los pequeños, les protegen en exceso, se muestran hiperatentas e
indispensables, preparadas para darlo todo, para satisfacer el menor deseo... prohibiendo así al niño
no sólo toda autonomía, sino también su cólera. Esta cólera que ellas se reprimen a sí mismas con
tanta fuerza. De este modo alimentan en él una intensa rabia inconsciente, que no explotará hasta
más tarde, o que se volverá contra él mismo.
Vive tu vida, en lugar de vivir por delegación a través de tus hijos.

El niño intenta aliviar a su padre


Cuando uno de los padres está deprimido, angustiado, infeliz, lo muestre o no, el niño lo siente e
intenta aliviarlo.
Mireille fue una niña adorable y sin problemas. Siempre sonreía y pronunciaba la palabra justa
para hacer reír. Era divertida, hacía una gracia tras otra, un auténtico payaso. En apariencia, pues, la
infancia de Mireille fue feliz. En realidad, Mireille nunca sintió que tuviera el derecho a ser ella
misma. Su madre era depresiva. Ella sentía su infelicidad. Además, dado que mamá nunca decía
de verdad lo que le dolía, Mireille acabó pensando que la responsable era ella. En su confusión,
imaginaba que sobraba, e intentaba justificar su presencia pidiendo lo menos posible y haciendo
reír.
Mireille se controlaba permanentemente para no tener demasiadas necesidades, disimulaba sus
emociones bajo una sonrisa permanente. Había cargado con la misión imposible de hacer feliz a su
mamá. Ha conservado la sonrisa toda su vida, fueran cuales fueran las circunstancias. Siempre
alegre, nada parecía afectarle, perpetuamente al servicio del prójimo; sistemáticamente, atendía a
las necesidades de los demás antes que a las suyas. Su vida se ha guiado por sus convicciones: «No
tengo necesidades, no tengo derecho a tener una vida propia» y «un niño es una carga».
Mireille se realiza profesionalmente en un oficio de servicio al prójimo, como resulta obvio, y le
ha costado lo suyo mantener una relación estable y armoniosa con un hombre. A los cuarenta y ocho
años, no ha tenido hijos.
¿Cómo podemos evitar cargar a nuestros hijos con nuestras dificultades para vivir? Disimularlas
es inútil, el niño lo siente. Lo primero es hablar honestamente con él. Si la madre de Mireille
hubiera compartido con ella las razones por las que estaba tan triste, Mireille no se habría sentido
culpable. No se habría lanzado en esta misión peligrosa e imposible de intentar curar a su madre,
ella también habría tenido derecho a tener necesidades.
Hasta que intervino Francoise Dolto, la idea comúnmente admitida era que no se debía decir nada
a los niños para no inquietarles. No tenían edad para comprender las cosas de los mayores. No era
de su incumbencia... Hoy sabemos que los niños lo pueden entender todo por poco que se les
explique. Hablarles les tranquiliza porque les permite nombrar con palabras sus impresiones. Les
ayuda a considerarse personas separadas de sus padres y, en consecuencia, a no cargar con ellos.
Debemos saber que nuestros hijos o nuestros nietos cargarán con todos los problemas que nos
negamos a afrontar. ¿Es esto lo que queremos para ellos?
Timidez excesiva, falta de confianza en sí mismo, vergüenzas, sentimientos de culpabilidad,
angustias, malas relaciones en la pareja, fracasos profesionales, no están programados
genéticamente y, sin embargo, se transmiten, a veces saltándose una generación.
¿Cómo va tu pareja? ¿Cómo te realizas en tu trabajo? ¿Tu vida tiene sentido?
No entierres estas cuestiones, so pena de ver más tarde cómo tus hijos se debaten con ellas.
Estás pasando un período económico difícil, estás en el paro, bajo amenaza de despido, o
mantienes una relación difícil con tu jefe... habla de ello. Sin mostrarte excesivamente alarmista,
comparte tus vivencias, tus sentimientos, a fin de aliviar el peso que llevan los niños.
Los secretos siempre son tóxicos. ¿Tu hijo no es de su padre? Díselo. ¿Te violaron a los diecisiete
años? Díselo. ¿Estás en la ruina? Díselo. ¿Has estado en la cárcel? Díselo. ¿Nunca lograste aprobar
el bachillerato? Díselo. ¿Tu padre te pegaba? Díselo.
Habíale también de todo aquello que haya sido bonito, pero no evites los episodios sombríos de tu
vida. Si te los callas, inconscientemente quedará marcado. Te sorprenderá verle pasar por las
mismas experiencias que tú, sufrir una violación a la misma edad (o relacionarse con una mujer a la
que hayan violado, o violar él mismo a una chica), arruinarse, estar a punto de ir a la cárcel, fracasar
en sus estudios, hacer tonterías hasta exasperarte y provocar tus golpes...
Este proceso de repetición tiene la función de permitirle sentir desde dentro lo que tú has pasado,
para comprenderte y encontrar otra salida al mismo problema. Si expresas de forma simple tus
emociones, nombrando con palabras lo que has vivido, puedes liberarle de este peso.
Otra cosa... procura entrar en contacto con la parte alegre de ti mismo. Respira, siente la vida que
hay en ti, recuérdate la simple alegría de vivir. No te dejes invadir por la vida cotidiana y su lote de
dificultades. Tómate tu tiempo para sentir el amor que sientes por todos los que te rodean y por tus
hijos, para notar que avanzas sobre tu camino, que eres feliz con la vida que llevas. ¿No eres feliz
en tu vida? El cáncer, un infarto o una depresión no aliviarán a tus hijos.
Adopta medidas para cambiar, solicita ayuda, y comunica con tus hijos.

Escucha
«¡Escuchar, escuchar!, ¡ya me gustaría escuchar, pero no me dice nada!»
¡Cuántas veces he oído esta letanía desesperada en la boca de padres desengañados. La cuestión
es que no basta abrir el corazón y las orejas para que el niño hable.
Para entregarse, necesita tener la certeza de que se le oirá y se le aceptará sin juzgar sus
sentimientos. Ahora bien, confesémoslo, a veces es difícil contentarse con oír un problema sin
tomar partido, dar soluciones o nuestra opinión, escuchar una emoción sin intentar tranquilizar,
infundir seguridad, reparar.
Las órdenes varias, amenazas, sermones, lecciones, consejos, críticas, humillaciones o
culpabilizaciones, pero también los halagos, la reiteración de frases tranquilizadoras o las
diversiones, deben proscribirse. Todo lo que entiende al final el niño es que sus emociones no son
bienvenidas y que tú crees que es incapaz de salir airoso él solo de sus aventuras.
Cada vez que solucionamos un problema en su lugar, le robamos una posibilidad de desarrollar su
autonomía. Cada vez que le explicamos algo que ya sabe, se siente humillado, disminuido.
Escuchar consiste en erigirse en eco de la emoción, para que el niño se sienta aceptado tal como
es y se oiga en profundidad. No se trata tanto de escuchar las palabras que pronuncia como de oír su
eco afectivo.
¿Te cuenta un altercado con un amigo o un profesor? ¿Relata un fracaso o anticipa una
dificultad? ¿Se queja de su padre o de su hermano? ¡Escucha las emociones, y no los
hechos!

Escucha con tu cuerpo


Todos llevamos nuestras vivencias interiores en nuestra postura física. Si te colocas en una postura
semejante a la del niño, te pones a su alcance y escuchas mucho mejor.
Haz el experimento, instálate bien hacia atrás, en tu silla, con las piernas separadas y los brazos
balanceándose: así no puedes sentir miedo. Algunas posiciones imposibilitan simplemente las
emociones. Tu cuerpo envía mensajes inconscientes al niño. ¿Cómo puede confiar en tu capacidad
para comprenderle, si estás confortablemente hundido en tu butaca mientras él te confía su timidez
ante una amiga? En ese momento no puedes estar en contacto con su sentimiento, psicológicamente
es imposible. En consecuencia, él sabe que no le escuchas «de verdad». Escuchas las palabras, pero
no sus vivencias.

Escucha con el corazón


Atrévete a dejar que el eco de sus vivencias resuene en ti.
Es inútil ponerte a llorar tú también. No se trata de dejarse contagiar por sus emociones. Tu niño
necesita tu compasión, necesita que sientas lo que siente, que comprendas lo que vive, no con tu
cabeza, sino en tu corazón, pero no necesita que te hundas con él. Aún peor, si lloras, parará para no
herirte.
Atención, si tu infancia te ha dejado un gusto amargo, si un buen montón de emociones del
pasado sigue estando sin expresar, estos afectos antiguos y reprimidos podrían mezclarse con estas
nuevas sensaciones y formar nudos. Identifica y aparta tus propios sentimientos de niño, ya te
ocuparás de ellos en otro momento.
Respira profundamente (por la nariz), imaginando que inspiras el aire hasta la pelvis, hasta el
coxis.
No intentes solucionar el problema, sino ayudar a tu hijo a expresar lo que él siente. Acoge sus
emociones, como si fueras un cuenco que acoge agua.
Sé un contenedor de sus afectos, sin interrumpirlos. Ayúdale a derramarse en ti. Y a cambio,
envíale sólo ternura, ni miedo, ni cólera, ni tristeza por él... ternura, para darle solidez, la confianza
necesaria para afrontar su dificultad.
Ayúdale a precisar su vivencia con la ayuda de los siguientes términos.

Palabras que puedes utilizar


Es duro para ti... Es difícil...

Veo que... (estás triste, hoy no estás muy bien...) Imagino que...

Comprendo que debes sufrir por... Estás... (triste, enfadado, inquieto...) Te entristece la idea de... (no
volver a ver la casa...) Tienes ganas de... (vengarte, no verle nunca más, llamarle por teléfono...)
Te gusta(n)... (la música, los pájaros, los animales...)

Para ayudarle a ir un poco más lejos plantéale también preguntas abiertas

Prescinde del «¿por qué?», que puede vivirse como una culpabilización y que apela a la reflexión
más que al sentimiento que nos interesa, e intenta preguntar en términos de «qué...», «cómo» o «de
qué». Haz el experimento, y verás la diferencia.
¿Qué pasa? ¿Qué notas...? ¿Qué sientes cuando...? ¿Qué experimentaste cuando...?
¿Qué pensaste cuando...?

¿Qué te entristece más? ¿Qué te irrita más? (cuando esta emoción es manifiesta)
¿Qué echas más de menos?
¿Qué te preocupa más?
¿Qué piensas... (de la actitud de esta persona, de este comportamiento...)?
¿Cómo sientes (este acontecimiento, feliz o desgraciado)?
¿Cómo estás viviendo... (esta situación)?
¿Cómo entiendes esto? (esta dificultad)
¿Qué te imaginas?
¿De qué tienes miedo?
¿Qué es lo que te da más miedo?
¿Qué necesitas?
Cuando tu hijo te haya confiado suficientes elementos, puedes intentar una reformulación
completa (cuidado, no se trata de una interpretación surgida de quién sabe dónde, sino de la
reformulación de lo que te ha dicho).
Cuando... tú te sientes... porque...
Veamos dos ejemplos de este tipo de frase:
«Cuando preguntas algo y tu profesor te dice que eres un inútil, te enfadas porque necesitas que te
ayude a comprender.»
«Cuando tu hermana recibe en casa a sus amigas, te sientes solo y triste porque te recuerda que tu
mejor amigo se ha mudado.»
Hasta que no se haya hablado largamente de la situación y no se hayan expresado todas las
emociones, no puedes llegar a:
¿Qué solución imaginas?
¿Qué puedes hacer?
¿Qué puedo hacer yo?
¿Qué podemos hacer? ¿Cómo puedo ayudarte?

Comunica con el cuerpo, el corazón, la cabeza, y de persona a persona

Caricias, besos
Y masajes, cosquillas, peleas, carreras y persecuciones a ver quien se pilla... son contactos
irreemplazables para decir «te quiero», «te acepto tal como eres», y ayudar al niño a construir un
sentimiento profundo de confianza en su cuerpo y en él, siempre, desde luego, que respetes los
límites que te ponga. Interrumpe de inmediato las cosquillas o los besos cuando el niño te pida que
pares.
Es muy tentador hacer cosquillas o besuquear a un niño... ¿pero lo hacemos para nuestro placer o
para su bienestar? Si nuestro placer coincide con el suyo, todo va bien, pero en caso contrario,
¡detente! El adulto no tiene ningún derecho a utilizar el cuerpo del niño para su placer personal, y es
fundamental que el niño sepa que su cuerpo es suyo y que se respetarán sus límites.

Soñad juntos
Tu hija se detiene extasiada ante un soberbio vestido de novia; en lugar de «devolverla a este
mundo», vete con ella hasta el país del sueño... Imagina:
«Llevaré flores en el pelo, hará sol y estará lleno de gente... tú te pondrás este vestido,
comeremos canapés...»
Tu hijo sueña con un coche eléctrico, pues sueña con él: «Te encanta conducir, ¿eh?.Ya te
imagino en el jardín, brrrum, brrrum, ¡será estupendo!»

Los deseos siempre pueden hablarse, expresarse, apoyan la vida imaginaria.


Escucha sus sueños y comparte los tuyos.

Habla de tus sentimientos


Habla de lo que sientes en tu vida cotidiana. ¿Tienes un sentimiento de injusticia en el trabajo?
¿Una frustración después de llamar a tu madre? ¿Una emoción de rebelión porque uno de tus
amigos, demasiado joven para morir, acaba de fallecer? ¿Celos hacia un colega? Comparte tus
emociones con tus hijos. Se sentirán más cerca de ti y más seguros de sí mismos.
Evoca tu infancia
Pero no para culpabilizarles con frases del estilo «en mi época no teníamos todo esto y vivíamos
bien», sino para permitirles conocerte mejor, y de este modo encontrar sus raíces. Habla de hechos,
anécdotas, acontecimientos, comportamientos de unos y otros, pero sobre todo de tu vida interior,
de lo que sientes, de lo que te dices, de lo que imaginas.
Cuando Eric supo que su padre también sacaba malas notas en el cole, y sobre todo porqué
razones este último no lograba aprender (su propio padre le pegaba y le despreciaba mucho), pudo
sentirse más seguro y sus notas subieron. Y por cierto, ante la gran sorpresa de su padre, que tenía la
impresión de haberlo probado todo para motivarle...
Todo lo que no hayas resuelto, tus hijos lo afrontarán de una u otra manera.

Habla de todo
Los niños son más inteligentes de lo que creemos, nos sorprenden por la pertinencia y sensatez de
sus observaciones y, sin embargo, les disimulamos muchas cosas bajo el pretexto de que no tienen
la edad necesaria.
Con la ayuda de la televisión, hoy en día están mejor informados que nosotros a su edad. Es
importante tener en cuenta este dato y no dudar en profundizar en los temas, de modo que las
informaciones demasiado superficiales no den lugar a interpretaciones más o menos extravagantes.

Comunica de alma a alma


No olvides ver a veces en tus hijos algo más que a tus hijos. Son enteramente personas, con una
existencia propia y un destino propio. Les has conocido en esta vida, incluso tienes una misión, una
función en relación con ellos, pero tienen su individualidad.
«Tus hijos no son tus hijos.
Son los hijos y las hijas
De la llamada que se hace a sí misma la Vida
Vienen a través de ti, pero no de ti
Y, aunque estén contigo,
No te pertenecen.»
Khalil Gibran, El profeta

Siente la felicidad de ser padre


Rodéate de fotos y de dibujos para mantener el recuerdo de tu amor por ellos, para despertar tu
ternura adormecida cuando manchan el sofá, se niegan a quitar la mesa o sacan malas notas en la
escuela.
Atrapados por las tareas cotidianas, la colada, la casa, la cocina, las obligaciones., a veces
olvidamos que somos felices porque vivimos juntos. Todos los padres lo dicen, la infancia pasa
rápidamente, demasiado de prisa. ¡No faltemos a la cita!
Más tarde ya habrá tiempo para lustrar la casa, cuando se hayan ido y cuando las cuatro paredes
nos parezcan vacías, sin gritos ni risas...
CONCLUSIÓN

Las emociones no son peligrosas. No sólo son la sal de la existencia, sino su propia esencia. Cada
vez que acallas tu corazón o el de tu hijo, cada vez que dudas es si confiar en tu voz interior, cada
vez que no escuchas lo que intenta decirte tu hijo, limitas tu propia vida y la suya.
El fin está en los medios, decía el Mahatma Gandhi. Escuchemos a nuestros hijos para que sepan
escuchar. Respetémosles, sabrán respetar al prójimo. Aceptemos sentir y liberar nuestras propias
emociones, dejaremos de proyectarles nuestros sufrimientos y sabremos aceptar sus lágrimas.
Acompañémosles en el camino hacia ellos mismos, siguiendo las etapas de su crecimiento.
Ayudémosles a expresar lo que llevan dentro, a tener conciencia de su identidad, confianza en sus
capacidades, en sus gustos, deseos y necesidades… En una palabra, ayudémosles a sentir, nombrar
y utilizar sus emociones.
Preocuparse de las emociones es algo muy nuevo. Respetar a los niños y considerarlos como
personas también es algo muy nuevo. No nos sintamos culpables si no lo logramos siempre.
Debemos modificar nuestras estructuras sociales para dar mayores medios y más apoyo a los
padres.

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