bien fundadas en teología y propias de un cristiano supersticioso y de escasa cultura,
incomprensibles en un lector asiduo de la Biblia, maestro en artes por la Universidad de Erfurt.
La misma impresión de puerilidad, inmadurez y poca formación religiosa recibimos cuando le escuchamos contar sus escrúpulos: «Creía pecar (gravemente) si tocaba con el dedo un cáliz consagrado», «o si alguna vez quebrantaba el silencio», «o si al recitar un salmo no atendía al sentido de las palabras; era inútil gemir y llorar; así que cada día tenía que confesarme». ¿Pero no habrá en todo esto mucha hipérbole? Un punto de semejanza con el recién convertido Iñigo de Loyola advertimos en el común deseo de conocer a algunos santos en vida. El penitente de Manresa, «según su costumbre, buscaba todas las personas espirituales, aunque estuviesen lejos de la cibdad, para tratar con ellas»; es decir, para aprovecharse espiritualmente de sus consejos y ejemplos, aunque al poco tiempo «perdió totalmente esta ansia de buscar personas espirituales». En cambio, el deseo de Fr. Martín procedía, según parece, de pura curiosidad. «Siendo yo monje, deseaba ardientemente muchas veces ver el modo de vivir y obrar de algún hombre santo. Hombre santo imaginaba yo entonces a uno que habitase en el yermo, privándose de alimentos y bebidas, sin otro mantenimiento que raíces de hierbas y agua fría». Las instrucciones, así privadas como públicas, de Fr. Juan Greffenstein, calmarían, al menos por el momento, las inquietudes y las angustias de conciencia del novicio; mas no parece que las sanasen radicalmente, porque no tardarán en reaparecer, y con mayor fuerza. Que un novicio sea un tantico escrupuloso y propenso a devociones indiscretas, a nadie le causa maravilla, y hasta puede mirarse como signo de fervorosa aplicación a las cosas espirituales. Por eso es de creer que tanto el P. Maestro como el P. Prior estarían contentos y satisfechos de Fr. Martín. Este por su parte nos dirá más tarde que este año y el siguiente se contaban entre los más tranquilos de su vida espiritual, es decir, sin graves tentaciones. Y podemos darle entero crédito. Lo que no está claro es si ya en el noviciado aparecieron los primeros síntomas del temor servil a Dios nuestro Señor y del pelagianismo práctico, que todo lo esperaba de sus obras y no de Cristo. El terror o espanto —no el loable temor filial— de Dios parece que le acompañó desde su juventud, agarrotando su corazón con angustias indecibles. Comentando las palabras del salmo: Servite Domino in timore et exultate et cum tremore (2,11), escribirá lo que sigue: «Siendo yo adolescente, odiaba ese versículo, porque no podía escuchar que Dios debía ser temido. Lo cual acontecía porque yo ignoraba que el temor se ha de juntar con la exultación o esperanza; es decir, ignoraba la diferencia que existe entre nuestras obras y las obras de Cristo». Si hemos de creerle —lo cual resulta muchas veces difícil—, la espiritualidad de su vida monástica, personal, que sería, sin duda, la espiritualidad agustiniana con algunos matices devocionales bernardinos, se teñía de colores tétricos y espeluznantes. El paroxismo de esta situación anímica no se produjo propiamente sino en años posteriores, pero las raíces podrían buscarse en aquellos escrúpulos de novicio arriba mencionados. Quizá su alma no acertaba a entregarse confiada y amorosamente al Señor, Padre de las misericordias, y ya entonces desconfiaba de Cristo, temiéndolo como a juez inflexible. «Por eso —confiesa— buscaba yo otros intercesores, María y otros santos, e invocaba mis propias obras y los méritos de la Orden. Todo eso lo hacía yo no por dinero u otros provechos, sino por la voluntad de Dios. Y, sin embargo, todo era falsedad e idolatría».
Horas de fervor Siendo el maestro de novicios, por testimonio del mismo Lutero, un hombre de tan sincera