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RECENSIONES
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parece evidente que yerra a menudo, y los electores suelen votar a su «fac-
ción» o pensando en los «intereses» personales. Además, en las modernas so-
ciedades pluralistas, hay muy pocos valores comunes, de ahí que sólo se reco-
nozcan los méritos de los adversarios políticos una vez que han muerto y de
forma más bien imprecisa.
Sin embargo, hasta no hace muchos años, la civilización occidental acep-
tó, al menos en teoría, la perentoria necesidad de seleccionar y formar mino-
rías dirigentes, abocadas por nacimiento y educación a regir las diversas nacio-
nes. Esta forma de concebir la vida política sobrevivió de hecho, no sólo a la
Revolución Francesa, sino incluso a la instauración del sufragio universal, a fi-
nales del siglo XIX.
En buena medida, hasta mediados del siglo XX, las democracias liberales
tuvieron un evidente carácter «aristocrático». Podría decirse que eran regí-
menes mixtos, en los que se escogía entre candidatos extraídos de las elites so-
ciales, económicas y culturales de cada país, personas a la que se suponía de-
seosas de servir al pueblo y capaces de estar a la altura de su responsabilidad.
Casi todos los partidos –salvo los más extremistas– contaban con relevantes
miembros de este perfil, si bien a la postre sus proyectos y sus decisiones no
siempre fueron acertados.
Aun hoy, en los países anglosajones, menos propensos que otros a los ex-
cesos del igualitarismo, quedan algunos restos de este viejo orden. Sin embar-
go, ni en Europa ni fuera de ella, se conocen desde hace décadas «líderes» que
susciten elogios unánimes por su decisiva contribución al bien común. Sin
duda, ello se debe en parte a que, durante una época en la que la prosperidad
parecía no tener límites, se han buscado más bien complacientes y grises ad-
ministradores. La hipótesis de que existan «salvadores» de la patria se descar-
ta a priori y se suele asociar con la égida «carismática», que tanto criticó Max
Weber. Es lo que sucede cuando, a resultas de un craso relativismo, la única
legitimidad reconocida es la «potestad» que dan los votos, pero se ignora que
la «autoridad» se gana con los argumentos y el ejemplo.
No obstante, conviene no magnificar el poder de los gobernantes, que
pueden más bien poco si el pueblo no está dispuesto a seguirlos. Platón (Polí-
tico, 310e y ss.) comparó las sociedades con los tejidos y sostuvo que su ur-
dimbre –aquello que les da solidez– son los grupos dirigentes, a cuyos dicta-
dos deben plegarse el resto de sus integrantes. Ahora bien, una tela resiste
también porque la mayor parte de los hilos que la integran son de calidad. Es
cierto que los buenos políticos persuaden de lo que conviene hacer, sobre todo
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tural que comenzó con la dominación romana y dio origen a la cultura hele-
nística, asentada en la mitad oriental del Imperio. De la fusión de dos concep-
ciones del mundo, con elementos comunes, pero otros tan opuestos como
complementarios, a la que más tarde se sumaría la savia nueva del cristianis-
mo, surgió entonces el crisol del que procede nuestra civilización occidental.
El infatigable polígrafo de Queronea es un fruto granado del eficacísimo
sistema educativo de esta época, basado ante todo en la retórica, aunque en su
caso apuntalada y enriquecida con amplios conocimientos filosóficos. Estaba
lejos de ser un simple literato, pero no puede decirse de él que fuese un filó-
sofo. Más bien habría que verlo como un «orador», mucho mejor pertrecha-
do que Isócrates en el terreno doctrinal, aunque sin la portentosa capacidad de
síntesis de Cicerón y mucho menos involucrado que éste en la política activa.
Recibió una esmerada formación, ocupó diversos cargos públicos y –siguien-
do una inclinación tan helenística como romana–, buscó siempre aplicar la
cultura a la vida. Para ello, se dedicó a formular y divulgar principios y conse-
jos útiles para la aristocracia de su tiempo, a quien sin duda iban destinados sus
libros.
De ahí que practicase un sensato eclecticismo, que consistía en buscar la
verdad allí donde pudiese hallarse. Como nunca militó en alguna de las es-
cuelas filosóficas de su tiempo (platónica, aristotélica, estoica, epicúrea, etc.),
recoge ideas de todas ellas. Su fuerte no era la sistematización, pero tampoco
la necesitaba ni la echaba en falta. Lo que le preocupaba era comprender los
desafíos a los que el ser humano debe enfrentarse a lo largo de su existencia y
ofrecer respuestas para ellos. En suma, aspiraba a recopilar y transmitir un sa-
ber apropiado para decidir y escoger con acierto. No hay mejor modo de
constituirlo –así lo practicaron los principales escritores latinos– que narrar y
comentar dichos y hechos memorables, técnica muy presente en las obras de
nuestro autor.
Por supuesto, buscar el bien y la justicia es el fin de la política, pero te-
niendo muy presentes las circunstancias, que suelen ser muy cambiantes. Por
eso, el buen gobierno, que es «el arte de lo posible», debe ejercerse sin duda
desde ese «enfoque sapiencial» al que se alude en el subtítulo del libro que co-
mentamos. Los rectores de la sociedad deben poseer a un tiempo una sólida
cultura y una honda experiencia de la vida, como reiteró hasta la saciedad Ci-
cerón. No es extraño, por todo lo dicho, que entre los humanistas, cuyas acti-
tudes y metas eran semejantes, se valorase a Plutarco grandemente y fuese un
autor de cabecera. Tengamos en cuenta, además, que este modo de argumen-
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tar se adapta admirablemente al talante del hombre actual, tan poco proclive
a confiar en otros y reacio a aceptar las afirmaciones tajantes, y acaso permita
inculcar mejor la ética, por la vía de la inducción, a partir de casos reales.
Quien desee hacerse con un arsenal de frases y anécdotas útiles para enseñar-
la y aprenderla, debe consultar y espigar el legado de este singular escritor.
El libro que reseñamos está dividido en tres partes, fieles a la estructura
del corpus literario plutarqueo, pero que también reflejan esa orientación hacia
la vida de la que venimos hablado. Tras una breve introducción y una sucinto
perfil bio-bigliográfico, el lector encontrará en primer lugar dos extensos ca-
pítulos –ciento cincuenta páginas en total– que permiten situar al autor estu-
diado. Podrá así familiarizarse con los principales representantes y corrientes
del pensamiento político greco-latino, tan presentes en las obras literarias
cuyo contenido se analiza posteriormente.
Puesto que éstas suelen dividirse en dos grupos, a continuación se exa-
minan, primero las Vidas paralelas y luego la recopilación conocida como Mo-
ralia («Obras morales»). Las primeras son la colección de biografías más im-
portante de la Antigüedad y en ellas se compara por parejas las trayectorias de
cincuenta gobernantes griegos y romanos. El profesor Rovira ha seleccionado
cuatro –Teseo, Rómulo, Licurgo y Numa–, quienes instituyeron o reformaron
las tradiciones políticas de sus respectivos pueblos. A lo largo de doscientas pá-
ginas se nos explica con todo lujo de detalles el talante y la ejecutoria de tan
destacados personajes.
Los restantes escritos de Plutarco tienen un carácter filosófico y su de-
nominador común es la búsqueda de la virtud, tanto personal como cívica, por
lo que se agruparon bajo el título arriba reseñado. En la tercera parte del libro
que comentamos, se analiza el contenido de cuatro tratados de los Moralia, en
los que se abordan cuestiones relativas a la vida pública: «Sobre la necesidad
de que el filósofo converse especialmente con los gobernantes», «A un prín-
cipe falto de instrucción», «Sobre si un anciano debe intervenir en política» y
«Consejos a políticos». Esta última sección ocupa ciento cincuenta páginas
y, al igual que en la precedente, se reproducen y comentan en ella los frag-
mentos más significativos de dichas obras.
Antaño, la célebre máxima ciceroniana –historia magistra vitae (De orato-
re, II, 36)– se tenía muy presente. Por eso, se sacaban las consecuencias y se
pensaba que conocerla resultaría de mucha ayuda al gobernante. Sin duda,
Plutarco no fue ajeno a esta convicción y la fortuna de que gozó tiene mucho
que ver con el potencial didáctico de sus palabras. Es cierto que la historia
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nunca se repite y que, para lograr sacar partido de ella, primero hay que re-
construir los acontecimientos y comprender a los protagonistas con objetivi-
dad. Sin embargo, no podemos pretender hacer tabula rasa del pasado, para
comenzar de cero, una tentación propia de los «revolucionarios», muy pre-
sente en la actualidad. Eso equivale a suponer que el hombre carece de natu-
raleza y cada época es única, por lo que nada tiene que enseñarnos.
Por eso, este libro es una excelente oportunidad para caminar por una vía
de la tradición cultural europea hoy poco o nada explorada. Hallaremos en él
un tesoro de reflexiones y máximas que nos ilustran sobre la condición huma-
na y las leyes de la convivencia, servidas además con un pulcro y fluido espa-
ñol, venido del otro lado del Atlántico, para recordarnos el poder y la belleza
de nuestra lengua común. Leerlo debería ayudarnos a poner en cuestión los
discursos políticos al uso, cuyo único fundamento suele ser la afirmación vo-
luntarista de unos derechos humanos, a menudo tan utópicos como inconcre-
tos y contradictorios entre sí. Con este antídoto, tal vez logremos prestar más
atención a los signos de los tiempos, sin perder de vista que –en lo esencial– el
ser humano sigue siendo el mismo, por más que cambien las circunstancias
que le rodeen. Tal fue la secular convicción del humanismo occidental y sería
muy oportuno que nos dejásemos guiar en mayor medida por ella.
Javier LASPALAS