Sie sind auf Seite 1von 10

DEL PREFACIO A UN LIBRO SOBRE LA PRÁCTICA DE LA INTERPRETACIÓN

Ya no existe el lugar de donde vienes,


nunca ha existido el lugar al que crees ir,
y estar donde estás no sirve para nada
a menos que te vayas.

Flannery 0'Coonor

El presente libro comenzó hace cierto tiempo en un encuentro más bien casual
con un conjunto que interpretaba los primeros cuartetos de Haydn. La ocasión tenía un
aura de solemnidad reverencial, las notas de programa contenían una información
excelente (era el cuarteto residente de una universidad importante), así como la historia
y el pedigrí completos de cada uno de los cuatro instrumentos que utilizaba el cuarteto.
Pero el sonido era escaso y enmarañado, la interpretación muy cauta y la afinación se
iba imperceptiblemente, exigiendo bastante actividad correctora entre movimiento y
movimiento (utilizaban cuerdas de tripa y arcos antiguos). Pues bien, fue una velada
bastante aburrida y yo la registré como una de esas demostraciones históricas bien
intencionadas pero ingenuas que suelen inhibir mucho a los concertistas habituados a
otros instrumentos y a otra manera de tocar, así como a una afinación distinta. Sin
embargo, me intrigó una cosa: el chelista sujetaba su buen y grande instrumento del
siglo XVIII entre las rodillas, como quien sujeta una viola da gamba, y sin embargo,
podía ver la punta de la pica retraída que asomaba por debajo. Me enteré de que el
chelista no utilizaba la pica que ancla el instrumento al suelo con seguridad porque se le
había enseñado a abstenerse de utilizar ese artilugio tan útil: «No se inventó hasta la
segunda mitad del siglo XIX y, por tanto, no se puede utilizar en la música del siglo
XVIII sin crear un anacronismo histórico.» Esta espera del momento histórico exacto
para hacer su aparición recuerda a la imagen del viajero que a punto de cruzar el
ecuador esperaba el salto que iban a dar las ruedas de su carruaje al cruzar la línea. El
pobre chelista estaba visiblemente incómodo, sentado tocando en una posición difícil,
ocupado tanto en ajustar la sujeción de su instrumento como en cumplir con sus deberes
artísticos. De este encuentro y de muchas experiencias posteriores parecidas procede
esta obra. (Me temo mucho que queda fuera de mi competencia, porque pasa del reino
del arte al de la psicología, la cuestión de por qué ese historicismo tan
incondicionalmente rígido es tan exquisitamente absorbente para algunos estudiosos y
músicos.)
Por tanto, este libro no es un estudio histórico sistemático sobre la práctica de la
interpretación; su asunto no es tanto la restauración exacta de la música antigua como la
interrelación de la erudición con ese proceso dinámico de asimilación mediante el cual
el artista contemporáneo re-crea en sus propios términos las obras maestras del pasado.
No impongo soluciones; propongo un cuestionamiento crítico y reflexivo de los
misterios órficos de la práctica interpretativa. Los principios que se avanzan en las
páginas que siguen son modestos: pretenden mediar entre las facciones opuestas,
buscando no un término medio conveniente sino un modus vivendi fiel a las exigencias
de la erudición pero que dé respuesta al mismo tiempo a las necesidades de la
interpretación artística.
La música que está apartada de nuestro entorno cultural no es fácilmente
accesible porque no podemos conectarla directamente con nuestra experiencia y con los
símbolos a los que estamos acostumbrados; hemos perdido el consenso que la sostenía.
Para nosotros hay música antigua tan distante y desconcertante como los dinosaurios,
habiendo dejado tan sólo algunos huesos y algunas huellas, y no hay manera fácil de
decir cómo se tocaba esa música y cómo sonaba. Como dijo Burney, «con la música
pasa lo que con las viñas delicadas, que el tiempo las daña por mucho que se cuiden».
Nuestro conocimiento es incompleto, los temas son en sí tremendamente complejos y
hay un extraordinario número de variables. La musicología, que abrió muchas puertas
que habían estado cerradas durante siglos, debe afrontar la tarea de resucitar el gran
tesoro de música antigua con respeto y contención, sopesando lo posible con lo
probable, con la voluntad de acomodarla a nuestras sensibilidades musicales.
Las artes de cada época son únicas y nunca pueden darse dos veces o ni siquiera
recuperarse por entero, porque el arte es visión. Lo que es más, cada época encuentra en
el pasado aquellos elementos en los cuales discernir algo de sí misma. Conocemos el
espíritu de otras épocas hasta cierto punto solamente: vemos en ellas lo que nuestra
propia era nos permite ver. El hombre medieval leía a Cristo en Virgilio, la Revolución
francesa encontró la expresión de su propia libertad cívica en la república romana y
Gounod escuchó a Bach con los oídos de Werther. De forma parecida, cuando nos
identificamos con Josquin o Schütz, lo hacemos con los pies en el presente. Y es
precisamente ese dualismo el que hace posible el disfrute de esa música ha tiempo
desaparecida. Porque nuestras propias instituciones musicales son, en buena parte,
creaciones del siglo XIX, siendo hasta hace bien poco las ideas y los conceptos que se
refieren a la interpretación de la música «antigua» o «primitiva» residuo bastante
frecuente de esa época y reflejando prácticas que entonces eran aceptables.
Conforme se fue convirtiendo en una importante rama de la musicología la
exploración y la restauración de la práctica de la interpretación auténtica de música
antigua, todos nosotros nos sentimos como descubridores atisbando en medio de la
niebla las playas de una tierra desconocida, maravillándonos ante las nuevas
perspectivas que la erudición abría. En el sentido de que el estudio de la práctica de la
interpretación por los eruditos ha abierto introspecciones completamente nuevas en lo
que vagamente se llama música antigua o primitiva, ha sido un espolear bienvenido para
una actividad fructífera, tanto en la educación como en la práctica; pero en el sentido de
que la nueva disciplina intenta estructurar y regimentar toda la experiencia de los
músicos que se ocupan de la música prerromántica, puede convertirse ciertamente en un
impedimento para la revitalización de la antigua música. Desgraciadamente, hay un
grupo siempre creciente que reclama una intimidad privilegiada con las cualidades
privadas de los antiguos maestros, adorando un purismo sin mancillar por las realidades
de la vida. Un elitismo semejante amenaza la relación fundamental de la música con las
necesidades sociales y los propósitos sociales; los peligros son tan grandes como las
promesas. Debemos buscar valores culturales comparables, exponer la significación
contemporánea de las tradiciones artísticas: históricas y culturales. De otro modo,
estaremos a punto de crear «un desorden cultural en lugar de una cultura» (T. S. Eliot).
No debemos olvidar que en cualquier rama del conocimiento, a menos que sea
una mera colección de dogmas, hay ciertas proposiciones que aparecen continuamente
en relación con las nuevas circunstancias, las nuevas condiciones y las nuevas
relaciones; nosotros mismos estamos inmersos en un proceso de cambio histórico.
Presentar como verdades universales asuntos que admiten interpretaciones bastante
variables es pasar por alto el hecho de que no hay coherencia absoluta en el espíritu de
una época bien delimitada y de que muchas grandes obras de arte van mucho más allá
de los límites de su nacimiento. El horizonte de un gran artista es amplio; ve más allá de
las convenciones de su tiempo; ofrece visiones que le permiten hablar directamente a
gentes que viven en períodos completamente diferentes, y ser entendido por ellas. Y
desde luego, un gran artista puede desafiar igualmente la marcha del tiempo y rezagarse
sin por ello disminuir su estatura un ápice. Bach, en quien el barroco alemán llegó a su
culmen, mantuvo su paso en un momento en el que la metamorfosis estilística que iba a
terminar en otra culminación a finales del mismo siglo ya estaba en marcha, y Palestrina
seguía activo cuando los venecianos estaban inaugurando un estilo completamente
nuevo. No hace falta decir que los estándares estéticos tampoco pueden pretender ser
permanentes. Así, los campeones de la autenticidad histórica absoluta en la
interpretación están en un error al utilizar los mismos procedimientos en diversos
niveles y en distintas proporciones en sus esfuerzos por buscar preceptos universales de
práctica interpretativa. El mismo procedimiento para una época puede servir para sólo
una parte de esa época o incluso contradecir una práctica ligeramente anterior o
posterior. La rica diversidad de la música niega, ciertamente, la estereotipada y rígida
imagen de un estilo y de ahí la interpretación: porque ésta crea muchas excepciones a la
regla. No es posible establecer un sistema del cual extraer una información predictiva y
manipuladora para la interpretación de la «música antigua», ya que no hay valores
interpretativos absolutos o constantes que puedan colocarse en determinadas categorías.
No importa cómo expresemos la cuestión, no podemos obtener respuestas
inequívocas porque no tenemos una fotocopia del pasado. Estamos intentando penetrar
en el intrigante bosque de ese pasado para volver a captar los estados de ánimo y los
sentimientos ha tiempo desvanecidos. El peso excesivo de las consideraciones
históricas, archivísticas e ideológicas; las áreas de experiencia musical vastas,
incipientes y desde luego integradas, con su carencia de puntos de referencia fijos y con
unas reverberaciones demasiado débiles como para fiarse de ellas; la avalancha de
material de investigación que puede sofocar los aspectos genuinamente interesantes de
la música: todo ello puede conducir únicamente a lo que Whitehead llamó «la falacia de
la corrección indebida».
Sin duda muchas de mis sugerencias serán ofensivas; por otra parte, mi
experiencia personal con músicos e intérpretes (yo estuve en tiempos en sus filas) me
convence de que muchos pueden recibirlas bien, incluso entre aquellos educados en la
nueva fe. Lamento decir que sería francamente imposible en esta época hacer lo que
Denis Gaultier, el famoso laudista, se ofreció a hacer tan amablemente en su prefacio a
sus Pièces de luth (1669): «Si alguien tiene alguna dificultad en comprender lo que hay
en mi libro, le ilustraré con el mayor de los placeres si me hace el honor de venir a
verme.»

AUTENTICIDAD

La gran literatura y las artes visuales que han abandonado el polvo terrenal han
ocupado triunfalmente su lugar en el panteón de la memoria. Las obras literarias se
publican en colecciones, mientras los museos y los mecenas privados compiten por los
lienzos y las esculturas de los «antiguos maestros». Los milenios no nos han hecho
olvidar la Ilíada o el Edipo, la Victoria de Samotracia o el Discóbolo; están vivos
porque se ven con ojos nuevos en cada generación. Pero entre los grandes de la música
hay muchas obras que nunca se escuchan, cuyos mismos nombres no son familiares
para personas muy cultas que conocen incluso a los poetas y a los pintores secundarios
de otras épocas. La música medieval (y desde luego, también mucha otra música
posterior) permaneció olvidada hasta que los historiógrafos musicales empezaron a
descubrirla. Con todo, aunque los musicólogos han sacado a la luz mucho y magnífico
arte de compositores pasados, hemos sido incapaces de reconducirlos hacia la
celebridad y la popularidad que disfrutaron en tiempos a la par con sus grandes
contemporáneos de la literatura, la pintura y la arquitectura. Para publicar las obras
completas de uno de estos músicos deben suplicarse, obtenerse con zalamerías o
préstamos de los gobiernos, de fundaciones o de mecenas individuales los fondos
necesarios, una mínima fracción de los millones que los museos pagan alegremente por
un solo cuadro.
Se ha planteado la cuestión de si la edad moderna representa una ruptura
cualitativa con el pasado, de si los que vivimos en este siglo podemos cruzar
auténticamente una divisoria histórica. Mientras el progresismo del siglo XIX devaluaba
el pasado, las tradiciones se veían como medios con los que las instituciones imponían
al presente modelos que le quedaban pequeños. Sin embargo, nuestro argumento no es
que una generación esté destinada a los límites de percepción establecidos como
estándares por otra generación, sino que los nuevos patrones interpretativos puedan ser
contradictorios con las circunstancias de la historia, que la «autenticidad» pueda ser
contraproducente. Por ilustrados que estemos por la moderna musicología, nuestro
sentido histórico no nos permite interpretaciones anacrónicas como las que fueron
populares tan sólo hace unas pocas décadas. Ya no oímos interpretaciones de los
oratorios de Haendel como los que grabó en disco sir Thomas Beecham del Mesías y de
Salomón, que atribuían a un compositor del siglo XVIII las premisas de un eclesiástico
del XIX y de un orquestador del XX. No es que esas prácticas artísticas no fueran
conocidas antiguamente. Mattheson nos relata con absoluto realismo que preparó la
ópera Nerón de Giuseppe Orlandini para su interpretación «reorganizando el orden de
las arias, poniendo nuevos recitativos y añadiendo cierto número de piezas mías»; Bach
adulteró a Palestrina; Schütz se nutrió de Gabrieli; Christian Bach prestó una cierta
ayuda a Gluck aun cuando ese compositor estaba todavía vivo y en activo; y Mozart
reorquestó a Haendel. Más tarde vemos a Mendelssohn retocando a Bach, a Berlioz
expurgando a Gluck, a Mahler recomponiendo a Weber y a Grieg añadiendo un poco de
picante armónico a las sonatas de Mozart. Hemos visto orquestados los diálogos
hablados del cantoral alemán y los recitativos de Bach y así sucesivamente. Pero aun
cuando la autenticidad se convierta en un grito de batalla, no estamos en peligro menor
de falsificar la historia.
El criterio cardinal de interpretación suele ser el uso de instrumentos de la época
de la composición, sin los artilugios que se pusieron en uso tras la época en cuestión.
Aunque para muchos de nosotros resulta raro, incluso a veces desagradable, el sonido
de los instrumentos antiguos tal y como se los toca hoy, sobre todo las cuerdas sin
vibrato y con una afinación baja, el principio parece en un primer momento tan evidente
que se duda en despreciarlo. Sin embargo, no puede admitirse que, pese a lo que dicen
muchos, la autenticidad y la integridad estilística exijan continuar con el uso de
«instrumentos originales», por muy obsoletos y poco manejables que sean. Esas
prácticas han contribuido a la exagerada polarización entre música «antigua» y «nueva»,
compasión póstuma que concede una respetabilidad sepulcral en un mundo imaginario.
Es esa posición de anticuario la que impide la auténtica revitalización de la música
antigua porque lo que está haciendo fundamentalmente es volver a captar la vestimenta
externa pero no el corazón de la música. Lo cierto es que unos pocos instrumentos
originales están conservados en bastante buen estado y que se hacen réplicas excelentes
con la ayuda de la moderna investigación y de los oficios artesanos; pero todavía no
sabemos exactamente cómo se tocaban esos instrumentos ni cómo sonaban esos
conjuntos. Lo que Burney dijo de la música de la Antigüedad sigue siendo válido para
los siglos que precedieron al XIX: « ¿Quién será lo suficientemente atrevido como para
decir cómo cantaban y tocaban esos bardos inmortales?» No sólo han cambiado los
timbres de los instrumentos sino también las técnicas para emitir la voz, porque cada
época crea su propio ideal de sonido. Somos sencillamente incapaces de escuchar la
música con los oídos del público de Frescobaldi o de Haydn, y en realidad, los
instrumentos antiguos y otros agentes de cada época pueden fracasar en traducirnos lo
que quería decir el compositor.
El compositor de épocas anteriores no necesariamente consideraba definitiva su
obra en su primera versión; para él cada obra terminada era también material bueno para
otra más. A lo largo del siglo XVI hubo ciertos compositores aficionados a añadir,
puede que al cabo de los años, una o más partes a una composición terminada, propia o
de otro; muchas canciones polifónicas existen en versiones de cuatro, cinco o seis
voces. Luego vienen los repasos arquitectónicos, como la trascendental adición de un
único compás al inicio del segundo movimiento de la sonata para Hammerklavier, una
vez terminado. Como tampoco escribía el compositor todos los detalles de la partitura,
sobre todo en la época barroca, porque cuando no era el que tocaba o dirigía su obra
podía confiar en el intérprete, que era un músico perfectamente familiarizado con las
convenciones reinantes; lo cierto es que éste era un verdadero coautor y
obligatoriamente tocaba con un buen grado de libertad. Como añadido, el público
aportaba a la ocasión un consenso, una familiaridad con las convenciones del momento,
cosa con la que también contaba el compositor.
Estamos ahora intentando llenar por nosotros mismos los detalles omitidos;
restaurar, con la ayuda de los tratados contemporáneos, las notas de gracia y demás
ornamentos para terminar con nuestros adornos las arias da capo, y así sucesivamente.
Debe y puede hacerse pero con tacto y con moderación. La práctica de la interpretación
no es como la taxidermia pero en muchos casos los pretendidamente auténticos
ornamentos agregados con mentalidades del siglo XX son como ojos de vidrio y
lenguas de plástico. El laudable objetivo es permitirnos escuchar una pieza musical
como la oyeron sus coetáneos, pero pensar que es posible es claramente cuestionable
porque equipara a un grupo de una sociedad a otro de una naturaleza considerablemente
distinta. No podemos determinar con precisión hasta qué punto nuestro concepto,
nuestra proyección de un estilo anterior, son genuinos o siquiera aproximados porque la
interacción de esas tres entidades (compositor, ejecutante y público), tal y como
nosotros los experimentamos, puede ser bastante diferente de la experiencia de otra
época. No podemos escuchar a compositores posteriores, como Beethoven por ejemplo,
tal y como los escucharon sus contemporáneos porque en los años que han transcurrido
han cambiado nuestras técnicas musicales, nuestras costumbres de audición, los
conceptos de sonido y de afinación. Aunque Schindler, el amanuense de Beethoven,
describió la interpretación al piano de su maestro a partir de una experiencia de primera
mano, sus palabras siguen dejándonos con nuestra imaginación y nuestras conjeturas,
porque el sonido descrito se encuentra tan lejos de la realidad como describir comidas.
La interpretación basada sobre todo en las pruebas archivísticas corre el peligro
de pasar a depender de la realidad y terminar por vivir por su cuenta, aparentemente
para congelar y encapsular los descubrimientos archivísticos en lugar de trascenderlos.
La laboriosa búsqueda de la autenticidad amenaza con convertirse en un asunto
abstracto divorciado del disfrute del arte: burocratiza la interpretación de la música. Si
decimos que hay que entender históricamente una obra existe la posibilidad de que no se
la aprecie por sí misma sino que aparezca sencillamente como un espécimen del
desarrollo estilístico. Es un error dar por hecho que averiguando por medio de estudios
históricos las condiciones y la aplicación práctica de los principios contemporáneos a
una composición pueda explicarse la esencia de la obra. Mientras sigamos insistiendo
en trabajar sobre un plano categorizado por la autenticidad histórica excluyendo la
intuición artística, dictando el concepto «correcto», nos limitamos a convertir la práctica
de la interpretación en un fin en sí. Cuando se convierte en un «cuerpo de
conocimiento», como respetuosamente se la llama en la universidad, en cierto sentido es
un cuerpo muerto, generalmente sobrecargado de terminología y hermenéutica
interpretativa.
Un argumento puede ser un impulso como letra impresa, pero mucho menos si
se lleva a la interpretación de hecho; y puede resultar que su base histórica no sea
significativa sea cual sea la situación artística. Un buen ejemplo es la exclusión de las
mujeres de los coros, que no fue un hecho musical sino teológico ha tiempo
abandonado; y, sin embargo, suelen seguir interpretándose las grandes obras dramáticas
corales en las que las voces de contralto y soprano las cantan muchachos en nombre de
la fidelidad a los hechos históricos. Se trata sencillamente de una rendición del instinto
y del juicio musicales a condiciones ya superadas.
Las premisas del movimiento de la autenticidad son, sin más, que los hechos y
las figuras relativas a la interpretación de la música antigua deben investigarse,
confrontarse, coordinarse y reunirse en un sistema lógico, global y unificado, sobre la
base de lo que pueda saberse de las interpretaciones históricamente auténticas. Sin
embargo, esos datos deben interpretarse; y suele haber interpretaciones alternativas, y
reconstrucciones mal hechas, enmarañadas y académicas. Como no existe algo que
podamos considerar un conjunto de reglas incuestionables debe contarse con las
sutilezas musicales anteriores y hay que juzgar todos los casos sobre sus propios méritos
musicales.
Nikolaus Harnoncourt, uno de los chefs d'école del movimiento, ha afirmado
rotundamente que cree sólo en los manuscritos originales y que no acepta ninguna
edición crítica moderna. Se trata de una ilusión sentimental y puede resultar sumamente
equívoca. Debe afirmarse que él, y otros especialistas de ideas parecidas, aun siendo
generalmente magníficos músicos, no están graduados y no saben cómo abordar
manuscritos antiguos, sistemas de notaciones, tablaturas (¡Bach y Haendel seguían
usándolas!) y así sucesivamente; esas disciplinas requieren laboriosos estudios: no basta
con conocerlos de vista. Como las pruebas archivísticas que se refieren a las prácticas
musicales de los siglos pasados son de carácter gráfico y no auditivo, nuestras
deducciones y conclusiones dependen de determinadas suposiciones: y es mejor
terminar con definiciones que empezar por ellas. La relación entre los datos y las
conclusiones es mucho más compleja y admite muchas más variables que las que suelen
imaginarse. Asimismo, muchos de los datos son anecdóticos y de origen nebuloso. Un
vistazo rápido a los catálogos temáticos mostrará la frecuente e infeliz nota: «Perdido el
manuscrito original», de modo que dependemos de copias y tanto de ediciones antiguas
como modernas, y estamos obligados a utilizar nuestras propias facultades críticas en la
búsqueda de la autenticidad. Evidentemente, hay un buen trecho desde el manuscrito a
la interpretación final de la partitura.
Aunque el pasado reverbera en el presente no podemos repetir la historia porque
sólo permite una pasada. El hecho es que la autenticidad histórica sola nunca nos llevará
a una revitalización auténtica sin una adición en cierto grado de nuestros propios
instintos y creencias artísticos. Los abogados de la conformidad incondicional a la
autenticidad en la interpretación de la música antigua, de la dependencia de la fidelidad
archivística, pueden fracasar en la fidelidad a las intenciones artísticas del compositor.
Para enfocar la música antigua es manifiestamente necesaria la erudición; pero cuando
la erudición por sí resulta ser inadecuada debemos romper el caparazón de los hechos
históricos y teoréticos y buscar una solución artística. Eso fue lo que los valientes
benedictinos de Solesmes hicieron con la revitalización del canto gregoriano; intentaron
por todos los medios llegar a la verdad por medio de la erudición, pero terminaron con
la bella creatividad artística. Así como se ha avanzado genuinamente y se ha llegado a
ciertas convincentes conclusiones, otras muchas son hipótesis que son notables sobre
todo por su ingenuidad. Pero no hay arte que sólo se entienda a partir de la historia.
Están los imponderables. Y lo primero que debe hacerse con los imponderables es
reconocer su existencia. La discontinuidad entre lo antiguo y lo nuevo no debe
exagerarse ya que hay aspectos de la cultura musical posterior que llevan la huella de
las prácticas anteriores pese a las diferencias en los rasgos externos. También se dan
variables independientes que están imbricadas intrincadamente con la posterior historia
de la música. El enfoque puramente histórico puede enumerar muchos hechos que en sí
mismos son innegables pero cuyas relaciones entre sí suelen ser tenues o inexistentes.
Su observancia rígida puede llevar a dolorosos choques con la sociología, la economía
y, sobre todo, con la estética.
Las prácticas interpretativas así establecidas comprenden tendencias implícitas
que entorpecen los instintos de los músicos sensibles; y así terminamos no con una
resurrección por medio de la gracia sino con un arte vivo reducido a abstracciones. Pero
lo que nosotros queremos, lo que queremos la mayoría, es un sentido de lo maravilloso
y de lo misterioso en el arte, y no meramente unas relaciones de causa y efecto. Es
evidente que la adoración suele ofrecerse a un ideal y que el logro supremo parece ser
algunas veces mostrar la música antigua de un modo bastante diverso al de nuestras
experiencias, nuestras costumbres y nuestras sensibilidades. A veces resulta difícil
distinguir si los anticuarios están perpetuando valores artísticos o los están
embalsamando. También hay una tendencia a buscar grandeza en todo lo antiguo y no
es infrecuente que el óxido se tome por auténtica pátina.
Ese enfoque anticuario abstracto no puede ofrecer una imagen válida del arte; su
mecanismo formal sólo puede llevamos a una manera tecnificada de hacer música en la
que las sensibilidades musicales naturales del intérprete quedan anestesiadas. Niega el
concepto mismo de interpretación colocando la abstracción por delante de la
experiencia inmediata, haciendo que la interpretación pierda sus cualidades de
creatividad espontánea y convertirse no tanto en una interpretación de una obra de arte
como en un ejemplo seleccionado y preparado al efecto. Debe hacerse una distinción
entre ejemplificación y expresión, y debe tenerse cuidado de no imitar con excesiva
proximidad las técnicas de restauración seguidas en los museos de arte. También
nosotros contamos con nuestros restauradores musicales y que son capaces de tratar
agujeros de gusanos, roturas y barnices oscurecidos y su trabajo es muy valioso; pero no
es definitivo, porque la música antigua no puede tratarse como los cuadros antiguos. El
sonido es una cosa viva. Siempre forma parte del presente. Lo producen las personas
vivas para oídos vivos.
Una nueva rama del conocimiento como la práctica de la interpretación, cuya
existencia como estudio sigue siendo un tanto incierta debido al considerable número de
aficionados que se apuntan a su bandera, tiende a adoptar actitudes y rasgos sectarios.
Sus partisanos, con devoción admirable, quieren presentamos el pasado con las manos
limpias. Pero esos propósitos de Utopía van acompañados por una oposición implícita
entre los ilustrados y los ignorantes, los refinados y los filisteos, lo «correcto» y lo
«incorrecto», todo ello junto a una cierta xenofobia ante cualquier cosa que provenga
del exterior del mundo de los devotos. Las restauraciones severamente circunscritas que
evitan cualquier concesión a nuestras sensibilidades musicales crean un abismo
desolador en tomo a la música antigua. Las llamadas interpretaciones auténticas con
instrumentos originales no pueden transferirse desde el estudio de grabación y sus
micrófonos inteligentemente manipulados, o desde el familiar auditorio pequeño, hasta
una sala de conciertos lo suficientemente grande como para dar cabida a un público algo
mayor que el de una escogida audiencia, de tal manera que la música antigua resucitada
pudiera formar parte de nuestra vida musical. Los problemas económicos y
socioculturales se ven coronados con una paradoja estética: cuanto más seguras y más
limpias se han hecho las interpretaciones, tanto más evidente se ha hecho la idea de que
no representan la realidad y la autenticidad históricas, del mismo modo que no existió
nunca la interpretación ideal. Sus procedimientos pueden aplicarse en varios casos.
Pueden tener la confirmación de las fuentes documentales, o de las condiciones
generales aplicadas a un caso concreto; pero en su compromiso final, estos devotos son
incapaces de llegar a un acuerdo intermedio. La realidad es más frágil, inestable y, sobre
todo, más variada que la teoría.
La teoría y la práctica de las interpretaciones auténticas está muy avanzada, pero
sus abogados rara vez se paran a pensar cómo se escuchan esas interpretaciones. La
visión de unos instrumentos que ya no están en uso y el sonido poco familiar de los que
podemos identificar por la forma proporcionan a la música un tinte exótico inevitable.
La intención de ser estrictamente fieles a la historia termina, por tanto, en una impresión
estética que falsea la historia, porque el exotismo es un agregado. Todo esto indica que
nuestro auténtico objetivo sería acercamos a la experiencia musical de los oyentes
originales y no esforzamos por una autenticidad absoluta inconseguible. Hacen
muchísima falta estudios históricos, pero también hace falta un conocimiento de la
validez de nuestras propias normas estéticas e ideales del sonido en vivo. Nuestros
conceptos estéticos del sonido de un conjunto instrumental equilibrado y de un buen
coro mixto se oponen a las pálidas cuerdas, a los vientos escasos de tono, a las voces
antinaturales de los falsetes y de los contratenores e incluso a las voces inmaduras y
neutras de los chicos cuando se les usa en las grandes obras dramáticas en las que
cantan sin comprender el significado de las palabras. Las interpretaciones perfectamente
limpias de gérmenes, la rigurosa aplicación de la cosmética sacra de la ornamentación y
del embellecimiento, el ascetismo que se opone a la creatividad: si todos estos aspectos
prevalecen incondicionalmente pueden separar a los reformadores intransigentes del
arte vivo llevándose con ellos un cuerpo de música infinitamente rico.
La práctica de la interpretación no debería representar un concepto
esencialmente distinto de las prácticas modernas y de los valores modernos, ni tampoco
opuesto a éstos; se necesitan cierta flexibilidad y un poco de acomodo. ¿Debemos
despedir sencillamente a todos los intérpretes que tocan a Bach o a Scarlatti en un
Steinway y esperar a que en cada salón haya un clave? ¿Hay que dejar de lado la flauta
Boehm hasta que todos toquen la flauta dulce y la flauta barroca? ¿Debemos pasar por
alto las llaves y las válvulas que hacen más seguros y versátiles los instrumentos de
viento y esperar a que se cambien las leyes para poder tener castrados otra vez? El ideal,
las interpretaciones «estrictamente auténticas», con su pretensión de ser las únicas
válidas, amenaza con situar la interpretación «correcta» con toda su parafernalia fuera
de la vida musical cotidiana, rodeándola de un aura de fe de sus adoradores.
Veamos algunos ejemplos para demostrar la falacia de la autenticidad pretendida
por los intérpretes de toda la música que va desde la Edad Media hasta 1800, y bastante
posterior a ese otrora sagrado terminus ad quem. En relación con las canciones de la
Edad Media, las referencias son borrosas y, sin embargo, la escena va creciendo:
cruzados, trovadores, troveros, goliardos, juglares.... todos ellos creando canciones
felices una tras otra. Y en los siglos XV y XVI hubo además esos maleables
embaucadores llamados maestros cantores, esos alemanes comerciantes que, de modo
digno de elogio, querían tener su propio arte y cuyas reglas de composición eran tan
estrictas y rebuscadas que los espíritus de los altaneros carniceros, panaderos y cereros
se veían completamente constreñidos. En la gran ópera de Wagner aparecen
encantadoramente románticos pero no podemos paladear su propia música (o lo poco
que podemos saber de ella).
Lamentablemente, avanzamos en este laberinto de la canción medieval en medio
de la confusión y de pistas falsas porque tenemos pocos hechos disponibles con los que
trabajar. Puede que reinventar los mitos sea la única manera de conservarlos. Pero los
intérpretes que son reacios a abandonar esa literatura amplia y colorista están, sin
embargo, en contra de reinventar los mitos. Para ilustrar la situación, consideremos el
concierto histórico que ofrece canciones de trovadores, con el cantante acompañándose
de un rabel o una viola o de cualquier otro instrumento «original»; conocemos esas
escenas por los cuadros de época. La audiencia queda felizmente persuadida de que,
después de todo, esa música medieval no es tan imponente ni tan primitiva como
algunos libros la ponen. La única trampa es que no se pueden garantizar ni la melodía ni
el acompañamiento. Sí, las afinaciones y las canciones son esas, y son genuinas; pero no
sabemos nada de su duración ni de su ritmo. Tres eruditos eminentes se pasaron toda la
vida intentando descubrir el sistema rítmico de estas canciones y llegaron a tres
hipótesis diferentes. A esos tres les siguieron otros muchos y la enorme literatura sobre
las canciones monofónicas medievales sigue siendo tan dubitativa como las canciones
que cantaban las sirenas. Por lo que hace a los acompañamientos, son como corbatas
mal puestas; nadie sabe, ni siquiera podrá saber nunca, lo que los trovadores, troveros o
juglares y músicos tocaban cuando cantaban. En resumen, mientras la melodía sea
bonita y expresiva, mientras el acompañamiento sea agradable, lo que escuchamos es
una composición moderna nueva, «medieval» a la manera de Carmina Burana de Orff;
no puede plantearse la cuestión de la autenticidad. Por otra parte, hay una diversidad de
ediciones demasiado incómoda. Los Sederunt principes de Pérotin, uno de los grandes
monumentos de la música gótica, está disponible en varias ediciones modernas, todas
ellas muy diferentes de las demás. Esas ediciones no las hicieron aficionados como
algunos de los primeros volúmenes del Bachgesellschaft (catálogo de obras de Bach)
sino eminentes estudiosos. Sin embargo, no pudieron llegar a un texto definitivo. Una
vez más, tenemos que escoger una versión, la que consideremos si no auténtica, sí la
más convincente, y ajustarnos a ella.
Otro ejemplo es la ópera barroca, que hoy se está reviviendo con gran
entusiasmo y con profesiones de autenticidad. En su tiempo, el tiempo que pasaba entre
la composición y la primera interpretación era de unas pocas semanas (y no años o ni
siquiera meses) dependiendo de cuánta música antigua se volviera a utilizar. Ya en la
segunda interpretación, el compositor y el libretista empezaban a hacer cambios porque
los dos habían pensado cosas mejores a partir de la primera interpretación. Después,
cuando al reparto se sumaban nuevos cantantes se daban toda clase de alteraciones,
transposiciones y recomposiciones para adaptarse a las capacidades de los nuevos
cantantes; había que guardar un protocolo, porque la segunda donna o el segundo uomo
no aprobaban la música complicada. Lo cual, a su vez, precisaba cambios del libreto
pero tales cambios, generalmente muchos, podían no entrar en la partitura del director.
Había poco tiempo y el director era normalmente el propio compositor, que sabía de qué
iba la cosa.
Pero en ese momento las partituras de las distintas partes ya no casaban con la
principal. Conforme la ópera iba de teatro en teatro, el maestro de cada uno de ellos la
cambiaba a su aire; ciertamente a veces se la castraba. Muchos de los cantantes viajeros
más celebrados llevaban consigo su propio repertorio personal, un manojo de arias
preferidas de distintas óperas que, por lo general, solían imponer al empresario o al
director de modo que las introdujera en la ópera que se representaba, sin importar si
encajaban o no en el nuevo entorno. La consecuencia de esta actitud de laissez -faire fue
que la ópera barroca rara vez se representaba dos veces de la misma manera y así nos
encontramos con una plétora de arias que pertenecen todas a la misma obra pero que
entran y salen de la partitura. A partir de este revoltillo enloquecido hace falta un trabajo
detectivesco complejo para establecer una partitura «auténtica». Sin embargo, en estas
óperas tan manipuladas había una cierta unidad. Los italianos tenían la ópera por una
unidad plausible de texto, música, decorado y público como principio necesario para la
dramaturgia; querían ver una producción teatral suficientemente coherente. Y así como
condenaban el exceso de castrados, siempre observaban los libretos y seguían la acción
tal cual. Desde luego, en la mayor parte de los casos, el libreto estaba impreso. Para
poder hacer una opera barroca revivida aceptable o creíble debemos también considerar
esta exigencia estética hacia el teatro. Para estar seguros, debemos hacer cambios,
seleccionar a partir de las arias acumuladas las que juzgamos más a propósito para
servir a un fin y luego examinar y ajustar los tejidos interconectores: de ahí que seamos
nosotros los árbitros de la autenticidad. La costumbre de interpretar casi todas las arias,
incluyendo las «arias de emergencia» (aria di baule) lo único que produce es un
revoltillo inorgánico. La edición crítica debería llevar toda la música relacionada con
una ópera pero la interpretación es harina de otro costal.
Hay una fascinación en la exploración de un campo amplísimo en el que todos
los días pueden hacerse nuevos descubrimientos. Asimismo, la idea de autenticidad
derivada de la investigación histórica apela al sentido común por su lógica, su rectitud y
su aparente simplicidad. De este modo, el objetivo es claro y deseable; lo son mucho
menos, sin embargo, los medios y los procedimientos que hay que seguir. La devoción
acrítica hacia la historia y la construcción de sistemas y modos de interpretación a partir
de pistas sueltas dan origen a muchos problemas insolubles y a interminables
discusiones. Lo que debemos rechazar no es la precisión histórica o el uso de los
instrumentos originales per se, sino la aplicación rígida de datos históricos imperfectos
o incompletos, con la exclusión virtual de cualquier término medio razonable y sensato.
La historia está en nosotros: somos al mismo tiempo espectadores y actores. El
pasado no está detrás de nosotros; nuestra vitalidad depende de nuestra capacidad y
nuestra voluntad de conocer, de valorar y de extraer del pasado sobre el que pisamos.
No podemos olvidar que hubo gigantes en la tierra, que pisamos la misma que ellos
pisaron y que hoy brilla el mismo sol que brilló para Lasso y Bach. Si queremos ser
auténticamente nosotros no podemos separamos del pasado del que hemos partido y al
que estamos ligados; es nuestro presente el que siempre interpretamos pero lo hacemos
mirando al pasado. La cuestión estriba en nuevos enfoques y no sólo en la resolución de
problemas y enigmas antiguos.
No puede haber duda de que los creyentes en la validez única de la precisión
histórica en la interpretación de música antigua proceden con seriedad y devoción, y
debe reconocerse que esa devoción es peligrosamente convincente, así como que han
conseguido ya mucho. Entre ellos hay muchos buenos músicos que se dan cuenta de que
las interpretaciones absolutamente auténticas no son conseguibles porque, incluso en
nuestra época plena de información, no hay tanta abundancia de hechos sobre la práctica
de la interpretación como para asegurar una autenticidad absoluta. Teniendo en cuenta
la ambigüedad inherente a la «autenticidad», ¡puede que sea aconsejable utilizar un
término menos grandilocuente y evitarlo por completo!

En Paul Henry LANG: Reflexiones sobre la Música. Ed. Debate. Madrid, 1998.
pp. 203-219.

Das könnte Ihnen auch gefallen