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EL NACIMIENTO
DE LA CIENCIA MODERNA
EN EUROPA
/
A» i ■•
LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPA
CRÍTICA
El nacimiento de
la ciencia moderna en Europa
Paolo Rossi
Traducción castellana de
María Pons
Crítica
Grijalbo Mondadori
Barcelona
Título original:
LA NASCITA DELLA SCIENZA MODERNA IN EUROPA
Diseño de la cubierta a partir de una creación de UWE GÓBEL
© 1997: Paolo Rossi
© 1998: CRÍTICA (Grijalbo Mondadori, S.A.), Aragó, 385, 08013 Barcelona
© C. H. Beck, Wilhelmstrasse 9, Munich
© Basil Blackwell, 108, Cowley Road, Oxford
© Laterza, via di Villa Sacchetti, 17, Roma, y via Sparano, 162, Bari
© Editions du Seuil, 27 rué Jacob, París
ISBN: 84-7423-895-1
Depósito legal: B. 26.598-1998
Impreso en España
1998. - HUROPE, S. L., Lima, 3 bis, 08030 Barcelona
Prefacio
N
o ex iste , en E uropa , una «cuna» de esa complicada realidad histórica
que llamamos hoy en día ciencia moderna. La cuna es toda Europa.
Vale la pena recordar, además, algunas cosas que todo el mundo sabe: que
Copémico era polaco, Bacon, Harvey y Newton ingleses, Descartes, Fermat
y Pascal franceses, Tycho Brahe danés, Paracelso, Kepler y Leibniz alema
nes, Huygens holandés, Galileo, Torricelli y Malpighi italianos. La obra de
cada uno de estos personajes estuvo vinculada a la de los demás, en una rea
lidad artificial o ideal, carente de fronteras, en una República de la Ciencia
que supo construirse a costa de muchos esfuerzos un espacio propio en si
tuaciones sociales y políticas siempre difíciles, a menudo dramáticas, y a ve
ces trágicas.
La ciencia moderna no nació en la quietud de los campus o en la atmósfe
ra algo artificial de los laboratorios de investigación en tomo a los cuales, pe
ro no dentro de los cuales (como sucedía desde hacía siglos, y sucede todavía
en los conventos), parece fluir el río sanguinolento y cenagoso de la historia.
Por una razón muy simple: porque esas instituciones (en lo que atañe al saber
que llamamos «científico») no habían nacido todavía, y porque para el traba
jo de los «filósofos naturales» no se habían construido aún esas torres de
marfil tan provechosamente utilizadas y tan injustamente vituperadas a lo lar
go de nuestro siglo.
A pesar de que casi todos los científicos del siglo xvn estudiaron en una
universidad, son pocos los nombres de científicos cuya carrera se desarrolló
en su totalidad o en una gran parte en el seno de la universidad. Las universi
dades no fueron el centro de la investigación científica. La ciencia moderna
nació fuera de las universidades, a menudo enfrentada con ellas, y se trans
formó a lo largo del siglo xvn, y todavía más en los dos siglos siguientes, en
una actividad social organizada capaz de crear sus propias instituciones.
En los libros dedicados a la física, a la astronomía o a la química, general
mente apenas se traslucen muchas de las vicisitudes, a menudo tumultuosas,
que acompañaron su redacción. Pero es conveniente que el lector de este libro
(que trata de ideas, teorías y experimentos, y que necesariamente dedica muy
poco espacio a esas vicisitudes), cuando piense en la época en que vivieron
los llamados «padres fundadores» de la ciencia moderna, no recuerde sola
mente la música de Monteverdi y de Bach, el teatro de Gomeille y de Molie
re, la pintura de Caravaggio y de Rembrandt, la arquitectura de Borromini y
la poesía de Milton, sino que tenga presente al menos una cosa: que la Euro
pa que vivió un período decisivo de su difícil y dramática historia en los cien
to sesenta años que separan el De revolutionibus de Copémico (1543) de la
Óptica de Newton (1704) era radicalmente distinta (incluso en todo aquello
que se refiere al mundo de lo cotidiano) de la Europa éh la que nos ha co
rrespondido vivir hoy.
En la villa de Leonberg, en Suabia, durante el invierno de 1615-1616 fue
ron quemadas seis brujas. En el pueblecito cercano de Weil (actualmente Weil
der Stadt), cuya población no superaba las doscientas familias, entre 1615 y
1629 fueron quemadas treinta y ocho. Una anciana llamada Katharine, algo
chismosa y extravagante, que vivía en Leonberg, fue acusada por la mujer de
un vidriero de haber provocado la enfermedad de una vecina con una poción
mágica, de haber echado el mal de ojo a los hijos de un sastre y de haberles
causado la muerte, de haber negociado con un sepulturero para obtener el crá
neo de su padre, que quería regalar como cáliz a uno de sus hijos, astrólogo y
dedicado a la magia negra. Una niña de doce años, que llevaba unos ladrillos
a cocer al homo, se encontró por la calle con dicha anciana y experimentó en
el brazo un terrible dolor que le provocó una especie de parálisis en el brazo
y en los dedos durante algunos días. No es casual que al lumbago y a la tortí-
colis se les llame aún hoy en día en Alemania Hexenschuss, en Dinamarca
Hekseskud y, en Italia, colpo della strega (golpe de la bruja). Aquella anciana,
que tenía entonces setenta y tres años, fue acusada de brujería, permaneció
encadenada durante meses, fue obligada a defenderse de 49 acusaciones, fue
sometida a la territio, o interrogatorio con amenaza de tortura frente al verdu
go, tras una detallada descripción de los muchos instrumentos que estaban a
disposición del mismo. Después de más de un año de prisión, fue finalmente
absuelta el 4 de octubre de 1621, seis años después de las primeras acusacio
nes. No pudo volver a vivir en Leonberg porque hubiera sido linchada por el
pueblo (Caspar, 1962: 249-265).
Aquella anciana tenía un hijo famoso, llamado Johannes Kepler, que se ha
bía comprometido angustiosamente en su defensa y que durante los años que
duró el proceso, además de escribir un centenar de páginas para defender a su
madre de la tortura y de la hoguera, escribió también las páginas del Harmoni
ces mundi, que contienen la que en los manuales se denomina tercera ley de
Kepler. En la raíz del mundo había, según Kepler, una armonía celestial que le
parecía (tal como escribe en el cuarto capítulo del quinto libro) «semejante a
un Sol que resplandece a través de las nubes». Kepler era muy consciente de
que esa misma armonía no reinaba sobre la tierra. En el sexto capítulo del li
bro dedicado a los sones producidos por los planetas escribía que, como las
notas producidas por la tierra eran Mi-Fa-Mi, de ello podía concluirse que so
bre la tierra reinaban la Miseria y el Hambre (Fames). Terminó la redacción
del texto tres meses después de la muerte de Katharine.
En aquel mundo eran pocos los científicos que podían dedicarse con so
siego a la investigación. No hace falta evocar el recuerdo de la hoguera de
Giordano Bruno o de la tragedia de Galileo. Para tener conciencia de ello es
suficiente leer la Vie de monsieur Descartes, de Adrien Baillet. La Europa de
aquellos decenios no sólo contempló los procesos a las brujas y la labor de los
tribunales de la Inquisición. Casi nunca pensamos en el significado literal de la
expresión guerra de los Treinta Años. Recorrían aquella Europa, a lo largo y a
lo ancho, ejércitos de mercenarios que arrastraban tras de sí artesanos, coci
neros, prostitutas, muchachos escapados de casa, vendedores ambulantes, y
que dejaban a su paso robos, pillerías, incendios, mujeres violadas y campesi
nos muertos, cosechas destruidas, iglesias profanadas y pueblos saqueados.
En aquella Europa, ciudades como Milán, Sevilla, Nápoles o Londres vieron
diezmadas sus poblaciones a causa de la peste, que tuvo las características de
una epidemia larguísima, terrorífica y crónica. Los sucesos descritos por De-
foe a propósito de la peste de Londres y por Manzoni a propósito de la de Mi
lán se repitieron muchísimas veces.
Sólo en el seno de una República ideal, que tendía a independizarse de las
luchas, de las desigualdades y de las miserias del mundo, podía nacer la sor
prendente afirmación de Francis Bacon de que una ciencia practicada con vis
tas a la gloria o al poder del propio país es moralmente menos noble que una
ciencia que se pone al servicio de toda la especie humana. Unicamente en ese
contexto podía nacer la afirmación -hecha por Marin Mersenne a propósito
de los indios canadienses y de los campesinos de Occidente- de que «un
hombre no puede hacer nada que otro hombre no pueda hacer también y cada
hombre contiene en sí todo lo que le es necesario para filosofar y para razo
nar acerca de todas las cosas» (Mersenne, 1634: 135-136). Hay algo más que
une fuertemente a los protagonistas de la revolución científica: la conciencia
de que con su obra está naciendo algo nuevo. El término novus aparece de
forma casi obsesiva en varios centenares de títulos de libros científicos del si
glo xvn: del Nova de universis philosophia de Francesco Patrizi y del New
Attractive de Robert Norman, al Novum Organum de Bacon, la Astronomía
nova de Kepler y las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre
dos nuevas ciencias de Galileo.
En aquellos años nació y adquirió rápidamente plena madurez una forma
de saber que tiene características estructuralmenté distintas de las otras for
mas de cultura, y que consiguió crear a costa de muchas dificultades sus pro
pias instituciones y sus propios lenguajes específicos. Este saber exige «expe
riencias sensibles» y «demostraciones ciertas» y, a diferencia de cuanto había
sucedido tradicionalmente, exige que estos dos difíciles requisitos vayan jun
tos, estén indisolublemente unidos el uno al otro. Toda afirmación debe ser
«pública», es decir, vinculada al control por parte de los demás, debe ser pre
sentada y demostrada a los demás, discutida y sometida a posibles refutacio
nes. En aquel mundo hubo personas que admitieron haberse equivocado, que
no consiguieron demostrar lo que pretendían demostrar, que tuvieron que ren
dirse ante las evidencias que otros habían aducido. Es evidente que esto suce-
dio muy raramente, que las resistencias al cambio fueron (como ocurre en to
dos los grupos humanos) bastante fuertes, pero el hecho de que se establecie
ra firmemente que la verdad de las proposiciones no dependía en modo algu
no de la autoridad de quien las pronunciaba y que no existía relación alguna
con ningún tipo de revelación o iluminación constituyó una especie de patri
monio ideal al que los europeos pueden remitirse todavía hoy como un valor
irrenunciable.
Obstáculos
L
os h is to r ia d o r e s no están tan interesados en las estructuras perennes de
la mente de los seres humanos como en los distintos modos de funciona
miento de las mentes en épocas diferentes. Cuando nos aproximamos a un
pensamiento que no es el nuestro, es importante intentar olvidar lo que sabe
mos o lo que creemos saber. Es necesario adoptar modos de razonar, o inclu
so principios metafísicos, que para las personas del pasado eran tan válidos y
basados en razonamientos e investigaciones como lo son para nosotros los
principios de la física matemática y los datos de la astronomía (Koyré, 1971:
77). Como escribió en cierta ocasión Thomas Kuhn, es esencial hacer un es
fuerzo por desaprender los esquemas de pensamiento inducidos por la expe
riencia y por la enseñanza anteriores (Kuhn, 1980: 183).
El término obstáculos epistemológicos fue acuñado por el filósofo francés
Gastón Bachelard en los años treinta de este siglo. Se refiere a esas convic
ciones (extraídas tanto del saber común como del saber científico) que tien
den a impedir cualquier ruptura o discontinuidad en el crecimiento del saber
científico y constituyen, por tanto, poderosos obstáculos para la afirmación de
verdades nuevas. El tipo de preguntas que se planteaba Bachelard ha contri
buido a renovar la historia de la ciencia, a transformar lo que era una «alegre
enumeración de descubrimientos» en una historia del difícil camino recorrido
por la razón.
Vale la pena mostrar, mediante un ejemplo concreto, a qué quería referirse
Bachelard cuando hablaba: 1) de obstáculos epistemológicos; 2) de la separa
ción de la ciencia del realismo del sentido común; 3) de una falsa continuidad
histórica (basada en el uso de las mismas palabras). Hasta el siglo xix no ca
be la menor duda de que para iluminar es preciso quemar alguna materia. En
la lámpara eléctrica de filamento incandescente de Edison, por el contrario, se
trata de impedir que una materia arda. La ampolla de vidrio no sirve para pro
teger la llama del aire, sino para garantizar el vacío en tomo al filamento. Las
antiguas y las nuevas lámparas tienen una sola cosa en común: sirven para
vencer la oscuridad. Sólo podemos designarlas con el mismo nombre si adop
tamos este punto de vista, que es el punto de vista de la vida cotidiana. En
realidad, ese cambio técnico supone una complicada teoría de la combustión,
que tiene relación con la también complicada historia del descubrimiento del
oxígeno (Bachelard, 1949: 104; Bachelard, 1995).
Física
Un estudiante de enseñanza secundaria de nuestros días sabe distinguir entre
el peso de un cuerpo (que varía según su distancia de la Tierra) y la masa de
un cuerpo (que, para la física clásica o anterior a Einstein, es la misma en to
dos los puntos del universo); conoce la primera ley de Newton o el principio
de inercia y sabe, por tanto, que si no existen resistencias externas, para dete
ner un cuerpo en movimiento rectilíneo uniforme es necesario aplicar una
fuerza, y que el movimiento rectilíneo uniforme es, por tanto, como el reposo,
un estado «natural» de los cuerpos. Ese estudiante conoce también la segunda
ley de Newton, según la cual es la aceleración y no la velocidad la que resul
ta proporcional a la fuerza aplicada (a diferencia de lo que creía Aristóteles,
que afirmaba que la aplicación de una cierta fuerza imprime al cuerpo una ve
locidad determinada); sabe, por último, algo que era totalmente inconcebible
en la física antigua: que una fuerza constante imprime a un cuerpo un movi
miento variable (uniformemente acelerado) y que cualquier fuerza, por pe
queña que sea, es capaz de hacer eso sobre cualquier masa, por grande que
sea. Sabe también que todo movimiento circular es un movimiento acelerado
y que el movimiento circular no es en modo alguno el prototipo del movi
miento eterno de los cielos. No sólo eso: a diferencia de lo que creía la física
prenewtoniana y de lo que creía el propio Galileo, ese movimiento no es en
absoluto «natural», sino que tiene que ser explicado recurriendo a una fuerza
procedente del centro, que lo hace desviar constantemente de la línea recta
que seguiría de no existir esa fuerza.
La historia de la física, desde las elaboraciones tardoescolásticas de la teo
ría del Ímpetus hasta las límpidas páginas de los Principia de Newton, es la
historia de una profunda revolución conceptual, que obliga a modificar en
profundidad las nociones de movimiento, masa, peso, inercia, gravedad,
fuerza y aceleración. Se trata, a la vez, de un nuevo método y de una nueva
concepción general del universo físico. Se trata, además, de nuevos modos
de determinar los límites, las funciones y los objetivos del conocimiento de
la naturaleza.
Se puede intentar hacer una relación de las convicciones que hubieron de ser
abandonadas con grandes dificultades para que llegara a constituirse la llamada
«física clásica» de Galileo y de Newton. La aparente obviedad de estas convic
ciones fue un obstáculo tremendo para la fundación de la ciencia moderna. Esa
obviedad no estaba vinculada solamente a la existencia de tradiciones de pensa
miento que tenían raíces antiguas y muy sólidas, sino también a su mayor pro
ximidad al llamado sentido común. Las tres convicciones que expongo a conti
nuación, y que la ciencia moderna ha abandonado completamente, se presentan
como «generalizaciones» de observaciones empíricas ocasionales.
Obstáculos 21
1. Los cuerpos caen porque son pesados, porque tienden a su lugar natu
ral, que está situado en el centro del universo. Tienen, pues, en sí mismos un
principio intrínseco de movimiento y caerán a mayor velocidad cuanto más
pesados sean. La velocidad de caída es directamente proporcional al peso: si
dejamos caer al mismo tiempo dos esferas que pesen respectivamente 1 kg y
2 kg, llegará antes a tierra la que pesa 1 kg, mientras que la que pesa 2 kg ne
cesitará el doble de tiempo.
2. El medio a través del cual se mueve un cuerpo es un elemento esencial
del fenómeno del movimiento y debe ser tenido muy en cuenta al determinar
la velocidad de caída de los graves. Por lo general, se consideraba que la ve
locidad de un cuerpo en caída libre (directamente proporcional al peso) era
inversamente proporcional a la densidad del medio. En el vacío (en un am
biente carente de densidad) el movimiento se desarrollaría instantáneamente,
la velocidad sería infinita y un cuerpo se hallaría en muchos lugares en el
mismo instante. Todos ellos eran argumentos formidables en contra de la
existencia del vacío.
3. Puesto que todo lo que se mueve es movido por otra cosa («omne quod
movetur ab alio movetur»), el movimiento violento de un cuerpo es produci
do por una fuerza que actúa sobre él. El movimiento necesita un motor que lo
produzca y lo conserve en movimiento. No es necesario aportar causa alguna
para explicar el mantenimiento del estado de reposo de un cuerpo, porque el
reposo es el estado natural de los cuerpos. El movimiento (cualquier tipo de
movimiento, ya sea natural o violento) es algo no natural y provisional (a ex
cepción de los «perfectos» movimientos circulares celestes), que cesa en
cuanto cesa la aplicación de una fuerza, y que se mueve tanto más rápida
mente cuanto mayor es la fuerza apücada. Si la fuerza aplicada es la misma,
se mueve tanto más lentamente cuanto mayor es su peso. Al cesar la aplica
ción de la fuerza cesa también el movimiento, «cessante causa, cessat effec-
tus», cuando se detiene el caballo, se detiene también el carro.
Estas tres generalizaciones, como ya se ha dicho, nacen de referencias a
situaciones vinculadas a la experiencia cotidiana: la caída de una pluma y
de una piedra, el movimiento de un carro tirado por un caballo. Aparecen
también vinculadas a una concepción antropomórfica del mundo, que asu
me las sensaciones, los comportamientos y las percepciones del hombre, en
su inmediatez, como criterios de realidad. En la raíz de los «errores» de la
física de los antiguos se hallan motivaciones profundas, arraigadas en
nuestra fisiología y en nuestra psicología. ¿Por qué, se pregunta René Des
cartes en los Principia (1644), generalmente nos engañamos pensando que
se requiere mayor acción para el movimiento que para el reposo? Hemos
caído en este error, escribe, «desde el inicio de nuestra vida», porque esta
mos acostumbrados a mover nuestro cuerpo según nuestra voluntad, y el
cuerpo es percibido en reposo sólo por el hecho de que «está adherido a la
Tierra por el peso, cuya fuerza no sentimos». Puesto que este peso ofrece
resistencia al movimiento de los miembros y hace que nQS cansemos al
efectuar nuestros movimientos «nos ha parecido que se requería una mayor
fuerza y más acción para producir un movimiento que para detenerlo»
(Descartes, 1967: II, 88).
La ciencia moderna no nació a partir de generalizaciones de observacio
nes empíricas, sino a partir de un análisis capaz de hacer abstracciones, ca
paz de abandonar el plano del sentido común, de las cualidades sensibles y
de la experiencia inmediata. El principal instrumento que hizo posible la re
volución conceptual de la física fue, como es sabido, la matematización de la
física. A su desarrollo contribuyeron decisivamente Galileo, Pascal, Huy-
gens, Newton y Leibniz.
Cosmología
Creo que es oportuno insistir aún más en algunos otros aspectos de aquel mi
lenario sistema del mundo, a cuya destrucción contribuyeron decisivamente
Copémico, Tycho Brahe, Descartes, Kepler y Galileo.
En primer lugar, es preciso comenzar de nuevo con la distinción entre
mundo celeste y mundo terrestre, entre movimientos naturales y movimien
tos violentos. En la filosofía aristotélica el mundo terrestre o sublunar resul
ta de la mezcla de cuatro elementos simples: tierra, agua, aire, fuego. El pe
so o la ligereza de cada cuerpo depende de la distinta proporción en que
aparecen mezclados en él los cuatro elementos, porque tierra y agua tienen
una tendencia natural hacia abajo, mientras que aire y fuego la tienen hacia
arriba. El devenir y el cambio del mundo sublunar es consecuencia de la
agitación o mezcla de los elementos. El movimiento natural de un cuerpo
pesado está dirigido hacia abajo, el de un cuerpo ligero hacia arriba', el
movimiento rectilíneo hacia arriba o hacia abajo (concebidos como absolu
tos y no relativos) depende de la tendencia natural de los cuerpos a alcanzar
su lugar natural, el lugar que por naturaleza les es propio. La experiencia
cotidiana de la caída de un sólido en el aire, del fuego que asciende hacia lo
alto, de las burbujas que flotan en el agua confirma la teoría. Pero la expe
riencia nos sitúa también continuamente frente a otros movimientos: una
piedra lanzada hacia arriba, una flecha disparada por el arco, una llama des
viada hacia abajo por la fuerza del viento. Se trata de movimientos violen
tos, causados por la acción de una fuerza exterior, que repugna a la natu
raleza del objeto sobre el que actúa. «Cessante causa, cessat effectus», cuando
esa fuerza cesa, el objeto tiende a volver al lugar que por naturaleza le
corresponde.
El concepto de movimiento, en la física de los aristotélicos, no coincide
con el movimiento de la física de los modernos. En general, se considera mo
vimiento el paso del ser en potencia al ser en acto. Esto se configura, para
Aristóteles, como movimiento en el espacio, como alteración en la cualidad,
como generación y corrupción en la esfera del ser. En el «movimiento» están
contenidos fenómenos físicos y fenómenos que nosotros llamamos químicos y
biológicos. El movimiento no es un estado de los cuerpos, sino un devenir o
un proceso. Un cuerpo en movimiento no cambia solamente en relación con
otros cuerpos: es él mismo, en tanto que está en movimiento, el que está so
metido al cambio. El movimiento es una especie de cualidad que afecta al
cuerpo.
El mundo terrestre es el mundo de la alteración y del cambio, del naci
miento y de la muerte, de la generación y de la corrupción. El cielo, en cam
bio, es inalterable y perenne, sus movimientos son regulares, en él nada nace
ni nada se corrompe, sino que todo es inmutable y eterno. Las estrellas y los
planetas (uno de ellos es el Sol) que se mueven alrededor de la Tierra no es
tán formados por los mismos elementos que componen los cuerpos del mun
do sublunar, sino por un quinto elemento divino: el éter o quinta essentia, que
es sólido, cristalino, imponderable, transparente, no sometido a alteraciones.
De la misma materia están hechas las esferas celestes. Sobre el ecuador de es
tas esferas giratorias (como «nudos en una mesa de madera») están fijos el
Sol, la Luna y los otros planetas.
Al movimiento rectilíneo, disforme y limitado en el tiempo (que es propio
del mundo terrestre) se contrapone el movimiento circular, uniforme y peren
ne de las esferas y de los cuerpos celestes. El movimiento circular es perfecto
y, por consiguiente, adecuado a la naturaleza perfecta de los cielos. No tiene
inicio ni tiene fin, no tiende hacia nada, retoma perennemente sobre sí mismo
y prosigue eternamente. El éter, excepto en el mundo terrestre (o sublunar),
llena todo el universo. Limitado por la esfera de las estrellas fijas, el universo
es finito. La esfera divina, o primer móvil, transporta las estrellas fijas y pro
duce un movimiento que se transmite, por contacto, a las otras esferas y llega
hasta el cielo de la Luna, que constituye el límite inferior del mundo celeste.
A la Tierra no le puede corresponder, por naturaleza, ningún movimiento cir
cular. Está inmóvil en el centro del universo. La tesis de su centralidad e in
movilidad no está solamente confirmada por la evidente experiencia cotidia
na, sino que es además uno de los fundamentos o pedestales de toda la física
aristotélica.
La grandiosa máquina celeste que Aristóteles había teorizado y que luego
fue modificándose de distintas maneras y complicándose en los siglos poste
riores era en realidad la transposición, al plano de la realidad y de la física,
del modelo puramente geométrico y abstracto elaborado por Eudoxo de Cni-
do en la primera mitad del siglo rv a.C. Las esferas de las que había hablado
Eudoxo no eran, como serían después para Aristóteles, entes físicos reales, si
no meras ficciones o artificios matemáticos capaces de explicar, mediante una
construcción intelectual, las apariencias sensibles; es decir, capaces de justifi
car y explicar el movimiento de los planetas, de «salvar los fenómenos» o
justificar las apariencias.
Esta oposición entre una astronomía concebida como construcción de hi
pótesis y una astronomía que pretende presentarse como una descripción de
hechos reales tendrá una enorme importancia. En cualquier caso, el divorcio
entre la cosmología y la física, por un lado, y una astronomía puramente «cal
culatoria» y matemática, por otro, irá acentuándose en el mundo antiguo, en
la época en que Alejandría de Egipto era el centro de la cultura filosófica y
científica. La hallamos explícitamente teorizada por el mayor astrónomo de la
Antigüedad: Claudio Ptolomeo, que vivió en Alejandría en el siglo n de la era
cristiana. Durante más de un milenio la Syntaxis, conocida generalmente co
mo Almagesto, fue considerada el fundamento del saber astrológico y astro
nómico.
Las esferas de Aristóteles eran entes reales, sólidos y cristalinos. Las ex
céntricas y los epiciclos de Ptolomeo (que siempre comienza la exposición de
los movimientos planetarios con la expresión «imaginemos un círculo») care
cen de realidad física. Son tan sólo, como afirma Proclo (410-485 d.C.), el
medio más sencillo para explicar los movimientos de los planétas. Ptolomeo
presentaba la astronomía como un campo de actividad para los matemáticos,
no para los físicos. Pero el complejo cuadro del universo que permaneció bien
sólido en lo sustancial hasta la época de Copémico no se puede reducir a las
doctrinas que hasta ahora hemos recordado. En realidad, fue una mezcla de fí
sica aristotélica y de astronomía ptolemaica, inserta en una cosmología que se
inspiraba en gran medida en el misticismo de las corrientes neoplatónicas, en
las teorías de la astrología, en la teología de los Padres de la Iglesia o de los
filósofos de la escolástica. Para comprenderlo basta pensar en el universo de
Tomás de Aquino (1225-1274), o en el que describe Dante Alighieri (1265-
1321) en la Divina comedia, donde a las esferas celestes les corresponden las
distintas potestades angélicas.
Simplificando mucho las cosas, es posible hacer una relación de los presu
puestos que hubo que destruir y abandonar para construir una nueva astrono
mía.
1. La distinción primera entre una física del cielo y una física terrestre,
que era el resultado de la división del universo en dos esferas, una perfecta y
la otra sometida al devenir.
2. La creencia (que era consecuencia de este primer punto) en el carácter
necesariamente circular de los movimientos celestes.
3. El presupuesto de la inmovilidad de la Tierra y de su ubicación en el
centro del universo, que era corroborado por una serie de argumentos aparen
temente irrefutables (el movimiento terrestre arrojaría al aire objetos y anima
les) y que hallaba su confirmación en el texto de las Escrituras.
4. La creencia en la finitud del universo y en un mundo cerrado, que va
unida a la doctrina de los lugares naturales.
5. La convicción, estrechamente relacionada con la distinción entre movi
mientos naturales y violentos, de que no es necesario aportar ninguna causa
para explicar el estado de reposo de un cuerpo, mientras que, por el contrario,
cualquier movimiento debe ser explicado por su dependencia de la forma o de
la naturaleza del cuerpo, o por ser provocado por un motor que lo produce y
lo mantiene.
6. El divorcio, que se había ido reforzando, entre las hipótesis de la astro
nomía y de la física.
A lo largo de cien años aproximadamente (entre 1610 y 1710) fueron dis
cutidos, criticados y rechazados cada uno de estos presupuestos. El resultado
obtenido a través de ese difícil (a veces tortuoso) proceso fue una nueva ima
gen del universo físico, que culminó en la obra de Isaac Newton, en esa
grandiosa construcción que hoy en día, después de Einstein, llamamos la «fí
sica clásica». Pero fue un rechazo que presuponía un cambio radical de los
esquemas mentales y de las categorías de interpretación, que implicaba una
nueva consideración de la naturaleza y del lugar que ocupa el hombre en la
naturaleza.
Vil mecánico
Junto al tipo de obstáculos que han llamado la atención de Bachelard y que
afectan al conocimiento y a las distintas maneras de «observar él mundo»,
existen -en la época que contempla la difícil afirmación de la ciencia moder
na- opiniones y atribuciones de valor que están relacionadas con la estructura
de la sociedad y con la organización del trabajo, con la imagen del docto o
del sabio que domina en la sociedad, que domina en las organizaciones en cu
yo seno se elabora y transmite el saber. Algunas de estas opiniones se confi
guran además como obstáculos muy difíciles de superar.
En las raíces de la gran revolución científica del siglo xvn se halla esa
compenetración entre técnica y ciencia que marcó (en lo bueno y en lo malo)
toda la civilización de Occidente, y que no existía en las civilizaciones anti
gua y medieval en las formas que adoptó en los siglos xvn y xvm (y que lue
go se extendieron a todo el mundo). El término griego banausía significa arte
mecánica o trabajo manual. Calicles, en el Gorgias de Platón, afirma que el
constructor de máquinas debe ser despreciado, debe ser llamado bánausos pa
ra ofenderlo, y que nadie querría entregar a su propia hija en matrimonio a
uno de esos personajes. Aristóteles había excluido a los «operarios mecáni
cos» de la categoría de los ciudadanos y los había diferenciado de los escla
vos sólo porque atendían a las necesidades y requerimientos de muchas per
sonas, mientras que los esclavos atendían a una sola persona. La oposición
entre esclavos y libres tendía a resolverse en la oposición entre técnica y cien
cia, entre formas de conocimiento dirigidas a la práctica y al uso y un conoci
miento encaminado a la contemplación de la verdad. El desprecio por los es
clavos, considerados inferiores por naturaleza, se extiende a las actividades
que ejercen. Las siete artes liberales del trivio (gramática, retórica, dialéctica)
y del cuadrivio (aritmética, geometría, música, astronomía) se llaman libera
les porque son las artes propias de los hombres libres, en cuanto opuestos a
los no libres o esclavos, que ejercen las artes mecánicas o manuales. El cono
cimiento no subordinado a fines que sean externos a sí mismo constituye, pa
ra Aristóteles y para la tradición aristotélica, el único saber en el que se reali
za la esencia del hombre. El ejercicio de la sophía exige bienestar, exige que
las cosas necesarias para la vida estén ya solucionadas. Las artes mecánicas
son necesarias para la filosofía, son sus presupuestos, pero son formas infe
riores de conocimiento, inmersas entre las cosas materiales y sensibles, liga
das a la práctica y al trabajo manual. El ideal del sabio y del pensador tiende
a coincidir (como sucederá también en la filosofía de los estoicos y de los
epicúreos y más tarde en el pensamiento de Tomás de Aquino) con la imagen
del que dedica su vida a la contemplación, en espera de alcanzar (en el caso
de los pensadores cristianos) la felicidad de la contemplación de Dios.
El elogio de la vida activa, que aparece en muchos autores del siglo xv, el
elogio del trabajo manual, que está presente en los textos de Giordano Bruno,
la defensa de las artes mecánicas, que se manifiesta en muchos textos de in
genieros y de constructores de máquinas del siglo xvi y que reaparece en Ba
con y en Descartes, adquiere a la luz de estas consideraciones un significado
muy destacado.
En uno de los textos más conocidos de la técnica del Renacimiento, el De
re metallica (1556) de Georg Bauer (Agrícola), encontramos una defensa apa
sionada del arte de los metales. Se le acusa de ser «indigno y vil» frente a las
artes liberales. Para muchos representa un trabajo servil «vergonzoso y desho
nesto para el hombre libre, es decir, para el gentilhombre honesto y honora
ble». Pero, según Agrícola, el «metalista» deberá ser un experto en el recono
cimiento de los terrenos, de las venas, de las distintas especies de piedras,
gemas y metales. Necesitará saber filosofía, medicina, el arte de la medición,
arquitectura, el arte del diseño, leyes y derecho. El trabajo de los técnicos no
puede separarse del de los científicos. A quienes, para sostener la tesis opues
ta, se basan en la oposición libres-siervos, Agrícola les responde que también
la agricultura fue practicada en otro tiempo por los esclavos, que los siervos
aportaron su contribución a la arquitectura y que muchos médicos ilustres
fueron esclavos (Agrícola, 1563: 1-2).
En los Mechanicorum libri de Guidobaldo del Monte, publicados en Pesa
ra en 1577, hallamos la misma defensa, basada en argumentos parecidos: en
muchas partes de Italia «se suele llamar a alguien mecánico como escarnio e
insulto, y algunos son menospreciados por denominarse ingenieros». El térmi
no mecánico se aplica, por el contrario, a un «hombre de alto rango, que sabe
hacer ejecutar con las manos y con el entendimiento obras maravillosas». Ar-
químedes fue sobre todo un mecánico. Ser mecánico o ingeniero «es oficio de
persona digna y señorial, y mecánico es una palabra griega que significa cosa
hecha con artificio y comprende, en general, toda estructura, utensilio, instru
mento, árgano, calandria o ingenio hallado y trabajado con maestría en cual
quier ciencia, arte y ejercicio» (Guidobaldo, 1581: Ai lettori).
Para comprender el significado de estas «defensas» del valor cultural de la
técnica vale la pena recordar que en la voz mécanique el Dictionnaire
frangais de Richelet (publicado en 1680) proporcionaba todavía la siguiente
definición: «el término mecánico, referido a las artes, significa lo que es con
trario a liberal y honorable: significa bajo, villano, poco digno de una persona
honesta». Las tesis de Calicles seguían vigentes todavía en el siglo xvn: vil
mecánico es un insulto que, si se dirige a un gentilhombre, le incita a desen
vainar la espada.
Algunos grandes temas de la cultura europea están relacionados con la po
lémica de las artes mecánicas, que alcanzó una intensidad extraordinaria entre
mediados del siglo xvi y mediados del siglo xvn. En las obras de los artistas
y de los experimentadores, en los tratados de los ingenieros y de los técnicos
se va abriendo camino una nueva consideración del trabajo, de la función del
saber técnico, del significado que tienen los procesos artificiales de alteración
y transformación de la naturaleza. También en el ámbito de la filosofía surge
lentamente una valoración de las artes bastante diferente de la tradicional: al
gunos de los procedimientos que utilizan los técnicos y artesanos para modi
ficar la naturaleza ayudan al conocimiento de la realidad natural, sirven más
bien para mostrar (como se defenderá en abierta polémica con las filosofías
tradicionales) la «naturaleza en movimiento».
Sólo si se tiene en cuenta este contexto adquiere un significado preciso la
postura adoptada por Galileo, que es la base de sus grandes descubrimientos
astronómicos. En 1609 Galileo apuntaba al cielo con su telescopio. Lo que
supone una revolución es la confianza de Galileo en un instrumento nacido en
el mundo de los mecánicos, cuyos progresos se debían tan sólo a la práctica,
y que había sido aceptado parcialmente en los círculos militares, pero que ha
bía sido desdeñado, cuando no despreciado, por la ciencia oficial. El telesco
pio había nacido en los medios artesanos holandeses. Galileo lo había recons
truido y lo había presentado en Venecia en agosto de 1609 para entregárselo
después al gobierno de la señoría. El telescopio no es para Galileo uno de tan
tos instrumentos curiosos construidos para el entretenimiento de los hombres
de la corte o para la utilidad inmediata de los hombres de armas. El lo utiliza
y lo dirige hacia el cielo con espíritu metódico y con mentalidad científica, lo
transforma en un instrumento científico. Para dar crédito a lo que se ve con el
telescopio es preciso creer que ese instrumento sirve no para deformar, sino
para potenciar la visión. Es preciso contemplar los instrumentos como una
fuente de conocimiento, abandonar el antiguo y arraigado punto de vista an-
tropocéntrico, que considera la visión natural del ojo humano como un crite
rio absoluto de conocimiento. Introducir los instrumentos en la ciencia, con
cebirlos como fuentes de verdad no fue una empresa fácil. Ver, en la ciencia
de nuestro tiempo, quiere decir, casi exclusivamente, interpretar signos gene
rados por instrumentos. En el origen de lo que hoy en día vemos en los cielos
hay un gesto inicial y solitario de coraje intelectual.
La defensa de las artes mecánicas de la acusación de indignidad, el rechazo
de la coincidencia entre el horizonte de la cultura y las artes liberales y entre las
operaciones prácticas y el trabajo servil implicaban en realidad el abandono de
una imagen milenaria de la ciencia, implicaban el fin de una distinción esencial
entre conocer y hacer.
C A P Í T U L O DOS
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Secretos
«Margaritae ad porcos»
n un pasaje del evangelio de san M ateo (7,6) Jesucristo afirma: «No-
E lite daré sanctum canibus ñeque mittatis margaritas vestras ante porcos
ne forte cqnculcent eas pedibus suis et conversi dirumpant vos» («No deis a
los perros las cosas santas. Ni arrojéis vuestras perlas ante los puercos, no sea
que las huellen con sus pies, y volviéndose contra vosotros os despedacen»).
Lo que es precioso no es para todos, la verdad debe ser mantenida en secreto,
su difusión es peligrosa: así fue interpretado durante muchos siglos y por mu
chísimos autores ese pasaje del evangelio.
La tesis de un saber secreto de las cosas esenciales (cuya divulgación ten
dría consecuencias nefastas) se configuró durante muchos siglos en la cultura
europea como una especie de paradigma dominante. Únicamente la difusión,
la persistencia y la continuidad histórica de este paradigma del secretismo per
miten explicar la dureza y la fuerza combativa que aparece en muchos textos
de los llamados padres fundadores de la modernidad: rechazan por unanimidad
la distinción en la que se basaba ese secretismo, la distinción establecida entre
la exigua nómina de sabios u «hombres auténticos» y el «promiscuum homi-
num genus» o la masa de los incultos.
El saber hermético
La comunicación y la difusión del saber, además de la discusión pública de
las teorías (que son para nosotros prácticas corrientes), no siempre se han
considerado como valores, sino que se han convertido en valores. A la comu
nicación como valor siempre se ha opuesto -desde los orígenes del pensa
miento europeo- una imagen diferente del saber: como iniciación, como un
patrimonio que sólo unos pocos pueden alcanzar.
Los Secreta secretorum (que se atribuían a Aristóteles) tuvieron durante la
Edad Media una gran difusión. La obra está escrita en forma de carta y en ella
Aristóteles revela a su discípulo Alejandro Magno los secretos reservados a
los discípulos más íntimos referentes a la medicina, la astrología, la fisiognó-
mica, la alquimia y la magia. De este texto, que Lynn Thomdike califica co-
mo «el libro más popular de la Edad Media», se han identificado en las bi
bliotecas europeas más de 500 manuscritos. La literatura sobre los secretos
permanece al margen del mundo de las grandes universidades medievales, pe
ro circula con profusión incluso entre los grandes representantes de la nueva
cultura. A finales del siglo xm Roger Bacon teoriza una scientia experimenta-
lis que (como señalaba con razón Lynn Thomdike) es hermética en sus dos
terceras partes y no transmisible al vulgo de los profanos: «Los sabios han
omitido estos temas de sus escritos o los han ocultado mediante un lenguaje
simbólico ... Como han enseñado Aristóteles en su libro sobre los secretos y
su maestro Sócrates, los secretos de las ciencias no están escritos sobre pieles
de cabra o de oveia para que puedan ser accesibles a las multitudes» (Eamon,
1990: 336).
La distinción, que tiene orígenes gnósticos y averroístas, entre dos tipos
de seres humanos -la multitud de los simples y de los ignorantes y los pocos
elegidos que son capaces de captar la verdad oculta bajo la letra y los sím
bolos y que están iniciados en los sagrados misterios- está fuertemente uni
da a la visión del mundo y de la historia propia del hermetismo. La encon
tramos claramente expresada en los catorce tratados del Corpus hermeticum,
que se remontan al siglo n d.C. y que Marsilio Ficino (1433-1499) tradujo
entre 1463 y 1464. Estos textos tuvieron primero una amplísima difusión
manuscrita, y entre 1471 y finales del siglo xvi se publicaron en dieciséis
ediciones. Fueron atribuidos por Marsilio Ficino (y más tarde durante todo el
siglo xvi y los primeros decenios del siglo xvn) al legendario Hermes Tris-
megisto, fundador de la religión de los egipcios, contemporáneo de Moisés y
maestro indirecto de Pitágoras y de Platón. Se relaciona con estos textos el
gran renacimiento de la magia de finales del siglo xv y del siglo xvi, y la
obra siguió ejerciendo una influencia considerable en la cultura europea has
ta mediados del siglo xvn. Toda la gran herencia mágico-astrológica del pen
samiento antiguo y medieval se insertaba, a través de estos escritos, en un
amplio y orgánico marco platónico-hermético. En él dominan la tendencia a
captar la unidad que subyace, en lo más hondo, en las diferencias; la aspira
ción a conciliar las distinciones; la exigencia hacia una total pacificación en
el uno-todo.
Los límites entre filosofía natural y saber místico, entre la figura del que
conoce la naturaleza y realiza experimentos y la imagen del hombre que
(como Fausto) ha vendido el alma al diablo para conocer y dominar la natu
raleza, se mostraban a menudo, a los ojos de los hombres de la época, bas
tante frágiles y sutiles. La natura, concebida por la cultura mágica, no es
sólo materia continua y homogénea que llena el espacio, es un todo-vivo
que contiene en sí misma un alma, un principio de actividad interno y es
pontáneo. Esa alma-sustancia está, como lo estaba para los antiguos pensa
dores jónicos del siglo v a.C., «llena de demonios y de dioses». Cada obje
to del mundo está colmado de simpatías ocultas que lo unen al todo. La
materia está impregnada de lo divino. Las estrellas son animales divinos vi
vos. El mundo es la imagen y el espejo de Dios, y el hombre es la imagen y
el espejo del mundo. Entre el gran mundo o macrocosmos y el microcosmos
o mundo en pequeño (y tal es el hombre) existen correspondencias concre
tas. Las plantas y los bosques son los cabellos y los pelos del mundo, las ro
cas son sus huesos y las aguas subterráneas, sus venas y su sangre. El hom
bre es el ombligo del mundo. Ocupa su centro. En cuanto espejo del
universo, el hombre es capaz de revelar y de captar esas secretas correspon
dencias. El mago es aquel que sabe penetrar en esta realidad infinitamente
compleja, en este sistema de correspondencias y de cajas chinas que remiten
al todo, en cuyo interior está contenido el todo. Él conoce las cadenas de
correspondencias que descienden desde lo alto y sabe construir -mediante
invocaciones, números, imágenes, nombres, sonidos, acordes de sonidos,
talismanes- una cadena ininterrumpida de anillos ascendentes. El amor es
el nodus o la copula que une indisolublemente una con otra las partes del
mundo. Esas partes se las representa Ficino «ligadas las unas a las otras
por una especie de caridad recíproca ... miembros de un solo animal, recí
procamente unidas por la comunión de una sola naturaleza». Vitalismo y
animismo, organicismo, antropomorfismo son categorías constitutivas del
pensamiento mágico. En él domina, como vieron claramente Freud y Cas-
sirer, la idea de la identificación entre yo y mundo, de la «omnipotencia
del pensamiento».
El mundo mágico es compacto y totalitario. No se resquebraja con facili
dad, ni sufre contradicciones. El carácter admirable de las empresas realizadas
por el mago, ¿no supone quizá la confirmación de su pertenencia a la escala de
los elegidos? Y la distinción entre elegidos y vulgo, ¿no implica tal vez el ne
cesario secreto de un patrimonio de ideas en el que las verdades profundas de
ben ser veladas hasta parecer irreconocibles? La extrema dificultad de los pro
cedimientos, ¿no depende acaso de la incapacidad de la mayoría de los hombres
para aproximarse a ellas? ¿La ambigüedad y la alusividad de la terminología
no dependen quizá ambas a la vez de la complejidad de los procedimientos y
de la necesidad de reservar a unos pocos el conocimiento? Comprender la ver
dad no mediante el lenguaje que se utiliza, sino a pesar de ese lenguaje, ¿no es
tal vez un medio para verificar la propia pertenencia al escaso número de los
elegidos?
La magia, como se ha repetido muchas veces, siempre tiende a resolverse
en psicología o en religión. Pero no coincide nunca ni con la psicología, ni con
la religión, ni con el misticismo. Así como en la astrología coexisten cálculos
complejos y vitalismo antropomórfico, de igual modo en la magia y en la al
quimia coexisten misticismo y experimentalismo. Los libros de la gran magia
del Renacimiento se presentan ante nuestros ojos como el resultado de una
extraña mezcla. En un mismo manual encontramos páginas de óptica, de me
cánica y de química, recetas de medicina, indicaciones técnicas sobre la cons
trucción de máquinas y de juegos mecánicos, codificación de escrituras secre
tas, recetas de cocina, de venenos para gusanos y ratones, consejos para los
pescadores, los cazadores y los capataces, sugerencias relativas a la higiene, a
las sustancias afrodisíacas, al sexo y a la vida sexual, fragmentos de metafísi-
ca, reflexiones de teología mística, citas de la tradición sapiencial de Egipto y
de los profetas bíblicos, referencias a las filosofías clásicas y a los maestros
de la cultura medieval, consejos para los prestidigitadores. Y eso no es todo:
porque la magia -basta pensar en Giordano Bruno, en Comelio Agrippa, en
Tommaso Campanella- está profundamente conectada con deseos de reforma
de la cultura, con el milenarismo y con aspiraciones a una radical renovación
política.
El lenguaje de la alquimia y de la magia es ambiguo y alusivo, porque no
tiene ningún sentido que la idea de una verdad oculta o de un secreto pueda
expresarse con claridad y con palabras no alusivas y no ambiguas. Ese len
guaje está estructuralmente y no accidentalmente lleno de ambigüedades se
mánticas, de metáforas, analogías y alusiones. El alquimista Bono da Ferrara
escribe, por ejemplo: «Ninguno de los antiguos pudo jamás alcanzar la mate
ria divina de este arte mediante su ingenio natural, ni según su sola razón na
tural, ni según la experiencia, porque esta materia -a manera de un misterio
divino- está por encima de la razón y por encima de la experiencia» (Bono da
Ferrara, 1602: 123).
Los alquimistas no hablan del oro en concreto ni del azufre en concreto.
El objeto nunca es simplemente él mismo; es también signo de otro, recep
táculo de una realidad que trasciende el plano en el que existe. Por eso el quí
mico que examina hoy las obras alquimistas «experimenta la misma impresión
que experimentaría un albañil que quisiera extraer informaciones prácticas pa
ra su trabajo de un texto de la masonería» (Taylor, 1949: 110). Los iniciados,
precisamente porque comprenden los secretos del arte, «reconocen con ello su
pertenencia al grupo de los iluminados». Todos los que cultivan el arte, escri
be Bono da Ferrara, «se entienden recíprocamente como si hablaran una sola
lengua, que es incomprensible para los demás y que sólo conocen ellos mis
mos» (Bono da Ferrara, 1602: 132). El conocimiento, afirma Thomas Vau-
ghan en la Magia adamica, está hecho de visiones y de revelaciones, sólo a
través de la divina iluminación el hombre puede llegar a una total compren
sión del universo (Vaughan, 1888: 103).
La distinción entre homo animalis y homo spiritualis, la separación entre
los simples y los doctos se convierte en la identificación de los objetivos del
saber con la salvación y la perfección individuales. La ciencia coincide con la
purificación del alma y es un medio para escapar al destino terrenal. El cono
cimiento intuitivo es superior al racional; la inteligencia oculta de las cosas se
identifica con la liberación del mal:
Sólo para vosotros, hijos de la doctrina y de la sabiduría, hemos escrito es
ta obra. Explorad el libro, recoged el saber que hemos dispersado en muchos
lugares. Lo que hemos ocultado en un lugar lo hemos puesto de manifiesto en
otro ... Hemos escrito solamente para vosotros, que tenéis el espíritu puro, la
mente casta y púdica y una fe inmaculada que teme y reverencia a Dios ... Só
lo vosotros encontraréis la doctrina que sólo para vosotros hemos reservado.
Los secretos, velados por muchos enigmas, no pueden ser desvelados sin la
inteligencia oculta. Si conseguís esta inteligencia, toda la ciencia mágica pe
netrará en vosotros y en vosotros se manifestarán las virtudes adquiridas ya
por Hermes, por Zoroastro, por Apolonio y por los otros hacedores de cosas
maravillosas (Agrippa, 1550: I, 498).
«Ad laudem et gloriam altissimi et omnipotentis Dei, cuius est revelare suis
praedestinatis secreta scientiarum»: el tema del secretismo se presenta en las
primeras páginas del Picatrix y reaparece continuamente. La magia fue oculta
da por los filósofos, que la velaron cuidadosamente hablando con palabras se
cretas. Lo hicieron por su bien: «si haec scientia hominibus esset discoperta,
confunderent universufri». La ciencia se divide en dos partes, una de las cuales
es manifiesta y la otra oculta. La parte oculta es profunda: las palabras que se
refieren al orden del mundo son las mismas que Adán recibió de Dios y sólo
pueden ser entendidas por unos pocos (Perrone Compagni, 1975: 298).
Lo que sorprende en el tema del secretismo no es la variedad, sino la in
mutabilidad de las fórmulas. En obras compuestas en épocas distintas reapa
recen los mismos autores, las mismas citas, los mismos ejemplos. Platón -lo
hallamos escrito en el texto de Comelio Agrippa- impidió la divulgación de
los misterios, Pitágoras y Porfirio obligaban a sus discípulos a guardar silen
cio; Orfeo exigía el juramento del silencio y lo mismo hacía Tertuliano; Teo-
doto se volvió ciego por haber intentado penetrar en los misterios de lá escri
tura hebrea. Indios, etíopes, persas y egipcios hablaron solamente mediante
enigmas. Plotino, Orígenes y los otros discípulos de Ammonio juraron no re
velar los dogmas del maestro. El propio Jesucristo oscureció sus palabras de
manera que sólo sus discípulos más fieles pudiesen entenderlo, y prohibió ex
plícitamente dar a los perros las carnes consagradas y las perlas a los puercos.
«Toda experiencia de magia abomina de lo público, quiere ser ocultada, se
fortalece en el silencio y es destruida cuando se manifiesta» (Agrippa, 1550:
I, 498).
La verdad se transmite a través del contactó personal mediante «los susu
rros de las tradiciones y los discursos orales». La comunicación directa entre
maestro y discípulo se convierte en el instrumento privilegiado de la comuni
cación: «No sé si alguien, sin la ayuda de un maestro digno de confianza y
experto, es capaz de comprender el sentido únicamente mediante la lectura de
los libros ... Estas cosas no se confían a las letras ni se escriben con la pluma,
sino que se transmiten de espíritu a espíritu mediante palabras sagradas» (ibi-
dem: II, 904).
El saber público
Las figuras que dominaron en el mundo de la cultura en Occidente duran
te mil años (es decir, durante los diez siglos dé la Edad Media) fueron el san
to, el monje, el médico, el profesor universitario, el militar, el artesano y el
mago. A estas figuras se añadieron más tarde él humanista y el gentilhombre
de corte. Entre mediados del siglo xvi y mediados del siglo x v ii aparecen
nuevas figuras: el mecánico, el filósofo natural, el virtuoso o libre experi
mentador. Los fines que persiguen estos personajes nuevos no son ni la san
tidad, ni la inmortalidad literaria, ni la producción de milagros capaces de
asombrar al vulgo. El nuevo saber científico nace además sobre el terreno de una
fuerte polémica contra el saber de los monjes, de los escolásticos, de los hu
manistas y de los profesores: en las universidades, escribe John Hall en 1649
en una moción dirigida al Parlamento, no se enseña química, ni anatomía, ni
lenguas ni experimentos: es como si los jóvenes hubiesen aprendido hace tres
mil años toda la ciencia escrita en jeroglíficos, y después hubieran estado dur
miendo como momias y no hubieran despertado hasta ahora.
Surge una fuerte oposición al saber secreto de los magos y de los alqui
mistas, antes incluso por parte de los ingenieros y de los mecánicos que por
parte de los filósofos. Vannoccio Biringuccio (en su obra Pirotechnia de
1540) tenía ideas muy claras sobre estos temas. Los alquimistas son incapaces
de codificar los medios y atienden inmediatamente a los fines, aportan «más
autoridad de testimonios que razones de posibilidad o efectos que puedan de
mostrar. Entre ellos hay quien cita a Hermes, quien a Amau, quien a Raimun
do, quien a Geber, quien a Occam, quien a Cratero, quien a santo Tomás,
quien al Parisino y quien a un desconocido hermano Elias de la orden de San
Francisco, a los que, por la dignidad de su ciencia filosófica o por su santi
dad, quieren que se guarde cierto respeto de fe, o que quien les escuche calle
como ignorante o confirme lo que dicen» (Biringuccio, 1558: 5r). A diferen
cia de Biringuccio, que era hombre de escasas lecturas, Georg Bauer (Agríco
la) había leído muchos libros. Pero en De re metallica, de 1556 (un texto que
se sujetaba con cadenas a los altares de las iglesias del Nuevo Mundo para
que todos lo utilizaran como manual), aparece una fuerte oposición a un sa
ber que es incomunicable por principio: «Se encuentran muchos libros de es
ta materia, pero todos oscuros; porque estos escritores no llaman a las cosas
por su propio nombre, sino con nombres extraños inventados por ellos, y re
presentan una misma cosa a veces con un nombre y a veces con otro» (Agrí
cola, 1563: 4-5).
Más tarde, una serie de motivos sociales y económicos también tienden a
reforzar, en el mundo de los mecánicos, el valor del «secretismo». Muchos ar
tesanos e ingenieros del Renacimiento insisten en la conveniencia de mante
ner secretos sus propios descubrimientos: no porque el pueblo sea indigno de
conocerlos, sino por razones económicas. Las primeras patentes aparecen a
comienzos del siglo xv, pero el número de patentes se incrementa de modo
extraordinario en el siglo xvi (cf. Eamon, 1990; Maldonado, 1991).
En la época de las guerras de religión que convulsionaron Europa, los
hombres que componían los primeros grupos de quienes se autodefinían como
«filósofos naturales» crearon sociedades más pequeñas y tolerantes dentro de
la sociedad más grande en la que vivían. «Cuando vivía en Londres -escribe
John Wallis en 1645- tuve ocasión de conocer a varias personas que se dedi
caban a eso que ahora se llama filosofía nueva o experimental. Habíamos ex
cluido de nuestras consideraciones la teología; nuestro interés se dirigía hacia
la física, la anatomía, la geometría, la estática, el magnetismo, la química, la
mecánica y los experimentos naturales.»
Los que se reúnen en las primeras academias pretenden protegerse sobre
todo de dos cosas: la política y la intromisión de las teologías y de las igle
sias. Los Lincei «tienen como norma propia desterrar de sus estudios cual
quier controversia que no sea natural y matemática, y rechazar las cuestiones
políticas». A todos los miembros de la Sociedad -reza un texto de la Royal
Society- «se les exige un modo de hablar discreto, sobrio, natural, significa
dos claros, una preferencia por el lenguaje de los artesanos y de los comer
ciantes frente al de los filósofos» (Sprat, 1667: 62).
A propósito de las academias y de las sociedades científicas, hay algunos
puntos que deben destacarse por encima de todo: la existencia de reuniones
entre hombres doctos, la existencia de reglas propias de comportamiento para
esas reuniones, la adopción de una postura crítica ante las afirmaciones de
cualquiera como norma principal de comportamiento. La verdad no va unida
a la autoridad de la persona que la enuncia, sino únicamente a la evidencia de
los experimentos y a la fuerza de las demostraciones.
En segundo lugar hay que recordar la toma de posición, que es común a
todos los representantes de la nueva ciencia, en favor del rigor lingüístico y
del carácter no alusivo de la terminología. Esa toma de posición coincide con
el rechazo a toda distinción de principio entre simples y doctos. Las teorías
deben ser comunicables íntegramente y los experimentos deben poder repetir
se indefinidamente. Escribe William Gilbert: «A veces utilizamos palabras
nuevas. Pero no para ocultar las cosas, como hacen los alquimistas, sino para
que las cosas ocultas resulten completamente comprensibles» (Gilbert, 1958:
Praefatio). No deja de ser oportuno recordar el célebre comienzo del Discur
so del método de Descartes, que afirma que el sentido común es «la cosa me
jor repartida del mundo». La facultad de juzgar bien y de distinguir lo verda
dero de lo falso (en esto consiste la razón) «es igual por naturaleza en todos
los hombres». Aún más: la razón que nos distingue de los animales «se halla
entera en cada uno». El método que sigue Hobbes y que conduce a la ciencia
y a la verdad ha sido construido para todos los hombres: «Si quieres -afirma
dirigiéndose al lector en el prólogo al De corpore- tú también podrás utilizar
lo». El método de la ciencia, afirmó por su parte Bacon, tiende a hacer desa
parecer las diferencias entre los hombres y a igualar sus inteligencias.
La magia ceremonial, escribió Bacon, se opone al mandamiento divino se
gún el cual hay que ganar el pan con el sudor de la frente, y «se propone al
canzar con pocas, fáciles y poco costosas observancias los nobles efectos que
Dios quiso que el hombre conquistara al precio de su trabajo». Las invencio
nes, sigue escribiendo, «son cultivadas por unos pocos en silencio absoluto y
casi religioso». Todos los críticos y opositores a la magia'insistirán en el ca
rácter «sacerdotal» del saber mágico, en la mezcla de ciencia y de religión
que es una característica de la tradición hermética.
¿Por qué los seguidores de la alquimia, se pregunta Mersenne, no están
dispuestos a estudiar los resultados de sus descubrimientos «sin misterios ni
secretos»? (Mersenne, 1625: 105). A la valoración positiva del coraje intelec
tual demostrado por Galileo en sus descubrimientos astronómicos añadió Fran-
cis Bacon el elogio de su honestidad intelectual: «honestamente y de manera
transparente hombres como éste dan cuenta paso a paso de los resultados de
cada uno de los puntos de su investigación» (Bacon, 1887-1892: DI, 736). Los
que se extravían siguiendo caminos extraordinarios, escribirá Descartes, son
menos dignos de excusa que los que se equivocan en compañía de otros. En es
tas «tinieblas de la vida», dirá Leibniz, es necesario caminar juntos, porque el
método de la ciencia es más importante que la genialidad de los individuos y
porque el fin de la filosofía no es mejorar la propia inteligencia sino la de to
dos los hombres. Al ideal del «advancement of leaming», del crecimiento y
difusión del saber apelan, de maneras distintas, Leibniz y Hartlib y Comenio.
La pasión de la gente por abrir «escuelas» le parecía al autor de la Panso-
phiae prodomus una característica de los nuevos tiempos. De esa pasión deri
va para Comenio
la gran proliferación de libros en todas las lenguas y en todas las naciones pa
ra que también los niños y las mujeres se familiaricen con ellos ... Ahora
emerge por fin el esfuerzo constante de algunos por llevar el método de los
estudios a un grado tal de perfección que cualquier cosa digna de ser conoci
da pueda ser fácilmente infundida en las mentes. Si este esfuerzo (como espe
ro) tiene éxito, se habrá hallado la vía deseada para enseñar rápidamente todo
a todos (Comenio, 1974: 491).
La batalla en favor de un saber universal, comprensible para todos porque
es comunicable y construible por todos, iba a pasar, ya a lo largo del siglo
xvn, del plano de las ideas y de los proyectos de los intelectuales al plano de
las instituciones:
En cuanto concierne a los miembros que deben constituir la Sociedad, hay
que anotar que son admitidos libremente hombres de diferentes religiones, paí
ses y profesiones... Todos ellos confiesan abiertamente que no preparan la fun
dación de una filosofía inglesa, escocesa, irlandesa, papista o protestante, sino
una filosofía del género humano. Han pretendido que su obra esté en condicio
nes de crecer continuamente, estableciendo una correspondencia inviolable en
tre la mano y la mente. Han pretendido hacer de ella no la empresa de una épo
ca o de una oportunidad afortunada, sino algo sólido, duradero, popular e
ininterrumpido. Han pretendido liberarla de los artificios, humores y pasiones
de las sectas, transformarla en un instrumento mediante el cual la humanidad
pueda obtener el dominio sobre las cosas y no sólo sobre los juicios de los
hombres. Han pretendido, por último, llevar a cabo esta reforma de la filosofía
no mediante la solemnidad de las leyes y la ostentación de las ceremonias, sino
mediante una práctica sólida y mediante ejemplos, no a través de una gloriosa
pompa de palabras, sino a través de silenciosos, efectivos e irrefutables argu
mentos de las producciones reales (Sprat, 1667: 62-63).
Tradición hermética y revolución científica
En el último medio siglo, gracias a una serie de estudios importantes, se ha
llegado a comprender cada vez con mayor claridad el peso relevante que la
tradición mágico-hermética ejerció sobre el pensamiento de muchos represen
tantes de la revolución científica. Magia y ciencia constituyen, en los umbra
les de la modernidad, una maraña difícil de desenredar. La imagen, de origen
ilustrado y positivista, de una marcha triunfal del saber científico a través de
las tinieblas y las supersticiones de la magia parece hoy en día definitivamen
te superada.
En su defensa de la centralidad del Sol, Nicolás Copémico invoca la auto
ridad de Hermes Trismegisto. A Hermes y a Zoroastro se remite William Gil-
bert, que identifica su doctrina del magnetismo terrestre con la tesis de la
animación universal. Francis Bacon al elaborar su doctrina de las formas es
tá fuertemente condicionado por el lenguaje y por los modelos presentes en
la tradición alquimista. Johannes Kepler es un profundo conocedor del Cor
pus hermeticum. Su convicción de que existe una correspondencia secreta
entre las estructuras de la geometría y las del universo, su tesis de una músi
ca celestial de las esferas están profundamente embebidas de misticismo pi
tagórico. Tycho Brahe ve en la astrología una aplicación legítima de su cien
cia. René Descartes, cuya filosofía se ha convertido para los modernos en el
símbolo de la claridad racional, anteponía en su juventud los resultados de la
imaginación a los de la razón; se entretenía, como habían hecho muchos ma
gos del siglo xvi, construyendo autómatas y «jardines de sombras»; insistía,
como tantos otros representantes del Mismo mágico, en la unidad y armonía
del cosmos. Se trata de temas que aparecen de nuevo, aunque en clave dis
tinta, también en Leibniz, en cuya lógica confluyen temas procedentes de la
tradición del lulismo hermético y cabalístico. Hay que añadir que la idea
leibniziana de armonía está basada en la lectura apasionada de textos a los
que difícilmente se podría atribuir el calificativo de «científicos». En las pá
ginas del De motu coráis de William Harvey, dedicadas a la exaltación del
corazón como «Sol del microcosmos», aparecen resonancias de temas de la li
teratura solar y hermética de los siglos xv y xvi. Entre la definición que da
Harvey del ovum (no completamente lleno de vida ni enteramente privado de
vitalidad) y la definición que daba Marsilio Ficino (y más tarde muchos pa-
racelsianos y alquimistas) del cuerpo astral, existen concomitancias concre
tas. Incluso en la concepción newtoniana del espacio como sensorium Dei se
han hallado influencias de las corrientes neoplatónicas y de la cábala judía.
Newton no sólo leía y resumía textos alquimistas, sino que dedicó muchas
horas de su vida a investigaciones de tipo alquimista. De sus manuscritos se
desprende también una clara fe en una prisca theologia (que es el tema cen
tral del hermetismo), cuya verdad debe ser «probada» mediante la nueva
ciencia experimental.
Para trazar líneas provisionales de demarcación entre «magos» y «científi
cos» de finales del siglo xvi y principios del siglo xvn apenas es útil subrayar
diferencias basadas en apelaciones genéricas a la experiencia o en la rebelión
frente a las auctoritates. Como es bien sabido, Gerolamo Cardano cultivó con
cierto éxito las matemáticas y Giambattista Della Porta ocupa una posición no
desdeñable en la historia de la óptica. Los cálculos de muchos astrólogos son
bastante menos discutibles que las divagaciones matemáticas de Hobbes, y
Paracelso es bastante menos «escolástico» que Descartes.
Hojear con humildad el gran libro de la naturaleza significaba para Bacon
renunciar a construir, sobre bases conceptuales y experimentales demasiado
frágiles, sistemas completos de filosofía natural. Francesco Patrizi y Peder
S0rensen (o Severinus), Bemardino Telesio, Giordano Bruno, Tommaso Cam-
panella y William Gilbert le parecían a Bacon filósofos que salen a escena
uno tras otro e interpretan a su voluntad los temas de sus mundos. Una valora
ción distinta merecía la obra del médico veronés Girolamo Fracastoro (1483-
1553), a quien Bacon recordaba como un hombre capaz de una honesta liber
tad de juicio. No es difícil comprender las razones de esta diversidad de
tonos. En el De sympathia et antipathia rerum (1546), Fracastoro había abor
dado una serie de temas habituales (por qué la aguja magnética apunta hacia
el norte, por qué el pez rémora puede detener las embarcaciones, etc.), pero
había concebido su investigación sobre el «consenso y disenso» entre las co
sas como un preliminar necesario a un estudio de los contagios. Este último
ha sido interpretado hasta ahora como la manifestación de una virtud oculta.
En vez de indagar sobre los principios del contagio, sobre las maneras como
se manifiesta, sobre la distinta gravedad de las enfermedades contagiosas,
sobre la diferencia entre enfermedades contagiosas y envenenamientos, nos
hemos contentado con recurrir a causas misteriosas. Esto se debe a que los
filósofos se han dedicado hasta ahora a las «causas universalísimas» y han
olvidado el estudio de las «causas particulares y determinadas» (Fracastoro,
1574: 57-76). Evocando a Demócrito, Epicuro y Lucrecio, Fracastoro consi
dera aceptable la teoría que atribuye a las effluxiones de los cuerpos el princi
pio de la atracción. La atracción de dos cuerpos depende de la transmisión re
cíproca de corpúsculos del cuerpo A al cuerpo B. El conjunto de estos
corpúsculos forma un todo unitario que, sin embargo, es disforme en sus par
tes: las partículas que están junto a los dos cuerpos y las que están colocadas
entre los dos cuerpos no tienen la misma densidad y rarefacción. En la «nube
de átomos» se producen, pues, movimientos que tienden a provocar el equili
brio o el máximo consenso de las partes con el todo. Estos movimientos de
ajuste determinan el movimiento de los dos cuerpos el uno hacia el otro y, en
algún caso, su unión.
En el capítulo VI del De contagionibus et contagiosis morbis (1546) Fra
castoro afirmaba que «la causa de los contagios que se producen a distancia
no puede ser atribuida a propiedades ocultas» (Fracastoro, 1574: 77-110): al
gunos contagios se producen por simple contacto (sama, lepra); otros se
transmiten a través de vehículos, como vestidos o sábanas; otros, por último,
(como en el caso de la peste y de la viruela) se propagan a distancia a través
de seminaria invisibles. La postura de distanciamiento del ocultismo que
adopta Fracastoro (del que hay que recordar también el célebre poema en ver
sos latinos Syphilis sive de morbo gallico, 1530) resulta también evidente en
el opúsculo De causis criticorum diebus. Los momentos críticos o las «crisis»
de las enfermedades ocurren sin duda en días determinados. Sin embargo, no
pueden determinarse estos días ni sobre la base de rígidas correspondencias
numéricas (como hacen los «filósofos pitagóricos») ni sobre la base de una
relación de causa-efecto con el movimiento de los planetas (como hacen los
astrólogos). El error de los médicos ha sido no haber desarrollado una deteni
da investigación experimental sobre estos temas y «haberse dejado seducir
por las opiniones de los astrólogos» (ibidem: 48-56).
Dentro del contexto filosófico más general de la solidaridad entre las cosas,
de la simpatía o antipatía, se enfrentan, pues, posiciones diferentes. Podían ha
cerse usos distintos de esas nociones, vinculándolas a una visión mística de la
realidad o utilizándolas como criterios o hipótesis para una investigación «ex
perimental» sobre la naturaleza.
Ingenieros
Talleres
Como nos ha recordado F. Antal (Antal, 1960), en el siglo xrv el arte era con
siderado una actividad manual. Casi todos los artistas de principios del siglo xv
proceden de ambientes artesanos, campesinos y pequeñoburgueses. Andrea
del Castagno es hijo de un campesino, Paolo Uccello de un barbero, Filippo
Lippi de un carnicero, los Pollaiolo (como su nombre indica) de un vendedor
de pollos. En los primeros años del siglo, en Florencia, escultores y arquitec
tos eran miembros de la corporación menor de los albañiles y carpinteros,
mientras que los pintores estaban clasificados en la corporación mayor de los
médicos y boticarios (como subalternos del arte) junto a los encaladores y
los trituradores de colores. De los talleres, donde comenzaba el aprendizaje
con trabajos manuales (trituración de colores, preparación de las telas, etc.),
no sólo salían cuadros insignes, sino también escudos, banderas, marquete
rías, modelos para tapiceros y bordadores, piezas de terracota y objetos de or
febrería. Los arquitectos no eran solamente constructores de edificios, sino
que se ocupaban de construir instrumentos mecánicos y máquinas de guerra,
de preparar tribunas, «máquinas» y complicados aparatos para las procesiones
y las fiestas.
En la época de Giorgio Vasari, a mediados del siglo xvi, los encargos de
tipo artesanal ya no parecían conciliables con la dignidad del artista. Carlos V
se inclina para recoger el pincel que se le ha caído a Tiziano: este gesto, tan
to si es histórico como legendario, es el símbolo del paso de los «artistas» a
un nuevo estatus social. Pero antes de que la figura del artista fuese identifi
cada con la del «genio», autor de obras maestras destinadas a ser inmortales,
se había producido precisamente en los talleres florentinos del siglo xv la fu
sión del trabajo manual y la teoría, como posiblemente no había ocurrido
nunca antes. Algunos talleres (como por ejemplo el de Lorenzo Ghiberti du
rante la preparación de las puertas del Baptisterio) se transformaban en autén
ticos laboratorios industriales. En estos talleres, que son a la vez laboratorios,
se forman los pintores y los escultores, los ingenieros, los técnicos, los cons
tructores y los diseñadores de máquinas. Junto al arte de empastar los colores,
de tallar las piedras, de colar el bronce, junto a la pintura y la escultura, se en
señan rudimentos de anatomía y de óptica, de perspectiva y de geometría. La
cultura de los «hombres sin letras» procede de una educación práctica que se
remite a fuentes diversas, que conoce fragmentos de los grandes textos de la
ciencia clásica, que se vanagloria de citar a Euclides y a Arquímedes. El sa
ber empírico de personajes como Leonardo es el resultado de un entorno de
este tipo.
Leonardo
Leonardo da Vinci (1452-1519), pintor e ingeniero, constructor y diseñador
de máquinas, hombre «sin letras» y filósofo, se ha convertido justamente pa
ra los modernos en el símbolo del hombre de múltiples conocimientos, de la
superación de la antigua distinción entre artes mecánicas y artes liberales,
entre teoría y práctica, entre las operaciones manuales y las mentales. Sus in
tereses juveniles están ligados a los trabajos habituales de los talleres del si
glo xv, y precisamente de su familiaridad artesanal con las características de
los materiales nace la conciencia, que permanecerá siempre viva en él, de la
necesidad de unir la teoría con la práctica. Las ciencias que «comienzan y
terminan en la mente» carecen de certeza, porque en los discursos puramen
te mentales «no hay experiencia, sin la cual nada proporciona certeza por sí
mismo». Pero también es cierto, a la inversa, que sólo hay certeza donde se
pueden aplicar las matemáticas, y que quienes se aficionan a la práctica sin
la ciencia «son como los pilotos que entran en el barco sin timón o brújula,
que nunca saben con seguridad adonde van» (Solmi, 1889: 84, 86). No tiene
ningún sentido reprochar a Leonardo ambigüedades o incertidumbres. Defen
der, como hacía él, la convergencia entre práctica y teoría significaba tomar
postura de vez en cuando contra los que defendían la pura teoría o contra ese
adversario que (utilizando las mismas palabras de Leonardo) «no quiere mu
cha ciencia porque con la práctica tiene suficiente». Inscrito en la corpora
ción de pintores en 1472, Leonardo permaneció hasta 1476 en el taller de
Verrocchio.
En 1482 Leonardo fue llamado a Milán por Ludovico Sforza como escul
tor y fundidor. Tras haber aceptado el encargo del conde de Ligny de preparar
un informe sobre la defensa militar de Toscana, tuvo que abandonar Milán,
después de la caída de Sforza, y refugiarse en Mantua. En el año 1499 fue
contratado por los venecianos como ingeniero militar. Tras un período de vi
da «errante» (durante el cual estuvo también en Florencia) entra, en 1502, al
servicio de César Borgia en calidad de ingeniero militar. En un cuaderno de
notas (conocido como el Manuscrito L) anota y dibuja todo lo que encuentra
interesante en sus continuos viajes por Italia central. Tras la caída de Valenti
no, regresa a Florencia en 1503: es el período de la Gioconda y de la incon
clusa Batalla de Anghiari. El grandioso proyecto de desviar el Amo y de
construir un puerto en Florencia es interrumpido por la guerra entre Florencia
y Pisa. En 1506 se halla de nuevo en Milán, al servicio del rey de Francia, y
organiza las fiestas para la celebración de la entrada en esa ciudad de Luis XII.
Permanece en Milán hasta 1513 (que es el año de la retirada de los franceses)
y se traslada a Roma, al servicio del papa León X. En 1516 abandona Italia e,
invitado por Francisco I, se traslada a Francia, donde permanece hasta su
muerte trabajando como ingeniero, arquitecto y mecánico.
Se ha hablado con razón, sobre todo en relación con la segunda estancia
en Milán, de un progresivo alejamiento del ya maduro Leonardo hacia la teo
ría (Brizio, 1954: 278). Desde luego se puede destacar el hecho de que sus
complejos proyectos de bombas, esclusas, encauzamiento y canalización de
corrientes de agua nacen en este período, pero no por esto se puede buscar en
el pensamiento de este extraordinario artista y literato, como han hecho mu
chos, el acta de fundación del método experimental y de la nueva ciencia de la
naturaleza. Tras tanta insistencia en el «milagro» Leonardo, se ha recordado
con razón su total desprecio por la tipografía y por la imprenta, y se ha desta
cado que el valor que se otorgó a los códices de Leonardo en la época de su
publicación dependía del escaso o nulo conocimiento que entonces se tenía de
la situación real del saber científico del siglo xvi. Las investigaciones de Leo
nardo, que eran extraordinariamente ricas en intuiciones brillantes y en ideas
geniales, no pasaron nunca de ser experimentos curiosos, sin llegar a alcanzar
la sistematicidad que constituye una de las características fundamentales de la
ciencia y la técnica modernas. Su investigación, que oscila siempre entre el
experimento y la anotación, aparece triturada y pulverizada en una serie de
notas breves, de observaciones dispersas, de apuntes escritos para sí mismo
en una simbología a menudo oscura y deliberadamente no transmisible. Leo
nardo, que da muestras de una incesante curiosidad por problemas concretos,
no tiene ningún interés en trabajar en un corpus sistemático de conocimien
tos, ni siente la preocupación (que también constituye una dimensión funda
mental de lo que llamamos técnica y ciencia) de transmitir, explicar y probar
a los demás sus propios descubrimientos. Desde este punto de vista, incluso
las innumerables y famosas máquinas diseñadas por Leonardo recobran sus
proporciones reales y parecen creadas más con una finalidad pasajera -fiestas,
diversiones, sorpresas mecánicas- que como instrumentos para mitigar la fati
ga de los hombres y aumentar su poder sobre el mundo. No es casual que Leo
nardo esté más preocupado por la elaboración que por la ejecución de sus
proyectos. Esas máquinas siempre corren el peligro de convertirse en «jugue
tes», mientras que el concepto de «fuerza» (sobre el que tanto se ha insistido)
está más ligado a la temática hermética y ficiana de la animación universal
que al nacimiento de la mecánica racional.
Sin embargo, no hay que olvidar que en los fragmentos de Leonardo se
encuentran continuamente afirmaciones que volverán a circular con insisten
cia, en contextos diferentes, en la cultura de la Edad Moderna: la idea de una
necesaria conjunción entre la matemática y la experiencia y las dificultades
que existen para que esta relación sea evidente; el firmísimo ataque contra las
vanas pretensiones de la alquimia; la invectiva contra «los recitadores y trom-
petistas de las obras ajenas»; la protesta contra el recurso a la autoridad, que
es propio de quien utiliza la memoria en vez del ingenio; la imagen de una
naturaleza «que no rompe sus leyes», que es una cadena admirable e inexora
ble de caúsas; la afirmación de que los resultados de la experiencia pueden
«acallar las lenguas de los litigantes» y el «eterno grito» de los sofistas. Sería
fácil citar pasajes concretos: la «certeza que dan los ojos» y los «doctores de
memoria» de Galileo Galilei, su imagen de la naturaleza «sorda a nuestros va
nos deseos», que produce sus efectos «con maneras inimaginables para noso
tros». Y aún más: el rechazo del saber de los empíricos puros por parte de Ba
con, su imagen del hombre que sólo es dueño de la naturaleza, si es capaz de
obedecer sus leyes inexorables.
Sin duda hay que rechazar la imagen (que ha prevalecido durante mucho
tiempo) de una especie de «infancia de la ciencia», cuya expresión sería Leo
nardo. Pero incluso la larga insistencia en las admirables «anticipaciones» y
en el «milagro» Leonardo se explicará en cierto modo. Esa metáfora de la in
fancia sigue siendo muy sugestiva, aunque en un plano muy distinto del de
las «anticipaciones». Las grandes opciones en las que se basa la ciencia mo
derna (el matematismo, el corpuscularismo, el mecanicismo) han llevado a lo
que llamamos arte y a lo que llamamos ciencia a seguir caminos distintos, a
avanzar según unas perspectivas que tienden a diverger enormemente y a ale
jarse progresivamente. Intentar aproximarlas y volverlas a unir es una empre
sa que no parece tener ya ningún sentido. Pero los diseños y las pinturas de
Leonardo no son el simple instrumento de una investigación científica que
tiene en otro lugar su metodología. Muchos de estos dibujos de rocas, plantas,
animales, nubes, partes del cuerpo humano, rostros, movimientos de aire o de
agua son en sí mismos «actos de conocimiento científico, es decir, investiga
ción crítica sobre la realidad natural» (Luporini, 1953: 47). Las láminas de
Leonardo que han llegado hasta nosotros -sus apuntes, sus dibujos y esa irre
petible y extraordinaria mezcla de textos y dibujos- nos permiten situamos
frente a un umbral: el de aquellos hombres y aquel entorno en que la aproxi
mación y la compenetración (imposible e ilusoria para nosotros) entre ciencia
y arte parecieron posibles y se configuraron como reales.
«Obras» y «palabras»
La Pirotechnia de Biringuccio (1540) es uno de los textos sobre la técnica
más importantes del siglo xvi. En nombre de la fidelidad a un ideal descripti
vo, Biringuccio rechaza cualquier tentación de adorno retórico. Considera
que los alquimistas pertenecen a esa categoría de personas que esconden de
trás de «mil fabulillas» su ignorancia básica de los temas de que tratan. Inca
paces de una investigación sobre los «medios», los alquimistas tienen un de
seo inmediato de riqueza, tienen la mirada puesta demasiado lejos y no ven
«los intermedios» (Biringuccio, 1558: 6v, 7v.) A diferencia de Biringuccio,
Georg Bauer (Agrícola) es un hombre de amplia cultura y de múltiples intere
ses. Nacido en 1494 en Glauchau, Sajonia, estudia en Leipzig, Bolonia y Ve-
necia. En 1527 comienza a ejercer la medicina en Joachimstal (en Bohemia),
una zona que era por aquel entonces una de las mayores regiones mineras de
Europa. Burgomaestre de Chemnitz, encargado de varias misiones políticas
ante el emperador Carlos y el rey Femando de Austria, gozó de la estima de
Erasmo y de Melanchthon. El De ortu et causis subterraneorum y el De na
tura fossilium están entre los primeros tratados sistemáticos de geología y de
mineralogía. El De re metallica publicado en 1556, un año después de la
muerte de su autor, siguió siendo durante dos siglos la obra fundamental de la
minería. En Potosí, que proporcionó oro y plata a toda Europa, la obra de
Agrícola estaba considerada como una especie de Biblia, y estuvo sujeta a los
altares de las iglesias para que los mineros asociaran la resolución de un pro
blema técnico con un acto de devoción. Los doce libros del tratado se ocupan
de todos los procesos de extracción, fusión y tratamiento de los metales: de la
selección de las vetas y de su dirección, de las máquinas y de los instrumen
tos, de la administración, del ensayo del oro y de los hornos de fundición. Pe
ro en el libro aparece también la conciencia de una seria crisis de la cultura,
que nace de un distanciamiento de las cosas y de una degeneración del len
guaje. «Yo no he escrito cosa alguna que no haya visto o leído o examinado
con la máxima atención cuando me ha sido explicada por otro»: sobre esta
base critica severamente la deliberada oscuridad lingüística y la arbitrariedad
terminológica de los alquimistas, cuyos libros son «completamente oscuros»,
porque esos escritores designan las cosas con nombres «extraños e inventados
por ellos y representan una misma cosa a veces con un nombre y a veces con
otro» (Agrícola, 1563: 4-6 del Prefacio).
En su comentario a Vitrubio (1556), Daniele Barbaro se planteó claramen
te un problema: «¿Por qué los que se dedican a la práctica no han conseguido
crédito? Porque la arquitectura nace de la palabra. ¿Por qué los literatos? Por
que la arquitectura nace de las obras ... Para ser arquitecto, que es una especie
artificiosa, se busca la palabra y la obra conjuntamente» (Vitrubio, 1556: 9).
La unión efectiva de palabra y obra, de especulación y fabricación planteaba
en realidad problemas interesantes. De su importancia se dio perfecta cuenta,
por ejemplo, Bonaiuto Lorini, que prestó sus servicios como ingeniero militar
a Cosme de Médicis y a la República de Venecia. En una página de su trata
do Delle fortificationi (1597) aborda el problema de la relación entre el trabajo
del «matemático puro y especulativo» y el del «mecánico práctico». El mate
mático trabaja con líneas, superficies y cuerpos «imaginarios y separados de
la materia». Sus demostraciones «no responden de manera tan perfecta cuan
do se aplican a las cosas materiales», porque la materia con la que trabaja el
mecánico presenta siempre «obstáculos». El criterio y la habilidad del mecáni
co consiste en saber prever las dificultades y los problemas que derivan de la
diversidad de los materiales con los que debe trabajar (Lorini, 1597: 72). Las
Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, de
Galileo Galilei, comienzan tratando de ese problema de las relaciones entre
las «imperfecciones de la materia» y las «perfectísimas demostraciones mate
máticas».
Una mezcla característica de modelos idealizados y de consideraciones
«físicas», una apelación constante y directa a Arquímedes caracterizan las in
vestigaciones de Simón Stevin (1548-1620), latinizado en Stevinus, que nació
en Brujas y murió en La Haya. Sus contemporáneos contemplaron con asom
bro un carro de vela que construyó para diversión del príncipe de Orange y
que exhibió sobre la playa de Scheveningen. Stevin escribe sobre aritmética
y geometría, realiza fortificaciones, proyecta y construye máquinas y molinos
de agua, publica tablas para el cálculo de los intereses, se ocupa en el De
Thiende {El décimo, 1585) de la notación de las fracciones decimales y en la
obra De Havenvinding (1599), de la determinación de la longitud. Considera
que el holandés es una de las lenguas más antiguas del mundo y que tiene
cualidades de concisión desconocidas en otras lenguas. Se dirige a un público
de artesanos, haciendo siempre un gran esfuerzo por ser claro. Por estas razo
nes publica sus obras en lengua vulgar. Los tres libros de Beghinselen der We-
eghconst (Elementos del arte de pesar), publicados en 1586, se remiten en el
título a la medieval scientia de ponderibus. Traducidos al latín como Hypom-
nemata mathematica (1605-1608), aparecieron en versión francesa en 1634.
Arte y naturaleza
La imagen positivista de Bacon, «fundador de la ciencia moderna», sin duda
se ha depreciado. Pero sigue siendo cierto que él elevó a nivel filosófico te
mas e ideas que se habían ido afirmando al margen de las ciencias oficiales,
en aquel mundo de técnicos, constructores e ingenieros del que habían forma
do parte hombres como Biringuccio y Agrícola. La valoración que hizo Ba
con de las artes mecánicas se basa en tres puntos: 1) sirven para revelar los
procesos de la naturaleza, son una forma de conocimiento; 2) las artes mecá
nicas crecen sobre sí mismas; son, a diferencia de todas las otras formas del
saber tradicional, un saber progresivo, y crecen tan velozmente «que los de
seos de los hombres cesan incluso antes de que aquéllas hayan alcanzado la
perfección»; 3) en las artes mecánicas, a diferencia de las otras formas de cul
tura, existe colaboración, son una forma de saber colectivo: «en ellas conflu
yen los ingenios de muchos, mientras que en las artes liberales los ingenios
de muchos se sometieron al de una sola persona y los seguidores, por lo ge
neral, lo pervirtieron en vez de hacerlo progresar».
El libro de la naturaleza, el taller de los artesanos y la sala de anatomía
fueron contrapuestos por el baconiano Robert Boyle (1627-1691) a las biblio
tecas, a los estudios de los literatos y de los humanistas y a las investigacio
nes puramente teóricas: su polémica casi roza en muchos casos una especie
de primitivismo científico. En las Considerations Touching the. Usefulness of
Experimental Natural Philosophy (1671), Boyle da forma coherente y acaba
da a los intereses y a las aspiraciones de los grupos baconianos. Los experi
mentos realizados por virtuosos en sus laboratorios tienen cualidades notables
de exactitud, pero en los experimentos realizados por los artesanos en sus ta
lleres, la falta de exactitud queda compensada por una mayor solicitud. El
cuarto de los ensayos que componen las Considerations tiene un título muy
significativo: «Los bienes de la humanidad pueden incrementarse mucho gra
cias al interés de los filósofos naturales por los oficios».
La idea, que ya estaba presente en Bacon, de que el trabajo de los mecáni-
eos aporta una luz a las teorías la expresa con mucha claridad, refiriéndose a
la obra de Galileo y de Harvey, Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). En
una obra titulada Initia et specimina scientiae novae generalis pro instaura-
tione et augmentis scientiarum ad publicam felicitatem, Leibniz afirma que
los progresos realizados en las artes mecánicas son aún ignorados en gran
parte por los hombres cultos. Por un lado, los técnicos desconocen los usos
que pueden hacerse de sus experimentos, por el otro lado los científicos y los
teóricos ignoran que muchas de sus desiderata podrían ser satisfechas por el
trabajo de los mecánicos. El programa de una historia de las artes se retoma
con más amplitud en el Discours touchant la méthode de la certitude et l’art
d’inventen los conocimientos no escritos y no codificados, dispersos entre los
hombres que desarrollan actividades técnicas de distinta naturaleza, superan
en mucho, en cantidad y en importancia, a todo lo que se halla escrito en los
libros. La mejor parte del tesoro de que dispone la especie humana no ha sido
todavía registrado. No existe, por otra parte, un arte mecánica tan méprisable
que no pueda ofrecer observaciones y materiales de importancia vital para la
ciencia. Necesitamos un auténtico teatro de la vida humana obtenido de la prác
tica de los hombres, porque si se perdiera una sola de las artes no bastarían todas
nuestras bibliotecas para remediar esta pérdida. Leibniz considera que una de las
tareas más urgentes de la nueva cultura es poner por escrito los procedimien
tos de los artesanos y de los técnicos.
En las páginas que Jean d’Alembert (1717-1783) antepone a la gran Ency-
clopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des mestiers (1751),
aparece la conciencia de que esa gran empresa lleva a cabo un programa que
tenía orígenes históricos concretos. En la enciclopedia de William Chambers,
escribía d’Alembert, hemos encontrado respecto a las artes liberales una pala
bra que necesitaba muchas páginas, pero respecto a las artes mecánicas nos
hemos encontrado con que estaba todo por hacer. Chambers sólo ha leído li
bros pero nunca ha visto a los artesanos, y hay cosas que sólo se aprenden en
los talleres. En el Prospectus de 1750, Denis Diderot (1713-1784) expresa la
misma exigencia de captar en directo estos métodos de trabajo: «Nos hemos
dirigido a los operarios más hábiles de París y de toda Francia, nos hemos to
mado la molestia de ir a sus talleres, de interrogarles, de escribir a su dictado,
de desarrollar sus pensamientos, de obtener los términos propios de su profe
sión, de compilarlos en listas, de definirlos...» (Diderot, 1875-1877: XIII,
140). En la voz Art, Diderot destacaba los perniciosos efectos derivados de la
tradicional distinción de las artes en liberales y mecánicas. De ahí ha nacido
el prejuicio de que «dirigirse a los objetos sensibles y materiales» constituye
«una renuncia a la dignidad del espíritu». Pero este prejuicio, continuaba, «ha
llenado las ciudades de razonadores orgullosos y de contempladores inútiles y
los campos de pequeños tiranos ignorantes, ociosos y desdeñosos». La polé
mica en defensa de las artes mecánicas se unía al gran tema de la igualdad
política.
Dédalo y el Laberinto
Numerosos filósofos, divulgadores y periodistas de nuestro tiempo han colo
cado toda la modernidad bajo el signo de una peligrosa e inaceptable exalta
ción de la técnica, y han visto en Francis Bacon al padre espiritual de ese
«tecnicismo neutro», que estaría en los orígenes de los procesos de alienación
y de mercantilización típicos de la modernidad. La realidad es exactamente al
revés. En toda la amplísima literatura sobre la técnica y sobre su carácter am
biguo existen muy pocas páginas que puedan compararse a las que escribió el
lord canciller en la interpretación (que se remonta a 1609) del mito de Dae-
dalus sive mechanicus. La figura de Dédalo es la de un hombre extraordina
riamente ingenioso, pero despreciable. Su nombre es celebrado sobre todo por
las «invenciones ilícitas»: la máquina que permitió a Pasifae acoplarse con un
toro y engendrar al Minotauro devorador de jóvenes; el Laberinto creado pa
ra esconder al Minotauro y para «proteger el mal con el mal». Del mito de
Dédalo se sacan conclusiones de carácter general: las artes mecánicas generan
instrumentos que ayudan a la vida y, al mismo tiempo, «instrumentos de vicio
y de muerte». El saber técnico tiene, para Bacon, esta característica: mientras
se presenta como posible productor del mal y de lo negativo, ofrece, al mismo
tiempo y conjuntamente con ese aspecto negativo, la posibilidad de un diag
nóstico del mal y de un remedio del mal. Dédalo también construyó «reme
dios para los delitos». Fue el autor del ingenioso recurso del hilo que permitía
hallar la solución a los secretos del Laberinto: «El que ideó los secretos del
Laberinto, mostró también la necesidad del hilo. Las artes mecánicas son en
realidad de uso ambiguo, y pueden producir el mal y ofrecer al mismo tiempo
un remedio al mal» (Bacon, 1975: 482-483).
Para los representantes de la revolución científica, la restauración del po
der humano sobre la naturaleza y el avance del saber sólo tienen valor si se
realizan en un contexto más amplio, que abarca la religión, la moral y la polí
tica. La «teocracia universal» de Tommaso Campanella, la «caridad» de Fran
cis Bacon, el «cristianismo universal» de Leibniz, la «paz universal» de Co
menio no pueden separarse de sus intereses y entusiasmos por la nueva
ciencia. Constituyen otros ámbitos dentro de los cuales el saber científico y
técnico debe actuar para funcionar como instrumento de redención y libera
ción del género humano. Para Bacon y para Boyle, así como para Galileo,
Descartes, Kepler, Leibniz y Newton, la voluntad humana y el deseo de do
minio no constituyen el principio más elevado. La naturaleza es, al mismo
tiempo, objeto de dominio y de reverencia. Tiene que ser «torturada» y do
blegada al servicio del hombre, pero también es «el libro de Dios», que hay
que leer con espíritu de humildad.
CAPÍTULO CUATRO
-------------------------------- » ---------------------------------
La imprenta
a esa actividad individual de la lectura de
E
sta m o s t a n a c o s tu m b r a d o s
libros, realizada en el silencio y el aislamiento, que nos resulta difícil ha
cemos a la idea de que el objeto familiar que tenemos entre las manos resultó
ser en su día una novedad revolucionaria, algo que no sólo difundía las ideas
y el saber de manera inimaginable hasta entonces, sino que sustituía la lectu
ra de textos carentes de puntuación, que hasta entonces había sido básicamen
te colectiva y efectuada probablemente en voz alta (McLuhan, 1967). A me
nudo aparecen juntos estos tres inventos mecánicos: el arte de la imprenta, la
pólvora y la brújula. Dan la impresión, que es muy viva en La ciudad del Sol
de Campanella (1602), de ser una serie de conquistas que coinciden con un
aceleramiento de la historia: «Hay más historia en cien años de la que tuvo el
mundo en cuatro mil; y se hicieron más libros en estos cien que en cinco mil;
y la invención admirable del imán e imprentas y arcabuces, grandes signos de
la unión del mundo» (Campanella, 1941: 109). De estos tres inventos -afirma
Francis Bacon en 1620- proceden infinitos cambios «hasta el punto que nin
gún imperio, ninguna secta, ninguna estrella parece haber ejercido sobre las
cosas humanas una mayor influencia y una mayor eficacia» (Bacon, 1975:
635-636).
No había exageración alguna en estas afirmaciones. Porque la fusión de
técnicas diferentes (la fabricación del papel y de la tinta, la metalurgia y la fu
sión de los caracteres móviles, las técnicas de la impresión) en una tecnología
completamente nueva introducía en Europa, con tres siglos de anticipación, la
«teoría de las partes intercambiables», que es la base de las modernas técnicas
de fabricación (Steinberg, 1968). Hans o Johannes Gutenberg comenzó a im
primir libros en Maguncia (la edición de la Biblia es de 1456) con una técni
ca que, plenamente desarrollada en el siglo xvi, seguirá siendo la misma has
ta el siglo xix (y que todavía sigue utilizándose). Algunos datos son bastante
significativos. En 1480 había prensas tipográficas en más de 110 ciudades eu
ropeas, de las que 50 correspondían a Italia, 30 a Alemania, 8 a Holanda y
España, respectivamente, 5 a Bélgica y a Suiza, 4 a Inglaterra, 2 a Bohemia y
1 a Polonia. Tan sólo veinte años más tarde, en 1500, el número de ciudades
que tenían prensas tipográficas pasa a ser de 286. L. Febvre y H. J. Martin
han calculado que en el siglo xvi se efectuaron 35.000 ediciones de 10-15.000
textos diferentes y se pusieron en circulación por lo menos 20 millones de
ejemplares. A lo largo del siglo xvn había 200 millones de ejemplares en cir
culación (Febvre y Martin, 1958: 396-397).
Las ediciones de Aldo Manuzio, de pequeño formato, han sido justamente
comparadas a los paperback de nuestro tiempo. Venecia se convirtió, junto
con París y Lyon, en uno de los grandes centros editoriales. A finales del si
glo xvi se celebran las primeras ferias internacionales del libro en Lyon, Me
dina del Campo, Leipzig y Frankfurt. Las tiradas de las ediciones oscilaban
entre los 300 y los 3.000 ejemplares, pero la tirada media de una edición era
de unos 1.000 ejemplares aproximadamente.
La difusión de las ideas y el avance del saber suponían un fuerte desem
bolso de capital y una buena dosis de riesgo para los empresarios. Cuando el
saber se elaboraba en la celda del monje o en el estudio del humanista, no ha
bía planteado este tipo de problemas.
Libros antiguos
Para los grandes representantes del humanismo italiano (como Leonardo
Bruni, Guarino Veronese, Giannozzo Manetti, Lorenzo Valla) leer los gran
des clásicos del mundo antiguo significa regresar a una civilización que es
superior a aquella en la que les ha correspondido vivir, y que constituye el
modelo inalcanzable de toda forma de convivencia humana. Sin embargo, los
humanistas no se limitaron a repetir pasivamente, sino que en sus obras apa
recen constantes advertencias contra la «barbarie» de la escolástica medieval
y también contra los peligros de la repetición y del clasicismo. La contrapo
sición de la aemulatio a la imitatio se convirtió en el grito de guerra de mu
chos intelectuales europeos desde Angelo Políziano a Erasmo de Rotterdam.
Los textos descubiertos de nuevo por los humanistas en su grandiosa labor
de hallazgo y de interpretación no se configuraban como simples documen
tos. Esos textos antiguos, sobre los que practicaban su refinada filología,
contenían -a sus ojos- conocimientos, y eran claramente útiles a la ciencia y
a su práctica. La difusión de ediciones hechas directamente sobre los origi
nales griegos, de traducciones no basadas ya (como en la Edad Media) en
traducciones árabes de obras griegas, tuvo efectos decisivos en el desarrollo
del saber científico. Entre las grandes ediciones es suficiente recordar las del
texto griego de Euclides (Basilea, 1533) y la traducción latina de Federico
Commandino (Pesaro, 1572); del texto griego de Arquímedes (Basilea,
1544) y la traducción latina de Commandino (Venecia, 1558); de las traduc
ciones, también de Commandino, de las Cónicas de Apolonio y de la obra de
Pappo (Bolonia, 1566; Pesaro, 1588); la edición del Almagesto de Ptolomeo
(Basilea, 1538) y de las traducciones de la Geografía (un texto prácticamen
te desconocido en la Edad Media). A la primera traducción del griego al la
tín de los escritos hipocráticos (Roma, 1525) le siguieron las ediciones grie
gas de 1526 (Venecia) y de 1538 (Basilea). La extensísima obra de Galeno
(generalmente traducida del árabe en la Edad Media, con interpolaciones de
muchos escritos apócrifos) fue cuidadosamente ordenada y completada con
el hallazgo de tratados desconocidos en Occidente. La primera colección la
tina de escritos galénicos es de 1490 (Venecia); a la edición de los textos
griegos de 1525 (Venecia), le siguieron otras dos a cargo de Joachim Came-
rarius y Leonhart Fuchs (Basilea, 1538).
Lo antiguo y lo nuevo
Entre el descubrimiento de los antiguos y el sentido de lo nuevo que caracte
rizan la cultura de lo que llamamos Renacimiento (que es un término de sig
nificado ambiguo) existe una complicada relación. Porque los principales re
presentantes de la revolución científica adoptaron, frente a la Antigüedad, una
actitud bastante distinta de la de los humanistas. En el momento mismo en
que recurren a los textos de la Antigüedad, Bacon y Descartes niegan el ca
rácter ejemplar de la civilización clásica. No solamente rechazan la imitación
pedante y la repetición pasiva. Consideran también que la aemulatio, en la
que habían insistido muchos humanistas, carece ya de sentido. Lo que ahora
se rechaza es el terreno mismo de una «contienda» con los antiguos: cuando
se pasa demasiado tiempo viajando, afirma Descartes, se acaba siendo extran
jero en el propio país, del mismo modo que el que siente demasiada curiosi
dad por las cosas del pasado acaba, generalmente, por ignorar las cosas pre
sentes. Bacon considera estrecho y limitado el espíritu de los hombres que
vivieron en la antigua Grecia. Si nosotros siguiéramos el camino que siguie
ron los antiguos, no conseguiríamos desde luego imitarles. Se trata de cam
biar el rumbo, de asumir: «No la parte de los juicios, sino la de las pautas»
(Bacon, 1887-1892: m , 572).
En 1647 Blas Pascal tiene aún la impresión de que no se pueden proponer
impunemente ideas nuevas, porque el respeto por la Antigüedad «ha llegado a
un punto tal que todas sus opiniones se toman por oráculos e incluso sus pun
tos oscuros se consideran misterios» (Pascal, 1959: 3). Pero tampoco la aemu
latio tiene ya sentido. Puesto que los antiguos sólo podían utilizar sus ojos, no
podían explicar la Vía Láctea de manera distinta a como lo hicieron. El hecho
de conocer hoy la naturaleza mejor de lo que la conocían ellos nos permite
expresar nuevas opiniones sin ofender ni mostrar ingratitud. Por eso, sin ne
cesidad de contradecirles, podemos afirmar lo contrario de lo que ellos decían
(ibidem: 7-8, 9-11).
La nueva astronomía, que extiende desmedidamente los límites del univer
so, y llega incluso en algunos casos a afirmar su infinitud, produce en muchos
la sensación exacta de la crisis y del fin del saber tradicional. Nos damos
cuenta de que no sabemos nada «que no sea o no pueda ser debatido», escri
bía Pierre Borel en 1657: la astronomía, la física, la medicina «están inmersas
en dudas y ven cómo se derrumban sus propios fundamentos». Petrus Ramus
ha destruido la filosofía de Aristóteles, Copémico la astronomía de Ptolomeo,
Paracelso la medicina de Galeno: «Nos vemos obligados a admitir que sabe
mos mucho menos de cuanto ignoramos» (Borel, 1657: 3-4).
La existencia de una grandiosa revolución en el saber, capaz de suscitar en
los ánimos exaltación, entusiasmo o, como sucede más a menudo, estupor,
desconcierto y sensación de crisis irremediable, es confirmada por numerosos
documentos. ¿Acaso no es evidente, escribe John Dryden, que en el transcur
so de este último siglo nos ha sido revelada una nueva naturaleza? La insis
tencia en el tema de la novedad aparece en toda la cultura europea. Novum
Organum de Bacon, Nova de universis philosophia de Francesco Patrizi
(1591), De mundo nostro sublunari philosophia nova de William Gilbert
(1651), Astronomía nova de Kepler (1609), Consideraciones y demostracio
nes matemáticas sobre dos nuevas ciencias de Galileo (1638), Novo teatro di
macchine de Vittorio Zonca (1607): el término novus aparece, de manera casi
obsesiva, en el título de centenares de libros científicos publicados a lo largo
del siglo xvn (Thomdike, 1971: 459-473).
Las ilustraciones
Como ha destacado en cierta ocasión Erwin Panofsky (que en 1945 publicó
una gran monografía sobre Alberto Durero), la rigurosa descripción de la rea
lidad natural, que aparece en la obra de los grandes pintores y grabadores de
finales del siglo xv y del siglo xvi, tiene para las ciencias descriptivas la mis
ma importancia que tiene (para la astronomía y las ciencias de la vida) la in
vención del telescopio y del microscopio. Las ilustraciones de los libros de
botánica, anatomía y zoología no son simples adiciones al texto. La insufi
ciencia de las descripciones verbales dependía también de la falta de un len
guaje técnico (del que la botánica no va a disponer hasta el siglo xix). En
cualquier caso, la colaboración de los artistas produjo efectos revolucionarios
en las ciencias descriptivas.
Por esto vale la pena remitirse a las observaciones de Leonardo da Vinci
sobre la visión y sobre la pintura y subrayar su exigencia de que todo se hi
ciera visible. Muchos de sus dibujos de rocas, plantas, animales, nubes, mo
vimientos de agua y de aire son actos de conocimiento científico de la rea
lidad natural. En sus dibujos anatómicos se ha observado un progreso
notable entre el período anterior y posterior a 1506, que coincide con la lec
tura del De usu partium de Galeno y con el comienzo de una época en que
practicaba con mayor frecuencia las disecciones. Tres son los temas por los
que Leonardo se apasionó durante muchos años y sobre los que existen nu
merosos dibujos: la anatomía comparada de los vertebrados, el vuelo de los
pájaros y la óptica fisiológica. Centenares de estudios y de dibujos sobre la
anatomía del caballo están relacionados con los proyectos del monumento al
duque de Milán (iniciado en 1483) y con la gran tabla de la batalla de An-
ghiari (iniciada en 1503). Pero la curiosidad de Leonardo sobrepasa con ere-
ces el nivel en el que se detenían los escultores y pintores interesados en el
conocimiento de la anatomía artística o de los músculos superficiales. Leo
nardo fue un observador metódico y sistemático, y esta actitud está relacio
nada con su tesis de la superioridad del ojo sobre la mente, de la observa
ción atenta del mundo real sobre los libros y los escritos. Este es su límite
(tantas veces subrayado justamente por quienes se han opuesto a la imagen
mítica de Leonardo como «científico moderno») y es también su grandeza
irrepetible.
Los dibujos de Leonardo permanecieron en el olvido. En 1461 aparece el
primer ejemplar de xilografía utilizado para ilustrar libros impresos con ca
racteres móviles. El paso de las xilografías a los grabados (entre los más fa
mosos se cuentan los de Durero) y a los aguafuertes (Rembrandt es uno de los
grandes artistas que utiliza esta técnica) conduce a un progresivo refinamien
to de las ilustraciones. El primer texto ilustrado de anatomía es el comentario
a la Anatomía de Mondino de’Luzzi (profesor en Bolonia entre 1315 y 1318),
publicado en Bolonia en 1521 por Giacomo Berengario da Carpi, al que le si
guen, en 1523, las Isagoges breves in anatomiam. Entre los numerosísimos
textos hay que recordar sobre todo el De dissectione partium corporis huma-
ni (1545) de Charles Estienne (Stephanus Riverius). Pero las grandes y bellí
simas tablas anatómicas, dibujadas para el De humani corporis fabrica de
Andrea Vesalio, superan en precisión y detalle a todos los ejemplos anteriores
de representación anatómica, y se han convertido merecidamente en el símbo
lo de un cambio radical en los métodos de observación de la realidad. Vasari
se las atribuye a Jan Stephan van Calcar y desde luego proceden de la escue
la de Tiziano. Basta compararlas con los dibujos anatómicos aproximados de
los manuscritos medievales para darse cuenta de que se ha producido un salto
cualitativo en la manera de observar y representar el cuerpo humano. Se ha
convertido en un tópico destacar una coincidencia de fechas: 1543 es el año
en que Copémico presenta su nueva imagen del universo y Vesalio ofrece a
los hombres un retrato nuevo de su cuerpo. Vesalio, que había nacido en Bru
selas de una familia de médicos, estudió en Lovaina y en París, viajó a Italia
y residió en Venecia; en 1537 fue llamado a Padua para enseñar anatomía y
posteriormente dio clases en Bolonia. En 1538 publicó las seis tablas anató
micas conocidas como Tabulae sex. En 1543 fue personalmente a Basilea pa
ra controlar la impresión de la Fabrica y del Epitome (publicado también
aquel año). Cuando apareció su obra maestra tenía solamente veintiocho años:
«No se me oculta -escribe en el prólogo- que debido a mi edad mi obra ob
tendrá poco reconocimiento y será criticada a causa de la frecuente denuncia
de axiomas galénicos que no corresponden a la verdad ... a menos que mi
obra consiga la protección de algún numen». El numen protector era el empe
rador Carlos V, al que estaba dedicada la obra y que nombró a Vesalio médi
co imperial.
Vesalio sigue a Galeno en cuanto se refiere a las secciones que componen
la obra, en la interpretación de la nutrición y en la afirmación de la mayor im
portancia del sistema nervioso respecto del arterial. También piensa, como
Galeno, que las venas tienen su origen en el hígado. Pero, ya en el prólogo, se
distancia claramente de la tradición al afirmar que Galeno «no se percató de
ninguna de las múltiples y sustanciales diferencias que existen entre el cuerpo
de los monos y el del hombre, excepto de la distinta manera de doblar los de
dos y los garrones»; que él, en una sola demostración anatómica «se equivo
có más de doscientas veces en la descripción correcta de las partes, la armo
nía, el uso y la función del cuerpo humano».
Los numerosos intérpretes contemporáneos que han insistido en el «gale-
nismo» de Yesalio no sólo han demostrado una tendencia a pasar por alto es
tas afirmaciones, sino que tampoco han tenido en cuenta la vehemencia de los
ataques a los que fue sometida la Fabrica por parte de los defensores de la or
todoxia galénica. Jacques Dubois (Jacobus Sylvius), antiguo maestro de Vesa-
lio en París, se convertirá en su principal adversario y enemigo y lo llamará
continuamente (haciendo un desagradable juego de palabras) Vesanus (loco o
delirante), acusándolo de haber envenenado con su obra el mundo de la medi
cina. Vesalio afirmaba enérgicamente la necesidad de una unión total entre la
medicina clínica y la disección (y la cirugía), atacaba con fuerza la medicina
que se reducía a cultura libresca, y luchaba por que en la medicina convergie
ran la teoría y la observación directa. Proponía una nueva imagen del médico,
del profesor de medicina y de la relación que existe, en las ciencias «experi
mentales», entre el trabajo manual y la labor intelectual. El «desprecio por el
trabajo de las manos» le parece que es una de las causas de la degeneración de
la medicina. Los médicos se han limitado a prescribir fármacos y dietas y han
abandonado el resto de la medicina a los que «ellos llaman cirujanos y consi
deran apenas como esclavos». Cuando todo el procedimiento de la operación
manual se confió a los barberos «no sólo perdieron los médicos el conoci
miento de las visceras, sino que perdieron completamente la habiüdad de di
secar». Los médicos no se atrevían a operar, mientras que aquellos a quienes
se había confiado esta tarea eran demasiado ignorantes para leer los libros de
los doctores. De este modo se fue instaurando una costumbre detestable: uno
realiza la disección y otro describe las partes. Este último «grazna desde lo al
to de una cátedra con extraña presunción» y repite hasta el aburrimiento cosas
que no ha observado directamente, sino que ha aprendido de memoria de los
libros: todo se enseña mal y «en esta confusión se presentan a los estudiantes
menos cosas de las que un carnicero podría enseñar a un médico desde su
mostrador» (Vesalio, 1964: 19, 25, 27). En 1555 fue publicada, con algunas
pequeñas correcciones, la segunda edición de la Fabrica. Tras haber sido
nombrado médico de Felipe II, Vesalio renunció a su cargo en 1562. Murió
dos años más tarde, de hambre y de sed, a consecuencia de un naufragio que
se produjo durante el viaje de regreso de una peregrinación a Jerusalén. Se di
rigía a Padua, llamado por el Senado véneto, para dar clases de nuevo en esa
ciudad.
El gran libro de Vesalio era también una prueba visible de la colaboración,
que cada vez se irá haciendo más estrecha, entre la obra de los científicos na
turales y la obra de los artistas dibujantes y grabadores. Las técnicas de ilus
tración, y también las formas de esta colaboración, no siempre fácil, con la in
geniería, la zoología, la anatomía y la botánica, han sido estudiadas analítica
mente, y se ha destacado muchas veces el extraordinario y rápido paso (que se
produce en el transcurso del siglo xvi) de las ilustraciones que tienen por obje
to el texto y están enteramente construidas sobre éste a las que tienen por ob
jeto la naturaleza. Los dos grandes libros alemanes que marcan el inicio de los
modernos herbarios son: los Herbarum vivae icones (1530-1536) de Otto
Brunfels, ilustrados por Hans Weiditz; el De historia stirpium (1542) de
Leonhart Fuchs. En ambos casos la novedad reside más en las ilustraciones
que en los textos. Se ha procurado al máximo, escribe Fuchs en el prefacio,
«que cada planta estuviese representada con sus raíces, tallos, hojas, flores,
semillas, frutos; por lo tanto, se ha evitado deliberadamente modificar la for
ma natural de las plantas mediante sombras u otras cosas innecesarias con las
que los artistas pretenden quizá alcanzar la fama». Al menos en este caso se
ejerció una cierta forma de vigilancia: «No hemos permitido a los artistas ce
der a sus caprichos, para impedir que las reproducciones no se correspondan
exactamente con la realidad» (Fuchs, 1542: Praefatio). Los dos primeros jar
dines botánicos universitarios fueron creados en Padua y en Pisa alrededor de
1544. En los primeros decenios del siglo xvn los «huertos» se convierten,
junto con el aula de anatomía, en elementos imprescindibles para que una
universidad se considere respetable.
Bastante menos numerosas son las obras enciclopédicas dedicadas a la
zoología. Entre las historias «especiales» de animales hay que recordar sobre
todo (también por las ilustraciones) La nature et diversité des poissons (1555)
y L’histoire de la nature des oyseaux (1555) de Pierre Belon; el De piscibus
marinis (1554) de Guillaume Rondelet y el espléndido tratado Dell’anatomía
et delle infermitadi del cavallo, del senador boloñés Cario Ruini. En el ámbi
to de las obras generales, el mayor monumento de la cultura del siglo xvi
(junto a la obra de Ulisse Aldrovandi) es Historia animalium, del zuriqués
Konrad Gesner, que vivió pocos años, pero fue médico y humanista y se de
dicó (y publicó libros) a la botánica, la lingüística, los Alpes y el alpinismo.
A los veintinueve años, en 1545, publicó una Bibliotheca universalis, que era
una bibliografía de los libros impresos en latín, griego y hebreo. Los cinco
volúmenes en-folio de la obra mayor, a los que hay que añadir los tres volú
menes de Icones, fueron publicados entre 1551 y 1558 (el quinto apareció
postumamente en 1587). Constan de unas 4.500 páginas y más de mil graba
dos en madera, obra de artistas de Zurich. La famosa figura del rinoceronte es
original de Alberto Durero y está elaborada a partir de materiales de segunda
mano. En esa ilustración (que servirá de modelo a todas las ilustraciones del
rinoceronte hasta finales del siglo xvm) aparece la influencia de los conoci
mientos que tenía Durero acerca del más célebre de los animales «exóticos»:
el dragón cubierto de escamas (Gombrich, 1972: 98). Al cuerno sobre la nariz
Durero le añadió un pequeño cuerno espiraliforme, situado muy por detrás de
las orejas, en la región de las vértebras cervicales (que no desaparecerá de las
ilustraciones hasta 1698).
Gesner desconoce la anatomía comparada. La clasificación de los anima
les es alfabética (el Hippopotamos aparece entre el Hippocampus y la Hirudo
o sanguijuela). Cada animal está descrito en capítulos a menudo muy exten
sos (al caballo se le dedican 176 páginas en folio, al elefante 33), subdividi-
dos en secciones (designadas por una letra). En las distintas secciones se trata
respectivamente del nombre del animal en las distintas lenguas antiguas y
modernas, de su hábitat y morfología, de las enfermedades, comportamiento,
utilidad y cría, del carácter comestible (en los casos en que sea posible), de su
valor para la medicina, de la etimología y de los proverbios.
Emst Gombrich tiene razón cuando defiende su tesis sobre las «ilustracio
nes» y sobre los «límites de la semejanza con la realidad»: una representación
que ya existe «siempre ejercerá su influencia sobre el artista, incluso cuando
éste quiere fijar la realidad» y «no se puede crear de la nada una imagen vi
sual». Sin embargo, tal como ha destacado él mismo y como se desprende de
una comparación entre las imágenes de un león y de un puerco espín trazadas
por el arquitecto gótico Villard de Honnecourt y la de un conejo pintado a la
acuarela por Durero, en el período comprendido entre los siglos xiv y xvi se
produjo un fenómeno decisivo. El «estilo» perdió rigidez, «aprendió a ade
cuarse con suficiente desenvoltura» a los temas que aparecen ante los ojos
(Gombrich, 1965: 102-103). Este cambio también tuvo efectos importantes
sobre el desarrollo del saber científico.
Nuevas estrellas
En 1609 Galileo Galilei apuntaba con su telescopio al cielo e iniciaba una se
rie de observaciones que se publicarían en un librito, Sidereus Nuncius, apa
recido en Venecia el 12 de marzo del año siguiente. Galileo ve que la superfi
cie de la Luna «no es en realidad uniformemente lisa y completamente
esférica, como creían de ella y de otros cuerpos celestes una numerosa serie
de filósofos, sino que, por el contrario, es desigual, escabrosa, llena de cavi
dades y de protuberancias, al igual que la propia superficie de la tierra, que
aquí se diferencia por las cadenas montañosas y allí por la profundidad de los
valles». Los límites entre las tinieblas y la luz se muestran desiguales y si
nuosos, en la parte oscura de la Luna surgen picos brillantes que, transcurrido
un cierto tiempo, se unen con la parte iluminada. ¿Acaso no sucede lo mismo
en la Tierra? ¿No ilumina la luz de la aurora las cimas más altas de los mon
tes, mientras Ja sombra ocupa las llanuras? Y, una vez salido el Sol, ¿no aca
ban por unirse las iluminaciones de las llanuras y de los montes? El paisaje
lunar es, pues, un paisaje terrestre. La Tierra tiene características que no son
únicas en el universo. Los cuerpos celestes, por lo menos en el caso de la Lu
na, no tienen una naturaleza diferente, no poseen los caracteres de absoluta
perfección que les ha atribuido una tradición milenaria. Y las estrellas son
muchísimo más numerosas de lo que parece «a simple vista». El telescopio
muestra un cielo poblado de innumerables astros, revela la complicada estruc
tura de las constelaciones ya conocidas, muestra la naturaleza de la Vía Lác
tea: «Lo que observamos en tercer lugar es la esencia, es decir, la materia de
la Vía Láctea que, gracias al telescopio, hemos podido observar tan percepti
blemente que se han resuelto, con la certeza que nos dan los ojos, todas las
disputas que durante muchos siglos atormentaron a los filósofos, y nos he
mos librado de prolijos debates». La observación de la parte no iluminada de
la superficie lunar lleva a Galileo a concluir que el brillo de la Luna se debe
a la reflexión de la luz procedente de la Tierra, que a su vez es iluminada por
el Sol. Se demuestra, por último, una diferencia sustancial entre las estrellas
fijas y los planetas. Las primeras, observadas con el telescopio, conservan su
aspecto de puntos luminosos rodeados de «rayos brillantes», no parecen
aumentar de tamaño, como ocurre, en cambio, con los planetas, que aparecen
como globos redondos y perfectamente dibujados, semejantes a pequeñas lu
nas. La distancia de las estrellas fijas a la Tierra es, por tanto, incomparable
mente mayor que la que separa los planetas del globo terrestre.
En algunas páginas del Sidereus Nuncius, que aún hoy siguen provocando
en el lector la sensación de temblor que siempre acompaña a la visión de una
realidad nueva, Galileo expone otro de sus descubrimientos fundamentales.
La noche del 7 de enero observa, junto a Júpiter, tres pequeñas estrellas ex
traordinariamente brillantes, dos al este y una al oeste del planeta; la noche si
guiente aparecen en distinta posición: están todas al oeste; el día 10 dos de las
estrellas están al este, mientras que la tercera está como escondida por el pla
neta; el día 12, después de dos horas de observación, Galileo presencia la apa
rición de la tercera estrella; el 13 aparecen cuatro estrellas: son la luna y los
satélites de Júpiter (llamados en la actualidad lo, Europa, Ganimedes y Calis
te), que Galileo bautizó con el nombre de «estrellas mediceas», en honor de
Cosme II de Médicis.
El carácter revolucionario de los descubrimientos galileanos no pasó inad
vertido a sus contemporáneos. En un poema dedicado al «príncipe de los ma
temáticos de nuestro siglo», Johannes Faber afirmaba que Vespucio y Colón,
navegantes por mares antes desconocidos, debían ceder el paso ante Galileo,
que ha donado al género humano nuevas constelaciones. La comparación con
los grandes descubrimientos geográficos, con los viajes al Nuevo Mundo,
aparece en más ocasiones. William Lower escribe en Inglaterra a su amigo
Thomas Hariot diciéndole que los descubrimientos de Galileo son más impor
tantes que los de Magallanes, a pesar de que éste ha abierto a los hombres vías
antes inexploradas. En 1612, en una obra dedicada a la descripción del mun
do intelectual de su época, Francis Bacon se congratula «con el ingenio de los
mecánicos, con el celo y energía de ciertos hombres doctos que, recientemen
te, con la ayuda de nuevos instrumentos ópticos, como si fueran chalupas y
pequeñas embarcaciones, han empezado a tantear nuevos comercios con los
fenómenos del cielo». Su empresa, sigue diciendo, debe considerarse «una
cosa noble y digna de la raza humana y hay que apreciar a estos hombres,
además de por su coraje, por su honestidad, porque con sinceridad y claridad
han ido dando cuenta del resultado de cada uno de los pasos de su investiga
ción». El lord canciller, a pesar de no aceptar la cosmología de Copémico, era
un gran filósofo. No ocurría lo mismo con sir Henry Wotton, embajador in
glés en Venecia, que era, sin embargo, hombre de vasta erudición y de fina
cultura. El mismo día de la publicación del Sidereus Nuncius envía el libro
a su rey, con la promesa de enviarle pronto un telescopio y con palabras
que transmiten la sensación exacta de desconcierto que la obra de Galileo
había provocado en el escenario tradicional del universo: «Envío a Vuestra
Majestad, con esta carta, la más extraña noticia que jamás haya aparecido
en el mundo. Se trata del libro aquí adjunto del profesor de matemáticas de
Padua ... Éste ha dado un vuelco a toda la astronomía y a toda la astrología ...
El autor puede que llegue a ser extraordinariamente famoso, o extraordina
riamente ridículo».
No faltaron, en efecto, las ásperas polémicas, los firmes rechazos y las
obstinadas manifestaciones de incredulidad. Procedían sobre todo de los círcu
los de la cultura académica vinculada a las posturas del aristotelismo. El céle
bre Cremonini, amigo y colega de Galileo en Padua, no cree que Galileo ha
ya visto nada, protesta contra estas «lentes» que «aturden la mente» y reprocha
a Galileo que haya caído «en todas estas fantasías». En Bolonia, el astrónomo
Giovanni Antonio Magini adopta una actitud de hostilidad y de malevolencia.
Cuando Galileo se dirige a Bolonia, en abril de 1610, para intentar persuadir a
los estudiosos de la verdad de sus descubrimientos, Martino Horki, que se
convertirá inmediatamente en un violento adversario, escribe al gran Kepler:
«He probado de mil maneras este instrumento de Galileo, tanto en las cosas
inferiores como en las superiores; en las primeras hace maravillas, pero falla
en el cielo porque las estrellas fijas aparecen duplicadas».
Más tarde llegarán el reconocimiento de Kepler y, tras la desconfianza ini
cial, la adhesión de los jesuitas. Galileo había vencido, porque para convencer
a los últimos e irreductibles obstinados, para reducir al silencio a aquellos
profesores que negaban las montañas de la Luna o la existencia de los satéli
tes de Júpiter por razones lógico-metafísicas, no hubiera sido suficiente, como
él mismo escribió más tarde, «el testimonio de las propias estrellas que, tras
bajar a la Tierra, hablaran de sí mismas». La realidad del universo había sido
ampliada por el uso de un instrumento mecánico que era capaz de ayudar,
perfeccionar y afinar los sentidos del hombre. Las observaciones astronómi
cas de Galileo no suponían solamente el fin de una visión del mundo. Sus
contemporáneos también las consideraron el acta de nacimiento de un nuevo
concepto de experiencia y de verdad. La «certeza que nos dan los ojos» había
roto el círculo sin fin de las controversias.
El Nuevo Mundo
«En las Indias -escribe José Acosta- todo es portentoso, todo es sorprenden
te, todo es distinto y en escala mayor que lo que existe en el Viejo Mundo.»
También Cristóbal Colón, Femando de Magallanes y todos los numerosos
viajeros y navegantes de comienzos de la Edad Moderna habían visto con sus
ojos -como más tarde Galileo y Hooke y Leeuwenhoeck- cosas nunca vistas
antes. La visión de nuevas tierras también había contribuido a poner en crisis
la idea de la superioridad de los antiguos. Simples marineros -se repite mu
chas veces- pueden ver lo contrario de lo que habían afirmado filósofos grie
gos y Padres de la Iglesia acerca de la habitabilidad de las zonas tórridas, la
existencia de las antípodas, la navegación en los océanos, la intransitabilidad
de las columnas de Hércules.
En el Nuevo Mundo existen plantas desconocidas (maíz, mandioca, pata
tas, judías, tomate, pimiento, calabaza, aguacate, plátano, cacao, tabaco, cau
cho) y animales nunca vistos (pavo, llama, lince, puma, cóndor, jaguar, tapir,
vicuña, caimán). Descripciones de nuevos animales y nuevas plantas aparecen
en la Historia general y natural de las Indias (1526) de Gonzalo Fernández
de Oviedo y Valdés, que fue durante más de cuarenta años veedor de las fun
diciones del oro en Santo Domingo. En documentos y mapas de principios
del siglo xvi, el nuevo continente aparece poblado de unicornios, cinocéfalos
y hombres con los ojos, nariz y boca en el pecho; Fernández de Oviedo re
nuncia a la descripción de seres monstruosos y de entidades imaginarias. Cree
que existe una única naturaleza que adopta formas diferentes en las distintas
partes de la Tierra: plantas que son nocivas en una parte del mundo son salu
dables en otra, los hombres pueden ser blancos o negrísimos y los tigres, que
en nuestras tierras son ágiles y rápidos, «son torpes y pesados en la India de
Vuestra Majestad». Asimismo el jesuíta José Acosta, en la Historia natural y
moral de las Indias (1590), describe las características del suelo, los minera
les, los volcanes, los metales, las plantas, los animales, los peces y los pája
ros. El Nuevo Mundo está poblado de «animales de número y aspecto nunca
conocido, de los que no tienen memoria ni los griegos, ni los latinos, ni nin
gún otro pueblo del mundo de acá». Sobre los mismos temas trata también la
breve obra titulada A Briefe and Troue Report of the New Found Land of Vir
ginia (1588) de Thomas Hariot, uno de los más grandes matemáticos de su
época, que admiraba a Galileo y mantenía correspondencia con Kepler. En
Italia, Federico Cesi adquiere el manuscrito del llamado Tesoro mexicano o
Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, una monumental colección
de botánica y zoología exóticas basada en la relación de Francisco Hernán
dez, médico de Felipe II. Tras varias vicisitudes editoriales, Francesco Ste-
lluti publica el libro en 1651.
Acosta también se había extendido mucho en la explicación de todo lo re
ferente a los habitantes del Nuevo Mundo y de sus costumbres. Su libro, tra
ducido al inglés (1604), al italiano (1606) y al holandés (1624), es el centro
de una amplia polémica que domina la cultura europea desde mediados del si
glo xvi hasta la época de Vico. La polémica gira en tomo a algunas cuestio
nes, a las que no era fácil dar una respuesta. ¿Cómo se concilia la narración
bíblica con la presencia de hombres en un lugar tan alejado del centro de la
religión judía y cristiana? ¿Son los salvajes americanos descendientes, caídos
después en la barbarie, de pueblos que en otro tiempo fueron civilizados? ¿O
bien los diversos pueblos tienen orígenes diferentes y los hombres aparecie
ron simultáneamente en las distintas regiones de la Tierra? ¿Cómo se justifica
la filiación directa de Adán de todos los hombres? ¿El diluvio universal cayó
sobre todas las regiones de la Tierra? O bien, en caso contrario, ¿se trató de
un diluvio local? Y, en este caso, la historia narrada por la Biblia ¿no se con
vierte tan sólo en la historia de un pueblo concreto? ¿No se reduce a la na
rración de una crónica local? ¿Cómo se explica la existencia de una natura
leza distinta a la que nos es familiar? ¿Cómo entraron en el arca de Noé los
animales del Nuevo Mundo, y cómo salieron de ella? ¿Por qué ninguno de
esos ejemplares ha sobrevivido en el Viejo Mundo? ¿Hay que pensar que
Dios, después de los seis días de la creación, siguió creando aquel mundo
nuevo? Y sobre todo, ¿cómo llegaron al Nuevo Mundo los hombres del Vie
jo Mundo?
Freethinkers, esprits forts y libertinos de distinta extracción y naturaleza
se sirvieron extensamente del descubrimiento del Nuevo Mundo para expresar
dudas acerca de la validez del relato bíblico y para avanzar la clase de tesis im
pías a las que se aludía, a finales del siglo xvn y en el siglo xvm, con el cali
ficativo de lucrecianas, spinozistas y materialistas. Gerolamo Cardano afirmó
implícitamente la tesis de que los hombres habían sido generados espontánea
mente de la materia. El aristotélico Andrea Cesalpino sostuvo explícitamente
que «todos los animales, incluido el hombre, pueden haber sido originados a
partir de la materia en putrefacción». Esto, en su opinión, se podía haber pro
ducido sobre todo en lugares de clima tórrido y de vegetación exuberante, co
mo el Nuevo Mundo. Para Giordano Bruno, la presencia de animales y hom
bres del Nuevo Mundo no constituía ningún problema. Era, por el contrario,
la prueba de que cualquier tierra produce todo tipo de animales. Atribuir a los
americanos un origen adámico es absurdo «y realmente no hubo un único pri
mer lobo o león o buey del que procedieran todos los lobos, leones y bueyes
y fueran dispersados por todas las islas, sino que en cualquier parte la tierra
produjo todas las cosas desde el principio». La disputa entre los defensores
del poligenismo y los partidarios del monogenismo (Acosta se encontraba en
tre estos últimos) iba a tener un desarrollo clamoroso.
Paracelso había negado que los americanos tuvieran caracteres humanos.
Como los gigantes, los gnomos, las ninfas, «son semejantes a los hombres en
todo, excepto en el alma». Son «como las abejas, que tienen su rey; como los
patos salvajes, que tienen un jefe; y no viven según el orden de las leyes hu
manas, sino según las leyes de la naturaleza innata». El humanista Juan Ginés
de Sepúlveda, entre otros muchos escritores, filósofos y viajantes, también
había presentado a los indígenas americanos como una subespecie de hom
bres, capaces de cualquier tipo de «abominables crueldades». Radicalmente
distintas son las afirmaciones contenidas en una célebre página de los Ensa
yos (1580) de Michel de Montaigne, que se refiere a las tribus brasileñas: pa
ra juzgar a los pueblos no europeos no es posible ni lícito adoptar el punto de
vista europeo y cristiano. La humanidad se expresa en una variedad infinita
de formas y «cada uno llama barbarie a lo que no se acomoda a sus propias
costumbres» (Montaigne, 1970: 272).
Los debates sobre el «buen salvaje» y sobre el «mal salvaje» se mezclan
con las vicisitudes de la biología y del pensamiento político. En la discusión
acerca del continente americano, se mantiene firme en personajes como Buf-
fon, el abate Comeille de Pauw o los románticos, el carácter «degenerado»,
«decadente» o, en todo caso, «inferior» de la natura del Nuevo Mundo. La
fauna que lo puebla, escribirá Hegel en la Filosofía de la historia, tiene un
aspecto más pequeño, más débil, más tímido.
CAPÍTULO CINCO
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Un nuevo cielo
Copémico
N iklas K oppernigk (1473-1543) latinizó su nom
E
l astrónom o polaco
bre en Copemicus. E l nom bre se ha convertido, en la E dad M oderna, en
el sím bolo de un gran vuelco en el pensam iento, el acta de nacim iento de
una nueva era y de una revolución intelectual. N icolás C opém ico, com o se
ha destacado m uchas veces, no adoptó, ni en su vida ni en sus obras, nin gu
na p ostura revolucionaria. C onsideró, com o buen hum anista, que la p osib ili
dad m ism a de un nuevo m étodo de cálculo de los m ovim ientos de las esfe
ras (capaz de p on er fin a las dudas de los astrónom os) se debía b u scar en
los textos de los filósofos antiguos. P resentó su doctrina com o u n intento de
resu citar las antiguas tesis de P itágoras y de F ilolao. F ue extrem adam ente
cauto e indeciso. Se sintió seriam ente preocupado p or el «desprecio» que su
extraña e in só lita doctrina sobre el m ovim iento de la T ierra p o d ía suscitar
en el m undo de los eclesiásticos y de los profesores. E scribió su obra m a g
na, el De revolutionibus orbium coelestium (1543), estableciendo un co nti
nuo p aralelism o con el Almagesto de P tolom eo, siguiéndolo libro p or libro
y sección p or sección, hasta el punto de que K epler se perm itió observar
que, m ás que in terp retar la n aturaleza, lo que h abía hecho C o pém ico era in
terpretar a P tolom eo.
Copémico nació en Tomñ (en alemán Thom) a orillas del Vístula, en una
ciudad que en 1466 había pasado a la soberanía del rey de Polonia. Hijo de un
comerciante, fue adoptado por un tío materno (que más tarde fue obispo de
Warmja). Al finalizar los estudios en la Universidad de Cracovia, su tío le
animó a marchar a las universidades italianas. Su nombre aparece registrado,
en 1496, en los rollos de la Natío Germanorum de la Universidad de Bolonia,
donde fue amigo y alumno del astrónomo Domenico Maria Novara (1454-
1504). En 1500 estuvo en Roma y, al año siguiente, regresó a su patria para
tomar posesión de la canonjía de Frauenburg. Pero regresó a Italia el mismo
año: en Padua siguió estudiando leyes y medicina durante cuatro años; en Fe
rrara consiguió el doctorado en derecho canónico. En 1506, tras nueve años
de estancia en Italia, regresó a Polonia como secretario y médico de su tío.
Cuando en 1512 murió su tío, se estableció en Frauenburg, donde permaneció
durante más de treinta años, trabajando hasta su muerte en su obra capital.
Entre los años 1507 y 1512 (aunque sobre estas fechas los especialistas
tienen opiniones opuestas), Copémico redactó De hypothesibus motuum coe-
lestium commentariolus, que muchos conocieron en su versión manuscrita. En
esta obra se presentaban las siete petitiones que darían lugar a una nueva as
tronomía.
1. No existe un solo centro de todos los orbes celestes o esferas (es decir,
existen, a diferencia de cuanto afirmaba Ptolomeo, dos centros de rotación: la
Tierra que es el centro de rotación de la Luna, y el Sol, que es el centro de ro
tación de los otros planetas).
2. El centro de la Tierra no coincide con el centro del universo, sino sólo
con el centro de la gravedad y de la esfera de la Luna (esta petitio planteaba
de nuevo el problema de una explicación de la gravedad).
3. Todas las esferas giran alrededor del Sol (que es, por tanto, excéntrico
respecto al centro del universo).
4. La relación entre la distancia Tierra-Sol y la altura del firmamento es
menor que la relación entre el radio terrestre y la distancia Tierra-Sol. Esta úl
tima es, pues, imperceptible en relación con la altura del firmamento (si el
universo tiene dimensiones tan grandes, el movimiento de la Tierra no puede
dar lugar a un movimiento aparente de las estrellas fijas).
5. Todos los movimientos que aparecen en el firmamento no están causa
dos por movimientos del firmamento, sino por el movimiento de la Tierra. El
firmamento permanece inmóvil, mientras que la Tierra, con los elementos que
le son más próximos (la atmósfera y las aguas de su superficie), realiza una
rotación completa sobre sus polos fijos en un movimiento diurno.
6. Lo que a nuestros ojos son movimientos del Sol no están causados por
el movimiento del propio Sol, sino por el movimiento de la Tierra y de nues
tra esfera, con la que (como cualquier otro planeta) giramos alrededor del Sol.
La Tierra tiene, por tanto, más de un movimiento.
7. El aparente movimiento retrógrado y directo de los planetas no procede
de su movimiento, sino del de la Tierra. El movimiento de la Tierra es sufi
ciente para explicar por sí solo todas las desigualdades que aparecen en el cie
lo (los llamados «movimientos retrógrados» de los planetas se convierten en
movimientos aparentes, puesto que dependen del movimiento de la Tierra).
Entretanto Copémico había confiado el grueso manuscrito del De revolu-
tionibus al joven Georg Joachim Rheticus (1514-1576, su verdadero nombre
era Lauschen, latinizado en Rheticus para indicar la procedencia de la antigua
provincia romana de la Rética). Discípulo y admirador de Copémico, Rheti
cus publicó en 1540 la célebre Narrado prima, que, junto a una serie de con
sideraciones astrológicas sobre la caída del imperio romano, el nacimiento del
imperio musulmán y la segunda venida de Jesucristo, contiene una clara ex
posición de la cosmología copemicana. Gracias a esta obra, que fue reimpre
sa en Basilea al año siguiente ya con el nombre de su autor, el mundo de los
hombres doctos tuvo una información más extensa de las ideas y de la gran
obra de Copémico.
En su exposición, Rheticus insistía con gran énfasis en la mayor simplici-
dad y armonía del sistema copemicano respecto del ptolemaico. Todos los mo
vimientos de los planetas pueden explicarse mediante el movimiento uniforme
del globo terrestre. Si se coloca al Sol inmóvil en el centro del universo y es la
Tierra la que gira a su alrededor sobre una excéntrica u orbe magno, la autén
tica inteligencia de las cosas celestes depende sólo de los movimientos regula
res y uniformes del globo terrestre. ¿Por qué no debía adoptar Copémico la
«adecuada teoría» del movimiento terrestre? Adoptando esa hipótesis, para la
construcción de una ciencia exacta de los fenómenos celestes «sólo se preci
saba la octava esfera inmóvil, estando el Sol también inmóvil en el centro del
universo, y para explicar los movimientos de los otros planetas sólo se preci
saban combinaciones de epiciclos y excéntricas, de excéntricas y excéntricas,
de epiciclos y epiciclos» (Rheticus, 1541: 460-461). La atribución del movi
miento a la Tierra permitía reafirmar la circularidad de los movimientos ce
lestes. Mientras que en el sistema tradicional el movimiento de retrograda-
ción se explicaba colocando el planeta sobre un epiciclo, cuyo centro gira a
su vez alrededor de la Tierra sobre el deferente del planeta, en el nuevo sis
tema los planetas se mueven con movimiento continuo y todos en la misma
dirección. Las irregularidades de sus movimientos son atribuidas al punto de
vista, distinto en cada momento, del observador situado sobre la Tierra en
movimiento.
El texto del De revolutionibus (publicado en mayo de 1543) fue llevado,
según cuenta la tradición, al lecho de muerte de Copémico. En las páginas de
la Dedicatoria Copémico insistía también, como había hecho ya Rheticus, en
la mayor simplicidad y armonía del sistema. Oponía el nuevo al antiguo in
sistiendo en los desacuerdos, las dudas y las contradicciones de los seguidores
de la tradición.
La revolución copemicana no consistió en un perfeccionamiento de los
métodos de la astronomía, ni en un descubrimiento de nuevos datos, sino en
la constmcción de una cosmología nueva basada en los mismos datos propor
cionados por la astronomía ptolemaica. Esta cosmología está, además, fuerte
mente ligada a algunas tesis fundamentales del aristotelismo: el universo co-
pernicano es perfectamente esférico y finito; la esfericidad a la que tienden
todos los cuerpos constituye una forma perfecta y es una totalidad acabada en
sí misma, que es atribuida justamente a los cuerpos divinos; el movimiento
circular de las esferas cristalinas deriva del hecho de que la movilidad propia
de la esfera consiste en moverse en círculo («mobilitas sphaerae est in circu-
lum volvi»), la condición de inmovilidad del Sol (que, como el cielo de las
estrellas fijas, es inmóvil) deriva de su naturaleza divina y su centralidad de
riva del hecho de que esta «linterna del mundo», llamada por otros «mente y
rector del universo», está colocada en el mejor lugar, desde el cual «puede
iluminar todas las cosas simultáneamente» (Copémico, 1979: 212-213).
La simplicidad del nuevo sistema era más aparente que real: para justificar
los datos de las observaciones, Copémico se veía obligado, en primer lugar, a
no hacer coincidir el centro del universo con el Sol (su sistema ha sido defi
nido como heliostático mejor que como heliocéntrico), sino con el punto cen
tral de la órbita terrestre; en segundo lugar, a reintroducir, como en Ptolomeo,
una serie de círculos que giran alrededor de otros círculos; finalmente, a atri
buir a la Tierra (además del movimiento de rotación alrededor de su eje y de
revolución alrededor del Sol) un tercer movimiento de declinación («declina-
tionis motus») para justificar la invariabilidad del eje terrestre respecto a la
esfera de las estrellas fijas.
La revolución copemicana tenía esta característica: no se limitaba a opo
ner algunas tesis nuevas a las tesis tradicionales, conseguía realmente susti
tuir a Ptolomeo, mejorar el Almagesto en el terreno de los cálculos y de la
construcción de las tablas planetarias. Las nuevas tablas, conocidas como Ta-
bulae prutenicae (1551), elaboradas por Erasmo Reinhold (1511-1553) sobre
bases copemicanas, fueron aceptadas incluso por los más denodados adver
sarios del nuevo sistema del mundo, y el propio Reinhold no fue nunca co
pemicano. El sistema presentado en el De revolutionibus se basaba en una
refinada matemática pitagórica que podía ser apreciada por los astrónomos
profesionales. A algunos de ellos aquel sistema les pareció no sólo más sim
ple y armonioso que el anterior, sino incluso más acorde con el presupuesto
metafísico (que Copémico mantuvo bien firme) de la perfecta circularidad de
los movimientos celestes.
Muchos elementos fundamentales que constituyen ese grandioso fenóme
no que llamamos «la revolución astronómica» (eliminación de las excéntricas,
de los epiciclos, de la realidad de las esferas sólidas, la infinitud del universo)
no aparecen en la obra de Copémico. Pero hay textos que, sin presentarse co
mo revolucionarios, provocan tremendas revoluciones intelectuales. Así ocu
rrió con Copémico, como ocurrirá también con Darwin. Se trata de textos que
son leídos, aunque sea de manera superficial, por un número creciente de per
sonas no especialistas. No sólo impresionan la mente, sino también la imagi
nación de los hombres, eliminan respuestas viejas y consolidadas y plantean
una gran cantidad de problemas nuevos. En el caso de Copémico: ¿qué es la
gravedad y por qué los cuerpos pesados caen sobre la superficie de una Tierra
en movimiento? ¿Qué es lo que hace mover a los planetas y cómo es que se
mantienen en sus órbitas? ¿Cuál es la extensión del universo y cuál es la dis
tancia entre la Tierra y las estrellas fijas? Pero no sólo se planteaban proble
mas nuevos en el seno de las ciencias. La admisión del movimiento terrestre
y la aceptación del nuevo sistema, además de representar un vuelco en la as
tronomía y en la física y la necesidad de su reestructuración, suponían tam
bién una modificación de las ideas sobre el mundo, una nueva valoración de
la naturaleza y del lugar del hombre en la naturaleza. En todo sistema que se
encuentra en equilibrio inestable (y tal era sin duda la astronomía de los tiem
pos de Copémico) existen sin duda puntos problemáticos, que no pueden to
carse sin que se derrumbe todo el sistema. El movimiento de la Tierra era uno
de estos.
El mundo se ha hecho añicos
Ya en 1539 Lutero, en uno de los Dichos de sobremesa, se refiere a un «as
trónomo de cuatro chavos» que sostiene que la Tierra se mueve, pretende dar
un vuelco a toda la astronomía, choca con el texto de la Escritura que dice
que Josué ordenó detenerse al Sol, y no a la Tierra. Seis años después de la
publicación de la obra capital de Copémico, Philipp Melanchthon, en los Ini-
tia doctrinae physicae, insiste en que los que creen que la octava esfera y el
Sol no giran alrededor de la Tierra sostienen argumentos impíos y peligrosos,
contrarios a la honestidad y a la decencia. Calvino, aunque sin citar nunca a
Copémico, reafirmaba enérgicamente el valor literal de las Escrituras.
Se ha discutido mucho sobre la postura que adoptaron protestantes y cató
licos frente al copemicanismo. Una de las leyendas historiográficas más di
fundidas es la que afirma que la Curia romana y los teólogos escolásticos
mantuvieron una postura básicamente de indiferencia ante el problema. Tan
sólo tres años después de la muerte de Copémico, en 1546, el dominico Gio-
vanni María Tolosani, vinculado a Bartolomeo Spina, maestro del Sacro Pala
cio y por entonces portavoz casi oficial de las reacciones de la Curia, adopta
ba una actitud enérgica de franca oposición al nuevo sistema en el De veritate
Sacrae Scripturae (que permaneció inédito hasta 1975). El copemicanismo, a
los ojos de Tolosani, tiene un defecto básico y fundamental: viola el principio
fundamental e irrenunciable de la subaltematio scientiarum, según el cual
«una ciencia inferior tiene necesidad de la ciencia superior». No se trata de
una cuestión baladí. La primera de entre las ciencias, la teología, ofrece al
cosmólogo una descripción de la estructura física del universo y ninguna
ciencia puede entrar en contradicción con la teología: «Copémico, hábil en
la ciencia matemática y astronómica, es deficiente en las ciencias físicas y
dialécticas, y es inexperto en las Escrituras». El texto de Tolosani lo leerá de
tenidamente otro dominico, Tommaso Caccini, cuya actitud violenta, expresa
da con ocasión de un sermón pronunciado el 20 de diciembre de 1614 en Santa
María Novella, será la base de la condena de 1616, que declaraba «filosófica
mente necia y absurda y formalmente herética» la teoría de Copémico. En la
Dedicatoria a Pablo III, Copémico había apelado a su autoridad y juicio para
que «impidiese la mordedura de los calumniadores, aunque es proverbial que
no existe remedio alguno contra la mordedura de los delatores» (cf. Campo-
reale, 1977-1978; Garin, 1975: 283-295).
Con el tiempo las mordeduras irán siendo muy numerosas, pero, como
ocurre siempre con las novedades, no faltaron tampoco cautas adhesiones de
especialistas, entusiasmos bastante firmes aunque poco fundamentados técni
camente, rechazos desdeñosos y, sobre todo, manifestaciones de turbación y
de incertidumbre. El De revolutionibus se publicó de nuevo en Basilea en
1556 (trece años después de la primera edición), llevando como apéndice la
Xarratio prima de Rheticus, que era el texto más útil para que los lectores no
especialistas entendieran el nuevo sistema del mundo. Las Tabulae prutenicae
de Reinhold (1551) fueron revisadas y ampliadas en 1557. El año anterior ha
bía sido publicado en Londres The Castle of Knowledge, del médico y mate
mático Robert Recorde (1510 C.-1558). En el diálogo entre un maestro y un
discípulo, el primero afirma que es prematuro discutir acerca del movimien
to de la Tierra, puesto que la idea de su inmovilidad está tan fuertemente en
raizada en las mentes que hace que las tesis opuestas parezcan descabelladas;
el segundo niega que las opiniones aceptadas por muchos sean siempre ver
daderas.
Los astrónomos se mostraron en general muy cautelosos. Rechazaron (con
las dos grandes excepciones de Kepler y de Galileo) la idea misma de hacer
una declaración en el sentido de que el sistema ptolemaico había sido supera
do. Tras el éxito de las nuevas tablas, la postura dominante entre ellos era la
de Thomas Blundeville, que afirmaba (en 1594) que con la ayuda de una fal
sa hipótesis Copémico había conseguido ofrecer las demostraciones más
exactas que jamás se habían hecho. Michael Maestlin (1550-1631), profesor de
astronomía en Tubinga, incluyó en las últimas ediciones del Epitome astrono-
miae (1588) apéndices en los que se exponía el sistema copernicano. Tenien
do en cuenta que fue maestro de Kepler, hay que presumir que instruyese al
alumno en el nuevo sistema. Colaboró también en la redacción y en la impre
sión del Mysterium cosmographicum de Kepler (1596), quien lo recompensó
por el trabajo realizado (que incluía complicados cálculos) regalándole una
copa de plata dorada y seis táleros de plata. Hacia 1587, Chistopher Roth-
mann, astrónomo del landgrave Guillermo IV de Hesse-Kassel, defendió
enérgicamente, en su correspondencia con Tycho Brahe, la validez del coper-
nicanismo. En sus cartas refutaba las objeciones más tradicionales al movi
miento de la Tierra y afirmaba la imposibilidad de sostener una interpretación
literal de las Escrituras, que obligaría a creer incluso en la existencia de las
aguas celestes (una cuestión que a lo largo de toda la cosmología de la Edad
Media había tenido una importancia fundamental).
El matemático Giovanni Battista Benedetti (1530-1590), en el Diversarum
speculationum mathematicarum et physicarum liber (1585), niega valor a los
argumentos sacados del aristotelismo que se utilizaron contra Copémico. En
tre los filósofos, junto a Thomas Digges y a Giordano Bruno, hay que recor
dar a Francesco Patrizi da Cherso (1529-1597), profesor de filosofía platónica
en Ferrara y más tarde en Roma, adonde acudió llamado por Clemente VIII.
La visión que tuvo Patrizi del universo parece, desde nuestro privilegiado
punto de vista de modernos, una extraña mezcla. En su sistema la Tierra to
davía figura como centro del cosmos y el Sol gira alrededor de la Tierra. La
Tierra (como dice Copémico) está en movimiento. Pero Patrizi sólo acepta
uno de los tres movimientos que supone Copémico, el diurno. Las estrellas,
como si fuesen grandes animales, se mueven por sí solas, no están fijadas a
esferas reales, sino que se mueven gracias a un ánima que está presente en
ellas. El cielo es único, continuo y fluido. El movimiento de las estrellas fijas
es aparente y depende del movimiento diurno de la Tierra alrededor de su eje.
Las estrellas no se encuentran todas a la misma distancia de la Tierra, sino
que están esparcidas en una profundidad infinita.
Puede que esto no guste a los astrónomos, pero lo cierto es que las lineas
de demarcación entre quienes rechazan o aceptan el copemicanismo, o mani
fiestan dudas frente a lo nuevo, no coinciden en absoluto con las que separan
a los astrónomos profesionales de los filósofos o de los escritores. Los prime
ros que sostuvieron en Inglaterra la verdad copemicana no se pueden incluir
en modo alguno entre los «modernos» o entre los defensores de un nuevo mé
todo científico. Robert Recorde, al que ya hemos mencionado, concibe la as
tronomía como una sierva de la astrología; el matemático copemicano John
Dee (1527-1608), además de ser el autor de un célebre prefacio a Euclides,
escribió Monas hieroglyphica (1564), una obra que pretende desvelar los
secretos de las virtudes supracelestiales a través de los misterios de la cá-
bala, las composiciones numéricas de los pitagóricos y el sello de Hermes;
a Hermes Trismegisto, y al poema Zodiacus vitae (1534) del ferrarás Palinge-
nio Stellato (Pier Angelo Manzolli, 1503 C.-1543) se remite Thomas Digges
(1543-1575), que en Perfit Description of Cáelestiall Orbes, añadido en 1576
al Prognostication Everlasting del padre Leonhard, habla de un orbe inmóvil
de las estrellas fijas que se extiende infinitamente hacia lo alto y que él con
cibe como «el palacio de la felicidad y la verdadera corte de los ángeles ce
lestiales carentes de anhelos, que llenan la morada de los elegidos». Hacia
1585, Giordano Bruno (1548-1600) se manifestó, en Inglaterra, defensor de la
visión copemicana del mundo. En la Cena de las cenizas, en el Del infinito:
el universo y los mundos (1584) presenta la teoría de Copémico sobre el fon
do de la magia astral y de los cultos solares, asocia el copemicanismo con la
temática presente en el De vita coelitus comparanda de Marsilio Ficino y ve
en el «diagrama» copemicano el «jeroglífico» de la divinidad: la Tierra se
mueve porque vive alrededor del Sol; los planetas, como estrellas vivas, eje
cutan con ella su recorrido; otros innumerables mundos, que se mueven y vi
ven como grandes animales, pueblan el infinito universo. En los textos de Wi-
lliam Gilbert, que en cierto modo también era «copemicano», no faltan temas
vitalistas ni alusiones a Hermes, Zoroastro y Orfeo.
La teoría heliocéntrica se asoció a menudo a algunos de los temas más ca
racterísticos de la tradición mágico-hermética. Situándose en una postura con
traria a esta última tradición, no era imposible incluir a los seguidores de Co-
pérnico en el contexto de un rechazo más general del platonismo místico. En
este contexto, tan lleno de dudas y de equívocos, debe situarse incluso la pos
tura adoptada por Francis Bacon (entre 1610 y 1623) frente al copemicanismo.
Esto ha sido aprovechado muchas veces (por ejemplo, por los espiritualistas de
la segunda mitad del siglo xix y por los neopositivistas y popperianos del siglo
xx) para expresar condenas ahistóricas. Hablar de «retroceso científico» ante
las dudas manifestadas en aquellos años carece de sentido. Bacon, que en
1612 se entusiasmó con los descubrimientos de Galileo, muere en 1626. La
«conversión» de Marín Mersenne (1588-1648) al copemicanismo se produce
entre 1630 y 1634. En los Novarum observationum libri de 1634, el matemá
tico Gilíes Personne de Roberval (1602-1675) afirma que en cierto modo no
puede decirse cuál de los tres sistemas del mundo que se disputan el terreno
es el verdadero, puesto que puede ocurrir «que los tres sistemas sean falsos y
que el verdadero nos resulte desconocido».
En la Universidad de Salamanca, los estatutos de 1561 establecían que el
curso de matemáticas debía incluir a Euclides y a Ptolomeo o Copémico, a
elección de los estudiantes. Parece ser que Copémico no era elegido casi nun
ca. Pero el caso de Salamanca es realmente excepcional. En las universidades,
incluidas las de los países protestantes, se enseñan los dos (o tres) sistemas,
uno junto al otro, hasta las últimas décadas del siglo xvn. También hay que
recordar que los que negaban la realidad de las esferas celestes (entre 1600 y
1610) no pertenecían (como ocurre con Gilbert, Brahe, Rothmann) al mundo
académico. En los manuales de astronomía el número de los que negaban las
esferas no empieza a aumentar espectacularmente hasta el segundo decenio del
siglo xvn, y no se abandona definitivamente esta doctrina hasta los años trein
ta. La aceptación del nuevo sistema del mundo por parte de la cultura exigía
una respuesta a preguntas difíciles, que no eran tan sólo de carácter astronómi
co. Parte de la grandeza de Galileo y de Kepler consiste en haber hecho una
opción clara por el copemicanismo. Ambos reconocieron en Copémico a su
maestro. Ambos contribuyeron decisivamente a confirmar la revolución astro
nómica que Copémico había iniciado. Pero también costó mucho que sus con
tribuciones fueran aceptadas. Los versos del Anatomy ofthe World (1611), del
gran poeta John Donne (1573-1631), se han convertido en el símbolo de la
sensación de desconcierto, que muchos compartieron, ante el derrumbamiento
de certezas tranquilizadoras:
La nueva filosofía lo pone todo en duda
el elemento Fuego se ha apagado por completo,
el Sol se ha perdido y la Tierra; y a ningún hombre
la mente le enseña ya dónde buscarla.
Espontáneamente los hombres confiesan
que este mundo está acabado,
cuando en los planetas y en el firmamento
tantos buscan lo nuevo. Y ven que el mundo
se ha hecho añicos en sus átomos.
Todo está hecho pedazos, toda coherencia ha desaparecido,
toda providencia justa, toda relación:
príncipe, súbdito, padre, hijo son cosas olvidadas,
porque cada hombre cree que ha conseguido, por sí solo,
ser un Fénix...
(Donne, 1933: 202)
Tycho Brahe
Se ha hablado antes de un tercer sistema del mundo. El astrónomo danés Tyge
Brahe (1546-1601), que latinizó su nombre en Tycho, era un autodidacto que
había estudiado en Leipzig (sin seguir de manera regular los cursos de la uni
versidad), sentía un gran interés por la alquimia y creía firmemente en una afi
nidad entre los hechos celestes y los fenómenos terrestres. En la portada de una
de sus obras, la Astronomiae instauratae mechanica, aparece encorvado sobre
un globo, con un compás en una mano y la mirada dirigida hacia el cielo. El
lema que acompaña la figura es suspiciendo despido (miro hacia abajo, miran
do hacia lo alto). La otra ilustración lo representa dirigiendo la mirada hacia un
aparato químico y con una serpiente (símbolo de Esculapio) enroscada al brazo.
El lema es despiciendo suspicio (mirando hacia abajo, miro hacia lo alto).
Más que un filósofo natural, Tycho fue un paciente y muy agudo observa
dor. Sin duda el más grande observador a simple vista que haya tenido jamás
la historia de la astronomía. Sus primeras observaciones se remontan al año
1563, cuando tenía dieciséis años, y prosiguieron durante toda su vida, alcan
zando una precisión que a muchos historiadores de la astronomía les parece
casi increíble. Brahe se procuró muchos instrumentos y construyó muchos
otros de gran precisión. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, ob
servaba los planetas continuamente y no sólo cuando se presentaban en una
conjunción favorable.
La noche del 11 de noviembre de 1572, cuando regresaba a su casa, Tycho
(que tenía entonces veintiséis años) vio una nueva estrella muy brillante en la
constelación de Casiopea. Aquel hecho decidió el rumbo de su vida. Tycho
renunció a emigrar a Basilea y, gracias a sus observaciones, obtuvo del rey de
Dinamarca el señorío de la isla de Hveen, donde mandó construir el espléndi
do castillo de Uraniborg, dotado de observatorios y laboratorios, que se con
virtió en un centro de enseñanza para muchos jóvenes astrónomos europeos.
Luminosa como Venus en el período de su máximo esplendor, la nueva estre
lla irá apagándose lentamente hasta desaparecer del todo a comienzos de
1574. Esa estrella, escribirá Kepler, «si bien no fue signo de nada ni dio ori
gen a nada, sí fue, sin embargo, el signo y el origen de un gran astrónomo».
En De stella nova (1573) Brahe comunicaba sus observaciones. Si no se tra
taba de un cometa, si la nueva estrella aparecía en la misma posición frente a
la esfera de las estrellas fijas, es que en los cielos inmutables se había produ
cido un cambio y se podían plantear dudas sobre el contraste entre la inmuta
bilidad de los cielos y la mutabilidad del mundo sublunar. La observación de
los cometas de 1577 y de 1585 confirmó la hipótesis de Brahe. Intentó medir
la paralaje del cometa de 1577: su valor era demasiado pequeño para referir
se a las regiones del mundo sublunar. Todos los cometas que ha observado,
concluía, «se mueven en las regiones etéreas del mundo y nunca en el mundo
sublunar, como han querido hacemos creer durante tantos siglos Aristóteles y
sus seguidores». Si los cometas estaban situados por encima de la Luna, los
planetas no podían estar fijados en las esferas cristalinas de la astronomía tra
dicional. Según su opinión, escribirá a Kepler, «la realidad 'de todas las esfe
ras debe ser excluida de los cielos». Los cometas no siguen la ley de ninguna
esfera, sino que actúan «en contradicción con ellas». La máquina del cielo no
es un «cuerpo duro e impenetrable, compuesto de esferas reales, como han
creído muchos hasta este momento, sino que el cielo es fluido y libre, abierto
en todas direcciones, de modo que no opone ningún obstáculo al libre recorri
do de los planetas que está regulado, sin ninguna maquinaria ni rodamiento
de esferas reales, de acuerdo con la sabiduría reguladora de Dios». Las esfe
ras «no existen» realmente en los cielos, «sólo se admiten en beneficio del
aprendizaje» (Kepler, 1858-1871: I, 44, 159).
Esta afirmación de Brahe tenía una importancia revolucionaria, compara
ble a la de Copémico sobre la movilidad de la Tierra. En el campo de la as
tronomía (y no, como había sucedido en el caso de Francesco Patrizi, en el de
la imaginación especulativa) había caído uno de los dogmas centrales de la
cosmología tradicional: el de la incorruptibilidad e inmutabilidad de los cie
los. En el capítulo octavo del De mundi aetherei recentioribus phaenomenis
liber secundus (el propio título, con la referencia a fenómenos recientes, era
un desafío a la tradición), publicado en Uraniborg en 1588, Brahe exponía
también las líneas esenciales de su sistema del mundo. Este tenía su origen en
un doble rechazo: de la astronomía ptolemaica y de la astronomía copemica
na. Copémico ha construido un elegante sistema del mundo, matemáticamen
te superior al ptolemaico, pero Tycho no cree, como pretende Copémico, que
al «cuerpo torpe y enorme de la Tierra» se le pueda atribuir movimiento (es
más, tres movimientos). Si la Tierra estuviera en movimiento, afirma, una
piedra lanzada desde una torre no caería a los pies de la torre, como en cam
bio sucede. El sistema de Copémico es además inaceptable porque entre la
órbita de Saturno y las estrellas fijas se debería situar un espacio enorme, a
causa de la falta de una paralaje observable de las estrellas. Por último, el sis
tema de Copémico se opone a las Escrituras, donde aparecen numerosas refe
rencias a la inmovilidad de la Tierra. El nuevo sistema deberá «estar de acuer
do tanto con la matemática como con la física, evitar la censura teológica,
estar en completo acuerdo con lo que se observa en los cielos» (Brahe, 1913-
1929: IV, 155-57).
En el sistema de Tycho la Tierra está inmóvil en el centro de un universo
encerrado en una esfera estelar, cuya rotación diaria da cuenta de los círculos
diarios de las estrellas. La Tierra también está (como en el sistema ptolemai
co) en el centro de las órbitas de la Luna y del Sol. En el centro de las órbitas
de los otros cinco planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) se en
cuentra, en cambio, el Sol. La negación del carácter material de las esferas
procede también del hecho de que las órbitas se cortan en varios puntos. Epi
ciclos, excéntricas y ecuantes siguen siendo necesarios para el funcionamien
to del sistema.
Desde el punto de vista de los cálculos, el sistema de Tycho era en todo
equivalente al copemicano y conservaba todas sus ventajas matemáticas. Ex
cluía cualquier cuestión conflictiva con las Escrituras y no suponía el abando
no, tan fuertemente enraizado en el sentido común y en la opinión de los doc
tos, de la inmovilidad de la Tierra y de su posición central en el universo. Se
convirtió en un punto de convergencia para cuantos no aceptaban la revolu
ción copemicana y fue preferido por muchos jesuítas. La enorme autoridad de
Brahe supuso, sin duda, un obstáculo para la difusión del copemicanismo. Pe
ro los problemas que su gran astronomía había planteado favorecieron la cri
sis y el gradual abandono del sistema ptolemaico.
Kepler
Johannes Kepler (1571-1630) nació en Weil, en la región de Württemberg, de
familia luterana. Con la intención de convertirse en pastor, frecuentó la uni
versidad protestante de Tubinga, donde Maestlin enseñaba astronomía y expo
nía a los estudiantes tanto el sistema ptolemaico como el copemicano. En
1594 aceptó un puesto de matemático de los estados de Estiria y de profesor
de matemáticas en el seminario de Graz, en Austria. Entre sus obligaciones fi
guraba también la confección de «pronósticos», en uno de los cuales predijo
un invierno frío, revueltas campesinas y la guerra contra los turcos. No pudo
evitar, a continuación, la elaboración de horóscopos, algunos de los cuales,
como el de Wallenstein, son además penetrantes retratos psicológicos. Escri
bió en 1595 y publicó en 1596 (con la ayuda de Maestlin) el Mysterium cos-
mographicum.
Los historiadores siempre han considerado que las obras de Kepler son
textos muy peculiares. A diferencia de cuanto sucede normalmente con todas
las obras que los científicos han legado a la posteridad, Kepler no se limita a
exponer al lector los resultados de sus investigaciones, sino que narra también
los motivos por los que ha llegado a sus teorías, cuenta sus tentativas y sus
vacilaciones, y se detiene en sus propios errores. Considera que para com
prender un libro es esencial hacer una exposición de los motivos que han in
ducido a escribirlo. Al oír exponer el sistema de Copémico, cuenta Kepler, y
convencido de la insuficiencia del sistema tradicional, sintió un gran entusia-
mo por éste, hasta el punto de defenderlo y de iniciar una investigación sobre
las «razones físicas y metafísicas», y no meramente matemáticas (como en
Copémico), del movimiento del Sol. El sistema copemicano, según Kepler,
está de acuerdo con los fenómenos celestes, es capaz de demostrar los movi
mientos pasados y de predecir los futuros con una exactitud mayor que el de
Ptolomeo y los otros astrónomos. Con las hipótesis tradicionales hay que es
tar continuamente inventando esferas, mientras que Copémico ha simplifica
do la máquina del mundo; en esta mayor simplicidad reside también la verdad
del nuevo sistema, porque la naturaleza ama la simplicidad y la unidad; en
ella no se encuentra nunca nada ocioso ni superfluo.
Pero el objetivo principal del Mysterium cosmographicum no es defender
a Copémico, sino demostrar que, en la creación del mundo y en la disposición
de los cielos, Dios «tuvo en cuenta los cinco cuerpos regulares que han goza
do de tan gran fama desde los tiempos de Pitágoras y Platón» y concedió a su
naturaleza el número, la proporción y las relaciones de los movimientos ce
lestes. Los cinco sólidos regulares o «cósmicos» a los que se refiere Kepler
tienen una característica especial: sólo en ellos las caras son idénticas y cons
tituidas por figuras equiláteras. Son el cubo, el tetraedro, el dodecaedro, el
icosaedro y el octaedro. Kepler se pregunta, pues, cuáles son las causas del
número, de las dimensiones y de los movimientos de los orbes, y considera
que esta investigación está basada en la admirable correspondencia que existe
entre las cosas inmóviles del universo (el Sol, las estrellas fijas, el espacio in
termedio) y las tres personas de la Trinidad. Las investigaciones sobre la po
sibilidad de que un orbe sea el doble o el triple o el cuádruplo de otro no dan
ningún resultado: ni siquiera introduciendo entre una órbita y la otra planetas
invisibles por su pequeño tamaño. Tras una serie de desafortunados intentos,
los cinco sólidos regulares parecen ser una solución y esto se le antoja a Ke
pler un descubrimiento extraordinario. A la grandeza de los cielos, que según
Copémico son seis, le corresponden solamente cinco figuras que, «entre todas
las infinitas figuras posibles, tienen propiedades particulares que no posee
ninguna otra figura». El orbe de la Tierra se convierte en la medida de todos
los otros orbes. Si la esfera de Saturno se circunscribe al cubo en el que re
sulta inscrita la esfera de Júpiter, y si el tetraedro está inscrito en la esfera de
Júpiter con la esfera de Marte inscrita en él, y así sucesivamente (según el or
den de las figuras reseñado antes), entonces las dimensiones relativas de todas
las esferas serían las calculadas por Copémico. En realidad había algunas di
ferencias, pero Kepler confiaba en la posibilidad de cálculos más exactos y en
el trabajo de Tycho Brahe.
En el Mysterium Kepler no busca sólo las leyes de la estructura del cosmos,
aborda también el problema del porqué de los movimientos de los planetas y
de su velocidad (que es menor cuanto más alejados del Sol están los planetas).
Considera que hay que aceptar forzosamente una de estas dos afirmaciones: o
las almas motrices de cada uno de los planetas son tanto más débiles cuanto
más distan del Sol, o bien hay una sola alma motriz, simada en el centro de to
dos los orbes, o sea en el Sol, que empuja a todos los cuerpos: con más fuerza
a los cuerpos más próximos, con menor fuerza a los cuerpos lejanos, en razón
de la disminución de la fuerza con la distancia. Kepler se decide por la segun
da hipótesis y considera que la fuerza es proporcional al círculo en que se es
parce y que disminuye al aumentar la distancia. Puesto que el período aumen
ta al ampliarse la circunferencia «la mayor distancia del Sol actúa dos veces en
la ampliación del período, e, inversamente, la mitad del aumento del período
es proporcional al aumento de la distancia». Los resultados de los cálculos no
diferían mucho de los de Copémico, y Kepler tiene la impresión de que se «ha
aproximado a la verdad». En su cosmología, el Sol está en el centro del uni
verso (para Copémico el centro del universo no coincide con el Sol sino con el
centro de la órbita terrestre). El Sol es la sede de la vida, del movimiento y del
alma del mundo. Las estrellas fijas están en reposo; los planetas tienen una ac
tividad de movimiento secundaria. Al Sol, que supera en esplendor y belleza a
todas las cosas, le corresponde ese acto primero que es más noble que todos
los actos segundos. Inmóvil y fuente de movimiento, el Sol es la imagen mis
ma de Dios Padre. No sólo el universo sino toda la astronomía se convertían
en heliocéntricas. El Sol no sólo era concebido como el centro arquitectónico
del cosmos sino también como su centro dinámico.
El Mysterium cosmographicum, muy apreciado por Maestlin, fue enviado
por el joven Kepler a Tycho Brahe. Galileo, que vio el libro, escribió a Kepler
felicitándole por su adhesión al copemicanismo. Pero es muy probable que to
davía no lo hubiera leído. Cuando Kepler le solicitó un intercambio de corres
pondencia, no recibió respuesta. El distanciamiento de Galileo de cualquier
forma de misticismo lo alejaba del tipo de ciencia practicado por Kepler. Esta
actitud distante le impedirá también a Galileo apreciar todos los grandes des
cubrimientos efectuados posteriormente por Kepler. El encuentro con Tycho
Brahe, bastante más receptivo ante posturas que tendían al hermetismo y a la
mística, tuvo en cambio efectos decisivos.
La armonía y las proporciones del universo, escribió Brahe a Kepler, de
ben buscarse a posteriori y no determinarse a priori. Más allá de esta reserva
de fondo, Brahe apreciaba muchísimo el trabajo expuesto en el Mysterium.
Tras haber abandonado Dinamarca y haberse establecido en Bohemia como
matemático imperial, le ofreció a Kepler un puesto de ayudante. Este aceptó
(en 1600) el encargo de elaborar una teoría de los movimientos de Marte con
el objetivo de preparar unas nuevas tablas (que deberían sustituir a las Tabú
lete prutenicae). Las Tabulae rudolphinae no se publicarán hasta 1627. Pero la
muerte de Brahe en 1601 creó una situación nueva. Kepler sucedió a Brahe
en el cargo de matemático imperial y obtuvo autorización para acceder a los
apuntes y a los escritos de Tycho.
Además de almanaques y pronósticos, Kepler publica en estos años De
fundamentis astrologiae certioribus (1601); Ad Vitelionem paralipomena
(obra fundamental en la historia de la óptica, 1604); De stella nova (1606);
De Jesu Christi Salvatoris nostri vero anno natalitio (1606). En 1606 había
terminado también su obra capital: Astronomía nova seu Physica coelestis,
que no se publicará hasta 1609, el mismo año en que Galileo apuntaba al cie
lo con su telescopio.
En la Astronomía nova Kepler explica que ha intentado setenta veces ha
cer encajar los datos obtenidos por Tycho relativos a los movimientos de
Marte en las distintas combinaciones de círculos obtenidas de la astronomía
ptolemaica y copemicana. El desajuste entre las previsiones y las observacio
nes de Tycho era sólo de 8 minutos de arco. Este resultado hubiera sido acep
table para todos los astrónomos de la época, pero'Kepler descartó todas las
soluciones y, desesperando ya de obtener una solución aceptable, se dedicó a
calcular la órbita de la Tierra. La velocidad de ésta es mayor cuando se apro
xima al Sol, y menor cuando se aleja de éste. Sobre la base de una premisa
equivocada (la velocidad de la Tierra es inversamente proporcional a su dis
tancia al Sol) y efectuando cálculos que contenían errores considerables, Ke
pler consiguió formular la que hoy en día conocemos como segunda ley de
Kepler. en tiempos iguales, la línea que une el planeta con el Sol barre áreas
iguales. A diferencia de cuanto había sostenido la astronomía antigua y el
propio Copémico, la Tierra y los otros planetas se mueven con un movimien
to realmente y no sólo aparentemente no uniforme.
Una simple ley geométrica explica esta falta de uniformidad. La causa fí
sica de la variación hay que buscarla una vez más en el Sol. Junto a Copérni-
co y a Tycho Brahe, Kepler reconocerá en Gilbert a uno de sus grandes maes
tros. La filosofía magnética constituye el instrumento adecuado para explicar
esas variaciones físicas de velocidad. Kepler se había remitido de manera ex
plícita a la presencia de un espíritu en los cuerpos celestes. Pero, a diferencia
de Giordano Bruno y de Francesco Patrizi, no sólo había efectuado cálculos
matemáticos y cuidadosas observaciones astronómicas, sino que se había in
terrogado acerca de los modos de funcionamiento de esos espíritus. En su pen
samiento y en su unificación de la física celeste con la física terrestre todavía
están presentes categorías fundamentales de la física aristotélica. Para Kepler,
que en esto se muestra aristotélico, sólo la aplicación de una fuerza permite
explicar la persistencia del movimiento. Kepler no conoce el principio de
inercia ni tiene la noción de fuerza centrípeta. La fuerza que procede del Sol
no ejerce una atracción central: sirve para promover el movimiento de los pla
netas y para mantenerlos en movimiento. Asimismo, en el texto de la Astro
nomía nova, allí donde Kepler renuncia a explicaciones basadas en la existen
cia de un espíritu específico para cada planeta en particular, la atribución de
un espíritu al Sol no se configura en realidad como una especie de «conce
sión» a una metafísica animista que pueda eliminarse del sistema. Los moto
res propios de los planetas son afecciones de los cuerpos planetarios, seme
jantes «a la afección que existe en el imán, que tiende hacia el polo y atrae el
hierro». Todo el sistema de los movimientos celestes está, pues, gobernado
«por facultades meramente corpóreas, es decir, magnéticas». Existe, sin em
bargo, una excepción que es indispensable para el funcionamiento del siste
ma: «Sólo se exceptúa la rotación local del cuerpo del Sol, para cuya explica
ción parece necesaria la fuerza procedente de un espíritu». Kepler no atribuye
rotación a la Luna. Pero el Sol, cuerpo central del universo, debe girar sobre
su propio eje y arrastrar consigo todo el cuerpo del mundo: «El Sol gira sobre
sí mismo como si estuviese sobre una torre y emite en toda la amplitud del
mundo una species inmaterial de su cuerpo, análoga a la species inmaterial de
su luz. Esta species, a causa de la rotación del cuerpo solar, gira en forma de
vórtice velocísimo, que se extiende en toda la inmensidad del universo y
transporta consigo los planetas».
Rompiendo con una tradición milenaria, Kepler afirma que la órbita del
planeta no es un círculo, sino que «a partir del afelio se curva poco a poco ha
cia el interior, regresando luego a la amplitud del círculo en el perigeo: a una
trayectoria de estas características se la llama ovoide». El paso del ovoide a la
elipse fue también bastante complicado y Kepler explica detalladamente los
errores de cálculo cometidos y las vías sin salida emprendidas. Sólo una elip
se perfecta, que tenga el Sol en uno de sus focos (y consideró que este descu
brimiento era como si se hubiera encendido de repente una luz) concuerda
con los datos de la observación y con las leyes de las áreas. Esta conclusión
la conocemos como la primera ley de Kepler. Es suficiente una curva cónica
para describir la órbita de todos los planetas. El abandono de las excéntricas y
de los epiciclos y la simplificación del sistema se habían conseguido median
te el abandono del dogma de la circularidad. En el momento mismo en que
Kepler «perfeccionaba» el sistema copemicano, en realidad lo estaba destru
yendo (Westfall, 1984: 21).
La doctrina de las causas de los fenómenos celestes se había presentado a
los escasos lectores de la Astronomía nova en un lenguaje matemático com
plicado. Kepler concibió una obra que fuese a la vez como una summa de la
nueva astronomía y un manual (destinado a sustituir a los que estaban en uso)
escrito en forma de preguntas y respuestas. En 1610 publicó la Dissertatio
cum Nuncio Sidereo y, en 1611, la Dióptrica. En 1612, tras la abdicación de
Rodolfo II, abandonó Praga y se trasladó a Linz, donde permaneció catorce
años. La guerra lo obligó a abandonar su cargo de matemático en la ciudad
austríaca. No consiguió nunca regresar a Alemania, tal como había esperado
siempre. Encontró trabajo junto a algunos mecenas (entre ellos, Wallenstein)
y murió en Ratisbona en 1630.
Los distintos libros que componen la ramma-manual o Epitome astrono-
miae copemicanae usitata forma quaestionum et responsionum conscripta
fueron publicados entre 1617 y 1621. Los descubrimientos astronómicos se
representan en esta obra en el marco del pitagorismo y neoplatonismo, que ya
había teorizado en su obra juvenil Mysterium. Luz, calor, movimiento y ar
monía de los movimientos son la perfección del mundo y son entidades aná
logas a las facultades del alma. La esfera de las estrellas fijas «retiene el calor
del Sol para que no se disperse y realiza respecto al mundo la función de una
pared o piel o vestido». Debido a su tamaño, el Sol es la causa del movi
miento de los planetas. La potencia vegetativa del éter corresponde a la nutri
ción de los animales y de las plantas, a la facultad vital le corresponde el ca
lor, a la animal el movimiento, a la sensitiva la luz, a la racional la armonía.
Un Ímpetus otorgado al cuerpo del Sol por Dios en el acto de la creación no
basta para explicar su movimiento: «Su constancia y perennidad, sobre la que
se basa toda la vida del mundo, se explica más adecuadamente por la acción
de un espíritu».
Los temas «pitagóricos» se hacen más evidentes aún en Harmonices mun-
di libri quinqué, aparecido en Linz en 1619. También en este caso se trata de
un proyecto muy antiguo, puesto que en 1600 Kepler había escrito a Herwart
de Hohenburg: «Que Dios me libre de la astronomía, de modo que pueda de
dicar todo mi tiempo al trabajo sobre las armonías». Las relaciones geométri
cas expuestas en el Mysterium (a las cinco figuras añade Kepler más tarde los
poliedros estrellados) deben sostenerse -puesto que Dios no sólo es geómetra
sino también músico- con relaciones armónicas. Kepler consigue asociar a
cada planeta un tono o intervalo musical. Tal como se desprende del índice
del libro quinto, cada uno de los tonos o modos musicales están expresados
por cada uno de los planetas; los contrapuntos o armonías universales de los
planetas son distintos uno de otro; en los planetas están expresados cuatro ti
pos de voces: soprano, contralto, tenor y bajo. En el tercer capítulo del mismo
libro, junto a una nueva exposición de las tesis centrales del Mysterium, se
encuentra una nueva teoría: «Es un hecho absolutamente cierto y exacto que
la proporción entre los tiempos periódicos de dos planetas elegidos al azar es
exactamente igual a la potencia de tres medios de la proporción entre sus dis
tancias medias, y por tanto entre sus propias órbitas». Es el enunciado de la
que llamamos tercera ley de Kepler. los cuadrados de los períodos de revolu
ción de dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus dis
tancias medias respecto del Sol. Una vez establecida la órbita, está estableci
da necesariamente la velocidad, y viceversa. Se había descubierto una ley que
no se limitaba a regular los movimientos de los planetas en cada una de sus
órbitas: establecía una relación entre las velocidades de los planetas que se
mueven en órbitas diferentes. El descubrimiento de la llamada tercera ley re
presenta a los ojos de Kepler un gran descubrimiento metafísico: «Gratias ago
tibi, Creator Domine». El libro será leído ahora o en el futuro. Puede que ten
ga que esperar cien años quien lo lea: «¿Acaso no ha esperado Dios seis mil
años antes de que alguien contemplase sus obras?».
Kepler siguió caminos bastante tortuosos que sólo Alexandre Koyré (Koy-
ré, 1966) ha tenido la paciencia de reconstruir de modo analítico: no sola
mente dedujo su segunda ley de las áreas de presupuestos «erróneos», sino
que la estableció como verdadera antes de haber determinado el carácter elíp
tico de las órbitas planetarias. Esas tres leyes, con las que el nombre de Ke
pler aparece todavía hoy en los manuales de física, surgen de un contexto que
-tomando a Descartes o a Galileo como puntos de referencia- resulta real
mente difícil calificar de «moderno».
Todos los historiadores han destacado la extraordinaria mezcla de misticis
mo de los números y de pasión por la observación que aparece en Kepler.
Muchos han insistido en la increíble tenacidad con la que busca datos que se
adapten a hipótesis metafísicas imaginativas y sirvan para confirmarlas. Mu
chos han situado a Kepler muy cerca del neopitagorismo y de la tradición her
mética, hasta llegar a identificarlo con esas corrientes. Colocado entre Galileo
y Newton, la presencia de Kepler resulta sin duda engorrosa. Sin embargo, es
posible determinar algunas diferencias. Ya se ha puesto de relieve que, a dife
rencia de Patrizi y de los magos y filósofos naturales de finales del Renaci
miento, Kepler está muy interesado por los modos de funcionamiento de las
almas de los cuerpos celestes. Más allá de su adhesión firmísima a las pers
pectivas místicas del platonismo, su «modernidad» está relacionada con dos
temas: 1) la búsqueda de las variaciones cuantitativas de las fuerzas misterio
sas que actúan en el espacio y en el tiempo; 2) el abandono parcial del punto
de vista animista en favor de una perspectiva de tipo mecánico. Los movi
mientos que se producen en el espacio, la virtus que emana del Sol y se di
funde a través de los espacios del mundo son «cosas geométricas». Esa virtus
está sometida a las necesidades de la geometría. La máquina celeste, desde
este punto de vista, «puede ser comparada no a un organismo divino, sino
más bien a un mecanismo de relojería». Todos sus movimientos se ejecutan
«gracias a una sola fuerza magnética muy sencilla, así como en el reloj todos
los movimientos son causados por una simple pesa».
La idea de que el mundo no sea un organismo divino es lo que realmente
sitúa a Kepler en desacuerdo irremediable con el pensamiento mágico. La re
ducción de las muchas almas (de cada uno de los planetas) a una sola alma (la
del Sol) y la identificación del ánima con una fuerza le parece al propio Ke
pler un resultado positivo. Al anotar (en 1625) la nueva edición del Myste
rium cosmographicum, afirma que ya ha demostrado en la Astronomía nova
que no existen almas específicas para cada uno de los planetas y declara que,
en cuanto respecta al Sol, «si sustituimos el término ánima por el término
fuerza tenemos exactamente el mismo principio que está en la base de mi fí
sica del cielo». En otro tiempo, escribe, «creía firmemente que la causa mo
triz de un planeta era un alma». Reflexionando sobre el hecho de que la cau
sa motriz se debilita en proporción a la distancia y que lo mismo sucede con
la luz del Sol, «llegué a la conclusión de que esta fuerza era algo corpóreo,
aunque corpóreo debe entenderse aquí no en sentido literal, sino figurado, del
mismo modo que decimos que el lumen es algo corpóreo».
El misticismo de Kepler está asociado a una convicción concreta: que la
verdad no se puede alcanzar mediante símbolos o jeroglíficos, sino a través
de las demostraciones matemáticas. Sin ellas, escribirá al mago Robert Fludd,
«estoy ciego». No se trata, como en el caso de la magia, «de hallar deleite en
las cosas envueltas en la oscuridad, sino de aclararlas». La primera de estas
posturas «es familiar a los alquimistas, a los herméticos y a los seguidores de
Paracelso; la segunda es exclusiva de los matemáticos».
Ciertamente era difícil para sus contemporáneos captar estas diferencias,
aceptar resultados científicos presentados como revelaciones divinas, moverse
en el seno de un sistema de ideas que no ofrecía ni las dificultades ya fami
liares de los clásicos, ni la límpida claridad de los textos de la nueva filosofía.
Galileo no sólo subrayó la enorme diferencia entre «el filosofar» de Kepler y
el suyo propio, sino que consideró que algunos pensamientos de Kepler supo
nían «más bien una mengua de la doctrina de Copémico que un afianzamien
to» (Galileo, 1890-1909: XIV, 340; XVI, 162). Bacon, ligado en tantos aspec
tos a la tradición del hermetismo, lo pasó por alto completamente. En una
carta a Mersenne del 31 de marzo de 1638, Descartes reconoce en Kepler a
«su primer maestro de óptica», pero en lo demás no lo considera digno de
atención. Solamente Alfonso Borelli (1608-1679) comprendió la importancia
de la astronomía kepleriana. Las leyes de Kepler no se convirtieron en leyes
«científicas» hasta que Newton las utilizó, y esas leyes no fueron aceptadas
por la mayoría de los astrónomos hasta los años sesenta del siglo xvn.
CA P ÍT U LO SEIS
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Galileo
G
alileo
cenzio G alilei, com erciante florentino, m aestro de canto y teórico de la
m úsica, y de G iulia A m m annati, de Pescia. En 1581 el jov en G alilei fue ins
crito en la U niversidad de Pisa p ara seguir estudios de m edicina. Se inició, en
cam bio, en el estudio de las m atem áticas. En 1585, sin haber conseguido n in
gún título, abandona la universidad pisana. El prim er fruto de su interés por la
física y por el m étodo de A rquím edes son los Theoremata circa cenlrum gra-
vitaíis solidorum. En 1586, partiendo de las indicaciones de A rquím edes, p ro
yecta una balanza hidrostática y publica La balancita.
En 1589, por intercesión de Guidobaldo del Monte, que le ofrece su apo
yo ante el gran duque Femando, Galileo obtiene el cargo de lector de mate
máticas en la Universidad de Pisa. Al período pisano corresponden los ma
nuscritos del De motu (escritos hacia 1592), en los que Galileo afirma, en
contra de Aristóteles, que todos los cuerpos son intrínsecamente pesados y
que la ligereza es tan sólo una propiedad relativa: el fuego asciende hacia lo
alto no porque posea la cualidad de la ligereza, sino porque es menos pesado
que el aire. Galileo aborda aquí el problema de la velocidad de cuerpos dis
tintos en el mismo medio, o del mismo cuerpo en medios diferentes, o de
cuerpos distintos en medios diferentes. No pretende demostrar que todos los
cuerpos caen con la misma velocidad, sino que la velocidad de caída de un
grave es proporcional a la diferencia entre su peso específico y la densidad
del medio a través del que cae. Objetos de la misma materia y densidad cae
rían en el aire, independientemente de su peso, con la misma velocidad. En el
caso de objetos de distinta materia y que tengan el mismo peso caería con
mayor velocidad el más denso. A diferencia de lo que sostiene Aristóteles, el
movimiento en el vacío (a través de la progresiva disminución de la densidad
del medio) se hace posible: objetos de diferentes materias caen en él con di
ferentes velocidades.
Es el comienzo de un largo camino que conducirá a Galileo a rechazar los
esquemas mentales del aristotelismo. A lo largo de cincuenta años Galileo
abordará una gran cantidad de problemas: el isocronismo de las oscilaciones
del péndulo; la caída de los graves; el movimiento de los proyectiles; la cohe-
Galileo 85
sión; la resistencia de los sólidos; el «impacto». En este largo período de
tiempo Galileo irá adoptando, incluso en cuestiones de fondo, posturas dife
rentes, que son el resultado de profundizaciones, correcciones y, en algún ca
so, de auténticos cambios conceptuales. Sin embargo, su constante adhesión a
los planteamientos y al método del «divino Arquímedes» constituye un ele
mento de sólida continuidad.
El interés por los problemas de la técnica, que ya estaba presente en La
balancita, se hace también evidente tras su paso a la cátedra de matemáticas
de la Universidad de Padua (26 de septiembre de 1592). Entre 1592 y 1593
compone Breve instrucción para la arquitectura militar, Tratado sobre las
fortificaciones, y las Mecánicas (que no se publicarán hasta 1634 en la ver
sión francesa de Mersenne). Da cursos sobre los Elementos de Euclides y el
Almagesto de Ptolomeo. En 1597 compone, para uso escolar, el Tratado de la
Esfera o Cosmografía, que es una clara exposición del sistema geocéntrico.
Pero ya sostiene actitudes diferentes. En una carta dirigida a Kepler aquel
mismo año, le explica que hace ya muchos años que él también ha llegado a
las tesis de Copémico, pero que atemorizado por la suerte de su común maes
tro no ha osado publicar sus demostraciones y refutaciones. En un taller, que
se levanta junto a la universidad, se construyen los aparatos que utiliza en sus
clases. Nunca abandonará el interés que siente no sólo por la arquitectura mi
litar y las fortificaciones, sino también por la balística, la ingeniería hidráuli
ca, la canalización y el movimiento de las aguas, las investigaciones sobre la
resistencia de los materiales, la construcción del compás geométrico militar,
del telescopio y del termo-baroscopio; demostrará siempre una pasión por la
observación, la medición y los instrumentos y una infinita curiosidad por los
experimentos. En 1606 publica el opúsculo que ilustra Las operaciones del
compás geométrico militar, y al año siguiente la Defensa contra las calum
nias e imposturas de Baldessar Capra, quien había sostenido, falsamente, que
era el inventor del compás.
La conderfa de Copémico
En diciembre de 1615 Galileo se encuentra en Roma y reanuda la polémica.
En la carta a Cristina de Lorena expone de nuevo, de forma más amplia, los
argumentos que ya estaban expuestos en la carta a Castelli. En 1616 escribe
en forma de carta al cardenal Alessandro Orsini el Discurso sobre el flujo y el
reflujo de las mareas, que posteriormente aparecerá refundido en la cuarta
parte del Diálogo sobre los sistemas máximos. Pero sus proyectos y sus ilu
siones se verán interrumpidos muy pronto. El 18 de febrero los teólogos del
Santo Oficio examinan la doctrina copemicana en la formulación rudimenta
ria que les había sido entregada por Caccini. Una primera proposición, «que
el Sol sea el centro del mundo, y por consiguierífe inmóvil de movimiento lo
cal», era declarada por el Santo Oficio «necia y absurda desde el punto de vis
ta filosófico y formalmente herética, puesto que contradice expresamente las
sentencias de las Sagradas Escrituras». Una segunda proposición, «que la Tie
rra no esté en el centro del mundo ni inmóvil, sino que se mueva por sí mis
ma también con un movimiento diurno», parecía merecer «desde el punto de
vista filosófico, la misma censura que la primera; en cuanto a la verdad teoló
gica, es al menos errónea respecto a la fe».
Pablo V había dispuesto que se advirtiera a Galileo que abandonara la
doctrina copemicana. En caso de que se negara, le sería impuesta ante un no
tario y testimonios la orden (o precepto) de renunciar a la doctrina censurada
y de abstenerse de tratar de ella. La distinción entre advertencia y precepto es
importante, porque en ella se basarán la acusación y la condena de 1633. El
26 de febrero Galileo fue convocado por el cardenal Bellarmino. El acta de
aquella sesión, que no lleva las firmas de los demandados y tiene trazas de ser
un borrador, refiere que Galileo fue advertidrfy que inmediatamente después
(«successive et incontinenti»), en nombre del pontífice y de toda la congrega
ción del Santo Oficio, le fue ordenado que «abandonara completamente dicha
opinión, que no la aceptara, defendiera ni enseñara en modo alguno («quovis
modo») con palabras o con escritos». En las trágicas jomadas del segundo
proceso, Galileo considerará estos términos «completamente nuevos y como
inauditos». Muchos historiadores coinciden en considerar que aquella acta no
correspondía a la realidad.
El 3 de marzo, tras la sumisión de Galileo, salía el decreto de condena de
la Sagrada Congregación del índice, que prohibía los libros de Copémico has
ta que fuesen corregidos. El mismo decreto condenaba también y prohibía la
obra del padre Foscarini, y prohibía todos los libros en 1<¡s que se sostuviera
la doctrina de Copémico. Así finalizaba el proceso iniciado con la denuncia
de Lorini. Galileo no había resultado afectado. Sus escritos no habían sido
mencionados. En mayo, ante las insinuaciones malévolas y las murmuracio
nes sobre su abjuración, Galileo le pidió a Bellarmino que hiciera una decla
ración. En ella se certificaba que Galileo nunca había abjurado ni se le habían
impuesto penas de ninguna clase: solamente se le había notificado la declara
ción publicada por la Sagrada Congregación, que afirmaba que la doctrina co
pemicana era contraria a las Sagradas Escrituras, y que por lo tanto no se po
día «ni defender ni sostener».
El libro de la naturaleza
En 1623 Galileo publicó El ensayador, que es una de las grandes obras de la
literatura barroca, una obra que brilla por su ironía y por su fuerza polémica.
Había nacido a partir de una discusión con el padre Orazio Grassi, del Cole
gio Romano, sobre la naturaleza de los cometas. En una obra titulada Libra
astronómica et philosophica, publicada en 1619, Grassi respondía a las tres
lecciones del Discorso sulle comete del galileano Mario Guiducci. El texto de
Guiducci era, en realidad, obra del propio Galileo. Tanto en el Discurso como
en El ensayador, Galileo adoptaba, a propósito del fenómeno de los cometas,
las tesis del entonces ya declinante aristotelismo. El cometa de 1577 presenta
ba una paralaje bastante más pequeña que la de la Luna, y Tycho Brahe había
deducido correctamente que se hallaba por encima del cielo de la Luna. Gali-
leo reconoce que se pueden medir las distancias con el método de la paralaje,
pero niega que este método pueda aplicarse a objetos aparentes (Galileo,
1890-1909: VI, 66). Sitúa los cometas en la misma categoría que los rayos so
lares que se filtran a través de las nubes. Los cometas son fenómenos ópticos
y no objetos físicos.
Para defender esta tesis, Galileo atacó con dureza la astronomía de Tycho
Brahe, que había considerado los cometas como cuerpos reales. Tal como se
ha escrito, Galileo quiso borrar los cometas del cielo destruyendo la reputa
ción de Tycho sobre la Tierra. Por este ataque contra el mayor astrónomo de
su época pagó un precio muy alto: se vio obligado a interpretar el papel de un
aristotélico conservador y se adentró en un bosque de incoherencias (Shea,
1974: 117-118).
En las páginas de El ensayador aparecen, no obstante, las dos doctrinas fi
losóficas más famosas de Galileo. La primera parte de una serie de considera
ciones en tomo a la proposición que afirma «ser el movimiento causa de ca
lor». Galileo rechaza ante todo la opinión que considera que el calor es una
disposición o cualidad «que realmente resida en la materia». El concepto de
materia o sustancia corpórea implica los conceptos de figura, de relación con
otros cuerpos, de existencia en un tiempo y en un lugar, de estaticidad o de mo
vimiento y de contacto o falta de contacto con otro cuerpo. El color, el sonido,
el olor, el sabor no son nociones que acompañan necesariamente el concepto de
cuerpo. Si no estuviésemos dotados de sentidos, la razón y la imaginación hu
mana no llegarían nunca a sospechar la existencia de tales propiedades. Soni
dos, colores, olores, sabores son pensados como inherentes a los cuerpos, co
mo cualidades objetivas: en realidad no son más que «nombres». Una vez
«suprimido el cuerpo animado y sensitivo, el calor no es más que un simple
vocablo». Pero Galileo va más allá. Afirma su «inclinación a creer» que lo
que en nosotros produce la sensación de calor «son una multitud de corpúscu
los mínimos representados con uno u otro aspecto, movidos a una u otra ve
locidad» y cuyo contacto con nuestro cuerpo «sentido por nosotros es la dis
posición que llamamos calor». Además de la figura y la multitud de esos
corpúsculos, el movimiento y la posibilidad de traspasarlo y tocarlo, no hay
en el fuego ninguna otra cualidad.
El mundo real está, pues, tejido de datos cuantitativos y mensurables, de
espacio y de «corpúsculos mínimos» que se mueven en el espacio. El saber
científico es capaz de distinguir le-que en el mundo es objetivo y real y lo que
es, en cambio, subjetivo y relativo a la percepción de los sentidos. Como dirá
Mersenne en la Vérité des sciences, entre el universo de la física y el de la ex
periencia sensible se ha abierto, en la Edad Moderna, un abismo mucho más
profundo del que habían imaginado las filosofías escépticas.
En toda la discusión sobre cualidades primarias y secundarias, Galileo evi
ta recurrir al término átomo. Habla de corpicelli minimi, minimi ignei, minimi
del fuoco, minimi quanti. Se trata en cada caso de las partes más pequeñas de
una sustancia determinada (el fuego), no de los componentes últimos de la
materia. Al final de El ensayador Galileo se refiere a los «átomos realmente
indivisibles». Son especialmente importantes los pasajes en los que Galileo
alude a las tesis atomístico-democriteas. En la primera jomada de las Consi
deraciones Galileo vuelve sobre el tema a propósito del fenómeno de la cohe
sión. Simplicio aludirá con desprecio a «cierto filósofo antiguo», aconsejando
a Salviati que no toque semejantes teclas «tan poco acordes con la mente bien
moderada y bien organizada de Vuestra Señoría, no s q I o religiosa y piadosa,
sino católica y santa».
La referencia a la doctrina de los «corpúsculos» que aparece en El ensaya
dor no escapó a la vigilante atención del padre Grassi. En su réplica a El en
sayador, publicada en 1626 con el título de Ratio ponderum Librae et Sim.be-
llae, Grassi destaca la proximidad entre las tesis de Galileo y las de Epicuro,
negador de Dios y de la providencia. La reducción de las cualidades sensibles
al plano de la subjetividad conduce a un conflicto abierto con el dogma de la
eucaristía porque (y es una objeción que Descartes también tendrá que afron
tar) cuando las sustancias del pan y del vino son transustanciadas en el cuer
po y en la sangre de Jesucristo en ellas están presentes también las aparien
cias extemas: el color, el olor, el sabor. Para Galileo se trata de «nombres» y,
para los nombres, no se necesitaría la intervención milagrosa de Dios.
La segunda célebre doctrina que contiene El ensayador expresa la convic
ción de Galileo de que la naturaleza, aun siendo «sorda e inexorable a nues
tros vanos deseos», aun produciendo sus efectos «de modos inimaginables pa
ra nosotros», contiene en su interior un orden y una estructura armónica de
tipo geométrico:
La filosofía está escrita en este grandísimo libro que siempre está abierto
ante nuestros ojos (yo digo el universo), pero no se puede entender si antes no
se aprende a entender la lengua y a conocer los caracteres en que está escrito.
Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y
otras figuras geométricas, sin estos medios es humanamente imposible enten
der una palabra; sin éstos es como vagar inútilmente por un oscuro laberinto
(Galileo, 1890-1909: VI, 232).
Los caracteres en que está escrito el libro de la naturaleza son distintos de
los de nuestro alfabeto, y no todo el mundo es capaz de leer en este libro. Ga
lileo basa sobre este supuesto la firmísima y obstinada convicción de toda su
vida: la ciencia no se limita a formular hipótesis, a «salvar los fenómenos»,
sino que es capaz de decir alguna verdad sobre la constitución de las partes
del universo in rerum natura, de representar la estructura física del mundo.
En la página de El ensayador que sigue a la que contiene la célebre frase an
tes citada, Galileo afirma que desea, como Séneca, la «verdadera constitución
del universo» y califica este deseo suyo como «una petición grande y muy an
siada por mí».
El significado de estas afirmaciones fue bien comprendido por quienes
consideraban impía y peligrosa la idea de un conocimiento matemático basa
do en la estructura objetiva del mundo y capaz, por consiguiente, de igualar
en cierto modo el conocimiento divino. La postura del cardenal Maffeo Bar-
berini (1568-1644, Urbano VIII a partir de 1623) es muy clara en este punto:
puesto que para cada efecto natural puede darse una explicación distinta de la
que a nosotros nos parece la mejor, toda teoría debe moverse en el plano de
las hipótesis y mantenerse en este plano. En el Diálogo, y precisamente en
oposición a esta tesis, Galileo sostendrá la posibilidad de que el conocimiento
matemático iguale al divino. Con un razonamiento que al aristotélico Simpli
cio le parece «muy atrevido», Salviati afirma:
... extensive, es decir, en cuanto a la multitud de los inteligibles, que son
infinitos, el entender humano es como nulo ... pero considerando el entender
intensive, en cuanto tal término significa intensivamente, es decir, perfecta
mente, alguna proposición, digo que la inteligencia humana comprende algu
nas tan perfectamente, y tiene de ellas tan absoluta certeza como la pueda te
ner la propia naturaleza; y tales son las ciencias matemáticas puras, es decir, la
geometría y la aritmética, de las que la inteligencia divina sabe infinitamente
más proposiciones, porque las sabe todas, pero en las pocas que comprende la
inteligencia humana creo que el conocimiento iguala al divino en la certeza
objetiva (ibidem: VII, 128-129).
Es indudable, tal como se ha señalado muchas veces, que en la «filosofía»
de Galileo confluyen temas que se remiten a tradiciones diferentes. Ni siquie
ra tiene mucho sentido preguntarse si Galileo fue fundamentalmente un plató
nico, un seguidor del método aristotélico, un discípulo de Arquímedes o un
ingeniero que conseguía generalizar experiencias concretas (Schmitt, 1969:
128-129). Galileo estuvo en deuda considerable con cada una de esas tradi
ciones: su visión del universo como entidad matemáticamente estructurada está
sin duda relacionada con el platonismo; la distinción que efectúa entre méto
do compositivo y método resolutivo está sin duda relacionada con el aristote-
lismo; la aplicación del análisis matemático a los problemas de la física proce
día ciertamente de Arquímedes; la construcción y el uso del telescopio y su
valoración de las artes mecánicas y del Arsenal de los Venecianos está indu
dablemente ligada a la tradición intelectual de los «artesanos superiores» del
Renacimiento. Ni tampoco dudó en remontarse a la metafísica de la luz del
Pseudo-Dionisio y a la tradición hermética y ficiniana cuando, en un momen
to determinado, intentó demostrar que en las Escrituras están contenidas algu
nas verdades copemicanas.
Galileo utilizó todas estas tradiciones. El idealismo matemático, combinado
con la herencia del «divino Arquímedes» y con una concepción de tipo corpus
cular, estaba destinado a tener, en la historia de Occidente, una fuerza explosiva.
Las mareas
Desde el breve tratado de 1616 sobre el flujo y el reflujo de las mareas hasta
el Diálogo sobre los sistemas máximos, durante casi veinte años Galileo vio
en el movimiento de las mareas y en su explicación de ese movimiento una
prueba física decisiva de la verdad copemicana. La explicación galileana adu
ce como causa del flujo y reflujo el doble movimiento de la Tierra: la rotación
diurna del eje terrestre de Occidente hacia Oriente y la revolución anual de la
Tierra en tomo al Sol, también de Occidente hacia Oriente. La combinación
de estos dos movimientos, segú^ Galileo, hace que cualquier punto de la su
perficie terrestre se mueva con «movimiento progresivo no uniforme» y
«cambie de velocidad, acelerándose unas veces y retrasándose otras». Todas
las partes de la Tierra se mueven pues «con un movimiento notablemente dis
forme», aunque no le haya sido asignado a la Tierra ningún movimiento no
regular ni uniforme.
Galileo 103
Se ha destacado muchas veces que la «falsedad» de la explicación galilea-
na (según la cual las mareas sólo se producirían cada 24 horas) no se sostiene
a la luz de los posteriores progresos de la ciencia. Esa explicación es difícil
mente conciliable con los resultados que el propio Galileo había obtenido en
física y en astronomía. Tras haber introducido en la física el principio clásico
de la relatividad, Galileo (como ha observado Emst Mach) integra indebida
mente dos sistemas distintos de referencia. Toda la segunda jomada del Diá
logo tiende a probar que sobre una Tierra en movimiento todo sucede igual
que sucedería sobre una Tierra en reposo. ¿Por qué sólo los océanos tienen que
verse afectados por las variaciones de velocidad de la superficie terrestre, y
no todos los cuerpos que no están unidos de manera rígida a la Tierra? La
Tierra, que se mueve con un movimiento diurno, ya no se configura en la
cuarta jomada como un sistema inercial (Clavelin, 1968: 480).
Galileo busca una solución al problema de las mareas exclusivamente en
términos de movimientos y de composición de los movimientos, rechazando
cualquier teoría de «influjos» lunares y moviéndose en el plano del más in
transigente mecanicismo. La situación tiene algo de paradójico: debido a la
fuerte aversión que experimenta Galileo hacia la teoría de los influjos y de las
cualidades ocultas, tiende a rechazar por su falta de significado cualquier teo
ría de las mareas que haga referencia a la «atracción» entre la masa de agua
de los océanos y la Luna. Esa doctrina no es una hipótesis alternativa a otras
hipótesis posibles, no es ni incoherente ni falsable por medio de observacio
nes: simplemente es «descartada» por Galileo como manifestación de una
mentalidad mágica. No vale la pena gastar palabras -en rechazar semejantes
frivolidades, afirma Galileo por boca de Sagredo. Que el Sol o la Luna inter
vengan de algún modo en la producción de las mareas es algo «que repugna
totalmente a mi inteligencia ... la cual no admite ser inducida a aceptar ... in
flujos de cualidades ocultas y semejantes imaginaciones vanas». Galileo ex
presa también su gran asombro por el hecho de que un hombre como Kepler
de «ingenio libre y agudo», que había comprendido la verdad copemicana «y
conocía los movimientos atribuidos a la Tierra», inexplicablemente haya «da
do crédito y asentimiento a influjos de la Luna sobre el agua y a propiedades
ocultas, y niñerías por el estilo» (Galileo, 1890-1909: VII, 470, 486).
La tragedia de Galileo
Con la polémica suscitada con El ensayador Galileo había perdido la simpa
tía de los ambientes jesuíticos. Los enemigos de Galileo no tuvieron que es
forzarse mucho para convencer a Urbano VIII de que la referencia a la «doc
trina angélica» (según la cual de cualquier fenómeno natural siempre puede
darse una explicación distinta de la que nos parece mejor y, por tanto, debe
mos movemos solamente en el plano de las hipótesis), puesta en el Diálogo
en boca de Simplicio, demostraba la voluntad decidida de Galileo de mofarse
de la autoridad del pontífice. El inquisidor de Florencia dio orden de suspen
der la difusión de la obra, y el día 1 de octubre de 1632 se instó a Galileo a
que se trasladara a Roma para ponerse a disposición del comisario general del
Santo Oficio. Galileo consiguió retrasar la partida hasta enero del año si
guiente. Ante la amenaza de ser conducido a Roma «atado incluso con cade
nas», se puso en camino el 20 de enero. Tras una larga estancia en Ponte a
Centina, debido a la cuarentena impuesta obligatoriamente a causa de la pes
te, llegó a Roma el 13 de febrero. El 12 de abril, física y moralmente agota
do, Galileo se presentó ante el Santo Oficio. No se le acusaba de haber publi
cado el Diálogo, sino de haber conseguido fraudulentamente el imprimatur,
sin advertir a quien debía concederlo la existencia del precepto de 1616, que
prohibía enseñar y defender quovis modo la doctrina copemicana. Durante los
interrogatorios, Galileo se remite a la notificación de Bellarmino y al docu
mento que el propio Bellarmino le había librado posteriormente; afirma que
no recuerda que se le haya impuesto ningún precepto ante testimonios; con
cluye afirmando que en realidad el Diálogo estaba dirigido a demostrar la fal
ta de validez y la inconsistencia de las «razones» de Copérnico. Esta última
frase, dictada por el miedo, puso a Galileo en manos de los jueces, le privó de
toda posibilidad real de defensa. A los consultores de la Inquisición les fue
fácil demostrar que Galileo pretendía engañar a sus jueces: «No sólo propor
ciona nuevos argumentos a la opinión copemicana, jamás propuestos por nin
gún ultramontano, sino que lo hace en italiano, lengua ... la más indicada pa
ra que se deje llevar por la suya el pueblo ignorante, entre el cual el error se
propaga con más facilidad». Además, Galileo había pretendido salirse de los
límites establecidos para los matemáticos: «El autor sostiene que ha discutido
una tesis matemática, pero le confiere una realidad física, cosa que los mate
máticos no harán nunca».
En el memorial escrito, preparado para su defensa, Galileo reafirmó con
energía (10 de mayo) que los términos contenidos en el acta de 1616 le resul
taban «completamente nuevos y jamás oídos». Al cabo de un mes y tras un
nuevo interrogatorio, fue emitida la sentencia. El mismo día 22 de junio de
1633, Galileo, vestido con hábitos de penitencia j^tíe rodillas ante los cardena
les de la congregación, pronuncia una abjuración pública: «Con sinceridad de
corazón y fe no fingida abjuro, maldigo y aborrezco los errores mencionados y
herejías ... y juro que en adelante no diré nunca más ni afirmaré, de palabra o
por escrito, cosas tales por las que pueda tenerse de mí semejante sospecha, y
si tengo noticia de algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este
Santo Oficio» (Galileo, 1890-1909: XIX, 406-407).
La condena, que firmaron siete de los diez jueces,-no.sólo afectaba a Ga
lileo, no sólo truncaba sus esperanzas y sus ilusiones: Asestaba además un
golpe mortal a las esperanzas de cuantos, en el seno de la Iglesia, habían creí
do en la verdad de la nueva astronomía y en la posibilidad de que la propia
Iglesia desempeñara un papel positivo en el mundo de la cultura. En cual
quier caso, 1633 permanecerá como un año decisivo en la-historia de las ideas
y de la ciencia. Pocos meses después de la condena (el 10 de enero de 1634),
Descartes le comunicaba a Mersenne su intención de renunciar a la publi-
Galileo 105
catión de su tratado sobre el mundo, porque le había llegado la noticia de la
condena de Galileo. Adoptaba como lema «bene vixit qui bene latuit» (vive
bien quien bien se esconde) y confesaba que estaba tentado de «quemar to
das sus cartas». Diez años más tarde, en el Areopagitica, John Milton recor
daba su visita a Galileo (1639): los sabios italianos «lamentaban el estado de
servidumbre al que había sido reducida la ciencia en su patria; esta era la ra
zón por la que el espíritu italiano, tan vivo, se había apagado, y por la que
desde hacía muchos años todo lo que se escribía no era más que adulación y
banalidad».
La sentencia condenaba a Galileo a la cárcel. El día 1 de julio de 1633 se
le concedió el traslado a Siena, donde el arzobispo Ascanio Piccolomini lo
acogió con sincera amistad. En diciembre fue autorizado a trasladarse a su
pueblo de Arcetri, cerca de Florencia, a condición de que viviese retirado, sin
recibir muchas visitas «ni para conversar ni para comer». El 2 de abril de
1634 moría su hija predilecta, sor María Celeste, y Galileo cayó «en un esta
do de tristeza y melancolía inmensas: inapetencia extrema, odioso a mis pro
pios ojos, y siento constantemente la voz d«oni querida hijita que me llama»
(.ibidem: XVI, 85). A finales de 1637 se ve afectado por una ceguera progre
siva: «Ese mundo y ese universo -escribe Galileo a su amigo Diodati- que yo
con mis maravillosas observaciones y claras demostraciones había ampliado
cien y mil veces más de lo que normalmente habían visto los sabios de todos
los siglos anteriores, ahora se ha vuelto para mí pequeño y reducido y no ocu
pa un espacio mayor que el que ocupa mi persona» (ibidem: XVII, 247).
La imagen completamente falsa, muy reivindicada por gran parte de la
historiografía del siglo xix, de un Galileo librepensador y positivista ante lit-
teram está hoy en día superada. Asimismo carecen de sentido los numerosos
y algo penosos intentos de revisión y justificación de las acusaciones y de la
condena. El 30 de noviembre de 1979, el papa Juan Pablo II, al dirigirse a la
Academia Pontificia de las Ciencias con ocasión del centenario del nacimien
to de Albert Einstein, recordaba que Galileo Galilei «tuvo que sufrir mucho ...
a causa de hombres y organismos de la Iglesia» y afirmaba que este caso ha
bía sido una de esas «intervenciones indebidas», condenadas ya por el Conci
lio Vaticano Segundo {Acta, 1979: 1.464).
La nueva física
Los estudios llevados a cabo por Galileo a lo largo de los años setenta, ade
más de aclarar la extraordinaria importancia del juvenil De motu y de las Me
cánicas, han demostrado, gracias a un detenido estudio de los fragmentos,
que todos los problemas de fondo de la física galileana se remontan al dece
nio 1600-1610 (Wisan, 1974). La mayor obra científica de Galileo tuvo, pues,
una gestación larguísima. Sin saberlo oficialmente Galileo, las Consideracio
nes y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias fueron publica
das en Holanda en 1638. Aparecían de nuevo los tres interlocutores del Diá
logo. En las dos primeras jomadas, dedicadas al problema de la resistencia de
los materiales, se desarrollaba un auténtico diálogo. En la tercera y cuarta jor
nadas, dedicadas, respectivamente, a los problemas del movimiento uniforme,
naturalmente acelerado y uniformemente acelerado, y al de la trayectoria re
corrida por los proyectiles, Salviati lee un tratado en latín sobre el movimien
to, que se supone compuesto por su amigo Accademico. Sólo de vez en cuan
do la lectura es interrumpida por preguntas de sus dos interlocutores. La
«quinta jornada» (sobre la teoría euclídea de las proporciones) y la «sexta jor
nada» (sobre el problema del golpe) se publicarán, respectivamente, en 1774
y en 1718.
Las teorías elaboradas en las Consideraciones acerca de la resistencia de
los materiales constituyen el acta de nacimiento de un nuevo saber: por pri
mera vez, un corpus orgánico de teorías puede aplicarse a la ingeniería civil y
militar y a la ciencia de las construcciones. En este contexto resulta relevante
la tesis, expuesta al comienzo de las Consideraciones, de que el «filosofar»
debe tener muy en cuenta el trabajo de los técnicos y la práctica de los arte
sanos. La conversación con los mecánicos «extraofdinariamente expertos y de
argumentación muy aguda», declara Sagredo, me ha ayudado muchas veces
en la búsqueda de los efectos «aún ocultos y casi inopinables». Galileo desta
ca, en primer lugar, la importancia de la escala de una estructura como factor
que determina su resistencia y demuestra las razones de la mayor resistencia
del modelo respecto a la escala real. Prismas y cilindros que difieren en lon
gitud y delgadez ofrecen una resistencia a las roturas (al soporte de pesos en
las extremidades) que es directamente proporcional a los cubos de los diáme
tros de sus bases, e inversamente proporcional a su longitud. Los huesos de
un gigante deberían ser desproporcionadamente densos en relación con su
longitud: ni en el arte ni en la naturaleza está permitido aumentar indefinida
mente la dimensión de las estructuras. La cohesión de los sólidos y la resis
tencia de los materiales se explica recurriendo a su composición atómica o
corpuscular, al hecho de que existe una resistencia a la formación del vacío en
tre las partículas (como se demuestra por la resistencia a la separación de dos
superficies lisas en contacto) o una sustancia viscosa entre las propias partícu
las. En su análisis de la fractura de las vigas, Galileo pasa por alto el llamado
efecto de compresión, y considera inextensibles las fibras de las vigas.
El camino recorrido por Galileo para llegar, en la tercera jomada, a la ri
gurosa formulación del movimiento uniformemente acelerado ha sido recorri
do de nuevo muchas veces por filósofos e historiadores de la ciencia. Esta
formulación se sitúa al término de un proceso cada vez más riguroso de abs
tracción de todo elemento sensible y cualitativo. En el juvenil De motu toda
vía aparecían los conceptos de pesadez de los cuerpos, de movimiento natural
hacia abajo debido a la pesadez, de vis impressa entendida como una ligereza
ocasional que prevalece sobre la gravedad natural. La velocidad de caída se
relacionaba con la densidad y el peso específico de los cuerpos. La búsqueda
de las causas es sustituida ahora por una consideración puramente cinemática:
la velocidad se entiende como directamente proporcional al espacio recorrido.
Galileo 107
G A C
Esta hipótesis, aceptada en una primera fase, es abandonada más tarde en fa
vor de una proporcionalidad dkecta al tiempo, que tiene una evidencia intuiti
va mucho menor: «Si un móvil desciende, a partir del reposo, con movimien
to uniformemente acelerado, los espacios recorridos por éste en tiempos
cualesquiera ... son como los cuadrados de los tiempos».
La relación D t T2 (expresada en la proposición 2 del teorema II) deriva
del teorema I, según el cual el tiempo en que un espacio cualquiera es re
corrido por un móvil que parte del estado de reposo y se mueve con movi
miento uniformemente acelerado es igual al tiempo en que ese mismo espacio
sería recorrido por el mismo móvil, con un movimiento uniforme cuyo grado
de velocidad fuese la mitad del máximo y último grado de velocidad alcanza
do en el anterior movimiento uniformemente acelerado. En la figura, AB re
presenta el tiempo durante el que un móvil, que parte del estado de reposo en C,
recorre el espacio CD con un movimiento uniformemente acelerado. EB re
presenta el máximo y último grado de velocidad alcanzado durante el intervalo
de tiempo AB. Trácese AE. Las líneas equidistantes y paralelas a BE repre
sentan los grados crecientes de velocidad tras el instante inicial A. Dividamos
EB por la mitad con el punto F y tracemos FG y AG paralelas respectiva
mente a AB y FB. El paralelogramo AGFB y el triángulo AEB tienen áreas
iguales, porque GF corta AE en su punto intermedio I. Si se prolongan las pa
ralelas contenidas en el triángulo AEB hasta GIF, «la suma de todas las para
lelas contenidas en el cuadrilátero será igual a la suma de las paralelas conte
nidas en el triángulo AEB». La suma de todas las paralelas contenidas en el
triángulo representa los «grados crecientes» de un movimiento uniformemen
te acelerado, mientras que la suma de todas las paralelas contenidas en el pa
ralelogramo representa los grados de un movimiento uniforme. La suma de
los grados de velocidad en uno y otro movimiento serán iguales: si la veloci
dad aumenta uniformemente de O a EB, la distancia recorrida es igual a la re
corrida en un tiempo igual con la velocidad uniforme IK (que es la mitad de
la velocidad EB). En términos no galileanos: la suma de las velocidades ins
tantáneas crecientes en el movimiento acelerado es igual a la suma de las ve
locidades instantáneas constantes correspondientes a la velocidad media IK.
Hay en Galileo ciertas reticencias a reconocer plenamente la identificación
de las áreas con las distancias, y no tiene una concepción del cálculo infinite
simal suficientemente clara como para afirmar «que la suma de una infinidad
de pequeñas líneas, que representa cada una una velocidad, constituye algo
diferente, es decir, una distancia» (Shea, 1974). El método matemático ade
cuado para tratar magnitudes variables con continuidad se construirá con el
cálculo infinitesimal.
El problema que Galileo se había planteado en el breve tratado en latín in
cluido en las Consideraciones consistía en encontrar una definición del movi
miento uniformemente acelerado que fuera «exactamente congruente ... con la
forma de aceleración de los graves descendentes que utiliza la naturaleza».
Galileo afirma que prácticamente fue «guiado» hasta su definición por la
constatación de que la naturaleza se sirve, en todas sus obras, de los medios
«más inmediatos, más simples y más fáciles». Una piedra que cae desde lo al
to, a partir del estado de reposo, va adquiriendo cada vez más velocidad. ¿Por
qué no creer que ese aumento de velocidad se produce de la manera más sim
ple y más obvia («simplicissima et magis obvia ratione»)? A la exigencia de
un aumento o incremento que «se produzca siempre del mismo modo» co
rresponden igualmente dos posibilidades: la proporcionalidad de la velocidad
al espacio; la proporcionalidad de la velocidad al tiempo. Se ha destacado
muchas veces que la elección efectuada por Galileo entre estas dos posibili
dades (que desde el punto de vista de la simplicidad le parecen equivalentes)
está vinculada a su errónea demostración del carácter lógicamente contradic
torio de la primera de las dos hipótesis.
«Mediante una misma subdivisión uniforme del tiempo, podemos concebir
que los incrementos de velocidad se produzcan con la misma simplicidad.»
Esto es posible porque establecemos mentalmente («mente concipientes»)
«que es uniformemente y ... continuamente acelerado aquel movimiento que
en cualesquiera tiempos iguales adquiera cambios iguales de velocidad». La
definición, observa Sagredo, es arbitraria, «concebida y admitida en abstrac
to», y puede dudarse de que se adapte a la realidad y se verifique realmente
en la naturaleza. Al término de la larga demostración, Simplicio presenta la
misma objeción. Está convencido de la validez de la demostración, pero tiene
serias dudas de que la naturaleza, en el movimiento de sus graves descenden
tes, utilice realmente ese tipo de movimiento: «Según mi criterio y el de otros
semejantes a mí, me parece que hubiera sido oportuno en este punto aportar
alguna experiencia». Entonces, para responder a esta petición, Galileo inserta
en las Consideraciones la célebre explicación del canalillo inclinado comple
tamente recto, bien limpio y liso, por el que se hace descender una bola de
bronce durísimo, completamente redonda y lisa. La formulación de la ley no
se ha obtenido a partir de este experimento. Y Galileo lo afirma claramente
en esa misma página: el experimento se ha realizado «para asegurarse de que
Galileo 109
la aceleración de los graves naturalmente descendentes se produce en la pro
porción antes mencionada».
La cuarta jomada de las Consideraciones, que contiene el análisis del movi
miento de los proyectiles, es una demostración de las cualidades excepcionales
de la ciencia galileana. En esas páginas Galileo demuestra que la trayectoria de
un proyectil es una parábola que resulta de la combinación de dos movimientos
independientes y que no interfieren el uno con el otro: un movimiento uniforme
hacia adelante según la horizontal, y un movimiento uniformemente acelerado
hacia abajo según la vertical. De esta ley, que es el resultado de la combina
ción del principio de inercia con la ley de la caída libre, Galileo obtiene la de
terminación de la velocidad, altura, alcance y cantidad de movimiento. No era
solamente el final de un modo tradicional de considerar el movimiento. En
esas páginas se exponía de manera radicalmente distinta a la tradicional el pro
blema de las relaciones entre el movimiento y la geometría.
En los años de su vejez, Galileo siguió escribiendo cartas, apasionándose
por los problemas, discutiendo y polemizando. En compañía del afectuoso Vi-
viani y de su discípulo más joven, Evangelista Torricelli, recupera a veces sus
antiguas energías: entra en polémica con Fortunio Liceti, sigue las discusiones
entre Viviani y Torricelli, aclara su posición frente al aristotelismo. El 8 de
enero de 1642, a las cuatro de la mañana, aquellos ojos ya ciegos, que por pri
mera vez en la historia habían contemplado el paisaje de la Luna y las nuevas
estrellas, se cerraron para siempre. Para no «escandalizar a los buenos», se
prefirió no construir una «augusta y suntuosa tumba» para los restos mortales
de Galileo. No estaba bien, escribió el sobrino del pontífice, «construir mau
soleos al cadáver de quien ha sido condenado en el Tribunal de la Santa In
quisición y ha muerto mientras cumplía la penitencia».
CAPÍTULO SIETE
-------------------------- « --------------------------
Descartes
Un sistema
a g r a n c o n str u cc ió n c a r tesia n a se presentó ante la cultura europea
Física y cosmología
Gracias a ese «descubrimiento» cartesiano los problemas de la física, y en con
creto los de la mecánica, pueden someterse al ataque decidido deí álgebra. Pién
sese, por ejemplo, en la determinación, mediante ecuaciones, de la parábola de
un proyectil. A este propósito resultan de una claridad insuperable las frases es
critas por Emst Cassirer: «Espacio, tiempo y velocidad, que considerados en sí
mismos no parece que puedan relacionarse el uno con el otro, se convierten en
homogéneos: la matemática ha descubierto un procedimiento por medio del
cual la unidad de medida de una magnitud puede ser referida a la de otra».
En su extraordinario intento de llevar a cabo una completa y racional re
construcción del mundo físico, Descartes llegaba a una importante definición
del concepto de movimiento y a una clara formulación del principio de inercia.
Su segunda «ley de la naturaleza» afirma que «todo cuerpo que se mueve tien
de a continuar su movimiento en línea recta» (Descartes, 1967: II, 94-98). Dan
do la vuelta a los planteamientos de Copémico (y de Galileo), Descartes afirma
que «ninguna parte de la materia tiende jamás a moverse según líneas curvas,
sino según líneas rectas» y que «todo cuerpo que se mueve está determinado a
moverse según una línea recta y no ya según una línea circular». En el movi
miento circular existe una tendencia «a alejarse sin cesar» del círculo que des
cribe: «Y podemos comprobarlo con la mano, mientras hacemos girar esta pie
dra en esta honda». Esta «consideración» le parece a Descartes de suma
importancia. Con ella quedaba destruido finalmente el mito de la perfección de
la circularidad. La ley de la caída de los graves la formuló Descartes en 1629
(Descartes, 1897-1913:1, 71), según la falsa fórmula que ve en la velocidad del
móvil no una función del tiempo transcurrido, sino del espacio recorrido.
El movimiento del que habían «hablado los filósofos» hasta entonces es
muy diferente del que concibe Descartes, que no es un proceso, sino un estado
de los cuerpos y se encuentra en el mismo plano ontológico que el reposo: el
hecho de estar en reposo o en movimiento no provoca ningún cambio en los
cuerpos. Movimiento y materia son los dos únicos ingredientes que constitu
yen el mundo, y la física cartesiana es rígidamente mecanicista: todas las for
mas de los cuerpos inanimados pueden explicarse sin que para ello sea necesa
rio atribuir a su materia otra cosa que el movimiento, el tamaño, la forma y la
organización de sus partes. Res cogitans y res extensa son realidades rígida
mente separadas. La naturaleza no tiene nada de psíquico y no puede ser inter
pretada con las categorías del animismo: «Con el término naturaleza no me re
fiero de ningún modo a una divinidad o a algún tipo de potencia imaginaria,
sino que utilizo esta palabra para designar la materia misma, en cuanto dotada
de todas las cualidades que le he atribuido, todas juntas, y con la condición de
que Dios siga conservándola del mismo modo como la creó». Puesto que Dios
sigue conservándola, los diversos cambios que en ella se produzcan no podrán
ser atribuidos a la acción de Dios, sino a la misma naturaleza: «Las reglas por
las que se producen tales cambios las llamaré leyes de la naturaleza».
Como ocurre en cualquier perspectiva mecanicista, Descartes utiliza mo
delos para la interpretación de la naturaleza: el mundo de las ideas no es en
modo alguno el espejo del mundo real, y no hay razón alguna para creer (aun
que normalmente todos estamos convencidos de ello) «que las ideas conteni
das en nuestro pensamiento sean completamente iguales a los objetos de los
que proceden». Así como las palabras, nacidas por convención humana, «bas
tan para hacemos pensar en cosas a las que no se asemejan en absoluto», tam
bién la naturaleza ha establecido «signos» que nos provocan sensaciones, a
pesar de no tener en sí nada semejante a esas sensaciones.
La materia, como es bien sabido, se reduce para Descartes a extensión y
con ella se identifica. La única diferencia entre la materia y el espacio ocupa
do por la materia es la movilidad: en el sentido de que un cuerpo material es
una forma del espacio que puede ser transportada de un lugar a otro sin per
der la propia identidad: «La misma extensión en longitud, anchura y profun
didad, que constituye el espacio, constituye el cuerpo; y la diferencia que hay
entre ellos no consiste sino en esto, que nosotros atribuimos al cuerpo una ex
tensión concreta, que sabemos que cambia de lugar con él siempre que el
cuerpo es transportado» (Descartes, 1967: II, 77). Si espacio y movimiento
constituyen el mundo, el universo de Descartes es la geometría realizada.
La identificación cartesiana de espacio y materia comportaba una serie de
consecuencias: 1) la identidad de la materia que constituye el mundo; 2) la
extensión indefinida del mundo; 3) la divisibilidad hasta el infinito de la ma
teria; 4) la imposibilidad del vacío. Como el espacio euclídeo, el mundo o «la
materia extensa que compone el universo no tiene límites» (ibidem: II, 84).
Puesto que el atributo de la infinitud es propio sólo de Dios, y la infinitud no
puede ser comprendida ni analizada por el intelecto finito del hombre, «lla
maremos a estas cosas indefinidas y no infinitas, a fin de reservar sólo a Dios
el nombre de infinito» (ibidem: I, 39-40). La negación cartesiana del vacío es
más radical que la del propio Aristóteles: para Descartes el espacio vacío es
imposible, si existiera habría una nada existente, una realidad contradictoria.
La nada no tiene propiedades ni dimensiones. La distancia entre dos cuerpos
es una dimensión y la dimensión coincide con una materia que es demasiado
«sutil» para ser percibida, y que imaginamos como «el vacío». Para Descartes
la realidad está constituida de corpúsculos, pero Descartes se distancia nota
blemente de la tradición del atomismo por dos razones: porque considera que
las partículas que constituyen el mundo son infinitamente divisibles y porque
no admite la existencia del vacío.
Como escribe en Meteoros, el agua, la tierra, el aire y todos los otros cuer
pos semejantes que están a su alrededor están compuestos «de tales partículas
distintas en su forma y en su tamaño, partículas que nunca están tan bien dis
puestas y tan perfectamente unidas que no queden a su alrededor numerosos
intervalos; éstos no están vacíos, sino llenos de una materia sutilísima por cu
ya interposición se transmite la acción de la luz» (Descartes, 1966-1983: II,
361-62). Descartes no se plantea solamente el problema de la actual constitu
ción del universo, sino también el de su formación. El universo procede de la
materia-extensión subdividida por Dios en cubos, en las formas más simples
de la geometría. Dios puso en movimiento, en relación las unas con las otras,
las partes del universo y los cubos entraron «en agitación». De este modo se
formaron los tres elementos constitutivos del mundo. A consecuencia del ro
zamiento se produce en los cubos un desgaste de los ángulos y de las aristas.
Los cubos adoptan una forma distinta y se convierten en pequeñas esferas.
Las partículas infinitesimales producidas por la «limadura» constituyen el pri
mer elemento «luminoso», cuya agitación es la luz. Este primer elemento «es
como un líquido, el más sutil y penetrante que haya en el mundo»; sus partes
no tienen forma ni tamaño determinados, sino que «cambian de forma a cada
instante para adaptarse a la de los lugares en los que penetran». No habrá, por
tanto, pasajes ni ángulos, por estrechos y pequeños que sean, que estas partí
culas no puedan ocupar totalmente. El movimiento de esta materia es compa
rado al curso de un río que fluye directamente del Sol originando la sensación
de la luz (Descartes, 1897-1913: II, 364-365). Si el primer elemento (compa
rable al fuego) es la luz, el segundo elemento transmite la luz: es «luminífe
ro», y es el éter que forma los cielos. Sus partículas son todas «casi esféricas
y unidas, como granos de arena o de polvo». Éstas no se pueden condensar ni
comprimir hasta hacer desaparecer esos pequeños intervalos en los que «el
primer elemento consigue deslizarse fácilmente». El tercer elemento también
procede de las «limaduras» que se reúnen en partículas en forma de rosca y
provistas de estrías. Estas partículas se unen y dan origen a todos los cuerpos
terrestres y opacos. Las partes del tercer elemento son «tan grandes y están
tan unidas que tienen fuerza para resistir siempre el movimiento de los otros
cuerpos». Las partículas del agua son, en cambio, «largas, pulidas y lisas co
mo pequeñas anguilas, que, aunque se unen y se enlazan entre sí, no se traban
ni se adhieren nunca hasta tal punto que no sea posible separar fácilmente la
una de la otra» (Descartes, 1966-1983: II, 362-363).
La materia sutil que compone los cielos ejerce en la física cartesiana fun
ciones decisivas: es la base de la rarefacción y condensación, de la transpa
rencia y opacidad, de la elasticidad, e incluso de la gravedad. En un universo
lleno, el movimiento se configura necesariamente como desplazamiento o re
organización y, en estas condiciones, cualquier movimiento tiende a crear un
torbellino o vórtice. Todos los movimientos que se producen en el mundo son
en cierto modo circulares: «Es decir, que cuando un cuerpo deja su sitio siem
pre se dirige al de otro, que va al lugar de un tercero, y así sucesivamente
hasta llegar al último, que ocupa al instante el lugar dejado por el primero, de
modo que no existe más vacío entre ellos, mientras se mueven, del que hay
cuando están quietos». Puesto que en el mundo no existe el vacío, «no ha sido
posible que todas las partes de la materia se hayan movido en línea recta, si
no que, siendo aproximadamente iguales y pudiendo ser todas desviadas casi
con la misma facilidad, han tenido que adoptar todas a la vez un determinado
movimiento circular». Puesto que desde el inicio Dios las ha movido de mo
dos diversos, se han puesto a girar «no alrededor de un único centro, sino al
rededor de muchos centros diversos». Las partículas globulares del segundo
elemento han formado anchos vórtices giratorios. A causa de la fuerza centrí
fuga las partículas del primer elemento han sido empujadas hacia el centro. El
Sol y las estrellas fijas son masas (en forma de globo) de partículas del primer
elemento. Tanto el primero como el segundo elemento rodean, a modo de tor
bellinos líquidos, al Sol y a las estrellas. En estos torbellinos «flotan» los pla
netas, que son arrastrados en tomo al Sol por el movimiento del vórtice me
nor: igual que los pedacitos de leña giran en pequeños remolinos, que a su
vez son arrastrados por la corriente mayor del río. Los cometas no son fenó
menos ópticos, sino cuerpos celestes reales que viajan sin fin por la periferia
de los vórtices, pasando de un vórtice a otro. En el universo infinitamente
grande la expansión de los vórtices se ve impedida por los vórtices contiguos.
Los vórtices, finalmente, generan las fuerzas que mantienen a los planetas en
sus órbitas. Esta doctrina no explicaba detalles técnicos de la astronomía plane
taria (Descartes no menciona las leyes de Kepler), pero respetaba los cánones
fundamentales del mecanicismo: sin recurrir a ningún tipo de «fuerzas ocultas»,
esta doctrina permitía explicar la rotación de los planetas en tomo al Sol.
En un mundo que está completamente lleno de materia y en el que no
existe el vacío, cualquier movimiento se configura necesariamente como un
choque. Por eso el tema del choque o del impacto es el centro de la física de
Descartes. Dada la inmutabilidad de Dios, la cantidad de movimiento del uni
verso permanece constante. Con este término Descartes se refiere al producto
del «tamaño» de un cuerpo por su velocidad. Pero su «tamaño» no coincide
con nuestra «masa», y la velocidad no la considera como una cantidad vecto
rial (Westfall, 1984: 150). Sin embargo, no hay necesidad de que la cantidad
de movimiento de un cuerpo cualquiera permanezca constante. En el choque,
el movimiento puede ser transferido de un cuerpo a otro. La tercera ley de la
naturaleza está formulada de la siguiente manera: «Si un cuerpo que se mue
ve encuentra otro más fuerte que él, no pierde nada de su movimiento, y si
encuentra otro más débil al que pueda mover, pierde tanto cuanto le comuni
ca» (Descartes, 1967: II, 98). Sobre la base de esta tercera ley, un cuerpo en
movimiento no podría poner en movimiento a otro cuerpo con el que entrara
en colisión, que estuviera en reposo y tuviera una masa mayor. Galileo se ha
bía dado perfecta cuenta de que, cualquiera que sea la masa de un cuerpo en
reposo, si un cuerpo lo golpea, por pequeño que sea, siempre le provocará un
movimiento. Sólo un cuerpo en reposo absoluto, es decir, de masa infinita,
podría sustraerse a un cambio provocado por el choque. En el De motu cor-
porum ex percussione (redactado en 1677, pero no publicado hasta 1703)
Christiaan Huygens rechazará las tesis cartesianas sobre el choque. Sobre la
copia de los Principia philosophiae, Newton anotará error, error, hasta que
(como escribe Yoltaire en la decimoquinta carta de las Cartas filosóficas)
«cansado de escribir error por todas partes, arrojó el libro».
Innumerables mundos
Un vacío infinito
a s o br a s d e G io r d a n o B r u n o (1548-1600), defensor entusiasta de la
Filosofía mecánica
Necesidad de la imaginación
existen ya tanto las macro-
E
n l a é p o c a q u e v a d e C o p é r n ic o a N e w to n
ciencias como las microciencias. Las primeras, como por ejemplo la as
tronomía planetaria y la mecánica terrestre, están relacionadas con propieda
des y procesos que pueden ser, en mayor o menor medida, directamente
observados y medidos. Las segundas, como por ejemplo la óptica, el magne
tismo y las teorías sobre la capilaridad, el calor y los cambios químicos, pos
tulan, en cambio, microentidades que se declaran en principio inobservables
(Laudan, 1981: 21-22). Galileo, Descartes, Boyle, Gassendi, Hooke, Huygens
y Newton hablan todos ellos de entidades que poseen propiedades radical
mente distintas a las de los cuerpos macroscópicos que constituyen el mundo
de lo cotidiano. En este contexto, las metáforas y las analogías desempeñan
un papel central.
En la filosofía mecánica la realidad se reduce a una relación de cuerpos o
partículas materiales en movimiento, y esta relación resulta interpretable me
diante las leyes del movimiento fijadas por la estática y por la dinámica. El
análisis se reduce, pues, a las condiciones más simples y se realiza mediante
un proceso de abstracción de todos los elementos sensibles y cualitativos. La
ciencia sólo considera hechos aquellos elementos del mundo real a los que se
accede mediante criterios precisos de carácter teórico. La interpretación de la
experiencia se produce (como se ha destacado muchas veces) sobre la base de
tesis preestablecidas: la resistencia del aire, la fricción, los diferentes compor
tamientos de cada cuerpo, los aspectos cualitativos del mundo real son inter
pretados por la filosofía natural como fenómenos irrelevantes o como circuns
tancias molestas, que no se tienen (y no se deben tener) en cuenta en la
explicación del mundo. Los fenómenos en su particularidad y en su concre
ción inmediata, el mundo de las cosas cotidianas e incluso el mundo de las
cosas «curiosas y extrañas», al que con tanta curiosidad y deseo de sorprender
se habían dedicado los naturalistas y los cultivadores de magia del Renaci
miento, no ejerce ya ninguna fascinación sobre los defensores de la filosofía
mecánica.
Puesto que las palabras no tienen ninguna semejanza con las cosas que
significan -se pregunta Descartes-, ¿por qué la naturaleza no puede haber
establecido un signo que nos dé la sensación de la luz aun no teniendo en
sí nada semejante a tal sensación? El sonido, aseguran los filósofos, es una
vibración del aire, pero el sentido del oído nos hace pensar en el sonido y
no en el movimiento del aire. Del mismo modo, el tacto nos hace concebir
ideas que no se parecen en absoluto a los objetos que las producen. La idea
de cosquillas no se parece en nada a una pluma que roza los labios. Precisa
mente esta falta de semejanza conduce necesariamente a elaborar o imagi
nar un modelo. Lo que nos aparece como «luz» es en realidad un movi
miento rapidísimo que se transmite a nuestros ojos a través del aire y otros
cuerpos transparentes. Este modelo se construye y se hace comprensible
mediante una analogía con un ciego, del que se puede decir que ve median
te su bastón.
Además de la analogía del ciego que utiliza su bastón (que explica la
transmisión instantánea de la luz), las analogías que sostienen la hipótesis me
cánica son, en la Dióptrica, la del vino que sale del tonel empujado por una
presión que se propaga en todas direcciones (que explica la propagación); la
de la pelota que es desviada de su curso por el choque con otro cuerpo (que
explica los fenómenos de la refracción y de la reflexión) (Descartes, 1897-
1913: XI, 3-6; VI, 84, 86, 89).
Es necesario que la ciencia pase de lo observable a lo inobservable. Es de
ber de la imaginación concebir lo segundo como semejante en cierto modo a
lo primero. La ciencia obliga a los hombres a imaginar. Si observamos con la
mirada una atracción o una unión, escribe Pierre Gassendi, vemos ganchos,
cuerdas, una cosa que sujeta y otra que es sujetada; si observamos una sepa
ración o una repulsión vemos, en cambio, pinchos o aguijones. Del mismo
modo, «para explicar las acciones que no caen bajo nuestros sentidos, nos ve
mos obligados a imaginar aguijones, pinchos y otros instrumentos semejantes
que son insensibles e inasibles. Sin embargo, no deberíamos concluir que no
existen» (Gassendi, 1649: II, 1, 6, 14).
Robert Hooke es uno de los científicos que, en el siglo xvn, participan de
manera más intensa en los debates sobre la constitución de la materia. Puesto
que no tenemos órganos de sentido capaces de hacemos percibir las operacio
nes reales de la naturaleza -aparece escrito en la Micrographia- cabe esperar
que un día el microscopio nos permita observar las estructuras verdaderas e
indivisibles de los cuerpos. Mientras tanto, nos vemos obligados a avanzar a
tientas en la oscuridad y a suponer, «utilizando semejanzas y comparaciones
(by similitudes and comparisons) las razones verdaderas de las cosas» (Hooke,
1665: 114). Las intenciones de Hooke son muy claras: la estructura interna de
la materia y de los organismos vivos son inaccesibles a los sentidos (Hooke,
1705: 165). El camino que hay que recorrer es, por tanto, obligado: debemos
establecer analogías entre los efectos producidos por entes hipotéticos y los
efectos producidos por causas que son, en cambio, accesibles a los sentidos.
A partir de una analogía de los efectos, podemos remitimos a una analogía
de las causas.
Robert Hooke es un científico «baconiano». Aplicando este método, basa
do en semejanzas, comparaciones, analogías y paso de analogías de efectos a
analogías de causas, explica la acción del aire en los procesos de combustión,
utiliza los experimentos realizados con la bomba neumática en el estudio de
los fenómenos meteorológicos; aplica el modelo de la capilaridad al paso de los
fluidos por los filtros y a la circulación linfática de las plantas; utiliza la ley
de la elasticidad para la explicación de fenómenos geológicos (la formación
de los manantiales); cree que los resultados que ha conseguido en sus investi
gaciones sobre la luz pueden ser aplicados a los fenómenos del magnetismo,
de la rarefacción y de la condensación.
Filosofía química
C
u a n d o se h a b l a d e l a r evo lu ció n
mezclar en un mismo plano, en un único discurso general, la astrono
mía, que en el siglo xvi ya posee una estructura teórica muy organizada y uti
liza refinadas técnicas matemáticas, con la química del mismo período, que
no tiene la más mínima estructura de ciencia organizada, que no posee una
teoría de los cambios y de las reacciones, ni tiene a sus espaldas una tradición
claramente definida. Al igual que la geología y el magnetismo, la química se
convierte en una ciencia entre los siglos xvn y xvm, y es en sí misma -a di
ferencia de las matemáticas, de la mecánica y de la astronomía- un producto
de la revolución científica. Los químicos de hoy no cuentan en la galería de
sus antepasados con nobles retratos de grandes científicos de la Antigüedad y
del Renacimiento. No hay nadie que se parezca a Euclides, a Arquímedes o a
Ptolomeo. Si visitan esa galería, aunque tal visita les produzca cierto malestar,
se encuentran en compañía de alquimistas, farmacéuticos, iatroquímicos, ma
gos, astrólogos y otros variopintos personajes.
El personaje que puede ser calificado de «químico» (es decir, algo más se
mejante a un químico moderno que a un alquimista o a un seguidor entusias
ta de la tradición hermética) nace aproximadamente a mediados del siglo xvn,
pero ese personaje (salvo rarísimas excepciones) no es reconocido como tal ni
mantiene ninguna relación con las universidades. Trabaja como farmacéutico,
o como médico, o en las academias de mineralogía y metalurgia, o en los jar
dines botánicos. El químico-médico y el químico-farmacéutico consiguen pro
ducir de manera artificial sustancias idénticas a las que existen en la naturale
za. Muchas veces este personaje no renuncia de hecho a insertar sus prácticas
en un contexto hermético o paracelsiano.
La llamada filosofía química tiene indudablemente orígenes herméticos y
halla su matriz teórica en la grandiosa obra (que fascinó a muchos coetáneos
y a muchos estudiosos modernos) del suizo Philipp Aureolus Theophrast Bom-
bast von Hohenheim, conocido con el nombre latino de Paracelso (c. 1493-
1541). La filosofía química ocupa sin duda un lugar importante en la cultura
científica del siglo xvn. Muchos contemporáneos de Descartes o de Campa-
nella la consideraron tan revolucionaria e innovadora como la nueva filosofía
mecánica. Acabó con la medicina basada en las enseñanzas de Galeno, trans
formó desde las raíces la práctica médica y tuvo efectos revolucionarios en la
estructura de la enseñanza en las universidades. A lo largo del siglo xvn la fi
losofía hermética y el paracelsismo no fueron fenómenos limitados a peque
ños grupos intelectuales ni fenómenos marginales. La controversia que se de
sarrolló en toda Europa sobre la filosofía química y las doctrinas de Paracelso
fue comparable en amplitud e intensidad a la que suscitó Copémico y la nue
va astronomía. La influencia de Paracelso tuvo su momento culminante du
rante la revolución puritana, entre 1650 y 1670, en el período de formación
intelectual de Newton (Webster, 1984).
La tradición hermético-paracelsiana tuvo escasa influencia en la física y en
la astronomía, pero proporcionó a las dispersas observaciones de los empíri
cos y de los manipuladores de sustancias una teoría unitaria, que se convirtió
en una base de desarrollo para las investigaciones de las sustancias y para las
prácticas de laboratorio.
Paracelso
Paracelso tuvo una vida bastante agitada. Peregrinó durante mucho tiempo
por toda Europa suscitando debates, polémicas y ásperas discusiones. La no
che de San Juan de 1527 quemó en una hoguera, erigida por los estudiantes
en Basilea, los libros de Galeno y de Avicena. Aficionado a las discusiones
violentas, tuvo muchos admiradores y muchísimos enemigos. Vio en la magia
«una gran sabiduría secreta» y en la razón «una gran locura pública». Atacó
violentamente a los teólogos que definían injustamente la magia como bruje
ría sin comprender su naturaleza, y con mayor violencia aún a los represen
tantes de la medicina tradicional y los métodos utilizados para la formación
universitaria de los médicos. Se presentó a sí mismo como un ser excepcio
nal: el adjetivo inglés bombastic (que significa «altisonante» o «ampuloso»)
procede de su nombre. Según Paracelso, la medicina nueva se basa en cuatro
«columnas»: la filosofía, como conocimiento de la naturaleza invisible de las
cosas; la astrología o determinación de la influencia de los astros sobre la sa
lud del cuerpo; la alquimia, que prepara medicinas capaces de restaurar el
equilibrio alterado por la enfermedad; la ética, o virtud y honestidad del médi
co. La química está en estrecha correlación con la medicina y esa correlación
da lugar a una disciplina nueva, la iatroquímica o química médica. La alqui
mia sirve sobre todo para la destilación y análisis de los minerales utilizados
en la preparación de remedios eficaces.
La medicina no puede interesarse solamente por el cuerpo del hombre:
«Debemos damos cuenta de que la medicina debe tener en los astros su pre
paración y de que los astros se convierten en los medios para la curación ... la
preparación del médico deberá hacerse de tal modo que la medicina sea sumi
nistrada por medio celeste, del mismo modo que se producen las profecías y
los otros acontecimientos celestes» (Paracelso, 1973: 136). La teoría de la
correspondencia macrocosmos-microcosmos es el centro de un conjunto de
temas que proceden de la tradición mágico-alquimista y de la astrológica, que
se mezclan con ideas típicas del misticismo neoplatónico. Los espíritus invisi
bles o fuerzas de la naturaleza constituyen la sustancia vital de los objetos.
Tales espíritus o arcana o semina primitivos proceden de Dios, que ha creado
las cosas en su materia primera y no en la materia última: el mundo es un
continuo proceso «químico» de perfeccionamiento, desde la materia primera a
la última materia. Los «elementos» paracelsianos son arquetipos ocultos en
los objetos naturales, que les confieren características y cualidades. Las sus
tancias tratables y analizables concretamente no son más que aproximaciones
o envolturas de los verdaderos elementos espirituales. La materia primera o
Mysterium Magnum o Iliastrum es la madre o matriz de todas las cosas. Esa
materia primera es de naturaleza acuosa. Los otros tres elementos de la tradi
ción (fuego, tierra, aire) también son matrices. Plantas, minerales, metales y
animales son los frutos de los cuatro elementos. En el Archidoxis (publicado
postumamente en 1569 y escrito alrededor de 1525) y en el Liber de minera-
libus se puede distinguir también, junto a la teoría de los elementos como ma
trices de los cuerpos, una teoría de los principios, que son sal, azufre, mercu
rio. Los tria prima también son sustancias espirituales y se identifican con el
cuerpo, el alma y el espíritu. La sal es lo que hace consistentes a los cuerpos,
el mercurio es lo que los hace fluidos, el azufre lo que los hace combustibles.
Los tres principios resultan cualitativamente distintos en los diversos cuerpos
y existen diferentes azufres, mercurios y sales, según las distintas especies
existentes en la naturaleza:
Una especie de azufre se encuentra en el oro, otra en la plata, otra en el
plomo, en el estaño, etcétera. Hay otra especie de azufre en las piedras, en la
cal, en las fuentes, en las sales. No solamente existen muchos azufres, sino
también muchas sales. Hay una sal en las gemas, otra en los metales, otra en
las piedras, otra en las sales, otra en el vitriolo, otra en el alumbre. Las mis
mas afirmaciones sirven para el mercurio (Paracelso, 1922-1933: III, 43-44).
La química es la clave de la estructura del mundo y la creación es una di
vina «separación» química: en primer lugar, se separan el uno del otro los
cuatro elementos; posteriormente, del fuego se separa el firmamento; del aire
los espíritus; del agua las plantas marinas; de la tierra la madera, las piedras,
las plantas terrestres, los animales, hasta llegar a cada uno de los objetos y a
cada una de las criaturas. En la Philosophia ad Athenienses (publicada en
1564) todo el proceso de la creación se plantea en términos alquimistas.
Paracelsianos
En Idea medicinae philosophicae de Petrus Severinus (S0rensen), publicada
en 1571, en el Compendium (1567) de Jacques Gohory (Leo Suavius, 1520-
1576), abogado del Parlamento de París y traductor al francés de Maquiavelo,
en la Clavis totius philosophiae chymicae (1567) de Gérard Dom (7-1584)
aparecen reflejados los grandes debates sobre el paracelsismo de finales del
siglo xvi. La Basílica chymica de Oswald Croll (c. 1560-1609) fue publicada
el año de la muerte de su autor y reeditada dieciocho veces, tanto en el origi
nal latino como en las principales lenguas europeas, antes de la mitad del si
glo. Pero la síntesis que mayor fortuna iba a alcanzar es la formada por las
numerosas obras escritas por Robert Fludd (1574-1673) entre 1617 y 1621,
que fueron discutidas por Kepler, Mersenne y Gassendi. En Utriusque cosmi
historia (1617-1618), la explicación místico-alquimista de la creación servía
de base para una philosophia mosaica, en la que la oscuridad, la luz y el agua
del libro del Génesis eran el fundamento de la antigua doctrina de los cuatro
elementos. Tanto los manifiestos programáticos del movimiento de los Rosa-
cruz, como el misticismo numerológico de la tradición pitagórica ejercieron
una influencia decisiva en Fludd.
Una de las novedades introducidas por Paracelso en la práctica médica era
el uso de sustancias minerales con un objetivo medicinal. La química o arte
espagírico se convierte en uno de los pilares de la medicina. En los textos de
Joseph Duchesne (Quercetanus, c. 1544-1609), la química
enseña las composiciones, las separaciones, las preparaciones, las alteraciones
y finalmente las exhalaciones de todos los cuerpos mixtos ... muestra el modo
de destilar utilizando para ello siete operaciones ... para dar perfección a todas
las transmutaciones cuando la cosa pierde su forma extrínseca, y está tan alte
rada que ya no es semejante a su primera forma, sino que se cambia en una
nueva forma y adquiere otra esencia, otro color y finalmente se convierte en
otra naturaleza y adquiere propiedades distintas a las primeras ... Siete son los
grados de estas operaciones espagnicas: calcinación, digestión, fermentación,
destilación, circulación, sublimación, fijación (Quercetanus, 1684: 7).
El médico belga Jean-Baptiste van Helmont (1579-1644) también elaboró
una complicada cosmología química basada en una lectura «química» del li
bro del Génesis. Tras la publicación en 1623 de las Questiones celeberrimae
in Genesim de Mersenne (que contenían un duro ataque a la magia, por con
siderarla anticristiana), las doctrinas alquimistas y paracelsianas fueron consi
deradas todavía más peligrosas que antes. Van Helmont fue interrogado por el
tribunal de Malinas-Bruselas acerca de veinticuatro proposiciones que apare
cían en sus obras. Confesó sus errores y se sometió al juicio de la Iglesia en
1627, y de nuevo en 1630, cuando la facultad de teología de la Universidad
de Lovaina y el Colegio de Médicos de Lyon presentaron nuevas censuras a
sus obras. Fue acusado nuevamente de estar al borde de la superstición y la
magia demoníaca. Fue arrestado en marzo de 1634, sus libros y escritos fue
ron secuestrados y él fue trasladado a un convento de los franciscanos meno
res de Bruselas. Abjuró nuevamente de sus errores, pero permaneció durante
dos años en arresto domiciliario. Hasta 1642 no obtuvo permiso para publicar
una obra. El libro de más de mil páginas que recoge sus escritos y que fue pu
blicado en 1648, cuatro años después de su muerte, lleva por título Ortus me-
dicinae, y es una de las publicaciones científicas más difundidas del siglo xvn.
Antes de 1707 hubo siete ediciones en latín, y fue traducido al inglés, al fran
cés, al alemán y (en versión resumida) al flamenco.
La naturaleza de Van Helmont es una realidad viviente y animada, gober
nada por un principio de movimiento. La imagen del paralelismo entre macro
cosmos y microcosmos es «poética y metafórica, pero no natural o verdadera».
En la naturaleza sólo actúan dos principios: el agua y el aire. El fuego no es un
principio, sino sólo un instrumento aplicable a los cuerpos, que modifica su
composición. Disolviendo los cuerpos por medio del fuego se obtienen los tria
prima de Paracelso. Esta concepción del fuego, que no es un principio, que no
sólo sirve para descomponer sustancias que ya estaban combinadas con ante
rioridad, sino que crea clases de sustancias, tendrá una gran influencia en la
concepción de los elementos químicos de Robert Boyle (Abbri, 1980: 77). Se
han destacado como aportaciones de gran valor (Debus, 1977: 329-342) el in
terés de Van Helmont por el peso y la cuantificación, su adhesión a la tesis de
la existencia del vacío y su polémica en contra del horror vacui, su definición
del gas como algo que no está en el cuerpo, sino que es el mismo cuerpo en
forma distinta a la originaria y que es el signo de una inminente transmutación
y, finalmente, su explicación de la digestión basada en la acción del ácido co
mo agente de la transformación de los alimentos.
Iatroquímicos
Es indudable que la química como arte operativo y analítico se va liberando
lentamente, ya a lo largo del siglo xvn, del trasfondo cosmológico, bíblico y
metafísico en el que se había situado toda exposición sobre los principios,
los elementos, las sustancias y sus transformaciones. Sin embargo, se trata
de un proceso no lineal, frente al cual siempre se corre el peligro de aislar
cada una de las afirmaciones, que nos suenan repentinamente como «fami
liares». Un extenso recetario médico, que tiene escasas conexiones con la
parte inicial teórica, aparece en el Tyrocinium chimicum (1610) de Jean Be-
guin, que, en la versión francesa, se convirtió en un texto muy difundido.
Hay artes, como la arquitectura, que dan vida a su objeto mediante la com
posición de partes y hay en cambio artes, como la química, que «disuelven
su propio objeto abriéndolo para ver el interior y el fondo de su naturaleza ...
para obtener las virtudes escondidas, o únicamente sepultadas, o poco efica
ces a causa de la impureza, y para otorgarles una fuerza carente de impedi
mentos» (Beguin, 1665: 27).
La capacidad de obtener las virtudes escondidas presentaba evidentes pro
blemas prácticos. Así se pone de manifiesto en la obra del mayor químico
analítico del siglo xvn, que es el autodidacto Rudolph Glauber (1604-1668),
nacido en Karlstadt, pero que trabajó sobre todo en Holanda. Su obra Furni
novi philosophici oder Beschreibung einer neue erfunden Distillirkunst, publi
cada entre 1646 y 1650, fue traducida al latín, francés e inglés. La descripción
del nuevo arte de destilar (del que hablaba el título) se refería a la producción
de los ácidos hidroclorhídricos, nítrico y sulfúrico, y de algunas sales deriva
das de ellos. Cuando Glauber (mediante la acción del ácido sulfúrico sobre el
cloruro de sodio) produjo el sulfato de sodio (que junto con el sulfato de mag
nesio se convirtió en una medicina de moda), lo llamó sal de Glauber y man
tuvo secreto el procedimiento de su obtención, con el que consiguió pingües
ganancias. Aun cuando mantenía vivo un trasfondo metafísico de origen para-
celsiano, que lo inducía a creer en la existencia de una única sal originaria,
identificó el salitre (que despertaba mucho interés como componente de la
pólvora) con la sal universal. Entre 1656 y 1661 Glauber publicó una monu
mental obra, en seis partes, sobre la prosperidad de Alemania: Des Teutsch-
landts Wohlfahrt. La filosofía química hubiera podido poner remedio a los de
sastres derivados de la guerra de los Treinta Años y hubiera podido asegurar
a Alemania su lugar de «monarca del mundo»:
Quien conoce bien el fuego y sus utilidades no se verá angustiado por la po
breza. Quien no lo conoce no podrá nunca buscar en él los tesoros de la natura
leza. Es evidente que nosotros, los alemanes, poseemos tesoros que desconoce
mos y no los utilizamos en nuestro provecho ... En realidad, dedicamos más
tiempo a comer y a beber que a las artes y a las ciencias (cf. Debus, 1997: 435).
Mecanicismo y vitalismo
La teoría química moderna implica el reconocimiento de la existencia de los
elementos, es decir, de un número preciso de sustancias identificadas median
te una serie concreta de pruebas. La química, tal como la concibe Boyle, en
realidad puede transformar cualquier cosa en cualquier otra cosa y, desde este
punto de vista, su práctica química resultó incluso obstaculizada por su filo
sofía mecánica (Westfall, 1984: 100). Sin embargo, sigue siendo completa
mente cierto que la adhesión de los químicos a los principios de la filosofía
mecánica marcó un cambio irreversible, por encima de todas las dudas y de
los equívocos que de vez en cuando puedan ponerse de relieve. Además, en
tre el comienzo y el fin del siglo, no sólo cambian los métodos, los principios
y las filosofías que sirven de fondo a las investigaciones de los químicos.
Cambia también su estatus social y cambia el tipo de consideración que la so
ciedad tiene de su trabajo.
A comienzos del siglo xvni, el médico Georg Stahl (1660-1734), uno de
los grandes representantes de la química alemana, era muy consciente de que
se había producido un cambio radical.
La química -escribía en 1723- ha sido durante más de doscientos años
dominio exclusivo de los charlatanes, que han causado una infinidad de vícti
mas ... Actualmente algunas personas han comenzado a ocuparse seriamente
de esta ciencia. No debe sorprendemos que su número sea pequeño. Era natu
ral que los impostores, las falsas promesas de los fabricantes de oro, los su
puestos misterios, los remedios universales y las preparaciones farmacéuticas,
a menudo nocivas, de los alquimistas convirtieran la química en algo odioso a
las personas honestas y sensibles, y suscitaran en ellas un sentimiento de dis
gusto provocado por un saber caracterizado por el fraude y por la impostura
(Stahl, 1783: 2-3).
En la época en que Stahl escribía estas palabras habían aparecido ya una
serie de libros escritos en un lenguaje claro y accesible, capaces de explicar
con claridad los experimentos realizados. En el Curso de química (1675), del
farmacéutico francés Nicolás Leméry (1645-1715), del que se hicieron más
de treinta ediciones, la tradición iatroquímica y la tradición de la filosofía me
cánica buscaban un punto de encuentro, y se formulaba una definición de
principio, que tuvo una gran aceptación: «Somos perfectamente conscientes
de que estos principios son aún divisibles en una infinidad de partes, que po
drían perfectamente ser llamadas principios. Entendemos, pues, que el térmi
no principios de la química se refiere solamente a las sustancias separadas y
divididas hasta donde nuestros débiles esfuerzos sean capaces de conseguirlo»
(Leméry, 1682: 8).
El problema seguía siendo la relación entre el corpuscularismo de la filo
sofía mecánica y una teoría de los elementos. ¿Cómo distinguir realmente una
sustancia de otra? Entre las partículas invisibles, que se podían imaginar de
maneras diversas, como dotadas de ganchos y de formas de encastre (o inclu
so se podían representar gráficamente, como hizo en 1706 el físico holandés
Nicolaus Hartsoeker), y el mundo accesible a los sentidos era preciso insertar
algo que estuviera dotado de persistencia y de estabilidad. El pasaje de Stahl
que acabamos de citar distinguía claramente entre la bellaquería de los para-
celsianos y la nueva química, por fin «científica» y digna de ser apoyada por
los soberanos. Pero en contra del programa mecanicista y newtoniano, basado
en la absoluta homogeneidad y que corría el riesgo de llevar a la investiga
ción a un callejón sin salida, advertía precisamente Stahl de la necesidad de
retomar a la química de los principios y a los elementos de la tradición esen-
cialista. Y aún más: Stahl admiraba profundamente la Physica subterránea de
Joachim Becher (1635-1682). Con este título hizo reeditar una obra de Becher
que se remontaba a 1669. Inmediatamente después del pasaje citado, Stahl ci
taba a Becher como a un gran e insustituible maestro (Stahl, 1783: 5-7). El que
lea la Physica subterránea hallará en ella motivos para maravillarse, porque en
ese libro -junto a una triple subdivisión del elemento tierra, que tendrá conse
cuencias importantes tanto en la mineralogía como en la química- aparecen
todos los temas característicos del paracelsismo: la idea de que el estudio de
la naturaleza debe comenzar con una explicación del relato mosaico de la crea
ción; la analogía microcosmos-macrocosmos; el paralelismo entre vegetales y
animales; la creencia en la generación espontánea; la tesis de que los metales
«crecen» en las entrañas de la Tierra; por último, el paralelismo entre la per
petua y eterna circulación que se produce en el cosmos y la destilación quí
mica.
Para explicar los fenómenos de la combustión, calcinación y respiración,
Stahl se remitía de nuevo a Becher e introducía en la química un principio de
la combustión llamado flogisto. El término floghistós, como adjetivo que sig
nifica inflamable, ya aparece en Sófocles y Aristóteles (Partington, 1961-
1962: 667-668). El flogisto o principio inflamable era la segunda tierra de
Becher, o, si se prefiere, el azufre o principio de combustión de Paracelso. El
flogisto parecía dar una explicación satisfactoria de la combustión y de la cal
cinación de los metales (oxidación): una sustancia arde si contiene flogisto;
éste es emitido por los cuerpos durante la combustión y la calcinación y se
dispersa en el aire.
Como ha demostrado Ferdinando Abbri, nunca existió una teoría del flo
gisto. A lo largo del siglo xvm, hasta la gran revolución conceptual llevada a
cabo por Antoine Laurent Lavoisier (1734-1794), la palabra flogisto tuvo sig
nificados diversos según las distintas teorías, se utilizó como un concepto re
dundante y como un auténtico «acordeón conceptual» (Abbri, 1978, 1984).
Flogisto es una de esas palabras que puede colocarse en una extensa lista
que incluye las esferas celestes, las almas motrices de los planetas, el Ímpetus
como una especie de motor interno, los vórtices cartesianos, el calórico, la se
milla femenina, el aura espermática, el magnetismo animal, la fuerza vital en
fisiología, el éter luminoso y el electrón nuclear. Entidades de este tipo -que
se consideraron auténticas, confirmadas por la experiencia y defendidas en
carnizadamente- abundan en la historia de la ciencia. Se trata de términos que
designan entidades desaparecidas del mundo físico y de los manuales científi
cos actuales, que ya no interesan a los científicos y que sólo conservan un
significado para los historiadores de la ciencia.
CAPÍTULO ONCE
------------------------- « --------------------------
Filosofía magnética
Fenómenos extraños
• A CASO N 0 DEBI° PARECER EN c ie r t o m o d o n a t u r a l aplicar a fenómenos
L 1 V como atracción y repulsión nociones de tipo «antropomórfico», como
simpatía y antipatía, que durante milenios habían caracterizado la observa
ción y el estudio de la naturaleza? Sobre los admirables y milagrosos efectos
del imán existe una literatura prácticamente inmensa, en la que se habla de pe
ces eléctricos que se adhieren a las embarcaciones moderando su curso, de is
las magnéticas que arrancan los clavos de los cascos, de virtudes curativas del
imán contra el poder de las brujas. Niccoló Cabeo (que escribe en 1629) nos
ha dejado una relación de este tipo de creencias muy extendidas: el olor del
ajo puede debilitar o anular las virtudes del imán; un diamante interpuesto im
pide que la calamita atraiga el hierro; la sangre de una cabra impide que se
produzca ese impedimento: el imán puede reconciliar a unos esposos o reve
lar un adulterio; puede actuar como un filtro amoroso, puede hacer elocuentes
y atraer el favor de los soberanos (Cabeo, 1629: 338).
Existe un mineral del hierro, la magnetita, que tiene la extraña propiedad
de atraer con fuerza el hierro. Una aguja de acero, puesta en contacto con un
pedazo de magnetita, adquiere la propiedad de atraer partículas de hierro. Si
esa aguja puede girar en un plano horizontal alrededor de su baricentro, orien
ta siempre el mismo extremo en dirección al norte terrestre.
Si frotamos ámbar, vidrio, ebonita o lacre con un paño de seda o de lana,
atraen pedacitos de papel, cabellos o briznas de paja. Con el término de tri-
boelectricidad designamos hoy en día todos estos fenómenos relacionados
con la electrización por frotación, y distinguimos entre aislantes, en los que
la electrización se limita a las zonas de contacto, y conductores, en los que ese
estado se propaga por toda la superficie de los cuerpos electrizados. No ha
sido tarea fácil poner orden y reglas en un campo como el que acabamos de
describir, ya que en él pueden suceder cosas realmente extrañas. Algunos ex
perimentos que se han realizado muchas veces con pleno éxito pueden fallar
inexplicablemente en un día de verano bochornoso y húmedo, o en presencia
de una masa de espectadores algo sudorosos. Los primeros estudiosos de los
fenómenos eléctricos no se dieron cuenta de los efectos provocados por la
humedad o por la sequedad. Las gemas y las piedras preciosas, que atrajeron
la atención de muchos de los primeros estudiosos de la electricidad, tenían
un comportamiento tan caprichoso como el vidrio. El propio Newton, en un
mensaje enviado a la Royal Society en diciembre de 1675, insiste mucho en
la irregularidad y la imprevisibilidad de los fenómenos triboeléctricos (Heil-
bron, 1979: 3-5).
Los modelos construidos por la filosofía mecánica parecían insuficientes
para interpretar fenómenos en los que surgían en primer plano atracciones,
simpatías y antipatías. Someter a medición magnitudes difícilmente defini
bles, que tenían una persistente y aparentemente irremediable irregularidad en
su comportamiento, era una empresa realmente difícil. La matematización,
que había obtenido éxitos indiscutibles en el mundo de la mecánica y de la
astronomía, no parecía aplicable a todo el vasto reino de la naturaleza. Kepler
cita y utiliza el libro de William Gilbert sobre el magnetismo, pero se mueve,
como el propio Gilbert, en el plano de las analogías cualitativas, afirmando la
existencia en el Sol de una virtud motriz y magnética, o hasta de un ánima.
Galileo cree que Gilbert ha llegado a conclusiones verdaderas, pero que ha
buscado en vano las auténticas causas de esas conclusiones cambiando sus
«razones» por concluyentes «demostraciones»: «Lo que desearía es que Gil
bert hubiese sido un poco más matemático y, concretamente, que se hubiera
basado más en la geometría» (Galileo, 1890-1909: VII, 432).
El deseo de Galileo era justo, pero vano. El abismo que mediaba entre la
mecánica y el estudio del magnetismo, de la electricidad y del calor, tanto en
el método como en las teorías, seguirá manteniéndose aún durante mucho
tiempo. Hasta el siglo x viii no se establecerán algunos puntos sólidos acerca
de las medidas y de las teorías. Pero la determinación de conceptos cuantifi-
cables (como carga, tensión, capacidad, potencial, campo eléctrico, etc.) y,
por tanto, la constitución de la electrología como ciencia no se producirá has
ta finales del siglo xvm. Tres de los teóricos más importantes, el ingeniero
francés Charles Coulomb, el lord inglés Henry Cavendish y el físico italiano
Alessandro Volta trabajan en los últimos decenios del siglo xvm, y mueren
respectivamente en 1806, 1810 y 1827. No es casual que John L. Heilbron,
autor de la mejor historia de la electricidad que existe hoy en día, apenas ha
ya dedicado algo más de cincuenta páginas al siglo xvn, y algo menos de
trescientas páginas al siglo siguiente.
Gilbert
Ante un libro como el De magnete magneticisque corporibus et de magno
magnete Tellure physiologia nova, publicado en Londres en 1600 por el mé
dico inglés William Gilbert (1540-1603), resulta realmente difícil responder a
la cuestión (incluso admitiendo que la pregunta tenga sentido) de si se trata de la
última obra de la magia natural del Renacimiento o de una de las primeras
obras de la moderna ciencia experimental. Ambas expresiones se han usado
para referirse a este libro, cuyo primer capítulo es una reseña razonada de li
bros de magia natural. La ciencia de Gilbert no tiene nada que ver ni con la
matemática y sus métodos, ni con la mecánica en sentido galileano. Su libro
no contiene mediciones, y los experimentos que realiza son básicamente cua
litativos. No utiliza un método muy distinto en lo sustancial del de Giambat-
tista Della Porta, aun cuando la ingeniosidad de los experimentos, la riqueza
de los detalles y el cuidado con que los lleva a cabo son indudablemente ma
yores. Ni siquiera los objetivos que se propone son muy diferentes de los ob
jetivos propuestos por los tratadistas de su tiempo: investigar las «causas
ocultas» y los «secretos de las cosas», la «noble sustancia del Gran Imán» y
las propiedades medicinales de la magnetita. Gilbert prefiere los «experimen
tos dignos de crédito y los argumentos demostrados» a las «opiniones y a las
suposiciones probables expuestas por los profesores de filosofía». Sobre esta
base diseña un tratamiento experimental de las propiedades magnéticas funda
mentales, que (si se prescinde de los conceptos de fuerza de un campo mag
nético y de líneas de fuerza, y de la formulación matemática) «no difiere sus
tancialmente de la discusión que al tema se dedica en los modernos manuales
elementales de física» (Dijksterhuis, 1971: 526). Debido a la desconfianza
que siente hacia los «profesores», Gilbert utiliza el libro sobre la declinación
de la aguja magnética, que había sido publicado en Londres en 1581 por un
marinero inglés dedicado a la construcción de brújulas. El libro de Robert
Norman (fl. c. 1560-1596) había nacido de la práctica, y era un tipo de traba
jo que generalmente quedaba completamente al margen del mundo de los
doctos. Se titulaba The New Attractive, Containing a Short Discourse of the
Magnet or Lodestone.
El encuentro con la práctica de los «mecánicos» no carecía de significado.
Gilbert intentó utilizar la medición de la inclinación de la aguja magnética
(con la ayuda de un complicado mapa y de un cuadrante) para establecer la
latitud en el mar. En su opinión, esta aplicación era un gran descubrimiento,
que debería permitir «con poco esfuerzo y con un pequeño instrumento» esta
blecer la latitud incluso en un día nublado. Gilbert utiliza en sus experimen
tos tierrecillas o microtierras o calamitas esféricas. La primera conclusión a
la que llega es que la Tierra misma es una calamita con polaridades magné
ticas que coinciden con los polos geográficos. Los polos terrestres no son
puntos geométricos (como había sido creencia general hasta entonces), sino
puntos físicos. Así como la aguja de una brújula tiene una dirección constan
te, igualmente el eje de la Tierra es invariable. Gilbert acepta el movimiento
diurno de la Tierra, porque considera que toda calamita de forma esférica po
see por naturaleza la capacidad de girar, pero de ningún modo está dispuesto
a seguir a Copémico en su tesis de una rotación anual de la Tierra alrededor
del Sol.
La segunda conclusión importante de Gilbert es la clara distinción que es
tablece entre acción magnética y acción eléctrica (introduce el término Vis
electrica, destinado a tener gran éxito). Considera que el magnetismo (la
atracción que la magnetita ejerce sobre el hierro) es como una coitio o una
aproximación recíproca que modifica la sustancia de los cuerpos; la electrici-
dad (aunque este término no aparece nunca en sus obras) es como una atrac
ción que todos los cuerpos pequeños y ligeros experimentan por parte de ob
jetos (como el ámbar, el azabache, el vidrio, la resina y el azufre) previamen
te frotados. El versorium que construyó era un auténtico electroscopio.
En el trasfondo de los precisos e ingeniosos experimentos de Gilbert apa
rece una visión mágico-vitalista. La materia no está exenta de vida ni de per
cepción. La atracción eléctrica se ejerce a través de effluvia materialv, la
magnética (que no está obstaculizada por la interposición de cuerpos mate
riales) es, en cambio, una fuerza espiritual, la acción de una forma (no en
sentido aristotélico) que es «única y peculiar», que es «primitiva, radical, as
tral», que está «en todos los globos, el Sol, la Luna, las estrellas» y que en la
Tierra es «esa verdadera potencia magnética que llamamos energía prima
ria». La calamita posee un alma, que es incluso superior a la del hombre. La
Tierra es la mater communis, en cuyo útero se forman los metales. Todo el
mundo está animado y «todos los globos, todas las estrellas e incluso esta
gloriosa Tierra han sido gobernados desde el principio por sus propias almas,
y de ellas procede el impulso a la autoconservación» Aristóteles se equivocó
al atribuir un alma a los cuerpos celestes y no haberla atribuido también a la
Tierra: «El estado de las estrellas en comparación con la Tierra sería penoso
si la excelencia del alma fuese negada a las estrellas y atribuida, en cambio,
a los gusanos, a las hormigas, a las cucarachas, a las hierbas» (Gilbert, 1958:
105, 309, 310).
La esfera de azufre
Otto von Guericke, que publicó Experimenta nova en 1672, era un copemica
no fascinado por la idea de un cosmos inmenso y de un vacío sin fin, en cuyo
interior están colocados los cuerpos celestes. Creía que el vacío que había
conseguido obtener artificialmente con su célebre y costoso experimento (del
que tendremos ocasión de volver a hablar en el capítulo 16) tenía las mismas
características que el vacío interplanetario. Creía que también los poderes o
las virtudes de los planetas se podían reconstruir de manera experimental.
Utilizó una garrafa de vidrio del tamaño de la cabeza de un niño, la llenó de
polvo de azufre, calentó la esfera y, al enfriarse, rompió el vidrio. La esfera
de azufre, fijada a un eje a cuyo alrededor podía girar y sometida a frotación,
emite luz y crepitaciones sonoras y revela de inmediato la presencia de las
mismas virtudes que son propias de la Tierra: atrae los cuerpos ligeros y los
retiene sobre sí misma durante la rotación. Esa esfera es un globo terrestre
colocado ante nuestros ojos. El globo también está dotado de una vis repulsi
va, que rechaza lo que ha sido atraído a causa de un conflicto entre naturale
zas diferentes. Lo mismo sucede con la Tierra, que arroja de su interior el
fuego y los materiales incandescentes, y mantiene a distancia el cuerpo esfé
rico de la Luna.
El único descubrimiento propio que Guericke calificaría de eléctrico era el
relativo a la capacidad de la acción eléctrica de propagarse a lo largo de un
hilo, cuando uno de sus extremos se ponía en contacto con la esfera electrifi
cada. Las virtudes (o los efluvios) de que hablaba eran al mismo tiempo cor
póreas e incorpóreas. Las incorpóreas comprendían la impulsiva, conservado
ra, repulsiva, directriz o magnética y rotatoria, además del sonido, el calor y
la luz. La clasificación de las virtudes era complicada y poco clara. Solamen
te la manipulación de la esfera de azufre impresionó a sus contemporáneos.
La exposición sobre la capacidad de transmisión a través de un hilo quedó co
mo un hecho aislado, y tuvo que ser descubierto de nuevo antes de entrar a
formar parte de los conocimientos adquiridos sobre la electricidad (Heilbron,
1979: 218).
El corazón y la generación
Q
u ien es e s t u d ia b a n m ed ic in a e n el sig lo x v i
glo xvn) adquirían su formación en fisiología sobre la base de una vi
sión coherente y sólida del organismo humano, que se remontaba al médico
de Pérgamo Claudio Galeno (129-200 c.). El sistema galénico no había sido
cuestionado por la obra de los grandes anatomistas del siglo xvi (Andrea Ve-
salio, Realdo Colombo, Gabriele Falloppio, Girolamo Fabrici d’Acquapen-
dente, Bartolomeo Eustachi). Hígado, corazón y cerebro constituían para Ga
leno una tríada, fuente y reguladora de la vida.
Si se examina un animal desangrado, las arterias y el ventrículo izquierdo
del corazón aparecen vacíos: a partir de este hecho, se había considerado que
las arterias eran portadoras de «aire» (como indica la etimología griega de la
palabra arteria). Galeno rechaza esta hipótesis. Sin embargo, no cree que la san
gre circule en un sistema cerrado, y distingue dos sistemas circulatorios. El
primero, que ejerce en el organismo una función de nutrición, está formado
por las venas y por la parte derecha del corazón. En él la sangre está produci
da por el hígado, que transforma en sangre venosa los alimentos procedentes
del estómago y de los intestinos. El segundo sistema circulatorio está consti
tuido por las arterias y por la parte izquierda del corazón, y tiene la misión de
transmitir a todas las partes del organismo el «espíritu vital» o el «ánima»,
que opera en el corazón. A través de presuntas porosidades del tabique intra-
ventricular (la gruesa pared divisoria que separa el ventrículo derecho del iz
quierdo), una parte de la sangre arterial pasa al ventrículo izquierdo mezclán
dose con el aire procedente de los pulmones, que ejercen una función de
enfriamiento sobre el corazón y expelen con la respiración las impurezas de la
sangre. Al ventrículo izquierdo llega aire de los pulmones; la sangre se enri
quece con los espíritus vitales y se transforma en sangre arterial. La misión
central del corazón, según esta teoría, es la diástole o dilatación: la atracción
de la sangre hacia el interior del corazón, y no su expulsión del corazón, apa
rece como el proceso más importante.
La precisión de las descripciones de los grandes anatomistas del siglo xvi
había proporcionado una enorme cantidad de hechos nuevos. Estos hechos
fueron considerados realmente nuevos cuando aparecieron incluidos en la or
gánica y coherente exposición teórica contenida en De motu coráis (1628),
del médico inglés William Harvey (1578-1657), que se había doctorado en
Padua en 1602 y se convirtió más tarde (en 1651) en profesor de anatomía y
cirugía del Real Colegio de Médicos de Londres. Gozó de la amistad y de la
estima del rey Carlos I, que asistía con frecuencia a sus experimentos. Duran
te la guerra civil su casa fue desvalijada y muchos de sus apuntes fueron des
truidos. Jamás sintió ningún interés por la política: «La falta de actividad pú
blica -explicaba a un amigo-, que para muchos es motivo de disgusto, ha
resultado ser para mí el mejor remedio» (Pagel, 1979: 17).
Acogida por Descartes y por Hobbes -es decir, por los teóricos más im
portantes del mecanicismo- como un cambio de capital importancia, la teoría
harveyana de la circulación de la sangre se convirtió en el punto de partida de
la nueva biología mecanicista y se presentó como una auténtica revolución
frente a la fisiología galénica. La crítica de Harvey a la doctrina galénica se
centra en una serie de puntos fundamentales: la cantidad de sangre expulsada
por el corazón en una hora es superior al peso de un hombre: ¿cómo es posi
ble que esta enorme cantidad de sangre sea producida por la alimentación?
¿Dónde se origina y dónde va a parar toda esta sangre, si no se acepta la hi
pótesis de una circulación continua? ¿Cómo se justifica la idea del paso de la
sangre desde el ventrículo derecho al ventrículo izquierdo, puesto que las po
rosidades son invisibles y no son, por consiguiente, de ningún modo observa
bles? Puesto que el tabique ventricular tiene una estructura más dura y com
pacta que la de muchos otros tejidos, ¿por qué se ha buscado precisamente
allí (y no, por ejemplo, en el tejido esponjoso de los pulmones) la vía de paso
de la sangre? Teniendo en cuenta que los dos ventrículos se dilatan y se con
traen al mismo tiempo, ¿cómo es posible que el ventrículo izquierdo aspire
sangre del ventrículo derecho? Puesto que los animales que carecen de pul
mones no tienen ventrículo derecho, ¿no es más razonable pensar que este úl
timo tenga la función de transmitir sangre a los pulmones? Puesto que si se
corta una arteria, por pequeña que sea, el cuerpo se desangra aproximada
mente en media hora, ¿cómo puede afirmarse que no toda la sangre circula a
través de las arterias?
Los datos experimentales y los problemas fueron formulados de nuevo por
Harvey sobre la base de un nuevo modelo: la sangre circula de modo conti
nuado e ininterrumpido en el cuerpo; la función fundamental del corazón es la
sístole, es decir, su contracción y endurecimiento cuando la sangre es empuja
da fuera del corazón (que es una bomba impelente); las arterias no laten en
virtud de una dilatación de sus paredes, sino a causa de la presión del líquido
que llega a ellas empujado por el corazón; las válvulas de las venas sirven pa
ra impedir que la sangre venosa fluya de nuevo desde el centro a las extremi
dades; la sangre abundante y caliente que procede del corazón se agota y se
enfría en la periferia del cuerpo; pasando de las últimas ramificaciones de las
arterias a los últimos extremos de las venas, regresa siempre al corazón como
fuente de vida. Las arterias de un brazo (y de las extremidades en general) es
tán colocadas a mayor profundidad, las venas están más próximas a la super
ficie. Si se anuda fuertemente un cordel por encima del codo -Harvey lo ex
perimentó—se impide que la sangre arterial llegue a la mano: la arteria que
está por encima de la ligadura se hincha, la mano se enfría, cesan las pulsa
ciones. Una ligadura moderadamente apretada impide, en cambio, que la san
gre venosa fluya de nuevo hacia el corazón: las venas se hinchan por debajo
de la ligadura, la mano aparece hinchada de sangre, el latido del pulso es dé
bil, pero todavía perceptible.
El descubrimiento de Harvey debe situarse en un contexto concreto. El
problema que dominaba y hasta obsesionaba su mente era el del objetivo o
finalidad de la circulación. Harvey era un aristotélico, y en la filosofía aris
totélica el movimiento circular ocupa una posición dominante. La compaci
dad del cosmos estaba asegurada por el movimiento circular de los cuerpos
celestes. Este mismo principio guiaba a Harvey en su consideración del mo
vimiento circular de la sangre: ésta debía garantizar la conservación de ese
microcosmos que es el cuerpo humano mediante un continuo movimiento re-
generativo y, por tanto, circular, de la sangre. La sangre, en la medida en que
estaba esparcida por todo el cuerpo, era además para Harvey el receptáculo
primario del alma (Pagel, 1979: 26, 329). Pero en la insistencia de Harvey en
el carácter central del corazón, que le parece «el Sol del microcosmos», que
es semejante a un soberano y que ejerce, respecto al organismo, sus mismas
funciones, resonaban también los ecos de aquella «literatura solar» del Rena
cimiento, que tuvo en Marsilio Ficino uno de sus mayores representantes.
El hecho de que un aristotélico refleje temas relacionados con la tradición
hermética nos dibuja, desde una perspectiva actual, un retrato algo desconcer
tante. Pero eso no es todo; porque Harvey se aproxima a los datos que le ofre
ce la tradición y a los que se derivan de sus experimentos con un modelo
mental mecánico. Galeno había comparado el corazón con un pábilo, la san
gre con el aceite que lo empapa y los pulmones con un instrumento para ven
tilarlo, y consideraba que la sangre al consumirse por la combustión dejaba
un residuo de humo (ibidem: 148-149). En este modelo las arterias se dilatan
no por efecto de la presión, sino por obra de una facultad vital. Harvey utiliza
un modelo de tipo hidráulico-mecánico: el corazón equivale a una bomba, las
venas y las arterias son como tubos por los cuales se desliza un líquido, la
sangre es como un líquido a presión y en movimiento, y las válvulas de las
venas son como válvulas mecánicas.
A partir de este planteamiento Harvey puede adoptar una postura contra
ria a la teoría de los espíritus, tal como había sido reelaborada por el médi
co francés Jean Fernel (1497-1559) en Universa medicina (1542), uno de
los tratados de fisiología más difundidos. Las arterias, el ventrículo izquier
do del corazón y las cavidades del cerebro aparecen vacías cuando se exa
mina un cadáver: esas cavidades, mientras había vida, estaban llenas de un
«espíritu etéreo». El término espíritu, tal como lo utiliza Fernel y la medici
na galénica (que distingue entre espíritu natural, vital y animal), le resulta a
Harvey vago e impreciso, no apto para ser utilizado en la investigación em
pírica y relacionado con nociones místicas. Basándonos en el testimonio de
los sentidos, «nunca hemos podido encontrar ese espíritu en ninguna parte».
Para que la noción de espíritu resulte aceptable, hay que situarla en un pla
no distinto: los espíritus no son ni fuerzas ocultas ni potencias que se pue
dan multiplicar hasta el infinito para explicar los fenómenos vitales; los es
píritus no son más que aspectos o cualidades o características empíricas de
la sangre.
Harvey tan sólo vislumbró el proceso de oxigenación de la sangre en los
pulmones; la existencia de los capilares a través de los que la sangre pasa de
las arterias a las venas la contempló solamente como una hipótesis. Fue el
médico inglés Richard Lower (1631-1691) el que completó, en lo que se re
fiere al primer punto, las teorías de Harvey. Para ver los vasos capilares hará
falta el microscopio, y será Marcello Malpighi (1628-1694) quien, en 1691,
observará en el microscopio el fluido de la sangre en los capilares de los pul
mones de una rana.
Junto a Robert Hooke, Jan Swammerdam (1637-1680) y Antony van
Leeuwenhoek, Marcello Malpighi, nombrado en 1669 miembro de la Royal
Society, fue uno de los grandes microscopistas del siglo xvn. Entre 1661 y
1679 redactó una serie de obras breves sobre los pulmones, la lengua, el cere
bro, la estructura de las visceras, la formación del embrión en el huevo del
pollo y la anatomía de las plantas. En estas breves monografías, escritas con
gran claridad, se manifestaba la llamada investigación de estructuras, que uti
liza, además del microscopio, una serie de procedimientos artificiales, como
la disecación y la cocción (Adelmann, 1966).
En el capítulo dedicado a la filosofía mecánica se ha hablado ya de Alfon
so Borelli. Cuando Borelli abordaba el tema de la facultad motriz de los múscu
los, la consideraba como una especie de reacción química entre la sangre al
calina y la acidez de los jugos nerviosos, y se remitía a las tesis expresadas
por el danés Niels Steensen, basadas en la observación microscópica de las fi
bras musculares. Pero el intento que aparece en Borelli (y en Descartes) de re
ducir completamente la fisiología al plano de la mecánica resultó ser parcial:
además de la mecánica del esqueleto y de los movimientos musculares, apa
recían los complicados problemas de la respiración y de la alimentación, a los
que no eran aplicables los rudimentarios conceptos de la química inorgánica
del siglo xvn.
Ovistas y animalculistas
El tema de la reproducción de los seres vivos fue objeto de una amplísima po
lémica a lo largo del siglo xvn (Roger, 1963; Solinas, 1967; Bemardi, 1980).
En esa polémica sigue teniendo un papel destacado William Harvey. En la
portada de su tratado De generatione animalium (1651) aparece el lema «ex
ovo omnia». La noción harvey ana de huevo (igualmente célebre es su expre
sión «omne vivum ex ovo») no hay que interpretarla aplicándole nuestras no
ciones y definiciones. Para Harvey son huevos tanto los de las gallinas y de
los animales ovíparos como el capullo del que sale la mariposa, o el saco am-
niótico de los mamíferos superiores.
Los experimentos llevados a cabo por Francesco Redi (1626-1698) sobre
la reproducción de los insectos contribuyeron decisivamente a eliminar la an
tigua teoría de la generación espontánea, según la cual algunos insectos y ani
males pequeños (moscas, escarabajos, babosas, sanguijuelas e incluso algunos
vertebrados de clases inferiores) surgían de la putrefacción de sustancias or
gánicas: los cadáveres generan gusanos, las basuras insectos, el vino agrio ge
nera los corpúsculos del vinagre, de la carne putrefacta de caballo nacen avis
pas y abejorros, de la del asno los escarabajos, de la del buey o ternera las
abejas. En Esperienze intomo alia generazione degli insetti (1668), Redi apli
caba un método comparativo utilizando muestras de control, como diríamos
hoy en día. Utilizó ocho recipientes que contenían varias especies de carnes,
selló cuatro y dejó cuatro abiertos. Tan sólo en los últimos, sobre los que se
habían posado moscas, aparecieron larvas, que después se convirtieron en
moscas. Inmediatamente se dio cuenta de que la falta de contacto con el aire
era la causa de que no aparecieran formas de vida. Y Redi repitió su experi
mento cerrando los cuatro recipientes con gasas que impedían el acceso de
las moscas a la carne: «por tanto, ningún animal que esté muerto» (Redi,
1668: 95).
La historia de la ciencia, como todas las historias, está llena de imprevis
tos. El descubrimiento de Redi ha sido considerado merecidamente como un
descubrimiento imperecedero. Pero precisamente la refutación de la antigua
tesis de la generación espontánea fue puesta en entredicho por algo que con
sideramos (con razón) otra gran conquista de la ciencia moderna. Antony
van Leeuwenhoek (1632-1673) vivió toda su vida en Delft: era portero, no
sabía latín y no estaba en condiciones de escribir un tratado científico. Pero
era un constructor de lentes inigualable y un hombre dotado de una insacia
ble curiosidad por la naturaleza. Tenía un desconocimiento absoluto de lo
que hoy en día llamaríamos «método científico» y se dedicaba a observarlo
todo con sus lentes. Durante más de cinco años envió a la Royal Society ex
tensas cartas escritas en holandés y acompañadas de dibujos precisos y mi
nuciosos. Se hizo muy famoso, y uno de los muchos personajes que acudie
ron a visitarle a Delft fue el propio zar Pedro el Grande. En el verano de
1674 Leeuwenhoek descubrió que una gota de agua de uno de los lagos pró
ximos a Delft, observada al microscopio, contenía una enorme cantidad de
minúsculos animalitos de distintos colores, que tenían el cuerpo parecido a
un globo, una larga cola, y se movían ágilmente a gran velocidad. Esos pe
queños seres vivos (eran protozoos) se hallaban presentes en varios tipos de
agua. Cuando (en 1676) se publicó en Philosophical Transactions (el órgano
de la Royal Society) una extensa carta de Leeuwenhoek que explicaba sus
experimentos, ¿qué cabía pensar de las afirmaciones de Redi sobre la impo
sibilidad de la generación espontánea? En todo caso podían ser válidas para
la parte del mundo vivo que se puede contemplar a simple vista. Pero ¿acaso
no demostraba el microscopio que tal vez existía una inmensa propagación
de la vida? Y el propio Descartes ¿no había distinguido entre la reproducción
de los animales superiores (que se produce, en su opinión, mediante la mez
cla de los líquidos seminales del macho y de la hembra) y la formación de
las formas elementales de la vida, para cuya generación es suficiente que el
calor actúe sobre la materia? El bando de los defensores de la generación es
pontánea utilizó este nuevo descubrimiento para reafirmar las tesis más tra
dicionales (Dobell, 1932).
Preformismo
A excepción de los monotremas (como la equidna y el ornitorrinco), en todos
los mamíferos el embrión se desarrolla en el interior del cuerpo materno y es
alimentado a través de la placenta: estos mamíferos son los vivíparos. Los pá
jaros, las serpientes y los peces, que ponen huevos, son ovíparos. A partir del
principio de la uniformidad de la naturaleza, la idea de que también los ani
males vivíparos se reproducen mediante huevos invisibles se abrió paso con
fuerza en la segunda mitad del siglo xvn. Redi había demostrado que incluso
los insectos nacen de huevos. Las conclusiones expuestas en el De mulierum
organis generationi inservientibus (1672), de Reinier de Graaf (1641-1673),
confirmaban la hipótesis de Harvey. Desde el comienzo de los años setenta
del siglo xvn, la llamada tesis ovista fue generalmente aceptada, a pesar de
que el «huevo» de los mamíferos permanecería invisible hasta los primeros
decenios del siglo xrx. El huevo -como dirá Antonio Vallisnieri en 1721- tie
ne que existir.
El descubrimiento de los «animálculos espermáticos» (los espermatozo
os) fue comunicado por Leeuwenhoek en una nueva carta dirigida (en 1679)
a la Royal Society. Los «animalitos» aparecían, en esta ocasión, en el esper
ma humano. Un cuerpo redondo, una larga cola delgada, una notable capaci
dad de movimiento y un ciclo fisiológico bien definido. ¿Cómo no pensar
que también en esta ocasión se trataba precisamente de animalitos semejan
tes a los descubiertos en el agua? Tenían su origen en los testículos y a ellos
se les atribuía su producción. Y el líquido seminal de un individuo macho
contiene más animalitos -señalaba Leeuwenhoek- que hombres hay sobre la
Tierra.
El animalculismo, al que muchos se adhirieron, se oponía pues al ovismo:
son los animálculos, y no el huevo, los que contienen, preformado, el embrión
del individuo adulto. Entre quienes, frente a esta tesis, establecieron de nuevo
la distinción entre el mecanismo de fecundación de los ovíparos y el de los
vivíparos se encontraba también Leeuwenhoek. El animalculismo no resulta
ba fácil de aceptar: ¿cómo es posible que una especie de pequeño gusano sea
el portador del embrión humano?, ¿y por qué las dimensiones de los huevos
de los ovíparos son en cierto modo proporcionales al tamaño de los animales,
mientras que los animálculos tienen un tamaño casi igual en especies distin
tas? Si en cada uno de esos animalitos ya está potencialmente presente un
adulto perfecto, ¿cómo puede concillarse la enorme cantidad de animálculos
que no llegan a la maduración con la imagen de una naturaleza gobernada por
la sabiduría infinita de Dios?
A comienzos del siglo xvm el animalculismo parece una teoría en decli
ve. Pero tanto los defensores del huevo como los defensores de los animálcu
los o gusanos espermáticos creían que el huevo o el «gusano» contenía un
individuo en miniatura (macho o hembra) de la misma especie. Para entender
lo que fue el preformismo o la teoría del encastre de los gérmenes (los fran
ceses lo llamaron «emboitement des germes», los italianos «sistema degli in-
viluppi»), es necesario comprender que el preformismo elimina, por conside
rarlo inexistente, el problema de la formación en el tiempo de los organismos
vivos, y transforma el problema de la generación en un problema de creci
miento. Cada organismo no está potencialmente presente en el huevo o en el
semen, está actualmente presente en el huevo o en el semen. No hay en el hue
vo o en el semen principios organizativos o «programas». El uno o el otro
(según se sea ovista o animalculista) contienen un modelo a escala reducida,
pero completo y organizado en todas sus partes, del individuo que debe na
cer. La fecundación se limita a activar el crecimiento de una entidad que ya
está plenamente organizada, y a provocar su desarrollo visible. Esa entidad
es muy pequeña y está como escondida en el huevo o en el semen. Muchos
la buscaron con el microscopio y Nicolaus Hartsoeker (1656-1725) publicó
incluso un dibujo en el que se veía, en el interior de los «gusanillos», un ho
múnculo diminuto con las piernas replegadas y la cabeza oculta entre los
brazos (Bemardi, 1986).
Al eliminar en su explicación del origen de la vida toda alusión a princi
pios vitales y a cualquier capacidad de organización presente en la materia, el
preformismo encajaba bastante bien con el mecanicismo. Pero algunas con
clusiones estaban ya contenidas en las premisas. Si en la naturaleza sólo exis
ten procesos de crecimiento, si no hay «fuerzas» que organicen las partes de
un organismo, entonces en el polluelo que está preformado dentro del huevo
hay huevos preformados, y dentro de éstos hay polluelos preformados con sus
huevos preformados. En Recherche de la vérité (1647), Nicolás Malebranche
(1638-1715) exponía con claridad la tesis del preformismo. Desde la creación
existen los gérmenes de todos los individuos. Están miniaturizados y encaja
dos los unos en los otros. El individuo que nacerá dentro de mil años ya está
perfectamente formado, exactamente igual que el que nacerá dentro de nueve
meses. La única diferencia es que es muy, muy pequeño. El vientre de Eva ya
contenía los embriones de todos los individuos que han existido y existirán,
hasta el día del Apocalipsis.
El preformismo es, sin duda, una «extraña» teoría, pero ¿acaso no encaja
ba bien, en aquella época, la idea de una divisibilidad hasta el infinito con las
ideas expresadas por quienes discutían acerca del infinito y por los llamados
teóricos del cálculo infinitesimal? Entre un punto y el siguiente -afirmaban
éstos- existen infinitos puntos que forman un segmento continuo infinitamen
te divisible en partes, que son también continuas, infinitamente divisibles to
davía, y así hasta el infinito: si ideas como esta consiguen abrirse paso, aun
que sea con muchas dificultades, ¿qué hay de inaceptable y escandaloso, para
un científico de la segunda mitad del siglo xvn, en una teoría, que a nosotros
nos resulta tan extraña?
CAPÍTULO TRECE
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Tiempos de la naturaleza
Piedras raras
Esas piedras raras que se encuentran fácilmente y que tienen forma de con
cha ¿son lapides sui generis, producidas naturalmente por cierta virtud que
posee la Tierra, o deben su forma a las conchas originales que fueron trans
portadas a los lugares donde fueron halladas por un diluvio, un terremoto u
otras causas? Las lapides icthyomorphi o las piedras en forma de pez ¿son
sólo piedras que tienen una forma extraña o son los vestigios de peces petri
ficados? En el primer caso, esos objetos que nosotros llamamos los fósiles
son vistos como piedras y objetos naturales más «raros» que las otras piedras
y objetos existentes en la naturaleza. En el segundo caso, pueden contem
plarse como documentos y vestigios del pasado, como la huella de vicisitudes
y procesos que se desarrollaron en el pasado. En el primer caso solamente se
observan, en el segundo caso se observan y se leen, de igual modo que se lee
un documento.
Para abandonar la identificación de fósil (del latín fodio, excavar) con todo
lo que está situado debajo de la superficie de la Tierra y que tiene la caracte
rística común de la «petreidad», para llegar a la definición moderna de los fó
siles como restos o huellas de organismos que vivieron en otro tiempo sobre la
Tierra, fue preciso no sólo «distinguir lo orgánico de lo inorgánico en un es
pectro continuo de objetos fósiles» (Rudwick, 1976: 44), sino además llegar a
aceptar el presupuesto de que esos curiosos objetos podían ser explicados aten
diendo a su origen, interpretándolos como vestigios o huellas. A través de la
nueva consideración de los fósiles como documentos, la naturaleza ya no se
opone, como reino de lo inmutable, a la historia, que es el reino del devenir y
del cambio: la naturaleza también tiene una historia y las conchas constituyen
uno de los documentos de esta historia.
A excepción de Leonardo da Vinci, que trata del origen de los fósiles ma
rinos en varios folios del Códice Atlántico y del Códice Leicester, y de Ber-
nard Palissy (1510-1590), hasta el siglo x v ii dominan las interpretaciones
aristotélicas y platónicas. En De mineralibus (que es una obra espuria) los
fossilia están formados por la acción de un succus lapidescens o de un aura
bituminosa, que circula por el interior de la superficie terrestre. Según el
Pseudo-Aristóteles, los metales y los otros fósiles están formados por una
emanación que sale del interior de la Tierra gracias a la acción del calor solar.
A la acción de fuerzas o virtudes (virtus plastica, lapidifica, vegetabilis) se
remiten las tendencias vinculadas con la tradición del platonismo: una «semi
lla» originaria da vida a los fósiles, que nacen y crecen dentro de la Tierra co
mo organismos vivos. Para explicar el origen de los terremotos, Aristóteles
había representado en Meteorologica el cuerpo de la Tierra surcado de grietas,
hendiduras y amplias cavidades internas. Por el interior de la Tierra circula
ban «vientos», movidos por la acción solar, que eran la causa de las agitacio
nes terrestres.
El Protogaea de Leibniz
El Protogaea de Leibniz tuvo un curioso destino: fue compuesto entre 1691 y
1692, unos diez años después de la Theoria sacra de Bumet y antes de que
salieran (en 1695 y 1696) las afortunadas obras de Woodward y de Whiston.
Pero no se publicó hasta 1749, es decir, cincuenta y seis años más tarde, coin
cidiendo con la edición del primer volumen de la gran Histoire naturelle de
Buffon. Éste sólo conocía la obra de Leibniz por el brevísimo extracto de dos
páginas, que había sido publicado (en enero de 1693) en las Acta eruditorum
de Leipzig.
Leibniz parte de presupuestos precisos de carácter metafísico, a partir de
los cuales la historia del universo adopta tres características fundamentales:
1) es el desarrollo de posibilidades implícitas contenidas ya en su inicio y
«programadas» ya como en un embrión; 2) la elección del «programa» se re
monta a Dios y en las raíces de la historia del universo no existe el caos, sino
que existen decretos libres de Dios, o las leyes del orden general de ese uni
verso posible (el mejor), que ha sido elegido por Dios para convertirse en real;
3) la historia del universo se realiza a través de cambios y desórdenes que son
sólo aparentes, que se configuran como tales tan sólo a nuestros limitados
ojos humanos. En la gran visión de Leibniz todos los términos tradicionales
del problema se han transformado: mecanicismo y finalismo no son incompa
tibles; es posible hablar de historia del mundo, de formación del sistema solar,
de historia del universo y de la Tierra evitando la impiedad de la tradición li
bertina, atea y materialista. Al relativizar el caos y el desorden, las posturas
de los cartesianos y de Bumet se neutralizan: se abre un amplio espacio para
la investigación empírica de los cambios que se han producido y se producen
en la historia del universo y de la Tierra.
Incluso los resultados de la teoría de Bumet, que habían parecido más re
volucionarios y peligrosos, pueden ser aceptados. Es cierto que nosotros «vi
vimos sobre minas», pero esas minas no son testimonio de una decadencia ni
prueban que haya existido un proceso de corrupción gradual: esos desórde
nes «se han producido en el orden», e incluso los iniciales y terribles trastor
nos han dado lugar a un equilibrio. Todo lo que ha salido de las manos de la
naturaleza ha comenzado de forma regular. Así sucede con la Tierra. Las de
sigualdades y las asperezas se produjeron en época posterior. Si al comien
zo el globo fue líquido, necesariamente tenía una superficie lisa y, de acuer
do con las leyes generales de los cuerpos, las cosas sólidas proceden del
endurecimiento de cosas líquidas. Esto nos lo confirma la presencia (y en
este punto el lenguaje es el mismo que el de Steensen) de cuerpos sólidos
encerrados en un cuerpo sólido: como, por ejemplo, «los despojos de cosas
antiguas, plantas, animales, manufacturas, cubiertos con una envoltura de
piedra». La envoltura, que ahora es sólida, se formó forzosamente con pos
terioridad al objeto encerrado en ella «y, por tanto, es necesario que en otro
tiempo fuera fluido».
Desde las primeras páginas, Leibniz acepta los planteamientos «cartesia
nos» y admite los resultados a que había llegado Steensen. Globos originaria
mente incandescentes y luminosos, semejantes a las estrellas y al Sol, se con
virtieron en cuerpos opacos a causa de las escorias producidas por la materia
incandescente. El calor se concentró en el interior y la corteza se enfrió y se
consolidó. El proceso que se desarrolló sobre la Tierra no difiere del que se
produce en los hornos de fundición. Si la tierra y las piedras sometidas a la
acción del fuego dan origen al vidrio, resulta explicable que «los grandes hue
sos de la Tierra, las rocas desnudas, los sílex inmortales estén casi completa
mente vitrificados, al proceder de aquella primera fusión de los cuerpos». El
vidrio, que constituye la base de la Tierra, aparece semioculto en los otros
cuerpos y en sus partículas. Estas últimas, corroídas y divididas por las aguas,
fueron sometidas a numerosas destilaciones y sublimaciones hasta generar un
limo capaz de alimentar plantas y animales. Durante el proceso de enfria
miento, la consolidación de la corteza originó enormes burbujas que conte
nían aire o agua. Debido a la diversidad de la materia y del calor, las masas se
enfriaron en períodos de tiempo desiguales y provocaron sacudidas que die
ron lugar a la posterior formación de montañas y valles. Las aguas proceden
tes de los abismos se unieron a las que descendían de las montañas: esto pro
vocó inundaciones que dieron lugar a sedimentos, a los que, por repetición de
los mismos fenómenos, se superpusieron otros. No todas las piedras, sino so
lamente las primitivas o base de la Tierra, proceden del enfriamiento que si
guió a la primitiva fusión. Otras, tal como ha sido probado por la existencia
de los estratos, proceden de nuevas concreciones que siguieron a las disolu
ciones provocadas, en épocas diversas, por precipitaciones.
Leibniz es consciente de que la teoría sobre los «incunables del mundo»
contiene los gérmenes de una «nueva ciencia o geografía natural». Sabe que
esta ciencia está dando sus primeros pasos, pero cree que ha identificado las
causas generales a las que se puede atribuir «el esqueleto y, por así decir, la
osamenta visible de la Tierra, su estructura». Ésta está constituida por la ca
dena del Himalaya y del Atlas, por los Alpes y por las grandes fosas oceáni
cas. Esa estructura presenta elementos de estabilidad: es el resultado de un
proceso a cuyo término se produce «un estado de cosas más consistente, que
deriva del cese de las causas y de su equilibrio». Una vez alcanzado este es
tado, los cambios posteriores están provocados únicamente por «causas parti
culares» y ya no por «causas generales».
Leibniz, que, como se ha observado acertadamente (Solinas, 1973: 44-45),
es mucho menos «diluviano» que muchos de sus contemporáneos, recupera la
tesis de Steensen tanto para explicar la existencia de los estratos (en un prin
cipio horizontales, después inclinados) como para dar una explicación de los
fósiles. Es un firme defensor del origen orgánico de los fósiles. Las páginas
que dedica a la demostración de esta tesis y a la refutación de las teorías
opuestas, aunque no ofrecen grandes novedades teóricas, tienen un extraordi
nario poder de penetración: «Yo mismo he tenido entre mis manos fragmentos
de roca sobre los que estaban esculpidos un mújol, una perca, una argentina.
Poco antes se había sacado un enorme lucio que tenía el cuerpo doblado y la
boca abierta, como si, sepultado aún con vida, se hubiera endurecido a causa
de la gorgónea fuerza petrificante ... En esta cuestión, muchos se refugian en
la idea de lusus naturae, que es un término carente de sentido» (Leibniz,
1749: 29-30). Leibniz se mantiene cuidadosamente distante de cuantos sostie
nen que «los animales que ahora habitan la Tierra fueron en otro tiempo acuá
ticos y que, desaparecido ese elemento, se fueron convirtiendo en anfibios y
que finalmente sus descendientes abandonaron las sedes primitivas» (ibidem:
10). Esta hipótesis, que es contraria a las Escrituras, presenta también dificul
tades insuperables. Y, sin embargo, Leibniz no excluye posibles cambios en
las especies animales. Algunos se sorprenden de la presencia de especies fósi
les «que en vano buscaríamos en el mundo conocido ... pero no es inverosímil
creer que, a través de las grandes alteraciones que ha sufrido la Tierra, tam
bién las especies animales hayan experimentado muchísimos cambios» (ibi
dem: 41).
Newtonianos y cartesianos
Las teorías newtonianas sobre la estructura del universo y de la materia se
convirtieron en las Boyle lectures, iniciadas por Richard Bentley (1662-1742)
en 1691-1692, en armas con las que luchar contra los epicúreos y los freet-
hinkers, contra los defensores de un milenarismo popular ligado a la revolu
ción de 1688. La postura de Bumet no había sido ajena a ese milenarismo. La
filosofía natural de Newton fue muy utilizada como ideología. En un sermón
del 7 de noviembre de 1692, titulado A Confutation of Atheism from the Ori-
gin and Frame of the World, Bentley atacaba «la hipótesis atea sobre la for
mación del mundo» afirmando la equivalencia sustancial de los términos me
cánico y fortuito. En Examination of Dr. Bumet Theory of the Earth (1698)
John Keill (1671-1721), primer profesor de física newtoniana en Oxford y autor
de la célebre Introductio in verarn physicam (1700), ataca con gran dureza a
los world makers, o constructores de mundos imaginarios, y a los flood ma-
kers, o constructores de diluvios imaginarios. Tomando como base únicamen
te los principios de la materia y del movimiento, éstos pretenden «conocer la
esencia íntima de la naturaleza e informamos exactamente sobre cómo Dios
construyó el mundo». Son «zafios, arrogantes y presuntuosos», como los filó
sofos y los poetas paganos. Su extraordinaria presunción fue estimulada por
Descartes, «el primero entre los constructores de mundos de nuestro siglo».
Las grandes cosmologías cartesianas de los años noventa fueron degrada
das por Keill (y por muchos otros newtonianos) a la categoría de obras de
ciencia ficción. Frente a éstas se reivindica el valor de la ciencia newtoniana,
la exactitud de sus leyes y el rigor de sus definiciones. Tras la polémica de los
seguidores de Newton contra las novelescas hipótesis de los world makers y
tras la reivindicación de la gran física de Newton, se encuentran en realidad
tres presupuestos sólidos, que por principio están fuera de toda posible discu
sión: 1) la historia de la Tierra y del cosmos no se puede explicar totalmente
desde el ámbito de la filosofía natural y en esa historia intervienen algunos
hechos milagrosos; 2) la verdad del relato bíblico no puede ponerse en duda;
3) es necesario reconocer la presencia en la naturaleza de las causas finales, y
la adopción de un punto de vista antropomórfico es completamente legítima,
incluso en física.
CAPÍTULO CATORCE
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Clasificar
Poa bulbosa
una pequeña planta de hojas
C
rece e n a b u n d a n c ia en n u e st r o s pr a d o s
planas e inflorescencias verduscas. Pertenece, como diríamos hoy, a la
familia de las gramíneas. Basándonos en la clasificación (todavía vigente) del
gran botánico sueco Carolus Linnaeus o Cari von Linné, en castellano Linneo
(1707-1778), la denominamos Poa bulbosa. Con esta denominación binaria
situamos la planta dentro de un sistema. La sistemática (o taxonomía) botáni
ca (o zoológica), que hasta la fecha ha puesto nombre a más de un millón de
especies animales y vegetales (y que todavía tiene que clasificar una enorme
cantidad de especies de ácaros y de insectos), es precisamente la disciplina
que se ocupa de las clasificaciones, es decir, que reúne las distintas formas en
grupos cada vez más amplios y comprensivos: raza, especie, género, familia,
orden clase, tipo o phylum y reino.
El nombre de esa plantita contiene -si conocemos la estructura del siste
ma- una cantidad de información realmente considerable. El sistema linneano
es funcional: la llamada nomenclatura binaria comprende dos palabras: el
nombre del género y un epíteto específico que distingue la especie de todas
las otras del mismo género, exactamente igual -afirma Linneo- que sucede
con el apellido y el nombre de los seres humanos. Identificar la especie no
quiere decir solamente distinguirla, sino también reconocer sus afinidades con
las otras que pertenecen al mismo género. El uso del latín evita la confusión
de las lenguas nacionales. Linneo compara la clasificación con un ejército
subdividido en legiones, cohortes, manípulos y escuadras, y la concibe como
un sistema jerárquico de grupos incluidos en grupos cada vez más amplios.
Cada uno de los niveles más restringidos limita progresivamente las propieda
des que debe poseer aquel ser vivo específico, mientras que cada uno de los
niveles más amplios comprende un número cada vez mayor de propiedades y
de organismos afines. A cada término utilizado se le atribuye un nivel jerár
quico. Es como si remontara las paredes internas de un embudo y en cada es
tadio me encontrara con una compañía cada vez más numerosa. Junto a mi
especie (Homo sapiens) sólo aparece la especie extinguida del Homo erectus,
a continuación viene el género Homo, después la familia Hominidae, que
comprende también los grandes simios, después el orden Primati, de dedos
flexibles y cerebro grande, después la clase Mammalia, que tienen sangre ca
liente, pelo y amamantan a sus crías, a continuación el phylum Cordata, que
en algunos de sus estadios tienen las características de los vertebrados, des
pués aparece el reino Animalia, que agrupa a todos los seres vivos incapaces
de fotosíntesis. Es evidente que también puedo realizar la operación inversa y
descender por las paredes del embudo.
A finales del siglo xvn un gran botánico francés, Joseph Pitton de Toume-
fort (1656-1708), utilizaba setenta palabras y un dibujo para designar el gera
nio. Para designar la Poa bulbosa de Linneo utilizaba quince palabras: Gra-
men Xerampelinum, miliacea, praetenui, ramosaque sparsa canícula, sive
Xerampelinum congener, arvense, aestivum, gravem minutissimo semine. En
aquellas setenta y en estas quince palabras hay menos información de la que
contienen las dos palabras utilizadas por Linneo.
Clasificar
El problema de la clasificación se relaciona, según la opinión general, con
una actividad algo obtusa que consistiría en atribuir nombres latinos a los ani
males y a las plantas. Esa opinión general alude a una caricatura: «Los mejo
res taxonomistas siempre han ido a la búsqueda de un sistema natural, capaz
de revelar las causas del orden natural en lugar de ser simplemente un siste
ma de encasillamiento artificial» (Luria, Gould, Singer, 1984: 585). Uno de
los temas más apasionantes de la biología contemporánea es el que se relacio
na con los problemas planteados por la cladística, o tipo de clasificación que
excluye cualquier noción de «semejanza» entre los seres vivos y trabaja sola
mente sobre la base de las ramificaciones evolutivas. Pero el problema de la
clasificación se complicó enormemente cuando, a lo largo del siglo xix, se
cruzó con el de la evolución. En el período al que aquí nos referimos, entre
mediados del siglo xvi y los primeros años del siglo xvm, el problema de la
clasificación está relacionado con un mundo en el que (salvo raras excepcio
nes) las especies se consideran fijas, y las pulgas, las moscas, los elefantes,
los caballos y las jirafas son aún como eran en sus orígenes, cuando las espe
cies vivas salieron de las manos del Señor.
Algunos problemas deben abordarse por separado: 1) en la clasificación se
pone en relación una teoría de la naturaleza con una teoría del lenguaje; 2) la
acción de clasificar no sólo está relacionada con el conocimiento, sino tam
bién con la memorización; 3) al lenguaje clasificatorio se le atribuye una fun
ción diagnóstica, en el sentido de que debe ser capaz de captar lo que es esen
cial olvidando todo lo que resulta superfluo o accidental.
Lenguas universales
En la segunda mitad del siglo xvn alcanzaron gran difusión en toda Europa
numerosos proyectos de una lengua y de una escritura «filosófica» o «artifi
cial» o «perfecta» o «universal», que fuese capaz (esto es lo que deseaban los
teóricos de esa lengua) de superar la confusión y la ambigüedad de las len
guas naturales. Esta lengua debía componerse de símbolos capaces de referir
se no a los sonidos, sino directamente a las «cosas». Partiendo de esta pers
pectiva, Bacon y Leibniz se interesaron mucho por los ideogramas de los
chinos y por los jeroglíficos de los egipcios. La imagen del objeto remite di
rectamente al objeto (como sucede, por ejemplo, en los llamados iconos, o en
alguna de esas señales viarias en que aparecen dos niños con una cartera cru
zando una calle). Esa imagen resulta comprensible independientemente de la
lengua que realmente se hable: está escrita y dicha de maneras distintas, pero
es comprendida por todos (incluso por aquellos que hablan lenguas diferen
tes) del mismo modo. ¿Por qué no construir, sobre estas bases, primero una
forma de escritura y después una auténtica lengua? ¿No se solucionaría así el
problema de la confusión de las lenguas con la que Dios (como cuenta la Bi
blia) castigó al género humano, culpable de haber construido la Torre de Ba
bel? (Rossi, 1983; Eco, 1993).
En los escritos de George Dalgamo y de John Wilkins (que fueron los
principales teóricos de la lengua universal), que se publicaron respectivamen
te en 1661 y en 1668, se presentan algunas tesis que tendrán una notable tras
cendencia para todos los «clasificadores» de plantas y de animales de los si
glos xvn y xvin.
1. Existe una oposición de fondo entre las lenguas naturales y la lengua fi
losófica o universal. El sistema de signos que componen esta última debe ser
comprensible con independencia de la lengua que se hable realmente, y las
reglas de la lengua universal deben ser distintas de las reglas de la lengua na
tural.
2. El objetivo fundamental de la lengua filosófica es la creación de signos
que correspondan no a los nombres habituales de las cosas, sino a las imáge
nes mentales de las cosas (que son comunes a todos los seres humanos).
3. Los signos de la lengua filosófica deben ser «metódicos»: es decir, de
ben ser capaces de mostrar la presencia de las relaciones y de las correspon
dencias que median entre las cosas.
4. Entre los signos y las cosas debe existir una relación unívoca, y a cada
signo debe corresponder una cosa o noción («to every thing and notion there
were assigned a distinct mark»).
5. El proyecto de una lengua universal implica el proyecto de una enciclo
pedia universal, es decir, implica una completa y ordenada enumeración, ade
más de una cuidadosa clasificación, de todas las cosas y nociones a las que se
debe aplicar un signo o mark convencional.
6. La construcción de la enciclopedia es esencial para el funcionamiento
de la lengua y requiere la construcción de tabulae (en el sentido que Francis
Bacon había atribuido a este término). Puesto que es cierto, como había seña
lado Descartes, que un lenguaje perfecto exigiría una clasificación de todas
las cosas que existen en el mundo, los límites de la enciclopedia son los pro
pios límites de la lengua.
7. La enciclopedia (aun siendo necesariamente parcial) nos asegura que
cada signo será también una definición precisa de la cosa o noción. Y tene
mos una definición precisa cuando el signo indica el lugar exacto de la cosa
en el conjunto ordenado de objetos naturales que las tablas de la enciclopedia
reflejan y reproducen.
8. El objetivo principal de las tablas, aclaraba Wilkins, es disponer las co
sas y las nociones en un orden «tal que el lugar asignado a cada cosa pueda
contribuir a la descripción de su naturaleza, indicando la especie general y
particular en que está situada la cosa, y la diferencia que la distingue de las
otras cosas de su misma especie ... al aprender los nombres de las cosas co
noceremos al mismo tiempo su naturaleza» (Wilkins, 1668: 289).
Lo esencial y lo accidental
Para captar la diferencia entre el tipo de clasificaciones que se relaciona con
el problema de la lengua universal y las clasificaciones que se remitían a los
planteamientos aristotélicos, convendrá recordar el enorme esfuerzo realizado
por Andrea Cesalpino (1519-1563), en los últimos decenios del siglo xvi, por
fundar una ciencia botánico-zoológica sobre los principios aristotélicos de la
materia y de la forma. En De plantis libri XVI (1583), las plantas se presentan
como dotadas de vida vegetativa, análogas a las formas animales, como co
pias más simples de organismos más complejos; la planta es un animal inver
tido, con la cabeza clavada en la tierra: las raíces son la boca mediante la cual
se consigue el alimento, el fruto es el embrión, la linfa es la sangre. Y habrá
que recordar por lo menos el nombre del zuriqués Konrad Gesner (1516-
1565), cuya Historia animalium contiene, en 4.500 páginas en folio, la rela
ción alfabética de los nombres latinos de los animales. Entre los mil espléndi
dos grabados que acompañan al texto se encuentra el famoso rinoceronte de
Durero.
Muchos historiadores y muchísimos epistemólogos han olvidado por com
pleto el significado, la amplitud y la importancia de la gigantesca obra de ta
bulación a la que se dedicaron, a lo largo del siglo xvn, los cultivadores de la
botánica, zoología y mineralogía y, en general, todos los que se dedicaban al
estudio de las «cosas naturales».
Captar lo esencial y dejar de lado lo superfluo. Pero ¿dónde buscar lo que
es esencial? y ¿cómo separar lo superfluo? Los tratadistas de la Antigüedad y
del Renacimiento se ocupaban mucho en sus obras de las interpretaciones ale
góricas, los mitos, las leyendas relativas a un animal determinado o a una
planta determinada, su carácter comestible, sus posibles usos y las representa
ciones poéticas y literarias. En las obras de botánica y de zoología de los si
glos xvn y xvin, la llamada parte literaria pasa a ocupar el último lugar, se
convierte en una especie de apéndice curioso. En De quadrupedis (1652), el
médico y naturalista inglés John Jonston (1603-1675) coloca todavía el uni
cornio junto al elefante, pero elimina una enorme cantidad de consideraciones
literarias, que todavía aparecían en los textos de Ulisse Aldrovandi (1522-
1605).
La búsqueda de lo esencial sigue, como es natural, caminos muy diversos.
Entre las diecisiete clases en que están subdivididas las plantas en el Thea-
trum botanicum (1640) de John Parkinson hallamos las plantas olorosas, las
venenosas, narcóticas y nocivas, las refrescantes, las calientes, las umbelífe
ras, los cereales, las pantanosas, acuáticas y marinas, las arbóreas y frutales,
las exóticas y raras. Toumefort distingue entre árboles, arbustos e hierbas
(distinción que rechazará Linneo) y los subdivide destacando las característi
cas de la corola, pero utilizando también las diferencias entre los frutos, las
hojas y las raíces. Las distinciones basadas en usos farmacéuticos o locales
tienden a caer en desuso. El camino que conducirá a Linneo a destacar los ór
ganos de la reproducción es bastante impracticable, porque la existencia de
sexo en las plantas la niegan científicos como Malpighi y Toumefort y no lle
gará a ser considerado un dato indiscutible hasta la primera mitad del siglo xix.
En cuanto a los animales, la situación se presenta aún más complicada. Lin
neo considera que los mamíferos, los pájaros, los anfibios y los peces son las
cuatro clases de animales con sangre roja, y que los insectos y los gusanos
son las dos clases de animales con sangre blanca. Es cierto que a Linneo le
corresponde el mérito de haber sido el primero en clasificar al hombre entre
los animales, pero no es menos cierto que lo sitúa entre los cuadrúpedos, jun
to a los simios antropomórficos y el bradipo. Según Linneo, el rinoceronte es
un roedor y entre los anfibios se incluyen cocodrilos, tortugas, ranas y ser
pientes, además del esturión y la raya. Las sepias, calamares y pulpos se si
túan entre los gusanos.
CAPÍTULO QUINCE
----------------------------- » ------------------------------
Instrumentos y teorías
E
n l a cien cia d e n u e st r o tiem po ,
interpretar signos generados por instrumentos: entre los ojos de un as
trónomo de nuestra época que utiliza el telescopio de Hubble y una de esas
lejanas galaxias que apasionan a los astrofísicos y alimentan la fantasía de to
dos los seres humanos se interponen más de una docena de complicados apa
ratos tales como un satélite, un sistema de espejos, una lente telescópica, un
sistema fotográfico, un aparato de escansión que digitaliza las imágenes, varios
ordenadores que controlan las tomas fotográficas y los procesos de escansión y
memorización de las imágenes digitalizadas, un aparato que transmite a la Tierra
estas imágenes en forma de señales de radio, un aparato en tierra que transfor
ma de nuevo las señales de radio en lenguaje para un ordenador, el software
que reconstruye la imagen y le proporciona los colores necesarios, el vídeo,
una impresora en colores, etc. (Pickering, 1992; Gallino, 1995).
Un filósofo contemporáneo ha escrito un hermoso libro de filosofía de la
ciencia titulado Representing and Intervening, representar e intervenir. Para
entender qué es la ciencia y qué hace la ciencia es necesario unir estos dos
términos. La ciencia tiene dos actividades fundamentales: la teoría y los expe
rimentos. Las teorías intentan imaginar cómo es el mundo; los experimentos
sirven para controlar la validez de las teorías, y la tecnología que de ello deri
va cambia el mundo. Representamos e intervenimos. Representamos con el
objetivo de intervenir e intervenimos a la luz de las representaciones. A partir
de la época de la revolución científica cobró vida una especie de artefacto co
lectivo que da vía libre a tres intereses humanos fundamentales: la especula
ción, el cálculo y el experimento. La colaboración entre estos tres ámbitos
aporta a cada uno de ellos un enriquecimiento que de otro modo sería imposi
ble (Hacking, 1987: 37, 295). Por esto, como nos enseñó Francis Bacon, la
ciencia no es observación de la naturaleza en estado puro. Los sentidos del
hombre deben ampliarse mediante instrumentos. Frente a la naturaleza -como
afirmó con una de sus metáforas barrocas el lord canciller- debemos aprender
a «torcerle la cola al león». Desde esta perspectiva, la historia de los instru
mentos no es ajena a la ciencia, sino que es una parte constitutiva e integran
te de la misma.
El vínculo que se establece en el siglo xvn entre los debates en tomo al
barómetro y los debates sobre la existencia y la naturaleza del vacío puede
servir para documentar esta afirmación. En el cuarto libro de la Física, Aris
tóteles definió el espacio como el límite inmóvil que rodea un cuerpo y negó
la existencia del vacío. Había argumentado demostrando la imposibilidad del
movimiento en el vacío, ya que, si fuese posible, o no tendría fin o sería ins
tantáneo. Además, en el vacío los cuerpos caerían a la misma velocidad in
dependientemente de su peso. Expresiones como natura abhorret vacuum,
horror vacui aparecen en los textos del siglo x i i i y se convierten en expre
siones de uso común. Como sucederá también en Descartes y en la física de
los cartesianos (que identifican materia y extensión), la materia que abando
na un lugar, en el espacio cósmico lleno, es reemplazada inmediatamente por
otra materia contigua. A través de las obras de Diógenes Laercio, de algunos
textos de Cicerón y sobre todo del De rerum natura de Lucrecio, los filóso
fos del siglo xvn entraron en contacto con otra gran tradición que, con rela
ción al vacío, afirmaba lo contrario de cuanto habían sostenido los aristotéli
cos. Lucrecio (cuyas ideas al respecto retomó en la Edad Moderna Giordano
Bmno) había defendido la imagen de innumerables mundos dispersos al azar
en un espacio infinito. Asimismo, en la tradición de los estoicos, tal como la
expuso Simplicio, aparecía un único mundo esférico, lleno y finito, rodeado
de un espacio vacío tridimensional que carecía de mundos y de materia
(Grant, 1981).
Si se vierte líquido en un tubo, se cierra con un dedo uno de los extremos
del tubo y se sumerge el otro extremo en el líquido contenido en un recipien
te más grande, el líquido contenido en el tubo no puede permanecer por enci
ma de un nivel determinado. Cuando (en 1644) Vincenzo Viviani, siguiendo
instmcciones de Evangelista Torricelli, realizó en Florencia el experimento
del mercurio, que todavía conserva el nombre de «experimento barométrico
de Torricelli», el mercurio se detuvo en la columna a 760 milímetros por en
cima del nivel de la cubeta. ¿Por qué se eleva la columna de mercurio? ¿Aca
so el aire tiene un peso? Y además, ¿de qué naturaleza es el espacio «vacío»
que queda en el tubo por encima del mercurio?
Entre 1645 y 1660 se elaboraron múltiples respuestas. Los peripatéticos
negaban tanto el peso del aire como la existencia del vacío. Una minúscula
cantidad de aire había permanecido en el tubo y se dilataba hasta el límite
máximo de sus posibilidades cuando el mercurio descendía dentro del tubo.
Descartes y los cartesianos aceptaban la idea de que el aire tenía un peso, pe
ro rechazaban la posibilidad de la existencia del vacío, y afirmaban que el es
pacio que había por encima del mercurio estaba lleno de una materia sutil ca
paz de penetrar a través del cristal del tubo. El acérrimo anticartesiano Gilíes
Personne de Roberval aceptaba el vacío, pero negaba en cambio que el aire
tuviera peso.
Torricelli observó que la altura de la columna estaba sujeta a variaciones y
planteó la hipótesis de que el aparato podía servir para medir la presión at
mosférica. A los veinticuatro años, cuando ya había publicado un ensayo so
bre las cónicas y había inventado la primera máquina calculadora, Blaise Pas
cal vivía con su familia en Ruán. La fábrica de vidrio de Ruán era la única ca
paz de construir grandes instrumentos de cristal. Pascal, utilizando tubos de
forma y longitud distintas, demostró que la altura de la columna permanecía
invariable. De este modo demostró la falsedad de la tesis de quienes sostenían
que el volumen del espacio vacío permanecía constante porque el aire que
quedaba en el tubo había alcanzado un grado máximo de rarefacción. Apro
vechó al máximo las capacidades técnicas de la industria vidriera porque uti
lizó tubos de hasta 14 metros de longitud, atados a mástiles de embarcacio
nes, llenos de agua o de vino tinto y sumergidos boca abajo en recipientes que
contenían agua o vino. Además proyectó un experimento que todavía hoy en
día aparece explicado en los manuales de física: ¿cómo se comportaría la co
lumna de mercurio medida en la base de una montaña, durante su ascensión y
finalmente en la cima? El experimento -denominado La grande expérience
sur l’équilibre des liqueurs, del que Pascal publicó unos meses más tarde un
relato detallado que tuvo una amplísima resonancia- fue realizado el 19 de
septiembre de 1648 con una escrupulosidad extraordinaria por el cuñado de Pas
cal, Florín Périer, en el monte Puy-de-Dóme, en la región de Auvemia. En
1647 Pascal había publicado Expériences nouvelles touchant le vide. En 1653
aparecerá el Traité sur l’équilibre des liqueurs de Pascal. En el texto de 1647
todavía había atribuido a la naturaleza una cierta repugnancia respecto al vacío.
En el relato de 1648 afirma que todos los efectos que se habían atribuido al ho
rror vacui en realidad son consecuencia de la gravedad y de la presión del aire.
En estos debates sobre el vacío y la presión atmosférica tuvieron también
una importancia decisiva los experimentos de Otto von Guericke, burgomaes
tre de Magdeburgo, y de Robert Boyle. Guericke realizó en 1654 un especta
cular experimento ante la Dieta reunida en Ratisbona. Unió dos hemisferios
de bronce de unos 24 centímetros de diámetro e hizo el vacío en el interior de
la esfera; para separar luego ambos hemisferios se precisó el esfuerzo conjun
to de cuatro caballos por cada lado. En un experimento posterior, para separar
dos hemisferios más grandes se necesitaron dos docenas de caballos. Robert
Boyle, por su parte, realizó un experimento «del vacío dentro del vacío» (en
el que también se había basado Pascal). Cogió un aparato similar al de Torri-
celli, lo sometió a las condiciones descritas anteriormente, marcó el punto al
que llegaba el mercurio y sumergió el conjunto en un contenedor del que pro
gresivamente era aspirado el aire. Debido a la disminución de la presión del
aire en el recipiente, el nivel del mercurio descendía progresivamente. Boyle
no identificaba el vacío hecho en sus experimentos con la nada. No quería
que se le etiquetase como un defensor del «lleno» o del «vacío». El recipien
te en que se ha hecho el vacío, ¿carece de toda sustancia corpórea? Boyle se
muestra muy cauto ante preguntas de esta índole. Considera que son cuestio
nes más metafísicas que físicas, que no deben ser tratadas en la «filosofía ex
perimental» (Dijksterhuis, 1971: 611; Shapin y Shaffer, 1994: 55-56). Es cier
to que la naturaleza se había liberado del horror vacui, pero no es menos
cierto que este último se había apoderado en cierto modo de las mentes: «Las
muchas teorías del éter, que merecerán un tratamiento destacado en la física,
constituyen la prueba más elocuente de ello» (Dijksterhuis, 1971: 612).
Los seis grandes instrumentos científicos construidos en el transcurso del
siglo xvn (el microscopio, el telescopio, el termómetro, el barómetro, la bom
ba neumática y el reloj de precisión) aparecen indisolublemente unidos al
avance del saber.
Academias
Universidades
R en ac im ien to , el máximo interés de las universidades
A
l in iciarse el
italianas se centraba en el derecho y en la medicina, mientras que en la
Europa del norte se concedía más importancia a la teología y a las artes libe
rales. Estudiantes italianos iban a estudiar teología a Oxford y a París. Mu
chos estudiantes cruzaban los Alpes para estudiar leyes y medicina en Italia.
De las tres grandes facultades, la de leyes era la más importante, tanto en
prestigio y remuneración de los docentes como en número de estudiantes. En
general, había pocos profesores y estudiantes de teología, pero las reducidas
dimensiones no impedían que la facultad de teología ejerciera una influencia
muy considerable. En la facultad de medicina el estudiante podía obtener una
licenciatura en «artes» o en «filosofía», o bien proseguir los estudios hasta
conseguir la licenciatura en medicina, llamada en ocasiones en «artes y medi
cina» o en «filosofía y medicina». La duración de los estudios era de cinco
años y el currículum estaba dividido en dos partes. En la primera (correspon
diente a los dos primeros años) se seguían cursos de lógica (los Analíticos se
gundos de Aristóteles) y de filosofía natural (basada en obras como la Física,
De anima, De generatione et corruptione y Parva naturalia). La parte teóri
ca y la parte práctica de la medicina se estudiaban al mismo tiempo, en los
tres años siguientes, a partir de los textos de Hipócrates, Galeno y Avicena.
La enseñanza de las artes también podía incluir matemáticas, materias huma
nísticas y filosofía moral. La anatomía y la cirugía tendían a constituirse en
disciplinas autónomas, y lo mismo ocurría con la botánica. Durante el trans
curso del siglo xvi la botánica llegó a ser completamente autónoma (Schmitt,
1979: 47-51).
La enseñanza de las matemáticas ocupaba un puesto secundario en el
currículum universitario. En la segunda mitad del siglo xvi, Bolonia tenía un
promedio de 22 profesores de medicina. En 1590 había en Pisa nueve profe
sores de medicina. En Padua, en 1592, había 11. Se ha calculado que por ca
da doce médicos había en las principales universidades sólo un matemático.
Además, en los estudios del siglo xvi, el término «matemático» incluía un
conjunto de disciplinas, entre las que se encontraban la astrología, la astrono
mía, la óptica, la mecánica y la geografía. En tomo a las cátedras de matemá
ticas se fueron reagrupando un determinado número de disciplinas científicas.
El término cosmographia, que aparece en Ferrara a mediados del siglo xvi,
comprendía la geografía y la astronomía ptolemaicas. Muchos estudios (Schmitt,
1979: 62) han documentado las numerosas «incursiones» llevadas a cabo por
matemáticos en el reino de la filosofía y de las ciencias naturales.
La presencia de profesores de teología fue aumentando considerablemente
a partir del Concilio de Trento. Antes de 1550 Bolonia sólo tenía una cátedra
de teología. En 1580 había tres cátedras, en 1600 había seis y en 1650 nueve
(Dallari, 1888-1924; Schmitt, 1979: 78).
Ya se ha hablado de la actitud tremendamente crítica respecto de las uni
versidades que adoptaron Francis Bacon y René Descartes. La crítica de Bacon
tendrá, sobre todo en Inglaterra, consecuencias significativas. Los representan
tes del movimiento puritano atacaron con violencia tanto la insuficiencia de los
contenidos de la enseñanza como el atraso de los métodos de transmisión del
saber. El intento de introducir nuevas ciencias en las universidades no sólo
iba dirigido a favorecer las aplicaciones prácticas y los «inventos», sino tam
bién a ampliar el círculo de los destinatarios de la enseñanza. Entre el estalli
do de la guerra civil, en 1642, y la aceptación por parte de Cromwell del car
go de «protector» (1654), aparecen una serie de escritos (de John Milton, de
John Hall, de John Dury) que plantean de nuevo con fuerza el tema de la en
señanza en las universidades. El propio Thomas Hobbes, en el Leviatán
(1650), afirmó que en las universidades la filosofía se identificaba con el aris-
totelismo, la geometría no era tenida en cuenta y la física sólo ofrecía discur
sos vacíos, y no explicaciones.
La larga lucha por la independencia, la estructura descentralizada del go
bierno y la fama internacional de país tolerante y liberal habían propiciado en
los Países Bajos una situación muy distinta. La población era una mezcla ex
traordinaria de nacionalidades. Guillermo de Orange comprendió que la crea
ción de un sistema de enseñanza superior era uno de los medios necesarios
para la consecución de la unidad nacional, y su política fue adoptada por los
Estados Generales. En 1575 se fundó la Universidad de Leiden, en 1614 la de
Groninga y en 1636 la de Utrecht. La situación financiera era buena. Nume
rosos profesores extranjeros fueron atraídos por las elevadas remuneraciones:
a lo largo del siglo xvn, sobre un total de 52 profesores de la Universidad de
Groninga 34 eran extranjeros. Asimismo, muchos estudiantes procedían del
extranjero: entre 1575 y 1835 estudiaron medicina en Leiden 4.300 estudian
tes de lengua inglesa. La enseñanza de la filosofía cartesiana fue prohibida en
1656, pero no dominaban las posturas tradicionalistas, como lo demuestra la
rápida penetración de las tesis antiaristotélicas de Petras Ramus (1515-1572).
Sin embargo, tampoco en los Países Bajos, al igual que en el resto de Euro
pa, las universidades eran la sede de la ciencia. Christiaan Huygens (1629-
1695) había estudiado en la universidad, pero rompió con la tradición acadé
mica. Antony van Leeuwenhoeck (1632-1723) era un comerciante de tejidos.
Isaac Beeckman mantuvo durante mucho tiempo la actividad de su padre, que
era un comerciante de velas. En las universidades holandesas no se aprendía
ninguna de las actividades que habían hecho famosos a los holandeses en to
do el mundo: fabricar máquinas e instrumentos de precisión, construir embar
caciones, desecar terrenos, abrir canales y levantar diques (Hackmann, 1979:
109-113).
Aquella gran época de la civilización europea que fue el humanismo no
provocó en las instituciones universitarias los mismos efectos revolucionarios
que había tenido, en su tiempo, el llamado «renacimiento del siglo x ii ». Real
mente, puede aceptarse en su totalidad el juicio formulado por Westfall: «En
1600 las universidades reunían en su seno grupos de intelectuales de gran cul
tura que, más que saludar con simpatía la aparición de la ciencia moderna, es
taban dispuestos a considerarla una amenaza tanto para la verdadera filosofía
como para la religión revelada» (Westfall, 1984: 132). Será la revolución
científica la que dará vida a auténticas alternativas a la cultura universitaria y
creará lugares distintos, donde se construya y transmita el saber (Amaldi,
1974: 14).
Academias
La idea de un instituto de investigación es una idea científica, más que huma
nística y literaria. Supone que el fin de la institución no es la difusión, sino el
avance del saber y que este avance se puede llevar a cabo mediante el trabajo
de un grupo o de un équipe, guiado por un director. El instituto de investiga
ción es un fenómeno del siglo x k , aunque naturalmente es posible encontrar
«precursores»: por ejemplo, el observatorio fundado por Tycho Brahe (1546-
1601) en Uraniborg en 1576 o el Observatorio de París, dirigido por Gian Do-
menico Cassini (1625-1712).
Las academias que cobraron vida en el siglo xvn, in clu so las m á s im p o r
tantes, no eran institutos de investigación en el sentido moderno del término.
No se planteaban como objetivo la transmisión del saber. Eran lugares donde
se intercambiaban informaciones, se discutían hipótesis, se analizaban y se
ponían en común experimentos, y sobre todo se emitían valoraciones y juicios
sobre los experimentos y memorias presentados por los socios y por indivi
duos ajenos al grupo. También hay que evitar proyectar sobre todas las acade
mias, especialmente sobre las del siglo xvi y principios del siglo xvn, las ca
racterísticas de las academias científicas más tardías (y más conocidas). Sin
embargo, no por esto hay que olvidar un dato importante: la renuncia al tra
bajo solitario que caracteriza siempre a los científicos que deciden constituir
se en grupo.
Con el término Academia, escribía Girolamo Tiraboschi a finales del siglo
x v iii , «me refiero a esas sociedades de hombres eruditos, unidos entre sí por
ciertas leyes a las que ellos mismos se someten, que se reúnen para discutir
sobre alguna cuestión erudita; o elaboran y someten a la censura de sus cole
gas algunos ensayos, resultado de su ingenio y de sus estudios». Reuniones,
elaboración de reglas de comportamiento, crítica de los trabajos ajenos son
tres elementos que deben destacarse. En la raíz de las academias hay una de
manda de trabajo colectivo, que desemboca en la construcción de un sujeto
colectivo, y aparece sobre todo la exigencia de someter los productos del in
genio a la crítica de los demás y a un control público. La institución se dota a
sí misma de reglas: «Se estructura como una microsociedad que imita a la so
ciedad real». Elige a sus miembros por medio de una especie de «rito de pa
so», que a menudo asigna a los miembros un nuevo nombre, se establece co
mo un «territorio neutral», con sus propias reglas, en el seno de una sociedad
más amplia, turbulenta y agitada (Quondam, 1981: 22-23).
El mismo nombre que muchas academias se atribuyen a veces es revelador
del método de investigación y de los fines que se persiguen (Linces, Investi
gadores, Cemento, Huella, Espías, Iluminados, etc.), y en otras ocasiones se
refiere a la separación que existe entre la academia y la sociedad, revelando
incluso el clima de persecución-oposición que caracteriza determinadas situa
ciones culturales (Desconocidos, Secretos, Valientes, Confiados, etc.) (Quon
dam, 1981: 43; Ben David, 1975: 108).
Primeras academias
La primera organización que puede definirse (a pesar de todas las limitacio
nes que veremos) como sociedad científica no es la Academia Secretorum
Naturae, creada en Nápoles por Giambattista Della Porta (muerto en 1615),
sino la Accademia dei Lincei, que nació en 1603 de la asociación del marqués
Federico Cesi (que tenía por entonces dieciocho años) y tres jóvenes amigos
suyos, entre los cuales ocupaba una posición destacada el médico holandés
Joannes van Heeck. Las primeras obligaciones que asumían los socios consis
tían en el compromiso de estudiar juntos y de impartirse lecciones. La hostili
dad de los familiares de Cesi obligó a los amigos a separarse, pero la acade
mia recobró nueva vida en 1609. En 1610 entró a formar parte de ella
Giambattista Della Porta (1535-1615) y en 1611, Galileo Galilei.
La presencia de dos personajes tan distintos, defensores de visiones del
mundo irreconciliables, ha sido considerada por algunos el símbolo de la au
sencia de programas claros. Pero el clima de secreto y las orientaciones ini
ciales «paracelsianas» no son suficientes para despojar de su significado los
intentos de Cesi de «leer este gran, verídico y universal libro del mundo», de
«representarse las cosas como son» y de «experimentar para alterarlas y va
riarlas». Según los proyectos de Cesi, un estatuto detallado, el Linceografo,
debía regular con toda minuciosidad la admisión en la academia y la vida de
los académicos. Ese texto jamás salió a la luz y tuvo una escasa aplicación
práctica. Sin embargo, la regla que prohibía a un linceo pertenecer al mismo
tiempo a una orden religiosa fue observada siempre rigurosamente.
Las academias, como ya se ha dicho, son microsociedades que actúan en
el seno de una sociedad más amplia y articulada. Como ocurrió más tarde con
todas las academias científicas, los Lincei se proponían afirmar (en un ámbito
limitado) los derechos de un saber autónomo, defendiendo por consiguiente la
ausencia de conflictividad entre ciencia y fe y entre ciencia y sociedad. Los
Lincei «tienen como principio particular apartar de sus estudios toda discu
sión que no sea natural y matemática, y dejar de lado las cuestiones políticas
por considerarlas, con razón, poco gratas a los superiores» (Olmi, 1981: 193).
Las alusiones a las matemáticas y a las experiencias naturales, la polémica
contra las universidades, el deseo de diferenciarse claramente de las acade
mias literarias, la valoración de los artesanos (opuestos a los «maestros cate
dráticos y grandilocuentes») y la insistencia constante en el carácter «públi
co» del saber son los elementos que caracterizan claramente la orientación
«científica» de la actividad de los Lincei, aunque indudablemente entre los
primeros Lincei fueron más intensos los proyectos que las realizaciones. Se
gún palabras de Cesi, el filósofo linceo «no se limitará a los escritos o a las
palabras de este o aquel maestro, sino que en un ejercicio universal de con
templación y práctica buscará cualquier conocimiento que nos pueda llegar
por nuestra propia invención o por la comunicación de otro» (Altieri Biagi,
1969: 72).
La Accademia del Cimento, que ha sido definida justamente como un típi
co producto de la vida de la corte (Hall, 1973: 119), tuvo una corta vida: des
de 1657 hasta 1667. El grupo de profesores universitarios, investigadores y
artesanos que la constituyeron no se formó por asociación espontánea, sino
que fue constituido por el príncipe Leopoldo de Médicis, gran admirador de
Galileo y hermano del gran duque de Toscana Femando II. Leopoldo partici
paba en las sesiones de la academia, de la que fueron miembros, entre otros,
Vincenzo Viviani (1622-1703), Francesco Redi (1626-1698), Niels Steensen
(1638-1686), Alfonso Borelli (1608-1679), Lorenzo Magalotti (1637-1712) y
el aristotélico Ferdinando Marsili.
Cuando en 1667 Leopoldo fue nombrado cardenal, se acabaron las reunio
nes, debido además a las disensiones surgidas entre los académicos. Precisa
mente porque era un producto de la vida de la corte, el Cimento no tuvo ni la
estructura ni las características de una institución científica moderna. Carecía
de estatutos, y ni sus miembros ni el príncipe estaban ligados por ningún
compromiso. Las reuniones eran informales y no se celebraban en una sede
estable. No había balance ni caja de contabilidad. Los mecenas y protectores
entendieron la actividad de la academia en una función claramente de exalta
ción (Galluzzi, 1981: 790-795). Sin duda la política cultural de Leopoldo iba
dirigida a defender y difundir las nuevas ideas científicas, cuyo máximo y
más batallador representante fue Galileo, pero el rígido experimentalismo
adoptado por los académicos tendía a excluir las conclusiones de carácter teó
rico. Si en los Ensayos de experiencias naturales (el volumen no se editó has
ta 1667 y se tradujo al inglés en 1684) se encontraran «especulaciones» de ca
rácter teórico «esto debe interpretarse siempre como concepto o sentido
particular de los académicos, pero nunca de la academia, cuyo objetivo es ex
perimentar y narrar» (Altieri Biagi, 1969: 626). Esta especie de voluntaria li
mitación «experimentalista» no fue exclusiva de la Accademia del Cimento,
sino que fue también común a muchas otras academias. En este caso concre
to está relacionada con la peculiar situación que se vivía en Italia tras la con
dena de Galileo. No obstante, la Accademia del Cimento fue un instrumento
eficaz de apología y de propaganda del galileísmo (Galluzzi, 1981: 802-803).
Una orientación muy distinta encontramos en la napolitana Accademia de-
gli Investiganti (1633-1670). Para Tommaso Comelio (1614-1684), Leonardo
di Capua (1617-1695) y Francesco d’Andrea (1624-1698), la reforma de la fi
losofía y de las ciencias no se puede separar de la renovación de las activida
des profesionales y de la vida civil. Las tradiciones galileanas y cartesianas
tendían a unirse, desde el punto de vista de los renovadores napolitanos, con
la que se remontaba a Telesio y al naturalismo renacentista (Torrini, 1981:
847, 853, 876).
La tesis historiográfica que defiende una continuidad directa entre los Lin-
cei, el Cimento, los Investiganti y las grandes academias europeas ya no pare
ce sostenible en la actualidad (Galluzzi, 1981: 762). La profunda diferencia
de las situaciones políticas y religiosas, la existencia de distintas tradiciones
filosóficas y de imágenes de la ciencia discordantes (a veces divergentes) die
ron lugar a una compleja interrelación (que se configuró de manera distinta en
los diferentes países) entre la asociación espontánea de los científicos y el in
terés de las autoridades políticas por su actividad.
París
El mecenazgo también existió en Francia, pero además entre los científicos se
crearon espontáneamente puntos de encuentro reales o «ideales», como es el
caso de la compleja red de correspondencia y de relaciones (incluía unos cua
renta científicos), que se creó en vida de Marín Mersenne (1588-1648), en
una época -no debemos olvidarlo- anterior a la circulación de diarios y pe
riódicos, y en la que el intercambio de cartas era el canal privilegiado para
cualquier comercio intelectual. Entre 1615 y 1662 el Cabinet des fréres Du-
puy fue un centro de discusiones científicas. Bastante más significativa fue la
actividad que se desarrolló en la Academia de Montmor, fundada por Habert
de Montmor (1634-1679), que desde 1654 reunía en casa de este último a nu
merosos e insignes personajes.
Características muy peculiares presentan las 345 «conferencias» públicas
que se celebraron en París cada lunes por la tarde, entre 1633 y 1642, en el
Bureau d’Adresse, fundado alrededor de 1630 por Théophraste Renaudot, un
médico de Loudun. En el Bureau, nacido como organización comercial y co
mo sede de prestaciones médicas, se reunía un público compuesto preferente
mente de curiosos y de aficionados, de abogados, médicos y beaux esprits.
Las discusiones (de las que conservamos relatos muy precisos) eran comple
tamente informales, abordaban todos los aspectos de la cultura y de las cos
tumbres y resultaban bastante animadas. En los debates sobre temas filosófi
cos, médicos, matemáticos, astronómicos o físicos domina casi siempre la
tendencia al compromiso entre lo nuevo y lo antiguo. Pero el avance del saber
-ésta es la firme convicción de los organizadores, a los que no les faltó el
apoyo del cardenal Richelieu- presupone una discusión libre, en la que la
verdad debe ser sometida a crítica y puede tranquilamente, ante las críticas,
ser modificada y abandonada. Las teorías no deben considerarse «entidades
invencibles» (Borselli, Poli, Rossi, 1983: 13, 32-36), tal como ocurría en las
universidades, según la opinión de muchos socios.
En 1663 Samuel Sorbiere se dirigió a Jean-Baptiste Colbert (1619-1683),
ministro de Estado e intendente de Finanzas de Luis XIV, pidiéndole que el
Estado contribuyera a la consolidación y transformación del grupo de Mont-
mor. La fundación de la Académie Royale des Sciences se produjo en 1666.
En un memorándum dirigido al ministro Colbert, Christiaan Huygens (que era
uno de los miembros extranjeros) presentaba experimentos acerca del vacío,
la pólvora, la fuerza de los vientos y del choque. Le parecía que «la principal
y más útil ocupación del grupo era trabajar en la historia natural, según el
plan trazado por Bacon». Esa gran historia «compuesta de experimentos y de
observaciones es el único método para llegar al conocimiento de las causas
de todo lo que es perceptible en la naturaleza». Es preciso, concluía, «comen
zar con los temas que nos parecen más útiles, asignando al mismo tiempo va
rios a cada miembro, que deberán informar semanalmente; de este modo todo
se llevará a cabo de manera ordenada y se obtendrán resultados de gran relie
ve» (Bertrand, 1869: 8-10).
Con la Académie nacía un «centro para la investigación» directamente fi
nanciado por el Estado. Los primeros académicos recibían un sueldo que os
cilaba entre las 6.000 libras (francesas) anuales asignadas a Gian Domenico
Cassini y las 1.500/2.000 que recibían los franceses. Teniendo en cuenta la
lentitud en el paso de una clase a otra, no era una buena organización econó
mica. El número de académicos que, como se ha dicho, era inicialmente de
16, aumentó hasta 50 hacia finales del siglo xvn. En 1699 llegaron a 70, y
aquel mismo año se estableció una distribución de los cargos fuertemente je
rarquizada, que permaneció sin cambios hasta la revolución.
El ministro Colbert tenía, como es bien sabido, unos objetivos muy concre
tos: la ampliación y la expansión planificadas de la industria, el comercio, la
navegación y la técnica militar. Pero era un político previsor y concedió a los
académicos una autonomía realmente notable. La academia llevará a cabo em
presas destacadas desde el punto de vista científico, tales como el cálculo del
radio terrestre efectuado por Jean Picard (1620-1682), o el cálculo de la distan
cia entre la Tierra y el Sol conseguido por Jean Richer (1630-1696). Pero, sobre
todo después de la muerte de Colbert ocurrida en 1683, dominaron los objetivos
eminentemente prácticos, que no siempre eran de gran altura, como por ejemplo
el mantenimiento y el perfeccionamiento de las grandes fuentes de los jardines
reales. Luis XTV, por su parte, consideraba la academia como un objeto de ador
no para su corona y llamaba a los académicos mes fous (mis bufones). Después
de la revocación del edicto de Nantes, en 1695, la academia perdió también a
sus miembros extranjeros más prestigiosos, como Huygens y Roemer.
Como ha revelado Roger Hahn, «el espíritu de la investigación para la
comprensión racional de la naturaleza» no coincidía con las exigencias de la so
ciedad francesa del Anden Régime. Muchos miembros de la academia eran
inducidos a desempeñar la función de asesores gubernamentales, a otros las
necesidades económicas les empujaban a aceptar trabajos de enseñantes, ex
pertos o administradores. A partir de estos supuestos, la «profesión de cientí
fico» no tenía el carácter de profesión autónoma y aceptable, y el académico
del siglo xvm «estuvo sometido a fuerzas centrífugas que lo atraían en otras
direcciones» (Hahn, 1971: 163).
Londres
Desde el punto de vista cronológico, Londres aventaja a París, porque el nom
bre de Royal Society fue utilizado por primera vez en 1661, y el 15 de julio
de 1662 la sociedad fue oficialmente constituida y aprobada por el rey Carlos II.
Entraron a formar parte de ella todos los miembros, excepto uno, del grupo
que se reunía desde 1645 en tomo al Gresham College, que había sido funda
do en 1597 en su propio domicilio por un rico comerciante. Según los apun
tes del matemático John Wallis (1616-1703), escritos casi treinta años más
tarde, las reuniones de la sociedad se celebraban semanalmente en Londres;
los socios se fijaban las cuotas para los gastos en relación con los experimen
tos; «prescindiendo de cuestiones de teología y de política ... hablaban de la
circulación de la sangre, de la hipótesis copemicana, de los satélites de Júpi
ter, del peso del aire, de la posibilidad o imposibilidad del vacío, del experi
mento de Torricelli con el mercurio» (Johnson, 1971: 350).
La nueva sociedad era un producto muy heterogéneo. En ella confluían
la tradición matemática y astronómica, la médico-química y la «tecnológi
ca». Además, Robert Boyle, que era uno de los miembros más prestigiosos
de la nueva institución, se mostró muy interesado (como se desprende de
sus cartas de 1646-1647) en el proyecto de un Invisible College. Este pro
yecto estaba relacionado con la actividad desarrollada en Inglaterra (a partir
de 1628) por Samuel Hartlib, alemán de nacimiento, que fue uno de los pro
pagadores de la «pansofía» de Comenio (Johannes Amos Komenski, 1592-
1670). Desde este punto de vista, en opinión de muchos estudiosos Boyle
sería una especie de intermediario entre la tradición hermética y «utópica»,
de gran vigor en Alemania, y la nueva ciencia experimental (Rattansi, en
Mathias, 1972: 1-32).
Lo único que la sociedad tenía de «real» era el nombre. No recibía ningu
na subvención de la corona. Vivía de la aportación de sus miembros que, por
esta razón entre otras, fueron a partir de entonces muy numerosos. Las remu
neraciones del secretario y del interventor de los experimentos, que era Ro
bert Hooke (que por esta razón ha sido definido como «el primer científico
profesional de la historia»), eran muy bajas. La tarea que inicialmente se fijó
la sociedad fue la compilación de «historias», labor típicamente baconiana:
historias de la mecánica, de la astronomía, de las profesiones, de la agricultu
ra, de la navegación, de la fabricación de paños, de la tintorería, etc. El deseo
de llevar a cabo auténticas investigaciones colectivas fue pronto abandonado
pero, a diferencia de cuanto ocurría en muchos otros grupos parecidos, «cuan
do se leía un trabajo o se discutía una idea, raramente se abandonaba el tema
sin antes haber realizado algún experimento ante la asamblea allí reunida»
(Hall, 1973: 129). Además, muchas obras de la literatura científica de la épo
ca eran sometidas al examen crítico de la sociedad y los experimentos que en
ellas se describían eran repetidos. Hooke y Boyle desarrollaban una gran acti
vidad y el secretario Henry Oldenburg (16157-1677), un aleman de origen
que se había establecido en Inglaterra en 1653, era el centro de una red muy
extensa de contactos personales y epistolares.
A diferencia de la Académie des Sciences, la Royal Society era completa
mente independiente del Estado: disfrutaba del privilegio de poder utilizar el
servicio postal diplomático para sus intercambios con el extranjero y sola
mente tenía el compromiso de dirigir el Observatorio Real de Greenwich
(fundado en 1675). Se había creado un instrumento «apto para establecer un
comercio intelectual constante entre todos los países civilizados» y la socie
dad pretendía erigirse en «la banca universal y el libre puerto del mundo». En
ella, afirmaba Thomas Sprat en 1667, «han sido admitidos libremente hom
bres de diferente religión, nacionalidad y profesión. Todos ellos declaran que
no quieren fundar una filosofía inglesa, escocesa, católica o protestante, sino
una filosofía del género humano» (Sprat, 1966: 63).
Berlín
En cuanto a los países de lengua alemana, no puede realmente considerarse
como un lugar de investigación científica la Leopoldinisch-Carolinische
Deutsche Akademie der Naturforscher (Academia Alemana Leopoldino-Caro-
lina de Ciencias Naturales), que había sido fundada por cuatro médicos en
1652, en Schweienfurt, con el nombre (que se remitía al utilizado por Della
Porta en el siglo xvi) de Academia Naturae Curiosorum (Kraft, 1981: 448).
A finales del siglo xvn Alemania era un mosaico de estados de dimensiones
muy distintas, unos católicos y otros luteranos: desde Prasia-Brandeburgo
hasta ducados, ciudades y pueblos autónomos. Las universidades habían sido
reorganizadas según el modelo elaborado por un gran defensor de la Reforma,
Philipp Schwarzerd, llamado Melanchthon (1497-1560): una facultad de artes
y filosofía, por la que era obligado pasar para acceder a las facultades de le
yes, teología o medicina. A pesar de que la pobreza estaba muy extendida y
de que había muchas guerras, Alemania era un país culto. Ya a principios del
siglo xvm la educación era obligatoria en Prusia para todos los niños (Farrar,
1979: 214-217).
Tampoco el gran filósofo, matemático e historiador Gottfried Wilhelm
Leibniz (1646-1716) tenía una buena opinión de las universidades. Las consi
deraba instituciones anticuadas, ajenas al mundo, ya casi completamente an
quilosadas. Cuando Leibniz proyectó fundar una gran academia, su mayor
preocupación fue solucionar el difícil problema de la financiación. Tomaba
como referente el modelo francés, pero excluía la posibilidad de cualquier
control estatal y defendía la necesidad de gozar de una amplia autonomía.
También creía que una de las tareas de una academia era elaborar una gran
enciclopedia del saber (Hammerstein, 1981: 413-418). La realidad no se corres
pondió en absoluto con los sueños iniciales, y Leibniz acabó vinculando sus
proyectos de academia a los objetivos que Bacon consideraba que no eran
precisamente los más nobles: la exaltación de una nación frente a todas las
demás (Hall, 1976: 191). Mediante la creación de una academia, Leibniz se
proponía conseguir un avance de la nación y de la lengua alemanas, una pro-
fundización de las ciencias, la expansión de la industria y del comercio y la
propagación del cristianismo universal a través de la ciencia.
La Societas Regia Scientiarum fue instituida, sobre la base del proyecto de
Leibniz, el 11 de julio de 1700 y fue patrocinada por el elector (más tarde
rey) de Brandeburgo-Prusia, Federico I. La academia obtuvo el reconocimien
to definitivo el 19 de enero de 1711. Fue reorganizada por Federico n, quien,
siguiendo una sugerencia de Voltaire, nombró director (en 1746) a Pierre-
Louis Moreau de Maupertuis (1698-1759), y le puso el nombre de Kónigliche
Preussische Akademie der Wissenschaften (Academia Real Prusiana de las
Ciencias). La presidencia de Maupertuis marcó el apogeo de la influencia
francesa sobre la cultura alemana: el francés era la lengua oficial de la acade
mia y, hasta 1830, las Abhandlungen conservarán el título de Mémoires. La
academia de Berlín disponía de un teatro de anatomía, un jardín botánico y
colecciones de historia natural y de instrumentos.
Bolonia
Muchas de las sociedades científicas surgidas en Europa presentan dos carac
terísticas fundamentales: 1) a partir de grupos que tienen intereses más am
plios se van consolidando organizaciones específicamente científicas; 2) en el
seno de estas organizaciones los «experimentalistas» ocupan una posición do
minante. En el último cuarto de siglo, en parte por la influencia ejercida por
la filosofía cartesiana y por el neocartesianismo matemático y experimental
(representado por Huygens, Leibniz y Malebranche), aparece en las socieda
des científicas cierta tendencia a la profesionalización: esas sociedades se uti
lizan más como centros de debate de resultados que de ideas (Hall, 1973:
117-137).
Precisamente en esta dirección parecen orientarse los estatutos del Istituto
delle Scienze de Bolonia. En el instituto no debían darse clases ni pronunciar
se discursos científicos «teniendo que versar todos los ejercicios principal
mente sobre la práctica de las observaciones, experimentos y otras cosas de
naturaleza similar» (Tega, 1986: 19). La Accademia delle Scienze de Bolonia
representa una novedad en la situación italiana. En Bolonia trabajaron (entre
1626 y 1647) Bonaventura Cavalien y (entre 1666 y 1691) Marcello Malpi
ghi. En 1655 se publicó la primera edición de las Opere de Galileo (que, de
bido a la censura, no incluía ni el Diálogo ni la Carta a Cristina de Lorena)\
en Bolonia desarrolló su actividad (a partir de 1690 aproximadamente) la Ac
cademia degli Inquieti, cuyos miembros estaban interesados en la astronomía,
el cálculo infinitesimal y las ciencias de la vida. Luigi Ferdinando Marsili
(1658-1730), que puso a disposición de los Inquieti su palacio y sus coleccio
nes, intentó en vano una reforma de la universidad con la publicación, en
1709, del valioso documento Parallelo dell’Universitá di Bologna con l’altre
di la dei monti.
«Periódicos»
Es totalmente imposible intentar siquiera citar los numerosos periódicos, ga
cetas, revistas, colecciones y publicaciones periódicas que sirvieron de órga
nos de expresión al ingente trabajo que se desarrollaba en las academias y en
las sociedades científicas europeas. Sin embargo, haremos una excepción en
tres casos. En 1665 Henry Oldenburg fundó la primera revista europea de ca
rácter estrictamente científico, las Philosophical Transactions, que se adorna
ba con el imprimatur de la Royal Society y utilizaba su correspondencia. El
mismo año salió en París el Journal des Savants, en el que, además de temas
de matemáticas y de filosofía natural, se trataban cuestiones de historia, teo
logía y literatura. En 1684, por último, se inició en Leipzig la publicación de
las Acta Eruditorum, donde aparecían recensiones de libros de cualquier rama
del saber: las actas, publicadas en latín, podían ser leídas por todos los sabios
y científicos europeos.
CAPÍTULO DIECISIETE
------------------------------------ « -------------------------------------
Newton
L
os «P hilosoph iae naturalis principia m athem atica », publicados en
Londres en 1687, son una obra que no deja de asombrar al lector. En ella
se conjugan el genio experimental y el genio matemático de Newton. En ella
concluye y presenta una organización coherente, tanto a nivel de método co
mo de soluciones, la revolución científica iniciada por Copémico y Galileo.
Ese texto, tan dilatadamente elaborado y tan dilatadamente celebrado, no sólo
iba a proporcionar los elementos esenciales del credo científico y filosófico
del siglo x v iii , sino que además iba a dar forma a una imagen del universo y
de sus leyes, que se ha convertido en una parte importante del patrimonio cul
tural de todos los que han estudiado hasta los quince o dieciséis años. En sus
tancia, ese marco se ha identificado durante más de dos siglos -hasta la lla
mada «crisis de la física clásica»- con la física.
El título mismo de esa gran obra ya expresaba una toma de posición fren
te a la física cartesiana: los principios de la filosofía tienen carácter matemá
tico. A diferencia de Descartes, Newton presentaba en lenguaje matemático
los principios de la filosofía natural; al mismo tiempo se apropiaba de la tra
dición del experimentalismo y adoptaba como elemento constitutivo del mé
todo científico la desconfianza -propia de Bacon y de los baconianos- ante
las hipótesis no vinculadas con la evidencia empírica. A pesar de que había
llegado al descubrimiento del cálculo infinitesimal casi veinte años antes de la
publicación de los Principia, Newton no lo utilizó (salvo alguna alusión) en
su obra capital, sino que se expresó en el lenguaje tradicional de la geometría.
Newton era un admirador de la geometría de los antiguos, hasta el punto de
lamentar haberse dedicado al estudio de las obras de Descartes y de los alge
bristas modernos antes de haber examinado con la suficiente atención los Ele
mentos de Euclides (Westfall, 1989: 393). Sin embargo, tras la fachada de la
geometría clásica aparecen (como se ha subrayado muchas veces) estructuras
de pensamiento características del cálculo infinitesimal (Whiteside, 1970;
Westfall, 1989: 442).
Siguiendo el modelo de Euclides, Newton parte de las definiciones de ma
sa, fuerza y movimiento; a continuación expone los axiomas o leyes del mo
vimiento; enumera los presupuestos, que denomina proposiciones o lernas-,
añade los corolarios y los escolios (comentarios o notas explicativas). En el
capítulo decimoquinto de este libro se ha aludido a la gran discusión sobre
el descubrimiento del cálculo en la que se enzarzaron con dureza, el uno con
tra el otro, Leibniz y Newton. La historia está llena de «ironías»: todos los
newtonianos del siglo xvm expondrán la nueva física de los Principia y ex
tenderán el campo de aplicación de la mecánica newtoniana utilizando el cál
culo infinitesimal en la versión de Leibniz.
La física de Newton se oponía a la de Descartes no sólo en cuanto a la téc
nica de exposición y al método. El mundo de Newton, a diferencia del de
Descartes, está compuesto no de dos elementos (extensión y movimiento), si
no de tres: la materia, un número infinito de partículas impenetrables e inmo-
dificables, pero no idénticas; el movimiento, ese paradójico estado relativo
que no modifica en absoluto las partículas, sino que se limita a transportarlas
de acá para allá a través del vacío infinito y homogéneo; el espacio, es decir,
el vacío realmente infinito y homogéneo en el que, sin hallar oposición, esas
partículas (y los cuerpos que están formados por ellas) realizan sus movi
mientos (Koyré, 1972: 35).
Los Principia comienzan con las definiciones. La primera define la canti
dad de materia o masa de un cuerpo como el producto de la densidad por el
volumen, y distingue claramente la masa de un cuerpo (que es la misma en
todos los puntos del universo) del peso de un cuerpo, que depende de la fuer
za de la gravedad y varía, por tanto, con la distancia. El peso no es, para
Newton, un valor absoluto. En el tercer libro la fuerza de la gravedad será
identificada con la fuerza centrípeta: la fuerza de atracción ejercida por un
cuerpo es proporcional a su masa, y el peso de un objeto de igual masa es di
ferente sobre la superficie de los diferentes planetas. En la segunda definición
se utiliza el término cantidad de movimiento (el «momento») para indicar el
producto de la masa de un cuerpo por su velocidad. La tercera definición se
refiere a la fuerza ínsita o innata de la materia, según la cual todo cuerpo
tiende a perseverar en su estado actual, ya sea de reposo o de movimiento rec
tilíneo uniforme: por esta razón, «esta fuerza ínsita puede ser denominada,
con un nombre más expresivo, fuerza de inercia o fuerza de inactividad». La
fuerza impresa (reza la cuarta definición) es una acción ejercida sobre un
cuerpo que le hace modificar su estado de reposo o de movimiento rectilíneo
uniforme. El término de fuerza centrípeta, que Newton introduce en la física,
o que «busca el centro» (que es, por ejemplo, la que mantiene los planetas en
sus órbitas) aparece, en la quinta definición, para designar aquella fuerza se
gún la cual los cuerpos tienden hacia un punto central, y es lo contrario de la
fuerza centrífuga (el término había sido acuñado por Huygens), que es la que
experimenta un cuerpo que se aleja del centro.
En el Scolio Newton discute sobre el espacio, el tiempo y el movimiento.
Los estados de reposo y de movimiento rectilíneo uniforme, perfectamente
equivalentes entre sí, sólo pueden determinarse en relación con otros cuerpos
que estén en reposo o en movimiento. Puesto que la remisión a otros sistemas
de referencia se reproduce hasta el infinito, el flujo eterno y uniforme del
tiempo (tiempo absoluto) y la extensión infinita del espacio (espacio absolu
to) constituyen para Newton las coordenadas a las que es preciso recurrir pa
ra definir, en el límite, el estado de reposo o de movimiento de los cuerpos.
Espacio relativo y tiempo relativo son, de hecho, cantidades concebidas en re
lación con cosas sensibles y en la filosofía; en cambio, es necesario hacer abs
tracción de los sentidos: «El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí
mismo y por su naturaleza carente de relación con algo exterior, fluye de ma
nera uniforme y, utilizando otro nombre, lo llamamos duración ... El espacio
absoluto, que por su naturaleza carece de relación con cualquier cosa exterior,
permanece siempre igual a sí mismo e inmóvil» (Newton, 1965: 109-110,
104-107).
La concepción newtoniana de la relación entre movimientos relativos y
movimiento absoluto (concepción que se mantendrá bien sólida hasta nuestro
siglo) se expresa mediante el experimento del cubo. Se ata un cubo casi lleno
de agua a una cuerda, se enrolla la cuerda sobre sí misma y se deja que se va
ya desenrollando. Cuando se estabiliza una figura cóncava sobre la superficie
del agua, puede afirmarse que las revoluciones del agua se realizan al mismo
tiempo que las del cubo en tiempos iguales. Entre agua y recipiente existe en
tonces un estado de reposo relativo. Pero la subida del agua hacia el borde in
dica el esfuerzo de alejamiento del eje del movimiento, y ese esfuerzo da la
medida del «movimiento circular verdadero y absoluto del agua».
El primer libro comienza enunciando los tres axiomas o leyes del movi
miento: 1) Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movimiento
rectilíneo uniforme, a no ser que sea obligado por fuerzas impresas a cambiar
su estado; 2) el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz im
presa, y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual se imprime la fuerza;
3) a cada acción le corresponde una reacción igual y contraria: o sea, las ac
ciones de dos cuerpos siempre son iguales entre sí y dirigidas en direcciones
opuestas («cualquier cosa que presione o empuje otra cosa es a su vez presio
nada y empujada por ella en la misma medida: si alguien aprieta una piedra
con los dedos, también sus dedos son apretados por la piedra», ibidem: 117-
120). Los teoremas y los corolarios que Newton deduce de estas leyes y de
las definiciones iniciales comprenden, por ejemplo, el teorema de la composi
ción o del paralelogramo de los movimientos: cuando sobre un cuerpo actúan
simultáneamente dos fuerzas, ese cuerpo describirá la diagonal de un parale
logramo en el mismo intervalo de tiempo en el que describiría sus lados bajo
la acción de cada una de las fuerzas. En el mismo libro se deducen de las leyes
de la dinámica las tres leyes del movimiento planetario de Kepler. Cuando una
fuerza central hace desviar un cuerpo de su dirección inercial se cumple la ley
de las áreas de Kepler. Cuando la fuerza centrípeta varía inversamente al cua
drado de la distancia, el cuerpo, según su velocidad tangencial, recorrerá una
de las «cónicas»: una elipse, una parábola o una hipérbole.
El segundo libro abandona el campo de los puntos materiales que se mue
ven sin fricción y aborda el problema de los cuerpos que se mueven en el in
terior de fluidos resistentes. Nace, en estas páginas, la mecánica de los fluidos
y a partir de ella comienza el desarrollo de la hidrodinámica. Las considera
ciones que se hacen en este libro destruyen por completo la teoría de los vór
tices de Descartes. El movimiento de un vórtice no puede mantenerse de ma
nera autónoma: sólo puede continuar con movimiento uniforme si una fuerza
externa hace girar su cuerpo central. Ese movimiento, por lo tanto, irá dismi
nuyendo progresivamente a medida que su energía se disperse y sea «absorbi
da en el espacio». Un vórtice no puede dar lugar a un sistema planetario com
patible con las leyes de Kepler: «La hipótesis de los vórtices choca totalmente
con los fenómenos astronómicos y en vez de explicar los fenómenos celestes
los hace más inexplicables» (ibidem: 593).
El tercer libro se dedica a tratar «el ordenamiento del sistema del mundo»
(ibidem: 601). Para pasar del plano de las definiciones, de los axiomas, de los
teoremas y de las demostraciones al de una descripción del mundo, Newton
considera necesario enunciar las reglas del filosofar.
La primera regla: «No deben admitirse más causas de las cosas naturales
que las que son verdaderas y suficientes para explicar los fenómenos». Esta
regla afirma la simplicidad de la naturaleza, en la que «no sobreabundan las
causas superfluas» y que «no hace nada en vano». Con esta regla Newton in
troduce, en el corazón mismo de la ciencia moderna, la llamada «navaja de
Occam»: «Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem», los entes no
deben multiplicarse más allá de lo que es necesario, o bien «Frustra fit per
plura quod fieri potest per pauciora», en vano se hace con muchas cosas lo
que puede ser hecho con pocas. Con estas dos fórmulas (que no aparecen así
redactadas en las obras del franciscano Guillermo de Occam, muerto en 1347)
se convertía en teoría, en la tradición del empirismo y del nominalismo, el
principio metodológico de la moderación o de la simplicidad.
La segunda regla es: «Por esto, mientras pueda hacerse, deben asignarse las
mismas causas a los efectos naturales de la misma clase». Esta regla afirma la
uniformidad de la naturaleza o la validez general de las leyes naturales: las cau
sas de la respiración son las mismas en el hombre y en los animales; las piedras
caen del mismo modo en Europa y en América; la reflexión de la luz es la mis
ma en la Tierra y en los planetas.
La tercera regla: «Las cualidades de los cuerpos que no pueden ser au
mentadas ni disminuidas, y las que pertenecen a todos los cuerpos con los que
es posible experimentar deben considerarse cualidades de todos los cuerpos».
Esta regla afirma la homogeneidad de la naturaleza, su carácter de entidad in
variable, regular y previsible. En contra del avance de los experimentos, «no
hay que inventar sueños desmedidamente, ni debemos alejamos de la analo
gía de la naturaleza, puesto que ésta suele ser simple y siempre conforme a sí
misma». Las cualidades de los cuerpos «no se conocen más que por medio de
los experimentos, y por eso deben considerarse generales todas aquellas que,
en general, concuerdan con los experimentos». Las generalizaciones a las que
se llega por inducción son válidas cuando nacen en el plano de los sentidos:
por ejemplo, «concluimos, no con la razón, sino con los sentidos que todos
los cuerpos son impenetrables; los objetos que manejamos resultan ser impe
netrables, de ello deducimos que la impenetrabilidad es una propiedad de los
cuerpos en general». Pero la generalización va más allá del plano de los sen
tidos: «Concluimos que todas las mínimas partes de todos los cuerpos son ex
tensas y duras, impenetrables, móviles y dotadas de fuerzas de inercia: y este
es el fundamento de toda la filosofía».
La cuarta regla: «En la filosofía experimental, las proposiciones obtenidas
por inducción de los fenómenos deben, a pesar de las hipótesis contrarias, ser
consideradas verdaderas o totalmente o en la mayor medida posible, mientras
no intervengan otros fenómenos, que las hagan más exactas o las sometan a
excepciones». Esta regla afirma la necesidad de un control de las teorías.
Continúa diciendo, «para que el argumento de la inducción no sea eliminado
mediante hipótesis». Las teorías científicas deben estar de acuerdo con los ex
perimentos y deben ser consideradas verdaderas mientras exista esta concor
dancia (ibidem: 609-613).
Tras haber enunciado estas reglas, Newton pasa a describir el sistema del
mundo. Muestra que los movimientos de los satélites de Júpiter y de Saturno
y los de la Tierra y de los planetas alrededor del Sol obedecen a las leyes de
Kepler. Calcula la masa de la Tierra; muestra que la precesión de los equi
noccios es debida a la forma de la Tierra y a la inclinación de su eje, que a su
vez depende del efecto combinado de la atracción ejercida por la Luna y por
el Sol. La combinación de las fuerzas ejercidas sobre la Tierra por la Luna y
por el Sol proporciona además una explicación satisfactoria de las mareas.
Los cometas, cuya imprevista e inexplicable aparición pareció desmentir du
rante milenios la regularidad de los movimientos celestes, son finalmente re-
conducidos al interior del sistema solar. El cometa de 1681 sigue el movi
miento de una parábola (como indica la primera ley de Kepler) y describe
(como indica la segunda ley de Kepler) áreas proporcionales a los tiempos.
La ley de la gravitación universal, expuesta en el tercer libro, afirma que
dos cuerpos en el universo se atraen el uno al otro con una fuerza que es di
rectamente proporcional al producto de las dos masas e inversamente propor
cional al cuadrado de la distancia que los separa.
El Escolio general
En el Escolio general, que se añadió a la segunda edición de los Principia,
Newton se planteaba el problema de la regularidad de los movimientos plane
tarios. Esa regularidad, en su opinión, no puede depender de principios mecá
nicos. El ser del mundo no tiene su fundamento en esos principios y es nece
sario apelar a las causas finales, al teleologismo. De una ciega necesidad
metafísica no puede nacer la variedad de las cosas creadas. El ciego destino
no podría jamás hacer mover todos los planetas en la misma dirección en ór
bitas concéntricas. La uniformidad del sistema planetario es el resultado de
una elección. «Esta elegantísima armonización del Sol, los planetas y los co
metas no puede surgir sin la presencia de un Ser omnipotente e inteligente».
El que ha ordenado el universo ha colocado las estrellas fijas a una distancia
inmensa unas de otras «por temor a que estos globos cayeran el uno sobre el
otro por la fuerza de su gravedad» (Newton, 1965: 792-793). Del mismo mo
do los ojos, las orejas, el cerebro, el corazón, las alas, los instintos de las bes
tias y de los insectos no pueden ser sino la consecuencia de la sabiduría y de
la habilidad de un Agente poderoso y eterno (Newton, 1779-1785: IV, 262).
El Dios trascendente y personal de Newton está presente en todo el espacio
como en su sensorium. Él «rige las cosas no como el alma del mundo, sino
como Señor del universo». Existe siempre y en todas partes, y «al igual que el
ciego no tiene idea de los colores, tampoco nosotros tenemos idea de los mo
dos como Dios sapientísimo siente y concibe todas las cosas» (ibidem: 794).
La última parte del Escolio gira de nuevo en tomo al tema de la gravedad.
He recurrido a esa fuerza, escribe Newton, para explicar los fenómenos del
cielo y de nuestro mar, pero no he establecido la causa de la gravedad. En la
discusión sobre este tema surge la célebre postura adoptada por Newton en
relación con la función de las hipótesis:
No he conseguido todavía deducir de los fenómenos las razones de las pro
piedades de la gravedad, y no invento hipótesis. De hecho, cualquier cosa que no
sea deducible de los fenómenos es llamada hipótesis y en la filosofía experimen
tal no hay lugar para las hipótesis, ya sean metafísicas, físicas, de las cualidades
ocultas o mecánicas. En esta filosofía las proposiciones se deducen de los fenó
menos y se generalizan por inducción: así fue como se llegó al conocimiento de
la impenetrabilidad, la movilidad y el impulso de los cuerpos, las leyes del movi
miento y la gravedad. Y es suficiente que exista realmente la gravedad, que actúe
según las leyes que hemos expuesto y que explique todos los movimientos celes
tes y de nuestro mar (ibidem: 796).
La física cartesiana y, en general, el planteamiento mecanicista tendían a re
ducir todos los fenómenos a movimientos, reductibles a su vez a un modelo co
nocido (choque, presión, etc.). La física newtoniana recurría a una «acción a dis
tancia» (entendida como un principio), que no parecía inmediatamente reductible
a un modelo mecánico. A los seguidores de Descartes en Europa y al propio
Leibniz les pareció que Newton había introducido de nuevo en la física las «cua
lidades ocultas» de la escolástica, de las que con tanto esfuerzo la nueva ciencia
había conseguido liberarse, y que había abandonado, por tanto, el sólido terreno
sobre el que la nueva física había podido afirmarse y progresar. Esta polémica se
iba a prolongar durante mucho tiempo en la cultura europea. Al rígido mecani
cismo de Descartes se remitirán explícitamente muchos materialistas del siglo
xvm. Pero la mezcla de mecanicismo y de deísmo que se desprendía de la filo
sofía de Newton dominará ampliamente la cultura de la época de la Ilustración.
Hay que recordar, sin embargo, que aproximadamente hasta la mitad del
siglo xvm existirán dos físicas. En una célebre página de las Cartas filosófi
cas (1734), Yoltaire opondrá el espíritu de tolerancia y la libertad de los in
gleses al régimen aún feudal de los franceses, pero opondrá también la física
de los newtonianos a la de los cartesianos: en París el mundo tiene la forma
de un melón, en Londres la de una calabaza.
Un francés que llegue a Londres se encuentra con que las cosas han cam
biado mucho en la filosofía natural, como en todo lo demás. Ha dejado el mun
do lleno y lo encuentra vacío. En París el universo se ve compuesto de materia
sutil. En Londres no se ve nada de todo esto. Aquí, en Francia, es la presión de
la Luna la que causa el flujo del mar; para los ingleses es el mar el que ejer
ce la gravedad sobre la Luna ... Para los cartesianos todo sucede por la acción
de un impulso incomprensible; para Newton, en cambio, por la fuerza de una
atracción cuya causa no se acaba de conocer (Voltaire, 1962: I, 52).
La Óptica
Opticks, or a Treatise of the Reflexions, Inflexions and Colours of Light fue
publicado en Londres en 1704 (Newton tenía entonces 62 años) y reeditado
dos veces (en 1717 y en 1721) en vida de su autor. El texto fue traducido al
latín en 1706 y el propio Newton revisó la traducción. En las distintas edicio
nes, que presentaban significativas diferencias, Newton reelaboraba investiga
ciones que ya habían sido extensamente tratadas a finales de los años sesenta
y en los años noventa del siglo xvn. La Óptica, como los Principia, también
está dividida en tres libros. El primero comienza con una serie de definiciones
y con un conjunto de axiomas que conforman los principios generales de la
óptica. Siguen las proposiciones y los teoremas que exponen more geométrico
los experimentos, y que se refieren a la óptica geométrica, la doctrina de la
composición y dispersión de la luz blanca, la aberración de las lentes, el arco
iris y la clasificación de los colores. El segundo libro trata de muchos proble
mas relativos a los colores, a los anillos de interferencia, a los fenómenos de
interferencia de la luz en las láminas delgadas. El tercer libro está dedicado a
la descripción de una serie de experimentos sobre la difracción y sobre las
franjas coloreadas que se producen en presencia de diminutos obstáculos y de
láminas afiladas.
En la Micrographia (1665), Robert Hooke había retomado la tesis carte
siana sobre la naturaleza de la luz. En el universo del mecanicismo, donde no
existe el vacío, la luz se propaga tal como se propagan las ondas sonoras, y
Hooke había descrito las leyes de la refracción y había interpretado la luz co
mo resultado de propagaciones o impulsos vibratorios del éter. Para tratar de
la luz y de los colores, Newton utilizó la Dióptrica de Kepler, la traducción
latina de la de Descartes (1664), la Physico-mathesis de lumine, coloribus et
iride (1665) de Francesco María Grimaldi (1618-1663), los Experimenta et
considerationes de coloribus (1667) de Robert Boyle y el trabajo de síntesis
desarrollado por Isaac Barrow en las Lectiones opticae, a las que había con
tribuido el propio Newton.
Sobre el carácter ondulatorio y corpuscular de la luz Newton adopta una
postura muy complicada (que también hay que vincular con una viva polémica
mantenida con Hooke entre 1672 y 1676). Según Newton, algunos estudiosos
tendían a considerar que la luz estaba constituida por corpúsculos inconcebi
blemente pequeños y veloces emanados de los cuerpos. Otros entendían que la
luz era como los movimientos que se producen en un medio. Entre éstos hay
que incluir tanto a Grimaldi, para quien la luz era como un fluido en el que se
producen movimientos ondulatorios, como a Christiaan Huygens, que expone
una teoría acerca de ondas longitudinales que atraviesan un fluido estaciona
rio. Newton pretende evitar polémicas que considera inútiles. Nunca llega a
una afirmación resuelta de la tesis corpuscular, que, sin embargo, utiliza am
pliamente. Basa todas sus afirmaciones en hechos experimentales y obtiene
de ellos las afirmaciones que constituyen las teorías. Según el caso concreto
que está examinando, se inclina por soluciones de tipo corpuscular o de tipo
ondulatorio. Considera, no obstante, que la tesis ondulatoria no permite expli
car ni la propagación rectilínea de la luz ni la formación de sombras detrás de
los obstáculos. La polémica entre los defensores de la tesis ondulatoria y los
defensores de la tesis corpuscular se endurecerá, a finales del siglo x v ii , en un
enfrentamiento entre escuelas y dará lugar a una oposición radical entre meta
físicas científicas, en la que se alternarán el triunfo temporal de la teoría cor
puscular a lo largo del siglo xvm y el de la teoría ondulatoria en el siglo xix,
para desembocar en nuestros días en la orientación «complementaria» de la
óptica cuántica posterior a 1905 (Bevilacqua, Ianniello, 1982: 245, 254).
El 18 de enero de 1672 Newton escribió a Henry Oldenburg, que era el se
cretario de la Royal Society, diciéndole que su teoría de los colores era el ma
yor, si es que no el más importante, descubrimiento hecho hasta entonces en
las investigaciones sobre la naturaleza (Newton, 1959-1977: I, 82-83). Las
numerosas y a menudo confusas descripciones sobre la naturaleza de los co
lores atribuían estos últimos a los cuerpos sobre los que actuaba la luz y no a
la luz misma. En la tradición aristotélica el color era una cualidad inherente a
los cuerpos o un producto de una mezcla de la sombra con la luz: el rojo era
luz blanca mezclada en un ambiente no muy oscuro, el azul era luz blanca en
un ambiente de máxima oscuridad. Paracelso los había interpretado como una
manifestación del principio sulfúreo; para Descartes dependían de las diferen
tes velocidades de los movimientos de rotación y de traslación de las partícu
las del éter; para Hooke dependían de la distinta inclinación de las ondas.
Newton se distancia claramente tanto de la tradición como de las posiciones
de sus contemporáneos: considera que la modificación de la luz, de la que
proceden los colores, es «una propiedad innata de la luz». Los colores no son
el resultado de la reflexión o de la refracción de los cuerpos naturales (como
generalmente se cree): son «propiedades originales y connaturalizadas, distin
tas según los distintos rayos: algunos rayos son aptos para manifestar el color
rojo y ningún otro, algunos el amarillo y ningún otro, algunos el verde y nin
gún otro, y así sucesivamente con los restantes» (Newton, 1978: 208). El pro
blema del color no es algo que afecte solamente a la psicología de la percep
ción: los ángulos de refracción se pueden calcular; el problema del color es
físico y es separable del problema «psicológico» y se puede tratar con méto
dos matemáticos. Los cuerpos nos aparecen con distintas coloraciones según
el distinto grado de absorción de las superficies:
A los rayos que parecen rojos, o mejor dicho los objetos los hacen aparecer
como tales, los llamo rubríficos o productores de rojo ... y así sucesivamente.
En realidad, los rayos, hablando con propiedad, no están dotados de color. No
hay en ellos más que un cierto poder o una cierta disposición a estimular una
sensación de uno u otro color. Así como el sonido de una campana ... no es
más que un movimiento vibratorio y en el aire no es más que un movimiento
propagado por el objeto, y en el aparato sensorial se convierte en sensación de
ese movimiento en forma de sonido, así también los colores del objeto no son
más que una disposición a reflejar uno u otro tipo de rayo más que otros; en los
rayos no existe otra cosa más que su disposición a propagar uno u otro movi
miento en el aparato sensorial, y en el aparato sensorial se convierten en sensa
ciones de esos movimientos en forma de colores (ibidem: 393-394).
Los problemas de la percepción o de la psicofisiología (dicho sea entre pa
réntesis) harán de nuevo su aparición en la óptica y en la colorimetría a co
mienzos del siglo xix. Como ha escrito uno de los más grandes físicos de
nuestro siglo: «El fenómeno de los colores depende parcialmente del mundo
físico. Pero naturalmente el fenómeno depende también del ojo y de lo que
sucede detrás del ojo, en el cerebro» (Feynman, 1969: I, 2, 35-1).
El célebre y complicado experimento del prisma muestra que la luz «cons
ta de rayos con distinta capacidad de refracción», que se proyectan sobre dis
tintos puntos de la pared según su grado de refractabilidad: cada grado de re-
fractabilidad está asociado con un color primario fundamental. El violeta
corresponde al máximo grado de refractabilidad, el rojo al grado mínimo. La
existencia de los colores no depende de las perturbaciones de la luz; la luz
blanca no es luz pura, está compuesta de rayos que tienen características dife
rentes, es el resultado de la mezcla de los colores que están contenidos en el
«espectro». El blanco no es un color real, no es una «cualidad innata» de la
luz, sino una apariencia sensible. Los componentes de la luz pueden ser sepa
rados y reunidos.
El trabajo óptico de Newton proporcionaba, además, resultados importan
tes en el terreno de las aplicaciones prácticas o de la tecnología. Las observa
ciones con el telescopio se veían perturbadas por el fenómeno de las franjas
coloreadas o por la aberración cromática de las lentes. Newton construyó per
sonalmente un telescopio de reflexión (o de espejo cóncavo) con un ocular
colocado lateralmente, al cual enviaba los rayos un prisma de reflexión total.
El espejo (que Newton había fundido y preparado con una aleación de su pro
pia invención) tenía un diámetro de 25 mm, el telescopio no medía más que
15 cm pero aumentaba unas cuarenta veces: mucho más de lo que podía au
mentar un telescopio tradicional de ciento ochenta centímetros de longitud. En
1671 Newton envió su telescopio a la Royal Society de Londres. A comienzos
del año siguiente envió asimismo a Londres un primer informe acerca de su
teoría de los colores, que fue publicado en las Phüosophical Transactions de la
Royal Society el 19 de febrero de 1672: «Movido por el éxito del telescopio,
Newton ingresó en la comunidad de los filósofos naturales a la que, hasta
aquel momento, había pertenecido en secreto» (Westfall, 1989: 249).
La vida de Newton
Isaac Newton nació en Woolsthorpe, un pueblo de pocos habitantes en la re
gión de Lincolnshire, el 25 de diciembre de 1642, el mismo año en que murió
Galileo. Se quedó huérfano de padre a la edad de un año, y cuando su madre
contrajo nuevo matrimonio no permaneció en la casa del padrastro, sino que
fue confiado al cuidado de una abuela. A los doce años comenzó a frecuentar
la escuela pública de Grantham. Ese niño, que era capaz de construir ingenio
sos juguetes mecánicos y que llenó la casa donde vivía de relojes de sol cons
truidos por él, tuvo una infancia difícil. Debió sufrir mucho con el segundo
matrimonio de su madre, hasta el punto de que en una relación de sus peca
dos (que se remonta a 1662) anotó: «Haber amenazado con quemar vivos a
mi padre y a mi madre y toda la casa con ellos». En 1661 fue aceptado como
subsizar en el Trinity College de Cambridge, que era una comunidad formada
por más de cuatrocientas personas y gozaba de gran fama. El subsizar era un
estudiante pobre que se ganaba la manutención trabajando como sirviente de
los profesores: algunas de sus obligaciones consistían en despertar a los fe-
llows, limpiar sus zapatos, vaciar los orinales, etc. (Westfall, 1989: 57, 75-76).
En Oxford el equivalente del subsizar de Cambridge recibía el nombre, más
explícito, de servitor. En 1664 dejó de ser un subsizar y tuvo la posibilidad de
dedicarse a sus investigaciones. En 1665 obtuvo el grado de bachelor ofarts,
en 1666 se convirtió en júnior fellow y, en 1668, en master ofarts y sénior fe-
llow. Al año siguiente Isaac Barrow le cedió su propia cátedra «Lucasiana»
de matemáticas, en la que Newton continuó enseñando hasta 1704. Pero los
veintiocho años que pasó en el Trinity de Cambridge coincidieron con el pe
ríodo más desastroso de la historia de ese college y de esa universidad. Con
esta situación se relaciona también el escaso trato que mantuvo con sus cole
gas y la soledad en la que vivía (ibidem: 199, 200).
En Cambridge estudió, además de algunos manuales de filosofía peripaté
tica, la óptica y la astronomía de Kepler, la Geometría de Descartes y el Diá
logo de Galileo, obras de Boyle, Hobbes, Glanvill y del matemático John Wa-
llis, y mantuvo relaciones de amistad con el teólogo y filósofo platónico
Henry More. Durante los años terribles de la peste, 1665-1666, regresó junto
a su madre, a la casa paterna. Fueron dos o tres años de una fecundidad ex
traordinaria, casi increíble. Aprovechándose de las conquistas alcanzadas en
un siglo de estudios, Newton formuló en privado un programa que lo situaba
a la vanguardia de la ciencia europea. Al evocar aquellos años Newton dirá que
por aquel entonces estuvo trabajando en matemáticas y en filosofía más que en
cualquier otro periodo de su vida. A finales de 1665, a los veintitrés años,
Newton ya había formulado la regla del binomio, el método directo de las flu
xiones (el cálculo infinitesimal) y había deducido que «las fuerzas que sostie
nen los planetas en sus órbitas son entre sí como los cuadrados de las distan
cias de los planetas mismos de los centros alrededor de los cuales giran»
(ibidem: 147, 148).
Pocas personas estaban al corriente de sus descubrimientos, porque hasta
entonces no había publicado nada. Cuando sucedió a Barrow en la cátedra
«Lucasiana», dio un curso sobre óptica (las Lectiones opticae), pero la polé
mica que se inició con Robert Hooke cuando presentó a la Royal Society su
memoria sobre los colores le hizo desistir de su publicación. Comenzó una
época en la que Newton estuvo interesado por la alquimia, la teología y la in
terpretación del Apocalipsis. Tras haber esbozado en De motu corporum in
gyrum las líneas esenciales de la mecánica celeste, se dedicó a la redacción de
los Principia, que fueron publicados cuando Newton tenía cuarenta y cinco
años.
La fase creativa de su investigación científica en realidad concluyó con los
Principia, porque la Optica, publicada en 1704, cuando Hooke ya había
muerto, estaba formada, como ya se ha dicho, por textos escritos muchos
años antes. En el apéndice a la Óptica aparecieron publicados dos opúsculos
matemáticos que exponían el método de las fluxiones, fruto también de inves
tigaciones que se remontaban a más de treinta años atrás. La penosa y desa
gradable disputa con Leibniz sobre la prioridad del descubrimiento, provoca
da por una recensión aparecida en 1705 en las Acta Eruditorum de Leipzig,
constituye una de las más célebres controversias de la historia de la ciencia
(Hall, 1982).
Newton, que siempre había vivido entre los libros de sus estancias de tra
bajo en Cambridge y en Londres, se inició en la vida pública tras la «Glorio
sa Revolución» de 1688. Durante treinta años, a partir de 1696, fue director
de la Ceca de Londres. Fue diputado en el Parlamento por el partido whig en
los años 1689-1690. Desde 1703 fue presidente de la Royal Society y ejerció
una enorme influencia en la vida cultural europea. La prestigiosa sociedad
científica se convirtió en una especie de feudo personal. Murió en 1727, a los
ochenta y cinco años de edad.
Estudió siempre con tanta pasión que a menudo pasaba noches enteras
sentado a su mesa de trabajo. Cuando estaba ocupado en un problema, se ol
vidaba incluso de comer, y el gato que tenía en Cambridge engordó enorme
mente gracias a la comida que su amo no tomaba. Se pasó la vida ocultando
celosamente a los que le rodeaban sus más profundas convicciones religiosas,
y en las relaciones humanas se mostró siempre notablemente desconfiado. Te
nía «un severo censor interior y vivía constantemente bajo la mirada del Vigi
lante» (Manuel, 1974: 15-16). Su primera y última relación sentimental con
una mujer se remonta a los años de la escuela secundaria en Grantham.
Humphrey Newton, que fue su amanuense en Cambridge durante cinco años,
escribió que sólo le había visto reír una vez. En los intercambios de corres
pondencia que mantuvo con Hooke y con Huygens perdió muchas veces el
control, y escribió cartas a la vez crueles y arrogantes. En la polémica con
Leibniz (en la que se mantuvo persistentemente en el anonimato) se ocultó
tras John Keill y una comisión nombrada por la Royal Society. Como ha es
crito su biógrafo más importante, Newton estuvo afectado por neurosis provo
cadas por su infancia y por la tensión por la investigación: un hombre ator
mentado y una personalidad neurótica que, en los años de la madurez, vivió
siempre al borde del derrumbamiento psicológico (Westfall, 1989: 108, 61-62,
199, 349, 292, 804, 56).
Cronología
Newton dedicó muchas de sus energías al problema de la cronología, que era
el centro de muchos debates y estaba estrechamente ligado al tema teológico
de las relaciones entre la historia sagrada de los judíos y la historia «profana»
de los pueblos paganos o «gentiles» (del latín gentes) (Rossi, 1979). Ya en el
último decenio del siglo xvn, Newton se ocupó del tema de la religión y de la
teología de los gentiles, y sobre este tema redactó en su vejez una obra a la
que dedicó una atención muy especial: la Chronology of Ancient Kingdoms
Amended (que fue publicada en 1728, un año después de su muerte) y en la
que se retomaban proyectos e investigaciones que había realizado muchos de
cenios antes. La enmienda a la que aludía Newton en el título, según una ten
dencia propia de todas las ortodoxias religiosas de finales del siglo xvh y co
mienzos del xvin, tendía a acortar la historia antigua, a fin de evitar la impía
solución formulada por muchos seguidores de la tradición hermética y por los
libertinos. Para muchos filósofos herméticos y para todos los libertinos hay
historias más antiguas que la historia hebrea que se narra en la Biblia. Según
esta perspectiva, la civilización, la moral y la religión no nacieron del diálogo
entre Dios y Moisés y de la entrega a Moisés, por parte de Dios, de las Tablas
de la Ley. Hubo pueblos y civilizaciones anteriores al pueblo hebreo (los se
guidores del hermetismo se referían sobre todo a los egipcios, los libertinos se
referían a los egipcios, a los mexicanos o a los chinos) y la Biblia no cuenta la
historia de los orígenes del mundo y del género humano, sino solamente la his
toria de un pueblo concreto, y el diluvio no fue realmente universal, sino sólo
una inundación parcial que afectó a uno de los pueblos que habitaban la Tierra.
Newton (que en muchos otros aspectos de su pensamiento religioso es en
cambio, como veremos, claramente herético) no se aparta de las posiciones de
muchos otros defensores (tanto protestantes como católicos) de la verdad y
unicidad del relato de la historia sagrada. Todas las historias de los pueblos
paganos y todas sus pretensiones de una antigüedad más remota que la narra
da por la Biblia tienen que confrontarse con la historia que cuenta la Biblia.
Newton es uno de los muchos «acortadores» de la historia. Quiere demostrar
que la civilización hebrea es anterior a la griega y a la de otros pueblos. Su
prime muchos años (unos 500) de la cronología comúnmente aceptada de la
historia griega, elimina unos miles de años de la cronología histórica de otros
pueblos antiguos y, sobre todo, retoma y elabora un argumento que tendrá
mucho éxito: las desmesuradas antigüedades sobre las que fantasean los liber
tinos no existieron jamás y son solamente el fruto de lo que Giambattista Vi
co llamará la vanidad de las naciones, es decir, la pretensión que tienen todos
los pueblos de proclamarse el pueblo más antiguo y, por tanto, el fundador de
la civilización. Todas las naciones, reivindicando cada una un origen más no
ble que las otras, atrasaron en el tiempo su antigüedad. Los dioses, los reyes,
los principios divinizados de Caldea, de Asiría y de Grecia han sido conside
rados más antiguos de lo que son en realidad. Por esta misma razón los egip
cios construyeron, en un acto de vanidad, la imagen de una monarquía que
tendría una antigüedad superior en unos miles de años a la antigüedad del
mundo. Las antigüedades más remotas (afirma Newton siguiendo a Bacon)
son inciertas, muchas veces imaginarias, siempre llenas de ficciones poéticas
(«full of poetical fictions»): «Los egipcios alardeaban muchísimo de la anti
güedad de su imperio ... Por mera vanidad convirtieron su monarquía en la
más antigua del mundo, con una diferencia de algunos miles de años» (New
ton, 1757: 144; Newton, 1779-1785: V, 142-193).
En la obra The Original of Monarchies (que se remonta a los años 1693-
1694 y que ha sido publicada por Manuel) hallamos las mismas afirmaciones:
Todas las naciones, antes de empezar a llevar una cuenta exacta del tiempo,
eran proclives a prolongar su antigüedad y a considerar que la existencia de sus
primeros padres era más antigua de lo que en realidad era ... Por eso los egipcios
y caldeos extendieron su antigüedad hacia atrás muchos miles de años más de lo
que en realidad les correspondía ... Los griegos y los latinos fueron más modes
tos en cuanto se refiere a sus orígenes, pero también ellos excedieron a la reali
dad (Manuel, 1963: 211).
Como dice Voltaire en la decimoséptima de sus Cartas filosóficas, todos
los cálculos de Newton que, a efectos de conseguir una datación, utilizaba la
teoría de la precesión de los equinoccios y las descripciones del estado del
cielo en la literatura de los antiguos, tenían el único objetivo de acortar la his
toria del mundo: «Todas las épocas se han acercado, todo sucedió más tarde
de lo que se cree».
Un lector de Vico que lea la obra «histórica» de Newton se da cuenta de la
insistencia y extensión con que se tratan una gran cantidad de temas. Es una
auténtica lástima que sean realmente pocos los estudiosos de Vico que leen
las obras de Newton y que sean también pocos los intérpretes de Newton que
han dado al menos una ojeada a la Ciencia nueva de Giambattista Vico.
Alquimia
Miles de páginas manuscritas, redactadas a lo largo de toda su vida, demuestran
que Newton dedicó a la lectura, transcripción y comentario de obras alquimistas
una parte realmente importante de su actividad. Pero no es sólo eso: esas pági
nas dan testimonio de un considerable número de experimentos efectuados con
álcalis, metales y ácidos. Cuando Newton relaciona la gravedad, como princi
pio activo presente en el universo, con la cohesión de los cuerpos y con la fer
mentación, debemos tener presente su interés por la química y por la alquimia.
Desde este punto de vista es indudable que los experimentos de Newton en es
te campo también estaban dirigidos a proporcionar una base experimental a sus
hipótesis o interrogantes, presentados de manera problemática y provisional,
acerca de los átomos y del éter, a su intento de dar una explicación unitaria o de
construir una ciencia unitaria del universo, tal como se trasluce claramente en
las últimas líneas del Escolio general a los Principia, donde se apela al «espí
ritu sutilísimo que penetra en los cuerpos grandes y en ellos se oculta», gra
cias a cuya fuerza y acción se atraen y se unen las partículas, actúan a distan
cia los cuerpos eléctricos, se emite la luz, se excitan los sentidos y se mueven
a voluntad los miembros de los animales, puesto que las vibraciones de este
espíritu se propagan desde los órganos de los sentidos al cerebro y del cerebro
a los músculos. Sin embargo, concluía Newton, no hay «una cantidad sufi
ciente de experimentos mediante los que se puedan determinar y demostrar
con precisión las leyes de acción de este espíritu» (Newton, 1965: 796).
El interés de Newton por la alquimia se remonta a cuando tenía menos de
treinta años. Se procuró ácido nítrico, sublimado de mercurio, antimonio, al
cohol y salitre, y él mismo se construyó, sin ayuda de los albañiles, sus hor
nos de ladrillo. Por aquellos mismos años (alrededor de 1669) comenzaron
sus lecturas de alquimia. A través de ellas Newton intenta establecer una serie
de axiomas comunes a los distintos cultivadores de alquimia, y hallar los re
ferentes comunes a que aluden los alquimistas utilizando una gran variedad
de términos imaginativos. Newton parece sin duda más interesado en los ex
perimentos que en las experiencias místico-religiosas que caracterizan una
buena parte de la literatura alquimista. Los experimentos acompañan sus lec
turas y es indudable que Newton, tal como ha subrayado su más importante
biógrafo, se entregó al estudio del gran arte con una disposición intelectual
que ningún alquimista había tenido jamás. Sigue dominando el interés por el
aspecto cuantitativo de las operaciones de medición y también se conserva
inalterada su exigencia de un lenguaje riguroso y no solamente metafórico y
alusivo. Pero también es cierto que Newton muy pronto consideró la filosofía
mecánica como una realidad construida sobre categorías demasiado rígidas y,
en cualquier caso, insuficiente para expresar la complejidad de la naturaleza
(Westfall, 1989: 308, 309, 314-315).
Para explicar la posición de Newton (que, tras conocerse los manuscritos
alquímicos, a muchos estudiosos les resultaba desconcertante), Westfall utiliza
una brillante metáfora. Una rebelión contra los límites demasiado rígidos im
puestos por el mecanicismo, semejante a la que puede protagonizar un apuesto
cuarentón que vive un matrimonio aparentemente feliz: «La filosofía mecani-
cista tal vez cedió demasiado pronto a sus deseos. Newton, insatisfecho, siguió
buscando y halló en la alquimia, y en la filosofía a ella asociada, una nueva
amante infinitamente variada, que parecía no entregarse nunca por completo.
Mientras las otras generaban saciedad, ésta se limitaba a despertar el apetito.
Newton la cortejó formalmente durante treinta años» (ibidem: 314-315).
En realidad, si se unen los intereses de Newton por la alquimia a sus afir
maciones sobre la inoportunidad de sacar a la luz pública una serie de tesis, a
sus convicciones sobre el «fin del mundo», a su creencia en una primitiva y
oculta sabiduría, que se remonta a los orígenes de la historia y contiene una
verdad pura e incorrupta, a sus consideraciones sobre el espíritu eléctrico, que
a veces es material y otras veces es inmaterial y se parece a una llama vital
(Newton, 1991), a las afirmaciones que contiene la carta a Oldenburg sobre el
«éter condensado por efecto de un principio de fermentación» y sobre el pe
renne «movimiento circular de la naturaleza» (Newton, 1978: 252-253), ver
daderamente resulta difícil creer que Newton solamente estuvo comprometido
en un prolongado «galanteo» extramatrimonial.
Conclusiones
Tanto el interés de Newton por la alquimia y su firme creencia en una primi
tiva sabiduría de los orígenes, como la relación que establece entre la ciencia
y la religión, entre el concepto de Dios y la física, entre el método de investi
gación sobre la naturaleza y el método de lectura de los textos sagrados, pro
porcionan una visión de toda la obra de Newton bastante distinta de aquella,
irremediablemente obsoleta, que interpreta a Newton como un científico posi
tivo, o que celebra a Newton como el primer gran científico moderno. Tam
bién la ciencia moderna tiene sus héroes, y tal vez Newton es el mayor de es
tos héroes. Es verdad que el epitafio fúnebre colocado sobre su tumba, con
toda su grandilocuencia barroca, es acertado: «Los mortales pueden alegrarse
de que haya existido tal gloria del espíritu humano». Y en cierto modo tam
bién expresa una profunda verdad el dístico, tantas veces citado, de Alexander
Pope:
La naturaleza y sus leyes estaban ocultas en la oscuridad
Dios dijo «¡Hágase Newton!» y todo fue luz.*
Pero también es cierto que trasladar todas las afirmaciones de Newton a
un contexto completamente «moderno» parece una empresa destinada al fra
caso. Esta no es una conclusión desagradable para quien dedicó los que en un
tiempo se llamaban los mejores años de la vida a estudiar, en la época del na
cimiento de la ciencia moderna, las relaciones entre la magia y la ciencia. Lo
que hoy llamamos ciencia jamás ha sido considerada (y creo además que nun
ca debería considerarse) por los historiadores como un producto acabado, sino
como una serie de intentos de enfrentarse con problemas que entonces no es
taban resueltos y que, en muchos casos, incluso era difícil que se aceptara que
era prudente y legítimo planteárselos.
La historia de la ciencia puede ayudamos a adquirir conciencia de que la
racionalidad, el rigor lógico, la posibilidad de verificar las afinnaciones, la pu
blicidad de los resultados y de los métodos, la misma estructura del saber cien
tífico como algo que es capaz de crecer sobre sí mismo, no son categorías pe
rennes del espíritu ni datos eternos de la historia humana, sino conquistas
históricas, que, como todas las conquistas, son por definición susceptibles de
desvanecerse.
En cuanto a los orígenes que pueden parecer turbios de muchos valores
vinculados con el saber científico, y que actualmente los asumimos como po
sitivos e irrenunciables, ¿acaso no ha sucedido también algo muy parecido
con los valores políticos de la libertad y de la tolerancia?
* [Nature and Nature’s laws were hid in night / God said «Let Newton be», and all was light.]
Cronología
L
a p r im e r a p a r t e d e l a p r e s e n t e
mente las obras y los estudios de los que proceden las citas o a los que se ha
hecho una referencia explícita (que generalmente se corresponden con la traducción
italiana) en los distintos capítulos que componen este libro. Aparecen relacionados
por orden alfabético del apellido del autor. La segunda parte de la bibliografía, titu
lada «Otras lecturas», contiene (dividida por temas) una indicación muy breve de
algunos de los estudios más importantes que no han sido mencionados en la prime
ra parte.
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Otras lecturas
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Indice alfabético
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Indice
✓
Prólogo 11
Ciencia europea H
Una revolución y su pasado (jAj
Acerca de este libro 16
Capítulo uno. Obstáculos 19
Olvidar lo que sabemos 19
Física 20
Cosmología 22
Vil mecánico 25
Capítulo dos. Secretos 28
«Margaritae ad porcos» 28
El saber hermético 28
El saber público ¿2
Tradición hermética y revolución científica (.36)
Secretos y saber público 38
Capítulo tres. Ingenieros 39
La práctica y las palabras 39
Ingenieros y teatros de máquinas 40
Talleres 42
Leonardo 43
«Obras» y «palabras» 45
Un conocimiento capaz de crecer 47
Arte y naturaleza 48
Dédalo y el Laberinto 50
Capítulo cuatro. Cosas nunca vistas 51
La imprenta 51
Libros antiguos (52
Lo antiguo y lo nuevo
Las ilustraciones 54
Nuevas estrellas 58
Tierras desconocidas para la vista 60;
El Nuevo Mundo 63
Capítulo cinco. Un nuevo cielo 61
Copémico 67'
El mundo se ha hecho añicos 71
Tycho Brahe
Kepler 7?
Capítulo seis. Galileo 84
Los primeros escritos
Los descubrimientos astronómicos ( 85.
La naturaleza y las Escrituras "1$
Las hipótesis y el realismo 91
La condena de Copémico ( 92
El libro de la naturaleza ~93
Los «sistemas máximos» 96
La destrucción de la cosmología aristotélica 98
Geometrización, relatividad, inercia 100
Las mareas 102
La tragedia de Galileo 103
La nueva física 105 '¡
Capítulo siete. Descartes 110
Un sistema 110
Me presento disfrazado 111
Introducir términos matemáticos en la geometría 113
Física y cosmología 113
El mundo como geometría realizada 117
Capítulo ocho. Innumerables mundos 119
Un vacío infinito 119
Un universo infinito e infinitamente poblado 121
Galileo, Descartes y la infinitud del mundo 124
No estamos solos en el universo 126
Las conjeturas de Huygens 129
Crisis y fin del antropocentrismo 131
Capítulo nueve. Filosofía mecánica 133
Necesidad de la imaginación 133
La mecánica y las máquinas 135
Cosas naturales y cosas artificiales: conocer y hacer 138
Animales, hombres y máquinas 140
¿Se puede ser mecanicista y seguir siendo cristiano? 143
Leibniz: la crítica al mecanicismo 146
Capítulo diez. Filosofía química 151
La química y su galería de antepasados 151
Paracelso 152
Paracelsianos 153
Iatroquímicos 155
Química y filosofía mecánica 156
Mecanicismo y vitalismo 157
Capítulo once. Filosofía magnética 160
Fenómenos extraños 160
Gilbert 161
Los jesuítas y la magia 163
Prudencia en los experimentos y audacia en los modelos 165
La esfera de azufre 166
Música y picadura de tarántula 167
Capítulo doce. El corazón y la generación 169
El Sol del organismo 169
Ovistas y animalculistas 172
Preformismo 174
Capítulo trece. Tiempos de la naturaleza 177
El descubrimiento del tiempo 177
Piedras raras 178
¿Cómo se producen los objetos naturales? 179
Una teoría sagrada de la Tierra 182
La Protogaea de Leibniz 184
Newtonianos y cartesianos 186
Capítulo catorce. Clasificar 188
Poa bulbosa 188
Clasificar 189
Lenguas universales 190
Una lengua para hablar de la naturaleza 191
Nombrar equivale a conocer 192
Ayudas para la memoria 193
Lo esencial y lo accidental 194
Capítulo quince. Instrumentos y teorías 196
Ayudas para los sentidos 196
Ayudas para la mente 199
Capítulo dieciséis. Academias 205
Universidades 205
Academias 207
Primeras academias 208
París 210
Londres 212
Berlín 213
Bolonia 214
«Periódicos» 215
Capítulo diecisiete. Newton 216
Los Principios matemáticos de la filosofía natural 216
El Escolio general 221
La Óptica 222
La vida de Newton 225
Intermedio sobre los manuscritos 227
Las Queries de la Optica 229
Los ciclos cósmicos 231
Cronología 233
La sabiduría de los antiguos 235
Alquimia 237
La religión de Newton y el Apocalipsis 238
La interpretación de la Biblia y la interpretación de la naturaleza 240
Conclusiones 241
Cronología 243
Bibliografía 247
índice alfabético 265