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tantas ocupaciones una partecilla de tiempo».

Por lo demás, «yo estoy —le dice— bien de salud,


gracias a Dios; sólo que el estudio se me hace violento, particularmente el de filosofía, y desde el
principio la hubiera trocado gustosísimo por la teología; por esa teología que busca la almendra
de la nuez, la flor del trigo, la medula de los huesos. Pero Dios es Dios, y el hombre muchas
veces, por no decir siempre, se engaña en sus juicios».
¿Qué teología es esa que Fr. Martín, hastiado de los escolásticos, desea escrutar, rumiar y
saborear? Aunque él no lo diga claramente, podemos sospechar que su pensamiento y su voluntad
van en busca de una teología más espiritual, de carácter predominantemente bíblico y
agustiniano.
Otra cosa importante le ha ocurrido en Wittenberg. Ha tratado íntimamente a su superior
mayor, Fr. Juan de Staupitz, con quien se ha confesado más de una vez y a quien le ha
descubierto los más secretos repliegues de su conciencia. Entre el director y el dirigido se ha
entablado un diálogo de suma confianza mutua, diálogo que para el joven fraile de veinticinco
años ha sido un desahogo necesario, una consolación o alivio espiritual y, en ocasiones, una vaga
iluminación de insondables perspectivas.
¿Quién era Staupitz? Nacido hacia 1469 de noble linaje sajón, había estudiado artes en Leipzig
y Colonia, laureándose en 1489. Ingresó en la Orden de San Agustín y se doctoró en teología en
Tubinga el año 1500. Inmediatamente pasó a ser prior del convento de Munich, y, como gozaba
de la amistad y estima de Federico de Sajonia, fue llamado por este príncipe a colaborar en la
organización de la naciente Universidad de Wittenberg. Regentó la cátedra de lectura in Biblia y
fue dos veces decano de la Facultad teológica. Desde que el 7 de mayo de 1503 fue elegido
vicario general de los agustinos observantes, su docencia en la Universidad tuvo que ser
interrumpida por frecuentes viajes a los conventos de su Congregación.
Aunque formado primeramente en el tomismo, conoció también la doctrina nominalista, mas
él no amaba tanto la teología especulativa cuanto la espiritual y mística. Su piedad se movía en la
línea cristocéntrica de San Bernardo y de la devoción moderna. Lector asiduo de la Biblia, y
especialmente de San Pablo (aunque no fue Staupitz, como se ha dicho, el que introdujo en las
constituciones de la Congregación el precepto de leer la Sagrada Escritura); fervoroso predicador
y prudente director de almas, tendía más a la blandura que a la rigidez y amaba las formas
diplomáticas más que las autoritarias. Con todo, no estaba exento de ambición.
Erasmo dijo de él en octubre de 1518: «Yo amo tiernamente al gran Staupitz». Y el mismo año
lo ensalzaba Karlstadt como «magnífico promotor de una teología más auténtica y eximio
predicador de la gracia de Cristo». A Staupitz hay que colocarlo en aquella corriente espiritual
que se hacía sentir en no pocos países de Occidente, y que Imbart de la Tour llamó
«evangelismo», y otros denominan «paulinismo».
Pronto simpatizó con el joven Lutero, que venía a él buscando orientación teológica y
espiritual, luz y consuelo. Fray Juan de Staupitz supo tratarlo con benignidad, con paciencia, con
amor y dulzura. Bien necesitado de ello andaba Fr. Martín aquellos días.

Melancolías y escrúpulos
Sea por la soledad que le envolvía en el nuevo convento, lejos de la casa madre y de sus
amigos; sea por la edad crítica y juvenil —crisis retrasada en los célibes—, o bien por un
psicopatológico «complejo de culpa», lo cierto es que las melancolías, inquietudes y escrúpulos
de conciencia empezaron a hervir en el fondo de su alma.
Nos refiere él mismo que, «cuando por primera vez llegué al monasterio (de Wittenberg,
1508), me acontecía estar siempre triste y melancólico, sin poder librarme de aquella tristeza. Por
eso pedía consejo al Dr. Staupitz, de quien con mucho gusto hago aquí mención, y me confesaba

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