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Valor salvífico de la Resurrección de Cristo

Fernando Ocáriz
Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra
El misterio de Jesucristo
2ª ed. Eunsa 1993, pp. 347-376

Sumario

0. Presentación del tema e Introducción.- 1. La Resurrección del Señor.- 2. El testimonio


neotestamentario.- 3. La Resurrección de Jesús entre la historia y la fe.- 4. Valor soteriológico
de la resurrección de Cristo.- 5. Ascensión y Pentecostés.

Presentación

La predicación apostólica sobre la muerte de Jesús no termina en ella, sino que menciona
inmediatamente su exaltación. Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios ha
hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, dice San Pedro en su
discurso del día de Pentecostés (Act 2,36), refiriéndose a este acontecimiento como la
entronización del Mesías. Esta exaltación comporta la resurrección de entre los muertos, su
ascensión a la diestra del Padre y el envío del Espíritu Santo (cfr Act 2,32-33). La glorificación
de Cristo tras su muerte no debe entenderse como algo que aconteció a Jesús una vez
cumplida nuestra redención, sino que esta glorificación es parte integrante de la obra redentora
[139].

Sin embargo, la glorificación del Señor comenzó inmediatamente después de su muerte, en el


descenso a los infiernos: «Si la muerte comporta la separación del alma y el cuerpo, se sigue
que también para Jesús ha habido por una parte el estado de cadáver del cuerpo, y por otra la
glorificación celeste de su alma desde el momento de la muerte. La primera Carta de Pedro
habla de esta dualidad, cuando, refiriéndose a la muerte de Cristo por los pecados, dice de El:
muerto según la carne, pero vivificado en el espíritu (1 Pet 3,18)» [140]. El alma de Cristo,
unida secundum Personam al Verbo, recibe ya plenamente la gloria que se deriva de la visión
beatífica, como la reciben los santos inmediatamente después de la muerte [141].

Pero la completa glorificación de Cristo, en la integridad de su ser Dios-Hombre, tiene lugar


mediante la Resurrección y Ascensión a los cielos.

1. La resurrección del Señor

La resurrección de Jesús es tema central de la predicación apostólica, y forma una unidad


indisoluble con el misterio de la crucifixión y de la muerte. A este Jesús —dice San Pedro en
el discurso recién citado—, Dios lo ha constituido Señor y Mesías (Act 2,32.36). Es la misma
afirmación que encontramos en los discursos de San Pablo: Os anunciamos -dice en la
sinagoga de Antioquía- la realización de la promesa hecha a nuestros padres, que Dios ha
llevado a cabo para nosotros, sus descendientes, al resucitar a Jesús, según estaba
escrito en el salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy (Act 13,32-33).

La resurrección del Señor se encuentra presente también en todos los Símbolos [142] y
profesiones de fe [143], pues siguen fielmente el núcleo de la predicación apostólica. En
algunas de estas profesiones, se precisa que se trata de verdadera resurrección con frases
todo lo explícitas posible para evitar el docetismo; de ahí que se aluda a que comió y bebió
después de la resurrección [144]. En algunos textos se afirma que el Señor resucitó por propio
poder [145]. También está presente en las profesiones de fe en la Resurrección la mención de
que resucitó al tercer día; en los Símbolos latinos se suele expresar diciendo simplemente que
«resucitó al tercer día», mientras que en los Símbolos griegos, como el
Nicenoconstantinopolitano, es más frecuente encontrar la expresión «resucitó al tercer día
según las Escrituras». En esto los Símbolos no hacen otra cosa que seguir de cerca las
expresiones del Nuevo Testamento. Así se encuentra dicho explícitamente, p. e., en 1 Cor
15,4. Y San Pedro recurre al Sal 15,10 (Pues no has de abandonar mi alma en el sheol, ni
dejarás que tu santo vea la corrupción) para aplicarlo, como texto profético, a la
Resurrección del Señor (cfr Act 2,24, ss). También lo hace San Pablo (cfr Act 13,35 ss) [146].

La Resurrección es, antes que nada, la glorificación del mismo Cristo, hecho obediente hasta
la muerte y muerte de cruz, por lo que Dios le exaltó y le otorgó un nombre que está
sobre todo nombre ( Fil 2,9). Esta glorificación que le corresponde en atención a su dignidad
de Hijo [147], al mismo tiempo, ha sido conquistada —merecida— por Jesucristo, conforme se
subraya en el texto citado de Filipenses: Dios lo exaltó por haber sido obediente hasta la
muerte de cruz, es decir, Cristo, obedeciendo, mereció su exaltación. Esta exaltación fue
también objeto de esperanza para Cristo [148], y de oración, conforme se ve, p.e., en Jn 17,1 y
5: Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique (...). Ahora tú,
Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la que tuve cerca de tí antes de que el mundo
existiese [149]. La exaltación de Cristo culmina, pues, su vida y su obra, de forma que con la
resurrección no sólo se inaugura una nueva forma de existencia de Jesús de Nazaret —la
existencia gloriosa—, sino que se inaugura también una nueva forma —en poder—, de su
misma acción como Mesías, conforme dice San Pablo: constituido Hijo de Dios, poderoso
según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos (Rom 1,4).

En cierto sentido, esta nueva forma —en poder— se halla presente ya en la misma humillación
de la Pasión y de la Muerte, de modo que se trata de acontecimientos que no deben separarse
en la consideración teológica. Como hemos visto, San Juan lo pone de relieve al considerar la
crucifixión como una exaltación [150]; al mismo tiempo, la resurrección jamás aparece
separada de la crucifixión, pues quien resucita es el crucificado, que conserva las heridas de la
cruz (cfr p.e., Jn 20,26-29). Se trata de un único misterio: el misterio de la Pascua del Señor
[151], en el que existe una indisoluble continuidad entre el crucificado y el resucitado.

En este misterio se manifiesta la íntima naturaleza del Señorío de Jesús: Si confiesas con tu
boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los
muertos, serás salvo, escribe San Pablo poniendo de manifiesto que la fe en Jesús como
Señor está en dependencia del acontecimiento supremo en que se manifiesta: la resurrección
(cfr Rom 10,9). Es el mismo pensamiento que aparece en los discursos de San Pedro
recogidos en Hechos (cfr Act 2,32.36; 3,13-26). La resurrección de Jesús tiene, pues, una
dimensión soteriológica indiscutible. Con la resurrección de Jesús, Dios da cumplimiento a sus
promesas de un Mesías salvador (cfr Act 13,30.32-37). La relación entre la resurrección de
Jesús y nuestra salvación es tan estrecha, que San Pablo no duda en afirmar: Si Cristo no ha
resucitado, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe (...). Si Cristo no resucitó,
vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados (1 Cor 15,14.17).

Conviene precisar que estas afirmaciones están hechas desde una consideración soteriológica
de la resurrección, y no desde una perspectiva primordialmente apologética. Lo que se
considera aquí, antes que el hecho de que con la resurrección se confirma la verdad de las
palabras de Jesús -perspectiva apologética [152], es el que la resurrección de Jesús constituye
la auténtica y definitiva victoria sobre la muerte [153], una victoria que es parte esencial de
nuestra redención y en la que participamos mediante la unión con El: Cristo ha resucitado de
entre los muertos, como primicias de los que duermen. Porque como por un hombre
vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos (1 Cor 15,20-
21).

Finalmente, la resurrección de Jesús se puede considerar en su aspecto apologético, es decir,


en su carácter de milagro que confirma la santidad de Jesús, la verdad de sus palabras, la
legitimidad de su pretensión mesiánica. En efecto, el hecho de que Dios le haya resucitado de
entre los muertos confirma la credibilidad de Jesús. Durante su vida terrena el mismo Jesús
apeló a sus milagros como razón para que se creyese en El (cfr Jn 10,38), y habló de su
resurrección como signo para la generación que le escuchaba (cfr Mt 12,39-40), es decir,
remitió a su resurrección como prueba de la autenticidad de su mesianismo [154].

2. El testimonio neotestamentario

En el Nuevo Testamento se encuentran numerosísimos testimonios referentes a la


resurrección del Señor, incluso en aquellos escritos que se detienen poco en la narración de
hechos de la vida de Jesús. Hay como una universal urgencia de dar testimonio de la
resurrección del Señor, de forma que se encuentra reflejada no sólo en los cuatros evangelios,
sino en los discursos misioneros de San Pedro y San Pablo recogidos en Hechos, en las cartas
paulinas y en los otros escritos apostólicos.

Todos los escritos del Nuevo Testamento hablan de la resurrección de Jesús. Unas veces se
trata de narrraciones largas, como es el caso de los evangelios; otras, de exposiciones directas
y aplicaciones teológicas, como en Hechos o en el capítulo 15 de 1 Cor; otras veces se trata de
proclamaciones en himnos, o de breves confesiones de fe. Puede decirse con rigor que todos
estos testimonios apuntan hacia lo que constituye una dimensión esencial del ministerio
apostólico: dar testimonio de la resurrección de Jesús, conforme a la frase de San Pedro: Dios
lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos (Act 3, 15). Es significativo
que la condición que se pone para la elección de quien ha de ocupar el puesto que Judas ha
dejado vacante es que quien sea elegido haya convivido con el Señor y sea testigo con
nosotros de su resurrección (Act 1, 21-22).

La resurrección de Jesús ocupa el centro de la predicación apostólica, como se ve por los


discursos de San Pedro y de San Pablo, incluso los dirigidos a paganos, o los pronunciados en
un ambiente de claro rechazo de la resurrección como es el caso del discurso de San Pablo en
el areópago (cfr Act 17, 31), pues la conversión al cristianismo implica necesariamente la fe en
la resurrección de Jesús. De ahí que se encuentre explícitamente afirmada en los escritos más
antiguos del Nuevo Testamento, que a su vez remiten a una parádosis recibida y de la que se
tiene conciencia que hay que transmitir íntegramente. Es decir, remiten a las primeras
predicaciones, algunas de las cuales se recogen en Hechos.

Tal es el caso del conocido pasaje de 1 Cor 15,3-8, escrito entre el 53-57, donde el comienzo
solemne nos advierte ya de que nos encontramos ante lo esencial de la parádosis: Pues a la
verdad os he transmitido lo que yo mismo he recibido: que Cristo (...) resucitó al tercer
día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los Once. Después se
apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen
todavía, y algunos durmieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles,
y después de todos, como a un aborto, se me apareció a mí. Es clara la solemnidad con
que se proclama la resurrección del Señor, así como el empeño en subrayar su realidad, es
decir, en el empeño por dejar claro que no pertenece al ámbito de la mera subjetividad de los
discípulos. Este empeño se manifiesta entre otras cosas al aducir esa lista de apariciones -con
la expresa mención de que aún viven muchos de esos más de quinientos hermanos-, como
acontecimientos que garantizan la realidad objetiva de la resurrección del Señor [155].

A este respecto, se suele subrayar la importancia dada a las apariciones del resucitado y la
fuerza que implica el verbo que se utiliza para mencionarlas: ofthé, fue visto, se apareció,
porque con este verbo se subraya la objetividad de la visión: que es el mismo Jesús el que se
manifiesta [156], el que se hace ver [157], es decir, es el mismo Cristo el que se muestra por sí
y desde sí [158], hasta el punto de que es El quien sale al encuentro; el verbo ofthé indica que
es El quien se aparece, quien toma la iniciativa. Esto es algo, por otra parte, que está ligado
con otros pormenores en los relatos de las apariciones: éstas parten siempre del resucitado, y
no son efecto de la fe, de la esperanza o del deseo de verlo por parte de los apóstoles. Es el
resucitado el que sale al encuentro, el que se hace presente.

1 Cor 15, 3-8 es un texto de carácter semítico que en su mismo lenguaje, con expresiones no
usadas normalmente por San Pablo, muestra la fidelidad con que intenta transmitir la fórmula
recibida. Se trata de un texto, de tradición primitiva, «articulado de modo que unos verbos
confirman a los otros: murió, pues fue sepultado; fue sepultado, pero resucitó; fue resucitado,
pues se apareció» [159].
Estas afirmaciones breves constituyen las más antiguas expresiones de la predicación y de la
fe en la resurrección de Jesús, como formulaciones que van cristalizando. Cfr p.e., además de
1 Cor 15,3-8, Rom 10,9 (Jesús es el Señor; Dios lo ha resucitado de entre los muertos),
Act 2,23 ss; 3,15; 4,10; 5,30-31; 10,37-40; 13,27-31; 1 Pet 3,18 ss. etc. Sólo más tarde se pasa
a hablar de la resurrección de Jesús en las formas narrativas, es decir, en los relatos
evangélicos de las apariciones y del sepulcro vacío. Estos relatos, como es obvio, están en
estrecha dependencia de la fe, firmemente profesada desde el principio, en la resurrección de
Jesús: de lo que constituye su afirmación esencial: Verdaderamente el Señor ha resucitado
(Lc 24,34) [160].

Estas narraciones se encuentran en los cuatro Evangelios ocupando los capítulos finales (Mc
16; Mt 28; Lc 24; Jn 20-21), y en Act 1,1-11. Son relatos de una gran sobriedad. Todos ellos
hablan de apariciones de Jesús, pero en ninguno se dice que nadie haya visto resucitar al
Señor; sólo testifican con sencillez que el resucitado se les ha aparecido. Está claro que
ninguno pretende haber sido testigo del acontecimiento de la resurrección de Jesús en cuanto
tal. Se testifica la resurrección por el encuentro con el resucitado.

En estos relatos se destaca la continuidad entre el crucificado y el resucitado. Se trata del


mismo Jesús, que es reconocido al aparecerse. Se le reconoce, p. e., al hablar (cfr Jn 20,16),
en la fracción del pan (cfr Lc 24,31). A veces, esta identidad queda subrayada incluso en el
aspecto corporal. Así p.e., Jesús invita a comprobar mediante el tacto que es él mismo, que
tiene verdadero cuerpo (cfr Lc 24,39), Y mostrando las manos taladradas Y el costado
traspasado, insiste en que este cuerpo es el mismo que fue crucificado (Jn 20,27).

En este aspecto tiene gran importancia el hecho del sepulcro vacío. Los cuatro evangelios
comienzan a tratar de la resurrección precisamente mencionando el hallazgo del sepulcro
vacío. No es que el sepulcro vacío en cuanto tal sea prueba principal de la resurrección: la
prueba definitiva de la realidad de la resurrección son las apariciones, particularmente a los
Once. La realidad del sepulcro vacío sí es imprescindible, en cambio, para que haya tenido
lugar la resurrección [161]. Los relatos hablan de una continuidad entre el cuerpo sepultado y el
cuerpo resucitado, imposible si el sepulcro no hubiese estado vacío. El sepulcro vacío orienta
hacia la resurrección y, particularmente, hacia la verdadera corporeidad del resucitado. Jesús
no está en el sepulcro, porque ha resucitado: quien quiera encontrarlo debe buscarlo entre los
vivos, no en el sepulcro. Este es el mensaje de los ángeles a las mujeres: No está aquí: ha
resucitado, según lo había dicho (Mt 28,6); Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha
resucitado, no está aquí (Mc 16,6); ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No
está aquí; ha resucitado (Lc 24,5-6). Aunque el sepulcro vacío no es en sí una prueba directa
de la Resurrección, ha constituido para todos un signo esencial. San Juan dice que, al entrar
en el sepulcro vacío y «descubrir las vendas en el suelo (Jn 20,6) vio y creyó (Jn 20,8). Esto
supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cfr Jn 20,5-7) que la ausencia del cuerpo
de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una
vida terrenal como había sido el caso de Lázaro» [162].

Es indudable, pues, la importancia que el sepulcro vacío tiene en la mente de los discípulos a
la hora de hablar de la resurrección, para distinguirla de la simple pervivencia de un elemento
«espiritual». Es el hilo argumentativo subyacente al discurso de Pedro a la hora de hablar de la
resurrección de Jesús: Hermanos, séame permitido decir con toda libertad y franqueza: el
patriarca David murió y fue sepultado, y ahí está su sepulcro hasta nuestros días; pero,
como profeta que era (...) habló sobre la resurrección del Mesías: éste no fue
abandonado en el sheol, ni su carne experimentó la corrupción (Act 2,29-31) 163. Esta
forma de argumentar supone no sólo que el cuerpo de Jesús no está en el sepulcro, sino que
es conocido que no está en el sepulcro, es decir, que se sabe que se descubrió que el sepulcro
estaba vacío. Estas palabras, dichas en Jerusalén, suponen, además la seguridad de que
nadie —ninguno de los adversarios— podrá demostrar lo contrario.

Los relatos de la resurrección, al mismo tiempo que ponen de relieve que existe identidad entre
el cuerpo sepultado y el cuerpo resucitado de Cristo, dan fe de que, siendo el mismo, se
encuentra en un estado superior en el que no está sometido a las normales leyes físicas. Así
se desprende de la forma en que tienen lugar las apariciones: Jesús entra en el cenáculo
estando las puertas cerradas (cfr Lc 24,36; Jn 20,19.26). En el texto de 1 Cor 15, San Pablo
hablará de la resurrección gloriosa teniendo en mente la gloria que se desprende del cuerpo
resucitado de Jesús: se resucita en incorrupción, en poder y en gloria. Se trata, pues, de la
corporeidad llevada hasta su máxima posibilidad de glorificación. El mismo San Pablo llamará
al cuerpo glorioso soma neumatycon, cuerpo espiritual (1 Cor 15,44), para destacar la
diferencia existente con el cuerpo terreno [164].

Esta diferencia se encuentra presente en la misma naturaleza de las apariciones. Si bien es


verdad que se trata de apariciones reales —es Jesús el que se «muestra» a los discípulos—,
estas apariciones para ser aceptadas plenamente como tales exigen la fe de los apóstoles. El
cuerpo de Jesús ya no pertenece a este mundo; por decido de algún modo, tiene un carácter
sobrenatural. Las narraciones evangélicas destacan las dudas incluso de algunos discípulos
que ven a Jesús (cfr Mt 28,17). Era un verdadero ver a Jesús y al mismo tiempo un don de la
gracia [165]. Agudamente lo expresa Tomás de Aquino: «Los Apóstoles pudieron testificar la
resurrección de Cristo también de visu, porque, después de la resurrección, vieron por los ojos
de la fe (oculata fide) a Cristo vivo, el cual sabían que estaba muerto» [166]. La nueva vida de
Jesús es ya inaccesible al conocimiento común de los hombres. El se manifiesta a los
apóstoles, que le ven oculata fide, con «una fe que tiene ojos», es decir, con los ojos de la fe.
Porque le ven, pueden testificar con un testimonio que es único [167]; pero, al mismo tiempo,
esa visión es un don de la gracia que, a su vez, han de aceptar por la fe. Jesús dice a Tomás:
Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron (Jn 20,29). Se trata de
un auténtico ver, que sólo fructifica si es acogido en la fe. En otros términos, el carácter y las
implicaciones sobrenaturales de la Resurrección hacen que los Apóstoles, para aceptada con
plena certeza, aun viendo físicamente al Resucitado, hayan necesitado la fe.

3. La resurrección de Jesús entre la historia y la fe

Es claro que la afirmación de la resurrección del Señor es de una radical originalidad. No existe
paradigma al que pueda remitirse. Lo que se dice de Jesucristo resucitado es único: su cuerpo
no está en el sepulcro, porque ha vuelto a la vida; pero esta vida no es la anterior a la muerte,
sino muy distinta: ha sido transformada en la gloria de Dios.

El Resucitado ya no pertenece a la forma de existencia corporal que conocemos y podemos


comprobar. En la resurrección de Jesús existe una analogía con la resurrección de muertos de
que se habla en los evangelios, p. e., la resurrección de Lázaro o del hijo de la viuda de Naín
(cfr Jn 11,33-44; Lc 7,11-17). Con ello se quiere decir que Jesús vuelve a vivir en su
corporeidad. Pero una vez dicho esto, aparecen las divergencias con este tipo de
resurrecciones, porque Jesús no sólo resucita, sino que su corporeidad entra en otro tipo de
vida, inaferrable desde nuestra ladera [168]. Incluso los testigos elegidos de antemano por
Dios (Act 10,41) para que den testimonio de la resurrección del Señor sólo podrán aceptada
plenamente oculara fide, con los ojos de la fe.

Esta realidad y el reservar el apelativo de histórico sólo a aquellos acontecimientos cuyas


causas y efectos son intrahistóricos dan lugar a que algunos autores contemporáneos
califiquen la resurrección de Jesús como un acontecimiento no histórico, sino metahistórico. Se
trata del intento de hablar en un lenguaje heredado de la Ilustración, con su peculiar concepto
de lo que pertenece a la historia de los hombres. En efecto, si se admite que sólo es histórico
aquello que pertenece a lo intramundano en sus causas y en sus efectos y además se
encuentra situado en un horizonte de verosimilitud histórica, es decir, en un contexto de
sucesos semejantes a él en los que encuadrado, es claro que el apelativo de histórico no se
debe aplicar a la resurrección del Señor. Esta resurrección, en efecto, ni tiene sucesos
semejantes a ella —es radicalmente nueva—, ni la vida del Resucitado está sometida a
nuestras leyes intramundanas.

A nadie se oculta, sin embargo, el riesgo de deshistoriza ción y de espiritualización del mensaje
pascual —¡El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón! (Lc 24,34)— si se
utiliza este lenguaje. En efecto, según el lenguaje usual entre los hombres lo que no se puede
llamar histórico no se puede decir que haya sucedido realmente. Esto es así, porque se
entiende por histórico aquello que realmente ha sucedido y nosotros podemos conocer porque
nos llega testimonio fidedigno de ello. Es decir, el acento recae no en la posibilidad de
comprobación experimental por nuestra parte, sino en la fiabilidad del testimonio [169].
En este sentido es lógico afirmar que la resurrección de Jesús es un hecho histórico, pues
sucedió realmente y nos es transmitida por testigos fiables. Ciertamente es un hecho histórico
único —sin que tenga otro igual—, trasmitido por unos testigos que pueden dar testimonio
porque han visto, no el hecho de la resurrección, sino al Resucitado. Pero su testimonio es
válido [170], y la existencia de ese testimonio así como el hallazgo de la tumba vacía sí son
comprobables con la comprobación propia de los sucesos pasados, es decir, con la aportación
de documentos. Pero de igual forma que los testigos, al ver al resucitado necesitaron la fe para
aceptada plenamente, nosotros necesitamos la fe para aceptar su testimonio, que nos llega en
la vida y predicación de la Iglesia. En cierto sentido, también hoy la fe cristiana debe producir
escándalo a todo pensamiento cerrado a lo sobrenatural, encerrado en el poder de la ciencia,
pues lo que proclama la Iglesia es que Jesús ha resucitado, y basa su afirmación, no en
razones científicas, ni en el parecer de sabios, sino en el testimonio de los Apóstoles, es decir,
en el testimonio de unos pescadores.

Se trata de un testimonio que da pie a llamar histórico a este acontecimiento, en el sentido de


que existen suficientes signos como para poder afirmar que verdaderamente sucedió [171]. De
ahí que algunos autores prefieran decir de la resurrección de Jesús que es un acontecimiento
histórico en cierta forma, pues aunque, al resucitar, el cuerpo de Jesús se transformó en un
cuerpo de gloria (Fil 3,21), «se manifestó en diferentes efectos y señales» [172], Y proponen
que, si se decide entender como acontecimientos históricos sólo aquellos que son
comprobables por la investigación crítica histórica, entonces se designe a la resurrección de
Jesús con un acontecimiento indirectamente histórico, dadas las señales históricas en que se
manifiesta [173].

Otros autores, con los que coincidimos, prefieren denominar histórico al acontecimiento de la
resurrección del Señor [174]. En cualquier caso, está clara la importancia de este
acontecimiento para la fe cristiana. San Pablo lo expresa con palabras fuertes: Si Cristo no ha
resucitado, vana es nuestra predicación, vana es también nuestra fe. Seremos falsos
testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo... y si sólo
mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables
de todos los hombres (1 Cor 15,14.18). Así pues, quien acepte la doctrina cristiana, no puede
deshistorizar la resurrección del Señor, entendiéndola en forma doceta, es decir, privándola de
su realidad fáctica. La insistencia con que los Padres repiten que Jesús resucitó
verdaderamente es paralela a su insistencia en que nació verdaderamente de María Virgen, y
murió verdaderamente [175], y es testimonio también de la importancia que para la fe cristiana
tienen la realidad del cuerpo de Cristo y los hechos de su vida. El repetido uso del adverbio
verdaderamente es un intencionado rechazo del docetismo, también de una concepción doceta
de los acontecimientos de la vida de Jesús, que, p.e., a la hora de hablar de la resurrección de
Jesús la redujese a mera pervivencia como es el caso de los gnósticos del siglo II, o a un
acontecimiento que tiene lugar exclusivamente en la fe de los Apóstoles [176], de modo que
sea posible desmitologizarlo, eliminando su carácter de acontecimiento real, independiente y
previo a la fe de los Apóstoles.

En conclusión, «podemos ver en la resurrección ante todo un hecho histórico. En efecto, se ha


realizado en un marco preciso de tiempo Y espacio (...). Pero, aun siendo un evento
cronológica Y espacialmente determinable, la resurrección trasciende y está por encima de la
historia» [177].

La Resurrección del Señor es, pues, un acontecimiento real que trasciende la historia, pero que
«tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como atestigua el Nuevo Testamento»
[178]. Se trata de unos testimonios que hacen «imposible interpretar la Resurrección de Cristo
fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» [179]. Y al mismo tiempo,
este «acontecimiento histórico, demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de
los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado», pertenece «al centro del Misterio de la
fe en aquello que trasciende y sobrepasa la historia» [180].

4. Valor soteriológico de la resurrección de Cristo

La glorificación de Jesús no sólo es el premio a su obediencia, sino que forma parte esencial
de nuestra redención. Como se proclama en el Símbolo de Nicea, Jesús ha resucitado «por
nosotros y por nuestra salvación». Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo
—escribe San Pedro—, que según su gran misericordia nos reengendró para una viva
esperanza mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una
herencia incorruptible (1 Pet 1,3-4). La afirmación es clara: la resurrección de Jesús nos
afecta a nosotros hasta el punto de que por medio de ella somos reengendrados para una
herencia incorruptible. No en vano la resurrección de Jesús es su triunfo sobre la muerte. La
Resurrección está situada en el centro mismo de la Redención, constituyendo con la muerte un
único misterio salvador. San Agustín dirá, por ello, que de nada nos habría aprovechado Cristo
muerto, si no hubiese resucitado de entre los muertos [181], Y esto no sólo porque la
resurrección confirma la veracidad de cuanto Jesús dijo, sino porque es a través de ella como
nos llega la salvación.

San Pablo insiste de múltiples maneras en esta verdad. Al resucitar a Jesús y no permitir que
su cuerpo viese la corrupción en el sepulcro, el Padre ha dado cumplimiento a las promesas
mesiánicas hechas a los Patriarcas (cfr Act 13,32-37), es decir, a las promesas de salvación de
la humanidad. Esta salvación comporta no sólo la justificación de las almas, es decir, la
liberación del pecado, sino también la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,25), es decir, la
victoria sobre la muerte mediante la resurrección. Ambos aspectos de la salvación están en
dependencia de la resurrección de Jesús. El Señor fue entregado por nuestros pecados y
resucitado para nuestra justificación (Rom 4, 23) [182] ; la resurrección de nuestros cuerpos
está en dependencia de la resurrección de Jesús (cfr 1 Cor 15,12-28).

También aquí ha de aplicarse con todo rigor lo que se afirma de la solidaridad de Cristo con
cada hombre, su capitalidad. El es el nuevo Adán: Cristo ha resucitado de entre los muertos
como primicia de los que duermen. Porque como por un hombre vino la muerte, también
por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto
todos, así también en Cristo somos vivificados (1 Cor 15,20-23) .

Primicia de los que duermen; nuevo Adán en quien recibimos la vida nueva. Las dos
expresiones apuntan hacia lo que es esencial en el cristianismo: la salvación llega a través de

Cristo, en Cristo, mediante la unión con El. La afirmación de San Pedro —nos reengendró
mediante la resurrección de Jesucristo (...) para una herencia incorruptible (1 Pet 1,4)—
ha de ser entendida en toda su radicalidad. El Padre actúa primariamente en Cristo, y en El,
con El y por El actúa en nosotros.

Es la misma estructura del pensamiento paulino: Jesús es primicia de los que duermen (1
Cor 15,23), principio, primogénito de entre los muertos, para que obtenga la primacía
sobre todas las cosas (Col 1,18). Con estas expresiones se apunta a la causalidad de la
resurrección de Jesús sobre la nuestra: así como según la ley judía las primicias son
especialmente de Dios y se ofrecen pidiendo buena cosecha, así Jesús, al resucitar, es las
primicias que garantizan la resurrección de los muertos; en El, que es el primogénito de los
muertos se depositan las bendiciones divinas para toda la familia humana.

Estas afirmaciones encuentran una dimensión nueva, si se leen desde la perspectiva de


Jesucristo como nuevo Adán por el que nos viene la vida; perspectiva a la que remite San
Pablo inmediatamente después de haber afirmado de Jesús que es primicias de los que
duermen. Por el viejo Adán nos vino la muerte; por el nuevo nos viene la resurrección de la
muerte.

A semejanza del primer Adán —que nos transmitió su muerte—, pero en forma más estrecha,
el nuevo Adán transmite su victoria sobre la muerte mediante la resurrección. «Cristo puede
llamarse primogénito de los que resucitan de entre los muertos -escribe Tomás de Aquino-, no
sólo en el sentido temporal (...) sino también en sentido causal, porque su resurrección es
causa de la de los demás, y también en cuanto a la dignidad, porque resucitó de modo más
glorioso que todos los otros» [183] . Esta causalidad es doble: eficiente y ejemplar. Es decir, la
resurrección de los muertos se encuentra estrechamente ligada a la de Jesús, como el efecto a
la causa; y, además, en la resurrección para la vida, es decir, en la resurrección de los justos,
Jesucristo transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud
del poder que tiene para someter a sí todas las cosas (Fil 3,21).
La causa primera de nuestra resurrección es Dios, pero la resurrección de Jesucristo opera
también verdadera y eficientemente nuestra resurrección como causa instrumental, es decir,
como instrumento unido a la Divinidad: «El Verbo de Dios primero da la vida inmortal al cuerpo
que le está unido naturalmente, y por medio de él obra la resurrección en todos los demás»
[184]. Algunos autores se preguntan si la causa eficiente de nuestra futura resurrección será
Cristo resucitado o la misma resurrección de Cristo, es decir, Cristo resucitando (Cristo
resurgens) [185], pues algunos textos paulinos, sobre todo aquellos que hablan del bautismo
como un «conmorir» y «conresucitar» con Cristo, parecen atribuir nuestra resurrección a la
misma resurrección del Señor [186].

La dificultad para afirmar que es la misma resurrección de Cristo la que causa la resurrección
de los muertos estriba en concebir cómo un hecho del pasado puede ser causa eficiente
(aunque sea instrumental) de un efecto futuro. Santo Tomás afirma que «la resurrección de
Cristo es la causa eficiente de nuestra resurrección por virtud divina, de la que es propio dar
vida a los muertos. Y esta virtud divina alcanza praesentialiter todos los lugares y todos los
tiempos» [187]. Aunque esto es aplicable a todos los acontecimientos de la vida de Cristo, en
el caso de la resurrección lo es por doble motivo: el alcanzar praesentialiter todos los lugares y
tiempos corresponde no sólo a la virtus divina, sino también a la virtus de la realidad humana
de Jesús, plenamente deificada en alma y cuerpo y que ha penetrado en la eternidad
participada de la gloria. Esto quizás explica por qué Santo Tomás dice una veces que la causa
eficiente de nuestra resurrección es Cristo resucitado, y otras que es Cristo resucitando.

La resurrección de Cristo es también causa de nuestra resurrección espiritual: causa eficiente y


ejemplar de nuestro paso del estado de pecado al de gracia. Los textos paulinos en torno al
bautismo antes citados lo muestran con toda claridad [188]. Desde el punto de vista de la
eficiencia, la Vida, Muerte y Resurrección de Cristo constituyen una unidad causal, eficaz tanto
sobre la resurrección de las almas como sobre la resurrección de los cuerpos. Pero desde el
punto de vista de la causalidad ejemplar, la Muerte es causa ejemplar de nuestra muerte al
pecado y a la vida antigua, mientras que la Resurrección lo es de la novedad de la vida de la
gracia y de la inmortalidad (cfr Rom 4,25) [189].

Finalmente, la resurrección del Señor afecta también en modo misterioso a la creación entera,
como una participación en la libertad de la gloria de los hijos de Dios, pues sabemos que la
creación entera gime con dolores de parto y no sólo ella, sino también nosotros que
tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros suspirando por la
adopción, por la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,22-23). La redención comporta la
restauración de todas las cosas (Act 3,21), cuando —en palabras del Concilio Vaticano II—,
«con el género humano, el universo entero que está íntimamente unido con el hombre y por él
alcanza su fin, será perfectamente renovado» [190], realizándose así la final recapitulación de
todas las cosas en Cristo (cfr Ef 1,10) [191].

5. Ascensión y Pentecostés

La Ascensión del Señor es un artículo de fe, que aparece en los Símbolos más antiguos [192]
como parte esencial de la exaltación de Cristo. En ella se expresa el señorío de Jesús, su
plenitud de vida y poder, su potestad de Rey del universo [193].

Puede decirse que el núcleo esencial del contenido de la Ascensión del Señor se encuentra
precisamente en el sedet ad dexteram Patris en cuanto participación de Cristo en la soberanía
del Padre [194], que le ha entregado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18).
También la Ascensión —como los demás misterios de la vida de Cristo— está colocada en el
Símbolo de Nicea bajo la elocuente advertencia de que fue «por nosotros y por nuestra
salvación», es decir, la Ascensión afecta no sólo a la exaltación de Cristo en cuanto tal, sino al
ejercicio de su mesianismo [195]. Como afirma el Concilio Vaticano II, la «obra de la Redención
humana y de la perfecta glorificación de Dios, que tuvo su preludio en las admirables gestas
divinas obradas en el pueblo del Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor,
especialmente por medio del misterio pascual de su santa Pasión, Resurrección Y gloriosa
Ascensión, misterio con el que muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos
ha devuelto la vida» [196].
La Ascensión se encuentra descrita en dos relatos de S. Lucas (Lc 24,50-53; Act 1,9-14) Y en
el final del evangelio de S. Marcos (Mc 16,19). S. Pedro la presenta en su primer discurso
como el término del tiempo en que vivió entre nosotros el Señor Jesús, a partir del
bautismo de Juan hasta el día en que fue arrebatado en alto (Act 1,21-22). En el Nuevo
Testamento se encuentran, además, numerosas alusiones a la Ascensión, bien como
predicciones (cfr Mt 26,64; Lc 24,25-26; Jn 6,62; 14,2; 16,28; 20,17), bien como acontecimiento
al que se alude (cfr Act 2,34; Ef 4,10; 1 Tim 3,16; Hebr 4,14; 6,19-20; 7,26; 9,24; 1 Pet 3,22)
[197].

Los relatos de la Ascensión (Mc 16,19; Lc 24,50-53; Act 1,9-14) le dan particular relevancia en
cuanto ligada a la última aparición del Resucitado, cerrándose así un período en la convivencia
de los discípulos con el Señor. A partir de aquí se inaugura un tiempo nuevo —«el tiempo de la
Iglesia»—, en el que se vive con la esperanza y el deseo de que el Señor vuelva.

Esa vuelta tendrá lugar al final de la historia. Hasta entonces quizás podrá hablarse de visiones
de Jesús, pero no de apariciones en el sentido preciso que se les da como acontecimiento en
el que se fundamenta la capacidad de ser testigo de la Resurrección [198]. Estas apariciones
de que hablan los apóstoles terminan con la Ascensión.

La Ascensión puede calificarse como la otra cara de la Resurrección. Como tal tiene
importancia básica para los hechos salvíficos futuros: es el supuesto previo de la parusía.

Es el fundamento de aquel interim de la Iglesia, por su relación con el envío del Espíritu Santo
[199]. Es también manifestación de la entrada de Jesús en su gloria, «de su entrada en el
Santuario celeste», donde, «sentado a la derecha de Dios», siempre vive «para interceder por
nosotros», ejerciendo así en el cielo su potestad regia y sacerdotal.

Jesucristo con su gloriosa Ascensión culmina su sacrificio redentor y desde entonces intercede
por nosotros como abogado en la presencia de Dios Padre. Es decir, no sólo intercedió por
nosotros aquí en la tierra, cuando en los días de su vida mortal ofreció ruegos y súplicas con
poderoso clamor y lágrimas, convirtiéndose en salvación para todos los que le obedecen (cfr
Hebr 5,7 ss), sino que continúa intercediendo por nosotros en el cielo, presentando al Padre su
Humanidad con las gloriosas señales de su Pasión y expresando el gran deseo de su alma de
conseguir nuestra salvación [200]. Por eso la Iglesia, cuando dirige su oración a Dios Padre, se
apoya en esta realidad —per Christum Dominum nostrum—, amparándose así en la
intercesión de quien es el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (1
Tim 2,5). Cuando la Iglesia peregrina se haya transformado toda ella en celeste, terminará esta
acción intercesora de Cristo para dejar paso al canto eterno del «Cristo total» de alabanza a la
Trinidad Beatísima [201].

¿Qué añade la Ascensión a la gloria de Cristo resucitado? ¿Cuál es su eficacia salvífica? Una
primera respuesta podría ser la siguiente: la Ascensión no añadió nada a la gloria del
Resucitado ni a la obra de la Redención; simplemente manifestó la gloria de Jesús ante los
discípulos y señaló el final de la presencia sensible de Cristo en la tierra. Se trata de una
posible respuesta [202].

Esta respuesta, sin embargo, parece no hacer suficiente justicia a la importancia que la
Ascensión encuentra en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, incluida su liturgia.
Aunque en esencia, para Jesucristo, la Ascensión coincide con su resurrección y en este
sentido no añade nada a su glorificación, sí tiene importancia, sin embargo, en la historia de la
salvación. El Señor alude a ese aspecto salvador al decir: Os conviene que yo me vaya,
porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (Jn
16,7).

Dios quiso que la misión del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo se hiciera mediante la
Humanidad de Jesús, que así es para nosotros fuente de todo bien, de todo don divino y, sobre
todo, del Don por excelencia que es el Espíritu Santo [203]. Y «donando el Espíritu, Cristo se
hace Salvador en el sentido más profundo de la palabra. El puede hacerse presente a todos los
hombres con su fuerza salvífica» [204].
Al igual que la Resurrección, la Ascensión es también causa eficiente de nuestra salvación,
como argumenta Tomás de Aquino, pues con ella, «en primer lugar nos preparó el camino para
subir al cielo, según lo que El mismo dice voy a prepararos un lugar, pues siendo El nuestra
Cabeza, es preciso que los miembros sigan allá a donde los precede la Cabeza, por lo cual
añade para que donde Yo estoy estéis también vosotros (Jn 14,2-3). En segundo lugar,
porque la misma presencia de Cristo en el cielo con su naturaleza humana es intercesión en
favor nuestro. Por último, porque Cristo, sentado en el trono de los cielos como Dios y como
Señor, envía desde allí los dones a los hombres» [205]. Durante los cuarenta días que median
entre la Resurrección y la Ascensión, el Señor come y bebe familiarmente con sus discípulos
(cfr Hech 10,41) Y les instruye sobre el Reino (cfr Hech 1,3); su gloria aún queda velada bajo
los rasgos de una humanidad ordinaria (cfr Mc 16,12; Lc 24,15; Jn 20,14-15; 21,4). «El carácter
velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras
misteriosas a María Magdalena: Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos
y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios (Jn 20,17). Esto indica
una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la
derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca
la transición de una a otra» [206].

Con la Ascensión se encuentra ligado lo que la Sagrada Escritura califica como «estar sentado
a la derecha del Padre», antigua expresión bíblica (cfr Sal 109,1) con la que se afirma la
potestad regia y el sacerdocio del Mesías. En el lenguaje del Nuevo Testamento, «estar
sentado a la derecha del Padre» es la expresión y complemento de lo que se enuncia con la
afirmación de la Ascensión: Jesús, después de hacer la purificación de los pecados, se
sentó a la derecha de la Majestad en las alturas, hecho tanto mayor que los ángeles,
cuanto que heredó un nombre más excelente que ellos (Hebr 1,3-4). Mediante la
Ascensión, la Humanidad de Cristo recibe el efectivo dominio sobre todo lo creado,
participando de un modo inefable del mismo poder de Dios, como Señor y Juez universal: «El
es Aquel a quien el Padre ha resucitado de la muerte, ha exaltado y colocado a su diestra,
constituyéndolo Juez de vivos y muertos» [207].

Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, dice Jesús en la última despedida de los
Apóstoles (Mt 28,18). Aunque este poder lo tenía ya Jesús en su calidad de Hijo, el efectivo
ejercicio de tal poder sobre el universo entero sólo lo recibe, también como premio a su
anonadamiento y obediencia hasta la muerte (cfr Fil 2,6-11), en la exaltación. En esta
perspectiva, es necesario dar toda su importancia a la exaltación de Cristo de que hablan los
textos. Se trata de una auténtica exaltación en la que culmina la vida de Cristo, que «entra en
el cielo», como Hijo de Dios con el poder del Espíritu Santo (Rom 1,4; 1 Tim 3,16), con una
soberanía que se extiende sobre todo el universo (cfr Fil 2,9-11; Ef 1,20-21; Col 2,15), y que se
revelará definitivamente en la Parusía (1 Tes 1,10; Fil 3,20).

Es precisamente en el ejercicio de este poder universal de Cristo donde llega a ser efectiva
para nosotros la salvación. Por este poder somos regenerados, hechos «nueva criatura en
Cristo»; por este poder se otorgará a los hombres también la resurrección y la gloria. Somos
salvados, pues, en la exaltación del Hijo del hombre hasta el punto de que San Pablo puede
decir: Con El nos resucitó y nos sentó en los cielos (Ef 2,6). Desde que Jesús subió a los
cielos, nuestra patria está en los cielos, de donde aguardamos que venga el Salvador, el
Señor Jesucristo, el cual transfigurará el cuerpo de nuestra humilde condición,
conformándolo al cuerpo de su condición gloriosa, según la eficacia de su poder para
someter a su dominio todas las cosas (Fil 3,20-21).

Así pues, a la pregunta de qué añade la Ascensión a la Resurrección parece conveniente dar
una respuesta más completa: la Ascensión no añade nada a la Resurrección con respecto a la
glorificación de Cristo en sí misma, pero sí añade el estar sentado a la derecha del Padre. Esta
expresión no sólo significa estar en el cielo, sino que incluye además el pleno ejercicio sobre
toda la creación de su potestad universal de Kyrios. «Sentarse a la derecha del Padre significa
la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del
Hijo del hombre (cfr Dan 7,14)» [208]. Es precisamente ese ejercicio el que causa nuestra
salvación. El Señor, «habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede
sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura la permanente efusión del Espíritu
Santo» [209].
En el Nuevo Testamento la relación entre Jesús y el Espíritu es señalada en un doble aspecto,
como dos líneas que convergen [210]. En primer lugar, Jesús aparece como fruto del Espíritu.
Al Espíritu Santo se atribuye la concepción de Jesús: El «cubrirá» a la Virgen con su sombra, y
por esta razón lo que nazca de ella será llamado santo (cfr Mt 1,18.20; Lc 1,35); El desciende
sobre Jesús en el bautismo (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22; Jn 1,32-33); El le guía al desierto (cfr
p.e., Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,1); El interviene también en la misma Resurrección, pues Cristo
murió según la carne, y ha sido vivificado según el Espíritu (1 Pet 3,18).

Junto a esto, el Espíritu aparece también en el Nuevo Testamento como donación de Jesús.
Jesús es no sólo «el que viene por el Espíritu Santo, sino también el que trae al Espíritu
Santo»; «lo trae como don de su misma persona, para comunicado a través de la su
humanidad» [211]. El Mesías no sólo posee la plenitud del Espíritu de Dios, sino que es
también el mediador para conceder este Espíritu a todo el pueblo [212].

El Señor alude repetidas veces a esta característica de su mesianismo. Jesús ora pidiendo al
Padre que envíe el Espíritu a los discípulos (cfr Jn 14,16-17); su partida de este mundo es
condición para que venga el Espíritu (cfr Jn 16,7; 14,26). Jesús da el Espíritu a sus Apóstoles
el día de la Resurrección (cfr Jn 20,22). En la última aparición, promete a los discípulos que
recibirán el poder del Espíritu, que vendrá sobre ellos y serán sus testigos hasta el extremo de
la tierra (Act 1,8). Finalmente, tras la Ascensión —al cumplirse el día de Pentecostés como
destaca San Lucas (cfr Act 2,1)— los Apóstoles reciben el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo —escribe Juan Pablo II— «por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio
pascual, es dado de un modo nuevo a los Apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la
humanidad y al mundo entero» [213]. En la economía de la salvación, la venida del Espíritu
Santo está relacionada con el misterio Pascual [214]. Jesús exaltado, pues, por la diestra de
Dios y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado sobre
nosotros, como vosotros mismos estáis viendo y oyendo (Act 2,33). Se trata de la
donación del Espíritu que da origen y vida a la Iglesia.

A esta donación, poniéndola en dependencia de la exaltación de Jesús, se refiere San Juan en


su evangelio. Jesús promete que de quien crea en El manarán ríos de agua viva. Y añade San
Juan: Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El, pues aún no
había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7,39). Es claro que la frase no
había Espíritu no se refiere a la inexistencia del Espíritu, sino a una forma de presencia que
sólo se inaugura con su envío en Pentecostés, es decir, tras la exaltación de Cristo. Se trata de
esa presencia que edifica a la Iglesia y que le da unidad [215], pues es el único Espíritu en el
que todos somos bautizados para formar un único cuerpo, todos los que hemos bebido del
único Espíritu (1 Cor 12,12-13) [216]. Con Pentecostés se inaugura, pues, el tiempo de la
Iglesia, y recibe su último complemento la Redención [217].

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