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La autoestima y su reverso tenebroso

Publicado por Eduardo A. Reguera Nieto

Fotografía: Unsplash (CC0).

Uno de los conceptos centrales en la era del yo es el de la autoestima. Como muchos


términos científicos del ámbito psico, experimentó una gran difusión en la cultura
popular. Por todos lados parece que se apuesta a favor de nuestra autoestima. Aunque
uno se lo proponga, resulta muy difícil esquivar los mensajes que nos empujan a
querernos más y mejor. ¿Y cómo quejarse de eso sin parecer un amargado o un
rencoroso? ¿Quién puede estar en contra de reforzar la autoestima de los demás? Estos
enunciados hiperpositivos esconden una trampa, como cualquier proposición que no
admita réplica por ser totalmente positiva.

Durante mi residencia de psiquiatría una de mis maestras me dio un consejo que no


pude apreciar completamente en su momento, pero que cada vez me ha parecido más
sensato. Ante mis ansias polemistas y guerreras a nivel teórico, me aconsejó «intentar
encontrar siempre la intención positiva del concepto, incluso rechazándolo». Desde
entonces, siempre que mi mente repudia categóricamente algo, intento ponerme en el
lugar de las personas que lo pensaron. Ningún concepto o teoría es un completo
despropósito sino que generalmente surgen con una cierta intención de mejora y
progreso. Pero, claro, por múltiples motivos algunos conceptos o constructos se
convierten en auténticos agujeros negros de consecuencias no previstas, muchas de ellas
negativas. Algo de esto ha sucedido con la autoestima. Nació con una pretensión de
otorgar un estatus científico al amor propio, pero se ha convertido en un gigantesco
coladero con el que poder justificar ante los demás actitudes de aprobación
incondicional o bien de independencia extrema. La AE ha evolucionado —en gran
medida contra las pretensiones iniciales de quienes la definieron— como un pretexto
para no sentirnos mal rechazando al otro. Ha ido soltando el lastre de cualquier
limitación o negatividad para convertirse en una agrupación de cualidades positivas que
permitan una alta competencia social.

Parte de esta evolución es debida a la propia estructura del término. Se suele decir que
la AE es el componente valorativo del autoconcepto. Este último es definido en el
ámbito de la psicología cognitiva como el conocimiento y las creencias que el sujeto
tiene de sí mismo en todas las dimensiones y aspectos que lo configuran como persona.
Se trataría de este modo de una descripción supuestamente objetiva de la persona sobre
sí misma —mentira, ya que todos hacemos trampas al solitario— que daría lugar
posteriormente a una valoración emocional o etiqueta evaluativa, la AE.

Entrar en las razones por las cuales la AE colonizó todo Occidente nos llevaría
demasiado lejos. Sí que es importante observar cómo en la historia de las ideas
psicológicas tenemos que dar la razón a Marx cuando decía a quien quisiera escuchar
que los grandes sucesos históricos aparecían primero como tragedias y después como
farsas. El psicoanálisis freudiano es profundamente trágico, hijo de una época en la que
el imperialismo de la razón daba sus últimos coletazos. Definió un sujeto-héroe clásico
rehén de un destino inconsciente. A caballo entre Edipo y Narciso. Freud nunca
pretendió otra cosa que ser un científico natural, aunque a veces pueda parecer lo
contrario. La tragedia fue iluminar los aspectos inconscientes de la mente y la
resistencia feroz que ello generó en cuanto que supuestamente devaluaba la ratio y al
ser humano. Hubo enfrentamientos teóricos fabulosos, traiciones, herejías. Pero la
polémica acabó amainando y la sociedad hizo un pacto de silencio con los
descubrimientos psicoanalíticos. Se pasó del rechazo furibundo de lo reprimido
inconsciente a asumir que el nuevo sujeto occidental debía ser un sujeto liberado,
emancipado, empoderado. He aquí la farsa, no en el sentido de engaño sino en el de
comedia. Este proceso de conversión fue fantásticamente descrito por Adam Curtis en
su documental El siglo del Yo.

De alguna manera en la sociedad se convirtió la tragedia íntima de la represión


psicosexual en la comedia de la liberación. El sujeto tenía que estar liberado de todo
tipo de cadenas, pudores, vergüenzas y limitaciones. Estaba naciendo el sujeto total, que
únicamente goza. Es verdad que ciertas corrientes del psicoanálisis —generalmente
norteamericanas— contribuyeron alegremente a este proceso, mientras que otras lo
combatieron de forma activa. Pero la sociedad aceptó en gran medida lo inconsciente al
precio de convertir el proyecto psicoanalítico de liberación en una farsa. Y en esas
estamos cuando hoy en día aparecen imágenes en TV de una pareja haciendo el amor en
el metro a la vista de todos y dicha acción es considerada por cierta izquierda como un
acto de liberación, como una respuesta a la opresión. Pero, al mismo tiempo, se ha
producido una privatización a la fuerza del espacio y la mirada pública, un
avasallamiento del otro. ¿Cómo denunciar ciertos actos profundamente agresivos y
realizados en nombre de la autonomía y el empoderamiento sin caer en un ánimo
represor? He ahí el problema en el que cae frecuentemente el ciudadano que se pretende
ilustrado. Y, por cierto, he ahí una de las trampas de la socialdemocracia. Falta en la
sociedad andamiaje teórico que sostenga la importancia del vínculo con los demás. El
sujeto político de las democracias liberales ha caducado. Desgraciadamente, están
siendo los partidos políticos populistas quienes lo han recuperado a su manera
disparatada. En este tipo de escenas se produce la pinza perfecta entre represores y
liberados, en tanto ambos vienen a evacuar cualquier consideración hacia los otros. Los
primeros, en nombre de la ley y las tradiciones; los segundos, en nombre del sujeto y el
progreso. El problema es que la libertad, como sostiene Byung-Chul Han, es una
palabra relacional; uno se siente libre en una relación lograda, en una coexistencia
satisfactoria.

Todo lo anterior no es más que uno de los factores que dan cuenta de esta
transformación del sujeto, de la represión a la liberación prácticamente sin solución de
continuidad. Maslow y su simplista jerarquización de las necesidades humanas dio el
espaldarazo definitivo a la autoestima. La situó del lado de la autorrealización y siempre
por encima de la necesidad de aceptación social, de seguridad y de las necesidades
fisiológicas. A día de hoy ya se ha rechazado esta visión teocrática y cartesiana de las
necesidades humanas, pero no es menos cierto que sigue marcando la mentalidad actual.
Maslow y Rogers comenzaron a difundir la aceptación incondicional del cliente-
paciente. Se asumía que los problemas psicológicos se derivaban del sentimiento de
autodesprecio e indignidad, lo cual habría que erradicar mediante respeto, estimación y
amor hacia el cliente. Imposible oponerse a esto, ¿verdad?

Fotografía: CC0.

De este modo se sentaron las bases para la explosión de la autoestima, que tuvo lugar en
los años ochenta. De forma muy progresiva, los otros significativos en la vida de cada
uno fueron desalojados. Mejor dicho, podían permanecer mientras fueran meros
espectadores que estuvieran de acuerdo con la valoración que el sujeto hacía de sí
mismo. Si la valoración de los otros significativos no encajaba con la del sujeto, dichas
personas eran expulsadas porque entorpecían el desarrollo de una alta autoestima. Se
dejó atrás un ideal de salud en el que la persona se acepta tal y como es, la verdadera
autoestima. Y se evolucionó a un ideal de persona-compendio de cualidades positivas,
que excluía cualquier negatividad o limitación. El empresario de sí mismo. Es por esto
que Han comenta que hoy mucha gente ya no busca en sí mismo pecados sino
pensamientos negativos. La valoración de sí mismo perdió todo rigor para convertirse
en un cajón de sastre donde meter todo aquello que supuestamente impulsa al sujeto.
Nada de autoaceptación, ¿qué tienen que ver mis relaciones con si yo me quiero o no?
Había que jugar a la ruleta. O tienes una alta autoestima o eres un perdedor. Uno de los
personajes que mejor ha encarnado esta lógica endiablada es el de Jake Gyllenhaal en
Nightcrawler, quien navegaba continuamente entre esos dos extremos, pero siempre
desde el rechazo frontal al otro-competidor-enemigo.

Sin pretenderlo seguramente, la autoestima se ha convertido en una ruta que muchas


veces acaba en el aislamiento. Parte del desastre se debe a la extirpación académica de
lo inconsciente y la erogeneidad, lo que nunca va a encajar del todo en nuestra vida.
Afortunadamente, las últimas teorías científicas y disciplinas como el
neuropsicoanálisis lo han recuperado para el debate. Cuando se equipara vida psíquica a
conciencia y voluntad, se tensionan las relaciones de forma insoportable. De este modo,
o uno se ata a las valoraciones que hacen los demás de nosotros o impone sus propias
valoraciones de sí mismo a los demás. Cara o cruz, actividad o pasividad. La autoestima
como lucha supone una reactualización moderna de la parábola hegeliana del amo y el
esclavo. Ambos luchan a muerte por ver quién somete a quién. Como se diría hoy,
quién tiene baja y alta autoestima. No hay mejor ejemplo de ello que un anuncio en TV
de estos días de una conocida marca de automóviles, según el cual la gente se divide
solamente —para qué otras consideraciones— en «dos clases de personas, los pilotos y
los copilotos, los que llevan las riendas y los que no». Amo y esclavo en toda su
crudeza, para que luego digan que la filosofía no sirve de referente. El inconsciente no
es una oculta caja de mierda —crítica pertinente al psicoanálisis clásico que se le ha
hecho en otras épocas— sino precisamente aquello que no encaja, aquello que nos
vincula con otros sin saber muy bien por qué, aquello que se resiste a ser atrapado por el
yo. El psicoanálisis moderno ha pasado de entender lo inconsciente como lo malo
debajo de la alfombra a algo más vivo, algo que nos une a los otros o al pasado de
forma autónoma, algo que ya no está solamente en la mente de uno.

La autoestima llevaba en sí misma el potencial desarrollo negativo que aquí tratamos.


Es uno de los constructos que más ha contribuido al surgimiento del individuo que se
explota a sí mismo, en aras de la positividad total. En los manuales de educación se
considera en gran medida que la identidad se basa en el autoconocimiento. Sin ánimo de
querer cargar excesivamente contra ellos, es fácil comprender que eso es falso a todas
luces. La identidad es un proceso que tiene lugar tras la incorporación de otras personas
significativas, que actúan como modelos identificatorios, muchas veces de forma
inesperada para el sujeto. ¿En serio alguien fanático del Barça cree que su identidad
tiene que ver con un autoconocimiento total de las razones por las que se siente culé?
De ninguna manera, es algo que sale de las tripas, de lo afectivo-inconsciente, de
experiencias interpersonales tempranas que le marcaron.

Evidentemente hay una intención positiva en tales manuales y pautas pedagógicas. Pero
esa forma de ver la realidad puede llegar a suponer una auténtica cárcel mental en tanto
que «la respuesta que una persona da en las diferentes situaciones de su vida depende de
lo que piense de sí misma […] nuestra manera de relacionarnos, el modo en que nos
enfrentamos a las nuevas situaciones y estímulos, incluso nuestra apariencia externa…
todo llevará el sello de ese juicio». ¡Vaya presión hacia el sujeto! Tú eres el responsable
de tu suerte, porque tú eres el responsable de tu autoestima y si te va mal en la vida, es
que tú no te quieres lo suficiente. Mensaje repetido de forma compulsiva en los últimos
años como todo el mundo sabe, especialmente en los manuales de autoayuda más
chuscos. He ahí los efectos de extirpar el vínculo inconsciente con los otros y asimilar
sujeto=conciencia. En otro manual para educadores se considera que «la autoestima es
una experiencia íntima que habita en mi interior: es lo que yo pienso y siento respecto a
mí mismo, no lo que otra persona siente y piensa respecto a mí». De ahí a la
consideración del otro como enemigo y amenaza a mi autoestima hay solamente un
paso. Para ser honesto, en estos manuales se intenta siempre considerar la dignidad de
las personas, pero no es menos cierto que se abusa de fomentar la adquisición de
identidad a toda costa, lo cual siempre tiene lugar por exclusión de los demás. No hay
nunca definición e identidad sin descarte de otros elementos. ¿Por qué hay que tener tan
claro quién es uno? ¿Alguien me puede decir qué aporta eso?

De este modo se dio vía libre al refuerzo de la autoestima, que saltó desde la psicología
a la pedagogía y de ahí a la calle. Si hay problemas, son de falta de amor propio y
demasiada sumisión a la valoración de los demás. Independencia a toda costa. O el
vínculo con los amigos y demás familiares ayuda a construir una alta autoestima o debe
ser erradicado porque lastra al niño. ¿Y dónde encaja el humor en todo eso? O el humor
es solamente positivo o también sobra. Todos los compañeros del colegio nos poníamos
motes, nos reíamos un poco del profesor que se atoraba con la informática,
calentábamos la punta del boli Bic rayándolo a saco contra la mesa para después quemar
al compañero de al lado, dibujábamos barbaridades sexuales en el libro del compañero
que se tenía que levantar a escribir en la pizarra… Yo no sé si eso fomentaba mi
autoestima… pero desde luego me hacía sentirme vivo y conectado, amén de
descojonarme. «La autoestima es de nosotros, reside en nosotros y se refiere a
nosotros». ¡Toma ya! Básicamente los demás no pintan nada, excepto para ver el
espectáculo. El lazo con los demás se convierte en irrelevante porque nunca es
utilitarista, si es genuino. El puro placer de sentirte conectado con otra persona, de
conversar por conversar, de reírte con y de alguien, de hacer el payaso, de soltar una
maldad, de disfrutar haciendo el amor, de lograr quedarte en silencio con un amigo sin
comerte la cabeza, de olvidarte de ti un rato cuando se está en grupo… todo se puede
llegar a convertir en amenazas a la autoestima. ¿Por qué? Porque son actividades que
nos vinculan, que nos amarran al otro en el buen sentido y que… nos ponen a su
merced. Alta autoestima ha sido convertido en sinónimo de no estar a merced de nadie.
A esto se refería Houellebecq con la Ampliación del campo de batalla.

Bajo el paraguas del refuerzo de la autoestima se han legitimado socialmente relaciones


tremendamente asfixiantes. ¿Si estoy reforzando el amor propio del niño… por qué
debería tener algún límite? Pensamiento que, por cierto, hace muy complicado
frustrarle, no vaya a ser que se lesione su autoestima. Se ha exacerbado la expresión de
los sentimientos amorosos hasta la náusea, hasta convertir el amor en muchos casos en
una auténtica parodia. En psicoanálisis es bien sabido que una de las rebeliones más
exitosas no es la lucha sino precisamente la parodia, la farsa, lo grotesco. Ahí tenemos a
los rebeldes idiotas de la película de Lars Von Trier como uno de los ejemplos más
bellos. No hay más que pensar en un conocido programa de radio que se ha convertido
en una auténtica fábrica de psicopatología, de sufrimiento futuro tapizado con
emocionalidad pornográfica. En dicho programa, el locutor —que pasó de instigar frikis
a la ñoñería más ordinaria, no es casualidad— llama por ejemplo a una niña pequeña y
le pasa el mensaje de su padre, quien le dice entre llantos e hipos a la niña cosas del
pelaje de no sé qué haría en mi vida sin ti, eres el centro de mi vida, me levanto todos
los días por ti, me has salvado la vida, etc. Esto supone una crueldad extrema en toda
regla y un acto de egoísmo salvaje en tanto extirpa a los niños uno de sus derechos más
fundamentales, el de vivir despreocupados de las cosas de los adultos. Como haríamos
todos, la pobre niña se creerá que efectivamente es el centro de la vida de su padre y
otras patrañas semejantes, llenando su pequeña vida de prematuras angustias, tristezas y
tensiones. ¡Todo sea por el amor! ¡No puede haber nada malo en el afecto!

Fotografía: Edward Zulawski (CC).

Hay que prestar especial atención al hecho de que los teóricos de la autoestima la
consideran una respuesta afectiva a los pensamientos relacionados con el autoconcepto.
Nuevamente una falacia científica —la idea falsa de que la corteza cerebral controla
arriba-abajo los afectos y los procesos corporales— que ha sido refutada hace tiempo
desde diferentes disciplinas. O sea, los afectos de la persona son producto y nada más
de los pensamientos que ella tenga de sí misma. Pero la verdad es bastante diferente, de
modo que los afectos están muy relacionados con las expectativas y las pretensiones que
tenemos hacia alguien. Pero nuevamente esto no ha llegado a los reforzadores de la
autoestima… si el niño está triste, es que no se quiere lo suficiente, ergo hay que insistir
en la autoestima y apartar relaciones tóxicas que perturben este proceso.

Volviendo a la carga negativa de la AE, es fácil ver los efectos destructivos que está
teniendo en las familias. Como decíamos antes, se ha convertido en uno de los
principales legitimadores de las relaciones de exclusividad total. Se puede dar la
matraca al niño o niña sin freno porque lo hacemos por su autoestima, ahora los padres
pueden presentarse ante los hijos como todo amor. Contra lo que se pueda pensar y los
diagnósticos apocalípticos tertuliano-cuñadistas, la familia nunca ha tenido antes el
poder casi ilimitado del que goza hoy en día. En otras épocas los padres se veían
obligados a compartir la crianza con otras instituciones: club social, otros padres,
ateneo, iglesia, bar del pueblo, club deportivo, etc. Esto no quiere decir que en aquellos
lugares todas las opiniones fueran acertadas, pero implicaban de facto un elemento más
con derecho a opinión. Un freno ante el atosigamiento familiar. De igual manera que
una pareja a veces se desangra en discusiones infinitas precisamente porque falta un
tercer elemento que pueda hacer de mediador y freno. Siempre nos cortamos un poco
cuando hay otro ojo mirando. Gran parte de las cansinas polémicas educativas tienen
que ver con que precisamente no se acepta la influencia emocional que puede tener un
profesor, al que se trata de reducir a un paria suministrador de pura información
cognitiva. Aceptar que el niño desarrolla un vínculo afectivo con él implica la idea de
compartir crianza y tolerar la no exclusividad, tolerar la presencia de un tercer foco.
Hoy en día esto se acepta… malamente. La AE ha propagado la idea de que nuestros
hijos deben ser extensiones nuestras, y punto. No deben tener otras identidades, nadie
más debe influir. El hecho de que el poder de la familia actual prácticamente sea
ilimitado en ese sentido —líbreme Dios de decir algo en contra del sacrosanto derecho
de las familias a la crianza completa— es uno de los factores que más daño está
haciendo en los vínculos familiares. No hay paradoja aquí. La asfixia —la
sobreprotección no existe, como me dijo otro maestro— es de tal calibre a veces que
ello dinamita los sanos vínculos familiares.

Además de la familia, la explosión de la AE ha dado lugar a relaciones infumables, o


tóxicas según se dice ahora. Esta es una de las razones por las que el humor —lo
negativo homeopático— se proscribe y por las cuales la indignación generalizada llega
a ser estomagante. El amor propio acaba siendo tan exagerado que cualquier maldad,
chorrada, tontería se convierte en blanco de la ira. O el humor me hace quererme más y
mejor, o debe ser acallado. Pero lo malo es que muchas veces nos reímos de aquello que
va claramente en contra de nuestra moralidad, de nuestras convicciones o de nuestra tan
preciada identidad. No se trata de tener la piel fina sino de la resistencia fanática a
asumir cierta carga de negatividad inconsciente en uno. Ello equivaldría a tener baja
autoestima. ¡No puede ser! En la explanada de lapidación virtual en que se ha
convertido Twitter todo ello se lleva al paroxismo, a la épica. Aparecen como setas
sujetos que se dedican laboriosamente a buscar causas para indignarse. Cuando uno se
identifica con el amor, con lo bueno, lo positivo o con la gente, se da vía libre a
crucificar al otro. Lo que implica que todo lo negativo está fuera, claro. Ningún
trol tuitero piensa en sí mismo como indigno, equivocado o fanático. Y los efectos de
esto se pueden ver en la calle, en los trabajos, en las amistades, etc.

Los vínculos humanos se resisten a ser clasificados como únicamente positivos, pero lo
cierto es que, como animales sociales, necesitamos vínculos. Fomentar el ideal del
sujeto charltonhestoniano que solo confía en sí mismo, que ve todo vínculo como
sospechoso, que cree no necesitar nada de nadie es una barbarie, además de ser
anticientífico. Denigrar los vínculos humanos no es aislar al sujeto, es amputar al sujeto.
Que no nos extrañe entonces cuando el sujeto amputado, alienado, desvinculado, escoja
opciones políticas extremas. Son las únicas desgraciadamente que han puesto la
cuestión del vínculo en primer plano. De hecho, es la pura esencia del proyecto
populista. Como ya dijo Freud, se trata del hombre fuerte que dará amor a toda su gente
por igual, el que nos permitirá sentirnos hermanos otra vez. ¿Nos suena de algo
últimamente? Por supuesto son patrañas. Pero, como estamos viendo por la fuerza de
los hechos, las fantasías no dejan de tener fuerza. El resto de opciones políticas, desde la
socialdemocracia clásica hasta el liberalismo contemporáneo, han dejado desierto este
campo de juego, han escamoteado el debate convirtiendo al sujeto político en una pura
abstracción, un ente etéreo —perdón por la cacofonía— que sobrevuela las relaciones
humanas sin mojarse con nadie.
No existen cerebros ni mentes aislados, ni en la infancia ni en la edad adulta. Las
perturbaciones graves de los vínculos de apego en la infancia pueden llegar a alterar el
desarrollo estructural del cerebro. Hasta ese punto llega la importancia del vínculo. Es
fácil reconocer la motivación positiva que albergaban los teóricos de la AE, pero lo
cierto es que el omnipresente refuerzo de la AE ha degenerado en una parodia de alta
autoestima, capacitación y positividad. El desarrollo de una alta autoestima —de un
individuo que lo va a petar— se ha convertido en un fabuloso pretexto para dar carta
blanca a relaciones irrespirables en las que un tercero externo se convierte
sistemáticamente en el que viene a joder. ¿Cómo destacar la importancia del vínculo,
cómo salir de la dictadura de la positividad sin caer en el cinismo?

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Para saber más:

 M. González Martínez, «Algo sobre la autoestima. Qué es y cómo se expresa,»


Aula, vol. 11, pp. 217-232, 1999.

 «La Auotoestima,» de Colección Servicios Sociales. Serie Didáctica n.º 4,


Logroño, Gobierno de La Rioja, 2002.

 A. Curtis, The Century of the Self, 2002.

 B. C. Han, Psicopolítica, Barcelona: Herder, 2014.

 F. Castillejo y V. Arias, «Autoconcepto y autoestima», de Elijo ser educador:


trabajando la motivación, Valencia, Fundación Amigó, 2008.

 M. Houellebecq, Ampliación del campo de batalla, Anagrama, 1994.

 S. Freud, «Psicología de las masas y análisis del yo», Obras Completas, Buenos
Aires, Amorrortu, 1921.

 G. Clerici y M. García, «Autoconcepto y percepción de pautas de crianza en


niños escolares. Aproximaciones teóricas», Anu Investig, vol. 17, Ene/Dic 2010.

 P. Ortega Ruiz, R. Mínguez Vallejos y M. Rodes Bravo, «Autoestima, un


nuevo concepto y su medida,» Teor Educ, vol. 12, pp. 45-66, 2000.

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