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Durante la Edad Media la sociedad se preocupaba por la salvación del alma, importaba la
eternidad y no el tiempo. El rey organizaba la vida temporal bajo las directivas de la Iglesia.
Cuidaba que el orden secular-terrenal sea acorde a la voluntad divina en aras de la salvación
eterna.
Ahora bien, ¿cuál es la centralidad concebida hoy por el político dirigente?... ¿El sujeto, la
ciudadanía o el objeto?
La Real Academia Española define al poder como “...el acto o instrumento en que consta la
facultad que uno da a otro para que en lugar suyo y representándole pueda ejecutar una cosa”.
Un mandatario, un dirigente político no es más que un mero representante del poderdante. ¿Qué
sucede cuando existe extralimitación, abuso y no ya uso del poder? En este punto es cuando
opera una transfiguración y el poder pasa a constituirse en objeto anhelado.
Los productos del trabajo gozan de una peculiaridad que le es inherente: su carácter social por el
hecho de existir un intercambio de los mismos a través de los hombres. Cuando los objetos se
asignan para sí ese carácter social al margen de los productores, decimos que la mercancía
producto del trabajo humano, se ha enarbolado como objeto fetiche y místico. Las mercancías
han cobrado vida propia, son autónomas de los hombres.
El poder no conoce límites. Avasalla las fronteras. El poder existe porque previamente existen los
pactos. Aquellos acuerdos que van mas allá de la palabra e implican la entrega de la voluntad.
Allí, en el híbrido entre libertad y esclavitud, se confiere el todo. Se pacta la dación del libre
albedrío y el otro decide por nosotros. Una venda en los ojos llamada “resignación”.