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Amistad incombustible

Jean-François Lyotard
10 de agosto de 1924 – 21 de abril de 1998

Por Jacques Derrida*

Me faltan las fuerzas, me siento completamente incapaz de encontrar las palabras


adecuadas para expresar públicamente lo que nos ha sucedido que ha dejado sin aliento
a todos aquellos que tuvieron la suerte de conocer al gran pensador —cuya ausencia
seguirá siendo para mí, estoy seguro de ello, algo en lo que jamás podré pensar: lo
impensable mismo, en lo más recóndito de las lágrimas—. Jean-François Lyotard fue uno
de mis amigos más íntimos, en el sentido que conservan todavía estas palabra Lo fue, en
mi corazón y en mi pensamiento, desde siempre, palabra con la que traduzco más de
cuarenta años de lecturas y de «discusiones» (él prefería siempre esta palabra, con la que
había titulado un gran texto sobre Auschwitz, y sobre lo que supuso). «Discusión» atenta,
por tanto, sin contemplaciones, provocación divertida, siempre al horde de la sonrisa, un
sonrisa a la vez cariñosa y burlona, una ironía decidida siempre a ceder en nombre de
algo a lo que no sabíamos cómo llamar y que yo llamo hoy amistad incombustible. Ligera
y grave tonalidad de fondo, carcajada filosófica que todos los amigos de Jean-François
escuchan hoy sin duda en su interior. Particular alianza de la risa que corta (el juicio) y de
la atención infinitamente respetuosa que siempre me gustó y me pareció reconocer
incluso en los momentos —raros y difíciles de concretar— de «discrepancia» en todos los
terrenos que compartimos (la fenomenología para empezar, una referencia admirativa e
indispensable por Lévinas, aunque tampoco en este caso fuera la misma: es decir, tantas y
tantas cosas registradas en el mismo paisaje).

Pero no puedo ni quiero reconstruir aquí todos los trayectos en los que nos
hemos cruzado y acompañado. Esos encuentros seguirán existiendo para mí como si no
hubieran sido interrumpidos nunca. Tuvieron lugar, pero no dejarán de tener su lugar en
mí hasta el final. Las memorias de los amigos no se identifican entre ellas, no tienen
ningún parecido una con otra. Y sin embargo, recuerdo hoy haber compartido
demasiadas cosas con Jean-François durante toda esta vida como para intentar siquiera
resumirlas en algunas palabras. No le conocía todavía en la época de «Socialismo o
Barbarie», pero creo reconocer su marca indeleble en todos sus grandes libros (por
ejemplo, por citar algunos, Discours, Figure, La Condition postmoderne. Le Différend,

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que relaciono hoy, con admiración, con sus últimos escritos sobre la infancia y las
lágrimas: inmenso tratado sobre el desarme total, sobre aquello que liga el pensamiento a
la vulnerabilidad infinita). El pensamiento desde entonces universalizado de la
«posmodernidad» le debe, como se sabe, su elaboración inaugural. Pero como le debe
tantas otras hipótesis. Y lo mismo diré de aquello que en nuestra época (nombre propio
y metonimia: «Auschwitz») hizo temblar la tradición filosófica, su testimonio sobre el
testimonio. Lyotard penetró allí, como siempre, con un valor y una independencia de
pensamiento de los que conozco pocos ejemplos. Ya no se podrá pensar en aquel
desastre, en la historia de este siglo, sin tenerle en cuenta, sin leerle y releerle. Los
estudiantes del mundo entero lo saben. Puedo asegurarlo desde el lejano lugar desde
donde escribo, donde durante largos años viví en la misma casa que Jean-François y
donde hoy le lloro solo.

Un par de frases más antes de renunciar.

Entre las cosas que recuerdo con placer haber compartido con él, hubo más de
una insolencia institucional. Por ejemplo ese Colegio Internacional de Filosofía, que él
dirigió, que le debe tanto, y que sigue todavía insoportablemente en la retaguardia del
resentimiento. Una de las últimas veces que le vi, Jean-François se partía de risa en las
narices de semejantes delatores emboscados. Estaba decidido, como siempre, a
contraatacar. Pero también reía para tranquilizarme al teléfono sobre su salud: «la
estupidez me protege», o algo parecido.

Cuando murió Deleuze, me pedisteis también que improvisara sin demora, en


medio de mi tristeza, una especie de testimonio. Creo recordar haber dicho que nos
sentíamos muy solos, Jean-François Lyotard y yo, únicos supervivientes de eso que se
suele identificar como una «generación», de la que yo soy el más joven, el más
melancólico de la banda, sin duda (todos eran más divertidos que yo). ¿Qué puedo decir
hoy? Que quería a Jean-François, y que le echo de menos, como a las palabras, más allá
de las palabras: le echo de menos yo y los suyos, y nuestros amigos comunes. Porque
nuestros mejores amigos, tanto en el pensamiento como en la vida, fueron amigos
comunes. Esto es algo raro. Y ahora voy a refugiarme en los textos que él escribió aquí,
voy a escucharle, con el Pacífico de fondo y voy a pensar en la infancia...

** Texto publicado en Libération, París, 22 de marzo de 1998. Traducción de Manuel Arranz. Edición digital de Derrida en
castellano: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/lyotard.htm

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