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M a u ricio B e u c h o t P u en te

RETÓRICOS DE LA
NUEVA ESPAÑA

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


M éxico , 1996
Primera edición: 1996

DR © 1996, Universidad Nacional Autónoma de México


Ciudad Universitaria, 04510. México, D. F.

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS


DIRECCIÓN GENERAL DE ASUNTOS DEL PERSONAL ACADÉMICO

Impreso y hecho en México

ISBN 968-36-5234-8
B itácora de Retórica

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS


UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS

Colección: B itácora de R etórica (Año 1. 1995-1996)


Proyecto: DGAPA 401195

Responsable: Helena Beristáin Díaz


Corresponsable: Gerardo Ramírez Vidal

Consejo editorial: Mauricio Beuchot Puente


Elisabeth Beniers Jacobs
Mariateresa Galaz Juárez
Ana Adela Goutman Bender
Iosu Landa Goyogana
Luisa Puig Llano
José Quiñones Melgoza
Arturo Ramírez Trejo
Paola Vìanello Tessarotto
Patricia Villaseñor Cuspinera

Asesores externos: Jorge Alcázar


Ana Bungaard
Aurelio González
Antonio López Eire
Monica Mansour
James J. Murphy
Pino Paioni
Livio Rossetti
Teun A. Van Dijk
INTRODUCCIÓN

En este trabajo deseamos presentar algunos paradigmas o


ejemplos del uso de la retórica en la Nueva España. No in­
tentamos dar un panorama, sino alguna ilustración del mis­
mo. Para un panorama general puede acudirse al libro de I.
Osorio Romero (1980) y al apéndice de este libro. Empeza­
mos, aunque pueda causar desconcierto, con la retórica en
Bartolomé de las Casas. Parecería que poco tuvo que ver con
ella, pero lo cierto es que le dedicó largas consideraciones
en su obra acerca del modo como se debe llamar a los indí­
genas a la conversión. Propone, en lugar de la violencia de
las armas, la persuasión retórica, llevada a través del diàlogo
reflexivo y ponderado.
De ese mismo siglo xvi, riene después la Retórica cristiana
del franciscano Diego Valadés, que fue uno de los primeros
en escribir en la Nueva España un tratado de retórica, muy
amplio y bien estructurado. Tiene además la peculiaridad de
ser uno de los pocos casos de seguidores de Raimundo Lulio
que conocemos en el México colonial. Nos esforzaremos en
ponerlo de relieve. Su libro iba dirigido a los misioneros que
comenzaban a evangelizar el Nuevo Mundo.
Pasando al siglo xvn, tratamos en seguida de un Arte de ser­
mones que fue muy usado en México, a saber, el de otro fran­
ciscano, el colombiano fray Martín de Velasco. Es ciertamen­
te un compendio de oratoria sacra, que se recomendaba a

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los sacerdotes noveles que se preparaban para el arduo mi­
nisterio de la predicación. Abordaremos, además, de ese si­
glo, otra obra muy utilizada, el Novus candidatus rhetoricae, del
jesuíta Francisco Antonio Pomey.
Más académico y clasícista que los anteriores se nos mues­
tra un manual del siglo xvin muy usado en colegios jesuitas.
Se trata de las De arte rhetorica et poetica institutiones, que fue
compuesto por el padre Pedro María la Torre, siciliano. La
obra fue refundida y adaptada para los colegios novohispa-
nos por el P. José Mariano de Vallarta y Palma, por lo que,
en buena medida, se le puede atribuir a este último, y da una
idea suficiente de la enseñanza de la retórica en las escuelas
del xvm. Trataremos algunos aspectos de su contenido. Igual­
mente, veremos unas lecciones de retórica del dominico fray
Matías de Córdova, chiapaneco que intervino en la indepen­
dencia.
Queremos, finalizar esta introducción manifestando nues­
tro agradecimiento a Helena Beristáin y Bulmaro Reyes, por
su lectura crítica del manuscrito, y todas las sugerencias brin­
dadas.

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1. LA RETÒRICA EN BARTOLOMÉ
DE LAS CASAS

En este capítulo intentaremos entresacar algunas ideas de


fray Bartolomé de las Casas sobre la retórica. Las Casas dio
un lugar muy importante a la retórica para su proyecto pas­
toral o kerigmático. En contra de los que decían que se po­
día obligar a los indios a recibir la fe por la violencia, él lu­
chaba por la presentación pacífica del evangelio, mediante
la predicación persuasiva, la argumentación dialógica o dia­
logal, y la probidad de las costumbres o buen testimonio.
Vemos aquí una actitud respetuosa ante la racionalidad y la
libertad de los indígenas, ya que confiaba en la interacción
razonable entre los hombres.
Por eso Las Casas dedica extensos capítulos a la reflexión
sobre la retórica en su obra De unico vocationis modo omnium
gentium ad veram religionem (citaremos por la 2a. ed. de la tra­
ducción, 1975), escrita con probabilidad en Guatemala, en­
tre 1536 y 1537. En esa obra utiliza muchas ideas de Cicerón
y de San Agustín tocantes al arte oratoria. Como se ve por el
título, allí se sostiene la tesis de que hay un solo modo de
evangelizar, y es predicando con la palabra y con el ejemplo,
aludiendo a la inteligencia con argumentos razonables, y a
la voluntad con palabras suaves y con acciones que den tes­
timonio de la virtud, esto es, realizando “la persuasión del

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entendimiento por medio de razones y la imitación y suave
moción de la virtud” {ibid.: 65). En efecto, el intelecto tiene
como objeto propio la verdad, y la voluntad, el bien; y sólo
se persuade de la verdad con una argumentación válida, y
sólo se convence del bien con una expresión discursiva que
vaya acompañada de una conducta intachable. Aquí Las Ca­
sas, al hablar de que se alude al entendimiento y a la volun­
tad, está diciendo que la retórica se dirige al hombre total,
intelecto y afecto, a su dimensión racional y a su dimensión
emocional. Esto es lo que ya decía Aristóteles, que la retóri­
ca tiene dos partes: una lógica y otra psicagógica, esto es, una
teoría de la argumentación y una teoría de las pasiones, por­
que, conjuntando lo lógico y lo psicológico, se llega a una
persuasión que va más allá del ámbito de la lógica, tanto
analítica como tópica, ya que se acude también al sentimien­
to, para inculcar lo verosímil, lo que está de acuerdo con la
opinión de los hombres (cf. Aristóteles, Retórica, lib. I, cap.
2 , 1357a34 ss.).
El hombre tiene la razón y la voluntad, por las que es li­
bre. El discurso puede mover tanto a la razón como a la vo-*
luntad; a la prim era con argumentos y a la segunda con la
belleza imaginativa y emotiva de lo que se dice:

El modo natural de mover y dirigir las cosas naturales hacia


sus propios bienes naturales, consiste en que se muevan, di­
rijan o lleven de acuerdo con el modo de ser y naturaleza que
tiene cada una de ellas, según enseña el Filósofo (II Phys.).
Todas las cosas, dice, se encaminan o llevan naturalmente,
según la aptitud natural que tienen para ser llevadas o enca­
minadas. Y, así, vemos que de una manera se mueven natu­
ralmente los cuerpos pesados, como sucede con la piedra, y
de otra manera los leves, como el fuego, en virtud de la dife­
rente naturaleza de que uno y otro están dotados. Pero la
criatura racional tiene una aptitud natural para que se lleve,

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dirija o atraiga de una manera blanda, dulce, delicada y sua­
ve, en virtud de su libre albedrío, para que voluntariamente
escuche, voluntariamente obedezca y voluntariamente pres­
te su adhesión y su obsequio a lo que oye (: 71).
Vemos en Las Casas un gran respeto por el libre albedrío,
por la libertad, que consta de razón y voluntad; y, al ser res­
petuoso de la razón y la voluntad del hombre, está captan­
do plenam ente aquello que constituye su alta dignidad. Es
por lo que el ser humano, la persona, es lo más digno en la
tierra.
Bartolomé reconocía en el indio la naturaleza hum ana en
plenitud de facultades y operaciones, pues justam ente la ra­
zón es lo específico del hombre, ya que la voluntad se asocia
con ella, al ser el apetito racional regido por el conocimien­
to de la razón; así, reconocer la razón es reconocer la volun­
tad y, por ende, la libertad. Pero se trataba además de un re­
conocimiento más peculiar. No se reconocía al indio sólo
como perteneciente a la especie humana, sino en cuanto a
■su particularidad y peculiaridad de indígena, con una cultu­
ra respetable, que no se podía cambiar así como así, por
ejemplo en el ámbito de la religiosidad. Bartolomé es cons­
ciente de que cambiar de religión es algo muy serio, y dice
que nadie cambiaría irreflexivamente su creencia, sino con
un raciocinio muy ponderado, escuchando las razones que
se le dan, sopesando todas ellas con mucho cuidado, opo­
niendo dificultades, juzgando las respuestas, y todo ello ne­
cesita un buen lapso de tiempo. Con ello reconoce la respe­
tabilidad de la cultura y la religión indígenas. Interesado so­
bre todo en convertir a los indios a la fe cristiana, sostiene
que, mudada su otra religión, pueden convivir con el cristia­
nismo muchos elem entos de esa otra cultura, en la cual
—como lo muestra en la Apologética historia sumaria— habíar
alcanzado un nivel muy considerable.

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En cuanto a la voluntad, Las Casas llega a decir que tiene
que atraerse con halagos y dulzuras, cosa que se hará en el
proceso del diálogo:

Con respecto a la voluntad hay que admitir igualmente que


el modo de enseñar la fe debe ser un modo que atraiga, ex­
horte o excite esta facultad. Esta afirmación se demuestra de
la manera siguiente. Como la voluntad por ser libérrima tie­
ne una disposición natural para ser llevada al bien de una
manera suave, como se ha probado ya; y sobre todo, como
no es posible obligarla a creer, por impedirlo la libertad de
libre albedrío de que está dotada, se infiere claramente que
es necesario exhortarla, excitarla o atraerla con halagos, para
que se incline al objeto al cual se pretende inclinarla, y tien­
da y se encamine a él de su propio motivo y de una manera
suave, como queda también dicho (: 77).

De ese modo se justifica la utilización de la retórica, pues ella


es la que puede conducir al hombre a que su voluntad se ad­
hiera a un bien que se le presenta como deseable.
La necesidad e im portancia de la retórica para la pre­
dicación de la fe no podía haber sido expuesta con más fuer­
za por Las Casas. De una manera muy clara, establece que
el evangelizador debe poseer el arte de la retórica. Ese arte
será lo que le permitirá efectuar una predicación y un diálo­
go convenientes. Es necesario que siga las reglas de ese arte,
a fin de convencer y convertir, ya que es como cualquier co­
municación en la que la retórica puede tener lugar:

El predicador o maestro que tiene el encargo de instruir y


atraer a los hombres a la fe y religión verdaderas, debe estu­
diar la naturaleza y principios de la retórica, y debe observar
diligentemente sus preceptos en la predicación, para con­
mover y atraer el ánimo de los oyentes, con no menor empe­
ño que el retórico u orador que estudia este arte y observa

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en su oración sus preceptos, para conmover y llevar a sus
oyentes al punto que se propone. Pero el retórico u orador
estudia y observa con suma diligencia en su discurso los pre­
ceptos de la retórica, con el fin de conmover y llevar a sus
oyentes, etc. Luego el predicador o maestro que tiene el en­
cargo de instruir y atraer a los hombres a la fe y religión
verdaderas, debe estudiar la naturaleza y principios de la re­
tórica y debe observar con suma diligencia sus preceptos al
enseñar o predicar, para que logre conmover e inducir el
ánimo de aquellos a quienes se propone instruir y atraer a la
fe y religión cristianas (: 94-5).

La comunicación de la fe requiere de la utilización de la re­


tórica, para que cumpla su finalidad de persuadir. Puede
notarse en Las Casas la visión de la retórica como contraria
a la violencia física (p. ej. la de los conquistadores). Cierta­
mente queda la posibilidad de que la retórica sea otro tipo
de violencia, violencia intelectual, como era en el sofista.
Pero, aun cuando quiere convertir a los indios a la fe cristia­
na, fray Bartolomé no desea hacerlo con ningún tipo de vio­
lencia, ni siquiera la intelectiva; por eso habla de que no se
puede obligar al indígena a escuchar la predicación. Sólo si
él quiere, puede predicársele legítimamente. Algunos teóri­
cos de la conquista decían que no se podía obligar a los in­
dios a convertirse, pero sí a escuchar la predicación. Las Ca­
sas ni eso admite. Es únicamente la voluntad del gentil la que
puede hacer válida la conversión (cf. Zavala 1986: 133-9;
Beuchot 1992: 56-68).
Para entender la dinámica que se ejerce en la transacción
retórica, Las Casas, como buen tomista, acude a la teoría del
conocimiento o gnoseologia, que se aplicaba a la investiga­
ción de los métodos de enseñanza, y ésta y la predicación tie­
nen muchas semejanzas. La enseñanza, al igual que la pre­
dicación, tiende a la persuasión. Y en ello hay que seguir el

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proceso de la adquisición del conocimiento, por lo cual hay
que aplicar la gnoseologia a la retórica, con el objeto de que
le aclare esa parte de su consideración.

Decimos que nuestro entendimiento entiende naturalmente


—explica Las Casas—, cuando entiende algo sin que haya
precedido ningún raciocinio. En este modo de entender, el
entendimiento no puede disentir una vez que haya entendi­
do los términos respectivos; ni tampoco puede la voluntad
dejar de creer que sea verdad lo que se le propone como ver­
dadero. Tal sucede con las proposiciones primeras denomi­
nadas primeros principios, dignidades o primeros conceptos
del alma, como son, por ejemplo, que no puede suceder que
una cosa sea y no sea al mismo tiempo; que el todo es mayor
que cualquiera de sus partes; que si de cosas iguales se qui­
tan cosas iguales, son iguales las que quedan, etc* Se dice que
estas proposiciones se entienden naturalmente, porque el
entendimiento, en fuerza de su propia naturaleza, es decir,
por la virtud o luz natural del entendimiento agente, está en
aptitud de recibir el conocimiento de tales proposiciones, sin
necesidad de un previo raciocinio, sino mediante solamente
el conocimiento de los términos respectivos, como puede ver­
se en el lo. Poster, Por donde sucede que al oír alguno tales
proposiciones, las acepta al momento como verdaderas, se­
gún dice Boecio (Lib. de HebdomS). Decimos que el entendi­
miento conoce volutariamente, cuando aquello que conoce
no se le manifiesta inmediatamente como verdadero, siendo
entonces necesario un previo raciocinio para que pueda
aceptar que se trata en el caso de ima cosa verdadera. Así te­
nemos que el entendimiento no admite las proposiciones de
esta categoría como verdaderas, a no ser que así lo quiera, y
que haya raciocinado suficientemente sobre ellas, movido
por la voluntad y obrando de propósito (: 80-1).

Es decir, la gnoseologia nos esclarece cuál es el proceso para


conocer las proposiciones inmediatas o intuitivas, las cuales

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se aceptan cuando se capta el nexo entre el sujeto y el pre­
dicado. En ellas no hay propiamente lugar para la persua­
sión, ya que deben tener una conexión interna evidente.
Pero la persuasión y el discurso sí tienen lugar en cuanto a
las proposiciones mediatas, que no son evidentes, y que de­
ben ser probadas por raciocinio, a saber, conectando las pre­
misas y la conclusión a través de un término mediò probato­
rio. Allí sí cabe el discurso, el raciocinio, y es el lugar propio
de la argumentación, como la que se da en retórica. Acerca
de ellas la voluntad presta su adhesión, movida por la fuerza
de los argumentos que se le ofrecen.
Esas proposiciones inmediatas y evidentes, es decir, que no
requieren de medio demostrativo, son las que sirven como
principios o premisas para llegar al conocimiento de otras
cosas. En el caso de la retórica, que usa una argumentación
más rápida que en la lógica (el entimema), no se prescinde
de ninguna m anera del modo argumentativo. Es tan argu­
mentativa como la lógica, sólo que, dado que sus premisas
sólo son verosímiles, alcanza únicamente una conclusión ve­
rosímil. Pero esto es suficiente para llegar a lo razonable para
el hombre. Ese proceso de convicción se parece mucho al
del conocimiento.

Consecuentemente, así como la ciencia que adquirimos pre­


supone en nosotros la existencia de los gérmenes científicos,
es decir, de los principios universales de que se ha hablado,
de donde el maestro o instructor lleva la mente del discípu­
lo al conocimiento actual de las verdades particulares que an­
teriormente conocía en potencia, de manera confusa y en su
razón universal, así también la fe presupone el conocimien­
to que de Dios puede tener el hombre en esta vida, el cono­
cimiento que la razón puede proporcionar en este punto, y
la inclinación y deseo naturales del bien y de la ciencia, para
que el hombre pueda alcanzar la verdad, principalmente la

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que a Dios se refiere, y para que pueda, igualmente, obrar y
vivir conforme a la virtud. En consonancia con esta doctrina,
demuestra el Filósofo (2 Ethic.) que las virtudes que tenemos,
así como las ciencias que poseemos, son naturales en noso­
tros, en cuanto a la amplitud y principio de su existencia;
porque tenemos naturalmente en nosotros los principios,
naturalmente conocidos, de las cosas que pueden saberse y
de las que pueden o deben hacerse, constituyendo así dichos
principios los gérmenes de las virtudes intelectuales y mora­
les; y también porque existe en la voluntad un apetito del
bien, que está de acuerdo con la razón (: 104).

Esos principios son los que permiten argumentar, pues son


los que sirven de premisas. Y, además, como en la argumen­
tación retórica se requiere el acuerdo sobre las premisas,
para que se pueda avanzar en la conversación, son necesa­
rios esos principios mínimos y compartidos por todos (evi­
dentes para quienquiera) para poder construir algo. Porque
si se tiene que persuadir al oyente también de esos princi­
pios, la discusión se alargaría mucho, o aun se iría al in­
finito.

Por tanto, el hombre necesita del hábito natural de los prin­


cipios para que de sus conocimientos puedan determinarse
por medio de los sentidos, con la ayuda del maestro que ex­
plica los principios comunes, aplicándolos a materias deter­
minadas. De esta primera enseñanza pasa el maestro a seña­
lar algunas conclusiones, y tras éstas otras más, presentando
también algunos ejemplos sensibles y otros recursos semejan­
tes, con lo cual lleva con seguridad el entendimiento del dis­
cípulo al conocimiento de la verdad; y conforta, igualmente,
el entendimiento del discípulo, explicándole las relaciones
que existen entre los principios y las conclusiones, porque
mediante la presentación de imágenes exteriores le transmi­
te el discurso de la razón que interiormente realiza con su
razón natural (: 105).

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Ese análisis del proceso del conocimiento redundará en be­
neficio de la retórica, ya que el proceso de persuasión tiene
mucho de reproducción de la adquisición firn dada de saber,
como se hace en la enseñanza*
Además, la verdad (y no sólo el bien) atrae a la voluntad,
ya que la verdad es el bien de la inteligencia. Si se puede
hacer amar el bien con la persuasión, se tendrá el camino
para llevar al oyente a lo que se propone el hablante con esa
comunicación retórica, como la que se hace para trasmitir
una fe, en este caso la fe cristiana. Tiene mucho parecido
con la docencia, en cierta forma ambas participan de la ma-
yéutica socrática, que trataba de llevar al oyente desde sí mis­
mo a la aceptación de lo propuesto por el hablante. Por eso
dice Las Casas:

Con este método la razón natural del discípulo, usando de


todas las explicaciones recibidas como de instrumentos y me­
diante la luz natural de su inteligencia, llega al conocimiento
de las verdades que anteriormente desconocía. El enseñar,
dice san Ambrosio en el comentario de la Epístola a Timoteo,
consiste en insinuar en la inteligencia de los oyentes lo que
ignoraban. En este sentido se dice que uno enseña a otro;
porque de esta manera se imprimen en la mente del discí­
pulo las formas inteligibles, con las cuales se forma la cien­
cia que ha recibido por medio de la enseñanza. La ciencia se
forma, pues, inmediatamente, por el entendimiento agente,
mediatamente, por el maestro que enseña; pues el maestro
presenta las imágenes de los objetos inteligibles, de donde el
entendimiento agente toma las especies inteligibles que lue­
go imprime en el entendimiento posible (: 106).

Esta presentación de imágenes y motivos emocionales tiene


qqe manejarla el orador, ya que no se trata de pura argu­
mentación racional, como en la lógica. La retórica hace un

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uso preferente de lo sensible e imaginativo (en lo cual com­
parte con la poetica el ornato del discurso).

Por esta razón, las mismas palabras del maestro, oídas o leí­
das, tienen, en cuanto a la generación de la ciencia, la mis­
ma relación que los objetos que están fuera de la mente, ya
que de unas y de otros recibe el entendimiento las especies
inteligibles; aunque es verdad que las palabras, por su mayor
proximidad, tienen más eficacia que los objetos sensibles que
se encuentran fuera de la mente; las palabras, en efecto, son
representaciones de las mismas especies inteligibles. Por con­
siguiente, antes de poseer la ciencia, necesita el discípulo de
un agente que por medio de la enseñanza lo lleve a poseerla
actualmente, según se afirma en el 8 Physic.] de suerte que el
maestro incita el entendimiento del discípulo para que
aprenda lo que le enseña, a la manera de un agente esencial
que mueve alguna cosa de la potencia al acto (el que instru­
ye se asemeja al que mueve el dedo para mostrar algún obje­
to, según san Agustín, prólogo a su De Doctor. Christ.) {ibidem).

Esta alusión al De doctrina Christiana, de San Agustín, nos hace


ver con mayor claridad que se trata de la utilización de la
retòrica para enseñar la fe. Ese libro es justamente un trata­
do en el que San Agustín intenta poner la retórica clásica al
servicio de la predicación evangelica, y traza numerosas di­
rectrices para hacerlo.

Y de aquí nace la inclinación de la voluntad que con la con­


sideración del fruto que ha de obtener y con la delectación
que le trae el conocimiento de la verdad, tiende a estudiar y
a poner en juego los medios que se requieren para la conse­
cución de la ciencia. Así también es el proceso con relación
a la fe. Con el conocimiento natural que queda apuntado;
con el deseo de conocer la verdad, principalmente la que a
Dios se refiere; con la inclinación a la virtud y al bien, prin­
cipios fortalecidos interiormente con la luz de la fe que Dios
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infunde y exteriormente con la explicación y definición de
las verdades creíbles; y con las razones humanas presentadas
por el anunciador o predicador de la fe, de donde el enten­
dimiento agente recibe las formas inteligibles que le parecen
razonables, grabándolas a su vez en el entendimiento posi­
ble del modo ya explicado, se lleva al hombre con seguridad,
como con algunas razones probables de persuasión, a com­
prender que verdadera o racionalmente debe creerse lo que
se cree, interviniendo también la misma luz de la fe divina­
mente infundida, y que recibe el nombre de hábito de la fe
(: 107).

Es decir, Las Casas no confía la totalidad de la conversión al


razonamiento humano, sino también a la moción sobrena­
tural que Dios da al alma.
Pudiera ser que ni aun con todo este despliegue de cui­
dados argumentativos y de respeto por la razonabilidad del
otro se llegue a convencer al gentil. Tal vez puede tratarse
de una mente obcecada y cerrada. Pero aun así, hay que res­
petarlo y, si no quiere convertirse o ni siquiera escuchar la
predicación, hay que dejarlo en paz. Las Casas tiene como
valor más alto el respeto a la libertad de conciencia. Ya que
la fe es razonable y voluntaria, esto es, libre, sólo se puede
proseguir en el intercambio retórico y dialógico si la otra
persona quiere oír (cf. Beuchot 1989: 123-8; también reco­
gido en el mismo, 1994: 63-70).

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2. RETORICA Y LUUSM O EN
DIEGO VALABÉS

En el presente capítulo trataremos de exponer las ideas del


franciscano fray Diego Valadés, nacido, según la mayoría de
los historiadores, en Tlaxcala (México), en 1533, acerca de
la naturaleza y las partes de la retórica en su libro Rhetorica
Christiana (Perusa, 1579, seguiremos la traducción de X He­
rrera et ai, 1989). Al hacerlo, nos interesará además señalar
su vinculación y dependencia con respecto a Raimundo Tu­
lio, el filósofo y teólogo franciscano mallorquín del siglo xiv,
que dejó toda una escuela, pero del cual sólo se ha encon­
trado como seguidor en la Nueva España al propio Valadés.
Al final expresaremos algunas opiniones sobre el puesto que
ocupa en la historia de la retórica y su importancia para la
Nueva España. (Para más datos sobre su vida y obra, ver Pa­
lomera 1962 y 1963; igualmente, Alejos-Grau 1994: 69-88).

En la segunda parte de su Retórica cristiana, Valadés habla de


esta disciplina en general (no sólo de la eclesiástica) y trata
de sus elementos esenciales, a saber, su definición, su divi­
sión y sus propiedades principales. En un cuadro sinóptico
expone en qué consiste y de qué cosas consta (: 145). En
cuanto a las cosas en las que consiste, i.e. las que son su esen­
cia o naturaleza, aporta, como es conveniente, su definición
y una división clasificatoria. Para definir la retórica, atiende

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a su fundamento, y primeramente aborda la cuestión de si
esta disciplina existe. A ello responde afirmativamente, acla­
rando que es una parte de la filosofía racional, según la con­
cepción aristotélico-escolástica de que las ciencias argumen­
tativas eran la lógica (o dialéctica), la retórica e incluso la
poética. Es una concepción de la retórica como teoría de la
argumentación. En cuanto a la cuestión propiam ente de­
finitoria, la de qué es la retórica, responde que es una cien­
cia que tiene dos modalidades, una es la retórica natural (la
cual puede ser perfecta o imperfecta) y otra es la artificial
(la cual se divide en declamatoria y oratoria).
La división de la retórica en sus clases, que da Valadés,
secciona esta disciplina con arreglo a los géneros de sus cau­
sas: demostrativa, deliberativa y judicial. A la prim era corres­
ponde el género demostrativo, que tiene como objetivo la
alabanza o el vituperio, si atiende a los bienes o a los males,
y pueden ser externos al individuo, o de su cuerpo, o de su
alma. El género deliberativo, atento al quién, al a quién y al
de quién, persuade o disuade haciendo ver lo posible, lo útil,
lo honesto y lo inopinado. El género judicial versa sobre lo
justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente, con es­
peranza de lo bueno o temor de lo malo. Es la división tra­
dicional aristotélica.
Ya la división de la retórica en sus partes constitutivas es
en principales y menos principales. Las partes más principa­
les de que consta son aquellas que conforman el trabajo del
orador para poder predicar, a saber: la invención de argumen­
tos, que pueden ser tristes o agradables, y estos últimos me­
jores o más eficaces; la elocución, que se hace con palabras
claras, usuales y propias; la disposición, que se hace según arte
y tiempo; la declamación, que es clara y suave, atendiendo a
la voz, al rostro, al gesto, a la distribución y al hábito; y la
memoña, que puede ser natural o artificial, y versa sobre la

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división de la pieza oratoria, sobre los lugares argumentativos
y sobre las imágenes con que se adorna. Las partes menos
principales son las que conforman la pieza oratoria misma,
y son: el exordio, que usa palabras y signos para hacer a los
oyentes atentos, dóciles y benévolos; la narración, que expo­
ne el tema con tratamiento claro, breve y verosímil; la divi­
sión, en la que se presentan las partes principales del sermón,
y según Valadés debe ser sumaria y desnuda o simple; la
confutación, que refuta lo que se puede alegar en contra, y
con ello confirma lo mismo que se ha dicho; y por último la
conclusión. Todo esto es acorde a los aspectos que señala co­
mo propios al oficio del orador, que son: enseñar, mediante
la necesidad racional; conmover; o mover a la victoria; y delei­
tar, con la suavidad.
Valadés sabe que la esencia de una cosa se expresa en la
definición o descripción. Por eso define así a nuestra disci­
plina: “Es, pues, la retórica la ciencia o facultad o arte del
bien decir con la aprobación de los oyentes, en la medida
en que pueda hacerse” (: 147). El género es la ciencia, que
en aquel entonces coincidía con el saber filosófico, y de ma­
nera más específica la coloca, como sabemos, en la filosofía
racional o argumentativa. Se trata de hablar bien con la
aprobación de los oyentes, en el sentido de que eso es nece­
sario para la comunicación humana (la cual, como ahora nos
recuerda Perelman en la Nouvelle Rhétorique, siempre depen­
de de un auditorio concreto). Y se distingue de la dialéctica
o lógica en que lo que esa ‘d isciplina dice de m anera breve y
concisa, ella lo dice de manera extensa y adornada. Valadés
cita a Zenón (de Citium), del movimiento estoico, escuela
de grandes lógicos, quien decía que la primera se parecía a
la mano en puño, y la segunda a la mano extendida. Ambas
disciplinas comparten la misma materia, que es todo asunto
que pueda moverse a discusión. Valadés aprovecha para in­

20
troducir aquí la retórica cristiana, a la que le toca la inven­
ción, disposición y elocución de los asuntos que tocan a la
salvación de las almas.
La retórica aparece estrechamente vinculada con la lógi­
ca. Valadés cita a Arias Montano, quien dice que son herma­
nas gemelas:

Y —añade el franciscano— tanto según el filósofo como se­


gún la verdad (como aduce Egidio Romano), la retórica es
una consecuencia de la dialéctica. Yaunque esta arte se trans­
mite en una recapitulación de preceptos ciertos, sin embar­
go, a tal grado está de acuerdo con la naturaleza, que todo
aquel que se dedica a procurárselo, aunque sea con el me­
nor trabajo e industria, puede aventajar a los demás hombres
que, descuidándose de ese arte, no ponen ninguna diligen­
cia en cultivar e ilustrar su ingenio con eficacia, tanto cuanta
diferencia hay entre ellos y los animales brutos; pues en las
almas de todos los hombres están puestas algunas semillas de
esta facultad (: 149).

Esto coincide con la idea aristotélica de que la retórica se


puede dar de manera natural, pero es potenciada al máxi­
mo si se cultiva o estudia artificialmente, y por eso es arte,
porque se enseña en ciertas reglas, además de ser ciencia
porque se estructura de acuerdo con sus principios. Después
del elogio que Valadés hace de la retórica en este pasaje, la
pone en la parte más noble del hombre, conjuntando su in­
telecto y su afecto.
La retórica se divide, como la ciencia, en natural y artifi­
cial. La natural la poseen muchos hombres que, sin haber
cultivado el arte, son capaces de persuadir o disuadir con
gran habilidad. Esta retórica natural se divide en perfecta e
imperfecta. La perfecta manifiesta un discurso maduro, es­
merado y discreto; la imperfecta, un discurso rústico y toda­

21
vía deficiente. Esta última puede mejorar con los conoci­
mientos que da el arte, con la imitación y el ejercicio. Preci­
samente la retórica artificial es la que se aprende con el es­
tudio, es la que da reglas y preceptos poco a poco elabora­
dos por quienes sobresalieron en ella y la han enseñado. Y
el arte retórico se divide en declamatorio y oratorio. El que
interesa más a Valadés es el segundo, el oratorio, ya que la
declamación es más bien ejercicio sobre temas fingidos. El
orador es el que actúa en serio, y el retórico el que además
profesa el arte.
El arte oratorio “comprende las causas y las partes del dis­
curso, y también la función del orador, la cual se ocupa es­
pecialmente en conmover” (: 153). Guillermo de París (De
Rhetorica Divina) y Gabriel (Biel) distinguen entre orador es­
piritual y secular. El primero intenta conmover al juez para
inclinarlo a favor de su cliente. El segundo trata de conmo­
ver las almas para inclinarlas al bien y salvarlas para Cristo.
Valadés trata además de la materia o sujeto del arte retó­
rica. Según enseña Aristóteles, toda arte tiene una materia
sobre la que versa.

Pero —aclara Valadés— debe advertirse que Quintiliano re­


fiere varias opiniones acerca de la materia de la retórica: unos
dicen que es el discurso; otros, que las cuestiones civiles;
otros, que la vida entera; otros le asignan, por alguna virtud,
un lugar en la ética. Y concluye diciendo que todos los temas
que se le presentan al orador para que los exponga constitu­
yen la materia de la retórica (: 155-7).

Quintiliano aduce en su apoyo a Platón ( Gorgias y Fedro) y a


Cicerón (De inventione). Valadés alude también a otras divi­
siones hechas por Pedro Hispano, acerca de la materia de
cualquier arte; pero él las reduce a dos: próxima y remota.
Así, la materia próxima de la retórica es el discurso ornado

22
y elegante, y la rem ota son todas las cosas susceptibles de ser
dichas de modo ornado y elegante. Por eso la retórica cris­
tiana puede usar en su materia remota a los filósofos, los poe­
tas, historiadores, oradores, etc., y en la próxima solamente
lo que conduzca a la salvación. En ella se incluye lo hones­
to, lo útil y lo deleitable. El bien honesto es el que se ama
por sí mismo, ya sea de modo simple por sí, como Dios, ya
sea secundum quid, como las virtudes. Lo útil se apetece por
causa de otro, como un medio que sirve a ese fin. “Lo de­
leitable, según Gerson, es un movimiento del alma que sur­
ge de la aprehensión de un objeto de manera conveniente”
(: 159). El orador debe aprovechar lo útil y lo deleitable para
llevar a lo honesto, que culmina en Dios.
Y, ya que la retórica consiste en hablar bien, y aquello de
lo que se puede hablar bien es innumerable, la retórica por
así decir no tiene límites, abarca todo. Sólo se pueden de al­
guna manera determinar sus sujetos y sus aplicaciones.

Los sujetos, que muchos llaman tópicos o términos, en ge­


neral son nueve: Dios, ángel, cielo, hombre, imaginación,
sentido, fuerza vegetativa, ‘elementativa’ e ‘instrumentativa’.
Se llaman sujetos o materias, porque hablamos principalmen­
te de éstos, o porque de éstos se toman las confirmaciones y
refutaciones (ibidem),

Aunque, como se trata de retórica eclesiástica, las confir­


maciones y refutaciones se toman de las autoridades, de las
comparaciones y los ejemplos. Valadés dice que algunos lla­
man a los sujetos “tópicos”, en el sentido de términos, no
de esquemas ni de reglas argumentativas; lo cual no deja de
llamar la atención, porque para Aristóteles, Cicerón y Boe­
cio los tópicos eran reglas de inferencias y esquemas de ar­
gumentos.
Pero lo más notable es percatam os de que los nueve suje­

23
tos de los que habla Valadés son los mismos que los de Rai­
mundo Lulio en el Arte general última y en el Ars brevis, am­
bas de 1308 (cf. Carreras y Artau 1939, t. I: 429-30; Cruz
Hernández 1977: 102-3). Valadés no cita a Lulio, pero es evi­
dente su influjo. Cita, entre otros teólogos y filósofos, a Ale­
jandro de Hales, San Buenaventura, Ockham, Gabriel Biel,
Pedro de Alliaco, Gerson, Nicolás de Lira, Cardillo de Villal-
pando, Alfonso de Castro, Santiago de Valencia y Jerónim o
de Osorio. Por su seguimiento del mallorquín, Valadés cons­
tituye un ejemplo de lulismo en la Nueva España y, hasta
donde sabemos, el único que se ha señalado.
Veamos cómo sigue Valadés a Lulio en la cuestión de los
sujetos de la retórica. El sujeto Dios abarca no sólo al Dios
verdadero, sino también a los dioses de los paganos. Dios es
el principio, el fin y el centro de todas las cosas. Añade sus
nueve predicados: “bondad, magnitud, duración, potestad,
sabiduría, voluntad, virtud, verdad, gloria” (: 161). Estos son
también los nueve principios absolutos de Lulio, en exacta
correspondencia. Esos predicados se dan en triple diferen­
cia: esenciales, causales y finales. Valadés desarrollará la doc­
trina luliana aprovechándola para su retórica. Ya de suyo par­
ticipa del ideal luliano de conocimientos universales y enci­
clopédicos para poder predicar, y trata de dar en estos prin­
cipios algunas de las ventajas del arte magna de Lulio; y aquí
le importa sobre todo brindar los conocimientos más funda­
mentales para hablar de Dios y de las creaturas.
Los predicados esenciales se dicen sólo de Dios según su
naturaleza. Son la bondad, la magnitud y la duración, y se
pueden considerar de manera teológica, física y matemáti­
ca. Así, teológicamente, la bondad es el Padre, la magnitud
el Hijo y la duración el Espíritu Santo. Físicamente el prim e­
ro es la esencia, el segundo el ser y el tercero la existencia. Y
matemáticamente el primero es el punto, el segundo el des­

24
pliegue y el tercero es la perseverancia. La bondad puede ser
perm anente o fluente, según la tenga la cosa en cuanto a ella
misma o hacia las demás. La magnitud puede ser de mole,
de virtud, de perseverancia y de sucesión.

La de la mole es propia de las cosas corporales. La de la vir­


tud es de las facultades y fuerzas. La de la perseverancia o
constancia es propia de las cosas que no crecen ni decrecen,
como la del cielo. Y se llama magnitud de sucesión la que es
mudable y sucesiva, como la del hombre, la de los animales
(: 163).

Llama la atención la manera como en esa cosmovisión Lilia­


na se quiere operar de m anera combinatoria y casi cuantita­
tiva con cosas cualitativas. La duración, por su parte, puede
ser eterna, ininterrum pida y temporal. La prim era compete
a solo Dios; la segunda a los ángeles, que tienen principio y
no tienen fin; la tercera a los que tienen principio y fin,
como el hombre y los animales.
Los predicados causales son potestad, sabiduría y volun­
tad. Teológicamente, el primero corresponde al Padre, el se­
gundo al Verbo y el tercero al Amor. Físicamente les corres­
ponde la mente, el mundo y el nexo; y, matemáticamente,
el punto, la línea y la superficie. Aquí se mezcla la mentali­
dad bonaventuriana, que quiere ver en las cosas el vestigio
de la Trinidad, y la mentalidad luliana, que se afana en ha­
cer que las cosas entren en los esquemas del Arte. La Mente
corresponde al Padre, porque es el principio; el Mundo co­
rresponde al Verbo, porque la creación es hecha por él plas­
mando en ella las ideas ejemplares de la Mente divina, y el
nexo corresponde al Espíritu Santo, porque, en cuanto es el
Amor, vincula al Padre y al Hijo entre sí y con la creación.
La potencia de Dios es dividida por los teólogos en abso­
luta y ordinaria. La prim era puede ir en contra de todas las

25
leyes, aun las naturales; y la segunda no va en contra de ellas,
sino que respeta el orden establecido por el mismo Dios. Se
refleja aquí la preferencia de los franciscanos por la omni­
potencia absoluta de Dios —que puede ir no sólo contra las
leyes físicas, sino contra leyes lógicas y metafísicas como el
principio de no contradicción—, la cual resaltaban por en­
cima de los dominicos y otras escuelas —e incluso contra
ellas. La sabiduría es creada e increada, y lo mismo la volun­
tad. Distingue la sabiduría de la ciencia, en que la prim era
es conocimiento de las cosas divinas, y la segunda de las hu­
manas. También distingue la voluntad de beneplácito y la
voluntad de signo; la prim era es por la que Dios quiere pro­
piamente, y es antecedente y consecuente; la segunda es más
bien metafórica, y es quintuple: prohibición, prescripción,
consejo, impleción y permisión.
Los predicados finales son virtud, verdad y gloria. Teo­
lógicamente, el primero corresponde al Padre, el segundo
al Hijo y el tercero al Espíritu Santo. Físicamente les corres­
ponden el poder, el acto y el nexo; matemáticamente, el cen­
tro, el diámetro y el círculo. Las virtudes tienen contrarios
(a saber, los vicios) por exceso y por defecto. La virtud se dis­
tingue del poder (o facultad) en que ella es un hábito, vo­
luntario en el caso de las virtudes adquiridas, y gratuito en
el caso de las virtudes infusas (como las teologales: fe, espe­
ranza y caridad). La verdad se divide en teológica, física y
ética. Las verdades teológicas también se llaman católicas,
como contrapuestas a las heréticas, y pueden ser racionales
o de fe. Las primeras son, por ejemplo, que Dios es bueno,
viviente, sabio. Las segundas son, por ejemplo, que es uno y
trino, que se encarnó y nos salva, y las demás reveladas en la
Escritura, o desarrolladas por el magisterio de la Iglesia (pa­
pas y concilios). La verdad física es “la conformidad de una
cosa entendida con el intelecto” (: 177), según Aristóteles.

26
La verdad ética consiste en la operación, es decir, es una ver­
dad práctica, y más bien se entiende como veracidad. La glo­
ria “es la delectación final cuando el apetito de cada quien
descansa” (: 179) y también puede ser teológica, física y hu­
mana. La prim era es la alabanza brotada del conocimiento
de las perfecciones de Dios. La segunda es el disfrute del
sumo bien, el logro de la naturaleza de una cosa. La tercera
se diversifica según la intención de los hombres, pero siem­
pre es gloria vana, vanagloria.
El segundo sujeto de la retórica es el ángel —tal como lo
ponía Lulio, y lo recoge Valadés—, el mundo de los espíri­
tus puros dependientes de Dios, sean buenos o malos. Pue­
de entenderse alguien como ángel por oficio, por dignidad
y por naturaleza. Se nos dice que lo primero es cualquiera
que es enviado por Dios. Lo segundo es el sacerdote, por­
que consagra el pan y lo transforma en el cuerpo de Cristo.
Lo tercero son los ángeles propiamente. Y tienen tres jerar­
quías; la suma, está formada por los querubines, los serafines
y los tronos; la media, por las dominaciones, principados y
potestades, y la inferior, por las virtudes, los arcángeles y los
ángeles.
El tercer sujeto es el cielo, las esferas celestes. Y puede en­
tenderse física o místicamente (como la morada de Dios, que
es espíritu). Con el fin de ejemplificar esto último, Valadés
cita a San Agustín, quien dice: “Padre nuestro que estás en
los cielos, esto es, en los santos y justos” (: 183).
El cuarto sujeto es el hombre.

Hombre —dice Valadés— es un sujeto en el cual pueden con­


siderarse todos los seres animales sometidos a él, tanto los su­
periores como los inferiores. Por ello recibió la nomenclatura
de microcosmo, porque el insigne creador del género huma­
no plasmó al hombre como otro mundo que tiene participa­
ciones y afinidades con todas las cosas del mundo (: 185).

27
Se ve aquí otra vez la influencia de Lulio, quien usaba mu­
cho de esta imagen del hombre como microcosmos, más que
san Buenaventura, que atendía más bien a la imagen trinita­
ria en el hombre (cf. Beuchot 1978: 13). De este sujeto hu­
mano, el orador puede disertar de muchísimas formas, ya
desde la etimología del nombre (humus, limo), por su sober­
bia, por el equilibrio de sus temperamentos, por su raciona­
lidad, por ser imagen de Dios, por la mortalidad de su cuer­
po y la inmortalidad de su alma, por su libertad y su incons­
tancia, por sus virtudes y sus vicios, por la gracia de Dios que
lo santifica, etc. En cuanto al alma, el hombre tiene inte­
lecto, vida y apetito. En cuanto al cuerpo, tiene lo primero
por la cabeza, lo segundo por el corazón y lo tercero por los
riñones. Y también por Dios, el cielo y los elementos.
Pasando al quinto sujeto, encontramos que es el imagi­
nativo, que es aquel “por el cual se entiende a los animales
más perfectos en los cuales aparecen los juicios de los senti­
dos interiores: como en los perros la memoria, en las ovejas
la discreción, en la zorra el fraude, y cosas semejantes a és­
tas” (: 189). No deja de ser curiosa esta idea de la imagina­
ción en los animales como cierta capacidad de juicio*
El sexto sujeto es el sensitivo, por el que se entienden los
animales que no manifiestan ningún tipo de juicio como los
anteriores, p. ej. los gusanos, las moscas, los topos, etc., que
son llamados animales inferiores.
Viene en seguida el séptimo sujeto, a saber, el vegetativo,
que se refiere a este tipo de vida o alma en las plantas. En
ellas el orador puede ponderar su utilidad para la medicina.
El octavo sujeto es el elementativo, que comprende los
cuatro elementos simples (tierra, agua, aire y fuego) y las
cosas compuestas de ellas (que son todas las cosas sublu­
nares), y hay que tratarlas según su imperfección y su per­

28
fección. Tienen el más alto grado el oro y la plata entre los
metales, el hom bre entre los animales que caminan, y el
águila entre los que vuelan.
Y, por último, el noveno es el instrumentativo, que abarca
a todos los instrumentos, los cuales pueden ser: naturales,
artificiales y morales. Los primeros son los que así formó la
naturaleza, como el ojo para ver, los pies para caminar, el
asno para cargar, etc. Los segundos son obra de la industria,
como el martillo para golpear y las tijeras para cortar. Los
terceros “son aquellos con los cuales arreglamos o corregi­
mos o depravamos nuestras costumbres, como las virtudes y
los vicios. Así, la justicia es el instrumento con el que el jus­
to obra justamente; la injusticia, el instrumento con el que
se obra injustamente” (: 191). Los naturales y artificiales pue­
den usarse tanto para el bien como para el mal, son indife­
rentes; en cambio, los morales sólo pueden usarse para el
bien si son virtudes, y para el mal si son vicios.
Menciona los accidentes, que son los nueve de Aristóteles
(cantidad, cualidad, relación, acción, pasión, posición, hábi­
to, dónde, cuándo). También se aplican a las cosas que trata
la retórica, pues se aplican a las substancias e incluso las unas
a las otras, como cuando se dice “blancura grande” o “acción
fuerte”. Sobre todos estos predicamentos, Valadés da la pa­
labra a Agustín Valerio, obispo de Verona, quien los ha or­
ganizado en su libro De Rhetorica Ecclesiastica^ Con ello termi­
na su exposición de este tema.

La retórica de Valadés es un interesante caso de lulismo


en la Nueva España. No es nada frecuente encontrar repre­
sentantes de esa corriente filosófico-teológica en la historia
del pensamiento novohispano. La orden franciscana siguió
en filosofía y teología más bien a Duns Escoto, a pesar de
tener otros doctores tales como san Buenaventura, Lulio y

29
Ockham, este último, como se sabe, seguido por multitud
de discípulos. Esto no ocurre entre los franciscanos novohis-
panos (no hemos podido encontrar nominalistas ni segui­
dores de san Buenaventura). Inclusive el mismo Lulio tuvo
en Europa una numerosa escuela. Pero en México ha sido
difícil encontrar estudiosos de sus doctrinas, y hasta ahora
sólo hemos encontrado a Valadés. El es un digno expositor
de algunos elementos del arte luliana, aplicado aquí a la re­
tórica.

30
3. FRAY LUIS DE GRANADA
Y
FRAY DIEGO VALADÉS

Se han visto algunas semejanzas entre la Retórica Eclesiástica,


de Fray Luis de Granada, y la Retórica Cristiana, de Fray Diego
de Valadés.1 De hecho, es factible que Valadés haya leído y
tomado en cuenta la obra de Fray Luis, que es anterior, pu­
blicada en Venecia en 1578. La obra de Valadés vio la luz en
Perusa en 1579. Conviene hacer una somera comparación
de los temas y la disposición de los mismos en ambas obras
tan importantes.
Fray Luis de Granada expone su concepción de la retó­
rica eclesiástica, o del modo de predicar, en seis libros. El
prim er libro está dedicado a la predicación y al predicador
tomados en general. El libro segundo versa sobre las nocio­
nes principales del arte retórica, ya en cuanto a la argumen­
tación, ya en cuanto a la conmoción o amplificación de los
afectos. El libro tercero estudia más bien el lado afectivo, y
los medios para influir en los sentimientos, esto es, no ya la
argumentación lógica, sino la amplificación. El libro cuarto
contiene el análisis de las partes del sermón y sus distintas

1 Para la obra de Fray Luis de Granada seguimos la edición de Los seis


ütiros de la Retórica Eclesiástica, en el III tomo de sus Obras, Madrid, Biblio­
teca de Autores Españoles, 1945. Para la Retórica Cristiana, de Valadés, la
edición bilingüe coordinada por T. Herrera, México, FCE, 1989.

31
clases. El libro quinto trata de la elocución, que es la parte
primordial del discurso u homilía. El libro sexto explica la
acción o pronunciación del sermón, y añade varias ayudas o
recursos para predicar. Haremos una breve exposición de
cada libro.
Según decíamos, el libro primero está dedicado a las ge­
neralidades introductorias al arte oratoria. Fray Luis expone
el origen del arte de la retórica; tal origen es la posibilidad
de persuadir a los demás con la elegancia de la dicción, aña­
dida a la posibilidad de convencer con argumentos. La ne­
cesidad y la utilidad de dicho arte reside en la ayuda que
presta a los fines de la comunicación humana, posibilitando
la transmisión eficaz de un mensaje. En esa finalidad con­
fluyen la argumentación y la amplificación de los afectos, y
no se trata de una charlatanería demagógica ni de un mero
chantaje afectivo. La retórica argumenta, tiene un fuerte in­
grediente de lógica o dialéctica; pero añade a esa presenta­
ción de argumentos el movimiento de los afectos. Fray Luis
avanza tratando del oficio del predicador y de la dignidad
que le compete. Proporcional a esa dignidad, se destaca su
dificultad, y con arreglo a esa gran dificultad dimanan las
características que debe reunir el predicador. Algunas de
ellas son la rectitud de intención, la bondad de costumbres,
la caridad, el estudio, la oración y la meditación. Sin esas vir­
tudes no se prepara la predicación del orador sagrado, o no
se avala sin su testimonio.
El libro segundo es, a todas luces, la parte nuclear del tra­
tado de fray Luis. En él se explican los elementos funda­
mentales que componen la retórica sacra, ya sea en el lado
de la argumentación, ya sea en el de la persuasión mediante
la ornamentación del discurso y la excitación de las emocio­
nes. Empieza por brindar la definición de la retórica, su ob­
jeto o materia, su oficio o fin, al igual que sus partes. Fray

32
Luis la compara con la dialéctica, para que no se confunda
con ella, dada su conexión tan íntima; expone las partes de
la oración o sermón, y divide el orden de cuestiones que se
presentan en torno al discurso. Dedica la atención a los tó­
picos retóricos, que vienen a ser los lugares argumentativos
de la oratoria, a semejanza de los tópicos de la dialéctica. Y
comenta los modos de lograr el movimiento de los afectos y
el ornato de la oración, que son los distintivos de la pieza
retórica.
Especial atención es concedida a los afectos en el libro ter­
cero. Son estudiados en general y en particular, y se añade
la m anera de conmoverlos mediante la amplificación. Sobre
la amplificación —que es la contrapartida y el complemen­
to de la argumentación en la retórica— se dice de dónde
puede tomarse; por ejemplo, de las partes, de los antece­
dentes, concomitantes y consiguientes (o adjuntos) de una
cosa o suceso. Se tratan los modos de amplificar, expuestos
por Quintiliano, y se explican las descripciones de cosas y
personas, así como el razonamiento fingido, la confirmación
y las figuras de la elocución, que sirven justamente para con­
mover los afectos.
La clasificación de los principales tipos de sermones se da
en el libro cuarto. Primero se exponen, de manera general,
las seis partes de la pieza oratoria (exordio, narración, pro­
posición y partición, confirmación, confutación, y conclu­
sión o peroración). Y después se ven los cinco géneros prin­
cipales de oración: género suasorio (que trata de persuadir),
género demostrativo (usado en las fiestas de los santos), gé­
nero expositivo (para explicar el evangelio), género mixto y
género didascàlico (o magisterial).
El elemento principal de la pieza oratoria o sermón, la
elocución, se trata en el libro quinto. En él explica fray Luis
las propiedades de la elocución siguiendo a Fabio (o Quin-

33
tiliano). De ahí pasa a exponer sus virtudes, que son: ser cas­
tiza, ser clara y ser adornada. Por lo que hace al adorno, ha­
bla del que tiene de suyo cada palabra, y de los tropos —o
figuras literarias. De entre ellas resalta la semejanza de pala­
bras y la oposición. Terminadas las figuras de dicción, acce­
de a las figuras de pensamiento. Da mayor realce a las que
pertenecen a la instrucción y a las que tienen fuerza y acri­
monia. Trata asimismo del uso de las figuras y del modo de
aplicarlas a diversas materias. Habla también sobre el géne­
ro sublime o magnífico. Y termina con una alusión a los vi­
cios que se oponen a la elocución y al adorno de la oración
o sermón.
En el libro sexto se aborda el tema de la ejecución o pro­
nunciación de los discursos, con las demás ayudas y recursos
para predicar bien. Fray Luis establece el objetivo o fin de la
buena pronunciación; enuncia las cuatro virtudes cardinales
de la pronunciación, que son la corrección, la claridad, el
ornato y la adecuación o el aptum. Explica los modos de pro­
nunciación que competen a las tres partes primordiales del
sermón, a saber, la exposición, la argumentación y la ampli­
ficación. Habla además de los gestos y movimientos del cuer­
po, señalando los vicios en que puede incurrirse respecto a
ellos. Y term ina puntualizando algunas cosas que atañen a
la moderación, afecto, ayudas, ornamentaciones y buen áni­
mo que deben caracterizar al orador sagrado, y cómo pue­
de éste prepararse bien para su sermón.
Por su lado, también la Retórica Cristiana de Diego Valadés
tiene seis partes. La prim era versa acerca del orador y la ora­
toria cristianos, al igual que en fray Luis. Ensalza el estudio
de los saberes profanos, que pueden ayudar al orador sagra­
do, pero sobre todo encarece la necesidad que tiene de co­
nocer la ciencia teológica.
La segunda parte difiere, un poco de la de fray Luis, ya que

34
éste expone la naturaleza de la retórica junto con la del ora­
dor, y Valadés trata de la retórica en cuanto tal en esta nue­
ra parte. Comienza exponiendo lo que es el arte retórica y
sus elementos, apoyándose en Aristóteles, Cicerón y Quinti­
liano. Y distingue la retórica cristiana como el arte de hablar
bien para buscar la salvación de las almas. Trata de los con­
tenidos posibles de la retórica, según el equema de Raimun­
do Lulio; y alude a las fuentes del orador sagrado, además
de la Escritura: los concilios, los papas, los Santos Padres y
los grandes teólogos. Esto se corresponde con el gran inte­
rés de fray Luis en los tópicos retóricos, en su libro II. Para
Valadés los tópicos son los principios Iulianos y las autorida­
des teológicas. Aborda asimismo las partes de la retórica:
invención, distribución y elocución.
Pero también habla Valadés de los recursos estilísticos: pa­
rábolas, metáforas y comparaciones, sobre todo los existen­
tes en la Sagrada Escritura. En eso coincide con fray Luis.
Pero se distingue de él en que diserta sobre el lenguaje y la
memoria artificial. Es todo un tratado en el que adopta re­
cursos mnemotécnicos que usaban tanto los europeos como
los indígenas.
La tercera parte es un tratado de exegesis o de interpre­
tación de la Sagrada Escritura. Permite introducir elegancias
y ejemplos tomados de los poetas, y usar argumentos de los
buenos filósofos. Expone los sentidos de la Escritura: literal
y místico, histórico y tropològico, cosa que no era frecuen­
te; por lo menos, esto no lo hace fray Luis.
En la cuarta parte, Valadés aborda los géneros oratorios:
demostrativo, deliberativo y judicial; los de la tradición gre­
corromana. El demostrativo, que se usa para alabar o vitu­
perar a alguien, es aplicado en lo sagrado para alabar a los
santos y atacar a los malvados. Y aquí introduce una curiosa
y no claramente justificada digresión sobre los indígenas de

35
Mexico. Retoma el hilo de los géneros oratorios, y termina
lo relativo al deliberativo y judicial. Fray Luis lo trata en el
libro IV.
En cuanto a la alabanza, tanto de los bienes materiales,
como de los espirituales, Valadés introduce los de los crio­
llos y los de los indígenas, dejando expresión libre a su amor
por la patria. Toma en cuenta tanto las virtudes de los espa­
ñoles como las de los indios. Y sigue añadiendo digresiones
sobre la Nueva España.
La parte 5a. trata de las partes del discurso en sí mismo:
exordio, narración, digresión, división, confirmación-con­
futación y conclusión. Esto coincide con el libro IV de fray
Luis de Granada. Valadés declara además las características
que debe tener cada una de estas partes para lograr mejor
su efecto.
La sexta parte de Valadés expone las figuras, adornos y re­
cursos oratorios. Eso lo trata fray Luis en el libro V. Cicerón
es la mayor autoridad, pero también Quintiliano, Virgilio y
otros. Cita a San Agustín, al Crisòstomo y a Pico de la Mi­
rándola. Curiosamente, elige como ejercicio la demostración
de que la ciudad de México está en lugar insalubre, por lo
que debe ser cambiada de sitio. Finalmente, Valadés hace un
resumen de los cuatro libros de las Sentencias de los Santos
Padres compilada por Pedro Lombardo, con lo cual pone a
la mano del predicador un buen compendio de teología.
Dice haber seguido en esto el resumen de A m oldo Vesa-
lense.
Con todo, aun cuando el mismo Valadés dice que leyó la
obra de Granada (: 9), es obvio que su libro no es una copia
de la de éste. El plan de Granada se ajusta más al predica­
dor europeo, es más sobrio y armónico. El de Valadés es más
amplio y en función del evangelizador misionero, abarca más
cosas. Se ve obligado a ofrecer al predicador de las nuevas

36
tierras muchas cosas que Granada confió a la lectura de otros
libros. Así, Esteban Palomera ha encontrado párrafos casi
idénticos en ambas obras (cf. Introducción a la Rhet Christ:
xxxvii-xxxviii). Favorece además el cultivo artificial de la me­
moria, por considerar que el predicador en tierras de misión
no podía disponer de muchos libros. Y, además, para ayudar­
lo a adaptarse a la situación concreta, se da a la tarea de des­
cribir y explicar muchas cosas y costumbres de los indios.

37
4. LA RETÓRICA ARGUMENTATIVA
DE FRAY MARTÍN DE VELASCO

La retórica era puesta por los escolásticos dentro del campo


de la lógica, junto con la dialéctica. Si se quiere, entraba en
la lógica tomada en su expresión más amplia, como teoría
de la argumentación. Los escolásticos tenían una teoría de
la argumentación en la que conjugaban la lógica analítica, o
de la verdad necesaria, la lógica dialéctica (en el sentido de
“tópica”), o de la verdad sólo probable, y la retórica, o de lo
meramente verosímil. (Y aun incluían la poética, como la
que hacía creíble, verosímil o aceptable una composición li­
teraria) . En seguida veremos un ejemplo de esta concepción
de la retórica como parte de la teoría de la argumentación.
Ciertamente la disciplina oratoria sufrió épocas de descrédi­
to, porque se la tomaba como puramente emotiva y engaño­
sa; pero en los escolásticos no era así. Era un arte argumen­
tativa que aludía a todo el hombre (emoción y razón) y se
dirigía a él tomándolo como ubicado dentro de un público
concreto.
El Arte de sermones de fray Martín de Velasco es una obra
de retórica eclesiástica impresa dos veces en México y usa­
da para la enseñanza y formación de los predicadores nove­
les. De su autor sabemos que fue un franciscano de Santa
Fe de Bogotá, del reino de Granada, en las Indias, o de la
Nueva Granada, esto es, la- actual Colombia, nacido hacia

38
1621.2 Fue además nombrado custodio y padre perpetuo de
la provincia franciscana de ese mismo lugar. Su obra cono­
ció alguna fama, tanto en España como en la América His­
pana, en Colombia y en México. El ejemplar de la obra que
tenemos es una reimpresión de 1728.
Lo que nos ha parecido importante para la historia de la
Nueva España es que esa obra fue estudiada por los que en
ella se preparaban para el oficio de la predicación, y porque
tuvo en México alguna fortuna, pues corría en copia manus­
crita en antologías como la de fray José Jiménez3 y además
fue impresa en las prensas novohispanas por lo menos dos
veces. No sólo era utilizada por los de su orden, los francis­
canos, sino por otros, como los diocesanos, pues la reim­
presión de 1728 fue hecha a costa del bachiller Gabriel de
Rivas, presbítero domiciliario del arzobispado de México,
esto es, por un clérigo secular. Y es que en verdad era un
buen compendio de retórica para uso de los eclesiásticos, y
se ve que como tal fue muy apreciado.4
La obra se inicia con una apasionada dedicatoria a San
Antonio de Padua, gran predicador de la orden franciscana.
Trae en seguida una aprobación del Dr. Pedro Ramírez del

2 Él mismo dice en el prólogo que al entregar a las prensas su libro


tenía 56 años de edad. Por otra parte, en una de las censuras del libro, la
de fray José López, O.F.M., se dice que la primera edición del mismo fue
en 1677. Si ambas cosas son ciertas, el autor debió nacer en la fecha que
mencionamos.
3J. Jiménez, O.F.M., 1703. Después de la Rhetorica Christiana de Jimé­
nez, contiene manuscrita la obra de Velasco, con el título Arte práctica e
industrial para facilitar al nuevo predicador en el uso de las partes de la Retórica;
ver J. Yhmoff Cabrera, 1975:198, núm, 282.
4 En su mismo parecer o censura nos dice fray José López que el libro
había sido conocido en “uno y otro reino”, ya con cuatro aprobaciones
(es decir, cuatro ediciones por lo menos) desde 1677 en que se publicó
por primera vez. Encomia además la fama bien ganada del autor y su pro­
bada competencia en cuestiones tanto de retórica como de teología.

39
Castillo, catedrático de elocuencia y filosofía en el Colegio
Real y Seminario Metropolitano. Viene además un parecer
de fray José López, lector de prima de teología en el Con­
vento de San Francisco de México. Tiene, asimismo, las li­
cencias del gobierno civil y del eclesiástico*
Avanzando un poco más, topamos con un prólogo al lec­
tor, en el que el autor explica por qué publica el Arte» a pe­
sar de haber muchos, y qué intenta. Lo publica —dice— por­
que ve en los otros tantos defectos, que parecen darle licen­
cia para que imprima el suyo. Lo que quiere hacer, sobre
todo, es compendiar lo útil y rechazar lo recargado y gran­
dilocuente. Busca la sencillez, y quiere reducir las partes del
sermón a sus lugares apropiados. Establece: “La Rectorica
enseña, que todas sus obras se hagan con fundamento: y en
este caso, deviendo ser ingeniero el entendimiento, por no
dispertarle al trabajo, le damos musica con vna descripción
de paxaros, y mariposas” (: 13). Aclara que el arte no da in­
genio, sino agudeza, y aun ayuda al ingenio con el ejercicio.
Y añade con orgullo que es un libro escrito en las Indias, a
pesar de que los comuneros de España no quieran creer que
en las Indias puede haber ingenios.
El Arte de sermones expone la materia en 29 capítulos o
incisos. Velasco empieza definiendo el sermón como “un
todo artificioso, que la Rectorica Christiana dispone, para
persuadir à las virtudes, y aborrecimiento à los vicios; pena,
y gloria con brevedad de palabras” (: 19). Es un todo artifi­
cioso, porque resulta como producto de la técnica o arte re­
tórica. Su fin es persuadir de que se viva virtuosamente y se
abandonen los vicios, ya que la retórica sirve eminentemen­
te para utilizarse en cuanto a las cosas prácticas, ya de la
moral, de la religión, de la política o del derecho, pues son
cosas contingentes, no necesarias, y muy sujetas a la discu­
sión, no evidentes. Si fueran evidentes, no requerirían de

40
persuasión. O, si son evidentes, como las normas de la mo­
ral cristiana para los creyentes, falta hacer evidente la nece­
sidad de cumplirlas y además mover la voluntad para qué las
cumpla de verdad en la vida diaria. Así, la retórica convence
y persuade. Convence por la argumentación, y persuade por
la seducción del ornato literario; es al mismo tiempo una
aplicación de la lógica y de la literatura (al menos como pre­
ceptiva literaria).
De la misma manera, la retórica sagrada, fielmente re­
flejada en este Arte de hacer sermones, estaba orientada a
provocar la acción moral, esto es, mover a una vida con­
forme a las virtudes y las leyes cristianas. Quería llevar a la
práctica del bien y de la caridad. Ya la retórica en sí misma
es eminentemente el instrumento “lógico” de la moral (ver
Camps 1988: 37 y 41), pues no siempre son claras y eviden­
tes para todos las normas morales que se proponen; y, aun
cuando lo sean, como en el caso de los adeptos de una es­
cuela filosófica o de los fieles de una religión, no hay clara
inclinación a cumplirlas, debido a la debilidad y a la miseria
moral del hombre. En el caso de los cristianos, para mover
a los cuales servía el Arte de hacer sermones, había claridad
en cuanto a la norma, pero no había motivación para cum­
plirla; el predicador tenía que levantar los ánimos y encen­
der los corazones para lograrlo. Pero no era asunto sólo de
la voluntad; nada se ama si no se conoce; por ello también
había que dirigirse a la inteligencia. En ese sentido la retóri­
ca cristiana era argumentación y psicagogía, como ya había
enseñado Aristóteles y se había repetido en la Edad Media
(ver Murphy 1974: 269 ss.; Beuchot-González Ruiz 1986: 1-
16, y Beuchot-González Ruiz 1987: 121-139).
Efectivamente, esto lo había ya señalado Aristóteles
en su Metaphysics y lo había reglamentado en su Rhetorica»
La retórica, decía el Es tagüita, tiene aplicación sobre todo a

41
las cosas de la práctica, como lo hemos dicho; pero también
se podría aplicar a las cosas teóricas. Puede incluso, además
de aplicarse a las cosas discutibles, a las cosas de suyo eviden­
tes, pero que alguien, por ofuscamiento, no quiere aceptar.
La lógica versa sólo sobre las cosas evidenLes y necesarias,
pero no sobre las contingentes y discutibles; en cambio, la
dialéctica o tópica y la retórica sí pueden aplicarse tanto a
lo suyo como a lo de la lógica (ver Beuchot 1986: 73-85). En
efecto, aunque las cosas contingentes y opinables no son sus­
ceptibles de una demostración necesaria y apodictica, de las
cosas necesarias y evidentes sí se puede dar una argumenta­
ción probable o verosímil; por ejemplo, al que no acepta el
principio de no contradicción, no hay m anera de demos­
trárselo apodi eticamente; o bien —como decía Aristóteles—
se le considera enajenado, o bien se le argumenta solamen­
te de manera indirecta, persuasiva, de una manera retórica
en el fondo. Cuando nuestro interlocutor nos niega las co­
sas que son principios, no hay otra forma de argumentar con
él; por ello, a ese nivel tan fundamental, la argumentación
es retórica; mucho más la argumentación religiosa (ver Beu­
chot 1986b: 127-143).
Ya que el Arte nos ha definido el sermón como un todo,
nos lo divide en sus distintas partes, unas esenciales, otras in­
tegrales y otras materiales. Las partes esenciales son sus di­
versas funciones: enseñar, deleitar y mover. Enseñar se hace
por la argumentación; el deleitar y el mover se logran por el
ornato y la persuasión. Incluso se nos dice que la retórica
sacra reúne en el sermón las tres funciones, pues mira a “en­
señar, deleitar, y persuadir a los oyentes” (: 21). Enseña y
persuade, es decir, alude a la razón y al corazón. Y es que la
retórica tiene como ideal añadir al discurso del intelecto el
discurso de los sentimientos.
Pascal, en desgarradora lucha con su propio racionalismo

42
de origen, quiso separar ambos discursos, y hablaba de las
razones de la inteligencia y de “las otras razones” —las del
corazón (ver Pereda 1980); pero la tradición retórica griega
y escolástica quiere, al contrario, conjuntarlas. Pascal habla­
ba, por una parte, del espíritu geométrico, racionalista y de­
mostrativo, y, por otra, del espíritu de fineza, cordial y emo­
tivo; y no parecían poder reunirse. Llegó a decir que sólo
Dios podía com prender el corazón del hombre, porque El
lo había creado; y a nosotros sólo nos quedaba dirigimos a
la razón, convencerla y persuadirla. Por ello la retórica te­
nía que ser prácticamente sólo racional: la mejor pieza de
oratoria serían los Elementos de Euclides (ver Beuchot 1987a:
3-8). Ya que el corazón del hombre era tan descontentadizo,
no quedaba más que argum entar para la razón. En ese sen­
tido, el formalismo lógico o matemático sería el mejor para
argumentar, para convencer y persuadir. De acuerdo con
ello, la labor de la retórica era dirigirse a la razón con tér­
minos claros o bien definidos, y con enunciados de verdad
evidente o bien comprobada. Pero sabemos que eso no siem­
pre se puede hacer; más aún, sabemos que, a pesar de que
algunas veces se pudiera, no sería suficiente. La claridad y la
sencillez no bastan. El contexto racionalista de Pascal le ha­
cía buscar lo claro y lo distinto (del ideal epistemológico car­
tesiano) donde no puede hallarse. Muchas cosas de la vida
cotidiana, de la vida moral, religiosa, jurídica o política, es­
capan a lo claro y lo distinto, y no se manifiestan con una
verdad evidente dentro de un raciocinio contundente; no se
pueden reducir a la claridad y la distinción. Si pudieran ha­
cerlo, no serían tan discutibles ni necesitarían persuasión
para ser aceptadas. Pues bien, la retórica se refiere a esas co­
sas no claras ni evidentes, tanto de la teoría como de la prác­
tica, que hay que mover a creer o a hacer. Por ejemplo, la re­
tórica sacra usaba el sermón para motivar a la aceptación de

43
Ia ley de Dios y para mover a la acción moral buena, o dejar
la vida de pecado y abrazar la virtud.
Por eso la oratoria sagrada tiene como fin y cometido en­
señar, deleitar y mover, las cuales son sus partes esenciales.
Sus partes integrales —según nos sigue diciendo el Arte de
hacer sermones— son la invención, la elección, la disposi­
ción y la pronunciación; porque en el sermón se necesita “in­
ventar qué, y cómo de lo inventado elegir; lo mejor y mas a
proposito. Y de lo elegido, disponer en sus lugares. Y lo assi
dispuesto: escribirlo, deúrlo, y predicarlo” (: 21). Y las partes
materiales del sermón son la introducción, el orden dentro
de los discursos, de modo que las partes se sucedan conve­
nientemente, y, dentro de los discursos, el orden y lugar de
los conceptos (cfr. : 22). Todo ello se ordena y dispone con
el arte retórica, que da la forma a esa materia, que estructu­
ra esos contenidos, de acuerdo con el público al que va diri­
gido el sermón o discurso.
Y es que, en efecto, la retórica busca la adhesión de
los oyentes, y ésta se da según grados, no de manera unifor­
me. Ya en ello aparece la noción de auditorio, tan puesta de
relieve recientemente por Chaim Perelman en la teoría de
la argumentación llamada “nueva retórica”. La idea es que
los argumentos, en lugar de ser como el “calculemus” de
Leibniz, en el vacío, se dan siempre en relación con un au­
ditorio. No se trata de establecer un relativismo de la argu­
mentación ni de la lógica, pues las cosas necesarias y de­
ductivas no son relativas, sino absolutas; pero las cosas con­
tingentes y discutibles sí lo son. Y son la mayoría. Ellas supo­
nen una audiencia, un público. Incluso la reflexión solitaria
puede imaginarse como teniendo a uno mismo por audito­
rio; mucho más cuando se escribe un artículo o se dicta una
conferencia. Por lo demás, un juzgado y un templo tienen
un auditorio específico. No se dan en abstracto, sino en con-

44
creto. Y, si se dirige a un auditorio concreto, el orador tiene
que adaptarse a él. Incluso se puede suponer la idea de un
“auditorio universal”, pero será un ente ideal, que siempre
estará recibiendo restricciones y adaptaciones al auditorio
concreto. Tal vez sólo en filosofía pueda uno dirigirse a un
auditorio universal, de los seres humanos razonables; pero
basta un desacuerdo en alguno de los principios, para que
se acabe frente a un auditorio específico o particular. No se
niega el auditorio univeral, pues la razón es universal; pero
encuentra algunas diferencias de funcionamiento concreto
en los diversos grupos políticos, escuelas filosóficas o iglesias
religiosas.
El mismo Perelman dice:

Lo que conservamos de la retórica tradicional es la idea de


auditorio, que es evocada inmediatamente cuando se piensa
en un discurso. Todo discurso se dirige a un auditorio; y, de­
masiado frecuentemente, se olvida que esto mismo sucede
con cualquier escrito. Mientras que el discurso se concibe en
función del auditorio, en cambio, la ausencia material de los
lectores puede hacer creer al escritor que está solo en el
mundo, aunque, de hecho, su texto se encuentre siempre
condicionado, conscientemente o no, por aquellos a los cua­
les pretende dirigirse (Perelman-Olbrechts-Tyteca 1987: 417).

Pero la noción de discurso se aplica tanto a la pieza hablada


como al texto escrito (y a otros, como los gestos, las accio­
nes, etc., que también son textos).5

3 La noción de auditorio universal es concebida por Perelman como una


especie de oyente kantiano ideal: “¿Qué hacer cuando el auditorio al cual
uno se dirige no es ni especializado ni limitado; cuando, por un discurso
no ad hominem, sino ad humanitatem, uno se dirige a toda la humanidad
razonable, como es el caso de los filósofos? (...) Semejante argumentación,
que se podría calificar de racional, se conformará al imperativo categóri­
co de Kant: no debo admitir ni proponer a otro más que ‘construcciones

45
En la exposición de Velasco sigue la aplicación del prim er
artificio, o prim era forma fundamental que organiza las par­
tes materiales, y es el orden de ciencia. Éste consiste en apli­
car la lógica a los sermones, pues la lógica tenía —para es­
tos pensadores escolásticos— como objetivo principal los tres
modos de saber, que son: definir, dividir y argumentar. La
definición se hace en la narración del asunto, hipótesis o ar­
gumento, donde se propone y delimita el tema. La división
se propone también en la introducción del sermón (Velasco
dice que de preferencia en tres partes). La argumentación
consiste en ponerse dificultades y deshacerlas con agudeza;
esto ha de hacerse en todo sermón, procurando que se vea
la transición e inferencia de unos conceptos y proposiciones
a otros. Pero sobre todo debe lograrse en la parte de las
pruebas (después del tercer discurso o tercer apartado), para
culminar con la conclusión, reducción, peroración o epílo­
go (: 36). Las pruebas, en el caso del sermón, son argumen­
tos de razón y, sobre todo, de autoridad. No que se trate de
un uso exclusivo del argumento de autoridad, pero sí privi­
legiado; pues, como dice Perelman, la argumentación retó­
rica, que se da con relación con un auditorio, tiene que va­
lerse de las opiniones y los valores a los que más se adhiere
éste, y en el caso del sermón, que se dirige a un público reli­
gioso, tendrá que echarse mano a las Sagradas Escrituras y a
los santos o teólogos más autorizados. Más aún, el propio

intelectuales que puedan valer al mismo tiempo y siempre con respecto a


una universalidad de los espíritus’” (Ch. Perelman, 1964: 269-70). Es un
intento de no relativizar completamente la argumentación respecto del
auditorio, sino de darle un carácter lo menos relativista y lo más universal
que se pueda. Es un cierto principio de universalización. Sin embargo, el
mismo Perelman reconoce que puede haber concepciones diversas de lo
que es este auditorio universal, es decir, que se puede entender de diver­
sas maneras qué cosa es tal auditorio universal, supuestamente el hombre
razonable (ver el mismo, 1970: 225-6).

46
Perelman llega a decir que el discurso teológico, a diferen­
cia de otros, “se dirige sólo a los creyentes que admiten des­
de el comienzo ciertos dogmas o ciertos textos sagrados”
(Perelman 1970: 226). Ésos son los lugares comunes de ese
contexto, es decir, valores comunes, nociones comunes y di­
rectivas comunes, puestas en un lenguaje común, a todos
esos oyentes. Yaque esos oyentes los han aceptado, ir en con­
tra de ello sería contradecirse; y eso constituye un buen ar­
gumentum ad hominem no sofístico, sino válido, que hace ra­
zonable la argum entación.6
Velasco añade en su Arte de sermones la explicación de las
partes integrales, que son la invención, la elección, la dispo­
sición y la pronunciación. Dice que el sermon no sólo debe
llevar el orden de la ciencia, u orden argumentativo, sino
también el más propiamente retórico, que es el del ornato.
Así llega a la materia la forma de exornación (: 40). Como
la invención tiene su lugar más propio en la introducción,
se detiene a enseñar cómo hacer buenas introducciones o
exordios. En cambio, la elección de materiales y la disposi­
ción de los mismos abarcan todo el sermón, no en un solo
lugar, sino en todos. Y lo mismo la pronunciación, gesto, elo­
cución o elocuencia, a la que el autor da un lugar aparte.
Podrá decirse que la retórica no admite diálogo y que por
tanto es una argumentación monológica, sobre todo en la
oratoria sagrada, en la que sólo habla el predicador desde
el pùlpito, proponiendo su sermón u homilía a unos oyen­
tes que perm anecen pasivos. Pero hay por lo menos un cua-
si-diálogo, pues Velasco pide que la argumentación se haga
sobre todo proponiéndose dificultades el propio predicador,
es decir, debe preguntarse las cuestiones que se plantean los
6 En el campo de la filosofía, esta aplicación del argumento ad homi­
nem como peculiar a todas las polémicas filosóficas ha sido estudiado por
H. W. Johnstone J r., 1952: 489-98.

47
oyentes, debe anticiparse a sus objeciones y responderlas,
debe convencerlos de su interpretación de las escrituras o
exégesis bíblica, En esa necesidad de abogar por su interpre­
tación, se parece la hermenéutica a la retórica (ver Beuchot
1987b: 141-8).
La elocuencia versa sobre el estilo de pronunciar los ser­
mones. Dicho estilo es “natural, pulido, con arte, propio, sig­
nificativo y lleno de sentencias” (: 46). Se divide en tres es­
pecies: estilo remiso o sumiso, blando o templado, y mag-
nílocuo o grandílocuo. Estudiar los estilos sirve para dar va­
riedad de tonos al sermón, de modo apropiado, y para evi­
tar monotonías y exageraciones. Con todo, Velasco insiste en
que hay que dar preferencia a la razón, aunque tropiece el
estilo. Por otra parte, el estilo debe ser apropiado a la au­
diencia. Se dan algunos consejos para usar unos u otros se­
gún el sermón o la parte suya de que se trate. De acuerdo
con ello, la elocuencia (sobre todo la cristiana) es saber go­
bernar bien y con propiedad los tres géneros de estilo (: 75).
La forma de exornación culmina con el buen manejo del
gesto o semblante, además de la pronunciación. Velasco de­
fine, con Casiodoro, el gesto o semblante como “un silendo
eloquente” (: 86). Para ello se analizan los gestos que con­
vienen a cada estilo.
Después de la forma artificial de la exornación, viene la
forma substancial del provecho, según cada una de las par­
tes esenciales (enseñanza, deleite y motivación) sobre las ma­
teriales. Así, se habla de los modos y estilos apropiados para
enseñar, para deleitar y para mover los ánimos. Velasco tie­
ne el mérito de combatir a los que exageran y pervierten los
estilos. Insiste en que hay que enseñar sin un estilo árido,
deleitar sin un estilo afectado, y mover o persuadir sin un
estilo exacerbado. Para todo ello desarrolla el arte de los
conceptos, el arte de las proposiciones y el arte de los dis­

48
cursos, así como el arte de enseñar, el arte de deleitar y el
arte de persuadir, con reglas y consejos que ayudan a lograr
bien estas cosas. Y pone ejemplos de todo ello. Velasco ter­
mina haciendo la “reducción” o análisis de las partes princi­
pales de la retórica que ha expuesto. Son tres artificios los
que hacen este arte: el primer artificio es el orden de la cien­
cia, que da la forma fundamental al sermón; el segundo es
el orden de la retórica, que da la forma de exornación; el
tercero es el orden de la misma retórica aportando la forma
de provecho; estas formas organizan las partes materiales del
sermón (introducción y discursos). En las partes integrales
(invención, elección, disposición y elocuencia) la organiza­
ción viene dada por los estilos que convienen a cada parte,
según los conceptos, las proposiciones y los discursos que se
elaboran. Y en las partes esenciales (enseñar, deleitar y mo­
ver) la retórica efectúa la organización, “dando nuevo espí­
ritu à las introducciones con la enseñanza, y magisterio, à los
finales con la persuacion, y à la armonía de toda la obra con
el deleyte” (: 227). Con eso ya al predicador sólo le resta
—dice Velasco— implorar del cielo la inspiración, y ya está
todo.
Según lo que hemos dicho, la retórica —a veces tan des­
acreditada por los excesos que parecen indicar lo contra­
rio— se inscribe en una concepción de la lógica más amplia
que la sola lógica formal, abarca lo que en la actualidad se
llama a veces “teoría de la argumentación”, que también con­
tiene la “lógica informal”. Implica, pues, que el campo de la
lógica no se agota en lo apodícticamente demostrable. Ya de
suyo la lógica tópica (o dialéctica en el sentido de Aristó­
teles) ampliaba ese campo a lo opinable, es decir, quería ha­
cer ver que la lógica no sólo se aplica a lo necesario, sino
también a lo contingente. Y no sólo a lo que se puede cono­
cer como verdadero, sino además a lo que únicamente al­

49
canza a conocerse como verosímil. Se trata, pues, de ampliar
lo más posible el ámbito de la lógica, para que no renuncie
a cosas que quedarían fuera de la racionalidad, i.e. de lo ra­
cional y lo razonable. Hay cosas que no se pueden demostrar
apodícticamente, pero que pueden argumentarse, razonarse.
La retórica se ocupa de las cosas más difíciles de someter a
la razón, a saber, los hechos contingentes y las cosas prácti­
cas, que sólo aspiran a brindar de ellos un conocimiento ve­
rosímil. Por ejemplo, lo que no se discute en un tratado de
lógica, de matemática, ni en uno de física, ni siquiera de lo
que se trata en cosas comunes y aceptadas en la filosofía teó­
rica, sino en los terrenos más movedizos, como en las cien­
cias sociales y en la misma filosofía en su parte moral, o en
los juzgados, o en la tribuna política, o en el pulpito, etc.
Todo eso es susceptible de ser tratado no únicamente a base
de puros sentimientos y emociones, o por la manipulación
propagandística, sino —en el pensamiento de estos filósofos
y teólogos de la Colonia, como Martín de Velasco— por la
razón, pero conducida de manera más amplia que la que se
aplica en las disciplinas deductivas; es decir, como se aplica
en los casos —que son los más— en los que no se puede ha­
cer una inferencia deductiva, por no contar con el conven­
cimiento de los demás, y hay que lograrlo. Esta idea antigua
y tradicional (grecorromana y cristiana) ha recibido impul­
so en la reciente teoría de la argum entación (p. ej. con
Toulmin y Johnstone), en la lógica informal (con Walton y
Woods) y en la “nueva retórica” (Perelman). Ellos participan
del ideal retórico de pensadores escolásticos del tiempo co­
lonial, como Martín de Velasco, de cuyo Arte retórico para
hacer sermones hemos hablado.
El ideal de la retórica —antes como ahora—, por lo tan­
to, es dar cabida a la razón en las cosas humanas; no es,
como a causa de un racionalismo extremo se ha creído, algo

50
irracional y puramente emotivo, cual si fuera una especie de
engaño emocional, control y manipulación de los sentimien­
tos. No. La retórica ha querido ser una apuesta a favor de la
razón, pero de una racionalidad que impregna diversamente
(en distintas medidas, pero sin llegar a diluirse ni a trivia-
lizarse) las cosas que ilumina. No hay la misma medida de
racionalidad en una prueba geométrica que en un juzgado,
o en un parlamento, o en un pulpito, o en el debate filosófi­
co acerca de los principios últimos —ni puede exigirse la
misma. En esos otros casos, que son los más, sólo se puede
pedir lo que Perelman llama “lo razonable”. Pero es la ra­
zón, y es la lógica, al fin y al cabo. Y esto fue lo que quiso
hacer el colombiano fray Martín de Velasco en su compen­
dio de retórica, muy usado en el tiempo colonial mexicano.

51
5. U N MANUAL ADOPTADO EN MÉXICO
EN EL SIGLO XVII: LA RETÒRICA DE FRANCISCO
ANTONIO POMEY

En Mexico fue muy utilizado el libro del jesuíta François


Antoine Pomey (1618-1673) intitulado Novus candidatus rhe­
toricae. Se llegaron a hacer ediciones aquí; por ejemplo, co­
nocemos la que se hizo en los talleres de María de Ribera,
sin año. Se halla en la Biblioteca Nacional de México, bajo
las siglas 808.5 POM.n. Se ve que se trata de algún resumen
o edición parcial, pues la ficha dice que tiene escasas 60 pá­
ginas, a diferencia de las muchas más que tiene la edición
de esa obra hecha en Lyon (Lugduni), en la imprenta de
Antoine Molin, de 1672, también existente en la Biblioteca
Nacional, y que es la que utilizaremos.
Para dar una idea de lo que se estudiaba en esta retórica,
tomaremos el progimnasma lo. de la 2a. parte, que contiene
los elementos generales de la retórica, y el progimnasma 6o.
de la la. parte, dedicado a la noción de lugar común. El li­
bro tiene la curiosidad de proceder por preguntas y respues-
tas, seguramente para dar mayor facilidad al aprendizaje
(memorístico) de los estudiantes.
En cuanto a los elementos de la retórica, el libro comienza
por la naturaleza de esta disciplina. Es el arte del buen de­
cir, de urheon, que en griego significa “decir”, y de urheton”,
que significa “enunciado”. Es arte porque da reglas o precep-

52
tos para lograr un fin. Tal fin es la persuasion, la cual requie­
re hablar con palabras selectas y con oraciones elegantes. Se­
ñala la diferencia entre la retórica y las demás artes, lo cual
es interesante:

La diferencia radica en que el fin de las otras artes es cierta


obra externa, que depende de la voluntad del artífice. Así
depende de la sola voluntad del pintor el que se haga la ima­
gen; y del arbitrio del arquitecto el que se construya la casa;
y así en las demás. Pero, ya que el fin del orador no depende
sólo de la voluntad del que habla, sino también de la volun­
tad del que escucha, que ha de ser persuadido, por ninguna
razón podrá éste ser persuadido por aquél, a menos que quie­
ra; porque por naturaleza es libre, y nadie fuera de Dios
(quien por ello es el único que puede llamarse orador, al
menos el más perfecto) puede dar fuerza a la libertad del
mismo (: 134).

La materia de la retórica es todo aquello de lo que se pueda


disputar, y como de ello son susceptibles todas las cosas, di­
cha materia puede abarcarlo todo. Por eso el orador debe
conocer la naturaleza y propiedades de todas las cosas, para
discurrir adecuadamente sobre ellas. Por eso también la re­
tórica no tiene casi ninguna ciencia que la supere en esa ex­
tensión; pero el orador debe conocer todas las artes y cien­
cias, para poder satisfacer las cuestiones que se planteen.
La cuestión retórica es doble: una infinita, que es la tesis
(que en griego significa “lo propuesto”), y otra finita, que es
la hipótesis (que significa “causa” o “controversia”) . La tesis
se dice infinita, porque no se plantea restringida por ningu­
na circunstancia, como persona, lugar, tiempo, etc.; en cam­
bio, la hipótesis está determinada por alguna de esas circuns­
tancias. Ejemplo de lo primero es: “¿Debe aprenderse el arte
de la retórica?”, que no está definida po r circunstancias; en

53
cambio, ésta sí lo está: “¿Debe aprenderse la retórica antes o
después de la filosofía?”, la cual es ejemplo de la segunda.
Hay cuestiones teóricas y cuestiones prácticas. Pero la divi­
sión más propia de las cuestiones retóricas es en 3 géneros:
el judicial, el deliberativo y el demostrativo o epidictico. El
judicial se divide en dos partes: acusación y defensa. El de­
liberativo en otras dos: persuasión y disuasión. El demostra­
tivo también en dos: alabanza y vituperio. El género judicial
mira al tiempo pasado, pues nadie acusa a otro sino de algo
que ya pasó; el deliberativo mira al futuro, y el demostrativo
al pasado. La acusación tiene como fin provocar el castigo;
la defensa, evitarlo; la persuasión, conseguir alguna utilidad;
la disuasión, evitar algún daño; la alabanza tiende a que se
ame la honestidad de la virtud; el vituperio, que se aborrez­
ca la torpeza del vicio. A diferencia de Granada y Valadés,
se centra en la retórica civil y no en la religiosa.
Pomey toma de Cicerón (De orat, I) la diferencia entre
rhetor y orator, el primero es el que enseña la retórica, y el se­
gundo es el que la ejecuta. En cambio, el declamador es el
que finge una cuestión sólo para ejercitarse. El oficio pro­
pio del orador tiene cinco partes: invención, disposición, elo­
cución, memoria y pronunciación. La invención es la bús­
queda de cosas verdaderas o verosímiles con las que se pue­
da hacer probable lo que se desea persuadir. La disposición
es la distribución ordenada de las cosas encontradas. La elo­
cución es la acomodación de las palabras idóneas para las
cosas encontradas. La memoria es el poder de recordar esas
cosas y palabras. Y la pronunciación es la moderación del
cuerpo y de la voz según tales cosas y palabras.
Las cinco partes de la elocuencia se consiguen con cuatro
cosas: la naturaleza, el arte, el ejercicio y la imitación. La na­
turaleza da, por parte del alma, rapidez para encontrar, ador­
nar y recordar; y, por parte del cuerpo, costados firmes, voz

54
canora, lengua suelta y gracia de movimientos. El arte per­
fecciona lo que da la naturaleza, el ejercicio lo conserva, y
la imitación lo aumenta.
Centrándose en la invención, Pomey aborda los lugares
retóricos. El lugar retórico es la sede de un argumento, o “la
nota con la que se indica lo que debe investigar el orador
en las cosas” (: 140). Los argumentos son invenciones pro­
bables para hacer creer algo, o formar opinión. La argumen­
tación es la explicación del argumento. Hay dos géneros de
argumento: infinito o intrínseco, y remoto o extrínseco. Los
intrínsecos se basan en lugares o apoyos que están en la cosa
o en el asunto del arte; en cambio, los extrínsecos se encuen­
tran fuera de la cosa o del arte. Los intrínsecos son 16: defi­
nición, enumeración de las partes, notación, conjugados, gé­
nero, forma, semejanza, desemejanza, contrarios, adjuntos,
antecedentes, consecuentes, repugnantes, causas, efectos,
comparación. Los extrínsecos son 6: prejuicios, fama, tablas,
juram ento, tormentos, testigos. Todo esto pertenece a la tra­
dición aristotélico-boe ciana.
Explica Pomey los lugares intrínsecos y primero la defini­
ción, que es la oración que declara la naturaleza de una cosa.
Procede por una parte común, que es el género, y otra par­
ticular, que es la diferencia, la cual sólo conviene a la cosa
definida. La enumeración de las partes es la oración por la
que un género o todo se distribuye en sus partes. La nota­
ción o etimología es el lugar que investiga el origen y la sig­
nificación de las palabras. Los conjugados (o derivados) son
los que, nacidos de un vocablo, cambian de terminación,
como de “pudicicia” vienen “pudor”, “púdico”, etc. Pomey
observa de la notación y los conjugados: “Por lo demás, es­
tos dos lugares son casi los más estériles de todos” (: 142).
El género es un todo común a muchas partes distintas en
especie. La forma o especie es la parte sujeta al género. La

55
semejanza es la oración que hace pasar de ima cosa a otra
en virtud del parecido, por ejemplo: “así como los afectados
por alguna enfermedad no sienten la suavidad de los man­
jares, así los facinerosos no sienten gusto por la alabanza ver­
dadera” (: 143). La desemejanza es lo que infiere una cosa
de otra desemejante, p. ej. “los malvados padecen muchas
cosas para ser eternamente miserables, y tú no quieres pa­
decer nada para ser bienaventurado eternam ente”.
Los opuestos son cuatro: adversos (virtud-vicio), privativos
(vida-muerte), relativos (padre-hijo) y negativos (pío-impío).
Los adjuntos o circunstancias son tres: 1) los adjuntos de las
cosas hechas: lugar, tiempo, vestido, compañía; 2) los adjun­
tos del alma: vicios y virtudes; 3) los adjuntos del cuerpo: be­
lleza, deformidad, fuerza, etc. Los antecedentes son las co­
sas que necesariamente se vinculan con otras consecuentes
(mientras que los adjuntos no tienen ese carácter necesario).
Ejemplo de antecedente: “salió el sol, luego es de día”; de
consecuente: “tiene una cicatriz, luego recibió una herida”.
Los repugnantes son las cosas que difieren entre sí sin cier­
ta ley: “lo ama, luego no lo dañó”. La causa es la que hace
algo. Pomey pone las cuatro aristotélicas: final, eficiente, for­
mal y material. Los efectos son los resultados de las causas.
La comparación —dice siguiendo a Rodolfo Agrícola— se da
cuando se relacionan dos cosas con algo común: “El ilustre
a veces merece la palma con la fuga y no con la lucha”. Es
triple: de lo mayor a lo menor, de lo m enor a lo mayor, y a
pari. El prim ero lleva la partícula “mucho menos”, así: “cin­
co legiones no pueden vencer a un ejército, luego mucho me­
nos dos podrán hacerlo”; el segundo lleva “mucho más”, así:
“tomó con paciencia los golpes, mucho más tomará las pala­
bras”; el a pari lleva “de manera semejante”.
En cuanto a los lugares extrínsecos, comienza con el pre­
juicio, que consiste en acudir a lo que se hizo en otro juicio,

56
para que se actúe en este nuevo de m anera parecida. La
fama da un argumento por lo que comúnmente dice la gen­
te. Se argum enta por las tablas cuando se demuestra que
aquello de lo que se trata ha sido referido en las tablas pú­
blicas. y que por ello es evidente. El juram ento, el tormento
y los testigos son otras formas de aducir pruebas.
Pasando a la disposición o a las partes del discurso, Pomey
dice que son cuatro: exordio, narración, confirmación y pe­
roración. A veces se añade una quinta: la confutación, pero
a Pomey le parece que va junto con la confirmación. El exor­
dio prepara el ánimo del oyente para el resto del discurso,
haciéndolo benévolo, atento y dócil. Se hace benévolo si se
le recalcan las virtudes del discurso, si el orador habla de sí
mismo humilde y modestamente, y si atiza la envidia de los
adversarios. Se lo hace atento si se promete hablar de cosas
grandes, necesarias y útiles. Se lo hace dócil si se le muestra
con claridad el asunto del que se hablará. Los tópicos o lu­
gares comunes que le tocan son ‘los que sirven para estimu­
lar e incitar suavemente al oyente” (: 149).
Deja de lado la narración, pues le dedicará un espacio
propio, y pasa a la confirmación, que, como sabemos, cons­
ta de confirmación propiamente dicha y confutación o refu­
tación. Ambas pueden hacerse cuando se instiga la causa o
cuando se conoce el status. Este último es la cuestión que
surge del establecimiento de la causa. Cuando se le da una
respuesta bien fundada, a ésta se la llama juicio. El status es
triple: “¿existe la cosa?”, ‘‘¿qué es?” y “¿cómo es?”. Los argu­
mentos probatorios deben colocarse de m anera que los muy
firmes vengan al comienzo, los mediocres en el medio y los
mejores al final. Eso constituye una argumentación, la cual
es “la explicación más prolija y artificiosa de un argum ento”
(: 151). Tiene cuatro especies: raciocinio, inducción, entime­
m a y ejemplo. Se les pueden añadir el epiquerema, el sori-

57
tes y el dilema. Los cuatro primeros surgen de los lugares
retóricos, de acuerdo con las cosas ciertas o probables que
se toman de ellos. Las cosas ciertas son: “1. las que se perci­
ben con los sentidos del cuerpo, 2. las que se comprueban
con la común opinión de todos, 3. las que son previstas por
las leyes y aceptadas por las costumbres, y 4. las que ya han
sido probadas y concedidas por los adversarios” (: 152). Las
cosas probables son las que suceden casi siempre y las que
tienen alguna apariencia de ser verdaderas.
El raciocinio o silogismo es la argumentación más perfec­
ta. Tiene tres partes: proposición, suposición ( assumptio) y
complexión. Van en ese orden en el ejemplo:

Todo vicio ha de ser rehuido (Proposición)


La pereza es un vicio (Suposición)
Luego la pereza ha de ser rehuida ( Complexión)

Se puede comenzar por la complexión y aportar las otras


dos como pruebas, para darle variedad y evitar el hastío.
También se pueden añadir sendas pruebas a los dos prime­
ros.
El entim em a es un raciocinio o silogismo incompleto,
pues se le quita alguna de las premisas o alguno de los tér­
minos:

La pereza es un vicio
Luego ha de ser rehuida.

La inducción es “la oración que a partir de muchas cosas


no dudosas capta el asentimiento del auditorio; o es la argu­
mentación que, de muchas colocaciones, llega a donde quie­
re ” (: 154). Puede hacerse por enumeración de partes con­
tenidas en un género, o por comparación, la cual se hace
más elegantemente si procede por preguntas y respuestas.

58
El ejemplo es la inducción retórica (así como el entimema
era el silogismo retórico), o inducción incompleta, en la que
de una cosa se pasa a otra semejante. Por eso tiene que que­
darse en lo particular, ya que no tiene fuerza inferencial para
llegar a algo universal.
El epiquerema “es el raciocinio breve cuyas partes se re­
ducen a una* Como ‘¿sin causa acusará el siervo al señor?’,
argumentación que, añadiendo las otras partes que se sobre­
entienden, se reduce a u n raciocinio” (: 155). Haciendo eso
en el ejemplo dado, se obtiene: “No debe el siervo, sin cau­
sa, acusar al señor; éste es siervo de este hombre; luego no
debe acusarlo sin causa”.
El sorites amontona como en un acervo muchas propo­
siciones que se van concatenando para inferir lo que se quie­
re. Por ejemplo:

Lo que es bueno es deseable;


lo que es deseable debe aprobarse;
lo que debe aprobarse es laudable;
luego lo que es bueno será laudable.

El dilema es el raciocinio “incom pleto” (ratiocinatio im­


perfecta, dice el autor) que tiene dos partes contrarias, pero
de m anera tal que, sea cual sea la que el adversario conce­
da, éste queda atrapado. Por ejemplo: “Si los jueces son im­
placables por su dureza, se dice que es suma su acritud; y si
son aplacables, se dice que es suma su delicadeza”.
La peroración es la última parte de la oración o discurso,
en la que el orador debe poner su mayor vehemencia y re­
cursos de persuasión. Consta de amplificación y enum era­
ción. La prim era consiste en engrandecer y embellecer lo
que se ha dicho; la segunda consiste en repetir todo lo que
se ha dicho, pero ahora de m anera muy breve y sucinta.

59
Pomey finaliza este tratado diciendo que ha abarcado las dos
primeras partes de la retórica, a saber, la invención y la dis­
posición; la elocución tendrá su tratamiento aparte, y la me­
moria y la pronunciación dependerán más del ejercicio que
de los preceptos.
Pongamos, para terminar, lo que dice Pomey en su breví­
sima progimnasma o ejercitación VI (de la la. parte), acerca
del lugar común, ya que se aparta de la idea que se tiene nor­
malmente del lugar común o tópico en la dialéctica, y lo
hace adquirir una particularidad muy propia de la retórica.
Habla del lugar común tanto para la destrucción o confu­
tación como para la confirmación o aseveración. El lugar
común “es la oración que exagera las alabanzas o los vicios
de alguien” (: 128). Aquí parece estar aludiendo no tanto al
lugar común o tópico dialéctico como ley o regla de inferen­
cia, sino a lo que ha dicho en su tratamiento retórico, a sa­
ber, que lo común se toma aquí por lo que la gente dice o
acepta acerca de alguien, es decir, por la fama que hay de
ello. Se dice común, explica el autor, porque puede atribuir­
se a todos los que tienen esa cualidad o ese defecto. Aquí
vemos, pues, que toma el lugar común por las cosas que
habitualmente se dicen del que tiene alguna cualidad, como
el ser justo, o algún vicio, como el ser perezoso, A alguien
que tiene esa cualidad o vicio se le podrán atribuir todos los
predicados que van asociados con ellos. Pero esto no nos lla­
ma tanto la atención si consideramos que aunque se defina
lo común del lugar común por la comunidad de la aplica­
ción o atribución, se está en el fondo definiendo por la co­
m unidad de aceptación por parte de los oyentes o audien­
cia. El lugar común solía decirse tal porque iba a ser acepta­
do por el común de la gente que conformaba el auditorio.
Añade Pomey que el lugar común es cierta amplificación
grave. Y le adjudica seis clases, según que proceda 1) por lo

60
contrario, 2) por la sentencia o parecer, 3) por la exposición,
4) por la digresión conjetural, 5) por la comparación y 6)
por la exclusion de la misericordia. Por ejemplo, en el caso
de un crimen, se exagera el bien que le es contrario, la sen­
tencia o el consejo que lo desaprueba, la exposición del mal
que produce, la digresión conjetural acerca de la vida y cos­
tumbres que llevaron al sujeto a ese crimen, y la exclusion
de la misericordia que se debe hacer en vista de la gravedad
del asunto.
El lugar común, así entendido, se aplica tanto a la des­
trucción como a la confirmación. Se usa en la destrucción,
reprendiendo la cosa que se propone, con tal de que sea du­
dosa o no completamente clara. Se destruye, en prim er lu­
gar, la buena fe que pudieran tener los autores, negando que
se pueda confiar en ellos; luego se destruye la cosa misma,
alegando que es: oscura, difícil, indecorosa, increíble, repug­
nante o inútil. Se usa en la confirmación, de modo inverso
que antes, a saber, mostrando que la cosa es clara, fácil, de­
cente, probable, conveniente y útil (: 131-2).
Como conclusión y para hacer ima evaluación de este ma­
nual de retórica, podemos decir que la obra de Pomey fue
un instrum ento útil para los estudiantes novohispanos del
siglo xvn. No sólo por su didáctica presentación en pregun­
tas y respuestas, como una especie de “catecismo” de orato­
ria, sino por su claridad y concisión. Trata lo indispensable
de los principales temas de la disciplina, y confiere de ellos
un conocimiento suficiente. Es didáctico en cuanto a la pre­
sentación y adecuado en cuanto al contenido.

61
6. LOS GENEROS DE ORACION
EN VAT .TARTA Y PALMA

El jesuíta mexicano José Mariano de Vallaría y Palma hizo


una adaptación del manual de retórica de su cofrade sici­
liano P. Pedro María la Torre para los colegios de la Nueva
España, De arte rhetorica et poetica institutiones, y tuvo aprecia­
ble éxito en el siglo xvm.7 La estructura del librito es la si­
guiente. Después de un breve prólogo, vemos que la obra
consta de dos libros. Uno es propiamente la retórica, y lleva
el encabezado “De la oración suelta (soluta) El libro segun­
do es acerca de las elegancias y partes de la oración o dis­
curso latino.
Ese libro primero se halla dividido en 5 institutiones o ins­
trucciones. La prim era versa sobre aquellas cosas que perte­
necen a la retórica en general. La segunda trata del artificio
de las cartas, esto es, del género epistolar. La tercera, de las
ejercitaciones de Aftonio (progymnasmata Aphtkoniî). La cuar­
ta, de cada una de las partes de la retórica. La quinta, y últi­
ma, abarca cada uno de los géneros de la oración. El libro
segundo es breve, y contiene una sola instrucción, en la que
se habla de las elegancias del sermón latino: cuándo hay que
anteponer o posponer alguna dicción, qué cosas se han de
7 Ver la refundición que hace José Mariano Vallaría y Palma, S.I., de la
obra de Pedro María La Torre, S.I., en la edición de 1753. Citaremos por
esa edición, entre paréntesis, en el texto.

62
unir, cuáles separar, qué cosas se ponen al principio o al fin
de la oración de modo que sean agradables; construcciones
elegantes de verbos, y la elegancia que hay en ciertas pala­
bras. Lo que más nos interesa por ahora es el libro I; vere­
mos algunas de sus partes más de cerca.
Entremos a la instrucción inicial. Su capítulo primero nos
habla de la naturaleza de la retórica. Basándose en Cicerón
(De invent., 10), Vallaría define la retórica como “el arte de
hablar adecuadamente {apposite) para persuadir” (: 1). Re­
cordemos que los escolásticos veían el arte como conjunto
de reglas de procedimiento o preceptos para conseguir un
objetivo determinado, que aquí es el persuadir. El capítulo
segundo trata de la materia de la retórica, es decir, de su con­
tenido discursivo. Ella puede hablar de todo, ya que todo es
susceptible de ponerse en una cuestión o en un discurso.
Puede ser en forma de tesis o en forma de hipótesis. Vallarla
explica que, pues la retórica habla de todo, un todo puede
ser de dos clases: universal, que es lo que los griegos llama­
ban thesis, o singular, que es lo que ellos llamaban hypothesis
(: 2). Difiere un tanto de la explicación que daba Pomey de
la tesis y de la hipótesis, según la materia de la oratoria. Y
esa materia se contiene en tres formas de discurso: delibe­
rativo, judicial y demostrativo {al que también llaman epi­
dictico) . El primero trata lo referente a la persuasión o a la
disuasión, el segundo lo que toca a la acusación o a la de­
fensa, y el tercero lo relativo a la alabanza o al vituperio. Aquí
repite la tradición, como lo había hecho Pomey.
No es sino hasta la instrucción V donde Vallaría retoma
el hilo de los géneros del discurso o de la oración. Un capí­
tulo está dedicado al género exornativo, que se subdivide en
demostrativo (sobre todo el panegírico), judicial y delibe­
rativo. El otro capítulo restante está dedicado al diálogo, la
historia y el elogio.

63
En cuanto al panegírico, Vallaría expone su etimología,
que es el griego panegyris, la reunión pública que se hacía
en los juegos. Allí se alababa a los atletas y a las ciudades.
Después significó la oración laudatoria que se dirigía al prín­
cipe frente al consejo de los nobles. Ahora es cualquier ala­
banza de una persona o de una cosa. Dice que hay un or­
den que se debe seguir en la alabanza de una persona, y ese
orden es doble: uno de las cosas y otro de los tiempos. Las
cosas son las cualidades de la persona, y pueden ser las vir­
tudes de la inteligencia o las de la voluntad, teóricas o éti­
cas. Son los adjuntos (adjuncta) internos. Los adjuntos exter­
nos son los dones de la fortuna, como la patria, la familia,
las acciones, las dignidades, etc.; los bienes del cuerpo: fuer­
za, salud, etc.; y si no tiene esos bienes, se le buscarán otros,
como el haberlos despreciado por el saber, etc. El orden de
los tiempos es el mismo que el de la historia, según el cual
se van narrando los sucesos. El primero es el tiempo que
antecedió a su vida, en el que hubo desde entonces buenos
augurios sobre su persona. Sigue el tiempo de la vida, pro­
piamente dicho, en el que se consideran la niñez, la adoles­
cencia, etc., señalando las virtudes propias de cada etapa que
adornaron al personaje. Sigue el tiempo después de la muer­
te, asignando la causa y la razón de la misma, que, obviamen­
te, fue debida a su lucha por el bien. Examina el orden del
tiempo que da Plinio y el que da él mismo, diciendo que este
último es más simple.

Pero en cualquiera de los dos órdenes, conviene que el esti­


lo sea insigne y florido, ilustre en donaires de palabras y ora­
ciones. El exordio ciertamente sea de piedra preciosa, extraí­
do de los adjuntos, si son dignos, o de lo dicho, o de algún
otro capítulo ilustre. La proposición sea verdadera, y conten­
ga una alabanza verdadera, pues si es increíble, no es alaban­
za. La confirmación en la narración de los hechos, verse so­

64
bre la ponderación de los mismos. La cual ponderación de
las cosas hará aptísimos los capítulos, y si antítesis, distribu­
ciones. Presente exclamaciones graves, eruditas y llenas de
jugo las sentencias (: 144).

Habla después de la alabanza de las cosas. Tiene también


un orden. Pueden alabarse muchas cosas. Y pueden alabar­
se por varios motivos: dignidad, según la materia de la que
está hecha; utilidad, según los servicios que preste; y por
comparación con lo opuesto. Por ejemplo, así alaba Cicerón
la poesía en Pro Archia, la ciencia militar en Pro Murena y la
filosofía en las Cuestiones tusculanas. Las ciudades se alaban
por su antigüedad, sus fundadores, sus edificios, el lugar, los
ciudadanos, etc.
Hay varios tipos de oración en el género demostrativo. La
oratio genethliaca, que celebra el nacimiento de algún niño.
El epitalamio, en el que se alaban unas nupcias, como en
Estado y Claudiano. La oración eucaristica o acción de gra­
cias por un beneficio recibido, como en el Pro Marcello de
Cicerón. La oración istiriónica, por la que se recibe a un prín­
cipe en una ciudad. La oración fúnebre o epicedio, en la que
se alaba al que ha muerto y se consuela a sus deudos. Por
ejemplo, Mureto, sobre la muerte de Carlos IX y Cicerón en
las Filípicas 9 y 13. También entra el vituperio, en el que se
procede al revés de la alabanza. Como Cicerón en la oración
contra Vatinio. Igualmente le pertenecen los prefacios {prae­
fationes) didáctico o didascàlico, disputatorio y dedicatorio. La ora­
ción didáctica es la que se pone cuando algún autor intro­
duce alguna disciplina que ha de enseñar; en ella se alaba
su contenido y su utilidad. La disputatoria es la que se ante­
pone en las discusiones escolásticas. La dedicatoria es la que
se usa en las epístolas o tiene modo de carta.
Ésta era la doctrina común en los colegios jesuítas. To­
davía en un manual de retórica de 1888, compilado por el

65
padre jesuíta Domingo de Colonia, se encuentra exactamen­
te la misma división dada por Vallarla del gènero demostra­
tivo. Según ese manual, dicho género se divide en piezas
panegíricas, fúnebres, eucarísticas, gratulatorias y las
didácticas. Además, el panegírico tiene las mismas partes: el
tiempo que antecede al nacimiento, lo que puede alabarse
de la rida del personaje, de las cosas del cuerpo y de la for­
tuna, del tiempo que sigue a su muerte (D. de Colonia 1888:
236-46).
El género demostrativo o epidictico es sumamente impor­
tante, al punto de que se ha temido que el discurso filosófi­
co se reduzca a él. Como dice Jeff Mason,
el peligro que algunos verían en la idea de que la filosofía es
conversación está conectado con el miedo de que la filosofía
se vea colapsada con la retórica, el miedo de que todos los
argumentos filosóficos permanezcan en la arena de lo pro­
bable. Si eso es verdad, entonces también permanecerán en
la arena de lo retórico. La filosofía se volvería una clase de la
oratoria epidictica, en la cual los placeres de una buena con­
versación son el objetivo de la actividad. Por ejemplo, la cues­
tión no es si el fundacionalismo o el anti-fundacionalismo en
la epistemología es verdadero, sino cómo plantear el caso
(Mason 1989: 66-7).

En ese sentido, todo se volvería cuestión de un veredicto


arrancado a la audiencia. Pero la filosofía no se convierte en
género epidictico. Queda el recurso a la verdad más allá de
lo verosímil, a la objetividad más allá de la subjetividad. In­
clusive, lo verosímil existe a condición de que exista lo ver­
dadero, ya que solamente por comparación con él podrá
declararse opinable y distinguirse de lo inopinable. Pero to­
do ello nos muestra el carácter perlocucíonario de la filoso­
fía misma, perlocutiridad que se da de manera muy señala­
da en el género demostrativo o epidictico.

66
El género judicial tiene dos especies: la acusación y la de­
fensa. La acusación expone los crímenes y prueba que son
del acusado, y además granjea el odio sobre él. Por ejemplo
en las Verrinas de Cicerón. La defensa (o apología) rechaza
una acusación de un crimen. Es defensa del hecho, cuando
se niega el crimen, o del derecho, “cuando se excusa o se con­
tiende que el hecho se hizo con derecho” (: 147). Aquí se
procura la conmiseración hacia el reo y el odio al acusador.
Por ejemplo, en el Pro Milone ciceroniano. Una acusación se
puede revocar con una oración monitoria, la cual trata de
conducir a una conciliación; o con una invectiva, la cual es
un rechazo vehemente del crimen, como en las Catilinarias,
o con una expostulatio, o queja de la injuria recibida.
En el género deliberativo “caen las cosas que pueden ha­
cerse o no hacerse, y entonces la persuasión es para que se
hagan, y la disuasión es para que no se hagan” (: 148). En
ambos asuntos, el exordio tiene que captar la benevolencia
por la cosa usando los lugares adjuntos del tiempo y de las
personas. La confirmación se hace por la honestidad, la uti­
lidad, la necesidad, la facilidad, lajocundidad. La peroración
se esfuerza por excitar el amor a la cosa, o el deseo de ella,
o la esperanza, o la audacia o la emulación. Vallarta da algu­
nos consejos: no recargar el ornato, que no parezca haber
insidia, que el estilo sea vehemente, firme y razonado. A este
género pertenecen la recomendación, la petición y la consolación.
Y puede añadirse la exhortación, como la que hace Cicerón
en Pro Lege Manilia.
También esta partición del género deliberativo era común
y siguió teniendo mucha fortuna. El mencionado manual
jesuítico de 1888 trae casi la misma doctrina que Vallarta. En
este género se busca persuadir o disuadir; para ello se dan
argumentos por lo honesto, lo útil, lo necesario, lo jocundo.
Sus modos son la exhortación, la concitación, la concilia­

67
ción, la recomendación, la petición y la consolación (D. de
Colonia 1888: 247-52).
El capítulo II está dedicado al diálogo, la historia y el elogio.
El diálogo es el discurso entre varias personas que quieren
lograr el aprendizaje o la solución de algo. Puede ser familiar
u oratorio. Ejemplo del primero se ve en Pontano; del segun­
do, en el De Amidtia de Cicerón. Vallaría da algunos consejos
para realizar convenientemente ambos tipos de diálogo.
La historia es “la exposición sincera de las cosas que se hi­
cieron” (: 151). Si se periodiza en años, se trata de anales; si
en días, efemérides o diarios. Si es una narración estrecha, es
un comentario; si es copiosa, es propiamente historia. Su fi­
nalidad es instruir sobre el bien que hay que procurar y el
mal que hay que rehuir; pero tiene que hacerlo deleitando.
En el exordio se alaba la historia misma, con la ponderación
de las cosas que se narran. Hay que evitar un ingreso humil­
de, y la narración debe hacerse observando el orden de los
tiempos. Virtudes de la historia son: la suavidad, ya por la
nobleza de la materia, ya por el uso de figuras literarias; la
sinceridad, de modo que no suene a fábula; la perspicuidad,
que resulta de una exposición coherente; y la brevedad, aun­
que hay que dar a cada cosa el peso que amerita.
El elogio es “la alabanza más breve de una cosa o un hom­
bre” (: 153). Es de tres clases: histórico, oratorio y lapidario. El
prim ero es el que hacen los historiadores al presentar las
prendas de sus historiados. El segundo pertenece a los ora­
dores, y lleva un estilo más florido. El tercero es el que reci­
be con mayor propiedad el nombre de elogio, y se hace en
los epitafios.
El artificio general del elogio es utilizar sentencias y argu­
cias que siempre muestren ingenio. Por eso ha de ser muy
lacónico. La disposición del elogio es doble: intrínseca y ex­
trínseca. La intrínseca exige que las cosas y las argucias se

68
pongan en orden. El exordio es una tesis muy general, de la
que se pueda descender a una hipótesis o a la misma cosa
elogiada. Sigue la confirmación de las alabanzas. Y la con­
clusión ha de ser la alabanza de alguna acción señalada, por
ejemplo mediante un epifonema. La disposición extrínseca
es la distribución de las líneas, la cual puede ser periodai
(como una oración compacta) o lineal (en líneas o versos).
Argucia es cualquier cosa que se dice con sutileza e inge­
nio. Se pueden decir de manera graciosa, espléndida o sen­
tenciosa. Los elogios ya habían pasado a la posteridad, muy
usados por los romanos, en casas, sepulcros, etc., y entonces
eran imitados; por ejemplo, Vallar ta se refiere al francés (gal­
lus) P. Ruaens, que lo había hecho el siglo anterior al suyo.
Pone diversos ejemplos. Las argucias pueden sacarse de va­
rias partes, como tópicos: (1) las definiciones amontonadas
(conglobatae), (2) la repugnancia o antítesis con ciertas cosas,
(3) la alienación o las cosas alienadas, cuando se dice como
propio algo que no lo es, como una especie de metáfora, por
ejemplo decir que alguien lloró en una boda o que rió en
su muerte, (4) la comparación, para resaltar lo bueno por
relación a otro, y (5) la alusión, cuando lo que se dice se re­
fiere a historias, fábulas, proverbios, etc. Vallar ta termina ha­
blando de la inscripción y del epitafio, que son otras formas
del elogio (: 162-4).
Como conclusión de la exposición de Vallarla, vemos que
la retórica que maneja es por antonomasia de índole esco­
lar. Tiene por cometido dotar a los alumnos con los elemen­
tos o instrumentos que les serán necesarios para desenvol­
verse en el quehacer retórico. Por eso acusa un cierto afán
de exhaustividad. Son listas inmensas de recursos. Listas de
figuras, de tropos, como queriendo que no se quede fuera
ninguno de ellos, porque podrían servir para el trabajo de
persuasión.

69
Además de dar esas listas prolijas de recursos, da reglas y
consejos para su buena utilización. Por tratarse de alumnos
principiantes, Vallarta parece no tener mucha confianza en
el buen uso que harán por sí mismos de los recursos que les
brinda, y añade normas y consejos para evitar el abuso de
esas herramientas. Todo abuso haría ridículo el recurso, y
ésa es la máxima preocupación de Vallarta.
Todo lo que compete a los géneros de la oratoria debe lle­
var a un lado normas para su buena aplicación, ponderada
y exacta, ya que el avezado profesor ve los riesgos a los que
están expuestos los noveles rhetores. Por eso insiste tanto en
la ponderación y la mesura. Pero, así como Vallarta se pre­
ocupa de la buena utilización de los elementos, no ayuda
mucho, al parecer, en la vertebración y articulación cualifi­
cada y viva que ha de estructurar de una m anera orgánica
todos esos elementos en una síntesis superior. Parece ser que
todo ello le quedaba al alumno, quedaba a cuenta y riesgo
de la m anera en que ese alumno las animara con su inge­
nio; de ser un alumno aprendiz de fórmulas, tenía que pa­
sar a ser uno que las hiciera carne propia, capaz de transfor­
marlas, por el hábito y la virtud del arte retórica, en alma de
su misma rida.

70
7. LAS LECCIONES DE RETÓRICA
DE FRAY MATÍAS DE CÓRDOVA

Fray Matías de Córdova fue un dominico, procer de la inde­


pendencia, que se disputan Chiapas y Guatemala.8 Entre
otros varios escritos, dejó unas Reflexiones a hs libros de elocuen­
cia, que son lecciones de oratoria y algunos ejercicios de apli­
cación de la misma. Trataremos de extractar lo más signifi­
cativo de su contenido.9
La obra consta de un prólogo, seis lecciones y un largo
apéndice. En la primera lección se estudian las nociones pre­
liminares de la retórica, tales como la definición y el objeto
de esta disciplina, los bienes, el orador, el fin y los géneros
de la oratoria y su instrumento. La lección segunda es un
ensayo sobre las pasiones, siguiendo el ejemplo de Aristó­
teles, ya que las pasiones son lo que moverá el orador. Tales
pasiones, tanto del apetito concupiscible como del irascible,
son el amor, el odio, el gozo, la tristeza, la esperanza, la
desesperación y otras, que Córdova reúne en un solo y mis-
8 Cf. Beuchot 1988: 83-8 ; también recogido en Beuchot 1987.
9 La obra fue editada primero en la imprenta Beteta, de Guatemala,
en 1801. Se la conoció con el título de Prelecáones. Después apareció por
entregas en la revista El Ateneo Centro Ameñcano, de Guatemala, vols. I y II
(1888-1889), de la cual fue tomada para la edición de la Universidad Au­
tónoma de Chiapas, como Fr. Matías de Córdoba, 1994, Ésta es la edición
que usaremos, citando, entre paréntesis, los números romanos de la pa­
ginación.

71
mo apartado. La lección tercera, que nuestro autor hace co­
rresponder a la prim era parte de la retórica, versa sobre
la invención, y abarca las pruebas, los lugares retóricos, la
amplificación y los cánones. La lección cuarta, correspon­
diente a la segunda parte de la retórica, trata de la disposi­
ción, y comprende el exordio, la protasis, la etilogía, la apó-
dosis, la base, la narración, la confirmación, la diposición de
los argumentos, algunos tipos de argumentación, como el
sorites y el dilema, además la refutación y la peroración. La
lección quinta contiene la tercera parte de la retórica, que
es la elocución, en la que se considera la elegancia, el perio­
do, el estilo y la gravedad. La lección sexta contiene la cuar­
ta parte de la retórica, que es la acción. Luego viene un
apéndice muy extenso, en el que se habla del modo de en­
señar y se efectúa el análisis de tres piezas oratorias de Cice­
rón: la oración por la Ley Manilia, la oración en defensa de
Milón y la oración por la vuelta de Marcelo.
Define la retórica como “aquella doctrina que perfecciona
la natural facultad de mover a la acción por medio de pala­
bras” (: XVII). Esa moción a la acción se da al excitar las pa­
siones de la voluntad, por eso él dedicará —al igual que
Aristóteles— un tratado a las pasiones. Pero la voluntad es
un apetito racional, por lo cual también hay que darle razo­
nes, argumentos. Y tiene como finalidad el bien, por eso hay
que darle razones o motivos para que vea como un bien
aquello que se le propone y se mueva a conseguirlo. Pero,
además de las razones, a veces prueba igualmente la costum­
bre. Por ello debe conocerse el carácter de las personas. En
el carácter influyen las pasiones, y una pasión se destruye por
su contraria. Además, los bienes y los males pueden llegar a
un equilibrio en la consideración de los oyentes, y entonces
hay que hacer que se inclinen hacia lo que conviene. A esto
también contribuye la buena opinión que se tenga del ora-

72
dor. Por eso hay que procurar tener dignidad, manifestar
interés por el grupo, tener instrucción y circunspección, que
es la capacidad de ponerse en el lugar del auditorio y con­
cebir sus circunstancias (: XXIV). El fin de la retórica es la
acción interior o la exterior. Ejemplo de la primera, senten­
ciar condenatoriamente; ejemplo de la segunda, admirar.
Los géneros de la retórica son: el demostrativo, el delibe­
rativo y el judicial. El instrumento de la oratoria es la pala­
bra. Pero también la compasión, en el sentido de la empatia,
es decir, poder padecer con los otros o lo que los otros.
El estudio de las pasiones es necesario a la retórica, como
lo hizo ver el Estagirita, ya que es lo que hay que mover en
los oyentes. Ya hemos aludido a las pasiones que Córdova es­
tudia. En ellas considera las causas que las producen y los
efectos que tienen en los seres humanos. De m anera muy
acorde con la ilustración, Córdova define las pasiones a par­
tir de la noción de interés. Así, el amor es “un interés de co­
m unicar con otro racional las perfecciones personales”
(: XXX). El odio es el interés de apartar las cualidades de­
testables. El gozo es la perfección del interés, por la fruición
de un bien. La tristeza es la presencia de lo que es aborreci­
ble al interés. La esperanza es un impulso al movimiento del
interés. La desesperación es la detención del interés hacia
algo por la gran cantidad de impedimentos que se hallan.
Habla de otras pasiones más brevemente, ya que dependen
de las anteriores, como los celos, la envidia, la audacia, el
deseo, el temor, la vergüenza.
La retórica se divide en invención, disposición, elocución
y acción. En cuanto a la invención retórica —prim era parte
de esta disciplina—, Córdova aborda la argumentación retó­
rica, también en la línea de Aristóteles, quien concebía la dis­
ciplina oratoria como teniendo una parte psicológica (estu­
dio de las pasiones), o psicagogía, y otra parte lógica, o de

73
teoría de la argumentación. En la parte inventiva hay que
“manifestar las relaciones que tenga el asunto con la razón
de mover, o manifestar su utilidad” (: XL). Hay que hallar
pruebas nuevas, claras y ajenas o propias. Para tener prue­
bas ajenas, se necesita leer buenos autores; para tener pro­
pias, meditación. Para expresar lo meditado se requieren los
lugares retóricos. Estos son los consabidos de la tradición
aristotélica: 1) la definición, 2) la división, 3) la etimología,
4) los conjugados, 5) el género, 6) la especie, 7) las causas,
8) los efectos, 9) los antecedentes y consecuentes, 10) los
adjuntos o circunstancias, 11) la comparación, 12) los repug­
nantes. Otros lugares (también dados por Aristóteles) son la
autoridad, los juicios que se hicieron antes, la fama, las le­
yes, los tormentos, el juram ento y los testigos.
Cita muy críticamente al P. Pomey, a quien ya hemos de­
dicado uno de los capítulos anteriores, y nos certifica en
nuestra apreciación de que fue bastante utilizado en la Nue­
va España. Dice:

El padre Pomey en su Nuevo Candidato pone dos modos de


hallar argumentos. Primero por nombres adjetivos. Segundo,
por los objetos que se presentan a la vista. Son pueriles estas
invenciones y sólo pueden servir para hacer chanzas cañeras,
como dice Horacio (: XliV).

La invención üene como una de sus partes la ampliación,


esto es, el modo de amplificar los argumentos. Tiene tres cia­
ses: amplificación de invención, que es el acopio de pruebas;
amplificación del periodo, que son las adiciones oportunas;
y amplificación de entusiasmo, que son las ideas para que el
oyente vea la grandeza del asunto. Se pone como ejercicio
amplificar los argumentos hallados para probar la utilidad
de la retórica.
Sigue la disposición retórica, segunda parte del arte. La
disposición es en los siguientes elementos: exordio, narra­
ción. confirmación, confutación y peroración. Ya que la con­
futación es la otra cara de la confirmación, coincide con
Pomey. Considera que la confirmación y la peroración son
las partes más esenciales.
El exordio sirve para atraer la atención del auditorio, lo
cual se logra por la “manifestación indirecta de las prendas
amables del orador” (: LVI) y lisonjeando al auditorio. Lo
primero ha de hacerse sin presunción y con modestia, y lo
segundo con recato y moderación. También se tiene que
manifestar el asunto como interesante, por nuevo, maravi­
lloso o útil. Pero siempre ha de ser dentro de los límites de
lo creíble. El exordio puede constar de varias partes. La pro­
tasis es el comienzo en el que se halaga al auditorio. La etilo-
gía expone las causas de ello. La apodo sis expresa la inten­
ción de hablar. La base es el cumplimiento de esa acción de
hablar.
La narración “instruye a los oyentes sobre el asunto que
da motivo a la oración” (: LXI). Debe ser breve, clara y pro­
bable. La confirmación es la argumentación de lo que se
quiere probar. Los argumentos deben disponerse de acuer­
do con aquello de fortiora, fortia, fortissima (los más fuertes,
los fuertes y los fortísimos, como ya hemos visto en Pomey).
Las clases de argumentos que se usan son: inducción, silo­
gismo, entimema, sorites y dilema. La inducción consiste en
pasar de muchas proposiciones particulares a una universal.
El silogismo es el paso de lo universal a lo particular. Las
premisas del silogismo se pueden ilustrar por la autoridad,
o por otras sub-pruebas, en las que se pueden usar los tópi­
cos de las causas o de los adjuntos o de la comparación.
Cuando las premisas del silogismo llevan sub-pruebas, a éste
se le llama epiquerema, dice Córdova coincidiendo con la

75
tradición lógica aristotélico-escolástica, y apartándose de la
tradición más retórica, en la que se llegaba a hacer que el
epiquerema coincidiera con el entimema, siendo este último
un silogismo abreviado, al que le faltaba alguna de las pre­
misas, tal como aparece en Pomey. Pero en cuanto al silogis­
mo, dice Córdova que debe disfrazarse, seguramente para
que no parezca discusión dialéctica. El sorites es un silogis­
mo múltiple, en el que de varias premisas, cuyos términos
medios se van concatenando, se obtiene la conclusión. El
dilema es el argumento en que se presentan dos opciones, y
cada una conduce a lo que se desea probar, sin dejar lugar a
escapatoria. La refutación es la destrucción de los argumen­
tos contrarios. Córdova dice que todo el discurso puede con­
sistir en una refutación.
En cuanto a la peroración, dice:

No es lo mismo peroración que epílogo, éste es una enu­


meración de argumentos, esta parte de la oración es en la
que se reúnen todos los esfuerzos. Lo que se efectúa hacien­
do ver como en un punto de tasta todas las conexiones inte­
resantes del asunto (: LXVII).

Pasamos a la tercera parte de la retórica, la elocución, que


es aquella parte por la que

los argumentos hallados y dispuestos, se expresan con ele­


gancia, armonía y dignidad. La elegancia consiste en la pu­
reza de lenguaje, y en la sintaxis propia y corregida; la armo­
nía, en los periodos y colocación; y la dignidad en las figuras
(: LXIX).

Explica la elegancia, comenzando por la pureza del lenguaje,


tanto léxica como gramatical. Hay que definir las palabras
técnicas; a veces se podrá usar un término poco castizo si es

76
claro y útil. En cnanto a la sintaxis, aconseja evitar los latinis­
mos y francesismos, ‘‘que se encuentran, no sólo en algunos
traductores, sino en algunos escritores m odernos” (: LXX).
Pero hay que evitar arcaísmos y leer buenos autores. Tam­
bién debe evitarse el sobrecargar los periodos, ya que pier­
den en claridad; y esto sucede cuando se introducen muchos
relativos, paréntesis y gerundios.
Los periodos constan de protasis y apódosis, o principio y
conclusión. “La pausa mayor —comenta Córdova— divide
las partes principales, otra menor los miembros, y proporcio­
nalmente las comas e incisos; porque, a mi ver, en esta com­
paración consiste la diferencia de estas partes de que hablan
los autores” (: LXXI). Para tener directrices en cuanto a la
arm onía del periodo, aconseja consultar a Causino y Heine-
cio. Este último era muy citado por Leibniz, lo cual indica
cierta presencia de la modernidad en Córdova. Sobre todo
hay que evitar la rima o versificación en la prosa, la cacofo­
nía v la sinalefa.
í

El estilo, según la abundancia de las palabras, se divide en


lacónico, ático, asiático y rodio. El lacónico es sumamente
conciso, a tal punto que a veces requeriría explicación; por
eso se usa sólo con personas instruidas. El ático es conciso,
pero no requiere explicaciones. El asiático es abundante en
palabras. El rodio es intermedio entre los dos últimos. Se­
gún el mayor o m enor adorno, el estilo se divide en senci­
llo, mediano y sublime. El sencillo no lleva traslaciones ni fi­
guras. El mediano sí las lleva, pero de las que excitan sólo
las pasiones suaves, o lentamente las fuertes. “El sublime im­
porta una expresión acalorada, que mueve pasiones violen­
tas, o presenta ideas admirables” (: LXXIII).
La gravedad reside en los tropos y figuras. Córdova dice
que es mejor aprenderlos en buenos autores y aplicarlos con
el ejercicio, que retener en la memoria sus nombres griegos.

77
Cordova llega a decir que aun puede aceptarse un cierto de­
lirio de vehemencia en el discurso, pero no al punto que sea
confuso y desarreglado. Un poco de él da gusto e identifica
a los oyentes con el orador, pero con un poco de exagera­
ción se pierde todo (: LXXV-LXXVI).
La cuarta y última parte de la retórica es la acción, en la
cual se aplica todo lo que se cultivó en las partes anteriores.
También tiene su importancia. La conforman el tono, la ac­
titud y el ademán. El tono es la inflexión de la voz al mediar
y term inar los periodos. Debe hablarse con respeto y con la
fuerza que requiera la distancia de los oyentes. Hay que te­
ner naturalidad y evitar la monotonía. La actitud es la expre­
sión del semblante para manifestar las pasiones, pero no ha
de ser con toda la energía. El ademán es el movimiento del
cuerpo y de los brazos. Los movimientos de los brazos son
los principales, y hay que evitar los excesos. Hay que cultivar
la memoria y hacer mucho ejercicio en la tribuna. Distinta
del ademán es la seña, que acompaña a cada palabra, mien­
tras que el primero sólo a la más significativa del periodo.
Dice Córdova: “Entre la acción del orador y del farsante hay
mucha diferencia. El uno acciona con respecto al auditorio
verdadero, y el otro con respecto al fingido. Cicerón expre­
saría las locuras de Hércules. Roscio las haría” (: LXXX).
El apéndice consta, como dijimos, de algunos consejos so­
bre el arte de enseñar, o de utilizar la oratoria para enseñar,
y del análisis de algunas piezas de Cicerón. Lo que nos mues­
tra esta retórica de Córdova es que aspira sólo a ser un resu­
men, un apunte, de los contenidos del arte, siguiendo prin­
cipalmente a Aristóteles y a Cicerón, y para las cosas faltantes
remite a los tratadistas comunes en las aulas.

78
CONCLUSIÓN

Vemos, pues, varios y diversos ejemplos de la labor retórica y


del cultivo de la oratoria en la Nueva España. La retórica al
servicio de la evangelizadón riva y directa, en el siglo xvi,
con Las Casas y Valadés; la retórica al servicio de la homi-
letica, del sermón, ya un poco más acartonado en el siglo
xvn, como se ve en el arte de sermones de Velasco y en Po-
mey; y la retórica al servicio no sólo del discurso religioso,
sino de todos los discursos, cual se enseña ya en los colegios,
en el siglo xvni, tal como se ve en el manual de Vallarta y
Palma, así como en el texto de Córdova. Es cierto que desde
antes la retórica debía comprender todos los discursos, el
religioso, el político, el jurídico, el panegírico, el oportunis­
ta, etc., pero es sobre todo en el xviii, en el marco del aula,
cuando se da como aprendizaje formalistico, para poder
aplicar la retórica a todo lo que se quiera.
En Bartolomé de las Casas se aprecia aún poca técnica y
estructuración; predomina el contenido, el mensaje evangé­
lico, con su ingente carga de misterio, sobre la forma dis­
cursiva. Es una retórica vista como conjunto de fundamen­
tos y principios, más como actitudes que como recursos, que
se dirige a un público vivo y movedizo, nuevo y asombrado,
desencantado pero proclive al nuevo mensaje cristiano. En
Valadés se contempla algo semejante, pero además se añade
el interés de dar riqueza doctrinal, y para ello recupera las

79
BISy&TECA CUTTRM
U.N.A.M.
sentencias de Pedro Lombardo, el gran resumen de teolo­
gía; pero además tiene la preocupación por el método exac­
to y persuasivo, un poco al modo como mucho después lo
hará Pascal para quien el mejor método retórico, el más per­
suasivo, será la lógica. Por ello Valadés usa los recursos lógi­
cos de Raimundo Lulio, como aparato argumentativo.
En el prim er autor del siglo xvii, Velasco, ya no se trata
de la evangelización viva, kerigmática, sino del sermón o la
homilía para los ya cristianos, a veces decaídos en su lucha
por la virtud o de plano atrapados por el vicio. En lugar de
llamarlos a la fe, hay que animarlos a practicar las virtudes
que acompañan esa fe, estimularlos a persistir en la lucha
contra el pecado, a inflamar sus corazones con el amor a
Dios y al prójimo. Algo semejante se aprecia en Pomey.
En cambio, en el siglo xvm. vemos ya una retórica profe­
sional, de manual escolar, ya no sólo sagrada, para la evan­
gelización o para la predicación, sino para asuntos varios, y
se enseña preponderantem ente para resolver de manera
adecuada los asuntos que pueda encargar un gobernante, un
prelado, un cliente en el foro, o el mismo interesado. Y es
entonces cuando la retórica realiza todo el giro, cumple y lle­
na todo su ámbito. No sólo para la persuasión religiosa de
la fe y de la vida conforme a la fe, una vez que se ha acepta­
do, sino también una retórica abierta a múltiples usos, más
profesional, más abarcadora y dotada, no sólo para enfervo­
rizar en el templo, sino para alabar, para defender casos,
para enardecer en los asuntos políticos. Trata de llevar la
consabida argumentación —la participación de lo lógico—
y el ornato del lenguaje —la cercanía de lo poético— , a nu­
merosas aplicaciones diferentes. Hasta encontrar a Cordo va,
que no sólo expuso la oratoria en las aulas, sino que la usó
para mover a los chiapanecos a unirse a los otros mexicanos
que proclamaron la independencia.

80
APÉNDICE:
SINOPSIS DE LAS PRINCIPALES
RETÓRICAS EN LA NUEVA ESPAÑA

Haremos a continuación una sinopsis de ias principales


obras de retórica que se usaron o se escribieron en la Nueva
España. Creemos que será de alguna utilidad para el lector,
ya que en nuestro texto sólo hemos hablado de algunas de
ellas. Esto nos dará un panorama del cultivo de la retórica
en el México de la colonia. Seguiremos la obra de Ignacio
Osorio Romero, Floresta de Gramática, poética y retórica en Nue­
va España (1521-1767), México, UNAM, 1980. Tal como él lo
hace, hablaremos primero de las retóricas que vinieron a
México y después de las que se produjeron aquí.
De Europa, concretamente de España, se recibió aquí la
obra de Elio Antonio de Nebrija, Artis Rhetoricae compendiosa
coaptatio ex Aristotele, Cicerone et QuintiUano, Alcalá, 1529. Hay
un ejemplar en la Biblioteca Nacional de México (BNM).
Asimismo, puede contarse como tema retórico el que se con­
tiene en el De conscribendis epistolis, de Erasmo de Rotterdam,
libro llegado en 1600 a la Nueva España. También ese año
llegó su Dialogus áceronianus, en la edición de Alcalá, 1529.
Hay ejemplar en la BNM.
Las Exercitationes linguae latinae, de Luis Vives, se editaron
en 1554 en las recientes prensas de la Nueva España, para
uso de los primeros alumnos de la cátedra de retórica en la

81
Universidad de México (: 32). Puso empeño en su publica­
ción Francisco Cervantes de Salazar, el prim er catedrático,
el cual añadió algunos diálogos latinos a los de Vives. Por su
parte, de Juan Mal-Lara (1527-1571), filólogo sevillano, en
1604 se citan en la Biblioteca de Acatlán 12 ejemplares de
sus In Apkthonii progymnasmata scholia. Es probable que tam­
bién se haya usado su Tesoro de elocuenda (: 49),
De Benito Arias Montano (1527-1598), llegaron aquí los
Rhetoricorum libri IV, publicados en Amberes, por Christopho-
rus Plantin, 1561 (la, ed.), y además en Valencia, 1775 (2a.
ed.). Este libro tiene la peculiaridad de estar prologado por
Antonio Morales (-1576), obispo de Michoacán, y que des­
pués lo sería de Puebla, donde murió. El obispo era de Cór­
doba, España, y en estas tierras le guardaba amistad a Arias
Montano, a pesar de estar tan lejos. Un ejemplar de la la.
ed., proveniente del Colegio de San Pedro y San Pablo, de
México, está en la BNM; también otro de la segunda edición,
sin indicar procedencia. Este libro de Arias Montano es una
presencia muy importante del humanismo renacentista en
tierras mexicanas.
La obra de fray Luis de Granada (1504-1588), Ecclesiasticae
rhetoricae, sive de ratione condonandi libri sex, o Retòrica eclesiás­
tica, cuya la ; ed. es de Lisboa, 1576, es un intento de funda­
mentar la predicación en las fuentes clásicas. Por eso marca
un hito en la historia de la oratoria sagrada. Influyó mucho
en los novohispanos, sobre todo en fray Diego Valadés. Es
igualmente un influjo humanista en esta parte del mundo,
ya que fray Luis contiene elementos muy fuertes de esa co­
rriente.
De Ludovico Carbone (1435-1482), llegaron los De oratoria
et dialectica inventione vel de lods communis libri quinque, Ve-
necia, 1589, y las De dispositione oratoria, disputationes XXX,
Venecia, 1590. Discípulo del Veronese, representa otra in-

82
fluencia humanística en la Nueva España. También se dispu­
so de la obra de Iacopo Facciolato (1682-1769), Orationes et
alia ad dicendi artem pertinentia, Pavía, 1746. Esa obra perte­
neció al juniorado de la Compañía de Jesús en Tepotzotlán
(: 50). De Gerardo Bukoldiano, se tuvo el De inventione et
amplificatione, Lión, 1542.
En el ámbito de los colegios jesuíticos, descuella la obra
de Cipriano Suárez (1524-1593), De arte rhetorica libri tres ex
Aristotele, Cicerone et Quintiliano deprompti, publicada por pri­
mera vez en 1560, pero que en España tuvo muchísimas edi­
ciones. En México se reeditó cuatro veces (1604, 1620, 1693
y 1756) un compendio de la obra (: 52). Otro tratadista je­
suíta fue Bartolomé Bravo, que escribió un Liber de conscri­
bendis espistolis ac de progymnasmaticis seu praeexercitationibus
oratoriis, Segovia, 1591; fue editado en la Nueva España en
1604 y 1620. También se usó otro libro suyo, el De arte orato­
ria, de 1594. Igualmente, dejacobo Pon taño (1542-1626) se
utilizaba el Progymnasmata, libro de oratoria que aparece en
relaciones de venta de 1655 y 1660. Martin du Cygne (1619-
1669) tuvo dos obras, ima de las cuales fue la Fons eloquentiae
sive M. T. Ciceronis seledissimae, Lieja, 1675, y la otra file Ex­
planatio rhetorices accommodata candidatis rhetoricae, cui adjicitur
analysis rhetorica omnium orationum M. X Ciceronis, 1659. Esta
última tuvo muchas reediciones, de cada una de las cuales
se conservan ejemplares en la BNM. Como vemos, los pila­
res de estas retóricas son Aristóteles, Cicerón y Quintiliano.
También se conservan ejemplares de dos de las veinte edi­
ciones que tuvo la obra de Miguel Radau (1617-1689), Orator
extemporaneus sive artis oratoriae, Vilna, 1640. Muy usado fue,
de Miguel Pomey (1618-1673), el Candidatus rhetoricae, Lión,
1659; que, aumentado por su autor, fue reeditado como No-
mis candidatus rhetoricae, Lion, 1672. Del prim era hubo doce
ediciones en diez años; del segundo, hubo veinticinco edi-

83
dones en total. Del Novus se hicieron además cinco edicio­
nes mexicanas, dos sin fecha y las otras de 1711,1715 y 1726.
Por su parte, José de Jouvancy escribió una obra con el mis­
mo nombre de la de Pomey, Candidatus rhetoricae, editada en
Colonia en 1715. Gabriel Francisco dejay (1657-1737), com­
puso una Bibliotheca rhetorum, París, 1725, Ingolstadt, 1728,
conservada en la BNM en esta última edición. Francisco Ma­
chioni (1671-1755) redactó un Palatii eloquentiae vestibulum,
del que la BNM conserva ejemplar de la edición de Madrid,
1739. Gilles Anne Xavier de la Santé (1684-1762), dejó los
Musae rhetorices seu carminum libri sex, Paris, 1732. De esa pri­
mera edición quedan ejemplares en la BNM. Son autores
que influyeron en la Nueva España, aunque ya estaba en
marcha la producción de tratados propios en ella.
De entre las obras que se publicaron en México, se puede
citar una Illustrium auctorum collectanea, de 1609, con doctri­
nas retóricas de varios autores jesuíticos, como Bartolomé
Bravo {Liber de conscribendis epistolis), Juan Núñez (Progymnas-
mata ex rhetoricis institutionibus), Cipriano Suarez ( Compendium
rhetoricae), y Paolo Manucio (Index epistolarum Ciceronis). Del
mismo año son los Solutae orationis fragmenta. La organización
de esas obras se debió al P. Bernardino de Llanos (: 100).
Ambas conocieron varias ediciones. El P. Tomás González,
continuador de Llanos, publicó De arte rhetorica libri tres, 1646,
con otras ediciones. Igualmente una Summa totius rhetoricae,
ese mismo año. También es probable que el P. Baltasar Ló­
pez haya publicado Quinque libri rhetoricae, de 1632 {ibidem).
El P. José Mariano Vallarla y Palma adaptó la obra De arte
rhetorica, de su cofrade siciliano Pedro Maria la Torre, con el
nombre De arte rhetoricae et poeticae institutiones, en 1753. La
volvió a imprimir, desterrado, en Bolonia el año de 1748.
Pedro Rodríguez de Arizpe editó un Artis rhetoricae syn­
tagma, en 1761. Hubo además un Florilegium oratorum, de

84
1722 y 1727, con autores clásicos y con autores jesuítas. Asi­
mismo, antologías de las Epístolas de Cicerón (1656) y de sus
discursos, como Orationes duodeám selectae (1693).
En cuanto a las obras que quedaron manuscritas, sobre­
sale un texto intitulado In totius rhetoricae libros, del siglo xvi,
anónimo, pero —según Osorio— seguramente de un jesuí­
ta, que utiliza a Cipriano Suárez y a Cicerón (: 119). Hay, de
1703, una obra de un franciscano, José Jiménez, que es un
libro de retórica y poética. Tiene ocho tratados, y el último
parece deberse a Martín Velasco, también franciscano. Esta
obra sigue mucho a la de Valadés, ya mencionada. Inclusive
trae, a semejanza de aquélla, una Explicatio brevis et compen­
diosa totius magistri Sententiarum locationis, a la que añade un
Tractatus de Sacrae Scripturae sensibus. De Velasco hay también
una Arte práctica e industrial para facilitar al nuevo predicador el
uso de las partes de la retòrica, aplicada al ejercicio de hacer y for­
mar sermones (: 120). Asimismo, Diego Cayetano Alvarez, de
la Congregación del Oratorio, escribió otra obra de retóri­
ca, en la que expone a Cicerón según el resumen que ya ha­
bía hecho Cipriano Suárez.
Hay otras obritas que son apuntes de profesores o estu­
diantes, la mayoría de ellas del xvm y de jesuítas (: 121),
como la Kketorica de José Vargas, de 1750. En ella estudia la
naturaleza de la retórica, sus partes y los tropos. Lo mismo
trata Benito Patiño en su Bipartitum artis aratoriae breviarium,
1752. Nicolás Poza, ju n to con su Cursus philosophicus, tiene
un tratado de retòrica, de la década de 1750; además de lo
que abordan los anteriores, añade un tratado sobre los elo­
gios. De un anónimo, hay unos Elementa rhetoricae, que tie­
nen una antología de textos oratorios europeos, entre los
cuales se cuenta un discurso sobre la virtud del militar, de
Horacio Quaranta. Otro es un Tractatus rhetoricae, que con­
tiene los temas habituales.

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Hay, asimismo, unas Conclusiones ütteraüter deductae ex quat­
tuor libris Magistri Sententiarum, en la línea de Valadés y de
Jimenez. Y además una Latinis sermonis elegantia, que, entre
varios textos que colecta, tiene una curiosa Descriptio sacelli
tepotzotlanensis.
Osorio recoge además otros trabajos reportados por José
Mariano Beristáin y Souza (Biblioteca Hispano Americana Sep­
tentrional, Amecameca, Colegio Católico, 1883, 2a. ed., 3
vols.). Allí se deja constancia de que Manuel García de Are-
llano había escrito un Compendio del Panteón Místico de Fran­
cisco Pomey (t. I: 92). Pedro de Flores, un De arte rhetorica
libri duo (t. I: 451). Fray Juan de Olachea, mercedario, maes­
tro en artes y catedrático de teología en la universidad, unas
Institutiones rhetorices (t. II: 349), obra que se conservaba en
la biblioteca de Eguiara y Eguren. Joaquín Villalobos, profe­
sor de retórica en el Colegio de San Pedro y San Pablo, en
la segunda mitad del siglo xvn, había escrito un De arte rhe­
torica (t. III: 281). Fray Miguel Romero, un Ars rhetorices (t.
III: 66). Benito Báñez, catedrático de retórica en la universi­
dad en 1607, dejó unas Institutiones artis rhetoricae (t, I: 129).
Francisco Deza y Ulloa, oriundo de Huejotzingo y profesor
de esa asignatura en la universidad, unas Institutiones rhetorices
ad scholarum usum accomodatae (t. I: 381).
En cuanto a la retórica sacra, en el siglo xvi, fray Domingo
Velázquez redacto una Retórica de oradores sagrados (t. Ill:
258). Fray Alonso Noreña, del mismo siglo, un Arte de orato­
ria sagrada (t. II: 338). José Lucas de Anaya, jesuíta, un Arte
de predicar. Reglas que instruyen el modo de exponer los textos de la
sagrada escritura y todo lo demás conducente a la oratoria del pul­
pito (t. I: 72). Fray Juan de San Anastasio, nacido en España
y maestro de teología en San Angel de Chimalistac, dejó una
Retórica para jóvenes y método práctico de hacer sermones (t. I: 71 ).
Para finalizar, queremos añadir a las obras reportadas por

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Osorio y por Beristáin y Souza, un libro que nos parece cu­
rioso, porque se trata de un ejemplo práctico de la retòrica
hecha en la Nueva España, a saber, un volumen de Obras de
eloquenda y poesía premiadas por la Real Universidad de México
en el certamen literario que celebró el día 28 de diciembre de 1790.
con motivo de la exaltación al trono de nuestro católico monarca el
Sr. D. Carlos lili, rey de España y délas Indias, México, por Don
Felipe de Zúñiga y Ontiveros, calle del Espíritu Santo, año
de 1791.
Según lo indica el título, en esta antología hay obras de
elocuencia y de poesía. Las obras de elocuencia son dos ora­
tiones o discursos latinos, una de Francisco de Castro Zam­
brano y otra de Feliciano Pablo Mendívil y Sánchez, y dos
elogios o discursos castellanos, uno del célebre poeta José
Manuel Sartorio (que también participa en ese volumen, en
la parte poética, con unas liras que le fueron premiadas), y
otra de José de Ayarzagoitia.
Ernia presentación y dedicatoria, del Dr. Gregorio Omaña
y Sotomayor, rector de la universidad, se dice que esta insti­
tución se sintió dichosa de “elogiar dignamente á un Sobe­
rano, cuya veneración y amor apenas caben en dos Mundos”.
En la introducción, que no va firmada, se habla un poco de
cada uno de los colaboradores y su colaboración. Allí se lla­
ma Real y Pontificia —como lo era, con nombre completo—
a la Universidad de México. Tenía que hacerse un homena­
je, ante su exaltación al trono, a un soberano tan amante de
las ciencias y las artes. Entre los que acudieron como voca­
les al claustro pleno de 1790 se cita al Dr. D. Francisco Beye
de Cisneros, a la sazón catedrático de Instituta. Fue una no­
vedad el que se admitieran piezas retóricas además de las
poéticas, pues se empleó “no solo la Poesia, como hasta aqui
se habia practicado, sino también la Eloqúencia castellana y
latina en alabanza del Monarca ilustre” (: IV). Se publicó un

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cartel convocando al certamen literario en el que se hacía
constar el júbilo por el nuevo monarca de España y Améri­
ca. Y se explicaba que la universidad quería celebrarlo*

Los medios —se explicaba— que para este efecto le han pa­
recido mas oportunos, son unas Composiciones Poéticas y
Oratorias que se hagan acreedoras al premio que, despues
de un juicio imparcial hecho por los Censores nombrados á
este propósito, les habrá de adjudicar. Y para llenar sus de­
seos completamente, intenta que se empleen en obsequio del
Monarca los idiomas latino y castellano, á fin de que exten­
diendo el primero su fama por todas las Naciones, no quede
la Nueva España defraudada de la gloria de tener en su len­
gua nati™ unos Discursos dirigidos á demostrar las sólidas
Virtudes de su Soberano (: IX).

Se pedían panegíricos latinos y castellanos, poemas heroicos


latinos y castellanos, odas y otras composiciones más peque­
ñas.
Las obras de retórica premiadas tienen soltura y garbo, un
tanto recargadas a veces de elogios al nuevo monarca. Son
una muestra de la aplicación de la teoría retórica a la prácti­
ca de las composiciones literarias en laudanza de alguien, es
decir, en el género del panegírico. Nos muestran el estado
de la oratoria en la última década del siglo xviii en la Nueva
España. Pero, a pesar de los clamorosos gritos de júbilo por
el nuevo monarca, en las mismas colonias hispanas ya se es­
taba gestando el impulso de libertad.
El panorama que hemos expuesto de las retóricas novo-
hispanas nos hace ver que al principio se importaron los tex­
tos editados en Europa, sobre todo de españoles y de jesuí­
tas. No en balde ellos habían tomado a su cargo la educa­
ción de la juventud en sus colegios. En la universidad existía
la cátedra de retórica, iniciada por el célebre Cervantes de

88
Salazar. Pero los colegios jesuíticos eran más numerosos y
pujantes. Por eso. debido a su insistencia y a su trabajo, se
publicaron también retóricas aquí en México, para satisfacer
la dem anda de dichos colegios. Hubo, en realidad, una acti­
vidad notable de los escritores mexicanos en el ámbito de
esta disclipina del discurso.

89
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93
R ETÓ RICO S DE I A
NUEVA ESPAÑA

editado por el Instituto de Investigaciones Filológicas


siendo jefe del departamento de publicaciones

Sergio Reyes Coria

se terminó de imprimir el 21 de junio de 1996


en los talleres de Impresos Macrina Chávez Paredes

La edición, impresa en papel cultural de 60 kg,


estuvo al cuidado de los investigadores y becarios del
proyecto Bitácora de Retórica
y consta de 500 ejemplares.

Distribuido por
FOMENTO EDITORIAL de la UNAM,
Av. del Imán 5, Ciudad Universitaria
ÍNDICE

In tr o d u c c ió n ................................................................. 5
1. La retórica en Bartolomé de la Casas...................... 7
2. Retórica y lulismo en Diego V a la d é s ...................... 18
3. Fray Luis de Granada y fray Diego Valadés. . . . 31
4. La retórica argumentativa de fray M artín de Ve-
lasco............................................................................... 38
5. Un manual adoptado en México en el siglo xvn: La
retórica de Francisco Antonio P o m e y .................. 52
6. Los géneros de oración en Vallarla y Palma . . . 62
7. Las lecciones de retórica de fray Matías de Córdova 71
C o n clu sión...................................................................... 79
Apéndice: Sinopsis de las principales retóricas en la
Nueva E sp a ñ a ............................................................. 81
Bibliografía...................................................................... 91

95

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