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por ello, es preciso revisar con atención para poder corregirlos. - Laptop 10’
Los estudiantes comentan sobre los trípticos redactados en la sesión anterior. Luego responden - Pizarra
la pregunta: ¿De qué manera podemos corregir nuestros trípticos? - Plumones
El docente comenta las respuestas de los estudiantes y explica que el propósito de la sesión será
revisar y corregir los trípticos. Indica que deben poner especial cuidado en asegurar un uso
apropiado de los conectores.
El docente señala que intercambiarán los productos para realizar la revisión y corrección de
los textos. Los estudiantes se organizan.
Entrega la ficha de coevaluación (anexo 1) y lee los ítems a los estudiantes. Refuerza la
importancia de corregir de manera asertiva.
Luego de la primera revisión, el docente repasa la importancia de usar elementos cohesivos
(conectores) y el uso de referentes para evitar repeticiones y redundancias. Para reforzar lo - Hojas
explicado, señala a las parejas que vuelvan a revisar con ayuda de la ficha de coevaluación. impresas
Después de revisar sus escritos, los trabajos y fichas de coevaluación regresan a los autores - Pizarra
DESARROLLO
V. EVALUACIÓN:
COMPETENCIA CAPACIDAD INDICADOR DE EVALUACIÓN INSTRUMENTO
Revisa el contenido, el propósito, los
recursos cohesivos, los recursos
ortográficos y explica la organización
PRODUCE TEXTOS Reflexiona y evalúa la forma, el contenido Escala
de sus ideas, la función de los
ESCRITOS y el contexto del texto escrito.. valorativa
diversos recursos cohesivos que ha
empleado y el propósito del texto que
ha producido.
LECTURA 1
El año treinta y ocho aumentaron los derechos aduanales y la frontera entre Polonia y el Estado Libre
permaneció temporalmente cerrada. Mi abuela ya no podía venir en el tren corto al mercado semanal
de Langfuhr; tuvo que cerrar su puesto. Se quedó sentada sobre sus huevos, como quien dice, pero sin
que sintiera verdaderas ganas de empollar. En el puerto los arenques apestaban, las mercancías se
iban amontonando, y los estadistas se reunían y llegaron por fin a un acuerdo. Solo mi amigo Heriberto
seguía tendido sobre el sofá, indeciso y sin trabajo, y seguía cavilando como un espíritu realmente
cavilador. Y, sin embargo, la aduana brindaba salario y pan. Brindaba uniformes verdes y una frontera
verde, digna de ser vigilada. Heriberto no ingresó en la aduana, ni quería trabajar más de camarero:
solo quería quedarse tumbado sobre el sofá y seguir cavilando. Pero el hombre tiene que trabajar. Y no
era mamá Truczinski la única que pensara así. Pues, aunque se negara a convencer a su hijo Heriberto,
a instancias del tabernero Starbusch, de que volviera a servir de camarero en Fahrwasser, no por ello
dejaba de querer alejarlo del sofá. También él se aburrió pronto del piso de dos habitaciones y sus
cavilaciones fueron perdiendo fondo, hasta que un día empezó a escrutar las ofertas de empleo de las
Últimas Noticias y, aunque de mala gana, también del Centinela, en busca de algún trabajo. De buena
gana lo habría yo ayudado. ¿Necesitaba un hombre como Heriberto procurarse, además de su
ocupación adecuada en el suburbio portuario, ganancias suplementarias? ¿Descarga, trabajos
ocasionales, enterrar arenques podridos? No podía imaginarme a Heriberto sobre los puentes del
Mottlau, escupiendo a las gaviotas y entregado al tabaco de mascar. Me vino la idea de que, con
Heriberto, podría crear una sociedad: dos horas de trabajo concentrado a la semana, o aun al mes, y
nos haríamos ricos. Ayudado por su larga en este dominio, Óscar habría abierto con su voz, que seguía
siendo diamantina, los escaparates bien provistos, sin dejar de echar un ojo al propio tiempo, y
Heriberto, como suele decirse, no habría tenido más que meter mano. No necesitábamos sopletes,
ganzúas ni otros utensilios. Podíamos arreglárnoslas sin llave americana y sin tiros. Los «verdes» y
nosotros constituíamos dos mundos que no necesitaban entrar en contacto. Y Mercurio, el dios de los
ladrones y de los comerciantes, nos bendecía, porque yo, nacido bajo el signo de la Virgen, poseía su
sello y lo imprimía ocasionalmente sobre objetos sólidos. Voy pues a relatarlo brevemente, aunque no
deba verse en ello una confesión formal. Durante el tiempo en que estuvo sin trabajo, Heriberto y yo
nos ofrecimos dos efracciones medianas en sendas tiendas de comestibles finos y otra, más jugosa, en
una peletería. Tres zorros plateados, una foca, un manguito de astracán y un abrigo de piel de potro,
no muy valioso, pero que mi pobre mamá hubiera llevado seguramente de buena gana: ese fue el botín.
No tenía sentido alguno prescindir de este episodio. Lo que nos decidió a abandonar el robo fue no
tanto el sentimiento desplazado, aunque pesado a veces, de culpabilidad como las dificultades
crecientes en dar salida a la mercancía. Para colocarlos ventajosamente, Heriberto había de llevar los
objetos de Neufahrwasser, ya que solo en el suburbio portuario había dos intermediarios adecuados.
Pero, como quiera que el lugar volvía siempre a recordarle al dichoso capitán letón, raquítico y
gastrálgico, trataba de deshacerse de los géneros a lo largo de la Schichaugasse, del Hakelwerk o en
la Bürgerwiese, en cualquier parte, con tal que no fuera en Fahrwasser, en donde sin embargo las pieles
se habrían vendido como pan caliente. En esta forma, pues, la salida del botín se iba alargando hasta
el punto que, finalmente, los géneros de las tiendas de comestibles finos acabaron por seguir el camino
de la cocina de mamá Truczinski, a la que Heriberto regaló también o, mejor dicho, trató de regalarle el
manguito de astracán. Al ver mamá Truczinski el manguito, se puso seria. Los comestibles los había
aceptado tácitamente, pensando tal vez que se trataba de un robo alimenticio tolerado por la ley; pero
el manguito significaba un lujo, y el lujo frivolidad, y la frivolidad cárcel. Tal era la manera sencilla y
correcta de razonar de mamá Truczinski, la cual, poniendo ojos de ratón y desenvainando de su moño
la aguja de hacer punto, dijo, apuntando con ella: —¡Acabarás algún día igual que tu padre! —y le puso
a Heriberto en las manos las Últimas Noticias o el Centinela, como diciéndole: Ahora te buscas un
empleo decente, y no uno de que se hizo cepillar por mamá Truczinski con café frío el pantalón azul,
estrecho arriba y ancho por abajo, metió los pies en sus zapatos flexibles, se ajustó la chaqueta de
botones con ancla, rocióse el pañuelo de seda blanca, obtenido del Puerto Libre, con agua de Colonia,
procedente también del estercolero exento de derechos del Puerto Libre, y se plantó, cuadrado y rígido,
bajo su gorra azul de plato con visera de charol. —Voy a darme una vuelta, a ver qué sale —dijo
Heriberto. Imprimió a su gorra al príncipe Enrique una inclinación a la izquierda, para darse ánimos, y
mamá Truczinski arrió el periódico. Al día siguiente tenía Heriberto el empleo y el uniforme. Vestía gris
oscuro, y no verde aduana: era conserje del Museo de la Marina. esos intríngulis, o te quedas sin
cocinera. (…) Un martes —tal es la precisión a que mi tambor me permite llegar—, la situación estaba
ya en su clímax: Heriberto se puso de veintiún botones, lo que significa.
ANEXO 2
LECTURA 2
EL TAMBOR DE HOJALATA (GÜNTER GRASS)
EL ÁLBUM DE FOTOS
Guardo un tesoro. Durante todos estos malos años, compuestos únicamente de los días del calendario, lo he guardado,
lo he escondido y lo he vuelto a sacar; durante el viaje en aquel vagón de mercancías lo apretaba codiciosamente contra
mi pecho, y si me dormía, dormía Óscar sobre su tesoro: el álbum de fotos. ¿Qué haría yo sin este sepulcro familiar al
descubierto, que todo lo aclara? Cuenta ciento veinte páginas. En cada una de ellas hay pegadas, al lado o debajo unas
de otras, en ángulo recto, cuidadosamente repartidas, aquí la simetría y descuidándola allá, cuatro o seis fotos, o a veces
solo dos. Está encuadernado en piel, y cuanto más viejo se hace, tanto más va oliendo a ella. Hubo tiempos en que el
viento y la intemperie lo afectaban. Las fotos se despegaban, obligándome su estado desamparado a buscar tranquilidad
y ocasión para asegurar a las imágenes ya casi pérdidas, por medio de algún pegamento, su lugar hereditario. ¿Qué otra
cosa, cuál novela podría tener en este mundo el volumen épico de un álbum de fotos? Pido a Dios —que cual aficionado
diligente nos fotografía cada domingo desde arriba, o sea en visión terriblemente escorzada y con una exposición más o
menos favorable, para pegarnos en su álbum— que me guíe a través del mío,
impidiendo toda demora indebidamente prolongada, por agradable que sea, y no dando pábulo a la afición de Óscar por
lo laberíntico. ¡Cuánto me gustaría poder servir los originales junto con las fotos! Dicho sea de paso, hay en él los
uniformes más variados; cambian las modas y los peinados, mamá engorda y Juan se hace más flaco, y hay gente a la
que ni conozco; en algunos casos puede adivinarse quien tomaría la foto; y luego, finalmente, viene la decadencia: de la
foto artística de principios de siglo se va degenerando hasta la foto utilitaria de nuestros días. Tomemos por ejemplo
aquel monumento de mi abuelo Koljaiczek y esta foto de pasaporte de mi amigo Klepp. La simple comparación del retrato
parduzco del abuelo y la foto brillante de Klepp, que parece clamar por un sello oficial, basta para darme a entender a
dónde nos ha conducido el progreso en materia de fotografía. Sin hablar del ambiente de estas fotos al minuto. A este
respecto, sin embargo, tengo más motivos de reproche que mi amigo, ya que en mi condición de propietario del álbum
estaba yo obligado a cuidar de su calidad. Si algún día vamos al infierno, uno de los tormentos más refinados consistirá
sin duda en encerrar juntos en una misma pieza al hombre tal cual y las fotos enmarcadas de su tiempo. Y aquí cierto
dramatismo: ¡Oh, tú, hombre entre instantáneas, entre fotos sorpresa y fotos al minuto! ¡Hombre a la luz del magnesio,
erecto ante la torre inclinada de Pisa; hombre del fotomatón, que has de dejar iluminar tu oreja derecha para que la foto
sea digna del pasaporte! Dramas aparte, tal vez dicho infierno resulte de todos modos soportable, porque las impresiones
peores son aquellas que solo se sueñan, pero no se hacen, y si se hacen, no se revelan. En nuestros primeros tiempos,
Klepp y yo mandábamos hacer nuestras fotos en la Jülicherstrasse, en la que comiendo espaguetis contrajimos nuestra
amistad. En aquel tiempo yo andaba a vueltas con planes de viaje. Es decir: estaba tan triste, que quería emprender un
viaje, y necesitaba para ello un pasaporte. Pero como quiera que no disponía de dinero bastante para pagarme un viaje
completo, o sea un viaje que comprendiera Roma, Nápoles o por lo menos París, me alegré de aquella falta de metálico,
porque nada hubiera sido más triste que tener que partir en estado de depresión. Y como sí teníamos los dos dinero
bastante para ir al cine, Klepp y yo frecuentábamos en aquella época las salas en las que, conforme a su gusto, pasaban
películas del Far West, y conforme al mío cintas en las que María Schell lloraba, de enfermera, y Borsche, de cirujano en
jefe, tocaba, inmediatamente después de una operación de las más difíciles y con las puertas del balcón abiertas, sonatas
de Beethoven, patentizando al propio tiempo su gran sentido de responsabilidad. Lo que más nos hacía sufrir era
que las funciones solo duraran un par de horas. La foto de mamá a los veintitrés años —hubo de haber sido tomada poco
antes de su embarazo— muestra a una señora joven, la cabeza redonda y bien hecha, ligeramente inclinada sobre un
cuello carnoso bien torneado, que mira directamente a los ojos del que contempla la imagen y transfigura los contornos
puramente sensuales mediante la aludida sonrisa melancólica y un par de ojos que parecen acostumbrados a considerar
las almas de sus semejantes, y aun la suya propia, más en gris que en azul y a la manera de un objeto sólido, digamos
como una taza de café o una boquilla. Sin embargo, la mirada de mamá no encajaría con la palabra «espiritual» si se me
antoja adjuntársela a guisa de adjetivo calificativo. No más interesantes, sin duda, pero sí más fáciles de juzgar y por
consiguiente más ilustrativas resultan las fotos de grupos de aquella época. Sorprende ver cuánto más bellos y nupciales
eran los vestidos de novia al tiempo de firmarse el tratado de Rapallo. En su foto de casamiento, Matzerath lleva todavía
cuello duro. Está bien, elegante, casi intelectual. Con el pie derecho un poco adelantado trata tal vez de parecerse a
algún actor de cine de aquellos días, tal vez a Harry Liedtke. En dicho tiempo las faldas se llevaban cortas. El vestido de
novia de la novia, mamá, un vestido blanco plisado en mil pliegues, apenas le llega debajo de la rodilla y permite apreciar
sus piernas bien torneadas y sus lindos piececitos bailadores en zapatos blancos con hebilla. Entre los concurrentes
vestidos a la manera de la ciudad y los que se dedican a posar siguen siempre destacando, por su rigidez provinciana y
por esa falta de aplomo que inspira confianza, mi abuela Ana y su bienaventurado hermano Vicente. Jan Bronski, que
desciende al igual que mamá del mismo campo de patatas que su tía Ana y que su devoto padre, logra disimular tras la
elegancia dominguera de un secretario del Correo polaco su origen rural cachuba. Por pequeño y precario que pueda
parecer entre los que rebosan salud y los que ocupan mucho lugar, sus ojos poco comunes y la regularidad casi femenina
de sus facciones constituyen, aun cuando esté a un lado, el centro de toda la foto.
GLOSARIO BÁSICO:
Codicia: Ambición desmedida y gran deseo de riquezas u otras condiciones
Simetría: Proporción armónica de los elementos de un conjunto.
Impresión: Efecto que dejan las cosas en el ánimo de alguien.
Diligente: Cuidadoso, ágil y esmerado.
Contemplar: Observar con atención y profundidad algo espiritual y material.
Reprochar: Reconvenir, echar en cara.
Aludir: Referirse a una persona o cosa sin nombrarla de forma directa.
Melancolía: Estado de depresión permanente e intensa, sumado a un sentimiento de dolor moral.
Precario: De poca duración, estabilidad o seguridad.
ANEXO 3
LISTA DE COTEJO