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Documentos Anexos

Crecimiento personal
a través del Teatro
Susana Mayo
Licenciada en la Escuela Superior
de Arte Dramático de Argentina

¿Cómo es que habiendo sido tan libres, tan dichosos, cuando éramos niños, somos ahora tan
temerosos, tan cerrados y tan cuidadosos con nuestros actos?

¿Es que acaso así somos felices, es que así hemos encontrado el estado de nirvana o sea la
felicidad? A los 7 años es cuando empezamos a formar nuestra personalidad, hasta esa edad
nos vemos perfectos, casi no pensamos en ello, nada de nosotros nos disgusta, el mundo que
imaginamos es pleno, en el que se nos quiere, se nos mima, se nos cuida. Nos creemos
merecedores de ello y tenemos paz. A partir de los 7 años, comenzamos a ser más conscientes
del mundo exterior, vamos a la escuela y descubrimos que hay otros niños más guapos,
divertidos e inteligentes. Empezamos a envidiar cualidades en otros que creemos no poseemos.
No nos gustamos y en nuestra adolescencia tratamos de armar el personaje que nos va,
copiando, imitando, lo que creemos cualidades en otros. Nos convertimos en magníficos
imitadores. Y así vamos mutando nuestra personalidad. Si tenemos ternura, la cubrimos con un
gran desparpajo, si somos espontáneos, lo tapamos con actitudes cerradas cuidadosamente, si
somos extrovertidos, nos convertimos en seres introvertidos y así continuamente, hasta que
llega un momento en que no sabemos quienes somos.

En vez de una persona nos sentimos un autobús lleno de gente. Y como hemos perdido la
memoria sensorial, no recordamos ya a ese niño tan hermoso y sensitivo que hemos sido. A
partir de allí nos sentimos tristes, vacíos, sin ilusión, sin emoción y es allí donde comenzamos a
buscar lo que nos produzca descargas de adrenalina que nos hagan sentir vivos. Relaciones
peligrosas, droga, cambiar nuestro físico, dejar de comer. Y aquí entra el CRECIMIENTO A
TRAVÉS DEL TEATRO.

El teatro es una forma de mirarnos a través de otros personajes, descubriendo los personajes
podemos saber ¿QUIÉN SOY?, y trabajar para aceptarnos. Podemos descubrir la diversión que
existe en no tener miedo al ridículo, en poder hablar en público, en perder la timidez y
recuperar nuestro mundo interior, en brillar sin tomar nada prestado, sólo siendo uno mismo.

No importa la edad que tengamos, siempre hay tiempo. Diviértete, ríete con todas tus fuerzas.
Abre bien la boca. Moliere decía "que las ideas entran por la boca". Los que no pueden reírse
pierden muchas cosas. Puedes elegir, entre ser espectador-a del mundo o actuar en él.

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XIII. EL HOMBRE EN EL ESPACIO DE LA REPRESENTACIÓN
JUAN CARLOS GENE

Hay oficiantes y hay público. Por variadas que fueren las formas y arquitecturas para el
espectáculo, por mezclados de manera no convencional que estuvieren actores y espectadores,
allí donde cada uno está, ése es su espacio.
Es escenario todo espacio, cualquiera fuere su forma y condición, donde el actor se colo-
ca en situación de representación ante un público. Este solo hecho consagra el espacio teatral; y
no importa se trate, quizá, de un espacio que originalmente nada tenía que ver con ese fin.
Es la representación, en definitiva, quien hace el espacio teatral. Y es el actor el pro-
tagonista de esa creación ab nihilo. O casi de la nada. Sólo hace falta un piso que sostenga
cuerpos: el teatro lo hacen los cuerpos mismos abarcados por ese espacio. Sea como fuere, él
adquiere existencia a partir de la relación que los actores estrechan con él. Son ellos, en
realidad, quienes lo concretan y definen con su acción. El escenario es un espacio vacío en el
que la voluntad poética del teatrista puede incluir el universo entero: sólo será necesario que
logre simbolizarlo materialmente.
Puede hacerse sobre el espacio teatral la misma pregunta que acerca del espacio cós-
mico: ¿es infinito? Porque, naturalmente, el espacio de la representación está limitado. Pero
antes de haberse concretado ese límite, cuando los actores comienzan a ocupare el escenario
vacío, a husmearlo y a husmearse entre sí, las paredes de ese escenario, de alguna manera, no
existen. Porque por un hecho de fantasía creativa y un logro de materialización simbólica, esos
muros pueden caer, o alejarse indefinidamente, o estrecharse hasta oprimirnos.
Todo puede estar en el escenario, si se logra el gesto poético que lo simbolice. El mito del
aleph, ese único punto del mundo colocado en el cual lograré ver toda la macro y micro
realidad, pasada, presente y futura, tiene formas de concreción en el espacio teatral. Pues nada
más posible de poblar que el vacío. Y no otra cosa es un escenario: un vacío que se puebla y
adquiere vida por la poesía vincular de los cuerpos.

Esta poética sutil se alcanza a través de diversos grados de iniciación. El primer escalón es la
voluntad de ocupación del espacio. El escenario no se ocupa por simple posicionarse: el iniciado
se posiciona y se desplaza percibiendo la totalidad del espacio del cual él es centro permanente
e irradiante; lo ocupa totalmente, aún sin cambiar de posición. Parte del actor una corriente de
energía que llega a todos los ámbitos de ese espacio. Se trata de un fenómeno que, si pudiera
visualizarse, podríamos verlo como un cuerpo irradiando luz en todas direcciones. Esa luz
invisible es energía dirigida hacia el espacio. El actor sensible y adiestrado (iniciado), se
comunica así con el espacio, percibe su respuesta y dialoga corporalmente con él. No sólo ve el
espacio, lo experimenta también a sus espaldas, por un fenómeno de hipertrofia de la
cenestesia producido por la situación de representación.

Es cierto que, en ese punto del proceso, comienza a existir una cierta maestría. Pero
todo debió partir de la voluntad de posesión espacial, sin la cual el proceso no se cumplirá y
aparecerá el conflicto con el espacio que lleva a la inexpresividad. Porque el espacio vive si el
actor vive en él. Si se posiciona posesionándolo.
Si hablamos de vacío aludimos a una categoría puramente imaginativa. El hombre no vive
su experiencia concreta. Una de sus imágenes más aproximativas y, por lo mismo, abismantes,
es la del escenario antes de su ocupación por el actor. Ese espacio se ve, pero paradójicamente,
aún no existe; porque es su ocupación lo que da existencia a un espacio. Y en el teatro, el

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ocupante creador del espacio es el actor que lo define, por el trazado de los vínculos que esta-
blece con los otros actores y que determinan distancias, líneas y volúmenes, una espacialidad.
De lo dicho nace ese doble diálogo vinculante dado por el sentido de espacialidad del ac-
tor: sin ese toque de experiencia voluntaria de posesión total del espacio, difícilmente el actor
establecerá un vínculo sólido con el otro actor; y por lo tanto, el ya débil vínculo con el espacio
se debilitará aún más. Mientras lo contrario ocurrirá, con toda su consecuencia de fertilidad ex-
presiva, en proporción directa al aumento de fuerzas de esa voluntad doblemente vinculante.
Es por ese ángulo de visión que el teatro vuelve a simbolizar uno de los aspectos más profun-
dos, ancestrales y definitivos de la experiencia humana: el origen de la cultura. Pues siendo la
cultura el producto del vínculo del hombre con la tierra, con su tierra (cultura quiere decir
cultivo), exige ese fuerte vínculo para darse, exigiendo, al mismo tiempo, fuertes vínculos de los
hombres entre sí. Una cultura, para ser tal, debe ser vinculante, en un estímulo permanente
que circula sin interrupción en el sentido tierra-hombre-otros hombres-tierra, y que repite
incesantemente su ciclo realimentante y sin el cual, la cultura muere.
Existe pues en el escenario una realidad material concreta y una simbólica, mucho más
honda, que lo identifica como tierra: mi tierra, la que me alimenta y se abre a mí, en mi propia
medida vinculante. En ese aspecto el escenario es auténticamente patria para el actor; por
supuesto, sólo en la medida de su auténtica pertenencia a ese suelo, que le permite sentirlo
como propio. Y ya veremos cómo la condición de apropiante es total en todo lo que se refiere al
actor.

Pasemos, entretanto, a ubicarnos en el espacio de la asamblea de espectadores, de los fieles


que acuden a la celebración con la necesidad de comunión con nuestro rito. Sea cual fuere su
forma, ese espacio está casi muerto antes de la representación: su vida sólo se manifiesta por la
expectativa, que tiende una línea de tensión colectiva hacia el escenario. Pero el público no
puede dar significación plena a ese espacio; se ha colocado en situación de total y voluntaria
dependencia con respecto al escenario. A pesar de que está ahí, el espectador no se posesiona
de su espacio, no puede hacerlo, por ahora: sólo puede posicionarse. Será la representación
quien le permitirá posesionarse a su manera del espacio que para él hemos preparado sin darle
posibilidad de elección ni alternativa. En la dinámica de la representación

misma, el público comienza a cultivar su espacio; y serán los hechos vivos logrados en
escena, y los rutinarios y fallidos, los que darán la medida de los frutos que extraiga de ésa, su
tierra, que no puede tener vida propia sino por su relación con aquella otra tierra de los actores.
Y es esa cosecha de frutos posibles de experiencias de vida, quien permitirá al espectador
establecer su triple vínculo: con el actor, con su espacio, con el colectivo del público del que
forma parte.
Los roles se han repartido de antemano, porque así es el juego: hemos convocado a ese
público para que presencie lo que haremos ante él; por lo tanto es su derecho permanecer
pasivo a la espera de poder dar respuesta activa a nuestra acción. Y sólo por nuestra acción
entrará en actividad; por nuestra capacidad de vincularnos con él, dando el salto del doble
vínculo actor- espacio, al triple de actor-espacio-espectador.

Estos dos territorios, en el que uno es patria y el otro es, en principio, momentáneo
extrañamiento, exilio (a veces hasta harto incómodo), se unificarán en una sola tierra nutriente,
en la medida en que funcione ese río de corrientes vinculares. En los momentos
milagrosamente vivos de una representación teatral, actores y espectadores sienten que han
llegado a su lugar, a su patria; y que es una sola. Han, por fin, ocupado su territorio.

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PERÚ. EL TEATRO Y NUESTRA AMÉRICA
Palabras del director peruano Miguel Rubio en la imposición del Doctorado Honoris Causa en
Arte por la Universidad de las Artes, en la Casa de las Américas, La Habana, el martes 11 de
mayo de 2010.

Gracias maestra, compañera y amiga Raquel Carrió por tus generosas palabras. Gra-
cias a la Casa de las Américas y al ISA por este reconocimiento que comparto con mis compa-
ñeros y compañeras de Yuyachkani.
Compañeros de tiempo de viento y de luz a quienes debo mi aprendizaje. Desde hace
cuarenta años soy un observador de su crecimiento, de su autonomía como artistas, autores-
actores de su creación, en nombre de cada uno de ellos hago mío este reconocimiento.
Es justo también desde esta tribuna rendir homenaje a los maestros que nos forma-
ron, algunos de ellos sin saberlo, como Luis Valdez y su teatro campesino, de gran inspiración
para nosotros.
Augusto Boal, Vicente Revuelta, Flora Lauten, Santiago García, Enrique Buenaventura,
Osvaldo Dragún, Rosa Luisa Márquez, Antunes Filho, Eugenio Barba, todos ellos viven en
nosotros.
En esta, nuestra Casa de las Américas, entendí y sentí que soy latinoamericano y parte
de una moderna tradición escénica que surge en nuestra América a mediados del siglo pasado.
¿Qué es el teatro latinoamericano ahora? Me ha tocado oír esta pregunta en muchas
oportunidades, y a veces me he visto obligado a intentar responderla sin tener muy en claro
qué decir. Y hoy vuelvo a la pregunta, pues se trata de un interés, de una curiosidad, que por
alguna razón persiste.
Tengo la impresión de que a veces solemos afrontar esa pregunta con una verbaliza-
ción grandilocuente, con cierta actitud cansina que se repite, o con medias respuestas dichas
como para salir del paso. En otras ocasiones, la respuesta consiste en ignorar la pregunta,
pasarla de largo o buscar salidas rápidas.
Más allá del silencio como opción o de la fuga ante la pregunta, se suelen oír respues-
tas dadas por voces que se refieren al tema como algo en vigorosa emergencia, como si nada
hubiera cambiado en cincuenta años o, en el otro extremo, presentando al teatro latinoameri-
cano como tema viejo y superado sobre el que tenemos poco o nada que decir.

Cuando la conversación se orienta hacia estos extremos, el aliento se hace corto y el interés
rápidamente se desliza hacia temas considerados como «más actuales», «menos complicados»
o el discurso es llevado hacia el campo de la estética o de la técnica, por cierto, separadas de su
contexto. Y, claro, sabemos que ha corrido mucha agua bajo el puente, el tiempo no ha pasado
en vano y, además, no vivimos precisamente en tiempos que resistan afirmaciones ligeras o
categóricas frente a las situaciones complejas que vivimos.

A decir verdad, me siento parte de esa incertidumbre, y de alguna manera hago mío el
conflicto de una definición que nos acerque a un sitio que refleje el momento.
Ese lugar, esa patria nueva que hemos llamado «teatro latinoamericano», da señales
de insurgencia a mediados del siglo pasado. Se trata de un paradigma, un sueño compartido por
muchos, una gran ilusión y, también, resultado de la convicción de sabernos parte de una gran
revolución teatral que andaba al paso de una gran revolución social que estaba cantada y de la
que no teníamos ninguna duda acerca de su posibilidad y de su inminencia.
Como todo fenómeno artístico, nuestra práctica vino acompañada de simplificaciones,
de voluntarismo, de retórica, etc. En medio siglo de historia los fundamentos de eso que

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llamamos la moderna tradición del teatro latinoamericano han pasado por muchos estadios en
los que nuestros teatros no han dejado de accionar sobre el contexto y el público de maneras
muy diversas.
Nuestras dificultades para asumir el activo y el pasivo de esa memoria no debe lle-
varnos a la pretensión de ser «modernos» incluyendo esto el costo de omitir nuestra historia
reciente, como si se pudiera construir lo nuevo omitiendo lo vivido.
Quienes hemos recorrido un trecho más o menos largo de este camino, tenemos la
obligación de dirigirnos especialmente a los jóvenes insatisfechos con el teatro que heredan,
para decirles que algunos de nosotros también lo estamos, que nos hemos cansado de las
frases categóricas que afirman o niegan de manera absoluta, para decirles que podemos ser del
mundo sin renunciar a nuestra aldea, que Godot tiene parientes que lo esperan en estas tierras,
que Antígona tiene aquí tantas hermanas como hijos Madre Coraje y hermanos Arturo Ui, cómo
no.
El tiempo no ha pasado en vano y los sobrevivientes del teatro latinoamericano hemos
sabido relativizar nuestros supuestos, por eso seguimos vivos.
Tenemos que hacer un gran esfuerzo para no enfermarnos de olvido, sin que la histo-
ria nos pese tanto que nos impida encontrar un equilibrio entre el pasado y el futuro. En ese
andar los pesos se han movido, entre una América Latina aparentemente obsesionada en mirar
su historia y las particularidades que la hacen distinta en el mundo, y otra Latinoamérica que
parece haberse inclinado más bien hacia posiciones en donde prevalece un modelo económico
que suscribe una globalización «a cualquier costo», aunque parte del precio a pagar pueda ser
el futuro del ser humano.
Los teatreros que antes exhibíamos con orgullo el ser parte de este «paraíso exótico»
y «cuna de revoluciones», parece que tenemos ahora grandes dificultades para saber quiénes
somos y dónde estamos parados.

Me siento un testigo privilegiado por haber vivido de cerca momentos en los que nohabía
ninguna duda sobre el tema y donde se suscribía con orgullo la vitalidad del teatro lati-
noamericano.

He conocido a maestros y grupos protagonistas de esta historia, fundadores de esta


moderna tradición teatral, sustentada fundamentalmente en colectivos de creación en donde
aprendimos a inventar sabiendo que la cultura se gesta en cada momento de la vida.
Puedo reconocer características muy concretas que nos hacían semejantes, y al mismo
tiempo, diferentes, como son los diversos caminos del teatro en nuestro continente. Con ellos,
y gracias a ellos, hemos sabido del impulso de la creación colectiva, del teatro de grupo, y
hemos logrado nuevos espacios para la escena.
La irrupción de nuevos personajes protagonistas de nuevas historias, de nuevos acto-
res, de nuevos espectadores y de nuevos espacios, ha implicado el desarrollo de una drama-
turgia nueva y compleja, capaz de contener a tanta diversidad.
Se trata de todo un conjunto de señales que nos situaban ante un proceso en el que
nos reconocíamos en un entretejido diverso y cargado de matices, como lo son nuestras
culturas; y dentro de esa diversidad confluyente pudimos ser testigos y a la vez parte de un
movimiento en crecimiento.
Algunas veces hemos dado motivo para que nuestro teatro se asocie a una postura
idílica, ingenua, que asocia identidad con una mirada nostálgica y anclada en el pasado, y cuya
consecuencia es una cierta simplificación que ciertamente genera rechazo.
Esto conduce a otra postura no menos extrema que sólo encuentra diferencias y por
ningún lado semejanzas o factores comunes. Puedo entender que a la base de esta actitud está
un rechazo, que comparto, a cierta mirada que asocia teatro latinoamericano a una suerte de
expresión menor, vernácula y costumbrista.

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En los festivales Europeos muchos querían ver macondo en nuestras obras, cuando no
sensualidad amazónica o exotismo altiplánico.
En la otra orilla, algunos colegas que no encuentran razones suficientes para hablar de
teatro latinoamericano prefieren aludir a este como el teatro que se hace en Latinoamérica, así
de sencillo y punto. Otros, con el fin de sustentar una teatralidad originaria, prefieren refugiarse
en los orígenes pre-hispánicos, como si fuera posible que la cultura se pudiera mantener
inmutable en el tiempo.
Para encontrar los vínculos que nos permitan hablar de un teatro latinoamericano nos
corresponde mirar críticamente, y con la menor cantidad de prejuicios posible, a nuestra casi
olvidada historia reciente. Así podremos ver cómo lo esencial de esa gran fuerza y vitalidad de
nuestro teatro fue posible por la gran confluencia sin precedentes de movimientos generados
por actores, autores, directores, dramaturgos y artistas procedentes de todas las disciplinas.

El grupo fue la célula madre en que nos organizamos para gestar esa nueva teatralidad que
reclamábamos a voz en cuello y que debía marchar acorde con los tiempos que se vivían, donde
predominaba un sentimiento colectivo. Esto sucedió de manera paralela a otras instancias
creativas que dieron señales de fogosa presencia como el llamado boom de la literatura,la
danza, el nuevo cine latinoamericano, la fotografía, el documental, las artes plásticas, etc.

Esto por cierto fue un hecho estético y fundamentalmente político que estaba en el
marco de un intenso contexto político y social. Los artistas, de manera explícita o no, estaban
reflejando la esperanza movilizadora de nuestros pueblos empeñados en tomar las riendas de
su historia. Y allí, al lado de ellos, y no de casualidad, estábamos los teatreros, inventando
auroras, como decía una canción popular nicaragüense de la época.
Me doy cuenta de que esa es una historia más o menos conocida para la gente de mi
generación, de modo tal que puedo referirme a ella citando algunos episodios para saber de
qué estamos hablando cuando el auditorio es contemporáneo a mí. Al mismo tiempo com-
pruebo la dificultad que me produce trasmitir esta memoria a jóvenes estudiantes, quienes de
esa historia solo parecen tener un pálido reflejo. Entre ellos campea el desconocimiento de ese
período no tan lejano y, claro, los jóvenes tienen todo el derecho de vivir su presente sin cargar
con un pasado que no les corresponde.
Sin embargo, hay que decir que a las nuevas generaciones alguna curiosidad debiera
darles saber qué hicieron sus padres. Conocer, les podría ser de utilidad para poder eliminar
fantasmas, ubicarse mejor en su presente y seguir trabajando, sin lastres y sin zonas oscuras en
la memoria, en el buen teatro que nos merecemos.
Venimos de tiempos revueltos pero creo que los son más ahora. Intentar una mirada
hacia delante implica desde mi punto de vista no solamente reconocer en nosotros la posibili-
dad de imaginar el futuro, de inventarlo, y no solamente aceptar lo que se nos viene como si
fuera dado, parte de un orden natural incontestable. Implica también, saber de dónde venimos,
saber cuál es esa memoria que tenemos guardada sobre aquello que hemos denominado
Teatro Latinoamericano, la que ahora aparece como una zona inaprensible y, cuando no, des-
conocida de nuestra historia, de nuestra biografía artística.
Esto significa también dar una mirada integral que nos permita no sólo ver textos y
autores, sino también movimientos, desplazamientos. Los espectáculos pueden ser hitos de
este reconocimiento, pero al mismo tiempo podemos acercarnos a los procesos creativos, no
sólo a sus resultados, sino también a los lineamientos pedagógicos. Así podríamos ver cómo
todo esto ha operado en nuestra historia reciente.
Si tomáramos como punto de partida la mitad del siglo pasado, veríamos un mo-
vimiento en proceso, un teatro que se lanza a inventarse, a reconocer sus particularidades
como resultado de una grande y rica diversidad cultural, y al mismo tiempo veríamos nuevos
sectores sociales tradicionalmente deprimidos sacando la cabeza como público, como hacedor y
copartícipe primordial.

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No es mi intención hacer un recuento histórico pero sí reclamar la tarea pendiente del
rescate y la reconstrucción de una memoria donde concurra de manera integral nuestra historia
en todas sus múltiples vertientes.

A mi entender, los mejores momentos, si podemos hablar de mejores momentos, o más bien,
los momentos de gran fuerza y singularidad en esta historia, han sido aquellos en que nuestro
teatro ha sido parte de las luchas de nuestros pueblos por darse una vida mejor. Entonces, en
esos momentos, nos atrevimos a reconocernos en nuestra particularidad y a inventar
creativamente el teatro que nos hacía falta, sin vernos obligados a marchar al compás de las
culturas hegemónicas.

Si con algo esencial me quedo de ese proceso vivido desde mediados del siglo pasado,
es con el ejercicio del teatro como un espacio de creación, pues nuestros viejos maestros nos
enseñaron a inventar. Esa ha sido la lección fundamental. Abrirse a la invención es lo que nos ha
permitido cambiar y transitar por los caminos más diversos para saber decir y para saber estar
en el momento apropiado, para acercarnos a formas genuinas de teatralidad nacidas de la
necesidad de comunicar. Ese ha sido el camino que he recorrido con mi grupo Yuyachkani y
nuestra historia es un episodio, una pequeña parte de la historia del teatro latinoamericano.
Los impulsos que dieron origen al teatro radical y contestatario de mediados del siglo
pasado, no procedían de ningún esfuerzo voluntarista ni de la operación dialéctica de ideología
alguna. Sus raíces, las que lo explican y le han permitido ser, se hunden en la historia y proceden
de la necesidad de refutar la imposición política y cultural derivada de la conquista. El teatro
europeo fue impuesto desconociendo las formas de la representación que habitaban en estas
tierras, las que en el mejor de los casos fueron señaladas con categorías occidentales, siendo
muchas de ellas proscritas con argumentos teológicos convergentes con las necesidades de la
conquista y la dominación. Durante la conquista y el coloniaje, a la exclusión de los indígenas —
cuya condición de seres humanos, incluso, fue puesta en duda por la ideología oficial —
correspondió la exclusión de prácticas artísticas y culturales. Estos últimos procesos no se
pueden considerar concluidos aún hoy.
En la misión colonial, aquello que no pudo ser erradicado fue incorporado para in-
teriorizar los valores del catolicismo, usando para ello los elementos de representación pre-
sentes en la danza, la música y la imagen, los que posteriormente van a ser asimilados en los
grandes despliegues festivos, iniciándose así niveles de mezcla y sincretismo con los cuales
convivimos hoy, y los que sustentan el encuentro de elementos pre-hispánicos y cristianos en
una conjunción de ritos de diversa procedencia. Sensibilizarnos sobre cómo opera este
mecanismo sincrético es fundamental para entender la mezcla y la hibridación de procesos
culturales en constante movimiento.
En el curso de la colonia, muchas formas de la representación pre-hispánica asumie-
ron moldes de acuerdo a parámetros del teatro occidental, es decir, los «géneros» oriundos
encontrados por la conquista fueron definidos con referencia a un canon cultural español,
conllevando esto el despojo de las formas originales y castrando de ellas su esencia de evento
efímero, en algunos casos ritual y sagrado.

Esta es historia conocida y merece recordarse porque actualmente se siguen desconociendo


prácticas escénicas que no corresponden a la hegemonía cultural. Por eso nos parece justo
afirmar una teatralidad compleja, que tenga que ver con reconocernos en una identidad
inclusiva.

Las formas dramáticas de origen pre-hispánico son similares a géneros asiáticos como
el teatro chino, japonés o hindú donde, por ejemplo, no existe la separación entre actor y
danzante, y donde se privilegia la experiencia de lo que se genera en la escena antes que lo que

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se narra, lo cual muchas veces es un pretexto sobre el que se entrelazan códigos que componen
un tejido complejo.
Debemos a Antonin Artaud, Jerzy Grotowski, Peter Brook y Eugenio Barba, entre otros,
el haber repensado y ampliado criterios para acceder a otros niveles de entendimiento de las
prácticas escénicas. Ellos dirigieron una atenta mirada hacia lo sagrado, lo ritual y lo
antropológico, indagaron en culturas originarias de Asia, África y América Latina y el Caribe. Esta
mirada se nos devuelve como un espejo en cuyo reflejo todavía no nos hemos confrontado de
manera suficiente con ese caudaloso imaginario escénico que habita entre nosotros desde los
orígenes de nuestra civilización.
El teatro es una construcción cultural que nace de valores determinados de acuerdo a
la comunidad donde se genera, y que responde a relaciones sociales específicas, como lo fueron
las que operaron en diferentes momentos de la historia. El teatro que llega de España es el
teatro del padre, que vino y se impuso ante el teatro de la madre, el de la América pre-
hispánica, generado en contextos rituales, celebraciones, juego, danza, enmascaramiento. Estas
formas siguen vivas y han cruzado el tiempo con una mitología que las sustenta y desde donde
se construyen acontecimientos irrepetibles que evocan maneras ancestrales de la re-
presentación.
Las nuevas generaciones no tienen modelos y nuestras fronteras escénicas están salu-
dablemente movidas, hay zonas cada vez mas indefinidas y en ellas nuevos espectadores, todo
esto situado en un marco cultural expandido y trans-universal.
Se hace necesario que el lenguaje de nuestro oficio no se resista a usar nuevos térmi-
nos y que podamos ir al encuentro de una teatralidad compleja, que tenga que ver con reco-
nocernos en todos los matices de una identidad inclusiva, donde se encuentren los elementos
de una América pre-hispánica, y en ella lo híbrido, el arte conceptual, el artista objeto y sujeto
de su obra, la negación de la representatividad, la intervención de espacios públicos, las
ambientaciones, la apropiación de tecnologías, etc. Todas estas entradas cobran sentido y son
pertinentes como objetos de exploración, debido a lo complejo de nuestras sociedades, donde
ciudadanía, exclusión, corrupción y racismo son objetos de reclamo permanente.
El buen teatro siempre será aquel que funciona en los códigos de su comunidad sin
enunciar a esa compleja relación entre lo real y el artificio.

La América Latina y Caribe no es una sola; es indígena, es africana, es europea y es


contemporánea, abierta a todas las practicas escénicas del siglo XXI; nuestro teatro recorre el
espíritu de los tres continentes y se alimenta culturalmente de esas tres raíces y con ellas
dialoga en igualdad de condiciones con los teatros de todo el mundo.

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