Sie sind auf Seite 1von 266

Historia de

AMERICA LATINA
Hechos*Dociimentos«I\)lémica
MEXICO Y CORTES
D avidViñas

LOS EXPEDICIONARIOS ESPAÑOLES MUERTE


DEL
Y SUS ALIADOS CEMPOALESES EM PERADOR
Y TLAXCALTECAS DERROTAN EN MOCTEZUMA
Al dirigirse el emperador
CHOLULA AL EJERCITO Moctezuma a sus súbditos
pura que permitieran la sali­
DEL EMPERADOR MOCTEZUMA da de los españoles, el primó
pe ( ’uautehmoc, que acaudi­
llaba la rebelión, le acusó de
COMPUESTO POR 50.000 HOMBRES bellaco y cobarde- Inmediata
mente cayó sobre el desdi
Di cautelosa penetración chadu Moctezuma una lluvia
de Hernán Cortes en el Impe­ de flechas y piedras. A conse­
rio azteca alcanzó una victoria cuencia de las heridas sufri­
decisiva en la ciudad de Cho- das. murió el .10 de junio de
liila en la segunda quince­ 1S20
na del mes de octubre de
|5I9. El conquistador espa­ Duro revés de los es­
ñol sabia par sus espías que
el emperador Moctezuma II pañoles en la "Noche
había enviado 50.000 gurrre Triste"
n*S para cerrarle el paso. Una
nidia informó a Marina de los Aprovechando la noche nc
propósitos de aniquilar a los hlinosa del .1 de julio de 1520.
espadóles y sus aliados por Cortés decidió escapar del
sorpresa Pero Cortés se anti cerco por la calzada de Tlaco-
upo a sus adversarios, acu- pan a Tacuba, pero inmedia­
-..«ndoles de traidores, y orde­ tamente cundió la alarma y
nó el asalto y saqueo de la los fugitivos españoles se vie­
' tudad. que duró dos días. De ron bloqueados j»or los gue­
la llamada “ matanza de Cho rreros aztecas. Aunque Cor­
lula” escribe Cortés a Car lé». Alvarado y Otros capita­
Iqs I: ” Oírnosles tal mano. nes españoles lograron sal
varsc del desastre, más de las
ENTREVISTA DE HERNAN REBELION tres cuartas partes de los ex­
pedicionarios sucumbieron

CORTES CON EN MEXICO en el mismo, además de per


der toda la arlillcría. gran

MOCTEZUMA 11 CONTRA LOS número de caballos, los p er­


trechos de guerra y el tesoro

I I 11 de noviembre de ISIÓ jeompanado por un séquito


ESPAÑOLES acumulado.

emperador Moctezuma II de más de mil personalidades F.l 27 de junio de 1520 e sta ­ HERNAN
recibió a los conquistadores notables de su Corte, entre llaba en la capital azteca una
cómo huéspedes de honor en los que figuraban los reyes de formidable rebelión contra
CORTES
Mr «ico. capital del Imperio Tccuzcóy de Ixtapalapa Tras los españoles, que teman pri­ RECONQUISTA
i/.teca y la ciudad más grande el grandioso recibimiento. sionero al emperador M octe­
riel mundo con sus 500.000 Hernán Cortés y sus hombres zuma y a vatios miembros de
LA
habitantes. F1 emperador az- fueron instalados en el pala la familia imperial. F.l palacio CA PITA L
teca salió a recibir a los espa­ cío de Ava vacad, residencia
ñoles a las puertas del recinto del anterior emperador.
de Axayacatl fue cercado por DEL
millares de guerreros y todus
las tentativas para levantar el IM PERIO
cerco resultaron infructuosas AZTECA
PA L M O A
PALM O
El asedio a la ciudad de
México comeiKtÓ el 2b de nu-
y ode 1521 y termino el 15 de
agosto del mismo año con la
detención del principe Cuan
tehmoc. último jele de lu
(E d ito rial Confederación Azteca
conquista de la ciudad duro
Ia

H ern an d o casi tres meses, librándose


durísimos combates.
cioculturales y socio­
LA HISTORIA DE AMERICA LATINA económicos, de toda
la historia moderna
• enfoca, con rigurosa en un constante n-
objetividad, el fenó­ tercambio entre viejas
meno histórico del y nuevas realidades a
descubrimiento, con­ ambos lados de la
quista, colonización Mar océana.
c independencia de
Latinoamérica desde
una perspectiva dia­
léctica y dinámica.

• centra su interés, por


lógica consecuencia,
en el estudio de esc
fenómeno histórico (E ditorial
como elemento modi­
ficador, a niveles so- H e rn a n d o

Volúmenes programados

1. España en 1492.
2. América antes del Descubrimiento.
3. Cristóbal Colón, el Caribe y las Antillas.
4. México y Cortés.
5. Pizarro y el Imperio de los Incas.
6. Expansión de la Conquista.
7. El Imperio: Las Indias.
8. Filipinas: frontera del Nuevo Mundo en el
Pacífico.
9. La América portuguesa.
10. Los competidores europeos: comerciantes
y corsarios.
11. La reorganización centralista de los
Borbones.
12. La situación prerrevolucionaria.
13. Estallido de la Independencia.
14. Caudillajes, nacionalismos e imperialismo
anglosajón.
15 y 16. El siglo XX: Golpismo y revoluciones
emancipadoras.
17 y 18. Cartografía, gráficos, cronologías e
índices.

Historia de AMERICA LATINA


Historia de
AMERICA LATINA
Hechos*Docuiiieiito8-I\>léiiiica

IV

MEXICO Y CORTES
DAVID VIÑAS

E d ito rial
Hernando
C David Viñas.
© Librería y Casa Editorial Hernando, S. A.
ISBN: 84-7155-260-4 (colección completa).
ISBN: 84-7155-264-7 (volumen IV).
Depósito legal: M. 32.104- 1978
Impreso en Maten Cromo. S. A., I mío (Madud).
1. IM PERIO AZTECA
Y CONQUISTA ESPAÑOLA

Hacia veinticinco años que Cristóbal Colón


había descubierto America: veinticinco años de­
cepcionantes para el almirante, sus compañeros y
sucesores; no habían encontrado las montañas de
oro en que habían soñado ni el pasaje marítimo
que les abriera —a través del continente—, el
acceso a los paísesfabulosos del Extremo Oriente.

Franqois Wcymullcr,
Historia de México,
1976

La Era de la Conquista comenzó en 1519,


cuando un pequeño grupo de soldados bisoños
españoles inició la marcha y subyugó a las enor­
mes poblaciones de tierra firme.

Charles Gibson,
España en América,
1966
El dios del maíz era unafigura clave en la religión y en
la economía azteca.
Valores aztecas y valores españoles

Cortes pretende hacerse u n n om bre; Moctezuma,


mantener el suyo, que es lo h e red a d o . He aquí un
posible punto de partida para tratar de entender el
drama de 1519 1.

De manera tradicional, se ha narrado la conquista de Mé­


xico (y de la totalidad de América) desde la perspectiva euro­
pea. Con un criterio eurocéntrico, evaluando todos los aconte­
cimientos con los valores prevalecientes en Kspaña (o en Ingla­
terra, Francia o los países tpic organizaron imperios mediante la
conquista). F.n la vertiente opuesta —sobre todo en los últimos
años— se ha producido un proceso crítico inverso. Pero que,
lamentablemente, en la mayoría de los casos, ha resultado sólo
simétrico del anterior. V, por lo tanto, mecánico. Llegándose, en
ambos casos, a la exaltación o la diatriba desde perspectivas
impregnadas de un nacionalismo que. ptx:o a poco, incurría en
versiones chovinistas. No es nuestro criterio. Tenemos el con­
vencimiento de que si algún intento puede superar ambas ver­
siones teñidas de«patriotismo-, sólo se logrará, en primer lugar,
acentuando la relación conquistador/conquistado (válida para
los españoles, ingleses, franceses, holandeses o norteamericanos.
K, incluso, para los mismos aztecas —en este caso en particu­
lar— respecto de otros pueblos del México actual, frente a los
cuales la correlación sometedor/sometido se invertía. O, mejor
aún: se prolongaba). Y, en segundo lugar, en lo que hace al
fenómeno cortesino en particular —como todo aquello que in­
volucra la conquista de América— necesariamente correspon­
derá inscribirlo en el fenómeno general tlei expansionismo eu­
ropeo v del desarrollo capitalista.
De otra manera, lo previsible es que se incurra en triunlális-
mos (o en victimismos, que son su complemento y correlato). Con
la secuela de versiones «heroicas- que exaltan —o deprimen—
sólo a una figura que, al fin de cuentas, no es más que el emer­
gente de un grupo social y de una coyuntura histórica. Síntesis, si
se quiere. Condensaciones de lo grupal, si se prefiere. Incluso:
metáforas fundamentales de toda una inflexión histórica.

7
De ahí que las distintas luchas, diversas peripecias y dificul­
tades que se desarrollaron en la conquista de México haya que
entenderlas en el desenvolvimiento y enfrentamiento entre la
compleja —ya en aquel momento— sociedad española y la es­
tructura distinta de la sociedad de los aztecas.
Es el engarce de estas dos culturas diferentes y, al mismo
tiempo, la imposición y el dominio de una de ellas sobre la otra,
lo que nos descubre y explica, fehacientemente, el proceso de lo
que ocurre en México desde que Hernán Cortés llega a Tabasco
en 1519, hasta 1521, fechas entre las cuales se liquida el predo­
minio de una cultura y comienza la instilucionalización de una
nueva sociedad. Que —conviene aclararlo va— ni se logra de
manera total hasta comienzos del siglo XIX; ni —luego de la
dependencia política y el predominio criollo— hasta la actuali­
dad.
Empero, es en aquel momento de la historia cuando se in­
tenta configurar una nueva sociedad entroncada sobre las rui­
nas de la anterior: vislumbrando, al mismo tiempo, no sólo la
caída del máximo expolíente de la vida mexicana, el emperador
Moctezuma 11(1502-20) y, posteriormente, la de sus sucesores
Cuitláhuac, hermano de éste, y de Cuauluémoc, sino —a la
vez— el surgimiento y apogeo del hombre de Medellin, Hernán
Cortés. Estos polos contrapuestos encantan, nítidamente, las
respectivas culturas de sus pueblos. Y, si se quiete, didáctica­
mente, los simplifican. Son a quienes veremos enfrentarse y,
luego, batirse para conseguir la victoria. Y no es casualidad el
que propongamos dirigir —con un criterio si se quiere esque­
mático— nuestras miradas —tanto a Cortés como a Mocte­
zuma—, dado que resultan la clave que nos irá descifrando el
entramado de la historia de la conquista de México. Y lo repe­
timos: Cortés y Moctezuma como emergentes y síntesis de lo
español y de lo azteca, respectivamente 2.
Veamos, ahora, cómo es la realidad de estas dos culturas
que, a comienzos del siglo xvt, se enfrentan y cuál va a ser el
papel de sus principales protagonistas.

Los aztecas y su capital

Parecía la casa de Moctezuma a ¡as casas de encan­


tamiento que cuentan en los libros de Amadis3.

La sociedad azteca estaba situada geográfica y fundamen­


talmente en lo que se llama el valle de México: con las ciudades
más importantes allí localizadas, la capital de la confederación,
donde residía el emperador Moctezuma II en su magnífico pa-
8
lado, era Tenoclitiilan, México (denominada, indistintamente,
de estas dos formas, nosotros, para más comodidad, la llamare­
mos, de ahora en adelante, México). Esta capital, a comienzos
del siglo xvi, era una de las ciudades más importantes, incluso
en número de habitantes, del mundo. Aparte de México, es
posible destacar otras de menor categoría, como Texcoco
—también de un contingente humano importante—, Cullma-
can, Chiconanhlla, Tlacopan, Tenayuca, Cholula. Es decir, que,
en su conjunto, en ttxlo el valle de México, se puede calcular
una población de uno a tres millones de habitantes, según
apunta Waillant en La civilización azteca.
Hernán Cortés, no bien arriba a la futura Nueva España, en
Tabasco, observa cómo se habla de México como del centro de
aquel territorio; es decir, que en otras áreas, se conocía a Mé­
xico como una ciudad de fabulosa riqueza, con una preponde­
rancia militar y comercial no comparable a ninguna otra de la
región. Es que, en su conjunto, la civilización azteca había lo­
grado una complejidad social notable. V, posiblemente, habría
que acudir a otra civilización en la misma América, la de los
incas en el Perú, para encontrar otra organización económica y
administrativa de envergadura tal como la que nos ocupa.
El resto de las culturas que existen en aquella época en torno
a México (y aunque algunas tuvieran una importancia decisiva
en el avance que realizó Hernán Cortés mediante las artes que
usó para aliarse y dividir al enemigo), tenían una organización
social de mucho menor rango, como los tcpanccas o los tlascal-
tecas. Tanto es asi, que éstas quedaron no sólo amilanadas bajo
el dominio de Hernán Cortés, sino que éste utilizó hábilmente
su sentimiento de inferioridad (y de desquite) para vencer defi­
nitivamente a los inexicas.
En cuanto a su origen, los aztecas procedían del norte, según
señala Vaillant, y empezaron a asentarse en el valle de México
hacia el siglo xiv de nuestra era 4.
Si bien numéricamente fueron pocos los que llegaron a
aquellas tierras, optaron por esa zona debido a la fertilidad de la
región condicionada por los diversos lagos que posibilitaban dis­
tribuir los regadíos, y, sobre todo, a la salubridad del lugar ya
que, como las aguas de los lagos eran saladas, el riesgo de pes­
tes, que en aquella época resultaba un verdadero azote, quedaba
conjurado.
Al mismo tiempo, dada la gran fertilidad de la tierra y las
posibilidades de pesca que allí había, alcanzaron un desarrollo
demográfico notable. De ahí que, cuando llegó Hernán Cortés,
la población era muy numerosa, calculándose que sólo la ciudad
de México tenía alrededor de 500.000 habitantes. Aunque al­
gunos autores —como Rosenblat— dan aún cifras mayores s.
Esta sociedad, a pesar de llevar poco tiempo asentada en la
zona, exhibía una preponderancia que se manifestaba, ya a co­

9
mienzos del siglo xvi, en toda su estructura stxial y en su cre­
ciente predominio autoritario y expansivo sobre toda la región.
Así, la ciudad de México, según cuenta Bernal Díaz del Cas­
tillo «nos dejó deslumbrados al llegar allí 6»: tenía tres grandes
calzadas; la de Ixtapalapa, que se orientaba hacia la zona sur y
por donde penetraron los españoles la primera vez que llegaron
a México; la de Tepeyac, por la zona norte; la de Tlacopan que
avanzaba hacia el oeste (por donde los españoles se retiraron en
la lamosa «noche triste» de 1520). Estas calzadas, de una an­
chura muy amplia por donde podían pasar doce hombres al
mismo tiempo, construidas con piedras y maderas, le otorgaban
un peculiar realce a la construcción de la ciudad que, junto a los
diversos puentes levadizos cinc se extendían a lo largo de los
muchos riachuelos que la recorrían, estaba rodeada de agua por
todas partes. Esos lagos eran recorridos por canoas construidas
para tal menester, aunque en el siglo XVI habían quedado aisla­
dos por diques para dar mayor consistencia a la construcción, y
seguridad en caso de ataque (y que, a lo largo del período
colonial, sirvieron como bases para el paulatino desecamiento
del lago).
En la confluencia de esas tres principales calzadas, práctica­
mente en el centro de la ciudad, se alzaban los templos sobresa­
liendo por encima, incluso, de los palacios principescos. Por
cierto que el gran templo de México —compuesto de un recinto
sagrado de 430 metros cuadrados rodeado por «el muro de la
serpiente», almenado con tres entradas—, sirvió posteriormente a
los españoles para construir la plaza mayor y la catedral.
Ahora bien, si los materiales básicos usados por los aztecas
en la construcción de sus casas (piedra, cal, adobes, paja, palos
de madera) siguieron usándose a través del período colonial 7,
sólo los caciques y principales figuras imitaron a los españoles
en la construcción de sus casas. Porque la residencia común de
los •mareguales• siguió siendo una cabaña de una sola habita­
ción, rectangular, con una pequeña abertura a manera de
puerta. C'.on las paredes de piedra o madera levantadas sobre
cimientos de piedra y con los techos, por lo general, bajos y
planos, de tejamanil o paja cohxados sobre palos horizontales.
Y, en lo que hace a la iluminación, siguieron utilizando antor­
chas de ocote.
Si la ciudad de México se fundó hacia 1440, bajo el mandato
de Itzcoatl, poco tiempo después se fundaron las ciudades de
Texcoco y Tlacopan al inaugurar ese emperador una política
agresiva sobre el resto del valle central, que sólo es detenida por
los tarascos en 1469. Pero fue en tiempos de Moctezuma 1 y.
sobre todo bajo Moctezuma II, cuando el poderío de los aztecas
se extendió ampliamente llegando a dominar una franja del
Caribe hasta el Pacífico actual, atravesando por primera vez
todo México de este a oeste. Y si en el norte alcanzaron a some­

10
ter a Oaxaca y Michoacan, por el sur llegaron hasta donde
habitaban las tribus de los Mayas (1489).
Sin embargo —y corresponde subrayarlo— esa expansión y
correlativa unidad estatal no venía aparejada por una unidad
administrativa, pues de las 38 ciudades principales de las que se
componía el Estado, no todas respondieron taxativamente a los
imperativos de los tributos ni a la obediencia a los requisitos del
emperador. De ahí que los historiadores prefieran hablar de
«confederación» y no de «imperio» azteca.
Ciertamente, si este dominio sobre las tribus vecinas era
grande y ya comenzaba a dibujarse otra concepción territorial
sobre la base de pueblos y no ele tribus, aún en 1520 subsistían
600 grupos diferentes en la región y había numerosos lugares
apartados entre las montañas donde era prácticamente imposi­
ble llegar. A no ser que se enviase expresamente —como, a
veces, el monarca lo hacía cuando lo consideraba preciso— em­
bajadores a los lugares más recónditos, ya fuese hacia el área
mixteca o a comarcas insumisas como la de Teotolan ",

Soldados, sacerdotes, artesanos y campesinos

Respecto a los distintos grupos sociales que poblaban aquel


territorio, afirma Konetzke en su libro sobre la sociedad preco­
lombina que «la sociedad azteca estaba subdividida en clases: el
estamento principal se componía de miembros pertenecientes a
la vieja aristocracia tribal y de los nuevos nobles que se habían
ganado su ascenso por méritos militares». Subrayando que la
guerra entre los aztecas se manifestaba con una cualidad muy
distinta a la concepción que podían tener los españoles: «Los
aztecas eran guerreros —matiza Konetzke—, mientras que los
españoles empleaban el arte militar.» Lo que significaba el dis­
tinto grado de ternificación, de complejidad y de adiestramiento
que tenían ambos pueblos en el campo de las artes marciales ’.
Los sacerdotes, otra casta dirigente dentro del régimen az­
teca, gozaban de amplias privilegios llegando, en muchos casos,
a asemejarse en su vida material, rango y, sobre todo, en su
situación económica, a los nobles hereditarios y a los grupos
castrenses. Los privilegios de los que participaban los nobles
eran cuantiosos: no sólo tenían un fácil acceso a los cargos y
puestos de mando, sino que no pagaban tributo de ninguna
clase y se habían instaurado, para la defensa de sus intereses,
tribunales especiales. Sus hijos participaban en juegos marciales
y se educaban en las escuelas que tenían acondicionadas para
ellos, las cuales se encontraban anexadas a los templos: pasados
los estudios en estas academias aristocráticas, podían acceder a
la clase de los nobles, ya que el arte de la guerra en el que se
adiestraban, no sólo era una forma más de ascender en la escala
social, sino una manera peculiar de ganar prestigio ante los
dioses. De ahí que el heroísmo y la santidad llegaran a identifi­
carse entre la aristocracia azteca l0.
Además de los nobles, tenían gran preponderancia social
aquellos sectores que se dedicaban a comerciar y negociar
arriesgadamente con los toltecas y los mayas, dado que una de
las cosas que más interés había logrado en el tráfico exterior era
el cacao que, entre los mexicas, se utilizaba como moneda en el
sistema de intercambio. O bien para transformarlo en chocolate,
producto muy apreciado entre los aztecas.
Otro de los rangos sociales u oficios más diferenciados que
existían en el valle de México era el de los artesanos: grupo bien
considerado e, incluso, especialmente retribuido, ya que a los
aztecas (y sobre todo los que pertenecían a la nobleza) les gus­
taba utilizar vestimentas de colores y adornos refinados. Y para
tales trabajos necesitaban de especialistas muy diestros en su
ejecución.
Pero, sin duda, la capa más numerosa y la que resultaba del
mayor interés para el mantenimiento de la sociedad azteca, por
su capacidad productiva, era la de los cultivadores de la tierra:
habitantes de los calpulli (tierras que pertenecían a la comuni­
dad), recibían a titulo precario predios para su cuidado y la­
branza; pero cuando estos cultivadores, a los que se les denomi­
naba maceguales, perdían su capacidad física para el cultivo
—por enfermedad o por muerte— su familia, nuevamente, de­
bía devolver a la comunidad la tierra que habían cultivado. Pre­
dio que se le concedía —según las normas de traspaso estableci­
das— a un nuevo macegml.

Entre la producción y los sacrificios

Una forma de producción agraria muy curiosa y que llamó


la atención de los españoles (según cuenta Berna! Díaz del Casti­
llo), consistía en lo que los aztecas llamaban chinampas, terrenos
que habían ganado a los lagos y lagunas para cultivar allí sus
productos, semejantes en alguna forma a las técnicas usadas hoy
en Holanda.
I.os principales productos que cultivaban eran el maíz, frijo­
les, maguey (del cual sacaban el pulque, bebida que les servía
como estimulante), chile y nopal. Pero era el maíz la planta que
más se cultivaba debido, fundamentalmente, a la calidad de los
terrenos húmedos que allí abundaban. Incluso su enorme difu­
sión ha llevado a numerosos ensayistas mexicanos —de Vascon­

12
celos a Octavio Paz— a identificar a la azteca con una cultura del
maíz 1 Asi, los años que resultaban escasos en maíz, por las
causas que fueran (temperaturas adversas, razzias guerreras,
etc), llegaban los aztecas a morir por inanición en tal cantidad
que lo consideraban un castigo de Huitzilopochtli, deidad a la
que le consagraban sus ritos expiatorios.
Para subsanar las carencias de maíz se dedicaban a la pesca
de algunas especies de los lagos que rodeaban a México, y,
además, a ciertas actividades de caza, desarrolladas en las zonas
periféricas atestadas de lagartijas «a las que manjar llamaban»
(Berna! Díaz del Castillo).
La guerra, de sustancial importancia en el marco de esa
cultura, no sólo se evidenciaba en los sacrificios realizados ante
el altar de Huitzilopochtli (de hasta diez mil seres humanos en
un solo día, previamente capturados), sino en la expropiación
de sus vituallas, en su utilización como mano de obra esclava y
—en ciertas ocasiones— como primitivo reemplazo de su dieta.
Como se va advirtiendo, la sociedad azteca, en su conjunto,
se mueve entre unas coordenadas semejantes a las sociedades
establecidas en Euroasia en la época del neolítico: si su estruc­
tura socioeconómica era comunal y su orden administrativo ha­
bía alcanzado una cierta centralización, sólo había logrado los
niveles más refinados del terciario ,z.

La España del 1500: algunos rasgos

Permanentemente oscilantes entre lo medieval y lo


renacentista; entre la continuidad de la reconquista y
la aventura; entre el cruzado y el mercader •*.

Frente a esta cultura con su peculiar estructura administra­


tiva y política, relativamente compleja, se iba a enfrentar otra,
que —con todas sus contradicciones— aportarían los españoles.
España, por medio de Cortés y sus hombres (unos seiscien­
tos llegaron por primera vez), traían un poder en sus manos y
en su visión del mundo: en sus manos, portaban unas armas
que —desde el comienzo— les otorgaron ventajas; en su cos-
movisión, lo católico y lo conquistador que les otorgaba un ím­
petu agresivo y avasallador 14.
En España se había asistido, ya desde 1476 con Isabel y
Fernando, a la instauración de una monarquía absoluta; aunque
sería un nieto suyo, Carlos I, el que la estructuraría definitiva­
mente. (v. tomo I de esta colección.)
España, después de ocho siglos de lucha, había adquirido un
sentido de unidad, precisamente frenta a los musulmanes que

13
habían implantado un sistema agrario muy difundido por todo el
país dotándolo de técnicas de regadío singularmente refinadas. Y,
a pesar de esa ironía de la historia, la práctica pastoril originaria de
Asturias (de Pelayo en adelante), como forma de producción más
arcaica que la agraria, sirve de apoyatura a la derrota y, luego, a la
expulsión de los musulmanes andaluces.
La unidad de España, a partir de la contradictoria unión de
Castilla y Aragón bajo los Reyes Católicos y, posteriormente,
con la anexión de Navarra (1512) y la conquista de Granada a
los musulmanes (1492), posibilitó crear un esbozo de «estructu­
ración nacional» que no había sido alcanzado hasta entonces por
ningún país europeo l5.
Incluso, con las leyes decretadas por los Reyes Católicos con­
tra los judíos, mediante las cuales llegaron a expulsar ciento
cincuenta mil, quedando otros cien mil conversos, España
quedó así —autoritariamente— unida en lo territorial y en lo
religioso.
Pero esta monarquía sólo había logrado una centralización
precaria, ya que subsistían, con gran poder económico, los
grandes señores feudales, aunque se les hubiera arrebatado
gran parte de su poder político: dejaron de ser una competen­
cia dinástica, pero se convirtieron en un grupo decisivo de pre­
sión en lo económico y social.
Es así como, si —por un lado— los señores feudales mantie­
nen sistemas de aparcerías que deben ser pagadas en forma de
especies o trabajo, este grupo social tiene que tributar —a su
vez— al rey para que éste le defienda, condicionándose, correla­
tivamente, un embrión de ejército permanente: la Santa Her­
mandad ,6.
De significativa importancia, en esta articulación, a través de
los Reyes Católicos, fue la Mesta: monopolio ganadero que ex­
portaba lanas a Flandes e Inglaterra, no sólo controlaba los
pastos, sino que, a la larga, provocó un sustrato negativo para el
desarrollo de la agricultura española. Y, de manera consi­
guiente, en el desarrollo de la misma industria dentro de Es­
paña l7.
Frente a este complejo económico de la España de los Reyes
Católicos, y ante esta centralización política, existía una institu­
ción sobreviviente de épocas anteriores. Concretamente: las Cor­
tes, institución que había servido para frenar y limitar, en cierto
grado, la acción de los monarcas. Como que conservaba cierta
capacidad legislativa y de control sobre la hacienda pública.
Empero, si su crisis inicial se verificó con Carlos 1 —y el afian­
zamiento de la monarquía centralista— estas Cortes perdieron,
poco a poco, gran parle del poder que aún detentaban en 1500.
Compuestas por la nobleza, el clero y los hidalgos (los «grandes»
de los municipios) en Castilla, en Aragón también participaban
las clases medias. Y fue en el cuadro de este contexto histórico

14
cuando arribó Colón a América en 1492. Resultó, por k> tanto,
especialmente contradictorio en España: unidad dinástica, di­
vergencias regionales, monopolio ganadero, crisis agrícola, de­
terioro financiero; pero, sobre todo, una agresiva y heterogénea
«conciencia nacional».
Es esa España de 1492, pues, apoyada en la unidad religiosa
oficial, la que logra obtener un concierto, especificado expresa­
mente en la repartición del globo por las famosas bulas de 1493
de Alejandro VI y que, después, fueron refinadas en sus deta­
lles contradictorios por el tratado de Tordesillas de 1494: Es­
paña se repartía el mundo con Portugal, nada menos que en
zonas de influencia. Y se delimitaban ambas por medio de un
paralelo. Una línea abstracta tenía que resolver los problemas
más concretos de la Tierra. Lo que hizo exclamar a Francisco I
de Francia: «El sol brilla tanto para mí como para los demás». Y
agregó: «Me gustaría ver la cláusula del testamento de Adán en
la que se me excluye de la repartición del orbe.»
Resulta claro —en nuestra perspectiva actual— que esta bula
del papa Borgia favorecía a los intereses de España y Portugal
(a los que estaba vinculado), adjudicándoles una parte del globo
«por derecho divino». Pero el año 1516, con la muerte de Fer­
nando el Católico (en 1504 ya había muerto Isabel) y la sucesión
en el trono de su nielo Carlos I de España y V de Alemania, se
pone en evidencia que tanto la «unidad» de España como la
«linealidad» de Tordesillas eran desbordadas por ese aconteci­
miento que se llamará América. Y México y Hernán Cortés
—con su carga de significaciones— ejemplificarían al máximo la
densidad contradictoria de ese nuevo mundo

Hernán Cortés en su contexto

Hernán Cortés, ya en 1518 está a punto de partir hacia


México. Sobre él se aglomeran las contradicciones de ese mo­
mento. Porque si la España de esa coyuntura es un país con
rasgos renacentistas (con un Estado políticamente muy centrali­
zado), Carlos I tiene aún que atender el rezagado funciona­
miento medieval y dinástico de los Países Bajos, Alemania, Bor-
goña, Cerdeña, Sicilia y Nápoles. Y el de una España con un
poderío feudal todavía muy grande en el que los nobles y el
clero controlaban el 90 por 100 de la Tierra.
Por otra parte, si el modelo individualista del Renacimiento
—que se puede ver claro en la literatura española del 1500—
choca con la idea de la unidad imperial católica, la lucha contra
el protestantismo luterano, sobre todo después de la excomu­
nión decretada en Worms (1521). refuerza lo colectivo español

15
de la Contrarreforma. En la cual España va a participar de
manera fundamental, teniendo en cuenta que —entre otros as­
pectos— en Trento había teólogos españoles de primera catego­
ría •*.
Pero los gastos de Carlos I en Alemania, para luchar contra
el protestantismo, hicieron derrochar gran parte del oro y plata
que venía de América. Hamilton —en su obra ya clásica—
afirma que fue lo que produjo la gran inflación en aquella
época; sobre todo en una España en que de 8.000.000 de habi­
tantes hacia 1520, pasa rápidamente a 11.000.000.
Y son precisamente estas dificultades y características del
mundo renacentista que deviene imperiosamente las que van a
situar a España en una coyuntura que la irá deteriorando hasta
llegar al final de los«Au$trias menores»: descubrimiento inespe­
rado, precariedad estructural, flujo «mágico» del oro y la plata,
prolongación impetuosa de la Reconquista, carencia de perso­
nal, alza vertiginosa de precios. Demasiadas contradicciones que
corroían una fachada imperial20.
Carlos I —correlativamente— tuvo que acudir a los grandes
banqueros: primero, a los Fugger y, luego, a los Wessler fiara
solucionar esos desbarajustes financieros. Decía un funcionario
de los Fugger, a propósito de los préstamos: «Interés equivale,
cortésmente, a decir usura; y financiación, es sinónimo de
usura.» Posteriormente, no tendrá otra alternativa que acudir a
los préstamos de Génova. Con los consiguientes privilegios, de­
terioros e intereses leoninos.
El contexto que aporta Hernán Cortés a México es, precisa­
mente, este mundo complejo: de una España que se está ha­
ciendo, preñada de ambigüedades y contradicciones. De una
España que puja por salir del feudalismo y que empieza a crear
su infraestructura capitalista (industrial y comercial, fundamen­
talmente), pero que todavía no logra consolidarse.
La industria que se esboza en esa España del 1500, y de la
cual podía haber surgido la implantación de una sociedad capi­
talista, es precaria. Arquetípko: la lana que producen los gana­
dos de la Mesta se manufactura fuera y, luego, se importa sin
recargos aduaneros. Y es, precisamente, el hecho de exportar
estas lanas sometidas a amplios impuestos para importarlas —ya
manufacturadas— sin los cargos aduaneros correlativos, lo que
reporta pingües beneficios a los monarcas. Pero que se despilfa­
rran sin acumularse: lo suntuario, lo guerrero y lo burocrático
serán la principal carcoma.
Y si se organizan talleres de lana en Segovia, Toledo, Cór­
doba, Cuenca, Falencia, Zamora, Ciudad Real, Ubeda, Zara­
goza, Barcelona, Perpiñán y en la ciudad de Valencia, o se con­
serva la industria sedera de los árabes en Granada y Almería,
todo se resuelve de forma elemental e inorgánica 21.
Esa es la clave fundamental del proceso: no se crea una

16
infraestructura industrial viable para que se articule una poten­
cia que hubiese conseguido hacer de España una nación indus­
trializada con una base capitalista fuerte. Es decir, realmente el
tránsito de lo feudal a lo burgués.
Sólo en la esfera del comercio se alcanzan cotas más elevadas
que en la industria. Las naves, carabelas y galeras que salían de
Cádiz y Sevilla hacia América y que solían, incluso, ser de pro­
piedad privada, son las que transportan el oro y la plata y llevan
alimentos y demás enseres necesarios para la subsistencia de los
colonos. Otras relaciones comerciales se establecen por inter­
medio de Barcelona y Valencia, principalmente con Sicilia y
Cerdeña; y con los Países Bajos y Alemania a través del puerto
de Bilbao. Pero «Carlos I había acumulado tantos dominios y
debía sostener tal cantidad de guerras que le hacían dilapidar,
prácticamente, lodo el oro que venía de América», afirma
Chaunu. Y agrega: «Su querer defender la unidad católica e,
incluso, mantener un sólido dominio en los reinos que ya tenía,
lo condicionaba a actuar de manera ineluctable. Trágicamente
incontenibleJí.»
Todo este sistema económico-financiero que se sustentaba
en la contradicción fundamental de estimular una sociedad indivi­
dualista, destruyendo a la vez el aparato productivo feudal, os­
tentaba una base jurídica y administrativa tan complicada y ar­
caica que, posteriormente, iba a reflejarse en los rasgos de la
colonización de América. Y en este aspecto, la acción de Cortés
sobre México resulta paradigmática. Con otras palabras: una
conquista a lo condottiero —veloz, diestra e implacable— y una
organización arcaica e ineficaz sobre la base de la encomienda n .
Por su lado, si el emperador Carlos I tenía sus secretarios
particulares que le orientaban y le aconsejaban sobre las más
diversas cuestiones, y si solía residir en España, había nacido
fuera y tenía más apego por las tierras y los problemas de Ale­
mania y Borgoña. Anécdota, pero iluminadora: cuando Carlos I
desembarca en 1517 en Asturias, la gente no le recibió protoco­
lariamente, sino al revés. Y como, incluso, Carlos no sabía ha­
blar bien el castellano, aun teniendo algunos consejeros caste­
llanos, eran los extranjeros (el señor de Chiévres, borgoñón, y
Gattinara, italiano) quienes decidían. Los empréstitos y otras
actividades de alto nivel los resolvía fuera; y cuando se enfrenta
con las dificultades planteadas en Castilla, con la sublevación de
los comuneros, y en Valencia, en la lucha contra las germanías,
las soluciona con una óptica extranjera.
«No pudo residir en Alemania, su región natal, y su preocu­
pación mayor fue el peligro de los príncipes protestantes. Y
optó por España, pero para gobernarla como un príncipe ale­
mán» —escribe Clarence Haring—.«Y a América, con el criterio
sobreviviente del feudalismo español sumado al saqueo proto-
capitalista de los Fugger y los VVessler 24.»

17
Prueba evidente: el aparato legal siguió subsistiendo y las
Cortes, aunque perdieron aún más importancia con respecto a
la que antes tenían, las pocas veces que se las convocó fue para
solicitarles infructuosamente los informes de Hacienda. En
cuanto a las Cortes de Aragón, se reunieron muy pocas veces a
lo largo del reinado de Carlos 1 (1517-56), y cuando lo hicieron,
apenas fue para tratar cosas de puro trámite y muy poca deci­
sión.
A partir de la Santa Hermandad, constituida bajo los Reyes
Católicos (con una función homologa a la de la policía mo­
derna), un ejército cada vez más profesionalizado y exigente
—los tercios— le permitían a Carlos hacer sus guerras y «defen­
der la paz cristiana». Pero estos tercios —auténticos mercenarios
en los hechos— tenían un contingente de soldados más y más
grande, y como su equipamiento en material era de fundamen­
tal importancia, en su conjunto, representaba otros gastos muy
elevados: «Porque si las víctimas eran flamencas o luteranas, la
corrosión se daba en América y el heroísmo en España i5.»
Para recaudar los impuestos que se le concedían en las Cor­
tes, existía la Hacienda: centralizada ya en tiempos de los Reyes
Católicos, se utilizaba a los veedores que se encargaban de reco­
rrer las ciudades y los pueblos para tal misión, sirviendo —ade­
más— como sistema de informaciones para el monarca. Recau­
dación de impuestos y tarea controladora que —previsible­
mente—, provocaban toda suerte de conflictos y reacciones vio­
lentas 26.
Pero si esas contradicciones se crispaban en la Metrópoli y
en torno a Carlos I, en México —y a través de esa mediación
paradigmática que representa Cortés— llegarán al paroxismo.

Los protagonistas como emergentes: Moctezuma

Pero en las dos figuras más características de este enfrenta­


miento, como exponentes de ambas sociedades, es donde vamos
a analizar también las diferencias decisivas que existían entre
aztecas y españoles.
Moctezuma II, emperador de los aztecas, sucesor de Ahuitzotl
(1486-1502), e hijo menor del emperador Axayacatl (1469-
1481), accedió al trono después que su hermano mayor hubiera
muerto en una de las llamadas «guerras de las llores» (entrena­
miento bélico que los aztecas establecían en tiempo de paz con
otros pueblos, semejante a las justas en la Edad Media europea,
en las que dos guerreros se batían hasta dar muerte uno a otro
y, de esta forma, el que sobrevivía era considerado natural­
mente como vencedor). La «guerra de las flores», en que murió

18
Ahuitzotl, se había librado en la ciudad próxima a México lla­
mada Hejozt/.ingo.
La madre de Moctezuma II había nacido en Tula (ciudad
tolteca), de ahí que el dios Quetzalcoatl-Topilzin tuviera para él
una resonancia y un valor decisivos, conservando —de manera
obsesiva— la conocida historia del regreso del dios Quetzalcoatl
a México, mito que los aztecas habían heredado de los primiti­
vos toltecas (4800 a. C.).
Moctezuma II, pues, estaba imbuido de un profundo senti­
miento religioso, debido fundamentalmente a este pasado que
le condicionó a exaltar, durante su mandato, el peregrinaje a
Teotihuacan —a 40 kilómetros de México— para adorar allí al
gran dios Quetzalcoatl (creador del mundo y del hombre, maes­
tro originario de la agricultura y las artes y que, habiendo desa­
parecido, volverá para redimir a su pueblo) 21.
Como se había distinguido en las diversas experiencias gue­
rreras, prácticas normales entre los aztecas (sobre todo, entre la
clase noble y media), durante su -mandato, Moctezuma II em­
prendió guerras y luchas con los pueblos vecinos logrando ex­
tender hasta el reino mixteca y hasta las tierras que habitaban
los zapotecas los límites del poder de l enochtillan.
De las 38 ciudades que, a la llegada de Hernán Cortés a
México, controlaba el imperio azteca bajo su poderío obtenía
(según las versiones del códice mendocino y del códice de tribu­
tos) 7.000 toneladas de azúcar, 4.000 toneladas de frijoles y
amarota y semilla de salvia, sal, pimienta, cacao, tabaco, 200.000
libras de algodón, 10.000 medidas de tela, 150.000 taparrabos,
30.000 manojos de plumas preciosas, oro, turquesas, jade, in­
cienso, conchas, pájaros y miel. Y, además de todo esto, esclavos
y víctimas para los sacrificios rituales, cuyo valor era enorme,
dado que para el mundo azteca, el sacrificio a los dioses conse­
guía de ellos aplacar su ira y lograr mejores cosechas. Tal era la
presión que ejercía Moctezuma sobre sus convecinos caídos bajo su
dominio. Y consiguiente será el desquite que intenten tomarse a
través de sus posteriores alianzas con Hernán Cortés 2®.
Para conseguir todos estos privilegios, Moctezuma no sólo
prolongaba la línea trazada por un eje como Itzcoatl (fundador
de Tenochtitlan hacia 1325), sino que había seguido un pro­
ceso educacional muy riguroso y complejo hasta haberlo sobre­
pasado ampliamente en sus difíciles y duros ejercicios.
Es que los hijos de la nobleza, para su ascenso y educación,
debían pasar por la escuela de la clase alta llamada Tlatchitli:
allí practicaban diversos ejercicios, entre otros, el llamado Cal-
macec (juego de pelota semejante al «pelotari» de los vascos,
aunque no se realizaba sólo con las manos como en las provin-
( ¡as vascongadas, sino con las piernas y las rodillas, lo que exigía
mayor rapidez a los que participaban en él y una gran dureza
para conseguir los valores aristocráticos y marciales).

19
Este juego, aparte del valor educativo, implicaba un claro
sentido aristocrático, pues sólo podían acceder a él quienes per­
tenecían a la clase alta.«El karateka señorial y agresivo presenta
curiosas homologías con el azteca jugador de Calmacec29.»
A veces, para que este juego tuviera más interés y emoción y
sirviera a otras personas de distracción como espectáculo, los
miembros de la aristocracia apostaban grandes cantidades a fa­
vor o en contra de los distintos jugadores que actuaban en él. Y,
dado qu*. este tipo de juego se practicaba, sobre todo, en las
escuelas, Tlalchitli, normalmente situadas en el centro de la ciu­
dad y cerca de los templos, lo religioso guardaba una especial
vinculación con la vida concreta y educacional en la sociedad de
México. Se dijo educación señorial y castrense, pero profunda­
mente impregnada de normativismo y rigidez.
En este ambiente se va formando la personalidad de Mocte­
zuma. Y es así, como una vez concluidos sus estudios en esa
escuela marcial (que no eran demasiado extensos en tiempo,
pues, aparte de los violentos juegos que hemos ejemplificado,
sólo faltaba la enseñanza de la religión para la cual seguían
cursos especiales), se vinculaba con quienes serían los futuros
sacerdotes. Nada de extraño tiene, por lo tanto, ver a Mocte­
zuma, en sus momentos de mayor perplejidad, buscar apoyo y
consejo en los sumos sacerdotes, varios de los cuales habían sido
antiguos condiscípulos30.
La lectura y la escritura se atenían a formas jeroglíficas que
exigían un aprendizaje logrado en la tribu de cada sujeto más
que en la escuela; y si la mayor parte de la población permane­
cía al margen de este saber, Moctezuma aprendió este arte jero­
glífico, aunque tenía, como es lógico, personas a su servicio que
se dedicaban a este oficio con total dedicación.
Después de recibir estas instrucciones básicas, el modelo
humano que representa Moctezuma privilegia la actividad cas­
trense, especializándose directamente en ella: las incursiones
guerreras sobre otras tribus o civilizaciones limítrofes para so­
meterlas, se multiplican de manera que Moctezuma, durante su
reinado, consiguió subyugar a muchos pueblos a los que, des­
pués, les cobraba impuestos cuantiosísimos para cubrir sus nece­
sidades.
En la guerra de conquista, debido al sentido religioso y cultu­
ral del azteca que ejemplifica Moctezuma, era más importante
capturar al enemigo que matarle, pues, dentro de su lógica, un
capturado podía servir para ofrecerse cruentamente a los dioses
o, bien, para que trabajase las tierras como esclavo. De ahí que,
cuando un guerrero azteca capturaba un enemigo se le daba el
grado de ¡yac, y si este guerrero lograba capturar a cuatro ene­
migos ya se le consideraba un trquina.
Pero no eran éstos sólo los grados o ascensos que podían
conseguir los guerreros; y si bien, por todos estos grados pasó

20
Moctezuma, logró finalmente el de «Aguila de Chichimec», de­
nominado también otomití. Y como demostró aún mayor valor y
audacia en la lucha, consiguió llegar a la distinción de los «caba­
lleros águila» y de los «caballeros jaguar», jerarquías consagra­
das a Huitzilopchotli, dios de la guerra. Es decir, que Mocte­
zuma, aparte de sus privilegios dinásticos, corroboraba con su
vida un modelo de la cultura azteca.
El grado más alto al que se podía llegar en la lucha de con­
quista era el de uno de los «Cuatro Grandes»: cuatro generales
supremos que tenían bajo su mando las principales divisiones de
la ciudad de México. Y ese nivel lo adquirió Moctezuma en su
quehacer de guerrero.
Y como estos ascensos no sólo eran un acrecentamiento del
mérito y del grado, sino que iban unidos a grandes recompensas
económicas y signos externos de ropajes y adornos, Moctezuma
(como los otros guerreros más sobresalientes), se enorgullecía
de manera ostensible de sus vestidos de una gran fastuosidad, y
de sus tocados alambicados con plumas y arreos de mimbres
que semejaban la estructura de un águila con su juego de plu­
mas. Además, ese nivel social implicaba el uso de esmeraldas en
la nariz y en los labios e, incluso, la espectacular e intimidante
exhibición de vivos colores en la cara.
Pasadas todas estas enseñanzas y pruebas, y después de ha­
ber asistido a violentas batallas que lo corroboraron en su cali­
dad de heredero excepcional. Moctezuma fue elegido entre los
grandes de México y accedió a la jefatura de Tenochtitlan y de
las acrecentadas regiones sometidas con todos los privilegios que
este cargo suponía. Así, el palacio donde habitaba, situado en el
centro de la ciudad de México, junto al templo principal, era
«un edificio relumbrante, monumental y lleno de color». Con
estancias grandes y numerosas que manifestaban un peculiar
i ('finamiento en la decoración 3I.
Para su servicio M<x'tezuma había escogido unos tres mil
diados, en su mayoría hijos de la nobleza azteca. Muy aficio­
nado a las flores y a los arbustos, sus jardines resultaban autén­
ticas colecciones botánicas: y, según el códice Badianux, era po­
sible clasificar unas mil plantas en México: asi como los pájaros
que habitaban en el palacio de Moctezuma permitían «coinpa-
i.irlo sin desmedro con el más rico de nuestra España» (Bernal
Díaz).
En la cotidianeidad de Moctezuma aparecen también sus
loiicubinas, aunque su relación con ellas (según nos cuenta
Ifrrnal Díaz del Castillo) nadie la conocía, pues «era muy dis-
i teto y cauteloso»; y solía acudir «bien bañado y cuidado su cutis
\ pelo con ungüentos muy olorosos». Actitud que implicaba no
solo razones personales, sino pautas culturales especialmente
imidas de ritualismo 33.
Comía atendido por cuatro sirvientes, muy adornados y con

21
aspecto señorial, pero que no podían mirar a los ojos a Mocte­
zuma, pues era tanta la importancia de una etiqueta hieratizada
al máximo que no sólo hubiera sido una injuria social, sino una
infracción religiosa. Así es que estos cuatro sirvientes que per­
manecían con ¿1 debían estar de pie y solamente tomaban de
aquello que les concedía Moctezuma.
Además, el servicio de la mesa era atendido por otros servi­
dores que le llevaban cuanto Moctezuma pedía: tortas de maíz,
carnes de caza de las más variadas, pescado, y frutas que le
hacían llegar de los lugares más apartados de México. Una vez
acabada la comida, usaba unas yerbas que se ponía en la boca y
de las cuales inhalaba humo. Obvia afición al tabaco que, a lo
largo del siglo xvi, sería divulgada con creciente éxito en Eu­
ropa.
También, mientras Moctezuma comía, había unos bufones
(generalmente enanos o deformes) que le distraían con juegos,
bromas o canciones burlescas. Y, después, cuando se retiraba a
sus habitaciones para descansar, era cuidado directamente por
alguna de sus concubinas o por varios de sus cortesanos.
Cuando salía del palacio (salidas que se convertían en festi­
vidades populosas) le portaban en litera; y cuando se bajaba de
ella, le disponían sobre el suelo grandes tapices utilizados como
alfombras. Todo ese ritual servía para exaltar su persona. Por­
que si Moctezuma llevaba el cabello largo y sus orejas «estaban
punzadas con adornos y guirnaldas de un colorido y resplandor
tales que contribuían a subrayar su dignidad imperial», y «su
piel era muy fina y su talle y aspecto robustos y, a la vez, refina­
dos» (Bernal Díaz), su tono, en general, era de una intensa
gravedad. Escrupulosa y tácticamente solemne.
Su vida, por lo tanto, era una mise en scene permanente y él
cumplía su papel al pie de la letra: desde su mirada que, al
mismo tiempo de ser seria, mantenía un toque de afabilidad,
hasta su trato con las personas con quienes hablaba, especial­
mente controlado en una seductora mezcla de finura y fir­
meza M.

Mitos, tradiciones y primeras noticias

Un elemento clave para la comprensión de Moctezuma: le


habían informado los astrólogos que el mundo en que vivía
implicaba un fin similar a los tres anteriores de la historia az­
teca. El primero, llamado «Sol de agua», había perecido en un
diluvio universal; el segundo, «Sol de tierra», desapareció bajo
un inmenso terremoto que despobló todo el universo; el ter­
cero, «Sol del viento», fue volando a los cielos infinitos arras­
trado por un potente huracán. Es decir, que esa concepción

22
implicaba no una historia, sino ciclos, repeticiones implacables
con cada una de las cuales se empezaba desde cero. De ahí que
la tradición ancestral que aseguraba que Quetzalcoatl (serpiente
con plumas preciosas) debía retornar a México, presuponía —a
la vez— un retorno inaugural y el fatalismo azteca ante ese
proceso.
Por eso, Moctezuma —siguiendo la racionalidad interna de
su propia concepción del mundo—, interrogaba a los sacerdotes
sobre los sucesos extraños que iban apareciendo frente a la costa
mexicana desde 1517 y 1518 (con las expediciones de Fernán­
dez de Córdoba y Juan de Grijalba). Su ansiedad se correspon­
día con su lógica. Eran las noticias que le llegaban por medio de
sus mensajeros. Y los sacerdotes tenían, por respeto y temor
hacia Moctezuma, que responderle satisfactoriamente, de lo
contrario corrían el riesgo de perder sus vidas: si afirmaban el
peligro, resultaban nefastos; si lo negaban, parecían inexpertos
o adulones.
Un día, según los relatos recogidos por Sahagún, un mace-
gual, hombre de estado humilde, pidió audiencia y le habló así a
Moctezuma:
—Señor y rey nuestro, perdona mi atrevimiento, yo soy na­
tural de Mictlan Cuauhtla; llegué a las orillas del mar grande y
vi andar, en medio de la mar, como una sierra o cerro grande
que andaba de una parte a otra y no llegaba a las orillas. Y esto
jamás lo hemos visto, y como guardas que somos de las orillas
de la mar, estamos con cuidado.
Moctezuma se limitó a decir:
—Sea enhorabuena; descansad, pues.
»Y este indio que vino con esta nueva no tenía orejas, que
era desorejado; tampoco tenia dedos en los pies, que los tenía
cortados. Díjole Moctezuma a Petlacalcal:
—Llevad a éste a la cárcel y ponedlo en la cárcel del tablón y
mirad por él.
»A pesar de esto, el emperador mandó gente para asegurar
bien qué era aquello. No tardaron en llegar los mensajeros y
decirle que era verdad que andaban como dos torres o cerros
pequeños por encima de la mar y que caminaban muy deprisa.
Negados a México, fueron a ver a Moctezuma a quien hablaron
con la reverencia y humildad debida. Dijéronle:
—Señor y rey nuestro, es verdad que han venido no se qué
gente y que han llegado a orillas de la gran mar, las cuales
andaban pescando con cañas y otros con una red que echaban,
hasta que tarde ya estuvieron pescando y, luego, entraron en
una canoa pequeña y llegaron hasta dos torres muy grandes y
subían dentro. Las gentes serían como quince personas con
míos como sacos colorados y otros de azul y otros de pardo y
verde y de un color sangriento, otros de encarnado, y en las
<ahezas algunos traían puestos unos paños colorados a manera
«le comales pequeños que deben de ser guardasol y las carnes de

23
ellos muy blancas, más que las nuestras, excepto que todos los
más tienen barba larga y el cabello hasta la oreja les da.
• Moctezuma estaba cabizbajo que no hablaba cosa alguna M.»
El nuevo ciclo de los antiguos mitos abría su proceso. Quet-
zalcoatl revivía y se reencarnaba, bajo la forma de un nuevo
dios: Cortés. Los emergentes de los bordes atlánticos se ilian a
enfrentar ” ,

Cortés: origen y formación


Lograr para Cristo y España nuevos reinos,
dejar su m ana en una conquista que le asegurara
la gloria, poder y riqueza: tal fu e su ambición **.»

El otro exponente humano, protagonista del enfrentamiento


histórico y social que analizamos, lo ejemplifica al máximo Her­
nán Cortés.
¿Cuál es la España en que nace Cortés? Américo Castro nos
propone una respuesta en su Estructura de ia historia española: «A
pesar de la extensión del imperio español, envidiado y temido
todavía en el siglo xviu, España siempre ha añorado el momento
de Fernando e Isabel, el momento que ella considera singular.
Uno piensa inmediatamente en un estado mental semejante en
la Roma Imperial, que expresó con tanta frecuencia su nostalgia
por los gloriosos siglos de la república.»
La figura de Hernán Cortés resulta, así —encuadrada en el
1500 español—, la personificación de una época, de una forma
de vida que entra en contacto con otra condensada en Mocte­
zuma: y, ambas, se van entrelazando, con sus altibajos y contra­
dicciones, hasta llegar a una síntesis complejísima, que se forja
en el proceso iniciado en 1519 y que logra una primera confi­
guración diez años después.
Por algo afirma Germán Arciniegas que «de toda esa maqui­
naria brutal que es América en la primera mitad del siglo xvi, el
resorte más fino resulta Hernán Cortés. Su carrera no es un
choque de armas duras, sino una obra de arte J7».
Cierto. Sobre todo si se lo recorta —teniendo muy en cuenta
los valores españoles de la época— respecto del resto de los
conquistadores: no sólo violencia, sino astucia, intimidación, re­
pliegue oportuno, negociación 11.
Cortés nace en 1484 (tipificando, por esta fecha, la llamada
«segunda generación de conquistadores»), en la provincia de
Extremadura: lugar extremo, fronterizo; por lo tanto, predis­
puesto a enfrentarse, hasta por la misma contextura geográfica,
a otros valores y a diversas concepciones de la realidad. Y duro,
es decir, un lugar agreste, donde el mismo contorno incide para
que el hombre sea persona dispuesta a erigirse y a cabalgar. En
24
esta Extremadura no sólo nace el conquistador Cortés, sino
otros muchos. Un medio con sus carencias, desafíos y respues­
tas. Así, los de Pizarro y sus hermanos. Quienes tomarían a
Cortés como modelo: por su eficacia y sus resultados; aunque
jamás por los matices de sus tácticas diversas.
Si la ciudad que le vio nacer fue Medellín, su madre se
llamaba Catalina Pizarro Altamirano y su padre Martín Cortés
de Monroy, lo que le permite decir a fray Bartolomé de tas
Casas: «Era el hijo de un hacendado que yo conocía, hombre
empobrecido de modesta condición, aunque buen cristiano y
con fama de noble alcurnia.» Esto es, un típico hidalgo de los
muchos que intentaron elevarse en la escala social mediante su
audaz aventura en América. De un espacio social cristalizado
pasar a un ámbito social abierto.
La niñez y su primera juventud transcurrieron en un am­
biente duro y, en cierta forma, áspero, pues se dedicaba a culti­
var el campo y a cuidar el ganado familiar. Lo que fue condi­
cionándole un carácter más que equilibrado, ágil frente a situa­
ciones inesperadas.
Debió conocer Hernán Cortés, con motivo de la conquista de
Granada en 1492, relatos que lo movilizarían hasta el entu­
siasmo, inscribiendo su juventud en la España de profundos
cambios tanto sociales como políticos que caracterizaron el rei­
nado de los Reyes Católicos, encabalgado entre lo medieval y lo
renacentista, entre la culminación de la Reconquista y el descu­
brimiento de América. «En la conquista —como dice Pierre
Vilar— entendida como etapa suprema de la Reconquista.»-
A los catorce años, su padre le envía a Salamanca; allí vive
en casa de unos parientes más acomodados. Y aunque la tradi­
ción universitaria estaba impregnada de lo más empobrecido
del escolasticismo, las reformas del cardenal Cisneros (1436-
1517) habían contribuido a actualizar cienos aspectos de la en­
señanza que, posiblemente ¡n (luyeron sobre «lo renacentista» de
Cortés.
Sus padres le habían destinado a estudiar leyes, la carrera
que en aquellos tiempos era estimada como la más honorable y
el camino con mayores posibilidades para un hidalgo pobre,
■lado que los hijos de su casta sólo podían acceder al clero o al
ejército, y las leyes eran unos estudios más apetecibles, incluso,
que los otros dos caminos posibles.
Cuenta Bernal Díaz del Castillo de Conés que «era latino e oí
decir que Bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados y
hombres latinos respondía a lo que decía en latín». Privilegio
(iiltural que subraya las cualidades de excepcionalidad de Cor-
lés respecto de los otros conquistadores.
Pese a estos aspectos, Cortés sólo estuvo dos años en Sala­
manca sin llegar a graduarse en ninguna de las ciencias de esa
universidad. Sin embargo. Wagner dice que, «a pesar de no

25
haber terminado ia carrera de leyes, se mostró muy apto para
las letras y para las armas, quizá más para estas últimas, ya que
estaba dispuesto a empuñar la espada y, también, a batirse con
las armas de la negociación, en las que dio muestras de ser un
maestro inigualable. Pues sabía combinar la destreza verbal y la
del pensamiento y sumarlo magistralmente con el batirse de
armas y luchas enconadas, llevando adelante aquello que era
preciso hacer en cada instante M.»
El afán de aventura y la afición por las armas —que cada vez
más condicionaban su marco cotidiano— no le dejaban tran­
quilo, lo inquietaban, lo desafiaban, y al poco tiempo de llegar a
su pueblo, intentó marcharse con Gonzalo de Córdoba, el mili­
tar que organizó la infantería española, convertida, después, en
«los Tercios» bajo el reinado de Carlos I (1517-56), y que estaba
llevando adelante las campañas guerreras en Italia. Sin em­
bargo, en esa coyuntura, le propusieron a Cortés un proyecto
sin duda más favorable: enrolarse con Nicolás de Ovando que
salta hacia América. Pero —según los cronistas— algunos incon­
venientes familiares le frustraron ese proyecto.
Sin embargo, en 1504, cuando sólo contaba diecinueve años,
se embarca en Sanlúcar de Barrameda hacia las Indias, hacia
Hispaniola (lo que hoy es Santo Domingo) y, desde un co­
mienzo, va evidenciando su capacidad para la lucha, para la
conquista. Y, sobre todo, para la diestra negociación.
Porque si en el 1511 pasa con Diego de Velázquez a la isla de
Cuba, donde sigue su adiestramiento como soldado, en lo que
realmente va obteniendo prestigio es en su habilidad adminis­
trativa. Puesta de relieve, de manera especial, en sus funciones
como secretario de Velázquez, que acababa de ser designado
gobernador de Cuba. Significativamente, Wagner establece un
paralelo entre el Cortés del siglo xvi y el Clive de la India del
siglo XVlli: burócratas ambos, de mediana formación intelec­
tual, hábiles en lo administrativo que, de pronto, el contexto
expansivo de sus respectivos imperios les abre la posibilidad de
transformarse en conquistadores.
Por eso, si la estancia de Cortés en Cuba le permitió integrar
su actividad administrativa con su aprendizaje paulatino en las
actividades de la conquista, en ningún momento descuidó el
cultivo de la tierra y el cuidado del ganado. «Maduraba el con­
quistador aún larvado —nos precisa Wagner— incluso en sus
aspectos atípicos. Pero, a la vez, se enriquecía como cualquiera
de los recién llegados 40.»

De burócrata a conquistador

«Para ir a aquel viaje —escribe Bernal Díaz del Castillo—


hubo muchos debates y contrariedades, porque ciertos hidalgos

26
decían que viniese por capitán un Vasco Porcallo, pariente del
conde de Feria, y temióse el Diego Velázque/. que se le alzaría
con la armada, porque era atrevido; otros decían que viniese un
Agustín Bermúdez, o un Antonio Vclázquez Borrego, o un
Bernardino Velázquez, parientes del gobernador, y todos los
más soldados que allí nos hallamos decíamos que volviese el
mesmo Joan de Grijalba, pues era buen capitán y no había falta
en su persona y su saber mandar. Andando las cosas y concier­
tos desta manera que aquí he dicho, dos grandes privados del
Diego Velázquez, que se decían Andrés de Duero, secretario del
mesmo gobernador, e un Amador de Lares, contador de su
majestad, hicieron secretamente compañía con un hidalgo que
se decía Hernando Cortés, natural de Medellín, que tenía indios
de encomienda en aquella isla y poco tiempo había que se había
casado con una señora que se decía doña Catalina Suárez, la
Marcaida.»
Ya en el año 1517, con la expedición de Hernández de Cór­
doba, se había llegado a México, a sus costas, y se había tomado
contacto, por primera vez, con aquella tierra, pero aún no había
comenzado la acción sistemática de la conquista. Incluso, en los
primeros meses de 1518, Juan de Grijalva había alcanzado la
latitud de la actual San Juan de Ulúa.
Pero a mediados de 1518, Diego Velázquez, gobernador de
Cuba en aquellos momentos, buscó a alguien estimado eficaz (y
de su con lianza) para que emprendiese la conquista de aquellas
tierras y lograse resultados económicos más de acuerdo a sus
expectativas. Entre tanto buscar dio con aquel hombre del que
sus antecedentes, amigos y eficacia administrativa le otorgaban
una garantía de ecuanimidad. Además, Hernán Cortés había
reunido algunos dineros que le permitían colaborar, concreta­
mente, en disponer y organizar la expedición.
Para evitar contratiempos y superar las quejas de sus rivales,
tomó gran cuidado en su preparación: desde verificar la lealtad
de los hombres que elegía, hasta la pericia de los pilotos, pa­
sando por la probada capacidad de sus lugartenientes 4I.
Todos estos aspectos —comunes al comienzo de cualquier
expedición— adquieren especial relevancia en la empresa de
Cortés: la distancia a que se hallaba situada su meta y el «despe­
gue» implícito en el alejamiento de sus bases de aprovisiona­
miento, le hacen decir a Mauro Olmeda que «empezaba una
segunda fase en la colonización y exploración de América».
En efecto, desde Colón no se había hecho más que «insi­
nuar» el largo camino que debían recorrer los conquistadores.
Incluso, el eje de las empresas se va desplazando desde las Anti­
llas a la Tierra Firme: será México, Panamá y, luego, el Perú.
Cortés no era delegado de Velázquez como se ha insistido
frecuentemente, sino asociado en la empresa descubridora. De
los diez barcos que formaban la expedición preparada, siete

27
eran suyos o estaban fletados por él, lo cual quiere decir que era
accionista mayoritario en la sociedad formada con Velázquez.
Sin embargo, la expedición estuvo a punto de frustrarse por los
recelos, no injustificados, que a última hora asaltaron al gober­
nador de Cuba. Tanto es así que, temiendo Cortés que Veláz-
quez le quitara la jefatura de la expedición, aceleró los prepara­
tivos y el 18 de noviembre de 1518 abandonó Santiago de Bara­
coa, de cuya villa era alcalde por nombramiento de Velázquez. y
puso proa con sus naves a la villa de Trinidad.
Hallándose en Trinidad, hospedado en casa de Grijalva, lle­
garon correos de Velázquez ordenando al alcalde el apresa­
miento de Cortés, pero nadie se atrevió a cumplir la orden. No
olvidemos que Cortés llevaba diez naves y un ejército propio. Es
más, en Trinidad se le unieron nuevos soldados y capitanes a la
expedición. Entre los oficiales se cuentan los cinco Alvarados,
Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León, Cristóbal Olid y
Alonso Hernández Portocarrero.
De Trinidad navegó hasta La Habana y allí completó la tri­
pulación y llenó los navios de bastimentos y pertrechos de gue­
rra. También el gobernador de La Habana tenía órdenes de
detener a Cortés, pero éste pudo permanecer allí ocho días sin
ser molestado. Es más, en La Habana se le sumaron nuevos
hombres que alcanzarían notable fama en la conquista de Mé­
xico.
Como ya hemos dicho, la escuadra de Cortés se componía de
diez naves en las que iban 550 españoles, 300 indios antillanos,
12 caballos y diez cañones.

NOTAS AL CAPITULO 1

1 Sverker Amoldsson ,La leyenda negra antihispánica. Gotcmburgo, 1960.


1 Véase, en particular, Henry R. Wagner, The Rite of Hernán Cortés, Los Ange­
les, 1944. Francisco Monterdc, Moctezuma II, señor del Anahuac, Espasa-Calpe,
1966. Héctor Pérez Martínez, Cumrhtémoc, vida y muerte de una cultura, Espasa-
Calpe. 1948. Y, muy especialmente. Charles Gibson, Los arteras bajo el dominio
español (IÍ19-I8I0). ed. Siglo XXI, Madrid, 1975. J. Lafaye, Quetzaleoall f Guada­
lupe Laformaeián de la conciencia nacional en México, Fondo de Cultura Económica,
México, 1976.
1 Berna! Oiaz del Castillo. Historia verdadera de la conquista de Nueva España, ed.
EspasaCalpc, México. 1950.
4 Tomo 2 de nuestra colección.
1 Rosenblat, Angel, La población indígena de América desde 1492 hasta la actuali­
dad, Buenos Aires, 1945.
4 Bemol Díaz del Castillo, op. til.
1 Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, ya dt.
* Soustelle, Jacques, La vie quotidienne des Artlques, d la vedle de la conquete
espagnote. Hachette 1955.

28
* Konetzke, Richard, Descubridores y conquistadores de America, Madrid, 1968.
10 R. Konetzke, op. cit.
11 G. Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, México. FCE, ed. 1971.
13 Cfr. G. C. Vaillant. Astees of Místico, Carden City, 1948.
13 Ruth Pike, Enterprise and Adventure, The Genoese m Sevilla and the oprning of
the New World, 1969.
14 Lynch, John, «La cólera de Dios en América: arcabuces, espadas y cruces»,
en rev. Historia 16, núm. 14, junio 1977 págs. 43-52.
13 Sauer, Cari, The Early Spanish Mam, Berkeley, 1966.
14 Cfr. Ruth Pike, op. cit.
17 Cfr. Klein, Julius, The Mesta. A Study in Spanish eeonomic historj, 1279-18)6,
Cambridge. Mass, 1920..
111 John H. EUiot, Imperial Spam 1469-1716. 1963, ed. española Vicens Vives.
17 Jedin. Hubert. The Counál o/Trento. Londres, 1957.
34 Cfr. John Lynch, Spam under the Hahsburgs, 1964.
11 Cfr. Earl P. Hamihon, American Treasure and the Erice Revolution m Spam,
IS0I-I6S0, 1934.
33 Chaunu, Píeme, Séuille et tAtlcmtiquc. IS04-I6S0, 1955-59.
33 François ChevaKer. La formación de los grandes latifundios en México, FCE.,
1969.
34 Haring. Clarence. Trade and Navigation betiven Spam and the Indús in the time
of Habsburgs, 1962.
33 Cfr. Vitar, Pierre, El tiempo del • Quijote., en Europa, 1956.
34 Cfr. André E. Sayons. «La Cenóse du sysléme capilaliste: la platique des
affaires et leurs mentalité dans fEspagnc d u siéde XVI-, en Anuales ifHistorie
Economique et Sociale, 1936.
37 Jacinto de la Sema, «Manual de ministros de indios para el conocimiento de
sus idólatras y extirpación de ellos» (1656), publicado en Anales del Museo Nacional
de México, vol. VI, 1892.
33 Octavio Paz, op. cit.
34 Alfonso Caso, El pueblo del sol, 1953.
30 Francisco Montero, Moctezuma II, espee.. cap. «El sacerdote y el guerrero».
31 Sejourné, L., Arquitectura y pintura en Teotihuacan, ed. Siglo XXL México.
1969.
33 Componente que se le olvida a José Pérez de Bastadas cuando se ocupa de
este problema en Los mestizos de América, Espasa Calpe. Madrid. 1967.
33 Sahagún, Fray Bemardino de. Historia general de las cosas de Nueva España,
ed. Nueva España, México. Cf. Cronistas de las culturas precolombinas. Fondo Cultura
Económica, México, 1963.
34 Sahagún, op. cit
33 Cook, Sherbume F. y Borak, Woodrow, México and the Caribbeans, Berkcle,,
2 vols., 1971-74.
34 Carlos Penetra. Hernán Cortés
37 Germán Arciniegas, Biografía del Caribe.
33 C. Henry R. Wagner, The Rise of Hernán Cortés, ya cit.
33 Henry R. Wagner, op., cit.
40 Henry Wagner, op. cit.
41 Cari Ortwin Sauer, The Early Spanish mam, ya cit.

29
Así veía la llegada de Cortes a México un anónimo artista azteca hacia
1519-1522 (Museo del Vaticano).
2. ACULTURACION, VIOLENCIA
Y ASENTAMIENTO

Por servir a Dios, a Su Majestad y dar luz a


los que estaban en tinieblas. Y también por haber
riquezas, que todos los hombres comúnmente bus­
camos.

Bemal Díaz del Castillo,


Historia verdadera de la conquista
de Nueva España.
La Malinche (M arina) fu e un elemento decisivo en la conquista del imperio azteca. Traductora, consejera y amante de Cortes, representa,
para cierta perspectiva, la alianza entre los piu’blos; para el nacionalismo mexicano supone, en cambio, »la traición a la propia raza*.
(Códice Duran, Bibl. Nac. de Madrid.)
Desembarco, traducciones, requerimientos y escaramuzas
Y Cortes respondió con tas dos lenguas K

Si, finalmente, el 10 de febrero de 1519 Hernán Cortés


zarpó de la isla de Cuba al mando de una armada financiada
—en gran parte— por él mismo, mediante préstamos y empe­
ños, el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, que le había
otorgado el mando de la expedición, intentó —en el último
momento— suspender la expedición. Acusaciones y calumnias
dieron su resultado, y Velázquez llegó a sospechar que un éxito
en la exploración y conquista de las nuevas tierras podría dar
prestigio y fuerza a Cortés. «Y no se equivocaba», comenta Ber-
nal Díaz con cierto tono de malicia.
La pequeña armada se dirigió rumbo a la isla de Cozumel,
en la costa de Yucatán. Con Cortés viajaban varios hombres que
llegarían a destacarse en la conquista del Nuevo Mundo: Pedro
de Alvarado, a quien los aztecas habrían de apodar Tonatiuh,
«el sol», por lo rubio de su barba y de su cabellera; Francisco de
Montejo, futuro conquistador de Yucatán; Bernal Díaz del Cas­
tillo, que iba a relatar minuciosa y ásperamente, como testigo
presencial, todas las incidencias de la Conquista.
Al pasar por las costas de Yucatán, recogieron a Jerónimo
de Aguilar, antiguo eclesiástico, ordenado de menores, desem­
barcado allí como consecuencia de un naufragio y que había
aprendido la lengua maya. Con tal fluidez que, a lo largo de la
campaña, se convirtió en figura indispensable como lengua o
faraute, según la designación de los cronistas.
El 12 de marzo de 1519 la armada fondeó en Tabasco. Y
como los indígenas reaccionaron en plan de guerra, Cortés
mandó a Aguilar, que conocía su lengua, para que negociara
con los caciques explicándoles que venía en son de paz. Pero
ante la inmodificada actitud de los indios, se prepararon para el
combate; sin embargo, antes de pasar a los hechos, Cortés hizo
un requerimiento a los indígenas para que les dejasen tomar tie­
rra. Este «requerimiento» no era improvisación de Cortés, sino
la expresión de una política sistemática, definida ya por el Con­
sejo de Indias «para sentar la conquista sobre una base jurídica,

33
católica y universal». En los hechos, los españoles informaban a
los indios de la existencia de un Dios, cuyo representante —el
papa— había hecho donación de esas tierras al rey y a la reina
de España. Si los indios acataban el procedimiento, los recibían
«con todo amor y caridad»; si se resistían, el conquistador certi­
ficaba protocolariamente que «con la ayuda de Dios yo entraré
poderosamente contra vosotros, e vos haré guerra, e vos subje­
taré al yugo e obediencia de la Iglesia a sus Altezas, e tomaré
vuestras personas e de vuestras mugeres e hijos, los haré escla­
vos».
Este tipo de «requerimiento» fue permanentemente usado
por la expedición de Cortés durante la conquista de México 2.
Era una cuestión, al fin de cuentas, formal, pero que daba paso
a la ocupación y conquista, por la fuerza, de las tierras y rique­
zas de los indígenas. Una justificación jurídica de la violencia.
Pero en este caso concreto, el requerimiento no hizo más que
estimular la actitud belicosa de los indios de Tabasco que con­
testaron a las laboriosas explicaciones de Aguilar«con una lluvia
de flechas». Se entabló el combate, los indios se batieron «como
buenos guerreros», pero después que los ahuyentaron, Cortés
desenvainó la espada y tomó posesión de aquella plaza en nom­
bre del rey de España. A continuación preguntó «si había al­
guna persona que se lo contradijese, que él lo defendería con su
espada». Como nadie se mostró en contra, el escribano del rey
redactó el auto.
Esta primera posesión fue agudizando las suspicacias y pos­
teriores enfrentamientos de Cortés con Diego Velázquez. Sobre
la marcha —y cada vez más lejos de Cuba— la subordinación se
iba tornando en autonomía. Fenómeno que, si inaugura Cortés,
se repetirá con cada expedición desgajada de «su base» a todo lo
largo y lo ancho de América Latina. Tanto es así que Cortés no
sólo firmó un acuerdo de paz con los indios, sino que les exigió
que, en el término de dos días, volvieran a sus hogares sus
mujeres e hijos y que renunciaran a sus ritos sanguinarios re­
gresando a orar ante un altar de la Virgen «con su hijo precioso
en los brazos». Y —como dice Bcrnal Díaz— «estos fueron los
primeros vasallos que, en la Nueva España, dieron obediencia a
su Majestad» 5
Como resultado de esa acción, los caciques de Tabasco lleva­
ron a Cortés oro, perlas y joyas; entregándole, además, en tes­
timonio de sumisión, veinte mujeres, una de las cuales era una
india joven, llamada Malinche que, con el tiempo, iba a ser una
de las figuras claves de la conquista. Malinche (o Marina «en
cristiano») hablaba la lengua maya y la azteca o náhuatl y, gra­
cias a la presencia de Jerónimo de Aguilar y la Malinche —que
se complementaban como farautes—, Cortés contó desde un
principio con un sistema perfecto para darse a entender con los
aztecas: él hablaría en español con Aguilar; éste, a su vez, sir­

34
viéndose del maya, traduciría lo dicho a la Malinche y ella se
dirigiría directamente, en lengua azteca, a los enviados de Moc­
tezuma. La Malinche, «de buen parescer y entrometida y desen­
vuelta... verdaderamente era gran cacica e hija de grandes
caciques y señora de vasallos, y bien se les páreseia en su per­
sona», como anota el detallista Bernal Díaz. Agregando un sin­
gular detalle que revela no sólo los rasgos de su personalidad,
sino la influencia que ejerció sobre Cortés: el conquistador es­
pañol siempre fue llamado por los indios de México «Señor
Malinche».
Después del sometimiento de Tabasco, la armada se dirigió
hacia San Juan de Ulúa, donde fondearon al mediodía del Jue­
ves Santo. Al día siguiente, llegaron los primeros emisarios de
Moctezuma. Desde hacia tiempo, los aztecas tenían conoci­
miento de la existencia de navios extraños, de sus operaciones y
escaramuzas y de que habían fondeado en diversos lugares de la
costa. El sistema de espías y alertas funcionaba rápidamente. Y
Moctezuma vacilaba entre temores e incertidumbres sobre los
recién llegados: miedo y, a la vez, alegría. Incluso, terror sa­
grado y resignación, por la posibilidad de que el recién llegado
pudiera ser Quetzalcoatl (serpiente con plumas preciosas, dios
del viento), deidad fausta, pero cuyo regreso implicaba el fin de
su dominio. Así pues, para salir de su angustiosa perplejidad,
optó por enviar mensajeros cargados de presentes para Quet­
zalcoatl, por si el huésped de que había noticia en la costa era «el
dios que regresaba». Y que, si presuponía el fln de una época,
era conveniente aplacarlo para que ese «cierre histórico» resul­
tase benigno. De ahí que, según Fray Bernardino de Sahagún,
envió a personas de su confianza para que exploraran a los
recién llegados con el pretexto de comerciar y de vender las
ricas mantas que se tejían en México.
Los enviados —comerciantes, espías y, a la vez, embajado­
res—subieron a bordo de las carabelas de Cortés e informaron
que venían de México y que el nombre de su emperador era
Moctezuma. Cortés, ignorando totalmente la condición divina
con que era visto por los ojos de los indígenas, contestó que sólo
venía para verlos y tomar contacto con ellos, asegurándoles que
no se les haría ningún daño. Los aztecas ofrecieron a Cortés las
ricas mantas que habían traído y, además, le brindaron una
comida preparada para él por Moctezuma, quien pretendía ave­
riguar así si era Quetzalcoatl. Pero antes de aceptar la comida,
Cortés hizo levantar un altar y decir misa a fray Bartolomé de
Olmedo. Después de la misa, almorzaron todos juntos y, ya en
la mesa, Cortés habló a los aztecas sobre el rey de Castilla, quien
hacía tiempo deseaba la amistad de Moctezuma, concluyendo
por preguntarles abiertamente cuándo podría recibirle.
Los aztecas parecían estar completamente desconcertados,
tanto por la conversación, por el significado de las ceremonias

35
religiosas, como por el despliegue de caballos —«con pretales de
cascabeles»— que culminaron con el atronar de las «muy bien
cebadas lombardas». Cortés no sólo había sido un excelente bu­
rócrata, sino que iba evidenciando «una peculiar astucia en tocio
lo que podría ser llamada su guerra psicológica» 4.
Y, de acuerdo a esa táctica, ofreció para Moctezuma una silla
de cadera con entalladuras de taracea, unas piedras margaritas
envueltas en unos algodones perfumados con almizcle, collares
verdes y amarillos de piedras de cristal. Y advirtiendo la impor­
tancia de la situación, y «la imagen» potente y, a la vez, bené­
vola, se dejó retratar por los pintores enviados de Moctezuma,
condicionando así que los embajadores mexicanos se llevaran
una impresión, a la vez, de fuerza y generosidad de los españo­
les. Cortés iba a conquistar, pero su sagacidad —aprendida en
los momentos más rentables de la tradición reconquistadora espa­
ñola— le indicaba que el talante de empresario presuponía cos­
tos sociales más bajos que el de simple cruzado s.

Prolegómenos de una tragedia

Mientras tanto, Moctezuma permanecía inquieto esperando


el regreso de sus emisarios.«No podía comer ni dormir, ni hacía
nada de buena gana; estaba impaciente» —narran los cronis­
tas— 6.
Cuando regresaron los emisarios, lo encontraron dur­
miendo. Detalle significativo: ante su malestar, se escondía o
huía imaginariamente. De inmediato, Moctezuma los pasó a
otro salón y se dispuso a escuchar su relato sobre lo que habían
visto: el ruido y potencia de «las pelotas de piedra»; el tamaño,
rapidez y vigor de los curiosos y nunca vistos «venados» que
cabalgaban los conquistadores; su piel tan blanca y sus grandes
barbas; sus ropajes insólitos. Y, como prueba de veracidad de lo
que contaban, le ofrecieron los regalos que les habían dado para
él. Moctezuma, después de oído el relato, recrudeció en sus
temores y se desmayó, apartándose a solas con su angustia:
cabilaba, lleno de desconcierto, sobre lo que le podía suceder a
él y a la ciudad. La ideología del cruzado le movilizaba en su
empresa; la del azteca, le reducía al quietismo T.
Dentro de ese cuadro de inmovilismo, lo único que intentó
Moctezuma fue frenar a toda costa a Cortés y a su gente. Para
ello, mandó una segunda embajada con supuestos poderes má­
gicos: el principal mensajero de este «tanteo» tenia un parecido
asombroso con Cortés, detalle nada fortuito, sino deliberado.
Así es que cuando llegaron ante Cortés, besaron la tierra, echa­
ron incienso en los braseros e iniciaron una ceremonia mágica.

36
«Frente al avance categórico, se echaba mano del conjuro» *.
Frente a la empiria, la magia. Pero fracasado el hechizo, los
emisarios tendieron en tierra unos pétales y los cubrieron con
mantas de algodón para descargar los ricos presentes que traían
en nombre de Moctezuma. Esta vez los presentes eran más va*
liosos; la riqueza y esplendor de estos regalos daban la medida
elocuente de la perplejidad y del desconcierto que embargaban
a Moctezuma: primero una estela con aspecto de sol, de oro
muy fino, que sería del tamaño de una rueda de carreta; luego,
otra rueda mayor, de plata, con figuras taraceadas e incrusta­
ciones de esmeraldas. «El ritual se convertía en obsequiosidad
excesiva; en una suerte de obsecuencia. Es que para la perspec­
tiva de Moctezuma, Cortés era otro dios al que había que apla­
car». Estas dos joyas con aspecto de planetas, resplandecientes
bajo el sol, deslumbraron a los españoles «y si eso era un don,
cuál no sería lo acumulado» *. Además, los nuevos embajadores
de Moctezuma traían otros presentes menores de oro, plata,
cuero, piedras preciosas, valiosas plumas y algodón y hasta un
casco lleno de polvo de oro. Estos regalos y la revelación de la
existencia de una civilización tan desarrollada, fue para Cortés y
su gente un poderoso incentivo que hizo recrudecer su ímpetu
invasor. La lógica azteca no lo calmaba; al contrario, lo enarde­
cía. Los emisarios de Moctezuma tenían órdenes de hacer en­
tender a los españoles que su venida a México podía ser nefasta;
y la entrega de estos ricos presentes implicaba una invitación a
que abandonaran el país. Sin embargo, los resultados concretos
fueron inversos, pues Cortés al advertir el valor y la riqueza de
la tierra donde había tocado, comunicó a los emisarios su deseo
de entrevistarse inmediatamente con Moctezuma donde quiera
que estuviese.
«La política de apaciguamiento del azteca promovía todo lo
contrario de su proyecto; como toda táctica conciliadora ante un
imperialista: le hace confundir reposo con impotencia. Y lo exa­
cerba en su agresividad» l0.
Había llegado el momento de preparar rigurosamente la
visita al gran emperador azteca. Y en aquel momento. Cortés se
encontraba con un pequeño ejército, poco armamento y ante un
muro natural de doce mil pies de altura. Enfrentado a una
civilización que le acababa de deslumbrar con sus regalos, su
poder y su riqueza, desde sus espaldas no le podían llegar soco­
rros de gente, víveres o municiones. De Cuba, más bien, podía
venir un contragolpe de venganza. Sin embargo. Cortés —con­
sultando con su gente— acertó con dos ideas capitales: ir en
persona a ver a Moctezuma para estudiar su imperio y dejar en
la costa una fuerza suficiente para que su salida hacia el mar
permaneciese abierta. «La dualidad de la situación le imponía
un doble movimiento. Y Cortés operó con la lógica de los he­
chos» ".

37
Rebelión, avances y fundaciones

Y diré cómo se puso una picota en la plata y fu era


de la villa una horca, y señalamos por capitán para las
entradas a Pedro de Alvarado, y maestre de campo a
Cristóbal de O Ií, y alguacil mayor a Joan de Escalante,
y contador a Alfonso de A vila ... 11

La playa en que estaban acampados no era buen sitio para


una instalación permanente. Así, pues, se dedicaron a reconocer
la costa y elegir un lugar en que asentar el campamento. Pero
como los hombres estaban ya cansados de inacción, mosquitos y
mala comida, el grupo fiel a Diego Velázquez —«su parciali­
dad»— aprovechó la ocasión para exigir el regreso a Cuba:
habían muerto de heridas, enfermedades o hambre treinta y
cinco soldados; la tierra era vasta y llena de promesas; las ciu­
dades, populosas y ricas; pero los indígenas eran muy belicosos.
Convenía, entonces, hacer el inventario de las ganancias logra­
das y volverse a Cuba con el sol de oro, la luna de plata y el
casco de pepitas.
La situación se había generalizado. Ya no era sólo el dilema
de Cortés, sino que sus hombres se encontraban ante la alterna­
tiva de avanzar o marcharse: por un lado, les atraían las rique­
zas sintiéndose fascinados por la civilización de los aztecas. Y,
por otro, se encontraban ante las dificultades de la naturaleza y
la inquietud que les provocaba la desobediencia y posible rebel­
día a las órdenes de Diego Velázquez, gobernador de Cuba.
En vista de la indecisión de sus hombres, Cortés amenazó
con volverse al día siguiente a Cuba en la carabela que le había
traído: era una forma de presionar para que se aclarara la situa­
ción; que las contradicciones se pusieran en la superficie. La
mayoría de la tropa protestó ante la orden de partida. Con esta
maniobra, Cortés consiguió —como condición para que se que­
dara— que le nombrasen justicia mayor y capitán general y que,
además, le diesen el quinto del oro que se encontrase. Asi, pues,
se decidió la fundación de una villa con autoridades para la
administración de justicia y gobierno local. Esta primera pobla­
ción se llamaría Villa Rica de la Vera Cruz, nombre que aludía,
a la vez, a lo útil del oro y a la tradición del Evangelio.
Con la fundación de Veracruz la armada se transformaba en
un típico municipio español. Tanto que, para mayor solemni­
dad, Cortés tomó juramento a alcaldes, regidores y cabildo en
nombre del rey. El cabildo —en una de sus primeras decisio­
nes— decretó que no eran válidos los poderes e instrucciones
dadas por Diego Velázquez, ya que se consideraban ciudadanos
de la Villa Rica de la Vera Cruz bajo las órdenes directas del rey.
Así fue eliminado Diego Velázquez, gobernador de Cuba, de la

38
empresa de México, apelando a los modelos más consagrados
en la Península ,3.
De manera correlativa, Cortés, como autoridad local elegida,
actuó enérgicamente frente a las intrigas, encarcelando a los
partidarios de Velázquez y subrayando —mediante todos sus
actos— su nueva autonomía. Sabía que era imprescindible que
toda la armada permaneciese en México y que los disidentes no
podían volverse a Cuba con las manos vacias mientras sus com­
pañeros se cubrían de oro y prestigio. De ahi que designase a
algunos de los hombres de Velázquez en los cargos principales.
Nuevamente su perspectiva de negociación prevaleció sobre los
Impetus del cruzado. De manera que una vez resuelta la situa­
ción jurídica y ios problemas personales, se trasladó el campa­
mento a Quiahuiztlan y se comenzó a construir la ciudad de
Veracruz.

Entre las vacilaciones y los aliados

Entretanto, Moctezuma convocaba a los sacerdotes y ancia­


nos para consultarles sobre qué clase de hombres eran los que
hablan llegado a México; como sus vacilaciones proseguían, ape­
laba a la tradición y a la jerarquía. El emperador habla llegado a
la convicción de que aquellos extranjeros podrían tener que ver
o no con el dios Quetzakoatl, pero lo que si era indudable es
que venían a conquistar su imperto y, eventualmente, a des­
truirlo. El fracaso de sus hechiceros y magos, en su empeño por
lograr que los extranjeros abandonasen el país, fue para Mocte­
zuma una señal definitiva de su próximo fin.
De manera coincidente con las indecisiones de Moctezuma,
un día llegaron al campamento de los españoles unos indios que
venían ataviados de forma distinta a los aztecas y que se pudie­
ron comunicar con los españoles gracias a que la Malinchc ha­
blaba lengua náhuatl. Los visitantes explicaron que eran totona-
cas, enviados por el cacique de Cempoal (Cempoala) y que nece­
sitaban informarles no sólo de la dura tiranía que padecían bajo
Moctezuma a quien tenían que pagar fuertes tributas, sino que
invitaban a los españoles a que visitaran Cempoal. Esta emba­
jada fue una revelación para Cortés y sus hombres: compren­
dieron que aquellos indios «que se habían propuesto subyugar
en servicio de Dios y del Rey» estaban divididos entre sí y, por
tanto, ios españoles podrían apoyarse en los enemigos de Moc­
tezuma para conquistar su Imperio. Las contradicciones dentro
del campo español se habían resuelto jurídicamente, designán­
dose burócratas; las del campo mexicano, no se resolverían ja­
más, sino que proporcionarían aliados decisivos. Así es que, in­

39
mediatamente, se pusieron en marcha hacia Cempoal atrave­
sando «paisajes cada vez más verdes y tropicales, y pueblos va­
cíos con restos de sacrificios humanos». 1.a fascinación y el re­
chazo se entremezclaban en los españoles; y aun sabiendo que
iban á ver a un posible aliado, en ningún momento descuidaban
la guardia y la tropa iba preparada para lodo. A la entrada de
Cempoal, les salió a recibir una comitiva de veinte indios princi­
pales que les ofrecieron grandes ramos de rosas. El cacique, por
su lado, se excusó de no salir a recibirles, pues era demasiado
gordo para moverse; y desde entonces Cortés —«que tenía sus
mañas»— y sabia fomentar «las cosas de risa» le puso el apodo
de «Cacique Gordo» (Bernal).
Este jefe indio dio a Cortés y su gente alojamiento cómodo;
y después de comer visitó a los españoles, que le recibieron con
los brazos abiertos haciéndole los usuales «razonamientos y re­
querimientos» sobre la santa fe de los cristianos «y el gran poder
del Rey Emperador». Sin embargo, la mayor preocupación del
cacique de Cempoal consistía en insistir en sus quejas y lamenta­
ciones contra la tiranía y codicia de Moctezuma y sus hombres
«que les venían a destruir sus sementeras y estancias, y les sal­
teaban sus vasallos». Cortés le prometió ocuparse minuciosa­
mente de ello cuando se hubieran instalado. Ese problema era
clave en su táctica: no necesitaba «dividir para gobernar», sino
que debía dominar a los que ya estaban divididos. Al día si­
guiente, emprendieron marcha hacia Quiahuiztlan. El Cacique
Gordo puso a su disposición cuatrocientos lamentes o mozos de
cuerda que solían llevar a cuestas cargas de unas veintidós libras
a lo largo de distancias que oscilaban entre las cuatro y cinco
leguas. Primer resultado positivo de la alianza: dado que esto
supuso para los españoles un alivio decisivo y el descubrimiento
de que, en lo sucesivo, usarían indias como animales de carga y
transporte de sus equipos, lo mismo que hacían sus caciques.
Quiahuiztlan estaba situada en un monte y se hizo difícil esca­
lar aquella especie de fortaleza natural. Y como los españoles
insistían en hacer uso de la artillería y los caballos para intimi­
dar a los indios, cuando entraron en el poblado habían huido
todos sus habitantes, excepto unos quince que aguardaban a los
invasores en una especie de «mezquita» (Bernal Díaz) con in­
cienso y ceremonias de reverencia y acatamiento.
Apenas había comenzado Cortés a exponerles sus temas fa­
voritos de la religión y el Imperio, cuando apareció el Cacique
Gordo; y allí mismo, y con el apoyo de los de Quiahuiztlan, volvió
a plantear el tema de la opresión que ejercían Moctezuma y los
aztecas, ilustrándolo «con lágrimas y suspiros, con escenas de
hijos arrastrados al sacrificio, cosechas arrasadas, hijas y mujeres
violadas por los mayordomos de Moctezuma en presencia de sus
padres e hijos».
Más que estos relatos, lo que interesó a Cortés y a sus capita­

40
nes fue el hecho —corroborado ampliamente— de que Mocte­
zuma aterrorizaba a la vasta región del distrito totonaca, que
comprendía más de treinta pueblos. Lo que significaba muchos
miles de guerreros indígenas aliados. Entendámonos: aliados,
pero a su exclusivo servicio.
Tan importante era que los de Cempoal se declarasen en
rebelión abierta contra Moctezuma que, en medio de esta reu­
nión, al llegar unos indios que informaron de la aparición de
cinco recaudadores de Moctezuma, el Cacique Gordo y el de
Quiahuiztlan palidecieron, se echaron a temblar y salieron preci­
pitadamente de la estancia. Y, a continuación, se dispusieron a
preparar un lujoso y suntuoso banquete para sus visitantes: los
cinco calpixques (o recaudadores) de Moctezuma llegaron reves­
tidos de mantas lujosas y con un séquito de criados «que les
daban aire con mosqueadores de pluma». Después de haber
comido, los recaudadores amonestaron, severamente, al Caci­
que Gordo por haber dado hospitalidad a los «blancos barbu­
dos», imponiéndoles como castigo la entrega de veinte hombres
y mujeres para sacrificar.
Una vez despedidos los recaudadores. Cortés —que estaba
atento a esos enfrentamientos— se fue a ver al Cacique Gordo y
le hizo saber que de ningún modo cediera a las exigencias de los
agentes de Moctezuma, puesto que ya estaba bajo la protección
del rey de España. La seguridad que le ofrecía Cortés, hizo que
los de Cempoal cogieran la suficiente decisión como para pren­
der a los recaudadores y aprisionarlos (con lo que se llamaba
«pierde-amigos», consistente en un par de collares para el cue­
llo, los brazos y las piernas). Esta medida produjo efectos nota­
bles, y los españoles adquirieron un rango semidivino ante los
ojos de los totonacas.
Los desniveles técnicos entre una y otra civilización —astu­
tamente manejados por Cortés— se convertirían así en privile­
gios para los conquistadores que se iban impregnando de reli­
giosidad en la óptica del conquistado14.

Límites y privilegios

Al gozar los españoles de los privilegios de «la naturaleza


divina» que se les atribuía por haber osado hacer frente al po­
der de Moctezuma, los indígenas los llamaron •teotl», dioses,
palabra que los conquistadores transformaron en tevles. Y se
hicieron cargo de esa situación que les favorecía en sus opera­
ciones hasta que los frailes misioneros enseñaron a los indios
que no había más que un solo Dios.
Es decir, que si las contradicciones internas entre los con­

41
quistadores se pudieron resolver jurídicamente, las que poste­
riormente los enfrentaron con algunos misioneros desemboca­
ron en largas querellas prolongadas a lo largo de toda la domi­
nación española.
De ahí que si los totonacas pensaron en sacrificar a los re­
caudadores para que no pudieran informar de lo sucedido a
Moctezuma, Cortés —advirtiendo los límites que les señalaban
los misioneros— obró con prudencia. Ese era un poder al que
no se podía manipular burocráticamente. Por eso, resolvió po­
ner bajo guardia española a los prisioneros y por la noche soltó
a dos de ellos con el mandato de que fueran ante Moctezuma y
le comunicaran que ellos —hombres y no dioses— les habían
salvado la vida, que eran amigos y que velarían por la seguridad
de los otros tres.
Por otra parte, los totonacas se dieron cuenta de que, al
haber roto las relaciones con Moctezuma, tenían necesidad de
Cortés para afrontar las consecuencias. Así, pues, expresaron su
deseo explícito de aliarse con los españoles y «dar obediencia a
su Majestad». Era lo que esperaba Cortés. Quien, sin pérdida de
tiempo, mandó al escribano Diego de Godoy que levantara acta
solemne del acto. De esta manera, se concretaban dos hechos
importantes: por un lado, los totonacas quedaban satisfechos
por haberse sacudido el yugo de Moctezuma y sus recaudado­
res, y —por otro— Cortés por haber obtenido el apoyo irrevo­
cable de un poderoso aliado sin por ello haber roto con un
posible adversario. Y, como Cortés había obtenido información
sobre la amplitud de los enemigos de Moctezuma, llegó a la
conclusión de que la región de Quiahuiztlan constituía una zona
favorable, desde el punto de vista político, para establecer su
base de operaciones. Por ello, sistematizó y apuró la construc­
ción de Veracruz, después de haber sellado la alianza con los
totonacas, no sólo aliados sumisos, entonces, sino también sólida
base de operaciones.
Mientras los españoles y sus aliados se hallaban ocupados en
la construcción de Veracruz, llegó otra embajada de Mocte­
zuma: el emperador azteca se había enterado de la rebelión de
los totonacas y de que tal actitud sólo podía estar motivada por
el apoyo de los extranjeros. Ya se disponía a preparar una ex­
pedición punitiva, cuando llegaron los dos recaudadores que
había liberado Cortés y le contaron su desconcertante relato.
Moctezuma resolvió entonces —ante la nueva situación—, en­
viar a dos de sus sobrinos y a cuatro ancianos con regalos valio­
sos y con un mensaje en el que agradecía la liberación de sus
recaudadores. Aunque, a la vez, se quejaba del apoyo que ha­
bían dado a los totonacas y amenazaba con enviar un ejército
contra los rebeldes. Cortés —prosiguiendo su doble táctica—
entregó a los otros tres recaudadores y les regaló «diamantes
azules» y cuentas verdes, ordenando hacer una demostración a

42
su caballería. Alianzas, conciliaciones y «guerra sicológica» eran
su fuerte. Y, al mismo tiempo, solicitó que perdonaran a los
totonacas por el desacato, pero advirtiendo que no podían ser­
vir a dos señores. Ya que, en ese momento, los totonacas esta­
ban sirviéndole a él y, por su intermedio, al rey de España. Y
agregaba: ése era un asunto que arreglarían «cuando los españo­
les tuvieran el honor y placer» de ser recibidos por el empera­
dor de México.

Contradicciones insolubles

Paralelamente, y a petición del Cacique Gordo, Cortés orga­


nizó una expedición a Cingapacinga, territorio cercano a Cem-
poal y cuyos habitantes, según el jefe indio aliado, hacían incur­
siones llevándose cosechas, víveres y mujeres. Pero, al llegar allí,
Cortés advirtió que todo había sido una maniobra del Cacique
Gordo para saquear ese poblado; ante lo cual, se enfureció y
obligó a los cempoales a devolver el botín. Aunque quebraba su
táctica conciliatoria, esta actitud aumentó la autoridad de Cor­
tés: los de Cingapacinga reconocieron la obediencia al rey de
España, y el conquistador entrevió que debía proceder «con una
de cal y otra de arena» ,5.
Asi, en Cempoal, Cortés pidió e insistió ante el Cacique
Gordo y sus sacerdotes que renunciasen a los ídolos, sacrificios
humanos y costumbres caníbales (lo que para los indígenas sig­
nificaba no sólo acabar con sus tradiciones de adoración y res­
peto a sus ídolos y costumbres, sino que difícilmente podían
comprender las complejas explicaciones que, a través de la Ma-
linche, se les hacía), pero, poniendo manos a la obra, cincuenta
soldados españoles se subieron a las escaleras del templo y de­
rrocaron las figuras sagradas indígenas que cayeron hechas pe­
dazos al suelo. Los españoles, después de limpiar y adornar el
templo,«pusieron sobre el altar una imagen de la Virgen con el
Niño y elevaron una cruz sobre un pedestal». Eran los límites de
la ideología y de la astuta táctica de Cortés. En realidad, estaba
cambiando unas imágenes por otras y una adoración por otra;
lo «monstruoso» por lo «sagrado», lo «horrible» por lo «bello».
La religión del conquistador —que jamás reconoció la perspec­
tiva del otro— se imponía una vez más. «Y a partir de lo reli­
gioso, todas las pautas de vida empezaron a trastocarse» —se­
ñala J. H. Parry—. «Pero ni de manera homogénea ni lineal; ni
sin provocar todo tipo de anomias grupales y de pérdidas de la
propia identidad. Y de rebeliones correlativas siempre frustra­
das» ,6.

43
NOTAS AL CA PITU LO 2

1 Bemal Díaz, op. cit.


* Ramón Menéndez Pidal, El Padre Las Casas y Vitoria, col. Austral, ntim.
1286. Arduo problema, en el fondo, que remitía a las diversas actitudes tomadas
contra los moros de España (del siglo XII en adelante) y frente a los canarios (en el
siglo XV). Problema que, a su vez, se vinculaba con la polémica sobre «la guerra
justa» y el derecho a esclavizar a los vencidos. Cfr., además, Lewis Hanke, La lucha
por la justicia, Buenos Aires, 1949.
1 Magali Sarfatti, Spanish Bureocratic-Patrimoniatism m America. Berkeley, 1966.
Vid. Lewis Hanke, Aristotle and the American Indians, Londres 1959.
4 C. Alberto M. Salas, Crónica florida del mestizaje de las Indias. Buenos Aires,
1960.
5 Josefina Zoraida Vázquez, La imagen del indio en el español del siglo XVI,
México. 1956.
* Sahagún, op. cit,
1 Silvio Zavala, Filosofía de la conquista, México, 1947.
* Id. op. cit.
* Id. op. cit.
10 Clarence H. Haring, The Spanish Empire m America, New York, 1952.
" Id. op. cit.
12 Bemal Díaz del Castillo. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
'* Manuel Servin, «Religión* Aspects of Symbolic Acts o f Sovereingty» en The
Ameritas, vol. 18, 1957.
14 Franchón Royer. The Fransdscan Carne First, Paterson, New York, 1951.
15 Richard Konetzke, Descubridores y conquistadores de América, Madrid, 1968.
" J. H. to n y. El imperio español en ultramar, Madrid, 1970.

44
3. QUEMAR LAS NAVES Y CONQUISTAR

La dominación azteca (1502) y la dominación


española (1519) fueron experiencias que se su­
cedieron rápidamente, separadas tan sólo por
muy pocos años. Esto explica, en buena parte, la
facilidad con que Cortes y sus seguidores logra­
ron establecer una cabeza de puente. Como liber­
tadores (o aparentes libertadores) ahí y en mu­
chos otros puntos, los españoles pudieron aprove­
charse de las contradicciones indígenas.

Charles Gibson,
España en América
E l ejercito expedicionario de Cortes. La Malinche siempre junto al capi­
tán y los indios utilizados como porteadores.
Liderazgos americanos y embajadas a España

Y el oro y plata y joyas y rodelas y ropas que a


vuestras reales alíelas enviamos con los procuradores,
demás del quinto que a vuestra Majestad pertenece... 1

De regreso a Veracruz los hombres de Cortés se encontra­


ron con que había llegado una carabela de Cuba al mando de
Francisco de Salcedo; aparte de diez soldados, un capitán y dos
caballos, traía recientes noticias: Diego Velázquez había recibido
el nombramiento de adelantado de Cuba con amplios poderes
para «rescatar» 1 y poblar en Yucatán. Ante este cambio en la
situación se hacía necesario tomar medidas inmediatas, y Cortés
se caracterizaba por su velocidad táctica. Por eso se resolvió a
acelerar su avance sobre México usando todos los medios a su
alcance y, a la vez, enviar inmediatamente a España un navio
con toda la riqueza acumulada y «quemar» las naves. Metáfora
que define su decisión.
A España envió como procuradores a Alonso Hernández
Puertocarrero y a Francisco de Montejo, haciéndoles portadores
de un documento Firmado por todos los capitanes y soldados
dirigido al rey y a la reina. En ese momento, Carlos I y su
madre doña Juana. En esa carta, el cabildo de Veracruz resumía
la historia de la llegada a México, refiriendo la fundación de
Veracruz y el nombramiento de Cortés como capitán general y
justicia mayor. Además describía el país y sus riquezas, insis­
tiendo en que Diego Velázquez había cooperado muy poco en la
expedición y «rogaba a Sus Majestades no le otorgasen autori­
dad alguna y confirmasen el nombramiento de Cortés hasta que
se hubiese conquistado y pacificado todo el país».
Para corroborar esc documento con argumentos de más
peso. Cortés enviaba a España todos los tesoros acumulados por
el ejército y, en particular, el sol de oro y la luna de plata.
Obteniendo del Cacique Gordo cuatro muchachos y dos mucha­
chas, que también remitió a España como aparente curiosidad,
pero para evidenciar su concreta posesión conquistadora. Y, por
fin, entre los regalos enviados a la Corte figuraba un cierto
número de relatos históricos de los naturales, pintados sobre

47
telas de algodón, que aludían al poder azteca y al regreso de sus
antiguos dioses. Para redondear este recurso táctico, Cortés dio
a sus mensajeros el mejor navio y, bajo órdenes estrictas de
poner rumbo al canal de las Bahamas y de allí directamente a
España, Puertocarrero y Montejo salieron de San Juan de Ulúa
el 26 de julio de 1519.

Malinchismo, botines y patíbulos

Vinieron a los ranchos después detío


sobre cien mozas bien encañonadas,
cada cual deltas de gracioso gesto,
en todos miembros bien proporcionadas,
pero todas en traje deshonesto.
Porque sus cueros eran las delgadas
y las partes impuras a l oreo
con un bestial y rústico rodeo.
Pero los españoles eran:
hom brazos de valor y de prudencia
y que sabían de núenestar era
v iv ir con vigilancia y advertencia,
no queriendo p o r bajas aficiones
cobrar con indios malas opiniones *.

Con la partida de Puertocarrero, la Maünche perdió a su


marido efectivo y, desde entonces, pasó a ser la compañera de
Cortés, con quien tuvo un hijo, Martín (que andando el tiempo
fue comendador de Santiago). Cuatro años más tarde, en 1523,
Cortés cedería a la Maünche —en el mejor estilo señorial— a uno
de sus capitanes, Juan de Jaramillo, «quien se sintió muy hon­
rado». Desde esc momento, Maünche cpmpüó una labor cada
yez más importante como intérprete fiel y de confianza durante
la conquista del Imperio azteca. La relación de Cortés con la
Maünche fue una característica general de las relaciones de los
conquistadores con las mujeres indígenas que fueron tratadas
—en tanto parte del «botín»— como simples concubinas, no lle­
gando prácticamente jamás a la legalización de sus situaciones.
Pues los españoles —en particular los capitanes— ambicionaban
y confiaban que las riquezas conseguidas les abrirían las puertas
de las grandes casas de España, como más tarde pasó —efecti­
vamente— con Cortés y Alvarado. Empero, este modelo de «in­
térprete, confidente y sumisión» que se verifica en la Maünche
(además de generalizarse, peyorativamente, en malinchismo en­
tendido como traición a su propio pueblo), exhibe una gama de
matices que van desde «la socia-matrona» hasta la «esclava-

48
agradecida» involucrando a «la cauliva-melancólica» que se pasa
la vida añorando su pasado entre los indios 4.
Había «pie unir y convencer a todos los soldados de la nece­
sidad de la conquista de México, pues todavía existían rencillas e
intrigas y ganas de volver a Cuba, condicionadas precisamente
por lo que juzgaban «reparto injusto de riquezas e indias». Y la
ocasión se presentó enseguida. Cuatro días después de partir los
procuradores, un tal Bernardino de Coria informó a Cortés de
que una conspiración formada por un grupo de «parientes,
clientela y cómplices» de Diego Velázquez proyectaba robar un
navio y partir a Cuba para informar de todo lo sucedido al
gobernador de la isla.
La reacción de Cortés fue inmediata. Y, también, el castigo:
Escudero y Cermeño, que parecían ser los cabecillas de la cons­
piración, fueron ahorcados; a un piloto llamado Umbría se le
cortaron los pies; y duramente se azotó a dos marineros más.
Estas medidas tan severas las tomó Cortés —dentro del marco
de costumbres de la época y en virtud de la coyuntura inme­
diata— para mantener la cohesión de sus hombres. Actitud que
finalmente, le llevó a tomar la decisión de hundir las naves. En
realidad, de anegarlas en un bajío de la playa. La vieja fracción
velazquista, aunque había sido ferozmente castigada, todavía
andaba con ansias de volver a Cuba donde habían quedado sus
haciendas y mujeres. E insistían en pensar —«e clamarlo a vo­
ces»—, que era una locura el meterse a conquistar un imperio
tan rico, desarrollado y hostil con sólo quinientos hombres.
Cortés —reiterando sus recursos tácticos— empezó a correr
la voz entre la tropa —a través tic sus amigos—, de que era
mejor deshacerse de los navios a fin de poder utilizar a los cien
marineros que no trabajan en el puerto. Era un personal muy
útil, pero desaprovechado, y que tanto se iba acostumbrando a
la inercia «que mejor nos ayudarían a velar y a guerrear que no
estar en el puerto».
Cortés llamó a los pilotos y los convenció (por medio de
promesas y entregas de oro) de que deberían encallar los navios,
l.os pilotos se limitaron «a ponerlos del través, que no quedasen
más a tos bateles». Encargándose Juan de Escalante de hacer
desembarcar todo lo que los cascos tenían de útil con ellos. Sin
embargo —como al comienzo sólo se destruyeron cinco de los
diez barcos— «la gente vio en ello una calamidad inevitable». Y,
cuando a los pocos días vieron echar a la costa otros cuatro
barcos más, cundió la sospecha y los rumores del motín s.
Entonces Cortés se dirigió a sus hombres abiertamente, con
la convicción de que al destruir los barcos había cortado toda
posibilidad de retirada enfrentándoles de manera categórica a
la alternativa de vencer o morir. Así es que les propuso, como
objetivo categórico, la conquista del imperio azteca. Lo que im­
plicaba que, en adelante, tendrían que luchar, ya no sólo por

49
Dios y por el rey como siempre, sino también para salvar sus
propias vidas. Y, último golpe de efecto, «para asegurarse una
lealtad que aún parecía dudosa»: a los que todavía estuvieran
indecisos, les ofreció el único barco que quedaba. Nadie aceptó
la huida. Y Cortés también mandó hundir el último navio.
La suerte estaba echada. Comenzaba, entonces, la verdadera
batalla por la conquista y sumisión de aquellas tierras y hom­
bres. De hecho, si Cortés se convirtió en modelo de conquista­
dores, su «quemar las naves» implicaba una metáfora que todos
sus imitadores repitieron. Ahora, todos tenían que poner cate­
góricamente su proyecto y su apuesta en la tierra y olvidarse de
Cuba y lo que había quedado allá atrás. Sin embargo, el único
que miraba hacia atrás —en medio de su triunfo— era Cortés:
pese a todo, él no tenía la seguridad de que el mundo que
dejaba a sus espaldas no se volviera contra él.

El itinerario de la conquista: pueblos, ritos, intimidaciones

Y como eran amigos de los de Cempool y no tributa­


ban a M octezuma, hallábamos en ellos bttena voluntad
y nos daban de comer. Y se puso en cada pueblo una
cruz, y se les declaró lo que significaba 6.

Los españoles se dirigieron a Cempoal para preparar, desde


allí, la conquista y dejar atrás el lugar ele sus recuerdos con las
naves destrozadas. Entre una base sólida y las reminiscencias.
Cortés optó por la primera. Sólo quedó en Veracruz una guar­
nición de cincuenta a cien hombres bajo el mando de Juan de
Escalante: casi todos marineros o inválidos, a quienes se les en­
comendó la misión de construir la iglesia y la fortaleza de la
ciudad. Con vistas a concentrar la población indígena «redu­
cida» y a afianzar su punto intermedio respecto de España.
Con esa perspectiva, el 16 de agosto de 1519, Cortés salió de
Cempoal hacia México a la cabeza de un ejército compuesto por
quinientos españoles, trece caballos, siete piezas de artillería y
mil lamentes o portadores de carga para transportar el basti­
mento, las municiones y la artillería. Les acompañaban, tam­
bién, un buen número de «principales» de Cempoal, así como
dos capitanes de Moctezuma que —de acuerdo a sus órdenes—
les condujeron por tierras lo más áridas y hostiles posible. La
táctica defensiva de Moctezuma —vacilante, incluso, respecto de
otros jefes aztecas— no iba más allá de esos recursos.
Los conquistadores —atravesando tierras de Cempoal y
otras regiones adversas a la dominación de Moctezuma— mar­
caron un rodeo para ir ganando altura: primero hacia el no
roeste, por Jalapa; luego, al este, hacia Tlaxcala, pasando por

50
tierras pantanosas y arriscadas cruzaron un puerto de montaña
al que pusieron el nombre de «Puerto del Nombre de Dios» por
ser el primero que en estas tierras habían pasado. Y como se
hallaban a más de siete mil pies de altura —en las mayores
alturas de México—, a causa del frío murieron algunos indios
que habían traído de Cuba 7.
Por fin, en el descenso, se encontraron ante la llanura domi­
nada por una ciudad llamada Cocotlan (Xocotla). Allí, el cacique
Olintetl los recibió ceremoniosa y sumisamente, pues ya tenía
noticias de su llegada y del poderío de los conquistadores. Situa­
ción que, por cierto, ya se iba ritualizando al máximo en cada
una de las paradas; Cortés dirigía a Olintetl su alocución sobre
el poder del gran emperador y la religión cristiana, agregando
que venía a México enviado por Carlos V para mandar a «ese
vuestro gran Moctezuma que no sacrifique ni mate ningún in­
dio, ni robe sus vasallos, ni toque ninguna tierra, y para que dé
obediencia a nuestro rey y señor». Luego los españoles hacían
correr a sus caballos y disparaban los cañones para impresionar
a los indios. La intimidación, con todo, era más económica que
otras tácticas posibles. Y Cortés la cultivaba con esmero *.
Avanzaron dos leguas más hasta instalarse en otro pueblo y
fortaleza llamado Ixtacamaxtitlan: allí, no sólo reiteran sus re­
querimientos y rituales, sino que son bien acogidos por los natura­
les. De ahí que decidieran permanecer hasta el retorno de unos
mensajeros que habían enviado a Tlaxcala, dado que los cem-
poalcses habían sugerido que se ganasen la amistad de los tlax­
caltecas, pues eran buenos guerreros y enemigos declarados de
Moctezuma. Cortés no sólo escuchó atentamente esa informa­
ción, sino que envió cuatro cempoaleses como embajadores que
fueron recibidos en la casa comunal.
Tlaxcala era una república compuesta por cuatro cantones
federados, representados cada uno de ellos en el Consejo por
un «orador» o tlatoani, y resistía sistemáticamente la ambición
dominadora de México con la que venía sosteniendo una espe­
cie de «guerra permanente», flexión decisiva de la cual era el
bloqueo de México, que impedía Ies llegara, a los súbditos de
Moctezuma, productos indispensables como algodón, cacao y sal.

Pruebas y contratiempos

Y luego mandé Cortes prender hasta diez y siete


indios de aquellos espías, y dellos se cortaron las ma­
nos, y a otros los dedos pulgares y los enviamos a su
señor Xicotenga *.

Los embajadores manifestaron el deseo de los extranjeros de


aceptar una alianza con Tlaxcala y el permiso para pasar por su

51
lerritorio. camino de México. Los cuatro «tlatoanis» tlaxcaltecas
escucharon en silencio y se fueron a deliberar en secreto; la
opinión definitiva que surgió fue la de invitar a los extranjeros
blancos para que visitasen la ciudad. Mientras tanto, Xicotcncad
el joven, general de los ejércitos tlaxcaltecas, intentaría hacerles
frente en el campo de batalla con la ayuda de los otomíes, tribu
belicosa al servicio de Tlaxcala: si vencía a los conquistadores,
todo quedaba resuelto; de lo contrario, les echarían la culpa a
los otomíes. Es decir, Tlaxcala estaba dispuesta a una alianza
que —finalmente— iba a atacar a sus enemigos tradicionales.
Pero antes quería poner a prueba a sus posibles aliados.
Entretanto, los españoles estaban esperando el regreso de
sus embajadores; en vista de que no llegaban, el ejército se puso
en marcha hacia Tlaxcala el 31 de agosto de 1519: siguieron el
curso del río y, a la entrada del valle, se encontraron con un
muro, paredón formidable y excelente obra de cantería. Resul­
taba evidente que, a medida que se acercaban a México, los
síntomas culturales eran cada vez más densos y refinados. Se
detuvieron ante esa muralla para examinarla y evaluarla como
fortificación; y después de dar Cortés una serie de instrucciones
a sus hombres, rebasaron el muro. Según estaban inspeccio­
nando el terreno, se encontraron con un grupo de indios que,
en un primer momento, huyeron; pero, luego, les atacaron vio­
lentamente matando a dos caballos e hiriendo a algunos hom­
bres. El enfrentamiento se generalizó. Pero como los indios «no
conocían otra estrategia que formar apretadas filas al aire libre
con lo que brindaban fácil blanco» a los conquistadores. Cortés
y sus hombres 10, consiguieron poner en fuga a los tres o cinco
mil indios que se habían reunido. Terminado el combate, se
presentaron ante Cortés mensajeros de los caciques locales en
compañía de dos de los cuatro embajadores que había mandado
a Tlaxcala: los mensajeros explicaron,«con grandes muestras de
acatamiento», que lamentaban lo ocurrido, atribuyéndolo a la
indisciplina de algunas tribus.
A la mañana siguiente, llegaron los otros dos embajadores
que faltaban (y que habían conseguido evadirse de los tlaxcalte­
cas) y cuando aún estaban relatando lo ocurrido, apareció el
ejército tlaxcalteca con toda su fuerza: «masa de color y mar de
sonido, con plumas y banderas ondeando al viento que desga­
rraba el agudo trompetear de sus cuernos de guerra y batía el
terco son repetido de los tepontatífs o tambores de madera».
Los españoles eran unos quinientos, además de los mil qui­
nientos auxiliares cempoalescs y unos trescientos hombres de
Ixtacamaxtitlan. Cortés —tratando de no apartarse de su tác­
tica— envió al campo de los tlaxcaltecas unos prisioneros para
que les explicaran que venía en son de paz y amistad, pero los
naturales contestaron con rodadas de Hechas y se entabló el
combate. El primer núcleo del ejército tlaxcalteca, de unos seis

52
mil hombres, consiguió —por medio de una retirada sagaz—
arrinconar a los españoles en unas quebradas donde no podían
usar la artillería ni la caballería. Y cuando la acción pudo des­
plazarse a la llanura, los conquistadores se encontraron con un
ejército que Cortés cifra en cien mil hombres y Bernal Díaz en
cuarenta mil. Pero los tlaxcaltecas, a pesar de su enorme supe-
riodidad numérica —precaria ante las armas españolas—, termi­
naron por retirarse; lo que posibilitó el que los conquistadores
descansaran e instalaran el campamento para pasar la noche.
«En las luchas frontales y en terrenos llanos, lo militar favorecía
a la tradición conquistadora. De ahí que las derrotas españolas
se produjeran sólo frente a tácticas guerrilleras y en terrenos
montañosos» ".

Pros y contras: tácticas diversas

Cortés prosiguió con la iniciativa. Por un lado, mandó una


embajada a los tlaxcaltecas para explicarles, de nuevo, que venía
en son de paz y amistad y, por otro, emprendió una incursión
con sus jinetes, cien hombres de a pie y los trescientos auxiliares
de Ixtacamaxtitlan. Su iniciativa operaba con las dos tácticas:
apaciguar y golpear. Recorrió todo el valle, incendió cinco o seis
lugares pequeños y se trajo, sometidos, a cuatrocientos hombres
y mujeres. De estos prisioneros pudo saber que el joven Xico-
tencatl se aprestaba a darles batalla con todo el ejército de su
confederación (no menos de cincuenta mil hombres); así es que
se preparó para una batalla decisiva y aquel día los españoles se
confesaron y comulgaron.
El ejército español tenía orden de permanecer siempre
compacto.«En cuadro». Dado que su eficacia residía en no dejar
dispersarse. «Como un bloque». Los tlaxcaltecas —por su la d o -
cubrían la llanura con ruidos y color: los vistosos plumajes de
sus guerreros y las banderas que alzaban sobre la multitud ar­
mada se mecían en un aire que hacían vibrar tambores y caraco­
las de guerra; «oscurecían el sol con sus nubes de flechas»
cuando aún no habían llegado al cuerpo a cuerpo las fuerzas
rivales. Empero estuvo a punto de resquebrajarse la compacta
unidad del pequeño ejército español y perder aplastado por la
masa de guerreros indígenas. Sin embargo, ésta no era tan
grande como para cubrir una y otra vez las bajas. De ahí que,
tras una dura y larga batalla, los tlaxcaltecas se batieron en
retirada.
Momento decisivo de la conquista. Cortés envió, nueva­
mente, otra embajada a Tlaxcala y «según su costumbre de al­
ternar diplomacia y acción», salió de madrugada a realizar una

53
expedición punitiva por los pueblos del valle. Sus procedimien­
tos —despiadados o astutos— dieron resultado. Tanto es así
que, al día siguiente, llegaron unos mensajeros de Tlaxcala por­
tadores de palabras de paz, de cinco indios cebados, incienso de
copal, ricas plumas, gallinas, pan de maíz y cerezas.
«Si eres dios de los que comen sangre o carne —le dijeron—
cómete estos indios e traerte hemos más: e si eres dios bueno,
ves aquí incienso e plumas; e si eres hombre, ves aquí gallinas e
pan e cerezas. Cortés contestó: «Yo e mis compañeros hombres
somos como vosotros; e yo mucho deseo tengo de que no me
mintáis, porque yo siempre os diré verdad, e de verdad os digo
que deseo mucho que no seáis locos ni peleéis, porque no reci­
báis daño» (Bernal Díaz).
Como los tlaxcaltecas seguían intrigados sobre la naturaleza
de los españoles, el consejo de los tlatoanis convocó a los hechi­
ceros y nigromantes para tratar de descifrar el enigma: de esta
consulta llegaron a la conclusión que los españoles eran hom­
bres, porque comían gallinas y pan, pero que «por ser hijos del
Sol eran invencibles de día, pero podían ser derrotados de no­
che». En realidad, pensaban los técnicos militares de Tlaxcala
que, de noche, no podrían hacer uso los españoles de los caba­
llos y artillería. Es decir, que de la experiencia iban infiriendo
los indios las nuevas tácticas que alcanzarían su apogeo con los
araucanos del sur del continente: límite de la conquista arrolla­
doramente inaugurada por Cortés ,2.
Nada de extraño tiene, pues, que en los días siguientes co­
menzaran a frecuentar el campamento español grupos de indios
que traían gallinas y legumbres para vender; pero que, sin em­
bargo, bajo este aspecto inocente, iban a espiar el campamento
para preparar el ataque. Por sorpresa y de noche. En este as­
pecto, los hombres de Xicotencatl prefiguran actitudes reitera­
das por los araucanos de Caupolicán y Lautaro. O, en el mismo
México, la rebelión de Mixton. Enterado de ello, Cortés apresó
a los indios, les sacó la información y se los mandó a todos a
Xicotencatl con los puños sangrando y sin manos; este es un
hecho que demuestra que el conquistador elige muy bien sus
métodos represivos: sin manos, para anularlo como trabajador
(o desfigurándole el rostro, para que pierda su aspecto hu­
mano).
Pese a estas sanciones, Xicotencatl, esa misma noche, se
acercó con su ejército sigilosamente al campamento español.
Pero ya estaban los conquistadores preparados para el ataque y,
duramente, consiguieron hacer huir a los tlaxcaltecas. De inme­
diato. aprovechando la depresión india y la tonificada agresivi­
dad de sus hombres, Cortés atacó Tompanzingo, ciudad cer­
cana, de unas veinte mil casas. Y allí se dedicó a perseguir a los
naturales que huyeron, en su mayoría, hacia los montes. Des­
pués de aceptar —de quienes se quedaron— las ofertas de paz y
54
los alimentos que le ofrecieron, Cortés, con el núcleo de su
ejército, regresó al campamento. «La violenta línea mayor de la
reconquista contra los moros, parecía conservar su eñcacia en
América» ,J.

Tlaxcala: pórtico de México

Vencidos y pacificados los enemigos. Cortés tuvo que vencer


y pacificar a sus amigos. De regreso al campamento con un rico
botín de bastimentos e indias, se encontró con un ambiente de
tensión. Como siempre, promovían esta protesta los que habían
dejado en Cuba sus casas y repartimentos de indios. Los «velaz-
quianos» disconformes fueron a ver a Cortés y le manifestaron
su disconformidad: habían muerto ya 55 españoles y muchos
más heridos y enfermos; tenían que andar día y noche, acosados
sin descanso y alertas. Por eso, le proponían como solución el
volver a Veracruz, construir un navio y mandarlo a Cuba en
busca de socorro. Cortés, dentro de su mejor estilo, les contestó
que, así como los había ayudado en el pasado, así lo haría tam­
bién en adelante, puesto que ellos venían a predicar su doctrina.
Y les recordó que no olvidasen que, además de soldados, eran
caballeros y que por consiguiente se quitasen el pensamiento de
regresar a Cuba. «Allá eran nada más que colonos; en México se
convertirían en señores.» Y de nuevo se ganó la confianza de
sus hombres con esa hábil exhortación M.
Por su parte, Moctezuma —patética y coherentemente—se­
guía vacilando sobre el rumbo que debía tomar; mientras los
españoles estuvieran en guerra con los daxcaliecas todo iría bien,
pero si ganaban los conquistadores, la situación cambiaría. In­
cluso si ganaban los de Tlaxcala. Asi que había que movilizarse.
Por eso, un atardecer —según cuenta Bernal Díaz— llegó al
campamento español una comitiva presidida por seis principales
aztecas, seguidos de unos doscientos hombres de su servicio,
que traían expresiones de amistad y ofertas de paz. Los plan­
teamientos de Moctezuma venían apoyados en una promesa
formal de pagar al rey de España un tributo anual de oro, plata,
perlas, piedras preciosas y esclavos a condición de que los espa­
ñoles no llevasen a efecto su proyecto de llegar a México. Este
mensaje, en realidad, estimuló aún más a Cortés a proseguir el
camino. «Si ofrecían tanto, era porque ocultaban más» ,s.
Cortés agradeció los regalos de oro y mantas de algodón que
traían y les pidió que aguardasen allí hasta que resolviese el
conflicto con Tlaxcala. Era otra variante de su táctica: de esa
forma los convertiría en testigos presenciales de cómo luchaban
los españoles y de cómo vencían a sus enemigos. Así, cuando un

55
nuevo ataque de Xicotencatl fracasó, la victoria de ios españoles
logró un doble efecto: por un lado, impresionar a los enviados
de Moctezuma y, por otro, humillar a los tlaxcaltecas por haber
sido vencidos en presencia de sus rivales tradicionales. Cada vez
más, Cortés se iba conviniendo en el árbitro de la situación. De
ahí a transformarse en la autoridad indiscutida, sólo quedaban
algunos pasos.
Por eso, esta vez los tlaxcaltecas enviaron una embajada con
la sincera intención de pedir paz. La presidía Tlacatecuhtli. Cor­
tés los recibió en presencia de los enviados aztecas, lo que dio
lugar a que unos y otros se acusaran e insultaran mutuamente.
Cortés se limitaba a observar y evaluar las luchas y las divisiones
internas entre los diversos conglomerados del pueblo que se
había propuesto conquistar. Finalmente, los tlaxcaltecas comu­
nicaron a Cortés que habían cometido un error al luchar contra
los españoles, que estaban dispuestos a enmendarlo y a suminis­
trarles todos los alimentos necesarios. Cortés —cauteloso— les
contestó que, como prueba de la real sinceridad de sus inten­
ciones, le enviaran una embajada más importante. Triunfante,
al controlar la situación, presentía que todas sus exigencias se­
rían acatadas.
Los tlaxcaltecas —ansiosos en ganarlo para su campo— en­
viaron entonces como embajador al joven Xicotencatl, el capitán
general de sus ejércitos, como prueba de la seriedad de sus
intenciones. F.I reciente contrincante se convenía de hecho en
rehén. Pero cuando le rogó a Cortés que se instalase en la ciu­
dad de Tlaxcala, el conquistador no sólo no cedió a la invita­
ción, sino que empezó a maquinar la manera de cómo sacar el
mayor provecho de la situación.
Cuando los tlaxcaltecas advirtieron que Conés seguía en su
campamento y aplazaba la entrada en la ciudad de Tlaxcala
donde se le esperaba con impaciencia, y que los enviados de
Moctezuma permanecían junto a Cortés aguardando el regreso
de dos emisarios que habían enviado a Tenochtillan (los cuales,
al fin, volvieron con valiosos regalos y con la advertencia de que
no se fiaran de los tlaxcaltecas), de inmediato llegó una emba­
jada compuesta por los cuatro tlaloams que constituían el go­
bierno de Tlaxcala, presididos por Xicotencatl el viejo, Majix-
catzin, Tleheuxolotzin y Cilllpopocatzin y seguidos por numero­
so séquito. «Era una carrera competitiva para ver quien adu­
laba más al conquistador»
Los caciques tlaxcaltecas explicaron que venían a pedir per­
dón por haberle hecho la guerra; que había sido por causa de
Moctezuma, y rogaban que Cortés fuera a la ciudad donde po­
nían a su servicio sus personas y haciendas. Cortés le dio las
gracias y les aseguró que hubiera ido mucho antes a Tlaxcala si
hubiera tenido transporte para sus cañones. Inmediatamente
los tlaxcaltecas pusieron a su disposición 500 mozos de trans­

56
porte. «La competencia entre los indios se convertía en sumi-
sión. Y ésta, paulatinamente, en esclavitud» 17.
Al día siguiente, a primera hora. Cortés y su ejército se
pusieron en marcha hacia Tlaxcala. La entrada fue triunfal y
humillante. Cortés llevaba consigo a los embajadores aztecas-
mexicanos que, de esta manera, entraron en la capital de sus
enemigos bajo su protección.

NOTAS AL CAPITULO S

1 Primera carta de relación, 10 de julio de 1519.


1 «Rescatar», en el siglo XVI: «comerciar», «recibir en cambio».
I Juan de Castellanos, Elegías de ilustres varanes de Indias.
4 Angel Rosenblat, La población indígena desde 1492, B. Aires. 1945. Bernardo
García Martínez, El marquesado del Valle. Tres siglos de régimen señorial en Nueva
España. México, 1969.
* Sobre este hecho, que se ha convertido en una referencia mítica, se plantea
una de las primeras polémicas en torno a la conquista.
* Berna! Díaz del Castillo, op. cit.
’ Este incidente —fugaz en las crónicas del siglo XVI— nos lleva al problema
de la despoblación y genocidio en América latina. Rosenblat. op. cu.
* J. P. Berthe, Aspects de (esclavage des indiens en Nouvelle-Espagne pendan! la
prendere moitié du XVle. suele, París, 1965.
* Berna! Diaz del Castillo, op. cit.
10 John Lynch, La cólera de Dios, cit.
" Richard Konctzke, La esclavitud de los indios como elemento en la estructuración
social de Hispanoamérica, Madrid, 1959.
<* Cfr. volúmenes V y VI de nuestra colección. V Alvaro Jara, Gtierre et Société
au Chili, Essai desociologie coloniale. París, 1961.
II Cfr. Charles Gibson. Tlaxcala m the Sixteenth Centrnj, New Haven, 1952.
14 Henry R. Wagner. Early Silver Mining in the New Spain, 1942.
w Id., op. cit.
■s y 't George M. Foster, Culture and Canquest. America's Spanish Heritage, New
York. 1960.

57
X o c o tla
O tumba.

Atalaya
Tacuba m\ Texcoco
ME X ICC
l/tapalapa • ' T so m p a n li trigo
Tlaxe ala
uac '
X o ch im ilco • >Chalet/,
M ixqui
Ayot/m go' Flam añaícó ,
Am ecam eci
H uaxot/m ¡
C huíala

Puebla 2 2 0 O t

De Veiucruz a Tlaxcala, largo ha sido ya el camino, pero ahora empieza


lo más difícil. Cholula (imagen superior) representará uno de los prin­
cipales obstáculos.
4. Ufc 1 LAXCALA HACIA EL IM PERIO

En España, en cambio, o mejor, e n C a stilla ,


las clases dirigentes han realizado la conquista
del Nuevo Mundo como hicieron la Reconquista
hispana: a la m a n e r a f e u d a l. Ocupar las tie­
rras, reducir los hombres a servidumbre, arram­
blar los tesoros...

P ie r r e V ila r
El tiempo del «Quijote *, e n Europa,
1956.
Cortés agasaja a los enviados de Moctezuma (Museo de America, M a­
drid).
Entrada, indias e informaciones
... llegaron a nuestro real con otra gran compañía
de principales, y con gran acato hicieron a Cortés, y a
todos nosotros tres reverencias, y quemaron copal y to­
caron las manos en el suelo y besaron la tierra '.

El 23 de septiembre de 1519 Cortés entró triunfalmente en


la dudad de Tlaxcala. Avanzó con el ejército español en orden
militar como había lomado por norma. El espectáculo y la
grandeza eran parte de esa táctica. Y los españoles tenían que
abrirse paso a través de una multitud curiosa que llenaba calles
y azoteas; es que los tlaxcaltecas quedaban maravillados de los
caballos, del rostro, pelo y ojos de los hombres; pero, sobre
todo, de los cañones y armamento. Los «tlatoanis» —que se es­
forzaban por hacerse perdonar por Cortés— llevaron a los es­
pañoles hasta el gran C u o Templo donde se les había prepa­
rado alojamiento, dado que en Tlaxcala, además de haber mu­
chos y buenos alimentos y existir un eficaz servicio de orden,
el nivel de su cultura apenas estaba por debajo del de
Tenochtitlan-México.
Con su criterio alerta frente a lo desconocido por donde
avanzaba, Cortés organizó una especie de censo de Tlaxcala.
Según este estudio, había en esa zona —junto a la región autó­
noma de Guajocingo— unos ciento cincuenta mil vecinos. Deta­
lle demográfico que había que tener en cuenta, frente a poste­
riores censos, pues nos indicarán la magnitud de la despobla­
ción. Esto es; el genocidio provocado por la conquista2.
El ejército se alojó y descansó por unos días, sin por ello
relajarse en la vigilancia constante. L.a alianza y el recibimiento
habían sido alentadores, pero la cautela —incluso ante el exceso
de cortesía— era otro ingrediente decisivo en la táctica del con­
quistador. Esta actitud de prevención y desconfianza ofendió a
los tlaxcaltecas y se quejaron de ello a Cortés, el cual les contestó
que era tradición de los ejércitos españoles ya sea que se encon­
traran en guerra o en paz 3.
En estas circunstancias, la amistad entre tlaxcaltecas y espa­
ñoles se iba perfeccionando. Los intereses de uno y de otro

61
grupo coincidían. Tanto es así que un día los ancianos de la
tribu entregaron a los españoles trescientas mujeres indias como
regalo. Y, como don especial, cinco doncellas, una de las cuales
era hija de Xicotencatl y que le fue ofrecida a Cortés. El con­
quistador aprovechó la ocasión para repetir a los indios que,
primero, debían renunciar a sus ídolos, cesar sus sacrificios hu­
manos y creer en un solo Dios verdadero. Y les mostró una
imagen de la Virgen con Cristo en brazos. Sin embargo, los
viejos indígenas le declararon que antes morirían que abjurar
de sus dioses. Vale la pena destacarlo: eran conscientes de lo
que hubiera significado —para el resto de su comunidad— la
abjuración de sus dioses tradicionales. Empero, se dijo una misa
en presencia de los caciques y se bautizó a las jóvenes indias: la
principal de las doncellas, hija de Xicotencatl, la que le habían
regalado a Cortés, fue cedida por éste a Alvarado «y se llamó
doña Luisa y dio a Alvarado hijos e hijas que fueron grandes de
España; una hija y sobrina de Bajixcatzin pasó a llamarse doña
Elvira y se le regaló a Juan Velázquez de León; otras dos pasa­
ron a manos de Alonso Dávila y Cristóbal de Olid; y la última de
las cinco fue regalada a Gonzalo de Sandoval». Con este proce­
dimiento de cesiones de mujeres (como parte del botín de gue­
rra) se estaba esbozando ya todo el posterior y decisivo pro­
blema del mestizaje.
Mientras tanto, Cortés seguía recogiendo información sobre
Moctezuma y su imperio. Tlaxcala no era más que una etapa; su
meta real era Tenochtillan-México. No sólo le indicaran que
podía armar a ciento cincuenta mil guerreros que atemorizaban
a todas las comarcas en «sus algaradas», sino de la riqueza y
potencia de la fuerza militar y de los recursos de Tenochtitlan,
construida en medio de una laguna, sólo accesible por interme­
dio de tres calzadas interrumpidas por numerosos puentes, en
cuyos costados, casas con azoteas servían de parapeto a los gue­
rreros.
Concluida detalladamente su información, y evaluada con
sus capitanes, Cortés se preparó a dejar las cómodas bases de
aprovisionamiento de Tlaxcala y dirigirse hacia México. Preven­
tivamente, mandó una expedición de avanzada bajo el disfraz
de una embajada a Moctezuma, cuyos emisarios fueron Pedro
de Alvarado y Vázquez de Tapia. Pero esta embajada tuvo que
regresar sin aportar nada nuevo. A lo sumo, le ratificaron el
poder y la situación estratégica de la capital.

Cholula: entre la sumisión y el desquite

Se decidió emprender el camino hacia México a través de


Cholula, ciudad-estado aliada de Moctezuma, desde donde los

62
aztecas habían realizado frecuentes y violentos ataques contra
Tlaxcala. Los tlaxcaltecas, por el contrario, aconsejaban el ca­
mino de Guajocingo (Huexotzingo), ciudad aliada de Tlaxcala;
|>ero Cortés decidió avanzar por Cholula dado que se trataba de
una ciudad grande y bien provista, donde podían permanecer
el tiempo necesario mientras negociaba el modo de entrar en
México sin tener que luchar. Como se va viendo, en ningún
momento Cortés descarta la posibilidad de una conquista que
evite poner de manifiesto los límites y debilidades de sus tro­
pas *.
A petición de Cortés, los chololtecas mandaron una emba­
jada, pero de«tan baja calidad», que los españoles devolvieron a
los mensajeros protestando por presentar esa gente ante el de­
legado del rey de España y exigiéndoles que, en el plazo de tres
días, se presentaran allí los caciques de Cholula a «rendir pleite­
sía ante Cortés». En caso contrario «¡ría contra ellos y los des­
truiría». Al día siguiente, los de Cholula enviaron a sus caciques,
quienes también se excusaron alegando que el territorio de
Tlaxcala no era seguro para ellos y que, por esa razón no ha­
bían acudido antes. Pero, de cualquier manera —al ver el em­
puje conquistador y la suma de aliados que había ¡do acumu­
lando— se declararon «vasallos» del Rey de España, de lo que
Cortés hizo tomar nota escrita escrupulosamente ante el escri­
bano real.
El I de octubre de 1519 el ejército de Cortés se puso en
marcha hada Cholula: acompañaban a los españoles sus aliados
los cempoaleses en número de quinientos, y todo el ejército de
Tlaxcala que Cortés —exageradamente— cifra en cien mil
hombres. Pero, la exageración, si en campaña servía para inti­
midar al enemigo, en las Cartas se convertía en justificativo y
autoexaltación.
Muy cerca ya de Cholula, Cortés persuadió a los tlaxcaltecas
para que se retiraran. El conquistador pretendía, a la vez, mos­
trarse solo y pacífico (pero con sus reservas). Los de Tlaxcala
obedecieron; aunque quedaron en su compañía unos cinco mil.
De ahí que, cuando los de Cholula salieron a recibirle y le mani­
festaron que no creían justo que se permitiese la entrada en su
ciudad a los üaxcaltecas armados, Cortés dio rápidas instruccio­
nes de que los tlaxcaltecas acamparan en las afueras de Cholula.
Y sólo entraron con los españoles los soldados de Cempoal y los
tamemes tlaxcaltecas que cargaban la artillería.
Ya en el interior de Cholula, Cortés dirigió a los indígenas
su mensaje ritual sobre la obediencia al Rey de España, el aban­
dono de sus ídolos y la existencia de un Dios verdadero. Pero
los de Cholula acogieron con desagrado estos «consejos», pues
su ciudad era una especie de Meca para todos los pueblos fieles
a la religión del Anáhuac y, en particular, respecto del culto del
dios Quctzalcoail.

63
Estos síntomas de malestar religioso sumados al hecho de
que, a la entrada de la dudad, habían observado calles cortadas
con barricadas y otros indicios, confirmaban a Cortés que los de
Cholula no estaban dispuestos a someterse incondicionalineiue.
Un grupo de cetnpoaleses y tlaxcaltecas le comunicó a Cor­
tés que habían observado movimientos de personal, preparati­
vos para la guerra y para sacrificios a los ídolos. En vista de ello,
se mandó unos mensajeros a los tlaxcaltecas —acampados en los
arrabales— para que estuvieran preparados para intervenir en
caso necesario. Aquella noche Cortés tomó precauciones espe­
ciales en torno al campamento, ordenando que todos sus hom­
bres permanecieran armados y los caballos ensillados y enfre­
nados porque se temía que el ataque combinado de aztecas y
chololtecas tendría lugar antes de que saliera el sol. Entonces,
propuso una reunión de sus capitanes. La opinión que prevale­
ció fue la de no quedarse a la expectativa, sino la de atacar a los
chololtecas en su propia ciudad. Realmente, la coincidencia en­
tre los recursos de Cortés y las tácticas militares expuestas por
Maquiaveio lo muestran como un sagazcondoltiero de su época 5.
Además, otra serie de informaciones y datos vinieron a con­
firmar sus sospechas: una vieja india, mujer de un cacique, fue
a visitar aquella noche, secretamente, a Malinchc para propo­
nerle que se casase con su hijo y se pusiese a salvo.«Pues aquella
noche y la mañana siguiente, según estaba acordado y mandado
por Moctezuma, lodos los españoles quedarían muertos o pri­
sioneros para alimentar la piedra de los sacrificios de Uitchili-
pochli» (Bcrnal Díaz).
L.a Malinchc —de inmediato— le contó todo esto a Cortés,
l.a serie se venía armando. Y ese era el detonante. Los conquis­
tadores, rápidamente, se apoderaron de uno de los caciques que
más activo andaba por los barrios de la ciudad. Lo torturaron y
le hicieron confesar el plan. Y como, al alba, se observó un gran
movimiento y agitación de caciques, sacerdotes e, incluso, un
grupo de chololtecas armados que habían invadido el campa­
mento con el pretexto de que el mismo Cortés les había pedido
dos mil hombres para que le acompañasen a México, el conquis­
tador encerró a los caciques y, a caballo y con su tropa prepa­
rada, encaró a los chololtecas y les dijo que conocía todo su
plan. «E todas sus intenciones.» Después hizo disparar una es­
copeta —señal convenida— y, como él mismo escribe al empe­
rador: «Dímosles tal mano que, en dos horas, murieron más de
tres mil hombres.»
El combate fue violento y los chololtecas se defendieron
dura y empecinadamente. El mismo Cortés lo cuenta: «Los to­
mamos de sobresalto, fueron buenos de desbaratar, mayor­
mente que les faltaban los caudillos, porque los tenía ya presos.»
El peculiar pero coherente míu¡u¡<ivelhmo de Cortés sabia muy
bien que «decapitando un movimiento, el resto del cuerpo per-

64
manece desconcertado. Aunque muy bien le puede brotar otra
cabeza» 4.
El combate duró cinco horas. Y las últimas fueron terribles
para los de Cholula: al llegar los tlaxcaltecas, la violencia pasó
de la conquista al desquite. Y de la sumisión a la guerra civil.

Cholula: conspiración y represión

Este episodio, conocido tradicionalmente como «la matanza


de Cholula» es uno de los que más controversia han provocado.
Existen diferentes versiones al respecto: por una parte, Ber-
nal Díaz del Castillo y Cortés afirman que, en efecto, hubo
conspiración y que los chololtecas estaban armados.
La opinión contraria la sostiene Fray Bernardino de Saha-
gún, quien con un conocimiento inmediato de las cosas indíge­
nas, dice taxativamente que «los chololtecas no llevaron armas
ofensivas ni defensivas», dando a entender que, aunque su acti­
tud para con los españoles fue fría y aun hostil «no hubo trai­
ción».
Bartolomé de Las Casas —por su parte— niega la conspira­
ción y atribuye a Cortés una actitud sistemáticamente despia­
dada. Por otro lado, el profesor norteamericano Munro, en su
Pre&cott, escribe que «la matanza de Cholula fue una necesidad
militar para un hombre que guerreaba como Cortés».
Admitiendo que se tratara de un acto de «violencia preven­
tiva», la matanza de Cholula iba a convertirse en una constante
en el seno de los conquistadores españoles, resurgiendo en su
día con otro acto similar: la matanza del Templo Mayor en
México dirigida por Pedro Alvarado, uno de los episodios más
trágicos y sangrientos de la conquista. Con otras palabras: si
Cortés se convirtió en modelo para los conquistadores posterio­
res, lo fue también en su aspecto más implacable.
La paz reinaba en Cholula. Sumisión entre los indios e in­
dignación en Cortes. Quien llamó a los embajadores de Tenoch-
liüan que todavía estaban con él y les echó en cara la traición de
su amo Moctezuma. No sólo le hacía responsable de lo aconte­
cido, sino que amenazaba con entrar en México no ya como un
amigo sino como enemigo, haciéndoles todo el daño posible.
Realmente indignado o no, la conducta del conquistador era
coherente con su proyecto: había «escarmentado» con éxito a
uno de los principales aliados de los aztecas. Y quería potenciar
ese acto concreto con alusiones a futuras acciones similares 7.
Los mensajeros de Moctezuma volvieron a Cholula con más
presentes. Espléndidos y agobiadores. Dando vagas explicacio­
nes sobre lo sucedido, pero insistiendo en que Cortés renun­
ciase a su proyecto de avanzar sobre la capital. Cortés les res-
|H>ndió secamente que estaba dispuesto a verla «de una forma u

65
otra*. Esta táctica de «tira y afloja», impuesta por Cortés, va a ir
impregnando los recursos de Moctezuma en un peculiar juego
dialéctico de enseñanza y aprendizaje mutuo de sus respectivos
estilos.
De donde se sigue, coherentemente, que si bien Moctezuma
de nuevo envió seis mensajeros invitando a Cortés a México
—donde sería bien recibido—, Cortés le mandó una respuesta
amistosa con tres de los mensajeros, pero reteniendo a los otros
tres.
Desde Tlaxcala se observaba una «montaña que fuma» —se­
gún la mirada indígena—, un volcán. Y si para los hombres de
México este volcán implicaba una serie de tabúes y temores
religiosos, los españoles —desdeñando ostensiblemente esa
perspectiva— hicieron una expedición de reconocimiento como
muestra de su concepción del valor. Pero, a pesar de que no
pudieron llegar hasta la cima de la montaña descubrieron, sin
embargo, que no sólo existían dos caminos para llegar a México,
sino que el recomendado |>or los aztecas-mexicanos no era el
más indicado. Además, desde lo alto del puerto, descubrieron
los llanos de Culúa y «el esplendoroso espectáculo de las lagunas
y las ciudades» —comenta Bernal— «Y, con el gozo de este
descubrimiento, emprendieron la marcha final hacia México.»
Y si en este momento del avance español, los tlaxcaltecas
ofrecieron diez mil hombres para acompañarlos, Cortés sólo
aceptó mil para que llevaran la artillería y para ayudar a abrir
los caminos. Ayudantes sí, no tanto aliados: porque no eran
demasiado seguros y porque podrían provocar reacciones entre
los de Tcnochtitlan. En cuanto a los cempoalcses. se retiraron:
ellos sí temían que si entraban en México morirían todos. Y
Cortés con ellos.

Ultimo tramo

Así, pues, el 1 de noviembre de 1519 se pusieron en marcha


hacia México cuatrocientos cincuenta españoles y cuatro mil au­
xiliares indígenas. «Salieron de Cholula con gran concierto
—detalla Bernal— y con la barba siempre crecida.» La primera
noche acamparon en Calpán, en tierras de Guajocingo, aliada
de Tlaxcala. Al día siguiente, pasaron entre el Popocatepetl y el
I/.taccihuatl, donde pudieron confirmar lo que les habían ase­
gurado sus amigos de Calpán sobre la existencia de los dos
caminos: uno barrido y otro cerrado, y como seguían descon­
fiando y alertas, tomaron el camino cerrado, viéndose obligados
a avanzar entre el frío y la nieve que les entorpecía la marcha.
Por fin, desde la altura, pudieron contemplar la llanura de

66
México con sus dos lagos y sus treinta ciudades, «evocando vi­
siones encantadas». Fue para los conquistadores como el descu­
brimiento de la «tierra prometida». Y Cortés —aprovechando la
coyuntura— calmó las últimas protestas de los viejos velazquis-
tas diciéndoles que si el riesgo había sido grande «el triunfo —ya
al alcance de la mano— sería glorioso».
Aquella noche los españoles durmieron en un alojamiento
mucho más cómodo de lo que se esperaban en esa altura y con
un clima tan riguroso: se trataba de un lugar llamado Quauhte-
chatl, al que bautizaron con el nombre de «El Patio» y que
resultaba ser una especie de paradero para mercaderes ambu­
lantes. Aquí recibió Cortés una extraña embajada, en la que se
rumoreaba que venía el mismo Moctezuma. En realidad, el emi­
sario se hizo pasar por Moctezuma para ver la reacción de los
españoles ante un despliegue espectacular e intimidante. Pero el
recurso táctico sólo provocó que Cortés despidiera al embajador
irritado con ese procedimiento y, a la vez, intrigado por el signi­
ficado de esa suerte de «avanzada de investigación».
Y la intriga del conquistador se trocó en alarma cuando, en
Calpán, recibieron otra embajada más en representación de
Moctezuma, con los regalos y ruegos de siempre. Pero con el
agregado de ofrecer un tributo anual que se declaraba dis­
puesto a pagarlo en la costa. Lo inquietante era que el tesón con
que Moctezuma intentaba demorar o alterar el avance de Cor­
tés, en cualquier momento podría convertirse en explosión y en
ataque frontal. Los dos protagonistas se iban acercando y cada
uno —por su lado— se esforzaba en averiguar de antemano el
juego del otro.
El 3 de noviembre de 1519 comenzó el descenso español
hacia el valle de México, y «como temíamos la muerte, nos en­
comendamos a Dios y a su bendita madre Nuestra Señora»
—comenta Bernal Díaz con su ruda y desenvuelta franqueza.
Hallaron buena acogida y alojamiento en Amacameca. Allí
acudieron a recibirlos delegaciones de Chalco. Chimalhaucán,
Tlalmanalco, Ayotzingo y otros lugares para asegurarse el
apoyo de los conquistadores contra Moctezuma. Incluso, los
mismos caciques les pidieron que se quedaran allí porque peli­
graban sus vidas. Cortés respondió: «Ni los mexicanos ni nin­
guna otra nación tiene poder de nos matar, salvo Nuestro Se­
ñor, en Quien creemos.» Estaba claro, la religión de los conquis­
tadores era contar con Dios de su parte. Y Cortés construyó
su discurso solicitando que veinte de entre ellos les acompaña­
sen en su viaje a México. «Dios de su lado, pero también rehe­
nes» 8.
El 6 de noviembre de 1519, el ejército español se puso en
marcha hacia la laguna de Chalco. Su avance era tan decidido
como cauteloso. Moctezuma, al enterarse, convocó su consejo de
guerra que se hallaba dividido: entre los que opinaban que ha­

67
bía que impedir la entrada a los españoles a toda costa y quienes
pensaban que habla que recibirles como embajadores. Podría
hablarse —a riesgo de extrapolar conceptos, aparentemente
anacrónicos— de un ala izquierda y de una derecha. De radica­
les y de moderados o, mejor aún, de «halcones» y de «palomas».
Pero el aparente anacronismo de nomenclatura se aclara si ad­
vertimos que entre los primeros siempre figura Cuauhtémoc *.
Moctezuma —después de largas vacilaciones y conciliábu­
los— decidió enviar a Cacama, el joven rey de Tetzcuco (Tex-
coco), para que intentase convencer a Cortés de que se volviese
atrás; y de fracasar esta propuesta, resolverse a recibir a los
extranjeros.
Cortés, entretanto, había llegado a Ayotzingo, ciudad si­
tuada a orillas de la laguna de Chalco y a la que sólo el espolón
de Iztapalapa —que avanzaba entre las dos lagunas— cortaba la
perspectiva de la ciudad. Ayotzingo, pequeño pueblo construido
en parte sobre la orilla y en parte sobre el lago mismo, donde
predominaban las casas de madera sobre estacas, con su estilo
«anfibio», señalaba el umbral de la capital de la confederación
azteca.

Umbral

A la mañana siguiente, cuando se iban a poner en marcha


hacia México, anunciaron la llegada de la más espectacular co­
mitiva de mexicanos. Cortés no se detuvo, pero su expectativa
se tensó al máximo. Al poco tiempo llegaron cuatro caciques
que, con profundas reverencias, le rogaron que aguardase la
llegada de Cacama, sobrino de Moctezuma. Cuando Cacama
llegó ante Cortés, se expresó con los usuales términos de que
«sería bien recibido por Moctezuma si iba a la ciudad, pero que
si fuera posible no fuera allí, porque padecerla mucho trabajo y
necesidad». Era el mismo recurso y la última demora. Así es que
cuando Cacama hubo partido hacia México, con regalos y segu­
ridades de los españoles de que no harían nada en perjuicio de
su señor y de su país, Cortés se puso en marcha a la cabeza de
su gente en dirección a Iztapalapa. No cabía esperar más.
El camino seguía, primero, la costa del lago de Chalco. Y los
españoles pasaron por Mizquic, «diminuta Venecia sobre el
lago», adentrándose a través de la laguna hacia el istmo en que
Iztapalapa se erguía frente a la misma México. «Era una calzada
—nos cuenta Bernal Díaz— tan ancha como una lanza y admi­
rablemente construida de piedra y cemento.»
El asombro reinaba por igual entre los indígenas y entre los
españoles: ambos grupos se miraban con extrañeza. Recíproca­
mente se resultaban raros. Extranjeros. «Otros». La multitud in­
68
dia se agolpaba a ambos lados de la calzada y los más curiosos
habían asaltado las canoas que de un lado y otro cubrían el
agua: los españoles los hacían pensar en sus dioses. Por su lado,
los conquistadores observaban «maravillados» a los mexicanos y
su capital les hacía pensar en sus mitos literarios. Pero tanto en
la óptica religiosa como en la mirada mítica lo que prevalecía
era lo imaginario. No lo que estaba allí, sino lo que permanecía
oculto en el otro lado. En otra escena. Como fantasía l0.
Asi entraron los españoles en Cuitlhuac; «Una ciudad que
resplandecía como una joya entre la costa y el istmo.» Los caci­
ques locales dieron una buena acogida a los españoles y les
rogaron que pasaran allí la noche, pero los representantes de
Moctezuma que iban en el séquito de Cortés le aconsejaron que
siguiera su camino hasta Iztapalapa, capital del hermano de
Moctezuma. La primera calzada había conducido a los españoles
a la tierra firme, al otro lado de la laguna de Chalco sobre un
istmo que separaba, casi totalmente, la laguna salada de la
dulce. Rodeando, primero, la orilla sur del istmo el camino
cruzaba, después, al lado norte yendo hasta Iztapalapa, ciudad
de unas quince mil casas, también construida parte en tierra y
parte sobre el agua. Todo Cuitlahuac se adelantó a recibirlos y
—dentro del más riguroso protocolo—aposentaron a los espa­
ñoles en unos magníficos palacios. El avance conquistador ad­
quiría, por momentos, el aire de un paseo espectacular. A la
mañana siguiente, 8 de noviembre de 1519, los españoles se
pusieron en marcha para su última etapa. La calzada atravesaba
la laguna derecha hacia México-Tenochtidan, que se elevaba en
medio del lago, sólo accesible por tres calzadas artificiales. La
calzada por donde avanzaban los españoles estaba atestada de
gente: «torres y azoteas eran hormigueros de vecinos. Y el lago
había desaparecido bajo una sólida masa de canoas».

NOTAS AL CAPITULO 4

1 Beraal Dfaz del Castillo, op. cit.


1 Angel Roscnblat, op. cit.
1 Roben Ricard. La conquéte spirituelle du Méxique, París. 1933.
7 Sobre este aspecto, sena fecundo vincular las tácticas concretas de Cortés con
la teorización política de su contemporáneo Maquiavelo, Cfr. Piero Pieri, H rinasci-
mtnto t la crisi militan italiana, cd. F.inaudi, 1962.
* G.. Merleau-Ponty, «Notes sur Machiavel», en La temps Moderna, octuore,
1949.
* Véase Pasqualc Villari, Niccoló Machiavrüi e i suoi tempi, ed. Rizzoli, 1961.
7 Lino Gómez Cañedo, ¿Hombres o bestias? (Nuevo examen critico de un viejo
tópico), México, 1966.
* Alvaro Jara y otros, Tierras nuevas. Expansión territorial y ocupación del suelo en
América. México, 1966.
* Héctor Pérez Martínez, Cuauhtemoc. Vida y muerte de una cultura, dt.
10 Irving Leonard, Las libros del Conquistador, Fondo de Cultura Económica,
México, ed. 1971.

69
Entrevista de Moctezuma y Cortes, acompañado este por la iusefxirable
Malinche.
5. LLEGADA A MEXICO Y ENCUENTRO CON
MOCTEZUMA

Todos estáis en pecado mortal y en el vivís y


morís, por la tiranía que usáis con estas inocen­
tes gentes. Decir, ¿con que derecho y con que
justicia tenéis en ta n cruel y horrible servidumbre
a aquestos indios?

Fray Alonso de Montesinos,


Del sermón pronunciado ante el
gobernador de La Española
Entrada de Cortes en México (Miguel González. Museo de America,
Madrid).
Codicia y adorno: avasallamiento y hieratismo

Miren los curiosos lectores si esto que escribo si había


bien que ponderar en ello que hombres habido en el
Universo que tal atrevimiento tuviesen. Pasemos ade­
lante

Para los mexicanos, aquel 8 de noviembre de 1519 se co­


rrespondía con el segundo día del mes de Quecholli: época
propicia a los amantes, la fecundidad y la encarnación. Incluso,
el de la llegada de Quet/.alcoatl —Señor de los vientos y torbe­
llinos— y que para los a/.tecas —todavía en este momento—se
personificaba en Cortés, circunstancia que fue uno de los facto­
res religiosos que contribuyeron a facilitar la entrada del con­
quistador en la capital 2.
Cortés, a la cabeza de sus hombres, con la caballería al
frente, avanza por la ancha calzada que cruza el lago desde
Iztapalapa a México-Tenochtillan. Es consciente, por lo menos,
del papel que representa y de cómo debe controlar la situación
para que le resulte favorable. A media legua de la ciudad con­
vergen las calzadas de Coyoacán y de Iztapalapa en un lugar
fortificado con dos torres que dominan una estrecha puerta. En
ese lugar aguarda a los españoles una espectacular y escogida
recepción de un millar de prohombres mexicanos. Vienen a
mostrarse sumisos y cumplen todo un ritual. Y el ejército, du­
rante más de una hora debe detenerse para que todos aquellos
guerreros y altos funcionarios desfilen ante Cortés repitiendo su
ademán tradicional de reverencia consistente en tocar el suelo
con la mano llevándose después los dedos a la boca.
Concluida esta ceremonia, los españoles traspusieron la es­
trecha puerta del fuerte entrando así, sin inconveniente alguno,
en ese recinto fortificado que era la clave de México. Ante la
imagen del conquistador-caballero entrando en la ciudad, no
puede menos de pensarse en «el caballo de Troya». Aunque
entre México y Homero hubiera una diferencia: si en la epo­
peya griega hubo sitio desde el comienzo, con los españoles el
cerco sólo se produjo después 3.
Dos largas hileras de doscientos señores aztecas-mexicanos.

73
avanzaban hacia los españoles: venían precediendo al empera­
dor en persona, cuya litera se veía en la distancia, acercándose
con solemne lentitud a hombros de otros cortesanos, bajo un
palio tejido de plumas verdes. Con incrustaciones de oro y jo­
yas. El contraste no deja de ser notable: el lujo deslumbrante de
la tradicionalmente llamada «barbarie» y la fatigada adustez de
los representantes de la «civilización». El refinamiento y la so­
lemnidad cortesana de los aztecas y la inquieta avidez de los
conquistadores 4.
El emperador avanzaba entre sus dos parientes: Cacama, rey
de Texcoco a su derecha, y Cuitlahuac, rey de Iztapalapa, a su
izquierda; ambos rígidos e imponentes. Detrás, venían los seño­
res de Tlacopán y Coyoacán, vestidos con un esplendor hierá-
tico, pero descalzos.
Cortés se apeó del caballo y avanzó con desenvoltura hacia el
emperador. El español se dispuso a abrazarlo, pero —protoco­
lariamente— le advirtieron que no tocase a Moctezuma. De este
modo tuvo lugar el encuentro de dos hombres que condensaban
dos culturas, mutuamente extrañas; frente a frente, por pri­
mera vez, cada una con sus tradiciones, creencias, organización
y lenguajes distintos.
Ambos son hombres de casi cuarenta años, de la misma al­
tura, uno en avance cauteloso pero decidido, y el otro confuso y
a la expectativa. Pero si Cortés habla desde la necesidad del oro.
Moctezuma lo hace desde la posesión. Y si el primero regala
•diamantes de vidrio», el segundo le «echa al cuello ocho cama­
rones de oro».

Un diálogo y dos discursos

«Oh, Señor nuestro —exclamó el emperador—, seáis muy


bien venido; habéis llegado a vuestra tierra, a vuestro pueblo y a
vuestra casa. Habéis venido a sentaros en vuestro trono y en
vuestra silla; todo lo que yo eq vuestro nombre he poseído
algunos días, otros señores lo tuvieron antes que yo..., el pos­
trero de todos he venido a tener y regir este vuestro pueblo...
Señor nuestro, ni estoy dormido ni soñando; con mis ojos veo
vuestra cara y vuestra persona. Días ha yo esperaba esto. Días
ha que mi corazón estaba mirando aquellas partes donde habéis
venido. Habéis salido de entre las nubes y de entre las nieblas,
lugar a todos escondido...
• Esto es por cierto lo que nos dejaron dicho los reyes que
pasaron; que habíades de volver a reinar en estos reinos y que
habíades de sentaros en vuestro trono y en vuestra silla. Ahora
veo que es verdad lo que nos dejaron dicho. Seáis muy bien

74
venido. Trabajos habréis pasado viniendo tan largos caminos.
Descansad ahora.»
Las palabras de Moctezuma sintetizan, sobre todo, el com­
ponente tradicional azteca que —en esta etapa— condiciona la
actitud como «de entrega» que caracteriza a los mexicanos. In­
cluso, un detalle narrado por el propio Cortés en sus cartas
resulta especialmente revelador del talante con que se recibía a
los conquistadores: «Y entonces Moctezuma se alzó las vestidu­
ras y me mostró el cuerpo diciendo a mí: —Vcisme aquí que so
de carne y hueso como vos y como cada uno. Y que soy mortal y
palpable.» Este insólito autodesivlamiento, este «desnudarse»
frente al adversario revela su querer despojarse de todo hiera-
tismo y de todo privilegio, mostrarse igual, humano.
Y continúa Moctezuma en la versión de Cortés: «Ved como
os han mentido; verdad es que yo tengo algunas cosas de oro
que me han quedado de mis abuelos; todo lo que yo tuviera
tenéis cada vez que vos quisiérades.» Y le informa el conquista­
dor a Carlos V: «Yo le respondí a todo lo que me dijo, satisfa­
ciendo a aquello que me parecía que convenía.» Y termina Cor­
tés: «En especial en hacerle creer que vuestra majestad era a
quien ellos esperaban. —Aquí está vuestra casa y vuestros palacios
—prosigue Moctezuma—. Tomadlos y descansad en ellos con
todos vuestros capitanes y compañeros que han venido con
vos.»
Como puede advertirse, un diálogo entre alguien que se
pone en evidencia frente a otro que simula. Un conquistado que
se esfuerza por ser transparente ante un conquistador que se
abroquela en su opacidad.
Cortés le pidió a la Malinche: «Decidle a Moctezuma que se
consuele y huelgue y no haya temor, que yo le quiero mucho y
lodos los que conmigo vienen. De nadie recibirá daño. Hemos
recibido gran contento en verle y conocerle, lo cual hemos de­
seado muchos días ha y se ha cumplido nuestro deseo. Hemos
venido a su casa, México. Despacio nos veremos y hablaremos.»
Desde ya podemos adelantar que el diálogo seguiría, pero mati­
zado por cada una de las coyunturas del proceso. Que iría desde
el protocolo a la tragedia.
De ahí que, en este primer acto del drama, los principales
mexicanos que venían acompañando a Moctezuma desfilaron
ante Cortés reiterándole la ceremonia de besar la tierra.
La multitud —coro secundario por ahora— se agolpaba en
calles y azoteas para admirar a los extranjeros; los jóvenes co­
mentaban qué «dioses deben de ser estos que vienen de donde
el sol nace»; los viejos —como resignados— decían: «Estos de­
ben de ser los que han de mandar y señorear nuestras personas
y tierras, pues siendo tan pocos, son tan fuertes que han ven­
cido tantas gentes.»
Moctezuma —según los cronistas— guió a los extranjeros al


edificio más espacioso, lujoso y venerado en la ciudad; era el
lugar que les destinaba como alojamiento: lo que habla sido el
palacio de su padre, el emperador Axayacatl, convertido enton­
ces en un templo y, a la vez, en convento de sacerdotisas y
tesorería imperial. En este enorme conjunto de edificios se ins­
talaron, con toda comodidad, los casi quinientos españoles con
sus dos mil auxiliares indígenas y la hueste de mujeres que ya
traían a su servicio.
Tomando a Cortés de la mano. Moctezuma lo llevó hasta la
sala principal del palacio, frente al patio de entrada y hacién­
dole sentar en un rico escaño todo labrado y armado de oro y
piedras preciosas, le indicó: «En vuestra casa estáis. Comed, des­
cansad y habed placer.»
Cortés —adecuándose a la solemnidad de la situación— le
hizo una profunda reverencia y el emperador, con todo su sé­
quito, salió de ese palacio a medias templo y cuartel. Y, de
inmediato, el conquistador estudió la situación del edificio
desde el punto de vista táctico; sobre todo, si reunía buenas
condiciones de defensa; distribuyendo a sus hombres y artillería
estratégicamente con la orden de estar apercibidos frente a
cualquier eventualidad.

Cautelas y agasajos recíprocos

El clima protocolario se prolongaba, y después de exhibir,


por un lado, lo suntuoso de su poder y, por el otro, de empezar
a usufructuarlo, nuevamente recibieron los españoles otra visita
de Moctezuma durante la cual si éste aludió a las noticias que
había tenido de las expediciones de Hernández de Córdoba y
de Grijalva, y de las pinturas que le habían traído de esos barcos
y annamentos, Cortes se aventuró a explicarle —de manera
detallada— tal como era su costumbre, que les había enviado el
emperador Carlos V para verle y rogarle que se hiciese cris­
tiano. Apelando, por ahora, a la grandeza de Carlos V y de la
religión cristiana.
Al día siguiente, 9 de marzo de 1519, después de haber
enviado una de sus cartas de relación al rey de España, Cortés
devolvió la visita. Por supuesto que tomando una serie de pre­
cauciones: desde coger cuidadosamente, para acompañarle, a
cuatro capitanes: Pedro de Alvarado, Juan Velázquez de León,
Diego de Ordás y Gonzalo de Sandoval, y a cinco soldados de
probada lealtad, entre los que se encontraba el soldado-cronista,
Bernal Díaz (quien de esta forma pudo narrar lo sucedido como
testigo presencial). Moctezuma, prosiguiendo con el tono proto­
colario, se adelantó a recibirles. Vivía en un palacio de construc­

76
ción más reciente que el que había asignado a Cortés: veinte
puertas permitían el acceso a esta mansión desde las cuatro
calles que limitaban el recinto; tres vastos patios le daban aire y
luz; una fuente ornamental centralizaba el servicio de aguas;
tenía, además, numerosas salas de ceremonia y cien baños.
Todo construido con maderas de notable calidad y cuidada de­
coración: las paredes eran de canto, mármol, jaspe, piedra
blanca y alabastro; los techos de cedro, palma y ciprés; con
suntuosas telas de algodón, de pelo de conejo y de plumas cu­
briendo el piso y las paredes.
Moctezuma, acompañado de sus sobrinos, los llevó a sus
aposentos particulares, y a Cortés, tomándole de la mano, lo
hizo sentar a su derecha, en un estrado, ordenando que a sus
acompañantes les trajeran asientos y bebidas. 1.a situación era
propicia para que Cortés desarrollara más ampliamente su tema
favorito sobre la religión y el cristianismo. Tema clave: impli­
caba, en primer lugar la conversión y, a renglón seguido, la
justificación del vasallaje a Carlos V. Y el argumento fundamen­
tal que, por primera vez, le planteaba a Moctezuma: la condi­
ción demoníaca de los dioses aztecas. Y, por el revés de la
trama: informar de esta «catcquesis» a la metrópoli le daba a
Cortés un aval de su campaña conquistadora.
Moctezuma le escuchó en silencio y después le contestó que
ya sabía que Cortés siempre iba predicando todo eso por los
pueblos que había pasado, pero que «no hemos respondido a
cosa ninguna deltas —registra Bemal Díaz— porque desde ab
inicio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos.
Ansí deben ser los vuestros, e no curéis más al presente de nos
hablar dellos».
Más aún: riéndose, Moctezuma les advirtió que así como los
de Tlaxcala le habían mentido sobre su condición de dios y
sobre su riqueza, también lo habían engañado a él sobre lo de
los «truenos y relámpagos» de los españoles. Y el mismo Cortés
se vio obligado a reírse admitiendo que los enemigos siempre
mienten o exageran. De manera que este encuentro concluyó
cuando Cortés señaló que era hora de comer e irse y Mocte­
zuma literalmente los abrumó «con cortesías». De manera que
los españoles tuvieron «mucho acato, en con las gorras de armas
colchadas quitadas cuando delante de el pasásemos» (Berna!
Díaz).

La ciudad: mercado y templo

Después de cuatro días en México y, prácticamente sin salir


a la calle. Cortés mandó a decir a Moctezuma que tenía la inten­

77
ción de visitar la plaza mayor y el gran Teocalli de la capital, en
el barrio de Tlalelolco; y armado y de a caballo salió Cortés de
su cuartel general acompañado de todos sus jinetes y casi toda
su infantería en formación de desfile: tomaron hacia el norte,
en dirección a Tepeyac, siguiendo una de las grandes avenidas
de la ciudad. Y, a poco de marchar, los españoles se toparon
con el Tianquizüo o Tianguiz, mercado de la ciudad de México:
allí «cada género de mercaderías estaban por sí, y tenían situa­
dos y señalados sus asientos» —nos informa minuciosamente
Bcrnal Díaz—.«Los mercaderes de oro y plata y piedras ricas y
plumas y mantas y cosas labradas y otras mercaderías de indios
esclavos y esclavas». Mercado de esclavos que le recuerda los
procedimientos de los portugueses con los negros de Guinea.
Así como ciertas callejuelas intrincadas lo remiten a «la plaza
que hay en Salamanca». Criterio referencial que no sólo le per­
mite aclarar sus descripciones a un posible lector español, sino
que le sirve a él mismo para «tomar posesión mental» de un
universo que va descubriendo. Incluso —a través de esas seme­
janzas que culminarán con la nueva toponimia que se im­
ponga— conjurar la sensación de inseguridad frente a lo desco­
nocido s. Empero, por debajo de ese movimiento agitado, casi
convulsivo, de mercaderes y productos, se le escapa lo más sig­
nificativo: que ese era el verdadero eje, subyacente, del poderío
azteca. Así como cuando repara en el «agua dulce» que venia de
Chapultepcc, está avizorando su valor táctico.
Del 'I'ianguiz —con «su rumor y zumbido de las voces y
palabras que allí había sonaba más que de una legua»— pasaron
los españoles al Teocalli. El templo mayor frente al gran mer­
cado. El imponente escenario ideológico delante de la base eco­
nómica estructural 6.
Ya en el atrio de Cu, los españoles admiraron cómo estaba
«todo encalado y bruñido y muy limpio, que no hallaron una
paja ni polvo en todo él»: era el gran Teocalli de Tlaltelolco.
distrito norte de la ciudad, templo tan grande como el de Teno-
chtitlan que se erguía en el centro de México, frente al cuartel
general de los españoles. Construido sobre el mismo modelo, en
forma de pirámide truncada, cuya base tenía trescientos cin­
cuenta p:es, en cuadro, mientras la plataforma superior medía
ciento cincuenta. Dos capillas de altura desigual —entre una
riqueza abrumadora y un hedor insoportable— coronaban la
pirámide y ciento veinticuatro escalones, muy empinados, con­
ducían a las dos capillas, una de las cuales estaba consagrada a
Huitzilopochtli y la otra a Tezcatlipoca.
En cuanto vio llegar a los españoles al atrio del Teocalli,
Moctezuma mandó a seis sacerdotes y dos de su séquito que
llevasen a Cortés a hombros para evitarle la fatiga de los escalo­
nes. Cortés rehusó esa ayuda y fue subiendo los escalones a paso
ligero. Cuando llegaron a las capillas, los españoles vieron las

78
tmulixicallú o piedras para el sacrificio todavía cubiertas de san­
gre fresca, recién vertida, de las numerosas víctimas propiciato­
rias. El emperador salió de una de las capillas y con sutil cortesía
le dijo a Cortés: «Cansado estaréis. Señor, de subir a este nues­
tro gran Templo.» Cortés le contestó: «Ni yo ni los que conmigo
vienen nos cansamos en cosa ninguna.» El diálogo protocolario
se iba crispando: por debajo de una aparente tersura, Mocte­
zuma y el conquistador aludían a sus respectivas fuerzas.
Y cuando el azteca le tomó de la mano.y le rogó que mirase
a la gran ciudad que se extendía a sus pies, como un mapa
viviente, verdadero tablero de ajedrez blanco y amarillo sobre
los canales azules o cenagosos que cortaban multitud de puen­
tes. con sus tres calzadas, el ir y venir de las canoas, los miles de
casas con sus azoteas almenadas, los eúes y fortalezas tan fáciles
para la defensa y tan formidables como bases de ataque, le
estaba subrayando las dimensiones concretas de su poderío.
Cortés había logrado entrar a esa ciudad. Podía presentir un
sentimiento de futura posesión. Pero, también, de la posible
trampa en que se había encerrado con todos sus hombres.

NOTAS AL CAPITULO 5

1 Bemal Díaz del Castillo, op. a t


1 Véase Apéndice: Las dieciocho meses y sus tilos.
1 Fierre Chaunu. L'Amerique el tes A manques de la prrhistoire i noui jours, París.
1964.
* Picire Chaunu, Las Casas el la prendere trise estnutrmUe de la eolonisation espag-
note (m S -ti2 i). París. 196S.
5 Josefina Zoraida Vázquez, La im agen d el indio en e l español del siglo XVI. Mé­
xico. 1962.
4 Paul Wcstheim, Arte antiguo de México, México. 1950.

79
Palacio real de Tenochtülán (arriba).
Representación de Moctezuma; en la parte superior izquierda, picto-
grama de su nombre (Códice Mendoza).
6. CAPTURA Y ORO DE MOCTEZUMA

Era el gran Montezuma de edad de hasta


cuarenta años y de buena estatura e bien propor­
cionado, e cenceño, e pocas carnes, y la color ni
muy moreno, sino propia color e matiz de india, y
traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le
cubrían las orejas, e pocas barbas prietas e bien
puestas e ralas, y el rostro largo e alegie, e los
ojos de buena manera, e mostraba en su persona,
en el mirar, por un cabo amor e cuando era
menester gravedad; era muy pálido e limpio, ba­
ñábase cada día una vez, a la tarde; tenía mu­
chas mujeres por amigas, hijas de señores, puesto
que tenia dos grandes cacicas por sus legítimas
mujeres, que cuando usaba con ellas era tan se­
cretamente que no lo alcanzaban a saber sino
alguno de los que le servían. Era muy limpio de
sodomías.

Berna! Díaz del Castillo.


Este era el atuendo del soberano azteca según el códice Darán.
Equilibrio y ruptura

Moctezuma —de acuerdo a los informantes de Sahagún—


no abrigaba ya duda alguna sobre la índole y los proyectos de
los españoles; sin embargo, le inquietaba aún el hecho de que
eran los hombres que habían retomado del oriente, según todos
los presagios en torno a Quetzalcoatl. Y como vacilaba entre los
mitos y la realidad. Cortés podía aún explotar la fábula religiosa
que convertía a Carlos V en el verdadero señor del Anáhuac
reclamando lo que teóricamente le pertenecía
Cortés, además, se había planteado el problema de la elimi­
nación de los ritos aztecas, pero tanto su capellán como algunos
de sus lugartenientes le habían señalado lo prematuro y violento
de la medida.
La situación general se iba deslizando entre esas ambigüe­
dades, hasta el momento en que hombres de la tropa le comuni­
caron que observaban señales sospechosas; temiéndose —por
otra parte— incidentes con la población.
Cortés, penetrado por las ideas de su época, tenía el conven­
cimiento de que, una vez dominado el monarca, quedaba con­
trolado el país entero. Desapareciendo —por consiguiente—
esos síntomas de malestar que se advertían.
De ahí que cuando un grupo de capitanes y soldados de su
círculo más íntimo llegó a laconclusión deque habíaque poner en
marcha un plan que Bernal Díaz describe como «con buenas
palabras, sacar a Moctezuma de su sala y traerlo a nuestros
aposentos y decirle que ha de estar preso, e que si se altera o diese
voces, que lo pagará con su persona», el conquistador prestó su
acuerdo: se culminaba el proceso de penetración y —a la vez— se
usaba al emperador azteca como rehén ante su propio pueblo.
Cortés, en su carta-informe a Carlos V, enumera las causas
que le llevaron a tal decisión: «Convenía al real servicio de Vues­
tra Majestad y a nuestra seguridad de que aquel Señor estuviese
en mi poder y no en toda su libertad, porque no mudase el
propósito y voluntad que mostraba en servir a Vuestra Alteza;
mayormente que los españoles somos algo incomportables y im­
portunos, e porque, enojándose, nos podría hacer mucho daño
y tanto que no hubiese memoria de nosotros, según su gran

83
poder; e también porque, teniéndole conmigo, todas las otras
tierras que a él eran súbditos vendrían más aina al conosci-
miento y servicio de Vuestra Majestad». Como se ve, lo preven­
tivo se torna táctica, el propio «carácter» en justificación y el
golpe de mano en política general.

El golpe de mano

Y entonces Cortés y nuestros capitanes le hicieron


muchas quiriciasy le dijeron que le pedían por merced que
no hobiese enojo y que dijese a sus capitanes y a los de su
aguarda que iba de su voluntad *.

A la mañana siguiente, llegaron dos cempoalenses que traían


noticias de Veracruz: Juan de Escalante, lugarteniente de Cor­
tés, había sido muerto en una batalla contra Quahanpopoca y
los aliados de Moctezuma y toda la costa se había alzado contra
los españoles. El episodio creaba el detonante necesario.
Después de mandar aviso a Moctezuma, Cortés se puso en
marcha hacia el palacio, llevando en su compañía a cinco de sus
capitanes: Alvarado, Sandoval, Velázquez de León, Lugo y Dá-
vila, así como un buen número de soldados de su confianza,
todos armados. Para el golpe de mano se debían tomar todas las
precauciones imprescindibles. El conquistador era audaz, pero
no temerario.
Cortés, con el pretexto de mantener una plática, entró a ver
a Moctezuma con unos treinta españoles, dejando otros tantos
en las puertas y en el patio principal. Sin alterarse, Moctezuma
lo recibió con el mismo tono que venía usando desde la llegada
española. Cortés protestó por los hechos acaecidos en la costa,
afirmando que era una traición a sus hombres y a su buena fe.
Ante la actitud de Cortés, Moctezuma se desconcertó, asegu­
rando que los responsables deberían ser castigados. Más aún: se
arrancó el amuleto religioso que utilizaba como sello, insistiendo
en que esa señal corroboraría su categórica voluntad de hacer
justicia. Empero, Cortés le anunció que la única garantía era su
persona y que se fuese con ellos. Moctezuma se resistía con
argumentos y dilaciones (al grado de proponer a dos de sus
hijos como rehenes). Pero como la situación se prolongaba tor­
nándose insostenible, fue el capitán Juan Velázquez quien —a
los gritos— exigió la inmediata captura del emperador azteca.
La situación se tornaba dramática y confusa entre las traduccio­
nes de la Malinche y la resistencia de Moctezuma. Hasta que
Cortés logró convencerlo de que fuera, custodiado por los sol­
dados españoles. «Y luego le trajeron sus ricas andas —concluye

84
Berna!— en las que solía salir con todos sus capitanes que le
acompañaban. E ahora fue a nuestro aposento, donde le pusi­
mos guardas y velas, y todos cuantos servicios y placeres que le
podíamos hacer.»

Hogueras y grillos

La ciudad «se comenzó a mover» —le escribe Cortés a Carlos


V— sintetizando el clima que provocó entre los mexicanos la
noticia del golpe de mano. Pero fue Moctezuma mismo quien
dio órdenes para que su gente se calmase. Sobre todo, cuando
sus allegados fueron a verlo para preguntarle qué se hacía y
cuál era la causa de su prisión.
Cortés había lomado medidas para que se tratase al prisio­
nero con la mayor consideración. Todavía era un rehén que le
serviría como intermediario, no un condenado. Y él mismo
daba ejemplo, de manera que, cada vez que entraba a visitarle,
hacía «muchas reverencias hasta el suelo» insistiendo en que el
azteca continuase llevando todos los asuntos de la administra­
ción como si nada hubiese ocurrido y la situación fuese normal:
con su servicio y sus mujeres, con sus baños y consejeros; reci­
biendo embajadores y despachando los negocios de importan­
cia. Concretamente, Cortés pretendía ir conviniéndolo en «un
títere» J, con Moctezuma de fachada y el conquistador como
poder auténtico.
Significativamente, dadas sus características personales tan
opuestas a las del agresivo Cuauhtémoc, Moctezuma se iba aco­
modando a su nueva vida de «rey encadenado» y sumiso. En un
grado tal que, cuando veinte días después de su prisión, llegó
Quauhpopoca a México y entró a ver a Moctezuma con los ojos
bajos, esperando ser gratificado por su triunfo, Moctezuma se le
entregó a Cortés junto con su hijo y los quince de su séquito.
Juzgados todos responsables por la muerte de los españoles,
fueron procesados y se les condenó a muerte.
La correlación entre ambas figuras emergentes va adqui­
riendo asi una relación inversamente proporcional: cuanto más
se somete Moctezuma con vistas a lograr una política conciliato­
ria, más se «endurece» Cortés en sus rasgos represivos. De ahí es
como, al haberse descubierto un poderoso armamento almace­
nado en el Teocalli y en Tlaltelolco, el conquistador decidió que.
para impresionar a los aztecas, no había nada más eficaz que
quemar a los responsables de la derrota en Veracruz. hacién­
dolo en una hoguera alimentada por ese acopio de armas. Así,
pues, serían ajusticiados en la plaza, frente al palacio de Mocte­
zuma. de modo que toda la ciudad viese el ejemplar castigo. Es
85
decir, uu doble impacto político: intimidar a los mexicanos y, a
la vez. eliminar el armamento que podrían usar contra los espa­
ñoles.
La ciudad contempló el espectáculo en silencio —«cuando se
ejecutó la sentencia»—, desconcertada ante tal afirmación de
poder por parle de un extraño que pasaba por ser su huésped.
Incluso, con el pretexto de haber sido su cómplice, Cortés
mandó —por intermedio de sus capitanes— ponerle grillos a
Moctezuma, «de lo que él no recibió poco espanto».
Sistemático en la imposición de su autoridad, después que
terminó la ejecución. Cortés —jugando el otro componente de
su táctica— se presentó ante el emperador azteca con ceremonia
y humildad y él mismo le soltó los hierros.
Y si la ejecución de Quauhpopoca actuó como un freno
contra toda posible reacción violenta que pudiera amenazar a
los españoles de Tcnochtitlan, paralelamente para sustituir a
Escalante en el mando de Veracru/., Cortés nombró al capitán
Alonso de Grado. Veracruz era la clave (y así se la llama) en lo
que hace a sus contactos con España y frente a los previsibles
conflictos con el gobernador de Cuba. Resultaba fundamental:
puente, puerto y retaguardia. Y como Alonso de Grado no re­
sultó eficaz ante semejante responsabilidad. Cortés —rápida­
mente— lo destituyó de su cargo confiando ese mando tan im­
portante a su capitán más joven y sutil, amigo de su total con­
fianza. Gonzalo de Sandoval. Es decir, que a esta altura de su
campaña, Cortés pudo —por primera vez— sentirse conquista­
dor del Anáhuac: desde Tcnotchiitlan, donde, de hecho, Moc­
tezuma era su prisionero, hasta la costa del golfo, donde contro­
laba la situación a través de Sandoval.

Cárcel, primeras rebeliones y vasallaje

En la peculiar prisión a la que estaba sometido Moctezuma,


no sólo se hablaba de los previsibles temas religiosos, sino que el
conquistador jugaba con el azteca al totoloque «ques un juego que
ellos ansí lo llaman» —nos informa el inevitable Bernal Díaz—
«con unos bodoquillos chicos muy lisos que tenían hechos de oro
para aquel juego». Incluso, alguna alusión o situación insólita
les hacia reír de Pedro de Alvarado que«era vicioso en el hablar
demasiado», o se quedaban admirados de la espléndida genero­
sidad del azteca.
Más aún: esta «permisibilidad feudal» del emperador prisio­
nero, condicionó no sólo que lo autorizaran a ir hasta el templo
principal para, cumplir con sus ritos, sino también para cazar en
los cotos vedados. Todo esto, claro está, suficientemente custo­

86
diado por jefes y soldados españoles «con el pretexto de prote­
gerlo» *.
Sin embargo, esta situación de cierta fluidez respecto de los
españoles había minado la autoridad moral de Moctezuma de
cara a su propia gente, y la oposición contra su política de
apaciguamiento y resignación vino a encarnarse en Cacama (rey
de Texcoco y pariente del emperador), quien obtuvo promesas
de apoyo de los caciques de Coyoacán y de Matlatzinco, ambos
también deudos de Moctezuma, así como de Tocoquihuatzin,
señor de Tlacopán, y de Cuitlhuac, hermano de Moctezuma,
que reinaba en Iztapalapa.
La conspiración llegó a oídos de Moctezuma y éste le in­
formó a Cortés. El conquistador intentó que Moctezuma —den­
tro de su táctica política— le cediese las tropas para apoderarse
de Cacama y reprimir a los mexicanos. Así los enfrentaba y
dividía, apoyándose en el aval del emperador. Pero Cacama
reunió un consejo de guerra en el que se declaró dispuesto a
acabar con los españoles, pues ni los recién llegados eran inmor­
tales ni los caballos animales sagrados ni los cañones lanza­
ban truenos. En definitiva, proclamaba que todo eso tenía nada
más que un parámetro humano. Y que ellos eran hombres en­
frentados a hombres. Era, por lo tanto, la guerra. Cortés in­
tentó, primero, enfrentarlo con un hermano que había sido
desplazado y, luego, lo hizo convocar por el mismo Moctezuma
con el argumento de que desobedecía sus órdenes y de que, en
realidad, lo quería reemplazar en el trono. Cacama acudió a la
convocatoria de su tío emperador y fue apresado.
«Al cual —escribe Cortés— yo hice echar unos grillos y po­
ner a mucho recaudo.»
Sometido Cacama y apaciguado el desorden que tanto in­
quietaba a Moctezuma, el trono de Texcoco se lo entregó a un
hermano de Moctezuma, llamado Cuicuitxcatl, decidido colabo­
rador de Cortés, que fue bautizado con el nombre de don Car­
los.
Por otra parte, como Moctezuma concebía su prisión como
un hecho predeterminado por los dioses, y se resignaba a su
papel de «títere», terminó por reconocer, en forma solemne, la
abdicación de su soberanía en favor del rey de España.
La ceremonia se celebró en diciembre de 1519: en una de las
grandes salas del palacio de Axayacatl donde vivían Cortés y
Moctezuma: rodeado el emperador azteca por un brillante sé­
quito de notables mexicanos y Cortés de todos sus capitanes y
un gran número de soldados, su secretario, Pedro Hernández,
actuó de escribano real protocolizando el acto. Moctezuma, vol­
viéndose hacia sus notables, les dijo que «e que ansí bien dan a
entender que demos la obidiencia al Rey de Castilla, cuyos vasa­
llos dicen estos teules que son, y porque al presente no va nada
en ello, y el tiempo andando veremos si tenemos otra mejor

87
respuesta de nuestros dioses». Sus dignatarios acataron el some­
timiento de su emperador, pero la humillación apenas si se
disimulaba en sus actitudes. Y, en lo que se refiere a Cortés, el
reconocimiento de la soberanía de Carlos V por Moctezuma
parecía darle la seguridad que ansiaba para poder ejercer una
autoridad absoluta sobre México.

Oro y querellas

Hasta este momento, Cortés había dominado el imperio me­


xicano con poco más de cuatrocientos hombres, trece caballos y
unos cuantos cañones pequeños casi sin combatir, pues la cam­
paña de Tlaxcala, aunque arriesgada, había sido muy breve. Es
decir que —fundamentalmente— había logrado éxitos en virtud
de su astucia política. Su actividad y este talante, decisivos en
Cortés, apuntaron, luego del vasallaje de Moctezuma, en tres
direcciones: hacia el oro, en primer lugar; hacia la evaluación
económica y estratégica del país, y, por fin, hacia las cuestiones
religiosas.
En lo que hace al oro, eje de la política mercantilista del
1500 y la clave de la concepción del mundo conquistador 5,
además de lo que venían tributando, los españoles descubrieron
—en su propia residencia— la existencia de un tabique o puerta
tapiada, encalada y cubierta de estuco; sospecharon que ahí atrás
podría encontrarse el famoso tesoro de Axayacatl. Se decidió abrir
aquella puerta «y Cortés con ciertos capitanes entraron primero
dentro y vieron tanto número de joyas de oro, e en planchas e
tejuelos muchos y piedras de chaJchivis, y otras muy grandes
riquezas, que quedaron impresionados y no supieron qué decir de
tanta riqueza.
Deslumbrados, los españoles pusieron por nombre a aquel
lugar secreto la «Joyería»; y Cortés fue permitiendo a todos sus
soldados que fuesen a ver aquel tesoro oculto, comprobasen la
eficacia de su campaña y, después, volvió a hacer tapiar la
puerta.
Sobre este episodio hay diferentes versiones: Andrés de Ta­
pia describe —en su Relación— a Moctezuma entregándoselo a
los españoles para apaciguarlos en su política represiva; otra
versión es la de Berna! Díaz, quien afirma que el regalo del
tesoro de Axayacatl fue a modo de tributo personal de Mocte­
zuma al emperador Carlos V.
Lo que sí resulta indiscutible es que todos los relatos del
descubrimiento de la «Joyería» preceden inmediatamente a la
decisión de secuestrar a Moctezuma. Esto es, que ya no cabe
duda que el descubrimiento del tesoro de Axayacatl fue uno de
88
los tactores determinantes que decidieron a Cortés a secuestrar
a Moctezuma junto con la preocupación por la seguridad de sus
hombres. Y de la suya propia.
El valor del tesoro era inmenso y el mismo Cortés, en carta a
Carlos V afirma que «demás de su valor eran tales y tan maravi­
llosas que consideradas por su novedad y extrañeza, no tenían
precio, ni es de creer que alguno de todos los príncipes del
mundo de quien se tiene noticias las pudiese tener tales y de tal
cantidad». La exaltación del botín logrado tenía que servir —a
la vez— para que sus propios méritos Fueran suficientemente
reconocidos en la Corte.
Pero, con el correr del tiempo, a medida que Moctezuma
aparecía más resignado con su sometimiento, las tropas españo­
las se fueron poniendo cada vez más impacientes: Cortés les
había mostrado el oro, pero no lo repartía. Esos hombres —de
niveles intelectuales y sociales rudimentarios— que habían lle­
gado allí después de pasar innumerables padecimientos —y de
abrir enormes expectativas— se encontraron, de pronto, ante
un bou'n increíble que consideraban suyo y con un Cortés que
demoraba el reparto. Así es que el asalto a la «Joyería» —a este
nivel— resulta comprensible: con los soldados echándose el oro
al bolsillo y tirando las plumas por el suelo, arrojando, en mez­
cla confusa, obras inestimables de artificio azteca con lingotes de
oro; disputando, ávidamente, cuánto y qué le corresponde a
cada uno.
Cortés se vio obligado, ante la avidez de su tropa, a tratar de
|x>ner algún orden en ese expolio. No le fue fácil. La situación
le desbordaba. El valor del botín, contando el tesoro de Mocte­
zuma y el oro reunido en provincias, se calcula en seis millones
trescientos mil dólares de oro por cabeza*. Y los conflictos y
querellas entre los conquistadores se multiplicaron.
Separaron un quinto para el Rey; Cortés reclamó el quinto
que se le había prometido en Vcracruz. Después, según cuenta
Berna] Díaz, apañó para sí los gastos que había hecho durante la
empresa de expedición, e incluso, lo que había que devolver a Diego
Velázquez más adelante, lo que habían entregado a los procurado­
res mandados a Castilla; la parte para la guarnición en Veracruz y el
doble para los jinetes. De modo que, finalmente, los soldados de
filas se encontraron con que su pane era tan pequeña, que«muchos
protestaron a voces y se negaron a aceptarla*.
Las tropas pasaron, entonces, por una etapa de tensiones,
desintegración y reconstrucción hasta poder «digerir» su ri­
queza; a la vez que el descontento producido por la distribución
del oro seguía fermentando en las filas. Sordo proceso que se
pondrá en la superficie cuando Cortés tenga que salir de Mé­
xico. Mientras tamo, el conquistador advirtió que había que
afrontar la situación: reunió a su tropa y le comunicó que re­
nunciaba al quinto que le correspondía. Fue categórico y astuto

89
en su ademán. Incluso, agregó que lo que tenía estaba a disposi­
ción de las necesidades comunes; y, sobre todo, que aquel botín
no era más que «un poco de aire» cuando quedaban tantas
ciudades y ricas minas que explotar«para que todos fueran ricos
y prósperos».

Oro y exploraciones

De ahí que también el oro haya sido el incentivo del que se


sirvió Cortés para enviar a un lado y otro del territorio mexi­
cano a grupos de soldados y capitanes españoles «pacificando y
atrayendo muchas provincias y tierras pobladas de muchas y
grandes ciudades y villas fortalezas, y descubriendo minas». Es
decir: decomprimiendo la presión de sus propias bases.
Por eso, el conquistador le rogó a Moctezuma le dijese de
dónde él y los suyos obtenían el oro y la plata. El emperador
«títere» le informó. Y le indicó a ocho indios principales, a cua­
tro plateros entendidos en el mineral y a cuatro «baqueanos»
que conocían el terreno para que acompañasen a los españoles.
Cortés, indudablemente, le otorgaba prioridad al oro, pero
también le pidió a la gente que salía hacia las provincias que le
trajesen «entera relación de la gente y tierra y cosas hechas» ’.
Como Moctezuma le había informado que el oro lo traían de
Zorolla (o Zuzula), allá mandó a Umbría y a sus compañeros.
Fue otro éxito. Esos hombres volvieron «ricos con mucho oro y
bien aprovechados». Existía otro distrito aurífero más al norte,
en las tierras habitadas por los chinontecas; y un tercero donde
vivían los zapotecas, al suroeste de la capital. Y si bien Mocte­
zuma advirtió a Cortés que estos pueblos no le obedecían, el
conquistador mandó una expedición al mando de un joven ca­
pitán, «mancebo de hasta veinte e cinco años, que se decía Piza-
rro, y a este Pizarra trataba Cortés como pariente». A Cortés, ya
en este momento, le urgía no sólo conformar a sus hombres, sino
también las crecientes exigencias que le fueron llegando desde la
metrópoli.
De ahí que —como con ansiedad— fuera mandando a ex­
plorar el rio de Coatzacoalco a Diego de Ordás con diez solda­
dos y numerosos ayudantes aztecas que reconocieron la costa de
Chalchiuhcuccan desde San Juan hasta Coatzacoalco. Allí, el
cacique local, Tochintecuhtli, significativamente, cerró el paso a
la gente de Moctezuma, pero recibió bien a Ordás y a los espa­
ñoles, dándoles toda suerte de apoyo. Un nuevo éxito para el
conquistador. Porque el informe de Ordás fue tan favorable,
que Cortés envió a aquella zona una nueva expedición al mando
de Vázquez de León, para que construyese una villa y fortaleza.

90
El período que va desde el 8 de noviembre de 1519 a princi­
pios de mayo de 1520, resultó para Cortés una fase de vertigi­
nosa actividad como gobernante: no solamente parecía ir to­
mando forma y estructurándose el que fuera el poder concreto
de Anahúac, sino que ya podía construirse una Ilota, mandar
socorro de hombres y material a Santo Domingo y aun a Cuba.
E impresionar a la Corte de España con el poder y cspcctacula-
ridad de su conquista. Incluso, personalmente, vivía como un
potentado: tenía casa «con domesticidad a la española y a la
india», habiéndose organizado una especie de harén, com­
puesto, en su mayoría, por hijas naturales que Moctezuma le
había regalado. Y en lo que hace al reparto de la tierra, sus
dominios constituían ya el mayor latifundio de México *.

NOTAS AL CAPITULO 6

1 Francisco Monterdc, Moeletuma II, señor del Anáhuae, cit.


1 Bernal Diaz del Castillo, op. at.
1 William Lyttle Schurz, This New Wores, Londres. 1956.
4 Krançois Chevalier, El marquesado del Valle. Reflejos medievales, 1951.
* Jean Mcyer, Les Eurapeens et les mares, Parts, 1975.
4 Cari O. Sauer, F.artj Spanish Main, á t.
' Cari O. Sauer, Early Spanish Main, cit.
* Ftarçpis Chevalier. la formativn des grandes domaines au Menique, Parts,
1952.

91
Plano de Tenochtitlán incluido en la edición latina de la segunda Carta
de Relación de Cortes (Nuremberg, 1524).

IV
7. LLEGADA Y DERROTA DE NARVAEZ

Hasta ese momento Cortés se había manejado


con total autonomía, como si su inicial depen­
dencia de la base de Cuba estuviera sancionada
de manera definitiva. Pero confundía sus logros
de facto en Tierra Firme con sus compromisos
previos de jure en la Isla. Había actuado con
desenvoltura similar a la que utilizarían poste­
riormente los otros conquistadores. En ese orden
de cosas, Hernán Cortés también era un modelo.

Cari. O. Sauer,
Early Spanish Main,
1966
Hernán Cortes.
Desasosiego azteca y competencia española

Cortés —excesivamente seguro de su poder— resolvió des­


truir las imágenes religiosas de los aztecas con sus propias ma­
nos e hizo colocar en los altares principales una imagen de la
Virgen y otra de San Cristóbal. Previsible: provocó un gran
malestar entre la población. Y un sector mexicano se presentó al
Teocalli para quejarse de la sequía que ellos achacaban a la des­
trucción de sus dioses. Cortés les aseguró —maniobrando políti­
camente— que llovería, y organizó una procesión al templo; al
regresar, favorablemente para Cortés, comenzó a llover ante los
ojos de los indios atónitos.
Este «milagro» vino a colmar la paciencia de los sacerdotes
aztecas que presionaron a Moctezuma: la sumisión política po­
día ser tolerada; el desplazamiento religioso resultaba inadmisi­
ble. El soberano azteca, hondamente preocupado, hizo llamar a
Cortés y le comunicó el malestar que había motivado el conquis­
tador con medidas que tocaban a los sectores más tradicionalis-
tas en sus sentimientos y a la casta sacerdotal en sus intereses.
Sugiriéndole la oportunidad de que abandonaran la ciudad. E
insinuando la posibilidad de enfrentamientos y sanciones con
los españoles.
Los sectores mexicanos influyentes y los sacerdotes presio­
naban cada vez más a Moctezuma para que tomara decisiones. Y
como éste creía cada vez menos en que Cortés fuera el repre­
sentante del verdadero dueño y señor de México que anuncia­
ban las profecías —desilusión que se agravó el día que Cortés
destruyó los dioses— fue permitiendo que el rencor acumulado
por los aztecas se pusiera en la superficie. Incluso parecía que
«los dioses le eran favorables y decretaban el exterminio de los
extranjeros».
Este cambio en la situación inquietó especialmente a Cortés.
Hasta le sorprendió; justo en el momento en que creía haber
solidificado su posición, aparecían fisuras desde abajo. Y las
presentía muy hondas, decisivas. Intentó ganar tiempo diciendo
que tenía que construir las naves para poder marcharse e, in­
cluso, intentó convencer a Moctezuma para que lo acompañara
a España a conocer al emperador cristiano. Pero el azteca, supe-

95
rando su actitud de sumisión, al sentirse apoyado por su gente,
eludió diestramente esa capciosa invitación. Cortés, advirtiendo
que «la correlación de fuerzas» no le era favorable, optó por
replegarse y le mandó a Martin López y a sus carpinteros cortar
madera y empezar a construir las naves '.
Pero los síntomas adversos no se detuvieron ahí. Y cuando,
como de costumbre, fue a visitar a Moctezuma, éste le dijo:
«Agora me han llegado mensajeros de cómo en el puerto a
donde desembarcaste han venido dieciocho e más navios y mu­
cha gente y caballos.» La noticia era categórica. Y Moctezuma
sugería: «porque vienen vuestros hermanos para que todos os
vayáis a Castilla e no haya más palabras.»
Era la primera noticia que tenía el conquistador de la llegada
de más españoles. Y no podían ser de ayuda, sino de competen­
cia. O de sanción. Inmediatamente envió a Andrés de Tapia,
hombre de su confianza, para que fuera a Veracruz a cercio­
rarse de la noticia. Tapia hizo el camino hasta Veracruz en tres
días y medio; habló con Sandoval que, por su lado, ya le había
enviado a Cortés un informe completo (junto con tres españoles
de la flota recién llegada, de los que había logrado apoderarse).
Pero las novedades no podían ser más alarmantes.

Los rivales de Cuba

La armada venía a las órdenes de «un hidalgo que se decía


Pánfllo de Narváez, hombre alto de cuerpo y membrudo —se­
gún Bcrnal— y hablaba algo entonado, como medio de bóveda,
y era natural de Valladolid y casado en la isla de Cuba con una
dueña ya viuda que se llamaba María de Valenzuela y tenía
buenos pueblos de indios y era muy rico».
Narváez venía enviado como lugarteniente de Diego de Ve-
lázquez que había recibido noticias del éxito de Cortés por me­
dio de Montejo: en efecto, los barcos mandados por Cortés y los
suyos a España tenían órdenes de no detenerse en los puertos
cubanos, pero Montejo no pudo resistir la tentación de visitar su
hacienda y, también, El Marién, donde fondeó el 23 de agosto
de 1519; allí embarcó alimentos, agua, correspondencia y ense­
ñaron algo del oro que llevaban. Enterado Velázquez, estuvo a
punto de conseguir atraparlos, pero los barcos de Montejo y su
gente ya habían zarpado, «eran muy marineros» y llegaron a
Sanlúcar de Barrameda en octubre de 1519.
Cuando los procuradores de Veracruz enviados por Cortés
llegaron a Sevilla, tuvieron que atravesar una barrera de aliados
de Velázquez antes de poder entrevistarse con el rey. Sólo des-

96
pués de ir de un lado para otro en solicitud de una audiencia
con Carlos V y de conseguir sus propios protectores en la Corte,
en marzo de 1520 fueron recibidos en Tordesillas por el joven
monarca.
Pero a principios de abril, tuvieron otra segunda entrevista
en Valladolid, donde pudieron presentarle el quinto real y las
joyas, mantas, piedras preciosas y plumajes provenientes de
México. Bartolomé de Las Casas, testigo de la escena, escribió
entonces: «Quedaron todos los que vieron aquestas cosas nunca
vistas y oídas, en gran manera como suspensos y admirados» 2.
Narváez —hombre de la intimidad de Velázquez— se había
hecho a la vela a principios de marzo de 1520 acuciado por el
gobernador de Cuba que le facilitó todos los medios para el
viaje. Y para enfrentarse a Cortés. Tanto es así, que en uno de
los navios viajaba el licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, de la
audiencia de Santo Domingo, que iba con la intención de cues­
tionar al conquistador por sus excesos de autonomía. Pero
cuando la ilota llegó a San Juan de Ulloa (Ulúa), donde Cortés
había recalado casi un año antes, y Narváez decidió fundar una
ciudad, vino a enterarse por intermedio de tres españoles que
apresaron de que, a una legua escasa de distancia, había ya un
pueblo español conocido por Veracruz. Allí residía nada menos
que una guarnición de setenta españoles, aunque la mayoría de
ellos fueran viejos o inválidos, al mando de Sandoval.
Narváez, irritado, mandó de inmediato seis hombres: al clé­
rigo Juan Kuiz de Guevara, al escribano Alonso de Vergara, al
deudo de Velázquez, Pedro de Amaya, y a tres españoles más
de prestigio. Debían servir como testigos de lo que. desde la
perspectiva velazqtiista, constituía un despojo. Pero textos ellos
fueron hechos prisioneros por Sandoval. El enfrentamiento en­
tre los hombres de Cortés y los de Narváez estaba duramente
planteado.

Cortés de nuevo hacia el golfo

Cortés, entretanto, había ¡tasado dos semanas de inseguri­


dad y de angustia mientras regresaban los mensajeros enviados
a la costa para enterarse de quiénes eran los recién llegados.
Por «uta parte, Juan Velázquez de León se hallaba con más
de la mitad de las tropas explorando la región de Coatzacoalco;
y si bien, siendo pariente de Diego Velázquez, había permane­
cido fiel a Cortés, no se podía contar con él de manera incondi­
cional.
Así es como Cortés, al no regresar sus mensajeros, se veía

97
reducido a los informes que sobre Narváez le daba Moctezuma.
Pudo enterarse, entonces, de que Narváez había detenido a
sus emisarios y de que las tropas desembarcadas de Cuba se
componían de ochenta jinetes, ochocientos hombres y doce ca­
ñones. Ante una fuerza que lo ponía en desventaja, Cortés —en
su mejor estilo— se dispuso a negociar. Mandó al Padre Ol­
medo con varias cartas para Narváez: en una les preguntaba a
los recién llegados quiénes eran; en otra, les ofrecía auxilio si lo
necesitaban y, en una tercera (que debía ser entregada según
conviniera) les prohibía el desembarcar con armas, amenazán­
doles con la fuerza de la ley si no daban obediencia inmediata a
los magistrados elegidos en nombre de Carlos V.
Pero como pocos días después de partir el Padre Olmedo,
llegaron a México Guevara, Vergara y Amaya —los tres delega­
dos de Narváez presos por orden de Sandoval— Cortés los trató
con especial sutileza, haciéndoles graneles regalos de oro y joyas.
De manera tal que los tres hombres de Narváez, que habían
llegado humillados y como enemigos, quedaron convertidos en
admiradores. Y, al ser puestos en libertad, volvieron a Veracruz
transformados en partidarios de Cortés, hablando maravillas
del conquistador y de su empresa, y provocando adhesiones,
críticas y perplejidades entre las tropas de Narváez, que es lo
que buscaba Cortés 3.
Mientras tanto, como Narváez se trasladó a Cempoal, San­
doval creyó prudente salir de Veracruz para hacerse fuerte en
un lugar más propicio; tanto para controlar cualquier ataque,
como para contar con un sitio más estratégico en función de los
contactos con Cortés quien —al advertir estos desplazamien­
tos— advirtió la gravedad de la situación y se dispuso a marchar
sobre la costa.
Con este motivo, fue a despedirse de Moctezuma intentando
por todos los medios que no se diera cuenta de la situación de
enfrentamiento entre Narváez y él: contestó con vaguedades a
las preguntas del azteca y dejó en México a Alvarado en calidad
de lugarteniente, con ochenta españoles, advirtiendo al empe­
rador que era menester evitar el menor desorden durante su
ausencia.
Empero, antes de salir de México, prestó la mayor atención
a la seguridad de la ¡jequeña guarnición que dejaba atrás: si se
hallaban bien provistos de víveres; hizo reforzar las casas de
Axayacatl hasta convertirlas en una auténtica fortaleza y dejó en
ella a quinientos hombres armados, de los que ochenta eran
españoles (entre los cuales había catorce escopeteros y cinco de
a caballo). Su único error —cuando alguien le advirtió el riesgo
que implicaba el carácter impulsivo de Alvarado— fue no escu­
charlo. Y lo lamentó.
Cortés salió de México el 4 de mayo de 1520, A la salida de
la ciudad, ya en camino hacia Cholula, pasó revista a sus tropas:

98
eran setenta hombres; menos de la décima parte del contin­
gente de Narváez. Estallan en inferioridad de condiciones. Pero
no ya frente a los aztecas, sino ante otro español. Por eso, antes
de llegar a Cholula. envió mensajeros a los tlaxcaltecas para
pedirles cinco mil guerreros. Sus antiguos aliados le contestaron
que se los hubieran mandado gustosos si se tratase de una gue­
rra entre indios, pero como ahora era una lucha contra otros
dioses (teules) y otros cañones, únicamente le enviaban, como
regalo, veinte cargas de gallinas. Cortés interpretó el mensaje: si
él tenía sus tácticas y sus intereses, los de Tlaxcala también
sabían cuándo llevar agua a su molino y cuándo no.
Como compensación, le llegaron dos importantes refuerzos:
Vázquez de León, que regresaba de Coatzacoalco, con ciento
cincuenta españoles; y Rodrigo de Rangel, que llegaba de Chi-
nautla con ciento diez. Reunidos todos en Cholula, verificaron
armas y bastimentos, y se pusieron en marcha. Cortés sentía,
por primera vez, que sus fuerzas ya estaban más equilibradas
respecto de las de Narváez.
Al salir de Cholula, se encontraron con el Padre Olmedo; les
traía noticias del campamento de Narváez: eran alarmantes.
Desde la prisión y envío a Santo Domingo del licenciado Ayllon,
pasando por los contactos entre Narváez y Moctezuma, hasta
llegar al firme propósito de Narváez de tomar posesión de toda
la tierra conquistada. El delegado del gobernador de Cuba no
insinuaba ninguna señal conciliatoria; más bien parecía dis­
puesto a sostener una guerra sin cuartel.
Pese a todo, Cortés y sus tropas prosiguieron hacia el golfo
y, cuando ya estaban entre Tepeyac y Quecholac, los corredores
de campo toparon con un español llamado Alonso de Mata,
escribano de Narváez y que, armado de papel y reforzado por
testigos, venia a reducir a Cortés con argumentos legalistas.
Ante esos recursos —tan conocidos por el conquistador— resol­
vió echar mano de«razonamicntos más contundentes»: les llenó
de oro y collares y joyas y les mandó de regreso al campamento
<lc Narváez.
Como al llegar a Ahuilizapan tuvieron que esperar dos días
a causa de un temporal. Cortés aprovechó para redactar otra
t arta dirigida a Narváez y se la envió con el Padre Olmedo y el
soldado Usagre, hermano del maestre de artillería que traía
Narváez. La elección había sido muy deliberada, porque tanto el
fraile como el soldado iban muy bien provistos de oro. El argu­
mento parecía irrefutable. Y al llegar a Cempoal, mientras el
Padre Olmedo se dedicó a repartir oro entre la tropa. Usagre le
mostró a su hermano el capital que traía. De manera que la
táctica de Cortés resultó tan disgregadora que Narváez comenzó
a sospechar de Olmedo y de Usagre y les amenazó, violenta­
mente, con hacerlos prender y ajusticiar •*.

99
Armas y diplomacia

El armamento era la preocupación mayor de Cortés. Como


su inferioridad mayor frente a Narváez radicaba en la caballe­
ría, mandó a un soldado suyo, un tal Tovilla, a la zona de los
chinantecas con la orden de que le hiciesen trescientas lanzas
con una longitud excepcional respecto de las que solían usar,
pero con puntas de cobre en lugar de las navajas de pedernal
que le ponían los aztecas. Visto en esta perspectiva, se entiende
con mayor precisión la eficacia de Cortés respecto de sus rivales:
capacidad de innovación, rapidez en las modificaciones y supe­
ditación de lodos los aspectos al juego político 5.
Al llegar a Cuatochco, se encontró con una embajada de
Narváez compuesta por Guevara, otro clérigo llamado Juan de
León y su antiguo amigo y cómplice en la conspiración para
elegir capitán general de la Armada, Andrés del Duero. Las
propuestas que traían eran categóricas: toda la tierra conquis­
tada para Narváez; en cuanto a Cortés y los suyos, los barcos y
bastimentos que necesitasen para marcharse de México.
De todos modos, se llegó a un acuerdo para fijar una entre­
vista entre Cortés y Narváez. acompañado, cada uno, de diez
hombres. Cortés estaba dispuesto a negociar: era un terreno en
el que se reconocía diestro, además de que su inferioridad en
hombres y armas lo condicionaba. Pero, en Tatnpecanisa, le
llegó un aviso de Olmedo y de Duero advirtiéndole que la en­
trevista no era más que una celada para asesinarle.
Cortés se reunió con Sandoval seguido de los soldados de la
guarnición de la costa; camino de Mictlancuauhtla, se encontra­
ron con Tovilla que volvía de Chinantla con las trescientas lan­
zas largas. Rápidamente, Cortés comenzó a ejercitar a sus sol­
dados en el manejo de aquella arma en la que veía el único
modo de contrarrestar la superioridad de la caballería de Nar­
váez.
Y, a pesar de que seguía negociando y mandando a Cempoal
exploradores bien provistos de oro, no descuidaba detalle para
preparar a su gente para la batalla que ya le parecía ineludible.
Por eso, hizo recuento de sus tropas y halló que tenia«dozientos
e sesenta e seis contados a tambor e pífano, sin el fraile, e con
cinco de a caballo e dos tirillos e pocos ballesteros y menos
escopeteros».
En esas condiciones, se decidió a atacar a Narváez. I.o tenia
resuelto porque sabia que no habría forma de evitarlo pero, con
todo, mandó a Velázqucz de León para que hablara con Nar­
váez y tratase la posibilidad de llegar a un acuerdo pacífico.
«¿Paz y amistad con un traidor?» —exclamó Narváez des­
pués de escuchar al enviado del conquistador.
Velázquez replicó: «Cortés no es un traidor, sino un Reí

100
servidor de Su Majestad, y suplico a Vuestra Merced que de­
lante de mi no se diga tal palabra.» En realidad, sobraban las
palabras; sólo quedaba el lenguaje de las armas.

Asalto

Cortés y su tropa salieron al alba de Mitalaguita y se pusie­


ron en marcha hacia Veracruz. El día era bochornoso y las
tropas se habían detenido a descansar a orillas del río de las
Canoas.
Allí los encontró Velázquez de León, de regreso de su dra­
mática excursión, y le dio a Cortés un detallado informe sobre
la situación militar.
Narváez había dispuesto sus veintitrés cañones, en batería,
frente al Teocali» aguardando al enemigo. En la espera, hizo
pregonar la promesa de dos mil pesos para quien matase a
Cortés o a Gonzalo de Sandoval e informar de que el santo y
seña de su ejército eran las palabras «Santa María». Después,
confiado en su superioridad, se echó a dormir.
En el otro campo, una vez oído el informe de Velázquez de
León, Cortés hizo avanzar su campamento hasta el río Chacha­
lacas, a una legua de Cempoal. Allí, instaló su vivac, colocó
escuchas y centinelas en los lugares más estratégicos y reunió a
toda la compañía y, desde su caballo, les dirigió la palabra:
fundamentalmente les recordó toda la campaña que habían rea­
lizado juntos, sus esfuerzos y sus demoras pero, sobre todo, les
subrayó los éxitos que habían logrado en México.
Los soldados, aunque estaban empapados de agua y fatiga­
dos por tanta marcha y por el viento helado que soplaba de la
sierra, aclamaron a Cortés. Evidentemente el conquistador sabía
manipular a su tropa. Y, con muy pocas palabras, les expuso su
plan: Pizarra, al mando de sesenta hombres, se encargaría de
apoderarse de los cañones de Narváez; Sandoval —por su
lado— tendría que prender al delegado del gobernador de
Cuba vivo o muerto.
En medio de la noche se pusieron en marcha pero, a una
milla del pueblo, se toparon con dos espías de Narváez: cogie­
ron a uno de ellos, aunque el otro logró escapar y dar la voz de
alarma. Lo que obligó a los de Cortés a avanzar a toda prisa. Y
con el santo y seña «Espíritu Santo» irrumpieron en el campa­
mento enemigo.
Narváez se despertó a las voces, entre perplejo y alarmado.
Pizarra, sin otra pérdida que tres de sus sesenta hombres (que
cayeron ante los primeros disparos de la artillería), se había
apoderado de todos los cañones tras breve lucha cuerpo a

101
cuerpo. Con sus setenta hombres Sandoval trepó, a paso de
carga, las gradas del Teocalti, y, después de una breve y feroz
pelea, logró alcanzar la plataforma superior. Narváez no sólo
asistía, impotente, a la derrota de sus hombres, sino que cayó
herido y gritando: «¡Santa María, váleme, que muerto me han, e
quebrado un ojo!» Los de Cortés, que oyeron esto, se pusieron a
gritar —según Bernal Díaz— «¡Victoria, victoria por los del
nombre del Espíritu Santo, que muerto es Narváez! ¡Victoria,
victoria por Cortés, que muerto es Narváez!»
Los gritos de triunfo —en medio de la noche— resonaban
por las calles de Cempoal. La caballería de Narváez, desconcer­
tada bajo la lluvia, había perdido toda eficacia. La artillería,
dominada por los cortesinos, invertía la correlación de fuerzas.
Y la herida de Narváez impedía toda posibilidad de reagrupa-
miento y contraataque. Una vez más, la decisión y velocidad de
Cortés habían decidido una situación a su favor. En este caso,
decisiva para la eliminación de cualquier rival en su campaña de
total dominación de México.

Prisión y sometimiento

Preso Narváez, compareció ante Cortés y le dijo: «Señor Ca­


pitán Cortés, tened en mucho esta victoria que de mi habéis
habido, y en tener presa a mi persona.» Y Cortés le respondió
(siempre según Bernal Díaz del Castillo): «Doy muchas gracias a
Dios que me la dio y a los esforzados caballeros que tengo, que
fueron parte para ello; una de las menores cosas que en la
Nueva España he hecho, ha sido prendelle y desbaratalle.»
Porque, luego de su triunfo, lo único que le preocupaba era
la caballería de Narváez, conseguirla, que no se dispersara* que
se pusiese de su lado. Por eso Cortés encargó a dos de sus
capitanes, Olid y Ordás que, sin pérdida de tiempo, buscasen a
toda esa gente, procurando atraérselos a su causa.
Y si alguno vacilaba, que «lo tornasen razonable con el oro».
Al alba del 29 de mayo de 1520 la victoria era tan completa
que, aunque Narváez estaba preso, se le respetó la vida y sus
bienes. Cortés sabía ser magnánimo cuando eso convenía a su
táctica de anexión.
Pero, al día siguiente, cuando los de Narváez se dieron
cuenta de que los habían derrotado apenas doscientos cincuenta
veteranos, mal vestidos y peor armados, «quedaron muy corri­
dos y afrentados, y los más de ellos, que eran hombres de
suerte, se pelaban las barbas». Para completar la sensación de
triunfo de Cortés, como ese mismo día llegaron, en desfile pin­
toresco, mil quinientos chinantecas que habían acudido a su

102
llamamiento bajo el mando del soldado Barrientos, se les hizo
desfilar a los gritos de «¡Viva el Rey nuestro Señor y Hernando
Cortés en su real nombre.»
Rapidez, magnanimidad y afrenta del adversario. Pero, por
sobre todo, realismo político. Así es como el conquistador hizo
desembarcar de la flota de Narváez velas, timones y brújulas,
obligando a todos los contramaestres y pilotos a jurarle obe­
diencia, imponiéndoles por almirante a un hombre de su con­
fianza, llamado Pedro Caballero.
Por otra parte, dado que Cortés necesitaba —con urgencia—
capitanes para reorganizar su tropa, a los más renuentes del
campo de Narváez se les convenció mediante dádivas y prome­
sas. Y, poco a poco, fue haciendo la conquista de otro ejército,
no sin cierta oposición y algunas protestas de parte de su propia
tropa veterana que ya pensaba en la competencia que se produ-
tiría en el momento de repartir nuevos botines.
Pese a todo, Cortés contaba ahora con un ejército de mil
doscientos españoles, noventa caballos, veinticinco cañones, am­
plia munición de guerra, dieciocho navios y un tesoro de guerra
de cerca de un millón de pesos de oro. Nuevamente estaba en la
cúspide. Y, con esa sensación triunfalista, envió a Moctezuma
un mensajero informándole de la definitiva victoria sobre Nar­
váez. Pero, poco después, llegaron dos tlaxcaltecas con un men­
saje de Alvarado: la ciudad de México se había alzado contra él.
El lugarteniente y toda su guarnición estaban en peligro de ser
exterminados.

NOTAS AL CAPITULO 7

' Jean Meycr, op. cit.


1 Marcel BataiBon, Eludes sur Bartolomé de Las Casas. 1966.
1 Jean Meyer, op. at.
* Jo sí M. Oís Capdcguf, El régimen de la tierra en la América española durante el
periodo colonial, 1946.
5 Alberto Mario Salas. Las armas de la conquista, Buenos Aires, 1952.

103
La - matanza del templo mayor * (Lienzo de Tlaxcala).
8. LA MATANZA DEL TEM PLO MAYOR

>

Como toda conquista realizada sobre un no­


torio desnivel de jutrzas, la de México había sido
relativamente fácil. Los problemas surgieron y se
fueron crispando en la convincia y en la cotidia-
neidad. Y la re s is te n c ia surgiií cuando sus cos­
tumbres y su identidad —sobre todo la reli­
giosa— fueron puestas en cuestión.

J a c q u e s S o u s te lle ,
La pensée cosmologique des an-
ciens mexicains,
1940
Los españoles, cercados, se abren paso por entre los guerreros aztecas
mientras estos se revuelven contra Moctezuma (Lienzo de Tlaxcala).

V
Rehenes y estallido

Mientras Cortés iba al encuentro de Narváez y le derrotaba,


los mexicanos se disponían a celebrar la fiesta de Toxcatl, la más
importante de sus festividades religiosas, en honor del rey de
los dioses Tidacaoa o Tezcatlipoca, en cuyos rituales se sacrifi­
caba a un joven especialmente seleccionado y cuidado, en medio
de bailes en los que participaba de manera relevante la nobleza
mexicana
También, en honor de Huitzilopochdi, se celebraban ceremo­
nias numerosas y complejas, entre ellas, una procesión en la
que, capitanes y soldados mexicanos paseaban la imagen del
dios. Los preparativos de las fiestas implicaban cierta «moviliza­
ción» de la población que inquietaron a Alvarado, lugarteniente
de Cortés y jefe de la guarnición destacada en Tenochtitlan.
Ocupados con su festividad, los aztecas dejaron de abastecer
alimentos a los españoles, quienes —por su parte— observaron
con inquietud unos postes que los mexicanos habían alzado. Sin
duda, tenían aspecto de patíbulos, pero eran las columnas de
Tzonpontli, destinadas a las cabezas de las víctimas propiciato­
rias que iban a ofrecer a sus dioses.
Para hacerse con rehenes como recurso para controlar un
fenómeno que lo alarmaba cada vez más, Alvarado se apoderó
de uno de los príncipes de la casa de Moctezuma, a quien los
españoles llamaron «El Infante». Pero, en cuanto se supo en la
ciudad esta medida que parecía arbitraria, todos los resenti­
mientos acumulados se catalizaron velozmente y estallaron de
manera acelerada.
Miércoles 16 de mayo de 1520. Los españoles atacaron el
Templo dando muerte a varios cientos o miles de mexicanos
(algunos cronistas hablaban de dos mil a tres mil. Y, otros, de
seiscientos a mil). El mismo Alvarado cuenta que «puesto que
ellos nos querían dar, comenzamos nosotros los primeros». E
insiste en su explicación: «De ruin a ruin, el que primero aco­
mete, vence.»
Inmediatamente después de su rápido ataque, los españoles
se refugiaron en la fortaleza que les había asignado Moctezuma.
La respuesta correlativa fue el asedio sistemático por parte de
107
los mexicanos: el primer asalto duró hasta el anochecer y fue de
tal envergadura que los españoles creyeron que todos perdían la
vida. Moctezuma aconsejó a Alvarado que soltara al Infante.
Pero el pueblo, en lugar de calmarse, volvió al día siguiente,
• juevesl7, encabezado ya por los sobrinos del emperador y con
unas fuerzas que llenaban calles, terrazas y canoas. El combate
duró tres o cuatro horas. Los españoles, acosados, obligaron a
Moctezuma a subir a la azotea amenazándole con eliminarb si
no calmaba a la multitud. Pero el evidente papel de «títere» que
jugaba el emperador había ya deteriorado su prestigio.

Versiones

Sobre el episodio de la matanza del Templo Mayor, existen


diferentes versiones que alegan motivaciones diversas.
Por una parte, Gomara dice que los españoles se sentían
amenazados desde que Moctezuma dio a Cortés el ultimátum
para que se marchara de México. Desde aquel día, los españoles
temieron verse apresados y sacrificados a los dioses. Y, por
tanto, lo que hizo Alvarado sólo fue adelantarse al peligro que
irreparablemente se le venía encima.
Por otra parte, Berna! Díaz afirmaba de Alvarado que «mató
los más, tomó las joyas y riquezas que traían, k» cual dio ocasión
a que algunos dixesen que por cobdicia de las riquezas había
hecho tan grande estrago».
Sahagún —en cambio— basándose en sus informantes indí­
genas, se refiere al hecho desde el punto de vista contrario: no
sólo las expectativas de los soldados más o menos defraudados
por Cortés en su reparto de botín, la no presencia del jefe
español y la total incomprensión de las costumbres aztecas pro­
vocaron el conflicto.
Lo más próximo a la realidad es que —además de esos facto­
res— Alvarado aprovechó la fiesta porque, con ese motivo, se
reunía la nobleza desarmada, lo que le permitía ejecutar un acto
de punición con la correlación de fuerzas a su favor 2.
Moctezuma, al enterarse de la victoria de Cortés sobre Nar-
váez, intentó recuperar algo de su prestigio ordenando atenuar la
presión de sus guerreros sobre Alvarado, y, al mismo tiempo, le
envió varios mensajeros a Cortés denunciando la conducta de
Alvarado.
Cortés, al enterarse de las noticias de México, organizó sus
tropas dispersas después de la victoria sobre Narváez, las arengó
tratando de homogeneizarlas mediante la superación de las
banderías y apelando a su condición de «caballeros cristianos».
Y, por último, para advertirles que se dirigían a México a mar­
chas forzadas.

108
El viaje resultó penoso y sólo se pudo soportar gradas a la
ayuda de los tlaxcaltecas, quienes —mientras se tratase de humi­
llar a los aztecas— se mostraban dispuestos a todo tipo de cola­
boración.
Cuando llegaron a Texcoco, hallaron la ciudad desierta; en
ella sólo les estaban esperando los enviados de Alvarado para
explicarle a Cortés lo sucedido en México: los ataques mexica­
nos habían proseguido con la misma violencia a lo largo de una
semana. Pero ya habían transcurrido varias jornadas en medio
de una calma tan total como inquietante.
Las tropas de Cortés dieron la vuelta a la laguna para entrar
por la ciudad de Tepeyac donde no hallaron ser humano. El
malestar crecía entre los soldados y Cortés extremó sus medidas
de seguridad.
Tanto es sí que sólo entró en la capital de México el día de
San Juan. Se daba tiempo; prefería tantear el terreno. Y, a lo
largo de su avance, los indios miraban pasar a los conquistado­
res en cuclillas a las puertas de sus casas, inmóviles, con un gesto
enigmático. No ya con la perplejidad o la admiración de la
primera vez. Incluso Cortés advirtió que habían levantado algu­
nos puentes, pero prefirió no dar demasiada importancia al
hecho. Sólo cuando llegaron a las puertas del cuartel general
donde Alvarado le entregó las llaves de la fortaleza. Cortés le
exigió explicaciones de lo sucedido:
«Pues hanme dichoque le demandaron licencia para hacer el
areito y bailes» —cuenta Bernal Díaz—. A lo que Alvarado con­
testó: «Así es verdad; pero fui por tomalles descuidados, e por­
que temiesen y no viniesen a darnos guerra.»
«Pues habéis hecho muy mal —replicó Cortés—, ha sido un
gran desatino.» Y los resultados estaban a la vista.

De la sumisión a la lucha

En la severa actitud de Cortés para con Alvarado había un


elemento justificado: era la reacción de un político negociador
frente a una acción por lo menos temeraria (o provocativa)
desde el punto de vista militar. Y llevada a cabo de manera
excesiva sin contar con serios elementos de explicación J.
Sin embargo, el mismo Cortés había sido el «modelo» del
error de Alvarado cuando, en los sucesos similares, acaecidos
meses antes de Cholula, también él se «adelantó» actuando de
un modo análogo. Sin embargo, su reciente triunfo sobre Nar-
váez y su evidente capacidad para negociar con los grupos anta­
gónicos le hacia sentirse con superioridad frente a un lugarte­
niente que sólo conocía las armas «duras».

109
Es muy significativo, en este sentido, el testimonio de Cer­
vantes de Salazar quien cuenta que, camino de México, Cortés
comentaba con los tlaxcaltecas los sucesos acaecidos en México
diciendo: «Señores y amigos míos, si estando yo en México con
la gente que visteis, no se osaron desmandar, ¿qué pensáis que
podrán hacer ahora viniendo como vengo con tan pujante ejér­
cito?».
Y fue esa actitud personal de Cortés, así como lo reciente­
mente sucedido en México, las causas que hicieron cambiar el
tono y las formas en las relaciones con Moctezuma: el azteca se
decidió a ofrecer más oro a los españoles a condición de que se
marchasen sin tardanza no sólo de México-ciudad, sino del país.
Pero Cortés se mostraba cada vez más irritado ante esas
propuestas y exclamaba, según Bernal: «¿Qué cumplimiento he
yo de tener con un perro que se hacía con Narváez secreta­
mente, e ahora véis que aún de comer no nos dan?».
En realidad la situación de equilibrio ya no daba para más.
O, únicamente, que lo detonado por Alvarado llegara al má­
ximo con Cortés, que pensaba que su fuerza de ochocientos
españoles y ochenta caballos bastaría para intimidar a un mo­
narca de quien se había apoderado antes con cuatrocientos in­
fantes y ocho caballos, pero se equivocaba. Y gravamen te. Tanto
es así que cuando Moctezuma recibió un ultimátum de Cortés,
le replicó que era necesario que pusiera inmediatamente en
libertad a uno de sus parientes presos. Era Cuillahuac al que
había que liberar. Y los conquistadores no se dieron cuenta de
que este hermano de Moctezuma, gobernador de Iztapalapa,
poseía suficiente autoridad como para convocar el Tlalocan o
Asamblea, que inmediatamente destituyó a Moctezuma y nom­
bró «Uei Tlatoani» a Cuitlahuac.
A partir de este momento, los poderes mágicos inherentes al
cargo supremo estaban depositados en un hombre libre y no en
el Moctezuma prisionero. Correlativamente, la etapa de fácil
sumisión concluía y se abría la de la lucha frontal.

La rebelión se generaliza

Esa misma noche, un soldado que acababa de cumplir su


ronda, se presentó a Cortés gravemente herido anunciándole
que la ciudad azteca estaba en pie de guerra.
Cortés, rápidamente, mandó a Diego de Ordás con cuatro­
cientos soldados y doce jinetes para ver qué sucedía; pero, ape­
nas se habían adentrado en la ciudad, cuando tuvieron que
batirse precipitadamente en retirada, rodeados de enemigos.
El mismo Ordás sufrió varias heridas. Y, al llegar a la forta­

110
leza la encontró asediada por guerreros teniendo que abrirse
paso a golpes y cuchilladas.
En cuanto a la situación de los sitiados. Cortés le escribe a
Carlos V: «Y eran tantas las piedras que nos echaban con hon­
das dentro de la fortaleza que no parecía sino que el cielo tas
llovía, e las flechas y tiraderas eran tantas que todas las paredes
y patios estaban llenos, que casi no podíamos andar con ellos.»
Más aún: los mexicanos —exacerbados— prendieron fuego
al edificio obligando a los españoles a tirar abajo una pared para
que no ardiera todo el palacio-cuartel. Y la brecha abierta tuvo
que ser protegida, de inmediato, por escopeteros y por la arti­
llería para que los aztecas no irrumpieran masivamente.
El combate, generalizado, duró todo el día y toda la noche.
Los españoles comprendieron que se había producido un salto
cualitativo en la situación y se prepararon para el día siguiente.
Sus heridos pasaban de ochenta. Algo insólito. Y entre ellos
estaba nada menos que Cortés, herido en una mano de una
pedrada.
Se decidió, entonces, dado lo crítico de la situación, tomar la
ofensiva a la mañana siguiente; pero la muchedumbre mexicana
era tanta que los españoles disparaban los cañones a bulto, sin
apuntar, abriendo brechas momentáneas que los mexicanos vol­
vían a rellenar.
Contra tal marea de guerreros, los conquistadores no tenían
defensa posible: siendo ellos tan pocos, los mexicanos podían
permitirse pérdidas ilimitadas en sus filas hasta lograr desbor­
darlos.
Después del segundo día de lucha. Cortés tenía a su alrede­
dor un ejército que había perdido ya más de diez hombres y que
contaba con sesenta heridos. Los bastimentos eran reducidos, la
munición escaseaba y la situación general se iba haciendo cada
vez más precaria.
Se decidió, entonces, construir tres aparatos de madera, a
modo de carros de asalto, que llevaran cada uno veinte hombres
dentro entre ballesteros y escopeteros. Los españoles dedicaron
toda la noche y el día siguiente a la construcción de este mate­
rial de guerra, sin prestar atención a las provocaciones de los
mexicanos que los injuriaban por no salir a combatir, mientras
lanzaban asalto tras asalto contra los muros.

Ultimo discurso de Moctezuma

Durante la batalla, se asomó Moctezuma al pretil que salía de


la fortaleza para hablar a la gente. El insistía en su política de
conciliación. Y ante su aparición, se hizo un silencio y el destro­

111
nado monarca dirigió la palabra a los suyos, pidiéndoles que
cesasen la guerra. Pero su gobierno «títere» ya había sido reem­
plazado por la facción más combativa.
Bernal Díaz pone en boca de Moctezuma un discurso que,
evidentemente, responde a lo que Cortés acababa de sugerirle:
«Y Ies comenzó a hablar con palabras muy amorosas que
dejasen la guerra e que nos iríamos de Méjico.»
Pero sus palabras carecían de convicción ante esa multitud
agresiva que sentía que emanaban de un hombre sin autoridad
oficial ni prestigio personal.
Cuauhtémoc (Guatemocin o Guatemuz, de acuerdo a los
cronistas), se hallaba entre los que abajo le escuchaban con ira,
desprecio y dolor; tenia dieciocho años apenas, pero era prín­
cipe de sangre real, hijo de Ahuitzotl, predecesor de Mocte­
zuma, y de Tlillacapantzin, princesa que descendía de Acama-
pitl, primer rey de México, lo que contribuía a convertirlo en el
jefe del ala más exaltada de la rebelión. De ahí que, sin poder
aguantar más la actitud conciliadora y derrotista de Moctezuma.
Cuauhtémoc exclamó:
«¿Qué es lo que dice este bellaco de Moctezuma, mujer de los
españoles? Como a vil hombre le hemos de dar el castigo y
pago.»
Y, seguidamente, le asestó un flechazo. Lo que provocó que
llovieran piedras y dardos sobre el ex-emperador al que los
españoles protegían con sus rodelas. Pese a esa defensa, lo al­
canzaron tres piedras, Moctezuma cayó herido y durante tres
días estuvo agonizando hasta que, al Fin, murió. Significativa­
mente, ante el lamento unánime de los conquistadores: «Cortes
lloró por él, y lodos nuestros capitanes y soldados, c hombre
hobo entre nosotros de los que le conoscíamos y le tratábamos
de que fue tan lorando como si fuera nuestro padre. Y no
hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era», sintetiza
Bernal.

La huida de México

El jueves 28 de junio de 1520 salieron a la plaza los tres


artefactos con aspecto de «carros de asalto». Momentáneamente,
provocaron entre los mexicanos un gran asombro. Pero, en se­
guida, volvieron al ataque.
Cortés, consciente de la mutación que se había producido
entre los aztecas, había decidido abandonar México por la cal­
zada de Tlacopan o Tacuba que salía de la ciudad al oeste,
porque aunque más estrecha, era la más corta.
Su táctica consistía en irse apoderando de los puentes del

112
camino y de las azoteas que lo dominaban; pero aunque las
tropas, apoyadas por tres mil tlaxcaltecas, combatieron toda la
mañana, no pudieron avanzar gran cosa frente a la masa de sus
enemigos. Y hacia mediodía —apunta el cronista— «nos volvi­
mos con harta tristeza a la fortaleza».
Con la agresividad exacerbada por esta victoria, los mexica­
nos se apoderaron, en un audaz golpe de mano, del gran Teoca­
li* frente al cuartel general de Cortés, y volvieron a colocar los
dioses en sus capillas. Desde allí, podían organizar una posición
militar de primer orden, dado que dominaba el cuartel general
español.
Cortés comprendió —en medio de la precariedad de su si­
tuación— que por razones tanto militares como tácticas, era
indispensable dar un asalto a esa posición. Por consiguiente,
mandó a cien hombres al ataque, pero fueron rechazados una y
otra vez. Entonces, él mismo se puso al frente de la tropa, lo­
grando —después de un combate cuerpo a cuerpo— tomar la
posición y forzar a sus defensores a arrojarse de la plataforma
hacia abajo.
Cortés intentó sacar algún partido de este triunfo parcial c
instó a los caudillos mexicanos a que se rindieran. Pero éstos le
dieron a entender que estaban dispuestos a deshacerse de los
españoles por todos los medios. Pues «aunque murieran a razón
de veinticinco mil por uno, se acabarían primero los españoles
que ellos» (Bernal). Y como, además, sabían perfectamente que
en el cuartel general español escaseahan el agua y los víveres,
podían operar con el factor tiempo a su favor.
Aquella misma noche, Cortés y unos cien hombres hicieron
otra salida quemando trescientas casas a la ida y muchas más a
la vuelta. Un solo criterio prevalecía: había que hacerse con el
control de la calzada de Tacuba, única vía de salvación. Y, para
ello, resultaba imprescindible dominar los ocho puentes de la
calzada. Tras duros combates se apoderaron de cuatro de ellos y
los rellenaron con los cascotes de las casas destruidas. Pero los
mexicanos volvieron a apoderarse de ellos y hubo que comenzar
de nuevo la labor.«Parecía el esfuerzo de Sísifo.» 4 Y los españo­
les lucharon con tanto empecinamiento —sostenidos por el de­
cisivo apoyo tlaxcalteca— que lograron apoderarse de todos los
puentes y algunos jinetes —al galope— consiguieron llegar
hasta tierra firme en los alrededores de Tacuba.
Inesperadamente, llegó un mensajero azteca a anunciarles
que pedían la paz. Cortés dejó a sus tropas bien armadas a
cargo del puente y, en compañía de dos jinetes, acudió a la cita.
Allí le ofrecieron una paz completa a cambio de que pusiera en
libertad a dos sacerdotes que tenía prisioneros. Cortés accedió a
ello. Trataba de «aceitar» su derrota. Y, como no había señales
de nuevos preparativos de guerra se retiró a su campamento.
«Esfuerzo de Sísifo.» Realmente, porque enseguida se rea­

113
nudo la lucha. Todo habia sido una estratagema para obtener la
libertad del sacerdote titulado «Teotecutli», cuya autoridad ecle­
siástica era indispensable para consagrar a Cuitlahuac como
emperador.
El 30 de junio de 1520 se dejaron guarniciones en todos los
puentes. Primero, se pensó en construir un puente portátil que
llevarían a hombros cuarenta hombres. Después, se resolvió
abandonar la ciudad.
«De todos los de mi compañía —escribe Cortés a Carlos V—
fui requerido muchas veces que me saliese, e porque todos, o los
más, estaban heridos, y tan mal, que no podían pelear, acordé
de lo hacer aquella noche.»

NOTAS AL CAPITULO 8

1 Véase Apéndice documental.


1 Véase Apéndice documental.
3 Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, (¡519-1810), cit.
4 Charles Gibson, op. cit.

114
Moctezuma apedreado por sus propios soldados (Miguel González. M u ­
seo de America, Madrid).
Idealización del misteriosa entierro de Moctezuma (Códice Mendoza).
9. LA NOCHE TRISTE

E no sé yo para qué lo escribo ansí tan tibia­


mente, porque unos tres o cuatro soldados que se
habían hallado en Italia, que allí estaban con
nosotros, juraron muchas veces a Dios que gue­
rras tan bravosas jamás habían visto en algunas
que se habían hallado entre cristianos y contra la
artillería del rey de Francia, ni del gran turco.

Bemal Díaz del Castillo


Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha y vamos
camino de Estapalapa. Y desque vimos tantas ciudades y villas pobladas
en el agua, y en tierra firm e otras grandes poblazones, quedamos admi­
rados, y decíamos que parescia a las cosas de encantamiento que cuentan
en el libro de Amadis, por las gratules torres y cues y edificios que tenían
dentro en el agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros
soldados decían que si aquello que vían, si era entre sueños, y no es de
maravillar que yo lo escriba aquí desta manera, porque hay mucho que
ponderar en ello que no se' como lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni
vistas, ni aun soñadas, como vimos.
tíernal Díaz del Castillo.
Por los canales y las calzadas

No sólo le preocupaba a Cortés el aspecto militar de la reti­


rada de México, sino que también pensaba en su tesoro de
guerra y en las valiosas joyas que había apartado —de acuerdo
al quinto— para el emperador Carlos V.
Esta preocupación le llevó a tomar una decisión que todos
los cronistas estiman como uno de sus graves errores: hizo traer
el tesoro a una de las grandes salas del palacio, entregó el
quinto real a los tesoreros del rey y, del resto, dejó que cada
cual cargase con lo que quisiera.
Las escenas que se produjeron —entre la codicia y la reba­
tiña— al apoderarse del tesoro resultaron penosas. Cada uno
—salvo raras excepciones— cogió vorazmente lo más que pudo.
Y se llenaron los cascos, las armaduras y las ropas con los restos
de aquel tesoro fabuloso. «Saqueo» dice Hamilton; «despilfarro»
prefiere llamarlo Sauer '.
Para la salida de Tenochtillan, Cortés confió la vanguardia a
Sandoval y Ordás; él en persona, con Olid, Dávila y un centenar
de soldados jóvenes tomó el centro dispuesto a acudir donde
fuera necesario; en la retaguardia, iban Alvarado y Velázquez
de León. Dos capitanes de los de Narváez y treinta soldados
llevaban a su cargo los prisioneros —un hijo y dos hijas de
Moctezuma— así como a doña Marina, doña Luisa y el oro.
Era la noche del 30 de junio de 1520, había niebla y el suelo
estaba empapado de agua. Típica llovizna mexicana. Poco antes
de medianoche, Sandoval y los suyos salieron sigilosamente
hacia la calzada, protegiendo a los cuarenta tamemes que
transportaban el puente portátil. Al principio, no tuvieron difi­
cultades, pero al llegar al segundo puente, los centinelas aztecas
dieron la alarma y la laguna se llenó con el griterío de una
multitud de guerreros que, desde sus canoas, acosaban a los
fugitivos.
Sandoval y Cortés pudieron romper esa resistencia y, a nado
por los canales o al galope por la calzada, se abrieron paso hasta
llegar a tierra firme.
Pero apenas la habían pisado, cuando otros de a caballo, de
los que pasaron delante, le gritaron a Cortés: «Señor Capitán,

119
aguárdenos, <|uc dicen que vamos huyendo y los dejamos morir
en los puentes.»
El conquistador dio la vuelta y se adentró otra vez por la
calzada hacia México con los soldados que le quedaban. Españo­
les, tlaxcaltecas, caballos, cañones, prisioneros y otro habían caído
al agua, rellenando uno de los cortes del puente con la masa de
sus cuerpos. Era el desastre.
Cortés fue reuniendo como pudo los restos de su ejército,
cubriendo a Alvarado, que herido y a pie, con su lanza en la
mano, era el único capitán que quedaba a retaguardia. Y los
aztecas no se detenían: «En aquel tiempo ningún soldado se
paraba a vello si saltaba poco o mucho —dramatiza Bemal—,
porque harto teníamos que salvar nuestras vidas porque está­
bamos en gran peligro de muerte, según la multitud de mejica­
nos que sobre nosotros cargaban.»
Cortés —en medio de este caos— pudo encontrarse con los
restos de su ejército en la plaza de la ciudad de Tacuba. Ansio­
samente escogieron como fortaleza provisional el Teocali*. Y allí
fueron llegando los acosados por el enemigo, convencidos de
que lo único que podían hacer era curar a los heridos y encen­
der unas hogueras, «pues de comer —concluye Bemal Díaz— ni
pensamiento». Y derrotados y hambrientos los hombres de Cor­
tés vieron pasearse a su jefe desolado y perplejo.

La salida hacia Otumba

Al día siguiente contaron las pérdidas: faltaban unos seis­


cientos españoles, entre ellos, los que se habían quedado en el
cuartel general por tener cerrado el camino hacia Tacuba.
Día tras día, aquella sombra del ejército fue avanzando hada
Tlaxcala. Los que aún se hallaban lo suficientemente fuertes
como para poder luchar iban en la vanguardia o a retaguardia;
los heridos que podían andar, marchaban en el centro; a los que
les era imposible caminar iban a lomo de los caballos demasiado
malheridos para llevar jinetes de combate.
Guerreando casi constantemente y descansando apenas por
la noche, pasaron por la laguna Zumpago y Xaltocan hacia Ci-
tlalpec, lugar que encontraron deshabitado, aunque bien pro­
visto de víveres. Hasta ese momento la conquista había exhi­
bido, predominantemente, un aire triunfal; ahora, mostraba el
revés de la trama: no lo excepcional de la empresa española en
América, sino su dura y generalizada cotidianeidad.
En Citlalpcc descansaron el 4 y 5 de julio; llegando a Xoloc al
día siguiente, en el que —de nuevo y con mayor rudeza— tuvie­
ron que enfrentarse a los mexicanos en una lucha que duró
siete horas.

120
El 7 de julio, divisaron la llanura de Apam, a la vista de
Otumba, completamente cubierta de tropas mexicanas. Era una
coyuntura decisiva: donde la retirada podía convertirse en des­
bandada o en ordenado repliegue.
Cortés se dirigió a sus hombres, dándoles primero instruc­
ciones tácticas y, después, apelando a la fe: «Nos encomendar a
Dios, e a Santa María muy de corazón e invocando el nombre
del Señor Santiago.»
Y aquel pelotón de sombras y de heridos —ayudados por
«nuestros amigos los de Tlaxcata, que estaban hechos unos leo­
nes», según Bernal—, tuvo que hacer frente a una multitud de
aztecas enardecidos al mando de Ciuacoad, capitán general de
los mexicanos, que blandía el gran estandarte de guerra o
Tlahuizmatlaxopilli.
Según los cronistas, Cortés se lanzó al galope hacia Ciuacoatl
y, violentamente, le hizo abatir el estandarte, mientras otro capi­
tán, Juan de Salamanca, le dio una lanzada arrancándole el rico
penacho que llevaba. Fue un golpe eficaz y certero: desbaratar,
desde el comienzo, al jefe de unas tropas organizadas con un
criterio tan vertical 2.
Ganada esta batalla decisiva, tradicionalmente llamada de
Otumba, en la que los de Tlaxcala intervinieron «muy bien y
esforzadamente», las tropas cortesinas se dirigieron hacia
Hueyotlipan, ya en territorio tlaxcalteca: especialmente acogedor.
Y como los esperaban, fueron muy bien recibidos, provistos de
víveres y agradecidos por haber desbaratado a los aztecas que,
nuevamente, hacían ya alarde de su poder.

Después de Otumba

Los españoles se pusieron en marcha hacia Tlaxcala el 12 de


julio. La capital de esa región corroboró, con su recibimiento, la
importancia que los antiguos adversarios de México-
Tenochtiüan le adjudicaban a la derrota azteca. Sin advertir los
alcances de la «sustitución de imperialismos» que —a la larga—
implicaría el triunfo logrado en Otumba.
Entre otros detalles, resulta significativo que el jefe tlaxcal­
teca le hubiese ofrecido al capitán Juan Páez, que se hallaba al
mando de unos ochenta españoles de guarnición en Tlaxcala,
cien mil de sus hombres si se decidía a ir en socorro de Cortés.
Pero el capitán Páez le había contestado que tal ejército y tal
general no necesitaban socorro. Al enterarse Cortés se indignó;
pero Páez —en su descargo— le argüyó que sólo había obrado
así de acuerdo al ejemplo que su mismo jefe le había ido dando
a lo largo de la campaña conquistadora: Cortés era excepcional

121
y sólo con su astucia sabría resolver cualquier situación adversa.
En Tlaxcala, con más pausa y detenimiento, los cortesinos
pudieron examinar el estado del ejército: habían perdido varios
capitanes, numerosos soldados y toda la artillería.
Bernal Díaz resulta minucioso sobre este aspecto: «Eramos
pocos (que no quedábamos sino cuatrocientos y cuarenta, con
veinte caballos y doce ballesteros y siete escopeteros, y no te­
níamos pólvora y todos heridos y cojos y mancos).»
De hecho, se encontraban otra vez como al principio y de­
bían comenzar de nuevo. Empecinados y duramente. «Como Sí-
sifo.» Sin embargo, ahora las relaciones con los aliados tlaxcaltecas
no iba tan bien como al principio. El conquistador había vuelto casi
derrotado; sólo se había recuperado en Otumba con audacia y
mediante el apoyo de Tlaxcala. Los españoles, por consiguiente, no
podían aventurarse tierra adentro sin que fueran atacados. En la
otra cara del agradecimiento, había que leer la pérdida del prestigio
religioso: hombres, no dioses.
Incluso, en el seno del consejo de Tlaxcala, habían surgido
partidarios —como Xicontencatl el Chico— de llegar a una
alianza con México y expulsar a los extranjeros del país. Era el
sector que presentía —al ver la codicia desmesurada de algunos
españoles— que la sustitución de imperialismos no les favorecía en
lo más mínimo.
Cortés, para recuperar la confianza y el respeto de los tlax­
caltecas (y, a la vez elevar la moral de sus tropas), propuso
realizar una operación militar conjunta. Algo que fuera rápido,
seguro y rentable. Pero este proyecto tuvo, desde el principio, la
oposición de los soldados y capitanes que habían venido con
Narvácz y que después de una campaña tan arriesgada expre­
saban su deseo de volver a la segura y cómoda Cuba.
Pero Cortés, recordándoles a los de Tlaxcala las exacciones
aztecas y prometiéndoles especiales ventajas para el futuro, y a
los de Narváez señalándoles lo que se llevaban como parte del
botín, logró —una vez más—la unidad de sus tropas.

Una campaña tonificante

Tepeaca. Esa era la meta más inmediata de Cortés. Justifi­


cada moralmentc: allí habían matado a cuarenta españoles
que iban camino de México. La campaña se llevó a cabo du­
rante un verano. El de 1520. Con el auxilio de dos mil tlax­
caltecas. A los que Cortés recibió con grandes señales de cor­
dialidad abrazando a cada uno de los capitanes. Y dando or­
den de que Lodos se agruparan bajo las mismas banderas, es­
pañolas y tlaxcaltecas.
La campaña, como lo había previsto Cortés, resultó fácil y

122
terminó con la rendición completa de Tepeaca y la expulsión de
las fuerzas aztecas que residían en ella. Logrando así la cataliza-
ción y la homogeneidad de su ejército y, a la vez, logrando un
pretexto para establecer la esclavitud J.
Por aquella época —pese a largas discusiones escolásticas—
todos los prisioneros de guerra se consideraban, de hecho,
como esclavos. Y si hasta ese momento, Cortés y su gente no
habían hecho uso de ese peculiar «derecho», se puede explicar
por varias razones. Pero, fundamentalmente, porque habían lu­
chado y ganado batallas en su camino hacia México. Ese había
sido su objetivo central tanto desde un punto de vista militar
como político.
Pero, en un momento de repliegue general, necesitaban
acumular fuerzas para preparar el nuevo asalto a México que,
por debajo de episodios coyunturales, seguía siendo el objetivo
principal.
Además, como el grueso del tesoro de Moctezuma yacía
en el fondo del lago de México, perdido como consecuen­
cia de una salida desorganizada, Cortés necesitaba fondos,
tanto para sus gastos como para dar satisfacciones a sus
soldados descontentos e impacientes. De ahí que la forma
más inmediata fue instituir la esclavitud y aprovecharse de
los beneficios que les proporcionaba. Separando a «las me­
jores indias», marcando a la mayoría con el hierro en
forma de U «que quiere decir guerra» y mandando «el
resto al almoneda».
Complementariamente, se resolvió fundar (para que la acu­
mulación de fuerzas pudiera centralizarse) una ciudad en terri­
torio de Tepeaca, en un lugar que dominaba los dos caminos
que venían de las costas, uno por Xicoch ¡maleo y el otro por
Ahuilitzapan, configurando las dos rutas posteriores hacia Méxi­
co: la primera entre los dos volcanes y la segunda por Río Frío.
Establecida la ciudad a principios de septiembre de 1520,
bajo el nombre de Segura de la Frontera, Cortés resolvió utili­
zarla como base de aprovisionamiento en sus salidas hacia
Cuahquechollan (Guacahula), Ocuituco (Ocupatugo) y Tizcoan
(Izzuacan). Su propósito: profundizar la catalización y homoge-
neización de sus tropas mediante esas ágiles y duras campañas.
Y, a la vez, ir golpeando lateralmente en los flancos del predo­
minio azteca: se expandía la soberanía española y, gradual­
mente, ir recobrando el prestigio tan degradado desde el aban­
dono de Tenochtitlan.

Preparativos para un nuevo asalto

La querella con Diego de Velázquez no había concluido. Y


mucho menos en un momento en que las noticias del deterioro
de Cortés habían llegado hasta Cuba. Así es como en un barco
salido de La Habana desembarcó Pedro Barba, lugarteniente de
Velázquez, quien traía instrucciones terminantes de llevar pri­
sionero a Cortés. Evidentemente, se especulaba con la posible
debilidad del conquistador. Pero Cortés, sin necesidad de llegar
al enfrentamiento como con Narváez, sino por medio de favo­
res, halagos y prebendas, llegó a un acuerdo con Barba.
Pero no terminaban allí los ecos de Cuba. En la misma se­
mana llegó otro barco a Veracruz que Velázquez enviaba con
refuerzos de guerra para Barba. Traía ocho caballos, seis balles­
tas, cuerdas (de imprescindible valor como material de guerra) y
una yegua. Todo fue a parar a manos de Cortés.
Incluso otros tres barcos, enviados desde Jamaica, llegaron
como socorro de una expedición anterior mandada por Pinedo
(que se había perdido): uno de los barcos traía sesenta hombres,
en su mayoría enfermos, con el color verde y el vientre hin­
chado; en otra de las naves, venían más de cincuenta soldados
con buen armamento y en un estado saludable y con treinta y
siete caballos; y, en el tercero, bien provisto de armas, caballos y
ballestas, venían unos cuarenta hombres con una especie de
chalecos de algodón, de tanto grosor que no los penetraba nin­
guna flecha. A estos tres nuevos batallones —cuenta Bernal
Díaz— les pusieron los apodos «de panciverdetes, los lomos re­
cios y los de las albardillas».
La fundación de la ciudad de Segura de la Frontera —como
había ocurrido con Veracruz— dio pie para montar la maquina­
ria política de la ciudad según la tradición municipal española:
designando gobernador, alcaldes, regidores, escribano y todos
los funcionarios que constituían un pequeño Estado municipal.
Instituciones municipales que Cortés supo utilizar en su propia
ventaja, llevando a cabo una política de alianzas y fortaleciendo
su clientela y su régimen de lealtades *.
De acuerdo a esa línea de fortalecimiento político, en octu­
bre de 1520 organizó un plebiscito, en forma de petición en­
viada a Carlos V por todos los españoles de México, y firmada
por quinientos cincuenta y cuatro de ellos. Dos mensajeros,
Diego de Ordás y Alonso de Mendoza, investidos de la dignidad
de procuradores, fueron encargados de llevar esa petición y el
informe escrito por Cortés donde se narraban los acontecimien­
tos ocurridos entre las dos fundaciones: la de Veracruz y la de
Segura. En esta carta, firmada el 30 de octubre de 1520, el
conquistador le proponía a Carlos V que el país que habían
dominado se llamara Nueva España del Mar Océano, «por lo
que yo he visto y comprendido cerca de la similitud que toda
esta tiene tiene a España, así en la fertilidad como en la gran­
deza y fríos que en ella hace, y en otras muchas cosas que la
equipara a ella».
Al mismo tiempo, envió un barco a Jamaica para comprar

124
caballos. Imprescindibles para emprender la nueva campaña
sobre Tenotchitlan, los fondos se recaudaron de dos maneras:
se dio una orden, por la cual, todo el que tuviera oro salvado de
la huida de México debía declararlo; si cumplía, se le concedía
el tercio; de lo contrario, se le confiscaba todo.
La fuente de ingresos fue la esclavitud. Regularizada ya la
adquisición de esclavos hecha en las campañas contra tribus
«rebeldes», Cortés y los oficiales hicieron pregonar que se pre­
sentasen en la Casa Municipal todos los esclavos para marcarlos
a fuego con la consabida señal, que —precisamente— signifi­
caba «el origen del título legal a su propiedad por parte de los
soldados que los poseían».
Los soldados, acatando la orden, llevaron a la Casa Munici­
pal sus esclavos: mujeres, niños y niñas, porque —como dice
Bcrnal Díaz— «hombres de edad no curábamos dellos, que eran
malos de guardar y no habíamos menester a su servicio, te­
niendo a nuestros amigos los tlaxcaltecas».
Pero cuando, al día siguiente, advirtieron que las indias jó­
venes habían desaparecido y todo lo que quedaba para ellos
eran «las viejas y ruines» —concluye Bcrnal Díaz— «hubo gran­
des murmuraciones contra Cortés».
Y el conquistador se vio obligado a prometer que, en el
porvenir, se percibiría el quinto del rey y el suyo propio sobre la
esclavitud, vendiendo las piezas humanas en pública subasta.
Pero para tratar de completar su proyecto de solidificación
de su nueva base de campaña, otorgó amplia libertad para que
se marcharan, los que añoraban sus granjas cubanas, diciendo
«que más valía estar solo que mal acompañado» puesto que
«para la guerra, algunos de los que se volvían no lo eran*.
Y como última decisión antes del nuevo asalto, le encargó a
Martín López, su carpintero, la construcción de trece berganti­
nes de tliferentes dimensiones, en forma tal que pudieran nave­
gar en grupos de tres o cuatro. Medida táctica: era indispensa­
ble dominar el lago de Tenotchtitlan con una buena flota. No
era posible que se repitiese otra «noche triste» por un predomi­
nio naval basado en simples canoas.
De ahí que los bergantines de Cortés se construirían en Tlax-
cala y se transportarían en piezas sueltas hasta la laguna; y allí se
montarían y se lanzarían al agua.
A esta actividad se dedicaron las navidades de 1520.

NOTAS AL CAPITULO 9
1 Earl J. Hamilton, El tesón americano j la revolución de los precios en España,
1501-1650, Barcelona, 1975. Earl Ortwinn Saucr, op. cit.
Earl Ortwin Sauer. op. cit.
1 Charles Gibson, api cit.
’ Rolando Mellafé, La esclavitud en Hispanoamérica. Buenos Aires, 1964.
4 Erwin Walier Palm, Los orígenes del urbanismo imperial en América, México,
1951.

125
El laberinto de calzadas y canales de Tenochútlán y del lago Texcoco,
según el Códice. Azcatitlán (B. N., Parts).
10. SITIO Y CAIDA DE MEXICO

Además de una gran oportunidad historien


y de un genio, los mejores aliados de Cortes fu e­
ron los mismos indios: por sus viejas supersticio­
nes, por la inferioridad de sus armas y por sus
conflictos internos.

Alejandro de Humboldt,
Ensayo político sobre el reino de
Nueva España,
París, 1811.
Traslado de las naves desde Tlaxcala a México ( /. Vallejo).
Preparativos

L o s a z te c a s -m e x ic a n o s se d e d i c a r o n , tr a s la h u id a d e los e s ­
p a ñ o le s y la c a p itu la c ió n d e lo s q u e q u e d a r o n e n e l p a la c io d e
A x a y a c a tl, a r e s t a u r a r el o r d e n i n t e r i o r . In c lu s o , u n a b re v e g u e ­
r r a civil q u e o p u s o a los q u e h a b ía n a p o y a d o a lo s e s p a ñ o le s c o n
lo s q u e se les h a b ía n e n f r e n t a d o , c o n c lu y ó c o n la d e r r o t a d e los
« c o la b o ra c io n is ta s » y la m u e r t e d e s u s c a u d illo s .
Y c o m o c o n s e c u e n c ia d e «la n o c h e tris te » , los m e x ic a n o s lle ­
g a r o n a p e n s a r q u e lo s e s p a ñ o le s h a b ía n h u id o p a r a s i e m p r e a
e m b a r c a r s e e n V e r a c r u z y n o r e g r e s a r m á s.
D e a h í q u e el 7 d e s e p t ie m b r e d e 15 2 0 , d ía d e d ic a d o e n su
c a le n d a r io a la m u e r t e (miquiztli), in s ta la r o n s o la m e n te a C.ui-
tla h u a c c o m o « U e i T la to a n i» . U n p r i m o d e l n u e v o m o n a r c a ,
C u a u h té m o c o G u a te m o c in , fu e e le v a d o al c a r g o d e S u m o S a ­
c e r d o t e ; y o tr o s p r ín c ip e s d e l p a r t i d o a n ti e s p a ñ o l p a s a r o n a
o c u p a r lo s tr o n o s d e T e p a n e c a y T e x c o c o '.
H a c ia fin e s d e s e p t ie m b r e , u n a e p id e m ia d e v ir u e la , p o r t a d a
p o r lo s e s p a ñ o le s y t o t a lm e n te d e s c o n o c id a p o r lo s in d íg e n a s ,
a s o ló las ti e r r a s m e x ic a n a s . Y, e n m e n o s d e d o s m e s e s , c a u s ó m á s
v íc tim a s q u e to d a s las g u e r r a s c o n t r a lo s e s p a ñ o le s . U n o d e los
p r i m e r o s e ñ s u c u m b ir fu e , p r e c i s a m e n te , e l « U e i T la to a n i» q u e
m u r i ó e n e l m e s d e Q u e c h o lli (o d e l F la m e n c o ). H a b ía r e i n a d o
s ó lo o c h e n ta d ía s .
A l r e g r e s a r a T la x c a la d e s d e S e g u r a d e la F r o n t e r a , C o r té s
se e n t e r ó q u e su fiel a lia d o M a x ix c a tz in ta m b ié n h a b ía s u c u m ­
b id o e n la e p id e m ia . Y , a c t u a n d o c o n p le n i tu d d e p o d e r e s , c o n ­
fir ió la s u c e s ió n a u n h ijo d e l j e f e tla x c a lte c a , al q u e a r m ó c a b a ­
lle ro a l e s tilo h is p á n ic o h a c ié n d o le b a u ti z a r c o n e l n o m b r e d e
d o n L o r e n z o M a g isc a c ín .
D e e s te m o d o , C o r té s ib a a h o n d a n d o s u d o m i n io p o lític o ,
m a te r ia l y e s p i r it u a l s o b r e e l p a ís d e T la x c a la q u e se c o n s titu y ó
e n su b a s e m á s s ó lid a p a r a la n z a rs e a l a s a lto Final d e M é x ic o .
P o r m e d io d e e x p e d ic io n e s m ilita r e s al m a n d o d e S a n d o v a l y
D áv ila f u e e x t e n d i e n d o , p a u la t in a m e n te , e l c a m p o d e su a u t o r i ­
d a d d e m a n d o . Y a c o m ie n z o s d e 1521 p o d ía c o n t e m p l a r u n
in m e n s o t e r r i t o r i o , b a jo su c o n tr o l, q u e ib a d e s d e la z o n a d e los
g r a n d e s v o lc a n e s h a s ta la c o s ta d e l g o lf o d e M é x ic o .

129
Al morir Cuillahuac fue elegido, como «Uei Tlatoani»,
Cuauhtémoc (cuyo nombre significa «el águila que se des­
ploma»), casado con una hija de Moctezuma llamada Tecuich-
poch, «bien hermosa mujer para ser india», y cuya llegada al
trono tuvo lugar durante los «días vacíos» o Nemotemni, que en
aquel año cayeron del 25 al 29 de enero.
El joven monarca se dedicó, inmediatamente, a preparar sus
fuerzas para hacer frente a los españoles, cuyo asalto sólo podía
ser la lógica culminación de la política expansionista que estaban
llevando a cabo en la zona costera.
Entre tanto, Cortés había dado órdenes para que trasladaran
desde Veracruz todo el aparejo y las parles metálicas disponi­
bles para construir los bergantines destinados al lago. Y como
llegó otra nave a Veracruz, aprovechó para comprar armas,
pólvora, tres caballos, cantidad de material de guerra y, además,
se atrajo a su servicio a los trece soldados que venían a bordo.
El 26 de diciembre de 1520 pasó revista a sus hombres: tenía
cuarenta de a caballo y quinientos cincuepta de a pie; de ellos,
ochenta ballesteros y escopeteros y, el resto, soldados de espada
y rodela. Contaba también con nueve cañones pequeños y una
reserva de pólvora. En suma, un ejército que venía a ser la
mitad del que había salido derrotado de México, pero que resul­
taba algo mayor que el de su primer desembarco.
Incluso, también había preparado un poderoso ejército auxi­
liar de tlaxcaltecas ejercitados y organizados por Ojeda y Már­
quez; una parle del cual iba a acompañarle hacia México y, el
resto, quedaría para avanzar más tarde escoltando a los bergan­
tines. La segunda salida del conquistador estaba lista: con un
plan principal consistente en lomar primero Texcoco. para que
sirviese de base de operaciones sobre la laguna. Y luego, dar el
salto sobre Tenotchtitlan.

La segunda marcha

El 28 de diciembre de 1520 salieron los cortesinos de Tlax-


cala y pernoctaron en Tetzmulocan (Tezmoluca), en las llanuras
al este de la sierra que los separaba de la laguna. El terreno era
áspero, pero ya les resultaba familiar. Y el ritmo de la marcha se
les aceleraba notablemente.
Al día siguiente, «habiendo oído misa y encomendándonos»,
siguieron camino puerto arriba, pasando, ya en territorio mexi­
cano, una noche helada. Pero que no los tomaba de sorpresa.
Tanto es así que el día 30, domingo, cuando comenzaron el
descenso peligroso y hallaron el camino cortado por barricadas
de troncos de árboles que habían colocado los mexicanos, pu­

130
dieron superar ese contratiempo con facilidad y, al atardecer,
contemplaron la gran laguna de México a lo lejos.
Fue el momento en que de la tropa surgió la determinación
«de nunca de ella salir sin victoria o dejar allí las vidas». Y con
esta decisión conquistadora —le escribe Cortés a Carlos V—
«íbamos todos tan alegres como si fuéramos a cosa de mucho
placer».
Llegaron a pernoctar a Coatepcc, a tres leguas de Texcoco,
que hallaron desierto: los aztecas habían resuelto replegarse
para no dispersar sus fuerzas J.
AI entrar en Texcoco, también lo hallaron desierto, pues el
rey de esa ciudad, Coanochtzin, había evacuado la capital con
todo su tesoro y sus mejores armas para refugiarse en México.
El repliegue se generalizaba. El fuerte principal sería Tcnotchti-
tlan. Y allí se daría la batalla decisiva.
Algunos de los jefes secundarios se presentaron a rendirle a
Cortés pleitesía y a llevarle a unos mensajeros mexicanos que
había apresado. Ante esa situación que ponía de relieve las con­
tradicciones en el campo azteca, Cortés optó por soltar a los
prisioneros y enviarlos con un mensaje en el que proponía que
se olvidasen del pasado y que le evitasen «tener que arrasar sus
tierras y ciudades». La magnanimidad se mezclaba con la inti­
midación. Y, como prueba de esa táctica, asaltaron duramente a
Iztapalapa.
«Murieron dellos más de seis mil ánimas, entre hombres y
mujeres y niños, porque los indios nuestros amigos, vista la
victoria que Dios nos daba, no entendían otra cosa sino en ma­
tar a diestro y siniestro» —comenta Bernal Díaz señalando indi­
rectamente una de las causas fundamentales del éxito de la
conquista ¡.
En su avance, cada vez más impetuoso, tuvieron que atrave­
sar un dique que los indígenas habían abierto en la presa que
separaba las dos lagunas. Allí, sólo se ahogaron los tlaxcaltecas
que transportaban las cargas más pesadas, salvándose —en
cambio— «todos los españoles de aquella peligrosa celada».
Tan profundas eran las desavenencias entre las ciudades de
la confederación azteca, que los caciques de Otumba, espontá­
neamente, se presentaron a Cortés a rendirle acatamiento. Y el
conquistador —haciéndose cargo de este proceso de desestruc­
turación— mandó a Gonzalo de Sandoval para que, de cual­
quier forma, lograse el sometimiento de los de Chalco, lugar
estratégicamente clave por ser el mejor camino entre Texcoco y
Tlaxcala.
Tal era el grado de desintegración azteca, que Cortés y su
tropa igualmente recibieron la visita de mensajeros de Cholula
para ofrecerse por si necesitaban socorro en su avance sobre
Tenotchtidan.
Por eso Cortés —tratando de aprovecharse de este pro­

131
ceso— mandó tropas a Tiaxcala en busca de los bergantines. Y,
de paso, que pasaran por Zultepec (donde habían matado a
cinco jinetes y cuarenta y cinco peones) y les diesen un duro
castigo. Pero, aunque hallaron el pueblo vacío, aprisionaron a
algunos fugitivos para utilizarlos como rehenes. El procedi­
miento dio resultado: rápidamente regresaron sus habitantes y
—sin mayor coacción— se declararon vasallos del Rey de Es­
paña.
Ese era el ritmo de la segunda marcha de Cortés. Quien, de
camino a Tiaxcala, se encontró con la fuerza organizada por
Ojeda y Márquez. En su gran mayoría indios. Que venían escol­
tando los trece bergantines en piezas cuidadosamente clasifica­
das y numeradas, que llevaban a hombros de ocho mil lamentes.
Aliados y sirvientes. Ese era el tono de la segunda marcha de
Cortés 4.

Ejército, bulas y botín


¡Castrar a l sal!
Eso vienen a hacer aquí las teules.
Quedaron los hijos de sus hijas,
aquí, en medio del pueblo,
ésos reciben su amargura 5.

Diez mil indios adversarios de los aztecas le precedían y


otros diez mil cerraban la marcha de Cortés cuando entró a
Texcoco, hacia fines de febrero, acompañado por ocho jinetes
españoles y cien de a pie, con gran redoble de tambores en un
desfile que duró más de seis horas. 1.a nueva base expediciona­
ria era saludada con especial solemnidad. De ahí que las cam­
pañas contra Xaltocán y Tacuba pueden ser consideradas como
un premio a los servicios recibidos por los tlaxcaltecas; Cortés
no sólo dirigió las expediciones con un fuerte contingente de
sus propias tropas al entrar en Xaltocán y Tacuba, sino que se
esforzó en evidenciar el papel jugado por sus aliados al llegar el
momento del botín. Sobre todo, si se tiene en cuenta que estas
expediciones de rapiña tenían una motivación muy clara: al
ejército español y llaxcalteca le seguían millares de indios que se
aprovechaban de los despojos y restos humanos, con todo el
ímpetu devastador que eso implicaba.
Incluso, esa motivación no era menor para el ejército de
Cortés, pues ya no era una formación de soldados —sometidos
a cierta disciplina— sino «una colectividad ambulante» 6. A cada
capitán o soldado le seguía una especie de «casa» propia, com­
puesta de naborías (criados tlaxcaltecas o cubanos), una o varias

132
mujeres, cierto número de esclavos, mujeres y muchachos, ya
fuera para el servicio o destinados al intercambio o rescate.
Así, pues, nada más que los llamados «seiscientos hombres
de Cortés» implicaban más de tres mil personas.
Más aún. Cuenta Bernal Díaz que marchaba con ellos un
fraile que tenía lo necesario para calmar los escrúpulos de los
españoles en esta materia: fray Pedro Melgarejo de Urrea, na­
tural de Sevilla, «trujo unas bulas del señor San Pedro y con
ellas-nos componía si algo éramos en cargo en las guerras en
que andábamos, por manera que, en pocos meses, el fraile fue
rico y compuesto a Castilla, y dejó otros descompuestos».
Nada tiene de extraño. Si poco después de un Savonarola
nos encontramos en América con un Las Casas, paralelamente a
las denuncias de l.utero en Europa topamos con un mercader
de bulas en América 7.

Avanzadas y escaramuzas

Cuauhtémoc —frente al avance de Cortés— intentó por tres


veces destruir los bergantines que se estaban construyendo. Con
vistas al asalto por la laguna. Y, por otra parte, se supo que
preparaba lanzas negras, construidas con espadas españolas de
acero en las astas, para neutralizar a la caballería conquistadora.
Incluso, constantemente enviaba mensajeros y tropas a las
ciudades circundantes para mantenerlos fieles a la causa azteca.
Les exigía no sólo lealtad ante una política que renegaba de la
de Moctezuma, sino frente a las tácticas de anexión practicadas
por Cortés.
Porque el procedimiento privilegiado por los conquistadores
consistía en negociar las condiciones de paz para asegurarse su
obediencia allí donde era posible y, de lo contrario, provocar un
duro enfrentamiento y, tras el triunfo, arrasar los pueblos y
llevarse especialmente mujeres y muchachas como esclavos.
En este sentido, una de las campañas más importantes fue la
que encabezó el mismo Cortés, poco después de Pascua de
1521, para comprobar la situación política y militar de la la­
guna.
Comenzó por ofrecer la paz a los mexicanos, «lo uno porque
no diesen causa a que fuesen destruidos —informa Bernal— y
lo otro, por descansar de los trabajos de todas las guerras pasa­
das».
Y el 5 de abril de 1521 salió de Texcoco con trescientos
españoles de a pie y veinte de a caballo, más los consabidos y
decisivos auxiliares tlaxcaltecas. Después de un día en Tlalma-
nalco, sobre la punta suroeste de la laguna, y de una breve

133
estancia en Chalco, el ejército emprendió la inarcha, el sábado 6
de abril, en dirección sur. Pasaron la noche en Chimalhuacán,
donde se les reunieron más batallones indígenas, lo que les sir­
vió de indicador de la fragilidad estructural de la confederación
azteca.
El momento siguiente lo pasaron combatiendo a través de
los territorios de Huaxtepec. Xiutepec y Yuaiepec, cuyos caci­
ques —finalmente— acudieron a reconocer la obediencia al rey
de España.
El sábado 13, se dirigieron, rápidamente, hacia Cuauhnauac
(«águila de los Nauacs»). Lugar de muy difícil acceso, defendido
por una fuerte guarnición mexicana. Tras varios intentos de los
conquistadores —cada vez más agresivos— los defensores fue­
ron arrollados, viéndose obligados a huir. Cuauhnauac sufrió el
destino reservado a las ciudades que se resistían al invasor, con­
virtiéndose en victima inmediata de un saqueo y de un incendio
posterior. Tan implacable que, mientras los españoles descansa­
ban en la casa del cacique local —luego de la repartija del bo­
tín—. aparecieron los principales de la ciudad para declarar su
sumisión al rey de España.

Por el borde del lago

D o s d ía s n e c e s itó e l e je r c ito p a r a v o lv e r a c r u z a r la s i e r r a e n
d ir e c c ió n al v alle d e M é x ic o , y e l lu n e s 15 d e a b ril d e 1 5 2 1 , a las
o c h o d e la m a ñ a n a , se h a lla b a n f r e n t e a X o c h im ilc o , y a s o b r e las
r i b e r a s d e l la g o .
L as b a ta lla s e n t o r n o a X o c h im ilc o d u r a r o n tr e s d ía s , d u ­
r a n t e lo s c u a le s se p r o d u j e r o n d u r o s a ta q u e s y e m p e c in a d a s
d e f e n s a s p o r t i e r r a y p o r a g u a : e n c a n o a s , c a lz a d a s , p u e n te s , e n
t i e r r a f ir m e c o n e m b o s c a d a s y c o m b a te s d e s p i a d a d o s q u e d ie r o n
a lo s e s p a ñ o le s u n a id e a d e lo q u e ilw a s ig n ific a r la o c u p a c ió n
d e la c iu d a d d e M é x ic o .
E n X o c h im ilc o p e r m a n e c i e r o n tr e s d ía s « d e já n d o l a to d a
q u e m a d a y a s o la d a , y c i e r t o e r a m u c h o p a r a v e r , p o r q u e
t e n i a m u c h a s c a s a s y m e z q u i ta s d e íd o lo s d e c a l y c a n to » .
El 18, n u e v a m e n t e se p u s i e r o n e n m a r c h a h a c ia C o -
y o h u a c á n ( C o y o a c á n , l u g a r d e lo s c o y o te s ). P e r o ta l e r a el
p e s o d e l b o tín q u e lle v a b a n e n c im a , q u e el m is m o C o r té s
a c o n s e jó a s u s s o l d a d o s q u e « s e r ía b ie n t a n t o h a t o y f a r ­
d a je , p e r o p o d r í a e s t o r b a r l e s p a r a p e le a r » . N o e r a n s u m is o s
e s o s s o ld a d o s . L a s s u b le v a c io n e s y a r e s u l t a b a n u n a s itu a c ió n
r e p e t i d a , c a si n o r m a l. A sí e s q u e , c o n d e s e n v o l t u r a , le r e s ­
p o n d i e r o n q u e « h o m b r e s e r a n p a r a d e f e n d e r su h a c ie n d a y
su p e r s o n a » 8.

134
Llegaron a Coyoacán, que había quedado desierto. Y Cortés
aprovechó para estudiar ese lugar clave desde el punto de vista
estratégico, sacando como conclusión que había que dejar una
fuerte guarnición allí como apoyatura indispensable mientras
durara el sitio de Tenochtitlan.
Al día siguiente, sábado 20 de abril de 1521, Cortés se
puso en camino hacia Tacuba. Los mexicanos —de inme­
diato— salieron a acosarles por el borde del lago; sus ata­
ques eran veloces; golpeaban y desaparecían. Se insinuaba
una táctica más ágil, pero que no llegó a generalizarse. Así
es que cuando Cortés, con unos cuantos aspirantes y solda­
dos, pudo llegar a Tacuba y subir a la punta de un Teacalü,
allí, desde lo alto, contemplaron el insólito espectáculo de la
ciudad de México. Bernal Díaz no puede menos que comen­
tar: «Ya veis —dijo Cortés— cuantas veces he enviado a Mé­
xico a loga lies con la paz. La tristeza no la tengo sino por
sólo una cosa: pensar en los grandes trabajos en que nos
hemos de ver hasta tornalla a señorear. Con la ayuda de
Dios, presto lo ponemos por obra.»
Por falta de pólvora, los españoles prefirieron no atacar Ta­
cuba y siguieron avanzando hacia Azcapolzalco, la ciudad de los
plátcros, en dirección a Tenayocán. Ambas estaban desiertas, lo
que significaba que no podían confiscar sus víveres y que. nece­
sariamente, debían proseguir hasta Cuaulititlan, que también
estaba desierta. El «vacío» era la táctica dispuesta por Cuauhté-
moc y daba sus resultados.
Al día siguiente, 21 de abril, llegaron a Citlaliepec, calados
por la lluvia y hambrientos. Y sin poder encontrar víveres para
la totalidad de la tropa, que se conformó —a regañadientes—
con lo que le distribuyeron.
Pero al mediodía del lunes 22, cuando llegaron a Acohnán,
ya en el Estado de Texcoco. donde les estaba esperando Sando-
val, Cortés tuvo que hacer frente a una nueva conspiración
dentro de su propio ejército. Era el estallido del descontento.
Un soldado le informó de la existencia de una conjura capita­
neada por Antonio de Villafaña, cuyo plan consistía en asesinar
a Cortés y a sus mejores capitanes dando el mando —signlicati-
vamente— a un cuñado de Diego de Velázquez, Francisco Ver­
dugo. l.as fisuras provocadas al comienzo de la campaña de
México (y que habían culminado con la derrota de Panfilo de
Narváez) sólo habín sido superadas superficialmente. Con éxitos
y prebendas. Pero, al menor contratiempo, nuevamente subían
a la superficie.
Cortés, con la rapidez que lo caracterizaba en estos casos, se
hizo con la lista de los conspiradores; pero sólo decidió ahorcar
a Villafaña, dado que los conspiradores eran muchos y de espe­
cial prestigio entre una tropa que necesitaba al máximo en un
momento decisivo de su campaña. De su ataque final.

135
Hacia el último acto

Cortés pasó revista a sus tropas: tenía ochenta y seis hom­


bres de a caballo, ciento dieciocho ballesteros y escopeteros y
algo más de setecientos peones de espada y rodela, tres cañones
grandes de hierro, quince pequeños de bronce y diez quintales
de pólvora. Dio la orden de avanzar. Era el 28 de abril de 1521.
A los pocos días llegaron los últimos auxiliares indígenas de
Tlaxcala, Cholula y Guajocingo, la triple alianza antiazteca.
Como siempre numerosa, despiadada y decisiva en la conquista.
En especial, la fuerza daxcalteca que —al mando de dos
jóvenes caudillos. Chichimecatecuhtli y Xicotencad— llegó exhi­
biendo toda su potencia y entusiasmo bélico. Y, en tal cantidad,
que sólo el ejército auxiliar tardó más de tres horas en desfilar
por las calles de Texcoco.
Al mismo tiempo, los trece bergantines fueron armados y
botados en el lago, llevando cada uno una fuerza de seis balles­
teros o escopeteros, doce remeros y un capitán.
Eli resto del ejército quedó dividido en tres compañías: la
primera —que se situó en Tacuba— al mando de Pedro de
Alvarado, compuesta de treinta jinetes, dieciocho ballesteros o
escopeteros y ciento cincuenta españoles auxiliados por veinti­
cinco mil tlaxcaltecas. La segunda, al mando de Olid, con treinta
y tres caballos, dieciocho ballesteros o escopeteros y ciento se­
senta peones, más veinte mil auxiliares indígenas, se situó en
Coyoacán. Y la tercera, con Sandoval y veinticuatro caballos,
cuatro escopeteros, trece ballesteros, ciento cincuenta peones y
treinta mil indios, se encargó de pasar por Iztapalapa, destruir
esta ciudad y avanzar por la calzada principal donde debía en­
contrarse con Olid.
El plan de Cortés planteaba, como eje, el cerco de la ciudad.
Sin embargo, dejó abierta una calzada —la de Tepeyac— para
que, bajo la presión del sitio, los aztecas evacuaran a Tenochti-
tlan, como por una suerte de «ratonera».
Tenía la esperanza de que sucediera eso por dos razones que
expone al emperador Carlos V:
«Viendo que estos de la ciudad estaban rebeldes y mostraban
tanta determinación de morir o defenderse, colegí de ellos dos
cosas: la una, que habíamos de haber poca o ninguna riqueza
que ya nos habíamos tomado; y la otra, que daban ocasión y nos
forzaban a que totalmente los destruyésemos.»
Los aztecas —dirigidos por Cuauhtémoc— estaban decididos
a resistir hasta el final antes que ceder. Lo habían evaluado. Lo
habían decidido. Y en la última reunión del «Tlaloc» o Consejo
Tribal habían llegado al conocimiento de que el dilema era ter­
minante: guerra total o sumisión. Prevaleció el primer criterio.
El de resistir a toda costa. Opinión sustentada por Cuauhtémoc

136
y los sacerdotes que no podían olvidar las humillaciones provo­
cadas por la primera entrada de Cortés en la ciudad.
Cuauhtémoc, que logró una indudable capacidad militar al
interpretar a los sectores más reacios al sometimiento, se instaló
en la torre del gran Teocalli, desde donde dirigía las operaciones
por medio de un sistema de señales que demostró ser —al co­
mienzo del sitio— especialmente eficaz.

Ataque

El sitio comenzó con una acción ofensiva encabezada por


Olid y AJvarad o y dirigida contra el acueducto de Chapultepec
que alimentaba de agua a la ciudad: los españoles empezaron
quebrando las tuberías de barro y lanzaron un ataque a lo largo
de la calzada de Tacuba.
Todo el sitio se caracterizó por una suerte de guerra perso­
nal de insultos, con amenazas de sacrificios de muerte y de
venganzas que dio un carácter sombrío e implacable a una lucha
que se sabía definitiva. Empero, la táctica cambiaba de uno y
otro lado a medida que se iban adquiriendo nuevas experien­
cias. Así, si los sitiados comenzaron en una actitud defensiva
estratégica, pero de ofensiva táctica, los españoles adoptaron
—al principio— una estrategia puramente militar, consistente
en continuos asaltos a la ciudad por las calzadas de acceso, y en
una acción ofensiva con sus bergantines, tanto sobre las calzadas'
mismas como sobre los enjambres de canoas armadas que bu­
llían en la laguna.
Y cuando el 26 de mayo de 1521 se produjo la destrucción
definitiva del acueducto de Chapultepec, y Sandoval se instaló
en Iztapalapa, evacuada por los mexicanos, la flota de berganti­
nes zarpó de Texcoco encontrándose con el peñón de Tepo-
polco —roca fuerte que surgía en medio de la laguna— a la que
atacó al instante, trabándose en dura lucha con la guarnición
que la defendía.
Desde lo alto del peñón divisaron más de quinientas canoas
avanzando a remo hacia las naves. La grandeza y velocidad de
las naves no había amilanado a los aztecas que se dispusieron a
hacerles frente con su flotilla.
Cortés pretendía que el primer ataque de los bergantines
produjese una honda impresión en los mexicanos. Así, pues,
ordenó que se lanzaran sobre la masa compacta de canoas indias
aprovechando un viento favorable.
«Y como el viento era muy bueno —le informa Cortés al
emperador Carlos V— aunque ellos huían cuanto podían, em­
bestidos por medio de ellos, y quebramos infinitas cosas, y ma­

137
tamos y ahogamos muchos de los enemigos, que era la cosa del
mundo más para ver.»
El impacto fue tremendo: «Un golpe sobre un enjambre de
avispas.» Algunas se salvaron, pero la mayoría quedó desbara­
tada. Así es que al atardecer, Cortés,,,, con treinta de sus tres­
cientos hombres, desembarcó en Xoloc, el fuerte rendido donde
se unían las calzadas de Coyoacán e Iztapalapa ’.

Triunfo

La campaña había llegado a su culminación. Y Cortés, desde


el fuerte de Xoloc, con tres cañones de los de bronce, barrió de
enemigos aquella magnifica calzada por donde, hacía siete me­
ses apenas, había visto avanzar hacia él a Moctezuma sobre sus
andas de oro.
Y la definitiva ocupación de Xoloc y la instalación del cam­
pamento principal allí, posibilitó que la fuerza de Sandoval do­
minara la calzada de Tepeyac cerrando, de este modo, el sitio
total sobre México.
De ahí que esta primera fase de la campaña llegue a su
apogeo con un ataque combinado que lanzaron Alvarado y Cor­
tés el 9 de junio: había que avanzar mediante continuos comba­
tes y frente a obstáculos en permanente movimiento; los más
peligrosos eran los cortes abiertos en las calzadas por los aztecas
(que levantaban o destruían los puentes) y los ataques por los
flancos realizados por innumerables canoas.
En este aspecto, los bergantines «plegadizos» de Cortés evi­
denciaron —una vez más— ser el arma ideal para hacer frente a
estos obstáculos. Gracias a su ayuda, los españoles lograron pe­
netrar hasta el corazón mismo de la ciudad, el gran Teocalli.
Aunque, justamente en ese punto, tuvieron que replegarse ante
la feroz resistencia de los mexicanos.
Los conquistadores habían puesto especial cuidado en relle­
nar los cortes de la calzada, lo que les permitió regresar a sus
bases casi sin pérdidas, después de arrasar la mayoría de las
casas a ambos lados de la calzada.
La segunda fase del sitio se desarrolló durante el mes de
junio, con permanentes combates sobre las calzadas, mientras
los bergantines perseguían a las canoas que aún intentaban in­
troducir en la ciudad sitiada agua y víveres.
Fue durante esta prolongación del sitio que el prestigio de
los españoles se acrecentó notablemente en el valle de Anahuac:
porque si el rey de Texcoco envió treinta mil soldados bien
armados, también recibieron la sumisión de la ciudad de Xo-
chimilco y la de los otomfes (importantes puntos estratégicos

138
ambos). Y, después, también de las ciudades y pueblos de la
laguna: Iztapalapa, Churubusco, Mexicaicingo, Culhuacán,
Mixquic y Cuitlahuac. Tenochtitlan y su jefe —C.uauhiémoc—
quedaban asi completamente aislados.
Sin embargo, los puentes ganados había que reconquistarlos
día a día. pues los aztecas eran muy superiores en número y,
para guardar los puentes, «quedaban los españoles tan cansados
para pelear el día que no se podía sufrir poner gente en guarda
de ellos».
Tanto Cortés como Alvarado habían conseguido llegar va­
rias veces hasta el centro de la ciudad, de manera que, paulati­
namente, se entabló entre ellos como una especie de rivalidad
por ver quien iba a ser el primero en llegar al «Tianquizdi» o
Plaza del Mercado. Lo cual, si significaba el fin de toda resisten­
cia, para quien lo lograra definitivamente implicaba el valor de
«héroe mayor de la Conquista» ,0.
En medio de esa «competencia feudal», el domingo 30 de
junio se decidió lanzar un ataque combinado sobre la ciudad
con la consigna decisiva de rellenar todos los puentes que fue­
ran quedando a retaguardia. Fundamental: para que pudiera
actuar la caballería en tanto tal.
Dentro de ese encuadre, el primer asalto alcanzó un éxito
notable, pues tanto Sandoval y Alvarado como Cortés llegaron
al borde de la plaza del Mercado. Pero, bruscamente, ante un
contragolpe azteca, se inició una retirada precipitada que acabó
en desastre por no cumplir estrictamente con las órdenes de
rellenar los puentes. Y el resultado, calamitoso: muchos españo­
les murieron o fueron hechos prisioneros.
Significativamente, este revés ocurrió el día del aniversario
de la huida de México, de la «noche triste». «Las señales volvían
a ser nefastas». Cortés, cauteloso al máximo, ordenó unos días
de descanso y recuperación que se dedicaron, fundamental­
mente, al mejoramiento de las armas y a la renovación del arse­
nal.
El conquistador —durante esa pausa— llegó a la conclusión
de que tendría que ir destruyendo la ciudad manzana por man­
zana a medida que la fuese conquistando, aunque —según le
comunicaba al emperador Carlos V— le dolía porque era «la
más hermosa cosa del mundo».
Resuelto por esa línea de conducta, una trampa preparada
por su caballería culminó con el exterminio de más de quinien­
tos mexicanos. Y «aquella noche» —le escribe Cortés a Carlos
V— «tuvieron bien que cenar nuestros amigos [los auxiliares
tlaxcaltecas] porque todos los que se mataron, los tomaron y
llevaron hechos piezas para comer».
Día tras día continuó el sitio con arreglo a ese programa
sistemático: batallas cuerpo a cuerpo, cierres de los cortes de la
calzada durante el día, destrucción de las casas y edificios a

139
derecha e izquierda de las calzadas y fortificación del camino
hasta el límite de lo conquistado.
Por fin, después de haber rellenado todos los puentes y cal­
zadas, las tropas de Alvarado y Cortés llegaron al centro de la
ciudad. El jefe español entró a caballo en la plaza del Mercado
seguido por una escolta; pero si ese lugar estaba vacío, las azo­
teas circundantes aparecían atestadas de indios.
Subieron al Teocalli y, desde allí, pudieron comprobar que
de ocho partes de la ciudad, habían ocupado siete. Era el ba­
lance de la lucha. Y es el mismo Cortés quien cuenta que «tanto
número de gente de enemigos no era posible sufrirse en tanta
angostura, mayormente que aquellas casas que les quedaba eran
pequeñas, y puestas cada una de ellas sobre si en el agua, y
sobre todo la grandísima hambre que entre ellos había, y que
por las calles hallábamos roídas las raíces y cortezas de los árbo­
les».
Además, por su parte, los tlaxcaltecas habían hecho una fe­
roz represalia entre sus enemigos mexicanos. Un balance, pues,
que involucraba antiguas querellas.
«Muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cua­
les usaban de tanta crueldad nuestros amigos los tlaxcaltecas
que por ninguna vía a ninguno daban vida.» Y concluye Cortés;
«Aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil áni­
mas; y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no
había persona a quien no quebrase el corazón.»

Rendición

Cortés hizo lo posible por conseguir la rendición de la ciu­


dad no sólo para evitar mayores matanzas, sino —fundamen­
talmente— para intentar salvar el tesoro que aún estaba en ma­
nos de Cuauhtémoc.
Con esa finalidad planteó una serie de «ofertas de paz»; pero
el obstáculo más fuerte parecía ser el mismo Cuauhtémoc, aun­
que Cortés le envió a tres prisioneros de guerra, hombres prin­
cipales, para que negociaran un armisticio.
Finalmente, ante el envío de nuevos emisarios, Cuauhtémoc
convocó el Consejo de Guerra y expuso a sus capitanes y sacer­
dotes cuál era la situación; argumentando —incluso— la necesi­
dad de llegar a un acuerdo de paz que tuviera en cuenta el
predominio español; los bergantines dominaban la laguna, los
jinetes cabalgaban por toda la ciudad, no había víveres ni agua y
los muertos se pudrían en las calles.
Pero el Consejo no fue de su opinión. Y sus argumentos
fueron los mismos que había usado Cuauhtemóc frente a Moc­

140
tezuma. De ahí que decidieran que había que resistir hasta la
muerte porque los blancos los convertirían en esclavos y les
atormentarían para hacerles sacar el oro.
Ante esta actitud tan firme y decidida chocaron todas las
ofertas de paz que les hicieron llegar los conquistadores.
Más aún. Un día —según Bernal— un grupo de mexicanos
habló con Cortés desde lo alto de una muralla:
«Os tenemos por hijo del Sol —exclamó el portavoz de los
mexicanos—, y el Sol, en tanta brevedad como es un día y una
noche, da vuelta a todo el mundo. ¿Por qué así, brevemente, no
acabáis de matarnos, quitándonos de penas tanto, pues que te­
nemos deseo de morir?»
Al día siguiente Cortés —impresionado por la actitud az­
teca— se adentró en la parte de la ciudad donde aún resistían
los mexicanos, pero dando órdenes de no combatir, con la espe­
ranza de que se rindieran.
Incluso habló con los capitanes mexicanos prisioneros y les
propuso nuevamente una entrevista con Cuauhtémoc para tra­
tar las condiciones de paz. Pero el jefe azteca no se presentó
ninguna de las dos veces que se habían dado cita en la plaza del
Mercado. Cortés intentó otra aproximación por intermedio de
jefes, indios auxiliares, pero también fracasó. Entonces dio ór­
denes de preparar el ataque final.
Y como se supo que Cuauhtémoc se había trasladado a la
laguna instalándose en una canoa y que, en la ciudad, apenas
quedaba lugar para que b s sitiados prolongaran su vida en
compañía de sus propios muertos. Cortés evaluó que había que
jugar el último naipe. Y, el 13 de agosto de 1521, lanzó el
ataque final sobre los restos de Tenochtitlan.
Alvarado dirigía las acciones desde Tacuba, Cortés desde la
calzada principal de Iztapalapa y Sandoval desde el agua. La
batalla ya no era una simple matanza, sino una hecatombe.«Se
mataba en frío.» De ahí que Cortés desde una de las azoteas
dirigió la palabra a los mexicanos. Intentaba concluir esa carni­
cería. Pero el Cuiacoatl en persona le contestó que Cuauhtémoc
no aparecería ante Cortés y que más bien prefería morir.
«Vuélvete a los tuyos» —replicó Cortés— «y preparaos para
morir». «La degollina se prolongó». Y las calles se llenaron de
mexicanos que huían hacia el campamento de los españoles,
porque ni Cortés ni nadie pudo evitar que «aquel día los tlaxcal­
tecas mataran y sacrificaran más de quince mil ánimas».
Como el rápido avance del ejército español obligó a la guar­
nición azteca a refugiarse en las canoas, por medio de los ber­
gantines hubo que organizar la persecución de los fugitivos,
pero teniendo muy presente la orden de detener a Cuauhté­
moc ".
Al caer la noche, en una de las canoas que huían, se detuvo a

141
Cuauhtémoc que fue trasladado inmediatamente a presencia de
Cortés.
«He hecho todo lo que de mi parte era obligado para defen­
derme a mí y a los míos, hasta venir en este estado. Ahora haz
de mí lo que quieras» —le dijo el jefe azteca.
Cortés alabó su valentía, se interesó por su mujer y demás
personas de su séquito, y los hizo trasladar a su cuartel general
en Coyoacán.
F.l último emperador de México estaba preso. Cortés era
dueño de la plaza. Y, de pronto, todo quedó en medio de un
silencio abrumador.

Después de! triunfo

Nos cristianizaron,
pero nos hacen pasar de unos a otros
como animales IZ.

Llevaban noventa y tres días de un estrépito continuo de


explosiones, llamadas de alarma, órdenes, golpes, gritos, redo­
bles de tambor. Todo eso había concluido. Era necesario «reor­
ganizar el triunfo». Y Cortés —como primera medida—, dio
órdenes de reparar los acueductos y de enterrar a los muertos;
de reparar calles y puentes y de reconstruir las casas. Incluso
decidió que había que levantar la nueva ciudad sobre el empla­
zamiento de la antigua México-Tenochtitlan.
Por otra parle, como el oro era el símbolo mayor de la ri­
queza y los españoles soñaban —habían hecho toda la campaña
soñando— con el oro, Cortés se empeñó en recobrar el fabuloso
tesoro de la capital de México.
Se hizo una asamblea y allí se le preguntó a Cuauhtémoc
dónde se encontraba el tesoro. El último jefe azteca, como re­
signado, dio una orden. Y, al momento, los mexicanos fueron
trayendo gran cantidad de oro y joyas que depositaron en me­
dio de la reunión. Cortés pidió con insistencia que se trajese lo
que faltaba, pero Cuauhtémoc lo desalentó: lo que no estaba
allí, era lo que se había perdido durante el sitio. Impaciente, el
conquistador quiso saber los métodos usados en el imperio az­
teca para cobrar tributo de las provincias. Cuauhtémoc le in­
formó desdeñosa, detalladamente.
Entonces, Cortés hizo apartar las joyas y demás piezas de
notable valor para que se enviaran a Carlos V como un regalo
especial que llevarían «los procuradores a los Municipios de la
Nueva España». El resto se fundió, dando el quinto al tesorero
real Alderete y quedándose Cortés con otro quinto. I.os que

142
habían perdido sus caballos en las batallas redamaron su valor
y, finalmente, la parte correspondiente a los soldados de filas
quedó reducida a ochenta pesos para los jinetes y cincuenta
para los peones.
Como esa cantidad era ridicula —las ballestas valían entre
cincuenta o sesenta pesos cada una y una espada costaba cin­
cuenta— nuevamente se encrespó el malestar permanente que
había entre la tropa. Esta vez, el descontento fue aprovechado
por Alderete y los viejos partidarios de Narváez para presionar
a Cortés a que diese tormento a Cuauhtémoc para obligarle a
declarar la verdad sobre el tesoro desaparecido.
Cortés —presionado— accedió no sólo a que se diera tor­
mento a Cuauhtémoc, sino también al rey de Tacuba, quemán­
doles los pies a ambos. Sobre este episodio del suplicio dado a
Cuauhtémoc existen diferentes versiones sobre si, en realidad,
el último jefe azteca ocultaba o no el tesoro.
Gomara, por ejemplo, cuenta que, estando en el suplicio
Cuauhtémoc y el rey de Tacuba, éste le suplicaba ayuda al jefe
azteca. Ante lo cual, Cuauhtémoc exclamó;
«¿Estoy yo en algún deleite o baño?»
Por su parte, Bernal Díaz relata que, por medio del tor­
mento, Cuauhtémoc, después de aceptar el bautismo, dio indi­
caciones que permitieron flçscubrir algunas piezas de sumo va­
lor, como un disco de oro, «sol» o calendario. Y que estos impre­
sionantes hallazgos sirvieron para superar las sospechas que so­
bre Cortés tenían parte de la tropa.
A su vez, los informantes de Sahagún insinúan —pese a
todo— que Cortés mostraba repugnancia por tener que infligir
tal indignidad a un jefe excepcional. «A fin de cuentas el con­
quistador había llegado a México como cruzado, no como inqui­
sidor.» Pero no advertía que en esa coyuntura histórica los dos
papeles se superponían.
Y en función de esa doble actitud. Cortés inauguró su go­
bierno sobre la sometida Tcnochtitlan. Para la conquista había
tenido que ser empecinado; de ahora en adelante, sus rasgos de
sutileza tendrían que ser refinados al máximo. Así es que
cuando el 15 de octubre de 1522 logró su reconocimiento oficial
como Gobernador legítimo de la Nueva España, se lanzó a la
tarea aguzando su capacidad negociadora ,J.

143
N O T A S A L C A P IT U L O 10

• Héctor Pérez Martínez, C u a u h té m o c .


2 Jacques Soustellc, «La guerre», en L a v ie q u o tid ié n e des a zteq u e s, 1957.
5 Charles Gihson, op. cit.
4 Sherbumc F. Cook y Woodrow Borak, M é x ic o a n d íh e C a rib b ea n , Berkeley, 2
voL, 1971-74.
5 L ibros d e C h ila m B a la m .
6 Charles E. Nowell, T h e G re a t D isco veries a n d the f t r s t C o lo n ia l E m p ir e s , Corncll
Univ. Press, 1965.
7 Luden Fcbre, L e p ro b lem e d e C incroyance a u X V le. siecle, París, 1968.
■ G. Nuria Sales, S o b re esclavos, reclutas y m ercaderes d e q u in to s, Ariel. Barcelona,
1974.
9 Cfr. K. C. Padden. T h e H u m in g b ir d a n d the H a u k : C o n q u e st a n d S o v e r e ig n ity m the
V a lle y o f M é x ic o , ¡ 5 0 3 - 1 5 2 1 , Harpcr and Row, 1970.
10 Gibson, op. cit., pág. 51 y 55.
n Héctor Pérez Martínez, itp. cit.
12 A n a le s d e los C akchiqueles.
11 Manuel Orozco y Berra, H is to r ia d e la d o m in a c ió n e sp a ñ o la en M é x ic o , Porrúa,
1958.

Sacrificio ritual azteca (Códice Azcatitlán, Bibl. Nac., París).


11. DOS CONCEPCIONES RELIGIOSAS
INCOMPATIBLES

El desconcierto provocado por la conquista no


sólo se verificó en el nivel militar; fue un fenó­
meno de desestructuración global cuyos resulta­
dos más lamentables se prolongaron hasta el mo­
vimiento mdependentista de 1810. Más aún:
emergieron con violencia en los años de Pancho
Villa y de Emiliano Zapata. Y que sobreviven
aún hoy pese a la política patemal-populista del
general Cárdenas.

Jacques Lafaye,
1974
Sacrificio ritual por decapitación y por flechamiento (arte mixteca).
Religión y vida cotidiana

El e n c u a d r e so c ia l c o m o c o n j u n t o o r g á n i c o q u e e s t r u c t u r a b a
la v id a c o n c r e t a y p e r s o n a l d e lo s a z te c a s , q u e d a r o t o p o r la
c o n q u is ta d e C o r té s q u e c u lm in a c o n la to m a d e T e n o c h ti tl a n ;
c o r r e la t iv a m e n t e , lo s in d io s v ie r o n a n iq u i la d a s u v id a a l q u e d a r
d e s a r tic u la d a , d e m a n e r a e s p e c ia l, su c o ti d ia n e i d a d re lig io s a .
U n a s u e r t e d e anomia g e n e r a l iz a d a se p r o d u j o a l s e r d e s b a ­
r a t a d a s s u s j e r a r q u í a s y s u s c r e e n c ia s a n t e u n a f u e r z a c o n q u is ­
t a d o r a q u e se im p o n ía e n t r e u n p u e b lo n o c o n u n c r i t e r i o d e
a s im ila c ió n , s in o d e r e e m p la z o . S in tié n d o s e a s í « a b a n d o n a d o s
p o r lo s s e r e s d iv in o s e n lo s q u e c r e í a n e , ig u a l m e n t e , p o r s u s
re p r e s e n ta n te s h u m a n o s » .
C o m o s í n to m a d e e s e d e b il it a m i e n to p s ic o ló g ic o h u b o n u ­
m e r o s o s c a so s d e s u ic id io s c o le c tiv o s e n g r a n e sc a la ; p e r o la
in f lu e n c i a d e o tr a c u l t u r a , a c e n t u a d a e n lo re lig io s o , s e d e ja b a
t r a s lu c i r y se e x t e n d í a in e x o r a b le m e n te p o r to d o e l im p e r i o a z ­
te c a . A u n q u e c o m o s ig n o d e re s is te n c ia , m u c h a s v e c e s p a s iv a , la
r e s p u e s ta a z te c a f u e e l s ile n c io y la r e tic e n c ia s is te m á tic a , in c lu s o
d u r a n t e el la r g o p e r í o d o d e d o m i n a c ió n e s p a ñ o la '.
El a z te c a e r a u n p u e b lo p r im itiv o a los n iv e le s c u lt u r a l e s y
s o c io ló g ic o s — tal c o m o h o y lo s e n t e n d e m o s — al c o r r e s p o n d e r s e
c o n la e d a d d e l n e o lític o e n su é p o c a d e l c o b r e , s e m e ja n te a la
c iv iliz a c ió n a n ti g u a e n A fro a s ia , p a r a la c u a l si el u n iv e r s o es
in e x p lic a b le , la c o n d u c ta d e los d io s e s r e s u lta im p re v is ib le . P o r
e s o , c o m o d ic e L é v y -B ru h l: « P a r a la m e n t e p rim itiv a , la p a r t e
m á s g r a v e d e u n a d e s g r a c ia n o e s la d e s g r a c ia m is m a , s in o lo
q u e r e v e la ta l d e s g r a c ia ; e n t r a n d o e n j u e g o a sí la c a te g o r ía a fe c ­
tiv a d e lo s o b r e n a tu r a l .»
C o m o h e m o s v is to a l p r e s e n t a r a M o c te z u m a , su im a g e n d e l
d io s Q u e tz a lc o a t! se a r tic u la b a c o n el te m o r q u e s e n tía d e b id o a
su « a c u m u la c ió n c u ltu r a l» i m p r e g n a d a d e j e r a r q u í a y d e c o m ­
p u ls ió n . Q u e si, p o r u n la d o , le o to r g a b a u n a e x t e r i o r i d a d im ­
p o n e n t e e h ie r á tic a , p o r el o t r o lo h u n d í a e n la c o n f u s ió n al
t e n e r q u e e n f r e n t a r s e a u n f e n ó m e n o q u e s e sa lía d e lo m á s
tr a d ic io n a l y r i tu a l iz a d o d e su p r o p i a le g a lid a d .
E s q u e la c u e s tió n re lig io s a e s ta b a p r e s e n t e e n el h o m b r e
a z te c a d e s d e el m is m o m o m e n to d e su n a c im ie n to . L o im p r e g -

M7
naba todo. Hasta su devenir posterior. De tal manera que el día
en que se había nacido era decisivo y —en virtud de ese signo—
el niño era ofrendado al dios del fuego. A partir de allí «la vida
se convertía en un destino» condicionado por un calendario de
18 meses en el que cada día tenía una significación concreta
dentro del área religiosa y según el cual cada ¿poca exigía, de
acuerdo con sus prácticas religiosas, cultos y ritos determinados.
El mismo hecho de que su calendario haya sido labrado en
una gigantesca piedra de diez metros de diámetro con un peso
aproximado de veinte toneladas alude —simbólicamente— no
sólo a la importancia de lo temporal, sino a la «petrificación» de
los ritmos de toda una sociedad: ya sea en su conjunto como en
el posible desarrollo individual. Es decir, sociedad «pétrea», rí­
gida y normativizada al máximo. Tan maciza y cerrada como
carente de flexibilidad. De ahí su aspecto intimidante y su rá­
pida fractura 2.

De los sacrificios

Dentro de ese contexto religioso general corresponde inscri­


bir al fenómeno de los sacrificios humanos que se celebraban en
el templo. La idea que tenían de esos ritos los aztecas no se
asemejaba en nada al concepto que tenemos nosotros de ellos.
Así, según cuenta Bernardino de Sahagún —en una conversa-
¿ión entre el capturado que va a ser sacrificado y el captura-
dor— puede vislumbrarse el sentido que le adjudicaban:
«Decía el capturador al capturado:
—Aquí está mi amado hijo.
»Y contestaba el cautivo:
—He aquí a mi venerado padre.»
Soustelle comenta al respecto: «El guerrero que había hecho
un prisionero y que le veía morir ante el altar, sabia que él —a
su vez— le seguiría un día u otro con el mismo tifio de muerte.»
Y continúa: «La sangre era necesaria para salvar a este mundo y
a los hombres que lo habitan; la víctima ya no era un enemigo al
que había que matar, sino un mensajero revestido de una dig­
nidad casi divina que se enviaba a los dioses» J.
Estas versiones nos dan la impresión no de odio entre el
sacrificador y la víctima, ni de nada parecido a la «sed de san­
gre», sino de un peculiar sentimiento de «parentesco místico». O
de «feroz misticismo» articulado con una visión del mundo rí­
gida e inexorable, donde todo se justificaba por la presencia de
unos dioses implacables, proyecciones de una cotidianeidad
despiadada que no permitía la sublimación de la voracidad o de
la sangre como en otras religiones más sofisticadas. Con otras

148
palabras: lo que en otras expresiones místicas había alcanzado la
abstracción del símbolo, entre los aztecas permanecía al nivel de
lo concreto *.
De ahí que fuese el inexorable calendario el que condicio­
nara, incluso con los pueblos limítrofes, el período dedicado a la
guerra con vistas a abastecerse de víctimas propiciatorias. Vícti­
mas que, en algunos casos, llegaban a cerca de los 20.000 seres
humanos. «Pueblo inquieto, inseguro de sí mismo y de sus re­
cientes conquistas, vivía aún en el terror y lo proyectaba en todo
su contorno.» Para aplacarlo y aplacarse, vivía «adulando» a esas
fuerzas divinas que sólo parecían responder con mayores exi­
gencias. Se establecía así un circuito de terror-sacrificio-
insatisfacción-terror que sólo servía para endurecer aún más el
carácter rígido de una sociedad cerrada s.
Nada tiene de extraño, por consiguiente, que esa correlación
entre la exigencia divina y la cruel sumisión de los aztecas hu­
biera provocado un resentimiento profundo entre los pueblos
vecinos: eran ellos, en última instancia, quienes debían «mante­
ner el fuego sagrado de esos ritos». La voracidad divina se en­
carnizaba con ellos, eran ellos los 'destinados a saciarla. Con
otras palabras: la ferocidad de la religión azteca provocaba un
expansionismo implacable que sólo podía provocar, como res­
puesta, una ferocidad simétrica.
En cuanto a la primera actitud ante los españoles, sólo podía
ser complementaria: sumisión e intento de aplacarlos en tanto
«dioses sedientos». Ofrendarles oro en lugar de sangre para
calmarlos. Quizá, para que se mostraran benévolos. Pero al no
lograr su complacencia, a) verificar que eran insaciables, más
poderosos y destructores, entregarse al destino marcado inexo­
rablemente 6.

De los sacerdotes

Los sacerdotes —dentro de ese encuadre rígidamente auto­


ritario y fatalista— eran los encargados de dirigir la vida intelec­
tual y religiosa de los aztecas. Desde la ornamentación artística
pasando por el control minucioso de ritos y ceremonias, hasta la
supervisión del trabajo artesano destinado al culto. El teocen-
trismo mexicano tenía en ellos a sus más escrupulosos y exigen­
tes policías: nada escapaba a su control, todo pasaba por ellos,
nada podía hacerse sin su aprobación.
Y como se consideraban a si mismos intermediarios entre los
dioses y el pueblo, no sólo interpretaban «grandes señales», sino
que rodeaban —aún en el siglo XVI— a jefes como Moctezuma
en calidad de oráculos que decidían sobre la actividad política o
militar.

149
Y como —en su mayoría— procedían de la nobleza habían
seguido una educación igual a la destinada a los altos grados de
los guerreros; aprendizaje que se impartía en el calmecac que,
precisamente, se encontraba ubicado cerca de los templos y era
dirigido por otros sacerdotes ya preparados especialmente para
una enseñanza aristocrática y militar. Aunque los aspirantes al
sacerdocio iban apartándose paulatinamente del resto a través
de una rigurosa selección que les imponía exigencias suplemen­
tarias y cada vez más arduas.
Desde lacerarse el cuerpo de una forma violenta y, a veces,
brutal para acostumbrarse al sacrificio y adaptarse al dolor,
hasta perforarse la nariz, los labios e incluso la lengua con obje­
tos corlantes; o disciplinarse con cueros de tuca y sotol y ayunar
por espacio de varios días hasta lograr un aspecto esquelético
que les daba un aire espectral.
En lo que hace a sus estudios debían superar, incluso, lo que
tenían que estudiar los futuros gobernantes, aprendiendo la es­
critura y la lectura de los jeroglíficos, la historia minuciosa de su
pueblo y de su casta. Pero, de manera especial, los ritos relativos
a la religión y a los mitos y leyendas de los distintos dioses y las
cuestiones relativas a las matemáticas que tenían una peculiar
relación con la asirología y con la distribución del calendario.
Sólo una vez que habían seguido con aprovechamiento estos
estudios y hubiesen superado las pruebas de mortificación, ayu­
nos y dominio sobre si mismos que se les imponían pasados los
veinte años, hacían su profesión.
Su aspecto externo, después de hacer la profesión, va­
riaba considerablemente; pero, por lo general, vestían una
larga túnica negra, con llamativos adornos de ultratumba
para familiarizarse con la idea de lo sobrenatural, adoptando
un aspecto hosco y llevando el cabello apelmazado con la
sangre de las víctimas que habían sido sacrificadas por sus
colegas.
Cuenta Bernal Díaz del Castillo que los españoles retiraban
la vista cuando veían a un sacerdote: no sólo su aspecto horripi­
lante les inquietaba, sino que la idolatría que denunciaban se les
aparecía encarnada en esos personajes sombríos y distantes.
Más aún: como vivían una vida apartada del resto de la
sociedad y debían permanecer célibes, cierto aire homosexual
-—•sodomía» para los conquistadores— se agregaba a su aspecto
cadavérico, a su ropaje fúnebre y a sus peinados sanguinolentos,
suma de rasgos que desbordaba ampliamente el horizonte cul­
tural de los hombres de Cortés. A los que únicamente se les
ocurría una respuesta: eliminarlos. *A fin de cuentas —en su
óptica— esos extraños sacerdotes habían sido los más intransi­
gentes en la defensa de Tenochtitlan y quienes mayor prestigio
habían exhibido a lo largo de la lucha.
150
De los templos

Los templos fueron lugares clave desde que la civilización


azteca se fue estructurando a lo largo de los siglos xm. XIV. y
xv; pero, sobre todo hacia el 1500, antes del reinado de Mocte­
zuma, es el momento de auge de su construcción, a partir
—precisamente— del levantado en la ciudad de Texcoco. El
más famoso, situado en el centro de la ciudad de México, se
encontraba en la encrucijada de las tres calzadas principales,
junto al palacio de Moctezuma: con forma de pirámide, estaba
dividido en dos templetes encumbrados, a unos 35 metros, so­
bre una plataforma a la que se llegaba por medio de escaleras
paralelas. Con un perímetro de 430 metros, orientado en su
base hacia los cuatro puntos cardinales, permitía su acceso a
través de tres puertas distintas que se utilizaban según las fechas
rituales y de acuerdo a la jerarquía social de los visitantes.
Desde un punto de vista urbanístico, entonces, era el pivote
de la ciudad. Socialmente, resultaba su epicentro. En una pers­
pectiva militar se había convertido en el último reducto de la
resistencia. Y como elemento decorativo ostentaba la mayor ri­
queza acumulada en un solo lugar.
En este sentido, la descripción que hace Bernal Díaz resulta
especialmente significativa por la mezcla de admiración por el
oro y de repugnancia ante la sangre de los sacrificios: «En cada
altar estaban dos bultos como de gigante, de muy altos cuerpos,
y muy gordos; y el primero questaba a mano derecha, decían
que era el de Vichilobos (Huitzilopochdi), su dios de la guerra, y
tenia la cara y el rostro muy gordos, y los ojos disformes y
espantables; y en todo el cuerpo cubierto de la pedrería; e en
una mano tenía un arco e en otra unas flechas, e oro e perlas e
aljófar pegado con engrudo (que la hacen en esta tierra de unas
como raíces) que todo el cuerpo e cabeza estaba lleno de ello, y
ceñido el cuerpo unas a manera de grandes culebras hechas de
oro e pedrería. E otro ídolo pequeño que allí estaba, que decía
que era su paje, le tenía una lanza no larga e una rodela muy
rica de oro e pedrería; e tenía puestos al cuello el Vichilobos
unas caras de indios y otros como corazones de los mismos
indios, y estos de oro, y del los de plata con mucha pedrería,
azules; y estaban allí unos braseros con encienso, ques su copal,
y con tres corazones de indios que aquel día habían sacrificado,
y con el humo y copal le habían hecho aquel sacrificio y estaban
todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de
costras de sangre, y ansí mismo, el suelo que todo hedía muy
malamente.
•Luego vimos a otra parte, de la mano izquierda, estar el otro
gran bulto del altar de Vichilobos, y tenía el rostro como de oso
e unos ojos que le relumbraban el cuerpo pegado con ricas
151
piedras pegadas según y de la manera del otro su Vichilobos,
porque según decían, entrambos eran hermanos y este Texca-
tepuca era el dios de los infiernos y tenia cargo de las ánimas de
los mexicanos y tenia ceñido al cuerpo unas figurillas como
diablillos chicos, las colas como sierpes, y tenía en las paredes
tantas costras de sangre y el suelo todo bañado dello como en
los mataderos de Castilla no habfa tanto hedor, e allí tenían
presentado cinco corazones de aquel día sacrificados.»
Como se advierte, hay dos ejes: oro, piedras preciosas y sangre.
Lo primero era el botín; fascinaba y había que saquearlo. Lo
segundo era la huella de una idolatría y repugnaba: correspondía
destruirla 7.

La estructura de reemplazo: antecedentes

Toda la organización religiosa de los aztecas era incompati­


ble con el concepto que, respecto de esa dimensión, tenían los
españoles. Sobre todo, si se tiene en cuenta el marco histórico e
ideológico de la Conquista de América entendida como prolon­
gación del espíritu de Cruzada que había llegado a su apogeo en
1492 con la toma de Granada y 4a expulsión de los judíos. A
estos datos corresponde agregar la lucha prolongada contra el
Imperio otomano y el exarcerbado enfrentamiento con las di­
versas formas que adopta la Reforma iniciada por Lutero luego
de su ruptura con Roma en 1519. Enfrentamiento que, incluso,
llega a la eliminación de toda manifestación que implique im­
pregnaciones erasmistas. Es decir que, en una primera aproxi­
mación, el arrasamiento de la religión azteca —con sus ritos,
sacerdotes y templos— debe ser visto como una de las manifes­
taciones del intento de homogencización llevado a cabo bajo los
Austrias españoles.
Más aún, si se tiene en cuenta ese eje decisivo, según el cual
la conquista de América debe ser interpretada como la etapa
superior de la Reconquista, el proyecto de homogeneizadón
tiene que buscar sus antecedentes —por lo menos— en las últi­
mas décadas del siglo XV: los logros obtenidos, en ese sentido,
por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, luego del casamiento
en 1469, van trazando una constante cuyos emergentes pasan por
el triunfo en la guerra de Sucesión (1475-79), la incorporación de
los maestrazgos de las órdenes militares a la Corona, la revocación
(1480) de concesiones hechas a la nobleza bajo Enrique IV, el
establecimiento de la Inquisición en Castilla (1480), hasta llegar al
ordenamiento de la Inquisición en Aragón (1485).
Intento de homogeneizadón que se va verificando en los
152
diversos niveles con lo religioso íntimamente vinculado a lo polí­
tico. De ahí que esa constante pueda proyectarse con nitidez
hacia la recuperación del Rosellón y la Cerdaña y al otorga­
miento —simultáneo— por parte del Papa del título de «Católi­
cos» a Isabel y Femando (1493).
Y si en 1494 el Papado autoriza la reforma de las órdenes
religiosas dirigidas por el cardenal Cisneros, en 1494 se con­
cluye con la conquista de las Canarias, que se redondeará —en
su significado fundamental— con la política africana inspirada
por el mismo Cisneros: que se va punteando con la expedición a
Melilla (1497), la conquista de Mazalquivir (1505), la Gomera
(1508), Orán (1509), Bugía y Argel (1510).
Dentro de esa secuencia, por consiguiente, corresponde si­
tuar la participación de la Iglesia en América. Que si bien se
justificaba con el cometido misional que el Pontífice había seña­
lado a la Corona de España (cometido que, a la vez, presuponía
el título legitimante en la toma de posesión de las nuevas tie­
rras), implicó una creciente dependencia de la Iglesia respecto
del Estado. Previsible: el proceso de aglutinación nacional con­
llevaba ese componente. Porque si en la estructuración del Es­
tado moderno esa tendencia culmina v—en Inglaterra, por
ejemplo— con la instauración de una Iglesia independiente de
Roma con el monarca como cabeza visible; en España, si no se
llega a ese extremo, a cada paso se bordea —en contradicciones
y conflictos— una autonomía que sólo se queda en la franja de
la negociación moderada *.

La estructura de reemplazo: proyección

Negociaciones y moderación que en ningún momento abdi­


can de su derecho al Patronato —conferido en 1486 por Ino­
cencio VI—, que le otorgaba nada menos que la potestad de
proponer personas para los obispados y de conceder todos los
beneficios eclesiásticos. E, incluso, de cobrar los diezmos que, en
Granada, debieron pagar a la Iglesia los moros que se fueron
con virtiendo.
«Conforme a este modelo» —subraya Konetzke— «la real
pareja española aspiró también a ejercer el patronazgo sobre la
nueva iglesia en las Indias». Es que el fortalecimiento de lo
nacional ya se proyectaba agresivamente sobre el exterior.
Ahora bien, corresponde señalar que los primeros rudimen­
tos de ese patronato están contenidos en las bulas pontificias de
1493. Documentos decisivos que confieren a los Reyes Católicos
el derecho exclusivo a la evangelización de los infieles en las
tierras ultramarinas descubiertas y les otorgan todos los privile­
153
gios eclesiásticos que antes concedieran los papas a los monarcas
de Portugal.
Porque si la moderación enérgica caracterizó en este aspecto
a la política española, el equilibrio oportunista definió la estra­
tegia de Roma 9.
Un paso más adelante lo constituyó otra bula papal de 1493,
que daba al padre Boil —enviado por los Reyes Católicos—
plenos poderes para erigir y consagrar iglesias y capillas y ad­
ministrar los sacramentos en las Indias. Un hombre de con­
fianza de los soberanos —por consiguiente— fue quien im­
plantó las bases iniciales de la organización eclesiástica en Amé­
rica; prefigurando, con su lúcida y puntual actuación, la de toda
una serie de sacerdotes ejecutivos.
Con el pretexto de los altos costos de la empresa americana,
poco tiempo después, Fernando c Isabel solicitaron al Papa que
les transfiriera —por una bula de 1501— los diezmos eclesiásti­
cos de todos los aborígenes y habitantes de aquellas regiones, a
cambio de lo cual se comprometían a velar por la adecuada
construcción y dotación de los edificios eclesiásticos. La solicitud
les fue concedida. Y el proceso siguió una línea de profundiza-
ción: en 1505 el rey Fernando reclamó para sí y para todos sus
descendientes el derecho pleno y perpetuo del patronato. Tam­
bién se le otorgó. De esa manera, con la bula del 28 de julio de
1508, el Papa Julio II estableció el patronazgo universal de Es­
paña en América. Mediante ese protocolo la Corona obtuvo el
derecho de presentar al Papa sujetos idóneos para las iglesias
metropolitanas, catedrales y colegiales y para todas las demás
dignidades eclesiásticas cuya provisión correspondía efectuar en
consistorio al Pontífice. En cuanto a los restantes cargos eclesiás­
ticos, el rey o su representante formulaban las propuestas al
obispo competente.
Incluso se fue mucho más allá de las pautas tradicionales del
patronato, cuando el Papa León X, en 1518, concedió a Carlos
V la facultad de fijar y modificar —en ciertos casos— los límites
de las diócesis americanas. Y esa línea de fuerza continuaba su
trayectoria: porque ulteriores concesiones de los papas dilataron
aún más los derechos del Estado para intervenir en los asuntos
eclesiásticos. Justificándose teóricamente dichas concesiones con
el argumento de que los reyes de España habían conquistado
esos territorios a los paganos y emprendido su conversión «por
su propia cuenta y riesgo» ,0.
El usufructo intensivo de los derechos de patronazgo por
parte de la Corona española dio como resultados coherentes, si
las situamos en esa coordenada expansiva, las pretensiones a un
vicariato de los Reyes Católicos para la Iglesia de América. Car­
los V concedió al obispo Juan Rodríguez de Fonseca —que por
su previo encargo dirigía la organización total de las empresas
de ultramar— la facultad de erigir iglesias y delimitar repar-
154
liciones eclesiásticas, así como de investir a los clérigos en sus
cargos determinando «con toda precisión» cada una de sus fun­
ciones.
El progresivo empeño oral por evitar toda injerencia directa
de Roma en América también dio pie a que se solicitara del
Sumo Pontífice la designación del obispo Fonseca como Pa­
triarca de las Indias. Pero no fue sino varios años después, en
1524 (como represalia por la política española en Haití) cuando
el Papa designó, no a Fonseca sino al arzobispo de Granada
—Antonio de Rojas— patriarca titular. Esto es, sin ejercicio,
poder ni jurisdicción efectivos.
Como se va viendo, si Femando V había sentado las bases
para una iglesia nacional en América, Carlos V intervino de
manera aún más directa en el problema: el Consejo de Indias
—institución fundada por él— se convirtió en la máxima auto­
ridad estatal en materia eclesiástica, prosiguiendo ya no sólo la
división territorial de la Iglesia en América, sino llegando a
presentar propuestas para la delimitación de nuevas diócesis y
para la provisión de las mismas. Incluso, en ciertos casos, reco­
mendó que se designara al obispo como gobernador de la pro­
vincia respectiva con vistas a consolidar aún más las autoridades
secular y eclesiástica en la misma persona.
También se debió al Consejo de Indias la iniciativa de fundar
en América iglesias metropolitanas. Como los obispados ameri­
canos dependían al principio del arzobispo de Sevilla, con las
enormes distancias que separaban las diócesis de Indias de la
sede arzobispal, el centro espiritual y administrativo no sólo se
deterioraba, sino que Ilegal» a ser totalmente inexistente. De ahí
que solicitara a Carlos V la fundación de dos sedes arzobispales
cuyas residencias iban a ser México y Santo Domingo. Es decir, la
plaza del descubrimiento (desfasada por el ímpetu conquistador)
y el centro más rico de difusión conquistadora. Pero, como Car­
los V permanecía fuera de España, postergó la decisión; y en
1544 el Consejo de Indias recomendó nuevamente la promoción
de la iglesia catedral de México a iglesia metropolitana apoyán­
dola con una súplica del cabildo de la ciudad de México.
Nunca fue lineal la relación entre España y Roma; más bien,
todo lo contrario: reticencias, demoras, silencios prolongados,
violencias y coacciones. De ahí que si los papas se esforzaron por
intervenir de manera directa en los problemas eclesiásticos de
América y pensaran en instituir una nunciatura para el Nuevo
Mundo conquistado por la Corona española, los Reyes Católicos
vetaron el envío del nuncio y Carlos V procedió de manera
tajante cuando un legado papal arribó secretamente a tierras
americanas. Incluso boicotearon permanentemente las preten­
siones de inmiscuirse en los problemas de esa región que rei­
vindicaban los nuncios papales en Madrid. Fenómeno que se
agrava, a lo largo del siglo XVI. Y que culminará, notoriamente.
con el regalismo borbónico. Conectados todos ellos por el crite­
rio general según el cual si el Papa no accedía a la creación de
un Patriarcado español en América, el rey español debía impe­
dir la institución de una nunciatura americana del Pontífice.

Sobre conversiones y requerimientos

Se trata de poner fo t cosas en su lugar, ya que


primeramente la colonización fu e presentada como un
episodio grandioso de la evangelizarían del M undo.
La contradicción entre lo ideal y la realidad no tarda­
ría en estallar " ,

Si bien es cierto que en la colonización española fue el Es­


tado el que se hizo cargo, en su mayor parte, de la organización
de la Iglesia ejerciendo una autoridad casi papal sobre la misma,
corresponde tener en cuenta —en este orden de cosas— las
limitaciones de la Iglesia Católica con vistas a una tarea misional
tan enorme como fue la que les planteó el Descubrimiento. En
los hechos, la Iglesia fue desbordada en sus posibilidades: de
personal, económicas y de control administrativo. Incluso no
deben olvidarse las características de la Iglesia romana del Re­
nacimiento, fundamentalmente preocupada en los asuntos secu­
lares como para poder distraer su atención con una problemá­
tica estrictamente misional y tan lejana.
Es así como Alejandro VI pudo alegrarse de que cayera
semejante tarea sobre los hombros de una estructura política en
impetuosa expansión como era la Corona española. Pero al de­
sentenderse de lo primordial de una acción espiritual, fue con­
solidando a España como Estado misionero y la conversión de
los indios del Nuevo Mundo en una suerte de apostolado laico.
Entendámonos: lo que no quiere decir que los conquistado­
res españoles se convirtiesen en misioneros; ni las guerras con­
tra los moros habían sido empresas apostólicas ni en América el
celo misionero constituía el principal estímulo para el personal
que se reclutaba en la empresa conquistadora. Nada de apósto­
les laicos que llevaban el Evangelio a pueblos distintos e ignotos.
I jos españoles que por ese entonces arribaban al Nuevo Mundo
sólo consideraban a los indios como fuerza de trabajo que ex­
plotaban para enriquecerse lo más rápidamente posible, no pa­
sándoseles por la cabeza la ¡dea de convertirlos a la fe cristiana.
El afán de lucro, que con fabulosas riquezas atraía a los hom­
bres de Europa hacia continentes hasta entonces desconocidos,
era la antítesis del abnegado desinterés que suponía la evangeli-
zación de poblaciones exóticas y primitivas.
156
«¿Para qué pedimos celo de la salud ajena a quien no tiene
cargo de la suya propia? —preguntaba con toda claridad el
fraile franciscano Jerónimo de Mendieta— ¿Qué tantos españo­
les seglares habrán pasado de la vieja España a la nueva, aunque
sea con cargos reales, por celo de salvar sus ánimas o de ayudar
a la de sus prójimos o de ampliar y extender la honra y la gloría
del nombre de Jesucristo? Por cierto, bien probable es y se
puede creer sin escrúpulo, que con tales propósitos no ha ve­
nido ninguno; porque aunque haya entre ios españoles que acá
están buenos y devotos cristianos, que harto mal sería si del todo
faltasen, apenas habrá alguno que no confiese haber militado
debajo de la bandera de la codicia. Y que el principal motivo
que trajo fue valer y poder más y hacerse rico cuando vino a
esta tierra» ,2.
Incluso, si con el argumento del famoso requerimiento se ha
pretendido justificar no sólo la codicia veríficable a cada paso
sino también las conversiones masivas sin ningún tipo de adoc­
trinamiento, la llamada «guerra justa» permitía hacerse de
buena conciencia y de muchos esclavos a los que se marcaba con
el hierro (y, fundamentalmente, el apropiarse de la tierra con
vistas a organizaría como propiedad hereditaria adjudicándole
—de ser posible— todos los rasgos que pudieran identificarla
como feudo, vínculo o mayorazgo).
Respecto de este «recurso leguleyo», documento elaborado
por los consejeros de Fernando el Católico, se suponía que los
exploradores españoles debían leer a los indios antes de em­
prender su conquista (y que si los indios no aceptaban, automá­
ticamente autorizaba a someterlos por la fuerza; cosa que casi
siempre ocurría, dado que los primitivos habitantes de América
no entendían una palabra de Ordenanzas, Santísima Trinidad,
Transubstanciación y demás sutilezas teológicas). Por cierto:
este curioso procedimiento legalista ha provocado comentarios
significativos de rigurosos historiadores como sir Arthur Helps,
quien llega a afirmar: «Confieso que la comicidad del docu­
mento me ha divertido en medio de la aburrida investigación o
en los interminables detalles de pequeñas batallas» 1J.
No es para menos. El primer párrafo del requerimiento nos
permite tener una idea aproximada de cuáles eran los recursos
de que se echaba mano por pane de la mayoría de los conquis­
tadores para plantear el problema religioso. En realidad, lo
problemático se tornaba pretexto y punto de panida de una
secuela de posesión: «De parte del Rey Don Femando y de
Doña Juana, su hija, Reina de Castilla y de León, conquistado­
res de bárbaras naciones, nosotros sus servidores os notificamos
y hacemos saber, como mejor podemos, que Dios Nuestro Se­
ñor, Vivo y Eterno, creó el cielo y la tierra y a un hombre y a
una mujer, de los cuales vosotros y nosotros y todos los hom­
bres, fueron y son descendientes y todos los que vengan des­
157
pués de nosotros. Pero por motivo de la multitud que lia bro­
tado de este hombre y esta mujer en cinco mil años desde que el
mundo fue creado era inevitable que unos hombres siguieran
un camino y otros otro y que se dividieran en muchos reinos y
provincias, pues en uno solo no podían ser sustentados.»
¿Qué ocurría? Un malentendido. O una farsa que, paulati­
namente, se fue tolerando, y que tuvo como beneficiarios inme­
diatos a los traductores (lenguas, farautes o lenguaraces) que su­
pieron aprovecharse de su situación de intermediarios.
Dentro de esa tónica resulta coherente —por ejemplo— que
Alonso de Ojeda hiciera bautizar a «miles de indios» que, atraí­
dos por la curiosidad, le rodeaban presurosos, sin que fuera
posible, desde lodo punto de vista, una cabal comprensión
idioinática y un adoctrinamiento más o menos aceptable en la fe
cristiana. Consiguientemente, el conquistador Gil González Dá-
vila se enorgullecía de haber logrado, a lo largo de su campaña
por Nicaragua, la «exacta conversión» de 32.264 indios sólo en
el año 1522. Por su parle (y siempre dentro de este estilo),
Pedradas Dávila sostuvo enérgicamente haber obtenido el bau­
tismo, en 1525, de 400.000 indígenas.
Por cierto, la reacción negativa, la vuelta a sus tradiciones
religiosas originales e, incluso, la violenta respuesta ante las se­
cuelas abusivas de esas conversiones superficiales se produjeron
en relación inversamente proporcional. «Es decir, los conversos
apresurados en un día, convertidos en mano de obra esclava al
siguiente, trazaron una línea de sublevaciones implacables a lo
largo de todo el siglo xvi. Cuando no se fueron reiterando, de
manera esporádica, hasta el fin de la dominación hispánica en
América. Y aún contra el latifundismo criollo —su heredero
directo—, o frente a la penetración norteamericana —su reem­
plazo oblicuo» l4.

Leyes benévolas, realizadores ultramarinos

Porque yo digo verdad y lo juro con verdad, que no


hubo en aquellos tiempos n i en otros muchos años des­
pués, más cuidado y memoria de los doctrinar y traer a
nuestra fe n i que fuesen cristianos, que sifueran yeguas o
caballos o algunas bestias otras del campo l5.

Cortés, dentro de ese panorama de avidez inmediatisia, apa­


rece como excepcional al manejar el problema de la conquista
con cierta sutileza. En primer lugar, su formación privilegiada
le permitía tomar distancia frente a sus propios hombres, alcan-

158
/ando un grado de objetividad en sus juicios: «La mayoría de los
españoles que han venido aquí —le escribe a Carlos V— son de
baja calidad, violentos y viciosos. Y si a tales personas se les
diera permiso para ir libremente a los pueblos de los indios,
convertirían a los indios a sus vicios». Y respecto de los indíge­
nas, no sólo podía ya sintetizar sus contradictorias experiencias,
sino que las iba organizando en una dirección sistemádea. Es
decir, no sólo era capaz de reconocer las propias limitaciones de
su tropa, sino de vislumbrar lo que podía ser el procedimiento
más eficaz para consolidar la conquista; la formación, a través
del activismo misionero, de grupos selectos con vistas a una
futura y permanente alianza con una élite nativa que le fuera
leal: «Esta tierra —también le puntualiza a Carlos V— algo fati­
gada con las alteraciones pasadas, pero con la amistad y buen
tratamiento de los naturales que yo siempre he procurado, se
irá presto restituyendo, placiendo a Dios, porque los indios,
aunque no es posible menos sino recibir fatiga con nuestro
trato, por el cambio de amos multiplican y van tanto en cresci-
miento que parece que hay hoy más gente de los naturales que
cuando al principio yo vine a estas partes. Los religiosos que acá
han venido y vienen hacen grandísimo fruto, especialmente con
los hijos de los principales. Vasc plantando tan bien la fe y la
religión cristiana que Vuestra Majestad es obligado a dar mu­
chas gracias a Dios por ello.»
En este sentido, el componente que a cada paso aparece en
Cortés lo diferencia del resto: más allá de lo que implique un
doble juego cortesano de autocxaltación y de señalamiento de
las ventajas que a la Corona le traería aparejada su política
conciliadora después de la toma de Tenochtitlan, se hace evi­
dente la voluntad de continuidad y de permanencia. Ya no se trata
de una algarada rápida y brutal que condensa todo en el saqueo
inmediato y episódico, sino que aparece a cada momento el
proyecto de asentamiento: ya sea con sus planes urbanísticos,
con sus expresiones de deseos de inmigración más sistemática y
calificada (especialmente campesina y de agricultores), ya se
trate de sus reiteradas solicitudes de animales domésticos, semi­
llas y útiles de labranza. Más aún, con el señalamiento de que
una política de brutalidad con los indios llevaría a lo que se iba
comprobando de manera alarmante en las Antillas: con las exi­
gencias desmedidas, la enfermedad, la peste, el genocidio y el
correlativo y sistemático despoblamiento. Y —lo más grave en la
óptica de un colono— la carencia total de mano de obra.
De ahí que Cortés, además de subrayar a cada paso las ven­
tajas que sus propuestas implicarían para Carlos V, apele a la fe
y lo religioso para que se le envíen misioneros que puedan no
sólo bautizar de manera mucho más rigurosa que lo que se
venía haciendo, sino que,sirvan para reducir (curiosa palabra
que, en la nomenclatura del siglo XVI, servia para indicar el
159
agrupamiento de los indios en los pueblos, en oposición a todo
lo que fuera poblaciones dispersas, con vistas a una mayor efica­
cia catequística y, claro está, a un control más próximo y a una
productividad más sistemática del trabajo).
Es así como Cortés en ningún momento dispuso que se rea­
lizaran «simulacros masivos de bautismo» l6, aunque sí ordenó
de manera categórica que se destruyeran las estatuas de los
dioses aztecas y que en su lugar se levantasen cruces cristianas.
Y de esa manera, al poco tiempo de la conquista, vamos viendo
en todo México —desde Veracruz a la antigua Tenochtitlan—
ese signo de piedra o madera que va punteando las diversas
etapas de las rutas de la conquista.
Bien visto, las ordenanzas que el Conquistador dio para el
gobierno de los indios no eran más que una repetición de las
Leyes de Burgos (1512). Según esa legislación, los indios —desde
un comienzo— debían ser advertidos que «serían instruidos en
la Santa Fe Católica», que era su obligación proveer de comida a
los españoles a los que estaban asignados, trabajar en sus ha­
ciendas y servirles. Pero, por su lado, a los españoles les estaba
terminantemente prohibido trasladar a ninguna mujer o niño
menor de doce años de su pueblo a otro bajo ningún pretexto.
Los indios —además— debían ser contados antes y después de
empezar el trabajo delante del teniente del gobernador y tener
treinta días de descanso entre las tareas que les fueren enco­
mendadas. Cada domingo o fiesta de guardar les correspondía
a los españoles acompañar a la iglesia a aquellos indios que se
les hubiera repartido y escuchar misa junto a ellos. Por la ma­
ñana, antes de comenzar el trabajo, debían llevarlos a la iglesia
para que oraran; y después de terminada la jornada de labor,
era obligatorio rezarles en voz alta el Padrenuestro, el Credo y
la Salve y hacérselos repetir hasta que memorizasen correcta­
mente las palabras. Y cada español con más de cincuenta aborí­
genes a su cargo estaba obligado a hacer que un indio bien
dotado aprendiera a leer y escribir y se formara como catequista
para el adoctrinamiento religioso de los otros. No concluían ahí
las ordenanzas. Mas bien lo contrario. Los españoles tenían la
obligación de «hacer desaparecer la idolatría» de sus pueblos y
construir iglesias en toda la región circunvecina en un plazo de
seis meses. Todos los niños varones debían ser llevados a las
iglesias o capillas para que recibieran instrucción religiosa y, en
caso de que ese edificio no existiese, los españoles responsables
tendrían que pagar a un sacerdote, «a sus expensas», para im­
partir la enseñanza en un nivel con mayores exigencias. Más
aún: a los españoles casados les correspondía hacer venir a sus
esposas de España; y si no lo fueran, deberían contraer matri­
monio en un plazo de seis meses a riesgo de perder todos sus
privilegios. Además, debían construir casas y vivir en ellas con el
claro propósito de asentamiento opuesto terminantemente a toda

160
tolerancia con el ausentismo. Es decir, que la Corona intentaba
delinear una política, no ya redactar un contrato. Lo episódico
iba quedando atrás, para dar lugar a un ordenancismo con vis­
tas a una larga duración. «El saqueo iba a dar lugar a la produc­
ción con una base de mano de obra esclava o semiesclava.»
Las instrucciones complementarias fueron aún más lejos en
materia de legislación benévola y protectora de los indios, con­
comitante de una programada colonización. Así pues, Francisco
Cortés —pariente del Conquistador—, enviado a pacificar la
provincia de Colima, tenía orden estricta de que cualquier es­
pañol que injuriase a un indio debía desagraviarle pública­
mente.
Lo puesto en el papel. La teoría jurídica. Las intenciones.
Pero, en realidad, los prisioneros de guerra fueron legalmente
convertidos en esclavos, dado que un constante suministra de
ellos era necesario, de manera creciente, para él trabajo de las
minas. Porque mientras duraron las guerras de la conquista
hubo abundancia de esclavos, pero sometido el país y en vías de
una dura pero completa pacificación, el problema tuvo que ir
resolviéndose, en los hechos, a través del tráfico de compra y
venta de esclavos. Incluso con el grave problema de que cada
vez que un conquistador se aparecía en un pueblo de indios
exigiendo una tributación en oro, como generalmente el cacique
local no contaba con esa riqueza, disponía de hombres de su
propia tribu (o de su propia familia) forzándolos a jurar que
siempre habían sido legítimos esclavos para poder venderlos sin
incurrir en delito o en la posible sanción de otros españoles.
Nada tiene de extraño, por lo tanto, que esa suma de con­
tradicciones se refracte en las Cartas de Relación: «Puesto que Su
Majestad ha dado permiso a los ciudadanos de Nueva España
para comprar esclavos de los señores nativos del país —vuelve a
escribirle Cortés a Carlos V sugiriéndole algunos ajustes— da­
réis licencia a aquellos que tienen pueblos de indios y sus seño­
res en encomiendas para comprar esclavos de estos señores, en
la cantidad que veáis conveniente. Daréis tales licencias con la
cláusula de que los esclavos asi adquiridos deberán ser traídos a
presencia de vuestro notario y en la presencia del señor que los
está vendiendo les preguntaréis qué métixlo siguen entre ellos
para hacer esclavos. Entonces tomaréis a los citados esclavos a
un lado, donde no esté presente su señor y os enteraréis cómo y
por qué fueron hechos esclavos. Y si resulta que son esclavos de
acuerdo a sus propias costumbres, serán entregados a la per­
sona que los ha comprado. Y los marcaréis con el hierro de Su
Majestad, hierro que será guardado en la caja del cabildo.»
El ordenancismo prolijo y minucioso llegado de España se
fue reiterando prácticamente desde las Leyes de Burgos en ade­
lante. Incluso —como puede verse— en las propuestas que ele­
vaban los más lúcidos conquistadores. El nivel más denso de la

161
historia que va del 1500 hasta el 1810 puede definirse por esa
peculiar dialéctica entre la norma y la realización. O, mejor
dicho, por la grieta que se va ahondando entre la América ideal
de la legislación española y la America real de la cotidianeidad
vivida entre el conquistador, el colono o el administrador en su
relación con el indio sometido.
Fisura dramáticamente progresiva de la que se hace eco el
emergente mayor de los sacerdotes españoles que denuncian los
abusos de sus propios compatriotas: «¿Qué doctrina podían dar
hombres seglares y mundanos, idiotas y que apenas, común­
mente y por la mayor parte, se sallen santiguar, a infieles de
lengua diversísima de la castellana?» ,7.

Misioneros y misiones. Los franciscanos

Inversamente proporcional: si los precios aumen­


taban vertiginosamente en función de la distancia en­
tre la metrópoli y America, las leyes se degradaban
aceleradamente en virtud de esa misma distando. Todo
costaba más en México y todo se obedecía menos en
México. Erala paradojafundamental que si empieza a
vislumbrarse con la generación de conquistadores del
1500, con sus descendientes —4a generación de crio­
llos del 1800— sirve para justificar cada vez más la
rebeldía inicial en nutonomismo e independencia defi­
nitiva

Asi como hemos visto los antecedentes políticos que pueden


servir para explicar la tesis según la cual la conquista debe ser
entendida, en sus líneas principales, como la etapa superior de
la Reconquista, se podría señalar —al nivel estrictamente misio­
nal— ese rasgo de continuidad que representa un salto cualita­
tivo. Dado que a lo largo de todo el período de predominio de
la concepción de la Cruzada fueron las órdenes monacales las
organizaciones que se habían puesto al servicio de «la conversión
del infiel» de manera pacifica, abnegada y sistemática.
Pero como a partir del siglo xill —decisivo en el circuito de
la Reconquista española— ya no se |Midía contar con la orden de
los cisiercienscs, fueron las comunidades mendicantes de re­
ciente fundación (1216 y 1223) las que vinieron a cubrir ese
papel. Asi es como vemos en la Península Ibérica actuar a una
constelación excepcional de dominicos epte va desde Raimundo
de Peñafort a Ramón Martí y —de forma paralela a ellos— al
franciscano Raimundo Lulio, «jue no sólo actúa intensamente en
la práctica misional, sino que plantea y elabora una serie de

162
teorizaciones sobre esa particular problemática. Y’ más adelante
—ya en el siglo XV— bastaría citar la figura de San Vicente
Ferrer para tener una idea aproximada de la envergadura del
movimiento misional y de su trascendencia como para que pro­
dujera un emergente de tales dimensiones decisivo en el pen­
samiento religioso del 1500 ,9.
Tanto es así que, como etapa intermedia de esta línea de
fuerza, puede comprobarse la activa presencia misional en las
ciudades marroquíes —donde van surgiendo conventos domini­
cos y franciscanos— para reaparecer, siguiendo la traza de los
viajes ultramarinos, en las tareas de conversión de los *guanches»
en las islas Canarias y en torno del escenario tan complejo como
contradictorio que rodea la actividad de Colón, sobre todo a
través del específico apoyo franciscano que recibió el Almirante
en el convento de La Rábida.
Resulta comprensible —por lo tanto— que en virtud de estos
antecedentes los Reyes Católicos apelaran a los franciscanos
para que se hiciesen cargo de la enorme tarea evangélica en
América. De manera especial a los sectores reformados de la
Orden, los observantes: de ahí surge, como consecuencia del
capítulo general reunido en Florcnsac, al sur de Francia, en
1493, el ofrecimiento de dos franciscanos —Juan de la Deule y
Juan de Tisín— para acompañar a Colón. A los que se les suma,
como vicario pontificio, Bernal Boíl, de la orden mendicante de
los mínimos, hombre que gozaba de la confianza personal del
rey Fernando.
Previsiblcmcnte, quien dio un fuerte impulso a este proyecto
fue el cardenal Cisncros, franciscano él mismo, que tanto como
confesor de la reina Isabel, como arzobispo de Toledo o como
regente de España, se había dedicado a la reforma de su Orden
con vistas, precisamente, a que demostrara su actualización y
vitalidad en la respuesta a la recluta de misioneros con destino
al Nuevo Mundo.
Así es como al llegar a la conquista mexicana, nos encontra­
mos con un Cortés deseoso por encomendar a los frailes la
conversión de los indios. Con ese motivo le escribe a Carlos V
que «obispos y prelados no dejarían de seguir la costumbre que.
por nuestros |>ccados hoy tienen, en disponer de los bienes de la
Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios, en dejar
mayorazgos a sus hijos o parientes».
Las riquezas de México eran un coto reservado a él y a sus
aliados y clientela. Y como preveía los conflictos (que luego se
suscitaron), se empeñaba desde un comienzo en que los misio­
neros enviados fueran ejemplo de austeridad y de rigor misio­
nal. Y agregaba en su argumentación: de lo contrario los indios
llegarían a «menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de
burla». Porque también la distancia podía incidir en la conducta
de los religiosos.

163
De manera complementaria, el nuevo general de la Orden,
Francisco de Quiñones, seleccionó en la provincia franciscana
de Extremadura, conocida por el rigor de su observancia, a
doce frailes prestigiados ya por su templanza, rigor y saber.
Llegaron a México en 1524 y, de inmediato, emprendieron una*
evangelización sistemática: primero, por la zona de Tlaxcala;
luego, dispersándose por la región de Michoacán; más adelante,
abriéndose en abanico sobre La Florida y hacia California hasta
ir punteando toda la franja de la costa: San Diego, Santa Cruz,
Sacramento, Los Angeles. Para llegar, finalmente, a la notable y
decisiva misión sobre cuyo núcleo se levanta hoy la ciudad de
San Francisco. Expansión arrolladora. Porque los franciscanos
no sólo fueron los primeros en trabajar en América sino los que
numéricamente alcanzaron una mayor significación 20.
Por eso, si se tienen en cuenta las características del grupo
de conquistadores que había seguido a Cortés desde el co­
mienzo de su empresa, y si se recuerda la prolongación de los
enfrentamientos entre cortesinos y velazquistas (con la «codicia
insaciable» de los primeros y la «codicia frustrada» entre los
segundos), componentes que —entrelazados en una textura
cada vez más crispada— implicaban el desdén por todo ki que
fuera limitación de sus pretensiones sobre los indios y su capa­
cidad como mano de obra esclava o semiesclava, la llegada de
otros hombres, cuyo proyecto fundamental no era el enrique­
cimiento sino la tarea misional, el conflicto y la serie de enfren­
tamientos entre ambos era previsible.
Y si los conflictos empiezan a ponerse en la superficie ya
desde 1524 en México —no bien desembarcan los pioneros
franciscanos— ese núcleo conflictivo trazará una constante que
dramatiza, caracteriza y define todo el proceso colonial. Que,
articulado con el factor distancia, exacerba al máximo lo que ya
se conocía en España.

Las otras Ordenes

Donde no se podio excusar guerra, rogaba Cortés a


sus compañeros que se defendiesen cuanto buenamente
pudiesen, sin ofender; y que cuando más no pudiesen,
decía que era mejor herir que matar, y que más temor
ponía ir un indio herido, que quedar dos muertos en el
campo 21.

El conflicto entre los primeros conquistadores —convertidos


en encomenderos que disponían a su albedrío de la mano de
obra de los indios— se fue tornando aún más complejo con la
164
llegada de otras órdenes religiosas que portaban su proyecto
misional. «Sintieron que era una competencia desleal» 22. Des­
pués de los franciscanos fueron los dominicos quienes se fueron
dispersando a partir de Las Antillas en 1508. Sistemática y agre­
sivamente. Porque de entre ellos, desde un comienzo, se destaca
uno, Antonio de Montesinos, que se convertirá no sólo en el
vocero de su grupo misional en la critica de los encomenderos,
sino de hecho, dada la argumentación y el tono que emplea, en
el precursor inmediato del modelo máximo de fiscal de los con­
quistadores y defensor de los indios: fray Bartolomé de las Ca­
sas.
Conviene recordar —recuperando el contexto global—, que
este grupo de dominicos llegaba a América imbuido del fuerte
sentimiento de renovación y de agresividad misional con que los
había templado la reforma de su orden; sobre todo, a partir del
convento salmantino de San Esteban, foco de irradiación de la
teología evangélica inspirada por la escolástica tardía, vinculada
a la influencia del pensamiento de Vitoria. Podría decirse que
necesariamente su rigorismo ético entró en conflicto con los colo­
nos a poco de andar. Culminando con el sermón de Adviento
pronunciado, precisamente, por Antonio de Montesinos en
1511.
Y si, como consecuencia de ese sermón, se les ordenó por la
Corona que mantuvieran silencio frente a las arbitrariedades de
los colonos, los dominicos no cejaron. Y es así como los vemos
desembarcar en México en número de doce (1526); empezando
a actuar, de inmediato, en el sudoeste del actual México hasta
alcanzar la región de Puebla y, más allá, ligándose mediante una
cadena de conventos, hasta la zona de Oaxaca y el istmo de
Tehuantepec. Provocando, por su solo acto de presencia lo que,
en ese momento, se llamó «escándalo de las jurisdicciones».
Posteriormente, los agustinos: en 1533 llegaron a México
optando por no superponerse en momento alguno con las zonas
en que ya trabajaban los franciscanos y los dominicos; prefirie­
ron dirigirse hacia la parte oriental del actual estado de Gue­
rrero, entre los otomíes del estado de Hidalgo y hacia el oeste
en dirección a Michoacán. Es decir, optaron por zonas más difí­
ciles para la evangelización pero —a la vez— más alejadas de la
concurrencia de los encomenderos. En realidad, ya se trataba
del esbozo de una política que se repetiría a través de varios
intentos: utopías misionales marginadas del área controlada por
los conquistadores. Cuyo ejemplo mayor, en México, será el
propuesto por Vasco de Quiroga a las poblaciones que rodean
el lago Pátzcuaro.
Y por último, los mercedarios; que de acuerdo a sus orde­
nanzas más actualizadas ya no mostraban preferencias por la
vida conventual sino por el activismo misional. Función decisiva
que se fue evidenciando, entre otros indicadores, a través de lo
165
que representa el padre Bartolomé de Olmedo, capellán de
Cortés, consejero decisivo en más de una oportunidad, sobre
todo en los momentos en que el conquistador y sus hombres
pretendían actuar manu mititari con todo lo que fuese templos,
ritos o sacerdotes de la vieja religión azteca.
Franciscanos, dominicos, agustinos y merced arios, pues, fue*
ron las órdenes más representadas dado que, por sus caracterís­
ticas, en ningún momento acentuaban lo contemplativo o la
clausura. Así lo corrobora nítidamente un documento emitido
por el Consejo de Indias: «La causa de no haberse establecido
en América los monacales fue porque como profesaban la vida
contemplativa y estrecha clausura, la cual repugna a los ministe­
rios de doctrinas y misiones, se creyeron más a propósito los
mendicantes, que lejos de estarles prohibida la cura y conver­
sión de almas, les está muy encomendada en particulares res­
criptos pontificios.»
No encierro, no pasividad, entonces. Eso fue lo preferido.
«El cielo sí, sin duda, pero a través de la inmediatez concreta.» Y
los enormes espacios americanos y la acción intensa fueron de-
finitorias, por lo tanto, de las cuatro órdenes establecidas priori­
tariamente en el Nuevo Mundo. Y, va de suyo, motivos conco­
mitantes para que el enfrentamiento con los colonos se fuera
endureciendo cada vez más. «Si en lugar de activas misiones
hubieran sido monasterios recoletos y de clausura, y en lugar de
cristianos militantes, hombres recogidos sólo preocupados por la
trascendencia espiritualista, las querellas iniciales que llegan a
convertirse en graves y odiosos enfrentamientos con los grandes
encomenderos, jamás se hubieran suscitado.»
Y los Motolinía, los Zumárraga y los Vasco de Quiroga no
hubieran tenido razón de ser. Y, sobre lodo, un Las Casas resul­
taría injustificado o insignificante 21.

Entre Motolinía y Las Casas

Q u r entre la nube de aventureros y de soldados que


en el siglo XVt cayó sobre América — escribe Ju a n Goy-
tisolo — un español, al menos, elevará la voz contra los
crímenes, abusos e injusticias de sus paisanos debería
constituir para nosotros, hombres del siglo XX, un mo­
tivo de doloroso orgullo y amarga satisfacción. Que la
esclavitud impuesta por los apañóles a los indios, que
su rapacidad y sus castigos (prolongados aún, como
hemos visto, doscientos años después, según testimonio
de los hermanos Ulloa) suscitaran la indignación de
Las Casas, rescata y no mengua, opinamos, nuestra
dignidad moral. Cuando el hombre es testigo de la
injusticia debe salirle a l paso so pena de convertirse en

166
cómplicey gangrerutrse con ella. Y Las Casas (como los
hermanos Ulloa) evita esa gangrena, rehúsa esa com­
plicidad 2*.

Como resultado de la llegada de los primeros franciscanos a


México en 1523 —Juan de Ayora, Pedro de Gante, Juan
Tecto— se promueve entre los hombres de la Orden un intenso
movimiento de interés por la actividad misional. Y, así, es como
se organiza en España el grupo que tradicionalmente se conoce
como de los «doce apóstoles»: entre ellos figura fray Toribio de
Benavente, conocido por Mololiwa («humilde»), palabra usada
por los indios de Tlaxcala, quienes designaban así a los francis­
canos que no vivían entre ellos, sino como ellos; es decir, descal­
zos. Llegado a Veracruz en 1524, su presencia en México coin­
cide con graves enfrentamientos entre los españoles como se­
cuela de la vieja división entre cortesinos y velazquistas. Lo lar­
vado, o que sólo había tenido manifestaciones de violencia espo­
rádica a lo largo del momento estrictamente conquistador, al
crisparse después de la toma de Tenochtitlan y del consiguiente
reparto del botín, va adquiriendo manifestaciones alarmantes
que, a cada paso, bordean la guerra civil.
Motolinía, guardián del convento de San Francisco en Mé­
xico, en 1526, paulatinamente se adhiere a los partidarios de
Cortés y es así como su actividad se va plegando al momento de
expansión conquistadora que tiene como base la antigua capital
azteca. Lógico es, por lo tanto, que si en 1527 pasa a Texcoco,
cuatro años después viaje a Guatemala y a Nicaragua encon­
trándose entre los fundadores de Puebla de los Angeles. Y de
acuerdo a ese proceso centrífugo, en 1532 se instala en Tehuan-
tepec donde, dadas sus buenas relaciones con los jefes, pretende
participar en la empresa evangelizadora hacia los mares del sur.
Vinculación que no le impide, en 1533, denunciar la esclavitud
de los indios de Guatemala. Y, por el revés de la trama, a partir
de 1538, entrar en conflicto con Las Casas 1S.
Aparte de la coincidencia general entre las diversas órdenes
frente al problema evangelizador, no se debe olvidar en ningún
momento las diferencias, matices y querellas que separaban
—en este caso— a franciscanos de dominicos. Y si los conflictos
ya se habían suscitado en España, en América, agravados por la
distancia, se convertían en graves disputas.
En ese contexto debe ubicarse el informe de Motolinía al
emperador Carlos V: «Dice el de Las Casas —empieza recusán­
dolo— que todo lo que acá tienen los españoles, todo es mal
ganado, aunque lo hayan habido por granjerias: y acá hay mu­
chos labradores y oficiales y otros muchos, que por su industria
y sudor tienen que comer.» Como se advierte, Motolinía se es­
fuerza por distinguir entre lo que le parece excesivo. «Porque a

167
los conquistadores y encomenderos y a los mercaderes los llama,
muchas veces, tiranos, robadores, violentadores, raptores, pre­
dones». Es decir, que desde su óptica —mucho más moderada
que la de Las Casas— Motolinía intenta matizar las acusaciones
globales que, incluso, condenan a «los letrados de vuestros Con­
sejos llamándolos muchas veces injustos y tiranos. Y también
injuria y condena a todos los letrados que hay y ha habido en
toda esta Nueva España, asi eclesiásticos como seculares».
Y de la defensa que se apoya en matices y distingos, pasa
Motolinía a acumular cargos contra Las Casas: «Por cierto, para
con unos poquillos cánones que el de Las Casas oyó, ¿1 se atreve
a mucho, y muy grande parece su desorden y poca su humil­
dad. Y piensa que lodos yerran y que él sólo acierta.»
Motolinía no sólo desautoriza a Las Casas por su mediocre
formación, sino también por su tono omnipotente, apoyándose
—a la vez— en la autoridad del marqués del Valle (título que
Carlos V le había concedido a Cortés) y en la opinión de otros
obispos y oidores que ya iban definiendo la implantación de las
nuevas estructuras administrativas: «Todos los conquistadores,
dice el de Las Casas, sin sacar ninguno.» Y después de ese
recurso que le otorga aliados, pasa francamente al ataque: «Yo
me maravillo como Vuestra Majestad y los de vuestros Consejos
han podido sufrir tanto tiempo a un hombre tan pesado, in­
quieto e inoportuno y bullicioso y pleitista, en hábito de reli­
gioso, tan desasosegado, tan mal criado y tan injuriador y per­
judicial y tan sin reposo.» Argumento ad hominen, sin matices,
pero que tenía que servirle para hacerle sentir su responsabili­
dad personal al monarca.
Las explicaciones sobre esta controversia son numerosas.
Ramón Xirau sostiene que el conflicto entre Motolinía y Las
Casas se corresponde con dos perspectivas encontradas, según
las cuales si Las Casas pretendía llevar a cabo una evangeliza-
ción que tuviera siempre en cuenta la conciencia del futuro
converso, Motolinía deseaba —«más realista»— una conversión
rápida de los indios.
Otra explicación es la que sugiere Luis Nicolau d’Olwer: si
Las Casas proponía restaurar las extintas monarquías indianas
bajo la soberanía eminente y lejana de Carlos V, Motolinía
—por su lado— proyectaba una entidad autónoma con su eje en
España. Por lo que hubiera sido una especie de precursor del
proyecto que, en el siglo xvui, plantearía el conde de Aranda.
Pero si se tiene en cuenta que Motolinía, en 1539, se exalta
afirmando que «en dos meses ha convertido a más de ochenta
mil indios» y que, posteriormente, elogia la propuesta de Vasco
de Quiroga —recién designado obispo de Michoacán— consis­
tente en un sistema paternalista mucho más cauteloso y que no
provocaba la reacción de los conquistadores cortesinos, conver­
tidos en magnos encomenderos (y, paulatinamente, en los ma­
168
yores latifundistas de México), se puede entender esta polémica
si se le adjudica el rótulo de «moderado» a Motolinía y de «radi­
cal» a Las Casas.
Caracterización que, además de enfrentar a ambos evangeli-
zadores, describe a los modelos que se convertirán en punto de
partida para las dos corrientes fundamentales que, a través de
sus enfrentamientos, polémicas y contradicciones, irán defi­
niendo el proceso histórico mexicano a partir del siglo XVI hasta
llegar a comienzos del xix. Obvio: la duración es mayor, pero lo
esencial de ciertos rasgos pervive como una linfa decisiva por
debajo de lo episódico; y las homologías pueden visualizarse
tanto en Iturbide, negociador y favorable a un acuerdo con la
tradición española, como en los grupos representados por radi­
cales como Hidalgo o Morelos, mucho más vinculados a las ba­
ses indígenas y mucho menos conciliadores. En este sentido
—ya en el 1500— se podría distinguir, dentro de la política
misional, un ala conservadora encarnada en Motolinía (y en
Vasco de Quiroga o Zumárraga), de un sector «jacobino» tipifi­
cado por Las Casas 2‘.

Las Casas: Origen y conversión

La esencia de las teorías políticas de Las Casas no


puede destilarse confacilidad en unos cuantospárrafos.
Solamente leyendo sus numerosos escritos puede uno
comprender la hondura de su pensamiento poBíko y ¡a
medida en que toda su actuación se basaba en el Sin
embargo, hemos dicho lo bastante para demotrar que ni
era un teólogo de gabinete ni un simple humanista
exaltado, sino, de un modo casi episódico, un pensador
político deprimer orden. El cimiento desu teoríapolítica
se apoyaba sólidamente en la doctrina medieval estable­
cida. En su aplicación de esta dostrina al mundo en que
vivía seadelantódecididamenteasu tiempo. Quitándoles
la exageracióny elprejuicio, sedestacacomoun grandey
tenaz campeón de los derechos del hombrey de lafrater­
nidad de todos lossereshumanos. Tanto enpensamiento
políticocomoensentirhumanitario, estefogosoobispodel
siglo xvt parece hoy casi un contemporáneo, cuya com­
prensión psicológica de la manera de vivir de otros
pueblosleaseguraun lugarpermanenteen lahistoria n.

En el interior del caudaloso flujo misional que parte de la


premisa del reemplazo de la estructura religiosa indígena por la
proveniente de España se producen las mayores contradiccio­
nes. Porque si quienes la convocan o, por lo menos inidalmente.

169
solicitan su ida a América, son los conquistadores y su secuela
de encomenderos y nuevos terratenientes, van siendo éstos
mismos quienes aparecen denunciados en primer lugar de ma­
nera progresiva. «Los aliados a quienes se les otorgaba el sumiso
papel de limitarse a cohesionar, a nivel religioso, los resultados
de la conquista se van enfrentando, paso a paso, a los mismos
conquistadores **.» Desde el inicio —como vamos viendo— se
da toda la gama de matices en materia de denuncia, cuestiona-
miento, discrepancia o reticencia. Matices que se relacionan dia­
lécticamente con el mayor o menor compromiso con los nuevos
poderes de la colonia. Pero quien va a convertirse en el prota­
gonista más visible y conflictivo de este proceso será, precisa­
mente, fray Bartolomé de Las Casas.
Nacido en el barrio de Triana de Sevilla en 1474. hijo de un
modesto mercader de Tarifa y sobrino del continuo real Juan
de Peñalosa, valedor de Colón frente a la reacia marinería del
puerto de Palos, todos sus antecedentes lo condicionaban para
vincularse estrechamente al proceso histórico que se inauguraba
con el descubrimiento del Nuevo Mundo: desde el puerto prin­
cipal que se convierte en emporio del comercio con América,
pasando por las vinculaciones familiares —que convertían la
empresa desmesurada en comentario de todos los días—, hasta
el componente «crítico y de marginalidad» que se insinúa en la
tesis de Américo Castro al analizar su procedencia «de una fami­
lia de conversos, pequeños burgueses arruinados».
En su ciudad natal hizo Las Casas estudios de latín y huma­
nidades, suponiéndose que asistió a las clases de Nebrija —fi­
gura clave en la cultura española del 1500—, y completando
este aprendizaje con el que correspondía a las órdenes menores
y al de doctrinero, categoría similar a la de auxiliar de predica­
dor. Y es en esta calidad que, en 1502, acompaña a Nicolás de
Ovando, recién designado administrador e investigador de La
Española (Santo Domingo) y junto al cual desarrolla su activi­
dad hasta el final del mandato del fraile gobernador (1509).
En América, como un castellano más, privilegiado por el
solo hecho de ser español, se beneficia del trabajo de los natura­
les, convirtiéndose en un encomendero, tarea en la que —como
él mismo dice— se dedicaba a «compeler y apremiar a los indios
que traten y conversen con los cristianos y que trabajen en sus
edificios y coger o sacar oro y otros metales».
Ordenado sacerdote en 1510, el 30 de noviembre del año
siguiente escucha —fascinado e inquieto— el famoso sermón de
fray Antonio de Montesinos dirigido a su parroquia, formada
en su gran mayoría por conquistadores establecidos desde el
comienzo del descubrimiento y que ya gozaban —institucional­
mente— de todas las ventajas de la encomienda.
Tal fue el impacto emocional que le provocaron las palabras
del dominico, agresivas y severamente cuestionadoras de su au­

170
ditorio, que el mismo Las Casas las transcribe en su Historia de
las Indias: «Decid, ¿con qué derechos y con qué justicia tenéis en
tal cruel y horrible servidumbre aquestos indios? —empezaba
ese sermón con entonaciones dignas de un profeta del Antiguo
Testamento—, ¿con qué autoridad habéis hecho tan detestables
guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pací­
ficas, donde tan infinitas deltas, con muertes y estragos nunca
oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatiga­
dos, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades que, de
los excesivos trabajos que les dáis, incurren y se os mueren, y
por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro cada día?
¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois
obligados a amalles como a vosotros mismos?»
La crítica lascasina se refiere a este acontecimiento como el
«camino de Damasco» del futuro obispo de Chiapas: impresio­
nado por esas palabras que, en fin de cuentas, le planteaban de
manera critica lo que todos los días tenía delante de los ojos y ya
se le naturalizaban, empieza a vacilar en sus convicciones y a
revisar los proyectos comunes con que había llegado a América.
E inicia, paulatinamente, su desplazamiento hacia una línea de
pensamiento que ya tenía representantes desde el momento ini­
cial del Descubrimiento. Juan Pérez de Tudela, en su riguroso
estudio preliminar a las obras completas de Las Casas í9, alude a
Cristóbal Rodríguez, llamado La Lenguti, marinero y personaje
de particular prestigio en el círculo allegado a Crbtóbal Colón,
quien ya en 1505 se resolvió a plantear ante el Consejo de
Indias una propuesta adversa al régimen de trabajo forzado a
que eran sometidos los indios americanos.
El resultado de estos primeros cuestionamientos críticos ob­
tuvieron un cierto eco. Y es así como, en 1512, las «Leyes de
Burgos» ya se hacen cargo del problema y sientan jurídicamente
el principio de la libertad de los indios. Claro: si la distancia
mediatizaba tanto la inflación de los precios de los productos
que llegaban a la metrópoli y dcflacionaban lodo tipo de órde­
nes, también deterioraba la eficacia de las leyes que, excepcio­
nalmente, iban más allá de las generosas formulaciones. Más
aún en este caso particular, donde la proclamada libertad de los
indios debía ser compatible con el régimen encomendero «en un
intento ecléctico por quedar bien con Dios y con el diablo» 10.
Sin embargo —pese a vivir una etapa de desgarramiento
entre su quehacer tradicional y los conflictos de los que era
testigo—. Las Casas forma parte de la expedición de Diego Ve-
lázquez a Cuba y recibe, cerca de Xaua y como premio a «su
lealtad y devoción» hacia el gobernador, un buen repartimiento
de indios «empleados en la extracción del oro y de la plata».
I’ero, en esa zona, la explotación del indio alcanza tal gravedad
que se produce lo que la crítica lascasina denomina «su segunda
conversión». Su ruptura definitiva con su pasado «de oculta-
171
miento e implícita complicidad». Sobre todo cuando descubre
un texto del Eclesiaste's que le inquieta al máximo: «Quien roba el
pan del sudor ajeno es como el que mata a su prójimo. Quien
derrama sangre y quien hace fraude al jornalero, hermanos
son». Y como ese versículo le perturba de manera obsesiva, lo
medita, trata de elaborarlo y, luego, nos narra su experiencia
que lo lleva a determinar «en sí mismo, convencido de la misma
verdad, ser injusto y tiránico cuanto cerca de los indios de estas
Indias se comeüa».
Y a partir de esta crisis definitiva, se inicia esa carrera de
denuncias cada vez más sistemáticas, tanto desde el púlpito
como a través de sus escritos, itinerario que sólo concluirá en
1566 con la muerte de Las Casas. F.n primer lugar, se decide a
embarcarse para España, a donde llega en septiembre de 1515.
Le urge la necesidad de hacer conocer lo que ocurre en Amé­
rica. En diciembre es recibido por el rey Fernando poco antes
de morir. Y en febrero del año siguiente, le presenta al cardenal
Cisneros, regente de España, su Memorial de Catorce Remedios,
plan de gobierno y organización donde —entre otras apremian­
tes solicitudes— expone su «Sistema de comunidades» según el
cual, prácticamente, todos los repartimientos serían en común,
se trabajaría en común y en común se distribuirían los benefi­
cios.
De manera paralela, insiste en la igualdad de todos los hom­
bres y en la necesidad ineludible de convertir a los indios sólo
por la persuasión, jamás por la fuerza. Inspirar confianza y
persuadir, conforme al Evangelio. Llegando, incluso, a sostener
que el método fuerte no es el de Cristo sino el de Mahoma y, en
última instancia, a poner en tela de juicio los títulos papales que
los soberanos españoles exhibían para legitimar las conquistas
realizadas en América y esa «multitud de forzadas y superficia­
les conversiones»J1.
En 1516 regresa a América en compañía de una comisión de
frailes de la Orden de los Jerónimos —propuesta por él— para
investigar e informar sobre el comportamiento de los encomen­
deros. Pero, como resultado de desavenencias con esos misione­
ros y de los conflictos correlativos, se le ocurre plantear como
paliativo para la situación de los indios su reemplazo por escla­
vos africanos. Planteamiento del que posteriormente se lamenta
explícitamente en su Historia de las Indias con su típico uso de
designarse a sí mismo en tercera persona: «Este aviso de que se
diese licencia para traer esclavos negros dio primero el clérigo
Las Casas, no advirtiendo la injusticia con que los portugueses
los toman y los hacen esclavos: el cual, después que cayó en ello,
no le diera por cuanto había en el mundo porque siempre los
tuvo por injusto y tiránicamente hechos esclavos, porque la
misma razón es dellos que de los indios.»
172
Las Casas: escritos y polémicas

Como resultado de sus insistentes gestiones ante la Corte es


aprobado, por parte de Carlos V, el llamado «Plan de Tierra
Firme», según el cual en Cumaná (en la actual Venezuela) se
organizaría una comunidad alejada de las influencias de los en­
comenderos y donde «los indios generalmente debían ser libres
y traídos a la Fe por la vía que Cristo dejó establecida». Pese a su
fervor y empecinamiento, este período se corresponde con uno
de los fracasos más resonantes de Las Casas: el de la empresa de
los Caballeros de las Espuelas Doradas, boicoteada sistemática­
mente por los encomenderos e, incluso, por sus aliados dentro
del campo misional.
Con este motivo, en 1523, regresa a la Española y se decide
a profesar en la orden dominicana. Cada vez más recorta y
acentúa su proyecto capital. Circunstancia que lo lleva a elabo­
rar uno de sus textos fundamentales: Del único modo de atraer a
todos los pueblos a la verdadera religión. Obra en latín, que sólo sería
traducida al castellano en 1942, no sólo sintetiza una tradición
anterior con sus propias experiencias, sino que irá influyendo,
de manera aislada pero profunda, en toda una serie de críticas
españolas de los siglos xvi. xvil y xvm. Al mismo tiempo, inicia
su Historia General de las Indias, tarea que le llevará gran parte de
su vida, así como la Apologe'tka Historia de las Indias, ambas de
dimensiones monumentales, violentas y reiterativas, pero im­
pregnadas con el dramatismo inmediato del testigo lúcido.
En esa etapa de su vida Las Casas se establece en Guatemala,
llevando adelante la experiencia de la Verapaz, que también fue
atacada, perturbada (si cabe non mayor saña) y finalmente de­
nunciada por los encomenderos españoles que veían amenaza­
das sus relaciones tan autoritarias como fácilmente rentables
con los indios y —consiguientemente— disminuidos los resulta­
dos de su acumulación expoliadora. «Era un mal ejemplo para
los indios sometidos a los encomenderos», comenta Hanke, iró­
nicamente. Y su expulsión prefigura la que, por razones análo­
gas, sufrirían los jesuítas en el siglo xvm en torno a la yerba
mate: los latifundistas paraguayos ven en las misiones un peli­
gro para todo su establislanent; «mal ejemplo» también; indios
que se escapan de las encomiendas para refugiarse y ser prote­
gidos en las misiones. E, incluso, competencia en los resultados
estrictamente económicos: el trato paternalista de los misioneros
condicionaba un tipo de trabajador y de producción que —a la
larga— desalojaba del mercado la producción resultante del au­
toritarismo. Es decir, que ya no sólo como influencia ideológica
sino como modelo, Las Casas marca otra de las constantes fun­
damentales del período colonial español en América Jí. Después
de ser denunciado —indignado más que desalentado— Las Ca­
173
sas viaja nuevamente, en 1540, a la metrópoli. Y cuando en el
año 1542 se promulgan las •Leyes Nuevas de Indias» que recogían
parte sustancial de sus propuestas, se siente confirmado. Otra
vez dispuesto a la denuncia y a la polémica. Sensación gratifi­
cante que se complementa cuando es consagrado obispo de
Chiapas en el convento dominico de San Pablo, en su Sevilla
natal, el 30 de marzo de 1544. Fray Bartolomé tiene sesenta
años y —por primera vez— presiente haber logrado la concre­
ción de sus campañas y sus afanes.
Pero siguiendo su infatigable y terca actividad regresa a
América. Coyuntura en la que termina la más conocida de sus
obras: Brevísima relación de la destrucción de Indias. Editada en
1522 en las imprentas de Sevilla, traducida rápidamente a tcxlos
los idiomas europeos, si bien será utilizada de manera oportu­
nista por los adversarios de España (en el momento de reem­
plazo de imperialismos a lo largo de los siglos xvil y xvin),
influirá de forma movilizadora y específicamente crítica en los
pensadores vinculados a la Enciclopedia Francesa: Raynal, Rous­
seau, Grcgoire, Voltaire, Diderot, etc. Ya no sólo por razones
utilitarias competitivas, sino por motivos ideológicos y humani-
taristas. Sobre lodo a partir de ciertas frases lapidarias que se­
rán utilizadas de epígrafes o como puntos de partida de riguro­
sas reflexiones: «En estas ovejas mansas entraron los españoles,
desde luego que las conocieron, como lobos y tigres y leones
cruelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han
hecho de cuarenta años a esta parte, e hoy en este día lo hacen,
sino despedazadas, matadas, angustiadas, afligidas, atormenta­
das y destruidas por las entrañas y nuevas e varias e nunca otras
tales vistas ni leídas ni oidas maneras de crueldad.»
Prohibido por el tribunal de la Inquisición en 1569 «como
ofensivo para la nación española», el referido libro ha servido
de base para los argumentos más difundidos de la llamada Le­
yenda Negra antihispánica. Pero, a la vez, ha sido cuestionado
por exagerado e incluso hinchado por la manera en que está
escrito y, también, por la supuesta»megalomanía» o «paranoia»
de Las Casas. Frente al primer argum ento—el de la exagera­
ción— cabe admitirlo. Esto es. cuando Las Casas dice cien se
trata de ochenta o setenta. Pero como los ochenta o setenta son
miles de muertos, bestialmente ejecutados, despanzurrados por
perros o máquinas de tortura, lo cuantitativo se diluye como
argumento precisamente en lo cualitativo. Además, si sólo se
tratara de un testimonio aislado, los interrogantes sobre su ve­
racidad resultarían legítimos, pero el de Las Casas no es más
que uno, el más denso y crispado si se quiere, dentro de una
extensa y reiterada secuencia de denuncias. Que funciona no
sólo en el siglo xvi, sino que se prolonga, exacerbada y multipli­
cándose, hasta el final de la colonización española. Asi, por
ejemplo, el informe de Jorge Juan y Antonio de UUoa, en cuyos

174
textos los datos denunciados por Las Casas resultan multiplica­
dos y agravados de manera vertiginosa 3J.
Pero si esa argumentación no resultara convincente, bastaría
recorrer hoy, en pleno siglo xx, los países de América latina con
mayor presencia india para inferir o reconstruir, en virtud del
trato infrahumano que reciben de parte de los latifundistas crio­
llos (descendientes, muchas veces, de los grandes encomenderos
del siglo xvi) o por las empresas multinacionales, socias mayores
de esos lejanos herederos de las encomiendas, lo que pudo haber
sido el trato otorgado al indígena. De esta manera se llega a la
convicción de que, si se admite la «paranoia» de Las Casas, no
puede menos de reconocérsele excepcionales condiciones de pro­
feta.
Además —y se trata de un argumento decisivo en este orden
de cosas— que para poder reconstruir las conductas del colono
español del siglo XVI y evaluar realmente la credibilidad que nos
merece Las Casas, bastaría confrontarlas con el trato otorgado a
los indios por los colonos ingleses, franceses u holandeses (para
no abundar) para tener una noción recreada y válida de esa
situación. Dado que la única perspectiva legítima para una
comprensión cabal del problema no es referirla sólo a la del
colono español del siglo XVI. Sino del colono de cualquier na­
cionalidad y en cualquier época M.
De ahí que la actividad de Las Casas deba ser inscrita en este
contexto: no en contra de lo español, sitto a favor del hombre
humillado. Por eso, cuando siendo ya obispo de Chiapas se en­
frenta al poder temporal, no ataca al |>oder español simple­
mente, sino al poder en tanto tal. Su Confesionario (1546), con
sus «avisos y reglas para confesores que oyeran confesiones de
los españoles que son, o han sido, en cargo a los indios de las
Indias del mar Océano», adquiere tina dimensión que desborda
su circunstancia inmediata. Tanto es asi que, cuando dos años
después se ordenaba el secuestro de todos los manuscritos que
circulaban del libro y se organizaron hogueras para quemarlos,
la justificación que se dio es que «ofendía al sentir cristiano c
católico e la honra de muchos».
1546 marca su nuevo regreso a España, tan decepcionado
que decide renunciar al obispado de Chiapas. El fracaso de las
Leyes Nuevas y el desarrollo de las encomiendas le abruma e
inmoviliza por un tiempo. Pero los argumentos públicos de
Juan Ginés de Sepúlveda, confesor de Carlos V, defensor del
empleo de la fuerza para la predicación y la conversión de los
indios, lo lanza a la más áspera y difundida de sus polémicas:
atacando duramente el criterio de masificación de las conversio­
nes y de su imposición mediante la violencia.
Y no se detiene. A los ochenta y nueve años publica sus ocho
Tratadas. El noveno, que no llega a editarse, es, precisamente, el
acusado por la Inquisición. Allí se planteaba, nada menos que

175
«los reyes no tienen poder para disponer de sus súbditos, ni
para hacerlos vasallos de otro señor por vía de encomienda».
Con otras palabras: cuestionaba, de manera global, la empresa
conquistadora desde el 1492. Y, en los hechos, abría interrogan­
tes sobre quién era el soberano: el monarca o el pueblo.
Ya en la última etapa de su vida, a los noventa años, el
problema de la despiadada conquista del Perú le obsesiona. Los
rasgos insinuados en las Antillas, y perfeccionados por Cortés
en México, son exacerbados al máximo y degradados de manera
alarmante. I*as Casas pretende que le autoricen a viajar a esa
zona dominada por la secuela de luchas entre los hombres de
Pizarro y los de Almagro. Se lo niegan. Las disputas entre en­
comenderos han llegado allí a la guerra civil. Las Casas denun­
cia la raíz de ese proceso. Y con ese motivo, en torno al 1560,
concluye su Historia General de las Indias comenzada en 1527. Es
la síntesis de su obra anterior y de su larga trayectoria. A la que,
incluso, intenta «ponerle un estrambote» con De Thesateris
(1563), trabajo no publicado ni traducido del latín al español
hasta fecha muy reciente. Angel Losada lo hace bajo el título de
Los Tesoros del Perú. Su tesis central, dando otra vuelta de tuerca
al problema del soberano, es el derecho de los pueblos a sus
propias riquezas. «Todo el oro, plata, piedras preciosas, perlas,
joyas, gemas y todo otro metal y objeto precioso de debajo de la
tierra o del agua o de la superficie que los españoles tuvieron
desde el tiempo en que se descubrió aquel mundo hasta hoy,
salvo lo que los indígenas concedieron a los españoles en dona­
ción o gratuitamente o por razones de permutación en algunos
lugares voluntariamente, todo fue robado —escribe Las Casas
lúcida y vigorosamente— injustamente usurpado y perversa­
mente arrebatado y, por consiguiente, los españoles cometieron
un hurto o robo que estuvo y está sujeto a restitución» **.
Y este cierre concluyente (que si usa como significante «lo
español» alude en su más profundo significado a «lo imperial» o
«conquistador»), además de resultar un juicio general y sintético
de lo que, generalmente, se oscurece bajo los rótulos triunfalis­
tas de Epopeya, Héroes, Gestas, Espíritu Marcial o Genio Majes­
tuoso, va cerrando la vida de este español desgarrado, polémico,
contradictorio, lúcido, egocéntrico, agresivo, empecinado y ex­
cepcional. Era el 31 de julio de 1566, en el convento de Nuestra
Señora de Atocha. En Madrid era.

El contexto misional lascasiano: ideales y deterioros

Los planteamientos de Las Casas influyeron notablemente


en los diversos sectores misionales que partían de la premisa de
176
que sus trabajos debían contar, como condición previa, con las
cédulas reales que prohibieran estrictamente a los conquistado­
res y encomenderos la entrada en los territorios adjudicados a
las diversas órdenes religiosas. Pero, como vamos viendo, el ais­
lamiento de las zonas misioneras despertaba el encono y la
competencia agresiva de los españoles, quienes no sólo promo­
vían denuncias contra los sacerdotes, sino que organizaban «en­
tradas» para hacerse de mano de obra esclava entre los indíge­
nas.
Pero la respuesta, no ya de los misioneros, sino de los pro­
pios indios, no se hizo esperar: desquites y revueltas que se
fueron dando como prolongación —y reemplazo— del someti­
miento de las grandes ciudades como Tenochtiüan o de los
magnos jefes como Cuauhtémoc. El campo indio también orga­
nizó sus «entradas». Fenómeno que si bien se daba de manera
esporádica, inorgánica y reducida en términos numéricos, no
cesó en ningún momento durante el dominio colonizador. Di­
cho de otra manera: de 1521 en adelante las rebeliones indíge­
nas —espontáneas y deficientemente organizadas— se van defi­
niendo por su creciente violencia. Problema que configura una
constante que no sólo va punteando los últimos años de Cortés
en México, sino que se intensifica a lo largo del siglo XVII,
penetra el x v h i hasta estallar masiva y violentamente en la pri­
mera década del siglo xix. En este sentido, las figuras conside­
radas «precursoras» de Hidalgo y Morelos no son tales, sino
brotes correlativos de una secuencia cuyas raíces hay que bus­
carlas entre los caciques que reemplazan a los parientes de Moc­
tezuma (y cuyos últimos —o penúltimos— representantes co­
rresponde situarlos entre Benito Juárez y Emiliano Zapata, ya
sea en el siglo xix, con la Reforma, o en el xx con la Revolución
mexicana).
Esta tesis de continuidad histórica —vista en la perspectiva
de una larga duración—, aparece nítidamente sustentada tanto
por Jacques Lafaye en su Quetzalcoatl et Guadalupe. La formation
de la consciente naúonale au Mexú¡ue(\974), como por Charles
Gibson en Los aztecas bajo la dominación española. Quienes vienen
a decirnos: la conquista de Cortés fue astuta y despiadada, ate­
nuada en sus perfiles más duros por la influencia misional, pero
jamás se llevó a cabo total o definitivamente, ('orno su estruc­
tura nunca se catalizó, el proceso abierto entre 1519 y 1521 sólo
puede ser entendido en su prolongación si a ésta se la designa
como conquista permanente.
Punto de vista que implica —entre otras cosas— dos elemen­
tos decisivos: el primero, que el sometimiento indígena, pese al
silencio o a la resignación de los indios, siempre manifestó en el
revés de la trama de su «actitud oficial» un componente insu­
mido que jamás pudo ser totalmente disuelto o asimilado por la
Conquista; y, en segundo término, que la influencia misional
177
(aun en sus resultados supuestamente más positivos) nunca
pudo ir más allá de un cierto sincretismo. Sinéresis quejamás llegó
a ser síntesis. Y cuya amalgama —espectacular, si se quiere, pero
siempre exterior y precaria— exhibía su colección de fisuras en
cada momento de crisis 36.
Nada extraño tiene, por consiguiente, que los sectores mi­
sioneros de franciscanos y dominicos (y mucho más con los je­
suítas que fueron llegando posteriormente), al tratar a los indios
«como hombres modestos, pobres y sencillos, que se habían
mantenido exentos de las vanidades de este mundo y de la
apetencia de riquezas terrenales», mucho más cerca del espíritu
y de las formas del cristianismo primitivo, próximos al ideal de
una Iglesia apostólica (opuesta a la que se había oficializado con
el emperador Constantino) y coherentemente vinculados a la
idea del «buen salvaje», encontraron en el obispo de México,
Juan de Zumárraga, y en el oidor de la Audiencia de esa misma
ciudad, Vasco de Quiroga o en el franciscano Gerónimo de
Mendieta, entre otros, una respuesta de adhesión que culmi­
nará —de manera preferente— cuando sean los misioneros je­
suítas los perseguidos y expulsados. Lamentos de los indios con
motivo de la salida de México de «los Padres» y documentos de
los expulsos, al llegar a Europa, hablando de México como de
«su patria perdida». Fenómeno que también debe ser conside­
rado como un componente decisivo que se articula con la for­
mación de una conciencia nacional. Los «jesuítas mexicanos
fuera de su patria» exaltarán insistente y copiosamente tanto a
los descendientes de los aztecas, a su cultura y a «su patria»,
México. A la vez que se convertirán en sistemáticos detractores
del organismo colonial español.
Lo que no quiere decir que —a la inversa de una rigurosa
actitud misional sutil y reciproca— muchos misioneros y nume­
rosas misiones fueran impregnándose con las características de
los colonos españoles, encomenderos y empresarios que. al co­
mienzo (y de acuerdo a los planteamientos de Las Casas. Zumá­
rraga y Vasco de Quiroga) eran el motivo de denuncias.
Fenómeno que constituye, de por sí, otra constante que si
aparece en el momento en que predomina Cortés como enco­
mendero mayor de México, se prolonga, densifica y enturbia a
lo largo del siglo XVI y del posterior período colonial: las de­
nuncias de los encomenderos —exageradas y calumniosas en las
primeras décadas del siglo xvi— se van justificando en las eta­
pas siguientes. Las misiones se convierten también —en nume­
rosos casos— en grandes empresas que degradan cada vez más
el trabajo indígena en trabajo esclavo y a sus empresas espiritua­
les en emporios mercantiles ávidos por ampliar sus dominios,
con la acumulación suficiente como para convertirse en los ma­
yores depósitos financieros e, incluso, tan potentes como para
178
emprender negocios de iodo tipo y, de hecho, transformarse en
los principales banqueros y prestamistas de la colonia.
£n un último análisis, la distancia entre la metrópoli y la
colonia no sólo inflacionaba precios y deflacionaba leyes, sino,
también, el rigorismo espiritual de los misioneros 3Í.

De la Inquisición

Estamos pasando por tiempos difíciles, en que no se


puede ni hablar ni callarse sin peligro1*.

Paralela, contemporáneamente a la presencia eclesiástica y a


la difusión misional en México, se hizo presente en América esa
peculiar institución que —desde la etapa final de la Recon­
quista, entendida como momento previo y condicionante de la
conquista— venia cumpliendo una labor coadyuvante y agresiva
en el proceso de homogeneización española. De condensación
de una estructura cuarteada, contradictoria y heterogénea en
un cuerpo uniforme: se trataba de la Inquisición.
Que si ya con los Reyes Católicos y a lo largo de la regencia
del cardenal Cisncros había cumplido su función unificadora,
proyectada y trasladada (como las otras instituciones peninsula­
res) al Nuevo Mundo, empieza por actuar como vigilante en
todo lo que sea prohibición de emigrar a América a judíos,
protestantes y ex presidiarios. Significativamente, el ideal de
unidad, al resolverse mediante una homogeneización rigurosa
y, por lo general, compulsiva, fue como destilando, cada vez
inás, la tradicional categoría de «pureza». De pureza de sangre.
Con el previsible componente, inverso y complementario, de lo
que, si se va insinuando en el siglo xvi, al llegar al final de la
colonia ha dado como resultante una rígida sociedad cerrada.
El pretexto (o la justificación ideológica, si se prefiere) de
este fenómeno de enclaustramiento opuesto a todo «virus en­
fermo o, eventualmente contagioso» 3,t era la salvaguardia de la
unidad de la fe católica, el control sobre la conducta moral y las
ideas de los súlxlitos de aquellas remotas regiones. Aquí tam­
bién el factor distancia ya era asumido como previsible factor
decisivo en «el relajamiento de la entereza cristiana». Por eso, si
los primeros inquisidores fueron fray Pedro de Córdoba en La
Española y el obispo Alonso Manso en Puerto Rico, en México
también fueron dominicos quienes en 1535 empezaron a orga­
nizar el tribunal del Santo Oficio. La «entereza» de esa orden ya
había sido puesta a prueba, por lo menos, desde el siglo xili.
Si las instituciones españolas se implantaban, de hecho, me-
179
cárneamente, con todo su aparato y su jerarquía, tampoco po­
dían faltar en este caso los ministros («familiares») que actuaban
como confidentes y delatores. Y que consideraban sus funciones
como un honor especialmente calificado, dado que no sólo te­
nían que probar una limpieza de sangre inobjetable, sino que
disfrutaban de codiciados privilegios. F.I menor de los cuales no
era, precisamente, el quedarse con un alto porcentaje de los
bienes de las personas a quienes delataban.
Y en lo que hace a su popularidad, si se daba en España,
también gozaba en México de la simpatía de los más rudos
conquistadores como de los encomenderos más opulentos. Con­
viene recordar que los colonos en América jamás sintieron el
establecimiento de la Inquisición como algo opresivo para su
libertad personal. Al contrario. El Santo Oficio era francamente
popular. Y los autos de fe un espectáculo tan celebrado como
las corridas de toros. El fanatismo religioso tenía lodos los as­
pectos del «estilo español» de la Contrarreforma, Proceso que se
va agravando a lo largo del siglo xvi, donde ni la tolerancia ni la
libertad de conciencia fueron tenidas por valores éticos reveren­
ciales. Dado que, en la España de esta inflexión histórica, la
intolerancia se había convertido, desde los Reyes Católicos, en
un precepto de la razón de Estado 40.
Así es que, desde semejante óptica, quienes en México resul­
taron los primeros en sufrir el rigor de esa institución fueron
los marineros extranjeros (principalmente ingleses y —con el
tiempo— holandeses y franceses), prisioneros de alguna batalla
naval o capturados en algún ataque costero. O bien, comercian­
tes —sobre todo criptojudíos o portugueses que se animaban a
adentrarse en los extensos y rentables territorios de la Corona
española para colocar sus mercaderías sin tener que pasar por
las gravosas y exigentes aduanas.
En cuanto a los indios, el Santo Oficio no era competente
para juzgarlos dado que, por su carácter de neófitos, desconoce­
dores de las sutilezas de la religión católica, no se les podía
exigir una comprensión o interpretación cabal ni de las Escritu­
ras ni del más banal de los catecismos. Incluso, en el mejor de
los casos, funcionaba en este nivel el reiterado patemalismo
(cuyos mejores ejemplos encontramos en las misiones). Actitud
que condicionaba una propuesta protectora, más bien benévola
y complaciente que, a cada paso, acudía al argumento de que los
indígenas carecían del entendimiento suficiente como para que
se les pudiera inculpar. Es decir, después de las agresivas polé­
micas de Las Casas en plazas e iglesias y luego de las sutilezas
académicas de un Vitoria, ya no se les podía negar su condición
humana. Nadie lo hacía explícitamente. Los indios eran tan
hombres como los conquistadores. Pero jamás dejó dé pesar
sobre ellos una suerte de capids diminuido que en la vida coti­
diana y, sobre todo, en las relaciones inquisitoriales operaba

180
como una suerte de tutela. De hecho —en el terreno religioso—
y especialmente desde la conquista de Cortés, los antiguos azte­
cas vivieron como pupilos de los españoles. Y éstos como curado­
res de aquéllos, encargados de una singular «cúratela».
Sin embargo, en ciertas oportunidades, el Santo Oficio actuó
también contra estos indios «tutelados». Asi, el famoso Juan de
Zumárraga, arzobispo de México y gran inquisidor, hizo que­
mar a un cacique azteca como hereje con el argumento de que
el indio, públicamente, hacía propaganda a favor de las viejas
deidades del Anáhuac. Lo que implicaba no sólo condenar la
dominación española, sino poner en evidencia que «los viejos
dioses aún no habían muerto». Y ese cacique, automáticamente,
dejaba de ser tratado de manera paternalista, se prescindía sin
más de su condición jurídica de «tutelado», de «pequeña gente»
o de «persona simple», para recuperar su carácter de «antiguo
enemigo cubierto con las plumas del águila y la piel del leo­
pardo» 41.

NOTAS AL CAPITULO 11

1 Charlei Gibson, Los atinas bajo la dominación española, cit.


1 G. C. Vaillam. Astees oj México, Pelican Books. Londres. 1971.
1 Jacques Sousicllc, ap. cit., cap. 5, «Del nacimiento a la muerte*.
* Alfonso Caso, El Pueblo del Sol,
5 Angel Maria Garibay, Historia de la hlerrtiura náhuatl, Porrúa, Mixteo, 1963.
1 Tomo 11 de esta misma colección.
7 Salvador Toscano, Arte precolombmo de Méxito y de la Amerita Central,
UNAM, México, 1962.
I John Lynch, España bajo los Austrias.
* Henri Lapeyrc, Les monartbies europémnes au XVIe, PUF., 1967.
19 Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en Méxko, 1957.
II Marcel Merlc y Roberto Mora, El anticolonialismo europeo.
17 Lesley Bird Simpson, The Encomienda m New Spain, 1966.
17 Sir Arthur Hepls, The Spastish Conques! in Amerita, 1900-1904.
11 Jaime Wheelock Román. Raíces indígenas de la lucha anttcakmialista en Nicara­
gua, 1974.
17 Bartolomé de las Casas, Historia de Indias.
19 Be veril Meigs, The Dominiean Mission Frontier of Lower California, Berkeley,
1945.
17 André Saint Lu, La Vera Pai. Esprit évangelique et colonisation. París, 1968.
11 Luis González Obregón, Los precursores de la independencia mexicana en el siglo
XVI.
19 Lucien Febre, Au coeur religituxdu XVIe. ¡Hele, 1968.
70 Franchón Royer, The Franciscan Carne First, Paterson, N. J., 1951.
21 Fray Toribio de Benavente (Motolinia), Carta al emperador Carlos V.
22 Cari O. Sauer, Colima of Neui Spain m Ihe Sixteenlh Cenluty, Berkeley, 1948.
21 Marcel Bataillon, Charles-Quiñi, Las Casas et Vilorta, París, 1959.
24 Juan Goytisolo, Merienda PidaI y el padre Las Casas, París. 1967.
15 Cfr. tomo VI de esta colección. La expansión de la conquista.
29 Jacques Lafaye, Quetzalcoalt et Guadalupe. La formaiion de la consciente natio-
nale du Menique, París, 1974.

181
27 Lewis Hankc, The Spanish Struggle for Justíce in the Conquest of America.
*• Silvio Zavala, Las instituciones jurídicas en la conquista de America, 2.a edición,
México. 1971.
29 Juan Pérez de Tudela, Significado histórico de la vida y escritos del padre Las
Casas, 1957.
*° Angel Losada, Fray Bartolomé de Las Casas a la luz de la moderna critica histó­
rica, Madrid. 1970.
11 Pedro Borgix, Métodos misionales en la cristianización de América, Madrid. 1960.
n Louis Baundin. Une théocratie socialiste: retal jésuit du Paraguay, Parts, 1962.
3i Francisco Chevatier, La formation des grands domaines au Méxique, 1952.
J4 Eric Williams, Capitatism and Slavery, 1944.
)J Manuel Giménez Fernández, Bartolomé de Las Casas, delegado de Cisneros para
la reforma de las Indias, 1953.
** José Antonio Maravall. Im utopia político-religiosa de los franciscanos en Nueva
España, 1949.
57 Pintan B. Warrcn, Vasco de Quiroga and his Pueblo-Hospitals of Santa Fe, Was­
hington, 1963.
>a Juan Luis Vives a Erasmo, 1534.
39 CecU Roth, The Spantih ¡nquiútion, Londres. 1937.
40 Julio Jiménez Rueda. Herejías y supersticumes en la Nueva España, México,
1952.
41 Elizabeih Andros Kostcr, MotoBnia’s Histary of the Indians of New Spain, Ber-
keley, 1950.

182
La labor paralela de los misioneros y guerreros configuró uno de los
aspectos más sobresalientes de la conquista: la evangelizarión como con­
trapeso a la explotación.
12. LA TIERRA: DISTRIBUCION, PRODUCCION
Y CONTRADICCIONES

Nueva España fu e una de las regiones del im­


perio español en América donde se organizó con
mayor rigor toda la estructura colonial. La otra
fu e el Peni. La influencia de Cortés y de los
Pizarra y sus descendientes, resultó, en este sen­
tido, francamente decisiva. Pero, con el tiempo,
esa sistematización fu e deviniendo cada vez más
arcaica. El eje de la minería fu e dando paso al
pivote de la agricultura. Y Caracas y Buenos
Arres — paulatinamente — se fueron convir­
tiendo en áreas decisivas. Se comprenden asi la
importancia y la difusión de la empresa boliva-
riana o el ímpetu de un San Martín.

José Luis Romero.


Latinoamérica: las ciudades y las
ideas,
19 7 5 .
E l r e in a d o d e C a r lo s I d e E s p a ñ a ( 1 5 1 9 - 5 6 ) a p a r e c e p e r m a n e n te m e n te
c o n d ic io n a d o p o r la tr a d ic ió n f e u d a l y d in á s tic a d e la p o lític a e u r o p e a y la n u e v a
p r o b le m á tic a q u e le p la n te a e l N u e v o M u n d o rec ié n d e sc u b ie rto . D e c ir q u e se
d e sin te r e só d e éste ú ltim o s e r ia in ju s to . P e r o d a d a la d e n s id a d y la p r o x im id a d d e
lo e u ro p e o , f i n a l m e n t e , A m é r ic a s ir v ió p a r a p a g a r c o n el o ro y la p la ta s a q u e a d o s
o e x tr a íd o s r u d im e n ta r ia m e n te d e la s m in a s d e M é x ic o y d e l P e r ú los c o n flic to s d e
I ta lia , d e l a n tig u o Im p e rio R o m a n o - G e r m á n ic o o las c a m p a ñ a s lle v a d a s c o n tr a
los lu te r a n o s , los fr a n c e s e s o los o to m a n o s .

C a r O. Sauer, T h e E a r ly S p a n is h M a in , 1966.

Carlos V en su juventud (B. Strúgel, Gal. Borglicse, Roma).


Cortés y las encomiendas: feudalismo y modernidad

El encomendero se mostró, por lo general, más cons­


ciente de sus derechos que de sus deberes '.

La presencia de las distintas órdenes misionales, sus esfuer­


zos, actividad y difusión y, sobre todo, las enérgicas y continua­
das campañas de Las Casas deben vincularse intimamente con el
proceso producido en México después de la dominación de su
capital.
El núcleo del problema sigue siendo la serie de enfrenta­
mientos suscitados desde «el arreglo» al que había llegado Cor­
tés con los hombres de Diego de Velázquez enviados al mando
de Panfilo de Narváez en 1520. Es decir, que el conflicto plan­
teado desde el comienzo de la empresa cortesina (y que se fue
resolviendo, de manera inmediatista. a través de la sutileza polí­
tica de Cortés o'por medio del cohecho) no había dejado de
incidir en las contradicciones internas de las tropas conquista­
doras. Más bien, por el contrario, se venían complicando. Tanto
es así que, cuando la sagacidad empleada por Cortés para con­
vencer a sus adversarios y pasarlos a su campo o la categórica
eficacia del cohecho no daban resultados ante la avidez de los
velazqu islas, fue echando mano de otro expediente: las prome­
sas de participación en el botín una vez que se dominara defini­
tivamente a Tenochtitlan y al poderío azteca. Con otras pala­
bras, Cortés proyectaba sobre un futuro triunfalista la resolu­
ción definitiva de las querellas internas entre sus hombres. Y, a
la vez, se daba tiempo (tara ir actuando y llevando la campaña
adelante. Pero ese futuro era presente y los plazos se habían
cumplido. Y es así como, después de 1521, las exigencias de los
antiguos vclazquistas se fueron haciendo cada vez más perento­
rias. Incluso, como los primeros en ser favorecidos habían resul­
tado. de manera previsible, los más adictos a Cortés y quienes
más pruebas de lealtad le habían dado, el descontento entre los
velazquistas fue in crescendo. El resultado de su táctica había sido
doble: en primer lugar solidificar su clientela pero, en la otra
cara de la moneda, como contrapartida, exacerbar a sus enemi­
gos-
187
Pero, ¿qué ocurría? Que las cantidades de metales preciosos
y de joyas no eran tan grandes como para poder distribuir y
conformar a tanta gente. Sobre todo a los antiguos velazquistas,
que eran mayoría. De ninguna manera. Y mucho menos, si se
tiene en cuenta la importancia de las partes que, legalmente, le
correspondían al propio Cortés y la que debía ser enviada a la
metrópoli.
Así es que la única alternativa que le quedaba al conquista­
dor para superar ese conflicto en el que insistían agriamente los
velazquistas y que, pese a los manejos y nuevas promesas del
Conquistador, había llegado a una crispación insoslayable, era
echar mano del expediente de las encomiendas. Es decir, pasar a
la distribución de tierras y de indios de acuerdo a la jerarquía
militar de cada uno y en virtud de los aportes y gastos persona­
les que hubiera hecho. Se recurría, de esta forma, a un proce­
dimiento jurídico que ya se había practicado en las Antillas y
que, en última instancia, no era sino una flexión más del cuerpo
de doctrinas y procedimientos administrativos e ideológicos que
se proyectaron desde España.
Pero como la encomienda había provocado una serie de re­
sultados calamitosos en las Antillas !, promoviendo entre juris­
tas y misioneros una sistemática y creciente repulsa, Cortés se
vio en la obligación de enviarle otra carta al emperador Carlos
V para explicarle detalladamente cuáles eran las razones que
abonaban esa medida: «Por una carta mía hice saber a Vuestra
Majestad —puntualiza el Conquistador— cómo los naturales
destas partes eran de mucha más capacidad que no de los de las
otras islas, que nos parecían de tanto entendimiento y razón
cuanto a uno medianamente basta para ser capaz; y que a esta
causa me parecía cosa grave, por entonces, compelerlos a que
sirviesen a los españoles de la misma manera que los de las otras
islas.»
Sobre todo que, como el criterio de Cortés había cambiado
condicionado por la situación en general y por las exigencias
cada vez más compulsivas de los viejos hombres del partido de
Diego de Velázquez, los argumentos del Conquistador debían
ser especialmente sutiles y convincentes.
Empero, su carta llegó a la Corte cuando las discusiones
sobre las ventajas o la deficiencia de la encomienda se iban
definiendo (entre otras razones, por la campaña promovida por
Las Casas) en contra de esc sistema. De manera que la respuesta
de Carlos V fue terminantemente negativa: «No haréis ningún
reparto ni encomienda, ni consentiréis ninguna asignación de
indios —le ordenaba a Cortés—, sino que dclséis permitirles
vivir en libertad como viven mis vasallos en Castilla. Y si antes
de que os llegue esta carta habéis dado indios en encomienda a
algún cristiano, lo derogaréis»}.
Es decir, que el criterio que lamentable y ruinosamente ha-

188
bía prevalecido en las Antillas pasaba a ser revisado con el crite­
rio humanitarista que impregnaba las argumentaciones de los
teólogos y asesores de Carlos V en el Consejo de Indias. De ahf
que, entre otras medidas de renovación, se le hada saber a
Cortés que, en materia de conversiones, debía preferirse a sa­
cerdotes mexicanos a causa de la notable influencia y prestigio
que tenían sobre la población indígena. Y no sólo era conve­
niente estimular —especialmente a los aztecas—, a saber apre­
ciar los modos de civilización españoles y a «urgirlos a llevar una
vida ordenada», sino que debían ser persuadidos para que abo­
lieran los sacrificios humanos y a que reconociesen las obliga­
ciones en materia de impuestos, diezmos y alcabalas que tenían
que pagar a la Corona.
Incluso se prohibía terminantemente a los cristianos promo­
ver la guerra a los indios y arrebatarles sus propiedades sin
previo pago, advirtiéndose que si alguien ofendía a un indígena
sería castigado severamente. «Y así los indios —concluían las
órdenes de Carlos V—, se pondrán en mayor contacto con los
cristianos y vendrán al conocimiento de nuestra Santa Fe Cató­
lica que es nuestro principal deseo y propósito, y más se habrá
ganado convirtiendo a cien por estos medios que a cien mil por
otros.»
Cortés, dada su larga experiencia en el Nuevo Mundo, sabía
perfectamente que las razones que aducía su emperador eran
ciertas. Incluso que ese criterio había sido el suyo de acuerdo a
su propia sutileza y a la habilidad con que había ido llevando la
política de la conquista de México a partir de 1519. Pero (y
nuevamente el factor distancia había sido decisivo en este pro­
blema), la distribución de los indios y el otorgamiento de las
tierras ya era un hecho en plena consumación cuando la carta
de Carlos V llegó a sus manos. Sus urgencias frente a los velaz-
quistas al borde de la sublevación (que podía convertirse en
guerra civil), no podían desplegar un tempo cortesano, sino una
velocidad de frontera ■*.
Así es que. asumiendo la vieja fórmula feudal del «obedezco
pero no cumplo», les informó a los cuatro funcionarios reales
portadores de la carta del emperador que no podía poner en
ejecución lo que allí se le ordenaba por la situación concreta de
violencia que se vivía en México y que —además— le escribiría
de inmediato una nueva epístola a Carlos V justificando deta­
lladamente las razones por las cuales había cambiado su criterio
convirtiéndose en un defensor de la encomienda.
l-os argumentos fundamentales empleados por Cortés en su
nueva epístola a Carlos V fueron seis: en primer lugar, los es­
pañoles no contalxtn con otro medio de sostenimiento que el
que les brindaba el servicio de los indios. Y si prescindían de
estas prestaciones, se verían en la obligación de abandonar Mé­
xico. Con lo cual Carlos V. de manera correlativa, perdería su

189
nuevo imperio y los nativos su salvación espiritual. En segundo
lugar, no era cierto que los indios serían libres si la encomienda
era abolida, porque el sistema empleado por Cortés los había
liberado de la esclavitud —mucho más grave y dolorosa— a la
que los tenían sometidos los antiguos señores aztecas. Y especi­
ficaba Cortés sagazmente: tan intolerable había sido esa esclavi­
tud anterior bajo otros indígenas, que ahora sólo bastaba ame­
nazarlos con devolverlos a sus antiguos amos para que sirvieran
con mayor devoción a los españoles.
En cuarto lugar —argumentaba Cortés— era ilusorio pensar
que los indios pagarían un tributo en metálico a la Corona. Por
la muy simple razón de que no tenían dinero. Y si el pago se
hacía en especies*Su Majestad no podría disponer de esas mer­
caderías». El factor distando se convierte en esta parte de la
argumentación cortesina en un componente decisivo a favor de
su posición. Además, continuaba el Conquistador, las ciudades
que habían sido puestas directamente bajo el control de la Co­
rona se habían arruinado al intentar recolectar el tributo. Razón
por la cual Cortés se había visto en la necesidad de darlas en
encomienda para evitar su destrucción. Obteniendo así no sólo
que esas ciudades no se destruyesen, sino todo lo contrario: una
rápida reconstrucción y un triple aumento de las rentas reales.
De donde se podía deducir, con una coherencia inobjetable, que
dichos lugares debían quedar en manos de hombres que, por su
larga experiencia americana, por su capacidad de mando y por
su paternal relación con los indios, sabían como hacerlas pro­
gresar.
En quinto lugar, si la encomienda fuese abolida —interro­
gaba Cortés—, ¿quién sería el encargado de conservar a México
para el emperador español? La única respuesta posible: que
podría ser custodiado por varios miles de soldados pagados por
la Corona. Pero —proseguía Cortés—, ¿estaba la Corona espa­
ñola en condiciones de sostener semejante erogación? Y, con
vistas a cerrar sus argumentos, ¿acaso los nuevos soldados reales
serían mejores que los encomenderos? El aprendizaje ameri­
cano de esos hombres, ¿cuánto tiempo llevaría? Su adecuación a
las nuevas condiciones de vida, especialmente duras, ¿cuánto le
costaría a Carlos V?
Y, en sexto lugar. Cortés sostenía que la verdadera razón del
aniquilamiento de los indios en las Antillas (que era d prece­
dente del que siempre se echaba mano), no era culpa ni respon­
sabilidad de los colonos, sino de los que debiendo administrar
justicia, lo hacían de manera deficiente. Y que, incluso, teniendo
prohibido de manera explícita utilizar indios en su provecho, lo
hacían a vista y paciencia de todo el mundo. Argumento, claro
está, que iba apuntando a sus principales adversarios personales
que —como muy bien sabia Cortés— estaban enquistados en la
Audiencia y en los estamentos judiciales de la colonia. Por tc-
190
mor de su creciente poderío «a lo gran señor» o envidiosos de
sus éxitos militares o de las cuantiosas riquezas acumuladas s.
Por otra parte, Cortés no sólo abogaba de esta manera a
favor de una posible manera de llegar a un entendimiento con
los viejos hombres de Velázquez que seguían acosándolo día a
día, sino que también trataba de justificar su propia situación.
Dado que no conviene olvidar que Cortés, en los hechos, se
había transformado en el mayor encomendero de México. Mo­
tivación por la cual, paulatinamente, se había ido convirtiendo
en un categórico defensor de una sociedad que apuntaba a or­
denarse sobre las bases tradicionales de la frontera.
Actitud que, de manera dialéctica, provocaba en la metró­
poli un fuerte sentimiento de rechazo en tanto implicaba una
proyección, actualizada, del feudalismo en el Nuevo Mundo. Y,
consiguientemente, toda una movilización en torno a la necesi­
dad urgente de buscar un método y un delegado con la eficacia
suficiente para que, oponiéndose a Cortés, fuese capaz de redu­
cirlo en el uso de sus crecientes e incontrolables poderes. Pues
de delegado de Diego de Velázquez se había convertido en con­
quistador primero, luego en capitán general y, por último, en
marqués del Valle.
En torno a este fenómeno tan dramatizado como complejo,
comenta Solórzano y Pereira en su Política Indiana: «Como esta
práctica diabólica de la encomienda ya había echado raíces, no
era fácil suprimirla. Tanto los gobernadores como los colonos
hicieron tales demandas y pusieron tantas dificultades para la
ejecución de estas provisiones, que tuvieron que ser anuladas.»
Cierto. Sobre todo si se tiene en cuenta que, así como nues­
tro punto de partida esencial ha sido la tesis de Pierre Vilar
(según la cual debe considerarse a la Conquista como la etapa
superior de la Reconquista), y que tanto las clásicas «entradas»
como la tneuxiología misional o la (nomenclatura rcferencial
estaban coloreadas por la tradición feudal, la defensa que Cor­
tés hacía de la encomienda resultaba coherente con la totalidad
del encuadre, la ruptura con ese continuo fundamental (trove-
nía, más bien, de los planteamientos de quienes sostenían que
había que eliminar la encomienda.
De donde se puede inferir que la «feudalidad» implícita en
las propuestas del Conquistador no sólo respondía a una nece­
sidad acuciante en el México del siglo XVI, sino que su posición
tenía de su parte la legitimidad de lo consuetudinario encar­
nado en una tradición en la que todos sus hombres se habían
formado. Tanto es así que, en función de la fuerza de ese fac­
tor, el paso siguiente de Cortés será plantear la necesidad de
que las encomiendas sean entregadas en perpetuidad. Es decir,
que quienes detentaban, momentánea o precariamente esos
dominios, se irían convirtiendo en titulares de nuevos mayoraz­
gos.

191
Planteamiento que pondría en la superficie una contradic­
ción decisiva y latente: pese a los planteamientos de Cortés, la
tradición de la Reconquista, en realidad, funcionaba cada vez
más a nivel superestructura!, dado que la nueva organización
del imperio español —para poder llevarse a cabo en tanto tal—
no sólo debia renegar de ella, sino que requería planificarlo
todo con un criterio moderno de unidad y de centralización.
Esto es: necesitaba proyectar sobre México y el Nuevo Mundo
no ya la tradición de las comunidades (derrotadas en esos mismos
años), sino el criterio de la unidad nacional que, imponiéndose
por encima de fueros y tradiciones, se correlacionaba con las
exigencias de homogeneización de un mercado unitario. Y, so­
bre todo, de un tipo de acumulación mercantilista que ya no
podía apoyarse en procedimientos ni en organizaciones esta-
mentarias o corporativistas de raíz medieval *.

Rezagos feudales y enfrentamientos inmediatos

Uno de los principales defectos de la administración


colonial española consistió en reservar bs principales
empleos a los españoles nacidos en b metrópoli; bs
monarcas siempre desconfiaron de b lealtad de bs del
Nuevo Mundo, y si en el siglo xvi ese criterio los
enfrentó con los conquistadoresy bs encomenderos, ha-
cb el 1800 los fue alejando definitivamente de los
criollos

Frente a la política del «hecho consumado» que Cortés le


planteaba a Carlos V (con el consiguiente malestar que provocó
en la Corte, pese a) prestigio personal con que contaba ante el
monarca), los viejos velazquistas, disconformes por su senti­
miento de resultar siempre los relegados en la distribución de
beneficios, sinecuras y privilegios de toda índole, hicieron llegar
a la Corona una denuncia donde no sólo señalaban los excesos
de Cortés como conquistador y gran latifundista, sino que insi­
nuaban su oculto proyecto de instaurar en su propio beneficio
un gran feudo imperial con él mismo como primus ínter pares.
Como resultado de esas informaciones, en la mayoría de los
casos veraces pero exageradas insidiosamente, en la Corte espa­
ñola se resolvió la organización de una Audiencia que, perma­
nentemente, pondría límites a la autoridad indisctitida y expan­
siva de Cortés.
Pero si la decisión de Carlos V fue tomada en 1526, los
miembros de la Real Audiencia llegaron a México a fines de
1528 encabezados por su presidente. Ñuño de Guzmán. De los

192
cuatro oidores, dos habian muerto en el viaje, y con los sobrevi­
vientes —Diego Delgadillo y Juan Ortiz de Matienzo— los ve-
lazquistas se lanzaron de lleno a una decidida política anticorte-
sina que, en los hechos, se convirtió en un tironeo para ver
quiénes se aprovechaban más del trabajo esclavo de ios indios. Y
de las exacciones a las que los indígenas podían ser sometidos
impunemente.
Esta línea de conducta, encabezada por el presidente de la
Audiencia, no tardó en encontrar un decidido y ferviente oposi­
tor en el nuevo obispo de México, fray Juan de Zumárraga,
quien se había lomado muy en serio su papel de «Protector de
los indios». Lógicamente, la lucha de banderías que se venía
crispando mientras Cortés era, concretamente, «dueño y señor»
de México, se coloreó con nuevos componentes: porque si Zu­
márraga, fraile franciscano, encontró en los otros miembros de
su Orden un apoyo tan incondicional como combativo, las exce­
lentes vinculaciones de éstos con Hernán Cortés (que siempre
los había tratado de manera preferencial), lo fue desplazando
hacia el campo político del Conquistador. En el bando opuesto,
las crecientes arbitrariedades del presidente de la Audiencia y
sus ataques progresivos a todo lo que implicase vinculación con
la línea cortesina, lo desplazó hacia el campo de los antiguos
velazquistas. Las líneas contrapuestas se tensaron al máximo.
Y si Zumárraga no cesó en sus anatemas lanzados desde el
pulpito contra Ñuño de Guzmán y sus aliados, el Gran Oidor se
desquitaba de manera sistemática enviando informes a la me­
trópoli donde «lo dejaba como chupa de dómine» *: no sólo le
acusaba de utilizar a los indios en trabajos personales y privados
o en la construcción de una casa para reunir a sus amigos y
cofrades en «opíparas comilonas», sino que llegaba a sostener
que la mayoría de los franciscanos tenían relaciones sexuales
con las indias, sometiéndolas a sus exigencias y sevicias. Incluso
el otro gran franciscano aliado de Cortés y Zumárraga en este
conflicto colonial era severamente criticado por supuestos en­
víos a sus parientes de España de unos 700 castellanos de oro. Y
la situación tensa y violenta se impregnaba —como diría Ri­
cardo Palma refiriéndose al Perú colonial— «con todas las pe­
queñas miserias de una aldea y todas las grandes sordideces de
una corte».
En esta contienda epistolar, Zumárraga no se quedó atrás:
no sólo Ñuño de Guzmán, sino la Audiencia en su totalidad fue
duramente inculpada de cohecho, de mal trato con los indios,
de desconocimiento de los más elementales principios del dere­
cho natural y de tolerar la esclavización de los indios pacíficos
sin distinguirlos de aquellos que, por el hecho de haberse suble­
vado o de no someterse a las disposiciones de la Corona españo­
la. podían ser cazados y esclavizados con cierta anuencia legal.
En este conflicto entre el obispo de México y la llamada

193
«Primera Audiencia» —teniendo en cuenta las características
personales de Ñuño de Guzmán, «aventurero conocido por su
audacia no sólo en México, sino en la metrópoli»— las conclu­
siones a que llegó la Junta de Barcelona reunida en 1529 fueron
favorables para el campo franciscano. Y, por consiguiente, para
el propio Cortés, quien habiendo advertido el cariz desfavorable
que podían tener para él, para sus intereses personales y para
su clientela política la beligerante actitud del presidente de la
Audiencia, había resuelto viajar a la Corte y poner en movi­
miento a todos sus aliados metropolitanos. Los cuales —como
señala Jean Paul Berthe— constituían ya una larga colección de
aliados, paniaguados, corresponsales, amigos y deudores Lo­
grados mediante su sutileza política, a través de regalos, dádivas
o promesas. O, más simplemente, a través del rápido y generali­
zado expediente de la complicidad.
Incluso su presencia en la Corte actualizó de tal modo su
prestigio que la reina —en ausencia de Carlos V— emitió una
nueva cédula donde se establecía: «En vista de la información y
opiniones de los religiosos y de nuestro gobernador, Hernán
Cortés, y muchos otros, y con la aprobación de nuestro Consejo
de Indias, es nuestro deseo favorecer a los conquistadores y
colonos de Nueva España, especialmente a quéllos que tienen
intención de quedarse definitivamente, por lo cual hemos re­
suelto hacer una distribución permanente.»
Como señalan el mismo Berthe, Lesly Byrd Simpson y Char­
les Gibson, nos encontramos ante una política tan contradictoria
que, por momentos, parece reflejar el caos que se estaba produ­
ciendo en México: denuncias y contradenuncias; órdenes y con­
traórdenes; repulsas y cohechos. Todo lo cual da la sensación de
asistir a una Corte vacilante y de enfrentarse a unas autoridades
que optaban por la última opinión que habían escuchado. Tam­
bién en este aspecto, el factor distancia aparece condicionando
de manera alarmante y, por momentos vertiginosa, los bandazos
que ya va pegando hacia un lado y hacia el otro la línea política
de la monarquía española.
Aunque, si bien es cierto, dentro de esas oscilaciones tan
contradictorias se puede aislar, con bastante nitidez, un eje que
determinaba una estrategia general: evitar una guerra civil en
México. Impedir que se llegasen a reproducir la anarquía y las
graves e interminables disenciones civiles que habían caracteri­
zado a la España del siglo xv, sobre todo en el período de
Enrique IV (1454-74) y de la guerra de sucesión que cubre,
despiadadamente, los años que van del 1475 al 79.
Pero, con una salvedad (como muy bien señala Cari O.
Sauer): que si en el siglo xv, Isabel y Fernando y los partidarios
de una unidad nacional eran fuerzas tan incipientes como bo­
rrosas, en el momento histórico dominado por la figura de Car­
los V ese sentimiento de unidad ya estaba catalizado en las con-

194
ciencias a través de las armas y mediante los dineros. Es decir
que, en último análisis, lo que se le otorgaba a Cortés y a los
encomenderos de México no era más que una concesión. La
graciosa concesión de quien sabe muy bien de su poderío, de las
limitaciones reales de los otros y que puede mostrarse condes­
cendiente. por táctica, u obedeciendo a una coyuntura. Pero
que, en términos de estrategia y de estructura global, en cual­
quier momento conserva la posibilidad de convertirse en un
poder implacable l0.

Nuevos funcionarios y conflictos renovados

iba llegando e l fin a l de los conquistadores para dar


paso a l momento de los funcionarios. La conquista de­
bía ser administrada

Tan notables eran las oscilaciones de la Corona española en


materia de reglamentación del problema principal de México,
representado por la encomienda (que condensaba sobre si todas
las contradicciones que se venían planteando desde 1519 y exa­
cerbando luego de 1521), que en 1530, y después de verificarse
la ineficacia y corruptela de Ñuño de Guzmán, se procedió a
designar una segunda audiencia que, de acuerdo con su actua­
ción, resultó la antítesis de la primera.
Además del presidente Fuenleal, que se demoró en su lle­
gada a México, entre los oidores —Alonso Maldonado, Fran­
cisco de Ceynos y Juan de Salmerón—, merece destacarse por
su humanitarismo, sus trabajos a favor del indio y por el presti­
gio alcanzado en la colonia, a Vasco de Quiroga: nacido en
torno al 1470, en Madrigal de las Altas Torres, había estudiado
jurisprudencia en Salamanca y conocía minuciosamente la obra
de los humanistas, en especial la del inglés Thomas Moro; y de
acuerdo a esa influencia intelectual lo veremos fundar hospita­
les —el de Santa Fe en México, los de Michoacán— y cuando es
designado obispo en esta última población, se dedica a organi­
zar en los bordes del lago de Pátzcuaro«un sistema de gobierno
que llega a funcionar como una utopía realizada». O, como
agrega Alfonso Reyes, «Vasco de Quiroga demuestra que la
utopía puede convertirse en historia». De manera tal que su
popularidad en el medio indígena llegó a ser tan amplia que en
los poblados de su diócesis se le conocía como «el Tata Vasco».
Relación insólita por su equilibrio en un momento en que,
luego de las campañas de Pedro de Alvarado a Guatemala, de
Cristóbal de Olid a Honduras y de Luis Marín a Chiapas 12
—con sus éxitos deslumbrantes mezclados con asesinatos y trai-

195
dones— todo el panorama colonial tenía en permanente inquie­
tud a los españoles. Pese a la presencia de Cortés y a la de los
hombres que le habían permanecido leales.
Porque el Conquistador, alejándose cada vez más de las
preocupaciones guerreras y de los conflictos entre banderías,
privilegiaba el cuidado de sus enormes beneficios originados en
el saqueo, el repartimiento y en las mercedes reales. Y asi como
se había convertido en modelo de otros españoles en América
por su eficacia táctica y política en la primera etapa de la con­
quista de México, también en su estilo de gran latifundista no
sólo los deslumbra sino que les proponía pautas de vida: «Ser­
víase ricamente como gran señor con dos maestresalas mayor­
domos e muchos pajes, e todo el servicio de su casa muy cum­
plido, e grandes vajillas de plata e de oro; comía bien y bebía
una buena taza de vino aguado que cabría un cuartillo» —nos
relata con inocultable admiración Bemal Díaz del Castillo—.«Y
era latino, c oi decir que era bachiller en leyes, y cuando ha­
blaba con letrados u hombres latinos, respondía a lo que le
decían en latín. Era algo poeta, hacía coplas en metros e en
prosa, y lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena
retórica.» Y el incondicional cronista no elude ni los menores
detalles: «E también traía en el dedo un anillo muy rico con un
diamante, y en la gorra, que entonces se usaba de terciopelo,
traía una medalla.»
Sobre ese fondo de institucionalización del encomendero
mayor y de sus secuaces, que se empeñaban en imitarlo en una
coyuntura histórica de inseguridad generalizada, las órdenes
que traían los miembros de la segunda Audiencia fueron espe­
cialmente seleccionadas: en primer lugar, suprimir todas las en­
comiendas concedidas por Ñuño de Guzmán a sus parciales (en
su mayoría, los antiguos hombres de Diego de Velázquez), de­
biendo ser puestas de inmediato bajo el control directo de la
Corona. Se iba retomando asi, el criterio de unificación cre­
ciente que había sufrido demoras, alteraciones y concesiones
episódicas y oportunistas. En segundo lugar, el encomendero
—en lo que hace a sus relaciones con los indios—, era despla­
zado sutilmente y luego reemplazado de manera categórica por
el corregidor, funcionario designado directamente por el Con­
sejo de Indias a propuesta de la Audiencia. Y que tenía, como
función principal, ir reforzando con su presencia y con su sagaz
actividad el comienzo de la disolución de los brotes de feuda­
lismo en la Nueva España.
En este sentido, las órdenes que portaban los nuevos oidores
eran concluyentes: «Os mando que cuando lleguéis os informéis
si se han tomado indios desde que el dicho presidente y oidores
de la primera Audiencia fueron designados y a quien han sido
asignados y sobre todo declarar nulas y sin valor, tal como yo lo
he hecho, todas las encomiendas que el dicho presidente y oido-

196
res hubieran hecho de los indios que han sido cogidos.»
Significativamente, los postulados fundamentales de las ór
denes que traían los miembros de la segunda Audiencia no sólo
se enfrentaban con la camada de nuevos encomenderos surgi­
dos por el amaño de Ñuño de Guzmán (dado que con los primi­
tivos encomenderos cortesinos debían ser más cuidadosos y
hasta contemplativos), sino que estaban impregnados de remi­
niscencias, si no derivadas directamente, del plan en el que ruda
y obsesivamente había insistido fray Bartolomé de Las Casas.
De ahí que si, por un lado, se planteaba como obligación
prioritaria de los corregidores el cuidar que los indios «no come­
tieran bigamia ni volvieran a la idolatría» impidiéndoseles, ex­
plícitamente, estar ociosos sino, más bien, ir persuadiéndoles a
trabajar en granjas o en el comercio, por el otro se incluía la
preparación de los indios para el autogobierno. Si el feudalismo
de México tenía que ir disolviéndose, también la tutela debía
correr un destino idéntico. Con esta finalidad, la Audiencia de­
bía nombrar regidores a indios, «de absoluta confianza e leales»
equiparados a los españoles para servir en los pueblos indios y
para ser tratados con toda consideración por sus colegas españo­
les.
Incluso en las disposiciones de la segunda Audiencia iba
apareciendo una serie de matices que nos sirven de indicadores
de cuál era la situación real que se vivía en México: porque si
bien se acentuaban los componentes de benevolencia y paterna-
lismo para con los indígenas, cuando se trataba de disuadirlos
de las costumbres indias que se habían verificado como más
arraigadas (sobre todo en el orden religioso, familiar y sexual),
era el miedo a posibles reacciones violentas y a correlativos le­
vantamientos lo que condicionaba a los oidores a subrayar la
prohibición de que los indios usaran armas de fuego y que
aprendieran a montar a caballo.
Es decir, que si el proyecto esencial subyacente en las órde­
nes que traían los miembros de la segunda Audiencia era con­
vertir al rey de España en el único encomendero con los corre­
gidores como sus agentes, todas las contradicciones que conquis­
tadores y viejos latifundistas habían podido superar por su pro­
longado conocimiento del Nuevo Mundo (o mediante artimañas
de todo tipo), se revertían ahora directamente y sin mediadores
sobre la responsabilidad de la Corona.
Sobre todo que esas contradicciones se fueron verificando,
en primer lugar, en la producción declinante de las minas y en
sus consiguientes envíos a España. Como dice Haring: «Eso era
limitar el núcleo más íntimo y sensible de la presencia española
en México.» Lo que hoy sería considerado como plusvalía, se
denominaba entonces parte correspondiente a la Corona. Y eso se
deterioraba «por un exceso de humanitarismo». Con otras pala­
bras: los encomenderos solían ser despiadados con los indios de

197
las minas, pero sus resultados concretos, en lo que hace a la
extracción de minerales, resultaban cuantiosos y sistemáticos.
Desalojados del eje de esa producción particular para instaurar
una suerte de «nacionalización» de las minas, los primeros resul­
tados fueron negativos. Y corregidores. Nueva Audiencia y. fi­
nalmente, la misma Corona tuvo que «poner sobre sus concien­
cias» la reinstalación, en lo que hace a ritmos de extracción y
envíos, de los viejos y duros métodos esclavistas. C), como dice
Haring: «El rey no sólo se convirtió en el principal y único
encomendero con la política seguida por la segunda Audiencia,
sino que —en los hechos— se transformó en el Primer Escla­
vista» *3.
Ahora bien, sólo podemos decir en su descargo que, asi
como Cortés en medio de sus astucias, éxitos, lujos y vajillas de
oro y plata se convirtió en el modelo mayor de los conquistado­
res posteriores, el rey de España también se transformó en el
antecedente más notorio de las grandes empresas esclavistas de
Isabel I de Inglaterra, de L.uis xiv de Francia y de los príncipes
de Orange en «la Holanda burguesa, levantisca y respetable».
Porque si desde nuestra perspectiva, la moral tic Carlos V nos
resulta degradante en este aspecto, debemos recordar que no se
trataba de un raso, sino de todo un estamento social.

Del virrey y del Conquistador

Era una profunda relación dialéctica la que los


unía: el primer virrey llegaba; moría el Couptistu-
dor ,4 .

Si por debajo de los renovados cambios de autoridades des­


tinadas a México lo que se va advirtiendo es el intento de «re­
conquista de numerosas zonas» del Nuevo Mundo (caídas en
manos de los encomenderos) por parte de la Corona, lo que
paralelamente se comprueba es el malestar creciente provocado
entre los colonos. Incluso, cuando avanza el proyecto centrali-
zador de la metrópoli y se resuelve la organización del virrei­
nato de Nueva España en 1534, con Antonio de Mendoza como
primer virrey, la restricción sufrida por el régimen de la enco­
mienda —que ya se había extendido en su vigencia a «dos vi­
das»— promueve una reacción tal que se manifesta en las acti­
tudes de algunos colonos de la nueva generación que llegaron a
soñar en un rompimiento con España y en la instauración de un
imperio feudal bajo los descendientes de Cortés ,5.
Es decir: la violencia alcanzada por los Pizarro y Almagro en
el Perú (o los delirios de Lope de Aguirrc en la región amazó-

198
nica) en ningún momento deben ser vistos como hechos aislados,
sino encuadrándolos dentro de las dos categorías que hemos
usado tácita o explícitamente a lo largo de nuestra exposición:
«continuos» y «emergentes». O lo que se conoce, más común­
mente. como teoría del iceberg: si Cortés se indigna durante su
estancia en la metrópoli a causa de los elementos que lo coartan
en su accionar conquistador, o si Pizarro y Almagro se sienten
desautorizados o desplazados por la reciente presencia de fun­
cionarios reales que nada tenían que ver con el esfuerzo de la
conquista (y con lo que ellos entendían como legítimamente
ganado), corresponde pensar que. en último análisis, no eran
más que los portavoces de una serie de reacciones que«no tenían
voz». Por no ptxler expresarla, por estar inhibidos para transmi­
tirla. O, más sencillamente, porque jamás iban a ser escuchados.
De cualquier manera, la llegada a Méjico del primer virrey en
noviembre de 1535 significó una serie de alteraciones funda­
mentales: la primera de las cuales fue el triunfal recibimiento
que se le hizo y que, hasta ese momento, sólo le había estado
reservado a Hernán Cortés en su etapa de apogeo: «Trompete-
ros con capas de vistosos colores y el redoble de tambores salu­
daron su llegada a la ciudad, así como los dignatarios, señores y
vecinos salieron a su encuentro en formación con galas de
fiesta. Juegos en la plaza y un convite para el virrey y sus caba­
lleros y los contendientes; y a continuación la solemne lectura
por el pregonero público de su comisión en presencia de la
Audiencia, cabildo y vecinos completaron las ceremonias oficia­
les, preparadas a costa de la ciudad» ,6.
1.a Corona, pese a sus vaivenes circunstanciales, no sólo es­
talla resuelta a imponer una estrategia general que sometiera a
México a sus necesidades unitarias de Estado moderno, sino que
parecía igualmente decidida a rodear esa política de toda la
cspeclacularidad sacra e intimidante de una corte como la de
Nápoles, que era el modelo vigente de un virreinato eficaz e
imponente.
De ahí que los pobladores de México fueran advirtiendo, a
poco de andar, que con la sistematización del orden administra­
tivo de la colonia —y dadas las notables características del nuevo
virrey— las modificaciones y actualizaciones del régimen enco­
mendero iban a ser resueltas con una moderación similar a la
que había caracterizado a la segunda Audiencia. El verdadero
poder no necesitaba extralimitarse. Incluso, teniendo en cuenta
los antecedentes personales de Antonio de Mendoza, sus enor­
mes bienes personales que lo ponían al abrigo de cualquier ten­
tación de cohecho y la sutileza con que fue llevando adelante su
administración, los riesgos de guerra civil que —en más de una
ocasión había estado a punto de estallar— se fueron disipando y
otorgando, de manera consiguiente, la indispensable tranquili­
dad para el posible desarrollo de la Nueva España.

199
Durante los nueve años de su gobierno, Antonio de Men­
doza, no sólo supo situarse por encima de las querellas intesti­
nas y de las banderías que hablan desgarrado a México prácti­
camente desde 1519, sino que fue actuando paso a paso: hizo
completar el censo respecto al gobierno de los indios con vistas a
establecer el tributo que tendrían que pagar, insistiendo en que
esos pagos no tenían que ser en especies, dado que de esa ma­
nera la Corona se veía perjudicada. Y si algunos indios no po­
dían hacerlo en metálico, ya se verla la forma en que podrían
cubrir esa carencia con su trabajo personal en las minas. Poco
después anunció que el «pecado de ociosidad» serla reprimido
de forma muy severa y los antiguos caciques fueron investiga­
dos sobre las formas en que tradicionalmente lograban sus tri­
butos de las tribus sometidas.
Y las medidas virreinales prosiguieron en ese orden de co­
sas: las minas reales debían ser trabajadas por esclavos negros o
indios, aunque jamás se pudo “establecer con precisión qué in­
dios estaban sometidos a la esclavitud ni de qué manera. Pero
todo lo que fuera construcción de monasterios, iglesias o fortifi­
caciones debía ser llevado a cabo por estos hombres.
El criterio general era de benevolencia, pero cuando ciertos
elementos contradictorios se ponían en la superficie, se optaba
por «taparlos» siguiendo adelante con el proyecto trazado.
Empero, cuando se llegó al párrafo de las instrucciones de
Antonio de Mendoza en el que se prohibía el pago de los tribu­
tos, se topó con una contradicción insoslayable: los indios de la
Corona no tenían dinero y, por consiguiente, debían pagar en
especies o dar a cambio su trabajo personal. Puesto que el co­
rregidor debía sacar el tributo que se le había encargado de una
manera o de otra, era difícil comprobar cuál era el beneficio
que representaba para los indios el ser «vasallos de la Corona».
Y, a la vez, la Corona sufría las consecuencias, puesto que el
corregidor, que debía convertir el tributo en dinero efectivo, se
enfrentaba a la necesidad ineludible de vender los producios en
el mercado en tiempos de la temporada de cosecha, lo que
suponía que los precios se degradaban de manera alarmante ,7.
Más aún, en los primeros años del gobierno de Antonio de
Mendoza los encomenderos no fueron molestados, lo que quizá
se debía a la cautelosa política del virrey que buscaba estabilizar
su situación y el aparato administrativo que iba montando a su
alrededor antes de lanzarse a empresas o a medidas más arries­
gadas.
Por eso, uno de los problemas más delicados fue el que se
refería a la sucesión de las encomiendas: legalmente las tierras
de un encomendero debían pasar —a su muerte— al dominio
de la Corona; pero la tradición consuetudinaria en América,
mucho más tolerante con los conquistadores y primeros colonos,
había ido permitiendo que las viudas y huérfanos de estos hom­

200
bres, para no dejarlos desamparados, «en sana justicia» recibie­
ran esas tierras como si se tratara de una herencia común. Ya
las diferencias se habían puesto de relieve entre los procedi­
mientos utilizados por la primera Audiencia (que despojaba a la
familia del encomendero para favorecer, en los hechos, a algún
colono vinculado a Ñuño de Guzmán o a los velazquistas), y por
la segunda, que había optado por permitir, a viudas y huérfanos,
conservar «en depósito» las tierras de la primitiva encomienda.
En realidad, había sido el deseo de la Corona al sentar la ley
de sucesión de 1536 que los encomenderos se establecieran
permanentemente en sus encomiendas, lo que harían con toda
convicción al saber que, a su muerte, pasarían a su viuda e hijos:
«A la muerte de cualquier habitante de aquella provincia (por
México) que tuviera indios en encomiendas e hijos legítimos, se
darían al hijo los indios que el padre poseía» —rezaba la orde­
nanza—. «Si el encomendero no tenía hijos legítimos, pasaría a
la viuda. Si ésta se casaba por segundas nupcias, la encomienda
pasaría a su segundo esposo; pero si éste ya poseía una enco­
mienda, debía escoger entre las dos.»
Previsible: en este aspecto como en otros las vacilaciones de
la Corona van marcando con puntos la primera parte del siglo
XVI. Aunque la tolerancia con los intereses de los colonos era lo
que solía prevalecer en esta etapa. Qué explicación. La más
atendible, a los efectos de entender con cierta claridad este fa­
vor temporal de que gozaron los encomenderos, hay que bus­
carla en uno de los principales argumentos que esgrimía Cortés
al escribir al emperador Carlos V: el temor constante, y agra­
vado a veces, de que los indios se sublevaran «saliendo de ese
estado de apatía o resignación en que parecían haber caído
luego de la toma de Tenochtitlan y de la muerte de Cuauhté-
moc, el último de los jefes rebeldes». Y la única fuerza con la
que contaba la colonia de Nueva España para hacer frente a esa
eventualidad era, precisamente, la de los encomenderos: por su
larga experiencia en todo tipo de luchas, por su endurecimiento
en las campañas de la conquista y por el indudable ascendiente
sobre los indios encomendados que poco a poco se iban trans­
formando en una suerte de peonada no tanto leal como sumisa.
Así es que el virrey Mendoza tuvo especial cuidado —hasta
tanto pudiera contar con sus propias milicias autónomas, leales
y organizadas— de que los encomenderos y sus familias (nume­
rosísimas en la mayoría de los casos y, en los hechos, verdaderos
clanes de hispanoamericanos con sus hijos legítimos de españo­
las y sus numerosos hijos ilegítimos tenidos en sus «harenes»
privados), tuvieran permanentemente las armas prontas y listas.
Mendoza entendió, desde la toma de posesión de su cargo,
que conllevaba un componente decisivo: si era el primer virrey
era un funcionario de transición. Por lo tanto, debía transigir y
no gobernar con tajos. Por lo menos hasta que se sintiera sufi-

201
ciememente fuerte en sus posiciones. Y su virreinato no fue un
episodio sino una continuidad. De donde se sigue que, cuando
las medidas cautelosas y prudentes de Mendoza fueron tocando
el área de las misiones (donde, si bien es cierto, la mayoría de
los pioneros habían llevado un templado espíritu evangélico, los
que los siguieron en esa tarea no se fueron caracterizando por
«su pulcritud»), el virrey fue tomando medidas «moderadas
pero severamente sistemáticas» con los sacerdotes que se apro­
vechaban de su situación privilegiada en medios tan aislados
como las zonas misionales, «para no ya actuar a su albedrío, sino
arbitrariamente y hasta despóticamente»
Pero, aun cuando la mesura fue la tónica prevaleciente a lo
largo de todo este proceso encabezado por el virrey Mendoza,
los encomenderos fueron advirtiendo que la sistematización de
las medidas administrativas (y la presencia inmediata de un fun­
cionario de la más alta jerarquía, perteneciente a una de las
principales familias de España) iba señalando el ocaso de su
predominio. Los síntomas eran numerosos. Pero quien más los
fue reconociendo fue el propio Cortés. La relación entre el
Conquistador y el virrey no sólo resultaba correlativa sino ínti­
mamente dialéctica: la emergencia del segundo implicaba de
manera necesaria el final del primero. Y es así como lo vemos
optar definitivamente por España. Y, en España misma, por un
rincón apartado. Es que no sólo su estadía, sino su tiempo histó­
rico habían concluido en México. De forma definitiva e irrever­
sible. «Y como había enviado a México por su hija la mayot
—intenta explicar, benévola y lealmente, la conducta de su anti­
guo jefe el cronista Bernal Díaz—, que se decía doña María
Cortés, que tenia concertado de la casar con don Alvaro Pérez
Osorio, hijo del marqués de Astorga y heredero del marque­
sado, y le había prometido sobre cient mili ducados de oro en
casamiento y otras muchas cosas de vestidos y joyas, vino a
recibilla a Sevilla, y este casamiento se desconcertó, según dije­
ron muchos caballeros, por culpa de don Alvaro Pérez Osorio,
de lo cual el marqués recibió tan grande enojo, y andando con
su dolencia, que siempre iba empeorando, acordó de salirse de
Sevilla por quitarse de muchas personas que le visitaban y le
importunaban en negocios, y se fue a Castilleja de la Cuesta,
para allí entender en su ánima y ordenar su testamento. Y des­
pués que lo hubo ordenado como convenía y haber recibido los
Santos Sacramentos, fue Nuestro Señor Jesucristo servido lle­
varle desta trabajosa vida. Y murió en dos días del mes de
diciembre de mili y quinientos y cuarenta y siete años.»

202
NOTAS AL C APITU LO 12

I François Chevalier. La formación de los latifundios en México, 1952.


> Véase Tom o III d e esta colección C olón, e l C aribe y las A n tilla s.
* Mario Góngora, Los grupos d t conquistadores m Tierra Firme (1509-1520), San­
tiago de Chile, 1962.
4 Jean Paul Berthe: Aspeéis de tesrlavage des mdsens en Nouoette tspogne pendant
la prendere moitie'du XVI* sítele. 1965.
* Silvio Zavala: Orígenes tatemóles delpeonaje en Méate, 1943.
* Véase Cham berlain, K. S.: Castilian ñackgraunds o f the Repartimiento’
encomienda, Washington, 1939.
T Roben Ricard: La conquista espiritual de México.
* Richard Konctzkc: La esclavitud de los indios como elemento en la estructuración
social de Hispanoamérica. Madrid. 1949.
* J. P. Berthe: Aspectsde tesetavagr, cit.
'* Cari Ortwin S auer The Early Spanish Main. Berkcley, 1966.
II Magali Sarfatli: Spanish Bureaueratie-Patnmonialismin America. 1966.
11 François Chevalier: Les munitipalités mdientus en NouveSe Spagne, 1520-1620.
1944.
11 C. H. Haring: The Spanish Empire in America, 1969.
14 Magnos Mórner, 1969.
14 Para todo este problema cf. Luis González Obregón, op. di.
14 Arthur Scott Aitón: Antonio de Mendoza, Eirsl Vieeroy of New Spain. North
Carolina, 1927.
" Juan de la Peña Cámara: El trihulo. Sus orígenes, su implantación en Nueva
Espada, 1934.
" Sigfrido Radaelli: La institución virreinal, Buenos Aires, 1957.

203
APENDICE I

DOCUMENTOS Y POLEMICA
Cartas de relación de Hernán Cortés (Portada de la edición de Sevilla
de 1523).

¿artaoerelacionembiadaafu
«7.iiwicfMUPcic:nipci«iuu¿nucnrvicnw)KMus,upiuin genere*
«la oueua£ípaña: llamadofemando coite9.£nlaqitalfa5e re.
teaó«lafl txnrasf pioulnriaafmcue'toquebá oefcubicrtonimia-
m¿tecnd y ticatá oelaño be.tv. aeftapane p ba fomctido alacojo
nareal oefajSS.mafcftad.£n ripenal fax relaciónoevmagrádifTl
majmtncta miwricallamada Culuarenlaql apmupgradeacuida
deapeemararnUoío*ediffcioe:poegradeétratos pnquc3ae.£ntrc
laaqlefap vna ma*marauilloía pricaqtodavía modaZemtmtá:
deltapo: maratullofaarte edificada fóbtevna grandelagima:cxia
ql cuidadpprauioa earepvn grádiífimofeñor Uamado2ffimccecu
ma:oódeleacaefderóal capitá paloa ¿ípafioica cfpároíaecoíae«
opi.£ ucntalargamente«1gradiflimoímono ocioicboZIfcutecp *
mapoefus ruó?Vcenmomaa.poecomofcfiruc.
TESTIMONIOS ESPAÑOLES

1. Hernán Cortés, Cartas de relación de la conquista


de México (1519-1526)

De la Carta Primera enviada a la reina doña Juana y al


emperador Carlos V, su hijo, por la justicia y regimiento de la
Rica Villa de la Veracruz, a 10 de julio de 1519.
... Diciéndoles esto, le hizo vestir una camisa de holanda
y un sayón de terciopelo y una cinta de oro, con la cual el
dicho cacique fue muy contento y alegre, diciendo al capi­
tán que él se quería ir a su tierra, y que lo esperásemos allí,
y que otro día volvería y traería de lo que tuviese, por que
más enteramente conociésemos la voluntad que del servicio
de vuestras reales altezas tienen; y así se despidió y se fue.
Y otro día adelante vino el dicho cacique, como había que­
dado, y hizo tender una manta blanca delante del capitán,
y ofrecióle ciertas preciosas joyas de oro, poniéndolas so­
bre la manta, de las cuales, y de otras que después se tuvie­
ron, hacemos particular relación a vuestras majestades en
un memorial que nuestros procuradores llevaban.
Después de se haber despedido de nosotros el dicho
cacique y vuelto a su casa en mucha conformidad, como en
esta armada venimos personas nobles, caballeros hijosdalgo
celosos del servicio de Nuestro Señor y de vuestras reales
altezas, y deseosos de ensalzar su corona real, de acrecentar
sus señoríos y de aumentar sus rentas, nos juntamos y pla­
ticamos con el dicho capitán Fernando Cortés, diciendo
que esta tierra era buena y que, según la muestra de oro
que aquel cacique había traído, se creía que debía ser muy
rica...
* * *

La primera de las cartas de Cortés —redactada en tercera


persona— responde a un subterfugio realizado en connivencia
con sus escribanos y procuradores encargados de llevarla a la
metrópoli conjuntamente con las primeras muestras del oro
conseguido. La intención del Conquistador era demostrar el
consenso que contaba entre los soldados, los resultados concre­
tos que había logrado y, a la vez, denunciar los procedimientos
autoritarios que había utilizado el gobernador de Cuba. Diego
de Velázquez.

207
Esu primera carta de relación fue reproducida inicialmente
por González de Barcia en sus Historiadores primitivos de las Indias
Occidentales en 1749.
La primera edición completa de las cinco cartas la hizo don
Pascual de Gayangos bajo el título de Cartas y relaciones de Her­
nán Cortes al Emperador Carlos V, publicada en París (1868).
Para la ideología de Cortés, su concepción política y su escala
de valores personales, v. Víctor Frankl, Imperio particular e impe­
rio universal en las Cartas de relación de Hernán Cortés, en Cuader­
nos Hispanoamericanos, vol. 55, número 165, 1963.

2. Bemal Díaz del Castillo, Historia verdadera


de la conquista de la Nueva España

Sobre la muerte del gran Moctezuma.


Montezuma se puso al pretil de una azotea con muchos
de nuestros soldados que le guardaban, y les comenzó a
hablar a los suyos con palabras muy amorosas, que dejasen
la guerra, que nos iríamos de México; y muchos principales
mexicanos y capitanes bien le conocieron, y luego manda­
ron que callasen sus gentes y no tirasen varas ni piedras ni
flechas, y cuatro de ellos se llegaron en parte que Monte-
zuma les podía hablar, y ellos a él, y llorando le dijeron:
¡Oh Señor, e nuestro gran señor, y cómo nos pesa de todo
vuestro mal y daño, y de vuestros hijos y parientes!... Y no
hubieron bien acabado el razonamiento, cuando en aquella
sazón tiran tanta piedra y vara, que los nuestros le arrode-
laban; y como vieron que entre tanto que hablaba con ellos
no daban guerra, se descuidaron un momento del rodelar,
y le dieron tres pedradas e un flechazo, una en la cabeza,
otra en el brazo y otra en una pierna; y puesto que le
rogaban que se curase y comiese, y le decían sobre ello
buenas palabras, no quiso; antes cuando no nos catamos,
vinieron a decir que era muerto, y Cortés lloró por él, y
todos nuestros capitanes y soldados; e hombres hubo entre
nosotros, de los que le conocíamos y tratábamos, que tan
llorado fue como si fuera nuestro padre; y no nos hemos
de maravillar de ello viendo que tan bueno era; y decían
que hacía diecisiete años que reinaba, y que fue el mejor
rey que en México había habido, y que por su persona
había vencido tres desafíos que tuvo sobre las tierras que
sojuzgó.
Pues como vimos a Montezuma que se había muerto, ya
he dicho la trizteza que en todos nosotros hubo por ello, y
aun el fraile de la Merced, que siempre estaba con él, y no
le pudo atraer a que se volviese cristiano; y el fraile le dijo
que creyese que de aquellas heridas moriría, a lo que él
respondía que él debía de mandar que le pusiesen alguna
cosa. En fin de más razones, mandó Cortés a un papa e a
208
un principal de los que estaban presos, que soltamos para
que fuesen a decir al cacique que alzaron por señor, que se
decía Coadlauaca, y a sus capitanes, cómo el gran Monte-
zuma era muerto, y que ellos lo vieron morir, y de la ma­
nera que murió, y heridas que le dieron los suyos, y dijesen
cómo a todos nos pesaba de ello, y que lo enterrasen como
gran rey que era, y que alzasen a su primo del Montezuma
que con nosotras estaba, por rey, pues le pertenecía de he­
redar, o a otro de sus hijos; e que al que habían alzado por
señor que no le venía de derecho, e que tratasen pacer
para salimos de México; que si no lo hacían ahora que era
muerto Montezuma, a quien teníamos respeto, y que por
su causa no les destruíamos su ciudad, que saldríamos a
darles guerra y a quemarles todas las casas, y les haríamos
mucho mal; y porque lo viesen cómo era muerto el Monte-
zuma, mandó a seis mexicanos muy principales y los demás
papas que teníamos presos que lo sacasen a cuestas y lo
entregasen a los capitanes mexicanos, y les dijesen lo que
Montezuma mandó al tiempo que se quería morir, que
aquellos que lo llevaron a cuestas se hallaron presentes a su
muerte; y dijeron a Coadluaca toda la verdad, cómo ellos
mismos lo mataron de tres pedradas y un flechazo; y
cuando así lo vieron muerto, vimos que hicieron muy gran
llanto, que bien oímos los gritos y aullidos que por él da­
ban; y aun con todo esto no cesó la gran batería que siem­
pre nos daban, que era sobre nosotros de vara y piedra y
flecha, y luego la comenzaron muy mayor, y con gran bra-
beza nos decían; «Ahora pagaréis muy de verdad la muerte
de nuestro rey y el deshonor de nuestros ídolos; y las paces
que nos enviáis a pedir, salid acá, y concertaremos cómo y
de qué manera han de ser.» Y decían tantas palabras sobre
ello y de otras cosas que ya no se me acuerda, y las dejaré
aquí de decir, y que ya tenían elegido buen rey, y que no
era de corazón tan flaco, que le pudieran engañar con
palabras falsas, como fue al buen Montezuma, y del ente­
rramiento, que no tuviesen cuidado, sino de nuestras vidas,
que en dos días no quedaría ninguno de nosotros, para que
tales cosas enviemos a decir; y con estas pláticas, muy
grandes gritos y silbos, y rociadas de piedra, vara y flecha,
y otros muchos escuadrones todavía procurando de poner
fuego a muchas partes de nuestros aposentos; y cotno aque­
llo vio Cortés y todos nosotros, acordamos que para otro
día saliésemos del real, y diésemos guerra por otra parte,
adonde había muchas casas en tierra fírme, y que hiciése­
mos todo el mal que pudiésemos, y fuésemos hacia la cal­
zada, y que todos los de a caballo rompiesen con los escua­
drones y los alanceasen o echasen a la laguna, y aunque les
matasen los caballos.
* * *

Bernal Díaz del Castillo, nacido en «la muy noble e insigne


Villa de Medina del Campo», por su edad y formación participó
209
en la conquista de México junto a Cortés. Su Historia —contada
en los acontecimientos producidos entre 1517 y 1521— es la
visión inmediata, ruda, ingenua a veces y veraz siempre de
quien fue un soldado destacado y el testigo permanente de todo
lo que narra. Muchas veces prolijo de tan minucioso, pero jamás
afectado ni con pretensiones eruditas. Pero, incluso por su deta-
llismo, no sólo resulta «carnoso y apasionante», sino la voz que,
al escribirse, se eleva sobre los demás que no hacen uso de la
palabra (a la vez que los sintetiza). Su texto fue redactado en la
vejez, a fines del siglo xvi, y salió a la luz en los primeros años
de la siguiente centuria.
Para el análisis de sus valores, visión del mundo y cotidia-
neidad, conviene ver el estudio de I^esley Byrd Simpson: Bemol
Díaz del Castillo, Encomendero, en la «Hispanic American Histori-
cal Review», XVII, págs. 100-106.
Para un panorama más amplio que, de hecho, funciona
como encuadre de la perspectiva de Bernal Díaz, v. Richard
Konetzke: Descubridores y conquistadores de América, Madrid, 1968.

3. Francisco Cervantes de Satazar, Crónica de Nueva


España

De la muerte de Moctezuma y de lo que Cortés mandó hacer


de su cuerpo y dónde los indios lo enterraron.
Otro día que dixeron a Cortés Motezuma estar muy al
cabo, fue a verle. Preguntóle cómo se sentía; respondió
muy ansioso; «La muerte, que es la mayor angustia de las
angustias.» Cortés le tomó a decir: «Gran Príncipe, para
ahora es tu valor y tu ánimo; forzosa es esta deuda, porque
el que nasce es nescesario que muera; pero para que no
mueras para siempre y tu ánima no sea atormentada en el
infierno, pues estaba concertado que te bautizase y tú lo
pediste de tu voluntad, ruégote por Dios verdadero, en
quien solo debes creer, que lo hagas; que Fray Bartolomé
de Olmedo te bautizará.» Motezuma dicen que le respon­
dió que quería morir en la ley e secta de sus antepasados e
que por media hora que le quedaba de vida no quería
hacer mudanza; e si esto había de hacer en este tiempo,
mejor fue que no fuese baptizado, antes, porque como era
adulto y no estaba instructo en las cosas de la fee y todos
sus vasallos eran de opinión contraria y los indios natural­
mente mudables, retrocediera fácilmente y fuera peor,
conforme a aquello: «Más vale no conoscer la verdad, que
después de conoscida dexarla.»
Con esto se salió Cortés del aposento; quedó agonizando
Motezuma, acompañado de algunos señores de los que es­
taban presos, dio el ánima al demonio y no al que la había
criado; murió como había vivido, y antes que se viese en
este trance, haciendo una breve plática a aquellos señores
210
que le acompañaban, les encargó sus hijos y la venganza de
su muerte. Murió como gentil, deseoso hasta la postrera
boqueada de la venganza de los suyos; jamás consintió pa­
ños sobre la herida, y si se los ponfan quitábaselos muy
enojado, procurándose y deseándose la muerte.
Como Cortés supo que habla ya más de cuatro horas que
Motezuma era muerto, asomóse al azotea de la casa, por­
que todavía andaba la guerra y él estaba recogido con los
suyos. Hizo señal a los Capitanes mexicanos de que cesasen
y le oyesen; hiciéronlo así; dfxoles por la lengua: «¡Mal
pago habéis dado al gran señor Motezuma, a quien como a
dios venerábades e acatábades! El es muerto de una pe­
drada que le distes en las sienes, y murió más de enojo de
vuestra traición y maldad que de la herida, porque no
quiso ser curado de la herida. Inviároslo he allá para que le
enterréis conforme a vuestros ritos y costumbres, y mirad
que no porfiéis más en la guerra ni hagáis un mal tras de
otro, porque Dios, que es justo Juez, asolará por nuestras
manos vuestra ciudad y ninguno de vosotros quedará
vivo.»
Acabado de decir esto, los indios, desvergonzadamente,
le respondieron: «¿Para qué queremos nosotros ya a Mote-
zuma vivo ni muerto? Caudillo tenemos, y lo que está he­
cho está bien hecho. Guardáoslo allá, pues fue vuestra
manceba y como mujer trató sus negocios, y la guerra no
cesará hasta que vosotros o nosotros muráis o muramos; ea
te hacemos saber que aunque por cada uno de vosotros
mueran ocho o diez mil de los nuestros, nos sobrará mucha
gente. Las puentes tenemos abiertas, que vosotros cegastes,
para que aunque huyáis, no os escapéis de nuestras manos,
y si no salís, la hambre y sed os acabará; de manera que
por cualquiera vía nos vengaremos de vosotros.»
Cortés les volvió las espaldas, diciéndoles: «Ahora, pues,
a las manos.» Mandó luego, para que vieran era cierto que
de la pedrada había muerto Motezuma, a dos principales
de los que estaban presos para que (como testigos de vista,
dixesen lo que pasaba) tomándole a cuestas le sacasen de la
casa. Estaba la calle por donde salieron llena de gente;
llegó a ellos un principal con una devisa muy rica; hizo, sin
hablar, muchos visajes y meneos como preguntando qué
cuerpo sería aquél, y como le dixeron que era el de Mote-
zuma, hizo señales hacia los españoles de que le volviesen.
Corrió hacia los suyos y los indios tras dé), y era, según se
entendió, que lo iba a decir a los otros señores, para que lo
enterrasen como era de costumbre. Desaparescieron los
indios que le llevaban de la vista de los nuestros. No se
supo de cierto qué hicieron dél, más de que le debieron
enterrar en el monte y fuente de Chapultepeque, porque
allí se oyó un gran planto.
* * *

Francheo Cervantes de Salazar, nacido en Toledo hacia


1515, pertenece a la generación inmediatamente posterior a la

211
conquista de Cortés, y su versión de los acontecimientos, que
tienen como centro la caída de Tenochtillan, se corresponde
con la de los actores y testigos que se debatían entre los privile­
gios otorgados por el sistema de encomiendas y la implantación
de un régimen juridico-administrativo más estructurado a partir
de la llegada del primer virrey, Antonio de Mendoza. Discípulo
del humanista Alejo de Venegas y gran admirador de Juan Luis
Vives, fue «secretario latino» del cardenal fray García de Loaysa,
inquisidor general y presidente del Consejo de Indias. Conoció
a cortés en España, lo que le decidió a viajar a México (1551),
donde fue profesor de gramática y uno de los primeros catedrá­
ticos de la universidad de Nueva España, concluyendo su vida
como rector en 1575.
Para su obra y actuación en particular, véase el prólogo a
México en 1554 de Edmundo O’Gorman; para un panorama
general donde inscribir su significación a mediados del siglo
XVI: Gabriel Méndez Planearte: Losfundadores del humanismo me­
xicano, México, 1945.

4. Informe de Rodrigo de Albornoz, contador de Nueva


España, a Carlos V (15 de diciembre de 1525).

Sobre encomiendas, tierras y esclavitud:


Y si Vuestra Cesárea Magestad mandare dar los indios
perpetuos, o encomendados por su voluntad, o como fuere
servido de los mandar, conbiene a su servicio que para que
la tierra, pues es tan fértil e semejable a España, y para que
la gente que está e viniere a ella asiente e se arraigue e
tome amor a perseberar en ella, mande Vuestra Magestad
que a cualquiera que se den indios, o perpetuos o por
tiempo, que sea obligado de sembrar cierta cantidad de
tierra de trigo de España, pues acá lo ay ya y se da, en el
lugar que le dieren los indios, y pongan tantos pies de viña
y árboles y simientes y legumbres de España, y que sea
obligado de lo poner dentro de un año o año y medio que
fuere proveído de los dichos indios, y tantas vacas y obejas
e yeguas, y que aya de tener caballo y armas según fueren
los indios que tuvieren, a vista y parecer del gobernador y
oficiales de Vuestra Magestad; porque así, pues la tierra es
tan fértil y semejable a España, la cultivarán y permanecerá
la gente en ella, así cristianos como indios, y Vuestra Ma­
gestad abrá muy mayores tributos de ella, y no estará la
gente de camino como está para se ir delta e volverse en
España, procurando de despojar a los indios lo que cada
uno puede...
... Los indios de estas partes son de mucha razón y
orden, e acostumbrados al trabajo e trato de vivir, se han
acostumbrado tan ordinariamente a contribuir a Mocte­
zuma y a sus señores como los labradores en España...

212
... Y crea Vuestra Magestad que, si para esto y todo el
remedio de la tierra, pues Dios ha dispuesto de Hernando
Cortés, no envía aquí un gobernador que sea de edad, au­
toridad y prudencia sin codicia y que piense que no viene a
otra cosa sino a servir a Vuestra Magestad, que la tierra se
perderá. Y nunca se hará cosa que cumpla al servicio de
Vuestra Magestad, porque como estas tierras están tan lejos
de la presencia de Vuestra Magestad y muy tardíos los
remedios de los males en que en ella se hacen, crían mu­
chos malos servidores. Y todos ensanchamos las concien­
cias. Y algunos nunca piensan que Vuestra Magestad se
acordará de mandar enviar el castigo de los que acá le
desirven y van tan a la desvergonzada contra su servicio...
Y demás desto, si no se tiene mucha templazan y re­
caudo, bánse disminuyendo de cada día los esclavos, aun­
que la tierra es muy poblada, porque los esclavos que se
sacan de provincia fría para llevar a las minas de tierra
caliente, así con el trabajo como con el calor, se mueren y
disminuyen, y los de caliente en la fría, aunque no tanto...
Otrosí, muy poderoso Señor, como Vuestra Magestad
ha sido informado muchas veces, los indios destas partes
son muchos y sueltos, rezios, de grandes estaturas y aficio­
nados a las cosas de la guerra, y tan sabios, que no les falta
sino no averse exercitado, ni tener al presente armas y
aparejo de guerra, de la manera que los cristianos; y como
son vivos de ingenio, bánlo tomando y ven que también
muere el cristiano y el caballo de un golpe o lanzada como
ellos, porque antes pensavan eran inmortales, y huían du-
zientos y trezientos de uno o dos de caballo, y agora acon­
tece atenerse un indio con un cristiano que esté a pie como
él, lo que antes no hacían y arremeter al de caballo diez o
doce indios por una parte y otros tantos por otra parte
para tomarle por las piernas; y así viendo como los cristia­
nos pelean y se arman, ellos hacen lo mesmo y de secreto
procuran de recoger armas y espadas, y saben hacer picas
con oro que dan a los cristianos, porque en las diferencias
que en estas partes ha abido y ay entre los vasallos que han
venido para señorear unos a otros y governar hánse valido
de los indios...
... porque como la tierra es abundosa en mantenimien­
tos e minas de oro e plata e se ensancha a toda manera de
gente el ánimo de gastar y tener, a cabo de un año o medio
que está en la tierra, el que es minero o estanciero o por­
quero no lo quiere ser, sino que le den indios, y para esto
procura de echar en atavíos y sedas quanto ha ávido, y otro
tanto su mujer si la tiene, y desta misma manera dexan de
hacer los otros oficiales de arte mecánica sus oficios, y se
ponen en excesivos gastos, y no trabajan ni se saca oro ni
plata de las minas, con pensamiento que los indios les han
de servir y mantener sus casas y gentilezas y sacarles oro;
porque yo muchas veces he oído a personas antiguas en
estas islas que en el tiempo que no se traían estas sedas y
brocados que agora se traen de estas islas, la gente se ocu-

213
paba de minas, y el mejor de la tierra se holgaba de ir a
ellas y el menor tenía siete o ocho mil castellanos en sus
barras y procuraba de las enviar a Castilla a su casa o deu­
dos, y agora, como todos son caballeros y no quieren apli­
carse a lo que es necesario de procurar de sacar oro...»
«Que certifico a Vuestra Magestad que mujeres de ofi­
ciales y públicas traen más ropas de seda que de un caba­
llero en Castilla, y asi están todos pobres y destruidos, y
despachan los pobres indios que son la gente que mejor
sirven en todo el mundo.
* * *

Sobre la figura de Rodrigo de Alborno/; y la problemática de


la tierra, su repartimiento y la esclavitud cf. Bernardo García
Martínez: El marquesado del Valle. Tres siglos de regimen señorial en
Nueva España, México, 1969.

5. Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas


de la Nueva España.

Sobre la viruela; del libro sobre la conquista de México.


Antes que los españoles que estaban en Tlaxcala vinie­
sen a conquistar a México dio una grande pestilencia de
viruelas a todos los indios en el mes que llamaban Tepeil-
huid, que es al fin de septiembre.
De esta pestilencia murieron muy muchos indios: tenían
lodo el cuerpo y toda la cara y todos los miembros tan
llenos y lastimados de viruelas que no se podía bullir ni
menear de un lugar ni volverse de un lado a otro y si
alguno los meneaba daban voces.
Esta pestilencia mató gente sin número; muchos murie­
ron porque no había quien pudiese hacer comida; los que
escaparon de esta pestilencia quedaron en las caras ahoya­
dos y algunos los ojos quebrados; duró la fuerza de esta
pestilencia sesenta días y después que fue aflojándose en
México, fue hacia Chalco...

Sobre la viruela; del libro-versión del texto Nahuatle.


Cuando se fueron los españoles de México y aún no
contra nosotros se preparaban los españoles; primero se
difundió entre nosotros una gran peste, una enfermedad
general comenzó en Tepeilhuitl. Sobre nosotros se exten­
dió, gran destruidora de gente. Algunos bien los tapó por
todas las partes (de su cuerpo) se extendió. En la cara, en la
cabeza, en el pecho.
214
Era muy destructora enfermedad. Muchas gentes mu­
rieron de ella. Ya nadie podía andar, no más estaban acos­
tados, tendidos en la cama. No podía nadie moverse, no
podía volver el cuello, no podía hacer movimiento de
cuerpo, no podía acostarse cara abajo, ni acostarse sobre la
espalda, ni moverse de un lado a otro. A muchos dio la
muerte la pegajosa, apelmazada dura enfermedad de gra­
nos. Y cuando se movían algo daban de gritos.
Muchos murieron de ella; pero muchos, solamente de
hambre murieron; hubo muertos por el hambre, ya nadie
tenía cuidado de nadie, nadie en aDsoluto de otro se preo­
cupaba.
A algunos se les prendieron los granos de lejos en lejos:
esos no sufrieron mucho, no murieron muchos de eso.
Pero a muchos con esto se les echó a perder la cara,
quedaron cacarañados, quedaron cacarizos.
Unos quedaron ciegos, perdieron la vista.
El tiempo que estuvo en fuerza esta peste duró sesenta
días, sesenta días funestos. Comenzó en Cuatlan: cuando se
dieron cuenta, estaba bien desarrollada. Hacia Chalco se
fue la peste. Y con esto mucho amenguó pero no cesó del
todo.
Vino a establecerse en la fiesta de Teotloco y vino a
tener su término en la fiesta de Panquetzatiztli.
Fue cuando quedaron limpios de la cara los guerreros
mexicanos.
* * *

Fray Bemardino nació en Sahagún (León) en 1499. Estudió


y enseñó en la universidad de Salamanca donde tomó el hábito
de San Francisco. Luego de su desembarco en México en 1529
empezó a aprender la lengua náhuatl que llegó a dominar a
fondo. Y en ese idioma escribió su Historia general de las tosas de
Nueva España, texto en el que intercaló enorme cantidad de
testimonios de los mismos aztecas dando, por primera vez, una
versión distinta y opuesta a la relatada por los cronistas hispáni­
cos. Maestro en el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fue
misionero en Tlamanalco, Huejotzingo y Cholula. Y es así como
obtuvo material de primera mano de sus diversos informantes
indígenas de manera tal que, en la actualidad, es considerado
—como etnólogo e historiador— la principal fuente para la
comprensión del mundo mexicano del 1500.
A los efectos de profundizar los aspectos personales de
Sahagún, conviene consultar a Nicolau D'Olwer en la «Intro­
ducción» a su obra: Cronistas de las culturas precolombinas, México,
1963.
Para el contexto cultural e ideológico, cf. Marcel Bataillon,
Erasme au Méxique, Segundo Congreso Nacional de Ciencias,
Argel, 1940.

215
6. El Obispo electo de México, don Fray Juan de Zumárraga
a Carlos V (27 de agosto de 1529).

... Y estos indios ya dichos les sirven en lo público para


su mantenimiento, sin más de otros tantos que les sirven en
las minas, sustentando las quadrillas de esclavos que les
cojen oro al Presidente e Oidores e a sus criados que andan
en ellas solicitándolo, con otros que les hacen en esta ciu­
dad muy grandes palacios de muchos cuartos y transcuar­
tos para vibienda... más aún porque les toman aquel agua
para los molinos, que es la con que regavan sus labranzas y
sementeras los pobres indios vecinos de aquel pueblo.
... Y porque me parece que a Vuestra Magestad no se
debe encubrir nada, digo que los señores de Tatelulco
desta cibdad vinieron a mí llorando a borbollones, tanto,
que me hicieron gran lástima, y se me quejaron diciendo
que el Presidente e Oidores les pedían sus hijas e hermanas
y parientas que fueren de buen gezto, y otro señor me dijo
que Pilar [el intérprete del primer Presidente de la Au­
diencia, Ñuño de Guzmán] le había pedido ocho mozas
bien dispuestas para el Presidente...
... Y todavía andan en la labor, ynumerables indios, que
los hacen trabajar como esclavos sin perdonalles fiesta ni
dalles un puño de mahíz que coman, haciéndoles traer to­
dos los materiales a cuestas y comprallos con sus propias
haciendas, que me han certificado personas de creer, que el
día del Corpus-Cristi, andando trabajando, murieron algu­
nos indios en la obra.
... desta Nueva España para ello y desta manera está tan
rota la cosa, que aquella provincia está disipada, destruida y
asolada, a causa de haber sacado delta nueve o diez mili
ánimas herradas por esclavos y enrabiándolos a las islas...
Y desta manera han salido otros navios, de que ha su­
cedido tanto daño en la provincia y admiración y temor en
los indios naturales della. que han propuesto y tomado por
mejor remedio, y así está mandado entre ellos por sus ma­
yores que desplueben sus pueblos y sus casas y se bayan a
los montes, y que ninguno tenga participación con su mu­
jer por no hacer generación que a sus ojos hagan esclavos y
se los lleven fuera de su naturaleza.
Y lo que se sabe en qué han parado aquellos pobres
indios vasallos de Vuestra Magestad que de la tierra han
sacado, es que tres navios cargados dellos se han hundido a
la mar y otros se han echado al agua y se han ahogado...
... y de aquí ha sucedido que el Presidente e Oidores,
después de haber repartido los vacantes que he dicho a sus
deudos y criados y amigos del Factor y suyos, para pagar a
sus mozos despuelas y otros de menos calidad dan muchas
licencias para rescatar esclavos, los cuales los venden y jue­
gan públicamente...
... que fue que trajesen a casa de cada Oidor cada día
para su mantenimiento siete gallinas y muchas codornices y
sesenta huevos, sin que a Pilar, lengua, davan otro tributo,
216
y sin leña y carbón y otras menudencias y mucha cantidad
de mahíz, y que lo han cumplido asi hasta agora que no
pueden más, porque como es camino de diez y ocho leguas
y por puerto de mucha nieve, y que son menester muchas
personas que cada día vengan a servir, y por esto han car­
gado hombres y mujeres preñadas y muchachos, que se les
habían muerto ciento y trece personas; que me pedían que
yo los amparase, si no que se yrian a los montes porque ya
no podían hacer otra cosa...
... Porque los indios son muy mal tratados de los espa­
ñoles caminantes, que los llevan cargados a todas partes
donde quieren ir, como azémilas, y aun sin dalles de comer,
y por esto padecen mucho daño y aun se mueren por los
caminos; y este daño es principalmente entre los que cojen
oro, para mantener los esclavos que traen en las minas,
cargan los indios libres que tienen de encomienda, y los
llevan cargados treinta o quarenta o cinquenta leguas y más
y menos, de que por los caminos mueren muchos... de tal
manera que todos los que de principio han estado en esta
tierra afirman que falta la mitad de la gente que solía ha­
ber... mas digo que este cargallos tan sin moderación los
apoca a más andar, y que es menester que Vuestra Mages-
tad lo remedie, porque si no presto se verá el cabo desta
tierra, como se na bisco el de la isla Española y Cuba y
esotras islas, que este cargallos se cree fue la principal parte
para acaballos...
» * *

Fray Juan de Zumárraga nació en Tabira de Durango (Viz­


caya) en 1475 y murió en la ciudad de México en 1548. Es decir,
fue un estricto coetáneo de Cortés. De manera que pudo hablar
con un conocimiento inmediato de los acontecimientos de la
conquista. Con la ventaja —para cienos historiadores— de que
como su estilo no se crispa como el de Las Casas cuando denun­
cia las expoliaciones sufridas por los indios, parece resultar más
creíble. Pero siguiendo lo esencial de sus denuncias una a una,
se adviene que coinciden con lo fundamental de lo sostenido
por el obispo de Chiapas.
Zumárraga, conocedor a fondo de la obra de Erasmo, pro­
pone en el centro de sus planteamientos un renovado cristia­
nismo apostólico. Y ese es el talante que prevalece en sus escri­
tos cuando es nombrado «Protector de Indios» por Carlos V
(1527). Y el que también define sus arduas tareas hasta el mo­
mento en que el papa Clemente VII lo confirma obispo de
México. Pero su actividad misional y «agitadora de conciencias»
no se detiene. Tanto es así que, no sólo funda la Universidad de
México, sino que hace llevar la primera imprenta que funciona
en Nueva España.
Para sus aspectos ideológicos y sus tareas individuales, no ha
envejecido el trabajo de Joaquín Garda Icazbalceta: Don Fray
Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, 1881. En lo
217
que hace a un panorama general que le sirva de marco, v. José
María Gallegos Roca fu II: El pensamiento mexicano en los siglos xvi y
XVn, México, 1951.

7. Fray Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la


destrucción de las Indias

Después de las tiranías grandísimas y abominables que


éstos hicieron en la ciudad de México y en las ciudades y
tierras mucha que hay por aquellos alrededores, diez,
quince y veinte leguas de México, donde fueron muertos
infinitas gentes, pasó adelante esta su tiránica pestilencia, y
fue a cundir y a inficionar y asolar a la provincia de Pá-
nuco, que era una cosa admirable la multitud de las gentes
que tenía y los estragos y matanzas que allí se hicieron.
Después destruyeron por la misma manera la provincia
de Cututepeque, y después la provincia de Ipilcingo y des­
pués la de Colima, que cada una es más tierra que el reino
de León y el de Castilla. Contra los estragos, muertes y
crueldades que en cada una hicieron, será sin duda cosa
dificilísima e imposible de decir y trabajosa de escuchar.
Es aquí de notar que el titulo con que entraban y por el
cual comenzaban a destruir todos aquellos inocentes y des­
poblar aquellas tierras, que tanta alegría y gozo debieran de
causar a los que fueran verdaderos cristianos con su tan
grande e infinita población, era decir que viniesen a suje­
tarse y a obedecer al rey de España; donde no, que los
habían de malar y hacer esclavos. Y los que no venían tan
presto a cumplir tan irracionales y estúpidos mensajes y a
ponerse en manos de tan inicuos, crueles y bestiales hom­
bres, llamábanles rebeldes y alzados contra el servicio de su
Majestad. Y así lo escribían acá al rey nuestro señor.
Y la ceguedad de los que regían las Indias no alcanzaba
ni entendía aquello que en sus leyes está expreso y más
claro que otro de sus primeros principios, conviene a saber:
que ninguno es ni puede ser llamado rebelde, si primero
no es súbdito.
* » *

Sobre la polémica, contradictoria y enorme figura de Las Ca­


sas creo que se puede decir (utilizando las categorías que con
frecuencia hemos usado) que es el «emergente mayor» de los
frailes y misioneros que se opusieron de manera categórica a los
resultados militares, económicos y sociales de la conquista. Y,
por ende, de la encomienda como resultante administrativa clave.
Su mismo estilo, su manejo de las palabras, su preferencia por
las inflexiones más crispadas sobrecargadas de amplificaciones,
reiteraciones y series connotativas, parecen querer acumular
218
lodo el discurso de la política misional más crítica con el sistema
y más benévola con los indios.
La bibliografía sobre Las Casas es muy amplia. Sólo nos
limitaremos a señalar las más actualizadas y distanciadas, a la
vez, de la diatriba como de la apologética: Marcel Bataillon,
i ludes sur Bartolomé' de Las Casas, París, 1966. y Lewis Hanke, Las
Casas, historiador, México, 1966.

Y rio b u s q u é is e n o tra s / rartes n i p a ís e s u n o p ro b io y u n a in ju r ia ta n g r a v e s


a flig id o s a l a ju s tic ia d e E s p a ñ a — a m e n u d o e je m p la r , ta n to e n e l p a s a d o com o
e n e l p r e s e n te —, n i u n a in fa m ia ta n la m e n ta b le p a r a e l C o n se jo R e a l, y a q u e
v a sa llo s d e V u e s tr a M a je s ta d h a n a s e s in a d o a c a s i d o s m illo n e s d e seres h u m a ­
n os, h a n s a q u e a d o o tro s do s m illo n e s de d u c a d o s , d e v a s ta n d o y d e s p o b la n d o m ile s
de lu g a r e s d e estos rem o s . A f u e r z a d e v io le n c ia s y de U ra n ia s, s in c o n ta r o tro s
a b u s o s...

Fray B artolom é de las Casas. C a r ta a l C o n se jo d e I n d ia s .

Fray Bartolomé de las Casas, el hombre polémico que dio pie a la gran
polémica sobre la acción de España en el Nuevo Mundo.
No es una justificación aun cuando sea una constante en la historia: los
graneles o pequeños • imperios» han asentado sus bases en el llamado
• derecho de c o n q u ista L o s españoles destruyeron con métodos violen­
tos, el imperio de los aztecas, que estaba, a su vez, asentado sobre la
violencia y el sometimiento de los pueblos vecinos; tal es el caso de los
traxcaltecas, ilustrado ast por el Lienzo de Tlaxcala, que se unieron a
los conquistadores españoles como medio para sacudirse el pesado yugo
de los señores de Tenochtillán.
TESTIMONIOS AZTECAS

I. La matanza del templo mayor

Los textos que se presentan a continuación provienen de los


informantes indígenas, algunos de ellos testigos oculares de la
conquista de México. Y cuyas versiones fueron recogidas por
Fray Bernardina de Sahagún.

Pues así las cosas, mientras se está gozando de la fiesta,


ya es baile, ya es canto, ya se anlaza un canto con otro, y los
cantos son como un estruendo de olas, en ese preciso mo­
mento los hombres de Castilla toman la determinación de
matar a la gente. Luego vienen hacia acá, todos vienen en
armas de guerra.
Vienen a cerrar las salidas, los pasos, las entradas: la
Entrada del Aguila en el palacio menor; la del Acatliyaca-
pan (Punta de la Caña), la de Tezcacóac (Serpiente de espejos).
Y luego que hubieron cerrado, en todas ellas se apostaron:
ya nadie pudo salir.
Dispuestas así las cosas, inmediatamente entra al Patio
Sagrado para matar a la gente. Van a pie, llevan sus escu­
dos de madera, y algunos los llevan de metal y sus espadas.
Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al
lugar de los atabales: dieron un tajo al que estaba tañendo:
le cortaron ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a
caer su cabeza cercenada.
Al momento todos acuchillan, alancean a la gente y les
dan tajos, con las espadas los hieren. A algunos les acome­
tieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dis­
persas sus entrañas. A otros les desagarraron la cabeza; les
rebanaron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su
cabeza.
Pero a otros les dieron tajos en los hombros: hechos
grietas, desgarrados quedaron sus cuerpos. A aquellos hie­
ren en los muslos, a estos en las pantorrillas, a los de más
allá en pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por
tierra. Y había algunos que aún en vano corrían: iban
arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en
ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no hallaban a donde
dirigirse.
Pues algunos intentaban salir: allí en la entrada los he­
rían, los apuñalaban. Otros escalaban los muros; pero no
221
pudieron salvarse. Otros se metieron en la casa común: allí
sí se pusieron en salvo. Otros se entremetieron entre los
muertos, se fingieron muertos para escapar. Aparentando
ser muertos, se salvaron. Pero si entonces alguno se ponía
en pie, lo veían y lo acuchillaban,
La sangre de los guerreros cual si Fuera agua corría:
como agua que se ha encharcado, y el hedor de la sangre se
alzaba al aire, y de las entrañas que parecían arrastrarse.
Y los españoles andaban por doquiera en busca de las
casa de la comunidad: por doquiera lanzaban estocadas,
buscaban cosas: por si alguno estaba oculto allí; por do­
quiera anduvieron, todo lo escudriñaron. En las casas co­
munales por todas partes rebuscaron.

La reacción de los mexicanos


Y cuando se supo fuera, empezó una gritería:
— ¡Capitanes, mexicanos... venid acá! ¡Que todos ar­
mados vengan: sus insignias, sus escudos, dardos!... ¡Venid
acá de prisa, corred: muertos son los capitanes, han muerto
nuestros guerreros!... ¡Han sido aniquilados, oh capitanes
mexicanos!
Entonces se oyó el estruendo, se alzaron gritos, y el
ulular de la gente que se golpeaba los labios. Al momento
fue el agruparse, todos los capitanes, cual si hubieran sido
citados: traen sus dardos, sus escudos.
Entonces la batalla empieza: dardean con venablos, con
saetas y aun con jabalinas, con arpones de cazar aves. Y sus
jabalinas furiosos y apresurados lanzan. Cual si fuera capa
amarilla, las cañas sobre los españoles se tienden.

La gente de Castilla se refugia en las casas reales


Por su parte, la gente de Castilla inmediatamente se
acuarteló. Y ellos también comenzaron a flechar a los mexi­
canos, con sus dardos de hierro. Y dispararon el cañón y el
arcabuz.
Inmediatamente echaron grillos a Motecuhzoma.
Los capitanes mexicanos fueron sacados uno en pos de
otro, de los que habían sucumbido en la matanza. Eran
llevados, eran sacados, se hacían pesquisas para reconocer
quién era cada uno.

El llanto por los muertos


Y los padres y las madres de familia alzaban el llanto.
Fueron llorados, se hizo la lamentación de los muertos. A
cada uno lo llevan a su casa, pero después los trajeron al
Patio Sagrado: allí reunieron a los muertos; allí a todos
juntos los quemaron, en un sitio definido, el que se nombra

222
Cuauhxicalco (Urna del Aguila). Pero a otros los quemaron
en la Casa de los Jóvenes.

II. El texto anónimo de Tlatelolco

Esta relación de la conquista, redactada ien Üengua. náhuatl


hacia 1528 por autores anónimos del vecino México-Tlatelolco,
también comienza con la llegada de los españoles por las costas
del Golfo. Se transcribe a continuación la mayor parte de ella,
desde el momento en que se narra la huida de los españoles
después de la matanza del templo mayor. Sobre este aspecto v.
Angel María Garibay, Historia de la liberalura náhuatl, México,
1953-54.
La noche triste
En consecuencia, luego salieron de noche. En la fiesta
de Tecuílhuitl salieron; Fue cuando murieron en el Canal
de los Toltecas. Allí furiosamente los atacamos.
Cuando de noche salieron, primero fueron a recon-
trarse en Mazatzintamalco. Allí fue la espera de unos a
otros cuando salieron de noche.
Año 2-Pedernal. Fue cuando murió Motecuhzoma;
también en el mismo tiempo murió el Tlacohcálcatl de Tla­
telolco, Itzcohuat/.in.
Cuando se fueron [los españoles), fueron a asentarse en
Acueco. Los echaron de allí. Fueron a situarse en Teuhcal-
hueyacan. Se fueron para Zoltépec. De allí partieron, fue­
ron a situarse en Tepotzotlan. De allí se fueron a situarse en
Citlaltepec; de allí fueron a establecerse en Temazcalpan.
Allí los salieron a encontrar: les dieron gallinas, huevos,
maíz en grano. Allí tomaron resuello.
Ya se fueron a meter en Tlaxcala.
Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes,
que queman.

El regreso de los españoles


Cuando ha pasado un poco la epidemia, ya se ponen en
marcha. Van a salir a Tepeyacac, fue el primer lugar que
conquistan.
Se van de allí: cuando es la fiesta de tomar la bebida
(Tlahuano), van a salir a Tlapechuan. Es la fiesta de Izcalli.
A los doscientos días vinieron a salir, se vinieron a situar
en Tetzcoco. Estuvieron allí cuarenta días.
Luego ya vienen, de nuevo vienen en seguimiento de
Citlaltépec. A Tlacopan. Allí se establecen en el Palacio.
Y también se metieron acá los de Chiconauhtla, Xalto­
can, Cuauhtitlan, Tenayucan, Azcapotzalco, Tlacopan, Co-
yoacan.

223
Por siete días no están combatiendo.
Estaban solamente en Tlacopan. Pero luego de nuevo
retroceden. No más se van todos juntos y por allá van a
salir, para establecerse en Tetzcoco.
Ochenta días y otra vez van a salir a Huaxtépec,
Cuauhnáhuac (Cuernavaca). De allá bajaron a Xochimüco.
Allí murió gente de Tlatelolco. Otra vez salió [el español]
de allí; vino a Tetzcoco, allí también a situarse. También en
Tlaliztacapa murieron gentes de Tlatelolco.
Cuando el se fue a situar a Tetzococo fue cuando co­
menzaron a matarse unos con otros los de Tenochtitlan.
En el año 3-Casa mataron a sus príncipes el Cuhuacóad
Tzihuacpopocatzin y a Cicpatzin Tecuecuenotzin. Mataron
también a los hijos de Motezuhzoma, Axayaca y Xoxopehuá-
loc.
Esto más: se pusieron a pleitear unos con otros y se
mataron unos a otros. Esta es la razón por la que fueron
muertos estos principales: movían, trataban de convencer
al pueblo para que se juntara maíz blanco, gallinas; huevos
para que dieran tributo a aquéllos [a los hombres de Casti­
lla],
Fueron sacerdotes, capitanes, hermanos mayores los
que hicieron estas muertes. Pero los principales jefes se
enojaron porque habían sido muertos aquellos principales.
Dijeron los asesinos:
—¿Es que nosotros hemos venido a hacer matanzas?
Ultimamente, hace sesenta días que hubo muertos a
nuestro lado... ¡Con nosotros se puso en obra la fiesta de
Tóxcatl!... [La matanza del templo mayor].

El asedio de Tenochtitlan
Ya se ponen en pie de guerra, ya van a darnos batalla
[los españoles], por espacio de diez días nos combaten y es
cuando vienen a aparecer sus naves. A los veinte días van a
colocar sus naves por Nonohualco, en el punto llamado
Mazatzintamalco.
Cuando sus naves llegaron acá, llegaron por el rumbo
de Iztacalco. Entonces se sometió a ellos el habitante de
Iztacalco. También de allá se dirigieron acá. Luego se fue­
ron a situar las naves en Acachinanco.
También desde luego hicieron sus casas de estacamento
los de Huexotzinco y Tlaxcala a un lado y otro del camino.
También dispersan sus barcos los de Tlatelolco. Estos en
sus barcas en el camino de Nonohualco, en Mazatzinta-
malco están sus barcas.
Pero en Xohuiltitlan y en Tepeyacac nadie tiene barcas.
Los únicos que estábamos en vigilancia del camino somos
los de Tlatelolco cuando aquéllos llegaron con sus barcas.
Al día siguiente las fueron a dejar a Xoloco.
Por dos días hay combate en Huitzilan. Fue cuando se
mataron unos a otros los de Tenochtitlan. Se dijeron:
224
—¿Dónde están nuestros jefes? ¿Tal vez una sola vez
han venido a disparar? ¿Acaso han hecho acciones de va­
rones?
Apresuradamente vinieron a coger a cuatro: por de­
lante iban los que mataron. Mataron a Cuauhnochdi, capi­
tán de Tlacatelco, a Cuapan, capitán de Huitznáhuac, al
sacerdote de Amantlan, y al sacerdote de Tlalocan. De
modo tal, por segunda vez, se hicieron daño a sí mismos los
de Tenochtidan al matarse unos a otros.
Los españoles vinieron a colocar dos cañones en medio
del camino de Tecamman mirando hacia acá. Cuando dis­
pararon los cañones la bala fue a caer en la Puerta del
Águila.
Entonces se pusieron en movimiento juntos los de Te-
nochtitlan. Tomaron en brazos a Huitzilopochtli, lo vinie­
ron a meter en Tlatelolco, lo vinieron a depositar en la
Casa de los Muchachos [TelpochcalH], que está en Amáxac.
Y su rey vino a establecerse a Acacolco. Era Cuauhtemoct-
zin [Cuauhtémoc].

La gente se refugia en Tlatelolco

Y eso bastó; los del pueblo bajo en esta ocasión dejaron


su ciudad de Tenochtitlan para venir a meterse a Tlate­
lolco. Vinieron a refugiarse en nuestras casas. Inmediata­
mente se instalaron por todas partes en nuestras casas, en
nuestras azoteas.
Gritan sus jefes, sus principales y dicen:
—Señores nuestros, mexicanos, tlatelolcas...
Un poco nos queda... No hacemos más que guardar
nuestras casas.
No se han de adueñar de los almacenes, del producto
de nuestra tierra.
Aquí está nuestro sustento, el sostén de la vida, el maíz.
Lo que para vosotros guardaba vuestro rey: escudos,
insignias de guerra, rodelas ligeras, colgajos de pluma, ore­
jas de oro, piedras ñnas. Puesto que todo esto es vuestro,
propiedad vuestra.
No os desanimé», no perdáis el espíritu. ¿A dónde he­
mos de ir?
¡Mexicanos somos, tlatelolcas somos!
Inmediatamente tomaron de prisa todas las cosas los
que mandan acá, cuando ellos vinieron a entregar las in­
signias, sus objetos de oro, sus objetos de pluma de quetzal.
Y éstos son los que andan gritando por los caminos y
entre las casas y en el mercado.
Xipanc, Telilyaco, el vice-Cihuacóatl, Motelchiuh,
cuando era de Huiznahuatl, Zochitl, el de Ácolnáhuac, el
de Anáhuac, el Tlacochcálcatl, Iztpotonqui, Ezhuahuácad,
Coaihuiü, que era Mixcoatlailótlac; el intendente de los
templos, Tentil. Éstos eran los que anduvieron gritando,
como se dijo, cuando se vinieron a meter a Tlatelolco.

225
Y aquí están los que lo oyeron:
Los de Coyoacan, de Cuauhtitlan, de Tultitlan, de Chi-
cunauhtla, Coanacotzin, el de Tetzcoco, Cuiüáhuac, el de
Tepechpan, Itzyoca. Todos los señores de estos rumbos
oyeron el discurso dicho por los de Tenochtidan.
Y todo el tiempo en que estuvimos combatiendo, en
ninguna parte se dejó ver el tenochca; en todos los caminos
de aquí: Yacacolco, Atezcapan, Coatlan, Nonohualco, Xo-
xohuitlan, Tepeyacac, en todas estas partes fue obra exclu­
siva nuestra, se hizo por los tlatelolcas. De igual modo, los
canales también fue obra nuestra exclusiva.
Ahora bien, los capitanes tenochcas allí [en su refugio
de Tlatelolco), se cortaron el cabello, y los de menor grado,
también se lo cortaron, y los cuachiques, y los otomíes, de
grado militar, que suelen traer puesto su casco de plumas,
ya no se vieron en esta forma, durante todo el tiempo que
estuvimos combatiendo.
Por su parte, los de Tlatelolco rodearon a los principa­
les de aquellos y sus mujeres todas los llenaron de oprobio
y los apenaron diciéndoíes:
—¿No más estáis allí parados?... ¿No os da vergüenza?
¡No habrá mujer que en tiempo alguno se pinte la cara
para vosotros!
Y las mujeres de ellos andaban llorando y pidiendo fa­
vor en Tlatelolco.
Y cuando ven todo esto los de esta ciudad alzan la voz,
pero ya no se ven por ninguna parte los tecknocas.
De parte de los tlatelolcas, pereció lo mismo el Cuachic
que el otomi y el capitán. Murieron a obra de cañón o de
arcabuz.

Los tlatelolcas son invitados a pactar


Vino a amedrentarlos de parte de los españoles, a dar
gritos el llamado Castañeda, en donde se nombra Yauh-
tenco vino a dar gritos. Lo acompañan tlaxcaltecas, ya dan
gritos a los que están en atalaya de guerra junto al muro en
agua azul. Son el llamado Itzpalanqui, capitán de Chapul-
tepec, dos de Tlapala, y Cuexacaltzin.
Vienen a decirles:
—¡Vengan acá algunos!
Y ellos se dicen:
—¿Qué querrá decir? Vayamos a oírlo.
Luego se colocan en una barca y desde lejos dispuestos
le dicen a aquél:
—¿Qué es lo que queréis decir?
Ya dicen los tlaxcatecas:
—¿Dónde es vuestra casa?
Dicen:
Está bien: sois los que son buscados. Venid acá, os llama
el «dios», el capitán.
Entonces salieron, van con él a Nonohualco, a la casa de

226
la Niebla en donde están el capitán y Malintzin y «El Sol»
[Alvarado] y Sandoval. Allí están reunidos los señores del
pueblo, hay parlamento, dicen al capitán:
—Vinieron los tlatelolcas, los hemos ido a traer.
Dijo Malintzin a ellos:
«Venid acá: dice el capitán:
¿Qué piensan los mexicanos? ¿Es un chiquillo Cuauh-
témoc?
¿Que no tienen compasión de los niñitos, de las muje­
res?
¿Es así como han de perecer los viejos?
Pues están aquí conmigo los reyes de Tlaxcala, Huexot-
zinco, Cholula, Chalco, Acolhuacan, Cuauhnahuac, Xo-
chimilco, Mizquic, Cuitlahuac, Culhuacan».
Ellos (varios de esos reyes) dijeron:
—¿Acaso de las gentes se está burlando el tenochca?
También su corazón sufre por el pueblo en que nació.
Que dejen solo al tenochca; que solo y por sí mismo... vaya
pereciendo...
¿Se va a angustiar acaso el corazón del tlatelolca, porque
de esta manera han perecido los mexicanos de quienes él se
burlaba?
Entonces dicen (los enviados tlatelolcas) a los señores:
—¿No es acaso de este modo como lo decís señores?
Dicen ellos [los reyes indígenas aliados de Cortés):
—Sí. Así lo oiga nuestro señor «el dios»: dejad solo al
tenochca que por si solo perezca... ¿Allí está la palabra que
vosotros tenéis de nuestros jefes?
Dijo «el dios» (Cortés):
—Id a decir a Cuauhtémoc; que toman acuerdo, que
dejan solo al tenochca. Yo me iré para Teucalhueyacan,
como ellos hayan concertado allá me irán a decir sus pala­
bras. Y en cuanto a las naves, las mudará para Coyoacan.
Cuando lo oyeron luego le dijeron (los tlatelolcas):
—¿Dónde hemos de coger a aquellos (a los tenochcas)
que andas buscando? ¡Ya estamos al último respiro, que de
una vez tomemos algún aliento!...
Y de esta misma manera se fueron a hablar con los
tenochcas. Allá con ellos se hizo junta. Desde las barcas no
más se gritó. No era posible dejar solo al tenochca.

Se reanuda la lucha
Así las cosas, finalmente, contra nosotros se disponen a
atacar. Es la batalla. Luego llegaron a colocarse en Cuepo-
pan y en Cozcacuahco. Se ponen en actividad con sus dar­
dos de metal. Es la batalla con Coyohuehuetzin y cuatro
más.
Por lo que hace a las naves de ellos, vienen a ponerse en
Texopan. Tres días es la batalla allí. Vienen a echamos de
allí. Luego llegan al Patio Sagrado: cuatro días es la batalla
allí.

227
Luego llegan hasta Yacacolco: es cuando llegaron acá
los españoles, por el camino de Tlilhuacan.
Y eso fue iodo. Habitantes de la ciudad murieron dos
mil hombres exclusivamente de Tlatelolco. Fue cuando hi­
cimos los de Tlatelolco armazones de «hileras de cráneos»
(tzompanüi). En tres sitios estaban colocados estos armazo­
nes. En el que está el Patio Sagrado de Tlilcalco (Casa ne­
gra). Es donde están ensartados los cráneos de nuestros
señores [españoles].
En el segundo lugar, que es Acacolco, también están
ensartados cráneos de nuestros señores y dos cráneos de
caballos.
En el tercer lugar, que es Zacatla, frente al templo de la
diosa (Cihuacoatl), hay exclusivamente cráneos de tlatelol-
cas.
Y asi las cosas vinieron a hacemos evacuar. Vinieron a
estacionarse en el mercado.
Fue cuando quedó vencido el tlatelolca, el gran tigre, el
gran águila, el gran guerrero. Con esto dio su final conclu­
sión la batalla.
Fue cuando también lucharon y batallaron las mujeres
de Tlatelolco lanzando sus dardos. Dieron golpes a los in­
vasores; llevaban puestas insignias de guerra; las tenían
puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron
para arriba de sus piernas para perseguir a los enemigos.
Fue también cuando le hicieron un doselete con mantas
al capitán allí en el mercado, sobre un templete. Y fue
cuando colocaron la catapulta aqui en el templete. En el
mercado la batalla fue por cinco días.

Descripción épica de la dudad sitiada


Y esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo
admiramos: con esta lamentosa y triste suerte nos vimos
angustiados.
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y están las paredes manchadas de sesos.
Rojas están las aguas cual si las hubieran teñido,
y si las bebíamos eran agua de salitre.
Golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad
y nos quedaba por herencia una red de agujeros.
En los escudos estuvo nuestro resguardo,
pero los escudos no detienen la desolación.
Hemos comido panes de colorín
hemos masticado grama salitrosa,
pedazos de adobe, lagartijas, ratones,
y tierra hecha polvo y aun los gusanos.
Comimos la carne apenas sobre el fuego estaba puesta.
228
Cuando estaba cocida ia carne de allí la arrebataban, en el
fuego mismo la comían.
Se nos puso precio del joven, del sacerdote, del niño y
de la doncella. Basta: de un pobre era el precio sólo dos
puñados de maíz, sólo diez tortas de mosco, sólo eran nues­
tro precio veinte tortas de grama salitrosa.
Oro, jades, mantas ricas, plumajes de quetzal, todo eso
que es precioso en nada fue estimado.
Solamente se echó fuera del mercado a la gente cuando
allí se colocó la catapulta.
Ahora bien, a Cuauhtémoc le llevaban los cautivos. No
quedan así. Los que llevan a los cautivos son los capitanes
de Tlacateco. De un lado y de otro les abren el vientre. Les
abría el vientre Cuauhtemoctzin en persona y por sí
mismo.»

La ciudad vencida
Este fue el modo como feneció el mexicano, el tlate-
lolca. Dejó abandonada su ciudad. Allí, en Amaxac, fue
donde estuvimos todos. Y ya no teníamos escudos, ya no
teníamos macanas, y nada teníamos que comer; ya nada
comimos. Y toda la noche llovió sobre nosotros.

Prisión de Cuauhtémoc
Ahora bien, cuando salieron del agua ya van Co-
yohuehuetzin, Topantemoctzin, Temilotzin, y Cuauhte­
moctzin. Llevaron a Cuauhtemoctzin a donde estaba el ca­
pitán, y don Pedro de Alvarado y doña Malintzin.
Y cuando aquellos fueron hechos prisioneros, fue
cuando comenzó a salir la gente del pueblo a ver dónde iba
a establecerse. Y al salir iba con andrajos, y las mujercitas
llevaban las carnes de la cadera casi desnudas. Y por todos
lados hacen rebusca los cristianos. Les abren las faldas, por
todos lados les pasan la mano por sus orejas, por sus senos,
por sus cabellos.
Y esta fue la manera como salió el pueblo: por todos los
rumbos se esparció; por todos los pueblos vecinos se fue a
meter a los rincones, a las orillas de las casas de los extra­
ños.
En un año 3-Casa (15211, fue conquistada la ciudad. En
la fecha en que nos esparcimos fue en Tlaxochimaco, un
día 1-Serpiente.
Cuando nos hubimos dispersado, los señores de Tlate-
lolco fueron a establecerse a Cuahtitlan: son Topantemoct­
zin, el Tlacochecalcatl Coyohuthuetzin y Temilotzin.
El que era gran capitán, el que era gran varón sólo por
allá va saliendo y no lleva sino andrajos. De modo igual, las
mujeres, solamente llevaban en sus cabezas trapos viejos y
con piezas de varios colores habían hecho sus camisas.

229
Por esta causa están afligidos los principales y de eso
hablan unos con otros: ¡Hemos perecido por segunda vez!
Un pobre hombre del pueblo que iba para arriba fue
muerto en Otontlan de Acolhuacan traicioneramente. Por
tanto, se ponen a deliberar unos con otros los del pueblo
que tienen compasión de aquel pobre. Dicen:
—Vamos, vamos a rogar al capitán nuestro señor.

La orden de entregar el oro


En este tiempo se hace requisa de oro, se investiga a las
personas, se les pregunta si acaso un poco de oro tienen, si
lo escondieron en su escudo, o en sus insignias de guerra,
si allí lo tuvieron guardado, o si acaso su bezote [su colgajo
del labio] o su luneta de la nariz, o tal vez su dije pendiente,
todo cuanto sea, luego ha de juntarse.
Y hecho asf se rejuntó todo cuanto se pudo descubrir.
Luego lo viene a presentar uno de sus jefes, Cuezacaltzin,
de Tlapala, Huitziltzin, de Tepanecapan, el capitán de
Huitznahuac, el Huasteco, y Potzontzin de Cuitlachohua-
can. Éstos van a entregar el oro a Coyoacan. Cuando han
llegado allá dicen:
—Capitán, señor nuestro, amo nuestro: te mandan su­
plicar los señores tus vasallos los grandes de Tlatelolco.
Dicen:
«Oiga por favor el señor nuestro:
Están afligidos sus vasallos, pues los afligen los habitan­
tes de los pueblos en donde están refugiados por los rin­
cones y esquinas.
Se burlan de ellos el habitante de Acolhhuacan y el
otomi, los matan a traición.
Y esto más: aqui está esto con que vienen a implorarte:
esto es lo que estaba en las orejeras y en los escudos de los
dioses de tus vasallos».
En su presencia colocan aquello, lo ponen en cestones
para que lo vea. Y cuando el capitán y Malintzin lo vieron
se enojaron y dijeron:
—¿Es acaso eso lo que se anda buscando? Lo aue se
busca es lo que dejaron caer en el canal de los toitecas.
¿Dónde está? ¡Se necesita!
Al momento, les responden los que vienen en comisión:
¡Lo dio Cuauhtemoctzin al Cihuacoatl y al Huiznahua-
ceatl! Ellos saben en donde está: que les pregunten.
Cuando lo oyó finalmente mandó que les pusieran gri­
llos, que los encadenaran. Vino a decirles Malintzin:
—Dice el capitán: que se vayan, que vayan a llamar a
sus principales. Les quedo agradecido. Puede ser que de
veras estén padeciendo los del pueblo, pues de él se están
mofando.
Que se vengan, que vengan a habitar sus casas de Tlate­
lolco; que en todas sus tierras vengan a establecerse los
tlatelolcas. Y decid a los señores principales de Tlatelolco:

230
ya en Tenochtidan nadie ha de establecerse, pues es la
conquista de los «dioses», es su casa. Marchaos.

El suplido de Cuauhtémoc
Hecho así, cuando se hubieron ido los embajadores de
los señores de Tlatelolco, luego se presentaron ante [los
españoles] los principales de Tenochtidan. Quieren haceros
hablar.
Fue cuando le queman los pies a Cuauhtemotzin.
Cuando apenas va a amanecer lo fueron a traer, lo ata­
ron a un palo en casa de Ahuizotzin en Agatliyacapan.
Allí salió la espada, el cañón, propiedad de nuestros
amos.
Y el oro lo sacaron en Cuitlahuactonco, en casa de Itz-
potonqui. Y cuando lo han sacado, de nuevo llevan atados
a nuestros príncipes hacia Coyoacan.
Fue en esta ocasión cuando murió el sacerdote que
guardaba a Huitzilopochtli. Le habían hecho investigación
sobre dónde estaban los atavíos del dios y los del sumo
Sacerdote de Nuestro Señor y los del Incensador máximo.
Entonces fueron hechos sabedores de que los atavíos que
estaban en Cuauhchichilco, en Xaltocan; que los tenían
guardados unos jefes.
Los fueron a sacar de allá. Cuando ya aparecieron los
atavíos, a dos ahorcaron en medio del camino de Maza-
tlan».

El pueblo regresa a establecerse en Tlatelolco


Fue en ese tiempo cuando comenzó a regresar acá el
pueblo bajo, se vino a establecer en Tlatelolco. Fue el año
4-Conejo.
Luego viene Temilotzin, viene a establecerse en Capul-
titlan.
Y donjuán Huehuetzin se vino a establecer en Aticoac.
Pero Coyohuehzin y Topantemoctzin murieron en
Cuauhtidan.
Cuando vinimos a establecernos en Tlatelolco aquí so­
lamente nosotros vivimos. Aún no se venían a instalar nues­
tros amos los cristianos. Aún nos dejaron en paz, todos se
quedaron en Coyoacan.
Allá ahorcaron a Macuilxochitl, rey de Huitzilopochco.
Y luego al rey de Culhuacac, Pizotzin. A los dos allá los
ahorcaron.
Y al Tlacatcatl de Cuauhtitlan y al mayordomo de la
Casa Negra los hicieron comer por los perros.
También a unos de Xochimilco los comieron los perros.
Y a tres sabios de Ehechd, de origen tetzcocano, los co­
mieron los perros. No más ellos vinieron a entregarse. Na­
die los trajo. No más venían trayendo sus papeles con pin­

231
turas [códices]. Eran cuatro, uno huyó... tres fueron alcan­
zados allá en Coyoacan.
En cuanto a los españoles cuando han llegado a Coyoa­
can, de allí se repartieron por los diversos pueblos, por
dondequiera.
Luego se les dieron indios vasallos en todos estos pue­
blos. Fue entonces cuando se dieron personas en don, fue
cuando se dieron como esclavos.
En este tiempo también dieron por libres a los señores
de Tenochtitlan. Y los libertados fueron a Azcapotzalco.
Allí (en Coyoacan) se pudieron de acuerdo [los españo­
les] de cómo llevarían la guerra a Metztitlan. De allá se
volvieron a Tula.
Luego ya toma la guerra contra Uaxacac [Oaxaca] el
capitán. Ellos van a Acolhuacan, luego a Metztitlan, a Mi-
choacan... Luego a Huey Molían y a Cuauhtemala, y a Te­
cuán tepec.
No más aquí acaba.

232
IN D IO S, ARMAS Y O T R A S PR E C ISIO N ES

I. La conquista de «las indias».

Si se tiene en cuenta que la conquista de América se hace a


continuación de la de Granada (1492) —«el imperialismo espa­
ñol etapa suprema del feudalismo» (según la certera definición
de Pierre Vilar)—, y que los raptos de mujeres, como el vocabu­
lario morisco, eran parte esencial de las algaradas que empren­
dían los señoríos y concejos fronterizos para saquear los lugares
vecinos en España, es posible trazar una pauta decisiva en la
comprensión de los orígenes del mestizaje en América Latina.
Los testimonios de los mismos cronistas de la época aluden a esa
continuidad en los procedimientos mediante los cuales las muje­
res se convenu'an en parte decisiva del «botín» como el oro, las
piedras preciosas, la comida o los esclavos.

a) Identificación entre indios americanos y moros:


Como entre los indios han de andar como entre k>s
moros de Granada, que por mal- trato que les han fecho,
donde quiera que veen los cristianos a mal recaudo los
matan, no que antes no osaban pensar.
Fray Juan de Quevedo. obispo del Darién, en in­
forme al rey Fernando V.
b) Sexo y saqueo:
Se juntaban de quince en quince y de veinte en veinte y
se andaban robando los pueblos y tomando mujeres por
fuerza, y mantas y gallinas, como si estuvieran en tierras de
moros, robando lo que hallaban.
Berna! Díaz del Castillo, Historia verdadera.

c) Botín y mujeres:
... y, demás desto, la noche antes cuando metimos las
piezas, como he dicho, en aquella casa, habían ya escondido
y lomado las mejores indias, que no pareció allí ninguna
buena, y al tiempo de repartir dábamos las viejas y ruines.
Y sobre esto hobo grandes murmuraciones contra Cortés y
de los que mandaban hurtar y esconder las buenas indias...
y que agora el pobre soldado que había echado los bofes, y
estaba lleno de heridas por haber una buena india, y les

233
había dado enaguas y camisas, habían tomado y escondido
las tales indias...
Bemal Díaz, op. cit., Capítulo CXXXV, «Cómo se
recogieron todas las mujeres y esclavas...»
d) Esclavas y servicios:
Fray Bernardino de Sahagún describe que en la toma
de México los españoles no sólo buscaban el oro, sino tam­
bién «las mujeres mozas hermosas; las mujeres bonitas, las
de color moreno claro». Pero que, denigradas o injuriadas,
para escaparse hacia el monte —cimarronearse— estas muje­
res «se untaban el rostro de barro y envolvían las caderas con
un sarape viejo destrozado, se ponían un trapo viejo como
camisa sobre el busto y se vestían con meros trapos viejos».
Fray Bernardino de Sahagún, Historia general, cit.
e) El reves de la trama:
También Bemal Díaz nos relata el elemento dialéctico y
complementario de este fenómemeno de violencia y saqueo:
«Que como había dos o tres meses pasados que algunas de
las esclavas que estaban en nuestra compañía, y en todo el
real conocían a los soldados cuál era bueno, cuál era malo,
y trataba bien a las indias naborias que tenia y cuál las tra­
taba mal, y tenían fama de caballeros y de otra manera,
cuando las vendía en almoneda, si las sacaban algunos sol­
dados que las tales indias o indios no les contentaban o las
habían tratado mal, de presto se desaparecían, que no las
veían más y preguntar por ellas era por demás. Y, en fin,
todo se quedaba por deuda en los libros del rey.
0 Del mestizaje:
Sola una cosa va cada día poniéndose en peor estado, y
si Dios y Vuestra Megestad no lo remedian, temo que
venga a ser la perdición desta tierra, y es el crecimiento
grande en que van los mulatos, que de los mestizos no hago
tanto caudal, aunque hay muchos entre ellos de ruin vi­
vienda y de ruines costumbres, mas al fin son hijos de
españoles y todos se crían con sus padres, que, como pasen
de cuatro o cinco años, salen de poder de las indias y siem­
pre han de seguir el bando de los españoles, como la parte
que de ellos más se honran.
Carta del virrey Enríquez a Felipe II (1664).
Sobre este aspecto —decisivo en la formación del estamento
de los criollos y en el proceso de la formación de una conciencia
de autonomía que irá refinándose hasta llegar al nivel de una
ideología nacional— conviene confrontar:
a) Richard Konetzke: La emigración de mujeres españolas a Amé­
rica durante la época colonial, 1945.
234
b) Luis González Obregón: Los precursores de la independencia
mexicana en el siglo xvi, París, 1916.
c) La femme de couleur en Amérique Latine: Recopilación reali­
zada bajo la dirección de Roger Bastide, París, 1974.
d) Jaime Jaramillo Uribe: Ensayos sobre historia social, Bogotá,
1968.
e) Pedro Mártir de Anglería: Decadas del Nuevo Mundo, 1*
edición, 1530: alude a Vasco Núñez de Balboa afirmando
que «entre muchas mujeres que había robado del país, tenía
una más hermosa que las demás».
0 Angel Rosenblat: La población indígena de América desde 1492
hasta la actualidad, Buenos Aires, 1945.

g) Violación y sanciones
Complementario de las anteriores referencias (que, al fin y
al cabo, no implican un peculiar y violento «monopolio» de los
conquistadores españoles en tanto tales, sino que sólo reiteran
violaciones típicas de todo grupo, clase o país dominador frente
a los dominados), nos encontramos con las explícitas y repetidas
ordenanzas reales, tan cargadas de humanitarismo en su formu­
lación, como de ineficacia en los hechos cotidianos:
Porque soy informado que una de las cosas que más ha
alterado en la isla Española y que más ha enemistado con
los cristianos ha seido tomarles sus mujeres e fijas contra su
voluntad y usar como de sus mujeres, habiéndolo de de­
fender que no se haga por cuantas y vías pudiéredes, man­
dándolo pregonar las veces que os paresciere que sea nece­
sario y ejecutando en las personas que quebraren vuestros
mandamientos con mucha diligencia.
Instrucciones de 1519, llevadas por Pedrarias Dávila,
al llegar al Dañen como gobernador de CastiUa del
Oro.

h) Ropa y desnudo:
El cronista Ovido describe con precisón:
El color algo más claro aue los loros; las bragas que ellas
traen son como las de la gobernación de Venezuela; bragas
sueltas de algodón que ninguna cosa encubren, aunqpe las
tengan, por poco viento que haya.
Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y
natural de las Indias.

i) Cuenta Pedrarias Dávila que entre las indias que apresaron


una de ellas era una cacica que:
Era hermosa, porque en realidad parecía mujer de Cas­
tilla por su blancura, y en su manera y gravedad era para
admirar, viéndola desnuda, sin risa ni liviandad, sino con
semblante austero, pero honesto, puesto que no podía aver

235
de diez y seys a diez y siete años adelante. £ que dicha india
murió de coraje de ser presa.
Carlos Pereira, La huella de los conquistadores, Ma­
drid, 1942.
j) De la belleza:
Son mujeres de tanta hermosura
que se pueden mirar por maravilla;
trigueñas, altas, bien proporcionadas;
en habla y en manos agraciadas.
Juan de Castellanos, Elegías de ilustres varones de
Indias.
k) Mancebas y legítimas esposas:
... había en esta ciudad ocho vecinos casados; los más
estaban amancebados con indias, que les hacen olvidar la
mujer e los hijos, que están en España.
Obispo don Migual Gerónimo Ballesteros, 1550.
Sobre todos estos aspectos en particular vid. Silvio Zavala,
Filosofía de la conquista, México, 1947.

2. De soldados, armas y capitanes


«Los soldados españoles licenciados de las campañas de Ita­
lia, desengañados por la escasa perspectiva que la guerra ofrecía
en el viejo mundo, se habían trasladado al nuevo, donde espe­
raban encontrar aventuras y enriquecerse con facilidad. Las au­
toridades españolas veían entonces partir con gusto a la endia­
blada ralea contentas de no tener que habérselas con la tropa
licenciada, que por sí misma ponía agua por medio y para siem­
pre, según creían todos. Sólo mucho más tarde ejercería el Es­
tado una severa selección entre los que querían partir para el
Nuevo Mundo, sencillamente porque sólo mucho más tarde la
evidenciaría la experiencia que un empecatado personaje puede
ocasionar mayor estrago en una inmatura colonia, no rígida­
mente administrada aún, que en la metrópoli misma.
»Las tropas españolas procedían de la Santa Hermandad, la
guardia creada para perseguir bandidos y salteadores. Sólo en
1476 adquiere esta institución su significación militar al sustituir
a los contingentes del vasallaje medieval. Su táctica la tomaron
los españoles de los suizos, que siete años más tarde figuraban
ya en las filas al servicio de España. Pronto adquiriría el ejército
español la fama de ser el mejor ejército del mundo al ser puesto
bajo el mando de un soldado insigne: Gonzalo Fernández de
Córdoba, llamado el Gran Capitán. Precisamente de las tropas
licenciadas del Gran Capitán —lo fueron en 1514— procede la
mayoría de los hombres que por entonces emigraron al Nuevo
Mundo.
236
• Se insubordinaban unas veces inmediatamente antes y otras
veces inmediatamente después de una batalla victoriosa. Hubo
insubordinaciones de tropas españolas al terminar la campaña
de Italia, la hubo durante la guerra de los Moriscos y las habría
en América.
»Todos los espantos que los indios de América hubieron de
sufrir a manos de los españoles tienen su espeluznante réplica
en sucesos acaecidos en la Europa contemporánea. Y valga esto
para todos los países, sin excepción. Ninguna nación, puede
aquí, con derecho, echar en cara nada a otra. ¿Han de asom­
brarnos las grandes matanzas de América en tiempos en que el
reformador de Alemania, Martín Lulero, lanza su proclama
contra los campesinos sublevados, en la que figuran arengas de
este estilo?: “ En esta hora peregrina un príncipe puede ganar el
cielo derramando sangre, mejor que otro rezando. Por eso,
amados señores, descargad aquí, salvad allá, socorred acullá;
tened piedad de la pobre gente... que clave, estrangule u golpee
quien pueda. Norabuena si pereces en la demanda: muerte más
bienaventurada no podrá alcanzarte nunca. Por eso, quien
pueda, que acribille y lapide y estrangule, pública o secreta­
mente, al rebelde. ¡Que lo haga como quien mata a un perro
rabioso... que sino te adelantas tú lo hará él con su tarascada y te
arrastrará a ti y a todo un pueblo!”
•Este era el espíritu de principios del siglo xvi y era también
el espíritu de la América española, por mucho celo que en con-
' trarrestarle pusieran la Corona y la Iglesia. Y este espíritu hubo
de acompañar a Hernán Cortés en el norte, cuando subyugó y
conquistó México, el imperio de los Aztecas, entre 1519 y
1521.»
Ernst Sam haber, Sudamerica, Buenos Aires, 1961.
Complementariamente puede verse:
1. Federik Engels, La guerra de los campesinos en Alemania.
2. Emest Bloch, Thomas Münzer, teólogo de la revolución.
3. Bernardo Vargas Machuca, Milicia y descripción de las Indias
Occidentales, Madrid, 1599 nueva ed. 1892).
4. Alfonso García Gallo, El servicio militar en Indias, 1956.

3. Cortés como modelo de conquistador y la rigidez


militarista azteca.
«Aunque ningún otro conquistador rivalizó con Cortés en
destreza militar o en capacidad para gobernar luego lo conquis­
tado, todas las campañas siguientes fueron modeladas —en
cierto modo—, según la conquista del imperio azteca. En Yuca­
tán y en las zonas adyacentes de Guatemala, donde estaban
localizados los descendientes de los mayas, la conquista fue em­
prendida por jefes familiarizados con los métodos de Cortés,
ávidos de obtener una victoria tan decisiva y completa como la
suya. Pero la conquista de Yucatán fue una operación en la que
se perdió mucho tiempo, interrumpida por continuos avances y

237
retiradas y muchos fracasos temporales. La civilización maya era
menos militarista que la azteca, y por esta misma razón demos­
tró estar mucho mejor preparada para resistir la guerra que le
hacían los ejércitos españoles. La sociedad azteca había sido vul­
nerable en relación directamente proporcional a la rigidez de su
estado. V toda la estructura imperial cayó en bloque. En Yuca­
tán, las rutas de los conquistadores se cerraban tras ellos en
intermitentes incursiones guerrilleras. Las ciudades eran con­
quistadas y perdidas, y no había una capital administrativa
comparable con Tenochtitlan para determinar la supervivencia
o pérdida de toda una civilización.»
Charles Gibson, España en América, ed. Grijalbo,
Barcelona, 1977.

4. Resultados de la conquista: extinción y anomia


La polémica sobre las características del indio americano se
planteó desde los primeros años de la implantación española: a
favor o en contra. Ejemplo nítido son las versiones contradicto­
rias de fray Tomás Ortiz, primer obispo de Santa Marta, fíente
a la de Juan de Palafox y Mendoza, obispo de la Puebla de los
Angeles en su libro titulado Virtudes del Indio. Correlativa a la
descripción inicial fue la disputa entre dos paradigmas: fray
Bartolomé de las Casas, como defensor (además de Vasco de
Quiroga, Motolinía, Zumárraga, Martín de Valencia) y Ginés
de Sepúlveda en función de acusador; querella que culminó en
Vallaaolid entre 1550 y 1551.
Pero los estudios modernos más autorizados (prolongando,
sin duda, la vieja disputa) van llegando a opiniones que impli­
can justificaciones científicas y síntesis superadoras: «Los esfuer­
zos para salvar al indio —escribe Angel Rosenblat en su trabajo
considerado, ya, un clásico en la materia—, fueron infructuosos.
Irremediablemente entró en la franca extinción. Su vida espiri­
tual (sentimientos, creencias, jerarquías) estaba aniquilada; su
sistema de vida, desintegrado; sus clases dirigentes, destruidas.
Tuvo la sensación de su impotencia, de su esterilidad. La anar­
quía se adueñó de su mundo moral y psíquico. Lo que pasaba
a su alrededor era superior a su capacidad intelectual. De su
familia polígama, de su desnudez, de sus placeres primitivos, se
le quería llevar a la monogamia rígida, al trabajo forzado, a
vestirse, a un Dios único. Se sintió abandonado de sus zamies
protectores. Su perversidad llegó entonces hasta el punto de
*‘negarse a los deberes” de la reproducción o a usar hierbas para el
aborto».
V. La población indígena de América desde 1492 hasta
la actualidad. Institución Cultural Española, Bue­
nos Aires, 1945. Además, Julián H. Steward, The
Native Population of South America, 1949.
Contradicen la inferioridad de los indios la bula Inter Cociera,
del Papa Alejandro VI y la Unigenitus Deus de Paulo III.
238
Ginés de Sepúlveda, De las justas causas de la guerra contra los
indios, ed. F. C. E., Méx., 1941. Sepúlveda. de hecho, resulta un
emergente en medio de otras figuras: Fray Tomás Ortiz y Do­
mingo de Betanzos.

5. Naborías, rastros, cimarrones y tlaxcaltecas

a) Naborías:
«Los desventurados de las Bahamas —y, luego, de México—
no eran en efecto esclavos en su sentido estricto y tradicional,
sino naborías perpetuos, un término que era familiar a la mentali­
dad feudal de los españoles que quería decir vasallos patrimonia­
les, que eran siervos no ligados a la tierra. Los indios de las
Antillas y de México fueron considerados como simples nabo­
rías, dando aproximadamente dos tercios de su tiempo a sus
encomenderos y reservándose el tercero para el cultivo de ;u$
propias cosechas para subsistir. Los indios secuestrados de otros
lugares, no teniendo tierra que cultivar, no necesitaban tiempo
naturalmente para sí mismos y así eran obligados a servir a sus
amos perpetuamente; de ahí el nombre. La diferencia entre su
situación y los esclavos no está clara en ningún documento des­
cubierto por mí. La cuestión es ociosa en cualquier caso, porque
los indios apresados apenas vivían lo suficiente para que se intere­
saran por su situación jurídica.»

J. H. Parry, The Audiencia of New Galicia, 1969.

b) Rastros y navegación:
En verdad, uno de estos esclavos me contó que desde
los Lucayos (Bahamas |, donde produjo un gran estrago por
estos medios, hasta la Española, distante sesenta o setenta
leguas, un barco podía navegar sin brújulas ni carta,
guiándose sólo por el rastro de indios muertos que habían
sido arrojados de los barcos.
Las Casas, Brevísima relación.
Sucedía que cada vez que los indios eran traídos de sus
tierras morían tamos de hambre en el camino que pensa­
mos que por su rastro en el mar podría otro barco hallar su
camino ai puerto.
Informe de los padres dominicos al Cardenal
Chiévres, 1519.
Para todo lo referido a este aspecto, cf. Roland
Mellafé, La esclavitud en Hispanoamérica, Buenos
Aires, 1964.
239
d) Cimarrones negros e indios acimarronados:
Cerca de la ciudad [de Nombre de Dios] la selva co­
mienza, la cual tiene un arbolado tan espeso que no se
puede penetrar excepto cortando las espesas y enmaraña­
das ramas. Los cimarrones pueden de este modo fortifi­
carse en ellos por su habilidad en esconderse y defenderse
y ocurre con frecuencia que se deslizan en el poblado sin
ser oídos y se apoderan de las negras que allí encuentran.
Cit. Carlos Pereyra, Historia de América Española,
1948.
En este sentido, preocupaba especialmente a las autoridades
españolas de México y de Guatemala los contactos de los cima­
rrones negros tanto con los ingleses, franceses y holandeses que,
paulatinamente, a lo largo del siglo xvt los fueron armando,
como también sus contactos con los indios que abandonaban las
poblaciones y que iban organizando aglomeraciones de out law
tan importantes como llegaron a ser los quilombos en las pose­
siones portuguesas (que culminan en la República de los Palma­
res) o los reductos de negros, indios y mestizos que, en Haití,
servían de base a las sucesivas sublevaciones que estallaron a k>
largo de los siglos XVI y XVII y que —en el x v m — fueron base
fundamental para el movimiento de autonomía respecto de
Francia».
Carlos Federico Guillot, Negros rebeldes y negros ci­
marrones, Buenos Aires, 1961.
e) Los tlaxcaltecas y sus privilegios:
«Los tlaxcaltecas continuaron siendo los predilectos mimados
—comparativamente hablando— del gobierno español durante
el período colonial. Estuvieron exentos del servicio personal
como un premio a su ayuda en la conquista, fueron virtual­
mente autónomos y su tributo apenas fue más que un símbolo».
Cit. Cari O. Sauer, op. cit.
«Pero, por otra parte, así como el malinchismo fue exaltado
por los conquistadores por su espíritu de colaboración, por el
resto de los grupos sociales mexicanos fue identificado como
traición, infidencia y servilismo, los indios de Tlaxcala siempre
fueron mirados con desconfianza por los otros grupos indígenas
o, al menos, con redcencia y cautela. Movimiento homólogo al
de las tribus africanas tradicional mente sometidas al comercio
esclavo frente a los propios sectores aborígenes que participan
como mediadores en la trata: ya sea como capataces, conducto­
res a través de la selva o como marinos que cargaban esa mer­
cadería humana desde las costas del continente hasta los barcos
portugueses, holandeses o ingleses a través de los cayos y de las
fuertes oleadas de la costa».
Henri Lapeyre, Le trafic négrier avec l’Amérique es-
pagnole, 1976.

240
LOS D IE C IO C H O MESES Y SUS R IT O S

Los siguientes son los diez y ocho meses del año mexicano, a
los que se agrega un pequeño informe de los ritos implícitos en
cada uno.
1. A ti cattalo (detenimiento del agua) o Quiauitl eua (creci­
miento del árbol). Sacrificio de niños a Tlaloc, el dios de la
lluvia y a Tlaloque.
2. Tlacaxipevaliztli. Fiesta de Xipe Totee. Sacrificio de prisio­
neros, que luego son desollados. Los sacerdotes se cubren
con esas pieles.
3. Tozoztontíi (pequeña vigilia). Ofrecimiento de flores.
4. Uey tozoztli (gran vigilia). Fiestas en honor de Centeoü, dios
del maíz y de Chicomecoad, diosa del maíz. Ofrecimiento
de flores y comida en los templos locales y en las capillas.
Procesión de muchachas llevando maíz al templo de Chi­
comecoad. Cánticos y danzas.
5. Toxcatl. Fiesta de Tezcadipoca. Sacrificio de un joven que
personifica a Tezcadipoca, que ha vivido «como un señor»
durante un año.
6. Etzalqualiztli (etzalli, un plato hecho con maíz y granos co­
cidos; qualiztli, el acto de comerlo). Fiesta de Tlaloc. Baños
ceremoniales en el lago. Bailes. Se procede a comer el etza­
lli. Túnicas y penachos sacerdotales. Sacrificio de víctimas
que personifican a los dioses del agua y la lluvia.
7. Tecuilhuitontli (magnas fiestas de los señores). Ritos cele­
brados por sacerdotes. Sacrificio de una mujer que repre­
senta a Uixtociuad, diosa del agua salada.
8. Uey tecuilhuitl (gran fiesta de los señores). Bailes. Sacrificio
de una mujer que personifica a Xilonen, diosa del maíz
verde.
9. Tlaxochimaco (donación de flores). El pueblo iba a la cam­
piña a juntar flores y decoraba el templo de Uitzilopochtli.
Juegos, banquetes, danzas.
10. Xocotl uetzi (caída de los frutos). Fiesta del dios del fuego.
Sacrificio de prisioneros a Xiuhtecuhtli o Ueueteotl. Los
241
hombres jóvenes trepaban a una pértiga con una imagen
hecha de pasta de huavhtli en la punta de la misma y lu­
chaban por las partes.
11. Ochpanizíli (limpieza). Fiesta de la diosa de la tierra y la
vegetación, que siempre aparece con una rama en la
mano, con la cual se supone limpiará el camino de los
dioses (es decir, del maíz, la vegetación, etc.). Bailes. Sacri­
ficio de mujeres que encarnan a Toci o Teteoinma, madre
de los dioses. Procesión de guerreros ante el emperador
que les condecora.
12. Teotleco (retorno de los dioses). Los dioses regresaban a la
tierra: primero Tezcatiipoca y finalmente el viejo dios del
fuego, a quien se ofrecían sacrificios humanos.
13. Tepeilkuitl (fiesta de las montañas). Se hacían pequeñas
imágenes de huauhtli y se comían. Sacrificio de cinco muje­
res y un hombre que representaban las deidades agrarias.
14. Qutcholli (nombre de pájaro). Fiesta de Mixcoad, el dios de
la caza. Se hacían flechas. Gran cacería. Sacrificio a Mix-
coatl.
15. Panquetzaliztli (cacería de quetzales para obtener plumas).
Gran fiesta de Uitzilopochtli; batallas simuladas. Procesión
del dios Paynal, ayudante de Uitzilopochtli, que se des­
plaza pior las vecindades de México. Sacrificios.
16. Atemoztli (descenso de las aguas). Fiesta de los dioses de la
lluvia. Construcción de imágenes de amaranth de dioses de
la lluvia. Donación de bebidas y comida.
17. Tititl. Sacrificio de una mujer totalmente vestida de blanco,
que personificaba a la diosa Ilamatecuhtli. Batallas de car­
naval.
18. Izcalli (crecimiento). Fiesta en honor del dios del fuego.
Cada cuatro años se sacrificaban víctimas.

Para una información más detallada sobre estos aspectos, v.


el tomo II de esta colección y Jacques Soustelle, Daily Life of tke
Aztecs, Pelican Book, 1972.

242
APENDICE II
CRONOLOGIA
1485 N acim iento d e H e rn á n C ortés en M edeltín (Badajoz).
1494 (4 d e ju n io ). Se re ú n e n en T ordesillas (Valladolid) los p le n ip o ten ­
ciarios d e las co ronas d e Castilla y Portugal para firm a r el Tratado
de Tordesillas, p o r el cual se re p a rte n la costa africana del A dám ico
n o rte y el N uevo M undo am ericano. La cláusula fun d am en tal «fija
el m eridiano d e partición a 370 leguas al oeste d e C abo V erde. El
hem isferio occidental q u e d a p a ra Castilla y el o rien tal p a ra P o rtu ­
gal».
1502 M octezum a II, llam ado «el Joven» para distinguirle d e M octezum a
1, «el Viejo», que había re in a d o d e 1440 a 1469, es en tro n izad o
com o se ñ o r de T e n o c h tid á n y am plía las conquistas aztecas.
1503 Se establece en Sevilla la Casa d e C ontratación p a ra en c a u z a r y
d irig ir el com ercio e n tre la m etrópoli y A m érica.
1504 A los diecinueve años, C ortés llega a la isla E spañola (Santo Do­
m ingo), d o n d e pasó siete años y participó en el re p a rto d e indios.
1511 C ortés se em b arca e n la expedición d e Diego V elázquez para la
conquista d e C uba. U na vez consolidada la ocupación, obtiene
bu en o s rep artim ien to s d e tierra s e indios e n M anicarao.
1515 H e rn á n C ortés es d esig n ad o secretario del g o b e rn a d o r d e la isla,
Diego V elázquez, y teso rero d e C uba. E ntre el g o b e rn a d o r y su
secretario se p ro d u je ro n algunos incidentes q u e ju stificarían el
p o sterio r resen tim ien to d e C ortés. P or negarse C ortés a c o n tra e r
m atrim onio con u n a d a m a llam ada C atalina S uárez, el g o b ern ad o r
le ap resó y obligó a c u m p lir su prom esa. Pero desp u és d e este
incidente, le devolvería su confianza, n o m b rán d o le alcalde d e San­
tiago d e Baracoa.
1517 ( l .° d e m arzo): Francisco H e rn á n d e z d e C órdoba sale en busca d e
m ano d e o b ra esclava y d escubre las costas d e México.
1518 (M ayo-junio): J u a n d e G rijalva, cu m p lien d o u n a m isión sim ilar a
la an te rio r, llega fren te al actual te rrito rio d e San J u a n d e U lúa.
Incluso e n C u b a se tem e p o r esta expedición y Velázquez proyecta
e n v iar u n a expedición d e socorro.
1518 (A gosto): P or consejo d e su secretario, A n d rés d el D uero, y del
c o n ta d o r. A m ad o r d e L ares, V elázquez decide c o n fia r el m an d o
d e la nueva expedición q u e va a e x p lo ra r las costas m exicanas a
H e rn á n C ortés.
1518 (18 d e noviem bre): El reg reso d e J u a n d e G rijalva y los im p o rta n ­
tes p rep arativ o s realizados p o r C ortés, d e sp ie rta n g ra n d e s recelos
e n el g o b e rn a d o r d e C uba hacia C o rtés e in ten ta p aralizar la e x ­
pedición. P ero ad v ertid o éste, acelera los p rep arativ o s y el 18 d e
noviem bre a b a n d o n a Santiago d e B aracoa y se traslada a la villa d e
T rin id a d para en trev istarse con G rijalva, re c lu ta r personal e x p e ­
rim e n ta d o d e su fracasada expedición y a d q u irir vituallas y p e r­
trechos d e g u e rra . E ntre los reclutados en T rin id a d fig u ran los
cinco Al varados, G onzalo d e Sandoval, J u a n V elázquez d e León,
C ristóbal d e O lid y A lonso H e rn á n d e z P o rto carrero .

245
1519(10 d e febrero): D esafiando a V elázquez, C o rté s a rrib a al p u erto
d e La H abana para co m p le ta r su aprovisionam iento. Allí pasó
ocho dias. En el cabo San A n to n io em b a rc a ro n el e x p e rto piloto
A ntonio d e A lam inos, el clérigo velazquista J u a n Díaz, el fraile
m erced ario B artolom é d e O lm ed o , q u e se convertiría e n u n efica­
císimo consejero político y religioso d e C ortés. T a m b ié n em barca­
ro n los in té rp re te s M elchorejo, «Francisco indio*, q u e hablaba
náh u atl y u n poco d e español, A guilar y M arina; el paje d e C ortés,
J uan Pérez de A rtiaga y O rteg u illa, y algunos cap itan es notables
más, com o E scalante, A lonso d e Avila, O rd á s, Luis M arín y A n ­
d ré s T a p ia . El d e stin o d e la m ayoría d e estos au d aces capitanes
sería trágico, com o irem os viendo a lo largo d e esta H istoria.
1519 (18 d e fe b rero ): C o rtés z a rp a d el cabo d e San A ntonio con 580
hom bres, e n tre los q u e fig u ra n algunos ex tran jero s: 100 trip u la n ­
tes, 16 caballos, 10 cañ o n es d e b ro n ce, c u a tro falconetes y 18 a rc a ­
buces.
1519 (22 d e feb rero ): P ed ro d e A lvarado, q u e m a n d a el navio San Sebas­
tián, e s el p rim e ro e n lleg ar a las playas d e la isla d e C ozum el,
d escu b ierta p o r G rijalva e n m ayo d e 1518. La isla se e n c u e n tra
situada fren te a Y ucatán.
1519 (25 d e febrero): C o rté s y el resto d e la flota se re ú n e con A lvarado
en la isla d e C ozum el. Allí recogieron a J e ró n im o d e A guilar,
clérigo d e Ecija, n á u fra g o que había vivido con los indígenas d u ­
ra n te d iez años. H abía fo rm a d o p a rte e n la expedición d e K icuesa
(1511), y su e n c u e n tro sería p a ra C ortés m uy valioso p o r el cono­
cim iento que tenía d e l maya.
1519 (15 d e m arzo): La esc u a d ra d e C ortés se d irig e hacia T abasco o
estuario d e G rijalva, d o n d e los castellanos son acogidos con hosti­
lidad p o r los indígenas. C o rtés envió com o in term ed iario al in té r­
p re te indio M elchor, p e ro éste se pasó a sus h erm an o s d e raza y
les incitó a resistir la invasión castellana.
1519 (19 d e m arzo): En el seg u n d o e n c u e n tro . C o rté s d e rro ta com ple­
tam e n te a los g u e rre ro s d e T abasco haciendo in te rv e n ir a la caba­
llería. Los caciques se d ecla ran vasallos del rey d e E spaña y e n tre
los regalos q u e hacen al c o n q u ista d o r fig u ra la fam osa M alinche
(M alitzin para los aztecas y d o ñ a M arina p a ra los españoles). Esta
inteligente y herm osa india daxcalteca, q u e servirá d e in té rp re te
del n áh u atl, p re sta rá a C o rtés y a los españoles servicios excepcio­
nales p a ra la dom inación d e la co n fed eració n azteca.
1519 (21 d e m arzo): B o rd e a n d o la costa, la escu ad ra llega al islote b a u ­
tizado p o r G rijalva c o n el n o m b re d e S an J u a n d e U lúa.
1519(22 d e m arzo): D esem barco d e C ortés. El co n q u istad o r d ecide
c re a r u n a base d e op eracio n es en la costa y envía a los capitanes
M ontejo y A lam inos con ó rd e n e s d e e n c o n tra r u n lu g a r adecuado
para establecerse d e fo rm a definitiva.
Al conocerse la decisión d e C ortés d e to m a r posesión d e la tie rra
sobre la que se hallan, estallan los p rim ero s conflictos e n tre los
expedicionarios, ya q u e u nos p re te n d e n re g re sa r a C u b a y o tro s
o p ta n p o r seguir a C ortés en su am bicioso proyecto d e conquistar
el te rrito rio m exicano.
F u ndación de la Villa Rica de la V era C ru z (V eracruz). A p a rtir d e
este m o m en to la expedición pasa a d e p e n d e r del C abildo del p ri­
m e r m unicipio español constituido en M éxico, y C ortés es nom -

246
b ra d o c a p itán g e n e ra l y justicia m ayor. C on esta «comedia» el as­
tu to co n q u ista d o r e x tre m e ñ o se desliga d e la au to rid a d d el g o b er­
n a d o r d e C uba.
Ya revestido d e los m áxim os p o d eres. C o rtés decide e m b a rra n c a r
las naves p a ra im p e d ir q u e los velazquistas p u e d a n re g re sa r a
C uba y p o n erlo s a n te la disyuntiva d e q u e d a rse en V eracru z o
av an zar c o n él hacia T e n o c h tid á n .
15 1 9 (1 6 d e agosto): C u a n d o C o rtés d ecid e p a rtir h a d a el O este, ya
había e sta b le a d o , d e sd e la base d e V eracruz, diversos trato s y
alianzas c o n los caciques d e C em poala, enem igos d e los aztecas.
Así, c u a n d o el 16 d e agosto a b a n d o n a C em poala, cam ino d e Mé­
xico, su c o lu m n a se c o m p o n e d e 400 españoles, 1.000 tamemes o
indios d e carga, 13 caballos y u n as siete piezas d e artillería.
1519 (31 d e agosto): C an sad o C o rtés d e e sp e ra r el re g re so d e los c u a tro
e m b ajad o res cem poaleses en v iad o s a la república d e T laxcala,
fo rm a d o p o r c u a tro can to n e s fed erad o s, p a ra o b te n e r su n eu trali­
d a d y el d e re c h o a tra n sita r p o r su te rrito rio p a ra a tac ar a los
aztecas, o rd e n a m a rc h a r sobre la ciu d ad .
1519 (2 d e septiem bre): T ra s u n a brev e escaram uza e n la q u e C ortés
p ie rd e tres caballos y c u a tro españoles resultan h erid o s, se inicia
una d u ra batalla con los sucesivos ejércitos levantados p o r los tlax­
caltecas q u e d u ra rá varios días.
1 5 1 9 (2 3 d e septiem bre): T ra s las sucesivas d e rro ta s su frid as p o r los
ejércitos tlaxcaltecas, los españoles llegan a la capital d e los can to ­
nes fed erad o s, q u e es u n a g ra n ciu d ad , y son recibidos com o ven­
cedores. La ciu d a d se e n c u e n tra a m edio cam ino e n tre la costa y la
capital azteca. E n tre españoles y tlaxcaltecas, tradicionales e n em i­
gos d e los aztecas, se p ro d u ce u n a alianza q u e va a re su lta r deci­
siva p a ra los p lanes d e C ortés. Los tlaxcaltecas p o n en a su disposi­
ción 5.000 h o m b res e n calidad d e soldados, ay u d an te s y guías.
1519 (13 d e octu b re): E n te ra d o C o rté s p o r sus c o n fid en tes y espías que
M octezum a h a c o n c e n tra d o en C holula 50.000 g u e rre ro s, se pone
e n m arch a al e n c u e n tro d el en em ig o ; le a co m p a ñ an 500 c em p o a­
leses y to d o el ejército daxcaltcca.
1 5 1 9 (1 6 d e octubre): U n a vieja india in fo rm a a d o ñ a M arina d e la
traición p re p a ra d a p o r los caciques y sacerdotes d e C h olula d e
a c u e rd o con los agentes d e M octezum a. C ortés d ecid e anticiparse
a la conspiración y pasa al ataq u e c o n tra los cholultecas. El castigo
fue tan rá p id o com o b ru tal, p u e s e n m enos d e d o s h o ra s m u riero n
m ás d e tres mil hom bres.
1519 ( l .° d e noviem bre): A plastada la tentativa d e rebelión e n C holula y
g a n ad a esta ciu d a d para la causa cortesiana, el co n q u istad o r e x ­
tre m e ñ o se p o n e en cam ino hacia la capital azteca. A u n q u e M octe­
zum a h a h ech o to d o lo posible p a ra im p e d ir y re tra sa r su m archa
hacia la capital del im p erio azteca, al final se decide a a b rirle las
p u e rta s y recibirle com o am igo. C on estas garan tías. C o rtés reduce
sus fuerzas indígenas y avanza c o n sus 400 españoles y 4.000 alia­
d o s tlaxcaltecas.
1519 (6 d e noviem bre): M octezum a envía a su sobrino y rey d e T ezcuco.
CacamaUin, al fre n te d e u n a n u m e ro sa em bajada, para q u e con­
venza a C ortés d e q u e su avance sobre la capital p u e d e acarrearle
g ra n d e s m ales. Pero C o rtés se m u estra irred u ctib le en su em p e ñ o
d e co n o cer la fabulosa capital d el Im p e rio azteca.

247
151 9 (8 d e noviem bre): C o rtés y su s h o m b res avistan T enochtitlán.
A vanzan p o r la calzada d e Ixtapalapa, q u e un ía la capital con la
rib era su r d el lago T excoco.
1519 (11 d e noviem bre): E n cu en tro d e C o rtés y M octezum a. U n m illar
d e p ro h o m b re s m exicanos rin d e n pleitesía al co n q u ista d o r espa­
ñol, ro d e a d o d e doce jin etes. El e m p e ra d o r azteca se presentó en
u n a rica litera, ro d e a d o d e los reyes d e T ezcuco y de Ixtapalapa y
d e los señores d e C oyoacán y T laco p án , ad em ás d e doscientos
nobles fo rm ad o s en dos hileras. T o d o u n ap a ra to ritual para im ­
p resio n ar al m odesto hidalgo d e M edellín.
C ortés y sus hom bres fu e ro n hospedados en el palacio d e Axaya-
cad, y algunas horas d espués recibieron d e nuevo la visita d e Moc­
tezum a.
15 1 9 (1 5 d e noviem bre): C o rtés recibe una c a rta d e V eracruz con la
noticia d e que u n ejército m exicano ha atacado a la p e q u e ñ a g u a r­
nición y e n su d efensa ha m u e rto el je f e d e la m ism a, J u a n d e
Escalante. In m ed iatam en te decide a p o d e ra rse d e M octezum a y
llevarlo com o re h é n al palacio o c u p a d o p o r los españoles.
1519 (23 d e diciem bre): C ortés recibe inform es d e la llegada a la costa
de u n a escuadra al m an d o d e Pánfilo N arváez con 800 soldados y
ochenta jin etes. La expedición enviada p o r el g o b e rn a d o r d e Cuba
lleva la m isión d e so m eter a C ortés y co nducirlo a disposición d e
Velázquez. A nte la nueva situación, C ortés e n tre g a el m an d o de la
guarnición d e T en o ch titlán a P ed ro d e A lvarado, y con u n a p e ­
q u e ñ a escolta se d irig e a C em poala para organizar la batalla contra
el lu g a rte n ie n te del g o b e rn a d o r de C uba.
1520 (21 d e en ero ): C ortés llega a la costa d e V eracruz y so rp re n d e al
negligente NarVáez e n una batalla cam pal n o c tu rn a y le d e rro ta
cum plidam ente. Al d ía siguiente e ra c a p tu ra d a su flota y N arváez
y su ejército se ren d ían y prestab an hom enaje al vencedor.
1520 (10 d e mayo): P edro d e A lvarado (llam ado Tonatiuh = el Sol, p o r
su barb a y cabellos m uy rubios), se o p o n e a q u e se celebre la gran
fiesta d el m es Toxcatl, d u ra n te la cual se sacrificaba a u n joven
p re p a ra d o a lo largo d el a ñ o al d io s TeuatUpoca. T a n to A lvarado
com o C o rtés acep tab an la celebración d e los festejos, p e ro sin sa­
crificios hum anos. P ara im p ed irlo , A lvarado to m ó en re h é n a u n
príncipe d e la casa im perial llam ado El Infante. Esto provocó la
rebelión in dígena. R áp id am en te los españoles se lan za ro n sobre la
m u ltitu d re u n id a e n el TeocaUi y provocaron g ra n cantidad d e
m uertos. Los indígenas re sp o n d ie ro n a la provocación asediando
la fortaleza d e los españoles.
1520 (24 d e ju n io ): C ortés tuvo conocim iento d e la situación desespe­
ra d a d e la guarnición que había d ejad o en T e n o c h tid á n y aceleró
el regreso. El d ía d e San J u a n e n tra b a e n la capital del im perio
azteca con u n ejército d e 1.200 hom bres. La situación d e los sitia­
dos e ra angustiosa, pues carecían totalm ente d e provisiones. Para
resolver la situación m a n d ó so ltar el rey d e Ix tap alap a con ó rd e ­
nes tajantes d e restablecer el m ercado y abastecer a los españoles.
Fue u n e rr o r im propio d e la astucia política d el conquistador e x ­
trem eñ o , pues el rey d e Ix tap alap a convocó el Tlatocan y propuso
la destitución d e M octezum a y la elección d e u n nuevo em p e ra d o r
que rechazara la invasión española. La rebelión se generalizó.

248
1520(27 d e ju n io ): T ra s varios internos d e salida infructuosos. C ortés
consigue que M octezum a se d irija a su pu eb lo d e sd e el te rra d o del
palacio d e A xayacatl, p e ro a p e n a s com enzó a hab lar, el principe
C u au teh m o c le in te rru m p ió con las siguientes palabras: «¿Q ué es
lo que dice este bellaco d e M octezum a, m u je r d e los españoles?
C om o a vil h o m b re le hem os d e d a r el castigo y pago», aco m p a­
ñ a n d o lo dicho con u n flechazo. In m ed iatam en te cayeron sobre el
e m p e ra d o r d e stro n a d o p e d ra d a s y flechas. M urió tres dias d es­
pués, al p arecer, d e tétano.
C uitlahuac, rey de Ix tap alap a y h erm a n o d e M octezum a, es desig­
n a d o Tlacateadli (jefe m ilitar y sacerdotal d e la confederación az­
teca). Los españoles son considerados, p o r p rim e ra vez, n o com o
los dioses m íticos q u e h a n reg resad o , sino com o popolocos (bárba­
ros).
1520 (30 d e ju n io ): el d u ro asedio y la carencia d e víveres obligan a
C o rtés a d e c id ir el a b a n d o n o d e T e n o c h titlá n p o r la calzada d e
T la c o p á n a T acu b a. E ra u n a noche neblinosa. Los españoles h a­
bían c o n stru id o u n p u e n te portátil d e m a d e ra p a ra salvar las ocho
c o rta d u ra s que los aztecas habían hecho en la calzada. El o rd e n d e
re tira d a e ra el siguiente: O rd á s y Sandoval m an daban la v a n g u a r­
dia; C ortés, O lid y Dávila dirigían el centro; A lvarado y Velázquez
d e León iban al fren te d e la re tag u ard ia. El oro, los prisioneros
reales y M arina avanzaban custodiados p o r dos capitanes d e N ar-
váez y tre in ta soldados. La p rim e ra c o rta d u ra la su p e ra ro n sin
incidentes, p e ro al llegar a la seg u n d a se p ro d u jo la alarm a y los
fugitivos se vieron bloqueados p o r los g u e rre ro s aztecas. En esta
d u rísim a batalla q u e ha pasad o a la H istoria con el n o m b re d e la
«noche triste», C ortés p e rd ió m ás d e 150 soldados españoles, 2.000
' aliados. 45 caballos, arm as y la m ayor p a rte d e los tesoros ac u m u ­
lados. En ella e n c o n tra ro n la m u e rte J u a n V elázquez d e León,
C acam aizin, rey d e T ezcuco, y dos hijos y u n a hija d e M octezum a.
1520 (3 d e ju lio ): Los españoles y aliados q u e se vieron forzados a re tro ­
c e d e r a la fortaleza d e T en o ch titlán , su cu m b iero n a n te los sitiado­
re s y los que n o m u rie ro n en la defen sa fu e ro n sacrificados al dios
H uitzilopochtli.
1520 (7 d e ju lio ): Las fu erzas salvadas d e la «noche triste», y q u e se
d irig e n a T laxcala, se e n c u e n tra n e n la llan u ra d e A pan, a la vista
d e O tu m b a , con u n ejército m exicano. La batalla, q u e se p re se n ­
taba bastan te difícil p a ra los españoles, la d ecid iero n C o rtés y el
cap itán J u a n d e S alam anca al m a ta r al caudillo m exicano y a rre b a ­
tarle su e sta n d a rte d e g u e rra .
1520 (13 d e julio): C ortés se repliega a la zona co n tro la d a p o r sus alia­
d o s d e T laxcala. Allí se va a p asar casi u n a ñ o ad ie stra n d o su tro p a
y ro b u stecie n d o las alianzas con las ciudades trad icio n alm en te so­
m etidas a los aztecas. N o es precisam ente u n p erio d o d e descanso,
sino m ás bien de ensayo en la concepción d e u n a n u eva estrategia
p a ra la conquista d e México. M ientras recibe refuerzos d e h o m ­
bres y p ertrech o s d e g u e rra , realiza la cam paña co n tra Teprata y
fu n d a Segura de la Frontera. Su plan estratégico se basaba, en lineas
generales, en co nsolidar el te rrito rio conquistado y e stre c h a r el
cerco d e la capital azteca.
1 5 2 0 (2 5 d e noviem bre): M uere C uitlahuac a consecuencia d e la peste
d e viruelas q u e diezm a a las tropas aztecas.

249
1520 (26 d e diciem bre): C o rtés a b a n d o n a T laxcala p a ra d irig irse a T ez-
cuco. En esta ciu d ad se b o ta ro n los b erg an tin es a finales d e l m es
d e e n e ro siguiente. Los b e rg a n tin e s habían sido tran sp o rtad o s p o r
8.000 ca rg a d o re s indígenas y escollados 20.000 g u e rre ro s tlaxcal­
tecas.
1521 (25 d e e n e ro ): C u au h tem o c. sobrino y yerno d e M octezum a, es
d esig n ad o je fe d e los aztecas. «De veinticuatro años, enérgico y
a rd ien te» , seg ú n B e m a l Díaz, se d ispone a llevar la lucha de su
pueblo hasta las últim as consecuencias.
1521 (26 d e mayo): C om ienza el sitio d e la capital azteca, tra s ab o rtar
C o rtés u n a nueva conjuración d e los p artid ario s d e N arváez. La
distribución d e fu erzas d e C o rtés es la siguiente: u n a colum na
m a n d a d a p o r A lv aiad o situ ad a e n T a c u b a ; o tra bajo la je fa tu ra d e
O lid con su c e n tro e n C oyoacán; la tercera, al m a n d o d e Sandoval,
tiene su base o p erativ a e n Ixtapalapa. Los trece b erg an tin es que­
d a b a n bajo el m an d o d irecto d e C ortés.
1521 (31 d e m ayo): A taq u e d e Sandoval p o r Ix tap alap a y d e C ortés con
los berg an tin es. La p rim e ra o p eració n consistió e n c o rta r el acue­
d u c to d e Chapultepec p a ra im p e d ir q u e llegara a g u a a los sitiados.
Los b erg an tin es c re a ro n u n sistem a d e bloqueo p a ra que a los
sitiados no les p u d ie ra llegar n in g ú n abastecim iento p o r agua.
1521 ( 1 ° d e ju n io ): C onquista del fu e rte d e Xoloc.
1521 (9 d e ju n io ): D estrucción del tem plo d e Tezcatlipoca.
1521 (10 de ju n io ): A salto d e C ortés al T e m p lo M ayor.
1521 (16 d e ju n io ): D estrucción del palacio d e Axayacatl.
1521 (30 d e ju n io ): A taque contra el b a rrio d e T latelolco p o r p arte de
C ortés y A n d ré s d e T apia. A lvarado avanza desde T lacopan.
1521 (28 de ju lio ): C ortés o rd e n a el asalto g en eral en vista d e q u e en los
c u a re n ta días q u e llevan d e asedio y ataques parciales, los resulta­
dos son m uy precarios. Los atacantes fracasan fre n te a la desespe­
ra d a resistencia d e los aztecas. E n esta o p eració n q u e ten ía p o r
objetivo la conquista d e T laltelolco. C ortés, q u e ya se hallaba p ri­
sionero d e los aztecas, fu e rescatad o p o r C ristóbal d e O lea, el cual
p e rd ió la vida e n la operación.
1521 (13 d e agosto): La lucha h a q u e d a d o re d u c id a a u n solo barrio,
d o n d e son sitiados los ex ten u a d o s g1te rre ro s aztecas. C ortés les
había o frecid o re ite ra d a m e n te la paz, que fu e rechazada, e n vista
d e lo cual o rd e n ó la c a rg a definitiva. El rá p id o avance de los
españoles obligó a los sitiados a refu g iarse e n las canoas. E n u n a
d e ellas fue c a p tu ra d o C u au ieh m o c p o r el m aestre G arcía H ol-
guín. La caída del últim o je fe m ilitar d e la co nfederación azteca
puso fin a la lucha. Se había co n su m ad o la conquista d e México-
T e n o ch tid án .
1521 (octubre): C ortés es reconocido p o r el e m p e ra d o r C arlos V como
g o b e rn a d o r y capitán gen eral d e la N ueva E spaña, p e ro n o fián­
dose d e la astucia del c o n q u istad o r ex trem eñ o , se a p re s u ra a ro ­
d e a rlo d e funcionarios adictos a la C orona. E n tre los prim eros
funcionarios que llegan a la N ueva E spaña fig u ran R odrigo de
A lbornoz, com o c o n ta d o r; A lonso d e E strada, com o tesorero;
A lonso d e A guilar, com o factor, y Param il d e C h irin o , com o vee­
d o r. Los funcionarios desem b arcaro n provistos d e o rd en an zas y
p o d eres q u e C ortés re fu tó , «p o rq u e las cosas ju z g a d a s y proveídas
p o r absencia no p u ed en llevar co n veniente expedición.»

250
1523 (12 d e sep tiem b re): El je f e azteca p risio n ero , C u auhtem oc, expide
la céd u la d e rep artició n d e la L aguna G ra n d e d e Texcoco.
1523 A lvarado e m p re n d e la conquista d e G uatem ala.
1524 (13 d e m arzo): D esem barcan e n San J u a n d e U lúa los «doce após­
toles» franciscanos, e n tre los q u e figura fray T o rib io d e Bena-
vente, llam ado p o r los indígenas «Motolinia» (Pobre), quien se
co nvertirá e n u n g ra n d e fe n so r d e los indios y de sus derechos.
1524 (12 d e octu b re): O lid se dirig e con u n a expedición hacia H o n d u ­
ras.
1525 (enero): F undación d e Colim a.
1525 (28 d e feb rero ): D espués d e s u frir prisión y to rtu ra s , m u e re n
C u au h tem o c y T e p lecan q u etzin , je f e d e T lacopán.
1526 C arlos V c re a la A udiencia d e M éxico.
1528 C o rtés viaja a E spaña p a ra re s p o n d e r d e las acusaciones p resen ta­
d as c o n tra él.
1529 C o rté s e s ennoblecido con el titulo d e m arq u és del Valle d e O a-
xaca.
1531 C o rté s fu n d a Q u e ré ta ñ o .
1531 P or p rim e ra vez llega a N ueva E spaña fray B artolom é d e las C a­
sas.
1533 C ortés fu n d a G uadalajara.
1534 Se c re a el virreinato d e N ueva E spaña.
1537 F undación d e C h ih u ah u a.
1540 F undación d e Zam ora.
1542 C ortés fu n d a M érida y V alladolid (hoy M orelia).
1542 In tro d u cció n d e esclavos negros com o m ano de obra.
1547 (2 d e diciem bre): M uere H e rn á n C ortés e n Castilleja d e la C uesta
(Sevilla).

251
INDICE ONOMASTICO

A cam apitl: 112


A guilar, A lonso: 250
A guilar, J .: 33, 34, 246
A g u irre , Lope de: 198
A huitzotl: 19, 112
A huizotzin: 231
A lam inos, A ntonio d e: 246
A lbornoz, R odrigo d e: 212, 214, 250
A lderete: 142, 143
A lejandro V I: 15, 156, 238
A lm agro, Diego de: 176, 198
A lvarado, P edro d e : 33, 48, 62. 65, 76, 84, 86. 98, 103, 108, 109, 119,
120, 136, 137, 139, 140, 141, 195, 227, 229, 245, 246, 248, 249, 250,
251
Am aya, P edro de: 97, 98
A ran d a, co n d e d e: 168
A rciniegas, G erm án : 24
Avila, A lonso de: 246
Axayacatl: 18, 76, 87, 88. 98
A yora, J u a n de: 167
Azayaca: 224
Bajixcatzin: 62
B arba, Pedro: 124
B arriento s: 103
Bastide, Roger: 235
Bataillon, M arcel: 216, 219
B enavente (M otolinía), fray T o rib io de: 167, 238, 251
B erm údez, A gustín: 27
B ernal Díaz del Castillo: 10. 12, 1 3 ,2 1 .2 2 ,2 5 , 2 6 ,3 1 ,3 3 ,3 4 ,3 5 ,4 0 ,5 3 ,
55, 6 4, 65. 66, 67, 68, 76, 77, 78, 81. 83, 86. 88. 89. 96, 102, 108,
109, 110, 112, 113, 117, 120, 121, 122, 124, 125, 131, 133, 135, 141,
143, 150, 151, 196, 202, 208, 210, 233, 234, 250
B erthe, J e a n Paul: 194
Betanzos, D om ingo d e: 239
Bloch, E.: 237
C aballero, P edro: 103
C acam a: 68, 74, 87
C acam atzin: 249
C arlos V: 13, 14, 15, 16, 17. 18, 26, 47, 51, 75, 77, 83, 88, 89, 97, 111,
114, 119, 124, 131, 136, 138, 142, 154, 155, 159, 161, 163, 167, 168,
173, 175, 189, 190, 192, 194, 198, 2 0 1 ,2 0 7 ,2 0 8 ,2 1 2 ,2 1 6 .2 1 8 ,2 5 0 ,
251

253
C astañeda: 226
C astellanos, J u a n d e: 236
C aupolicán: 54
C enteotl: 241
C erm eño: 49
C ervantes d e Salazar, Francisco: 110, 210, 212
C eynos, Francisco de: 195
C icpatzin T ecuecuenotzin: 224
C ildpopocatzin: 56
C idaltépec: 223
C iuacoad: 121
C lem ente V II: 218
Coadlavaca: 209
C oaihuid: 225
C oanacotzin: 226
C oanochtzin: 131
C olón, C ristóbal: 5, 15, 27. 163, 170, 171
C órdoba, G onzalo d e: 26
C órdoba, fray P ed ro d e: 179
C oria, B e m a rd in o d e: 49
C ortés, F e m a n d o : 207
C ortés, Francisco: 161
C ortés. H e rn á n : 7, 8, 9, 13, 15. 18, 19, 24, 25. 26. 27. 28. 33, 34. 35, 36,
37, 38, 39, 40, 41, 42. 43, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57,
61, 62, 63, 64, 65, 66. 67. 68, 69, 73. 74, 75. 76, 77, 78. 79, 83, 84,
85. 86. 87, 88, 89, 90, 91. 93, 95, 96, 97, 98. 99. 100, 101, 102, 103,
107, 108, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 119, 120, 121, 122, 123, 124,
125, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141,
142, 143, 147, 150, 158, 159, 160, 161, 164, 167, 168, 176, 177, 178,
181, 185, 187, 188, 189, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 198, 199,
202, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 217, 227, 233, 237, 245, 246,
247, 248, 249, 250, 251
C ortés, M arta: 202.
C ortés. M artín: 48
C ortés d e M onroy, M artin: 25
C oyohuetzin: 229, 231
C u ap an : 225
C uauhnochtili: 225
C uauhtém oc (C uauhtem octzin): 8, 85, 112, 129, 130, 133, 135, 136,
137, 139, 140, 141, 142, 143, 177, 201, 225, 227, 229, 230, 231, 249,
250, 251
C uauhxicalco: 223
Cuezacaltzin: 226, 230
C u k u itx c a d : 87
C uidahuac: 8, 74, 87, 110, 114, 129, 130, 226, 249
C h a u n u , P ierre: 17
C hicom ecoad: 241
C hichim ecatecuhdi: 136
C hievres, cardenal: 239
Dávila, Alonso: 62, 84, 119, 129
D elgadillo, Diego: 193
D eule, J u a n de la: 163
Díaz, Ju a n : 246

254
D iderot, D enis: 174
D’O lw er, Luis: 168
D ’O lw er, N icolau: 216
D u ero , A n d rés del: 100, 245
Engels, F.: 237
E n riq u e IV : 152, 194
E nrfquez, M artín d e A lm a: 234
E rasm o d e R o tterd am : 217
Escalante, J u a n de: 49, 50, 84, 86, 246, 248
E scudero: 49
E strada, A lonso de: 250
E zhuahuácatl: 225
Felipe II: 234
F ern án d ez d e C ó rdoba, G onzalo: 236
F ern án d ez d e O viedo, G onzalo: 235
F e rn a n d o V: 13, 15, 152, 153, 154. 194, 233
F e rre r, V icente (San): 163
Francisco I d e Francia: 15
Frankl, V íctor: 208
Fuenleal: 195
F ugger: 16, 17
G allegos Rocafull, J. M.: 218
G ante, P ed ro d e : 167
G arcía G allo, A.: 237
G arcía H olguín: 250
G arcía Icazbalceta, Jo a q u ín : 218
G arcía d e Loaysa: 212
G arcía M artínez, H e rn a n d o : 214
G aribay, A ngel M aría: 223
G ayangos, Pascual d e: 208
G eró n im o B allesteros, M.: 236
G ibson, C harles: 5. 45, 177, 194, 238
Gil G onzález Dávila: 158
G odoy, D iego de: 42
G onzález d e Barcia: 208
G onzález O b rc g ó n , Luis: 235
G oytisolo, J u a n : 166
G rad o , A lonso d e: 86
G regoire, H .: 174
G rijalva, J u a n d e: 27, 28, 76, 245, 246
G uillot, C arlos F ederico: 240
H am ilton: 16, 119
H an k e, Lewis: 173, 219
H arin g , C larence: 17, 197, 198
H e rn á n d e z d e C órdoba, F.: 27, 76, 245
H e rn á n d e z , P edro: 87
H e rn á n d e z P u e rto c a rre ro , A.: 47, 48, 245
H idalgo: 169, 177
H o m ero : 73
H u eh u etzin , J u a n : 231
H u m b o ld l, A lejan d ro de: 127
Ilam atecuhtli: 242
Inocencio V I: 153

255
Isabel la Católica: 1S. 15, 152, 153, 154, 163, 194
Isabel I d e In g la te rra : 198
Itu rb id e : 169
Itzcoatl: 10, 19
Itz c o h u a u in : 223
Itzpalanqui: 226
Itzyoca: 226
Iztp o to n q u i: 225, 231
Jara m illo , J u a n d e : 174
Ja ra m illo O ribe, Jaim e: 235
Jim é n e z d e C isneros, F.: 25, 153, 163, 172, 179
J u a n , J o rg e : 174
J u a n a «la loca»; 157, 207
J u á re z , Benito: 177
Ju lio II: 154
K onetzke, G. R ichard: 11, 153, 210, 234
Lafaye, Jacques: 145, 177
L apeyre, H en ri: 240
Lares, A m ador de: 27, 245
U s Casas, fray B artolom é de: 65, 97, 133, 165, 167, 168, 169, 170, 171,
172, 173, 174, 175, 176, 178, 180, 187, 188, 1 9 7 ,2 1 8 ,2 1 9 ,2 3 8 ,2 3 9 ,
251
L autaro: 54
L eón, J u a n d e: 100
L eón X: 154
Lesly Byrd S im pson: 194, 210
L évy-B ruhl: 147
L ópez, M artin: 96, 125
L osada, A ngel: 176
Luis X IV d e F rancia: 198
L u tero , M artín: 133, 1 5 2 ,2 3 7
M acuilxochitl: 231
M ahom a: 172
M ajixcatzin: 56
M aldonado, A lonso: 179
M anso, Alonso: 179
M aquiavelo, N .: 64
M arín, Luis: 195, 246
M arina (M alinche, M alintzin): 34, 3 5 ,4 8 ,6 4 , 75, 84, 2 2 7 ,2 2 9 , 2 3 0 ,2 4 6
M árquez: 130, 132
M arti, R am ón: 162
M ártir d e A nglería, P edro: 235
M ata, A lonso d e: 99
M axixcaizin: 129
M elchorejo: 246
M elgarejo, fray P edro: 133
M ellafé, R oland: 239
M éndez P lanearte, G abriel: 212
M endieta, J e ró n im o d e: 157, 178
M endoza, A lonso d e : 124
M endoza, A ntonio d e: 198, 199,’ 200, 202, 212
M ixcoatl: 242
M ixton: 54

256
M ontalvo d e L ugo, Lope: 84
M octezum a I: 10, 245
M octezum a II (M otecuhzom a): 7, 8, 10, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 35.
36, 37, 39, 40, 41, 42, 50, 51, 55, 56, 62, 66. 67, 68, 69, 74, 75, 76.
77, 78. 81. 83. 84, 85, 86, 87. 88, 90, 9 5. 96, 99, 103, 107, 108. 110,
111, 112, 119, 123, ISO, 133, 138, 140, 147, 149, 151, 177, 208, 209,
210, 2 1 1, 222, 223, 224, 245, 247, 248, 249, 250
M ontejo, Francisco de: 47, 48, 96
M ontesinos, fray Alonso d e : 71
M ontesinos, A ntonio d e : 165, 170
M orelos: 169, 177
M oro. T h o m as: 195
M otechiuh: 225
M otolinia (ver B enavente, Fray T o rib io de)
N arváez, Panfilo d e: 96, 97. 98. 99, 100. 101, 102, 103, 108, 119, 122.
135, 143, 187, 248, 249, 250
N ebrija, E. A ntonio de: 170
N úñez d e Balboa, Vasco: 235
Ñ u ñ o d e G uzm án: 193, 194, 195, 196, 197, 201, 216
O 'G o rm an , E d m u n d o : 212
O jeda, D iego de: 130. 132, 158
O lea, C ristóbal de: 250
O lid, C ristóbal d e: 62, 102, 119, 136, 137. 195, 245, 249, 250, 251
O lintetl: 51
O lm eda, M auro: 27
O lm edo, fray B artolom é d e : 35, 98, 99. 100, 166, 210, 246
O rd á s, D iego d e: 76. 90. 102, 110, 119, 124, 246, 249
O rtiz d e M atienzo, J u a n : 193
O rtiz, fray T o m ás: 238, 239
O v an d o , Nicolás d e : 170
Páez, J u a n : 121
Palafo y M endoza, J u a n d e : 238
Palm a. R icardo: 193
Param il d e C hirino: 250
P a rr y .J . H .: 4 3. 239
Paulo III: 238
Paynal: 242
Paz, O ctavio: 13
P edrarias Dávila: 158, 235, 249
Pelayo: 14
P eñafort, R aim undo d e: 162
P ereira (Pereyra), C arlos: 236, 240
Pérez d e A rtiaga y O rteguilla, J u a n : 246
Pérez O sorio, Alvaro: 202
Pérez d e T u d e la . Ju a n : 171
Pctlacalcal: 23
P inedo: 124
P izarra, F.: 25, 90, 101, 176, 198
Pizotzin: 231
Porcallo, Vasco: 27
Potzontzin: 230, 231
Q u au h p o p o ca: 85, 86
Q uetzalcoad-T opilzin: 19, 24, 35. 63, 73, 83

257
Q uevedo, fray J u a n de: 233
Q u iñ o n es, Francisco d e: 164
Q u iroga, Vasco de: 165, 166, 168, 169, 178, 195, 238
R angel, R odrigo d e: 99
Raynal, G -T h.: 174
Reyes, A lfonso: 195
R odríguez, C ristóbal: 171
R odríguez d e Fonseca, J u a n : 154, 155
Rojas, A ntonio de: 155
R om ero, José Luis: 185
R osenblat, A ngel: 9, 235, 238
R ousseau, J - J : 174
Ruiz d e G uevara, J u a n : 97, 98. 100, 108
S ah ag ú n , fray B e rn a rd in o de: 35, 65, 83, 108, 148, 214, 215, 216, 221,
233, 234
S alam anca, J u a n d e: 121, 249
Salcedo, Francisco d e : 47
S alm erón, J u a n d e : 195
S am haber, E rnst: 237
Sandoval, G onzalo d e : 62. 76, 84, 86, 96, 98, 100, 102, 119, 129, 131,
136, 137, 139, 141, 227, 245, 249, 250
San M artín (general): 185
S au er, C ari O .: 93, 119. 194, 240
Savonarola: 133
Sepúlveda, J u a n G in é s d e : 175, 238, 239
S olórzano y P ereira: 191
Soustelle, Jacques: 105, 148, 242
Stew ard, Ju liá n H .: 238
S uárez, C atalina: 245
T ap ia, A n d rés d e: 88, 96, 246, 250
T ecuichpoch: 130
T ecto, J u a n : 167
T eldyaco: 225
T em ilotzin: 229, 231
T entil: 225
T ep lecan q u etzin : 251
T ezcadipoca: 78. 107, 241, 242
T isín , J u a n d e: 163
T idacaca o T ezcadipoca: 107, 242
T I aloe: 2 4 1
T leheuxolotzin: 56
T lillacapantzin: 112
T oci o T eteo in m a: 242
T o p an tem o ctzin : 229, 231
U eueteod: 241
U itzilopochdi: 241, 242
U ixtociuad: 241
U lloa: 174
U m bría: 90
U sagre: 99
V aillant, G eorge: 9
Valencia, M artín d e: 238
V alenzuela, M aría de: 96

258
V argas M achuca, B ern a rd o : 237
V asconcelos: 12
V ázquez d e Ayllón, Lucas: 97, 99
V ázquez d e T a p ia , 62
V elázquez B orrego: 27
V elázquez, Diego de: 27, 28, 33, 34, 38, 39. 47, 49. 89, 96. 97 123 124
135. 171, 187, 188, 191, 196, 207, 245, 246. 248 '
V elázquez d e L eón, J u a n : 62, 76, 84, 90, 96, 97. 99. 100 101 1 19 124
245, 249
V enegas, A lejo d e: 212
V erd u g o , Francisco: 135
V erg ara, Alonso de: 97, 98
Vilar, P ierre: 25, 59, 191, 233
Villa, P ancho: 145
V illfaña, A n to n io de: 135
V itoria, Francisco: 165, 180
Vives, J u a n Luis: 212
V oltaire, F.: 174
W agner, H enry: 25, 26
W elser: 16, 17
W eym uller, François: 5
X icotencad: 52, 53, 54, 56, 62, 122, 136
X icotenga: 51
X ilonen: 241
X ipanoc: 225
X irau, R am ón: 168
X iuhtecuhdi: 241
X oxopohuáloc: 224
Z apata, Em iliano: 145, 177
Zavala, Em iliano: 145, 177
Zavala, Silvio: 236
Zochitl: 225
Z u m árrag a, J u a n de: 166, 169, 178, 193, 216, 217, 218, 238

259
INDICE TOPONIMICO

Acacolco: 225, 228


A cachinanco: 224
A colhuacán: 227, 230, 232
A colm án: 135
A colnáhuac: 225
A cueco: 223
A gaüiyacapan: 231
A huilizapan: 99, 123
A lem ania: 15, 16, 17
A lm ería: 16, 17
A m a carne na: 67
A m an d an : 225
A m áxac: 225, 229
A náhuac: 138, 225
Antillas: 159, 165, 176, 188, 189, 190, 239
A pam : 121
A ragón: 14, 18, 152
A rgel: 1 5 3 ,2 1 6
A sturias: 14
A tezcapan: 226
Aticoac: 231
A yotzingo: 67, 68
A zcapotzalco: 135, 223, 232
Badajoz: 245
Baham as: 48, 239
B arcelona: 16, 17, 194
Bilbao: 17
B orgoña, 15, 17
Bugía: 153
C abo S an A ntonio: 246
C abo V erde: 245
Cádiz: 17
C alpán: 66, 67
C alifornia: 164
C anarias: 153, 163
C ap u ltid án : 231
C astilla: 14. 17, 59. 87, 89, 133, 152, 188, 214, 218, 221, 222, 224, 235,
245
Castilleja de la C uesta: 202, 251
C em poal (C em poala): 39, 40. 41. 43, 50, 63, 98, 99, 100, 101, 102, 247,
248
C e rd a ñ a : 153
O r d e ñ a : 15, 17

261
C ingapacinga: 43
C itlalpec: 120
C idaltepec: 135, 223
C iu d a d Real: 16
C oanacotzin: 226
C oatepec: 131
C oatlan: 51
C olim a: 218, 251
C órdoba: 16
C oyoacán: 73, 74, 87, 134, 135, 136, 138, 223, 226. 227, 230, 231, 232.
248, 250
C oyohuacán: 134
Cozcacuahco: 227
C ozum el: 246
C uahquechollan: 123
C u a h tid an : 229
C u aü an : 215
C uatochco: 100
C uauhchichilco: 231
C u a u h n á h u a c (C uauhnauac): 134, 224, 227
C uahiem ala: 232
C u au h titlan : 135, 223, 226, 231
C uba: 26, 27, 28. 33, 34, 37, 38, 39. 48, 49, 50, 51, 55, 86, 91, 96, 97,
99, 122, 124, 171, 207, 217, 245, 247, 248
C uenca: 16
C u e p o p an : 227
C uernavaca: 224
C uexacaltzin: 226
C u iüachohuacan: 230
C uitlahuac: 69, 139, 227
C ulúa: 66
C ullm acan: 9
C u m an á: 173
C u tu tep eq u e: 218
Chachalacas: 101
C halco: 67, 68. 69. 131, 134, 214, 215, 227
C halchiuhcuecan: 90
C hapultepec: 78, 137, 212
C hiapas: 175, 195, 217
C hico n an h ü a: 9, 223, 226
C h ih u ah u a: 251
C him alhaucán: 67, 134
C h in an tla: 39, 100
C holula: 9, 62, 63, 64. 65, 66, 98, 99, 109, 131, 136, 215, 227, 247
C h u ru b u sco : 139
Ehectl: 231
E spaña: 7, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 21, 24. 25, 34, 41, 43, 47, 48, 55, 63,
76, 91. 96, 124, 134, 153, 155, 156, 160, 161, 169, 174, 180, 193,
194, 197, 202, 212, 213, 218, 233, 236, 246, 251
E spañola, La: 217, 235, 239, 245
E x tre m a d u ra : 24, 25
Florensac: 163
Florida: 164

262
Francia: 7, 163, 240
G énova: 16
G om era: 153
G ran ad a: 14, 16, 25, 152, 153, 155, 233
G uacahula: 123
G uadalajara: 251
G uajocingo: 61, 63, 66, 136
G uatem ala: 167, 173, 195, 237. 240, 251
G uinea: 78
H aití: 155, 240
H ejo/.lzingo: 19
H olanda: 12
H o n d u ras: 195, 251
H uaxtepec: 134, 224
H uexotzingo: 63, 215, 224, 227
H ueyotlipan: 121
H uitzilan: 224
H uitzilopochco: 231
H uitznáhuac: 224, 225, 230
In g la te rra : 7, 14, 153
lpilcingo: 218
Italia: 237
Ixtacam axtitlan: 51, 52, 53
Ixtapalapa: 10, 110, 248, 250
Iztacalco: 224
Iztaccihuatl: 66
Iztapalapa: 68, 69, 73, 74, 87, 131. 137, 138, 139, 141
Izzuacan: 123
Ja la p a : 50
Jam aica: 124
La H ab an a: 28, 124, 246
León: 215, 218
Los A ngeles: 164
M adrid: 155, 176
M adrigal d e las A ltas T o rre s : 195
M anicarao: 245
M atlatzinco: 87
M azalquivir: 153
M azatlan: 231
M azatzintam alco: 223, 224
M cdellfn: 8, 25, 245, 248
M edina del C am po: 210
Melilla: 153
M etztiüan: 232
M exicalcingo: 139
México: 7, 8, 9, 10, 12, 13, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 27, 28, 34,
35, 37, 39, 43, 47, 48, 50, 51, 52, 54, 55. 61. 62, 63, 64, 65, 66, 67,
68. 69, 73, 75, 77, 78, 85, 88, 89. 9 1 .9 5 , 98. 100, 101, 102, 103, 108,
109, 110, 112, 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 129, 130, 131, 134,
135, 138, 139, 142, 143, 151, 155, 160, 163, 164, 165, 167, 169, 178,
179, 180, 181, 187, 189, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 198,
200, 2 0 1 ,2 0 2 , 207, 208, 209, 210, 212,214,215, 216, 217, 218, 219,
221, 223, 234, 237, 239, 240, 242, 245, 246, 247, 249, 250, 251

263
M ichoacán: 1 1, 164, 165, 232
M icüancuauhtla: 23, 100
Mizquic: 68, 139, 227
M orelia: 251
N ápoles: 15
N av arra: 14
N icaragua: 158, 167
N onohualco: 224, 226
N ueva E spaña: 9, 34, 102, 124, 143, 168, 194, 198, 199, 201, 208, 210,
2 1 2 ,2 1 4 ,2 1 6 ,2 1 8 , 250, 251
O axaca (U axac): 11, 165, 232, 251
O cuituco: 123
O cu p aiu g o : 123
O ra n : 153
O io n tla n : 121, 122, 131. 249
O lu m b a: 121, 122, 131, 249
Países Bajos: 15, 17
Patencia: 16
Palos: 170
P anam á: 27
Pátzcuaro: 165
P erp iñ án : 16
P erú : 27, 176, 193, 198
P opocaiepell: 66
Portugal: 15, 245
P uebla d e los A ngeles: 167
P u erto Rico: 179
Q uau h tech atl: 67
Q uecholac: 99
Q u e ré ta ro : 251
Q u iahuiztlan: 39, 4 0, 42
Rio Frío: 123
Rom a: 152, 153, 154, 155
Rosellón: 153
Sacram ento: 164
S ah ag ú n : 215
S alam anca: 25, 78, 195, 215
S an Diego: 164
San Francisco: 164
San J u a n d e U lúa: 2 7, 35. 4 8, 97. 245, 246, 251
S an lú car d e B arram ed a: 26
S anta C ru z : 164
S an ta Fe: 195
S antiago d e Baracoa: 2 8, 245
S an to D om ingo: 26. 91, 97. 99, 155, 170, 245
Segovia: 16
S eg u ra d e la F ro n te ra : 123, 124, 125, 249
Sevilla: 1 7 .9 6 . 155, 170, 174. 202, 245, 251
Sicilia: 15, 17
T abasco: 8, 9, 33, 246
T a b ira d e D u ran g o : 217
T a cu b a: 112, 113, 120, 132. 135, 136. 137, 1 4 3 ,2 4 9 .2 5 0
T a rifa : 170

264
T am p ecan isa: 100
T ecam m an : 225
T e c u a n le p e c : 232
T e h u a n te p e c : 167
T cn ay o cán : 223
T e n a y u c a n : 9, 223
T e n o c h tid a n : 9, 21, 56. 61. 62, 65, 66, 69. 73. 78. 86. 107, 119, 121.
123, 125. 130, 131. 135, 136, 139, 141. 142. 143, 147, 150, 159, 167,
177, 187, 201, 212, 224, 225, 231, 232, 238, 245, 248, 249, 250
T e o iih u acán : 1 9 ’
T eo to lan : 11
T ep an eca: 125
T e p a n e c a p a n : 230
T ep eaca: 122. 1 2 3 ,2 4 9
T ep eilh u itl: 215
T epeyac: 10, 78. 99. 109. 136. 138
T epeyacac: 223, 224, 226
T epopolco: 137
T e p o tz o d á n : 223
T etzm ulocan: 130
T eu h calh u ey acan : 223, 227
T excoco (Tetzcoco, T ezcoco, T ezcuco): 9. 10, 68. 74, 87, 109, 125, 130,
131, 132, 133, 135. 136, 137, 138, 151, 167, 223. 224, 247, 248, 249,
250, 251
T e x o p a n : 227
T ezm oluca: 130
T izcoan: 123
T lacatelco: 224, 229
T laco p an : 9, 10, 74, 87, 112, 223, 224, 248, 249, 250
T laliztacapa: 224
T lalocan: 225
T lam analco: 67, 133, 215
T lap ala: 226. 230
T la p e c h u a n : 223
T latelolco: 78. 85. 215, 223, 224, 225. 226, 228, 229, 230, 231. 250
T laxcala: 50, 51, 52, 53, 54. 55. 56. 57. 61. 62. 63, 66, 77. 88. 120, 121,
122, 125, 130, 132, 136, 164, 167. 214, 223, 224, 227, 240, 247, 249,
250
T laxochim aco: 229
T lih u a c a n : 228
Tlilcalco: 228
T o led o : 1 6 .2 1 2
T o m p an zin g o : 54
T o rdesillas: 15, 97, 245
T rin id a d : 28, 245
T u la : 19. 232
T u ltitla n : 226
U beda: 16
U itzilopochdi: 242
Valencia: 6 8
V enezuela: 1 7 3 ,2 3 5
V eracruz: 38, 39. 42. 47, 50. 85, 89. 96. 97, 98. 101, 124, 129, 130, 207,
246, 247, 248

265
Vizcaya: 217
W orm s: 15
X altocan: 120, 132, 223. 231
X aua: 171
Xicochim alco: 123
X iuiepec: 134
Xocotla: 51
Xochimilco: 134, 138, 224, 227, 231
X ohuiltiüan: 224
Xoloc: 120, 138, 224, 250
X oxohuillan: 226
Y uatepec: 134
Y ucatán: 47, 237, 238, 246
Zacatla: 228
Z am ora: 228
Z am ora d e H idalgo: 251
Zaragoza: 16
Zoltepec: 223
ZozoÚa: 90
Z um pango: 120
Z utepec: 132
Zuzula: 90

266
IN D IC E D E IL U S T R A C IO N E S

Pág.

El d io s d e l m a í z ................................................................................ .... 6
L a lle g a d a d e C o r té s a M é x ic o s e g ú n u n a r tis ta a z te c a . 30
H e r n á n C o r té s y la M a l i n c h e ........................................................ 32
El e jé r c ito e x p e d ic io n a r i o d e C o r t é s ......................................... 46
I t i n e r a r i o d e C o r té s d e V e r a c r u z a T e n o c h ti tl á n y c o n ­
q u is ta d e C h o lu la ......................................................................... 58
C o r té s c o n lo s e n v ia d o s d e M o c t e z u m a .................................. 60
E n tr e v is ta d e C o r té s y M o c te z u m a ............................................ 70
E n t r a d a d e C o r té s e n T e n o c h t i t l á n ............................................ 72
P a la c io re a l d e T e n o c h ti tl á n y r e p r e s e n ta c i ó n p ic to g r á ­
fica d e M o c te z u m a ...................................................................... 80
A tu e n d o d e l s o b e r a n o a z te c a ........................................................ 82
P la n o d e T e n o c h t i t l á n ....................................................................... 92
H e r n á n C o r t é s ........................................................................................... 94
L a « m a ta n z a d e l te m p lo m a y o r» ................................................. 104
L o s e s p a ñ o le s s itia d o s e n T e n o c h ti tl á n .................................. 106
L o s g u e r r e r o s a z te c a s se re v u e lv e n c o n t r a M o c te z u m a . 115
El m is te rio s o e n t i e r r o d e M o c t e z u m a .......................................... 116
P la n o d e T e n o c h ti tl á n y su s c o m u n ic a c io n e s c o n ti e r r a
f ir m e ...................................................................................................... 118
T e n o c h t i t l á n y el la g o T e x c o c o ................................................... 126
T r a s l a d o d e las n a v e s d e T la x c a la a T e n o c h t i t l á n ............ 128
S a c rific io r itu a l a z t e c a ......................................................................... 144
S a c rific io s ritu a le s a z te c a s .................................................................. 146
El s o ld a d o y el m is io n e r o ............................................................... 183
El c le r o y las m is io n e s ......................................................................... 184
C a rlo s V ......................................................................................................... 186
C a r ta d e re la c ió n d e C o r té s ............................................................. 206
F ra y B a rto lo m é d e L as C a s a s ........................................................ 219
G u e r r e r o s a z te c a s d o m i n a n d o a s u s v e c i n o s ........................... 220

267
IN D IC E G E N E R A L

1. IM P E R IO A ZTECA Y C O N Q U IS T A E S P A Ñ O L A ............. 5

V alores aztecas y valores españoles, 7.— Los aztecas y su


capital, 8.—Soldados, sacerdotes, artesanos y cam pesinos,
11.—E n tre la producción y los sacrificios, 12.—La E spaña
del 1500: algunos rasgos, 13.— H e rn á n C ortés e n su con­
texto, 15.—Los p rotagonistas com o em erg en tes: M octe­
zum a, 18.—Mitos, tradiciones y p rim eras noticias,
22.—C ortés: o rig en y form ación, 24.—De b u ró c ra ta a c o n ­
qu istad o r, 26.

2. A C U L T U R A C IO N , V IO L E N C IA Y A S E N T A M IE N T O . . 31

D esem barco, traducciones, req u erim ien to s y escaram uzas,


33.— Prologóm enos d e u n a trag ed ia, 36.—R ebelión, avan­
ces y fundaciones, 38.—E n tre las vacilaciones y los aliados,
39.—L ím ites y privilegios, 4 1.—C ontradicciones insolubles,
43.

3. Q U E M A R LAS NAVES Y C O N Q U IS T A R ............................ 45

L iderazgos am ericanos y em bajadas a E spaña, 4 7 .— Malin-


chism o y patíbulos, 48.— El itinerario d e la conquista: p u e ­
blos, ritos, intim idaciones, 50.— P ruebas y contratiem pos,
51.— Pros y contras: lácticas diversas. 53.—T laxcala: pórtico
d e M éxico, 55.

4. DE T LA X C A L A H A C IA EL IM P E R IO ................................... 59

E n tra d a , indias e inform aciones, 61.—C holula: e n tre la


sum isión y el desquite, 6 2 .—C holula: conspiración y re p re ­
sión, 6 5.— U ltim o tram o, 66.— U m bral, 68.

5. LLEGADA A M E X IC O Y E N C U E N T R O C O N M O C T E ­
ZUM A ................................................................................................... 71

C odicia y a d o rn o : avasallam iento y hieratism o, 73.—U n


diálogo y dos discursos, 74.—C autelas y agasajos recíprocos,
76.—La ciu d ad : m ercado y tem plo, 77.

269
6. CAPTURA Y O RO DE MOCTEZUMA 81

E quilibrio y ru p tu ra , 83.—El golpe d e m an o , 84.—H o g u e ­


ras y grillos. 85.—C árcel, p rim e ra s rebeliones y vasallaje,
86.—O ro y querellas, 88.—O ro y explotación, 90.

7. LLEGADA Y D ER R O T A DE N A RV A EZ ............................... 93

D esasosiego azteca y com petencia española, 95.—Los rivales


d e C uba, 9 6 .—C o rtés d e n u evo hacia el golfo, 97.—A rm as
y diplom acia, 100.—A salto, 101.— Prisión y som etim iento.
102.

8. LA M A TA N ZA D EL T E M P L O M A Y O R ................................ 105

R ehenes y estallido, 107.— V ersiones, 108.—De la sum isión


a la lucha. 109.—La rebelión se generaliza, 110.— U ltim o
discurso d e M octezum a, 111.— La h u id a, 112.

9. LA N O C H E T R I S T E ....................................................................... 117

P or lds canales y las calzadas, 119.—La salida hacia


O tu m b a, 120.—D espués d e O tu m b a, 121.— U na cam p a ñ a
tonificante, 122.— P reparativos p a ra u n nuevo asalto, 123.

10. S IT IO Y CAIDA DE M E X IC O ..................................................... 127

P reparativos. 129.— La seg u n d a m archa, 130.—Ejército, b u ­


las y botín, 132.—A vanzadas y escaram uzas, 133.— P or el
b o rd e del lago, 134.— Hacia el últim o acto, 136.—A taque,
137.—T riu n fo , 138.— R endición, 140,—D espués del
triu n fo , 142.

11. DOS C O N C E P C IO N E S R EL IG IO SA S IN C O M PA T IB L E S 145

Religión y vida cotidiana, 147.—De los sacrificios, 148.—De


los sacerdotes, 149.—De los tem plos, 151.—E stru ctu ra d e
reem plazo; proyección, 153.—Sobre conversiones y req u e­
rim ientos, 156.—Leyes benévolas, realizadores u ltra m a ri­
nos, 158.— M isioneros y m isiones. Los franciscanos,
162.— Las o tra s O rd e n e s, 164.—E n tre M otolinía y Las C a­
sas, 166.—Las C asas: o rig e n y conversión, 169.— l a s Casas:
escritos y polém icas, 173.— El c o n tex to m isional Lascasiano:
ideales y d e te rio ro s, 176.—De la inquisición, 179.

270
12. LA T IE R R A : D IS T R IB U C IO N . P R O D U C C IO N Y C O N ­
T R A D IC C IO N E S .............................................................................. 185

C ortés y las encom iendas, 187.—Rezagos feu d alo ^ y e n fre n ­


tam ientos inm ediatos, 192.— N uevos funcionarios, conflic­
tos renovados, 195.—Del virrey y del co n q u istad o r, 198.

A PEN D IC E I: D O C U M E N T O S Y P O L E M IC A ............................. 205

T e stim o n io s esp añ o les, 207.—T e stim o n io s aztecas. 221.


Indios, arm as y o tras precisiones, 233.—Los dieciocho meses
y sus ritos, 241.

A PEN D IC E II: C R O N O L O G IA ............................................................. 243

IN D IC E O N O M A S T IC O ......................................................................... 253

IN D IC E T O P O N IM IC O ......................................................................... 261

IN D IC E DE IL U S T R A C IO N E S ............................................................. 267

IN D IC E G E N E R A L .................................................................................... 269

271

Das könnte Ihnen auch gefallen