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Indicaciones:

Tarea 5
Segundo parcial Historia del derecho hondureño
1. Este, como todos los trabajos que presente en esta clase debe contener todos los pasos de
un informe escrito.
2. Este es un trabajo de investigación, no hay un texto especi ́fico para desarrollarlo pero el
estudiante debe registrar en la bibliografi ́a todas las fuentes consultadas.
Unión Iglesia – Estado
1. DefinicióndeuniónIglesia–Estado
2. Definición de Estado Laico, Estado confesional, Estado aconfesional
3. Definirlibertaddeculto,libertaddereligiónylibertaddeconciencia
y explicar cómo surgieron estos conceptos y su importancia
4. Explicar de qué forma estuvo unida la iglesia y el estado durante el tiempo de la colonia
españ ola en Centroamérica y en que documentos se evidencia tal unión.
La Iglesia durante la Colonia
Desde los comienzos de la época de la Conquista. La institución religiosa tuvo un papel muy
importante en la colonización americana. Los Reyes Católicos y sus sucesores estuvieron
obligados a promover la evangelización y constituyeron un Patronato Real sobre la Iglesia, por
el que se aseguraba la retribución (remuneración) del clero, la construcción de iglesias,
catedrales, conventos y hospitales. El clero también percibía en muchos casos el tributo del
indígena y disponía de haciendas trabajadas mediante encomendados, esclavos indígenas o
asalariados.

Por la bula Inter Caetera de 1493, el papa Alejandro VI delimitó el área de influencia que cada
reino podía reclamar al otro, con una línea de polo a polo situada 100 leguas al oeste de las
Azores.

Gracias a la célebre bula del papa Paulo III Sublimis Deus de 1537 que declara a los indígenas
hombres con todos los efectos y capacidades de cristianos, hubo un gran contraste entre la
colonización española, la anglosajona y francesa en América. [2] En el Imperio Español la
unidad social se concebía a través de la unidad de la Fe de la Iglesia católica.

se hizo con el apoyo de la reina Isabel y del Cardenal Cisneros y así, tras la toma de Granada, se
comenzaron a redactar los acuerdos, llamados Capitulaciones de Santa Fe, por las que los
reyes concedían a Colón el título de almirante, el de virrey y gobernador de las tierras por
descubrir y la décima parte de los beneficios obtenidos por la nueva ruta.

Leyes de las Indias de 1680, Ley 2º Tit. 1º Libro VI). En 1556 Felipe II reiteró esta Real Cédula de
su abuelo.
Uno de los críticos más famosos del sistema de encomiendas fue Fray Bartolomé de las Casas,
cuya obra más representativa es la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Las
críticas de algunos sectores de la Iglesia al sistema de encomienda son consideradas por
algunos como el origen de la llamada "Leyenda negra española".

Pero, no es solamente la extensión que adquiere la Iglesia, ni su organización, lo que debe


excitar nuestro asombro, sino el modo como realiza su alta y doble misión, de carácter civil y
religioso á la vez; de orden religioso, por la propagación del Evangelio, la conversión de los
indios, y su organización interior; en el orden temporal y poli ́tico, ayudando constantemente al
Poder Civil en el cumplimiento de su misión, facilitándole me- dios, suavizando los rozamientos
que se presentaban entre con- quistadores é indi ́genas, prestando al Estado sus mejores hom-
bres para la gobernación de aquellos pai ́ses y conservando en cuanto fue posible para bien de
los españ oles, la raza india, pobre y flaca, que al fin y á la postre habi ́a de desaparecer por el
contacto y la mezcla con otras razas superiores

5. Explicar cómo se maneja el tema de la unión entre la iglesia y el


estado en el acta de independencia de Centroamérica.
Acta de independencia 1821
10º.- Que la religión Católica, que hemos profesado en los siglos anteriores y profesaremos en
lo sucesivo se conserve pura e inalterable, manteniendo vivo el espíritu de religiosidad que ha
distinguido siempre a Guatemala, respetando a los ministros eclesiásticos, seculares y
regulares, y protegiéndoles en sus personas y propiedades.
11º.- Que se pase oficio a los dignos prelados de las Comunidades religiosas para que
cooperando a la paz y al sosiego, que es la primera necesidad de los pueblos cuando pasan de
un gobierno a otro, dispongan que sus individuos exhorten a la fraternidad y concordia a los
que estando unidos en el sentimiento general de independencia, deben estarlo también en
todo lo demás, sofocando pasiones individuales que dividen los ánimos y producen funestas
consecuencias.

a. Valoración personal del estudiante de las resoluciones contenidas en el acta de


independencia de Centroamérica y que contienen aspectos de unión entre a iglesia y el Estado
colonial.
La iglesia católica tenía un papel político muy importante en los acontecimientos y el texto le
asegura el monopolio de esta fe, los cargos ocupados y, además, a los ministros eclesiásticos
seculares y regulares les garantiza protección “en sus personas y propiedades”, y se les da la
tarea política de sofocar la pasión independentista del pueblo para que no se dividan los
ánimos y no se produzcan “funestas consecuencias”.
En esta parte, el texto llega a ser perverso y antipopular y nos muestra el miedo profundo que
se le tenía al pueblo independentista, al que había que controlar mediante la fuerza y el
trabajo ideológico de la iglesia católica. Lo que sigue en el documento hasta el número 18 es el
protocolo de la ocasión. Hay que hacer notar que en el número 13, Gabino Gaínza debía
publicar un manifiesto informativo de lo que se había hecho, pero sin una fecha concreta para
hacerlo.

6. Argumentos juri ́dicos e históricos (de la historia universal) para la


separación de los asuntos de la iglesia y el Estado
El principio de separación entre Iglesia y Estado

(corolario de la independencia entre Estado y sociedad civil)

Los fundamentos del laicismo no se circunscriben a la mera libertad de conciencia, pues,


siendo éste un derecho individual fundamental, cobra su justa dimensión, a la par de otros
derechos democráticos, en referencia al concepto republicano del Estado y al carácter
universal de la condición de ciudadanía. Sólo si existe un espacio público que corresponde a
todos (res pública), en el que nos situamos en un mismo plano en tanto que ciudadanos libres
e iguales, es posible garantizar los derechos comunes, sin privilegios ni discriminación en
función de las muchas particularidades e identidades que nos diferencian a los individuos
desde cualquier otra perspectiva.
Esta consideración previa nos lleva a una delimitación precisa de la esfera de lo público y la
esfera de lo privado. De ahí surge una primera exigencia, la de preservar materialmente el
espacio público -por ser de todos- libre de cualquier tentativa de apropiación particular. En
reciprocidad, desde ese ámbito de lo público, regido por leyes válidas por igual para todos y
para cada uno, se debe garantizar el respeto al ámbito de lo personal y el ejercicio efectivo de
los derechos individuales. La confusión entre lo público y lo privado, más frecuente de lo
deseable, es fuente continua de todo tipo de abusos y atropellos, en detrimento de la igualdad
de trato y condiciones legales que fundamentan la convivencia dentro de una misma
comunidad política (el laos griego).

El fondo del tema no es trivial: desde el punto de vista que aquí nos interesa, hace al caso de
una correcta comprensión del principio de separación entre Estado e Iglesia (esencial para una
posición laicista) y, por extensión, de la recíproca independencia entre el Estado y las múltiples
entidades que integran la sociedad civil (esencial para la concepción de un estado
democrático).

Sin pretender agotar un tema tan polifacético, quisiera hacer una modesta contribución a un
debate que no es nuevo en el movimiento laicista, pero que es preciso clarificar para una
orientación adecuada en la lucha por un Estado laico.

Separación estricta o colaboración

1.1. Soberanía popular y Estado de Derecho

Aunque a día de hoy la influencia de distintas confesiones religiosas, no sólo social sino
también política, sigue manifestándose en tratos de favor y acuerdos de privilegio incluso con
gobiernos que se pretenden democráticos, las teorías que defienden la separación rigurosa
entre Estado y organizaciones religiosas tienen ya una larga historia. Tras siglos de supremacía
de la autoridad de la Iglesia (en el marco de la Cristiandad) y la supeditación del poder
temporal al religioso bajo el fin común de “establecer el reino de Dios en la Tierra”, los Estados
Modernos se van configurando, no sin graves conflictos y contradicciones, sobre la afirmación
de su independencia con respecto a cualquier otro poder concurrente. Se abre paso la teoría,
defendida entre otros por Maquiavelo en su obra EL Príncipe (1513), de que el Estado tiene sus
propios medios y fines (el bien común, como ya había definido antiguamente Aristóteles),
distintos y separados de los que conciernen a la Iglesia (la salvación de las almas). Lo cual no
impidió que continuara el mutuo apoyo de conveniencia entre el trono y el altar, el
confesionalismo explícito de muchos estados, o la mutación de algunos de ellos -a partir de la
expansión de la Reforma y las guerras de religión- en pluriconfesionales (reconocimiento
estatal de las distintas confesiones en presencia).

Los tratadistas políticos posteriores (Hobbes, Locke, Hume, Rousseau, Montesquieu,…), al


situar la soberanía popular y el “contrato social” como únicas fuentes de legitimidad para todo
poder civil, suministran las bases ideológicas en que se sustentarán las revoluciones liberales
de los siglos XVIII y XIX. La soberanía de la nación, que toma su mejor expresión en la
Revolución Francesa, reclama para sí y en exclusiva las competencias que hacen referencia a
los derechos y deberes de todos los ciudadanos sin distinción, proclamando su autonomía y
preeminencia con respecto a cualquier otro poder, a la vez que restituye al dominio público los
bienes y espacios usurpados ancestralmente por instituciones privadas (monarquía, nobleza,
clero,…). De ahí su confrontación con la Iglesia, que nunca ha renunciado a su antiguo papel
tutelar, no sólo sobre la moral y conciencia de los individuos, sino sobre el propio Estado y sus
leyes.
La libertad de conciencia, que paralelamente venía siendo reivindicada en el marco de las
disputas religiosas (por ej., Pierre Bayle, a propósito de la persecución de los hugonotes), se
convierte entonces en un derecho fundamental extensible a todos al margen del carácter de
las personales creencias o ideas. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
de 1789, la recoge como libertad de pensamiento, opinión y expresión, porque el respeto a la
conciencia personal queda en nada si no contempla su manifestación pública. Hecho histórico
trascendental, puesto que, teniendo la libertad de conciencia fundamento en la propia
racionalidad de los individuos humanos, su reconocimiento como derecho dentro de una
sociedad articulada en forma de Estado democrático (marco jurídico para garantizar derechos
y deberes comunes) se convierte en requisito imprescindible para su ejercicio y expresión.

Resulta obvio, tanto en las declaraciones de la jerarquía eclesiástica como en su


comportamiento práctico, que tales libertades nunca han sido aceptadas por la Iglesia. De
hecho, no ha suscrito la Declaración Universal de Derechos Humanos. Tampoco se ha
resignado a perder el control sobre la educación, monopolizado por ella durante siglos, en
tanto se considera instrumento esencial para la formación de la conciencia moral y
comprensión de nuestro mundo. De ahí que, frente a la terca resistencia presentada por los
sectores clericales más reacios a perder antiguos privilegios, el Estado republicano reclama
como competencia propia garantizar en un plano de igualdad los derechos universales de los
ciudadanos. Entre ellos, y a modo de ejemplo, el de la educación a través de la Escuela Pública,
que como tal ha de ser también laica.

Todo estado que se reclame como Democrático y de Derecho, no puede tener otros
fundamentos que el de soberanía popular (que rechaza la injerencia de cualquier poder ajeno)
y el de ciudadanía (que nos constituye en sujetos de iguales derechos y deberes). No obstante,
contra una y otra se alzan las confesiones religiosas cada vez que intentan interferir en los
asuntos de estado o procurar un reconocimiento público y privilegiado a la propia institución o
al conjunto de sus fieles, separándolos de su condición de simples ciudadanos al mismo título
que los demás. Pero es responsabilidad del Estado Democrático y de Derecho que en ningún
caso prosperen tales propósitos contarios a las más elementales exigencias de una
democracia.

1.2. Ciudadanía: distinción entre esfera pública y privada

Las connotaciones de igualdad y universalidad que integra el nuevo concepto de ciudadanía


definen el ámbito de lo público y común (participación política, seguridad, educación, salud,…),
cuya provisión y preservación competen al Estado y a sus instituciones. Pues los derechos
individuales quedan vaciados de contenido sin las condiciones legales y materiales que los
hacen posibles. Es en ese espacio compartido, donde se hace prevalecer la igualdad de todos a
título de simples ciudadanos, en el que las particulares diferencias de origen, etnia, sexo,
ideología, etc. no son tenidas en cuenta, porque no pueden ser fuente de privilegio ni
discriminación.

Paralelamente, la esfera de lo privado (libertad de pensamiento y acción) debe contar también


con las garantías del Estado de que no se vea menoscabada. Pero éste sólo asume una
obligación en negativo: que sea respetada, no interferida, no limitada más allá de las
exigencias superiores del orden público y de la compatibilidad con los derechos de los demás.
Sin embargo, en ningún momento el Estado tiene obligación en positivo de promover o apoyar
tal o cual iniciativa o ideología particular, porque supondría otorgar carácter público a lo que
por su origen y finalidad sólo tiene carácter privado.
De ahí se deriva la distinción entre las cuestiones sometidas al derecho público y las que lo
están al derecho privado, por más que sea una institución estatal, pero independiente del
resto de poderes (los tribunales de justicia), quien deba garantizar el ejercicio y cumplimiento
de ambos.

Esta delimitación de campos, entre lo público y lo privado, es la base sobre la que se


fundamenta el Estado Laico, el que integra al conjunto de los ciudadanos en una misma
comunidad de convivencia, que no admite trato desigual por razones de creencias o
convicciones ideológicas, a la vez que no interfiere en aquellos aspectos que hacen referencia
a la libertad y particularidades de los individuos (pensamiento, creencias, derecho a la
intimidad y a la propia identidad,…). Para garantizar lo uno y lo otro, el Estado está obligado a
rechazar la injerencia de lo privado en lo público, entendida como la imposición de intereses
materiales o ideológicos particulares en el espacio de lo universal y del interés general. Pero, a
la vez, se hace garante del respeto a los derechos individuales universales que ningún poder
estatal ni circunstanciales mayorías pueden restringir a no ser por causas de fuerza mayor (los
límites del bien común y los derechos ajenos antes señalados). Los derechos democráticos,
como conquista histórica y racional de la humanidad, no pueden ser cuestionados en sí
mismos. Sólo cabe discutir y aquilatar las mejores condiciones para hacerlos efectivos y no
meramente declarativos.

Esa separación entre lo público y lo privado, y en referencia al terreno concreto de las


creencias religiosas, es lo que ha venido a definir, en su justa acepción, la aconfesionalidad,
neutralidad o laicidad del Estado. Éste, que es de todos, no profesa religión alguna (cuestión de
conciencia y por tanto algo privado) o, si se quiere, ninguna confesión religiosa puede tener
carácter estatal ni invadir el marco común que atañe al conjunto de los ciudadanos. A la vez, el
Estado no entra ni se pronuncia sobre cuestiones estrictamente religiosas u otro tipo de
convicciones personales.

Es preciso señalar que esta separación entre Estado e iglesias no es biunívoca (no se da entre
dos poderes iguales e independientes en un mismo plano), pues el primero integra a la
totalidad de la ciudadanía, mientras que toda organización religiosa tiene carácter particular,
por mucho que a lo largo de los siglos -y para justificar un tratamiento de privilegio-, la Iglesia
Católica se haya definido a sí misma como “sociedad completa y perfecta”. En tanto que
asociación de carácter privado de individuos que profesan unas mismas convicciones o
creencias, debe someterse como cualquier otra al marco jurídico común democráticamente
establecido y no gozar de un estatus diferenciado.

1.3. El equívoco de la “colaboración” entre Estado e Iglesia

Sin embargo, el empeño de las distintas iglesias y confesiones en mantener prerrogativas del
pasado y la debilidad de muchos gobiernos ante sus presiones, hace que persistan situaciones
contrarias a los principios de un Estado de Derecho y Democrático. Por más que hoy se quiera
desviar la atención cínicamente a los que son o se propugnan como estados islámicos, aún
existen en la misma Unión Europea estados confesionales que se autodefinen como anglicano,
luterano u ortodoxo. Incluso dentro de los que se declaran constitucionalmente como
aconfesionales, no son pocos los estados que mantienen relaciones privilegiadas con las
confesiones consideradas “mayoritarias”, especialmente con la Iglesia Católica, a través de
acuerdos y concordatos. Donde el pluralismo religioso es un hecho, la aconfesionalidad formal,
lejos de derivar en estados plenamente laicos, se ve negada con el reconocimiento
institucional, financiación y colaboración con las distintas confesiones.
El “principio de cooperación” –ambigua reformulación de las antiguas relaciones a la que
ahora se acoge la Iglesia obligada por las circunstancias- está recogido también en el artículo
16.3 de nuestra Constitución. Dicho principio, enarbolado hoy por las distintas confesiones,
establece o permite establecer, mediante acuerdos que lo desarrollan, ciertos privilegios de las
confesiones religiosas y obligaciones de los gobiernos para con ellas (distintas forma de
financiación, exenciones fiscales, presencia en las instituciones públicas,…), que contradicen
palmariamente el principio democrático de la separación entre Estado e Iglesia.

Algunos se escudan en sutilezas alegando que la Constitución define un estado aconfesional


pero no laico, entendiendo lo primero en un sentido restrictivo (no hay religión oficial del
Estado), pero sin las consecuencias legales y prácticas que conlleva la plena laicidad. En todo
caso, por encima de la letra de la propia Constitución, está la vigencia admitida por todos los
gobiernos de la “Transición democrática” (hasta hoy) de acuerdos internacionales como el
Concordato de 1953 y los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que reconocen derechos en el
ámbito nacional a un poder fáctico internacional (sólo por aberrante distorsión puede
considerarse al Vaticano como estado al uso). En ellos se amparan relaciones de evidente
confesionalidad, así como la escandalosa financiación pública de la Iglesia, algo que incluso los
tibios liberales del siglo XIX le negaron tras proceder a la desamortización de sus bienes.

El problema no es de términos sino de contenidos y de los desarrollos legales que se


pretenden justificar, pues todo concepto es susceptible de vaciamiento y perversión cuando
existe voluntad de ello. Los sectores clericales pretenden justificar el supuesto derecho a
contar con la “colaboración” del Estado invocando el concepto de laicidad positiva, abierta o
inclusiva (el Estado no tiene confesión alguna, pero contribuye al mantenimiento de todas,
permite su presencia e influencia en el espacio de lo público y les dispensa cierto trato de favor
en consideración al carácter peculiar de su labor). Oponen ese concepto tergiversado al
laicismo o laicidad a secas (estricta separación), que tachan de agresivos o fundamentalistas.
Intencionadamente pretenden confundir la libertad de culto y el derecho a manifestar
públicamente las creencias personales con su intromisión en las instituciones públicas o
estatales, la participación de éstas en las actividades confesionales e incluso la exigencia de
contribuir a su promoción.

Pero también los gobiernos que se pliegan a las presiones de las jerarquías religiosas tratan de
justificar ese principio de colaboración o cooperación. Unas veces aluden a la función social
que cumplen las religiones, en el sentido genérico atribuible a toda institución u organización
social en la que participan un número determinado de ciudadanos, subrayando su más que
discutible papel en la “cohesión social” (para otros, más bien de división y segregación), por no
hablar de quienes aún les reservan un lugar privilegiado en la preservación de los “valores
morales”. Como después aclararemos, no todo lo que es social (como parte de la sociedad o
que tiene una dimensión social) debe tener por ello carácter público o estatal.

Otro de los argumentos justificativos, aparentemente más en consonancia con los nuevos
tiempos, hace referencia al pluralismo, así de impreciso, que el Estado no sólo estaría obligado
a garantizar sino también a promover. De ahí su deber de colaboración con las plurales
creencias o ideologías y las organizaciones que las sustentan. Aparte de que los textos
constitucionales y documentos de organismos internacionales suelen hacer referencia
específica al pluralismo político (programas y partidos) que deben tener cabida en todo
sistema democrático, de nuevo se incurre en una confusión de ámbitos y competencias. La
sociedad es plural en sus múltiples manifestaciones (lenguas, etnias, culturas, tradiciones,
ideas y creencias, agrupaciones en torno a intereses y aficiones,…). Los estados deben
reconocer ese pluralismo de hecho, no obstaculizar sus legítimas y variopintas expresiones, no
privilegiar a unas frente a otras. Pero su obligación específica consiste en hacerlas compatibles
con un proyecto común de ciudadanía: el marco de derechos y deberes compartidos, el
sometimiento a las mismas leyes para permitir el más amplio desarrollo de la personalidad y
libertad de los individuos dentro de un espacio común de convivencia.

En modo alguno se deriva del respeto al pluralismo social un deber del Estado de promocionar
tales o cuales ideologías o creencias particulares, porque, aparte de que en muchos casos
pueden ser aberrantes, contrarias al desarrollo científico o al simple sentido común, sería
convertir en público lo privado y, a la vez, romper la imprescindible distinción entre Estado y
sociedad civil.

La mutua independencia entre el Estado y la sociedad civil

2.1. Dos ámbitos a no confundir dentro de una democracia

Al igual que la libertad religiosa no es sino una concreción particular del derecho universal a la
libertad de conciencia, la separación entre Iglesia y Estado, sin obviar su especial relevancia
histórica, no deja de ser también una derivación del principio democrático más general que
regula las relaciones entre Estado y sociedad civil: su mutua independencia, tanto para
preservar la esfera de lo público respecto a la injerencia de intereses particulares, como para
preservar la libertad de los individuos y sus libres opciones asociativas de una posible invasión
totalitaria del Estado (o de quienes se lo apropian).

Efectivamente, la delimitación de las competencias del Estado en relación a los derechos y


deberes que conciernen al conjunto de los ciudadanos conforma la parte sustancial de toda
Carta Magna o Constitución Democrática y debe ser un principio rector de sus posteriores
desarrollos legales. En función de su universalidad, el Estado está obligado a garantizarlos a
todos por igual. Ninguno de esos derechos y deberes, que integran lo que suele definirse como
“interés general”, pueden verse sometidos a restricción, privilegio o discriminación, en función
de intereses o posiciones ideológicas particulares, ni siquiera si son mayoritarias (los derechos
individuales no están sometidos a votación, pues son considerados como derechos naturales).
La intromisión y prevalencia de cualquier interés particular en el espacio público y común no
puede sino generar desigualdades contrarias al concepto mismo de ciudadanía y conducir a la
perversión de elevar a público y obligatorio para todos lo que es simplemente privado (de
pocos o de muchos).

Pero, a su vez, el Estado no puede extralimitarse en sus competencias violentando las


libertades individuales, entre las que figura no sólo la libertad de pensamiento y expresión sino
también la libre asociación para cualquier fin lícito. El cuerpo social es mucho más amplio y rico
en expresiones que los organismos de exclusivo carácter estatal. La sociedad civil, integrada
por el conjunto de instituciones y movimientos sociales ajenos a las estructuras
gubernamentales, es parte inherente e indispensable para todo régimen democrático, a
condición de que sean realmente libres e independientes del aparato estatal. Las múltiples y
variadas entidades asociativas que habitan la sociedad civil (sometidas a un régimen jurídico
común y regidas por el derecho privado, como antes se ha señalado) tienen, o deberían tener,
sumo interés en defender escrupulosamente su independencia con respecto al Estado, sin
intentar sustituirlo ni tampoco convertirse en meros apéndices. Y eso es lo que trata de
establecer cualquier tipo de asociación en los respectivos estatutos al definir sus fines y los
medios de que se dota para llevarlos a cabo. La mutua independencia entre el Estado y las
organizaciones de la sociedad civil implica que ninguno de ellos utilice los medios del otro para
sus propios fines. Y esto vale, con mayor rigor si cabe, en lo que hace a los recursos
económicos.
De lo contrario se estaría incurriendo en la apropiación privada de lo público de formas
diversas (malversación de fondos públicos, prevaricación, utilización de cargos oficiales para
intereses particulares,…), porque, desde un punto de vista estrictamente democrático, los
recursos del estado no pueden ser empleados sino en los servicios públicos que caen bajo su
competencia. Es la exigencia más elemental que sobre el destino de sus impuestos puede
plantear cualquier ciudadano, pues en modo alguno cabe admitir que su contribución -legal y
obligatoria- al sostenimiento del bien común sea desviada al provecho de particulares o a fines
privados, por encomiables que puedan parecer a algunos.

De otra parte, inevitablemente, la dependencia de los recursos del Estado conlleva, se quiera o
no, la subordinación de los fines propios de las organizaciones sociales a la política y a los
planes emanados de los poderes públicos y de quienes detenten eventualmente la mayoría en
ellos. No se trata de que Estado y sociedad civil se solapen o sustituyan en sus funciones, sino
de que cada cual cumpla las suyas propias, que son distintas en una democracia. La integración
directa o indirecta de las instituciones civiles en el aparato de Estado es lo que define a un
estado totalitario, por más que muchas de ellas se sientan cómodas y persigan incluso esa
integración.

2.2. La ofensiva privatizadora del espacio público

Curiosamente, en ese totalitarismo y confusión de ámbitos confluyen hoy dos tendencias


aparentemente opuestas pero que coexisten amigablemente en las políticas neocons
predominantes en nuestro mundo globalizado.

Una de ellas, la hasta ahora denunciada, es el clericalismo ancestral y la intrínseca vocación


“católica” (en el sentido de imponer universalmente sus creencias) que caracteriza a todas las
confesiones religiosas, tratando de utilizar los poderes públicos y su fuerza coactiva para fines
proselitistas. De ahí que no cejen en su empeño, aun en una sociedad crecientemente
secularizada, por “reconquistar” (Benedicto XVI dixit) el terreno perdido aliándose con los
sectores políticos y sociales más retardatarios.

La otra es la ofensiva ultraliberal que, al propugnar cada vez menos Estado (“Estado mínimo”),
viene desde hace tiempo desmantelando y reduciendo el espacio de lo público, apropiándose
de partes cada vez más importantes de él con la privatización de servicios y prestaciones
destinados a dar cobertura y garantía estatal a derechos universales (salud, educación,
desempleo, pensiones, seguridad,…). Ese “neoliberalismo”, lejos de situarse en continuidad
con los objetivos ilustrados y liberales de antaño, se plantea todo lo contrario: destruir el
concepto republicano de ciudadanía (soberanía popular, participación y control ciudadano del
Estado para el ejercicio efectivo de los derechos y libertades comunes). Ahora son los
“mercados” (eufemismo para designar a los poderes económicos fuera de todo control
democrático) quienes, reeditando un “clericalismo” de nuevo cuño y apariencia laica, dictan la
política a seguir por esos estados debilitados que, no obstante, se convierten en férreos
transmisores y ejecutores de sus directrices.

Ni que decir tiene, que el encogimiento y práctica desaparición del espacio público niega de
raíz las condiciones que hacen posible el ejercicio real de los derechos reconocidos
constitucionalmente. Si no hay, o cada vez hay menos, Escuela Pública, Sanidad Pública,
Medios Públicos de Comunicación, etc., desaparecen o menguan los derechos a la educación, a
la salud, a la libre expresión,… La ciudadanía, despojada paulatinamente de un efectivo control
del terreno político y ocupado su propio espacio por el “libre mercado”, queda en mera
invocación carente de todo significado práctico.
En el recorrido inverso, la integración de cualquier tipo de asociación en el aparato de estado,
por diversas vías de financiación y vinculación, conlleva, por tanto, la supeditación de sus fines
no sólo a los planes de quienes detentan el gobierno en cada país, sino también a las políticas
globales que vienen definidas desde esas poderosas y oscuras instancias internacionales. De
esta forma, se impide toda expresión independiente no sólo entre las diferentes fuerzas
políticas que habitan las instituciones, sino también dentro del entramado de organizaciones
de la sociedad civil, que en mayor o menor medida dependan del apoyo y subvenciones de los
gobiernos (partidos, sindicatos, grupos y colectivos de diversa índole, asociaciones religiosas,
ONGs de todo pelaje que son todo menos “no gubernamentales”,…).

Sea en nombre de intereses espirituales o abiertamente materiales, iglesias y poderes


económicos empeñados en apropiarse de lo público, confluyen en la destrucción del espacio
en que es posible el ejercicio real y no meramente formal de los derechos democráticos. A no
ser que nos conformemos con una posición puramente ideológica, el movimiento laicista no
puede asistir indiferente, y menos ser connivente con esta alarmante pérdida de espacio
público estatal y la paralela dislocación de la sociedad civil, que dejan cada vez menos margen
para el desarrollo efectivo de libertades y derechos.

El poder sin límites y la unilateral libertad de los capitales está destruyendo las bases del
estado democrático, reducido a simple correa de transmisión de sus mezquinos intereses, a los
que se subordinan no sólo las instituciones públicas sino también el conjunto del tejido de la
sociedad civil (desde los mass media a cualquier expresión política o social), tratando de
eliminar todo signo de independencia. La creciente devaluación de lo público y su confusión
con los intereses privados han calado hasta tal punto entre el conjunto de las fuerzas políticas
(incluida la izquierda tradicional) y los medios de comunicación, que no es de extrañar el
desconcierto y vacilaciones entre las propias filas laicistas a la hora de pronunciarse sobre
hechos concretos contradictorios con los principios que decimos defender.

Desde esta perspectiva más general (la mutua independencia entre instituciones del estado e
instituciones de la sociedad civil, la preservación del ámbito público como condición
imprescindible para el desarrollo de los derechos democráticos universales), el laicismo puede
situar de forma más ajustada el corolario de la separación entre Estado e Iglesia.

Lejos de confundirse con posiciones antirreligiosas viscerales, el laicismo aparece así como el
auténtico defensor de los valores republicanos (preservación de la res publica o espacio común
de ciudadanía), los de una sociedad democrática e integradora, donde todos los individuos y
colectivos se pueden sentir respetados en su particularidad en un marco de convivencia como
ciudadanos con iguales derechos, sin peligro de que los propios puedan verse atropellados por
la superior fuerza de otros.

Los creyentes honestos, que quieren preservar su intimidad y su derecho a dar testimonio de
la fe que profesan, deben estar interesados, al mismo nivel que los adeptos a otras creencias o
convicciones, en defender su autonomía evitando toda confusión entre el plano político (que
comparten con todos sus conciudadanos) y el religioso (que pertenece a la conciencia personal
y en todo caso sólo comparten con los de iguales creencias).

La recíproca autonomía de ambas esferas, la pública y la privada, es exigencia imprescindible


para alejar la posibilidad de un estado totalitario, bien sea porque lo particular se impone a
todos a través del poder coercitivo de las instituciones estatales o bien porque el Estado, en
nombre de un falso “interés general”, invade y coarta las libertades individuales que, para
conservar la legitimidad de su origen, debería proteger. De ahí que el Estado laico, en su celo
por deslindar el ámbito público y el privado para salvaguardia de ambos, es el único que se
ajusta a los postulados de un Estado democrático.

Implicaciones de los principios laicos y democráticos

3.1. La separación Iglesia/Estado como principio constitucional de derecho.

El respeto a la libertad de conciencia de todos, remite ante todo a un estatuto jurídico y


político de carácter principista y general, irreductible por tanto a consideraciones de tipo
psicológico o sociológico. Algo que debería quedar meridianamente claro en constituciones,
leyes y en cualquier acuerdo de Estado. Cuando se plantea, por ejemplo, la cuestión de la
presencia de símbolos religiosos o de particulares ideologías en el ámbito de una institución
pública, el problema no estriba en que alguien se sienta “molesto” por dicha presencia, ni
mucho menos remitirlo a tradiciones o a eventuales mayorías o minorías. Simplemente se
trata de diferenciar y separar a priori lo que tiene carácter público y lo que tiene carácter
privado, que en ningún caso debe teñir con su particularidad el marco común. Incluso en el
supuesto de que en un centro o en un aula todos los presentes participen de las mismas
creencias o convicciones, la neutralidad de la institución pública es condición necesaria de
posibilidad (como diría Kant) para la existencia de la libertad de conciencia presente y futura
de quienes están obligados a compartir un mismo espacio público, por ejemplo el escolar.

De ahí la falta de consistencia jurídica de algunas sentencias sobre la presencia de crucifijos en


las escuelas (o en otros espacios públicos y oficiales) cuando se remiten a tradiciones o
acuerdos mayoritarios para mantenerlos o al pluralismo de facto para eliminarlos. Buena
prueba de tal inconsistencia son la reciente sentencia del Tribunal Europeo sobre los crucifijos
en los colegios de Italia y el de nuestro Tribunal Constitucional sobre la patrona religiosa de un
colegio profesional (que en sus estatutos se declaraba aconfesional). Pero, de igual
inconsistencia pecan también los alegatos jurídicos que se fundan en difíciles apreciaciones
sobre los límites entre proselitismo lícito e ilícito, sobre si la mera presencia de un símbolo
implica adoctrinamiento y coacción para las personas, o si se justifica el trato preferente
otorgado a uno de ellos por identificarse con él una mayoría social, etc. Ese tipo de
argumentos siempre dejan la puerta abierta a la plural subjetividad de los individuos (y a la
particular interpretación del juez de turno) o a la perspectiva comunitarista propugnada por
una laicidad inclusiva y abierta, dispuesta a incorporar otros símbolos cuando sean requeridos
por padres y alumnos o de mantener los existentes si no levantan la protesta explícita de
nadie.

Al margen de circunstancias sociológicas y de los sentimientos personales, previo a cualquier


casuística, está el principio de derecho de la separación entre Estado e iglesias, la preservación
del ámbito común frente a cualquier apropiación de carácter particular, lo que exige entre
otras cosas la neutralidad religiosa e ideológica de las instituciones, espacios y actos públicos.
Esa neutralidad no puede ser entendida de forma retorcida como pasividad ante la invasión de
lo público por todas y cada una de las opciones ideológicas en presencia y competencia, sino
como exigencia de abstención o reserva de todo aquello que, siendo lícito en el ámbito
privado, no puede tener la pretensión de traspasar sus propios límites y de imponerse en el
espacio que es de todos.

Allí donde la invocación en exclusiva a la libertad de conciencia, desde la mera subjetividad de


los individuos, podría no ser determinante, el concepto republicano de estado y de ciudadanía
(lo relativo a la res pública y los derechos en ella fundados) seguiría exigiendo la separación
jurídica estricta de las esferas pública y privada, incluyendo en ésta las convicciones y creencias
personales.
3.2. Cargos institucionales y actos confesionales

Más claridad existe dentro del movimiento laicista acerca de las implicaciones de la
neutralidad exigida en el comportamiento de las instituciones, aunque sea justamente el
aspecto menos respetado en la práctica cotidiana. Los cargos públicos, cualquiera que sea el
procedimiento por el que llegan a ocuparlos, representan en el ejercicio de sus funciones al
conjunto de los ciudadanos. Tales funciones no pueden ir más allá de gestionar lo público y
común. Fuera de ese ámbito gozan de los mismos derechos individuales que el resto (por
ejemplo, expresar y practicar sus creencias religiosas).

Pero un funcionario público o una autoridad civil en modo alguno deben participar, en calidad
de tales, en actividades de tipo religioso, ni utilizar simbología religiosa en los actos de carácter
oficial. Tal como se ha señalado anteriormente, eso implica otorgar a un hecho privado sello
público. Y viceversa: no ha lugar para la intervención de autoridades eclesiásticas en actos
oficiales, ni a la presencia de ministros de las confesiones religiosas en los espacios públicos,
porque supone permitir el uso sectario de instituciones que representan al conjunto de los
ciudadanos y están sostenidas por todos.

Lo que es válido para las confesiones religiosas lo es también para cualquier otra entidad de
carácter privado. De ahí la sensibilidad ciudadana ante los hechos de corrupción política. La
hay cuando se hace un uso partidista de los cargos públicos o se utilizan las instituciones de
todos para provecho de intereses particulares, al margen de las leyes y normas comunes que
exigen igualdad de trato para todos los ciudadanos con independencia de sus ideas y
adscripción política.

3.3. Dinero público y subvenciones a privados

Otra consecuencia fundamental de la separación entre lo público y lo privado tiene que ver
con lo referido a las finanzas del Estado. Asunto bastante menos claro incluso dentro de
sectores que se reclaman de la democracia y del laicismo.

Si el dinero público (recaudado vía impuestos) debe ser destinado a lo público, no es admisible
desviarlo hacia la financiación de fines privados, entre los que se incluyen las confesiones
religiosas, el mantenimiento de sus cultos y ministros, así como cualquiera de sus proyectos y
actividades.

Podemos discrepar sobre los criterios y cuantías que en los Presupuestos Generales del Estado
se destinan a cada capítulo, pero mientras se dediquen a cubrir el conjunto de
responsabilidades que competen al Estado y sean aprobadas en un Parlamento representativo,
no caben objeciones desde el punto de vista democrático. Lo mismo cabe decir de cualquier
otra administración pública como comunidades autonómicas y ayuntamientos. Pero de
ninguna manera puede admitir el ciudadano que su contribución a las arcas públicas termine
financiando proyectos particulares, cualquiera que sea la opinión que le merezca su finalidad.

El hecho de que concurran distintas entidades privadas a una subvención pública, aún en
igualdad de condiciones (como algunos reclaman frente al trato de privilegio dispensado a la
Iglesia Católica), no hace más democrático el desvío de fondos. Otra cosa, de índole distinta, es
que las administraciones públicas puedan contratar con sectores privados actuaciones
puntuales (por ejemplo, la construcción de carreteras) para llevar a cabo planes públicos,
siempre que no se trate de servicios permanentes a la comunidad (sanidad, educación,…) que,
por su propia índole, también deben cubrirse con personal público (seleccionado bajo criterios
de igualdad, mérito y capacidad y no de clientelismo).

Lo que no puede hacer el Estado, como pretende la política neoliberal, es hacer dejación de
sus competencias ni trasladar a otros sus deberes (ONGs, voluntariado,…) que, por su carácter
y fines particulares, nunca podrán garantizar la universalidad y neutralidad exigibles en la
cobertura de las prestaciones y servicios sociales. La privatización de los servicios públicos para
entregarlos al negocio de particulares es un grave atentado no ya al “estado del bienestar”
(concepto engañoso y paternalista) sino al Estado Democrático y de Derecho, que supone la
igualdad de trato a todos los ciudadanos, consustancial con el ideal de justicia social y de
redistribución equitativa de la renta por vía de la cobertura universal de las prestaciones
esenciales.

Desde estos presupuestos no caben vacilaciones ante los presuntos derechos de las
variopintas organizaciones “no gubernamentales” a percibir subvenciones oficiales en función
de sus presuntos fines sociales. Al Estado le exigimos que dedique los fondos públicos a cubrir
las prestaciones sociales que en justicia se deben garantizar a los ciudadanos. Las
organizaciones particulares son muy libres de difundir sus ideas y desarrollar tareas acordes
con sus fines, incluso de hacer caridad o solidaridad, pero siempre que sea con su dinero y el
de sus simpatizantes. Este planteamiento de principios es válido para Caritas, Manos Unidas y
cualquier otra ONG, con independencia de su cariz ideológico. Si el Estado tuviera obligación
de adjudicar subvenciones públicas a proyectos privados (por su “finalidad social”), no habría
argumentos sólidos para negárselas a las múltiples actividades con proyección social de la
Iglesia sin incurrir en discriminación ideológica.

Cualquier organización democrática debería tener claros estos principios (en especial, partidos
y sindicatos), pero aún más si cabe el movimiento laicista para cuya coherencia resulta
imprescindible la neta distinción y separación de lo público y de lo privado. Desgraciadamente,
el proceso desarrollado durante las últimas décadas en dirección al desmantelamiento del
Estado (en su original sentido republicano) y a la apropiación privada de sectores crecientes de
los servicios públicos, parece haber hecho mella en todas las fuerzas políticas que se pliegan al
“pensamiento único” dominante y globalizador. La mayoría de ellas, incluso las que se
reclaman de la izquierda, no sólo han desarmado ideológicamente a la ciudadanía sobre
principios democráticos tan elementales, sino que han sido cómplices en la destrucción de lo
público.
El movimiento laicista en modo alguno puede sumarse a este proceso de confusión entre lo
público y privado so pena de socavar los propios principios sobre los que sustenta sus
objetivos y actividad.

7. Explicar si en la historia del Estado de Honduras ha habido unión de


la iglesia y el Estado

La Constitución de la República establece la libertad de culto y un Estado laico. El Estado y la


Iglesia no tienen funciones entre si ́, y por tanto, la Iglesia no puede participar de los asuntos
del Estado. En la práctica, esto jamás ha sucedido, y la Iglesia sigue tan cercana al poder
poli ́tico como en el pasado —por lo menos en América Latina—, desde otros escenarios y con
un discurso comedido y agazapado. Honduras no es un Estado laico.
Cuando El Pulso lo abordó sobre este tema, el abogado Gabriel Nasser Rodri ́guez expresó:
«El Estado, en este caso los gobiernos o el gobernante de turno, deben cumplir y hacer cumplir
la leyes de la República, tal como lo demanda la Constitución, pero en Honduras el Estado laico
no ha podido consolidarse no sólo por la debilidad de los gobernante en el asunto, sino porque
la sociedad misma es una sociedad profundamente religiosa. Por ello, los poli ́ticos entienden
que asumir una postura antirreligiosa (en este caso anticristiana) no sólo seri ́a poli ́ticamente
incorrecto para nuestro contexto, también seri ́a fatal para la imagen pública del gobierno
mismo, pues, en una sociedad tradicionalmente religiosa, la liberta de culto y el laicismo aún
son temas tabú. En si ́ntesis, el Estado laico no existe porque la clase poli ́tica sigue utilizando la
idea de Dios en su beneficio, y lo hace invocando públicamente la fe cristiana para contar con
la simpati ́a de la sociedad, que aprecia a un gobernante que pregona su misma fe».
Militares orando. Cortesi ́a La Prensa.
Por su parte, el historiador nacional Jorge Alberto Amaya, ha escrito lo siguiente sobre la
concepción de Estado laico en Honduras, y sobre las luchas históricas por la laicidad en el
territorio:
«Los cimientos de la constitución del Estado laico se ubican en los procesos revolucionarios a
partir de la Revolución Francesa y del influjo del pensamiento Ilustrado del siglo XVIII, que
postulaban los ideales de igualdad, libertad y fraternidad, asi ́ como el desmantelamiento de los
privilegios que consagraban beneficios solamente a la aristocracia y al clero durante el
denominado “Antiguo Régimen”... En el caso de Centroamérica y Honduras, esas poli ́ticas
públicas se empezaron a aplicar a partir del proceso de la “República Federal” de Francisco
Morazán (1830-1838), cuando el gobierno respaldó las demandas liberales que se habi ́an
promulgado por decretos desde 1824, y que reconoci ́an la necesidad de aprobar la separación
entre el Estado y la Iglesia, y al mismo tiempo impulsar la libertad de cultos[1]».
A pesar de los intentos morazanistas, la separación de la Iglesia y el Estado hondureñ o sólo
ocurrió en el gobierno de la Reforma, cuya gestión determinó la definitiva separación del clero
de los asuntos de la gobernanza civil que concerni ́an al gobierno y a la clase poli ́tica. Los
gobiernos de la Reforma (1876-1891) establecieron que la clase sacerdotal debi ́a ocuparse de
la formación ética, espiritual y moral de los pobladores, y que por tanto debi ́an dejar las
responsabilidades económicas, ci ́vicas y civiles a la administración pública.
El proceso resultaba lógico. Un Estado cuya sociedad era resultado de la multiplicidad de
etnias, leguas, culturas y tradiciones, no podi ́a vivir bajo el sometimiento de un credo definido
e impuesto por la Corona españ ola durante la Conquista y la Colonia. Por supuesto, la
injerencia de la Iglesia en las actividades del Estado (la Provincia) durante la Colonia, teni ́a dos
motivos principales: el ejercicio de control social que la Iglesia habi ́a implantado desde la Edad
Media a través de la fe y la fidelidad al Dios; y la protección de las prebendas y cuantiosos
beneficios económicos que recibi ́a, y que le converti ́an en una institución con poderes
supremos.
Ó scar Andrés Rodri ́guez, el Cardenal poli ́tico. Cortesi ́a La Tribuna.
La Iglesia disfrutó de los mayores beneficio económicos[2] casi hasta finales de la primera
mitad del siglo XIX, cuando el Estado hondureñ o inició unja lenta transformación de la
administración pública y una especie de prematura modernización del Estado, con presidentes
como Coronado Chávez (la Universidad), Juan Nepumuceno Lindo, Santos Guardiola, José
Mari ́a Medina, quien sentó las grandes bases sobre las que se instalari ́a el gobierno reformista
de Soto y Rosa. Aunque todos ellos eran hombres religiosos, fueron comprendiendo que para
la mejor funcionalidad de los gobiernos, era necesaria la implementación de poli ́ticas y leyes
modernas, que no consideran el papel poli ́tico de la Iglesia.
Estamos ante la impasividad poli ́tica y social, y bajo la predominancia de un Estado religioso,
cristiano y muchos casos teocrático. Pero la búsqueda del Estado laico, asi ́ como la
construcción de los procesos de laicidad no sólo ha dejado de florecer en Honduras, también lo
hacho en toda América latina. En la primera parte de esta crónica La Iglesia: el avance de la
secularización, expusimos que los pai ́ses de la región siguen siendo naciones con profundas
rai ́ces y costumbres cristianas, y que por tal razón el avance de la secularización no ha
experimentado el considerable crecimiento producido en la Europa de la Post- guerra, y en
pai ́ses sudamericanos como el Uruguay, que con un 38% de agnosticismo se presenta como el
pai ́s más secular de Hispanoamérica.
En Centroamérica sigue predominado la tendencia cristiana (protestantes y católicos), con un
incremento del 29% de los evangélicos en los últimos veinte añ os, y en detrimento de la
religión católica. Guatemala y Honduras siguen siendo las naciones del istmo como mayor
religiosidad. Todo ello demuestra el porqué de la no consolidación del laicismo del Estado.
La aparente división entre Iglesia y Estado se acabó radicalmente con la inauguración del
gobierno de Porfirio Lobo a inicios del 2010, pues el discurso nacionalista de “Unidad Nacional”
echó mano del enorme poder de convocatoria y convencimiento con los que aun cuenta la
Iglesia hondureñ a. Esta vez, no obstante, el acercamiento del gobierno no era exclusivo con la
iglesia católica, ahora se sumaban las filas de las denominaciones protestantes. El gobierno,
sucesor del gobierno de facto de Roberto Micheletti, urgi ́a de la capacidad de la Iglesia para
agrupar personas para un objetivo común: la unidad de una nación radicalmente dividida por
el golpe de Estado de junio del 2009.
El pastor evangélico Ebal Di ́az, Ministro de la Presidencia.
De ese modo, las opiniones públicas sobre asuntos poli ́ticos de algunos de los li ́deres más
emblemáticos de la religiosidad, como el Cardenal Ó scar Andrés Rodri ́guez, el Arzobispo Juan
José Pineda, el Obispo Rómulo Emiliani, el Arzobispo Darwin Andino, el Obispo Luis Alfonso
Santos, y los pastores evangélicos Evelio Reyes, Oswaldo Canales o Misael Argeñal, fueron
cada vez más constantes, y su principal cometido, en la mayori ́a de los casos —con sus
excepciones—, ha sido la validación y aceptación de los gobiernos corruptos impulsados desde
los brazos poli ́ticos más conservadores y económicamente poderosos. La clase poli ́tica de hoy,
como en el pasado, tiene a su disposición con los ejércitos cristianos.
«[...] esa alianza entre las Iglesias Católica y Evangélica con la extrema derecha han provocado
lo que denominamos como una “clericalización de la vida pública”, situación de extrañ o
“hibridismo” donde ya no se distingue lo público de lo religioso... frente a esa alianza nefasta
para el pueblo y para la democracia, evidentemente se han desacreditado muchos li ́deres
religiosos y las Iglesias mismas... produciendo una “desacralización de muchas figuras
eclesiásticas que antañ o eran consideradas impolutas o casi sagradas”... Para contrarrestar esa
tendencia, las Iglesias han desplegado con el Estado mismo una campañ a permanente de
“conversión religiosa”, y de “ritualización de la religión dentro de la poli ́tica[3]”».
En la Honduras que preside Juan Orlando Hernández, el Estado laico ha muerto, y asi ́ como el
gobierno ha trai ́do de vuelta a la vida nacional al poder militar —léase sobre militarización—
también trajo de regreso a un poder tan nocivo como el poder militar, el poder eclesiástico.
De este modo, se entiendo entonces por qué razón el principal asesor del gobierno de turno es
el pastor evangélico Ebal Di ́az, por qué las sesiones del gabinete de gobierno desde Porfirio
Lobo, comienzan con una oración, por qué el Presidente del Congreso Nacional inicie las
legislaturas en el nombre de Dios, o por qué el mismo (Mauricio Oliva) llegó con una cruz de
ceniza a presidir una legislatura en el transcurso de la semana santa de este año.
Todo ello es parte de una estrategia de la clase poli ́tica, que al saberse casi irremediablemente
desprestigiada y mal querida, busca escudarse y revalidarse a través de la capacidad
manipuladora de la religión, haciendo uso la fe y la ingenuidad de gran parte de la población.
Con todo ello, el presente gobierno ha cai ́do en una acción antihistórica y sumamente
retrograda, pues como hemos escrito con anterioridad, el Estado civil como el Estado laico
fueron conquistas históricas de los Estados liberales que buscaban el orden y el progreso.

8. Revisar todas las constituciones que ha tenido Honduras y explicar, si


en algunas (as) ha habido unión entre la iglesia y el Estado.
Honduras desarrolla su primera constitución con bases laicas en 1880 en la que el estado
prohíbe a los ministros religiosos ejercer cargos públicos y en donde se fomenta y protege la
instrucción laica en todos los niveles educativos, pero no es sino hasta 1924 en donde el
estado se declara y oficializa la separación entre la iglesia y el estado mediante la constitución
de 1924.
Con la separación entre Iglesia y Estado, se obtuvo la nula injerencia de cualquier organización
o confesión religiosa en el gobierno del mismo, ya sea en el ejecutivo, en el legislativo o en el
judicial y se ha evitado el desvío de dinero a cúpulas religiosas, así como el proselitismo
político utilizando a las religiones. Desde entonces, Honduras ha formado parte de otros 140
estados laicos, incluidos Estados Unidos de América, Brasil, Alemania, Inglaterra, Italia, India,
Japón, Rusia y China.

Honduras católica Editar


Desde tiempos precolombinos cada grupo étnico tenía su propia religión, entre éstas se
encontraban la religión maya, además de las religiones religión Chorotega, Lenca y Pech y con
la colonización española llegó también el cristianimo.

Constitución de 1825 Editar


Artículo principal: Constitución del Estado de Honduras de 1825
En la primera constitución de Honduras, de 1825 se declara al cristianismo católico como la
religión oficial del Estado en los artículos 5, 6 y 7.

ARTÍCULO 5: El Estado de Honduras profesa, y profesará, siempre, inviolablemente la religión


cristiana, apostólica, romana, sin permitir mezcla de otra alguna.
ARTÍCULO 6: El Estado la protegerá con leyes sabias y justas; y no consentirá, se hagan
alteraciones en la disciplina eclesiástica, sin consultar a la Silla Apostólica.
ARTÍCULO 7: Todo ciudadano, y principalmente los que ejercen jurisdicción, velarán sobre las
observancia de los artículos anteriores. Las leyes designarán las penas que merecen los
infractores.
La Constitución llegó a tener un carácter eminentemente liberal. Al igual que la Constitución
de los Estados Unidos, fijaba los derechos fundamentales y eliminaba los privilegios de la
Iglesia Católica. Es notable la abolición de la esclavitud, décadas antes que lo hicieran Rusia en
1861 y los Estados Unidos en 1863.

Entre otros, se puede señalar el establecimiento de derechos que gozarían prisioneros y


acusados en espera de sentencia, el respeto a la privacidad de los ciudadanos, determinando
que solo podían decomisarse como prueba los papeles personales en caso de traición a la
patria y que su publicación era imprescindible para constatar la verdad.

Los gobiernos de Francisco Morazán entre 27 de noviembre de 1827 al 7 de marzo de 1829 y


también entre el 2 de diciembre de 1829 al 28 de julio de 1830, fueron sumamente laicos
debido a la condición liberal, masónica, antímonarquico y anticlerigal del general Morazán. En
dichos gobiernos se eliminaron los privilegios a la Iglesia Católica, la abolición del diezmo[1] de
parte del gobierno y se realizó la separación del Estado y la Iglesia.[2] Se prohibió el
establecimiento de las Órdenes Religiosas, en Honduras y después en toda Centroamérica, El
Salvador lo haría hasta 1862 y en Nicaragua hasta 1881.[3]

En 1831, Morazán y el gobernador Mariano Gálvez supervisaron la construcción de escuelas y


carreteras, promulgarón políticas de libre comercio; fue invitado el capital extranjero y los
inmigrantes; se permitió el divorcio secular y la libertad de expresión; se pusieron a disposición
las tierras públicas para la expansión de la cochinilla; fue separada la Iglesia del Estado; los
diezmos fueron abolidos;[4] se proclamó la libertad de religión; los bienes eclesiásticos fueron
confiscados, se suprimieron las órdenes religiosas, y se le retiró a la iglesia el control que tenía
sobre la educación, entre otras políticas.

Con la implementación de estas medidas revolucionarias, Morazán se convirtió ―según el


escritor Adalberto Santana― en el primer mandatario de América Latina que aplicó a su
gestión un pensamiento liberal. Ello asestó un duro golpe al corazón de la oligarquía
guatemalteca. Pero más importante aún, se despojó al clero español de sus privilegios y redujo
su poder.

Constitución de 1831 Editar


Artículo principal: Constitución del Estado de Honduras de 1831
La iglesia católica se mantiene como religion del estado en la constitución de 1831, expresado
así:

Artículo 7: La religión del Estado es la Católica, Apostólica, Romana con exclusión del ejercicio
público de cualesquiera otra. Defenderla y sostenerla es un deber del Estado.
Constitución de 1839 Editar
Artículo principal: Constitución del Estado de Honduras de 1839
En 1839 se mantiene al catolicismo como religión del estado, expresado en su artículo 16, en la
que se aceptan y protegen además otras religiones:

Artículo 16: La religión del Estado es la Católica, Apostólica y Romana. El ejercicio público de
ésta y de las demás que vengan a establecerse en el país, será protegido por el Gobierno.
Constitución de 1848 Editar
Artículo principal: Constitución del Estado de Honduras de 1848
La constitución de 1848 prohíbe a cualquier poder público o autoridad intervenir en otras
religiones de caracter privado:

Artículo 16: La religión del Estado será la Cristiana, Católica, Apostólica Romana, con exclusión
del ejercicio público de cualquiera otra. Sus altos Poderes la protegerán con leyes sabias, pero
ni éstos ni autoridad alguna tendrán intervención ninguna en el ejercicio privado de las otras
que se establezcan en el país, si éstas no tendiesen a deprimir la dominante y el orden público.
Constitución de 1865 Editar
Artículo principal: Constitución del Estado de Honduras de 1865
Es similar, la resolución en cuanto a la religión en la Constitución emitida en 1848.

Artículo 8: La Religión de la república es la Cristiana, Católica, Apostólica, Romana, con


exclusión del ejercicio público de cualquiera otra. El Gobierno la protege; pero ni éste ni
autoridad alguna tendrán intervención en el ejercicio privado de las otras que se establezcan
en el país, si éstas no tienden a deprimir la dominante y a alterar el orden público.
Constitución de 1876 Editar
Artículo principal: Constitución del Estado de Honduras de 1876
Es similar a la de 1848 y 1865, pero además se permitir el ejercicio público de otros cultos, esta
fue la última constitución de Honduras en la que Honduras fue un estado confesional:

Artículo 7: La Religión de la República es la cristiana católica, apostólica, romana, con exclusión


del ejercicio público de cualquiera otra. El Gobierno la protege; pero ni éste, ni autoridad
alguna tendrán intervención en el ejercicio privado de otras que se establezcan en el país si
éstas no tienden a deprimir la dominante y alterar el orden público. El Congreso ordinario
podrá permitir el ejercicio público de otros cultos, cuando la conveniencia social lo demande.
Aún aí, con el laicismo constitucional imperante en Honduras, Marco Aurelio Soto, comicionó
en 1878 al ilustrísimo Padre Antonio R. Vallejo para que realizará un trabajo educativo para la
nación, Vallejo escribió el Compendio de la historia social y política de Honduras.[5] obra
referente e histórica que marco el sistema educativo de la Reforma de Soto

9. Investigar qué presidente de la Repúblicade Honduras trabajo por la separación de la iglesia


y el Estado en Honduras y de qué forma lo hizo (forma legal)
La constitución de Honduras de 1880 es la primera en la que la iglesia católica ya no es religión
oficial del Estado y en la que la nación hondureña deja de tener una creencia religiosa oficial;
pero, además se prohíbe a los ministros religiosos ejercer cargos públicos, además inicia una
era en donde la educación en Honduras pasa a ser laica.

Artículo 10: Todos los hondureños podrán desempeñar cargos públicos, sin requerirse más
condición que la de su idoneidad. Los Ministros de las diversas sociedades religiosas no podrán
ejercer cargos públicos.
Artículo 13: DERECHO PÚBLICO DIFERIDO A LOS EXTRANJEROS: Sus contratos matrimoniales
no pueden ser invalidados por no estar de conformidad con los religiosos de cualquiera
creencia si estuviesen legalmente celebrados.
Artículo 24: El Estado tiene el primordial deber de fomentar y proteger la instrucción pública
en sus diversos ramos: la instrucción primaria es obligatoria laica y gratuita. Será también laica
la instrucción media u superior. Ningún Ministro de una sociedad religiosa podrá dirigir
establecimientos de enseñanza sostenidos por el Estado.
Constitución de Honduras de 1894 Editar
Artículo principal: Constitución de Honduras de 1894
Esta Constitución netamente liberal, emitida durante el gobierno de Policarpo Bonilla,
establece lo siguiente:

Artículo 55. No podrá someterse el estado civil de las personas a una creencia religiosa
determinada.
Artículo 56. La emisión del pensamiento por la palabra hablada o escrita, es libre, y la ley no
podrá restringirla. Tampoco podrá impedir la circulación de los impresos nacionales y
extranjeros. Los delitos cometidos por medio de la prensa, serán previamente calificados por
un jurado.
Artículo 57. Se garantiza la libre enseñanza. La que se costee con fondos públicos será laica, y
la primaria será además gratuita, obligatoria y subvenida por el Estado. La ley reglamentará la
enseñanza sin restringir su libertad, ni la independencia de los profesores.
Artículo 58. Se garantiza la libertad de reunión sin armas, y la de asociación para cualquier
objeto lícito. Se prohíbe el establecimiento de toda clase de asociaciones monásticas.
Artículo 62. Son prohibidas las vinculaciones, y toda institución en favor de establecimientos
religiosos.
Artículo 65. Ante la ley no hay fueros ni privilegios personales. Los ministros de las diversas
sociedades religiosas no podrán ejercer cargos públicos.'
Constitución de Honduras de 1904 Editar
Artículo principal: Constitución de Honduras de 1904
Esta Constitución fue emitida durante una administración conservadora y resuelve lo
siguiente:

Artículo 46: Se garantiza el libre ejercicio de todas las religiones, sin más límite que el trazado
por la moral y el orden público.
Artículo 47. Los actos constitutivos del estado civil de las personas son de la exclusiva
competencia de los funcionarios y autoridades del orden civil, en los términos prevenidos por
la ley.
Artículo 48. La emisión del pensamiento por la palabra hablada o escrita, es libre, salvo los
casos en que ataque la moral, la honra, se provoque algún delito o se perturbe el orden social.
Artículo 49. Se garantiza la libre enseñanza. La que se costee con fondos públicos será laica, y
la primaria será además gratuita, obligatoria y subvenida por el Estado. La ley reglamentará la
enseñanza sin restringir su libertad, ni la independencia de los profesores.
Artículo 54. Son prohibidas las vinculaciones, y toda institución en favor de establecimientos
religiosos.

Es en la constitución de 1924 emitida durante el gobierno militar del general Vicente Tosta
Carrasco se oficilaliza la separación de la iglesia y del estado y se prohíben todas las
subvenciones a instituciones religiosas:

Artículo 53- Se garantiza el libre ejercicio de todas las religiones que no contraríen las leyes del
país. La iglesia está separada del Estado, el cual no podrá dar subvenciones, en caso alguno,
para ningún culto.
Artículo 54.- No podrá someterse el estado civil de las personas a una creencia religiosa
determinada.
Artículo 56.- Se garantiza la libre enseñanza. La que se costee con fondos públicos será laica, y
la primaria será además gratuita, obligatoria y subvenida por el Estado. La ley reglamentará la
enseñanza sin restringir su libertad, ni la independencia de los profesores
Artículo 61.- Son prohibidas las vinculaciones, y toda institución en favor de establecimientos
religiosos.
Artículo 64.- Los ministros de las diversas religiones no podrán ejercer cargos públicos.
Constitución de Honduras de 1936 Editar
Artículo principal: Constitución de Honduras de 1936
Emitida durante el regimén dictatorial del Doctor y general don Tiburcio Carias Andino, en la
cual se expresa lo siguiente:

Artículo 57.- La iglesia está separada del estado. Se garantiza el libre ejercicio de todas las
religiones que no se opongan a las leyes del país. Se prohíbe dar subvenciones para cultos o
enseñanza religiosa.
Artículo 58.- Ningún acto religioso servirá para establecer el estado civil de las personas.
Artículo 60.- Se garantiza la libertad de enseñar. La enseñanza sostenida con fondos públicos
será laica, y la primaria será, además gratuita, obligatoria, costeada por los Municipios y
subvenida por el Estado.
Artículo 65.- Son prohibidas las vinculaciones y toda institución en favor de establecimientos
religiosos.
Artículo 71.- Los Ministros de las diversas religiones no podrán ejercer cargos públicos.
Constitución de Honduras de 1957 Editar
Artículo principal: Constitución de Honduras de 1957
En la constitución de 1957 emitida durante el gobierno liberal del Doctor Ramón Villeda
Morales la iglesia y el estado continúan separadas, pero se elimina dicho artículo en esta
constitución, quedando solamente este:

Artículo 95.- Los Ministros de las diversas religiones no podrán ejercer cargos públicos de
elección popular.
Constitución de Honduras de 1965
Artículo principal: Constitución de Honduras de 1965
Emitida durante el gobierno militar-democrático del General Oswaldo López Arellano, es
similiar a la de 1957, en cuanto al laicismo:

Artículo 87.- Se garantiza el libre ejercicio de todas las religiones y cultos sin preeminencia
alguna, siempre que no contravengan las leyes y el orden público.
Los Ministros de las diversas religiones no podrán ejercer cargos públicos ni hacer en ninguna
forma propaganda política, invocando motivos de religión o valiéndose, como medio para tal
fin, de las creencias religiosas del pueblo.
Artículo 113.- Las actas o documentos religiosos únicamente servirán para establecer el estado
civil de las personas como pruebas de carácter supletorio debidamente justificado.
Constitución de Honduras de 1982
Artículo principal: Constitución de Honduras de 1982
Es similar a la de 1957.

Artículo 77. Se garantiza el libre ejercicio de todas las religiones y cultos sin preeminencia
alguna, siempre que no contravengan las leyes y el orden público.
Los ministros de las diversas religiones, no podrán ejercer cargos públicos ni hacer en ninguna
forma propaganda política, invocando motivos de religión o valiéndose, como medio para tal
fin, de las creencias religiosas del pueblo.

Prohibición de proselitismo político a los ministros religiosos


En el artículo 87 de la constitución de 1965 se establece: Los Ministros de las diversas
religiones no podrán ejercer cargos públicos ni hacer en ninguna forma propaganda política,
invocando motivos de religión o valiéndose, como medio para tal fin, de las creencias religiosas
del pueblo.

En el artículo 77 de la constitución de 1982 se establece: Los ministros de las diversas


religiones, no podrán ejercer cargos públicos ni hacer en ninguna forma propaganda política,
invocando motivos de religión o valiéndose, como medio para tal fin, de las creencias religiosas
del pueblo.

10.Contenido de la Declaración Universal de Derechos Humanos y otros


tratados internacionales sobre la Libertad de Religión
Considerando que uno de los principios fundamentales de la Carta de las Naciones Unidas es el
de la dignidad e igualdad propias de todos los seres humanos, y que todos los Estados
Miembros se han comprometido a tomar medidas conjuntas y separadamente, en
cooperación con la Organización de las Naciones Unidas, para promover y estimular el respeto
universal y efectivo de los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, sin
distinción de raza, sexo, idioma ni religión,

Considerando que en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en los Pactos


internacionales de derechos humanos se proclaman los principios de no discriminación y de
igualdad ante la ley y el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o de
convicciones,

Considerando que el desprecio y la violación de los derechos humanos y las libertades


fundamentales, en particular el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de
religión o de cualesquiera convicciones, han causado directa o indirectamente guerras y
grandes sufrimientos a la humanidad, especialmente en los casos en que sirven de medio de
injerencia extranjera en los asuntos internos de otros Estados y equivalen a instigar el odio
entre los pueblos y las naciones,

Considerando que la religión o las convicciones, para quien las profesa, constituyen uno de los
elementos fundamentales de su concepción de la vida y que, por tanto, la libertad de religión o
de convicciones debe ser íntegramente respetada y garantizada,

Considerando que es esencial promover la comprensión, la tolerancia y el respeto en las


cuestiones relacionadas con la libertad de religión y de convicciones y asegurar que no se
acepte el uso de la religión o las convicciones con fines incompatibles con la Carta, con otros
instrumentos pertinentes de las Naciones Unidas y con los propósitos y principios de la
presente Declaración,

Convencida de que la libertad de religión o de convicciones debe contribuir también a la


realización de los objetivos de paz mundial, justicia social y amistad entre los pueblos y a la
eliminación de las ideologías o prácticas del colonialismo y de la discriminación racial,

Tomando nota con satisfacción de que, con los auspicios de las Naciones Unidas y de los
organismos especializados, se han aprobado varias convenciones, y de que algunas de ellas ya
han entrado en vigor, para la eliminación de diversas formas de discriminación,

Preocupada por las manifestaciones de intolerancia y por la existencia de discriminación en las


esferas de la religión o las convicciones que aún se advierten en algunos lugares del mundo,

Decidida a adoptar todas las medidas necesarias para la rápida eliminación de dicha
intolerancia en todas sus formas y manifestaciones y para prevenir y combatir la
discriminación por motivos de religión o convicciones,

Proclama la presente Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y


discriminación fundadas en la religión o las convicciones:

Artículo 1

1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Este


derecho incluye la libertad de tener una religión o cualesquiera convicciones de su elección, así
como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente,
tanto en público como en privado, mediante el culto, la observancia, la práctica y la
enseñanza.

2. Nadie será objeto de coacción que pueda menoscabar su libertad de tener una religión o
convicciones de su elección.

3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias convicciones estará sujeta


únicamente a las limitaciones que prescriba la ley y que sean necesarias para proteger la
seguridad, el orden, la salud o la moral públicos o los derechos y libertades fundamentales de
los demás.

Artículo 2

1. Nadie será objeto de discriminación por motivos de religión o convicciones por parte de
ningún Estado, institución, grupo de personas o particulares.

2. A los efectos de la presente Declaración, se entiende por "intolerancia y discriminación


basadas en la religión o las convicciones" toda distinción, exclusión, restricción o preferencia
fundada en la religión o en las convicciones y cuyo fin o efecto sea la abolición o el menoscabo
del reconocimiento, el goce o el ejercicio en pie de igualdad de los derechos humanos y las
libertades fundamentales.

Artículo 3

La discriminación entre los seres humanos por motivos de religión o convicciones constituye
una ofensa a la dignidad humana y una negación de los principios de la Carta de las Naciones
Unidas, y debe ser condenada como una violación de los derechos humanos y las libertades
fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y enunciados
detalladamente en los Pactos internacionales de derechos humanos, y como un obstáculo para
las relaciones amistosas y pacíficas entre las naciones.

Artículo 4

1. Todos los Estados adoptarán medidas eficaces para prevenir y eliminar toda discriminación
por motivos de religión o convicciones en el reconocimiento, el ejercicio y el goce de los
derechos humanos y de las libertades fundamentales en todas las esferas de la vida civil,
económica, política, social y cultural.

2. Todos los Estados harán todos los esfuerzos necesarios por promulgar o derogar leyes,
según el caso, a fin de prohibir toda discriminación de ese tipo y por tomar las medidas
adecuadas para combatir la intolerancia por motivos de religión o convicciones en la materia.

Artículo 5

1. Los padres o, en su caso, los tutores legales del niño tendrán el derecho de organizar la vida
dentro de la familia de conformidad con su religión o sus convicciones y habida cuenta de la
educación moral en que crean que debe educarse al niño.

2. Todo niño gozará del derecho a tener acceso a educación en materia de religión o
convicciones conforme con los deseos de sus padres o, en su caso, sus tutores legales, y no se
le obligará a instruirse en una religión o convicciones contra los deseos de sus padres o tutores
legales, sirviendo de principio rector el interés superior del niño.

3. El niño estará protegido de cualquier forma de discriminación por motivos de religión o


convicciones. Se le educará en un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los
pueblos, paz y hermandad universal, respeto de la libertad de religión o de convicciones de los
demás y en la plena conciencia de que su energía y sus talentos deben dedicarse al servicio de
la humanidad.

4. Cuando un niño no se halle bajo la tutela de sus padres ni de sus tutores legales, se tomarán
debidamente en consideración los deseos expresados por aquéllos o cualquier otra prueba
que se haya obtenido de sus deseos en materia de religión o de convicciones, sirviendo de
principio rector el interés superior del niño.

5. La práctica de la religión o convicciones en que se educa a un niño no deberá perjudicar su


salud física o mental ni su desarrollo integral teniendo en cuenta el párrafo 3 del artículo 1 de
la presente Declaración.

Artículo 6

De conformidad con el artículo 1 de la presente Declaración y sin perjuicio de lo dispuesto en


el párrafo 3 del artículo 1, el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o
de convicciones comprenderá, en particular, las libertades siguientes:

a) La de practicar el culto o de celebrar reuniones en relación con la religión o las convicciones,


y de fundar y mantener lugares para esos fines;

b) La de fundar y mantener instituciones de beneficencia o humanitarias adecuadas;


c) La de confeccionar, adquirir y utilizar en cantidad suficiente los artículos y materiales
necesarios para los ritos o costumbres de una religión o convicción;

d) La de escribir, publicar y difundir publicaciones pertinentes en esas esferas;

e) La de enseñar la religión o las convicciones en lugares aptos para esos fines;

f) La de solicitar y recibir contribuciones voluntarias financieras y de otro tipo de particulares e


instituciones;

g) La de capacitar, nombrar, elegir y designar por sucesión los dirigentes que correspondan
según las necesidades y normas de cualquier religión o convicción;

h) La de observar días de descanso y de celebrar festividades y ceremonias de conformidad


con los preceptos de una religión o convicción;

i) La de establecer y mantener comunicaciones con individuos y comunidades acerca de


cuestiones de religión o convicciones en el ámbito nacional y en el internacional.

Artículo 7

Los derechos y libertades enunciados en la presente Declaración se concederán en la


legislación nacional de manera tal que todos puedan disfrutar de ellos en la práctica.

Artículo 8

Nada de lo dispuesto en la presente Declaración se entenderá en el sentido de que restrinja o


derogue ninguno de los derechos definidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos
y en los Pactos internacionales de

11.Explicar si los derechos de los cuales ha estudiado en el desarrollo de


esta tarea son de primera, segunda o tercera generación.

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