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13th November 2014 WEST WING ARTS CENTRE

A TOUCH OF SIN
People’s Republic of China/Japan, 2013 130 mins

Dahai Jiang Wu Director Jia Zhangke


Zhou San Wang Baoqiang Writer Jia Zhangke
Xiao Wu Zhao Tao Cinematographer Yu Likwai
Xiao Hui Luo Lanshan Editor Matthieu Laclau, Lin Xudong
Music Lim Giong

After eight years spent dabbling in documentaries and docudramas, Jia Zhangke - one of
Chinese cinema’s foremost auteurs - returns to (semi)fiction filmmaking with an explosive,
breathtakingly stylish semi-portmanteau of dramatised tabloid tales. A Touch Of Sin is a
state-of-the-nation clarion call which examines, through the lens of four separate
individuals, the corrosive psychological and corporeal effects of unfettered capitalism.

The first episode centres on Dahai (Jiang Wu), a miner slowly losing his rag at the
widespread corruption in his village. Black humour arises from Wu’s charismatic
performance and the character’s open contempt for pen pushers, but the laughs dissipate
by the time of the story’s shocking conclusion. Dahai’s story segues into that of Zhou San
(Wang Baoquian), a morose, quietly menacing itinerant worker who returns home for his
mother’s 70th birthday. It’s not long before the tension that’s so clearly simmering under
his surface comes to the boil. It’s the film’s chilliest segment: a largely wordless study of a
deadened soul which merges a Bressonian sensibility with hints of Albert Camus' The
Stranger.

The third story introduces a note of romance, albeit romance that’s strained, sour and
duplicitous. Xiao Wu (Zhao Tao, Zhangke’s real-life partner and muse) offers her lover an
ultimatum - leave your wife or it’s over - before returning to her job at a sauna. It’s here
that Zhangke introduces a critique of gendered capitalism; one pushy man finds that
forcing himself on Xiao Wu and bragging about his material wealth might not be so well-
advised. The final story is a twisted mirror of the third, and the most elegiac of the bunch.
A former factory worker, Xiao Hui (Luo Lanshan) moves to a new area and falls in love
with a sex worker, but discovers that love is impossible in this transactional climate.
These disparate tales take place across four different provinces to emphasise the sheer
breadth of national malaise, and are linked by theme, subtle reappearances of characters,
and teasing, recurrent motifs. These include wounded animals, apples and bags (the
symbolic significance of some is more obvious than others). Yu Likwai’s gleaming,
ravishing widescreen cinematography conveys the enormity of the landscapes while
reminding us of the characters' helplessness amid this great cosmic order. Zhangke’s
staging of frequent violent sequences, meanwhile, is also exemplary. The use of long,
snaking tracking shots is both technically impressive and extremely effective at creating
suspense.

With grace, skill and insight, Zhangke blends serious sociopolitical engagement with a
rigorous cinematic sensibility. Such is the care and detail of his approach that the film is
somehow rousing rather than pessimistic in spite of the darkness of its drama and the
alienation of its characters.

- Ashley Clark, at http://www.film4.com/reviews/2014/a-touch-of-sin

Según el director Jia Zhang-ke, los sentimientos de soledad y alienación experimentados


por la juventud de su país son el cambio más radical en la sociedad china reciente. En
relación con el daño causado al espíritu de una sociedad y a su nivel de bienestar, Zhang-
ke compara el fracaso de la modernización económica con el de la Revolución Cultural.

el título en inglés de la nueva película de Jia Zhang-ke recuerda la película de acción


wuxia del rey Hu, A Touch of Zen, y también tiene un desolador anillo de Wellesian. (El
original, Tian zhu ding, que significa Celestial, es incluso más sombrío en su ironía). Esta
imagen temeraria, brutal y, a menudo, ultraviolenta es una verdadera salida para Jia,
conocido anteriormente por su delicado realismo. Tiene algo de A Fistful of Dollars de
Sergio Leone y Pulp Fiction de Quentin Tarantino. Pero también es un trabajo muy
personal, distintivo y enojado: una explosión de escopeta en el corazón oscuro de la China
moderna.

Jia considera que su país sufre una nueva y brutal revolución cultural de adoración al
dinero en la que una élite de amigos se ha hecho súper rica en la liquidación de bienes del
Estado, creando una envidia venenosa en los desposeídos. Diferentes hebras, personajes e
historias emergen, construyendo una imagen agrietada de China como un salvaje este de la
violencia y el cinismo sin ley. Un trabajador explota con enojo por cómo el jefe de la mina
de alguna manera ha podido permitirse un automóvil deportivo. La infelicidad de tres
hermanos estalla en violencia: uno mata casualmente a tres tipos que han intentado robarle
en el camino. Otro se revela como un ladrón armado y frío que no tiene escrúpulos en
asesinar mujeres a sangre fría para sus bolsos de diseño. Otra es tener una aventura
amorosa con una recepcionista de sauna (interpretada por Zhao Tao, el principal actor de
Jia) y esto también termina en una confrontación sangrienta.
Esta película, al igual que las anteriores del mismo director, no puede ser vista en China si
no es en copias pirata adquiridas en el mercado negro. No han sido aprobadas por el Buró
de Censura, como casi ninguna película china de producción independiente, la mayoría de
ellas de directores jóvenes pertenecientes a la llamada Sexta Generación.

Respaldados por un productor y un estudio asignado para ellos, y amparados por el


espíritu de apertura y tolerancia posteriores al fin del régimen maoísta, los directores de la
Quinta Generación —Zhang Yimou, Chen Kaige y Huan Jianxin, entre los más destacados
— filmaron películas que condenaban la Revolución Cultural y que, además de recolectar
premios en festivales extranjeros, gozaban de aceptación local. Esto hasta 1989, el año de
la matanza de Tiananmen, cuando cuatro directores de la Quinta Generación fueron
arrestados y la cabeza del estudio que los congregaba condenó públicamente la represión
del gobierno. Al año siguiente, el encargado del Buró de Cinematografía declaró que los
cineastas eran culpables de "nihilismo nacional" y de "adorar ciegamente los géneros
artísticos y la teoría del cine occidentales". En adelante, las películas de Zhang Yimou
(Raise the Red Lantern, 1991) y un caso más sonado, el de Adiós a mi concubina (1993)
de Chen Kaige, criticarían de nuevo los cimientos del sistema socialista, serían vetadas
dentro de China y, previsiblemente, acogidas con entusiasmo en el extranjero.

Esto se extiende no sólo a los temas, sino a la renovación misma de una definición del cine
como lenguaje y como campo de innovación. En tanto tecnología de origen occidental, la
introducción de la cinematografía a China es parte de la historia de la modernización de
ese país a lo largo del siglo XX. Sin embargo, con el desmantelamiento del maoísmo y el
fracaso batiente de la Revolución Cultural, el cine resurgió ya no sólo como un medio de
propagación ideológica, estancado en sus formas y posibilidades visuales, sino asumiendo
el carácter autónomo que las sociedades capitalistas conceden, por lo menos a priori, a los
lenguajes artísticos.

Atrapadas en el esfuerzo de renegociar la relación entre política y estética (esto es, en


delimitar la diferencia entre cine de propaganda y uno que represente con justeza una
realidad que se acota entre ciertas coordenadas), las nuevas cinematografías chinas son
indisociables de una lectura histórica. Esto no significa que sus argumentos planteen
siempre y de manera explícita los dilemas de las reformas económicas de la República
Popular, el capitalismo de Taiwán o el colonialismo de Hong Kong (muy por el contrario:
por ejemplo, el género del melodrama, con sus representaciones didácticas de las posturas
correctas e incorrectas, se considera hoy la forma clásica del cine maoísta), sino que las
nuevas técnicas narrativas marcan un distanciamiento estético, y a la larga ético, de los
distintos sistemas impuestos en cada una de las tres regiones chinas. Algunas son
expresiones de inconformidad, otras de nostalgia y unas más de desencanto. Todas exigen
distancia crítica. Y todas, más aún las recientes, plantean más preguntas de las que su
realidad vertiginosa les permite responder.

A partir de 1950 y hasta 1979, el realismo socialista que dominó la narrativa


cinematográfica de la República Popular anuló, desde sus encuadres, el punto de vista del
individuo. Las escenas aparecían filmadas desde puntos que no habrían correspondido a
una sensibilidad humana, y presentaban a los personajes como modelos ejemplares por
imitar o repudiar. La recuperación de la subjetividad y el punto de vista en primera persona
—la recuperación del yo— es la marca más importante del cine chino moderno, y el centro
del nuevo problema por representar en las películas de las dos últimas décadas. Es decir, el
reto de dar voz a los dilemas de un individuo en particular —identidad surgida con las
reformas y el boom económicos—, pero inmerso en un sistema político que le niega
libertades de acción (el socialismo) y antecedido por una filosofía (el confucionismo)
basada en la supresión voluntaria de las necesidades individuales.

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