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Memoria histórica y literatura: la consagración de un pacto

María Gómez Martín


Universidad de Oviedo

Han sido muchas, y reiteradas, las ocasiones en que los críticos, mediante presagios cuasi-
apocalípticos, han predicho el fin de la novela. Recientemente Eduardo Mendoza (1999) resucitaba
la polémica a raíz de unos comentarios realizados en una de sus últimas entrevistas, de tal modo que
ante la alteración originada por sus declaraciones se vio obligado a realizar una justificación: “sólo
dije que en estos momentos la novela tenía que replantearse su forma y su razón de ser”.
Afortunadamente, siete años después podemos decir con total seguridad que, de nuevo, se
equivocaban: la narratividad, bien por vía del experimentalismo, bien a través de las fórmulas más
clásicas ha encontrado, como siempre, el camino del éxito. 1
En los últimos treinta años la novela histórica ha experimentado en los círculos literarios
españoles un resurgir de sus cenizas, un apogeo que se constata tanto en la amplia producción de
nuevos títulos como en la reedición de novelas clásicas que encuentran en esta primera década de
siglo un nuevo espacio y un nuevo significado. 2 Una gran empresa, la de la novela histórica, que se
expande al calor de la buena acogida de crítica y de público, algo que en muy pocas ocasiones suele
darse unido. La multiplicidad de títulos que podemos observar hoy en cualquier librería o tienda
especializada no es otra cosa que, como bien señala María del Pilar Palomo (1990), la constatación
del pacto firmado entre la historia y la literatura.
A mediados de los años treinta el famoso crítico Georg Lukács realizó el primer estudio
formal sobre la novela histórica, cuyo análisis comprendía una de las teorías más importantes sobre
la materia que nos ocupa, según la cual se establecían las causas de su génesis. Para el intelectual
húngaro la novela histórica era la consecuencia directa de “un mundo en transformación”, de modo
que la novela histórica florecería tras un periodo de crisis y conflictos. Lukács había observado
como la novela histórica nacida en el contexto cultural del Romanticismo había sido la
consecuencia directa de una grave crisis. En la caída del Antiguo Régimen y la consiguiente derrota
de las monarquías absolutistas germinaría un conjunto textual que se adentraba tanto en los
orígenes del Antiguo Régimen, la Edad Media, como en las causas que habían propiciado su ocaso
(fuese la Revolución Francesa en un plano general, fuese la Guerra de Independencia en el caso
particular de España), pero que, de una u otra manera, significó el principio del fin de la Era
Napoleónica.
Según sabemos, Georg Lukács explicaba la existencia del género como un subproducto
de las circunstancias históricas; para él, los autores de este tipo de obras acuden a la Historia con el
objetivo de hallar las respuestas a las cuestiones suscitadas por las coyunturas socio-políticas de su
época, lo que, a mi juicio, sigue conservando absoluta validez para explicar la evolución de un

1. Los comentarios de Mendoza están en la misma línea que los pregonados por Ortega y Gasset y Amado
Alonso. En 1925, el primero pronosticaba, en Ideas sobre la novela, el agotamiento de la novela y criticaba
duramente la ficción histórica: “La pretensión de que el cosmos imaginado posea a la vez autenticidad
histórica mantiene en aquélla [la novela histórica] una permanente colisión entre dos horizontes [...] no se deja
al lector soñar tranquilo la novela, ni pensar rigurosamente la historia” (Ortega y Gasset, 1925: 56). Años
después, Amado Alonso se sumaba a tales diagnósticos en su Ensayo sobre la novela histórica.
2. Un ejemplo evidente es el que nos ofrece la novela de Marguerite Yourcenar Memorias de Adriano; pues no
será hasta su segunda edición en 1974 cuando empiece a ser considerada como una obra maestra de la
literatura en general y del (sub)género histórico en particular. De tal manera que, en medio de este auténtico
boom de la novela histórica, se ha visto de nuevo reeditada en el 2005 como edición de bolsillo.

Navajas Zubeldía, Carlos e Iturriaga Barco, Diego (eds.): Crisis, dictaduras, democracia. Actas del I Congreso 135
Internacional de Historia de Nuestro Tiempo. Logroño: Universidad de La Rioja, 2008, pp. 135-146.
MEMORIA HISTÓRICA Y LITERATURA: LA CONSAGRACIÓN DE UN PACTO

género que, al menos en el ámbito español, ha pasado por cuatro grandes estadios desde sus
orígenes hasta su configuración actual.
Un estudio somero del desarrollo y evolución de la novela histórica española nos indicaría
la existencia de una primera etapa situada en el siglo XIX, a partir de 1825, y sobre todo 1830, los
novelistas españoles, siguiendo las pautas marcadas por Walter Scott, fijaron su atención en los
acontecimientos ocurridos a principios de la centuria (la guerra de la Independencia, los periodos
constitucionales de 1812 y 1820, el último reinado absolutista de Fernando VII...), acontecimientos
que construyen un contexto socio-político cuyas peculiaridades históricas y culturales resultan el
marco perfecto para el incipiente desarrollo del género.
La segunda fase sería la que literariamente vendría de la mano del Realismo y, en el plano
histórico, de los últimos años del reinado de Isabel II, la Revolución del 68 y la Primera República,
un periodo de transformación y crisis suficientemente relevante como para generar un nuevo
momento en la evolución de la novela histórica española, cuyo máximo exponente, en esta ocasión,
sería el autor canario Benito Pérez Galdós.
El tercer estadio vendría poco tiempo después debido a la crisis del 98. La pérdida de las
colonias ultramarinas tan solo fue la punta de un gran iceberg, pues la economía y política españolas
llevaban ya varios años en proceso de decadencia, pero aun así fue un acusado golpe para la
sociedad española, al menos para algunos de sus sectores que de nuevo buscaron en la Historia las
razones de su actual estado. En este nuevo periodo destacarían los grandes nombres de Pio Baroja,
Ramón María del Valle Inclán y Miguel Unamuno.
De este modo, la literatura española ha contado con la presencia de tres fases muy
relevantes del subgénero histórico en tan solo cien años. Así pues, hubiera sido lógico pensar que el
siguiente gran estadio de la novela histórica sería el generado por las consecuencias de la guerra civil
española y la Segunda Guerra Mundial. Pero no fue así. Tras la segunda gran guerra, el género
histórico permaneció en un estado semi-latente y tan solo unas pocas novelas vieron la luz aunque,
por otra parte, apenas despertaron el interés de la crítica o del público hasta mucho tiempo después.
Habrá que esperar a finales de los años setenta y principios de los ochenta a que los
escritores retomen el género en una vuelta a las ficciones históricas que, nuevamente, viene
acompañada de un periodo de crisis y transformación. La Transición española, quizás el giro
político, económico y social más importante de nuestra historia, se convirtió en la llave de entrada a
esta fase. Atendiendo a este razonamiento la profesora Biruté Ciplijauskaité (1981) señala que
cuando una “crisis abarca a un país entero lleva necesariamente a meditaciones acerca de la índole
del mal que lo aflige y, por consiguiente, al examen de sus posibles causas”. Los años 1975 y 1989
son dos fechas, que dentro y fuera de nuestras fronteras, señalan el fin de una época. La muerte de
Franco y la caída del muro de Berlín significan el fin de un periodo que se había iniciado en 1914
con la Primera Guerra Mundial, dando lugar a nuevo orden mundial sustentado en la democracia, y
suscitando muchas preguntas algunas de corte histórico que, de nuevo, la literatura y la historia
pretenden responder utilizando las herramientas que mejor desempeñan. 3
Por tanto, si somos consecuentes con la teoría lukacsiana como mayoritariamente parece
ser la opinión de la crítica, y observamos los periodos de máxima penetración de la novela histórica
en el público receptor podemos comprobar como el húngaro ha dado en el clavo, si se me acepta la
expresión, en su puntualización. Será la misma Ciplijauskaité (1987: p.124) la que de cuenta de ello:
“György Lukács afirma que la novela histórica surge siempre en tiempos de transformación y de
tumulto. Por lo menos en España, lo confirman los periodos de producción más intensa de este
tipo de novela” y especifica “Galdós solía decir que él había ido a la historia para buscar en el

3. Cabe la posibilidad de que estos cambios, básicamente políticos y económicos, expliquen la reaparición de
las ficciones históricas en esta última etapa, pero pienso que para entender su espectacular crecimiento más
bien debemos acudir a las transformaciones sociales sobre las que se edifica la evolución hacia la nueva novela
histórica y a la que no resulta ajena una amplia gama de movimientos socio–culturales como el feminismo, el
multiculturalismo o el indigenismo, movimientos que permiten que el ojo masculino occidental pierda su
hegemonía y traen consigo la entrada de otros protagonistas en la historia, y por ende, en unas novelas
históricas de contenido y estética posmodernos.

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pasado una explicación de la circunstancia histórica en que vivía: la revolución fallada. Los autores
del 98, indagaron las causas del fracaso de la guerra de Cuba y con ella, el fin del imperio español”.
Luego sí la teoría lukacsiana encaja perfectamente, como si de un engranaje se tratara, aunando
momentos de crisis histórica y momentos de máximo esplendor de la novela histórica, respecto al
contexto reciente español, nos encontraríamos ante un marco idóneo para alumbrar el nuevo boom
de la novela histórica que presenciaremos como tal a partir de 1975. 4

La escritura como constructo de la identidad


José Colmenero en su estudio sobre la memoria histórica y la identidad cultural, recoge las
reflexiones derridianas sobre las imbricaciones entre memoria y escritura (2005: p. 256). En el
ensayo “La farmacia de Platón”, Derrida indagaba sobre la materialización de la memoria y de los
recuerdos en la escritura. Siguiendo los planteamientos del filósofo griego, concluye que el proceso
de escrituración se convierte en remedio y enfermedad de la memoria, de forma que recordar y
reescribir el pasado puede ser un remedio contra el olvido, pero también puede operar a la inversa.
Porque, de vez en cuando, el exceso de memoria, si no se da con la fórmula adecuada de su uso,
incita a ese olvido, a aparcar los recuerdos dolorosos y traumáticos como mecanismo de defensa
para prorrogar la propia subsistencia. En este breve análisis, que José Colmenero realiza, incluye
una detallada descripción sobre las conclusiones que Derrida aplica al concepto de Pharmakon tal y
como lo utiliza Platón en sus diálogos con Fedro, en uno de los cuales Sócrates cuenta la leyenda
del origen de la escritura: el dios Theuth le dio al rey egipcio Thamus una receta (pharmakon) para
preservar la memoria, fármaco que resulta ser la escritura. Los postulados deconstructivistas de
Derrida concluyen que para Platón esa memoria escrita es una falsa memoria, una copia de lo
realmente ocurrido. En este mismo trabajo, el pensador francés analiza las diferentes posibilidades
que el término griego ofrece en su traducción como color o pigmento, por lo que el sustantivo
pharmakeus también puede ser entendido como “pintor o artista”. De esta manera, tanto la escritura
como la pintura (y demás representaciones artísticas) constituyen fórmulas miméticas falsas. Otra
posible traducción de pharmakon es la de “embrujo, encantamiento”, herramientas que el pharmakeus
(brujo, mago) utiliza en sus menesteres. Luego también se ligan en un mismo concepto, que en
última instancia es la escritura, ciertas funciones curativas, mágicas y artísticas (Colmenero, 2005:
pp. 156-176).
El acto de escribir permite a muchas mujeres y hombres concienciarse y conciliarse con
su pasado y su presente, con su condición y con la marginalización a la que estuvieron secularmente
sometidos tanto por su género como por su clase. La escritura es entendida como un eficaz camino
de conocimiento que no sólo es válido para los autores sino que, una vez que superan sus propias
dificultades y observan la conveniencia de su praxis, traspasan esta labor a sus protagonistas. La
escritura autobiográfica La narración autobiográfica permite incorporar a la trama ficcional unos
rasgos muy significativos. El recurso de la primera persona es el medio más adecuado para la
introspección psicológica; es una manera de transmitir la historia de una forma subjetiva, pues la
acción se verá tamizada por la conciencia de la narradora que prestará “mayor atención a la vida
interior que a los acontecimientos públicos” (Ciplijauskaité, 1987, p. 27). Es, pues, una modalidad
que favorece el autoanálisis y la autocrítica de las protagonistas pues: “es un género que reflexiona
principalmente sobre el papel de la memoria en el proceso de construcción del “yo”, que requiere
un constante esfuerzo de concienciación y de reflexión sobre la escritura que, de esta forma, se
vuelve una meditación sobre la propia identidad” (Ciplijauskaité, 1987, p. 13). La profesora lituana,
señala como es precisamente el uso de la primera persona como técnica narrativa la innovación más
importante en el campo de la novela feminista. 5 El hecho de que hasta hace pocos años los
espacios públicos estuviesen vedados al sexo femenino es la causa por la que su discurso hubo de

4. Se suele considerar el año de partida 1975, fecha de la publicación de la novela de Eduardo Mendoza La
verdad sobre el caso Savolta. Una magnífica novela en la que, en los albores de la transición democrática, retrata,
con gran realismo el clima de crispación que asolo Barcelona entre 1917-1919. Precisamente el bienio más
inquieto de la historia contemporánea de España hasta el advenimiento de la II República.
5. Y así lo parece atestiguar el extenso catálogo de estudios dedicados a su análisis, entre los que caben
destacar las obras de la propia Ciplijauskaité (1987 y 2004) o el trabajo de Isolina Ballesteros (1994).

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replegarse hacia dentro, hacia el universo interior, donde predominan los sentimientos y las
emociones, que les permitirá establecer un diálogo con su yo íntimo materializado a través de la
escritura en primera persona 6 . Razones más que suficientes para convertir esta técnica en la
preferida por las autoras contemporáneas para relatar sus fábulas, ya que la orientación de la
narración al mundo introspectivo de las protagonistas permite desarrollar un mundo personal y
propio confeccionado a través de la memoria y de los recuerdos íntimos.
Si esta técnica ha triunfado dentro de la narrativa escrita por mujeres es por lo bien que se
adapta a las expectativas de los autores. El don de la escritura que les conceden a sus protagonistas
les permite alcanzar unos objetivos básicos, que como señala Isolina Ballesteros (1994: p.2), dota a
esta literatura de un matiz confesional, donde los protagonistas a través de su memoria y recuerdos,
se enfrenta a su verdadero yo, autoanalizándose e interpretando su experiencia.
Uno de los ejemplos que explica esta teoría lo representa la generación literaria española
del medio siglo. Dicha generación pudo escribir sobre sus experiencias, sobre la inmediata
posguerra, sobre sus recuerdos y las representaciones mentales que recrearon en torno a ellos. Dice
la escritora Josefina Aldecoa, una niña de la guerra civil española, que la inmensa mayoría de sus
compañeros de generación y amigos, también niños de la guerra, han sentido en uno u otro
momento la necesidad de contar, de una u otra manera, las experiencias traumáticas que habían
vivido en su niñez. 7 Para todos ellos la palabra y la pluma fue la manera más apropiada para poder
expresar sus recuerdos, sus miedos y sus traumas. Pero tan solo fueron unos pocos los privilegiados
que encontraron en la escritura su vía de escape, para el resto de la población infantil sólo quedó el
silencio, el olvido, la supervivencia... hasta que la muerte del dictador les devolvió la memoria y la
palabra, aunque para muchos ya era tarde y ya pocos les querían escuchar era la época de la auto-
amnesia. Periodo totalmente superado hoy puesto que, más bien, ocurre todo lo contrario, cuando
presenciamos un aluvión de memorias, de entrevistas, de historias de vida que asaltan el mercado
editorial dando respuesta a los intereses de un público vasto y heterogéneo que devora todo tipo de
publicaciones que versen sobre los últimos setenta y cinco años de la Historia española.
Paradójicamente las personas que aun pueden contar los recuerdos de aquellos aciagos años son, de
nuevo, los niños de la guerra que rememoran las historias de su niñez.
Quizás en este sentido deberíamos entonces hablar de memoria aprendida o, utilizando el
término de Marianne Hirsch, «post-memoria» por el que la autora entiende: “la forma de memoria
característica de quienes recuerdan ciertos hechos históricos traumáticos no vividos directa o
conscientemente en su momento, pero que han condicionado el entorno familiar más cercano y
han condicionado su propia memoria del pasado” (Colmenero, 2005: p. 107). Resulta evidente que
la memoria de los más pequeños es una memoria en muchas ocasiones aprehendida o completada a
posteriori: bien por los recuerdos y vivencias familiares bien por lo leído o estudiado. Algunas
alusiones a recuerdos mitificados que no llegaban a dejar vislumbrar el pasado más que como una
serie de tenebrosas, incómodas e inconexas referencias lejanas. El pasado era oscuro, incómodo y
desconocido. La búsqueda de la memoria histórica durante la postguerra es una forma de paliar esa
enorme carencia individual y colectiva
Si a este hecho añadimos los daños causados por el paso del tiempo, y el proceso de
reconstrucción de la memoria/identidad asistimos al encuentro de tres factores que se enlazan entre
sí en el proceso de extracción de los datos: lo olvidado, los recuerdos reales y los recuerdos
imaginados o construidos. Dice José F. Colmenero (2005: p. 29) que “La memoria reconstruye e
inventa lo que olvida o lo que resulta inaccesible del pasado. Por ello, la memoria y el olvido se
articula en precario equilibrio de fuerzas, siempre en permanente estado de renegociación”. 8

6. Biruté Ciplijauskaité señala que son precisamente esas escasas posibilidades de utilizar la escritura las que
fomentan el uso de la primera persona, bien a través de diarios, epístolas, etc (1998).
7. La generación literaria del medio siglo, la del cincuenta, esta constituida unánimamente por niños de la
guerra: Rafael Sánchez Ferlosio (1927), Carmen Martín Gaite (1925), Ignacio Aldecoa (1925), Juan Benet
(1927), Ana Maria Matute (1925) o la misma Josefina Aldecoa (1926) nacieron en el ínterin de 1925-1927.
8. Posiblemente el factor que con mayor pujanza condicione la capacidad de olvido o de imaginación sea la
ideología. La ideología (o ideologías) política, religiosa, etc… controla los recuerdos del individuo, las

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Después de 1975, con la muerte de Franco y los incipientes primeros pasos del proceso
democratizador, ha tenido lugar una explosión del género histórico en el que los recuerdos del
pasado y la narración se diluyen en varios subgéneros etiquetados como literarios (la novela
histórica) e históricos (monografías, biografías, memorias, etc).

La novela histórica
La recuperación de la novela histórica a finales de los setenta y principios de los ochenta
se puede deber a causas muy diversas entre sí, pero no tan opuestas a las que propiciaron su resurgir
en el romanticismo o a finales del siglo XIX, como se pudiera creer.
La novela histórica siempre ha tenido la capacidad y oportunidad de facilitar el acceso de
sus lectores a aquellas épocas pasadas donde se encuadran las acciones ficticias. En este sentido, el
auge del género se rinde a dos motivaciones: la facultad didáctica de la Historia, función manipulada
y manipulable donde las haya, y el factor económico, es decir la potencialidad de las ventas, porción
de pastel muy apetitosa, ya no tanto para el escritor como para la editorial que lo acoge. 9
La novela histórica es un subgénero muy popular para el público de las dos últimas
décadas, como las abultadas ventas y el despliegue de las editoriales parecen confirmar, claro que
quizá este prestigio se deba, como señala Germán Gullón (2000): “a que a la gente le gusta leer
libros donde se explica el pasado”. Sea como sea, es un sistema por el cual los lectores recuperan
los lazos con su tiempo pretérito. Pero su lectura no solo es un vehículo de comunicación entre
pasado y presente, sino que también cumple a la perfección la asignación de otras tareas menos
lúdicas y mucho más codiciosas que el simple acto de leer, compartidas con el género narrativo,
pero que en el caso de las recreaciones históricas cobran un valor muy especial, como ya veremos.
Es posible que la búsqueda de la evasión sea la razón fundamental por la que hoy en día
leemos novelas, por el llano placer de sustraernos de nuestro mundo mediante esas ficciones. En
este caso el lector utiliza la novela histórica para huir del presente, de un presente intolerable, según
la definición de Ciplijauskaité (1981). Acaso sea la nostalgia de un mundo mejor lo que nos lleva a
buscar en estas recreaciones los valores y sentimientos universales, como aclara Carlos Mata (1995:
p. 37): “los grandes temas (amor, honor, amistad, ambición, envidia, venganza, poder, muerte), en
tanto que humanos, son iguales en todas las épocas, y es precisamente su valor atemporal lo que
permite que nos emocione”. Desde luego.
Pero el pacto firmado por la novela histórica se materializa en lo que el sector más crítico
reconoce como su talón de Aquiles: el hibridismo por el cual tiene que cubrir dos objetivos
marcados por sus componentes: en lo ficticio tiene tanto el deber como el derecho de concebir
dichas recreaciones para divertir y entretener al lector, mientras que en lo histórico adquiere
ineludiblemente un compromiso político, de tal modo que la novela histórica se convierte en un
instrumento de lucha, como claramente ocurrió en el siglo XIX con la novela histórica romántica a
través de la cual los autores comienzan a indagar en lo que se constituye como la semilla de la
nacionalidad y la literatura ayudará a plasmar esa identidad nacional. 10 Lo explica claramente la
profesora Biruté Ciplijauskaité (1981: pp. 12-16): “se establece un paralelismo entre dos situaciones

imágenes del pasado son magnificados o menospreciados de acuerdo a los intereses de nuestras creencias.
Con lo cual el axioma con el que hasta ahora estamos trabajando «la memoria es un constructo de la
identidad» se debería de completar del siguiente modo «la memoria, sometida a la ideología, es un constructo
de la identidad».
9. El mercado español cuenta en su haber con dos editoriales especializadas en novela histórica: Edhasa y
Martínez Roca. Hasta tal punto que esta última ha creado en el 2000 el Premio a la Novela Histórica Alfonso
X, concedido hasta la fecha a autores como Ángeles de Irisarri, Jorge Molist, Maria Elena Cruz Varela o
Almudena de Arteaga.
10. En este sentido deberemos entender el nacionalismo como aquel proceso mental que “impone por voluntad
al pueblo, o ‘nación’, la identificación con una cultura común o compartida, y que esta cultura compartida se
construye sobre un armazón de artefactos culturales o productos culturales como la historia, la literatura o el
arte” [cursiva en el original] (Inman Fox, 1997: p. 23).

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semejantes: pasado y presente”, situación que permite la critica abierta, y continúa “porque se
pueden leer en dos niveles, uno según la trama histórica-alegórica y [otro] mediante recursos
estilísticos: la caricaturización total”. La novela histórica tradicional es una narración que busca su
identidad en el pasado de su nación, entendida esta como Estado, y por ello se remonta a la
Historia del pueblo; en cambio, la nueva novela histórica busca legitimar y reforzar esa identidad.
Precisamente este es el motivo por el que es tan apropiado su estudio desde la perspectiva de la
crítica feminista. 11 La función de la literatura de reconstruir la nacionalidad y reforzar su identidad
es un hecho que comienza en el romanticismo y que se prolonga hasta nuestros días por lo que,
citando a Jean Molino: “no parece una simple casualidad el hecho de que la novela histórica hubiera
coincidido en el tiempo y en el espacio con el romanticismo” (Fernández Prieto, 1996: p. 90).

Definición y límites de la novela histórica


Pero apenas podemos dar un par de pasos más sin antes recalar en la propia definición de
“novela histórica”, un campo, como podremos observar, poliédrico, lleno de aristas y difícil de
limar. Y es que vamos a ser testigos de un gran y antiguo debate acerca de la definición apropiada
que merece la “novela histórica”. La mayoría de los autores, entre los que se encuentra la profesora
Biruté Cilplijauskaité, han llegado a la conclusión de que la definición que mejor se ajusta al marbete
es la de híbrido, una rala mezcla de ficción e historia, “es una composición híbrida que nace, en
parte, de la insatisfacción con la novela y, de otra, de la inconformidad con la escritura de la historia
de su tiempo” (Ciplijauskaité, 1981: 5-6). Posiblemente sea una definición muy poco ortodoxa pero
precisamente, como comprobaremos, esta narrativa no es la que mejor se adapta a las normas
establecidas. Parece, pues, que sea como sea, la novela histórica se presenta como una amalgama de
historia y ficción convertida en un producto plenamente aceptado por todos bajo unas
particularidades muy características, ya que, de acuerdo con Nicasio Salvador Miguel, el simple
hecho de que público, autores y estudiosos coincidan en reconocer el marbete “novela histórica”
como tal, implica admitir una tipología que responda por dicho sintagma (Salvador Miguel, 2001).
Por todo, podríamos pensar, que la aceptación de esa especie de narrativa radica justamente en esos
elementos incapaces de someterse a una perfecta definición, pero que le confieren su peculiar
identidad.
A partir de esta situación parece que señalar los límites de la novela histórica se convierte
en algo totalmente imprescindible. Si partimos de la base que nos hallamos ante un compuesto
híbrido, donde ficción y realidad se mezclan entre las páginas sin ningún tipo de normalización,
tendremos que asumir unas premisas básicas que demarquen, en mayor o menor grado, el género
del que me ocupo, un eje de coordenadas donde Historia y ficción se conjuguen sabiamente.
En cuanto al componente histórico, una novela que realmente merezca el calificativo de
histórica, debe reconstruir o al menos intentar reconstruir, la época en que se sitúa la acción. Para
Kurt Spang (1995: p. 67) es imperativo que el autor recree “un andamiaje histórico que sirva para
mostrarnos los modos de vida, las costumbres y todas las circunstancias para nuestra mejor
comprensión con el ayer”. Una vez edificado el armazón histórico es cuando entra en juego la
ficción. Accedemos al pasado mediante un proceso de escritura donde predominantemente opera la
capacidad inventiva del novelista, quien a través de un libre ejercicio de imaginación dota a sus
personajes y a la historia que protagonizan de sentido, de un modo que quizá la historiografía nunca
hubiese podido conseguir.
Por tanto, en teoría, una correcta novela histórica será aquella que presente un equilibrio
entre ficción y realidad, equilibrio que se evidencia en el alto o bajo grado de credibilidad o
veracidad del relato. Por eso, como señala Nicasio Salvador Miguel (2001), es necesario realizar una
previa labor de erudición que evite anacronismos y logre el mayor grado de verosimilitud posible,
pues esta sería la tercera norma que toda novela histórica debe respetar.

11. Pero también son otras minorías las que se hacen eco de esta posibilidad que les brinda la novela histórica,
y la literatura en general como, por ejemplo, se observa en la literatura hispanoamericana por parte de los
sectores indigenistas.

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MARÍA GÓMEZ MARTÍN

Si el quid del asunto se encuentra en situar la acción en un pasado más o menos remoto,
puesto que una de las exigencias para merecer el atributo de histórica es que el tiempo ficcional no
resulte contemporáneo de quien escribe, otra de las grandes discusiones que han ocupado a la
crítica será la pretensión de unificar los criterios al respecto, pues son muchas las discrepancias que
dividen a los teóricos. Por ejemplo, para Juan Ignacio Ferreras se pueden distinguir tres tipos de
relaciones según el espacio temporal que separa el pasado aludido en la novela y el presente del
autor según sea un pasado lejano, un pasado no más cercano a tres generaciones con respecto al
novelista (entendiendo el concepto de generación como el cómputo de quince años, Ferreras (1976)
alude a la horquilla que comprende 50-75 años antes del nacimiento del autor); y por último la
tipología conocida como Episodio nacional, en la que el autor narra una realidad inmediatamente
anterior a su presente. En cambio, para Biruté Ciplijauskaité (1981), el hecho de fijar una
temporalización normativa en la novela histórica obedece a motivaciones específicas, ligadas
siempre a la poética de la época y sobre todo a la finalidad última de la novela. Para la profesora
lituana, éste es el motivo por el que los escritores románticos sienten preferencia por los temas
exóticos o relacionados con el nacimiento de la conciencia nacional, mientras que los novelistas
realistas tomaran como punto de partida las épocas más recientes y que mejor se adapten a sus
fines.
En última instancia aunque el límite idóneo suele estar determinado por la poética
correspondiente y los novelistas tienen total libertad para elegir el espacio y el tiempo donde
insertar sus ficciones, la crítica suele llegar al acuerdo de establecer un mínimo de cincuenta años
entre la composición de la obra y el cronos que la envuelve como lo más deseable. 12 Para Juan Luis
Conde (1996): “el calificativo de histórica surge de la discrepancia entre el tiempo de la escritura y el
tiempo de la historia”. Esta opinión bien puede ser discutida por quienes a partir de los 70
comienzan a abrir un debate literario e histórico sobre el periodo inmediatamente anterior al
franquismo, evidenciando, pues, la amplia gama de discrepancias entre los teóricos a la hora de
establecer unos límites homogéneos y la praxis. En este sentido, el particular éxito de la novela
histórica, cuyos temas se articulan en el contexto de la guerra civil española y de la dictadura
franquista, ha cogido por sorpresa a los críticos más ortodoxos, que siempre acaban justificándolo
en el propio interés que el periodo histórico ha generado.

Literatura e Historia
A propósito de esta composición en la cual la Historia actúa como un telón de fondo
sobre el que se desarrolla la trama inventada surge, como decía, uno de los debates más encendidos
y más antiguos: el que cuestiona las proporciones de invención y de realidad que deben conjugarse
en el discurso literario. Una preocupación que ya asaltaba a Aristóteles en su Poética, donde, al
intentar delimitar los campos de la Historia y de la poesía señala: “no corresponde al poeta decir lo
que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la
necesidad. En efecto el historiador y el poeta no se diferencian por decir uno las cosas en verso o
en prosa [...] la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder”
(ed. García Yebra, 1974: 157-158). Fernando Ainsa, en su artículo “Invención literaria y
‘reconstrucción’ histórica en la nueva narrativa latinoamericana”, recopila todas las opiniones que
los grandes clásicos grecolatinos han vertido sobre la cuestionable diferenciación entre la Historia y
la Literatura entendida como ficción, o entre el historiador y el poeta. Aristóteles, Platón, Cicerón,
Salustio, Horacio.... son solo algunos de los nombres que han dirimido sobre el asunto de tal forma
que entienden, casi por unanimidad, la Historia como sinónimo de disciplina científica y subrayan
en la Poesía la intima relación que sostiene con la imaginación y la fantasía (Ainsa, 1997: 111).
Desde la Antigüedad clásica los más insignes pensadores han procurado establecer la
delgada línea que separaba ambas modalidades, arguyendo una solución bastante aceptable pero que
no contempla la posibilidad de aunar ambos extremos. El problema se plantea, pues, en el
momento en que surge un ente que se alimenta de ambas disciplinas, esa especie de híbrido que es
la novela histórica.

12. Véase Biruté Ciplijaiskaité (1981 y 1987); Juan Ignacio Ferreras (1976) y Fernando Ainsa (1997).

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Quizás la confusión surja ya en el nivel semántico, puesto que el término “historia”


conjuga dos acepciones distintas, porque bien puede ser el relato de lo acontecido (lo que Celia
Fernández Prieto define como Historiam rerum gestarum) o el propio pasado (res gestas). 13
De todos modos, aunque éstas sean las pautas que nos marca la teoría, a la hora de la
verdad, los postulados se difuminan. Las distinciones no son tan claras ni transparentes como
parecían, ya que diferentes causas están forzando a la inversión de valores: mientras que el autor de
narraciones ficticias pretende incorporar a su discurso cierto halo de autenticidad y cientificidad
para enriquecer su relato, el historiador, cada vez con mayor asiduidad, tiende a novelizar la historia
con la última intención de crear un discurso accesible a todos los públicos (y ello sin tener en cuenta
a quienes sin ser historiadores ni poetas, en términos aristotélicos, editan sin cesar publicaciones
revisionistas de escaso valor científico (y literario) donde la máxima prioridad son los objetivos
comerciales).
Con todo, acaso no sea inadecuado recordar las evidentes diferencias entre ambas
modalidades con el fin de evitarnos problemas a posteriori. Pienso que la Historia escrita no ha de
pretender contar con todas aquellas herramientas que se manejan en la construcción de universos
ficcionales. Un libro de Historia debe dar respuesta a una larga serie de planteamientos mediante
unos determinados métodos historiográficos. En cambio, la novela puede emplear todos los
recursos retóricos que se estimen convenientes en la trama; es decir, una novela histórica no exige
una secuencia cronológica o espacial, de la misma manera que tampoco exige la constatación
metódica de las correspondientes fuentes históricas.
Sin embargo la confusión a la que puede llevarnos como lectores, es uno de los
principales reproches que se arrojan contra la novela histórica. La unión de ambas concepciones, la
histórica y la ficticia, se encuentra en la creación de un discurso narrativo cuya máxima pretensión
es reconstruir el pasado de la mejor manera posible y ahí es donde se localiza la diferencia más
sustancial entre ambas. Fernando Ainsa (1997: pp. 116-117) se sirve de la intención (voluntad y
propósito) para poder diferenciar la escritura histórica del discurso ficcional. Cree que en “el
primero [escrito histórico] hay una voluntad de objetividad, entendida como búsqueda de la verdad.
Además la historia es interpretación. El segundo [la novela histórica] se atiene a la convención de
ficcionalidad, necesita de una mayor coherencia que la meramente histórica, coherencia entendida
como credibilidad”.
Claro que si hay una intención por parte del autor también hay que observar la actitud del
lector ante la narración: mientras que en la Historia espera encontrar la “verdad”, en la ficción no
puede pretender hallar más que una cierta verosimilitud. Creo que ésta sería la actitud idónea, la que
el público debería optar y, sin embargo, resulta ser la mayor censura que recibe la novela histórica.
Manzoni a finales del siglo XIX y Ortega y Gasset junto a Amado Alonso, ya en el XX, realizarán
una crítica muy similar ante la posibilidad de que la ficción que se encuentra en las novelas
históricas pueda ser aceptada por el receptor como verídica. Esta posible disonancia entre hechos y
personajes reales y ficticios ya había sido revisada por Manuel de la Revilla, para quien la novela
histórica de su momento (segunda mitad del siglo) no conseguía aunar ambos elementos con
satisfacción, produciéndose severas disonancias entre los planos históricos y ficticios (Sotelo
Vázquez, 2000). En el fondo, esta claro que el discurso ficcional solamente crea efecto de
autenticidad, es mimético; en tanto que el historiador intenta reconstruir la Historia, según su
interpretación de la realidad, el autor de ficciones recompone la Historia que más le conviene a su
empresa. Precisamente es lo que, para Marco Aurelio Larios (1997), fundamenta la distinción de los
discursos al otorgarle un sentido último diferente.

13. Comúnmente se suele señalar la diferencia entre ambas concepciones gracias a las iniciales, mayúscula o
minúscula, según el significado pretendido. Este hecho es un problema que suele acontecer en idiomas
romances como el italiano y el francés que se sirven de la mayúscula para poder suplir la carencia de un
término específico. Por el contrario, otras lenguas, como el inglés o el alemán disponen de dos palabras
destinadas a cada concepto: History frente a story, y Geschichte frente a Historie. Véanse Fernando Ainsa (1997: p.
112) y Celia Fernández Prieto (2005: p. 38).

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MARÍA GÓMEZ MARTÍN

La novela histórica se construye, pues, partiendo de la adhesión a dos disciplinas: la de la


narrativa, porque es el marco literario en el que se inscribe, y la de la historiografía, con quien
comparte el interés por reconstruir la Historia. Pero los lazos que unen el subgénero literario y la
disciplina histórica son mucho más fuertes de lo que puede parecer a simple vista, puesto que las
innovaciones que la novela histórica va incorporando en su evolución dependen tanto de las
tendencias estéticas y formales de la narrativa como de los postulados historiográficos del
momento.

La nueva novela histórica


El conjunto de mudanzas del último tercio del siglo XX afectará muy peculiarmente a la
configuración de la novela histórica posmodernista. Durante el primer lustro de los años ochenta,
dentro de los círculos literarios latinoamericanos, nace una nueva tendencia que marginaría el
concepto clásico de la novela histórica construido por el romanticismo. Esta corriente que se gesta
bajo los postulados posmodernistas recibirá el nombre de “nueva novela histórica”. Si en principio
los teóricos localizaban la naturaleza del concepto en el panorama literario hispanoamericano,
hemos podido comprobar la ausencia de límites en su expansión por el orbe occidental. Incluso
sería más apropiado hablar de multiplicidad de focos de origen que de difusión, puesto que las
causas que propiciaron el nacimiento de la propuesta fueron muy comunes. Para Seymour Menton,
refiriéndose a su campo de estudio, la literatura hispanoamericana, el disparo de salida a esta nueva
categoría de novela histórica se daría en 1979 con la publicación de El arpa y la sombra del cubano
Alejo Carpentier. En cambio, al otro lado del Atlántico será La verdad sobre el caso Savolta, de
Eduardo Mendoza quien inaugure la tendencia en España cuatro años antes de la publicación de
Carpentier. 14
A pesar de la consolidación de esta nueva tendencia en la década de los setenta, el cambio
significativo en la novela histórica ya se había constatado en el periodo posbélico con la
incorporación en la diégesis de leves innovaciones. La característica más evidente de este nuevo
modelo es la radical ruptura con la tradición tanto histórica como ficcional, que concreta los
debates epistemológicos de las nuevas corrientes historiográficas. Y si en algo coinciden estos
novelistas en sus obras es en la crítica que realizan del pasado y en las herramientas que utilizan para
llevarla a cabo.
Paloma Díaz Mas (2000: pp. 23-24) reflexiona sobre la imposibilidad de reconstruir la
Historia o, como ella misma se interroga, sobre la posible “capacidad (o incapacidad) para
reconstruir el pasado”. Para esta autora el pasado nunca se podrá reconstruir y ni siquiera los
historiadores podrían lograrlo con cierta nitidez. Es decir, los responsables de estas ficciones
históricas ya no se conforman con admitir que su obra es un producto de la fantasía y fabulación de
su imaginación, sino que trasladan este conflicto al proceso de escritura, en un gesto de
reconocimiento absoluto de la imposibilidad de reconstrucción de la realidad (Pulgarín, 1995: p. 14).
Linda Hutcheon utiliza las teorías posmodernistas para elaborar un concepto que incluya esa misma
premisa, dando a luz la noción de “metaficción historiográfica” que designa tanto la imposibilidad
de representar la realidad histórica como de producir narraciones ficticias, ya que ambos discursos
son construcciones humanas, meras ficciones verbales. Una idea que se dotará de vida propia y dará
lugar a la categorización de un nuevo modelo de novela histórica, también conocido como novela
posmoderna o nueva novela histórica.
Si ésta es la hipótesis de los novelistas en el último cuarto de siglo, cuyas posiciones se
concretarían en el ataque a la versión oficial y académica, reconociendo la multiplicidad de
perspectivas y la posibilidad de la existencia de tantas verdades como puntos de vista haya, la
subjetividad del profesional de la Historia se ve, de nuevo, puesta en tela de juicio. Esta categoría de
novela histórica de la que estamos hablando se revela como una desmitificación del pasado
contraria a los intereses de la vieja novela histórica, la cual representaba una narración legitimista.
Estamos ante una distorsión deliberada de la Historia oficial pues, como bien detalla Celia

14. Honor que se disputa con, la novela de Juan José Millás Cervero son las sombras (1975).

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MEMORIA HISTÓRICA Y LITERATURA: LA CONSAGRACIÓN DE UN PACTO

Fernández Prieto (1998: p. 154): “la nueva novela histórica altera consciente, voluntaria y
manifiestamente las versiones generalmente aceptadas de los hechos, las características de los
personajes históricos, sus actitudes y motivaciones, el decurso o el resultado de los
acontecimientos”. Así la nueva novela histórica se vertebra como un instrumento de denuncia, pues
mediante la creación de universos ficcionales realiza una crítica ácida y mordaz del relato histórico,
concretamente, como diría el profesor Fernando Ainsa (1997: p. 113), de las “versiones oficiales”
de la historiografía.
Seymour Menton (1993) señala a Jorge Luis Borges como fuente de inspiración en lo que
se refiere al concepto de nueva novela histórica, puesto que considera que toda recreación histórica
esta “subordinada a tres ideas borgianas”, opiniones que, por otra parte, ya han sido formuladas
con antelación por distintos autores, aunque sin establecer ninguna interrelación con la materia que
estamos tratando. Según Menton las ideas recogidas de la concepción histórica del escritor
argentino son: la imposibilidad de hallar la verdadera naturaleza de los acontecimientos pasados, la
naturaleza cíclica de la Historia y la imprevisión de ésta, ideas que; de acuerdo con el estudioso,
serían los tres principios que condicionan los postulados de la nueva novela histórica.

Conclusiones
Los autores de todas las épocas, lugares y condiciones acuden a la historia para ultimar de
una u otra manera sus tramas. Creo que, por lo general, historia y literatura mantienen una relación
de subordinación de la segunda hacia la primera. Cualquier obra literaria contemporánea a un
determinado suceso se somete a las directrices que marca el periodo histórico en el que se encuadra,
sobre todo porque se empapa y se define por las emociones e ideología del momento de su
creación.
Habitualmente, se ha considerado que la literatura era un subproducto del devenir
histórico pero, en la actualidad, las nuevas concepciones lingüísticas nos demuestran cómo la
redacción histórica es también un resultado de ese mismo acontecer. Sin embargo, cuando los
historiadores vuelven a un determinado suceso con la intención de examinarlo, la relación se
invierte, y el doblegado es el relato historiográfico. La Historia regresa al pasado para escribirse a
través de sus fuentes documentales y según los dictados de las concepciones lingüísticas del
momento. “Al pasado solo podemos acceder a través de los textos que nos lo cuentan” señala Celia
Fernández Prieto (1996: p. 213), pero ¿cuáles son los textos adecuados y oportunos?
Tradicionalmente se consideraban los documentos jurídicos, las actas eclesiásticas o los protocolos
notariales como los testimonios más apropiados para aportar la información histórica que
construyese nuestro pasado. La aptitud de estas fuentes se asentaba en su fingida credibilidad,
motivo que conllevaba el progresivo arrinconamiento de la literatura por no ser lo suficientemente
objetiva. Hemos tenido que esperar a las últimas décadas del siglo XX para que las tendencias
historiográficas actuales cuestionen, sensiblemente, la operatividad de estas fuentes
Dentro de esta dispar relación se produce una vuelta de tuerca más cuando los mismos
historiadores acuden a la literatura coetánea a los hechos que estudian para descubrir una
documentación inserta en las obras que apoye sus teorías. Es en este momento cuando comienza a
considerarse el estudio de las obras literarias como unas fuentes históricas totalmente apropiadas.
Precisamente el último paso de la relación es el objeto de esta monografía: la categoría de novela
histórica. Un elemento híbrido amparado por ambas concepciones. En esta ocasión la literatura
regresa al pasado para reescribirlo bajo las concepciones filosóficas e ideológicas del presente. Los
autores buscan un marco espacio-temporal idóneo donde insertar sus tramas ficticias. Ahora es el
escritor/a el que acude a la Historia para encontrar ciertas respuestas y argumentos que justifiquen
sus planteamientos iniciales.
En los últimos treinta años España ha experimentado uno de los giros más violentos de
su historia. La ansiada muerte del dictador supuso uno de los periodos más enriquecedores de la
reciente historia española. Durante la Transición asistimos a un periodo de inquietud promovido
por los acuciantes problemas legados y ocasionados por el tenso clima político que significo el
traspaso de poder entre dos regímenes antagónicos. Este periodo sirvió para cerrar muchas puertas
pero también para abrir muchas y antiguas heridas, que en demasiadas ocasiones quedarían

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MARÍA GÓMEZ MARTÍN

relegadas en pro del proceso democrático. Un proceso tan confuso como irrefrenable, donde el
olvido y la amnesia colectiva se impusieron sobre la memoria y los recuerdos. Tres décadas después
las circunstancias son muy distintas. Hoy en día presenciamos un, tan desmesurado como necesario,
rescate de la memoria histórica, una labor expiativa donde autores y lectores contribuyen a su
reivindicación. Casualmente este boom divulgativo coincide en la cumbre editorial con el subgénero
literario de la novela histórica. Un apogeo que se constata tanto en la amplia producción de nuevos
títulos como en la reedición de novelas clásicas que encuentran en esta primera década de siglo un
nuevo espacio y un nuevo significado. El amplio catálogo de novelas históricas que inundan el
mercado constatan el pacto firmado entre la historia y la literatura. Dos formulas narrativas, dos
discursos históricos compatibles con los gustos del público y de la moda actual, que armonizan en
sus tramas el gusto por la historia reciente y la divulgación necesaria para hacer éstos asequibles al
amplio público que congregan.

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