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Sergio Bergallo
El instinto de conservación regiría todas las cosas desde los orígenes. La cuestión reside
en que, para poder sostenerse, ciertos hombres -en diversos tiempos y lugares- tuvieron
la necesidad de rechazar del orden de la vidala otros seres, de un modo absoluto y
definitivo, abandonando así el antiquísimo espíritu ele la transfiguración en que todo
era finalmente reintegrado. Remitimos a las consideraciones ya expresadas al respectó.
Digamos ahora que la historia de la escisión en Occidente se relaciona con dos caminos
que al final se reúnen, engendrando una nueva síntesis, y esto dicho de un modo
esquemático porque, como ya lo veremos, son múltiples los momentos en que ambas
influencias se entrecruzan. Uno de estos caminos procede de las grandes culturas
llamadas "orientales": Egipto y Mesopotamia, y muy especialmente de la impronta
semita de esta última. La evolución de su cosmología, como hemos visto, termina
legitimando una separación cada vez más profunda entre el mundo de los hombres y de
los dioses. Tal acontecimiento coincide con el fenómeno del patriarcalismo, confirmado
luego con la irrupción de los pueblos indoeuropeos en el Mediterráneo y que daría lugar
al segundo camino a que hicimos referencia. En los capítulos dedicados a Mesopotamia
y a Egipto ya aclaramos; que la historia de estas civilizaciones no fue lineal. Sólo
retomaremos aquí el elemento que, a través de un devenir sumamente complejo,
engendrará progresivamente las formas más extremas de la escisión, las que a su vez
determinarán más tarde el destino de Europa y del mundo. Enunciaremos los momentos
que consideramos fundamentales y en la convicción de que pueden añadirse muchos
otros
.
Seguiremos en primer lugar la línea de los pueblos semitas, para pasar luego a la de los
griegos, persas y romanos. Los caminos de la escisión son también los de la estrechez.
A diferencia de los más antiguos relatos el Dios de Israel es creador de todo, incluso
del caos primordial, que se asocia al estado primitivo de la tierra (Génesis 1, 1). El
espíritu de Dios se cierne sobre las aguas, abismo acuático que recibe el nombre hebreo
de theom, pariente del tiamat mesopotámico; pero no hay aquí lucha cosmogónica
alguna, lo que confirma el carácter todopoderoso del creador, Dios crea al mundo
bueno, incluido el hombre, y no tiene responsabilidad alguna en su deterioro y
decadencia. La creación del hombre es similar a los relatos de Mesopotamia,
infundiéndole Dios su espíritu de vida a partir de una figura hecha de barro; la
diferencia reside en que-en Mesopotamia la tierra era también divina, una parte del
cuerpo de Tiamat... El Dios de Israel es un dios celoso (Ex. 20,5) que no sólo rechaza a
los demás dioses negando incluso su existencia, sino que no permite que el hombre,
creado a su imagen, pretenda ser como él. Esto último es simbolizado por el árbol del
conocimiento del bien y del mal, plantado en el Edén por Dios con la expresa
prohibición para el hombre de no comer de él si no quiere morir. La serpiente -el
animal más astuto que Dios ha creado- le dice al hombre que detrás de semejante
prohibición se encubre la intención de Dios de que los hombres no puedan ser como él,
versados en el bien y el mal. Digamos que la conquista por un héroe del Árbol de la
Vida custodiado por un monstruo, y a través de lo cual aquel accede a los beneficios de
la vida divina, es un motivo común a muchas mitologías; pero, como observa Mircea
Eliade (Historia 54), en el caso de Adán (el primer hombre para la fe de Israel) la
conquista se convierte en el principio de todos los males del mundo -entre ellos la
muerte- y el alejamiento mismo de Dios. Se trata ahora de un Dios cuya voluntad no
puede discutirse, aun cuando actúe contra toda razón. Frente a la creencia en un destino
implacable los indoeuropeos contaban con la figura del héroe, y en Mesopotamia el
exorcismo y la magia tendían a conjurar los efectos de los decretos divinos. Para el
pueblo hebreo es posible peticionar a Dios, pero en última instancia él hace lo que
quiere, y la verdadera fe se prueba precisamente a través de una obediencia
incondicional y absoluta; este carácter extremo se revela en los casos de Abraham
(Dios le ordena sacrificar a su hijo y no le da razón de ello) y de Job (le envía una
multitud de calamidades sin explicación alguna). Dios supera toda comprensión. Lo
fundamental aquí no es la defensa de la vida -la del hijo de Abraham-, o ser justos -Job
lo era- sino la obediencia a Dios más allá de todo y el reconocimiento de su poder
absoluto. Como nos dice Mircea Eliade (N° 9) Dios se comporta como Un déspota
oriental que decide a discreción lo que se debe creer y hacer, y con una conducta en
muchos casos irracional y violenta. Tales atributos lo tenían también los dioses de otros
pueblos. Pero en el caso del Dios dé Israel él exige al mismo tiempo a sus fieles, cómo
ningún otro, el cumplimiento' estricto de sus mandamientos y la práctica de la virtud.
Un Dios esencialmente contradictorio, que legitima en su infinita lejanía la
imposibilidad de entenderlo y de juzgarlo, partícipe de una locura divina que se
transmitirá a los pueblos occidentales del futuro, una nefasta locura aún cuando se
exprese en términos de amor... En otra manifestación de su poder Dios envía un diluvio
como castigo al mal comportamiento de los hombres (Gén. 6, 1). Más tarde los
descendientes de Noé (el sobreviviente del diluvio) deciden "construir una ciudad y
una torre que alcance el cielo" (Gén. 20,4) ante lo cual Dios pensó: "si esto no es más
que el comienzo de la actividad, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible"
(11, 6); acto seguido confundió sus lenguas y los hombres se dispersaron abandonando
su construcción. "Alcanzar el cielo" es sinónimo en la Biblia de ser como Dios, y la
torre era un símbolo común a las más diversas mitologías (el autor bíblico tiene la
imagen del ziggurát de los mesopotámicos), emparentada Con el árbol del mundo, la
cuerda, la cadena de lanzas, etc. Los hebreos le estaban otorgando su propio giro a la
historia. En cuanto a la naturaleza del hombre debemos añadir que es la mujer la
primera en desobedecer el mandato divino, atribuyéndose a ella el origen del mal, en
otra clara manifestación del patriarcalismo semita. Y frente al Dios que es "espíritu"
(ruah) el hombre es "carne" (basar), lo cual en principio no simbolizaba el desprecio al
cuerpo pero sí la precariedad y el carácter efímero de la existencia humana, en
contraste con la eternidad divina (conf. M.Eliade 114). El destino del hombre después
de la muerte es una existencia oscura en el sheol -al modo mesopotámico- en la lejanía
de Dios; la idea de una resurrección es más tardía, y se habría confirmado en el
encuentro de los judíos con el mundo persa en los tiempos del exilio de Babilonia y la
posterior liberación, como ya veremos; pero algunos salmos aluden a ella, por
influencia seguramente de los ritos de la regeneración de los cananeos y a la vez como
una manifestación más de la omnipotencia de Dios (M. Eliade 114).- Otro elemento
fundamental sé halla contenido en el segundo de los mandamientos: "No tendrás
ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo
tierra" (Éx. 20,4). La prohibición de reproducir a Dios en imágenes atravesará toda la
historia de Israel; pero en aquel momento se ordenaba contra los ídolos de los
cananeos, cuya cultura no dejaba de influenciar sobre los hebreos. La verdadera imagen
de Dios permanece en el misterio; y esto no porque él lo sea todo y por ende ninguna
imagen determinada podría manifestarlo (como sucedió en Egipto y el antiquísimo
culto de la Diosa) sino porque él es trascendente, habitando en un lugar inaccesible a la
mirada y el conocimiento de los hombres. Sin embargo, como dice Mircea Eliade (59)
esto tiende .también, frente a aquellos ídolos "sin vida", a salvar los rasgos
antropomórficos de Dios los cuales, si bien no se manifiestan en imágenes, sí lo hacen
a través de cualidades propiamente humanas (alegría, tristeza, amor, celos, odio,
violencia, compasión, etc.). La separación entre Dios y el mundo se confirmará con el
rechazo del culto a la regeneración, que encontraba entre los cananeos a sus más
fieles representantes. La crítica de los hebreos no se dirige sólo a los ídolos sino
también a la impureza de las prácticas, especialmente las orgías, una intimidad con el
dios que nunca podía ser aceptada. Los profetas denuncian en este sentido la
infidelidad de Israel, a quien, como esposa de Dios, acusan de haberse prostituido
cediendo a las tentaciones del cuito cananeo (conf. Oseas 1, 2; 4, 15). Surge aquí
también la idea de un juicio final presidido por Dios y en el que habrá un castigo por
las faltas cometidas, y la esperanza en un "resto" que permanece fiel y sellará una
nueva alianza con Dios; ya en Isaías (siglo VIII) aparece la figura de Emmanuel "Dios
en nosotros"- como el rey justo que salvará a Israel y gobernará por siempre (anticipo
de Jesús para los cristianos). Se confirma así la concepción lineal de la historia
-también presente-en los indoeuropeos- en la que el ciclo continuo de la regeneración
se interrumpe, dando origen con la resurrección nueva y definitiva a "una nueva
creación", como dicen los profetas. En cuanto a los períodos de crisis no son
concebidos como un momento necesario del ciclo sino como signos evidentes de la
perdición, que amenaza con ser definitiva. Ahora bien, como veremos en el cap. XI5,
según los profetas los pecados de Israel se relacionaban también con la injusticia social
y con un ritualismo vacío que pretendía la justificación sólo por las formas y no por los
actos. Pero la separación de Dios con el mundo se había consumado. Ya en Ezequiel
(siglo V) se ve confirmada la creencia de que Dios no se encuentra en ningún lugar do
este mundo -montañas, fuentes, bosques, piedras o ríos-, repudiando toda veneración
de los mismos y exaltando el desierto como la región Pura y santa donde la presencia
de Dios se manifiesta verdaderamente; allí debe Israel renovar una y otra vez su
alianza; alejada del mundo y la infidelidad de los hombres.- Otra consecuencia de estas
ideas es la aparición de un fanatismo religioso como nunca antes había conocido la
historia. Si bien la lucha entre los pueblos era también una lucha entre dioses, el fin era
el predominio militar y político, al punto de que los dioses pasaban a engrosar el
panteón del pueblo vencedor, en una manifestación más del sincretismo propio de las
culturas politeístas. Si una cultura se imponía sobre las otras era por la fuerza de las
armas o por su propia superioridad intrínseca, que llevaba a los otros pueblos a asimilar
sus formas. Más aún, en muchas ocasiones el pueblo vencedor no tenía reparo alguno
en adoptar la cultura de los vencidos, si percibía allí un camino más dichoso y
prometedor (así los hititas, acadios, amorritas, arameos y asirios con respecto a la
cultura mesopotámica; más tarde los romanos con relación a los griegos, etc.; no así la
invasión destructiva de los arios en el valle del Indo, o la expansión también
destructiva de Europa sobre el resto del mundo como ya veremos). Israel, en cambio,
se fue encerrando en sí misma. Es allí donde nació la guerra santa (si bien con el
antecedente de Akhnaten) ejercida fundamentalmente contra los adoradores de los
ídolos, en primer lugar los cananeos. El carácter religioso de la guerra se vio
alimentado por la aparición, a partir del siglo XI, de pequeñas comunidades guerreras
(como los nazarenos) con un severo régimen de vida, que tendían con su ejemplo a
purificar al pueblo de sus males y exhortándolo -como también lo hacían los profetas- a
no mezclarse con los extranjeros idólatras. Ahora bien, la- influencia de los cananeos
en Israel fue muy significativa, al punto de coexistir por momentos el Dios de Israel
con él Baal cananeo (culto Yahvéh-Baal). La guerra santa terminará con una gran
matanza de los fieles de Baal, incluyendo a miembros del pueblo judío, en el episodio
más sangriento de la historia de Israel (conf. Tovar pág. 233- 2,34). Pero la influencia
continuó. Contra ella se fue reafirmando con el tiempo una orientación legalista
tendiente a consolidar la ley mosaica como el mejor instrumento para eliminar las
impurezas. Ya en época de Josías (última parte del siglo VII) se procede a la
depuración de los elementos cananeos aún presentes, y a la prohibición de todo otro
culto. Más tarde con Esdrás y Nehemías (desde mediados del V): se prohíbe el
casamiento de judíos con mujeres extranjeras, porque a través de ellas se introducía el
culto a los otros dioses. Es la época de la segregación de los samaritanos (un pueblo
resultado de la mezcla de judíos con extranjeros), de la consolidación de los sacerdotes
y doctores de la ley, y de la sumisión a la ley (torah) en detrimento de la conversión
interior proclamada antes por los profetas. En di ámbito político -ya desde la época de
los reyes en el siglo XI- se consolida la teocracia, el gobierno de Dios a través de su
representante el rey, quien es llamado el "ungido" (masiah: signado, en este caso:
designado por Dios para garantizar el cumplimiento de su voluntad y el orden cósmico
divino).
3. La tradición greco-romana.
La otra gran línea a que hemos hecho referencia es la de los pueblos indoeuropeos.
Siguiendo en primer lugar la historia de los griegos recordemos todo lo dicho sobre la
separación del mundo divino y humano en la religión olímpica, la reelaboración del
esquema de la regeneración en los cultos mistéricas -especialmente en el orfismo- y la
tendencia creciente entre los filósofos a la distinción de un mundo sensible y otro
inteligible« Platón reúne magistralmente las diversas tendencias. El esquema del
orfismo atraviésala distinción platónica entre las dos regiones del ser, visible e
invisible, múltiple y una, cambiante y permanente, efímera y eterna. Para comprender a
Platón es necesario recorrer toda su obra. Digamos aquí solamente que la trascendencia
del mundo inteligible, y en él de las ideas supremas del Bien y del Dios, alcanza su
máxima expresión en el libro VI de la República. Allí nos dice Platón que "el Bien no
es la esencia sino que está más allá de la esencia y la sobrepasa en dignidad" y que él es
el que otorga a todas las cosas "el ser y la esencia" (509b). "¡Qué maravillosa
trascendencia (hyperbole)!" responde el discípulo (509c). Y en el libro X nos habla de
Dios como "el creador natural de este objeto (se refiere a "la cama realmente existente"
-597d.l-, es decir, la idea de la cama en el mundo inteligible) dado que lo ha creado
originariamente, así como todas las Cosas de esta clase... el creador de todas estas cosas
en su totalidad" (597d 5-8). Podríamos decir que. Platón nos habla del corazón mismo
del mundo inteligible, lo más elevado de él. Y siendo el mundo inteligible trascendente
a todos los seres del mundo sensible, y por ende intocable e invisible, con más razón lo
será su corazón, las ideas supremas del Bien, la Verdad y la Belleza -y lo Uno en el
Parménides, y el Ser en el Sofista-, o la idea misma del Dios. Hijo del orfismo en esto
Platón transmitirá su concepción del alma a toda la espiritualidad posterior: la parte
mejor de ella tampoco pertenece a este mundo sino que participa del mundo inteligible,
del que procede y al que habrá de volver; y si aspira a la sabiduría y a la felicidad debe
purificarse de todo lo que en esta vida la encadena al cuerpo, concebido éste como una
prisión de la que es preciso, liberarse. Platón contribuye a la purificación mistérica con
el cultivo de la "razón" (lógos), la parte fundamental del alma capaz de dominar y
orientar a las otras dos: la irascible y la concupiscible. Como ya dijimos esta necesidad
de poner freno a todo lo cambiante, múltiple y sensible se inserta en el contexto de una
Atenas fragmentaria y decadente cuya Cínica salida, para nuestro pensador, es la
conquista de principios firmes, estables y duraderos. El mismo espíritu atraviesa a
Aristóteles. Al refererirse a quienes lo precedieron celebra el aporte de Sócrates en su
búsqueda de una "definición universal" para cada cosa, y se congratula con el método
de Demócrito quien, a diferencia de los anteriores, conoció la esencia -to ti en éinai- y
la definición -to herísthai- de la sustancia, si bien sólo en forma incipiente (Met. 1078b
27; Partes de los animales 624a). Y si a diferencia de Platón revaloriza el ser móvil y
sensible, que para él es "lo en primer lugar ser" (Met. 1028a 29), a medida que progresa
en su pensamiento nos dice que ese primer conocimiento es vago y confuso, porque el
verdadero conocer es el que conoce la esencia de la cosa, su éidos, su determinación
más propia o ser propiamente dicho. El saber más verdadero no consiste en conocer los
seres sin más, ni siquiera el ser "en absoluto" (al modo de Parménides), sino los seres
tal como se definen por sí mismos y se distinguen entre sí. Sin esta esencia, una cosa
determinada -por ej. un caballo- no sería como tal cosa, esto es: un caballo no sería un
caballo. La determinación de cada cosa, como tal, no cambia, es única y válida para
todos (recordar el capítulo anterior). Esto se obtiene a partir de un progresivo
despojamiento de la "materia" (hýle) a favor de la "forma" (morphé), es decir: de lo que
cambia a favor de lo que permanece. El punto de partida es el ser físico, compuesto de
materia y forma; pero "la forma es physis más que la materia" (physis: el salir a la luz
más verdadero), y finalmente "la forma es physis" (Met. 193b 6 y 19). Con esto, a mi
entender, Aristóteles llega al mismo lugar que Platón. Más aún, los caracteres del
mundo inteligible atraviesan todas la cuestiones fundamentales del pensamiento de
Aristóteles como coronación de sus diversos
caminos (física, metafísica, astronomía, teoría del conocimiento y ética): el mundo más
elevado y perfecto será el del motor inmóvil de la física, asimilado al acto puro de la
metafísica y ambos a Dios; será también el del movimiento circular y perfecto de los
astros; el de la separabilidad, inmortalidad y eternidad del pensamiento puro, que en
última instancia sólo se piensa a sí mismo, desde el momento en que ya no hay en él
movimiento ni determinación particular alguna, sino que él es el ser mismo, la
determinación misma, el éidos propiamente dicho -la idea platónica- y, por esto, el
Bien y la Belleza en Sí mismos, la plenitud de la que sólo participa el hombre cuando
ejerce la theoría, es decir, la pura contemplación, y donde es verdaderamente feliz...
Esta cadena ascendente hacia seres cada vez más simples, puros y divinos será un
patrimonio común de las concepciones neoplatónicas y gnósticas que caracterizan la
época helenística. La unidad seguirá siendo el gran anhelo, pero a partir de la
progresiva superación del reino de lo múltiple, cambiante y sensible, hacia un
momento final que se anhela también definitivo.- Ahora bien, otros movimientos van a
contribuir al desarrollo de las ideas del mundo helenístico (esta denominación, como
ya adelantamos, hace referencia a la expansión de la cultura griega por Oriente y
Egipto durante el Imperio de Alejandro; pero en realidad incluye elementos de toda
procedencia: egipcia, babilónica, persa, judía, tracia, fenicia, etc.). Entre esos
movimientos haremos referencia ahora a los estoicos y los epicúreos. Si bien se hallan
conformados por ciertos espíritus que cultivan especialmente el saber, participan
también de la misma experiencia del pueblo, en el sentido de que todos viven en un
mundo- donde la pertenencia a una ciudad o tradición determinada se había perdido.
La concreción del Imperio de Alejandro, que diluyó hacia Oriente todas las fronteras
(lo que luego se continuó en el Imperio romano), movió a los espíritus a buscar el
sentido ya no hacia fuera sino cada vez más hacia dentro de sí mismos: las nuevas
filosofías tendieron a satisfacer a los más pensantes, y el auge de los cultos mistéricos a
la inmensa mayoría... Una idea común a estoicos y epicúreos es la apátheia: la
ausencia de páthos o afectación, de todo padecer o ser afectado, término estoico que se
corresponde al epicúreo ataraxia o "ausencia de perturbación". Tal estado del ánimo se
ejerce con relación al mundo, un mundo extraño y con frecuencia hostil cuyas fuerzas
deben ser conjuradas si se pretende pasar por esta vida con cierta calma y felicidad. El
ideal es no ser alcanzado por la fragmentación o el vacío de este mundo. El modo
como esto se logra y el contenido concreto de tal experiencia varía según las escuelas.
Así los estoicos tienden a una aceptación del mundo tal como es, incluidas sus normas
y convenciones, y la verdadera liberación consiste en no pretender modificar aquello
que no puede ser modificado, el destino mismo; el principio del dolor y la angustia
residirá justamente en esa pretensión. Tampoco los epicúreos se rebelan contra el
mundo, pero lo conciben sujeto no a una ley fatal y necesaria sino a los vaivenes del
azar, por lo que la mejor conducta de vida consistirá en moverse a través de las cosas
según el criterio del placer; pero este placer, en el fondo, será la ataraxia, la serenidad
de espíritu alcanzada por la conciencia de que el mundo no se halla regido
precisamente por leyes absolutas y eternas. La epokhé o "suspensión del juicio" de los
escépticos (de sképsis: búsqueda, experimentación, etc., que lleva a suspender el juicio
sobre cada cosa en virtud de la cantidad de perspectivas que se tienen sobre ella) sigue
también en la línea de no verse afectado por nada definitivo ni absoluto, y no pretender
más de lo que se puede. Ahora bien, lo fundamental aquí es el rechazo no sólo del
mundo como obra de los hombres sino de ciertos elementos que lo constituyen y que
en general tienen que ver con la pasión. Aquel anhelo de intocabilidad fundamentará
también las infinitas procesiones con que los gnósticos y neoplatónicos van a "separar"
a Dios del mundo (así entre comillas, porque en el fondo, están unidos, y la vez
distanciados, por las innumerables instancias intermedias) conservando la pureza de lo
divino y la posibilidad de su conocimiento (gnósis) por parte únicamente de los
iniciados.
El Imperio romano será el lugar de una nueva confluencia de todos los elementos. Los
latinos traen de su pasado indoeuropeo; una división social tripartita y jerárquica, el
espíritu de expansión y de conquista, y la veneración por los acuerdos y el equilibrio
cósmico. Sin el "vuelo" de los griegos jonios el espíritu latino se nos presenta
esencialmente práctico, hombres de acción como la mayoría de los pueblos
indoeuropeos. Pero a esto se añade la influencia de los etruscos, habitantes también de
la península itálica, un pueblo de procedencia oriental que trajo consigo la organización
religiosa y social propia de Mesopotamia, con un universo cuidadosamente clasificado
y jerarquizado, y un inmenso sistema de signos llamado a ser descifrado e interpretado.
Entre los latinos la alianza entre política y religión se consolida precisamente en su
encuentro con los etruscos, que ya consagraban sus ciudades a los dioses. Un pacto
inicial entre hombres y dioses determinaba el destino futuro de la ciudad, y su violación
era la causa de todas las crisis. El espíritu colectivo es lo que rige (las costumbres, el
derecho de los padres y de los antepasados). Se concibe la historia como resultado de
una serie de faltas, más o menos lejanas en el tiempo -así el asesinato de Pómulo por
Remo- que es posible conjurar a través de la pietas ("piedad", derivado de piare,
aplacar, limpiar una mancha o un mal presagio) restableciendo el acuerdo original con
los dioses; en esto se observa también la influencia de la cultura griega -especialmente
del orfismo- a la que enseguida se abrieron los etruscos y luego los romanos. El héroe
romano por excelencia es Eneas, en cuya historia, lejos de encontramos con el espíritu
de arrojo de los héroes griegos, aparece como virtud fundamental la aceptación y
obediencia a la voluntad de los dioses. Como observa Marta Sordi (Tratado III, pág.
294) la semejanza de nuestro héroe con Abraham se extiende también al abandono de
su tierra, la Troya destruida, para ir en busca de “la tierra prometida", una Italia que
sólo ofrece dificultades y sinsabores. Todo esto se sintetiza en la fórmula latina pax
deorum, el acuerdo con los dioses, del que resulta el equilibrio necesario para la
prosperidad y permanencia de Roma (pax: raíz pak: pactar, establecer, concluir). La
negligencia con relación a la piedad produce la ruptura del acuerdo y toda clase de
desgracias, que la lectura de los signos por parte de especialistas -adivinos al modo
etrusco- tiende a prevenir y conjurar. La pax deorum fue un símbolo de apertura, en el
sentido de dar un lugar a todo culto capaz de contribuir a la felicidad de Roma; pero
también un símbolo de intolerancia y persecución, cuando el ejercicio de ciertas
prácticas alteraba el orden público y privado.- Otro elemento fundamental en la
evolución del espíritu romano es la progresiva exaltación de la figura del emperador,
hasta culminar con su misma deificación, incluyendo el poder de hacer milagros (así se
dice de Vespasiano y Adriano). Pero el culto al emperador se halla íntimamente
asociado con el culto a Roma: él en persona es la garantía de la unidad y permanencia
del Imperio. De allí que las sucesivas crisis del orden social y político produjeran la
decadencia del culto al emperador hasta su ocaso definitivo. En este sentido debemos
leer el esfuerzo de los gobernantes, poetas vi pensadores romanos por poner un límite
al ciclo constante de la regeneración, proclamando una frecuencia ya no anual sino
periódica, y en d mejor de los casos la eternidad. Ahora bien, en este contexto los
individuos de un Imperio tan vasto, pertenecientes a los pueblos y cultos más diversos,
encontraron en los cultos mistéricos, entre ellos el cristianismo, una respuesta a sus
necesidades más propias, lo que explicará junto a otras razones su impresionante
difusión.