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JESÚS CALMA LA TEMPESTAD (Mt 14,22-32)

Introducción

Enero es un mes difícil. Las familias se despiden luego de las fiestas de fin de año y algunos
se quedan solos; el dinero no alcanza, o no hay trabajo; otros continúan su lucha contra la
depresión y la tristeza; muchos batallan contra alguna enfermedad sin saber si terminarán el
año. Para otros en cambio existen nuevos proyectos, nuevas ilusiones, nuevas amistades y
renovadas esperanzas. Pero independiente de cómo sean los tiempos y las sazones, un asunto
es seguro: en el mundo tendremos aflicción (Jn 16,33b). La confianza, por tanto, para un hijo
de Dios no reside en lo que traerá de sí cada día −bueno o malo− sino en que Jesús promete
estar con él.

Nuestro texto de Mt 14, 22-32 revela uno de los momentos críticos en la vida de los
discípulos del Señor. Habiendo despedido a una multitud satisfecha y entusiasta tras el
milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, todo parecía muy tranquilo a la orilla
del mar de Galilea en aquella tarde gloriosa. Jesús decidió que sus discípulos embarcasen
pronto y atravesaren el mar rumbo a Capernaúm, mientras él se encargaría de despedir a la
multitud y se encaminaría luego hacia la montaña para orar.

Me gustaría destacar tres hechos gráficos, muy aleccionadores para nuestra fe, de lo ocurrido
aquella noche del 15 de Nisán (marzo-abril), con una luna en Cuarto Creciente
resplandeciendo a la mitad sobre el mar de Galilea, y unos discípulos rebosantes de júbilo -
antes de desatarse la tormenta en el mar- confiados e imbatibles por el milagro material de la
multiplicación de los panes y de los peces, He aquí los gráficos.

1. Jesús está orando en lo alto de la colina y los ve.

Los discípulos habían remado unos 25 o 30 estadios[1] (Jn 6,19), es decir, unos cinco
kilómetros mar adentro, cuando de repente se desató una tormenta, un viento que les era
contrario (Mt-Mc), y ellos bregaban por mantenerse a flote. Jesús, mientras tanto, los ve desde
la colina, al otro lado del mar; ha estado orando allí por mucho tiempo, pero con sus ojos
puestos en ellos, ruega al Padre, mientras contempla su lucha con el oleaje. Con una luna en
Cuarto Creciente, la visión del maestro se ve favorecida y el panorama a su disposición es
magnífico. Aquí está la lección. Me parece ver en este cuadro una representación de las luchas
del ser humano y de la “complacencia” de Dios en ellas. ¡Cuántas tormentas son levantadas
por el mismo Dios! ¡Cuántas situaciones inverosímiles enfrentamos sin que nos expliquemos
de dónde o cómo han venido! Podríamos asegurar que estando en aquel lago, a unos 200
metros bajo el nivel del mar, la depresión de la cuenca del Jordán traería dichas tormentas.
Esa sería una buena explicación natural del fenómeno. Y diríamos que hay circunstancias en
la vida que no podemos controlar ni manejar en absoluto. Ciertas cosas simplemente suceden
como parte natural de un proceso. Un navegante no está exento de las tormentas en el mar.

Pero lo que llama mi atención de la imagen que presenta Mateo es la actitud expectante de
Jesús desde la colina. Parece no tener ningún afán. Pero no es así. Más bien, después de
permanecer en oración por todos los hechos acontecidos en la orilla del mar: la gratitud con el
Padre por el milagro realizado, su preocupación por las intenciones de la multitud de hacerlo
rey; habrá alzado sus ojos para ver a lo lejos el recorrido de la barca en el mar cuando habrá
notado la dificultad de ellos para remar. Había determinado alcanzar a sus discípulos luego de
subir a la montaña a orar, con la esperanza de ir hacia ellos por tierra. Pero parece que se ha
tomado más del tiempo esperado, en oración, y ahora, contempla aquella escena turbulenta en
el mar de Galilea. ¿Habrá rogado al Padre por ellos? Seguramente ¿Habrá desatado él mismo
la tormenta? ¿Habrá algo que pueda hacer por ellos?

Si trasladamos el papel intercesor de Jesús aquella noche en la colina con el que ahora tiene
en el Cielo, de una cosa podemos estar seguros y es que mientras estamos solos en medio de
las tormentas de la vida, Jesús nos ve desde lo alto, tiene la perspectiva completa, el panorama
total de nuestra ubicación, de nuestra situación personal; y no está con las manos cruzadas,
nos deja vivir momentos difíciles pero está intercediendo por nosotros. No logramos
reconocer si padece la misma angustia, si le preocupa o no nuestra situación; tal vez le
sintamos distante o lo consideremos poco real, pero la verdad es que la Biblia nos dice que
“en toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su
clemencia los redimió…” (Is 63,9).

Jesús está orando aquella noche en el montículo, pero con sus ojos puestos en el mar, viendo
cómo sus discípulos se debaten con las tormentas; viendo cómo sus hijos luchan a diario con
una y otra circunstancia dolorosa, a veces con el pecado mismo, otras veces con la angustia, la
depresión, la soledad y el abandono. Luchamos porque no tenemos un trabajo fijo, o porque el
sueldo no nos alcanza; porque un hijo o el cónyuge enfermaron y no hay cura; porque alguien
murió o se ha ido para siempre de nuestro lado; porque el matrimonio ha fracasado y nos
sentimos culpables; o porque los sueños no se realizan a tiempo, y nos vemos frustrados. No
obstante, la ayuda viene en camino: Jesús descenderá de la montaña, pero, al llegar, ¿hallará
fe? Éste es el asunto importante. La pregunta del Maestro a sus discípulos no fue por qué
tuvieron que sufrir, ni si las circunstancias eran muy adversas, si no, si tuvieron fe, si no
dudaron de él.

2. Jesús espera el momento oportuno para ayudar a sus discípulos.

Jesús ve la situación tormentosa de los discípulos desde la colina, pero no es sino hasta la
cuarta vigilia de la noche cuando viene en su busca, es decir, entre las tres y las seis de la
mañana. Han pasado muchas horas desde que los despidió en la orilla del mar, al menos más
de cinco o seis horas. Y éste es el punto. Aquí tenemos de nuevo una lección: Jesús se toma
su tiempo para actuar, pero no por displicencia suya, esta vez por la limitación que impone ir
sobre el mar. Lo que va a ocurrir en el mar es tan milagroso como el milagro de la
multiplicación de los panes y de los peces. Será un doble milagro sobre la naturaleza. Una
reafirmación de su poder frente a las contingencias materiales del ser humano. No podemos
multiplicar la comida, si no es por él; no podemos reprender al mar y caminar sobre las aguas,
si no es por él; no podemos llegar a la otra orilla si él no se sube a la barca con nosotros.

No sabemos en qué momento se desata una crisis en nuestra vida. La vida no siempre nos
anuncia cuándo vendrán los problemas, y aunque nos avise, no tenemos siempre el control o
el poder para evitarlo. La naturaleza tampoco advierte mucho. En la orilla todo es tranquilo,
allí la fe está revitalizada por el milagro de los panes y de los peces; por una multitud que
ovaciona; por la seguridad de la presencia del Maestro. Todo es paz. Todo está bien en
nuestro mundo. La orilla es un buen lugar para descansar. Pero Dios siempre nos invita a ir
mar adentro, más allá, nos desaloja de nuestra comodidad y nos da nuevos rumbos.

Las circunstancias pueden variar en horas, de un lugar a otro, de una misión a otra, y nunca
sabremos con certidumbre qué vendrá enseguida. Lo bueno es que Jesús lo sabe, y comienza
el descenso para ayudar a sus discípulos. Se tardará un poco, sí. Son cinco kilómetros de
distancia. Si caminó todo el tiempo sobre las aguas o si fue a ellos por la ribera (estaría lejos
del alcance de ellos), era un poco tarde para lo que sucedería en el mar. Eso creemos. Pero si
algo hemos aprendido es que Dios no llega demasiado tarde a sus citas con sus hijos. Habrá
que esperar el tiempo para que él intervenga.

Éste es el punto. Que en ocasiones estamos en la mitad de una dura crisis, agobiados por
una circunstancia muy adversa, con noches de mal dormir, con carencias materiales,
enfermos, solos y sin respuestas; viviendo días, meses o años en una crisis, sin consuelo, o sin
razones para seguir luchando. Meses atrás conocí a un hombre lleno de dolor; de niño le
asesinaron a tres de sus hermanos en las comunas de Medellín; su esposa le fue infiel, y con
sus tres hijos lo abandonaron; perdió el empleo permanente; le robaron una moto de diez
millones de pesos: su único y desmedrado patrimonio; pasaba sus días maltratado como
inquilino en una casa, era un hombre abatido realmente, cansado de luchar, flácido, sin mucho
que comer, necesitado. Sin embargo, no le oí quejarse ni renegar ni maldecir. ¿Su única
esperanza?: ¡Jesús! Creo que a veces nos ocurre lo mismo. Sólo podemos esperar que Jesús
descienda de la montaña y nos dé una mano en medio de la tormenta. Los discípulos
sospechaban de fantasmas. La creencia popular era rica en historias de fantasmas en el mar, y
hasta eran consideradas del mal agüero:

Se veían perseguidos por horribles fantasmas,

o se sentían paralizados y sin fuerzas,

a causa del terror que, de repente

y sin que lo esperaran, los había invadido.

El silbido del viento,

el melodioso canto de los pájaros en las ramas de los árboles,

el rumor acompasado del agua que corría con fuerza,

el ruido seco de las piedras al caer,

la invisible carrera de los animales que brincaban,

el rugido de las fieras salvajes

o el eco en las cavernas de los montes


los paralizaban de terror. (Sab 17,14.17.18)

¿Cómo pensar que una persona caminara sobre el agua?

3. Pedro y un grupo de pescadores son testigos de un nuevo milagro.

La aparición de Jesús por el mar alerta a los discípulos. Pedro le pide, tal vez aturdido por el
paso del miedo al gozo, que si en verdad es Él, que le mande ir caminando sobre las aguas.
¿Por qué no esperar que Jesús llegue a la barca? ¿O por qué no aguardar para ir todos en la
barca a su encuentro? ¡Aquí tenemos a Pedro! Es el Pedro de siempre: el del ímpetu, el del
amor, el de la flaqueza.

En Pedro vemos, por así decirlo, nuestra condición humana frente a las pruebas de la vida,
para despejar todo temor, duda o sospecha, arriesgamos o nos acobardamos. Tenemos
ímpetus iniciales, nos aventuramos a probar qué tan valientes somos, nos instalamos en el
puesto de mando. No está mal. Estamos probando si es Dios quien lo dice, y si en realidad lo
quiere.

Como Pedro, también decimos: “Señor, si eres tú, permite que esto o aquello ocurra”. “Si eres
tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. ¡Me lanzaré, probaré!, y si el asunto es de Dios,
saldrá, si no, lo sabré. Ése ímpetu es necesario sobre todo si la motivación no es mala. Pedro
dijo: αποκριθεις (apocriteís), que en la forma griega responde al verbo hebreo ´anah, que
traduce: “responder”, “tomar la palabra”, “hablar”. Y ante la orden de Cristo va, pero al ver el
oleaje, teme y comienza a hundirse. El recio oleaje, el fuerte viento, la avanzada noche eran
las circunstancias “malas” del momento. Nuestros sentidos captarán más fácilmente como
negativos los momentos de dolor, desesperación y abandono que las oportunidades nuevas
que de allí surjan. El ímpetu de Pedro no irá muy lejos, tan solo unos pocos pasos sobre la
tormenta y se habrá hundido.

La respuesta de Jesús es todavía más esclarecedora: ολιγοπιστε (oligópiste) “¡Poca fe! ¿Por
qué dudaste?” Aquí tenemos la lección: ¿de qué tamaño es nuestra fe? ¿Es poca? ¿En quién
hemos creído? Sería apenas obvio que, ante la llamada del Señor, la respuesta impetuosa de
Pedro trascendiera hacia la confianza que no duda, y hacia el amor que lo espera a tan solo
unos pasos. Pero no. Esta vez han triunfado las circunstancias.

Así que vale la pena preguntarnos, ¿cuántas veces han triunfado las circunstancias sobre
nuestra fe y sobre el amor, incluso?. La traducción de la RV60: “¡Hombre de poca fe!”, no me
parece muy exacta. El idioma griego muestra a Jesús más directo, elide el término “Hombre”
y en cambio dice: “¡Poca fe!”. ¿Será eso lo que Jesús ve cuando nos derrotan las
circunstancias? Sí. No dijo: ¡Poca lucha! Los discípulos habían luchado una buena parte de la
vigilia contra el oleaje, contra el miedo a los fantasmas, contra las dudas, pero fracasaron, las
circunstancias pesaron más que la palabra de Jesús. ¿No habían visto recién un milagro contra
la naturaleza en la orilla del mar? ¿No reconocían al mismo que les dio una pesca milagrosa
en una noche de intentos frustrados? (Lc 5,5). Parece que en ocasiones nuestra confianza va
“viento en popa”: cuando las circunstancias son favorables; pero si son adversas, nos
llenamos de miedo y perdemos la confianza en la palabra de Dios.
Comenzamos los proyectos con grandes ímpetus, pero los abandonamos cuando no salen
como pensábamos. Tengo un antídoto contra eso. ¡Si Dios lo ha dicho, debo creerlo, y debo
obedecer! Sin mirar si las circunstancias son malas (seguramente lo serán), siempre habrá
oposición, tendré temores, habrá dudas, fantasmas, noches peligrosas, soledad o abandono.
Pero debo confiar en la palabra de Dios. Lo escuchamos a él o a las circunstancias. El
resultado será el mismo de entonces: caminamos sobre las aguas, o nos hundimos en ellas.

Jesús puede hacer un milagro. De hecho lo hizo aquella noche. No hay razón para creerlo de
otro modo. El lago tenía una anchura de unos once kilómetros desde la ribera occidental, los
discípulos habían avanzado unos cinco kilómetros, estaban en la mitad del lago, no era
posible que el mar se aquietara de inmediato; la playa, en la otra orilla, estaba lejana. El
milagro se impone. Jesús subió a la barca y el mar se aquietó. Les dijo: εγω ειμι μη
φοβεισθε.(ego eimí me fobeiste): “Yo soy, no temáis” (Jn 6,20). En el lenguaje joánico es una
clara alusión al Cristo-Yahvéh, al mismo Dios del AT. ¡No era un fantasma! Un nuevo miedo
fue superado. El miedo a las circunstancias adversas, a sentirse solos en medio de las pruebas
había sido desalojado.

Conclusión

Siempre tendremos aflicciones en nuestro caminar por el mundo. Vendrán tormentas, vientos
recios, abandonos, mucha soledad y dolor. También habrá momentos de mucha bendición y
quietud a la orilla del mar. Las distintas épocas de nuestra vida pueden venir fragmentadas por
tiempos de paz y tiempos de angustia, tiempos de “vacas flacas” y tiempos de “vacas gordas”.
Todo está junto y entremezclado. Lo importante es que contamos con alguien que nos observa
desde la colina, desde lo alto, alguien con la perspectiva completa de nuestra existencia y
circunstancias; alguien que está orando por nosotros, que intercede día y noche; el mismo que
se acerca por el mar de nuestras tempestades para darnos la mano, para entrar en nuestra barca
y decirnos: “Yo soy, no temáis”. Iremos a la otra orilla, seguros, en paz. ¿Cuáles son los retos
que enfrentamos hoy? Enero es un mes difícil. No abunda el dinero y los compromisos
económicos no dan espera. Otros buscan un empleo nuevo y las opciones escasean. Algunos
no soportan el hecho de comenzar un año más en la soledad. Muchos atraviesan enfermedades
varias, o sufren por el dolor de otros. Para todos ellos las palabras de Jesús en aquella noche
de Nisán tienen el mismo tiempo presente: “Yo soy, no temáis” ¡Confiemos en Él, es nuestra
esperanza y nuestro refugio! ¡Ya pronto amanecerá! La orilla nos espera de nuevo para otra
misión (Mt 14,34-36).

[1] Un estadio es una medida griega que equivalía a unos 185 metros.

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