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Las herramientas

para la
comunicación oral

Oratoria

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Las herramientas para la
comunicación oral
Adecuación
Di Bartolo et al. (2009) afirman que muchos oradores, absortos en sus
particulares intereses y sometidos por la presión de sus propias ideas –que
consideran muy importantes–, olvidan que se están comunicando con
personas cuyas inquietudes pueden resultar completamente distintas de
las suyas.

Una estupenda conferencia, un discurso bien concebido o una reunión


elaborada con la mayor dedicación pueden fracasar solo porque al
prepararse no se haya pensado suficientemente en el destinatario del
mensaje que se pretende comunicar, en su capacidad intelectual y cultural,
en su edad, aficiones y receptividad; por no haber evaluado
cuidadosamente al auditorio y a su circunstancia.

Cuanto más sepas de tu público, mejor podrás adaptar el discurso a tus


necesidades. Tu primera fuente de información es la persona que te pide
que hables.

Necesitas conocer los intereses de tu auditorio y saber qué formación tiene


acerca del tema. Esto es muy importante cuando se trate de estudios
técnicos en los cuales puedan utilizarse palabras que son comprensibles
para todos.

También importa la circunstancia en que vas a hablar: un discurso en un


almuerzo debe ser más informal que uno en un seminario técnico. Puede
haber más anécdotas o historias humorísticas. Si en el primero lo más
importante es ser entretenido, en el segundo lo que más vale es la
información especializada.

Una estupenda conferencia, un discurso bien concebido o una reunión elaborada


con la mayor dedicación pueden fracasar solo porque al prepararse no se haya
pensado suficientemente en el destinatario del mensaje que se pretende
comunicar.

Ten presente la secuencia de los oradores y escúchalos con atención. Evita


innecesarias repeticiones. Si es un programa largo, sé breve y concreto. A
veces, si el acto se prolongó más de lo soportable, tu discurso será
inolvidable si lo reduces de veinte minutos a solo uno.

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También deberás adecuar tu disertación al tamaño de la sala. Cuanto más
cerca tengas a tu público, más informal podrá ser tu lenguaje y mayor
atención se les prestará a tus ideas. Si el público está lejos y disperso,
deberás hablar en un tono más alto, gesticular más y usar tus ojos para
“acercar” a los oyentes.

Di Bartolo et al. (2009) también nos dicen que, en la práctica, cuando el


orador es invitado a hablar, debe tener muy en claro cuáles son las
preguntas que debe hacer antes de aceptar el compromiso:

 ¿Cuándo?
 ¿Dónde?
 ¿Cuánto tiempo?
 ¿Cuál es el objetivo?
 ¿Quiénes forman el auditorio?
 ¿Cuántos son?

Al respecto, Di Bartolo et al. (2009) presentan las siguientes conclusiones:


con saber cuándo, veremos si llegamos; al preguntar dónde, veremos si
debemos; si sabemos cuánto tiempo, veremos si alcanza; evaluando el
propósito, podremos enfatizar lo que corresponde.

Conociendo las características del auditorio, adecuaremos nuestra


conferencia a esa circunstancia. Aun cuando se haya tenido éxito en una
conferencia, porque el mensaje ha sido eficaz para un auditorio
determinado, nunca debe generalizarse y pensar que este método es el
adecuado para toda circunstancia. El orador debe ajustar su mensaje
adaptándolo a las particularidades del auditorio y al ambiente u ocasión en
que va a pronunciar la conferencia.

Sintonizar con el público, vibrar en la misma longitud de onda, es un


objetivo obligado y a veces difícil, que debe imponerse a sí mismo quien
aspire a comunicar eficazmente sus ideas, sus planes o sentimientos. Es
mucho más fácil y da mucho menos trabajo decir las cosas tal como las
hemos elaborado y repetirlas en cuantas ocasiones sea necesario, pero
este es un error cuyo precio desvirtúa el objetivo final de la elocuencia: el
orador no es escuchado y, por ende, no es entendido. El esfuerzo del
emisor ha de orientarse a hacerse entender y no a caer en la tentación de
buscar el lucimiento personal, imposible por otra parte si el auditorio se
niega a escuchar. Todo esto, sin duda, es cierto y tiene valor; es de sentido
común.

Sintonizar con el público, vibrar en la misma longitud de onda, es un objetivo


obligado y a veces difícil, que debe imponerse a sí mismo quien aspire a comunicar
eficazmente sus ideas, sus planes o sentimientos.

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Di Bartolo et al. (2009) comentan que, a través de los estudios de
psicosociología, se estima que existe una diferencia fundamental en el
receptor, según cuál sea el número de miembros que lo componen. Hay
números críticos más allá y más acá de los cuales las reacciones y
expectativas del público son variables, independientemente de las
características sociales, profesionales y culturales que hemos considerado.

Sobre esta base puede decirse que hay tres tipos de público: el grupo de
diez a veinte participantes, el auditorio de más de treinta individuos y la
multitud a partir de quinientas personas. Aunque los límites no son
precisos, esta puede ser la base de una diferenciación que es, de todos
modos, fundamental.

El estudio de la psicología de las multitudes tuvo un pionero en el francés


Gustavo Le Bon, quien a fines de siglo pasado escribía en su libro
Psychologie des Foules:

“En determinadas circunstancias, la aglomeración de hombres posee


características nuevas, muy distintas de las de cada individuo. La personalidad
consciente se esfuma, los sentimientos y las ideas de los individuos se orientan en
una misma dirección”.

A la luz del freudismo y de investigaciones posteriores actuales, se ha visto


que en el seno de la multitud cada individuo vive afectivamente a nivel
únicamente del sentimiento colectivo, de la relación afectiva secreta que lo
une a las personas que están cerca y no se manifiesta en cuanto individuo.
Las diferencias individuales quedan diluidas ante los parecidos y
coincidencias: los compartimientos individuales se reducen a un
denominador común.

Todos los individuos se sienten dominados por un mismo sentimiento,


tienden a arrastrarse hacia un mismo lugar, a proferir los mismos gritos y,
lo que es más curioso, a manifestarse con gestos parecidos. La emoción
provoca el automatismo. Los músculos del rostro son la expresión más viva
del automatismo emotivo.

Edouard Cuyer (en Expressions de la physionomie), analizando las


fisonomías de las personas que constituyen la muchedumbre, comprobó
que los músculos de la cara funcionan en ellas al mismo tiempo,
provocando igual expresión en todos los individuos sometidos a análogas
emociones, a pesar de su visible heterogeneidad. Autómatas con la misma
cara impulsados por la misma emoción.

Esta comunión por sí misma puede conducir a un comportamiento activo


absolutamente inesperado e incongruente muchas veces con el proceder

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normal de un individuo, a veces desencadenado por un agitador o un líder.
A veces en pequeños grupos pueden darse fenómenos multitudinarios,
pero es excepcional.

Por suerte o por desgracia, afirman Di Bartolo et al. (2009), según sea para
mal o para bien, existen pocas personas que sepan arrastrar multitudes. Su
falta se hace especialmente sensible en el mundo religioso, político o
sindical. Si miramos hacia atrás, volviendo las páginas de la historia,
notaremos que esas personas suelen tener características comunes. En
particular, es evidente en la mayoría una tendencia más o menos marcada
a la paranoia y una prodigiosa intuición de la expresión oportuna y
acertada en el momento en que hay que decirla, porque se encuentran en
contacto real con el inconsciente colectivo.

Todos los individuos se sienten dominados por un mismo sentimiento, tienden a


arrastrarse hacia un mismo lugar, a proferir los mismos gritos y, lo que es más
curioso, a manifestarse con gestos parecidos. La emoción provoca el automatismo.
Los músculos del rostro son la expresión más viva del automatismo emotivo.

A través de una imagen gráfica, Gustavo Le Bon manifestó que la multitud


no tiene cerebro y que lo que hay que estimular es la médula espinal. Por
eso, cada vez que un orador tiene que expresarse ante un público
numeroso, de un millar o más de personas, debe tomar conciencia de esa
comunicación subyacente no verbal que existe entre él y el auditorio: este
no reacciona solo a lo que dice clara y expresamente, sino a todo lo que se
sobreentiende.

A continuación, tomamos a Di Bartolo et al. (2009), quienes citan a Juan


Carlos Igareta respecto del descubrimiento de algunas leyes:

 Ley de la unidad psicológica: los miembros del grupo tienden a unificar


sus ideas y sentimientos.
 Ley de la disminución intelectual: el gran público es poco propenso a
razonar sutilezas o comprender argumentos muy intelectuales.
 Ley del predominio emocional: los integrantes de un público grande
reaccionan más con la emoción que con el sentimiento.

Si la multitud ve frustradas sus expectativas, lo manifiesta sin pudor y con


violencia. Así también, si ve satisfechas sus expectativas, el líder tendrá al
público “en el bolsillo”.

Para limitamos a consideraciones más cercanas, más próximas a nuestras


inquietudes, hay que recalcar, sin embargo, que el orador puede
encontrarse impensadamente enfrentando a fenómenos multitudinarios, a
veces, incluso, aunque sea poco frecuente, cuando el público se compone
de pocas decenas de personas. Pero habitualmente no es así. El público, en

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general, es una reunión de personas que conservan su propia personalidad
y espíritu crítico. La diferencia fundamental con la multitud está dada por
la actitud psicológica con que los oyentes participan del acto.

Si la multitud ve frustradas sus expectativas, lo manifiesta sin pudor y con


violencia. Así también, si ve satisfechas sus expectativas, el líder tendrá al público
“en el bolsillo”.

Por esto, bien distintos deben ser también la forma y el fondo de lo que se
les diga. La palabra del orador ante un público pensante debe ser
equilibrada, meditada e inteligente, respetuosa del individuo que ocupa
cada uno de los asientos y consciente de que tiene ante sí una mente
razonante y crítica, con toda la autonomía suficiente para refutar, discrepar
e incluso despreciar a quien pretenda ignorarlo como persona.

En realidad, en la época actual hay muy pocas posibilidades de tener que


hablarle a una multitud. Para bien o para mal, la televisión ha cambiado las
costumbres seculares. Nunca en la historia pudo hablársele a tanta gente
de la forma aparentemente tan sencilla como se hace ahora desde un
estudio de televisión.

A continuación, presentamos las consideraciones de Di Bartolo et al. (2009)


para ser creíble en televisión.

Toda expresión corporal habla: las manos, los pies, la postura y los ojos.
Hasta el diámetro de las pupilas puede verse. Todo lo que se dice debe ser
cierto. Aprende también a decir “no sé”.

Comparte la calidez y la alegría que habitualmente se disfruta en el estudio


televisivo. El compromiso es grande, la tensión es mucha y la “buena onda”
es muy importante para conservar el equilibrio.

Es probable que, para nosotros, como oradores, nunca nuestra audiencia


haya sido tan numerosa como cuando hablamos por televisión; sin
embargo, el tono de nuestra palabra debe ser cuidadosamente coloquial y
contar con la naturalidad de estar conversando en una reducida reunión
social. Y eso es ni más ni menos lo que ocurre. Quien detiene el control de
su televisor en el canal donde te encuentras te está invitando a sentarte en
su casa, junto a su familia o sus amigos.

Si tuvieras ahora que elegir tres cualidades esenciales para triunfar frente a
una cámara de televisión, dirías, sin lugar a dudas: brevedad, cordialidad y
credibilidad.

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La televisión favorece al orador que sabe adecuarse a sus características y
apreciar la abismal diferencia que hay entre una sala de conferencias y la
intimidad de una pantalla en un hogar como el suyo.

Capacidad para entretener


A continuación, presentamos las consideraciones de Di Bartolo et al. (2009)
acerca de la importancia de tratar de no deslumbrar al auditorio, de
manifestar sin temor tus sentimientos y de comunicarte con tu auditorio.

No trates de deslumbrar

Esto es de enorme valor para ciertos oradores. El auditorio advierte


inmediatamente cualquier velada intención de deslumbrar. Los devaneos
de superioridad e importancia generan en el público un rechazo tal por la
personalidad del orador que hacen insalvable la conferencia más valiosa.

La modestia inspira confianza; el exhibicionismo, irritación. Únicamente, es


lícito hablar de sí mismo si no hubo una adecuada presentación. En ese
caso es necesario hacerle saber a quienes escuchan las credenciales de la
persona que habla. Sin exageración alguna y enunciando la estricta verdad,
corresponde que el orador haga un breve currículo que justifique su
presencia en la tribuna y solo refiriéndose a su preparación en el tema que
corresponde exponer.

El auditorio advierte inmediatamente cualquier velada intención de deslumbrar.


Los devaneos de superioridad e importancia generan en el público un rechazo tal
por la personalidad del orador que hacen insalvable la conferencia más valiosa.

Manifiesta sin temor tus sentimientos

Una poderosa razón por la que un actor puede entretener está en la


manera en que es capaz de interpretar los sentimientos de su personaje. El
verdadero orador nunca actúa, transmite lo que siente y, de esa forma,
llega al corazón de quien lo escucha. Si tiene entusiasmo, transmite interés.
Y, si una emoción lo embarga, el auditorio la comparte y lo acompaña. El
escollo principal para esa comunión espiritual es el natural pudor de
manifestar nuestros sentimientos.

Es necesario que sepas que, cuando hables en público, transmitirás interés


en proporción al grado de tu entusiasmo. No reprimas tus verdaderos
sentimientos. Si dominas el tema, si te entusiasma una idea, muéstrala sin
temor. Dale vida a tus palabras, transmite con ese fuego sagrado que las
hace valiosas, importantes e interesantes. El tiempo vuela para quien
escucha a un orador entusiasta.

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No reprimas tus verdaderos sentimientos. Si dominas el tema, si te entusiasma
una idea, muéstrala sin temor.

Si el auditorio se duerme, es al orador a quien deberíamos despertar. Un


orador insensible genera públicos aburridos. Cuando hables, no te alarmes
si tu voz tiembla o se entrecorta por la emoción. Nunca bajes la vista para
expresar ira o amor.

Comunícate con tu auditorio

No habrá fórmula más sencilla para quien escucha aburrido que cortar
subrepticiamente la comunicación y dejar al orador hablando solo,
mientras se libera el pensamiento para que vuele por horizontes más
divertidos o, por lo menos, más importantes (zapping mental).

Es evidente que la comunicación entre los humanos se establece en dos


niveles: uno visible, el de las palabras pronunciadas, y otro secreto, el de
las intenciones profundas, es decir, lo intelectual y lo afectivo.

Afectividad es la palabra que emplean los especialistas para designar todos


los fenómenos no verbales de la comunicación, a esos extraños y
complicados procesos que acercan o rechazan a la dupla auditorio-orador,
por lo que resulta importante enfatizar en esta circunstancia.

Hay una experiencia clásica en psicología que demuestra que lo esencial de


la comunicación no está en las palabras que se dicen. Se registra un mismo
texto de saludo y bienvenida pronunciado por tres distintos oradores. El
primero lo pronuncia con entusiasmo y una amplia sonrisa; el segundo, de
la manera más neutra posible; el tercero, en tono seco y monótono.

Es evidente que la comunicación entre los humanos se establece en dos niveles:


uno visible, el de las palabras pronunciadas; otro secreto, el de las intenciones
profundas. Lo intelectual y lo afectivo.

La experiencia demuestra que este último, aunque dice las mismas


palabras amables y corteses que los otros, suscita la antipatía del público
encuestado. Y no pocas veces su irritación.

¿Qué queremos decir con simpático? Pocas palabras hay de uso tan
general cuyo significado sea tan impreciso. Sobre esta palabra el
diccionario de la Real Academia Española dice: “Conformidad, inclinación o
analogía de una persona, respecto de los afectos o sentimientos de otra”;
“Modo de ser y carácter de una persona, que la hacen atractiva o
agradable a los demás”. Lograda definición. Interpretamos que para que el

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orador sea simpático para su público debería buscar que este sienta
inclinación o analogía por sus afectos y sus sentimientos.

La Real Academia Española define también el vocablo simpático así: “Que


inspira ‘empatía’. Dícese de la cuerda que vibra por sí sola cuando se hace
sonar a otra”.

Hemos analizado todas las condiciones que debe reunir un orador y su


conferencia para perfeccionar su elocuencia. En el lugar del público, le
pedimos también a ese orador que nos entretenga, que nos haga llevadera
y agradable nuestra a veces pesada responsabilidad de escuchar, entender
y aprender.

Del otro lado de la tribuna, formando parte del a veces sacrificado y


anónimo conglomerado de individuos que forman el auditorio, le
aconsejaríamos al orador: trata de captar la expectativa del público.

Trata de ser simpático y de hacernos vibrar con tu propia vibración. Piensa


en quien te está escuchando, en sus afectos, en sus sentimientos, en sus
necesidades. Muéstrale honesta y sincera apreciación.

Cuando quieras acordar en un ambiente así, nadie se aburrirá. El orador y


el auditorio se sorprenderán de cómo volaron los minutos y llegó con pena
la hora de terminar.

Ron Hoff es uno de los formadores de conferencistas más importantes de


Estados Unidos. Él llama a este sentimiento de aproximación entre el
presentador y el público un momento perfecto, que se da en algunas
circunstancias, como si ambos hubieran compartido una experiencia
trascendente en sus vidas que ocupará un lugar permanente en sus
memorias.

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Referencias
Ander Egg, E. y Aguilar, M. (2006). Cómo aprender a hablar en público. Buenos
Aires, AR: Lumen.

Di Bartolo, I., Bustamante, A., Henry, E. L., Llabrés, C. G., Malatesta, N. O.,
Vilches, M. A.,… y Di Bartolo, I. (h). (2009). Para aprender a hablar en público.
Buenos Aires, AR: Corregidor.

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