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(Contraportada)
2
Dietrich von Hildebrand
El Caballo
de Troya
en la Ciudad
de Dios
Traducido por
Constantino Ruiz-Garrido
1969
3
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN..............................................................................................................6
LO SAGRADO Y LO SECULAR..........................................................................172
Capítulo XXIII...........................................................................................................173
EL DIÁLOGO Y SUS PELIGROS.....................................................................................173
Capítulo XXIV..........................................................................................................180
ECUMENISMO Y SECULARIZACIÓN.............................................................................180
Capítulo XXV............................................................................................................184
LA VITALIDAD RELIGIOSA Y EL CAMBIO....................................................................184
Capítulo XXVI..........................................................................................................190
EL PAPEL DE LA BELLEZA EN LA RELIGIÓN................................................................190
Capítulo XXVII.........................................................................................................199
VERBA CHRISTI..........................................................................................................199
Capítulo XXVIII........................................................................................................202
LA TRADICIÓN............................................................................................................202
Capítulo XXIX..........................................................................................................210
LOS SANTOS...............................................................................................................210
EPÍLOGO.....................................................................................................................218
Apéndice....................................................................................................................222
TEILHARD DE CHARDIN: FALSO PROFETA..................................................................222
5
Introducción
Este libro está dirigido a todos los que aún tienen conciencia de la
situación metafísica del hombre, a todos los que han resistido los lavados
de cerebro que los “slogans” secularistas quieren hacernos, a todos los que
aún tienen ansias de Dios y que siguen siendo conscientes de la necesidad
que tenemos de redención. Este libro se dirige a todos los que todavía no
se han hecho sordos a la voz de Cristo en medio del griterío chillón de
fórmulas baratas y de relumbrón, a aquellos cuya mente no está hechizada
por la supuesta llegada de la era del hombre moderno, a todos los que no
se han dejado arrastrar por el torbellino de la moderna crisis de pubertad.
Este libro trata de hablar a todos los que aún tienen el sentido de la
verdadera profundidad, el sentido de la verdadera grandeza; a todos los
que aún ven el abismo que separa a Platón de Russell, a Shakespeare de
Brecht, a Newman de Robinson.
Estamos convencidos de que la inmensa mayoría de los católicos no
se han dejado confundir aún por “slogans”; de que no se pavonean con el
típico orgullo que se basa en el pueril engaño e ilusión de que el hombre ha
llegado por fin a su mayoría de edad. Más aún, estamos convencidos de
que la Iglesia sigue adherida al genuino realismo con respecto a la
situación metafísica del hombre: un realismo que podemos hallar también
en el Fedón y en el Fedro de Platón. Nos referimos a la conciencia de la
misteriosa ruptura que hay en la naturaleza del hombre, al hecho de que el
hombre sea —al mismo tiempo— “una simple caña, la más débil que hay
en la naturaleza” (Pascal), y el señor de la creación. Este realismo no pasa
por alto el conflicto interno que hay en el hombre, sino que siente que el
hombre está necesitado de redención.
Desde este trasfondo, intentaremos arrojar luz sobre las confusiones,
apostasías, revelaciones de pérdida de fe que aparecen entre todos aquellos
que proclaman a voz de trompeta que ellos son los verdaderos intérpretes
del concilio. Desde el trasfondo del genuino realismo, desde el núcleo
mismo de la religión, desde las “buenas nuevas” del evangelio, trataremos
de examinar todos los espantosos errores que los llamados “progresistas”
están propagando ahora.
Concédanos Dios la gracia de que nuestras mentes vuelvan a ser
iluminadas por Cristo, la verdad divina, y de que nuestros corazones se
embriaguen con la inefable santidad del Dios-hombre. Conceda Dios a los
católicos la gracia de volver a experimentar lo que está escrito en el
7
prefacio de la misa de Navidad: “Por el misterio del Verbo hecho carne, de
tu esplendor ha surgido una nueva luz, para resplandecer en los ojos de
nuestra alma, a fin de que, al hacerse Dios visible para nosotros, podamos
nosotros nacer al amor de las cosas invisibles.”
Si la presente obra contribuye modestamente a disipar la
amenazadora niebla de la secularización, y a abrir los ojos del alma para
contemplar la gloria de Cristo y suscitar el verdadero “sentiré cum
ecclesia”, yo lo consideraría como el don más grande e inmerecido que
Dios ha podido hacerme:
No deseches a tu pueblo, oh Dios todopoderoso,
Cuando claman en su aflicción, sino —clemente—
Socórrelos en su tribulación, para gloria de
Tu nombre, por Jesucristo nuestro Señor.
8
Primera parte
9
Está bien claro que la Iglesia se enfrenta con una grave crisis. Con
el nombre de “la nueva Iglesia”, “la Iglesia posconciliar”, está tratando
ahora de establecerse una Iglesia distinta de la de Jesucristo: una
sociedad antropocéntrica amenazada por la apostasía inmanentista, un
dejarse arrastrar por un movimiento de abdicación general bajo pretexto
de renovación, ecumenismo o adaptación.
Henri de Lubac1
1
Henri de Lubac SJ, en un discurso pronunciado en el “Instituto de Renovación de
la Iglesia”, de la Universidad de Toronto, en agosto del año 1967. (Según está citado
en Témoignage Chrétien [París], 1 de septiembre de 1967.)
10
Capítulo I
Falsas alternativas
13
La respuesta que hemos descrito lleva consigo grave interés y
preocupación por la actual invasión que el secularismo está haciendo en la
vida de la Iglesia. Considera la actual crisis como la más seria que ha
habido en toda la historia de la Iglesia. Sin embargo, tiene plena esperanza
de que la Iglesia ha de triunfar, porque el Señor mismo dijo: “Y las puertas
del Averno no prevalecerán contra ella.”
14
Capítulo II
2
Esta traducción de la expresión, no completamente clara, praecedentium
Conciliorum argumento instans (“insistiendo en el ejemplo de los Concilios
anteriores”) corresponde a la traducción inglesa empleada por el autor. Es una
traducción plenamente justificada, en cuanto a su sentido, si tenemos en cuenta los
pasajes (citados en el capítulo 3 de esta obra) acerca de la infalibilidad del Magisterio
eclesiástico (“Lumen gentium” 12), el contenido de las constituciones (véanse
especialmente los pasajes citados en el capítulo 4), y las alusiones a los Concilios
anteriores que leemos en el “Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros” 36.
Consultemos principalmente el apéndice a la “Constitución dogmática sobre la
Iglesia”, que trata sobre la obligatoriedad de la doctrina de un Concilio.
Por deseo del autor, insistamos aquí una vez más en que no hay más que una sola
doctrina de la Iglesia, y que por tanto las formulaciones dogmáticas de esa doctrina
que se hicieron en Concilios anteriores, no poseen menos fuerza obligatoria para la fe
que las formulaciones del Concilio Vaticano II. Esta obligatoriedad dogmática de la
doctrina de la Iglesia, tal como se ha formulado en el Concilio Vaticano II, se basa
exclusivamente en su total conformidad con la sacrosanta e infalible tradición del
Magisterio eclesiástico, según se expresa claramente en los capítulos 1 y 2 de la
“Constitución dogmática sobre la divina revelación”
Los numerosos textos, citados exclusivamente de este Concilio, pretenden —por
tanto— poner bien de relieve que este Concilio armoniza plenamente con la doctrina
inmutable acerca de la revelación divina y de la Iglesia, y que, por lo mismo, toda
apelación exclusiva a este Concilio (como si se tratara de una “nueva teología”) y
todo abandono de los dogmas con pretexto de que vivimos en una “Iglesia
postconciliar” significan una apostasía de la fe, como dice el P. de Lubac (véase el
capítulo 24), y se halla por tanto en abierta oposición con la doctrina de la Iglesia, tal
como vuelve a reflejarse clara y distintamente en los textos del Concilio Vaticano II.
(Nota de los Editores.)
15
Pertenece a la naturaleza de la Iglesia el que no sólo haya un
crecimiento y desarrollo en la formulación dogmática de la verdad
revelada, sino también una reforma periódica, una renovación de su vida
auténtica, que es siempre una sola vida y auténtica 3. Durante los dos
milenios de vida de la Iglesia, sus concilios han testificado siempre este
ritmo sobrenatural4. Dicho ritmo implica, por un lado, la refutación de he-
rejías, que amenazan constantemente invadir a la Iglesia, y,
correlativamente, una formulación dogmática —cada vez más explícita—
de la verdad revelada, un proceso que el Cardenal Newman supo describir
muy bien en su Development of Christian Doctrine (“Desarrollo de la
Doctrina Cristiana”). Implica también, por otro lado, una renovación que
podría compararse con las diversas reformas que han tenido lugar en las
órdenes religiosas, como la reforma de Cluny en la Orden Benedictina o la
reforma de San Bernardino en la Orden Franciscana5.
Ni el desarrollo ni la reforma implican alteración alguna o evolución
de la esencia de la Iglesia durante el transcurso de la historia. Lejos de eso,
este ritmo sobrenatural de crecimiento y renovación es lo más opuesto que
hay al movimiento del espíritu hegeliano del mundo en la historia. Es algo
sumamente distinto de una adaptación de la Iglesia al espíritu de una
época. Es un ritmo que lo hallamos tan sólo en la vida de la Iglesia. Y
brota de su vitalidad sobrenatural6.
3
Véase la “Constitución dogmática sobre la Iglesia” II, 15: “...la madre Iglesia...
exhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación, para que la señal de Cristo
resplandezca con mayores claridades sobre la faz de la Iglesia.” II, 9: “Caminando la
Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, se ve confortada por la fuerza de la
gracia de Dios que el Señor le prometió para que no desfallezca de la fidelidad
perfecta por la debilidad de la carne, sino que persevere siendo una digna esposa de
su Señor, y no deje de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta
que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.” Véase también: loe. cit., III, 27.
4
Véase: “Constitución dogmática sobre la Iglesia” II, 16, 17; II, 12; III. 25, 27.
5
El Cardenal Newman describe maravillosamente la verdadera renovación de la
vida eclesial, que tuvo su origen en San Felipe Neri. Y compara esa renovación con la
actividad renovadora de Savoparola. Véase: Newman, Sankt Phil. Neri,
Theatinerverlag, Munich.
6
Véase la “Constitución dogmática sobre la divina revelación”, capítulo 1, n.° 4;
cap. 3, n.° II. Véase principalmente el cap. 6, n.° 21: “(A las Sagradas Escrituras)
siempre las ha considerado y las considera, juntamente con la sagrada Tradición,
como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez
para siempre, comunican inmutablemente la Palabra del mismo Dios, y hacen resonar
la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y Apóstoles.”
16
El proceso de renovación es un librarse de influencias secularizadoras
que, por la fragilidad humana y las inclinaciones y tendencias de una
época, se han deslizado dentro de las prácticas de la Iglesia y de la vida
religiosa de los creyentes7. Es lo más opuesto que hay a una evolución o
progresión. Lejos de eso es un volver al espíritu esencial y auténtico de la
Iglesia, un proceso de purificación y restauración. Es una manifestación
dramática de la lucha existente entre el espíritu del mundo (en el sentido
de los Evangelios) y el Espíritu de Cristo: lucha que San Agustín describió
como un combate entre dos ciudades. En este proceso todas las
concepciones y prácticas incompatibles con Cristo son eliminadas
constantemente. Tal fue la reforma de San Gregorio VII. Y tales fueron las
reformas de numerosos concilios, especialmente del Concilio de Trento.
Ahora bien, mientras que la renovación de los concilios anteriores
acentuó la lucha contra las influencias secularizadoras que habían
adoptado la forma de una relajación universal, el Vaticano II buscó la
liberación de la secularización despojándose de la estrechez, buscó un
rejuvenecimiento para superar la esclerosis y el legalismo que habían
tratado de oscurecer el rostro auténtico de la Iglesia.
Ahí tenemos una nueva dimensión de la renovación. Pero acentuemos
bien que tal renovación no implica ni la disminución ni el más ligero
empaño del antagonismo radical que existe entre el Espíritu de Cristo y el
espíritu del mundo, entre la Iglesia y el saeculum8.
7
También aquí tiene aplicación aquello de que: la vida divina de Cristo y la
santidad a la que hemos sido llamados, sigue siendo esencialmente la misma. Pero
nuestra santificación es imposible sin nuestro cambio, renovación y transformación.
La “vida de Cristo en nosotros” exige nuestro cambio y nos transforma en “nuevos
hombres en Cristo”. Véase el cap. 12.
8
“Quiconque verrait dans le Concile un relâchement des engagements antérieurs
de l’Eglise, envers sa foi, sa tradition, son ascése, sa chanté, son esprit de sacrifice et
son adhésion à la Parole et à la Croix de Christ, ou encore une indulgente concession
à la fragile et versatile mentalité relativiste d’un monde sans principes et sans fin
transcendente, à una sorte de chrístianisme plus commode et moins exigeant, ferai
erreur.” (Quien interpretara el Concilio como un aflojamiento de los compromisos
anteriores de la Iglesia hacia su fe, su tradición, su ascética, su caridad, su espíritu de
sacrificio y su adhesión a la Palabra y a la Cruz de Cristo, o también como una
indulgente concesión a la frágil y versátil mentalidad relativista de un mundo sin
principios y sin fin trascendente, a una especie de cristianismo más cómodo y menos
exigente, se equivocaría por completo). Su Santidad el Papa Pablo VI (tal como se
cita en Michel de Saint Pierre, Sainte Colère, Editions de la Table Ronde, París
1965).
17
La superación de la estrechez no es una componenda con los tiempos.
Sino que es un logro de aquella amplitud y libertad que sólo el Espíritu de
Cristo puede dar: una amplitud que incluye la coincidentia oppositorum —
la reconciliación de los puntos opuestos 9—, que es propia de lo
sobrenatural. Un ejemplo de esta reconciliación exclusivamente
sobrenatural es la rigurosa exclusión —por parte de la Iglesia— de todos
los errores y el anatema 10 pronunciado contra todo lo que es incompatible
con Cristo: exclusión y anatema que van unidos con una actitud caritativa
y maternal hacia la persona que yerra, con el respeto hacia su dignidad
personal, y con el buen deseo de hacer justicia a todo granito de verdad
que se contenga en su error. O, para decirlo con otras palabras, hay una
nítida distinción entre lo sagrado y lo profano, pero una distinción que va
asociada con el deseo vivo de “instaurare omnia in Christo”, de
impregnarlo todo con el Espíritu de Cristo.
9
Véase la obra de D. von Hildebrand, Christliche Ethik, cap. 11. Nicolás de Cusa
ve en Dios una “coincidentia oppositorum omnium” (una coincidencia de todas las
oposiciones), con la supresión incluso del principio de contradicción. De esta postura
se diferencia por completo la postura del autor. Véase op. cit. Allí se hace distinción
entre las cuatro clases —fundamentalmente distintas —de opuestos metafísicos:
1) Opuestos contradictorios (como el ser y el no-ser).
2) Opuestos contrarios (como el bien y el mal).
3) Tesis-antítesis (véase el cap. 3).
4) Oposiciones polares entre los valores, que tan sólo se excluyen en un nivel
inferior del ser y que pueden subsistir juntos en Dio9.
Únicamente en el sentido de esta cuarta clase de oposición podemos decir que Dios
es una “coincidencia oppositorum”.
10
En este Concilio, por razones pastorales y en virtud del tema mismo del
Concilio, no se añadieron “anatemas” a las constituciones pastorales. Esto, claro está,
no significa ni que la Iglesia suprima las anteriores condenaciones de herejías, ni que
tanto ahora como en el futuro renuncie a reprobar todos los errores que están en
contradicción con la verdad revelada. Tal cosa significaría que la Iglesia se había
suprimido a sí misma. Porque no sólo el Magisterio eclesiástico (la predicación de la
verdadera doctrina), sino que también todos los ministerios de la Iglesia se basan en
la verdad absoluta de la revelación divina y, sin ella, carecerían de sentido.
Consúltese la “Constitución dogmática sobre la Iglesia” II, 12, 16, 17; III, 25. Véase
el capítulo 22 de la presente obra.
18
Capítulo III
Tesis Antítesis
12
Para apreciar la diferencia que existe entre lo espiritual y lo meramente
psicológico, véase la obra del autor titulada: Ueber das Herz I, 2. Véase también:
Christliche Ethik, capítulo 27, pp. 444-45.
21
munidad, cuando una de ambas es acentuada excesivamente, a expensas de
la otra. Si perdemos de vista la profunda interrelación que existe entre
ambas, entonces nos cegamos incluso para ver la naturaleza y el rango de
la entidad que recibe énfasis excesivo. Los extremos no son verdades
incompletas. Contrariamente a la creencia, muy difundida: el individualis-
mo no sobreestima el valor y dignidad de la persona individual. Ni el
colectivismo sobreestima a la comunidad. Por el contrario, tanto el uno
como el otro pierden de vista la verdadera esencia, valor y dignidad de la
persona y de la comunidad.
Lejos de ser una doctrina que, por lo menos, haga justicia al valor del
hombre individual, el individualismo es —más bien —el resultado de una
negación de los rasgos esenciales de la persona humana. En un proceso
que comenzó en el Renacimiento, la concepción de la persona fue siendo
privada progresivamente de sus rasgos esenciales. En primer lugar, se negó
que el ser del hombre estuviera ordenado a Dios, y que el destino del
hombre fuera la unión eterna con Dios; luego, se negó la inmortalidad del
alma; luego, la capacidad para un auténtico conocimiento de la realidad;
luego, la sustancialidad del alma; luego, la libre voluntad, etc. El proceso
comenzó con la ambición de convertir al hombre en un Dios, y terminó
convirtiendo al hombre en el animal más desarrollado, o en un haz de
sensaciones. No es sorprendente que, durante el curso de esta corriente, se
perdiera de vista la capacidad esencial del hombre para entrar en profunda
comunión con otras personas y para edificar una comunidad con ellas.
Un resultado destructor semejante se siguió de la reacción contra el
individualismo: reacción que desembocó en la idolatría de la comunidad.
Se perdió toda comprensión de la naturaleza de la verdadera comunidad, la
cual quedó sustituida por un mero colectivismo, concebido según el patrón
de las Sustancias materiales.
Puesto que el individualismo y el colectivismo no son simplemente
énfasis unilaterales de lo individual o de la comunidad, sino más bien
deformaciones de las verdaderas entidades, las cuales quedan erigidas en
ídolos: entonces la verdad nunca podrá consistir en un justo medio entre
ellas, en un justo medio que podamos nosotros alcanzar cuando el péndulo
llegue por fin a descansar en el medio o cuando un individualismo
moderado se combine con un colectivismo moderado. El error que
constituye la base de una y otra ideología podremos superarlo únicamente
cuando nos elevemos sobre el plano en que ambas posiciones son
antagonistas, y descubramos —por encima de ellas— una verdad que no
pueda considerarse como síntesis de la anterior tesis y antítesis. Se
22
diferenciará mucho más de ambas que la diferencia que separa a ambas
entre sí. Si consideramos la elaboración del valor único de la persona
individual en las Confesiones y la exposición de la gloria de la comunión y
de la comunidad en La Ciudad de Dios, entonces vemos que la verdadera
visión de la persona individual y de la comunidad no es —ni mucho menos
— un punto medio entre el individualismo y el colectivismo.
Este ejemplo, al que podríamos añadir muchos otros, bastará para
hacernos ver que las “tesis y antítesis” de las que hablábamos antes, no son
verdades incompletas, sino caricaturas y malentendidos de la naturaleza y
valor de las entidades que ellas pretenden exaltar.
Por tanto, es un grave error el minimizar los serios extravíos que se
han introducido en el ánimo de muchos católicos, interpretándolos como
“reacciones naturales” a los errores anteriores, y consolándonos con la idea
anticipada de que una resolución de la acción y de la reacción alcanzará
finalmente el justo medio, y —en él— la verdad.
Ahora bien, la ilusión y engaño de los católicos progresistas es aún
más ingenua. Creen que la reacción contra los antiguos errores o
deficiencias es ya, por sí misma, un alcanzar la verdad.
Sería la forma más absurda de ingenuidad el proclamar que la
antítesis —reinante ahora— contra los errores de una época anterior es una
victoria de la verdad y una señal de notable progreso. Sobre los hombres
con ilusiones y engaños acerca de sus propias reacciones con respecto a las
épocas anteriores, podríamos decir —variando un poco una observación
que se dice que Talleyrand hizo a propósito de los Borbones— que esas
personas lo han olvidado todo y no han aprendido nada. Si volvieran la
mirada atrás, hacia los siglos anteriores, podrían descubrir fácilmente que
las diversas antítesis no eran —ni mucho menos— mejores que las
anteriores tesis. Pero no hacen tal cosa. Ordinariamente caen en la ilusión
engañosa de que la actual reacción antitética con respecto a algo de la
época anterior es irrupción hacia la verdad.
Nuestros progresistas tienden a absolutizar las concepciones de la
época actual. Más tarde discutiremos cuál es la tarea del verdadero filósofo
en cualquier época, y especialmente en la nuestra. Y veremos que es
liberarse a sí mismo del ritmo de la reacción más o menos automática, y
elevarse hacia la verdad, la cual está por encima de todos los antagonismos
entre la época actual y las épocas pasadas. Desgraciadamente, algunos
filósofos consideran hoy día que la misión de la filosofía es la formulación
conceptual de las orientaciones y tendencias que hoy día están “en el aire
23
que respiramos”. De este modo, se divierten poniendo en juego el presente
en contra del pasado (y saborean a veces sentimientos de desprecio hacia
épocas pasadas), en vez de seguir su verdadera vocación como filósofos,
que consiste en buscar la verdad por encima del ritmo de la historia.
Pero causa mucha mayor confusión espiritual e intelectual el tratar de
poner bajo este ritmo alternativo a la Iglesia en su naturaleza sobrenatural
como Cuerpo Místico de Cristo, en su magisterio infalible, y en la
corriente de gracia que se concede a la humanidad por medio de los
sacramentos.
El despliegue de la plenitud de la revelación divina a lo largo de los
siglos, en un movimiento que va de lo implícito a lo explícito, es
precisamente lo opuesto al ritmo de tesis y antítesis que oscila de un
extremo al otro. Es, más bien, un crecimiento orgánico bajo la dirección
del Espíritu Santo, un crecimiento en el cual (en el proceso de preservar a
la única revelación divina, de todo error y herejía) se va dando una
formulación cada vez más explícita al glorioso depósito de la fe católica13.
A pesar de todas las diferencias en la personalidad y en las
circunstancias históricas, los santos de todos los siglos revelan la misma
calidad de santidad, la misma transformación en Cristo. En las diversas
personalidades de santos, como San Pedro, San Agustín, San Francisco de
Asís, Santa Catalina de Siena, San Vicente de Paúl, el Cura de Ars, o Don
Bosco, hallamos el mismo aroma de santidad, la misma reflexión gloriosa
de la Sagrada Humanidad de Cristo, la misma sublimidad de una
moralidad sobrenatural que sobrepasa a cualquier moralidad puramente
natural, incluso a la nobilísima moralidad de Sócrates.
Pero la Iglesia tiene también un aspecto humano y natural. En cuanto
es una institución humana compuesta de hombres frágiles, la Iglesia está
expuesta —además —a la influencia de este ritmo alternativo de la
historia. Y, por eso, la Iglesia tiene la continua misión de rechazar tales
influencias y presentar constantemente ante la humanidad la no disimulada
plenitud de la verdad divina y de la auténtica vida cristiana: es decir, el
verdadero mensaje dirigido por Cristo a todos los hombres14.
13
Esto aparece también clarísimamente en los pasajes ya citados (y en numerosos
otros pasajes) de los textos conciliares del Vaticano II, especialmente en las
constituciones dogmáticas acerca de la Iglesia y de la revelación divina.
14
Véase, por ejemplo, la “Constitución dogmática sobre la Iglesia” II, 9, 15; 111,
27; I, 1.
24
Capítulo IV
Reacciones equivocadas
El matrimonio
La concepción tradicional del matrimonio contiene una verdad
incompleta. El énfasis exagerado y casi exclusivo en el aspecto de la
procreación ha conducido a un grave y casi total menosprecio del papel del
amor mutuo16. A través de los siglos, los teólogos (con excepción de San
Francisco de Sales) omitieron toda mención de la naturaleza específica del
16
Véase: D. VON HILDEBRAND, Die Ehe, Verlag Ars Sacra, J. Müller, Munich, p. 5
ss., pp. 18-23, p. 27 ss. Trad. española Fax.
26
amor nupcial y de su profunda importancia para el matrimonio. Fue un
gran mérito de Pío XII el haber encontrado las palabras más indicadas para
describir la naturaleza y valor de esta clase especial de amor.
Así como era justo acentuar la grande y noble finalidad de la
procreación, así también no haremos justicia a la naturaleza del
matrimonio sino cuando captemos su significación y elevado valor como
comunión de amor, como la unión suprema de dos personas. Más aún, el
misterio de la procreación misma sólo podremos contemplarlo
adecuadamente cuando lo hayamos visto sobre el trasfondo de la
comunión de amor, como algo que brota abundantísimamente de esa unión
de amor17.
Por tanto, está bien claro que la doctrina que acentúa exclusivamente
la procreación es una verdad incompleta. Necesita completarse con una
doctrina que llame también la atención sobre el valor del amor humano.
Ahora bien, en sus libros y artículos los católicos progresistas
presentan con harta frecuencia, no el complemento que halla su expresión
en las más elocuentes alocuciones de Pío XII, sino más bien una reacción
que se limita a ser diametralmente opuesta a la anterior acentuación
exclusiva de la procreación. Y no sólo no se ve ya la diferencia que hay
entre la contracepción artificial y el control natural de la natalidad18, sino
que al amor nupcial —en el sentido más profundo— se le niega su
legítimo lugar, a pesar de todos los desvaríos frenéticos que se dicen
acerca de él. Se deja de captar el misterio del sexo, porque a éste se le
reduce a un simple instinto biológico: expresado en conceptos de higiene o
de una superficial psicología de la propia plenitud. Sin embargo, como
hemos insistido ya en varios libros19, el sexo no lograremos entenderlo
propiamente sino cuando lo veamos subordinado al amor, como expresión
y plenitud del amor nupcial20. La interpretación equivocada del sexo abre
17
Véase también loe. cit., pp. 19-21.
18
Véase también loe. cit, p. 20 ss.
19
Véase especialmente las obras de D. VON HILDEBRAND, Reinheit und
Jungfráulichkeit, Ehe, Man ad Woman.
20
El hecho de que, entre los católicos progresistas se vaya desvaneciendo el
sentido del terrible pecado de la impureza atestigua claramente que dichos católicos
no entienden ya la verdadera naturaleza del amor nupcial ni el carácter del acto
conyugal como autodonación mutua y personal.
Véase mi obra In Defense of Purity, Helicón, Baltimore 1962.
En cuanto a las enseñanzas de Pío XII sobre el matrimonio, véase The Pope
Speaks: Teachings of Pope Pius XII, obra publicada por MICHAEL CHINIGO,
Pantheon, Nueva York 1957, pp. 20-45.
27
la puerta a todos los lamentables errores acerca del matrimonio,
incluyendo el error que niega su indisolubilidad21-22.
“Más aún, cuando el Señor Jesús ruega al Padre que todos sean una misma cosa...
como nosotros lo somos..., insinúa una cierta semejanza entre la unión de las
personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta
semejanza pone de manifiesto cómo el hombre, que es en la Tierra la única criatura
que Dios ha querido por sí misma, no pueda encontrarse plenamente a sí mismo sino
por la sincera entrega de sí mismo (cf. Lc 17, 33).”
24
Véase “Lumen Gentium” II, 16, 17; V, 39, 40, 42: “Por consiguiente, el don
principal y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo por El.”
Véase la Constitución sobre la Sagrada Liturgia”, 10: “Por tanto, de la Liturgia,
sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se
obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres con Cristo y
31
Más aún, la declaración de Cristo de que a El lo encontramos en cada
uno de nuestros prójimos, pierde todo su significado si no entendemos que
—con esas palabras— Cristo quiere hacer posible que amemos al prójimo,
aunque —por el carácter de él (del prójimo)— no tengamos razones para
amarlo. La idea de que todo hombre es valioso, de que todo hombre está
creado a semejanza de Dios, es una idea que queda puesta de relieve por el
hecho de que encontramos a Cristo en cada uno de nuestros prójimos. Pero
esto presupone claramente el amor hacia Cristo mismo, que en su Sagrada
Humanidad es infinitamente amable. Y este presupuesto es la base del
amor al prójimo25.
La caridad es imposible sin el amor directo de Dios en Cristo y por
medio de Cristo, sin la comunión personal (es decir, la comunión entre un
tú y un yo) con Cristo. Esto, jamás lo encareceremos demasiado. Tan sólo
en esta relación personal con Jesucristo podrá surgir la caridad en nuestra
alma. Esto aparece muy manifiesto en los santos. Desde el momento en
que creemos que el amor del prójimo es el único camino para amar a Dios,
estamos reemplazando la caridad (en toda su gloriosa y sublime santidad)
por un amor simplemente humanitario del prójimo, amor que escasamente
podrá recibir el nombre de tal, sino únicamente el de pálida benevolencia.
Asimismo, sería una perversión afirmar que el versículo de San Juan
—“Si alguno dice: ‘Amó a Dios’, y aborrece a su hermano, es un
mentiroso” (I Juan 4, 20) — significa que amamos a Dios simplemente
amando al prójimo26.
La verdad es que el amor del prójimo es, aquí, una prueba de nuestro
verdadero amor de Dios en Cristo y por medio de Cristo. Esta prueba
implica dos verdades: en primer lugar, que el amor del prójimo es
consecuencia necesaria del amor de Dios; en segundo lugar, que el amor
del prójimo está enraizado en el amor de Cristo, y que —por tanto—
presupone necesariamente dicho amor. La relación, aquí, es análoga a la
que existe entre el amor hacia una persona y nuestros correspondientes
actos hacia ella. Estos últimos actos son, evidentemente, una prueba de
aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a
su fin.”
25
En su admirable obra Le paysan de la Garonne, Maritain dice acertadamente que
la fórmula “ver a Cristo en nuestros hermanos” es una simplificación y puede inducir
fácilmente a errores (p. 343).
26
Hoy día es bastante corriente oír en los sermones que nuestro amor de Dios
puede manifestarse únicamente a través de nuestro amor del prójimo. (Véase el
artículo de WILLIAM FITZPATRICK en “Triumph” I, n.° 4, diciembre de 1966.)
32
nuestro amor hacia esa persona. Y, así, podríamos parafrasear a San Juan y
decir que el que pretende amar a un amigo y no se preocupa de sus
necesidades es un mentiroso. La ausencia de buenas obras se interpreta
justamente como señal de que nosotros no amamos realmente, porque las
obras son prueba de amor (“Obras son amores...”). Pero sería también
sumamente erróneo afirmar que la presencia de buenas obras no sólo es la
prueba del amor, sino también un sustitutivo adecuado del amor: como si
los actos benéficos equivalieran simplemente al amor, en vez de dimanar
de él y dar testimonio de su presencia.
La autoridad
Ha habido, indudablemente, muchos abusos de autoridad en las
órdenes religiosas y en los seminarios: abusos que condujeron a una
despersonalización de la vida religiosa y, algunas veces, a un
embotamiento de la conciencia. Al convertir a la obediencia formal en la
virtud más importante, oscureciendo la diferencia esencial entre las
virtudes morales y la corrección meramente disciplinar, acentuando
30
Consúltese, por ejemplo, a San Pablo, Gálatas 1, 12; Santa Teresa de Jesús,
Biografía, capítulos 40, 19.
36
excesivamente las cosas que —por la parvitas materiae— eran triviales:
las personas revestidas de autoridad crearon una situación en la que la
personalidad del religioso o del seminarista corría peligro de frustrarse, y
el sentido de la jerarquía de los valores quedaba casi inevitablemente
muerto. El resultado de todo ello era la estrechez, la angustia y —algunas
veces— los trastornos mentales. Pero el Concilio Vaticano II produjo una
gran liberación en esta esfera.
Ahora bien, al reaccionar —en este caso contra un abuso de
principios válidos, más bien que contra una verdad incompleta—, los
católicos progresistas no logran comprender las verdaderas intenciones del
Concilio y la corrección adecuada de tales abusos. Cometen el error
clásico con respecto a un abuso: perder de vista el valor de la cosa de que
se ha abusado e intentar eliminarla completamente. Si una cosa es mala,
entonces no podemos abusar de ella. El valor negativo de cualquier abuso
presupone que la cosa de que se ha abusado tiene un valor positivo.
Cuando el abuso de la autoridad y de la obediencia incluye una
falsificación de la naturaleza de esos principios, la eliminación del abuso
esclarecerá el valor sublime de la genuina obediencia y de la genuina
autoridad religiosa.
La mezquindad y la violencia autoritaria son incompatibles con la
sagrada y caritativa autoridad del abad o del superior de una orden
religiosa o de un seminario. Son incompatibles con el respeto hacia el alma
humana, con la generosidad y magnanimidad que permiten al superior
distinguir claramente entre lo esencial y lo que no lo es. Ahora bien, la
“solución” de los católicos progresistas es eliminar la autoridad sagrada y
la santa obediencia, y sustituirlas por una simple autoridad técnica y por
una fidelidad profana. Los católicos progresistas no logran captar el
sentido y belleza de la santa obediencia, la libertad interna que dicha
obediencia confiere al que obedece, la gloriosa autodonación que esa obe-
diencia lleva consigo31.
La unión sacerdotal recientemente fundada32, aunque es un caso
extremo, representa muy bien los síntomas de los que no han entendido al
Concilio. Se cree que los miembros del sacerdocio pueden seguir la pauta
de la mayoría de las demás profesiones y que pueden constituir una unión
31
En: The Woman Intellectual ind the Church, en “Commonweal” 85 (1966-67),
446-458, aparece claramente que la santa obediencia es interpretada como “sumisión”
en el sentido peyorativo de la palabra.
32
Aludimos a la organización fundada por Fr. Du Bay, de la diócesis de Los
Angeles.
37
para defender sus propios intereses contra la autoridad religiosa de los
obispos. Pero, si la secularización es el camino para superar la estrechez y
los abusos de autoridad que se cometen en las órdenes religiosas,
seminarios, y por parte de la jerarquía eclesiástica; si al sacerdocio se le
considera como una “profesión” igual que la del médico, abogado,
profesor, y no como una “vocación”, entonces, ¿para qué van a seguir
existiendo las órdenes religiosas? ¿Para qué se va a seguir haciendo voto
de obediencia? En realidad, la secularización no es el camino para superar
los abusos que tienen lugar en las órdenes religiosas y en la administración
de algunas diócesis. Sino que la secularización recomendada por algunos
católicos progresistas minaría, más bien, la raison d’étre de las órdenes
religiosas y de las diócesis. Por otro lado, el verdadero camino para
superar tales abusos está claramente enunciado en la maravillosa
“Declaración sobre la libertad religiosa”33.
Libertad de conciencia
La “Declaración sobre la libertad religiosa” declara que todo tipo de
coacción en materia religiosa es incompatible con el espíritu de Cristo 34.
Una tentación humana elemental, que está surgiendo constantemente en la
historia, es la de hacer entrar por la fuerza en la Iglesia a otras personas —
o por espíritu de dominio o por verdadero amor—, si es que su entrada no
se puede lograr por otros medios. Ahora bien, toda coacción —en esta
esfera— no sólo es un quebrantamiento de los más elementales derechos
humanos. Sino que, además, el uso de la fuerza y de la presión, por mucho
éxito que puedan tener en la esfera legal y en cualquier adiestramiento, no
pueden conducir jamás a una verdadera conversión. Los Apóstoles, en su
ministerio apostólico, no utilizaron jamás la fuerza ni la presión. Y, en el
siglo IV, San Martín de Tours viajó hasta Tréveris de Maguncia para
suplicar al emperador que no utilizara la fuerza de las armas para combatir
al arrianismo.
Sin embargo, desgraciadamente la condenación que el Concilio ha
hecho de la coacción ha sido interpretada por muchos católicos
progresistas como una invitación a dejar de arder de celo por la conversión
33
Véase, especialmente, la “Constitución dogmática sobre la Iglesia” III, 27; el
“Decreto sobre la renovación, acomodada a los tiempos, de la vida religiosa” 14, y el
“Decreto sobre la formación sacerdotal” 11.
34
Véase especialmente la “Declaración sobre la libertad religiosa” 9-11.
38
de los no-católicos35. Creen que podemos acercarnos a los no-católicos sin
realizar labor alguna en ellos, o incluso sin suspirar por su conversión. Se
han olvidado de que todo católico que realmente crea que a la Iglesia se le
ha confiado la revelación divina de Cristo, y de que la Iglesia ha
preservado esa verdad por medio de su magisterio infalible: no puede
menos de ver en cada no-católico un catecúmeno en esperanza. A esta
postura la califican de presunción, intolerancia, falta de respeto hacia la
libertad del prójimo y “triunfalismo”. Pretenden que el pluralismo religio-
so es señal de vitalidad intelectual. Han llegado incluso a afirmar que los
ateos podrían darnos lecciones en asuntos del espíritu.
Ahí tenemos una total deformación del excelso y maravilloso
mensaje del Concilio. La impetuosidad violenta de la coacción ha sido
reemplazada, no por la benignidad de un San Francisco de Sales, sino por
la indiferencia hacia el hecho de que otras personas encuentren o no la
plena verdad. El elemento negativo que, en alguna ocasión, se había adhe-
rido a la gran misión de la Iglesia, les basta a ellos para arrojar por la borda
tal misión. Más aún, efectúan una ecuación entre la libertad de conciencia
(la libertad de toda coacción y presión procedente del exterior) y la falta de
obligación de someterse a la revelación de Dios en Cristo y convertirse a
su Iglesia.
La ciencia y el depósito de la fe
El Concilio Vaticano II adoptó una nueva actitud con respecto a la
ciencia. En vez de acentuar la defensa del depósito de la fe católica contra
las interpretaciones antirreligiosas de los descubrimientos científicos, el
Concilio hizo hincapié en el valor del progreso científico, como tal.
Indudablemente, es una gran tarea preservar la integridad de la verdad
revelada, al mismo tiempo que se hace justicia a todos los descubrimientos
genuinamente científicos. Nunca podrá haber contradicción entre la verdad
revelada y la ciencia. No los descubrimientos científicos como tales, sino
35
“A cada cual se le deberla garantizar la posibilidad de buscar la verdad por un
camino personal, ya fuera el resultado el Dios cristiano o cualquier otra interpretación
de la existencia. Como es natural, esta libertad nos permite también interesarnos por
Jesucristo y aceptar sus ideas, si consideramos que son buenas. Pero permitirla,
igualmente, la repulsa de Jesús y la adopción de otras ideas.”
“Monatszeitschrift der Jugendschaft im Bund der Deutschen Katholischen
Jugend”, julio-agosto 1965. Tal como fue citado por el obispo R UDOLF GRABER, en
su obra: Papst Paul VI und die innerkirchliche Krisis, Thomas, Zürícb 1966, p. 18.
39
las erróneas interpretaciones filosóficas de los mismos pueden ser
incompatibles con la verdad revelada.
Muchas personas no se han dado cuenta suficientemente de que los
científicos de la naturaleza dan a menudo a sus descubrimientos científicos
una interpretación filosófica que debemos distinguir claramente de las
conclusiones de la ciencia, como tales. Los científicos, con frecuencia, no
son conscientes del hecho de que, con sus interpretaciones filosóficas,
están sobrepasando los límites de la ciencia propiamente tal. Esto ocurre
más a menudo en la biología que en la física y en la química. La noción de
evolución, por ejemplo, oculta en su interior diversas premisas filosóficas.
Y cuando se llega a la sociología, a la psicología y a la psiquiatría,
entonces el papel de la filosofía es mucho más extenso. Aquí, la intrusión
de presupuestos y conclusiones filosóficas no es cosa externa a la práctica
de la ciencia, como ocurría en la física, o en la química, o en la biología.
Sino que determinadas teorías filosóficas están íntimamente envueltas en
el comienzo mismo de la labor científica. Todos los intentos que los
“científicos” han hecho por negar esto, y por presentar su ciencia como
una ciencia natural, se fundan en un inmenso engaño de sí mismos. Y los
presupuestos filosóficos que sirven de punto de partida para una
exploración científica, ¡ésos sí pueden ser incompatibles con la verdad
revelada! Y, si lo son, es porque son erróneos. No han sido probados, ni
mucho menos, por métodos estrictamente científicos, contra lo que
pretenden a menudo algunos sociólogos y psicólogos. El marxismo, por
ejemplo, no es el resultado de una simple exploración psicológica, sino
que está basado en una filosofía radicalmente errónea.
La labor de desenmarañar las conclusiones y observaciones de la
ciencia, y separarlas bien de los presupuestos e interpretaciones filosóficas,
se ha convertido hoy día en una labor más urgente que nunca. He ahí una
misión importante para los filósofos y teólogos cristianos. AI realizarla,
pondrán en claro que todas las contradicciones entre los descubrimientos
científicos y la verdad revelada no son más que contradicciones aparentes.
Ahora bien, la base misma de la fecunda realización de esta tarea es una fe
inquebrantable en la verdad revelada y una sólida comprensión de su
incomparable primacía.
Este problema general tiene su aplicación a la exégesis bíblica. Aquí
también hemos de distinguir entre distintos aspectos del esfuerzo práctico.
En primer lugar está la exégesis científica, basada en la investigación
filológica e histórica, que trata de determinar el grado de corrección de las
40
traducciones y de los textos, o la cronología de los distintos Evangelios, o
la autenticidad de algunas partes del Antiguo Testamento, etc. En segundo
lugar está una crítica exegética que se basa en presupuestos filosóficos. La
valoración de la autenticidad histórica de algunas partes de los Evangelios
depende inevitablemente del punto de vista filosófico que cada uno
adopte36. En tercer lugar está una exégesis específicamente religiosa que
estudia, verbigracia, el sentido de las parábolas, y que ahonda en la
inagotable plenitud de las palabras de Cristo.
La primera es una labor verdaderamente científica. Como toda
exploración histórica y filológica, podrá progresar con el tiempo. Más aún,
tiene el carácter de todas las empresas estrictamente científicas, por cuanto
admite e incluso exige la labor en equipo.
Pero la segunda labor no es una labor científica en el mismo sentido
estricto. Si dudamos de la autenticidad de los milagros del Señor, entonces
no cabe duda de que la concepción filosófica desempeña un papel esencial
en nuestras propias dudas. Si afirmamos que no hemos de esperar que una
persona moderna crea en la aparición corporal del ángel San Gabriel en la
Anunciación, entonces nuestra posición no está apoyada —evidentemente
— por la primera clase de exégesis: por una exégesis estrictamente
científica. La creencia en la improbabilidad, por no decir en la
imposibilidad, de los milagros está basada, no en los descubrimientos
científicos, sino en ciertos presupuestos filosóficos. Existe, pues, el peligro
de que concepciones filosóficas erróneas, así como también los prejuicios
contemporáneos que lo invaden todo, se entremetan y dificulten la
capacidad del hombre para discernir la autenticidad histórica.
El tercer tipo de exégesis no es, en absoluto, de orden científico. El
valor de las interpretaciones depende del genio del teólogo individual, y
especialmente de su profundidad religiosa y de su carisma. La
interpretación de un Padre de la Iglesia, de un santo o de un místico, tiene
mucho mayor interés y peso que la de los profesores de exégesis. Una
penetración honda en la insondable profundidad de las parábolas y dichos
del Señor no queda garantizada por estudios científicos, sino por la
intuición religiosa del individuo, aunque sometido siempre al endoso por
parte del magisterio infalible de la Iglesia. (Hans Ur von Balthasar ha
hecho la luminosa observación de que, antes del Concilio Tridentino, la
36
Naturalmente, este tipo de exégesis tiene también una tarea positiva, por
ejemplo, la de dilucidar la verdad revelada acerca de las relaciones entre la libre
voluntad y la gracia, acerca de las tres divinas Personas, o acerca do la única Persona
divino-humana que hay en Cristo. Véanse los capítulos 6 y 7
41
mayoría de los grandes teólogos fueron santos y místicos; mientras que,
después de Trento, la teología y el misticismo se escindieron.) El tercer
aspecto de la exégesis, lo mismo que otras ramas de la teología, no es,
pues, científico, ni siquiera en la extensión moderada en que lo es el
segundo. Hacen falta hombres que sean —por lo menos — homines
religiosi, y no simplemente profesores.
Ahora bien, el cambio que se exige en nuestra época está relacionado
únicamente con la primera clase de exégesis estrictamente científica. En lo
que se refiere a la segunda clase, no se trata —evidentemente— de un
aggiornamento. El clima intelectual de nuestra época es tal, que constituye
una amenaza para el sano acercamiento a los milagros y acontecimientos
sobrenaturales del Evangelio. Para apreciar la naturaleza de esta amenaza,
no hace falta sino que tengamos en cuenta el fetichismo en que se ha
convertido la ciencia natural37, lo difundido que está entre los filósofos el
relativismo histórico, todos los ataques que se han hecho contra el sentido
real de la verdad38, y la confusión entre mito y religión que ha suscitado la
escuela bultmanniana de la desmitización39. Tampoco puede aplicarla la
noción de aggiornamento al tercer tipo de exégesis. Un gran homo
religiosus, un santo y un místico dotado del don de la interpretación, puede
aparecer en cualquier época de la historia. Y el valor de su exégesis es
completamente independiente del curso de la historia.
Pero todo esto lo han olvidado los católicos progresistas, los cuales
—de manera radical— han interpretado erróneamente la apertura
manifestada por el Concilio hacia las ciencias y hacia los logros
alcanzados por las ciencias en todos los campos. Creen, más bien, que la
exégesis bíblica y la doctrina de la Iglesia deberían adaptarse a los
descubrimientos “científicos” contemporáneos y a las teorías
“sociológicas” y “psicológicas” que en realidad ocultan filosofías frívolas
y netamente engañosas, las cuales son presentadas falsamente como re-
sultados de la investigación científica. Armados con los “slogans” de la
necesidad de adaptarse a la mentalidad científica o a la “época en que el
hombre ha llegado a su mayoría de edad”, los católicos progresistas
proponen cambios en el dogma mismo de la Iglesia. Así lo vemos, por
ejemplo, en su intento de negar la realidad de los milagros narrados en los
37
Véase el capítulo 13.
38
Véase el capítulo 20.
39
Véase el capítulo 19.
42
evangelios, e incluso los misterios esenciales de la Anunciación y de la
Resurrección40.
Consideremos el argumento de algunos exegetas católicos que
pretenden que el famoso pasaje del Evangelio según San Mateo —“Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo...” (16, 13-20) — no puede ser
auténtico, porque, sí San Pedro hubiese creído realmente que Jesús era el
Hijo de Dios, entonces no lo hubiese negado.
Este argumento, evidentemente, no tiene nada que ver con la ciencia.
No es más que una conjetura psicológica: hecha por una psicología
40
Cada vez hay más teólogos y laicos católicos que se atreven a negar abiertamente
estos dogmas fundamentales. Así, por ejemplo, el Padre van Kilsdonk SJ (véase “De
Tijd” 12, 10, 1966) niega descaradamente que “la concepción de Jesús en el seno
materno haya tenido lugar sin la intervención de un hombre”. Rechaza esta
concepción biológica de la vieja historia del nacimiento virginal”. Más difundida aún
se halla la confusión total, la expresión ambigua y la duda manifiesta en cuanto a esos
dogmas. En este sentido, el Profesor P. Schoonenberg SJ, en “De Tijd” (17, 12, 1966),
decía que el nacimiento virginal “es probablemente una expresión poética”. El
Profesor P. Schilfebeeckx OP no da a este problema, como él dice, “una respuesta
clara”. Véase: GREGORIUS RHENANUS, Aufbruch oder Zusamenbruch?, Zürich, 1966.
En este libro dice el autor acerca del libro del Padre Paulus Gordan sobre la
resurrección; “De la lectura de este libro es imposible deducir si la resurrección de
Cristo es únicamente la fe en dicha resurrección o un hecho histórico” (p. 7).
Es absolutamente imposible enumerar la gran cantidad de teólogos que niegan o,
por lo menos, no sostienen claramente el dogma de la concepción virginal de Jesús, el
dogma de la resurrección, etc. Aquí señalemos únicamente que no puede haber la
menor duda de que el Concilio Vaticano II ha corroborado de la manera más clara y
solemne estos dogmas fundamentales. Cualquier “reinterpretación” de estos dogmas
o su disolución se baila en abierta contradicción con el Concilio. Pero incluso la falta
de decisión con respecto a estas cuestiones (falta de decisión a la que se considera
como “espíritu postconciliar”) es ignorar de medio a medio la “Constitución
dogmática sobre la Iglesia”, en la cual se corrobora estos dogmas fundamentales con
el sentido claro y distinto de una declaración dogmática que lleva consigo la in-
falibilidad. Entre muchos otros pasajes de la “Constitución dogmática sobre la
Iglesia”, vamos a citar solamente algunos:
Por ejemplo, con respecto a la divinidad y humanidad de Cristo, veamos el pasaje
de VIII, 61. En él se dice que María es “la esclarecida Madre del Divino Redentor”. Y
luego se añade (62) que María es corredentora, aunque sólo por medio de Cristo:
“Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado y
Redentor.”
I, 5: “Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Cristo, Hijo
de Dios e Hijo del Hombre.”
En I, 7 se cita también a San Pablo: “Porque en El habita corporalmente toda la
plenitud de la divinidad” (Col 2, 9),
43
superficial y por un afán de meterse ingenuamente en conjeturas. Creer
que una persona es consecuente en todo su comportamiento, es ignorar la
fragilidad humana. Hasta una persona que tenga absoluta fe en Cristo, pue-
de negarle en innumerables ocasiones. Nuestra vida cotidiana nos enseña
con cuánta facilidad nuestras acciones están en contradicción con nuestra
fe. El hecho de que la fe de una persona sea genuina, ¿garantizará que su
voluntad está dispuesta para el martirio?
En cuanto a Cristo como único Mediador, véase: VIII, 60; I, 8. Cristo, por su
muerte y resurrección, es el único Mediador entre Dios y los hombres. Véase I, 7: “El
Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó
en una nueva criatura” (consúltese: Gal 6, 15; II Cor 5, 17).
La anunciación por medio del ángel, la concepción virginal y las dos naturalezas
—humana y divina— de la única Persona de Cristo: todos estos dogmas, que guardan
entre sí íntima relación, quedan corroborados claramente en “Lumen gentium” VUI,
53: “En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de
Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la Vida al mundo, es reconocida y
honrada como verdadera Madre de Dios y del Redentor.”
En VIII, 63 se nos habla de la concepción virginal: “Pues creyendo y obedeciendo,
engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con
la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, prestando una fe, no adulterada
por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios.”
La verdadera resurrección de Cristo de entre los muertos se proclama verbigracia
en I, 10; VII, 8.
En cuanto al dogma de la Trinidad, véase: VIII, 66.
Para la presencia eucarística de Cristo como Dios y hombre, véase II, 11; VII, 48.
En cuanto a la segunda venida de Cristo, el juicio final, el cielo y el infierno,
véase: VII, 48/49.
Con respecto a la concepción inmaculada, véase: VIH, 59.
En cuanto a la asunción corporal de María a los cielos, privilegio que a ella sola
fue concedido entre todos los hombres, véase: VIII, 68.
Consúltese, asimismo, “Mysterjum fidei” y “Ecclesiam Suam”, documentos en los
que Pablo VI señala los errores modernos con respecto a estos dogmas.
Ahora bien, no sólo en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, sino que
también en todos los demás documentos conciliares se está acentuando sin cesar que
los dogmas fundamentales son la realidad suprema sin la cual, como dice San Pablo,
seríamos los más desgraciados de los hombres. Principalmente en la “Constitución
pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual” encontramos numerosos pasajes de
éstos. Véase, por ejemplo, el 18:
Sobre la muerte, la resurrección de Cristo y la vida eterna: “Dios llamó y llama al
hombre para que se adhiera a El con la totalidad de su naturaleza, en la perpetua
comunión de la incorruptible vida divina. Y esa victoria la consiguió Cristo
resucitado a la vida y liberando al hombre de la muerte con su propia muerte.”
44
Más aún, la negación de San Pedro es un caso típico de la tragedia de
la lógica inmanente. Su decisión de pasar de incógnito para poder seguir a
Jesús y ver lo que le iba a suceder, hizo que sucumbiera a la lógica
inmanente dictada por su decisión. Es un ejemplo clásico de la fragilidad
del hombre, y nos revela de manera única la situación trágica del hombre,
que consiste precisamente en la misteriosa contradicción entre el gran
amor, la fe firmísima y nuestra propia conducta. ¿Qué habrían dicho
Dostoyevsky o Kierkegaard de la psicología que había producido una
exégesis tan superficial?
Indudablemente, antes de Pentecostés, San Pedro no entendió
claramente que Cristo estaba llamado a redimir a la humanidad por medio
de su muerte en la cruz. Reprendió al Señor, cuando El estaba prediciendo
su pasión y muerte. Por eso se comprende perfectamente que San Pedro, a
pesar de su sólida fe de que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios vivo, se
sintiera confuso y amedrentado en el momento de la condenación de Jesús.
Nadie pretenderá honradamente que el comentario que hemos
examinado merezca el nombre de científico ni que debamos tomarlo en
serio como una dificultad contra la autenticidad del pasaje de San Mateo41.
Hay testimonios, además, del contraste drástico que existe entre los
decretos del Concilio y los artículos y libros publicados por católicos
progresistas, que desearían inundar de secularismo a la Iglesia. Volveremos
sobre la cuestión del falso aggiornamento y de la seudo-ciencia,
especialmente cuando examinemos el fetichismo con que se adora a la
ciencia y que tan característico es de nuestra época.
Acerca del juicio final, véase también “Sobre la Iglesia en el mundo actual”, 17:
“Y cada uno tendrá que dar cuenta ante el tribunal de Dios de su propia vida, según él
mismo haya obrado el bien o el mal” (cf. II Cor 5, 10).
41
Como es lógico, prescindimos aquí del problema del sentido de los títulos de
Cristo en los paralelos de Lucas y Marcos, en cuanto tienen importancia para la
confesión de Pedro en Mateo 16.
45
Capítulo V
Vivificación de la religión
48
Un síntoma muy difundido de religión formalista o legalista es la
sobreestima de la organización. El pleno compromiso personal, así como
el contacto inmediato de persona a persona, están siendo reemplazados
más y más por organizaciones. La eficiencia de las organizaciones en la
vida de la civilización —en las actividades de orden social y práctico— ha
creado la ilusión de que esta manera más mecanizada e impersonal de
enfocar los problemas es precisamente lo que la vida religiosa necesita. Y,
sin embargo, en la religión todo depende del contacto personal. Un
ejemplo típico de esta ilusión es la manera con que muchos interpretaron la
idea original de la “Acción Católica”, tal como la expuso Pío XI en su
maravillosa encíclica Pax Christi in Regno Christi. El Papa pidió que toda
la vida del laico quedase impregnada del espíritu de Cristo y propuso una
nueva participación de los laicos en el apostolado. Este llamamiento
sublime para un pleno compromiso personal fue interpretado por muchas
personas como una exhortación a actuar simplemente como organización:
como si la tarea principal fuese la de establecer una especie de cuartel
general para todas las asociaciones católicas.
La sobreestima de la organización, como tal, halló su más pura
expresión en las palabras del famoso arzobispo alemán que llegó incluso a
exclamar: “Las asociaciones católicas son el octavo sacramento de la
Iglesia.” La despersonalización de la actividad religiosa producida por este
espíritu está íntimamente relacionada —como es lógico—con el
employeeism (“profesionalismo”) de que antes hablábamos.
Para ver la enorme diferencia que hay entre un compromiso total del
individuo y las actividades de las asociaciones religiosas, no tenemos más
que comparar la conversión del banlieue (= suburbio) de París con la labor
de cualquier asociación caritativa católica. Pierre Lhande nos habla del
sacerdote italiano que se acercó por vez primera a la gente del banlieue
que vivían como animales en pobreza indescriptible, en promiscuidad y en
feroz odio hacia Cristo y hacia su Santa Iglesia. Cuando este sacerdote
llegó, un muchachito, al ver la sotana, le tiró una piedra a la cabeza. La
sangre comenzó a resbalar por la cara del sacerdote. Este, entonces,
recogió la piedra y dijo: “Gracias, muchachito. Esta será la piedra angular
de mi iglesia.” Este ejemplo de devoción heroica, de responder a cualquier
ofensa con amor y paciencia inagotables y con prontitud para aceptar todas
las humillaciones, abrió la puerta para el apostolado. Algunos pastores de
París se unieron con este sacerdote, y los estudiantes de París llegaban un
día por semana a convivir con esos obreros y ayudarles. Después de veinte
49
años de apostolado personal, una tercera parte de todas las vocaciones al
sacerdocio, en París, procedían del banlieue43.
La causa del formalismo y legalismo consiste precisamente en
acercarse a la verdad sobrenatural a través de las categorías naturales.
Aunque se acentuó en abstracto lo sobrenatural, los responsables de la
esclerosis —en la Iglesia— retuvieron una manera de pensar y de actuar
que era secular. Desde el momento en que abandonaban el plano de la
abstracción, su acercamiento a la religión no exhalaba más que una at-
mósfera secular que no podía servir de base a la auténtica revelación
cristiana. Estaba ausente el hálito de Cristo, la epifanía de Dios, estaba
ausente el aroma de la santidad, el esplendor de lo sobrenatural, todo lo
que se halla tan gloriosamente presente en los santos y en los homines
religiosi a que nos hemos referido. Esta deficiencia es la que hace que la
vida se escape de la religión, la que crea un “ghetto” católico y la que priva
al mensaje de Cristo de su poder irresistible.
Así que, sobre este trasfondo de concepción legalista y formalista de
la religión, hemos de considerar el llamamiento del Vaticano II para una
vivificación de nuestra religión44. El Padre Lombardi habló de esto, aun
antes de que comenzara el Concilio. Una de las cosas que él dijo que el
Concilio debería lograr era que los obispos fueran no tanto los administra-
dores como los padres de sus diócesis.
Es difícil comprender cómo la vivificación de la religión puede
buscarse en una secularización de la religión, como patrocinan los
católicos progresistas. Si la religión ha de penetrar en nuestras vidas,
entonces lo primero que se requiere es que la religión misma sea auténtica.
Por eso, el primer paso hacia la vivificación es reemplazar la simple
erudición por un descubrimiento de la gloria de la fe cristiana. La Iglesia
43
PIERRE LHANDE SJ, Le Christ dans le banlieu, París, 1927.
44
Con respecto a la verdadera liberación del ghetto católico, véase —por ejemplo
— “Lumen gentium” II, 9: “Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque actualmente
no contenga a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey
es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para
todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de
caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de la redención
universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf.
Mateo 5, 13-16)”.
Véase, asimismo, II, 17: “Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la
totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del
Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda honor y gloria al Creador y
Padre universal.”
50
ha de ser reconocida como el Cuerpo Místico de Cristo. Y la lealtad y
adhesión profana debe ser sustituida por obediencia santa y por el ardiente
amor de la Iglesia. Más aún, en vez de concentrarnos exclusiva y
maliciosamente sobre la estrechez y legalismo que han aparecido en la
Iglesia en estos últimos siglos, deberíamos llamar más la atención sobre las
legiones de santos y grandes personalidades religiosas que han florecido
durante ese período. Ellos son las muestras de verdadera vitalidad, el polo
opuesto de los moradores de un “ghetto” católico. Su ejemplo revela cómo
hay que superar las tendencias áridas, formalistas, legalistas, que tratan de
osificar a la religión. Acordémonos de un Don Bosco, de un Lacordaire, de
un Newman. Y podremos ver la senda que conduce a la verdadera
vivificación45.
La verdadera vivificación exige que se ponga plenamente de relieve
el espíritu sobrenatural de Cristo. Esto significa que hay que eliminar toda
confusión entre lo natural y lo sobrenatural. No obstante, los católicos
progresistas optan por mayor confusión aún. Creen que la vivificación ha
de venir a través de la secularización. Desean aumentar la confianza en las
categorías naturales. Y, de este modo, patrocinan una cura que fue la causa
misma —en tiempos pasados— del formalismo de la vida religiosa. Al
exigir una completa y deliberada secularización, recomiendan el activismo
mundano y la libertad bohemia. Olvidan que la equivocación del enfoque
seco y formalista que acentuaba la letra más que el espíritu fue pre-
cisamente la equivocación de eliminar al Espíritu Santo y sustituirlo por
una abstracción, dando, además, demasiada importancia a los métodos
puramente naturales. La victoria de Cristo en todos los campos de la vida
es el verdadero final. Pero el intento de superar la esterilidad de una
religión legalista, poniendo en vez del fuego santo de Cristo un entusiasmo
secular y olvidando la vitalidad sobrenatural de los santos en beneficio de
45
Véase, a propósito de esto, “sobre la Iglesia en el mundo actual” 21: “Pues es
deber de la Iglesia hacer presente y casi visible a Dios Padre y a su Hijo encarnado,
renovándose y purificándose continuamente bajo la guía del Espíritu Santo. Eso se
obtiene en primer lugar por el testimonio do una fe viva... Testimonio insigne de esta
fe lo dieron, y lo siguen dando, muchísimos mártires. Esta fe debe manifestar su
fecundidad impregnando la vida toda de los creyentes, incluso en su vertiente
profana, y moviéndoles a la justicia y al amor, principalmente con los pobres.
Finalmente, para manifestar la presencia de Dios, lo más ‘importante es la caridad
fraterna de tos fieles, quienes unánimemente en su espíritu, colaboran con la fe del
Evangelio y se muestran como signo de unidad.”
51
las preocupaciones nerviosas, agitadas y profanas del mundo moderno: eso
—en realidad —es “celebrar los funerales de la fe y de la vida cristiana” 46.
Es fácil “sentirnos” vivos y libres cuando olvidamos el unum
necessarium, la única cosa necesaria, y cuando dirigimos todos nuestros
poderes hacia las empresas seculares. Es fácil sentirnos rebosantes de
energía cuando —por ejemplo— la urbanización y acondicionamiento de
los suburbios nos interesa más que nuestra transformación en Cristo. Lo
que los progresistas llaman “abandonar el ghetto católico” es, en realidad,
abandonar el adjetivo “católico” y mantener el sustantivo “ghetto”. Esos
católicos progresistas desearían reemplazar la Iglesia universal por el
ghetto del secularismo, por el aprisionamiento en un sofocante
inmanentismo, por el aislamiento en un mundo que está sentado in umbra
mortis, en la sombra de la muerte. Lograr la unión entre la religión y la
vida por el método de adaptar la religión al saeculum, no es cosa que
desemboque en una unión de la religión con nuestra vida cotidiana, sino
que reduce la religión a la persecución de metas puramente mundanas47.
Indudablemente, hemos de admitir que los sacerdotes, a veces, han
escandalizado a la gente por su mediocridad religiosa. Con frecuencia,
esos sacerdotes eran inocuos burgueses cuya personalidad nunca exhalaba
atmósfera religiosa. Y, en ocasiones, estaban llenos de suspicacia contra
toda clase de élan, contra cualquier impulso. Simplificaban excesivamente
todos los problemas. Eran incapaces de comprender el mensaje de Dios
que se contiene en las artes y en otras grandes obras naturales del hombre.
Fueron, ¡qué duda cabe!, rasgos lamentables de la vida práctica de la
Iglesia. Pero el camino para superarlos no es, ciertamente, alentar a los
sacerdotes a caer en el otro extremo: abandonar su anterior estrechez por
un entusiasmo indiscriminado en favor de las crudezas de lo secular, o por
un gusto enfermizo de lo vulgar. Eso sería huir de una mediocridad a otra
mediocridad. Los progresistas se inclinan a pensar que la estrechez es la
única clase de mediocridad. Olvidan que el ser ciegos a las cosas que son
antagónicas a la verdadera grandeza y a la verdadera cultura, y el pródigo
entusiasmo por la vulgar mundanidad son expresiones de una mediocridad
más palmaria aún, y son incompatibles con la religión48.
46
Padre Lombardi.
47
Al leer, por ejemplo, a Daniel Callahan, recibimos la impresión de que la
erradicación del chabolismo tiene prioridad sobre la redención.
48
Nos referimos a los intentos de introducir el jazz o el rock and roll o la música
criolla en los actos de culto religioso.
52
La falacia del enfoque progresista está bien patente. Si afirmamos
que la religión debe impregnar nuestras vidas, entonces la consecuencia es
que hemos de irrumpir hacia la realización de la vocación primordial,
hacia el sentido mismo de nuestras vidas, que es nuestro renacer en
Cristo49. Y, entonces, no tenemos ya que estar absorbidos por la lógica in-
manente de nuestras vidas profesionales o por las preocupaciones
cotidianas, sino que hemos de verlas, y ver todas las cosas, a la luz de
Cristo. Ciertamente, el eco de nuestra autodonación a Cristo debe resonar
en todos los escenarios de nuestra vida. El polo opuesto a la verdadera
religión, que nos une con nuestra vida cotidiana, es creer que todo lo que
se pide a un cristiano es que cumpla los deberes señalados por la lógica de
su vida secular. Esto significaría que la religión quedaba absorta por las
actividades seculares, de suerte que pudiéramos sentirnos satisfechos de
que, al cumplir las exigencias de tales actividades, habíamos hecho ya todo
lo que Dios nos pedía. En realidad, esto es evitar nuestro afrontamiento de
Cristo. Los que obran de esa manera son sólo cristianos de nombre. La
cuestión decisiva para la vivificación —hoy día—de la religión es ver si
por medio de la luz de Cristo nuestras vidas cotidianas han de cambiarse
profundamente y adaptarse a El, o si la religión cristiana es la que debe
adaptarse a la lógica inmanente de los intereses mundanos.
La orientación equivocada, que no sabe unir debidamente la religión
cristiana con la totalidad de nuestra vida, aprecia más la eficiencia que la
santidad. Hemos tratado ya acerca de esta confusión en nuestra obra The
New Tower of Babel (“La moderna Torre de Babel”)50. Este error, que
caracteriza a las propuestas de Daniel Callahan, Michael Novak y otros,
está delatando la pérdida del sensus supranaturalis. La cualidad de la
49
Véase, por ejemplo, la “Constitución dogmática sobre la Iglesia” 6: “La Iglesia,
que es llamada también la ‘Jerusalén de arriba’ y ‘madre nuestra’ (Gal 4, 26; cf. Ap
12, 17), se representa como la inmaculada ‘esposa’ del Cordero inmaculado (cf. Ap
19, 1; 21, 2 y 9; 22, 17). a la que Cristo amó... y se entregó por ella, para santificarla
(Ef 25-26), la unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la alimenta y abriga
(Ef 5, 29), y a la que, limpia de toda mancha, quiso ver unida i il y sujeta por el amor
y la fidelidad (cf. Ef 5, 24), a la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros
celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y de Cristo para con
nosotros, que supera toda la ciencia (cf. Ef 3, 19). Pero mientras la Iglesia peregrina
en esta tierra lejos del Señor (cf. II Cor 5, 6), se considera como desterrada, de forma
que busca y piensa las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios,
donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios, hasta que se manifieste
gloriosa con su Esposo” (cf. Col 3. 1-41.
50
Véase D. von HILDEBRAND, The New Tower of Babel. Kenedy, Nueva York,
1953.
53
santidad y de la autorrevelación de Dios en Cristo no es apreciada —
sencillamente —por estos señores. Y si la ven, entonces la entienden
erróneamente y la degradan. Parece que el ideal de estos reformadores
progresistas es que, en vez de tender a una transformación en Cristo y a ser
testigo de la revelación cristiana, el católico debería distinguirse lo menos
posible de un filántropo humanitarista.
54
Capítulo VI
Entre los católicos, hoy día, hay una creciente confusión sobre la
naturaleza de las relaciones entre la revelación cristiana (y, por
consiguiente, entre la Iglesia Católica) y la filosofía.
Antes del Concilio Vaticano II, muchos católicos estaban
convencidos de que, para ser católico ortodoxo, había que ser también
tomista. Ahora, después del Concilio, muchos creen que, para estar al día,
la Iglesia debe romper su vinculación con el Tomismo (el cual se ha hecho
especialmente fuerte, sobre todo desde el Concilio de Trento) y debe
aliarse con una filosofía completamente distinta: por ejemplo, la filosofía
existencial de Heidegger o el Hegelianismo. Esta actitud implica que la
relación entre la revelación cristiana y la filosofía ha sido —hasta ahora—
una relación accidental. Da por supuesto que tan sólo las influencias
históricas fueron causa de que la Iglesia se asociara primeramente con la
filosofía platónica, y luego con la aristotélica. Esta ingenua
supersimplificación ha sembrado gran confusión.
No puede dudarse de que hay relación esencial entre la revelación
cristiana y ciertas verdades naturales de índole fundamental. La existencia
de la verdad objetiva, la realidad espiritual de la persona, la diferencia
entre el cuerpo y el alma, la objetividad del bien y del mal moral, la
libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma, la existencia de un Dios
personal: todo ello está implicado en la revelación cristiana. Todas y cada
una de las palabras del Nuevo Testamento presuponen claramente esas
verdades elementales. Y cualquier filosofía que las niegue no podrá jamás
ser aceptada o tolerada por la Iglesia.
Claro está que una genuina fe cristiana no implica una prise de
conscience (“adquisición de conciencia”) filosófica de esas verdades. Y
menos aún una formulación filosófica de las mismas. Pero la verdadera fe
constituye una aceptación implícita de esas verdades naturales básicas. Y,
por tanto, excluye categóricamente cualquier filosofía que las niegue. La
naturaleza misma de la revelación judeo-cristiana es absolutamente
55
incompatible con cualquier relativismo epistemológico, metafísico o
moral, con cualquier materialismo, inmanentismo, subjetivismo o
determinismo. Y no hablemos del ateísmo 51. Así que, aunque la conexión
entre la revelación cristiana y las verdades fundamentales que hemos
enumerado debe distinguirse tanto del papel que una determinada filosofía
o sistema filosófico desempeña en la doctrina y enseñanza de la Iglesia,
como de la influencia que una filosofía determinada tiene sobre las
especulaciones teológicas: sin embargo, no podremos afirmar nunca que la
51
Los partidarios del movimiento “Dios ha muerto” (God is dead), los “ateos
cristianos”, tal como se denominan a sí mismos en los Estados Unidos, llegan a
afirmar tamaño disparate.
Muchos católicos pasan a menudo por alto esta verdad evidente (que se puede
captar también con la luz de la revelación natural), a saber, que la revelación cristiana
presupone necesariamente muchas verdades conocibles naturalmente: verdad que,
además, es un dogma de la Iglesia. En efecto, la Iglesia enseña que, con la luz de la
razón natural, se puede conocer con certeza la existencia de Dios.
Véase: “Constitución dogmática sobre la divina revelación”, núm. 6.
“Confiesa el santo Concilio que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser
conocido con certeza por la luz natural de la razón humana, partiendo de las
criaturas (cf. Rom 1, 20); pero enseña que hay que atribuir a su revelación ‘el que
todo lo divino que por su naturaleza no sea inaccesible a la razón humana lo pueden
conocer todos fácilmente, con certeza y sin error alguno, incluso en la condición
presente del género humano’.”
Ahora bien, este conocimiento presupone muchas otras intuiciones metafísicas (a
saber, que existe la verdad absoluta, cuál es la esencia de la verdad, la trascendencia
del conocimiento, la intelección de los objetos inteligibles, el principio de
contradicción, la idea de que de la nada no puede hacerse nada, y de que todo lo que
llega a originarse, todo lo contingente presupone un ser absoluto, de que lo que se nos
ofrece en nuestra experiencia consciente no es una ilusión, no puede ser un engaño,
en el sentido de que fuera algo evocado por una causalidad mecánica, etc.).
Por consiguiente, esta enseñanza dogmática de la Iglesia va mucho más allá de la
simple comprobación de que la revelación cristiana presupone esencialmente la
libertad de la voluntad, el carácter absoluto de la verdad, la trascendencia del
conocimiento, etcétera, y de que su negación es incompatible con la doctrina de
Cristo. Fijémonos bien. La Iglesia enseña mucho más. La Iglesia enseña que esas
verdades —independientemente de la fe— se pueden conocer con certeza por la luz
de la razón natural.
Véase también: “La Iglesia en el mundo actual”, núm. 15.
“Ya que su inteligencia no se limita exclusivamente a lo fenoménico, sino que es
capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, a pesar de que, como
consecuencia del pecado, se encuentre parcialmente débil y a oscuras.”
Véase: “La Iglesia en el mundo actual”, núm. 14. “Así, pues, al reconocer en sí
mismo un alma espiritual e inmortal no es víctima de un falaz espejismo, procedente
56
elección que la Iglesia hizo de una determinada filosofía estuviera
condicionada históricamente, en lo que se refiere a la aceptación o no
aceptación de esas verdades naturales elementales a que nos hemos
referido.
Pero la relación entre la revelación cristiana y la filosofía no se agota
por el hecho de que toda filosofía que niegue esas verdades esenciales sea
incompatible con el depositum Catholicae fidei. Porque las filosofías que
las aceptan varían extensamente en su adecuación con las exigencias de la
revelación cristiana. Sea cual sea el acuerdo que haya sobre esas verdades
básicas, una filosofía que haga más justicia que otras a la plenitud del ser,
será más adecuada —por esta misma razón— para explicar, verbigracia, la
relación entre la moralidad natural y la moralidad cristiana. A su vez, una
filosofía que profundice más en la naturaleza de la persona contribuirá más
al estudio del sentido del ser del hombre, creado a imagen y semejanza de
Dios, o al estudio del misterio de las dos naturalezas que hay en la única
persona de Cristo. En estos casos, podemos afirmar que tal filosofía
corresponde más adecuadamente a la verdad revelada.
Puede haber, por tanto, razones muy adecuadas para que la Iglesia
favorezca más a una filosofía que a otras que aceptan igualmente las
verdades básicas, las cuales se presuponen necesariamente y están
implicadas en la revelación cristiana. Y estas razones son completamente
independientes de la simple influencia histórica. Aunque tenga que haber
libertad en la discusión de todas las cuestiones filosóficas, con tal que
queden garantizados todos los presupuestos indispensables: sin embargo,
es muy posible que el contenido específico de una concepción filosófica
armonice mejor con la verdad revelada y se adapte mejor a ella que otros
contenidos, y que por esta misma razón la Iglesia lo adopte explícitamente.
En el capítulo siguiente estudiaremos, además, la adecuación relativa de
las diversas filosofías: es decir, la meta de la filosofía considerada en sí
misma, más bien que en su relación con la verdad revelada. No hace falta
decir a nadie que sea católico convencido, que estos dos enfoques han de
converger inevitable y objetivamente, aunque sean formalmente distintos52.
sólo de condiciones físicas y sociales, sino que, al contrario, toca la verdad profunda
de la realidad.”
Véanse también los textos, citados en los capítulos 12 y 25, tomados de la
Constitución pastoral “Gaudium et Spes”, acerca de la objetividad de las normas
morales, del bien y del mal, y de la conciencia moral. Véase especialmente la
Constitución pastoral acerca de la Iglesia en el mundo actual, núm. 16.
52
Véase la primera nota de este mismo capítulo.
57
Además del reconocimiento de ciertas verdades básicas y de la
adaptación para el estudio del sentido de la verdad revelada, hay un tercer
factor que desempeña un papel en el patrocinio que la Iglesia hace de una
filosofía determinada. Aunque una filosofía pueda ser más profunda y
superior en verdad, y, por tanto, pueda ser —objetivamente —más adecua-
da que otra con respecto a la revelación cristiana: sin embargo, tal filosofía
podría prestarse más a una interpretación errónea, y, por tanto, podría crear
más riesgos pedagógicos. La preferencia por un sistema cerrado, tal como
el tomismo, está motivada (al menos en parte) por el hecho de que protege
a la mente de las aventuras filosóficas que podrían conducir a herejías. La
tradición filosófica agustiniana, que encontramos en San Anselmo y en
San Buenaventura, no corresponde menos adecuadamente a la revelación
cristiana que la filosofía tomista. Pero no posee el carácter de sistema
cerrado. Su apertura es una ventaja decidida desde el punto de vista
puramente filosófico. Pero, pedagógicamente, puede ser peligrosa. Un
sistema cerrado se recomienda como la base filosófica para la educación
de los sacerdotes y como el material con el que se puede edificar una
fortaleza teológica contra posibles desviaciones heréticas.
Ahora bien, no pretendemos —ni mucho menos— que estos tres
factores que hemos hecho notar en la relación que existe entre la doctrina
de la Iglesia y la filosofía sean los únicos factores. Pero bastarán para
mostrar que la Iglesia no puede cambiar arbitrariamente una filosofía por
otra, dejándose llevar simplemente de influencias históricas.
Ni negamos tampoco que las influencias históricas desempeñan
también un papel en el endoso y aprobación, por parte de la Iglesia, de una
filosofía particular. Por ejemplo, la entrada de un aristotelismo averroísta
en el mundo cristiano, a comienzos del siglo XIII, desempeñó un papel
indudable en la ascendencia adquirida por el tomismo sobre la tradición
agustiniana. Pero ésta no fue, ni mucho menos, la única razón. Es un error
desastroso el sostener que la Iglesia podría aceptar cualquier filosofía, en
virtud de su situación histórica y cultural, y sin tener en cuenta la afinidad
interna de la tal filosofía con la revelación cristiana. Hoy día es necesario
acentuar este punto: cualquiera que sea el clima intelectual que exista en
un lapso de la historia, ninguna filosofía que niegue las verdades naturales
fundamentales que la revelación cristiana presupone, podrá ser aceptada
jamás por la Iglesia, ni siquiera tolerada por ella.
Indudablemente, el papel desempeñado por la filosofía de Platón en
los escritos de los Padres de la Iglesia no se debió, simplemente, a una
influencia histórica. Sino que se basó, primariamente, en el hecho de que
58
las verdades que hemos mencionado eran o bien reconocidas o bien
supuestas tácitamente. Y nunca fueron negadas formalmente. Habría sido
imposible aceptar otras filosofías griegas, tales como el sofismo, el es-
cepticismo de las academias tardías o el estoicismo. Ni el aristotelismo
tomista habría podido desempeñar un papel tan significativo en la tardía
Edad Media, si no se hubiera visto que la filosofía de Aristóteles había
reconocido más o menos esas mismas verdades básicas. Así lo vemos
magníficamente en el hecho de que la Iglesia haya hecho suya la
interpretación que Santo Tomás diera de Aristóteles, y haya condenado la
interpretación averroísta.
Asimismo, la importancia de Platón en la época patrística y en la
temprana Edad Media es considerada como el segundo factor en las
relaciones entre la Iglesia y la filosofía. El elevado rango filosófico de esta
filosofía le dio íntima afinidad con la revelación cristiana. El tono noble
del platonismo, el papel que señala a la contemplación, el profundo respeto
de que está impregnado, su mirada dirigida hacia lo alto: todas estas
cualidades lo recomendaban vigorosamente ante la mirada de todos los que
andaban buscando una base filosófica para una teología de la doctrina
cristiana.
Teniendo bien presente este análisis y los ejemplos que hemos
presentado, vamos ahora a adentrarnos en el moderno debate acerca de la
Iglesia y de la filosofía.
Parece que muchos católicos progresistas que hoy día exigen para la
Iglesia una “nueva filosofía’' no tienen ni idea de la verdadera relación que
existe entre las verdades de la fe católica y la filosofía que la Iglesia puede
recomendar como guía natural hacia la verdad y como ayuda para la
teología. La noción de una “nueva” filosofía contiene una ambigüedad
peligrosa. Podría significar que la filosofía tradicional debiera ser
reemplazada por filosofías que niegan las verdades naturales que la fe
cristiana adopta como base53. Como hemos visto, tal filosofía “nueva”
sería —de hecho—radicalmente incompatible con la Iglesia. Con este
concepto de “filosofía nueva” se podría aspirar también a lograr
complementaciones filosóficas de la filosofía tradicional, verbigracia, a
sustituir algunas pruebas insatisfactorias y débiles.
Ahora bien, esto último representa un empeño legítimo, pero con tal
que se esté persuadido de que la debilidad de una prueba no basta para
53
Véanse las propuestas de Eugene Fontinell en el famoso periódico americano
“Cross Currents”, XVI (1966), 15-40.
59
desaprobar la verdad de una tesis. El hecho de que los filósofos estén de
acuerdo en una verdad fundamental (tal como la diferencia entre el cuerpo
y el alma, la posibilidad de alcanzar la verdad absoluta, o la libertad de la
voluntad) es más decisivo que su desacuerdo acerca de los argumentos en
favor de esa verdad. En teología natural, hay más acuerdo que desacuerdo
entre San Anselmo y Santo Tomás. Es más significativo el hecho de que
Santo Tomás afirme también la existencia de Dios y la posibilidad del
conocimiento racional de la existencia de Dios que no el que rechace la
prueba ontológica que San Anselmo ofrece de la existencia de Dios. A su
vez, las epistemologías de San Agustín y de Santo Tomás tienen su lugar
en una filosofía aceptada por la Iglesia. Y lo tienen, porque ambas afirman
la existencia de la verdad objetiva y la posibilidad de alcanzar un
conocimiento objetivo y absolutamente cierto. Mientras la “novedad”
filosófica no trate de socavar las verdades fundamentales presupuestas por
la revelación cristiana y aceptadas por la filosofía tradicional, podría ser
una novedad filosófica aceptable también por la Iglesia.
Existe una relación análoga entre la teología y el dogma. Una
teología que niegue algún artículo de la fe —o que incluso dé una
interpretación diferente de la tradicional— sería necesariamente falsa. Si,
por ejemplo, los cambios que se han introducido en los catecismos de
Holanda y Francia (como la omisión de toda mención del infierno), no
tuvieran como meta razones pedagógicas, sino que estuvieran animados
por una “nueva” teología que ya no aceptara esas verdades reveladas:
entonces tal empresa sería —como es lógico— herética. De la misma
manera, toda teología que niegue la presencia de Cristo en la Sagrada
Eucaristía, después de la consagración, sería también herética 54. Muchas
teorías teológicas antiguas que no afectan a los hechos de la verdad
revelada, pueden sustituirse por otras teorías. No cabe duda, por ejemplo,
que algunas teorías acerca de la predestinación necesitan urgentemente una
nueva formulación. Pero los hechos que se nos han revelado, y que hallan
su expresión en el dogma, no pueden ser reemplazados jamás por una
“nueva teología”55.
54
Véase, a propósito de esto, los pasajes que hemos citado en el capítulo IV, p. 49,
y que están tomados de los documentos del Concilio Vaticano II.
55
Un intento así de crear una “nueva” teología, lo hace claramente Leslie Dewart
en su libro Die Zukunft des Glaubens (El futuro de la fe), en el que dice que: “El
teísmo cristiano podría llegar en el futuro a no concebir ya a Dios como una persona
o como una Trinidad de personas.”
60
Capítulo VII
63
que se dedicó a defender la “fortaleza” del tomismo. Sólo que la filosofía a
la que ahora se ha entregado es un completo error, y sus mismos cimientos
son incompatibles con la fe cristiana. En lugar de pensar de segunda mano
según las ideas de los grandes pensadores católicos, ahora se dedica a
pensar de segunda mano siguiendo la trayectoria de equivocados pensa-
dores seculares. Aparte del hecho de que su pensamiento sigue siendo de
segunda mano (manifestando con ello una lamentable tendencia
conservadora), la vida de ese espíritu experimenta un profundo cambio.
Porque ahora busca cobijo y protección en el pensamiento que realmente
le tienta a ponerse en contradicción con las verdades de la revelación di-
vina. Podríamos aplicar a esta persona aquellas palabras del Evangelio:
“...y el final de aquel hombre viene a ser peor
que el principio” (Lucas 11, 26).
Un tercer tipo de filósofo católico moderno cree que es capaz de
superar las estrecheces del tomismo haciendo un potaje de Santo Tomás y
de Kant, o de Santo Tomás y Hegel, o utilizando como condimento a algún
otro pensador moderno influyente. No se da cuenta de que la antigua
estrechez no brotaba del contenido del tomismo, sino de la creencia
errónea de que podemos hallar respuesta a todo en la rígida estructura de
un sistema cerrado. La defensa del sistema ha reemplazado a menudo a la
consulta de la realidad. El remedio es un acercamiento —un acercamiento
sin prejuicios— a los datos, y no una mescolanza del tomismo con algún
otro sistema. La reacción de este tercer tipo pasa también por alto la
absoluta incompatibilidad de los nuevos ingredientes con la divina re-
velación.
La respuesta adecuada que debe dar hoy día el filósofo cristiano,
exige un contacto profundamente respetuoso y orgánico con las grandes
intuiciones de la filosofía tradicional: un contacto que vaya de la mano con
una incesante consulta de la plenitud del ser, tratando así de completar las
grandes verdades conquistadas en el pasado, por medio de ulteriores
correcciones, diferenciaciones e intuiciones61.
61
La tarca del filósofo contemporáneo con respecto a la ética, la hemos
ejemplificado en una conferencia pronunciada en la Catholic University of America:
“Algunos peligros surgen de actuar como Procrustes, cortándoles los pies a las
personas que no se ajustaban a las camas que se había fabricado para ellas. Tal
procedimiento lo siguen las personas que están más deseosas de presentar un sistema
compacto que de hacer justicia a la verdad, y que creen que la deducción es un
conocimiento más seguro que la intuición evidente, y que —asimismo— se niegan a
64
Capítulo VIII
admitir una realidad mientras no logran explicarla en relación con otras verdades.
Olvidan las admirables palabras del Cardenal Newman de que diez mil dificultades
no justifican una sola duda. Y rehúsan admitir lo que Gabriel Marcel denomina ‘los
misterios del ser’.”
“Más aún, cuando las ideas de un gran filósofo han creado una escuela y han
adquirido el carácter de un sistema compacto que puede enseñarse como un libro de
texto, entonces los miembros de tal escuela no hacen justicia ni siquiera al maestro
cuyos discípulos pretenden ser. Precisamente por el amor a ese sistema, pasan por
alto algunas intuiciones importantes del maestro que no encajan en tal sistema.”
“(La) rehabilitación de la ética... debería revisar más bien la ética tradicional para
confrontarla con la realidad: con el mundo de los datos morales, tal como se nos
ofrecen en la vida, en la Sagrada Escritura y en los santos. Lo que hace falta es volver
a pensar todas las respuestas que se dan en ética. Y esto surgirá de un estrecho
contacto con la realidad moral y con los valores morales tanto positivos como ne-
gativos.”
“Semejante contacto nos hará ver que, en muchos casos, las verdades captadas por
la ética tradicional exigen una ulterior diferenciación, un complemento y un mayor
enriquecimiento. Y, sobre todo, evidenciará la necesidad que existe de una
“adquisición de conciencia” de las numerosas realidades que se presuponen
tácitamente en la filosofía tradicional, aunque no están reconocidas explícitamente ni
admitidas expresamente. En esta reflexión se apreciaría el pleno sentido filosófico de
una realidad que es conocida por el contacto inmediato y vivo con la realidad. Tal
fue, por ejemplo, la apreciación que hizo Aristóteles de las cuatro causas. Esta
apreciación implica también la eliminación de todos los presupuestos tácitos, pero
nunca probados, que a menudo obstaculizan el camino hacia un conocimiento
adecuado de la verdadera naturaleza de la moralidad.”
“En un acercamiento existencial a la realidad que, como dice tan acertadamente
Gabriel Marcel, devuelve a la experiencia su valor ontológico, no hay posibilidad de
pasar por alto la indiscutible realidad del valor, a la cual uno se está refiriendo
continuamente, que inevitablemente uno presupone, y que es cosa que pertenece a las
realidades últimas como el ser, la verdad y el conocimiento, y a las cuales apelamos
incluso en la misma alentada en que tratamos de negarlas, El dato del valor se
presupone en la filosofía de todas las épocas. Pero, como sucede muy a menudo, las
realidades más indiscutibles y a las que se presuponen como más evidentes, no se
registran expresamente en una filosófica “adquisición de conciencia”. Y tan sólo
65
El kairós
62
La actitud adoptada por el gran Cardenal Saliège, arzobispo de Toulouse, hacia el
“gobierno de Vichy” es un ejemplo destacado de esta labor de anunciar la palabra de
Dios “a destiempo”.
67
son estrictamente incompatibles con la fe cristiana. Esto se aplica a la
condenación de todas las herejías. Y esto hicieron, por ejemplo, los
obispos alemanes en el caso del Nacionalsocialismo (que comenzó en el
año 1921), antes de que éste lograse llegar al poder.
El segundo aspecto es la oportunidad pastoral y misionera única, que
un momento histórico dado nos proporciona. Por ejemplo, en el año 1933
no hay duda de que, si los obispos hubieran condenado el
Nacionalsocialismo con un absoluto non possumus, y se hubieran
mantenido firmes como una roca en medio de la fluctuación del pueblo
alemán (que se hallaba intimidado), millones de personas se habrían
convertido a la Iglesia. Desde el punto de vista misionero, era tal vez una
de esas horas que suenan quizá una sola vez en doscientos años de la vida
de un país. Ahí tenemos el kairós. Es la especial oportunidad histórica que
se le concede a la Iglesia en su actividad apostólica.
Hay otros tipos del llamamiento —de la vocación— de la hora. Estos
no tienen el mismo impacto, ni afectan de la misma manera al corazón
mismo de la vida de la Iglesia. Están relacionados con lo que se ha dado en
llamar el aggiornamento. Nos referimos a cómo las condiciones de la vida,
en una época determinada de la historia, pueden ofrecer ciertas opor-
tunidades a las actividades apostólicas de la Iglesia. Por ejemplo, el
enorme desarrollo técnico de la civilización occidental es también, hoy día,
una parte indudable de la voz del kairós.
Las condiciones de vida que exigen un aggiornamento, así como
también los predominantes rasgos intelectuales y morales de una época,
pueden ser neutros, estrictamente positivos, o positivos desde un punto de
vista y negativos desde otro. Ahora bien, cuando son marcadamente
negativos, y están manchados por valores negativos, especialmente por
valores negativos de carácter moral, entonces la voz de la hora exige una
condenación.
Precisamente porque una de las características de la mentalidad de
nuestra época es la antipatía hacia la condenación de las “ortodoxias”
seculares y de las desviaciones religiosas, es necesario acentuar que la voz
—el llamamiento— de la hora, la oportunidad que se le presenta al
apostolado de la Iglesia en un momento particular de la historia, lleva
consigo no sólo la exploración de los elementos positivos de una época,
sino también una condenación inequívoca de los errores y de los malos
rumbos. El condenar y desenmascarar los errores es considerado
ampliamente hoy día como una cosa hostil al amor. Ya no se entiende
68
aquel principio básico enunciado por San Agustín: interficere errorem,
diligere errantem (“matar el error, amar al que yerra”). Se da por supuesto
que estas dos acciones están en contradicción la una con la otra, cuando
—en realidad— el amor está exigiendo que se dé muerte al error. En otro
capítulo estudiaremos con más detalle este error, que se halla muy
difundido63. Por ahora bastará señalar que precisamente el amor supremo
de la Iglesia hacia todos los seres humanos exige la condenación del error,
y que tales condenaciones son una respuesta esencial a la voz de la hora.
Las condenaciones de las grandes herejías —arrianismo,
pelagianismo, monofisitismo— nacieron, todas ellas, de la voz del
momento histórico. El tema primordial fue siempre, claro está, la verdad:
la preservación de la revelación divina contra todas las deformaciones.
Pero la necesidad de condenar una herejía particular en un momento dado,
esa necesidad brota de la voz del tiempo.
Una condenación alcanza una elevada tematicidad, cuando se trata de
la difusión de peligrosos errores en la sociedad o de la imposición violenta
de errores funestos por parte de un Estado totalitario, como en la Alemania
nacionalsocialista o en los países comunistas. Se presupone, claro está, que
con esa condenación se expresa una verdad. Pero la responsabilidad
pastoral es también temática en alto grado. Declarar la verdad en este
momento, proteger a los hombres contra el error infeccioso y ruinoso, y
dar así testimonio de la luz de Cristo ante muchas personas de fuera: he ahí
un rasgo dramático del kairós.
Sin embargo, algunas veces, razones prácticas de orden muy elevado
podrían militar contra una condenación abierta de un mal. Cuando el
momento es “inoportuno” (importune) en el sentido de que los
representantes de la Iglesia podrían verse sometidos a persecución,
entonces la exhortación de San Pablo tiene aplicación clara. Semejante
peligro no debería impedir jamás la promulgación de la doctrina cristiana
ni cualquier otra intervención, de la Iglesia. Pero cuando el momento es
tal, que una intervención no haría más que aumentar el mal contra el que la
Iglesia debiera protestar, entonces las palabras de San Pablo no se aplican
ya necesariamente. Evidentemente, las circunstancias de la hora pueden
imponer tan sólo una abstención de intervenir, pero no podrán entrar nunca
en componendas con el error o con el mal.
Así ocurrió cuando la Iglesia no atacó directa y abiertamente a Hitler,
durante la segunda guerra mundial, por sus terribles persecuciones contra
63
Véase el capítulo XXII:
69
los judíos. La experiencia había demostrado que cualquier intervención de
esta clase, por parte de la Iglesia, no haría más que aumentar la violencia y
furor de tales persecuciones64. En ese momento, el interés mismo de los
perseguidos exigía que la Iglesia se abstuviese de toda intervención: por
muy válida que dicha intervención hubiese sido como juicio moral. Es una
enorme simplificación de las exigencias de la historia, así como también
un desastroso malentendido de la voz del kairós, el pretender a gritos que:
“¡La Iglesia tiene la misión de proclamar la verdad, sin tener en cuenta las
consecuencias!” Hacer una declaración sobre un acontecimiento, y
aprovecharse con ello de la oportunidad pastoral que con ello se ofrece,
puede aumentar los males que sufren aquellas personas cuya triste
situación nos había movido —más que nada— a emprender una acción.
De este modo, el kairós presenta un problema sutilísimo y complejo,
porque hay que tener en cuenta muchos factores: factores que a veces están
en conflicto. Pero una fatal comprensión errónea del kairós es la de no
hacer la crucial distinción entre el tema de la verdad y el tema de la
historia. Aun concediendo que la tematicidad histórica haga que la
promulgación de ciertas verdades sea especialmente urgente, el valor que
esas promulgaciones tienen por razón de su verdad será distinto del valor
que tienen por razón de la necesidad de publicarlas en tal o cual momento
particular. Este último valor no sólo presupone al anterior (porque la hora
histórica puede exigir únicamente de la Iglesia la promulgación de la
verdad, y nunca la declaración de un error). Pero la verdad de las
promulgaciones sigue siendo —en todo momento— la razón principal para
su valoración, y nunca lo será su tematicidad histórica.
Siempre que una persona permite que la tematicidad histórica
adquiera primacía sobre la verdad, deja de estar en sana relación con la
verdad. Ya no es un verdadero buscador de la verdad. Por lo menos, corre
peligro de deslizarse y ser arrebatado por el relativismo histórico. Y el
poder que algunas ideas tienen en un momento histórico determinado,
pueden inducirle a creer que el entrar en componendas con tales ideas
creará oportunidad para la victoria de Cristo. Esto conduce
inevitablemente a desperdiciar la verdadera vocación —el llamamiento—
de la hora, como ocurrió con la conferencia de los obispos alemanes,
celebrada en Fulda en el año 1933.
64
Tal fue la razón para el silencio de S. S. Pío XII en aquel momento: un silencio
no sólo justificado sino además absolutamente necesario.
70
En su forma extrema este error se halla difundido entre los católicos
progresistas, que se inclinan a identificar simplemente la voz del kairós
con la adaptación a la mentalidad o al clima espiritual de una época.
Los favorecedores de esta adaptación pretenden basar su actitud en
las palabras de San Pablo: “Con los judíos me he hecho judío para ganar a
los judíos... Me he hecho todo a todos” (I Corintios 9, 20. 22). Interpretan
que estas palabras de San Pablo significan que el verdadero apostolado
exige que no sólo nos adaptemos nosotros, sino que adaptemos también el
mensaje de Cristo a la peculiar mentalidad de las personas a quienes
deseamos ganar para Cristo. Hemos de hablar su mismo lenguaje —y esto
significa que hemos de abrazar los modos de pensamiento y conducta de
esas personas—, a fin de poder llegar hasta sus almas.
Ahora bien, esto puede entenderse en un sentido fructífero y
legítimo65. Pero puede ocultar también una perversión de lo que nos quiso
decir San Pablo. Por tanto, es necesario distinguir entre dos clases distintas
de “adaptación”.
Es legítimo buscar el mayor conocimiento posible de la persona a
quien queremos comunicar la palabra de Cristo. Esforcémonos, en primer
lugar, por conocer su situación, su mentalidad, sus tendencias positivas y
negativas, sus aspiraciones, la verdad que él ha logrado captar, los errores
de los que ha caído presa. Esto es indispensable para saber dónde hemos
de comenzar nuestro apostolado. En segundo lugar, tratemos de entrar con
delicado respeto por la puerta ya abierta por las verdades que él ha
captado, como hizo San Pablo en el Areópago, cuando se sirvió de la
noción del “Dios desconocido”. En tercer lugar, aceptemos y endosemos
todas las costumbres que no estén en contradicción con la verdad y ética
cristianas. En cuarto lugar, aprovechemos sus anhelos —esos anhelos más
o menos conscientes —de Dios.
Todos los valores morales con los que él está familiarizado, toda la
belleza que él ha descubierto en la naturaleza, todas aquellas verdades
naturales que desempeñan un papel en su concepción del mundo y que
están encajadas en su religión, podrían ser un punto de partida para nuestro
apostolado. Y si hay elementos verdaderos y válidos en su religión (tales
como el sentido de lo sagrado, el anhelo de lo absoluto, la fe en el más
allá, auténtica piedad, auténtico recogimiento), deberíamos aprovecharlos
como puentes hacia el Evangelio cristiano.
65
Véase, a propósito de esto, la exposición de las exigencias fundamentales y de
las clases de diálogo, en “Ecclesiam Suam”.
71
Pero de la mano con todo esto debería ir una repulsa a entrar en
componendas con los errores en que él está envuelto, un esfuerzo
incansable —nacido del amor de Cristo y de la caridad hacia este hermano
—que tienda a librarle de sus errores.
Y precisamente en este punto podríamos forzar las palabras de San
Pablo y orientarlas hacia un falso irenismo, dándoles una interpretación
equivocada. En vez de colaborar en la difusión del verdadero mensaje de
Cristo, nuestro esfuerzo por adaptar a la mentalidad de otras personas tal
mensaje puede alterarlo de tal forma, que la aceptación del Evangelio no
exija ya una conversión66. Por eso, el hablar el lenguaje de los no-católicos,
66
Esto está en la más flagrante contradicción con el espíritu del concilio y de la
misión de evangelizar que se ha confiado a la Iglesia: misión a la que pertenece
esencialmente el que se proclame la plena verdad de la revelación de Cristo “sin
tachaduras”. Y esa plena verdad exige nuestra plena conversión.
Véase, por ejemplo, “La Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 8: “Esta es la
única Iglesia de Cristo..., la que nuestro Salvador... erigió para siempre como
‘columna y fundamento de la verdad’ (I Timoteo 3, 15).”
Después de haber dicho que Dios —en su misericordia y por el acto redentor de
Cristo— quiere salvar también a todos aquellos que, sin propia culpa, no le adoran en
la única y verdadera Iglesia, y que, no obstante, “se esfuerzan, ayudados por la gracia
divina, en conseguir una vida recta” (16), se nos dice:
“Pero con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se
hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira
sirviendo a la criatura en lugar del Criador (cf. Romanos 1, 21 y 25), o viviendo y
muriendo sin Dios en este mundo están expuestos a una horrible desesperación. Por
lo cual la Iglesia, recordando el mandato del Señor: ‘Predicad el Evangelio a toda
criatura’ (Marcos 16, 16), fomenta encarecidamente las misiones para promover la
gloria de Dios y la salvación de todos.”
“Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles... diciendo: ‘Id y
enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado...’ Este solemne
mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los
Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta el fin de la tierra... De aquí que haga
suyas las palabras del Apóstol: ‘‘¡Ay de mí si no evangelizara!’.”
“Predicando el Evangelio, mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los
dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y los incorpora a
Cristo, para que crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia El... Así, pues, ora y
trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo
de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos,
se rinda todo honor y gloria al Padre universal.”
Véase el capítulo XIV (“Libertad y arbitrariedad”). Ahí podrán leerse los textos
conciliares que vinculan orgánicamente los dos dogmas de la necesidad de pertenecer
a la Iglesia para la salvación (y la necesidad de la fe y del bautismo) y de la universal
72
no puede significar nunca que alteremos el mensaje cristiano traduciéndolo
a términos incompatibles con él, o presentándolo de acuerdo con una ética
que contradiga a la atmósfera misma de Cristo.
Intentar adaptar la doctrina de la Iglesia a la mentalidad de una época
lleva consigo el moldear la revelación divina y acomodarla a la moda y
espíritu de los tiempos. Y eso es una caricatura de la voz del kairós. Y ya
socavando la razón misma de ser de la Iglesia y de su apostolado. Si la
doctrina de la Iglesia no se basa en una revelación divina inmutable, sino
que puede cambiar con la época (si no es el mismo Evangelio el que hay
que proclamar en cualquier voz del kairós a través de la historia), entonces
sufre un colapso la justificación misma de la misión apostólica de la
Iglesia: esa misión que ordena “id y enseñad a todas las naciones” (véase
Mateo 28, 19).
voluntad salvífica de Dios. De este modo, dichos textos nos hacen ver la suprema
seriedad con la que todos estamos obligados a buscar la verdad y a convertirnos.
73
Capítulo IX
67
En realidad, es bastante peligroso creer que podemos determinar exactamente
cuáles son los elementos que, en la actualidad, son índice de las tendencias
intelectuales del futuro. Algunas veces ha habido personas que tenían una especie de
visión cuasi-profética de los peligros del futuro o de sus orientaciones (pensaríamos
en Kierkegaard o en Dostoyevsky, principalmente en la obra de este último titulada
Los Demonios). Pero, al afirmar que somos capaces de prever el clima espiritual del
futuro, deberíamos tener siempre en cuenta que estábamos pisando un terreno muy
inseguro. Véase el capítulo XXIII.
74
una sobria conciencia de todos los peligros de la situación creada por la
caída del hombre, combina —digo— esta conciencia con una
inconmovible esperanza que nace de la fe de que Cristo ha redimido al
mundo.
No acierta a expresar la diferencia radical que existe entre la
esperanza y el optimismo. La confusión entre ambos constituye otra forma
de secularización. No es tarea nuestra, aquí, el ponernos a analizar la
naturaleza de la esperanza. Pero quede bien claro que en toda esperanza
hay una alusión a la Providencia, una confianza en una benigna
intervención de Dios que rompe el encadenamiento de las circunstancias
naturales. Aun en el caso de que una persona pretenda no tener confianza
en Dios, tal persona está dando por supuesta a la Providencia, desde el
momento mismo en que espera. La esperanza es totalmente distinta de la
actitud del hombre que, por su inmensa vitalidad, escapa de la
desesperación, aun en los casos en que tiene que enfrentarse con la más
negra amenaza. En vez de la humildad de la esperanza, ese hombre da
muestras de una seguridad en sí mismo, que nace del sentimiento de que es
capaz de vérselas con cualquier situación.
Sin embargo, lo que más nos interesa no es la diferencia general que
existe entre la esperanza y el optimismo vital, sino la oposición entre una
visión optimista del desarrollo de la historia y la actitud cristiana hacia el
futuro histórico. No tenemos más que considerar la sobria perspectiva de
los Apóstoles y santos, que veían la profundidad de esta oposición. Ellos
no tenían, ni mucho menos, una visión optimista del futuro. Ellos no creían
que el progreso estaba, de cualquier forma, garantizado por el desarrollo
inmanente de la historia.
Y menos aún daban muestras de la convicción de que el cristiano
debería integrarse optimistamente en el movimiento de la historia.
Lejos de eso, su actitud muestra —al mismo tiempo— una clara
conciencia de la incesante lucha entre Cristo y el espíritu del mundo, y una
inquebrantable esperanza en la ayuda de Dios para esta batalla.
Manifiestan una inexorable detección de todos los peligros, de los peligros
reales del momento actual y de las amenazas del futuro. Pero, a la vez, dan
muestras de una inquebrantable fe en la victoria de Cristo. No son ni
pesimistas ni optimistas. Son los únicos realistas verdaderos. Contemplan
al mundo tal como es, sin ilusiones. Pero su mirada ve más allá del mundo.
Claramente conscientes de las constantes embestidas de Satanás sobre el
mundo, se hallan sólidamente fundados en la fe de que Cristo ha redimido
75
al mundo. Saben que El nos ha llamado a combatir juntamente con El.
Están llenos de la convicción consoladora y feliz de que al hombre que
busca a Cristo, nada podrá separarlo de su amor.
Está bien clara la diferencia entre esta actitud cristiana hacia el futuro
(la actitud manifestada por los santos) y la visión optimista de quien se
acerca alegremente al futuro, de quien ve en la historia una especie de
operación del Espíritu Santo68.
La esperanza cristiana no nos ciega, para no ver los peligros. Lejos de
eso, tal esperanza presupone que contemplamos la realidad tal como es.
Pero el que tiene esperanza sabe muy bien que Dios está por encima del
mundo. Al confiar en El, al confiar en su infinito amor, está protegido
contra la deprimente resignación. La esperanza irrumpe a través de todo
inmanentismo y lo supera. La esperanza es esencialmente trascendente.
Indudablemente, en la estructura vital del hombre está enraizado un
elemento que le hace mirar hacia delante, una expectación gozosa. Es una
especie de fuerza que nos impulsa hacia delante. Nos alienta para mirar
hacia nuevas actividades. Esta anticipación es, indudablemente, una señal
de salud y un magnífico lubrificante en la vida cotidiana del hombre. Pero
cuando nos hace ver de color de rosa el futuro, cuando nos ciega para que
no veamos la amenaza de verdaderos peligros, cuando se transforma en
“optimismo”, entonces es un veneno embriagador, que engendra peligrosas
ilusiones: es lo que ahora llaman una droga psicodélica. Esto es
especialmente malo cuando están en juego el futuro histórico y la misión
68
Así, escribe San Pablo a Timoteo (II Timoteo 3, 1 ss): ‘Ten presente que en los
últimos días sobrevendrán momentos difíciles; los hombres serán egoístas, avaros,
fanfarrones, soberbios, difamadores, rebeldes a los padres, ingratos, irreligiosos,
desnaturalizados, implacables, calumniadores, disolutos, despiadados, enemigos del
bien, traidores, temerarios, infatuados, más amantes de los placeres que de Dios, que
tendrán la apariencia de piedad, pero desmentirán su eficacia... A éstos pertenecen
esos que... siempre están aprendiendo y no son capaces de llegar al pleno
conocimiento de la verdad. Del mismo modo que Jannés v Jambrés se enfrentaron a
Moisés, así también éstos se oponen a la verdad... Porque yo estoy a punto de ser
derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la
noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde
ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel día me entregará el Señor, el justo
Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su
manifestación.”
Y, sobre todo, las palabras que Cristo mismo pronunció acerca del fin del mundo
manifiestan el abismo que hay entre la esperanza cristiana y toda forma de
optimismo. Véase el apéndice sobre Teilhard de Chardin, al final de este libro.
76
de la Iglesia. Entonces nos podemos ver fatalmente impedidos de invocar
el criterio de la verdad, de ver y juzgarlo todo a la luz de Cristo, según el
consejo de San Pablo: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (I
Tesalonicenses 5, 21). Entonces podríamos sucumbir a la ilusión y engaño
de que, adaptándonos a nosotros mismos y adaptando nuestra fe a los
tiempos, estábamos respondiendo a las exigencias del kairós.
Una frívola, optimista, “progresista” ideología de la historia habrá
reemplazado a la santa sobriedad y al vigor sobrenatural que nacen de la
esperanza que contemplamos en los santos.
77
Parte Segunda
78
Capítulo X
70
Indudablemente, estas acciones contemporáneas pueden estar motivadas también
por una auténtica caridad, como ocurrió verbigracia con la obra del Dr. Walsh, con la
SS Hope y con el Dr. Dooley en Laos. Estas acciones adquieren, entonces, un valor
incomparablemente más elevado, y que está en proporción con su motivación
superior. Pero estos casos no pueden considerarse como típicos de nuestra época.
Son, más bien, manifestaciones de caridad cristiana, que pueden encontrarse en todos
los siglos de la era cristiana. Indudablemente, la posibilidad de aliviar el sufrimiento
en gran escala se debe a nuestro progreso médico y técnico y es, por tanto, cosa típica
de nuestra época.
80
Sin embargo, otras corrientes de nuestra época contienen peligros
potenciales. Y, no por reconocer su gran valor, hemos de pasar por alto los
peligros que las acompañan. Lejos de eso, hemos de saber separar los
aspectos positivos de los peligros, a fin de bautizar a los primeros. De este
modo cumpliremos con aquello de instaurare omnia in Christo: de fun-
damentar todas las cosas en Cristo.
Dentro de la órbita de la Europa Libre, del Canadá y de los Estados
Unidos de América, el sentido de justicia social es un aspecto que imprime
su sello en toda la vida. En otras épocas, las diferencias en cuanto a las
condiciones materiales de la vida eran consideradas demasiado como una
realidad dada por Dios, y que no implicaba obligación alguna —por parte
de los afortunados— de mejorar la situación de los que se hallaban en
niveles inferiores de la sociedad.
Pero, hoy día, ha logrado amplia difusión el reconocimiento de los
derechos de todos los hombres a una adecuada compensación económica y
a la protección contra la injusticia económica. Esta mejora en la conciencia
del hombre medio, la gran difusión de un despertar del sentido de
responsabilidad social, es —¡qué duda cabe!— un rasgo sumamente
positivo de la mentalidad de nuestra época. Pero de la mano de este rasgo
va también una acentuación exagerada de los derechos, una disminución
de la gratitud, una antipatía —inspirada por inmenso orgullo— contra los
regalos. Semejantes actitudes provocan una deshumanización de la
sociedad, una tendencia a reemplazar toda generosidad personal por
legalización institucional, una disolución del gozo que sólo la gratitud
puede inspirar, cuando recibimos algo a lo que no tenemos derecho. Este
es el mal que tiene a acompañar al fenómeno, sumamente positivo, de
nuestra época. Para proteger de esta plaga los frutos de la justicia social, es
necesario que reconozcamos no sólo el bien sino también el mal. Y
entonces podremos separar la justicia social de la tiranía de tratar de
obligar por la ley a las personas a adoptar actitudes morales que, por su
misma naturaleza, sólo pueden surgir espontáneamente de la conciencia
moral del individuo71.
Otro rasgo positivo de nuestra época es la posibilidad de que la
generalidad del pueblo tenga acceso a los bienes de la cultura. La cultura
no se concibe ya como privilegio “de unos cuantos”. Sigue siendo verdad,
indudablemente, que la verdadera apreciación de la música, de la literatura,
71
Como es lógico, no nos referimos aquí a las numerosas formas legales de la
protección del pobre, del anciano y del enfermo: formas que son absolutamente
positivas y cuya exigencia es un imperativo.
81
de las bellas artes, dependerá siempre del sentido artístico de la persona
individual, secundum modum recipientis, y, por consiguiente, habrá
siempre gran variación en cuanto a la comprensión de las obras de arte.
Mas, precisamente porque la receptividad artística no es una función del
estado económico, la difusión de la cultura en un sector cada vez más
amplio representa un genuino progreso. Esta difusión se manifiesta a
través de muchas instituciones en los Estados Unidos de América; y en
Europa, por ejemplo, existe la Volkshochschule (escuela superior popular)
y la Volksbildung (educación popular). Los medios para esta difusión son
positivos, en cuanto tales, y son válidos únicamente en cuanto sirven para
la transmisión de una genuina cultura, es decir, para la transmisión de un
arte digno y de una buena educación. Pero estos medios tecnológicos
facilitan también la difusión de basura artística y de cosas de mal gusto, e
incluso de elementos e ideologías peligrosas. Entonces sirven para
emponzoñar las mentes de los hombres, para emponzoñarlas de manera
más plena y universal de lo que hasta entonces había sido posible. Todo el
que (con toda razón) exalte el valor positivo de esos medios, tiene también
la obligación correspondiente de poner en guardia contra su abuso y de
despertar el sentido de responsabilidad en cuanto a su empleo. Porque el
gran interés de la época presente en hacer llegar la cultura a las personas
de todos los niveles de la vida, debe manifestarse también en la lucha
contra la difusión del veneno cultural, lo mismo que se manifiesta en el
afán por llegar a sectores cada vez más amplios.
En cuanto al progreso tecnológico, como tal, digamos que es más que
dudoso que tal progreso haya hecho ya cambiar al mundo (con un cambio
para mejor). Saltan a la vista de todos, los males que están íntimamente
asociados con la industrialización y mecanización del mundo. Pero ésta es
una de las escasas tendencias de la historia, cuyo rumbo es sumamente
arduo invertir. Mientras que es absolutamente falso creer que no hay
posibilidad de cambiar las cosas espirituales, mientras que es un grave
error creer que algunos “logos” de la historia nos imponen ideologías o
movimientos de masas (como serían el marxismo, el colectivismo o el
secularismo): hay —indudablemente— ciertas tendencias que la
intervención libre del hombre no es capaz de detener. Y el progreso técnico
es una de esas tendencias. Por eso, lo que debemos hacer es sacarle el
mejor partido. Y, sobre todo, prevengamos aquella deformación de nuestro
espíritu que consiste en hacer de la tecnología un modelo —una especie de
“causa ejemplar”— para todos los demás ámbitos de la vida. Eso sería
postrarnos de rodillas ante el ídolo de una calculadora electrónica.
82
Otro rasgo —definitivamente positivo— de nuestra época es el
mayor respeto que hallamos hacia el alma del niño. El espíritu que movió a
la noble María Montessori ha hallado amplia difusión. Vemos que ha
disminuido la costumbre de maltratar a los niños, y el abuso de la
autoridad en general. Pero este rasgo positivo va acompañado también por
una mala tendencia. El desgraciado ideal de John Dewey, que construyó
una lógica inmanente de la educación que excluía todos los valores
objetivos, ha conducido a la eliminación de la verdadera educación, porque
desatiende la naturaleza del hombre como persona, es decir, como ser que
es capaz de tener relaciones intencionales —relaciones llenas de sentido—
con el mundo de los objetos. Demasiados educadores modernos han
ignorado el gran mal que se hace al niño, cuando toda inspiración
espiritual y toda revelación amorosa de los valores son consideradas como
limitación de la libertad del niño, y cuando se excluyen deliberadamente
todas las funciones importantes de la verdadera autoridad. Por tanto, el
moderno respeto hacia el alma del niño debe ir acompañado de hostilidad
hacia las modernas ideas concomitantes que desfiguran el concepto de la
educación y de la libertad.
Quede bien claro que no estamos ciegos, ni mucho menos, a los
aspectos positivos de nuestra época. Pero el favorecer esas tendencias y el
captar las oportunidades que ofrecen para el apostolado, no puede jamás
consistir en mera adaptación. Tales tendencias han de ser “bautizadas”, han
de ser “instauradas” en Cristo. E inevitablemente vinculada con este pro-
ceso de “asunción” e integración, está la lucha contra todos los elementos
negativos que se han asociado con los rasgos buenos gracias al deplorable
ritmo de la reacción y de la antítesis que hemos estudiado anteriormente.
Pero aquí podemos ver una vez más la gran diferencia que existe entre los
decretos del Concilio y las ideas y actuaciones de los católicos pro-
gresistas.
Los católicos progresistas están enamorados indiscriminadamente del
espíritu de nuestra época. Y abogan por una adaptación de la Iglesia a este
espíritu. Raras veces se dan cuenta de los aspectos buenos y malos que
encierra esa única orientación. Y no hablemos de los aspectos que son
totalmente malos. Sin embargo, la actitud que hace falta adoptar, es lo
opuesto a una aceptación indiscriminada. Porque una de las grandes tareas
que los cristianos están llamados a desempeñar hoy día, consiste en un
análisis claro y realista, no sólo de las cosas buenas sino también de los
peligros de nuestro tiempo.
83
Capítulo XI
Relativismo histórico
84
respira”. Son realidades vivas: dan forma y colorido al clima espiritual de
la época. Esa vitalidad histórica pueda ser que se restrinja a determinados
países. O bien puede tener carácter más universal, y abrazar —en un
momento histórico determinado— toda una órbita cultural.
Ahora bien, el error fatal de nuestro tiempo es confundir esta realidad
interpersonal y social, esta vitalidad histórica de ciertas ideologías y
actitudes, con su verdad, validez y valor. Las categorías de la verdad y de
la falsedad han sido reemplazadas por la pregunta de si una cosa está
activa en la época actual o pertenece a una época anterior, de si está en
curso o se halla anticuada, de si está “viva” o está “muerta”. Parece que es
más importante el saber si algo está vivo y “dinámico” que el si es
verdadero y bueno. Esta sustitución es un síntoma evidente de decaimiento
intelectual y moral. En épocas anteriores, cuando ciertas ideas e ideales
conseguían gran influencia sobre muchas mentes por su vigor histórico,
sus partidarios se hallaban convencidos —no obstante— de su verdad y
valor. Pero, hoy día, la realidad interpersonal e histórica de una idea es
suficiente, por sí misma, para que la gente se deshaga en elogios de ella y
se sienta cobijado por la misma.
En este destronamiento de la verdad por parte de la noción ambigua
de la vitalidad, está manifiesta la influencia del pragmatismo. Las
cuestiones acerca de la verdad y del valor se consideran anticuadas,
abstractas y carentes de interés. Parece que la única cuestión significativa
es si una cosa está viva, es dinámica y operante. Esto refleja el deseo de
extender el modo de verificación de las hipótesis de la ciencia natural (por
medio de la observación de su operatividad, de que la cosa realmente
“marche”) a las supremas realidades metafísicas.
El ejemplo más llamativo del interés exclusivo por la vitalidad
histórica-social (y la concomitante eliminación de la cuestión de la verdad)
es la majadería del “Dios ha muerto” y la manera con que esta expresión se
toma en serio. Evidentemente, su único sentido posible es que la fe de la
humanidad en Dios ha dejado de estar viva. En este sentido decimos que
Apolo o Pan están muertos. La cuestión de si Dios existe en realidad no
tiene, evidentemente, ningún interés para nuestros funerarios intelectuales,
porque, tan pronto como se suscita esta cuestión metafísica, la respuesta
tendrá que ser de que existe Dios o de que no existe Dios. Decir que, en un
tiempo, existió Dios realmente y que después murió, es un completo
absurdo, una contradicción en sus mismos términos. Pero se ha destronado
a la verdad: no se suscita ya la cuestión de la existencia objetiva de Dios,
porque se piensa que esa cuestión ha dejado de ser importante. Se da por
85
supuesto ab ovo que Dios es una ficción como Apolo. Y, por tanto, lo
único que se pregunta es si esa idea-ficción sigue teniendo, o no, vitalidad
socio-histórica. Indudablemente, podemos afirmar que la flor azul del
romanticismo ha muerto; que la mitología griega está muerta, etc. Tan sólo
cuando nos preguntamos si algo está vivo en el sentido socio-histórico, es
cuando tiene sentido lo del morir.
Los argumentos presentados en favor del slogan del “Dios ha
muerto” confirman el destronamiento de la verdad y su reemplazamiento
por la noción de la vitalidad histórica. Oímos argumentos como éste: “Dios
está muerto, porque ha demostrado ser inoperante en nuestra época.” La
prueba de la decadencia intelectual y espiritual de nuestra época es que
estas afirmaciones superficiales y estúpidas se toman tan en serio en las
revistas y discusiones académicas, que el problema de la verdad se ha
reemplazado tácitamente por el problema de la simple realidad histórica y
social. Más aún, el lema de “Dios ha muerto” es considerado como una
nueva y revolucionaria declaración, aunque no hace más que repetir a
Nietzsche.
Este destronamiento de la verdad incluye algunos errores graves. En
primer lugar está el error de reemplazar el nunca anticuado y siempre
noble impacto de la verdad, especialmente de la verdad metafísica y
religiosa fundamental, por la efímera eficacia sociológica y por la moda
histórica de una idea. La nobleza y atracción de la verdad, nobleza y
atracción que son eternas e inmutables, y de las que San Agustín dice:
“Quod desiderat anima fortius quam veritatem? (¿Hay algo que el alma
anhele más que la verdad?), son cosas que no se entienden ya. Se ha
olvidado que, comparada con esta vida intrínseca de la verdad, la simple
realidad sociológica de una idea es la mariposa de vida efímera, un ser de
un día, destinado a ser reemplazado por otras ideas, otras corrientes y
actitudes, después de transcurrido un lapso mayor o menor de tiempo.
Ahora bien, mientras las falsas ideas tan sólo pueden ser reales en el
sentido de esta efímera vitalidad histórica, vemos que el hecho de que
grandes verdades consigan esta realidad interpersonal es el cumplimiento
de una exigencia interna de la verdad. La realidad interpersonal de estas
ideas, su vitalidad histórica, y la influencia que de ahí nace sobre los hom-
bres, tienen un carácter enteramente distinto que cuando se trata de falsas
ideas. Así aparece con especial claridad en el caso de la verdad revelada,
de la verdad absoluta. Dios existe independientemente del número de
personas que crean en él, del número de personas que lo hayan encontrado,
y de la extensión en que la fe en Dios haya alcanzado un dominio his-
86
tórico, interpersonal. La existencia objetiva de Dios es infinitamente más
importante que tal dominio interpersonal. Pero la verdad de la existencia
de Dios debería adquirir este dominio. Como cumplimiento de esta
exigencia, la realidad sociológica adquiere un carácter completamente
nuevo. No podremos comprender realmente el fenómeno de la realidad
socio-histórica, sin contemplarlo a la luz del hecho de que las ideas e
ideales verdaderos y, sobre todo, la verdadera religión deberían conseguir
esa realidad interpersonal. Entonces, y sólo entonces, el hecho de que algo
esté en la atmósfera, el hecho de que algo posea esta realidad
interpersonal, este hecho —digo— recibe el carácter de una victoria de la
verdad (en último término, de una victoria de Cristo), y cesa de ser
simplemente expresión de un ritmo inmanente y puramente histórico.
Mientras estén en juego únicamente factores culturales, el ritmo
cambiante estará enraizado en la naturaleza de la historia misma. Pero
también aquí la cuestión decisiva es si la cultura correspondiente posee o
no genuino valor. El simple hecho de que determinados elementos
culturales estén vivos en una determinada época histórica, no es —ni
mucho menos— una razón para ensalzarlos, aunque esa época sea nuestra
propia época.
Sin embargo, en cuanto a las culturas se refiere, la multiplicidad tiene
un valor, como lo tiene también el pluralismo de caracteres nacionales.
Pero cuando se llega a la verdad metafísica o ética, y especialmente
cuando se llega a la religión: cualquier pluralismo es malo. Malas son
también las numerosas fluctuaciones en la vida de la religión, que aparecen
en el curso de la historia. A diferencia del pluralismo cultural, el pluralis-
mo religioso no es —ni mucho menos— señal de vida, sino más bien
síntoma de fragilidad e insuficiencia humana. Las grandes verdades
metafísicas y éticas, y la verdadera religión misma, están destinadas a
enraizarse entre los hombres. Aquí, la “obligación” de adquirir realidad
social da especial significación a la vitalidad de esas verdades72.
Representa un descendimiento de Cristo al alma del individuo y la
instauración de su reino en la esfera interpersonal. Es, ni más ni menos, la
dimensión de la victoria de Cristo: victoria que El predijo al afirmar:
“Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos” (Mateo 18, 20).
Sustituir la verdad —en su existencia trascendente— por una simple
realidad social es encarcelar al hombre y a la historia en un desolado
72
Véase Christliche Ethik, capítulos 17 y 18.
87
inmanentismo. Por otro lado, la encarnación de la verdad trascendente, la
encarnación de esta verdad —digo— en el hombre y en la historia
representa la victoria de la trascendencia sobre lo puramente inmanente.
El destronamiento de la verdad es el núcleo mismo del relativismo
histórico. A diferencia de las anteriores formas de relativismo, el
relativismo histórico no niega la posibilidad de alcanzar la verdad
absoluta. Lejos de eso, interpreta la verdad de tal forma, que la
conformidad con la existencia objetiva es reemplazada por la conformidad
con una mera realidad interpersonal y socio-histórica.
Así, el profesor Max Müller, de Munich, pretende que la verdadera
tarea del filósofo consiste en la formulación conceptual de las tendencias e
ideas que están flotando en la atmósfera de la época en que el filósofo
vive73. Y no es extraño oír que el milagro que era “verdadero” en la Edad
Media, ha dejado de ser verdadero hoy día: afirmación que sería absurda si
la cuestión de la verdad objetiva no hubiese sido reemplazada por la de la
realidad socio-histórica.
Hallamos también esta sustitución (aunque en otra forma) en la
filosofía de Heidegger. Según este pensador, la afirmación de que el sol
gira alrededor de la tierra no había sido errónea antes de que Copérnico
descubriera que la tierra gira alrededor del sol. Al limitar la realidad de la
73
Véase MAX MÜLLER, Existenzphilosophie im geistigen Leben der Gegenwarl,
Heidelberg, 1964, verbigracia las pp. 34 ss: “La conciencia histórica exige que, si
existe una historia del ser, de la esencia y de los órganos, y no sólo del ente, del hecho
y de lo ordenado, se “experimente” también esa historia, aunque con una manera
nueva de experiencia, con una manera que habría que determinar todavía...”
“Y, así, su pensamiento (el pensamiento de Heidegger) conduce necesariamente a
la cuestión de si no habría un cambio esencial..., un cambio del “sentido” mismo de la
religión, del arte, de la política, de la ciencia, de la moralidad y del derecho... la
historia del ser como historia de la esencia...” Véase loe. cit., p. 144 ss. Véase,
también, la p. 148: “Nos hallamos... en un adviento histórico. Si así no fuera, no sería
posible realizar toda esta reflexión que estamos haciendo aquí. También ella está
históricamente condicionada.”
Aunque semejante posición filosófica rechaza violentamente el nombre de
“relativismo histórico”, no se diferencia mucho —objetivamente— de él. Así lo ha
mostrado R. Lauth en su obra Die absolute Ungeschichtlichkeit der Wahrheit,
Munich, 1966, en donde hace una refutación del relativismo histórico, refutación que
es independiente de la fundamentación que sigue y que está basada en el sistema de
Fichte. Por tanto, dicha refutación conserva todo su valor, aunque rechacemos el
sistema de Fichte.
88
verdad al acto del conocimiento, Heidegger niega toda existencia
trascendente y toda verdad trascendente74.
La sustitución de la verdad por la realidad socio-histórica de las ideas
participa de la suerte que espera a todos los relativismos, así como también
de la suerte de todos los intentos por reinterpretar la noción elemental de la
verdad. Hay algunos datos últimos y básicos que jamás podremos negar
sin volverlos a introducir de manera tácita e implícita. El ser, la verdad, el
conocimiento, son datos últimos de esa clase. Aunque el relativista
histórico acentúe que no se interesa por la cuestión de la verdad, ya que lo
que le preocupa es la vitalidad interpersonal de las ideas, sin embargo, en
cada una de sus proposiciones está presuponiendo el problema de la
verdad. En primer lugar, el relativista histórico reclama verdad para la
teoría de que la historia está caracterizada por las ideas que, en diversas
épocas, “están flotando en la atmósfera”. En segundo lugar, exige también
verdad para la comprobación de que una determinada noción está “viva”
ahora. Claro está que sobre este problema se puede discutir. El comunista
pretenderá que el marxismo es el ideal de la hora presente, la convicción
que va creciendo dinámicamente; el demócrata pretenderá que la
democracia es lo que impregna toda nuestra atmósfera. Y, en esta
discusión, cada uno pretende que su tesis es la verdadera, que su tesis es la
verdad en el sentido clásico, inalterable y fundamental de esta palabra.
Los relativistas históricos presuponen generalmente que el
desplazamiento del interés desde la verdad hasta la realidad socio-histórica
de una idea es un desplazamiento legítimo y constituye un progreso. Aquí
74
Véase, por ejemplo: MARTIN HEIDEGGER, Sem und Zeit, 44, c: “La verdad ‘se da’
únicamente en cuanto y mientras hay Dasein (= el hombre)... Las leyes de Newton
llegaron a ser verdad por medio de Newton... El que haya verdades eternas se habrá
probado tan sólo suficientemente, cuando se haya logrado probar que en toda la
eternidad hubo y habrá Dasein...’’
No la presuponemos (la verdad) como algo que esté ‘fuera’ o ‘sobre nosotros’, y
ante lo cual adoptáramos una postura como la adoptamos ante otros ‘valores’...
Este ‘presuponer’ que radica en el ser del Dasein (= del hombre) no se relaciona
con un ente que no sea Dasein, ente de los que también hay, sino que se relaciona
únicamente con el Dasein. La verdad presupuesta, es decir, el ‘hay’, con lo cual se
determina su ser, tiene la índole óntica o el sentido óntico del Dasein mismo. La
presuposición de la verdad hemos de ‘hacerla’ nosotros mismos, porque está ya hecha
con el ser del ‘nosotros’.”
“En cuanto él (el escéptico) es y se ha entendido a sí mismo en este ser, ha
extinguido —en medio de la desesperación del suicidio— el Dasein y con ello la
verdad”..., etc...
Véase principalmente: M. HEIDEGGER, Vom Wesen der Wahrheit y Ahetzsche (I, 1).
89
vuelve a mantenerse de nuevo la verdad de esta presuposición, a saber, que
el desplazamiento es verdaderamente un progreso, y que de veras hay
razón para actuar así.
Lo mismo se aplica a la noción de que la tarea del filósofo es
formular las ideas que están flotando en la atmósfera. Cuando se trata de
sus propias afirmaciones, Max Müller y Martin Heidegger reclaman la
verdad en su sentido original. No cabe la menor duda de que una persona
que inventa la más absurda interpretación de la verdad, no puede menos de
presuponer la auténtica noción de la verdad y con ello ofrece la mejor y
más elocuente refutación de su “nueva” interpretación.
Evidentemente, la vitalidad histórica de las ideas desempeña un
enorme papel en la tarea de conseguir que muchas personas ingenuas
acepten algo como verdadero. Para las mentes no-críticas, el hecho de que
algunas ideas tengan muchos partidarios es un poderoso argumento en
favor de su verdad. El que tales ideas lleguen a ellos totalmente desde el
exterior, les da apariencia de objetividad, de validez independiente de sus
propias preferencias. Y, por tanto, las aceptan como verdaderas. Para
muchos otros será quizás la presión social la que obre sobre su instinto
gregario y les impulse a tragarse esas ideas. Ahí tenemos las maneras
clásicas con que se origina la doxa (“opinión”).
Esta sensibilidad ante el dinamismo de las ideas populares ha existido
siempre y es una fragilidad típica de la mente humana. Pero esto es algo
bastante distinto de la moderna falta de interés en la verdad, de la
intoxicación por la “vitalidad” de las ideas. En el primer caso, la realidad
interpersonal e histórica de las ideas se toma y acepta como prueba de su
validez, o fuerza de la inconsciente aceptación de las mismas. De todos
modos, se considera que las ideas son verdaderas, y que no están
“flotando” simplemente “en la atmósfera de la época”. En el caso del
moderno relativismo histórico, por el contrario, la verdad es reemplazada
expresamente por una realidad sociológica: la pregunta a la que hay que
responder, con respecto a una idea o una teoría, es la siguiente: ¿Está viva?
¿Se acomoda a la mentalidad de nuestra época actual?
90
Capítulo XII
99
Al negar las verdades inmutables y los valores eternos, al rechazar la
verdad de que la transformación en Cristo, el asemejarse a Dios 81 (“en el
cual no hay cambio ni sombra de alteración”: Santiago 1, 17) es la meta de
todo verdadero progreso religioso, se ponen en vivísima oposición con la
doctrina de la Iglesia, tal como se ha expresado en el Concilio Vaticano II.
“Sostiene, además, la Iglesia que, bajo la superficie de lo cambiante,
hay muchas cosas permanentes que tienen su fundamento último en Cristo,
el cual existe hoy como ayer, y seguirá siendo el mismo durante todos los
siglos” (véase Hebreos 13, 8)82. “Es necesario que todos los miembros se
asemejen a él hasta que Cristo quede formado en ellos”83.
81
Véase Christliche Ethik, cap. 15, p. 217. “El ‘Sed, pues, perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto’... se refiere clarísimamente al corazón y a la fuente de
todo lo moralmente bueno: a la bondad infinita de Dios... interpretar esto de ser
perfectos como nuestro Padre celestial como si significara una participación en la
bondad óntica de Dios, sería trastrocar el sentido de las palabras de nuestro Señor y
convertirlas en aquella terrible promesa de Satanás...: ‘Seréis como dioses’ es decir,
como Dios mismo.” Véase también el capítulo XVIII de la presente obra.
82
“Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual”, 10.
83
“Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 7. Ahora bien, esta meta no la puede
conseguir nadie sin su propia y libre cooperación (véase loc. cit. núm. 48).
100
Capítulo XIII
El fetichismo de la ciencia
que conducen finalmente al cinismo. Vemos que este cinismo se ha difundido por el
ámbito de todas las ciencias, pero ha causado especial desolación en el campo de las
ciencias sociales. Encontramos en él un estrechamiento del horizonte de lo intelectual
que despoja de verdadero sentido a la actuación del intelecto. Encontramos una
deshumanización, que en las ciencias del espíritu es donde se deja sentir de manera
más llamativa e inquietante, porque a ellas es a las que más habría que proteger de tal
deshumanización. En estas ciencias, en las que el hombre —como ser espiritual y
moral— se halla en el centro, tendrá las más perniciosas consecuencias el que se
elimine ese centro, mientras adquiere la supremacía un pensar técnico-mecánico cuyo
modelo envidiado se ve en las ciencias naturales. Y estos efectos serán sumamente
perniciosos, cuando, entre las ciencias del espíritu, caigan precisamente como
víctimas las ciencias sociales..., como víctimas —digo— de tal desvaloración.
En esta evolución que han seguido las cosas, debemos ver una enfermedad
espiritual y moral de nuestro siglo. No comprendemos los ingentes problemas de
nuestra época y su crisis cultural (una crisis negada, como es lógico, por los
intelectuales de la clase que aquí hemos descrito), si olvidamos el camino extraviado
que ha hecho que la ciencia se convierta en cientismo e intelectualismo”.
86
Entendida aquí, principalmente, en sentido de las ciencias empíricas (y muchas
veces también en el de las matemáticas). Por consiguiente, cuando se contrapone aquí
la ‘ciencia’ a la filosofía, no queremos decir con ello —ni mucho menos — que el
valor conocitivo, la validez objetiva y la certeza de los conocimientos filosóficos sean
menores que las de los conocimientos de las ciencias naturales. Antes al contrario:
desde el punto de vista de la objetividad y certeza del conocimiento, la filosofía es la
reina de las ciencias. Pues su objeto lo constituyen no sólo los hechos empíricos o
estructuras accidentales del ser, sino —por un lado— los conocimientos indudables
de las cosas (del sujeto conocente, de Dios, y mediatamente también del mundo
externo) y —por otro lado— las esencias inteligibles y necesarias, que en sí está por
encima de todo hallazgo y de toda eventualidad y que. al mismo tiempo, son el fun-
damento eterno de todo ente concreto y temporal. Por consiguiente, el objeto
principal de la filosofía son los contenidos objetivos que son esencialmente
necesarios y que se pueden conocer con absoluta certeza.
El haber defendido y fundamentado de nuevo estas intuiciones originales de
Platón, San Agustín y Descartes, en contra de la crítica kantiana de la razón y de todo
positivismo, fue el gran mérito del primitivo Husserl. de Max Scheler, y tal vez —con
mayor claridad aún— de Adolph Reinach (véanse, por ejemplo, las siguientes obras
102
también a la generalidad de los intelectuales formados a medias, de nuestra
época. En el grado en que estas personas consideran que las cuestiones
filosóficas son absolutamente serias y dignas de análisis, están suponiendo
que los métodos de investigación y verificación de la ciencia natural son
los únicos que pueden proporcionar respuestas.
La invasión de la “ciencia” en el ámbito de la filosofía-invasión que
estamos experimentando en nuestra época —significa que estamos
inmersos en el inmanentismo. A pesar de las arrogantes pretensiones de los
que desearían extender la objetivación del laboratorio a todas las
cuestiones humanas, este inmanentismo conduce a la destrucción de la
capacidad del hombre para el conocimiento filosófico. Invierte el proceso
por el cual el hombre sale de la red de las cosas que le rodean y, gracias a
este distanciamiento, es capaz de admirar e inquirir lo que Gabriel Marcel
denomina los misterios del ser. Esta emancipación comenzó con los
Presocráticos, en la Grecia temprana, y culminó con Platón y Aristóteles.
Fue, esencialmente, un proceso de liberación del hombre: un proceso que
libró al hombre de contemplar las cosas desde un punto de vista puramente
pragmático, y que transformó al homo faber en homo sapiens.
Desembocó en la edad de oro de la filosofía griega. Y a este proceso
se deben también triunfos análogos en muchos otros campos. Engendró,
asimismo, la ciencia. La represión de la filosofía, madre de las ciencias, en
nombre de la ciencia —esa represión que se está intentando hoy día de
manera tan general— es un proceso regresivo por el que se renuncia a la
gloriosa emancipación del espíritu. Todas las técnicas sofisticadas de
laboratorio y toda la verborrea acerca de la objetividad tratan de encubrir
un hundirse de nuevo y remontarse al nivel de las cosas, una caída en el
inmanentismo. La investigación filosófica, con su liberación de las
cadenas del pragmatismo, es reemplazada —ni más ni menos— por la
objetivización del laboratorio, que está cargada de pragmatismo. Esto
significa un abandono de la conciencia y sensibilidad filosófica y de la
profundidad de la intuición, las cuales surgen con el deseo de la
trascendencia. Significa —digo— un abandono y trueque de las mismas
por la insípida facticidad del puro inmanentismo.
de este autor: Was ist Phänomenologie?, Zur Phänomenologie des Rechts, y Die
apriorischen Grundlagen des Bürgerlichen Rechts). Estas intuiciones pueden verso
elaboradas profundamente, por medio de nuevos conocimientos y decisiones —de
carácter decisivo— acerca del problema de los apriori, pueden verse elaboradas —
digo— en mis dos obras principales acerca del problema gnoseológico: Sinn
philosophischen Fragens und Erkennens y What is philosophy?
103
Los sepultureros de la filosofía se engañan a sí mismos, creyendo que
son los auténticos realistas que se contraponen a los filósofos, abstractos y
faltos de realismo. Pero el verdadero realismo implica, por encima de todo,
una conciencia de la situación metafísica del hombre y una investigación
admiradora de las realidades últimas que constituyen la base del universo
espiritual y de la vida del hombre. El verdadero realismo consiste
precisamente en mantenerse libre de ser anegado por las simples
necesidades prácticas de la vida. Este verdadero realismo ve más allá del
plano de realidad acerca del cual la ciencia natural puede informarnos.
Pero no nos vuelve hacia el vaporoso mundo de la ficción ni hacia
hipótesis abstractas, sino hacia las realidades últimas e inmutables, que son
presupuestas ineludiblemente por una investigación racional (la verdad, el
conocimiento, las leyes de la lógica) y por la vida humana (el bien y el mal
moral, la libre voluntad, la responsabilidad, la felicidad, el amor), y que
constituyen el interés crucial de toda persona, desde el momento en que se
despierta a su situación metafísica.
En correlación con este fetichismo de la ciencia, está el prejuicio
epistemológico de que nuestro conocimiento de un ser tiene tanta mayor
certidumbre, cuanto más inferior es este ser en cuanto a su rango
metafísico. Y, así, un proceso fisiológico de nuestro cerebro parece ser una
realidad mucho más seria e indudable que una conclusión. Esta postura
está contemplando el universo à la baisse. Considera como cosa obvia que
un instinto es más real que una respuesta 87 llena de sentido, como el gozo,
aunque este último no se nos dé menos en toda su realidad. Esta actitud
conduce a la reducción de toda realidad espiritual que hubiera que estudiar,
la reduce —digo— al plano de los datos inferiores, por medio del absurdo
método del “nothing-but” (nada-más-que). Y así, por ejemplo, se considera
que el amor no es más que sexo88.
Tal vez el efecto más peligroso del fetichismo científico sea que todo
aspecto de la vida humana se convierte en objeto de análisis de laboratorio:
un proceso que compromete el contacto vivo con la realidad. Las
relaciones sexuales, la unión más íntima y misteriosa en el matrimonio,
excluye categóricamente la observación de laboratorio. Algo que, por su
misma naturaleza, se supone que es una mutua donación de sí mismo, no
puede servir jamás —en el momento mismo de su realización— como
material para experimentación científica. Una pareja casada, que consienta
87
Véase Christliche Ethik, cap. 17 y Ueber das Herz, II, cap. 2.
88
Véase, a propósito de esto, los prolegómenos de la obra Christliche Ethik y.
asimismo, de Reinheit und Jungfräulichkeit, I, capítulos 1 y 2.
104
en ser observada y fotografiada en este acto, no sólo degrada este misterio
de unión, sino que además corroe su misma naturaleza por un enfoque
inapropiado de la misma. Así que cualquier intento de observación
modificará todo el aspecto psicológico, de tal suerte que la verdadera
naturaleza de los acontecimientos quedará falsificada y tan sólo se
obtendrán adulterados resultados científicos.
Hay muchas otras cosas que, por su misma naturaleza, excluyen
semejante análisis. Si, por ejemplo, una persona trata de suscitar en sí
misma la contrición para dar oportunidad a un psicólogo de estudiar ese
“fenómeno”, o si intentara orar de tal forma que su expresión pudiera
grabarse con ““fines científicos”, entonces ni la contrición ni la oración
podrían ser auténticas.
La influencia deshumanizadora que esta clase de experimentación
ejerce sobre la cosmovisión de sus víctimas, es más significativa aún que
la falsificación de la ciencia, suscitada por ella. La objetivización y la
neutralización reductiva despersonalizan la vida de la gente. El hecho de
que libros como el de Masters y Johnson (los cuales han observado y
fotografiado el acto sexual y diversas clases de perversiones sexuales, con
fines de investigación científica) figuren entre los libros de mayor éxito en
el mercado, indica sobradamente la devastación moral que el fetichismo de
la ciencia es capaz de producir. Estos autores presentan ante el lector una
falsa realidad que pervierte la psique de quien la acepta como real. Un
peligro semejante se encarna en la falsa auto-observación y auto-con-
ciencia, promovida por muchos psicoanalistas. La intimidad, la
significación totalmente privada, y la tematicidad de tales experiencias, y
su validez intrínseca quedan sentenciadas por tal “ciencia reductiva” Este
empobrecimiento de la experiencia humana destruye cualquier enfoque
sano de la vida, así como también toda felicidad verdadera. Y conducirá a
una decadencia moral sin precedentes. Tal decadencia tiene consecuencias
desastrosas, porque afecta a las relaciones de los hombres con Dios, es
decir, porque afecta a su salvación.
Detrás de todas estas prácticas deshumanizadoras, está la
idolatrización de la ciencia: una postura en la que se intenta reducirlo todo
al plano en el que sea objeto apropiado para estudio, según los cánones de
las ciencias naturales. El masivo éxito material de la ciencia ha hecho que
muchas personas la consideren como una panacea. Bastará proclamar a
gritos que se ha de intentar una cosa en beneficio de la ciencia. Y al
momento enmudecerán todas las objeciones. Ahora bien, aunque las
conquistas de la ciencia son grandes en sí mismas, y grandes los beneficios
105
que han proporcionado a la humanidad, es absurdo creer que la ciencia es
el supremo bien del hombre o incluso el supremo bien por excelencia89.
Recordemos tan sólo aquellas palabras de Sócrates: “Es mejor para el
hombre sufrir injusticia que cometerla.” Estas palabras nos harán sentir la
superioridad interna de los valores morales con respecto a la ciencia, así
como también la mayor elevación del bien que dichos valores morales
representan para el hombre. Asimismo, es muy dudoso que la ciencia tenga
un valor más elevado que el arte genuino; que un descubrimiento científico
sea, en sí mismo, superior verbigracia a El Rey Lear, de Shakespeare, o a
la Novena Sinfonía de Beethoven, o al mausoleo de los Médici creado por
Miguel Angel. El bien que estas cosas representan para la humanidad, la
felicidad que confieren al hombre, el enriquecimiento que ofrecen al
universo humano, ¿no son mayores que los beneficios que las ciencias nos
proporcionan? Esto podría ser, indudablemente, tema de discusión. Pero a
mí me parece que la superioridad de las grandes obras artísticas salta a la
vista. En todo caso, la superioridad de los valores morales no se puede
poner en tela de juicio ni por un instante. Cristo afirmó: “¿De qué le ser-
virá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su propia alma?” (Mateo
16, 26). Es también superior a la ciencia la integridad de una vida
verdaderamente humana. El amor, el matrimonio, los hijos: he ahí bienes
más significativos que la ciencia natural y la investigación científica. La
posesión de la verdad metafísica y moral, el conocimiento del verdadero
sentido de la vida, del destino de los hombres, y de los hechos que guardan
relación con esa verdad, tiene sobre el hombre un impacto
incomparablemente mayor y una verdad mucho más elevada de la que
pueda tener la ciencia natural y la investigación científica.
Pero todas esas esferas de interés humano quedan reducidas o
ignoradas por la fetichización de la ciencia.
Falsas filosofías, enmascaradas como ciencias sociales, interpretan el
bien y el mal moral como simples tabús. Infinidad de libros y artículos
contribuyen a difundir este amoralismo, hablando en tono neutro acerca de
la promiscuidad y de otras perversiones. El fetichismo de la ciencia cree
que la vida será más feliz y más libre, si se eliminan el bien y el mal moral
en favor de una visión de laboratorio de todos los asuntos humanos. No
logran ver que las categorías del bien y del mal moral son —a la vez —el
89
Véase Christliche Ethik, capítulo 3. Allí distingue el autor entre la significación
—que descansa en sí misma— de un ente, significación a la que él denomina valor, y
el bien objetivo que ese ente representa para la persona (en cuanto se diferencia de lo
que simplemente causa una satisfacción subjetiva).
106
eje y la atmósfera del universo espiritual. Sin ellas la vida humana pierde
toda su grandeza y profundidad, todo su color y tensión. Sin ellas la vida
humana se convierte en tedio infinito. La eliminación del bien y del mal
moral, en favor de una perspectiva neutra y “científica”, es el cáncer de
nuestra época. Destruye la base misma de una vida plenamente humana: la
articulación espiritual que existió a lo largo de toda la era cristiana. Más
aún: significa una ruptura con toda la tradición espiritual de la humanidad.
Y esta desintegración, que se ha dado en llamar “un movimiento de
regreso hacia el hombre de Neanderthal”, va acompañada por el orgullo
más gratuito. Se mira de arriba abajo a todas las épocas anteriores. Se
supone que la época actual es superior en inteligencia y valentía, en
sinceridad espiritual, en liberación de los tabús y de las cadenas de los
convencionalismos. Pero cuando consideramos estas pretensiones de
inteligencia y sinceridad y liberación, cuando las consideramos —digo—
sobre el trasfondo de la verdadera desintegración de la vida, entonces sólo
podremos verlas como síntomas de falta de inteligencia, como insinceridad
y aprisionamiento en las redes del orgullo y concupiscencia.
107
Capítulo XIV
Libertad y arbitrariedad
90
Véase, a propósito de todo esto, la “Declaración sobre la libertad religiosa”, 3:
“... la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y
universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos
de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace
participe al hombre de esta ley suya, de manera que el hombre por suave disposición
de la divina providencia puede alcanzar un conocimiento cada vez más perfecto de la
verdad inmutable. Por lo tanto, todos tienen la obligación —y consiguientemente
también el derecho —de buscar la verdad en lo religioso...”
91
Véase, a propósito de todo esto, la “Declaración sobre la libertad religiosa”, 2:
108
La grandeza de la libre voluntad del hombre consiste precisamente en
la posibilidad de conformarse al llamamiento de los valores objetivos, a
pesar de que los instintos, estados de ánimo y otras distracciones estén
tirando en dirección contraria. La trascendencia esencial del hombre en la
doble conformidad —conformidad de mente y de voluntad— con la rea-
lidad objetiva consiste en el conocimiento que el hombre tiene de la verdad
y en su libre obediencia al llamamiento de los valores de significación
moral y, en último término, al llamamiento de Dios.
Más aún, el sublime valor de estar libre de coacción externa se nos
revela tan sólo cuando lo vemos sobre el trasfondo de la verdadera
naturaleza de la libertad interior del hombre. ¿Por qué es tan serio violar la
dignidad de una persona por medio de cualquier clase de coacción? ¿Por
“Todos los hombres, conformes a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados
de razón y de voluntad libre, y consiguientemente enaltecidos con responsabilidad
personal, se sienten impelidos por su misma naturaleza a buscar la verdad, y tienen
obligación moral de ello; sobre todo, la verdad religiosa. Están obligados también a
prestar adhesión a, la verdad conocida y ordenar toda su vida según las exigencias de
la verdad. Ahora bien, los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma
adecuada a su propia naturaleza, si no gozan de libertad psicológica, y juntamente de
inmunidad de coacción externa.”
A la luz de la fe, resplandece con seriedad suprema y solemne esta obligación que
nuestra libertad tiene de buscar la verdad y vivir conforme a ella. Sin responder con
su libre voluntad a la verdad, ningún hombre puede alcanzar la salvación (véase la
“Declaración sobre la libertad religiosa”, II). Aunque Dios quiere salvar a todos los
hombres y ofrece a cada individuo la posibilidad de la salvación (véase la “Cons-
titución dogmática sobre la Iglesia”, 16), Dios no coacciona con su gracia a ningún
hombre para que se salve sin su libre cooperación.
Véase la “Constitución dogmática sobre la Iglesia” (II) 16: “Los que
inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con
sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras
de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la
salvación eterna...”, “puesto que... el Salvador quiere que todos los hombres se salven
(véase: I Timoteo 2, 4).’’
Loe. cit., 2, 14: “Solamente Cristo es el Mediador y el camino de salvación,
presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El. inculcando con palabras
concretas la necesidad de la fe y del bautismo (véase: Marcos 16, 16; Juan 33, 5),
confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el
bautismo como puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, no ignorando que
Dios fundó por medio de Jesucristo la Iglesia católica como necesaria, con todo, no
quisieran entrar o perseverar en ella... Sin embargo, no alcanza la salvación, aunque
esté incorporado a la Iglesia, quien no perseverando en la caridad, permanece en el
seno de la Iglesia ‘con el cuerpo’, pero no ‘con el corazón’.”
109
qué nos sentimos llenos de indignación, cuando nos enteramos de que
algunas instituciones o gobiernos intentan impedir al hombre que actúe
según el dictamen de su propia conciencia? No puede haber más que una
sola respuesta: la dignidad del hombre consiste en estar dotado del poder
de autodeterminación. Esta libertad de voluntad es el polo opuesto de la
arbitrariedad anárquica. Significa que el hombre tiene el poder de vencer al
gran enemigo de su libertad: el centrarse en sí mismo, su orgullo y
concupiscencia. La coacción, de cualquier clase que sea, ignora esto. Pone
en peligro la trascendencia del hombre, impidiéndole su capacidad para
conformarse libremente a lo que él —el hombre— reconoce claramente
como bueno, a lo que el hombre está llamado a aceptar y hacer92.
Ahora bien, si consideramos al hombre como un animal sin libre
voluntad, o si interpretamos su libertad como simple arbitrariedad, la cual
—por tanto— le corta y separa del sentido y valor del ser y de Dios:
entonces la coacción externa deja de ser mala. La coacción que se ejerce
sobre los perros y los caballos, no es mala. La crueldad y brutalidad con
los animales son, ¡qué duda cabe!, reprensibles y malas. Pero la coacción
no es necesariamente cruel.
Los que insisten en que las obligaciones son incompatibles con
nuestra libertad, están suponiendo realmente que es imposible que el
hombre forme jamás una sociedad y acepte las obligaciones de la misma.
La existencia del hombre en la sociedad presupone su capacidad para
trascenderse a sí mismo en libertad y para aceptar obligaciones libres.
Lejos de ser incompatible con la verdadera libertad, la obediencia a las
obligaciones morales constituye la perfección de la libertad trascendente
del hombre.
Pero la verdad define también a la libertad. Aquellos a quienes una
engañosa ilusión aparta de la realidad, están privados de la libertad que
sólo la verdad puede garantizarles. La esperanza de libertar al hombre de la
tiranía de las represiones presupone una íntima relación entre la libertad y
92
Por eso, ni se puede obligar violentamente al hombre a practicar el bien, ni
violentamente se le puede retraer del mal. Véase, a propósito de esto, la “Declaración
sobre la libertad religiosa”, 10:
“Porque el acto de fe es por su misma naturaleza un acto voluntario, ya que el
hombre, redimido por Cristo Salvador, y llamado por Jesucristo a recibir la adopción
de hijo, no puede dar su adhesión a Dios, que se le revela, si no es atraído por el
Padre (véase: Juan 6, 44), y entrega a Dios rendidamente el don racional y libre de la
fe. Está, pues, en plena consonancia con la índole de la fe la exclusión en lo religioso
de cualquier coacción proveniente de otros hombres.”
110
la verdad. Cuando algunas cosas emergen desde el inconsciente hasta la
claridad de la conciencia, entonces se espera que una liberación nazca de
esa confrontación con la realidad. Indudablemente, la liberación será de
valor muy dudoso mientras la persona llegue sólo a hacerse consciente de
una represión y no la juzgue a la luz de la verdad metafísica y ética. Es
típico de algunos psicoanalistas el que no sean capaces de distinguir entre
la verdadera culpa y el complejo de culpabilidad. Ignoran la abrumadora
realidad de las categorías del bien y del mal moral. Su concepción ilusoria
del mundo embota la conciencia de una persona, le priva de la verdadera
libertad..., por muy a gusto que dicha persona se sienta después de la
“operación”.
La relación esencial entre la libertad y la verdad queda bien de relieve
en el proceso único de liberación que tiene lugar en la auténtica y profunda
contrición. Porque —en la contrición— el hombre emerge de la niebla de
las ilusiones engañosas acerca de sí mismo, engendradas por el orgullo, y
penetra en el ámbito de luz brillante y liberadora de la verdad.
La rebelión contra la verdad, en nombre de la libertad, podemos verla
también en la condenación moderna de la más legítima forma de
influencia: el esfuerzo por poner en contacto a los jóvenes con los
genuinos valores. La educación debe presentar ante los jóvenes las
verdades religiosas, metafísicas y éticas, cuya posesión los librará de la
ilusión y del engaño, ya que tales verdades se encuentran en el corazón
mismo de la realidad. Una educación adecuada debe presentar tales ver-
dades en una atmósfera que facilite el descubrimiento de su valor. Mas
precisamente esta esencia de la educación es lo que muchos consideran
como un atentado contra la libertad de la juventud. En realidad, están
cortando el contacto entre las mentes juveniles y la realidad más
importante, y con ello están inculcando de hecho un hábito de ignorancia,
por no decir de hostilidad, hacia las verdades más importantes.
La doctrina de la libertad que ve una amenaza en la idea de la verdad
absoluta, socava lo que en el mundo libre muchos consideran como el
único valor absoluto, a saber, la democracia. La democracia, como modo
de existencia política y social, implica la aceptación no sólo de los valores
objetivos que están fuera de discusión, sino también de obligaciones
inalterables. La verdadera democracia depende esencialmente de que se
sepa distinguir con claridad entre libertad y arbitrariedad.
La razón de la incompatibilidad entre la libertad y todas las clases de
planificación humana (lo que los americanos llaman human engineering) y
111
de control del pensamiento habrá quedado clara con todo lo que hemos
dicho. Muchas personas de hoy día se halagan con la ingenua idea de que
vivimos en una era en que se respeta plenamente la libertad de la persona.
Pasan por alto esa planificación humana de que hablábamos y las formas
—menos radicales— de “lavado de cerebro” que se dan en los países
democráticos, y que constituyen una gravísima falta de respeto hacia la
dignidad y libertad de la persona. Esta clase de falta de respeto existía
mucho menos en épocas anteriores.
112
Capítulo XV
Sinceridad fingida
113
propia conducta y la propia convicción es una tragedia enraizada en la
naturaleza caída del hombre. Es el eterno conflicto, del que Ovidio dijo:
Video meliora proboque; deteriora sequor (“Veo lo mejor y lo apruebo;
pero sigo lo peor.”). Y San Pablo lo caracterizó muy vigorosamente: “No
hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero.” Esto no
implica, ni mucho menos, insinceridad del carácter.
Claro está que si una persona no pretende hacer lo que reconoce que
es moralmente recto, si puede ser indiferente a la necesidad moral de
actuar según los principios —si hace lo que sabe que es moralmente malo
(y no sufre por ello quemazón en la conciencia)—, entonces no cabe duda
de que esa persona es muy pobre, desde el punto de vista moral. Pero decir
que es insincera sería lo que los americanos llaman “un gran
understatement” (una conclusión muy floja). Esa persona es algo mucho
peor que insincera. Su comportamiento delata o maldad cínica o una brutal
falta de escrúpulos morales. Y la persona que se esfuerza y no logra vivir
conforme a lo que ha reconocido como moralmente bueno, no podemos
decir de ella —lo más mínimo— que sea insincera. Lejos de eso, para tal
persona el admitir que la ley moral y los valores morales son plenamente
válidos, aunque no logre vivir conforme a ellos, es una indicación clara de
su sinceridad. Lo que es verdaderamente insincero —y lo que es,
ciertamente, típico de nuestra época— es que los hombres traten de
adaptar la verdad para que se acomode a sus acciones, es que traten de
tomar su conducta de facto como la norma decisiva, y nieguen la validez
de las leyes morales, porque no han logrado vivir conforme a ellas.
Así que, antes de sacar ninguna conclusión de la conformidad formal
entre las convicciones morales de una persona y su vida, hemos de
investigar primero si esta conformidad es resultado de que tal persona viva
conforme a sus convicciones o ajuste sus convicciones para que se
acomoden a sus acciones. Y, si ocurre lo primero, entonces debemos
preguntamos si las convicciones morales de esa persona son verdaderas o
falsas, buenas o malas. Las personas que sostienen teorías superficiales y
relativistas acerca de la moralidad, y consideran los preceptos morales
como simples “tabús”, sin embargo —en las situaciones concretas—, dan a
veces respuestas morales rectas (desaconsejando cometer un acto de cruel-
dad o de injusticia), porque en su contacto inmediato con la realidad se han
hecho conscientes de la validez y poder último de los valores morales 93.
Los hombres, en general, son más inteligentes y están más cerca de la
verdad, en su contacto existencial con la vida que en sus razonamientos
93
Véase: Christliche Ethik, capítulos 19 y 28.
114
teóricos acerca de ella. En tales casos, la armonía entre la acción y la
convicción teórica no es nada que merezca aprobación. Más bien, lo
deseable es que haya inconsecuencia entre la convicción y la acción. Y no
surge para nada la cuestión de la sinceridad.
Otro grave error es creer que una persona que se ha hecho
moralmente ciega y que, en consecuencia, actúa de manera abiertamente
inmoral, es más sincera que la que trata de ocultar ante los demás su
inmoralidad. Indudablemente, es deplorable que las personas oculten sus
actos inmorales, únicamente porque tienen temor a la opinión pública.
Pero el hombre, por ejemplo, que no ve nada malo en la promiscuidad
sexual y que habla desvergonzadamente de ella, no es mejor. No es ni
sincero ni honrado. En primer lugar, el llamado “hipócrita Victoriano”
delataba en su misma hipocresía un respeto indirecto hacia los valores
morales. Por otra parte, el moderno pecador desvergonzado, que ha
perdido todo sentido de la inmoralidad y mezquindad de la promiscuidad
sexual, no merece la menor, alabanza por su “sinceridad”, ya que no tiene
razón alguna para ocultar sus desviaciones morales. No ve ya en ellas nada
chocante. Y tampoco tiene nada que temer de la opinión pública, ya que
ahora se ha puesto de moda el no extrañarse por la promiscuidad. Lo que
antes daba pie al bohemio para considerarse a sí mismo como un
revolucionario —el hecho de arrostrar descaradamente la opinión pública
—no llama ya la atención. Por tanto, es difícil comprender por qué hay que
seguir alabando hoy día a la desvergüenza como valiente y sincera.
Más aún, hay una razón perfectamente buena para ocultar de la vista
de la sociedad nuestros pecados. Nos hallamos en la obligación de evitar
dar mal ejemplo o escándalo a los demás. Esto no tiene parecido alguno
con el caso de Tartufo: el pícaro que santurronamente asume el papel de
una persona verdaderamente virtuosa, con la finalidad de engañar a otras
personas que se sienten atraídas por su aparente virtud. Este es un caso
extremo de insinceridad. La sinceridad antitética, en este caso, no hay que
buscarla en el pecador desvergonzado que no siente necesidad alguna de
disimular sus pecados, sino en el hombre virtuoso que —por humildad —
oculta sus virtudes.
Otra concepción falsa de la sinceridad —una concepción que se halla
muy difundida hoy día— aparece en la afirmación de que nuestra conducta
exterior debe estar en completa armonía con nuestros sentimientos y
disposiciones interiores. Así que a una persona cortés que emplea
expresiones que no están de acuerdo con sus verdaderos sentimientos, se la
considera insincera. No cabe duda de que podemos hablar -de cierta
115
insinceridad o falta de autenticidad, cuando una persona se comporta como
si estuviera profundamente emocionada, o llena de gozo o de indignación,
mientras que en realidad no experimenta nada por el estilo.
Pero es, no obstante, completamente erróneo convertir a nuestros
sentimientos reales en el único determinante de nuestro comportamiento
exterior hacia otras personas. Más bien, nuestro comportamiento debe
acomodarse a lo que habría de ser nuestra actitud. Cualesquiera que sean
nuestros sentimientos acerca de otras personas, debemos ser corteses y
atentos con ellas. Esto no es, ni mucho menos, insinceridad, como
tampoco es señal de sinceridad el ser grosero y poco atento y amable con
alguna persona, porque la tal persona nos tiene sin cuidado.
Esta falsa concepción de la sinceridad convierte en ideal la
indulgencia consigo mismo, el dejarse llevar. Cierra el paso al, y —de
hecho— repudia el enriquecimiento de la vida que llega, a ser posible, por
medio de la observancia de formas adecuadas. Ignora la significación
moral y la función educativa de tales formas de trato social. Aquello
precisamente que constituye la superioridad del hombre de buenas
maneras, se descuenta y elimina como señal de insinceridad y falta de
honradez. Según esta concepción de la sinceridad, el hombre sincero ideal
sería necesariamente tosco, carente de dominio propio y de todo freno de
sí mismo.
Esta sinceridad fingida aparece de manera especialmente grotesca,
cuando afecta a las relaciones del hombre con Dios. Muchas veces, al
hablar de la liturgia, nos hacen observaciones como ésta: “¿Por qué voy a
recitar el confíteor si no experimento contrición? ¿Por qué me voy a acusar
de pecados, cuando siento que soy completamente inocente y no tengo la
menor conciencia de pecado? ¿Por qué voy a recitar el “De profundis
clamavi ad Te, Domine” (“Desde lo más hondo he clamado a Ti, Señor”),
si en realidad me siento de magnífico humor? Y así hasta el infinito.
La respuesta, indudablemente, es que mis oraciones a Dios deben
acomodarse a la realidad objetiva y no a mis accidentales estados de
ánimo. Yo sé que verdaderamente soy pecador. Y sé, por tanto, que he de
sentir contrición. Esta realidad objetiva es la medida que debe presidir la
expresión de mis oraciones a Dios. Y el tema litúrgico es la conformidad
de mis oraciones con la situación objetiva del hombre ante Dios y —por
tanto— lo que yo debería experimentar en tal confrontación. De ahí que la
elección de las palabras no debería depender de lo que pudieran ser mis
sentimientos en un momento determinado. Las palabras tienen sentido
116
porque corresponden a mi verdadera situación, a lo que yo debería
experimentar: las palabras son la expresión objetiva de las actitudes que yo
debería adoptar y que yo deseo hacer mías. Por consiguiente, no se revela
sinceridad, sino el colmo del fingimiento en aquella persona que,
comprendiendo erróneamente la finalidad misma de la oración (o de
cualquier acto de culto), rehúsa orgullosamente utilizar palabras que no
reflejan su estado de ánimo de aquel momento. Al considerar sus estados
de ánimo como la única norma válida, está delatando su egocentrismo y su
ridícula obstinación.
Pero el error, en este caso, va mucho más lejos aún. En la liturgia
participamos de la oración de Cristo y de su Iglesia. Se pretende que esta
oración empape nuestras almas, no que exprese nuestra limitación
individual. Más aún, es una plegaria expresada en espíritu de comunión
con todos los hermanos. Por eso, aunque mi alma esté muy contenta en un
momento determinado, puedo decir, sabiendo que muchas otras personas
sufren y están tristes: Sé que la tierra es un valle de lágrimas. Y, por tanto,
tengo plena razón para recitar el De Profundis, aunque sienta únicamente
alegría y gratitud por algún gran beneficio, o para recitar un salmo de
alabanza y acción de gracias mientras estoy pasando por una dura prueba.
Muchas de las personas que pretenden ensalzar la liturgia a costa de la
“oración privada” porque esta última —según dicen ellos— no promueve
la comunión entre los hombres, parecen ignorar este profundo aspecto
comunitario de la oración litúrgica.
Nuestra época merece tan poca alabanza por su sinceridad intelectual
como por su sinceridad moral.
Antes los escépticos y relativistas negaban abiertamente la existencia
de la verdad objetiva. Ahora bien, el ataque contra la verdad, dirigido por
los florecientes relativistas históricos de nuestros días, se reviste de una
forma más refinada y encubierta. En vez de negar abiertamente la verdad,
pretenden “reinterpretar” toda la noción de la verdad. Pero terminan igual
que antes: en el desierto del escepticismo. Difícilmente será esto un
progreso hacia una mayor sinceridad intelectual.
De manera semejante, si comparamos los ataques contemporáneos
contra la religión con los ataques dirigidos —pongamos por caso— en
tiempo de Voltaire y de Renán (por abominable que haya sido la
mentalidad de ambos), observaremos que las épocas anteriores eran más
sinceras y francas. Los “ilustrados” modernos pretenden dar la impresión
de que su actitud ante la religión es mucho más amistosa. Pero, al dar
117
“nuevas interpretaciones” de la verdad cristiana y oscurecer la distinción
entre revelación y mito, pretenden disolver la esencia misma de la fe
cristiana.
Más aún, hay una moda en la filosofía de hoy que trata de suscitar la
impresión de profundidad por medio de una complicadísima retórica que,
con frecuencia, encubre una total falta de sentido. Resuelve los problemas
clásicos de la filosofía por medio de juegos de palabras con vocablos de
nueva invención, o declarando que los problemas se han planteado de ma-
nera absurda, o que no existen, o que carecen de importancia. ¿Será esto
una señal de sinceridad intelectual? Si comparamos algunos filósofos
modernos “de moda” con filósofos como Platón, Aristóteles, San Agustín,
Santo Tomás y Descartes, nos veremos obligados a sacar la conclusión de
que muchos de nuestros “grandes” intelectos son incomparablemente me-
nos sinceros que los pensadores de otras épocas.
Hay también otras corrientes, menos insinceras, de nuestra época, que
pretenden poner de manifiesto sinceramente la realidad que ha quedado
oscurecida por tradiciones “no-realistas”. Por ejemplo, la mentalidad
positivista —en sus diversos aspectos— considera que la realidad de un
ser está en proporción inversa de su rango metafísico. Pensamos en aque-
llos que, como Freud, tratan de reducir toda entidad espiritual a algo que
no sea espiritual; en aquellos que intentan convencernos de que los
procesos más intelectuales pueden reducirse a asociaciones no-racionales,
que el amor —en realidad— no es más que sexo, y que los valores morales
no son más que superstición. La “desilusión” que estas personas pretenden
suscitar en el individuo “no-realista” —es decir, en el individuo que
todavía no ha recibido su doctrina—, conduce (según pretenden ellos) al
realismo y a la sinceridad intelectual. Se consideran a sí mismos muy
sinceros cuando declaran que tan sólo la parte inferior del universo es real,
cuando reducen todas las relaciones espirituales y todas las motivaciones a
procesos mecánicos, cuando privan al universo de su contenido espiritual,
cuando desbaratan todos los valores objetivos. ¿Acaso no han presentado
una versión realista del mundo? ¿Acaso no han liberado a otras personas
de sus ilusiones y engaños?
Pero si la reducción del universo, llevada a cabo por ellos, resulta ser
errónea, entonces no tiene sentido alabar a esas personas por su notable
sinceridad. Y, en realidad, sus conclusiones no son ni científicas ni
filosóficas, sino “supersticiosas”. Toda su doctrina se basa en la negación
de lo que la experiencia nos dice que son las cosas. Pretenden “penetrar”
en el interior de la cosa para descubrir lo que “es realmente”. Pero las
118
personas supersticiosas siempre pretenden penetrar más allá de la simple
experiencia, para “leer” la verdadera importancia de las cosas.
Si consideramos las fuentes psicológicas de este verlo todo à la
baisse —esta negación seudo-realista del universo espiritual—, quedará
bien claro que el orgullo y la pereza espiritual se cuentan entre sus raíces.
Hay una obstinación peculiar en acercarse a un ser de una manera tan falta
de armonía con la naturaleza de la tal cosa, que el proyecto quede
condenado al fracaso. Tales personas rehúsan cooperar con la naturaleza de
la realidad94. No podemos considerar como sincero tal prejuicio. Más bien
recordemos que hay una especie de insinceridad intelectual en todo
prejuicio que se enmascare como filosofía o ciencia. Reservemos nuestra
alabanza para el hombre verdaderamente sincero que admite la plena
realidad del universo espiritual y no se deja intimidar por las modas inte-
lectuales del día.
Hemos aludido anteriormente a la verborrea diletante que se
considera como pensamiento de altura entre las filas de numerosos
teólogos católicos laicos, los cuales —de manera irresponsable— han sido
destinados para desempeñar cátedras en muchas universidades católicas.
Sus discusiones insípidas acerca de Dios y del mundo, sus tonterías acerca
de si Dios sigue acomodándose a nuestra sociedad, acerca de si todavía le
“necesitamos”, son prueba no sólo del bajo nivel de su inteligencia, sino
también de su insinceridad. Cuando tratan de cuestiones de suprema
importancia, que han preocupado a los hombres a través de la historia, y lo
hacen de manera vulgarísima y desde puntos de vista que son totalmente
inconvenientes; están revelando un pueril exhibicionismo y orgullo. El
más elemental grado de sinceridad les haría conscientes de la total falta de
sentido que tienen en su actitud.
Nosotros, indudablemente, no pretendemos negar que en nuestra
época se hallan también otras tendencias muy diferentes. Pero no cabe la
menor duda de que los católicos progresistas están recomendando a la
Iglesia para que las bendiga y apoye y estimule, ciertas actitudes que están
caracterizadas, principalmente, por una fingida sinceridad.
’
94
Estos problemas gnoscológicos fundamentales los ha estudiado detenidamente el
autor en obras anteriores. Véase, por ejemplo: Sinn philosophischen Fragens und
Erkennens, capítulos 4 y 5. Con más desarrollo aún se estudian estos problemas en:
What is philosophy?, capítulos J y 7, y en: Christliche Ethik, prolegomena.
119
Capítulo XVI
El «epocalismo»
123
Parte Tercera
124
Capítulo XVII
127
determinada época96. Y esto hemos de aplicarlo con mayor razón aún a las
materias religiosas. No hay una santidad medieval, por contraste con la del
barroco. No hay una santidad del siglo xix, que se distinga de la del siglo
xx. La transformación en Cristo es siempre la misma esencialmente. Las
diferencias que hallamos entre los santos, se deben mucho más a las
diferentes personalidades que a la época en que vivieron. Y cuando
hablamos de la piedad típica de una época determinada (siempre con el
peligro de cometer una simplificación excesiva), nuestra expresión podrá
referirse únicamente a un tipo de piedad que no esté en contradicción con
la piedad de otra época, sino que la complete. Mientras nos refiramos a
una auténtica piedad cristiana, y no a desviaciones, la diferencia es
semejante a la que existe entre diversos tipos de devoción: por ejemplo, la
devoción al Niño Jesús, a la Pasión de Cristo, al Sagrado Corazón...
La concepción de épocas homogéneas está íntimamente relacionada
con otra hipótesis falsa, a saber, que existe una lógica inmanente al curso
de la historia, lógica de la que podemos obtener cierto conocimiento.
Hemos discutido ya los errores del evolucionismo y del progresismo y la
dialéctica hegeliana. Es falsa la afirmación de que la secuencia de épocas
históricas está caracterizada por un movimiento unívoco en una misma
dirección, ya sea buena o mala. La prueba es que un mismo período puede
asemejarse mucho más a una época remota que a una época precedente. La
teoría hegeliana del Weltgeist (o “espíritu del universo”) no tiene base en la
realidad. Esta teoría, por provocadora y brillante que sea, y por mucho que
refleje el genio de Hegel, no pasa de ser una Simple especulación, marcada
por el inmanentismo naturalista. Se sigue de ahí, por tanto, y a pesar de
que Hegel pretenda lo contrario, que es completamente incompatible con
la revelación cristiana.
Cuando los católicos progresistas piden a la Iglesia que se adapte al
mundo moderno, suelen indicar que se refieren al mundo del futuro. No
quieren enfrentarse con la realidad de que no tenemos la más ligera
seguridad de que las corrientes y tendencias de hoy no vayan a provocar
mañana una violenta reacción. Puede haber una violenta reacción contra el
“computador ideal”. Puede haber una fuerte reacción contra el amoralismo
96
En su obra Graven images - Substitutes for true morality (aparecida en
castellano, Ed. Fax, con el título: Deformaciones y perversiones de la moral), el autor
hace una diferenciación clara entre los genuinos valores morales y sus sustitutivos.
Los genuinos valores morales no están —de ningún modo— condicionados
históricamente, sino que son inmutables. En cambio, los sustitutivos pueden estar
condicionados tanto individualmente como histórico-socialmente.
128
actual, contra las modas contemporáneas en materia de filosofía y arte.
Claro está que tales reacciones no se han de dar necesariamente. Pero no
hay excusa para ignorar su manifiesta posibilidad, por no decir su
probabilidad. El racionalismo de la Ilustración fue seguido por el
romanticismo. La historia abunda en tales ejemplos. La pretensión de los
partidarios del progresismo de que el futuro les pertenece a ellos, no tiene
absolutamente ninguna garantía. Representa tan sólo un “acto de fe”, que
no está apoyado por la ciencia ni por la filosofía, ni por la historia, ni por
la revelación. En cuanto a la Iglesia, sería absurdo e inútil, sería incluso
traicionar a su misión el que la Iglesia intentara acomodarse a la época mo-
derna, al “futuro”. Como dijo el Papa Juan: La Iglesia ha de dejar su
impronta en las naciones, en las épocas históricas, y no lo contrario. La
revelación se dirige al hombre de todas las épocas: a la persona humana
esencial, cuya naturaleza inmutable es lo único que nos da derecho a
hablar del hombre en general.
Si una persona hace suya la idea del carácter homogéneo de las
épocas históricas, se verá cogido por la noción ilusoria de que sólo
podremos llegar al hombre de nuestra propia época presentando el mensaje
de Cristo de una manera completamente nueva. La diletante interpretación
del kairós que hacen esta clase de personas, su preocupación por llegar
hasta el “hombre de nuestra época”, las apartará de llegar al hombre de
todas las épocas.
Las nociones falsas de que los períodos históricos son constantes
intelectual y psicológicamente y de que hay en la historia una lógica
inmanente, conduce a la creencia de que la historia queda sustraída a
nuestra influencia. Por mucha verdad que pueda haber en esta idea, en
cuanto se refiere al desarrollo técnico, se convierte en una idea absurda
cuando tratamos de aplicarla a las ideologías y sistemas políticos. Muchos
en Alemania creyeron que el Nacionalsocialismo era inevitable; que el
advenimiento de ese régimen no dependía de que se le quisiera o no. Con
frecuencia, hoy día escuchamos cosas parecidas con respecto al marxismo
o a cualquier otra forma de colectivismo.
Por eso, se aconseja a la Iglesia que sea prudente y que se prepare
para sobrevivir en un mundo comunista. Este fatalismo acerca de la
historia no tiene en cuenta la libertad de la voluntad humana, su capacidad
para oponerse a una corriente que parezca inevitable y para superarla. Y no
tiene en cuenta la historia misma. Sino que se trata de una construcción
hegeliana que conduce, otra vez más, a una falsa interpretación del kairós.
129
Deseamos repetir con encarecimiento: no hay en la historia una época
cerrada y homogénea; no existe el “hombre moderno”. Y, lo más
importante de todo, el hombre sigue siendo siempre el mismo en su
estructura esencial, en su destino, en sus potencialidades, en sus deseos y
peligros morales. Y esto es verdad, a pesar de todos los cambios que ha
habido en las condiciones externas de la vida humana. No hay y no ha
habido más que un solo cambio histórico esencial en la situación
metafísica y moral del hombre: el advenimiento de Cristo; la salvación de
la humanidad y la reconciliación con Dios por medio de la muerte de
Cristo en la cruz.
130
Capítulo XVIII
El temor de lo sagrado
La Iglesia, como una ciudad sitiada, está cercada por los errores y
peligros de nuestro tiempo. Por desgracia, algunos católicos no sólo no son
conscientes de esos peligros, sino que además —en diversos grados—
están inficionados por ellos.
Hay ciertos teólogos que están luchando contra la irrupción del
relativismo, del amoralismo y la actitud de laboratorio ante la vida
humana. Rechazarán todo lo que les parezca que socava la genuina fe en
Cristo y las doctrinas inmutables de la Iglesia. Sin embargo, su reacción
contra los defectos de épocas pasadas (como el legalismo, la esclerosis y el
abuso de autoridad) es tan fuerte, que tienden a pasar por alto los peligros
de nuestro tiempo. Siempre es difícil mantenernos libres de un
injustificado optimismo, cuando estamos llenos de alegría por vernos
liberados de ciertos males, especialmente cuando esos males han pesado
reciamente sobre nuestras vidas. De manera parecida, dirigiremos nuestra
atención hacia el esfuerzo por evitar aquellas faltas que han caracterizado
nuestra propia conducta en el pasado, en vez de concentrar nuestra
atención —con igual seriedad o con mayor seriedad aún— sobre las faltas
que representan el extremo opuesto. En realidad, lo que sucede a menudo
es el tipo de falsa reacción que hemos estudiado en la parte primera.
No cabe duda de que, en días pasados, se ha hecho mucho daño a la
Iglesia por un duro legalismo o por una especie de pontificalismo. Algunos
prelados, en el ejercicio de su oficio, demostraban un claro esoterismo. No
cabe duda de que, a pesar de la voz de los Papas (por ejemplo, a pesar de
la voz de León XIII en la Rerum Novarum), algunos sacerdotes y obispos
estaban más interesados en mantener buenas relaciones con los ricos y
poderosos, o al menos daban muestras de mayor solidaridad con los “bien
pensants”, que con los obreros y campesinos. Y, algunas veces, mostraban
muy poco interés por los padecimientos de los pobres. Pero esas
malhadadas faltas (que estaban contrapesadas por admirables expresiones
de caridad cristiana y de heroica labor apostólica), no justifican —ni
mucho menos— el resentimiento contra los estratos superiores de la
131
sociedad y el espíritu de odio de clase y de rivalidad que están
inficionando hoy día al clero, especialmente en Francia. Michel de St.
Pierre ha mostrado esta realidad en sus dos obras: Les nouveaux Prêtres y
Sainte Colère. En ciertos casos, estas reacciones han llegado hasta el
extremo de un flirteo abierto con el marxismo. Esto equivale, ni más ni
menos, a una apostasía secularista.
Ahora nos referimos aquí a aquellos teólogos y demás que se oponen
a la secularización, al relativismo y al naturalismo, pero que por un
desprevenido optimismo están en peligro de ignorar y sucumbir ante los
peligros de nuestro tiempo. No cabe duda de que aquí actúan algunas
tendencias inconscientes. La legítima antipatía a todo esoterismo, a toda
condescendencia paternalista hacia los laicos (especialmente si los laicos
pertenecen a las clases humildes), ha conducido en muchísimos casos a
una desgraciada alianza con el ídolo de la igualdad que trata de destruir
todas las estructuras jerárquicas. En su temor hacia el esoterismo o
“prelatismo”, muchos sacerdotes consideran hoy días los rasgos culturales
más valiosos de la Iglesia (como la atmósfera sacral de la liturgia) como un
afán esotérico de retirarse del hombre sencillo. Están olfateando en todas
partes menosprecio hacia el hombre de la calle, aristocraticismo
anticristiano. Y, hasta cierto punto, extienden sus sospechas hasta la
estructura jerárquica en general. Esta antipatía hacia el pontificalismo
tiende a hacerles ciegos ante el grave peligro de la indulgencia consigo
mismos, y ciegos —sobre todo— ante el proceso de desacralización que
caracteriza a nuestro mundo moderno. Parece que no se dan cuenta de la
elemental importancia de lo sagrado en la religión97. Y, así, embotan el
sentido de lo sagrado y con ello minan y socavan la verdadera religión. Su
enfoque “democrático” les hace menospreciar el hecho de que en todos los
hombres que tienen anhelo de Dios hay también anhelo de lo sagrado y un
sentido de diferencia entre lo sagrado y lo profano. El obrero o el
campesino tienen este sentido, exactamente igual que el intelectual. Si el
individuo es católico, deseará hallar en la Iglesia una atmósfera sagrada. Y
esto seguirá siendo verdad, trátese o no de un mundo urbano e industrial.
El individuo será capaz de distinguir entre el “arriba” esotérico y el
“arriba” divino. No se sentirá oprimido, ni mucho menos, por el hecho de
que Dios esté infinitamente sobre él, de que Cristo sea el Dios-hombre.
Mira gozosamente a la Iglesia con su autoridad divina. Espera que todo
97
Así se manifiesta en la introducción de música de guitarra e incluso de música de
jazz en las misas.
132
sacerdote, como representante de la Iglesia, irradie una atmósfera distinta
que la del laico de la calle.
Muchos sacerdotes creen que el reemplazar la atmósfera sagrada que
reina, por ejemplo, en los maravillosos templos de la Edad Media o del
barroco, en los que se celebraba la misa en latín, por una atmósfera
profana, funcionalista, neutra y monótona, ha de capacitar a la Iglesia para
encontrarse en amor con el hombre sencillo. Pero esto es un error
fundamental. Será algo que no llene los más profundos anhelos de ese
hombre. Le ofrecerá piedras, en vez de pan. Esos sacerdotes, en lugar de
combatir la irreverencia (que se halla hoy tan difundida), contribuyen de
hecho a difundirla más. No entienden que el pontificalismo esotérico es
realmente una forma de secularización98, y de que su verdadera antítesis es
la unción santa que todos los santos poseían: el espíritu de respeto, la
fusión de la humildad con un comportamiento apropiado al sagrado oficio.
La experiencia dirá a todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír
que un solo sacerdote santo atrae más almas para Cristo, especialmente
entre las “personas sencillas”, que los que tratan de acercarse más al
pueblo, adoptando una actitud que carezca del sello de su oficio sagrado.
Michel de Saint Pierre ha presentado admirablemente esta realidad en su
novela Los nuevos curas. Esos sacerdotes no hablan a lo más hondo del
hombre. Al reaccionar simplemente contra el anterior pontificalismo,
hablan tan sólo a un estrato superficial y secular del hombre. Podrán tener
éxitos momentáneos, atrayendo más gente a la iglesia, incrementando la
actividad parroquial. Pero no lograrán que la gente se acerque más a
Cristo. Ni saciarán su profunda sed de Dios y de paz: de esa paz que el
mundo no puede dar, de esa paz que sólo Cristo puede dar. Y el kairós nos
llama a atraer personas hacia Cristo, no simplemente hacia la parroquia.
Hans Urs von Balthasar lo expresó de la siguiente manera:
“La fantasía del clero está absorbida por la preocupación de llenar
el tiempo de la manera más útil y variada... El párroco está satisfecho de
la comunidad parroquial, porque ésta se da muy buena maña para
participar en el acto de culto. Los feligreses están satisfechos de sí
mismos... Es un caso clarísimo de la Iglesia que está satisfecha de sí
misma”99.
98
Véase el capítulo V de esta obra.
99
Hans Urs von Balthasar, Wer ist ein Christ?, cuarta edición, Benziger-Verlag,
Zürich 1966, p. 38.
133
Los que confunden la reserva santa con el pontificalismo, y la
sacralidad con el esoterismo, dan muestras de incurrir en una singular
contradicción. Acentúan la apertura que hay que tener hacia las corrientes
de nuestra época. Tratan de evitar el alejamiento de la vida cotidiana: ese
alejamiento que —según ellos— caracterizaría a la anterior concepción del
Cristianismo. Y pretenden acercar lo más posible la religión a la vida de
cada día. Pero, al mismo tiempo, ignoran los rasgos más básicos de la
naturaleza humana. Y, así, caen en un falso supranaturalismo. Por ejemplo,
en un sermón del día de la Ascensión, oí decir a un sacerdote que las
mentes de los Apóstoles estaban nubladas al sentirse llenos de tristeza por
la marcha de Nuestro Señor. La razón es sencilla, argumentaba este
sacerdote. Cristo está presente en medio de los que se reúnen en su
nombre. Este argumento pasa por alto la realidad humana evidente de que
ver es más dichoso aún que creer. Aunque en la tierra nuestra relación con
Cristo está basada en la fe, la cual nos capacita para saber que Cristo está
presente en la eucaristía y en medio de los que creen, sin embargo todo el
que ama verdaderamente a Cristo desea con ardor verle cara a cara en la
eternidad. Y todo verdadero cristiano se da cuenta plenamente del inaudito
privilegio, concedido a los Apóstoles y discípulos, de disfrutar de la
presencia de Jesús, de poder verle y escuchar sus palabras, de vivir en
verdadera comunión con él. Si exceptuamos la experiencia mística, este
privilegio no puede reemplazarse por ninguna comunión basada
únicamente en la fe. Este profundo anhelo de una unión con Cristo,
plenamente experimentada, de la visión de Cristo, inunda la vida de los
santos. Resuena en aquellas palabras de San Juan, con que finaliza el
Apocalipsis:
Veni, Domine Iesu!
Está expresado en la última estrofa del maravilloso Adoro Te, de
Santo Tomás de Aquino:
Iesu, quem velatum nunc aspicio,
Oro, fiat illud, quod tam sitio:
Ut, te revelata cernens facie,
Visu sim beatus tuae gloriae.
“¡Jesús, a quien ahora contemplo oculto bajo un velo! Te suplico que
suceda lo que anhelo con sed tan ardiente: que, al mirarte después de
revelado tu rostro, sea feliz con la contemplación de tu gloria.”
134
Hay una negación parecida de la naturaleza humana y un
“correlativo” sobrenaturalismo en todos los que acentúan excesivamente la
presencia de Cristo en nuestro prójimo y pretenden que importa poco el
que nos dirijamos a Jesucristo mismo o nos encontremos con él en el
prójimo. Por muy cierto que sea que hemos de encontrar a Cristo en el
prójimo, sin embargo hay enorme distancia entre nuestra comunión con
Cristo mismo y el hecho de que le hallemos en nuestro prójimo. Estar
unidos (en directa comunión “Yo-Tú”) con Jesucristo —el infinitamente
Santo— debe constituir el gran anhelo de nuestra vida, la bienaventuranza
que debemos esperar. Colocar la realidad de hallar a Cristo en nuestro
prójimo —incluso cuando se trate del hombre más insignificante o malo—
en el mismo plano que nuestra comunión directa con Cristo, es desconocer
tanto la naturaleza humana como la experiencia cristiana. En primer lugar,
existe una diferencia radical entre la manera con que los santos reflejan a
Cristo y la manera con que encontramos a Cristo en una persona corriente.
Los santos irradian algo de la santidad de Cristo. Y entonces podemos
saborear directamente la calidad misma de la santidad. Pero ver a Cristo en
los hombres inferiores, eso nace únicamente de la fe.
Además, como ya hemos dicho100, el hallar a Cristo en nuestro
prójimo presupone necesariamente una relación directa con Cristo mismo.
Tan sólo porque Cristo ha dicho: ‘‘Cuanto hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mateo 25, 40), somos
capaces de hallar a Cristo en nuestro prójimo, a pesar de todos los
obstáculos que ese prójimo nuestro pueda poner en nuestro camino. Y se
olvida con harta frecuencia que las palabras de Cristo se refieren a nuestras
acciones para con el prójimo, y no a la experiencia embelesadora y única
—al frui— de nuestra comunión de amor con Cristo. Tal vez se argumente
diciendo que las acciones hechas al prójimo son acciones hechas
directamente a Cristo. Pero es imposible sostener que nuestra
bienaventuranza es tan completa en comunión con nuestro prójimo como
en comunión con Cristo. El hallar a Cristo en nuestro prójimo es una
proeza de la caridad. Y la caridad —repetimos— se constituye únicamente
en la comunión directa (comunión Yo-Tú) con Cristo.
El hallar a Cristo en cualquier prójimo, incluso en el pecador, no
elimina ni la infinita diferencia ontológica y cualitativa entre Cristo y el
prójimo, ni la oposición cualitativa.
100
Véase el capítulo IV.
135
Del prójimo se puede decir todo lo que se puede decir de nosotros
mismos: Ha sido creado de la nada. Y, de por sí, es nada. Lo ha recibido
todo. Cristo es su eternidad. Por medio de Cristo fueron creadas todas las
cosas. Cristo ES Dios. Por medio de Cristo lo hemos recibido todo. El
prójimo está lleno de flaquezas y pecados. Ofende a Cristo. Que sea digno
de ser amado, es cosa que únicamente sabemos por la fe. Porque la fe nos
enseña que Cristo lo ha redimido y que lo ama infinitamente. Cristo es el
infinitamente Santo. Cristo es ofendido por cualquier pecado. Cristo es el
Redentor. Cristo es el origen de toda amabilidad. El prójimo ha de
convertirse, arrepentirse. Cristo le perdonará, le acogerá de nuevo. El
prójimo debe adorar a Cristo. Cristo debe ser adorado. El prójimo recibe su
bienaventuranza como don libérrimo de Dios. Cristo se la regala. El
prójimo será juzgado. Cristo será su Juez. El prójimo puede perder a Dios
eternamente. Cristo ES DIOS. Cristo es infinitamente misericordioso con
el prójimo. El prójimo recibe la infinita misericordia de Cristo, por la que
debe estarle infinitamente agradecido. Cristo, la segunda Persona de la
Trinidad divina, es en sí mismo infinitamente feliz. El prójimo sólo puede
llegar a ser feliz por medio de Cristo. Y sólo puede gozarse en la medida
de su santidad, de la infinita bondad y hermosura de Cristo, de la infinita
bondad y hermosura de Dios. Porque la santidad de Dios es semejante al
sol; y la santidad del hombre, semejante a los destellos que se reflejan del
sol101.
101
Véase: 1 Corintios 15, 41. 42: “Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna,
otro el de las estrellas... Así también en la resurrección de los muertos.”
Véase también lo que dice la gran Santa Teresa de Jesús en su autobiografía,
capítulo 37: “Después que el Señor me ha dado a entender la diferencia que hay en el
cielo de lo que gozan unos a lo que gozan otros cuán grande es, bien veo que también
acá no hay tasa en el dar cuando el Señor es servido, y así no querría yo la hubiese en
servir yo a Su Majestad y emplear toda mi vida y fuerzas y salud en esto, y no querría
por mi culpa perder un tantito de más gozar. Y digo así, que si me dijesen cuál quiero
más, estar con todos los trabajos del mundo hasta el fin de él y después subir un
poquito más en gloria, o sin ninguno irme a un poco de gloria más baja, que de muy
buena gana tomaría todos los trabajos por un tantito de gozar más de entender las
grandezas de Dios; pues veo que quien más le entiende más le ama y te ajaba.”
Santa Teresita, para describir la perfecta bienaventuranza (bienaventuranza que es
perfecta pero que, no obstante, se diferencia según el grado de santidad), utiliza la
comparación de unas vasijas de distinta capacidad, pero que están llenas hasta el
borde. Véase: manuscrits autobiographiques, p 47, Carmelo de Lisieux 1957.
136
Capítulo XIX
Corrupciones inmanentistas
El teilhardismo102
En vanguardia de las filas inmanentistas figuran los partidarios de las
ideas de Teilhard de Chardin. Incluso muchos que no aceptan plenamente
esa “teología-ficción” (como Etienne Gilson ha llamado a la interpretación
gnóstica que Teilhard hace de la revelación cristiana), están bajo la
influencia de su inclinación a reemplazar la eternidad por el futuro
histórico, a minar la diferencia entre el cuerpo y el alma, entre el espíritu y
la materia, y a subordinar el bien y el mal moral, la santidad y el pecado, a
diferentes estadios de evolución. No debería ser necesario insistir en la
absoluta incompatibilidad de estas concepciones con la revelación
cristiana. En la “Cristogénesis” gnóstica de Teilhard no hay lugar para el
pecado original, para la necesidad de redención. Y, en consecuencia, no
hay lugar para la redención del mundo por medio de la muerte de Cristo en
la cruz. En esta gnosis moderna, Jesucristo no es el Dios-hombre que trae a
los hombres las “buenas nuevas”, el evangelio. Jesucristo no es la epifanía
de Dios, que atrae a los hombres por su infinita santidad. Sino que, en vez
de eso, Jesucristo se convierte en una fuerza impersonal, en una vis a
tergo, en el iniciador y término (omega) de un proceso de evolución
cósmica. La transformación en Cristo es reemplazada por una evolución
humana que tiene lugar por encima de la cabeza del hombre, y con
independencia de su libre decisión. En vez de la resurrección del cuerpo en
el juicio final, Teilhard nos ofrece una identificación entre la materia y el
espíritu, como punto final de la evolución. En vez de la visión beatífica —
la eterna comunión de amor de la persona con Dios—, él nos promete la
102
Véase, a propósito de esto, el apéndice sobre Teilhard de Chardin (con citas).
137
inmersión de la conciencia individual en la conciencia general de una
“superhumanidad”103.
Nadie negará que la teología-ficción de Teilhard encarna muchas de
las perversiones intelectuales que son típicas de nuestra época. En primer
lugar tenemos el evolucionismo y el progresismo. En segundo lugar,
hallamos la inclinación hacia el relativismo histórico, por cuanto la verdad
—incluso la verdad revelada —se considera como dependiente del
“espíritu de la época”. Recordemos tan sólo el argumento teilhardiano de
que no debemos esperar que las personas que viven en la era científica e
industrial crean aquello que ha constituido la fe durante dos mil años de
vida cristiana. En tercer lugar, está la sumisión al materialismo, ya que
103
Muchos textos conciliares muestran que las opiniones de Teilhard de Chardin
son absolutamente incompatibles con la doctrina de la Iglesia. Pensemos tan sólo en
los pasajes decisivos de la “Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium),
48: “La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la
gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino en
la gloria celestial, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas
(véase: Hechos 3, 21).’’
Porque Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres
(véase: Juan 12, 32, texto griego); resucitado de entre los muertos (véase: Romanos 6,
9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por él constituyó a su Cuerpo
que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la
diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su
Iglesia y por ella unirlos a sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio
cuerpo y sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración
prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo...”
Núm. 49: “Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y
acompañado de todos sus ángeles (véase: Mateo 25, 31) y destruida la muerte, le sean
sometidas todas las cosas (véase: I Corintios 15, 26-27), de sus discípulos unos
peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados
contemplando ‘claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es’... Porque ellos
llegaron ya a la patria y gozan de la presencia del Señor (véase: II Corintios 5, 8); por
El, con El y en El no cesan de interceder por nosotros ante el Padre; presentando por
medio del único Mediador de Dios y de los hombres Cristo Jesús (véase: I Timoteo 2,
5), los méritos que en la tierra alcanzaron.”
Núm. 51: “Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa
de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celeste y su lumbrera será el
Cordero (véase: Apocalipsis 21, 24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la
suma beatitud de la caridad, adorará a Dios y al Cordero que fue inmolado
(Apocalipsis 5, 12), a una voz proclamando: Al que está sentado en el trono y al
Cordero: la alabanza, el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos
(Apocalipsis 5, 13-14).”
Véanse también los demás textos conciliares citados en el presente capítulo.
138
queda oscurecida la distinción esencial entre el alma y el cuerpo, el
espíritu y la materia. Y, por encima de todo, Teilhard cede al moderno
naturalismo, eliminando la diferencia entre naturaleza y sobrenaturaleza.
Íntimamente relacionada con el inmanentismo de Teilhard es su
tendencia a perder de vista la maravilla del ser personal: un desacreditar la
existencia individual como algo limitado e impersonal en favor del poder
cósmico de las fuerzas impersonales. Esta tendencia hacia una entidad
suprapersonal es el polo opuesto, verbigracia, de la visión de Pascal de la
grandeza del hombre.
El seudo-personalismo
Hay otra tendencia contemporánea que, por el contrario, exalta la
persona a costa de los principios “impersonales” y “fríos”. Tal es la actitud
de los propugnadores de las distintas formas de “la nueva moralidad”.
No cabe la menor duda de que interpretan erróneamente la noción y
papel legítimo de los “principios”. La expresión más absurda de esta
comprensión errónea la tenemos en la “ética de la situación” (Situation
Ethics, Situationsethik), de Fletcher104. Ahora bien, esta concepción
errónea ha penetrado en las mentes de muchos católicos progresistas,
aunque de manera menos superficial. Aparece especialmente en su distin-
ción entre verdad “griega” y verdad “personal” en Cristo. (Volveremos
más detalladamente sobre esta cuestión en el capítulo siguiente.) Estos
católicos afirman que las-palabras de Cristo, “Yo soy la verdad”, encaman
una noción superior de verdad, una noción que no se aplica a sentencias,
sino a una persona. Acentúan la persona como opuesta a las abstracciones.
Y, por tanto, se esfuerzan mucho por derribar la “verdad abstracta” (los
“principios”) para entronizar una “verdad personal”.
La desmitización105
Algunas veces, estas dos tendencias opuestas —la anihilación
teilhardiana y el agrandamiento “situacionista” de la persona— se aúnan.
104
A propósito de la “ética de situación”, véase: DIETRICH VON HILDEBRAND, True
morality and its Counterfeits (hay traducción española: Moral auténtica). En esta obra
el autor examina críticamente las ideas de Fletcher.
105
Un intento de “desmitizar” el Evangelio (despojándolo principalmente de la
resurrección) tuvo lugar ya poco después de Cristo. San Pablo lo rechaza con la
mayor energía en II Timoteo 2.
139
Así ocurre en el caso de aquellos católicos que, en seguimiento de
Bultmann, pretenden que Cristo no vino a informarnos acerca de la verdad
sobrenatural, sino únicamente a decirnos que le siguiéramos106. Sin
embargo, por asombroso que parezca, Bultmann y sus seguidores católicos
no hacen énfasis ninguno en la persona histórica de Jesús, sino únicamente
en una especie de fuerza o principio que hay en las almas de los hombres.
La contradicción, aquí, es evidente: los que acentúan la persona en contra
de cualquier proposición, la realidad individual concreta en contra de los
106
Un intento semejante lo encontramos en la obra de Thomas Sartory, Neu-
interpretation des Glaubens, Benziger, Einsiedeln. Véase la página 134: “A propósito
del pasaje de I Corintios 7, 15-32: “El tiempo es breve. Para el futuro, los que tengan
mujer, vivan como si no la tuviesen, y los que lloran, como si no llorasen, y los que
están alegres, como si no lo estuviesen... Porque la apariencia de este mundo pasa,
Sartory da el siguiente comentario: Por la expectación de una proximidad inmediata,
tales consejos tenían sentido. Pero el presupuesto en que se basaban demostró ser
erróneo. Cristo no ha venido de nuevo, y la apariencia de este mundo no ha pasado.
Unos 1.900 años nos separan de la primera Carta a los Corintios. Tendría poco
sentido orientarse por tales textos para ir en seguimiento de Cristo...” En la obra
Fragen an dre Kirche, escribe: “Seguir a Cristo significa recorrer el camino que El
recorrió, vivir como Jesús vivió. Ahora bien, ¿cuál fue la característica de la manera
que Jesús tuvo de vivir? Dietrich Bonhoeffer lo expresó hermosamente: Jesús fue el
hombre para los demás.”
Semejante inmanentismo, heredado de Rudolph Bultmann, y sostenido ahora
también por algunos católicos como Thomas Sartory, es completamente opuesto a la
doctrina de la Iglesia. Lo podremos ver en todos los decretos y constituciones del
Concilio Vaticano II: “Y mientras llegan los nuevos cielos y la nueva tierra, en los
que tiene su morada la santidad (véase: II Pedro 3, 13), la Iglesia peregrinante, en sus
sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de
este mundo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de
parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (véase:
Romanos 8, 19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, ‘que es prenda
de nuestra herencia’ (Efesios 1, 14), somos verdaderamente llamados hijos de Dios y
lo somos (véase: I Juan 3, 1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en
aquella gloria (véase Colosenses 3, 4) en la que seremos semejante a Dios, porque lo
veremos tal cual es (véase: I Juan 3, 2). Por tanto, ‘mientras habitamos en este
cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor’ (II Corintios 5, 6) y aunque poseemos
las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (véase: Romanos 8, 23) y
ansiamos estar con Cristo (véase: Filipenses 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a
vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (véase: II Corintios 5,
15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (véase II
Corintios 5, 9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes
contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (véase: Efesios 6,
140
principios abstractos —los que contraponen la verdad personal encarnada
en Cristo a cualquier verdad lógica— deberían acentuar (¡así sería de
esperar!) la existencia histórica e individual de la Persona de Cristo. Ahora
bien, precisamente esa existencia concreta del Dios-hombre es
empequeñecida en nombre de la “desmitización” (Entmythologisierung).
Esta ansia bultmanniana de desmitizar los Evangelios encuentra un
extraño aliado en la seudo-existencialista antipatía hacia la significación,
dignidad y función básica de las proposiciones verdaderas: de los
principios. Porque toda la corriente de la desmitización implica un
empequeñecimiento de las realidades históricas y concretas del Evangelio.
Y, así, esta corriente se vuelve contra los principios, en nombre de las per-
sonas. Y luego depone a la persona en nombre del principio de la
desmitización.
Toda la confusión tiene su principio en Heidegger, cuya influencia
sobre Bultmann (así como sobre muchos intelectuales católicos) es bien
conocida. La negación heideggeriana de la situación sujeto-objeto significa
que tampoco queda espacio para el “tú”. Como Gabriel Marcel señala muy
acertadamente, el verdadero “yo” se manifiesta únicamente a sí mismo en
11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar
constantemente para que, terminado el único curso de nuestra vida terrena (véase:
Hebreos 9, 27), merezcamos entrar con El a las nupcias, y ser contados entre los
escogidos (véase: Mateo 25, 31-46); no sea que como aquellos siervos malos y
perezosos (véase: Mateo 25, 26) nos manden apartarnos al fuego eterno (véase:
Mateo 25, 41), a las tinieblas exteriores, en donde ‘habrá llanto y rechinar de dientes’
(Mateo 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos
debemos comparecer ‘ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las
obras buenas o malas que hizo’ (II Corintios 5, 10); y al fin del mundo ‘saldrán los
que obraron el bien para la resurrección de vida, pero los que obraron el mal para la
resurrección de condenación’ (Juan 5, 29; véase Mateo 25, 46). Teniendo, pues por
cierto que ‘los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la
gloria futura que se ha de revelar en nosotros’ (Romanos 8, 18; véase II Timoteo 2,
11-12), fuertes en la fe, esperamos el cumplimiento de ‘la esperanza bienaventurada y
la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo’ (Tito 2, 13), ‘el
cual transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo’
(Filipenses 3, 21) y vendrá ‘para ser glorificado en sus santos y para ser la admiración
de todos los que han tenido fe’ (II Tesalonicenses 1, 10), Lumen gentium 48.
Véase también la “Constitución sobre la Sagrada Liturgia”, 12:
“Por esta causa pedimos al Señor en el Sacrificio de la Misa que, ‘recibida la
ofrenda de la víctima espiritual, de nosotros mismos’ haga para sí, ‘una ofrenda
eterna’.” Véase también loc. cit., 42 (al final). Véanse, además, los textos conciliares
citados en los capítulos IV, V y XIII.
141
comunión con el “tú”. De ahí que la verdadera y plena dignidad de la
persona —esta dimensión única, e incomparablemente nueva, del ser—
queda oscurecida en Heidegger, a pesar de su acentuación de la
superioridad del Dasein (el hombre) sobre el Vorhandene (las cosas).
El cientismo
El fetichismo de la ciencia, del que ya hemos hablado antes, se ha
infiltrado también entre los miembros de la Iglesia Católica. Así aparece
evidentemente en el caso de Teilhard de Chardin. Pero muchos de los que
no se sienten atraídos por la gnosis de Teilhard, aceptan —sin embargo—
tácitamente la identificación de la verdad con la verdad “científica”. Esto
les impone la necesidad de construir alguna otra noción de la verdad, a fin
de reservar un puesto para la fe cristiana. El fetichismo de la ciencia ejerce
una influencia determinante en la concepción —tan grata a muchos —de
que hay que corregir el Evangelio para eliminar de él todo lo que
desagrade a los hombres que viven en una era científica.
Como hemos indicado en el capítulo IV, no puede haber
contradicción entre la verdad revelada y la ciencia, sino únicamente entre
la verdad revelada y ciertas especulaciones filosóficas, interpretaciones,
deducciones o presupuestos que, de algún modo, se asocian ilegítimamente
con ciertos descubrimientos científicos.
La supuesta incompatibilidad entre la ciencia y los milagros relatados
en los Evangelios me recuerda una anécdota de un Padre franciscano que
me contaron hace unos cincuenta años. Un médico le dijo que, como
doctor en medicina, no debía esperarse de él —evidentemente— que
creyera en el nacimiento virginal de Cristo. El Padre franciscano le
retorció el argumento, diciendo que para saber que no puede haber
normalmente un nacimiento virginal, ¡no hace falta ser médico ni
143
científico! Chesterton dice cosas muy acertadas sobre este tema, en su libre
Orthodoxy (“ortodoxia”):
“En la controversia moderna ha surgido la costumbre estúpida de
repetir una y otra vez que semejante confesión de fe se puede sostener
en una época pero no en otra. Tal o cual dogma, se nos dice, se podía
creer y aceptar en el siglo XII, pero no en el siglo XX. Ahora bien, lo que
una persona debe creer, depende de su filosofía, no del reloj ni del siglo
en que vive. Si un hombre cree en una ley natural inalterable, entonces
en ninguna época podrá creer en los milagros. Pero si un hombre ve que
detrás de la ley hay una voluntad, entonces podrá creer en los milagros
en cualquier época” (G. K. Chesterton, Ortodoxy, Garden City, Nueva
York, 1959, pp. 74-75).
Nadie pretende que los ateos deban aceptar los milagros. Sin
embargo, si creemos en la existencia de un Dios personal y omnipotente,
creador de cielos y tierra, entonces es ridículo suponer que cualquier
progreso científico pueda acabar con la fe en los milagros. Miembros
ilustres de la ciencia, como Planck, Pasteur, Carrel e innumerables otros,
han sido cristianos convencidos.
En realidad, el grado de conocimiento científico que se posea no tiene
importancia para la aceptación de la revelación de Cristo, porque la fe
implica siempre un salto que trasciende todo conocimiento natural. ¿No
decía San Pablo que Cristo era locura para los griegos? El abismo que se
abre entre el creyente y el racionalista que rechaza la fe, podemos hallarlo
en todos los períodos de la historia cristiana. La rebelión contemporánea
contra los milagros y contra todas las manifestaciones de lo sobrenatural
no es, por tanto, nada nuevo. Rousseau afirmaba que, si se eliminaran del
Evangelio los milagros, él estaría dispuesto a adorar a Cristo. El mismo
espíritu se halla presente en Voltaire y en los Enciclopedistas.
Como respuesta a la revelación de Dios en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento, la fe implica una trascendencia, un ir más allá, de lo que
podemos captar con la razón: una trascendencia de nuestro conocimiento
natural. Está, pues, bien claro que la fe no puede alterarse por cualquier
desarrollo y avance científico. Incluso las intuiciones filosóficas son in-
dependientes de las ciencias naturales. Y con mucha mayor razón aún
diremos esto mismo de la verdad revelada.
Ahora bien, con frecuencia recibimos la impresión de que los
católicos progresistas consideran únicamente como serio y real lo que
144
hemos llamado una “cosmovisión de laboratorio”. Al no haber logrado
comprender que el aspecto humano del mundo es plenamente válido, esas
personas llegan a hacerse ciegas para captar la hondura y significación
metafísica de categorías tales como “arriba” y “abajo”. El hecho de que, en
el universo de la ciencia, no haya lugar para esas nociones no disminuye
en modo alguno, ni siquiera afecta, a la realidad de dichas categorías, que
se expresan inevitablemente a través de la analogía espacial del “arriba” y
del “abajo”. “Arriba” sigue siendo un símbolo fundamental de las cosas
que son metafísicamente superiores a nosotros, en virtud de su valor y
rango ontológico. “Abajo” se aplica a las cosas que están por debajo del
plano de nuestra existencia. Las palabras de San Pablo: “Aspirad a las
cosas de arriba” (Colosenses 3, 2) conservan toda su significación para el
hombre, aunque los conceptos de “arriba” y “abajo” ya no se encuentren
en el universo espacial. Elevar los ojos en oración es un gesto que
conserva toda su justificación, aunque sea absurdo creer que Dios —Dios
que trasciende toda limitación espacial— esté “sobre las nubes”. El
significado profundo e inalterable de esos símbolos lo ha expuesto muy
sagazmente Gabriel Mafcel. Tan sólo una mente desabrida podría suponer
que tales símbolos habían perdido su significación profunda, a causa de los
avances de las ciencias naturales108.
En muchas de las cosas que hoy día se leen y se oyen no podemos
evitar la impresión de que las personas que escriben y afirman tales cosas,
no están ya —sencillamente—dispuestas a aceptar la fe en su sentido
pleno y auténtico. Tales personas parecen olvidar que el gesto esencial de
la fe sobrepasa totalmente —trasciende— el mundo que nos rodea y todo
conocimiento natural. Si eludimos saltar hacia lo oscuro (un salto que se
cimenta en un dato subyugador y luminoso), entonces sepamos claramente
que la fe, con esa actitud, ya no es posible, y que hemos dejado de creer.
108
GABRIEL MARCEL, The Mystery of Being, versión inglesa, vol. I: “Reflection
and Mystery”, Chicago 1960, pp. 49-51.
Fijémonos, además, en que muchos (verbigracia, Bultmann) transfieren al pasado
sus propias concepciones materialistas, como si Pablo, Agustín o Tomás de Aquino
no hubieran enseñado clarísimamente que la trascendencia de Dios no hay que
entenderla en sentido espacial, como si no figurase en todos los catecismos que Dios
no tiene cuerpo, sino que está presente en todas partes, etc.
145
Capítulo XX
Socavar la verdad
147
misterio o bien algo accesible al conocimiento racional. Aun el agnóstico
presupone la existencia de la verdad, aunque afirma que no podemos
alcanzarla. Vemos, pues, claramente que es de lo más ridículo interpretar el
dato original de la verdad, y el problema —completamente insoslayable—
acerca de la verdad, como una especialidad de la mente griega. En toda
cuestión de la vida cotidiana, va sea por parte de la persona más primitiva
o de la más sofisticada, se presupone la verdad. Ya acusemos a una persona
de ser mentirosa o bien confiemos en ella, la cuestión de la verdad la
estamos dando por sabida.
Sin embargo, se pretende que la “verdad griega” difiere de la “verdad
bíblica”, no sólo porque la primera es filosófica y abstracta mientras que la
segunda es histórica, sino también porque la verdad griega es coextensiva
con el conocimiento, es decir, el ámbito de la verdad griega coincide con el
ámbito del conocimiento (ya se trate de un conocimiento ético o metafísico
o lógico), mientras que la verdad bíblica se refiere al ámbito de la fe. Es
importante ver que la confusión que aquí se engendra, nace de igualar dos
distinciones básicas: la que existe entre la verdad filosófica y la verdad
histórica; y la que existe entre las verdades del conocimiento y las
verdades de la fe. Pretender que la verdad bíblica —la “fe”— se refiere
exclusivamente al hecho histórico es, con toda seguridad, incorrecto.
Aunque la historia, ¡qué duda cabe!, desempeña un papel predominante en
el Antiguo Testamentó y en el Nuevo, hay muchos hechos fundamentales
que no tienen carácter histórico y que, no obstante, son parte de la
revelación divina. Que Moisés recibió el Decálogo en el Monte Sinaí, es
un hecho histórico. Pero el contenido del Decálogo difícilmente podrá
llamarse histórico. Que Dios diese tales mandamientos al hombre,
podríamos decir que fue cosa histórica. Pero la bondad intrínseca de tales
mandamientos y su aplicabilidad universal no es, ¡qué duda cabe!, un
hecho histórico. La observación de Cristo, “El que llame ‘loco’ a su
hermano merecerá el fuego de la gehenna”, no es ciertamente una verdad
histórica. Y en la declaración, “El que crea, alcanzará vida eterna”,
volvemos a encontramos de nuevo con una verdad general que se aplica a
cualquier ser humano. Así, pues, es completamente erróneo afirmar que la
Biblia, especialmente el Nuevo Testamento, se ocupa únicamente de he-
chos históricos110.
110
Por tanto, y con toda evidencia, esto se aplica en primer lugar a todas las
verdades reveladas acerca de Dios mismo (el cual se reveló ya a Moisés con el
nombre de “Yo soy EL QUE SOY” (Éxodo 3, 14]: nombre con el que Cristo reveló
también su divinidad al decir: “Antes que Abraham fuese, Yo soy” [Juan 8, 58]).
148
Indudablemente, todas las verdades de la Biblia, especialmente las
del Nuevo Testamento, tienen carácter existencial, en el sentido que
Kierkegaard da a esta palabra. Todas ellas están relacionadas con la
realidad última y divina y con el unum necessarium. Pero este carácter
existencial no puede expresarse diciendo, como algunos hacen, que esas
verdades tienen colorido histórico. Parece que esto implicaría (el término,
¡qué duda cabe!, es ambiguo) que una verdad histórica es menos absoluta
que la verdad no-histórica, o que de algún modo depende del curso de la
historia.
Hay distinción real entre el conocimiento y la convicción, por un
lado, y la revelación divina y la fe, por el otro. Pero esto no afecta para
nada a la cuestión de la verdad. La verdad es siempre la misma: una misma
y única verdad. La distinción consiste, más bien, en la enorme disparidad
entre las cosas que son —en principio— accesibles a nuestra razón y las
otras cosas, presentadas en la revelación divina, que en principio
sobrepasan a todo entendimiento racional posible. Se sigue de ahí que
habrá diferencia decisiva entre la fe y la convicción basada en el
conocimiento racional.
Es obvia la diferencia entre los objetos de la “razón” y los objetos de
la “fe”. Pero esta diferencia no tiene consecuencia alguna para la noción de
la verdad. La Santísima Trinidad, la visión beatífica, la resurrección del
cuerpo —cada una de ellas o existe o no existe, y la confesión de esos
misterios o es una confesión verdadera o no lo es. La afirmación, “Cristo
resucitó de entre los muertos”, no se diferencia, en cuanto a la cantidad de
verdad, de ninguna otra afirmación, por supremamente incomparable que
pueda ser como realidad.
Pero no podemos menos de ver otra distinción importante, cuando
consideramos la fe y la convicción natural. Esta distinción no implica que
Todas las cualidades de Dios, como su personalidad, trinidad, santidad, bondad,
justicia, sabiduría, misericordia, amor, que se revelan profundísimamente en la
epifanía de Dios en Cristo, son cualidades eternas, ya que Dios existe antes de la
creación y por toda la eternidad.
Esto se aplica también, en segundo lugar, a todas las verdades acerca del bien y del
mal, acerca de la esencia del hombre, y de su destino, y acerca de la esencia de la
santidad.
Tampoco cambia con el tiempo la verdad de los asertos que se refieren a
acontecimientos históricos. También en este caso la realidad a la que se refieren las
verdades, es una realidad no-histórica, inmutable, eterna, y que no está sometida a
ningún cambio.
Véanse los capítulos XI, XII y XXV de la presente obra.
149
haya dualidad en la verdad. Pero es una distinción vital en el ámbito de la
fe. Es la distinción entre la fe en (credere in) y la fe de que (credere),
suscitada por Martín Buber y Gabriel Marcel111.
No cabe duda de que hay diferencia decisiva entre —por un lado— el
acto de someterse a Cristo, la respuesta a la inefable epifanía de Dios en la
Sagrada Humanidad de Cristo, y —por otro lado— nuestra aceptación del
misterio que Cristo nos revela. El primer acto —la fe en— es la
experiencia religiosa fundamental. Es la respuesta Abraham, cuando se
sintió como polvo y ceniza frente a la persona absoluta y la completa
alienidad de Dios: la misteriosa e infinita superioridad que Rudolf Otto
describe en su obra Das Heilige (traducción inglesa: The Idea of he Holy).
Este total darnos a nosotros mismos, en actitud de adoración, y entregarnos
al Dios personal es la fe en. La encontramos ejemplarizada en muchos
lugares del Evangelio: cuando los Apóstoles responden al llamamiento de
Cristo; cuando aquel a quien se le preguntó “¿Crees?”, cayó de rodillas y
le adoró. Este acto sobrepasa la convicción racional. Es una sumisión
específica a una persona. Sucede únicamente en relación con una persona.
Más aún, ha de ser la sumisión a la Persona Absoluta, ya sea a Dios (como
en el caso de Moisés), o bien al Dios que se ha revelado a sí mismo en
Cristo (como en el caso de los Apóstoles). La fe en no es una respuesta
teórica, como lo es la creencia de que algo existe, siendo el objeto de dicha
creencia una estado de hechos. No. Sino que la fe en es un acto que lo
abarca todo, un acto-por el que la persona somete completamente su
mente, voluntad y corazón a la Persona Absoluta. Como respuesta que es a
la Infinita Santidad de Dios, exige que abandonemos toda distancia crítica,
todo andar probando y contrastando. Sin embargo, esa fe está empapada —
al mismo tiempo— de la inquebrantable convicción de que esa respuesta
es un deber, y de que es algo diametralmente opuesto a ser subyugado
sencillamente por dinamismo de otra cosa: de ser invadido y arrastrado por
una pasión irresistible, por una fuerza a la que se experimenta como más
fuerte que nosotros mismos. No. No hay nada de eso. Esa fe en está
animada por la libre sanción que he descrito en la obra Christian Ethics
(edición alemana: Christliche Ethik)112. Está llena de la experiencia de una
confrontación viva con la Verdad Encarnada. Tal fue la experiencia de San
Pablo en el camino de Damasco, y la experiencia de Pascal tal como está
111
Esta diferencia la vio ya San Agustín, al distinguir entre “credere in Deum” y
“credere Deo”.
112
Véase el capítulo 25 de la mencionada obra.
150
escrita en su famoso documento “El Memorial”. En toda oración interior
dirigida a Dios, hay una actualización expresa de esta fe en.
La fe de que (faith that, Glaube dass) se orienta hacia todas aquellas
realidades que Cristo nos ha revelado. Creemos que hay vida eterna; que
nuestro cuerpo resucitará verdaderamente; que nuestra eterna salvación
depende de nuestro seguir en pos de Cristo. Y creemos esas cosas, porque
Cristo nos las ha revelado. Esta fe es una respuesta teórica definida. Sus
objetos son estados de hecho, y no personas. Por muy diferente que sea de
toda convicción simplemente racional (verbigracia, por muy distinta que
sea de una verdad metafísica basada en el conocimiento), la fe de que está
más cerca de dicha convicción que la fe en. Porque el tema de aquélla es la
verdad: se tiene fe de que las afirmaciones de Cristo son verdaderas.
Ahora bien, está claro que tanto la fe en como la fe de que están
implicadas en nuestra fe cristiana. La fe en es la base misma de la fe de
que. Objetivamente, nuestra fe en Cristo es el fundamento para creer que
lo que Cristo ha revelado es verdad. Más aún, la fe en pertenece a la
plenitud misma de la vida religiosa. Existe, evidentemente, el peligro de
que muchas personas acepten simplemente la religión como algo que se
hereda. En este caso, la fe de que predominará sobre la fe en. Y esta última
quedará relegada al trasfondo. Pero todo el que posea fe en tendrá siempre
también la fe de que.
Está bien claro el papel de la verdad en la fe de que. Semejante papel
se transparenta en el Credo. Sería absurdo pretender (como lo han hecho
Sartory y otros) que una persona no necesita considerar como real, efectivo
y objetivamente válido el contenido de su fe de que, y de que no necesita
considerar como verdadera la confesión que del mismo hace en el Credo.
Pero no hay nada de eso. Hay que afirmar necesariamente que dicho
contenido es verdadero. El tema de la verdad se halla también presente en
todo acto de fe en. Una persona que tenga fe en Dios está convencida
también inevitablemente de la existencia de Dios. Una persona que tenga
fe en Cristo está convencida también firmemente de que Cristo es Dios 113.
A toda fe en le corresponde no sólo la fe de que las revelaciones de Dios
son verdaderas, sino también la fe de que existe la persona en quien
tenemos fe.
113
Precisamente eso es lo que intenta negar Rudolph Bultmann. Véase, por
ejemplo, su obra: Jesus Christus und die Mythologie, p. 41 ss, 45, 47-49. Y véase
especialmente la p. 73 ss.
151
Por ejemplo, cuando escuchamos una música preciosa y nos sentimos
profundamente conmovidos por ella, nuestra experiencia — ¡qué duda
cabe!— no es un juicio acerca de la belleza de la música. Sino que es un
contacto directo con la belleza de la música, un sentimos tocados por esa
belleza y un responder entusiásticamente a ella. Afirmamos implícita-
mente: “Esa música es preciosa.” No se trata más que de una pálida
analogía. Pero bastará para sugerir la manera como la fe en contiene
implícitamente una fe de que existe el objeto de nuestra fe. La persona en
quien creemos es el absoluto. Yo creo que Jesucristo es Dios, la epifanía de
Dios. Así, pues, por muy importante que sea ver que la primera es la base
misma de la segunda: es imposible separarlas de un modo que pudiera
sugerir que la fe en podría existir sin la fe de que. Las dos actitudes —la
sumisión a la persona de Cristo como Dios y la creencia de que Cristo es el
Hijo de Dios— son, ¡qué duda cabe!, diferentes. Pero la fe de que
Jesucristo es el Hijo de Dios está vinculada esencialmente con la fe en El.
Es imposible para todo fiel cristiano el no creer que Cristo es el Hijo de
Dios. En la pregunta que Cristo hizo a sus discípulos: “¿Quién decís
vosotros que soy?”, y en la respuesta dada por San Pedro: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo”, se halla claramente presente la fe de que. Y
también se halla presente en la oración sacerdotal. “Ellos han creído que
Tú me enviaste” (Juan 17, 8). En ambos casos —lo acentuamos de nuevo
— la cuestión de la verdad está plenamente presente: la verdad en el
sentido último, universal e inevitablemente presupuesto de esta palabra. Y
esta verdad no tiene ningún “componente histórico ambiguo”.
Es también ambiguo el afirmar que la “fe”, en sentido bíblico,
significa sencillamente seguir a Cristo en nuestra vida. Esa es la tesis
defendida por Sartory, y que lleva en su seno una enorme confusión
provocada por sus juegos de palabras. Ahora bien, es verdad indudable que
la fe viva que Kierkegaard acentúa, implica que seguimos a Cristo. Implica
más que la convicción de que lo que Cristo ha revelado, es verdadero.
Implica un vivir de Cristo en nuestra alma, una donación —
incesantemente renovada— de nosotros mismos a Cristo, un verlo todo a
la luz de El. Pero la fe, como tal, fe que San Pablo distingue claramente de
la esperanza y de la caridad, está —no obstante— indisolublemente
vinculada con la convicción de que Cristo es el Hijo de Dios, la epifanía de
Dios. Para decirlo en una sola palabra: está vinculada con la divinidad de
Cristo. El negar este núcleo mismo de la fe (de la fe de, así como también
de la fe en) es anihilar la fe a la que el Evangelio está aludiendo
constantemente. Cuando la verdad, en su sentido auténtico, no desempeña
152
ningún papel en la fe, entonces es que se ha perdido la fe. Hay una
flagrante contradicción en la idea de Sartory y de otros de que únicamente
la “fe en Cristo” (der Glaube an Christus) y la fidelidad a El en nuestras
vidas son absolutas, y de que toda proposición que exprese algo implícito
en nuestra fe está sujeta a evolución histórica. Esto, sencillamente, es jugar
con palabras: un juego que, desde Heidegger, se ha puesto muy de moda
como manera de resolver problemas.
Los santos son los grandes testigos de Cristo y de la redención del
mundo por medio de la muerte de Cristo en la cruz. Los santos demuestran
la indisoluble asociación de la fe en y de la fe de que con la transformación
de la personalidad en Cristo. Ellos realizan de veras aquellas palabras de
San Pablo: “Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí”
(Gálatas 2, 20). Las vidas de los santos ejemplarizan la importancia crucial
de nuestro seguir a Cristo, seguimiento que incluye el amor de Dios, el
amor del prójimo, y el seguir las sendas del Señor: en una palabra, la
realización de toda la moralidad natural y sobrenatural. Acentuar esto se
halla, indudablemente, en plena conformidad con la doctrina de la Iglesia.
Y encuentra su expresión clásica en la doctrina de la justificación, doctrina
que sostiene —contra la teoría luterana de la sola fides— que la
justificación no puede separarse de la santificación y de que únicamente la
fe formada por la caridad (fides caritate formata) puede conducir a la
salvación. Pero este fiel seguir a Cristo presupone no sólo una fe en, sino
también la fe de que: esa fe que se contiene en los credos Niceno y
Apostólico. Si es erróneo sustituir la fides formata caritate por la sola
fides, lo es aún mucho más sustituir la imitación de Cristo por la fe, ya que
la base misma de la imitación de Cristo es la fe en Cristo. Y esta entrega a
Cristo no puede separarse de la firme creencia de que Dios existe, de que
Cristo es el Hijo del Dios vivo. Por medio de este hecho, se revela toda la
tematicidad de la verdad en la fe. Vemos, pues, que la “fe bíblica”,
patrocinada por Thomas Sartory y otros, es una noción completamente
ambigua y conduce a una desesperada ambigüedad. Su “fe bíblica” no es
ni verdadera fe en ni aquella imitación y entrega que hallamos en los
santos.
Toda la disolución de la verdad se sintetiza en la respuesta que un
teólogo dio a la siguiente pregunta: “El ángel San Gabriel ¿anunció
realmente a la Virgen María el hecho de que iba a dar a luz a Cristo?” El
teólogo en cuestión respondió: “Eso es una verdad oriental.” Esta
respuesta supone que hay diferentes tipos de verdad: una verdad oriental y
una verdad occidental, una verdad antigua y una verdad nueva. Esta
153
prestidigitación con el concepto de verdad nos recuerda una de las
distinciones hechas por el presidente de la Asociación de Matemáticas en
la Alemania nacional-socialista entre las matemáticas judías y las
matemáticas arias.
Cuando San Agustín dice: “¿Qué anhela más nuestra alma que la
verdad?” O cuando exclama: “¡Oh, verdad, verdad! ¡Cómo suspira por ti la
médula de mis huesos!”, el santo se refiere evidentemente a algo que está
por encima y más allá de la verdad de los asertos fundamentales. La
verdad se considera como un todo, como una sola cosa: como cuando ha-
blamos del reino de la verdad. Aquí, como en la expresión: “La verdad os
hará libres”, brilla la dignidad y valor de la verdad. En esta noción de la
verdad está presente el esplendor de la luz en «rastraste con las tinieblas,
de la pureza en contraste con la impureza, de la univocidad en contraste
con la ambigüedad, de la plena dignidad del ser en contraste con el no-ser.
Estamos tocando aquí un dato último, que llega hasta una insondable
profundidad y misterio. La extensión de este libro no nos permite
adentramos más en este tema. Pero permítaseme citar el siguiente pasaje
de Guardini:
“Platón debió de tener una extraordinaria experiencia de la verdad.
Para él, la verdad no es simplemente la adecuación de un aserto, sino
una experiencia de la verdad con toda su sublime importancia y plenitud
de significación que la palabra incorrupta lleva consigo. Porque para
Platón la verdad no es sólo la corrección y claridad de una intuición.
Sino que es aquel sublime valor que trasciende el contenido concreto de
todo genuino conocimiento”114.
Nos acercaremos más a esta noción de la verdad, si consideramos las
distintas gradaciones de peso y profundidad que la verdad de una
afirmación puede asumir, según que sea una afirmación de naturaleza
accidental e insignificante, o una afirmación importante. El contenido de
las proposiciones difiere de muchas maneras: unas son proposiciones
importantes, otras carecen de importancia. Unas son profundas, otras,
superficiales. Unas son intrínsecamente necesarias; otras, puramente
empíricas. Aunque, como hemos visto, las diferencias en cuanto al
contenido de la verdad no nos den derecho a hablar de diferentes tipos de
verdad, sin embargo, una verdad adquiere peso, importancia y esplendor
según sea el rango del ser al que dicha verdad se refiera. El esplendor de
114
Stationen und Rückblicke, Werkbund Verlag, Würzburg 1966, página 45.
154
una verdad que envuelva valores es inmensamente mayor que el de una
verdad que solamente hable de un hecho neutro.
Cuanto más elevado sea el hecho al que una verdad se refiera, tanto
más podremos captar el valor glorioso de la verdad. Pero en toda verdad,
incluso en la de la proposición más modesta, hay un destello, por débil que
sea, de la gloria de la verdad.
Sobre este trasfondo, lograremos entender aquellas palabras de
Nuestro Señor: “Yo soy la verdad.” Aquí nos encontramos ante una verdad
que lo abarca todo. Nos hallamos ante el reino mismo de la verdad, con
todo su poder liberador. Pero en una realidad completamente nueva: la
verdad como persona. La diferencia es semejante a la que existe entre la
justicia y la bondad —por un lado— y Dios que es infinita justicia y
bondad —por el otro—. Aquí se transparenta la incomparable superioridad
del ser personal por encima de todo ser impersonal. En Cristo nos
encontramos con la Verdad Encarnada, con el Verbo (o Palabra)
Encarnado, en el cual la subyugadora gloria de la verdad tiene una
suprema realidad personal. Como la verdad que nos redime, como la
verdad que nos hace libres: Cristo nos lleva al Reino de la Verdad.
Ninguna palabrería sobre las diferencias entre la verdad griega y la
verdad bíblica podrá afectar jamás al hecho de que la verdad, en todas sus
dimensiones, es la espina dorsal de la fe cristiana 115. El que la fe de una
persona esté basada en la verdad o en el error es algo que produce un
115
Así aparece ya claramente —en toda su extensión—en los textos conciliares que
ya hemos citado. Véase, por ejemplo, “La Iglesia en el mundo de hoy”, 15, 16;
“Declaración sobre la libertad religiosa”, 1 ss, 4, 11.
“Constitución dogmática sobre la divina revelación”, 5: Cuando Dios revela hay
que prestarle ‘la obediencia de la fe’..., por la que el hombre se confía todo él
libremente a Dios prestando ‘a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la
voluntad’, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él. Para profesar
esta fe son necesarios la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos
del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la
mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad’ “.
Véase principalmente la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 4, 8: “(Cristo)
la erigió para siempre (a la Iglesia) como 'columna y fundamento de la verdad' (véase
I Timoteo 33, 15). Véanse también los números 9, 12, 14, 16, 17; y principalmente el
número 25. (Véase también el capítulo III de este libro.)
Fijémonos, finalmente, en el número 48 del mencionado documento conciliar:
“...fuertes en la fe, esperamos el cumplimiento de 'la esperanza bienaventurada y la
llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo’ (Tito 2, 13)... y
vendrá 'para ser glorificado en sus santos y para ser la admiración de todos los que
han tenido fe' (II Tesalonicenses 1, 10).
155
supremo impacto. Al comparar posiciones como las de Thomas Sartory
con las posiciones del Cardenal Newman o de cualquier santo del pasado,
nos vemos obligados a sacar la conclusión de que muchos católicos
progresistas han perdido en realidad su fe v están tratando ahora
desesperadamente, por medio de construcciones confusas y pretenciosas,
de engañarse a sí mismos y de engañar a los demás acerca de este terrible
hecho.
156
Capítulo XXI
Amoralismo
118
Editado por la Franciscan Herald Press, Chicago 1966.
158
hallamos en muchos textos de teología moral. Estos textos consistían
principalmente en una enumeración de las cosas prohibidas. Pero no se
hablaba nada de los valores positivos que estaban en juego, y cuya
profanación es la fuente del terrible pecado de la impureza. Esta pre-
sentación legalista iba acompañada de una falta de discriminación entre la
moralidad sobrenatural y la moralidad natural. Pero no sólo el moralismo
legalista y negativista produjo tal reacción. Sino que contribuyó también a
ello el hecho de que, en la predicación de la palabra de Dios, se realzaran
mucho más las prescripciones morales que los grandes misterios de la
redención de Cristo, quedando con ello oscurecida la gloria de la
moralidad sobrenatural. Pero, por muy deplorables que hayan sido estas
deficiencias, la reacción en el sentido de la indiferencia moral es algo
incomparablemente peor.
Podemos observar cómo las corrientes amoralistas se van infiltrando
en los sermones, unos cuantos años antes del Vaticano II. Oí una vez un
sermón en el que el predicador acentuaba que Cristo no había venido a
traernos preceptos morales, sino el Reino de Dios. Aunque la segunda
parte de este aserto es, ¡qué duda cabe!, verdadero, presuponer que la mo-
ralidad no desempeña ningún papel en la institución del Reino de Dios es
un error garrafal. Démonos cuenta de que una nota esencial de la
revelación cristiana es que la religión y la moralidad quedan íntima y
supremamente asociadas. La bondad moral y la absolutividad —
inspiradora de respeto— de lo divino quedan fundidas de manera única en
el dato de la santidad. En la Sagrada Humanidad de Cristo, este dato de la
santidad se revela como algo completamente nuevo, como algo que está
más allá de todos los ideales que una mente humana puede forjar. Y, no
obstante, esta santidad es —al mismo tiempo— el cumplimiento y la
transfiguración de toda moralidad natural.
El amoralismo que se va difundiendo entre los católicos es, ¡qué duda
cabe!, uno de los síntomas más alarmantes de una pérdida de auténtica fe
cristiana. Bienes tales como el bienestar terrenal de la humanidad, como el
progreso científico, como la dominación de las fuerzas de la naturaleza son
considerados o como mucho más importantes que la perfección moral y la
evitación del pecado, o por lo menos suscitan mucho mayor interés y
entusiasmo119.
119
Así aparece claramente en la perspectiva de Teilhard de Chardin. Ideas
parecidas se encuentran en los escritos de Daniel Callaban, Michael Novak y otros
católicos “progresistas” americanos.
159
Un ejemplo típico de esta indiferencia moral lo tenemos en las
observaciones del Padre Karl Rahner durante el diálogo con los
comunistas en Herrenschiemsee120. Indicó que, en el futuro, podrían
desaparecer muchos valores morales, y permanecer tan sólo la dignidad de
la persona humana y algunos otros valores. Ahora bien, la dignidad de la
persona humana, en sentido estricto, no es un valor moral, sino un bien de
relevancia moral. La dignidad del hombre está relacionada con el elevado
rango ontológico que, como a persona, le corresponde. Esta dignidad,
indudablemente, nos impone obligaciones morales, como —por ejemplo—
la necesidad de respetar esa dignidad, no abusando de otras personas ni
infringiendo sus derechos. Pero está bien claro que el valor de esa dignidad
no es un valor moral. El hombre posee ese valor por el hecho mismo de
haber sido creado a semejanza de Dios. El hecho de que una persona de la
talla del Padre Rahner haya podido adoptar tal postura relativista hacia la
esfera moral, y haya podido considerar que únicamente los valores
ontológicos son inmutables, es claro indicio del poder que el amoralismo
ha conseguido en la Iglesia.
Ocurre algo así como si el sentido de la grandeza e importancia única
e intrínseca de los valores morales lo hubieran perdido muchísimos
católicos progresistas121. No son capaces de comprender todo el mundo
glorioso que se encierra en el pensamiento de Platón, y que —con su
transfiguración sobrenatural— es el centro mismo del Evangelio.
Consideran, más bien, la moralidad como una cosa de escasa importancia,
como un asunto infrahumano que no puede compararse con la grandeza de
las perfecciones ontológicas o del progreso de la humanidad122.
120
“Herder-Korrespondenz”, August 1966, Band III, Nr. 8. En la edición inglesa:
“Herder Correspondence”, III (1966), 243-247.
121
Véase la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual”, 16, 17:
“En lo hondo de la conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí
mismo, a la cual debe obedecer y cuya voz suena oportunamente en los oídos de su
corazón, invitándole a amar y obrar el bien, y a evitar el mal: haz tal cosa, evita tal
otra. El hombre lleva en su corazón la ley escrita por Dios, en cuya obediencia
consiste su propia dignidad y según la cual será juzgado... De ahí que, cuanto más se
impone la recta conciencia, tanto más los individuos y las comunidades se apartan del
arbitrio ciego y se esfuerzan por ajustarse a las normas objetivas de la moralidad. Sin
embargo, no pocas veces sucede que la conciencia yerra por ignorancia invencible,
sin que por eso pierda su dignidad, lo cual no se puede decir cuando el hombre no se
preocupa gran cosa por conocer la verdad y el bien, y la conciencia se pone al borde
de la ceguera por la costumbre del pecado.”
122
Véase el “Decreto sobre los medios de comunicación social”, 6:
160
Como era de esperar, la especulación de Teilhard de Chardin —ese
lugar común de tantos errores contemporáneos— proporciona también
apoyo teórico al amoralismo. El Padre Teilhard reemplaza la cuestión
moral por un desarrollo ontológico que es resultado de la evolución. El
pecado es considerado simplemente como un estadio inferior de la
evolución. Y la virtud, como un estadio más elevado. El hecho
fundamental de que el pecado es lo único que ofende a Dios, y de que la
virtud sobrenatural es lo único que le glorifica, es algo que no encaja en el
mundo despersonalizado de Teilhard123.
Algunos representantes de la “nueva moral” apoyan su desconfianza
hacia la moral cristiana tradicional en la debilidad de los antiguos
argumentos en favor de la moralidad-cristiana. Por tanto, habría que
obligar a la Iglesia a que cambiase su concepción de las virtudes cristianas.
“El Concilio proclama que la primacía del orden moral objetivo ha de ser
mantenida por todos, puesto que es el único que supera y congruentemente ordena
todos los demás órdenes humanos, por dignos que sean, sin excluir el arte. Pues
solamente el orden moral abarca, en toda su naturaleza, al hombre, hechura racional
de Dios y llamado a lo sobrenatural; y cuando tal orden moral se observa íntegra y
fielmente, le conduce a la perfección y bienaventuranza plena.”
Sobre la relación que existe entre el progreso y la moralidad, véase la
“Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual”, 37.
123
Véase la “Constitución sobre la sagrada Liturgia”, 109 b: “En cuanto a la
catequesis, incúlquese a los fieles, junto con las consecuencias sociales del pecado, la
naturaleza propia de la penitencia, que detesta el pecado en cuanto es ofensa de
Dios.”
Véase también la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual”, 27: “Además,
todos los delitos que se oponen a la misma vida, como son los homicidios de
cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia o el mismo suicidio
voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como la mutilación,
las torturas corporales o mentales, incluso los intentos de coacción mental; todo lo
que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de
blancas y de jóvenes; así como ciertas condiciones ignominiosas de trabajo, en las
que el obrero es tratado como un mero instrumento de ganancia y no como persona
libre y responsable; todo esto y otras plagas análogas son, ciertamente, lacras que
afean a la civilización humana; en realidad rebajan más a los que así se comportan
que a los que sufren la injusticia. Y ciertamente están en máxima contradicción con
el honor debido al Creador.” Véanse también los números 28, 29, ss.
Véase, asimismo, el “Decreto sobre el apostolado de los laicos”, 7; la
“Constitución sobre la Sagrada Liturgia”, 10: “Se obtiene con la máxima eficacia
aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la
cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin.”
161
Un ejemplo típico de este error (que Gabriel Marcel denomina transaction
frauduleuse) es la sugerencia del Padre jesuita W. Malinsky de que hoy día
se puede dudar de que sean pecaminosas las relaciones prematrimoniales
(es decir, la impureza), ya que los argumentos de Santo Tomás para probar
su pecaminosidad son muy débiles124. Pero ¿es que el hecho de que la
impureza sea un pecado depende de los argumentos de Santo Tomás, los
cuales, ciertamente, son débiles? La impureza ¿no está condenada
claramente, como pecado, en el Evangelio, y a lo largo de toda la historia
de la Iglesia, mucho antes de Santo Tomás?125 Indudablemente, los
argumentos tradicionales que se ofrecen en favor del valor moral positivo
de una virtud y del valor moral negativo de un pecado son a veces
insuficientes, y deberían sustituirse por argumentos válidos. Esto cons-
tituiría un progreso en el conocimiento de los valores éticos. Pero no sería
la sustitución de una “vieja” moralidad por otra “nueva”. El término de
“nueva moralidad” induce a error, porque la moralidad se refiere siempre a
valores morales positivos y negativos, y no a su formulación filosófica.
Dicha formulación se denomina ética. Puede haber cambios en la ética
cristiana, pero nunca en la moralidad cristiana.
Como hemos tenido ocasión de hacer notar anteriormente, la idea de
que un valor moral positivo o negativo pudiera cambiar según el espíritu
de la época, es una cuestión que no tiene sentido. Una cosa o era
considerada erróneamente como moralmente buena o mala, o era
considerada así rectamente. El que las circunstancias tengan mucho que
ver en el grado de responsabilidad ante un valor moral positivo o negativo,
y en la importancia que éste adquiera, es algo que la Iglesia ha tenido
siempre en cuenta. Pero el creer que —con excepción de los preceptos
puramente positivos— lo que era considerado como pecado en tiempo de
San Agustín y de Santo Tomás y de San Francisco de Sales, no es ya
pecado hoy día, eso implica una clara contradicción con las enseñanzas de
Cristo.
124
Véase; “Herder-Korrespondez”, Dezember 1966, Band III, 12. En la edición en
lengua inglesa: “Herder Correspondence”, III (1966), 370.
125
Desgraciadamente, hay innumerables manifestaciones parecidas de teólogos y
laicos católicos que ponen en duda que sea pecado la impureza, el control ilícito de la
natalidad, e incluso el aborto. Tales puntos de vista se han defendido abiertamente,
como si la Iglesia no fuera a adoptar ya una postura clara en estas cuestiones. Pero tal
cosa es incomprensible, teniendo en cuenta los textos del Concilio (y no hablemos de
los discursos del Papa). Que la Iglesia haya formulado más claramente que nunca la
pecaminosidad esencial de la impureza o del aborto (desde el instante de la
generación), es algo sobre lo que no puede caber la menor discusión.
162
Y, así, nos deja estupefactos que el obispo Simons de Indore (India)
escribiera un artículo que afirmaba que nos hemos dado cuenta ahora de
que toda la moralidad se refiere exclusivamente al bienestar humano 126.
Por tanto, algunas cosas, consideradas hasta ahora como inmorales, no
deberían designarse ya de esta manera. Añade este obispo que, después de
todo, aparte del amor del prójimo, Cristo no dio en el Evangelio ninguna
enseñanza moral.
Ahora bien, es radicalmente absurdo y absolutamente incompatible
con la revelación cristiana el afirmar que toda moralidad tiene su fuente en
el bienestar del hombre. El corazón de la moralidad es la glorificación de
Dios. Y el corazón de la inmoralidad es la ofensa contra Dios. ¿Cuál fue el
pecado de Adán y Eva sino la trágica ofensa contra Dios, esa ofensa que
separó de Dios a la humanidad?127 La tesis de que el bien y el bienestar del
hombre es la única norma de la moralidad sabe demasiado a utilitarismo y
es completamente errónea, incluso desde el punto de vista puramente
filosófico.
Pero es difícil creer que un obispo de la Santa Iglesia pudiera
permitirse declarar que Cristo no nos dio en el Evangelio enseñanzas
morales específicas. ¿Es que se ha olvidado del Sermón de la Montaña,
con su acentuación de las virtudes cristianas fundamentales? ¿Se ha
olvidado de lo que Cristo dijo al joven que le había preguntado acerca de
cómo alcanzaría la perfección? ¿No respondió Cristo enumerando los
mandamientos del Decálogo? El Evangelio entero ¿no está empapado del
énfasis que se hace de la bondad moral y de la necesidad de evitar el
pecado?128 ¿De qué somos testigos en la escena de Jesús con María
Magdalena? ¿Y en la escena con la mujer adúltera? La gloria de la
misericordia de Cristo ¿no presupone la seriedad última de los pecados de
estas mujeres?
Incluso cuando el obispo Simons habla de los mandamientos
positivos, que “por definición” pueden cambiar, los argumentos que utiliza
contra la obligación de asistir a misa los domingos son muy débiles.
Afirma este obispo que, puesto que la mayoría de las personas no asisten a
misa, habría que abolir tal precepto.
126
“Cross Currents”, XVI (1966), 429-445.
127
Véase la “Constitución sobre la Iglesia”, 2. Véase también la página 187, nota 8.
128
Véase la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual”, 13: “De ahí que el
hombre esté dividido dentro de sí mismo. Por eso toda vida humana, individual o
colectiva, se nos presenta como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el
mal, entre la luz y las tinieblas.”
163
Con este supuesto de que la conducta real de los hombres fuera la
norma para suspender los mandamientos positivos de la Iglesia,
desembocamos de nuevo en el gran error secularizador de nuestra época:
vamos a parar otra vez a la idea de que la religión debe adaptarse al
hombre, y no el hombre a la religión.
164
Capítulo XXII
Falso irenismo
167
actitud poco caritativa, de que —desgraciadamente— eso ha ocurrido con
frecuencia, y de que hemos de ponernos en guardia constantemente contra
ese peligro: sin embargo, se nos exige —como consecuencia de la caridad
— el que persistamos en combatir el error, por amor de la verdad. Quede
bien claro que, cuando, por una confusa noción de la caridad o por de-
bilidad de corazón o por benevolencia superficial, creemos que hay que
dejar en su error a la persona que yerra 133: entonces hemos dejado de
tomarle en serio como persona, y no tenemos ya interés en su bien
objetivo.
El falso irenismo nos hace presenciar el espectáculo de personas que
ven la necesidad de la propagación de la verdad, que aceptan el combate
contra las opiniones erróneas en el campo de la verdad natural —o de la
ciencia o de la filosofía—, pero que, cuando se llega a la defensa activa de
la verdad revelada, deciden que “matar el error” es cosa dura y poco
caritativa. No llegan a comprender que los errores concernientes a la
revelación divina exigen que se entable combate con una urgencia
incomparablemente mayor que si se tratara de errores en el campo de la
verdad natural, ya que las consecuencias de los anteriores errores son
incomparablemente mayores134. Llegan a ser incluso fatales.
Como hemos hecho notar, el falso irenismo no sólo se encuentra
entre los que no pueden o no quieren ver la amenaza que se cierne sobre la
Iglesia por el secularismo y la apostasía que tanto abundan entre las filas
de los católicos progresistas. Muchos que ven el peligro dentro de la
Iglesia creen que desenmascarar los peligros es cosa poco caritativa. Pero
ésta es sólo una de las reacciones equivocadas que hemos estudiado en la
Parte Primera.
133
Véase: Santa Catalina de Siena (Carta 239, 185):
“Tales personas fingen que no se dan cuenta cuando sus subordinados pecan, para
no verse obligados a castigarlos. O, cuando los castigan, lo hacen con tanta blandura,
que lo único que hacen es poner óleo en el vicio, porque están temiendo sin cesar
desagradar a alguien y verse con ello en conflictos. Esto delata su equivocado amor
propio”. “¡Qué peligroso es ese temor! Paraliza los deseos santos y pone obstáculos a
su realización. Ciega al hombre, impidiéndole conocer la verdad... (Carta II.)
134
Véase: Santa Catalina de Siena (Carta 109):
“¡Ay, ay! Los miembros de Cristo caen en la corrupción, porque nadie los castiga...
Ellos (los obispos y sacerdotes) contemplan sin inquietud cómo los demonios del
infierno arrebatan las almas que se les han confiado... Están obligados o ponerlos en
orden con mano fuerte, porque la compasión excesiva representa a menudo la mayor
de todas las crueldades.”
168
El hecho de que, algunas veces, la lucha de un gran teólogo contra la
herejía pareciese carecer de la dimensión de la caridad, no es argumento
que se pueda esgrimir contra la obligación de desenmascarar las herejías
como tales. Podemos tomar como modelo a San Agustín, cuyas luchas
contra el pelagianismo estuvieron siempre empapadas de caridad hacia los
herejes. La gente insiste a menudo, y con razón, que el hecho de matar el
error no garantiza que se tenga caridad hacia las personas que yerran. Pero
no recuerdan tan a menudo aquel punto esencial: la verdadera caridad
exige absolutamente que se dé muerte al error.
El falso irenismo está motivado por una caridad, mal concebida, en
servicio de una unidad carente de sentido.
Pone la unidad por encima de la verdad. El irenismo, después de
romper el vínculo esencial entre la caridad y la defensa de la verdad, se
interesa más por alcanzar la unidad con todos los hombres que por
conducirlos a Cristo y a su verdad eterna. Ignora el hecho de que la
verdadera unidad sólo puede alcanzarse en la verdad. La oración de
nuestro Señor, Ut unum sint135, implica que todos han de ser una sola cosa
en él, y no se puede desligar de aquel otro pasaje que leemos en San Juan:
“También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas tengo
que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor”
(Juan 10, 16).
135
Véase Juan 17, 21.
169
Parte Cuarta
Lo sagrado y lo secular
170
Capítulo XXIII
136
Véase, a propósito de esto, la exposición que hacemos en el capítulo VII de la
justa y necesaria acomodación al interlocutor del diálogo.
171
falso irenismo que atenta contra la pureza de la doctrina católica y
oscurece su sentido genuino y cierto”137.
Así, pues, cuando participemos en un diálogo, no nos dejemos
inficionar por los errores de otras personas. Desgraciadamente, eso es lo
que ocurre, ni más ni menos, con aquellos católicos progresistas que
adoran idolátricamente las corrientes intelectuales de nuestra época. Su
comportamiento me recuerda una carta que, hace muchos años, me
escribió un padre jesuita. Dicha carta contenía una alusión caritativa e
ingeniosa a uno de sus hermanos en religión que había tratado de llegar
hasta unos jóvenes infectados de ideología nacional-socialista, haciendo
concesiones y entrando en componendas sobre la cuestión del
antijudaísmo. “Mi caro hermano —escribía— ha interpretado aquel
consejo paulino de 'llorad con los que lloran’ como si quisiera decir:
'Enloqueceos con los que están rematadamente locos’.”
Muchos de esos católicos se creen humildes por renunciar a la
pretensión de que únicamente a la Iglesia se le ha confiado la plenitud de
la revelación divina. Pero, en realidad, lo único que hacen es delatar su
falta de fe, su inseguridad y una combinación de agresividad con
sentimientos de inferioridad, todo lo cual está muy lejos de la humildad.
Ser relativista o escéptico, abstenerse de comprometerse sin reservas en
favor de la verdad es —¡qué duda cabe!— una excrecencia típica del
orgullo. La aceptación de una verdad natural evidente es indicio de cierta
humildad, y la sumisión a la absoluta verdad divina es el alma misma de la
verdadera humildad.
Para un católico, el prerrequisito indispensable para un verdadero y
fructífero diálogo con el mundo es una sumisión absoluta a Cristo y una
inflexible adhesión a la verdad divina revelada por El y expresada en los
dogmas de la Santa Iglesia Católica. Los que carecen de esta fe y de este
compromiso absoluto deberían ser advertidos seriamente de que ni son
aptos ni están llamados para embarcarse en un diálogo en nombre de la
Iglesia.
En la encíclica Ecclesiam Suam, el Papa Pablo VI presenta
claramente las distintas clases de diálogo según el grado de afinidad que el
interlocutor tenga con la doctrina católica. Evidentemente, la más
importante cuestión preliminar es preguntamos si estamos metidos en un
diálogo dentro del marco del ecumenismo o si estamos conversando con
un ateo. Este no es el lugar adecuado para analizar el concepto de
137
“Decreto sobre el Ecumenismo”, 11.
172
“ateísmo”, ni para hacer distinción entre las diversas clases de ateísmo
(cada una de las cuales exigirá un enfoque diferente). Pero hay una clase
de ateísmo de la que hemos de hablar con algún detalle, porque el
problema del diálogo con él ha cobrado recientemente especial actualidad.
Sigue siendo muy dudoso que pueda haber verdadero diálogo entre
los católicos y los comunistas ateos. Y digo “verdadero”, porque —
desgraciadamente— los supuestos diálogos entre los católicos y los
comunistas están proliferando por doquier, para gran confusión de los
creyentes.
Mientras el ateísmo no pase de ser una convicción teórica, es posible
dialogar con personas que tengan esa creencia. Pero cuando el ateísmo
(como en el nacional-socialismo y en el comunismo) es elemento decisivo
de un partido militante y altamente organizado, especialmente de un
partido para el que las palabras se han convertido en armas de propaganda,
el diálogo carecerá de su indispensable base, a saber: la suposición —
compartida— de que el intercambio de palabras constituye una discusión
teórica. Si para uno de los participantes el diálogo es tan sólo otro medio
más de llevar a cabo la guerra política, no habrá posibilidad de genuina
discusión. Y así ocurre señaladamente cuando se habla con un miembro
del partido comunista o con un agente de un Estado comunista. El diálogo
con un comunista es posible únicamente en el caso de que una persona sea,
teóricamente, comunista convencido, pero no sea de veras ni representante
de un Estado comunista ni miembro del partido comunista. Evidentemente,
una demostración pública de insinceridad no es suficiente para garantizar
la autenticidad de este diálogo.
Precisamente por la reciente popularidad de tales esfuerzos, será útil
desarrollar más el tema del peligro de presumir que los católicos pueden
sostener un verdadero diálogo con los comunistas.
Una perniciosa costumbre de algunos teólogos, que es muy popular
entre los católicos progresistas, es el uso ambiguo de los términos. Un
ejemplo de importancia crucial es la utilización que hacen del término
“futuro”. Unas veces se refiere a la eternidad, y otras al futuro histórico, es
decir, a las generaciones venideras en el curso de la historia humana.
Ahora bien, la eternidad y el futuro histórico son realidades tan plenamente
distintas, que el término de “futuro” no puede aplicarse a ambas sin caer
por completo en el equívoco. La interpretación naturalista y evolucionista
que Teilhard de Chardin hace del destino del hombre ha desempeñado, evi-
dentemente, un gran papel en la tarea de promover tal confusión.
173
La eternidad se refiere a la persona individual. Es la vita aeterna
prometida en el Evangelio a los verdaderos seguidores de Cristo y que se
menciona al final del Credo, Apostólico. La vida eterna trasciende el
mundo empíricamente conocido. Su realidad nos ha sido revelada.
El futuro histórico, por el contrario, no contiene en absoluto la menor
referencia a una vida ulterior. No se refiere en modo alguno a la persona
individual: no es el futuro de esa persona. Sino que se refiere a la
humanidad, a las generaciones venideras. Indudablemente, para cada
individuo hay un futuro natural en la tierra: el futuro del “mañana”. Ese
futuro es una dimensión esencial del tiempo. Nuestra vida se presenta
como un movimiento hacia el futuro, cuya realización tenemos esperanzas
de experimentar. Pero ese futuro “personal” natural se diferencia
claramente del futuro histórico al que alude el evolucionismo y el
progresismo. Por ejemplo, el futuro histórico en todo mesianismo terreno
no está limitado —como se echa de ver claramente— a la duración de la
vida de un individuo.
Este futuro histórico reside en el campo del mundo natural, del
mundo conocido empíricamente. Y podemos calcular muchas cosas acerca
de él, con alto grado de probabilidad, aunque no sepamos realmente en qué
va a desembocar todo o hasta qué punto van a llegar las cosas. Pero lo
esencial en que tenemos que fijarnos es que el futuro histórico no es objeto
de la fe. No es nada sobrenatural. No trasciende al tiempo, sino que se
despliega específicamente dentro del tiempo138. Así, pues, la eternidad y el
futuro histórico se diferencian tan absolutamente, que no es legítimo
hablar de ellos como si fueran dos especies diferentes de un solo género
denominado “futuro”. No bastará tampoco llamar al uno “futuro absoluto”,
y al otro “futuro no-absoluto” (o futuro, a secas). La única manera de
evitar la equivocación y el error es limitar el uso del término “futuro” a la
realidad histórica.
El abuso que se comete del lenguaje y la confusión que se suscita
entre los creyentes por estos intentos de discutir cuestiones religiosas con
los marxistas, aparecen claramente en el diálogo que tuvo lugar en
Herrenschiemsee, en septiembre del año 1966139. El profesor J. B. Metz y
el Padre Karl Rahner, S. J. afirmaron que el Evangelio se interesa, ante
todo, por el futuro. Ahora bien, este término —aquí— sólo puede referirse
a la vida eterna de los hombres, a aquellas cosas que son objeto de la
virtud teologal de la esperanza. Pero, inmediatamente después, hacen la
138
Véase la “Constitución dogmática: Lumen gentium”, 48 ss.
139
Véase: “Herder-Korrespondenz”, August 1966, Band III/2.
174
afirmación de que también el marxismo se interesa por el futuro. Y,
entonces, hemos de concluir que el “futuro” de que se habla es un futuro
puramente histórico, un futuro puramente terreno, un futuro que podrá
constituir la expectación de un mesianismo terreno. La afirmación de que
el Evangelio se interesa por el “futuro absoluto” no hace justicia a la
diferencia radical que existe entre el futuro como eternidad y el porvenir
simplemente histórico.
La ambigüedad, aquí, es menos un error que un engaño. De hecho,
para los comunistas la eternidad y la vida eterna son meras ilusiones o
supersticiones. Para ellos, el “futuro” puede significar únicamente algo que
está al alcance de la humanidad en los siglos venideros. Por eso, no se trata
del futuro de una persona individual, sino del futuro de la humanidad: del
género humano.
Más aún, induce mucho a confusión el decir que el Evangelio se
interesa básicamente por ese futuro. El mensaje de Cristo se interesa
primordialmente por la santificación y salvación eterna de la persona
individual. El futuro histórico se saca a colación en el Evangelio en los
pasajes escatológicos en los que se predice el fin del mundo y la segunda
venida de Cristo. Pero este futuro escatológico, que se revela en el Evan-
gelio, no puede separarse de la eternidad con la que está explícitamente
relacionado. Ese futuro escatológico perdería todo su sentido, si no hubiera
eternidad, si no hubiera vida eterna, si no hubiera cielo ni infierno 140.
Y cuando el Evangelio habla del crecimiento y desarrollo del Reino
de Dios (como en la parábola del grano de mostaza que crece y se
desarrolla) no se está aludiendo al futuro histórico general141. Todo el
énfasis recae sobre el Reino de Dios, sobre la realidad del Cuerpo Místico
de Cristo y sobre todas las almas que han de ser salvadas y santificadas.
Las advertencias que hallamos en el Evangelio y en San Pablo de que han
de venir malos tiempos, de que han de surgir falsos Cristos, de que los
creyentes van a ser tentados y de que muchos apostatarán, se refieren a la
vida espiritual de la Iglesia y no al transcurso natural de la historia y a la
evolución secular de la humanidad.
La acentuación del futuro histórico encierra inevitablemente una
visión colectivista del hombre: una visión que queda excluida por la
naturaleza absolutamente personalista del Evangelio, en el que cada
140
“Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 48-51.
141
Esta distinción se explica claramente, vg., en la “Constitución sobre la Iglesia en
el mundo actual”, 34, 37.
175
persona individual es considerada con una seriedad última. Con harta
frecuencia se ha olvidado hoy día que la verdadera comunidad de la que
habla la doctrina de la Iglesia, la comunión del Cuerpo Místico de Cristo,
la comunidad de la Iglesia militante, paciente y triunfante, está vinculada
esencialmente con la apreciación integral de la persona individual. No
tiene nada que ver con el colectivismo, el cual considera al individuo como
una unidad de una especie, como simple parte de una totalidad colectiva.
El deseo del diálogo no debe cegarnos para que no veamos el hecho
de que el interés por el futuro no define lo más mínimo una comunidad de
intereses entre los marxistas y los católicos.
Un esfuerzo parecido para crear una base artificial para el diálogo
con los comunistas hemos de verlo en el uso del término “humanismo”.
Existen, indudablemente, varias concepciones del humanismo. Podemos
hablar de humanismo natural: verbigracia, del ideal griego del humanismo
o del ideal de Goethe. Y con toda razón podemos afirmar que el huma-
nismo cristiano se diferencia de ese humanismo puramente natural.
Cuando Maritain denomina al cristianismo l'Humanisme Intégral, entonces
está aludiendo, y con todo derecho, al carácter incompleto del ideal pagano
del humanismo. Podemos hablar también de un humanismo ateo,
estudiado por Henri de Lubac en su obra El drama del humanismo sin
Dios. Podríamos decir incluso que el ideal del superhombre, forjado por
Nietzsche, era un humanismo. Y otro tanto podríamos decir del ideal de
Feuerbach. Pero no tiene absolutamente ningún sentido hablar de un
humanismo marxista o comunista.
En primer lugar, el materialismo del credo comunista es incompatible
con cualquier ideal de humanismo. Si un hombre es sólo materia que se ha
organizado a sí misma, entonces el hablar de “humanismo” sería un
lenguaje equívoco. Algunos rasgos del hombre, como el ser persona
espiritual, son esenciales de todo humanismo. El ideal humanista implica
valores intelectuales y morales, y el desarrollo de los mismos. Pero la
concepción materialista del hombre no deja lugar para esos valores,
aunque —en la práctica— el comunista no pueda menos de tener en
cuenta, de algún modo, los valores y logros intelectuales. En segundo
lugar, la idea del determinismo según las leyes inmanentes de la “ciencia”
económica (dentro del marco del materialismo histórico) es también
incompatible con un humanismo consecuente. En tercer lugar, la natu-
raleza totalitaria del comunismo, que considera al hombre individual como
un medio y que mide estrictamente su valor por la utilidad que pueda
prestar a la colectividad, cierra el paso a cualquier identificación del
176
comunismo como humanismo. El comunismo no ha sido sobrepasado aún
por ideología alguna en su profunda y consecuente despersonalización. La
persona queda privada de todo derecho.
Podríamos hablar también del ideal humanista del nacional-
socialismo, en el que, en vez del tosco materialismo del comunismo,
hallamos un materialismo biológico: el racismo. Pero sería absurdo
considerar el nacional-socialismo como un tipo de humanismo. Lo mismo
que el comunismo, es un horrible antihumanismo, con semejante culto a la
despersonalización. Sin embargo, podríamos vaticinar que muchas
personas que negarían vehementemente que el nacional-socialismo pudiera
designarse jamás como una forma de humanismo, no tendrían dificultad en
hablar de un humanismo comunista, aunque este último sea —en todos sus
aspectos— tan hostil como el primero a todo verdadero humanismo.
Lo que hemos dicho acerca del uso equívoco del término de “futuro”,
se aplica también al uso equívoco del término de “humanismo”. El intentar
considerar como base para el diálogo un supuesto interés común en el
humanismo: concebir el cristianismo y el comunismo como dos variedades
de humanismo y decir luego que el futuro habrá de revelar cuál de las dos
haya tenido más éxito y se haya acomodado mejor a las necesidades
humanas: es desfigurar grotescamente la naturaleza del diálogo y del
humanismo. Tal representación errónea de los hechos no conduce al
diálogo, sino a minimizar —tal y como se desea peligrosamente— las
diferencias que hay entre el cristianismo y el comunismo.
Cuando Rahner “se pregunta” por qué los comunistas no aceptan la
coexistencia de los dos intentos de alcanzar el ideal humanista, está
delatando su ceguera para captar la esencia misma del comunismo. Para
los comunistas es plenamente lógico no tolerar el cristianismo. Porque
ellos son conscientes de que lo que los cristianos llaman “humanismo” no
tiene lugar en la ideología comunista y constituye, en realidad, un decidido
obstáculo para sus planes. Por eso, la utilización ambigua —por parte de
los católicos— de esos términos presta servicio únicamente a la
propaganda comunista y siembra la confusión entre los católicos mismos.
Esa no es la clase de diálogo patrocinada por el Concilio Vaticano II142.
142
Véase la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual”, 21 (la postura de la
Iglesia con respecto al ateísmo):
“La Iglesia, fiel a Dios y a los hombres, no puede menos de reprobar con dolor,
pero con firmeza, como ya antes lo ha hecho, estas funestas doctrinas y estas tácticas
que contradicen a la razón y a la experiencia humana universal, y rebajan al hombre
de su innata grandeza.
177
Capítulo XXIV
Ecumenismo y secularización
144
Véase, por ejemplo, la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual”, 37:
“Una dura contienda contra los poderes de las tinieblas se extiende a través de toda
la historia humana: batalla que, empezada desde el principio del mundo, se
prolongará hasta el último día, según el aviso del Señor (véase: Maleo 24, 13; 13, 24-
30 y 36-43). El hombre, inmerso en esta batalla, tiene que combatir continuamente
para seguir el bien, y sólo con grandes trabajos y con la ayuda de la gracia de Dios,
puede obtener la unidad dentro de sí mismo.
Por eso la Iglesia de Cristo, confiada en los designios de su Creador, mientras
reconoce que el progreso humano puede servir a la auténtica felicidad del hombre, no
puede dejar de hacer resonar aquello del Apóstol: ‘No os identifiquéis con este
mundo’ (Romanos 12, 2); es decir, con ese espíritu de vanidad y malicia que
transforma la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y del hombre, en
instrumento del pecado.”
179
que cualquier actitud hacia nuestro prójimo (por no decir hacia la
humanidad) pudiera reemplazar jamás nuestra relación directa con y
nuestra fe en Cristo. La letra de muchas de las cantatas de Bach dan tes-
timonio de la absoluta primacía que el luteranismo concede a las cosas
celestiales, por contraste con todas las cosas de este mundo.
La finalidad del ecumenismo ¿será fomentar la comunión con
personas de la fe evangélica de Lutero, Melanchton, Bach y Mathias
Claudius? ¿O con protestantes liberales como Robinson, Cox o Fletchern,
que han perdido su fe en Cristo y que no tienen nada en común con
protestantes como Billy Graham, que siguen siendo creyentes?
Evidentemente, el ecumenismo sólo puede tender hacia la comunión con
los protestantes ortodoxos. Y, lejos de tender un puente, la secularización
pone realmente un obstáculo entre nosotros y los protestantes creyentes.
Porque la primacía de las cosas celestiales es, indudablemente, un factor
positivo en el protestantismo ortodoxo, como lo es también su aversión
hacia el saeculum. Las reuniones con los protestantes secularizados no
pueden considerarse como manifestación de verdadero ecumenismo, ya
que en tales casos la única posible base común para la discusión es la
secularización; es decir, nos reunimos con los que han perdido su fe en
Cristo, porque también nosotros la hemos perdido, como lo demuestra el
libro mismo de Leslie Dewart, Die Zukunft des Glaubens (traducción
inglesa: The Future of Belief; hay también traducción española).
En cuanto a los judíos, estará bien claro que el espíritu ecuménico
sólo podrá conducir a la comunión con los judíos ortodoxos, y,
posiblemente, con los judíos conservadores; es decir, con los que siguen
creyendo en el Antiguo Testamento.
A pesar de las profundas diferencias dogmáticas que separan a los
judíos de los cristianos, su creencia en la revelación del Antiguo
Testamento, su profunda fe en Dios, su respeto religioso, su sentido de lo
sagrado, constituyen una poderosa base común.
Tanto el hinduismo como el budismo contienen una honda
convicción de la irrealidad del mundo: de ese mundo que es maya. Por
inaceptable que sea esa doctrina para los cristianos, la convicción de que la
plenitud de la realidad queda más allá de este mundo es, no obstante, una
valiosa verdad incompleta. Aunque esa realidad trasmundana se busca por
una dirección distinta, la inferioridad metafísica del mundo empírico, com-
parada con la realidad absoluta, es un elemento común que ofrece base
para alguna comunión. Común es también la acentuación del recogimiento
180
y el sentido de la diferencia que existe entre lo sagrado y lo profano,
porque estos elementos son importantes en las religiones orientales 145. No
es difícil ver que la secularización que algunos católicos proponen a la
Iglesia socava la posibilidad del contacto ecuménico con el hinduismo y el
budismo.
Indudablemente, la secularización es un mal primordialmente porque
lleva consigo una apostasía de Cristo. Y por esa razón estamos luchando
contra ella en todas las páginas de este libro. Pero hay que acentuar
también que la secularización obstruye el camino de un verdadero y
auténtico ecumenismo.
145
No pretendemos negar con ello, ni mucho menos, las profundas diferencias y, en
parte, oposiciones que existen entre la concepción oriental y la concepción cristiana
del “recogimiento” y de la “santidad”. A propósito de esto, véase la obra del autor,
titulada: Die Umgestaltung in Christus (La transformación en Cristo; hay traducción
castellana).
181
Capítulo XXV
150
JOHN HENRY CARDINAL NEWMAN, Discourses Addressed to Mixed
Congregations, Longmans, Londres, 1916, p. 94.
187
Capítulo XXVI
152
Véase también los capítulos III y IV.
189
podría oponerse jamás. La noción funcionalista de lo superfluo es muy
ambigua, es hija simplemente del utilitarismo. Contradice a las palabras de
Nuestro Señor: “No sólo de pan vive el hombre.” En la New Tower of
Babel hemos intentado mostrar que toda cultura es un don abundantísimo,
algo que tendrá que parecer superfluo a la mente utilitaria. Pero, ¡gracias a
Dios!, no ha sido ésta la actitud de la Iglesia y de los creyentes a través de
los siglos. San Francisco, que en su propia vida practicó la pobreza
evangélica, y, por cierto, hasta un grado extremo, no pretendió nunca que
las iglesias debieran estar áridas, desnudas y carentes de belleza. Lejos de
eso, la iglesia y el altar nunca eran demasiado hermosos para él. Lo mismo
podríamos decir de los sentimientos del Cura de Ars o de Santa Teresa de
Jesús153.
Se produce una ridícula paradoja cuando —en nombre de la pobreza
evangélica— se derriban iglesias muy valiosas desde el punto de vista
artístico154 y se las reemplaza (con grandes desembolsos) por iglesias
prosaicas y desnudas. No es la belleza y esplendor de la iglesia, la casa de
Dios, lo que resulta incompatible con el espíritu de pobreza evangélica y lo
que causa escándalo a los pobres, sino la comodidad y lujo innecesarios
que se hallan hoy día muy difundidos. Si el clero desea volver a la pobreza
evangélica, deben reconocer que en países como los Estados Unidos y
Alemania el clero posee los coches más elegantes, las mejores cámaras
fotográficas y los aparatos de televisión más perfeccionados. Beber y
fumar mucho es claramente opuesto a la pobreza evangélica. Pero,
indudablemente, no lo es la belleza y esplendor de las iglesias.
Por un lado, se pretende que las iglesias deberían estar desnudas.
Mas, por otro lado, en las parroquias y en los recintos universitarios de las
universidades católicas, se levantan feos edificios para asuntos sociales,
edificios que están dotados de toda clase de lujo innecesario. Y eso se hace
en nombre del interés social y del espíritu comunitario. Incluso en los
conventos hallamos cosas como ésas. Tales estructuras nuevas no sólo se
oponen a la pobreza evangélica, sino que, además, exhalan una atmósfera
específicamente mundana. Las butacas reclinables y las tupidas alfombras
tienen insana blandura. Esas edificaciones combinan mañosamente tres
cualidades negativas: son edificios caros (lo cual se opone directamente a
la pobreza evangélica), feos, e invitan a una indulgencia consigo mismo
153
Véase: Santa Teresa de Jesús. Vida, capítulo 9 y otros.
154
Véase, por ejemplo: MICHEL DE SAINT PIERRE, Sainte Colère, París 1965, p.
175.
190
que caracteriza muy bien la degeneración que amenaza al hombre en
nuestros días.
Algunas veces, los argumentos en favor de la iconoclastia adoptan
una forma distinta. Podemos escuchar a veces a los sacerdotes que la santa
misa es una cosa abstracta, y que, por tanto, las iglesias —y especialmente
el altar— deberían estar desnudos. Pero, en realidad, la santa misa es un
misterio increíble que trasciende toda nuestra comprensión racional. Pero
no es, ni mucho menos, una cosa abstracta.
Lo abstracto es específicamente racional y se opone a lo real, a lo
concreto, a lo individual. El mundo de lo sobrenatural, la realidad que ha
sido revelada, trasciende y sobrepasa el mundo de lo racional, pero esto no
implica ningún contraste con lo real o concreto. Por el contrario, es la
realidad última, absoluta, aunque invisible. La misa, pues, es el epítome de
la realidad concreta, de un nunc (“ahora”), porque Cristo mismo está
verdaderamente presente.
El poder e impacto existencial de la Sagrada Liturgia están
enraizados precisamente en el hecho de que la liturgia no es, ni mucho
menos, una cosa abstracta, y se dirige no sólo a nuestro entendimiento o fe
desnuda, sino que habla —y de innumerables maneras— a toda la persona
humana. Sumerge al creyente en la atmósfera sagrada de Cristo por medio
de la sagrada belleza y esplendor de las iglesias, por medio del color y her-
mosura de los ornamentos, por medio del estilo del lenguaje y de la
sublime música del canto gregoriano.
Algunas veces, los católicos progresistas pretenden que los que se
oponen a la iconoclastia moderna lo hacen porque se preocupan de cosas
“que no son esenciales”155.
Indudablemente, no es esencial que la iglesia en la que se celebra la
santa misa y en la que los fieles reciben la sagrada comunión, sea hermosa.
Únicamente son esenciales las palabras que sirven para realizar la
transustanciación. Si esto es lo que nos quieren decir, entonces no
pondremos objeción alguna. Pero si por “no-esencial” se entiende
“insignificante” (carente de significación), sí se entiende que cosas tales
como la belleza de la iglesia, la liturgia y la música son “triviales”,
entonces esta acusación está muy equivocada156, porque hay profunda rela-
155
Véase, a propósito de esto y de lo siguiente, la “Constitución sobre la sagrada
Liturgia”, nn. 5-11.
156
Santa Teresa de Jesús escribe en su vida, refiriéndose al año 1572:
191
ción entre la esencia de algo y su expresión adecuada. Así ocurre
específicamente con la santa misa.
La manera de presentar este misterio, su apariencia sensible,
desempeña un papel definido y no puede considerarse como cosa sujeta a
cambio arbitrario157, aunque no quepa duda de que la cosa expresada sea
incomparablemente más importante que su expresión. A pesar de que el
verdadero tema de la misa es hacer presente el misterio del sacrificio de
Cristo en la cruz y celebrar el misterio de la eucaristía, hay que dar gran
importancia —no obstante— a la atmósfera sagrada engendrada por las
palabras, las actividades, la música de acompañamiento y la iglesia en la
cual se celebra la solemnidad. No debemos creer que ninguna de esas
cosas tenga simplemente interés estético.
En contraste con todos los desprecios gnósticos hacia la materia y la
expresión externa, se halla el principio específicamente cristiano de que las
actitudes espirituales han de hallar también su expresión adecuada en la
compostura de nuestro cuerpo, en nuestros movimientos y en el estilo de
nuestras palabras. Toda la liturgia está impregnada de este principio. De
manera semejante, el recinto o edificio en el que se celebran las sagradas
solemnidades debe exhalar una atmósfera que corresponda a las cosas
162
Véase, por ejemplo, el argumento en favor de una “significativa” (relevant)
traducción de la misa en: GARET EDWARDS, Modern English in the Mass, “America”,
CXV (1966, 483-486).
196
Capítulo XXVII
Verba Christi
197
¿no pertenecerá también al plan salvífico y a la revelación de Dios? ¿Y no
habrá que recibir y acoger con el máximo respeto el texto evangélico del
mensaje de Cristo, tal como ha sido trazado por los evangelistas, quienes
lo tomaron de la tradición viva y santa de la naciente Iglesia? ¿No fueron
esas palabras la sal de toda la liturgia y la energía que fecundó la vida y el
pensamiento de los Padres y Maestros de la Iglesia? ¿Qué habría sido de la
Iglesia si en cada generación un nuevo texto evangélico se hubiera
acomodado al correspondiente estilo de la época? ¿Qué habría ocurrido, si
en el siglo XVIII se hubiera hecho una redacción racionalista de las
palabras de Jesús, y a principios del siglo XIX una redacción romántica, y
así sucesivamente?
¿No pertenece a la esencia misma de la revelación divina el que el
texto del mensaje de Cristo, en su hermosura sin igual, siga resonando a
través de todos los siglos, con su atmósfera intemporal (y, al mismo
tiempo, tan cercana a todos los tiempos) y sagrada y su poder jamás
disminuido? ¿No pertenece a la naturaleza de la revelación divina el que
esas palabras sean independientes de todos los estilos y modas y de todas
las formas especiales de expresión que son características de una época
determinada, de todo dialecto y de todo lenguaje familiar? ¿Acaso una
historia de dos milenios no ha demostrado esa plenitud inagotable no sólo
del contenido sino también de la singularísima expresión de la Sagrada Es-
critura? ¿Acaso su expresión no ha sido conservada respetuosamente por
todos los protestantes, por no hablar de la Iglesia ortodoxa? ¿No pertenece
a la esencia del mensaje de Cristo el que, tanto por su contenido como por
su expresión literal, transporte a los hombres desde la cambiante atmósfera
de este mundo hasta el mundo santo, el mundo de Dios?
Es un error fundamental creer que el mensaje divino hay, que
presentarlo en vasos profanos y seculares a fin de que se convierta en parte
orgánica de la vida de los creyentes. Antes al contrario, toda la liturgia se
basa en el principio de que los misterios del culto divino deben presentarse
en vasos que, en cuanto sea posible, irradien una atmósfera que correspon-
da a la sacralidad de su contenido.
En vez de eso, hallamos hoy una tendencia ¡a traducir el Nuevo
Testamento en un lenguaje familiar descuidado, por no decir vulgar! Pero
esto es —¡repitámoslo!— un gran error. Se olvida que Cristo es
plenamente hombre y plenamente Dios, que su humanidad es santa, que
Cristo es Dios y hombre en la unidad de una sola persona. Por tanto, su
humanidad irradia una indescriptible santidad. En efecto, esa santidad de la
humanidad de Cristo es precisamente el fundamento de nuestra fe. Esa
198
epifanía de Dios en Jesús es la que subyugó a los Apóstoles y les impulsó a
seguir a Cristo relictis omnibus (“dejadas todas las cosas”). Se trata de la
santa humanidad de Cristo, la cual está más allá de todos los posibles
ideales forjables por hombres, y que nos mueve, por tanto, a adorarle como
Dios-Hombre. Presentar las palabras de Cristo de una manera vulgar y
cotidiana, es una manera de destruir en las almas de los fieles la imagen de
Cristo y de poner en peligro su fe. Si todos los profetas nos hablan en tono
solemne, si las cartas de San Pablo, de San Pedro y de San Juan expresan
de manera excelsa y solemne la revelación de Cristo, sólo una audacia
aventurera ha podido mover a unos hombres a traducir las palabras: Amen,
amen, dico vobis (“En verdad, en verdad, os digo”) por expresiones tan
vulgares como Leí me tell you (“Os diré”). Tales personas no se han fijado
en que hay un texto de suprema importancia profética: “El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán.”
Se arrebata al estilo toda su solemnidad y grandeza. Se le quita eso
que es siempre inherente a los textos religiosos, principalmente a las
palabras de los profetas del Antiguo Testamentó, y, sobre todo, al mensaje
del Dios-Hombre Cristo. Y todo eso se hace con la pretensión de acercar
más a los hombres el mensaje de Cristo. Ahora bien, ese esfuerzo psi-
cológicamente torpe y primitivo conduce en realidad a velar la imagen de
Cristo y a socavar la fe en su mensaje.
199
Capítulo XXVIII
La tradición
165
Para comprenderlo, bastará comparar sólo la atención a los apestados, prestada
por un médico ateo, tal y como la describe A. Camus en “La Peste”, con la ardiente
caridad con que Santa Catalina de Siena juntamente con Raimondo di Capua y
Tommaso della Fonte, en Siena (Italia) atendieron a los enfermos de peste. Véase, por
ejemplo, IONGENSEN, Leben der heiligen Kalharina von Siena.
203
Iglesia de ayer. En consecuencia, su condenación del pasado —bajo
apariencias de acusación de sí mismos— es un gesto farisaico.
No negamos que la historia humana de la Iglesia —como toda
historia humana— tiene sus páginas sombrías. Pero nos limitamos a
encarecer que, si examinamos objetivamente la historia, veremos que la
doctrina de la Iglesia ha condenado siempre implícitamente los abusos
introducidos por sus miembros. Hubo pecadores en la Iglesia de ayer, y
hay pecadores en la Iglesia de hoy. Pero la Iglesia misma, en su divina en-
señanza, emerge gloriosa y sin mancilla en medio de una historia
manchada por la flaqueza humana, los errores, las imperfecciones y los
pecados166. Y lo que distingue a la historia de la Iglesia de la historia de
todas las demás instituciones humanas, y da testimonio de su origen
divino, es el milagro de las legiones de santos que la Iglesia ha engendrado
a lo largo de su historia.
Hemos estudiado detenidamente la naturaleza de la tradición en la
obra Graven Imagens: Substitutes for True Morality (traducción española:
Deformaciones y perversiones de la moral). En ella acentuamos la
diferencia radical que existe entre la tradición de la Iglesia, basada en la
revelación divina, y todas las tradiciones meramente humanas. La
revelación del Antiguo Testamento y la auto-revelación de Dios en Cristo
representan la única fuente de la verdad divina, verdad que ha sido
confiada por Dios a la Iglesia. La naturaleza única de esta tradición
sobrenatural se manifiesta en el hecho de que la identidad con la divina
revelación confiada a los Apóstoles es el argumento más importante —
aunque no el único— en favor de la verdad de cualquier dogma167.
166
En Le Paysan de la Garonne, Desclée de Brouwer, p. 274, I. MARITAIN cita al
Cardenal Journet:
“Todas las contradicciones desaparecen... desde el momento en que se ha
comprendido que los miembros de la Iglesia pecan, sí, poro en cuanto traicionan a la
Iglesia; que la Iglesia, por tanto, no carece de pecadores, pero que ella está sin
pecado.”
“La Iglesia, como persona, acepta la responsabilidad de la penitencia. Pero no
acepta la responsabilidad del pecado.” Sus miembros, los sacerdotes, los laicos, los
clérigos, los obispos o los papas, son los que, al desobedecer a la Iglesia, cargan con
la responsabilidad del pecado. Pero no la Iglesia como persona... Se olvida que la
Iglesia como persona es la esposa de Cristo: 'que él se adquirió con su propia sangre’
(Hechos 20, 28).”
167
En este lugar, vamos a mencionar detalladamente la doctrina de la Iglesia sobre
la tradición sagrada, la verdad absoluta y eterna y la historia:
Veamos la “Constitución dogmática sobre la divina revelación”:
204
Incluso la tradición histórica y cultural de la Iglesia (a pesar de la
diferencia radical que existe entre dicha tradición y la tradición
sobrenatural) se diferencia también de todas las demás tradiciones
culturales y étnicas. Los tesoros que han brotado de la Iglesia a lo largo de
la historia son resultado de la vida santa de la Iglesia: manifestaciones de
su vida. El tema de las obras de la Iglesia no es una idea o un mito o un
ideal de belleza, sino Cristo el Dios-Hombre y la historia de la salvación
del hombre. No nos referimos aquí a elementos que están relacionados con
(7) “Dispuso Dios benignamente que todo lo que habla revelado para la salvación
de todos los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a
todas las generaciones. Por ello Cristo Señor, en quien se consuma la revelación total
del Dios sumo (véase: II Corintios 1, 20; 3, 16 4, 6), mandó a los Apóstoles que el
Evangelio, ya prometido por los profetas y que El completó y con su propia boca
promulgó, lo predicaran a todos los hombres como fuente de toda verdad salvadora y
de la orientación de las costumbres, comunicándoles los dones divinos. Esto lo
realizaron fielmente tanto los Apóstoles, que en la predicación oral, con ejemplos e
instituciones comunicaron lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia y
por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo,
como los Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu
Santo, escribieron el mensaje de la salvación.
Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la
Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los obispos, 'entregándoles su
propio cargo del magisterio’. Por consiguiente, esta sagrada tradición y la Sagrada
Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en que la Iglesia peregrina en la
tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verlo
cara a cara, tal como es (véase: I Juan 3, 2).
Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los
libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión
continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que ellos mismos han recibido,
amonestan a los fíeles que conserven las tradiciones que han aprendido o de palabra o
por escrito (véase: II Tesalonicenses 2, 15), y sigan combatiendo por la fe que se les
ha dado una vez para siempre (véase: Judas 3). Ahora bien, lo que enseñaron los
Apóstoles encierra todo lo que contribuye a que el Pueblo de Dios viva santamente y
aumente su fe, y de esta forma la Iglesia en su doctrina, en su vida y en su culto
perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree.
Esta Tradición, que se deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la
asistencia del Espíritu Santo; puesto que va creciendo la compresión de las cosas y de
las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que
las meditan en su corazón (véase: Lucas 2, 19 y 51), ya por la inteligencia íntima que
experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que, con la
sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia,
en el decurso de los siglos, tiendo constantemente a la plenitud de la verdad divina,
hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios.
205
una época determinada, a costumbres particulares o a decretos de la ley
canónica, sino a los tesoros de la cultura cristiana y del espíritu cristiano
que han nacido de la santísima vida de la Iglesia. Nos referimos al Canto
Gregoriano, a los himnos y ritmos que exhalan de manera singularísima el
ambiente de Cristo. Mencionamos, por ejemplo, la Liturgia de la Semana
Santa, las Tenebrae, el Exsultet y la Letanía de los Santos, el Veni, Creator
Spiritus, el Veni, Sancte Spiritus, el Dies irae, el Stabat Mater, o los him-
nos de Santo Tomás de Aquino. O recordemos las maravillosas iglesias:
San Vitale de Ravenna, Santa Sofía de Constantinopla, San Marcos de
Venecia, el baptisterio de Florencia, la catedral de Chartres, San Pedro del
Vaticano, c innumerables otras iglesias. Son elementos insustituibles de
nuestra vida cultural.
Las enseñanzas de los santos Padres testifican la presencia vivificante de esta
tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida do la Iglesia creyente y
orante. Por esta tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y
la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace
incesantemente operativa; y de esta forma Dios, que habló en otro tiempo, conversa
sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo; y el Espíritu Santo, por quien la voz
del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a
los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos
abundantemente (véase: Colosenses 3, 16).
(9) ...de donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura
su certeza acerca de todas las verdades reveladas...
(10) ...El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita o
transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya
autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no
está sobre la Palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido
confiado, en cuanto que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la
oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de esto único
depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios que se ha de creer.
Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el
Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y
unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin los otros, y que juntos, cada
uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la
salvación de las almas.
(21) La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo
Cuerpo del Señor, no dejando do tomar de la mesa y do distribuir a los fieles, el pan
de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la
sagrada Liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la sagrada
Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas
do una vez para siempre, comunican inmutablemente la Palabra del mismo Dios, y
hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras do los Profetas y de los
Apóstoles.”
206
Pero, desde el punto de vista religioso, la tradición cultural de la
Iglesia muestra una dimensión completamente nueva: una dimensión de
comunidad y comunidad que es parte esencial de nuestro ethos cristiano y
de nuestra fe cristiana. Es específicamente cristiano el que la comunión en
Cristo se extienda no sólo a los miembros vivos del Cuerpo Místico de
Cristo, sino también a todos aquellos que están en el Purgatorio o en el
Ciclo. Así que, para todo católico, es una experiencia profundamente
conmovedora el poder orar las mismas oraciones que la Santa Iglesia ha
orado durante siglos y siglos.
El espíritu católico de comunión no sólo se extiende por el espacio,
sino también por el tiempo. Si alguien pregunta: “¿Quiénes son nuestros
verdaderos contemporáneos?”, en el sentido más hondo de la pregunta,
entonces tendríamos que responder: “Los santos de todos los tiempos,
desde San Pedro a Pío X, desde María Magdalena a María Goretti, y todos
los santos que va a haber en el futuro.” Y esto es así, porque los santos
tienen un mensaje vivo y de suprema importancia para cada uno de
nosotros, un mensaje que atestigua la realidad de la redención por medio
de Cristo y el cambio de la faz de la tierra por la venida del Espíritu Santo
el día de Pentecostés.
No. No hemos vivido demasiado tiempo enamorados del pasado.
Nunca podremos amar demasiado el pasado glorioso de la Santa Iglesia,
desde el instante mismo de su nacimiento el día de Pentecostés hasta
nuestros propios días. Aunque deploremos todas las fragilidades humanas
que se manifiestan en la Iglesia, aunque deploremos todas las influencias
ejercidas por la mentalidad de 1:1 ciudad secular que trata de invadir la
Iglesia, no podremos menos de admirar el milagro que significa la
existencia misma de la Iglesia:
Unam petii a Domino, hanc requiram: ut inhabitem in
domo Domini omnibus diebus vitae meae.
(“Una sola cosa pedí al Señor. Y eso sólo es lo que ansío:
morar en la casa del Señor durante todos los días de mi vida”.)
207
Capítulo XXIX
Los Santos
168
Para combatir todas las exageraciones, abusos u omisiones en la veneración de
los santos, consúltese la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 51.
208
En el ensayo del Cardenal Newman acerca de la Santísima Virgen
hallamos una manera ejemplar de tratar esta cuestión. Mientras que
combate cierta exageración en las devociones populares a María, Newman
pone de manifiesto —lleno de respeto— la veneración sublime y
profundamente católica de la Madre de Dios, y el puesto único que ella
debe ocupar en nuestra vida religiosa. Newman muestra el mismo espíritu
cuando habla de los santos. Por tanto, no nos dejemos engañar por la
agitación de algunos católicos contra los santos y contra el papel que ellos
desempeñan en la Iglesia. Si reaccionaran simplemente contra abusos,
adoptarían una actitud y una conducta parecidas a las de Newman. Pero,
lejos de eso, están dando muestras de sus inclinaciones secularistas.
Indudablemente, uno de los síntomas de regresión espiritual o pérdida
del sensus supranaturalis entre los católicos progresistas es su actitud
hacia los santos. No comprenden ya la inmensa importancia del hecho de
que, a pesar de toda su fragilidad humana, ha habido personas que han sido
transformadas plenamente en Cristo. El hecho —para citar al Cardenal
Newman— “de la existencia de esos raros servidores de Dios que surgen
de vez en cuando en la Iglesia Católica como ángeles disfrazados y que
difunden luz en derredor suyo según van caminando su camino hacia el
cielo” es una prueba de que Cristo ha redimido realmente al mundo y de
que el Espíritu Santo ha descendido sobre los fieles el día de Pentecostés.
Un solo santo bastaría para probar la realidad de esos acontecimientos, ya
que su santidad no podría explicarse jamás en un plano meramente natural.
Cada santo, cuya personalidad manifiesta claramente su transformación en
Cristo, que hace patente la cualidad de la verdadera santidad con todo su
aroma y esplendor sobrenatural, es —al mismo tiempo— una prueba de
que, a pesar de toda nuestra miseria y de todos nuestros pecados, también
nosotros podemos alcanzar nuestra plena transformación en Cristo 169. Los
santos, por su mismo ser, no sólo han convertido a innumerables personas,
169
Véase la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 50:
“Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos
impulsan a buscar la Ciudad futura (véase: Hebreos 13, 14 y 11, 10) y al mismo
tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, el camino segurísimo,
conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta
unión con Cristo, o sea, a la santidad. Dios manifiesta a los hombres en forma viva su
presencia y su rostro, en la vida de aquellos, hombres como nosotros, que con mayor
perfección se transforman en la imagen de Cristo (véase: II Corintios 3, 18). En ellos.
El mismo nos habla y nos ofrece un signo de ese Reino suyo hacia el cual somos
poderosamente atraídos, con tan gran nube de testigos que nos cubre (véase: Hebreos
12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.”
209
sino que además han suscitado en muchos aquella pregunta que se hiciera
San Agustín: Si isti et illi, cur non ego? (“Si éstos y aquéllos han podido,
¿por qué no voy a poder yo?’’)
Cada santo es una realización del reino de Dios, por cuya llegada
oramos en el Padrenuestro. Porque en él ha producido la gracia todos sus
frutos. Y en su humanidad se refleja la Santa Humanidad de Cristo. Así
que un solo santo glorifica más a Dios que todo el progreso del bienestar
terreno de los hombres, y no hablemos del “proceso evolutivo” y de los
“acontecimientos cósmicos”. Además de esto, cada santo es un inaudito
regalo de Dios para nosotros. Se nos concede la gracia de ser testigos de la
victoria de Cristo sobre un ser humano, y de saborear la esencia misma de
la santidad. Todo hombre que no experimente eso como un don
maravilloso, que no se sienta embriagado por el hecho de que en la perso-
nalidad de cada santo se nos conceda un destello de la gloria sobrenatural,
no ama realmente a Cristo y no es verdadero católico.
Para muchos católicos, que orgullosamente se llaman a sí mismos
“progresistas”, las actividades puramente humanitarias y las instituciones
sociales son más atractivas que la santidad. Más aún, el ideal que ellos han
escogido, está muy alejado del llamamiento que cada santo significa para
nosotros. Se han hecho ciegos al lumen Christi. Aspirar a la justicia social
—por bueno y meritorio que sea— no presupone que morimos a nosotros
mismos, que rompemos con el espíritu del mundo, que renunciamos a
Satanás y a las galas de este mundo. Pero cada santo, por el hecho
esplendoroso de su santidad, conmueve nuestra conciencia, y nos exige
también que renunciemos al mundo y a sus vanidades170.
170
“Constitución sobre la Iglesia”, 42:
“Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él
(I Juan 4, 16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que se nos ha dado (véase: Romanos 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más
necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo
por él. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y
fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la palabra de Dios y cumplir
con las obras de su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en
los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y
aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, al
fraterno y operante servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque
la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (véase: Colosenses 3,
14; Romanos 13, 10), gobierna todos los medios de santificación, los informa y los
conduce a su fin. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la
característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.
210
Los santos son un molesto desafío para los que no tienen sed de
cambiar de rumbo hacia la santidad171. Precisamente porque esos católicos
progresistas no quieren que se les moleste en sus gustos, precisamente
porque no desean salir del ghetto de la “ciudad secular”, quieren acabar
con los santos. Los santos acercan a nosotros incómodamente lo
sobrenatural. Enfrentan a los hombres con el ethos de la santidad y llenan
de turbación a los que tratan de interpretar la meta de la vida cristiana
según sus propios caprichos.
Todos los que no muestran interés por la existencia de los santos,
todos los que tratan de excluir lo más posible a los santos de la vida de la
Iglesia, no hacen más que evidenciar que algo anda mal en sus relaciones
con Cristo. No olvidemos que la doctrina de la Iglesia acerca de la
justificación insiste en la posibilidad de que los hombres sean
transformados plenamente en Cristo, de que lleguen a ser santos172. Aquí es
Así como Jesús, Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por
nosotros, nadie tiene mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos
(véase: I Juan 3, 16; Juan 15, 13). Pues bien: ya desde los primeros tiempos algunos
cristianos se vieron llamados, y lo serán siempre, a dar este máximo testimonio de
amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por
consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro. que aceptó
libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a El en el
derramamiento de su sangre, es considerado por la iglesia como el supremo don y la
prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan
preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino
de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.’ Véanse
también los textos conciliares que hemos citado en el capítulo XIV.
171
Véase mi obra: Transformación en Cristo, capítulo I.
172
Véase la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 39:
“Creemos que la Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, es
indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el
Espíritu llamamos ’el solo Santo' amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí
mismo por ella para santificarla (véase: Efesios 5, 25-26), la unió a sí mismo como su
propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por
eso en la Iglesia todos, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya sean apacentados por ella,
son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: 'Porque ésta es la voluntad de
Dios, vuestra santificación' (I Tesalonicenses 4, 3; véase Efesios 1, 4).”
Véase: loe. cit., 40: “Jesús, el Señor, predicó la santidad de vida, de la que El es
divino Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier
condición que fuesen ‘Sed, pues vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto’ (Mateo 5, 48). Porque envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera
interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda
la mente y con todas las fuerzas (véase: Marcos 12, 30) y para que se amen unos a
211
donde existe la diferencia más radical entre la Iglesia Católica y la doctrina
de Lutero acerca de la sola fides. La posibilidad de llegar a ser santo está
vinculada profundamente con la concepción católica del pecado original,
con la colaboración, con la gracia (colaboración a la que toda persona
bautizada está llamada), con la libertad de la voluntad, y con muchos otros
elementos fundamentales del depósito de la fe católica. Si un hombre no
está interesado por este punto central de la doctrina católica, entonces da
muestras de un grave síntoma de pérdida de la genuina fe.
Y no es un ecumenismo mal concebido, un ecumenismo orientado
hacia los protestantes, el que constituye la base de esta tendencia a
eliminar a los santos o a minimizar su importancia.
Por muy deplorable que sea falsificar la doctrina católica para borrar
la diferencia que separa a los católicos del Protestantismo, hay mucho más
detrás de esa antipatía actual hacia los santos. Esa antipatía lleva consigo,
como acabamos de indicar, la pérdida del sensus supranaturalis y la
infección del secularismo. Y, realmente, ese secularismo es un obstáculo
mayor para la comunión con los protestantes ortodoxos que la veneración
de los santos.
Hay que mencionar, además, otro aspecto de la posición de los santos
en la Iglesia: la grandiosa, bellísima y auténticamente católica intercesión
de los santos en favor de los creyentes. La fe de que los que están unidos
con Dios para siempre en la eternidad, y están en posesión plena de la
visión beatífica, son capaces de interceder por nosotros —y, ciertamente,
están llamados a interceder—, esa fe está enraizada en la profunda
otros como Cristo los amó (véase: Juan 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo,
llamados por Dios no en virtud de sus méritos, sino por designio y gracia de él, y
justificados en Jesús, el Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, santos; conviene, por consiguiente,
que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la
ayuda de Dios. Les amonesta el Apóstol a que vivan ‘como conviene a los santos’
(Efesios 5, 3) y que ‘como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas
de misericordia, de benignidad, de humildad, de modestia, de paciencia’ (Colosenses
3, 12) y produzcan los frutos del Espíritu para santificación (véase: Gálatas 5, 22;
Romanos 6, 22).”
“Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones
recibidos de Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus huellas y
amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen
totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de
Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de
la Iglesia la vida de tantos santos.”
212
comunión que existe entre la Iglesia militante, la Iglesia purgante y la
Iglesia triunfante. Una manifestación gloriosa del lazo indestructible de
unión en Cristo y de caridad cristiana, la tenemos en el hecho de que
podemos dirigirnos a los santos y solicitar su intercesión. El amor
inextinguible con que los santos abrazaron a sus hermanos durante su vida
en la tierra, no cesa una vez que han alcanzado el status termini. Tal es el
poder del lazo que los une con sus hermanos en Cristo173.
La objeción de que Dios no necesita esa intercesión, de que podemos
dirigimos directamente a Dios por medio de Cristo, es una objeción tan
ilógica como irrelevante. Evidentemente, Dios no necesita la intercesión
de los santos para escuchar nuestras súplicas. Pero la pregunta misma de si
Dios “necesita” algo, encierra un falso antropomorfismo. Dios, en su om-
nipotencia, no necesita nada. Lo que a nosotros nos interesa saber es si
Dios lo ha querido así o no. Si Dios lo ha querido así, entonces nuestra
tarea es apreciar la belleza y gloria infinita de sus dones, de esos dones que
El ha querido darnos. Los caminos que Dios ha escogido para la salvación
de la humanidad no son expresión de una necesidad, sino de su infinito
amor. Así, para todos los que captan la gloriosa belleza de la comunión de
los santos, del Cuerpo Místico de Cristo, del hecho de que los santos —en
173
Véase la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 49:
“Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos
sus ángeles..., de sus discípulos unos peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se
purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios,
Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y forma distintos, estamos
unidos en la misma caridad de Dios y del prójimo y cantamos el mismo himno de
gloría a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu se
aglutinan en una Iglesia única, y en él se unen entre sí (véase: Efesios 4, 16). Así que
la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de
ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se
fortalece con la comunicación de los bienes espirituales. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más
eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella misma
ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada
edificación (véase I Corintios 12, 12-27). Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan
de la presencia del Señor; por El, con El y en El no cesan de interceder por nosotros
ante el Padre; presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres
Cristo Jesús (véase: I Timoteo 2, 5), los méritos que en la tierra alcanzaron; sirviendo
al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia, lo que falta a las tribulaciones de Cristo (véase: Colosenses
1, 24). Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.”
Consúltense también los números que siguen al citado.
213
el cielo—interceden amorosamente por nosotros, la cuestión de si tal
intercesión es necesaria o no, queda fuera de lugar. Esa intercesión, ¡qué
duda cabe!, no es indispensable ni esencial para nuestra salvación. Y Dios
podría haber dispuesto las cosas de otra manera. Pero nosotros debemos
alabarle por la intercesión de los santos, que es un don gratuito de su
inefable amor174.
Es también inválida la otra objeción de que, con la posibilidad de la
intercesión de los santos, destruimos nuestra relación directa con Dios en
Cristo y levantamos una “barrera” entre Dios y el hombre. Así ocurriría, si
no pudiéramos orar ya directamente a Dios y a Cristo, el Dios-Hombre, y
si todas nuestras oraciones fueran únicamente intercesiones. Pero no
ocurre eso, ni mucho menos. No sólo nuestra adoración está dirigida
exclusivamente a Dios y a Cristo, sino que también lo están todas nuestras
oraciones de alabanza. En el principal acto de culto, el santo sacrificio de
la misa, nos dirigimos únicamente a Dios por medio de Cristo: per ipsum,
et cum ipso, et in ipso. Las oraciones de petición van dirigidas también
primordialmente a Dios, de manera directa. Las oraciones dirigidas a los
santos, como la maravillosa Letanía de los Santos, en la que invocamos su
intercesión en favor nuestro ante Dios, son únicamente frutos encantadores
del amor: frutos que nacen de y que rodean a la oración esencial con la que
nos dirigimos a Dios directamente. Así se expresa con claridad en la
liturgia de las festividades de los santos.
No será necesario insistir aquí en la posición única de la Santísima
Virgen María. Su vinculación con Cristo y con la salvación de la
humanidad no puede compararse con la de ningún otro santo. Todo lo que
hemos dicho acerca de las oraciones a los santos se aplica también a
fortiori a la Santísima Virgen.
La veneración de los santos es, con toda claridad, una consecuencia
de nuestra amorosa adoración a Cristo. Todo aquel cuyo corazón se ha
conmovido por la Sagrada Humanidad de Cristo, por su inefable santidad y
por su belleza sobrenatural, no podrá menos de sentirse atraído por
aquellas personas que han sido transformadas en El, y en las cuales
174
Véase, a propósito de todo esto, la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”,
60:
“Todo influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres, no es
exigido por ninguna necesidad de las cosas, sino que nace del divino beneplácito y de
la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende de
ésta totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la
unión inmediata de los creyentes con Cristo,”
214
hallamos un reflejo de la santidad de Cristo. Mihi autem nimis honorati
sunt amici tui, Deus (“Honro muchísimo a tus amigos, oh Dios”) 175. Esta
veneración, este especial acto de respetuosa admiración, es la respuesta
que ha de darse al valor del santo. Y dista infinitamente de aquella otra
adoración que es, esencialmente, la respuesta a la Persona Absoluta 176. Es,
además, completamente distinta de toda clase de veneración, o admiración,
o estima que constituya nuestra respuesta a las personalidades dotadas con
elevados valores naturales, como, por ejemplo, las dotes intelectuales y
morales. Es una veneración religiosa: una respuesta que se debe
únicamente a alguien que refleja la Sagrada Humanidad de Cristo, a
alguien que está dotado de todos los frutos de la gracia.
175
Véase la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 50:
“Así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de
Cristo, así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de
Fuente y Cabeza toda la gracia y toda la vida del mismo Pueblo de Dios. Conviene,
pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo,
hermanos también nuestros y eximios bienhechores; que demos a Dios las debidas
gracias por ellos, ‘invoquémoslos humildemente, y para impetrar de Dios beneficios
por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, único Redentor y Salvador nuestro,
acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios’. Porque todo genuino testimonio de
amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige
y termina en Cristo, que es ‘corona de todos los santos’ y por él en Dios, que es
admirable en sus santos y en ellos es glorificado.”
176
Véase la “Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 66: “Especialmente desde el
Concilio de Éfeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en
la veneración y el amor, en la invocación e imitación, según las palabras proféticas de
ella misma: ‘Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí
cosas grandes el que es poderoso’ (Lucas I, 48). Este culto, tal como existió siempre
en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de
adoración, que se rinde al Verbo encarnado igual que al Padre y al Espíritu Santo y
favorece poderosamente a este culto.”
215
Epílogo
177
HANS URS VON BALTHASAR, Wer ist ein Christ?, cuarta edición, Benziger-
Verlag, Zürich 1966, p. 35.
178
Véase; loe cit., p. 83.
216
Ninguna crítica del Concilio de Trento, ningún sentimiento farisaico
de superioridad con respecto al Catolicismo del siglo XIX, ninguna
acentuación del activismo y de la idea de que hay que glorificar a Dios
metiéndose hasta el cuello en los asuntos y saliendo de las estrecheces del
devocionalismo: podrá cegar al verdadero cristiano para que no vea la
suprema validez de aquellas palabras de San Pablo: “¡Buscad las cosas de
arriba!” (Colosenses 3, 1). Verá con claridad la antítesis que existe entre
Cristo y el mundo: la sublime liturgia del bautismo conservará para él su
plena validez y realismo existencial:
¿Renuncias a Satanás?
Sí renuncio.
¿Y a todas sus obras?
Sí renuncio.
¿Ya todas sus seducciones?
Sí renuncio.
Este libro lo he escrito movido por un hondo dolor al ver cómo están
surgiendo tantos falsos profetas en la Ciudad de Dios. Es muy triste que la
gente pierda la fe y abandone la Iglesia. Pero es mucho más triste aún que
los que en realidad han perdido la fe permanezcan dentro de la Iglesia y
pretendan —como las termitas— roer los cimientos de la fe cristiana con
el cuento de que están dando a la revelación cristiana la interpretación que
corresponde al “hombre moderno”.
Quiero terminar este libro lanzando un llamamiento a todos aquellos
cuya fe no está corroída. Y quiero pedirles que se guarden de esos falsos
profetas que desean la extradición de Cristo para llevarlo a la ciudad
secular. Y están tratando de hacerlo de manera parecida a como judas
entregó a Jesús en manos de sus perseguidores.
Recordemos las notas distintivas de esos falsos profetas. Todo el que
niega el pecado original y la necesidad que la humanidad tiene de
redención, está socavando con ello el sentido de la muerte en la cruz y es
un falso profeta. Todo el que no ve ya que la redención del mundo por
Cristo es la fuente de la verdadera felicidad y que no hay nada en el mundo
que pueda compararse con este solo hecho glorioso, ha dejado de ser un
verdadero cristiano.
Todo el que no acepte ya la primacía absoluta del primer
mandamiento de Cristo —amar a Dios por encima de todas las cosas— y
que pretenda que nuestro amor de Dios se manifiesta exclusivamente en el
amor del prójimo, es un falso profeta. El que no comprenda ya que el
217
anhelar la unión íntima con Cristo (una unión entre “tú” y “yo”) y la
transformación en Cristo es el sentido mismo de nuestra vida: ése es un
falso profeta. El que pretenda que toda la moralidad se manifiesta, no
primariamente en la relación del hombre con Dios, sino en las cosas que se
refieren al bienestar humano, ése es un falso profeta. Y el que en el mal
inferido a nuestros semejantes vea sólo un daño que se les hace y no una
ofensa contra Dios implicada por ese mal, tal persona ha sido presa de las
enseñanzas de los falsos profetas.
El que no vea ya la diferencia radical que existe entre la caridad y la
benevolencia humanitaria, se ha hecho sordo al mensaje de Cristo.
El que se deje impresionar y entusiasmar más por los “procesos
cósmicos” y por la “evolución” y por la especulación de la ciencia que por
el reflejo de la Sagrada Humanidad de Cristo en un santo, por la victoria
sobre el mundo que se halla encamada en la existencia misma de un santo,
ese tal no está henchido ya de espíritu cristiano. El que se preocupa más
del bienestar terreno de la humanidad que de la santificación ha perdido la
concepción cristiana del mundo y de la vida. Como dijo el Cardenal
Newman:
“La Iglesia no pretende dar un espectáculo, sino hacer una labor.
La Iglesia contempla este mundo, y todo lo que en él hay como una
mera sombra, como polvo y ceniza, en comparación del valor de una
sola alma. La Iglesia cree que, para ella, no tiene objeto hacer nada, si —
a su modo— no puede hacer bien a las almas... La Iglesia considera el
hacer de este mundo y el hacer del alma como magnitudes sencillamente
inconmensurables, si se las considera según sus órdenes respectivos. La
Iglesia preferiría salvar el alma de un solo bandolero salvaje de Calabria
o de un desharrapado mendigo de Palermo, antes que tender miles y
miles de kilómetros de vía férrea por toda la extensión de Italia, o llevar
a cabo una reforma sanitaria —hasta en sus menores detalles— en todas
las ciudades de Sicilia, a no ser que esas grandes obras nacionales
tendiesen hacia algún bien espiritual que estuviese más allá de ellas”179.
Guardémonos de los falsos profetas que no quieren saber nada de las
repetidas amonestaciones de nuestro Santo Padre, el Papa Pablo VI, así
como tampoco de la clara formulación que la Santa Sede ha dado de las
diversas herejías y concepciones erróneas del mundo de hoy día.
179
John Henry Cardinal Newman, Certain Difficulties Felt by Anglicans in
Catholic Teaching Considered, I, Longmans, Londres, 1908, pp. 239-240.
218
Guardémonos de los que tratan de ahogar la voz del Vicario de Cristo con
propaganda ruidosa.
Sin embargo, como dije al principio de este libro, aunque mi corazón
sangra al ver los destrozos que se han hecho en la viña del Señor y la
mancillación de su santuario, estoy lleno —no obstante— de esperanza,
porque Nuestro Señor dijo: Et portae inferi non praevalebunt (“Y las
puertas del infierno no prevalecerán”).
Sin el menor vestigio de optimismo, pero lleno de esperanza y amor
hacia la Santa Iglesia, hacia el Cuerpo Místico de Cristo, hacia la Ciudad
de Dios, y con espíritu de profunda devoción y obediencia a nuestro Santo
Padre, el Papa Pablo VI, que nos ha exhortado en el año de la fe a recitar el
Credo Niceno, concluiré este libro con aquellas palabras de dicho Credo:
CATHOLICAM ET
APOSTOLICAM ECCLESIAM.
219
Apéndice
180
“Fígaro Littéraire”, 23-29 de septiembre de 1965.
181
“Mind”, LXX (1961), 99-106. Véase también la colección de artículos en
“Teilhard et la science”, Itinéraires, núm. 96 (1965).
221
El fenómeno del hombre La despersonalización teilhardiana
Uno de los fallos filosóficos más sorprendentes del sistema de
Teilhard es su concepción del hombre. Es una gran ironía que el autor de
El fenómeno humano haya dejado de ver por completo la naturaleza del
hombre como persona. Comete el fallo de no apreciar el abismo que separa
a una persona de todo el mundo impersonal que la rodea: de no apreciar la
dimensión completamente nueva de ser, que está implicada en una
persona.
Teilhard considera la “conciencia de sí mismo” como la única
diferencia que existe entre el hombre y un animal altamente evolucionado.
Pero una comparación del limitado tipo de conciencia que podemos
observar en los animales con los múltiples aspectos de la conciencia de
una persona muestra inmediatamente lo erróneo que es considerar
simplemente la conciencia de una persona como una adición de auto-
conciencia. La conciencia personal se actualiza en el conocimiento, en la
luminosa conciencia de un objeto que se revela a nuestra mente, en la
capacidad de adaptar nuestra mente a la naturaleza del objeto (adaequatio
intellectus ad rem), en una comprensión de la naturaleza del objeto. Se
actualiza también en el proceso de sacar conclusiones, en la capacidad de
plantear cuestiones, de ir en pos de la verdad y at last but not least
(“finalmente, pero no como cosa de menor importancia”) en la capacidad
para desarrollar una comunión “yo-tú” con otra persona. Todo esto implica
un tipo completamente nuevo de conciencia, una dimensión totalmente
nueva del ser. Pero esta maravilla de la mente humana, que se revela
también en el lenguaje y en la función del hombre como homo pictor, se
ha perdido por completo en Teilhard, porque él insiste en considerar la
conciencia humana simplemente como un darse cuenta de sí mismo, como
algo que se ha ido desarrollando a partir de la conciencia animal. Los
escolásticos, por otro lado, captaron exactamente las dimensiones de la
conciencia personal, diciendo que la persona es un ser que se posee a sí
mismo. En comparación con la persona, todo ser impersonal está dormido,
como quien dice; soporta, Sencillamente, su propia existencia. Tan sólo en
la persona humana encontramos un ser despierto, un ser que se posee a sí
mismo, a pesar de su contingencia.
El fallo de Teilhard, que no sabe apreciar debidamente lo que es la
persona, reaparece en primer plano cuando pretende —en El fenómeno
humano— que una conciencia colectiva constituiría un estadio superior de
evolución:
222
“La idea es que la tierra no se cubrirá simplemente de miríadas de
granos de pensamiento, sino que será envuelta en una sola envoltura
pensante, de suerte que —funcionalmente—no constituya más que un
solo y enorme grano de pensamiento a escala sideral”182.
Aquí se combinan varios errores graves. En primer lugar, la idea de
una conciencia no-individual es contradictoria. En segundo lugar, es
erróneo suponer que esa imposible ficción contuviera nada superior a una
existencia personal individual. En tercer lugar, la idea de una
“superconciencia” es, en realidad, una idea totalitaria: se opone
absolutamente a la comunidad verdadera, la cual presupone esencialmente
personas individuales.
La existencia de una persona humana es tan esencialmente individual
que la idea de fusionar dos personas en una sola o de escindir una sola
persona en dos, es una idea radicalmente imposible. Es también imposible
el deseo de ser otra persona. Lo único que podemos desear es ser como
otra persona. Porque en el preciso instante en que nos convirtiéramos en
otra persona, dejaríamos necesariamente de existir. Pertenece a la
naturaleza misma del ser humano como persona el que siga siendo un solo
ser individual: ese ser individual, y no otro. Dios podría anihilarlo, aunque
la revelación nos dice que no es tal la intención de Dios. Pero pensar que
un ser humano podría perder su carácter de individuo, sin dejar de existir,
sin ser anihilado por ese acto: eso equivale a estar ciegos para no ver lo
que es una persona.
Algunos pretenden experimentar una especie de “unión con el
cosmos”, que “amplía” su existencia individual y que se presenta como la
adquisición de una “superconciencia”. Sin embargo, esa unión existe
únicamente en la conciencia de la persona individual que tiene tal
experiencia. Su contenido —el sentimiento de fusión con el cosmos— es,
en realidad, la experiencia peculiar de una sola persona concreta, y no im-
plica, ni mucho menos, una conciencia colectiva.
Por lo que hemos dicho acerca del ideal teilhardiano del “hombre
colectivo”, habrá quedado claro que Teilhard de Chardin no es capaz de
comprender no sólo la naturaleza del hombre como persona, sino también
la naturaleza de la verdadera comunión y comunidad. La verdadera
comunión personal, en la que se ha alcanzado una unión mucho más pro-
182
The Phenomenon of Man (traducción inglesa de Le Phénomène humain),
Harper, Nueva York, 1967, p. 251. (Hay traducción española: El Fenómeno Humano.
Revista de Occidente, Madrid, 1958.)
223
funda que en cualquier fusión ontológica, presupone el favorable carácter
individual de la persona. En comparación con la unión que se logra por la
interpenetración consciente de las almas en amor mutuo, toda fusión de
seres impersonales es mera yuxtaposición.
La idea teilhardiana de la “superhumanidad” —esa concepción
totalitaria de la comunidad— muestra la misma ingenua ignorancia del
abismo que separa del mundo impersonal el glorioso reino de la existencia
personal. Revela también la ceguera de Teilhard para la jerarquía del ser y
la jerarquía de los valores. Pascal iluminó admirablemente la incomparable
superioridad de una sola persona individual en relación con todo el mundo
impersonal, cuando hizo su famosa observación; “El hombre es sólo una
caña, lo más frágil que hay en la naturaleza.” Y añade: “Pero, si el universo
fuera a quebrarla, el hombre seguiría siendo más noble que lo que le había
matado, porque el hombre sabe que muere y conoce la ventaja que el
universo tiene sobre él. En cambio, el universo no conoce nada de eso.”
Otro aspecto de la ceguera de Teilhard para el carácter esencialmente
individual de la persona es su desordenado interés en el hombre como
especie. Otra vez más desatiende las diferencias que hay entre los humanos
y los simples animales. Un interés dominante por la especie es bastante
normal mientras uno estudia los animales. Pero llega a ser grotesco cuando
están envueltos los seres humanos. Kierkegaard lo expresó, al poner de
relieve la absoluta superioridad del ser humano individual sobre la especie
humana. La visión de Teilhard se delata en su actitud ante la bomba
atómica de Hiroshima. El supuesto progreso de la humanidad que Teilhard
ve en la invención de las armas nucleares le importa más a él que la
destrucción de innumerables vidas y que los atrocísimos sufrimientos que
se infligieron a personas individuales.
Es verdad que de vez en cuando Teilhard habla de lo personal y de la
superioridad de lo personal sobre lo impersonal. Indudablemente, rechaza
a menudo explícitamente la posibilidad de que la existencia de la persona
individual se disuelva. Escribe, por ejemplo, en Construire la terre:
“Puesto que no hay fusión ni disolución de las personas individuales, el
centro al que ellas aspiran llegar ha de ser, necesariamente, distinto de
ellas, es decir, ha de tener su propia personalidad, su realidad autónoma.”
Sin embargo, dos páginas más adelante le vemos cantando como un
rapsoda: “Y, finalmente, (sobrevendrá) la totalización (= fusión) de lo
individual en el hombre colectivo.” Teilhard explica luego cómo esa
224
contradicción se disolverá en el punto Omega: “Todas las llamadas
imposibilidades se realizan bajo la influencia del amor”183.
Se ha puesto de moda, hoy día, aceptar la contradicción como señal
de hondura filosófica. Elementos mutuamente contradictorios son
considerados como antagonistas únicamente mientras la discusión
permanezca en un plano lógico. Pero, en cuanto se entra en la esfera
religiosa, se consideran posibles todas las contradicciones. Pero esta moda
no suprime la imposibilidad esencial de combinar cosas contradictorias.
Por muy numerosas que sean las paradojas a la moda, las efusiones
sentimentales, las expresiones de sabor exótico, queda bien a las claras que
Teilhard carece fundamentalmente de comprensión de la verdadera
naturaleza de la persona. La noción de lo “personal” en el sistema
teilhardiano queda privada de todo sentido real, por el panteísmo
subyacente a todo el sistema. En el pensamiento de Teilhard, el “hombre
colectivo” y la “totalización” del hombre representan un ideal que es
objetivamente incompatible con la existencia de la persona individual —o,
más bien, implica la anihilación de la persona.
La tendencia monística de Teilhard de Chardin le ha inducido a tratar
de liquidar todas las antítesis reales. Desea conservar la integridad de la
persona, pero sueña con la “totalización”. Reduce todos los contrarios a
aspectos distintos de una misma cosa y pretende después que la naturaleza
antitética de las proposiciones en cuestión se debe simplemente al aisla-
miento o énfasis excesivo de un solo aspecto. Empero, cuando leemos
detenidamente a Teilhard, podemos detectar siempre cuál es su interés
primordial, podemos predecir adónde va a parar. Es muy aleccionador un
pasaje que leemos en Construire la terre, acerca de las diferencias entre la
democracia, el comunismo y el fascismo. Una lectura superficial del pasaje
que eventualmente contiene algunas observaciones excelentes, podría
darnos la impresión de que Teilhard no niega el carácter individual del
hombre. Pero un estudio, crítico más detenido, realizado sobre el trasfondo
de otros pasajes, revelará no sólo el imposible intento de vincular
inseparablemente la individualidad con la totalización, sino también cuál
es la meta a la que Teilhard tiende, cuál es su principal ideal, dónde está su
corazón. Su corazón está —digámoslo una vez más— con la totalización,
con la superhumanidad en el punto Omega184.
183
Building the Earth (traducción inglesa de Construire la terre), Pennsylvania,
1965, pp. 79. 83.
184
Ibídem, pp. 24-32.
225
La inclinación de Teilhard a liquidar antítesis nos aclarará también su
falsa concepción de la comunidad, de la unión de personas. Todo se
concibe según los módulos de la fusión en el reino de la materia. Y, con
ello, se pasa por alto completamente la diferencia radical que existe entre
la unificación en la esfera de la materia y la unión espiritual que se realiza
por medio del verdadero amor en la esfera de las personas individuales.
Para Teilhard, el amor es simplemente energía cósmica: “Esa energía que
mueve habitualmente la masa cósmica, emerge ahora de ella para
constituir la noosfera. ¿Qué nombre daremos a tal influencia? Solamente
uno: amor”185. Un hombre que es capaz de escribir tales cosas, no ha
captado jamás —evidentemente— la esencia de ese acto supremo que, por
su misma esencia, presupone la existencia de un ser consciente y personal
y la existencia de un tú.
En la unanimidad y armonía de la comunidad totalitaria de Teilhard,
no hay lugar para una verdadera entrega de sí mismo en el amor. Esa
unanimidad y armonía se realizan por la convergencia en una sola mente.
Así, pues, se diferencia radicalmente de la concordia (= unión de
corazones), de esa dichosísima unión de la que nos habla la Liturgia del
Mandato: Congregavit nos in unum Christi amor (“El amor de Cristo nos
ha congregado y nos une”). Y esta unidad dichosísima no es un “co-
pensar”, sino un amor mutuo y correspondido, una unidad en Cristo,
basada en la respuesta de amor personal que todo individuo da a Cristo186.
En un universo monístico no hay lugar para la intentio unionis y para
la intentio benevolentiae que son propias del verdadero amor. Porque en tal
mundo, la “energía cósmica” lo mueve todo, independientemente de la
respuesta libre del hombre. Cuando interpretamos cosas que son
simplemente análogas (la energía material y la vida personal) como si
constituyeran una unidad ontológica, cuando empleamos como literal y
unívoco un término que es análogo, entonces nos obstaculizamos el
camino para una verdadera comprensión del ser en cuestión. Todo
monismo es, en último término, un nihilismo.
Hay otro grave error filosófico vinculado estrechamente con la
concepción teilhardiana del hombre. Y ese error es la incapacidad de
Teilhard para captar la diferencia radical entre el espíritu y la materia.
Teilhard habla de la energía como si fuera un “género” (genus), y luego se
refiere a la materia y al espíritu como si fueran dos “diferencias
185
Ibídem, p. 82.
186
Véanse, a propósito de esto, los pasajes citados en el capítulo 29, de la
“Constitución dogmática sobre la Iglesia”, 48-51.
226
específicas” (differentiae specificae) de ese “género”. Pero no existe
ningún género llamado “energía”. La energía es un concepto que sólo
análogamente se puede predicar de esos dos ámbitos del ser, tan
radicalmente distintos. Y Teilhard no entiende esto. Habla incluso del
“poder espiritual de la materia”.
En una carta escribe así: “Como sabes, tengo siempre la tentación de
escribir un himno a la energía de la materia” 187. El himno a la materia, que
él compuso después, expresa esta misma confusión188.
Teilhard de Chardin es, por tanto, el tipo de pensador que se
entusiasma mucho haciendo construcciones e hipótesis, pero sin
preocuparse gran cosa por los “datos”. Maritain dijo en una ocasión: “La
principal diferencia entre los filósofos es si ven o no ven.” En Teilhard hay
mucha imaginación, pero no hay intuición, no hay un escuchar a la
experiencia. De ahí su intento de proyectar la conciencia sobre la materia
inanimada. Para ello no hay absolutamente ninguna razón, fuera del deseo
teilhardiano de crear un sistema monístico. En vez de escuchar —en la
experiencia— la voz del ser, infunde arbitrariamente en el ser lo que esté
en consonancia con su propio sistema. Es sorprendente que una persona
que ataca a la filosofía y teología tradicional por su manera abstracta de
estudiar las cosas y por tratar de ajustar la realidad a un sistema cerrado,
presente —él mismo— el sistema más abstracto e irrealista que podamos
imaginar: un sistema en el que trata de meter forzadamente a la realidad,
siguiendo en esto el famoso ejemplo de Procrustes.
La ambigüedad subyacente al pensamiento de Teilhard aparece
también en un pasaje en el que acusa al comunismo de ser demasiado
materialista, de aspirar únicamente al progreso de la materia y de ignorar,
por tanto, el progreso espiritual. Los admiradores de Teilhard podrían
señalar este pasaje como prueba de que Teilhard distingue claramente entre
la materia y el espíritu y reconoce la superioridad de este último. Pero, de
hecho, este pasaje no prueba nada. Teilhard distingue siempre entre la
materia y el espíritu, pero los considera simplemente como dos estadios
del proceso evolutivo. La energía física se convierte en —se transforma en
187
“As you know, I have always been attracted by the idea of writing a hymn ‘to
the spiritual power of Matter'”. The Making of a Mind: Letters from a Soldier-Priest,
traducción inglesa, Harper, Nueva York, 1965, p. 292.
188
Véase la “Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual”, 14:
“(El hombre) al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no es víctima
de un falaz espejismo, procedente sólo de condiciones físicas y sociales, sino que, al
contrario, toca la verdad profunda de la realidad.”
227
— energía espiritual. Considerar la diferencia entre ambos como la
diferencia que hay simplemente entre dos estadios de un proceso (o, como
podríamos decir, considerarla como una diferencia “gradual”) es —pura y
simplemente— no entender la naturaleza del espíritu. El monismo
(desearíamos acentuarlo una vez más) impide la comprensión de la
realidad y crea la ilusión engañosa de que se es capaz de combinar lo que
no es posible combinar.
Que Teilhard no comprende la naturaleza del hombre, aparece
también con claridad en su negación tácita de la libre voluntad189.
Al fundamentar la vida espiritual del hombre en un proceso evolutivo
—el cual (por definición) actúa independientemente de la libre voluntad
del hombre y trasciende a la persona—, Teilhard niega claramente el papel
decisivo de la libertad humana. La libertad de la voluntad es,
evidentemente, una de las notas más significativas y profundas de la
persona.
El papel de la libertad de la voluntad resalta de manera decisiva en la
capacidad del hombre para ser portador de valores morales positivos y
negativos. Porque esta suprema característica del hombre presupone la
libre voluntad y responsabilidad190. Ahora bien, Teilhard reduce
alegremente la antítesis entre el bien y el mal a la categoría de simples
estadios evolutivos, a meros grados de perfección: indudablemente, un
ejemplo clásico de impotencia filosófica. Más aún, ignora la importancia
crítica de la cuestión moral que se expresa tan impresionantemente en
aquella frase inmortal de Sócrates: “Es mejor para el hombre sufrir
injusticia que cometerla.” En Teilhard, todo el drama de la existencia del
hombre, toda la lucha entre el bien y el mal en el interior de su alma, queda
ignorada: o, más bien, queda ensombrecida por el desarrollo evolucionista
hacia el punto Omega191.
192
Véanse los capítulos VI y VII de este libro.
229
En una carta del año 1952 escribía Teilhard: “Como solía decir, la
síntesis del Dios cristiano (el Dios de lo alto) y el Dios marxista (el Dios
del progreso) es el único Dios a quien desde ahora podemos adorar en
espíritu y en verdad”193. En ‘cada una de estas palabras se revela el abismo
que separa a Teilhard del Cristianismo. Hablar de un Dios marxista es muy
extraño (por no decir otra cosa). Y Marx nunca lo habría aceptado. Pero la
idea de una síntesis del Dios cristiano con un supuesto Dios marxista, así
como la simultánea aplicación del término Dios al Cristianismo y al
Marxismo, demuestra la absoluta incompatibilidad del pensamiento de
Teilhard con la doctrina de la Iglesia 194. Fijémonos, además, en las palabras
“desde ahora” y “podemos”. Son las claves para comprender el
pensamiento de Teilhard, y exponen inconfundiblemente su relativismo
histórico.
En Le Paysan de la Garonne, Jacques Maritain hace notar que
Teilhard se preocupa mucho de seguir aferrado a Cristo. Pero, añade
Maritain, “¡a qué Cristo!”195. Aquí, indudablemente, hallamos la diferencia
más radical entre la doctrina de la Iglesia y la teología-ficción creada por
Teilhard de Chardin. El Cristo de Teilhard no es ya Jesús, el Dios-Hombre,
la epifanía de Dios, el Redentor. En vez de eso, Cristo es el iniciador de un
proceso evolutivo puramente natural, y —simultáneamente — es la meta
de dicho proceso: el Cristo-Omega. Una mente sin prejuicios no podrá
menos de preguntar: ¿Por qué vamos a llamar Cristo a esa “fuerza
cósmica”?
Sería el colmo de la ingenuidad el dejarse extraviar por el simple
hecho de que Teilhard denomina “Cristo” a esa supuesta fuerza
cosmogénica o por su desesperado esfuerzo por envolver su panteísmo en
expresiones católicas tradicionales. En su concepción básica del mundo
(en la que no hay lugar para el pecado original en el sentido que la Iglesia
da a este término) no queda sitio para el Jesucristo de los Evangelios.
Porque, si no hay pecado original, entonces la redención del hombre por
Cristo pierde su sentido interno.
En la revelación cristiana, el acento recae sobre la santificación y
salvación de toda persona individual, con la meta de la visión beatífica y,
al mismo tiempo, de la comunión de los santos. En la teología de Teilhard,
193
Carta escrita desde Nueva York, el 2 de abril de 1952. Tal como se halla citada
en ROGER GARAUDY, Le Pére Teilhard, te concile et les marxistes, “Europe”, nn.
431-432 (1965), p. 206.
194
Véase la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual”, 19-22, 15-17.
195
Le paysan de la Garonne, pp. 173-187, 383-390.
230
el acento recae sobre el progreso de la tierra, sobre la evolución que
conduce hacia el Cristo-Omega. No hay lugar para la salvación por medio
de la muerte de Cristo en la cruz, porque el destino del hombre es parte de
la evolución pancósmica.
La concepción teilhardiana del hombre y su negación implícita de la
libre voluntad, su tácito amoralismo y su colectivismo totalitario le separan
de la revelación cristiana. Y esto, a pesar de sus esfuerzos por reconciliar
sus puntos de vista con la doctrina de la Iglesia. Escribe: “Sí. El desarrollo
moral y social de la humanidad es, indudablemente, la consecuencia
auténtica y natural de la evolución orgánica.” Para una persona que diga
estas cosas, el pecado original, la redención y la santificación no pueden ya
tener ninguna significación real196. Fijémonos que Teilhard no parece darse
mucha cuenta de esta incompatibilidad;
“Algunas veces me asusto un poco cuando pienso en la
transformación (transposition) a la que he de someter mi mente con
respecto a las nociones vulgares de creación, inspiración, milagro,
pecado original, resurrección, etc., para poder aceptarlas”197.
El hecho de que Teilhard aplique el calificativo de “vulgar” —
aunque no en el sentido peyorativo de la palabra —a los elementos básicos
de la revelación cristiana y a su interpretación por parte del magisterio
infalible de la Iglesia, bastará para revelar el carácter gnóstico y esotérico
de su pensamiento.
Escribe a Leontine Zanta:
“Como ya sabe usted, lo que domina mi interés y mis
preocupaciones es el esfuerzo por establecer en mí mismo y por difundir
en derredor una nueva religión (podríamos llamarla un Cristianismo
mejor) en el que el Dios personal deje de ser el gran propietario neolítico
de tiempos antiguos, a fin de que se convierta en el alma del mundo.
Nuestro estadio religioso y cultural lo exige”198.
196
Véanse, a propósito de esto, los capítulos XIV, XIX, XXI y XXIX de este libro,
así como también los textos conciliares que en dichos capítulos se mencionan.
197
Carta del 17 de diciembre de 1922, en Lettre, núm. 49-50 (1962), p. 36. Tal
como se halla citada en PHILIPPE DE LA TRINITÉ, Rome et Teilhard de Chardin,
Fayard, Paris, 1964, p. 47.
198
Lettres á Léontine Zanta, Desclée de Brouwer, Paris, 1965. Tal como se halla
citado en Maritain, Le paysan, p. 175.
231
Así que no sólo el Cristo de los Evangelios es reemplazado por un
Cristo-Omega, sino que también el Dios del Antiguo y del Nuevo
Testamento es reemplazado por un Dios panteísta, “el alma del mundo”. Y
otra vez, en virtud del malhadado argumento de que Dios ha de adaptarse
al hombre de nuestra era científica.
No es de maravillar que Teilhard reproche a San Agustín por haber
introducido la diferencia entre lo natural y lo sobrenatural. En la “religión”
panteísta y naturalista de Teilhard, no hay lugar para lo sobrenatural ni
para el mundo de la gracia. Para él, la unión con Dios consiste
principalmente en la asimilación al proceso evolutivo: no en la vida
sobrenatural de la gracia, que se infunde en nuestras almas por medio del
bautismo. ¿Por qué lo uno excluye a lo otro? Si la noción teilhardiana de
una participación en un proceso evolutivo fuera realidad, entonces tendría
que ser una forma del concursus divinus. Por muy grande y misterioso que
sea el concursus divinus —es decir, la asistencia que Dios da a toda
criatura en cada instante, y sin la cual volveríamos a la nada—, sin em-
bargo hay un abismo entre ese contacto metafísico natural y la gracia. No
importa mucho que Teilhard niegue o no explícitamente la realidad de la
gracia: su éxtasis ante el contacto natural con Dios en el supuesto proceso
evolutivo revela claramente el papel subordinado que asigna a la gracia...,
si es que le asigna algún papel. O, para expresarlo de otra manera: después
que Teilhard ha sustituido el Dios personal, Creador de cielos y tierra, por
el Dios alma del mundo, después de transformar al Cristo de los
Evangelios en el Cristo-Omega, después de sustituir la redención por un
proceso evolutivo natural, ¿qué queda para la gracia?
Maritain lo señala admirablemente. Después de conceder que el
espectáculo teilhardiano de un movimiento divino de la creación hacia
Dios no carece de grandeza, observa:
“Pero ¿qué nos dice acerca del camino secreto que significa más
para nosotros que cualquier espectáculo? ¿Qué es lo que puede decirnos
acerca de lo esencial; el misterio de la cruz y la sangre redentora, así
como también acerca de la gracia, cuya presencia en una sola alma tiene
más valor que toda la naturaleza? ¿Y qué podrá decirnos del amor que
nos hace corredentores con Cristo? ¿Qué podrá decirnos de aquellas
dichosísimas lágrimas con las cuales su paz entra en nuestra alma? La
nueva gnosis, como todas las demás gnosis, es una ‘gnosis pobre’’’199.
199
Le Paysan, pp. 181-582.
232
En Teilhard encontramos una completa inversión de la jerarquía
cristiana de los valores: para él los procesos cósmicos tienen un rango más
alto que el alma individual. La investigación y el trabajo tienen un rango
más alto que los valores morales. La acción como tal —es decir, toda
vinculación (association) con el proceso evolutivo— es más importante
que la contemplación, la contrición por nuestros pecados y la penitencia.
El progreso y la “totalización” del mundo por medio de la evolución tienen
un rango más elevado que la santidad.
La enorme distancia que hay entre el mundo de Teilhard y el mundo
cristiano aparece con claridad dramática cuando comparamos las
prioridades del Cardenal Newman con las de Teilhard de Chardin.
Newman dice en su Discourses to Mixed Congregations:
“Santa pureza, santa pobreza, renuncia al mundo, el favor del cielo,
la protección de los ángeles, la sonrisa de la Santísima Virgen María, los
dones de la gracia, la intervención de Dios por medio de milagros, la
intercomunión de méritos: he ahí las cosas elevadas y preciosas, las
cosas a las que hemos de alzar nuestra mirada, las cosas de las que hay
que hablar con respeto”200.
Mas, para Teilhard, las cosas son de esta otra manera:
“La adoración significaba antiguamente que amábamos más a Dios
que a las cosas, ya que se las orientaba hacia Dios y se las sacrificaba a
Dios. Hoy día, adorar significa entregarse a sí mismo con cuerpo y alma
al Creador —asociarnos a nosotros mismos con el Creador—, a fin de
dar el toque final al mundo por medio de la obra y la investigación”201.
La utilización ambigua, por parte de Teilhard, de los términos
clásicos, no puede ocultar la significación básica y la orientación del
pensamiento teilhardiano. Por eso nos parece imposible estar de acuerdo
con Henri de Lubac en que la teología-ficción es una adición “posible” a la
revelación cristiana202. La evidencia de las cosas nos impulsa, más bien, a
estar de acuerdo con Philippe de la Trinité en que el pensamiento de
Teilhard de Chardin es “una deformación del Cristianismo, el cual queda
200
JOHN HENRY CARDINAL NEWMAN, Discourses Addressed to Mixed
Congregations, Longmans, Londres, 1916, p. 94.
201
Christologie et évolution (obra inédita), tal como se halla citada en GARAUDY,
Le Père Teilhard, le concile et les marxistes, “Europe”, nn. 431-432 (1965), p. 192.
202
HENRI DE LUBAC, La pensée religieuse du Père Teilhard de Chardin, Aubier,
Paris, 1962.
233
transformado en un evolucionismo de impronta naturalista, monista y
panteísta”203.
En los escritos de Teilhard domina una confusión característica, un
pasar de un concepto a otro: un culto de las equivocaciones que está
íntimamente relacionado con su ideal monista. Confunde sistemáticamente
todas las diferencias decisivas entre las cosas; la diferencia entre la
esperanza y el optimismo; la diferencia entre el amor cristiano del prójimo
(que está dirigido esencialmente a una persona individual) y un
amartelamiento en favor de la humanidad (en el cual el hombre individual
no es más que una sola unidad de la especie “hombre”). Y Teilhard ignora
la diferencia entre la eternidad y el futuro terreno de la humanidad: ideas
que él fusiona en la totalización del Cristo-Omega.
No cabe duda de que es conmovedor el intento desesperado de
Teilhard por combinar una atracción tradicional y emocional a la Iglesia
con una teología radicalmente opuesta a la doctrina de la Iglesia. Pero esta
aparente adhesión a las ideas cristianas le hace aún más peligroso que
Voltaire, Renán o Nietzsche. Su éxito en disfrazar con ropaje cristiano un
monismo panteísta y gnóstico no aparece quizás con tanta claridad en
ninguna parte como en su obra Le milieu divin (traducción española: El
medio divino, Taurus, Madrid, 1959).
A muchos lectores, los términos que Teilhard utiliza les suenan tan
familiarmente, que exclaman: ¿Cómo podéis acusarle de no ser un
203
Rome et Teilhard de Chardin, Fayard, Paris, 1964, p. 38. El estudio del Père de
la Trinité es muy valioso.
Véase, a propósito de esto, los textos conciliares citados en los capítulos VI, VII,
XIV, XIX, XXI y XXIX de la presente obra. Véase, además, la postura oficial
adoptada por el Magisterio de la Iglesia. Después de repetidas amonestaciones a
Teilhard de Chardin, se publicó como sanción suprema, el día 30 de junio de 1962,
siete años después de la muerte de Teilhard, el “monitum” del Santo Oficio, que
declara:
“Ciertas obras del Padre Teilhard de Chardin, entre ellas también algunas obras
póstumas, se han publicado y han suscitado una aceptación que no puede pasar
inadvertida. Independientemente del juicio que corresponda a la parte positivamente
científica de esa obra, aparece claro en el campo de la filosofía y de la teología que
las obras antes mencionadas contienen tales ambigüedades y, además, tan graves
errores, que vulneran la doctrina católica. Por tanto, la suprema Congregación del
Santo Oficio exige a todos los Ordinarios así como también a todos los Superiores de
comunidades religiosas, Directores de seminarios y Rectores de universidades, que
protejan las mentes —especialmente las mentes de los jóvenes— de los peligros que
se contienen en las obras del Padre Teilhard de Chardin y de sus seguidores”
(“Osservatore Romano”, 30 de junio de 1962).
234
cristiano ortodoxo? ¿Acaso no dice en Le milieu divin: “¿Qué es para una
persona el ser santa sino el adherirse realmente a Dios con todo su poder?”
No cabe duda de que estas palabras suenan a plenamente ortodoxas. Pero,
en realidad, el concepto teilhardiano de adherirse a Dios significa un
desplazamiento y un apartarse de las virtudes heroicas que caracterizan a
un santo, para orientarse hacia un colaborar con el proceso evolutivo. La
consecución de la santidad —en la esfera moral— por medio del obedecer
a los mandamientos de Dios y de imitar a Cristo es algo que queda
reemplazado por la acentuación del desarrollo de todas las facultades del
hombre con eficiencia: tal parece ser la palabra apropiada.
Teilhard lo expresa claramente, aunque —insistiremos de nuevo —
oculta a veces este punto detrás de una terminología tradicional:
“¿Y qué es adherirse a Dios hasta el máximo, sino cumplir en el
mundo organizado en torno a Cristo la función exacta —humilde o
importante— para lo que la naturaleza y la sobrenaturaleza lo
destina?”204.
Por consiguiente, para Teilhard la verdadera significación de la
persona individual reside en el cumplimiento de su función en el conjunto:
en el proceso evolutivo. La persona individual no está ya llamada a
glorificar a Dios por medio de la imitación de Cristo: imitación que es la
meta común de todos los verdaderos cristianos.
Este desplazamiento desde la cruz hasta el Cristo-Omega está
disfrazado también de términos que parecen tradicionales:
“Hacia las cumbres, que están ocultas ante nuestros ojos humanos,
y a las que vamos subiendo con la cruz a cuestas, nos elevamos por el
camino del progreso universal, por el camino real de la cruz; es decir,
por el camino del esfuerzo humano, orientado y prolongado
sobrenaturalmente”205.
Aquí podemos ver cómo los términos cristianos experimentan una
total transformación que nos hace salir del cosmos cristiano, para
sumergirnos en un clima espiritual completamente distinto. No obstante,
Teilhard se quita algunas veces la máscara cristiana y descubre
204
The Divine Milieu (traducción inglesa de: Le Milieu divin), Harper, Nueva York,
1960, p. 36.
205
The Divine Milieu, p. 78.
235
abiertamente su verdadero punto de vista. En el año 1934, escribe desde
China:
“Si, a consecuencia de alguna revolución interna, perdiera mi fe en
Cristo, mi fe en un Dios personal, mi fe en el espíritu, me parece a mí
que seguiría teniendo mi fe en el mundo. El mundo (el valor, la in-
falibilidad y la bondad del mundo): he ahí —definitivamente— la
primera y la única cosa en que creo”206.
206
Comment je crois (obra inédita), tal como se baila citada en PHILIPPE DE LA
TRINITÉ, Rome et Teilhard de Chardin, p. 190.
236
No cabe duda de que, en el pasado, muchos católicos piadosos
consideraban primordialmente los bienes naturales como peligros
potenciales-que amenazaban apartarlos de Dios. Los bienes naturales,
incluso los dotados de altos valores —la belleza en la naturaleza y en el
arte, la verdad natural y el amor humano— eran mirados con sospecha.
Esos católicos pasaban por alto el valor positivo que los bienes naturales
tienen para el hombre. Patrocinaban frecuentemente el punto de vista de
que los bienes naturales eran únicamente para el uso, pero que nunca
deberían suscitar interés y aprecio por sí mismos. Ahora bien, con esta
manera de ver las cosas olvidaban la diferencia fundamental que hay entre
los bienes naturales y los bienes seculares como la riqueza, la fama o el
éxito. Olvidaban que los bienes naturales, por estar dotados de valor
intrínseco, no sólo pueden ser “utilizados”, sino que además pueden ser
apreciados por sí mismos. Olvidaban que son los bienes seculares aquellos
que sólo se pueden “utilizar”. Más aún, no podemos negar que esta
simplificación exagerada era muy corriente en los seminarios y conventos,
a pesar de que nunca formó parte de la doctrina de la Iglesia. Por eso,
Teilhard —con superficial plausibilidad— puede acusar a la tradición
católica de presentar como despreciable a la naturaleza. Y precisamente
porque él alaba a la naturaleza, comprendemos que para muchos su
pensamiento haya parecido ser una justa apreciación de los bienes
naturales.
Asimismo, la afirmación —relacionada con Teilhard— de que el
Cristianismo tradicional ha abierto un abismo entre la humanidad y la
perfección cristiana ha impresionado a muchos católicos sinceros. En Le
milieu divin, Teilhard de Chardin atribuye al Cristianismo tradicional la
idea de que “los hombres tienen que despojarse de su ropaje humano para
hacerse cristianos”. Otra vez: no podemos negar que el jansenismo refleja
esta actitud, y que las tendencias jansenistas se han infiltrado en las mentes
de muchos católicos. Por ejemplo, la primitiva enseñanza cristiana que
recalca que hemos de morir a nosotros mismos para ser transformados en
Cristo, ha recibido con frecuencia un énfasis ilegítimo y deshumanizador
en algunas instituciones religiosas. En algunos conventos y seminarios se
ha fomentado la idea de que hay que matar realmente a la naturaleza para
que pueda florecer la vida sobrenatural. Sin embargo, en la doctrina oficial
de la Iglesia se rechaza de plano tal deshumanización. Como dijo Su Santi-
dad Pío XII:
237
“La gracia no destruye la naturaleza; ni siquiera la cambia; la
transfigura. Ciertamente, la deshumanización está tan lejos de ser
exigida para la perfección cristiana, que muy bien podríamos afirmar:
tan sólo la persona que está transformada en Cristo encarna el verdadero
cumplimiento de su personalidad humana”207.
Ahora bien, lo que queremos hacer notar es que Teilhard mismo
ignora el valor de los elevados bienes naturales y que, contrariamente a su
pretensión, en su monismo panteísta tiene lugar una verdadera
deshumanización. Hemos visto ya que su ideal del hombre colectivo y de
la superhumanidad implica necesariamente una ceguera para la verdadera
naturaleza de la persona individual y, en consecuencia, una ceguera para
toda la plenitud de la vida humana. La deshumanización es consecuencia
inevitable del monismo teilhardiano, que minimiza el drama real de la vida
humana —la lucha entre el bien y el mal— y que reduce las diferencias
antitéticas a simples gradaciones de un continuo.
La incapacidad de Teilhard para hacer justicia al verdadero sentido de
los bienes naturales aparece con claridad en el momento mismo en que
Teilhard acentúa la importancia de esos bienes para la eternidad.
Cualquiera puede ver que Teilhard, al hablar de los bienes naturales, se
interesa primordialmente por las actividades humanas, por los logros
humanos en el trabajo y en la investigación. No menciona los elevados
bienes naturales y el mensaje de Dios que esos bienes contienen, sino
únicamente las actividades, realizaciones y logros en el campo natural.
Teilhard aplica a esas acciones aquellas palabras bíblicas: Opera eius
sequuntur illos (“Sus obras les acompañan”)208; pero lo hace en
contradicción con el sentido original de “opera”, según el cual estas
“obras” significan las acciones morales. Más importante aún es la relación
que Teilhard ve entre los bienes naturales, como tales, y Dios. Teilhard no
ve mensaje alguno de la gloria de Dios en los valores contenidos en esos
grandes bienes naturales. Ni encuentra en ellos una experiencia personal
de la voz de Dios. En vez de eso, establece un vínculo objetivo —un
vínculo que está más allá de nuestra experiencia— entre Dios y nuestras
actividades, un vínculo que se sigue del “concurso divino”. Dice: “Dios
está, de algún modo, en la punta de mi pluma, de mi piqueta, de mi pincel,
de mi aguja de coser, de mi corazón, de mi pensamiento”209.
207
The Pope Speaks: The Teachings of Pope Pius XII, obra publicada por Michael
Chinigo, Pantheon, Nueva York 1957.
208
The Divine Milieu, p. 24.
209
The Divine Milieu, p. 33.
238
Por consiguiente, el verdadero objeto de los entusiasmos de Teilhard
no son los bienes naturales mismos, sino una abstracción: la hipótesis de la
evolución. La naturaleza que a él le conmueve no es la belleza de lo visible
y de lo audible, que todos los grandes poetas han cantado. No es la
naturaleza de Dante, Shakespeare, Keats, Goethe, Holderlin, Leopardi. No
es la gloria de un amanecer o de una puesta de sol, o de un cielo
claveteado de estrellas: señales visibles que apuntan hacia Dios, y que
Kant consideraba, juntamente con la ley moral, como las cosas más
elevadas.
En otro aspecto más, el pensamiento de Teilhard conduce
necesariamente a una deshumanización del cosmos y de la vida humana:
en la cosmovisión teilhardiana no hay lugar para una oposición entre los
valores positivos y los valores negativos. Sin embargo, todo intento por
negar estas oposiciones cualitativas y de importancia suprema conduce
siempre a una especie de allanamiento, e incluso a un nihilismo. Lo mismo
ocurre cuando se desestima la jerarquía de los valores, con sólo que el
hombre responda con el mismo grado de entusiasmo a todos los niveles del
valor.
El principio de “todo es sagrado”, que tiene un sonido tan alentador,
equivale en realidad a una negación nihilista de lo alto y lo bajo, de lo
bueno y lo malo. Esta actitud engañosa y seductora, en la que se da
alabanza a todo, conduce en realidad a negarlo todo.
Esto me recuerda una observación que me hizo un violinista: “Me
gusta tanto la música —dijo— que no me preocupa la clase de música que
sea, con tal que sea música.” Esta declaración, que pretendía sugerir una
extraordinaria afición a la música, revela de hecho la falta de verdadera
comprensión de lo que es la música, y por tanto la falta de capacidad para
tener amor a la música. Lo mismo sucede con el hombre, cuando no se
hacen distinciones cualitativas.
Examinemos ahora un poco más detalladamente la concepción
cristiana de la naturaleza, comparándola con la concepción de Teilhard. La
revelación de Dios en la naturaleza ha sido afirmada siempre por la
tradición cristiana. El Sanctus dice: Pleni sunt caeli et terra gloria tua
(“Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria”). Los salmos rebosan de
alabanzas de Dios como Creador de las maravillas de la naturaleza. El
ejemplarismo de San Agustín acentúa sin cesar el mensaje de Dios en la
hermosura de la naturaleza. Esa misma' idea la hallamos en el amor de San
Francisco de Asís a la naturaleza.
239
Ahora bien, una apreciación de esta revelación natural de Dios lleva
consigo una “dirección ascendente hacia Dios” —para usar la terminología
teilhardiana—. La revelación natural nos habla de Dios sugiriéndonos la
admirable sabiduría que impregna a toda la creación y haciéndonos
reflexionar —por los valores de los bienes naturales— acerca de la infinita
belleza y gloria de Dios. Nuestra respuesta a esta revelación es o un res-
petuoso temor y admiración por la sabiduría que se manifiesta en la
finalidad del cosmos y en su misteriosa plenitud (una mirada que se eleva
hacia el Creador); o, al menos, es una profunda conciencia de la belleza de
la naturaleza y de todos los elevados bienes naturales (y esto eleva también
nuestra mirada). En ambos casos podemos captar el mensaje de lo alto.
Porque todos los valores verdaderos están cargados de una promesa de
eternidad. Al elevar nuestros corazones, somos capaces de comprender que
esos valores auténticos hablan de la infinita gloria de Dios. Todo ello
implica inequívocamente una “dirección ascendente”.
Pero la “naturaleza” de Teilhard no está vinculada con una “dirección
ascendente”. No es un mensaje de lo alto. Puesto que, para Teilhard, Dios
está detrás de la naturaleza, nosotros hemos de llegar hasta él en el Cristo-
Omega, “moviéndonos hacia delante”, en una “dirección hacia adelante”.
En la teilhardiana dirección hacia adelante, en la que todo está
envuelto en un movimiento evolutivo, los bienes naturales pierden su
verdadero valor. La sugerencia de esos bienes de que hay algo
trascendente, está sustituida por una finalidad simplemente inmanente. Se
convierten en eslabones de la cadena de la evolución. Cuando se considera
a la evolución como la realidad principal y decisiva —cuando la evolución
está, de hecho, deificada—, entonces todo bien natural se convierte, por un
lado, en un paso meramente transitorio en el movimiento hacia adelante
del proceso evolutivo; y, por otro lado, se convierte en una cosa muda,
cortada (por obra del monismo nivelador) de su verdadera importancia
real, cualitativa, inherente.
Se sigue de ahí que únicamente haremos justicia a los elevados
bienes naturales, cuando veamos en ellos un reflejo de una realidad
infinitamente más elevada: una realidad que es ontológicamente distinta de
ellos. Este “carácter de mensaje” que tienen los bienes naturales está
expresado admirablemente en las observaciones que hace el Cardenal
Newman acerca de la música:
“¿Podrá ser que esas misteriosas emociones del corazón, esa
violenta excitación y esos extraños anhelos por algo que no sabemos
240
qué, y esas excelsas impresiones que nos vienen de no sabemos dónde,
sean suscitadas en nosotros por algo que es insustancial y que viene y se
va, y comienza y termina en sí mismo? No. Nada de eso. No podría ser.
Han dimanado de alguna esfera superior; son efusiones de la eterna
armonía que vienen a través del sonido creado; son ecos de nuestro
hogar; son la voz de los ángeles, o el Magníficat de los Santos”210.
Vale la pena estudiar otro aspecto más de este problema. El hecho de
que Teilhard vea un estadio superior de evolución en el actual mundo
industrializado, revela la falta de un verdadero sentido de la belleza de la
naturaleza y del mensaje cualitativo de Dios que en ella se encierra. Aun
los “progresistas” más entusiastas no podrán negar que la industrialización
está destruyendo cada vez más la belleza de la naturaleza. Más aún, la
industrialización (aunque este proceso tal vez sea inevitable) no puede
considerarse, ciertamente, como un progreso unívoco, ni desde el punto de
vista del aumento de la felicidad humana, ni desde el punto de vista del
fomento de una cultura superior y de un verdadero humanismo. Como
Gabriel Marcel muestra muy acertadamente en su obra Los hombres
contra lo humano (traducción inglesa: Man against mass society), la
industrialización lleva consigo el peligro de una progresiva
deshumanización. El reemplazar lo “orgánico”, en la vida humana, por lo
artificial (desde la inseminación artificial hasta la planificación social) es
sintomático de esa deshumanización. Sin embargo, Teilhard salta
despreocupadamente del entusiasmo por la naturaleza al ditirambo en
honor de la técnica y de la industrialización. Nos hallamos, otra vez, ante
su nivelación monista de todas las cosas.
Empero, está bien claro que el primer amor de Teilhard es el progreso
técnico. La creación de Dios ha de ser completada por el hombre, no en el
sentido paulino, no por la cooperación con la naturaleza, sino
reemplazando a la naturaleza por la máquina.
Las expresiones poéticas de Teilhard, cuando habla, verbigracia, de
su visión de la evolución y del progreso, muestran claramente que no ha
intuido jamás la auténtica poesía de la naturaleza o de las “formas”
clásicas de la creación. En vez de eso, trata de infundir poesía en la
técnica. Y con ello demuestra una vez más su negación monista de la
diferencia fundamental entre lo poético y lo prosaico, entre lo orgánico y
lo artificial, entre lo sagrado y lo profano.
210
JOHN HENRY CARDINAL NEWMAN. Fifteen Sermons Preached before the
University of Oxford, Longmans, Londres, 1909, pp. 346-347.
241
Indudablemente, no deja de ser impresionante el que una persona
parezca haber alcanzado una profunda visión del ser, y que —en vez de
considerar como obvio lo que existe— dé a ello una respuesta plena y
ardiente. Así ocurre con Teilhard de Chardin. Lejos de nosotros negar que
él ha descubierto en la materia muchos aspectos, que generalmente se
pasaban por alto. Así, por ejemplo, la misteriosa estructura y multiplicidad
de la materia, que las ciencias naturales están descubriendo cada vez más,
reclaman genuina admiración hacia esa realidad y profundo respeto hacia
esa creación de Dios. Pero como, a pesar de todo, Teilhard no reconoce la
diferencia esencial entre la materia y el espíritu —como su respuesta al
espíritu no se halla en proporción con la alabanza de la materia
(recordemos tan sólo su “oración” a la materia)—, se pierde rápidamente,
para él, la ventaja de esta extraordinaria intuición de la materia211.
Hemos de situar este problema de la “materia” en su perspectiva
adecuada. Es lamentable desatender las maravillas ocultas en una criatura
que ocupa un rango ínfimo en la jerarquía del ser. Pero este atender y
considerar no perjudica para nada nuestro conocimiento de los seres que
tienen un rango más elevado. Y precisamente por eso no es una catástrofe.
Por otro lado, captar lo inferior, desatendiendo lo superior, significa de-
formar toda nuestra visión del mundo. Y eso sí es una catástrofe. Además,
cuando a un bien inferior se le admira tanto como a un bien más elevado,
entonces se está comprendiendo erróneamente la estructura jerárquica del
ser, y perdemos con ello la base para apreciar rectamente tanto las cosas
más elevadas como las cosas inferiores.
La ceguera de Teilhard para los verdaderos valores que hay, por
ejemplo, en el amor humano, aparece en sus desacertadas observaciones
sobre eros y agape:
“Naturalmente, estoy de acuerdo con usted en que la solución del
problema eros-agape hay que buscarla en la corriente evolutiva (dans
l’évolutif), en la genética, es decir, en la sublimación. (Hay que buscarla)
en el espíritu que emerge de la materia por medio de la operación
pancósmica212.
Hemos visto ya que la concepción teilhardiana de la esfera moral
(virtud y pecado) es incompatible con la revelación cristiana. Ahora
211
Véase: PHILIPPE DE LA TRINITÉ, Rome et Teilhard de Chardin, pp. 180-185.
Véase, además, la “Constitución pastoral Gaudium et spes”, 12-22.
212
Carta del 13 de marzo de 1954, publicada en Psyché, nn. 99-100 (1955), p. 9.
Tal como se halla citada en Rome et Teilhard de Chardin, p. 58.
242
podríamos hacer notar que el papel que él concede a la esfera moral es otro
factor que conduce a la deshumanización. El singularísimo contacto con
Dios que tiene lugar en la propia conciencia, en el darnos cuenta de nues-
tras propias obligaciones morales, no desempeña ningún papel en el
sistema de Teilhard. El no comprende que el hombre, en el ámbito de la
naturaleza, no alcance nunca tan íntimo contacto con Dios como cuando
escucha la voz de su conciencia y se somete conscientemente a las
obligaciones morales213. ¡Qué pálida es en comparación con ello (hablando
en términos puramente humanos y naturales) la noción teilhardiana del
“consciente” y del “inconsciente” que serían parte de un “progreso
cósmico”!
¡Y qué pálidos son la anchura y aliento de los acontecimientos
cósmicos, en contraste con la liberadora trascendencia de un hombre
sinceramente arrepentido! ¿Qué acontecimiento podría tener mayor
grandeza que la respuesta de David a la acusación del profeta Natán? El
papel secundario que Teilhard asigna al diálogo consciente y personal del
hombre con Cristo —su preferencia por la cooperación objetiva en el
“proceso evolutivo”— revela con toda claridad el carácter verdaderamente
deshumanizado del “nuevo mundo” teilhardiano.
Muchas personas se sienten impresionadas por un pensador que con
su propio ingenio construye un nuevo mundo, un mundo en el que todo
está relacionado íntimamente y “explicado”. Consideran tales
construcciones como el mayor triunfo del ingenio humano. Y, en
consecuencia, alaban a Teilhard como un gran pensador sintetizador. Pero,
en realidad, la grandeza de un pensador sólo se puede medir por la
amplitud con que ha comprendido la realidad en su plenitud y hondura y
en su estructura jerárquica. Y cuando aplicamos a Teilhard esa medida, no
podemos designarlo —evidentemente— como un gran pensador.
Terminaremos estas reflexiones con dos citas.
Teilhard escribió:
“(Cristo) se convierte en la llama de los esfuerzos humanos, se
revela a sí mismo como la forma de fe más adecuada para las modernas
necesidades: una religión para el progreso, más aún, la religión del pro-
greso en la tierra. Me atrevo a decir: la religión de la evolución”214.
213
Véase, a propósito de esto, la “Constitución sobre la Iglesia en el mundo
actual”, 16, 17; 27, 48-51 (citados en el capítulo “Amoralismo”).
214
Quelques réflexions sur la conversión du monde, en “Oeuvres”, volumen IX:
Science et Christ, Seuil, Paris, 1964, p. 166. Citado también en GARAUDY, Europe,
243
El Cardenal Newman dice:
“San Pablo... trabajó más que todos los Apóstoles. ¿Y por qué? No
para civilizar al mundo, no para abrillantar la faz de la sociedad..., no
para hacer propaganda en el extranjero, no para cultivar la razón, no para
ninguna meta humana grande..., no para convertir toda la tierra en cielo.
Este ha sido el verdadero triunfo del Evangelio... Ha convertido a los
hombres en santos’’215.
Esta comparación nos hablará mucho sobre dos maneras distintas de
apreciar el sentido y finalidad del Cristianismo.
nn. 431-432 (1965), p. 19Q. Esta publicación de “Europe” está consagrada a Teilhard.
La mayoría de los estudios son simpatizantes, y por este motivo logran a menudo
revelar la verdadera orientación del pensamiento de Teilhard. La publicación contiene
también algunos manuscritos de Teilhard, que habían permanecido inéditos hasta
entonces.
215
JOHN HENRY CARDINAL NEWMAN, Parochial and Plain Sermons, IV
Longmans, Londres, 1900, 151-156.
244