Sie sind auf Seite 1von 2

D omingo XXI X del t iempo ordinario (c ic lo C)

El evangelio de hoy sale al paso de una pregunta que a menudo nos hacemos con
cierta angustia: ¿Sirve para algo la oración? ¿Se interesa Dios por quien se dirige a Él en la
oración? ¿O la oración va en realidad dirigida al viento y con él se pierde? ¿Tiene de verdad
eficacia la oración? Muchas veces parece que Dios no reacciona ante nuestras plegarias,
nosotros no advertimos su ayuda y entonces cabe preguntarse si no sería más lógico
reconocer que estamos solos con nuestros problemas y que nos las tenemos arreglar por
nosotros mismos.

Jesús que conoce nuestro corazón y que sabe que estas cuestiones se insinúan en él,
sale al paso con esta parábola del juez indigno y de la pobre viuda, para decirnos que
hemos de orar siempre, sin cansarnos, con una confianza inagotable, y que no nos tenemos
que desanimar porque pase el tiempo y todo siga igual.

La parábola nos presenta a un juez totalmente egoísta, que sólo piensa en sí mismo,
al que no le importa nada la verdad y la justicia, ni teme tampoco a Dios, y a una pobre
viuda sin ningún peso social, que no se cansa de suplicar al juez que le haga justicia. Y al
final el juez se la hace, no por amor a la justicia sino por puro egoísmo, para sacársela de
encima. La intención de la parábola es decirnos que si el juez injusto ha hecho al final
justicia, cuánto más la hará Dios, que no es un juez inicuo sino un Padre amoroso que se
preocupa por nosotros, y que nos hará justicia sin tardar.

Ahora se entiende por qué Jesús dice que hemos de orar siempre sin desanimarnos.
En la oración nos jugamos la verdad de nuestra fe: ¿creemos o no creemos que Dios es
Amor, que es un Padre amoroso que cuida de nosotros? Si dejamos de orar, parece que
estamos diciendo: “me había equivocado, Dios no es un padre amoroso que cuida de mí,
no me hace ningún caso, no le importa nada mi situación, en realidad estoy solo”. Y eso
es radicalmente falso: Dios es Amor y cuida de nosotros amorosamente, hasta los cabellos
de nuestra cabeza están todos contados (Lc 12,8); como dice san Pedro: “confiadle todas
vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros” (1Pe 5,7).

Entonces ¿por qué muchas veces no veo el fruto de mi oración? Puede ser por varias
razones. El evangelio de hoy nos da una de ellas, la más importante: por falta de fe, o más
exactamente, de “esta” fe en que Dios es Amor y se ocupa de mí. El evangelio de hoy
termina con una pregunta inquietante: “Pero cuando venga el hijo del hombre, ¿encontrará
esta fe en la tierra?”. El desafío es seguir creyendo que Dios es Amor a pesar de todo lo
negativo y catastrófico que ocurre en el mundo. Y eso es fundamental para la eficacia de
la oración.

Otras veces lo que ocurre cuando oramos es que Dios actúa inmediatamente, pero
no en el sentido en que nosotros queremos y esperamos, y a nosotros nos parece que no
nos hace caso. En realidad, hermanos, ninguna oración se pierde, todas llegan al corazón
de Dios y todas reciben respuesta inmediatamente, pero esa respuesta no siempre coincide
con nuestra expectativa; si no fuera así, la oración sería un instrumento de poder, y todos
orarían para dominar su vida y el mundo, (tal como, de manera cómica, pone de relieve
la película “Como Dios”).
Por eso es importante recordar que en la oración no hay que decirle a Dios ni el qué
ni el cuándo: presentarle la situación (o la persona, o el asunto) a Dios, y pedirle que Él
actúe según su voluntad, que Él santifique su Nombre en esa situación, que Él haga venir
su Reino a través de ella. Pues Dios es mucho más inteligente que yo y sabe, por lo tanto,
mucho mejor que yo lo que de verdad me conviene.

Finalmente hay que recordar una vez más lo que nos dice san Pedro: “Para el Señor
un día es como mil años y mil años como un día” (2Pe 3,8). Muchas veces, si el Señor nos
concediera inmediatamente lo que le pedimos sería una catástrofe espiritual para nosotros:
nos volveríamos orgullosos (yo lo he conseguido porque he orado cómo hay que orar…),
o prescindiríamos de Él (como los nueve leprosos del evangelio del domingo pasado). Tal
vez nos conviene estar toda la vida de rodillas suplicando, conscientes de nuestra
inadecuación a lo que el Señor espera de nosotros, mendigando su gracia. Tal vez en esa
postura incómoda del mendigo esté nuestra salvación. No lo sabemos.

Pero Él sí lo sabe, y Él es Amor. Si dejamos de orar, dejamos de creer que Él es


Amor. Él puede, en un instante, -tal vez cinco minutos antes de que yo me muera- darme
lo que le he estado pidiendo toda la vida, porque entonces, y sólo entonces, es cuando yo
estaré preparado para recibirlo bien. La gracia tiene sus tiempos, que no tienen por qué
coincidir precisamente con los que nosotros hemos calculado.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

Das könnte Ihnen auch gefallen