Sie sind auf Seite 1von 8

AlEKSANDR SOLZHENITSYN

The Gulag
Archipelago
1918-56
An Experi ment in Literary Investigation

TRANSLATED FROM THE RUSSIAN BY


Thomas P. Whitney and Harry Willetts

ABRIDGED AND INTRODUCED BY


Edward E. Ericson J.
WITH A FOREWORD BY
Jordan B. Peterson

VINTAGE
El Archipiélago Gulag
Aleksandr Solzhenitsyn

Introducción
Jordan B. Peterson

Cualquiera que alguna vez haya alzado la palabra ya nunca más podrá evadirla. Un escritor
no es el juez independiente de sus compatriotas y contemporáneos; es un cómplice de todo el
mal cometido es su país natal y por sus conciudadanos. Y si los tanques de su patria han
inundado de sangre el asfalto de una capital extranjera, pues entonces manchas rojizas habrán
salpicado el rostro del escritor para siempre. Y si en una noche fatal se ha ahorcado a su
confiado amigo mientras dormía, pues entonces las palmas de las manos del escritor llevan las
marcas de la soga utilizada. Y si sus jóvenes conciudadanos alegremente declaran la
superioridad de la corrupción por sobre el trabajo honesto, si se entregan a las drogas o
secuestran rehenes, pues entonces su pestilencia se mezcla con el aliento del escritor.
¿Tendremos la temeridad de afirmar que no somos responsables por las penurias del mundo
actual?
¡Y el simple paso de un simple hombre valiente es no participar de la falsedad, no apoyar falsas
acciones! Que eso ingrese al mundo, que incluso reine en el mundo – pero no con mi ayuda.
No obstante, los escritores y los artistas pueden lograr más: ¡pueden vencer a la falsedad! ¡En
la lucha contra la falsedad el arte siempre ha vencido y siempre vence! ¡Abiertamente,
irrefutablemente para todo el mundo! La falsedad puede ofrecer resistencia a muchas cosas en
este mundo, pero no al arte.
Una palabra de verdad pesa más que todo el universo.
-Del discurso pronunciado por Aleksandr Solzhenitsyn a la Academia
Sueca con motivo de su aceptación del Premio Nobel de Literatura.

Primero, defiendes tu tierra natal contra los nazis, actuando como soldado y condecorado dos
veces en el frente oriental del criminal Ejército Rojo Soviético. Después, te arrestan, humillan, y
despojan de todo rango militar, y te acusan bajo los auspicios del Artículo 58 (de uso múltiple)
por la difusión de “propaganda antisoviética” y te arrastran a la infame prisión de Lubyanka, en
Moscú. Allí, a través de los barrotes de tu celda, observas a tu amado país celebrar la victoria en
la Gran Guerra Patriótica. Entonces te condenan, en ausencia, a ocho años de trabajos forzados
(pero te salió fácil; no pasó mucho tiempo que a personas en tu misma posición se les dio ¡un
cuarto de siglo!). Y el destino no ha terminado contigo todavía, para nada. Desarrollas un cáncer
mortal en el campo de trabajos forzados, soportas el exilio que se te impuso una vez que cumpliste
tu condena, y quedas muy cerca de la muerte.

A pesar de todo esto, mantienes tu cabeza en alto. Te niegas a volverte contra el hombre
o contra Dios, aunque tienes todas las razones para hacerlo. En cambio, escribes en secreto, por
las noches, documentando tus terribles experiencias. Creas un recuerdo personal, un día en los
campos de trabajo, y ¡milagro de milagros! ¡Las nubes se abren! ¡El sol brilla a través de ellas!
¡Tu libro es publicado, y en tu propio país! El reconocimiento no tiene precedentes, a nivel
nacional e internacional. Pero el cielo se oscurece, una vez más, y el sol desaparece. La represión
vuelve. Te conviertes (una vez más) en una “no persona”. La policía secreta —la temida KGB—
toma el manuscrito de tu próximo libro. Sin embargo, ve la luz del día; pero sólo en Occidente.
Allí, tu reputación crece más allá de lo que la imaginación más salvaje podía imaginar. El propio
Comité del Premio Nobel te otorga el honor literario más alto.

Las autoridades soviéticas, despojadas de su camuflaje, se enfurecen. Ordenan que la


policía secreta te envenene. Pasas (una vez más) cerca de la muerte. Pero sigues escribiendo:
motivado, solitario, intolerablemente inspirado. Tu Archipiélago Gulag documenta la corrupción
absoluta y total de los dogmas y las doctrinas de tu Estado, de tu Imperio, de tus líderes y de ti
mismo. Y entonces: ¡El libro se imprime! No en tu propio país, sino una vez más en el Occidente,
a partir de copias escondidas tan peligrosamente, y que se han pasado de contrabando a través de
la frontera. Y tu gran libro irrumpe con una fuerza sin paralelo y terrible en el mundo literario e
intelectual, todavía ingenuo y sin haberlo esperado. Eres expulsado de la Unión Soviética,
despojado de tu ciudadanía, obligado a residir en una sociedad que te resulta extraña y la cual
resiste, a su manera, a tus palabras proféticas. Pero el poder de tus historias y la fortaleza de tu
moral demuelen cualquier reclamo que haya quedado acerca de la credibilidad ética y filosófica
que todavía hacen los defensores del sistema colectivista que dio origen a todo lo que tu
presenciaste.

Los años pasan (aunque no tantos, desde la perspectiva de la historia). ¿Entonces? ¡Otro
milagro! ¡La Unión Soviética se derrumba! Regresas a casa. Te devuelven la ciudadanía. Escribes
y hablas en tu patria reclamada hasta que la muerte te reclama, en el 2008. Un año más tarde, los
responsables de establecer el currículo escolar nacional de tu país de origen consideran que El
Archipiélago Gulag debe ser lectura obligatoria. Tu victoria imposible está completa.

Los tres volúmenes de El Archipiélago Gulag —un grito continuo y prolongado de


indignación— son, paradójicamente, brillantes, amargos, incrédulos y llenos de asombro:
admiración por la fuerza que caracteriza a los mejores entre nosotros, en la peor de las
situaciones. En ese texto monumental, publicado en 1973, Aleksandr Solzhenitsyn condujo “un
experimento en la investigación literaria”, una obra híbrida de periodismo, historia y biografía,
algo muy diferente de todo lo que se haya escrito antes o después. En 1985, el autor otorgó su
consentimiento a que Edward E. Ericson publicara un resumen en un solo volumen de toda la
obra, la cual se vuelve a publicar aquí, en el quincuagésimo aniversario de la finalización de la
edición completa en tres volúmenes y en el centenario del nacimiento del autor. El libro vendió
unos treinta millones de copias en treinta y cinco idiomas. Entre las páginas del libro de
Solzhenitsyn, además de la documentación de los horrores de las legiones de muertos, contados
y no contados, y la descripción de las masas cuyas vidas fueron destrozadas para siempre, se
encuentran innumerables historias personales escalofriantes, cuidadosamente conservadas, que
hacen de la tragedia de la traición masiva, la tortura y la muerte no sólo una mera estadística que
Stalin describiera con tanto desdén, sino también algo individual, real y terrible.

Se trata de un hecho histórico certero que El Archipiélago Gulag desempeñó un papel


primordial en el poner de rodillas al Imperio Soviético. Aunque fue económicamente
insostenible, gobernado de la manera más corrupta que se pueda imaginar, y dependiente de la
esclavitud y el engaño forzado de sus ciudadanos, el sistema soviético logró seguir adelante en
medio de tropiezos por demasiadas décadas antes de ser reducido a la nada con tremenda
velocidad. Los valientes líderes de los sindicatos en Polonia, el gran Papa Juan Pablo II y el
presidente estadounidense Ronald Reagan, con su insistencia brusca de que Occidente se
enfrentaba a un imperio malvado, todos jugaron un papel clave en su derrota y colapso. Sin
embargo, fue Solzhenitsyn y sus revelaciones las que hicieron vergonzoso defender no sólo el
estado soviético, sino también el mismo sistema de pensamiento que hizo posible que ese estado
haya sido lo que fue. Fue Solzhenitsyn quien de modo crucial argumentó que los terribles excesos
del comunismo no podían ser convenientemente atribuidos a la corrupción de los líderes
soviéticos, al “culto a la personalidad” que rodeaba a Stalin, o al fracaso en poner en práctica y
adecuadamente esos principios marxistas utópicos que en sí mismos eran admirables. Fue
Solzhenitsyn quien demostró que la muerte de millones y la devastación de muchos más fueron,
en cambio, una consecuencia causal directa de la filosofía (peor, quizás: la teología) que impulsó
el sistema comunista. Las doctrinas hipotéticamente igualitarias y universalistas de Karl Marx
contenían ocultas dentro de ellas mismas el suficiente odio, resentimiento, envidia y negación de
la culpabilidad y responsabilidad individuales como para producir nada más que veneno y muerte
cuando se manifestasen en el mundo.

Para Marx, el hombre es miembro de una clase, de una clase económica, de un grupo
(eso y poco más), y para él la historia no era nada más que un campo de batalla entre las clases,
los grupos. Sus admiradores consideraron (y continúan considerando) a la doctrina de Marx como
una doctrina de compasión, moral por definición y virtuosa por los hechos: “considera a las clases
trabajadoras en toda su opresión, y trabaja directamente para liberarlas”. Pero el odio bien puede
convertirse en una motivación más fuerte y convincente que el amor. En consecuencia, después
de la Revolución Rusa, la solidaridad con el hombre común y la aparentemente loable exigencia
de la igualdad universal se manifestó en un suspiro con su sombra vaga y cada vez más oscura.
Primero vino la acusación más brutal del “enemigo de clase”. Luego vino la definición cada vez
más amplia de ese enemigo, hasta que en un momento cada uno de los habitantes a lo largo de
todo el Estado se encontró a sí mismo con el riesgo de encapsularse dentro de esa red insaciable
y devoradora. ¿Cuál fue el veredicto entregado a los que se consideraba culpables por aquellos
que se elevaron a sí mismos a los cargos de juez, jurado y verdugo a la vez? La necesidad de
erradicar a los victimarios, a los opresores, en su totalidad, sin ningún tipo de consideración,
incluyendo la sutileza reaccionaria de la inocencia individual.

También notemos: este resultado no fue el resultado de una doctrina marxista


inicialmente prístina que se corrompió con el tiempo, sino algo aparente y presente desde el
principio del propio estado soviético. Solzhenitsyn cita, por ejemplo, a Martin Latsis, escribiendo
para el periódico Terror Rojo, 1 de noviembre de 1918: “No estamos luchando contra individuos
singulares. Estamos exterminando a la burguesía como clase. No es necesario, durante el
interrogatorio, buscar evidencia que demuestre que el acusado se opuso a los soviéticos con sus
palabras o acciones. La primera pregunta que se le debe hacer es a qué clase pertenece, cuál es
su origen, su educación y su profesión. Estas son las preguntas que determinarán el destino de
los acusados. Tal es el sentido y la esencia del terror rojo”. Es necesario pensar cuando se lee una
cosa así, meditar larga y profundamente en el mensaje. Es necesario reconocer, por ejemplo, que
el escritor creía que sería mejor ejecutar a diez mil individuos potencialmente inocentes antes
que permitir que un miembro venenoso de la clase opresora permanezca libre. Es igualmente
necesario plantear la pregunta: “¿Quién, precisamente, pertenecía a esa entidad hipotética
llamada “burguesía”?” Porque no es que por la mera percepción los límites de esa categoría
fuesen evidentes por sí mismos. Deben ser dibujados. Pero ¿dónde, exactamente? Y, lo que es
todavía más importante, ¿por quién o por qué? Si es el odio el que inscribe las líneas, en lugar
del amor, inevitablemente se dibujarán de tal modo que los geógrafos conceptuales más bajos,
crueles e inútiles se justificarán en realizar el mayor mal y producir la mayor miseria posible.
¿Miembros de la burguesía? ¡Más allá de toda redención! Tenían que irse, ¡por supuesto!
¿Y qué de sus esposas? ¿Niños? ¿Incluso sus nietos? ¡Fuera con sus cabezas, también! Todos
estaban incorregiblemente corrompidos por la identidad de clase, y por lo tanto su destrucción
era éticamente necesaria. ¡Qué conveniente, que a la más oscura y terrible de todas las
motivaciones posibles pueda otorgársele tan alta posición moral! Ese fue el verdadero
matrimonio entre el infierno y el cielo. ¿Qué valores, qué presunciones filosóficas dominaron
verdaderamente en tales circunstancias? ¿Fue acaso el deseo de hermandad, de dignidad y de
libertad de toda necesidad? No en lo más mínimo, para nada, teniendo en cuenta el resultado.
Fue en cambio, obviamente, la rabia asesina de cientos de miles de Caínes bíblicos, cada uno
buscando torturar, destruir y sacrificar a sus propios Abeles. Simplemente no hay otra forma de
explicar el por qué de tantos cadáveres.

¿Qué se puede concluir, en el sentido más profundo y permanente, sobre la angustiosa


narrativa del Gulag por Solzhenitsyn? Primero, aprendemos lo que es indiscutible, lo que todos
deberíamos haber aprendido ya (lo que aún no hemos podido aprender): que la Izquierda, como
la Derecha, puede ir demasiado lejos; que la Izquierda, en el pasado, ha de hecho ido
demasiado lejos. En segundo lugar, aprendemos lo que es mucho más sutil y difícil: cómo y por
qué ocurre eso de que la Izquierda se fue demasiado lejos. Aprendemos, como Solzhenitsyn
insiste tan profundamente, que la línea que divide el bien y el mal atraviesa el corazón de cada
ser humano. Y aprendemos, también, que todos somos, cada uno de nosotros, simultáneamente
opresores y oprimidos. Por lo tanto, nos damos cuenta de que las categorías gemelas de “opresor
culpable” y “víctima que busca la justicia” pueden hacerse inclusivas al infinito. Esto no es menos
importante porque todos nos beneficiamos injustamente (y somos igualmente víctimas) por
nuestra colocación arbitraria en el flujo del tiempo. Todos acumulamos privilegios no merecidos
y de alguna manera casuales debidos a las circunstancias de nuestro lugar de nacimiento, nuestros
talentos distribuidos de manera desigual, nuestra etnia, raza, cultura y sexo. Todos pertenecemos
a un grupo, algún grupo, que ha sido elevado a algún estado comparativo sin ningún esfuerzo de
parte nuestra. Esto es cierto de alguna manera, a lo largo de la dimensión de la categoría de grupo,
para cada individuo excepto para el más precario de todos. En algún momento y de alguna manera
todos podemos, en consecuencia, ser apuntados como opresores, y todos podemos, igualmente,
buscar justicia, o venganza, como víctimas. Incluso si los iniciadores de la revolución hubieran
sido impulsados, en sus momentos más inocentes, por un santo deseo de elevar a los oprimidos,
¿no estaba garantizado que tarde o temprano serían superados por aquellos otros motivados
principalmente por la envidia, el odio y el deseo de destruir, a medida que la revolución
avanzaba? Por eso el establecimiento de la fatal y creciente lista de los enemigos de clase desde
los primeros momentos de la revolución Comunista. La demolición fue dirigida primero a los
estudiantes, a los creyentes religiosos y a los socialistas (continuando, bajo Stalin, con los viejos
revolucionarios mismos), y fue seguida poco después por la aniquilación de los exitosos
campesinos llamados “kulaks”. Y este apetito de destrucción no era del tipo que es saciado con
los cuerpos de los mismos perpetradores. Como escribe Solzhenitsyn, “quemaron nidos enteros,
familias enteras, desde el principio; y observaron celosamente para asegurarse de que ninguno
de los niños, de catorce, diez o incluso seis años, se escapara: hasta los últimos rasguños, todos
tuvieron que ir por el mismo camino, hacia la misma destrucción común”. Esto fue impulsado
por la culpa auto-percibida de todos. ¿De qué otra manera era posible que los cientos de miles o
incluso millones de informantes, fiscales, traidores e imperdonables observadores mudos se
convirtieran tan rápidamente en el tumulto del Terror Rojo?

Por eso, la doctrina de la identidad de grupo termina inevitablemente con todos los que
se identifican como enemigos de la clase, el opresor; termina con todos aquellos
indiscutiblemente contaminados por el privilegio burgués, disfrutando injustamente de los
beneficios legados por esos caprichos de la historia; con todos procesados, sin tregua, por la
corrupción e injusticia. “¡No hay misericordia para el opresor!” ¡Y no hay castigo demasiado
severo para el crimen de explotación! La expiación se vuelve imposible porque no hay una culpa
individual, ni responsabilidad individual, y por lo tanto, no hay manera de que el crimen del
propio nacimiento arbitrario pueda ser considerado individualmente. Y toda la miseria que podría
generarse como consecuencia de tal acusación es la verdadera razón de la acusación. Cuando
todos son culpables, todo lo que sirve a la justicia es el castigo de todos; cuando la culpa se
extiende a la existencia de la propia miseria del mundo, solo bastará el castigo fatal.

La doctrina de la identidad de grupo termina inevitablemente con todos los que se


identifican como enemigos de la clase, el opresor; termina con todos aquellos indiscutiblemente
contaminados por el privilegio burgués, disfrutando injustamente de los beneficios legados por
esos caprichos de la historia; con todos procesados, sin tregua, por la corrupción e injusticia.
“¡No hay misericordia para el opresor!” ¡Y no hay castigo demasiado severo para el crimen de
explotación! La expiación se vuelve imposible porque no hay una culpa individual, ni
responsabilidad individual, y por lo tanto, no hay manera de que el crimen del propio nacimiento
arbitrario pueda ser considerado individualmente. Y toda la miseria que podría generarse como
consecuencia de tal acusación es la verdadera razón de la acusación. Cuando todos son culpables,
todo lo que sirve a la justicia es el castigo de todos; cuando la culpa se extiende a la existencia
de la propia miseria del mundo, solo bastará el castigo fatal.

En lugar de eso, es mucho más preferible, y es mucho más probable que nos proteja a
todos de una metástasis infernal, el declarar de manera directa: “De hecho, estoy arrojado de
modo arbitrario en la historia. Por lo tanto, elijo asumir voluntariamente la responsabilidad de
mis ventajas y la carga de mis desventajas, como cualquier otra persona. Estoy moralmente
obligado a pagar por mis ventajas con mi responsabilidad. Estoy moralmente obligado a aceptar
mis desventajas como el precio a pagar por el hecho de existir. Por lo tanto, me esforzaré por no
caer en la amargura y buscar venganza simplemente porque tener menos que otros y cargar con
una carga mayor que la de otros”.

¿No es éste incluso el punto esencial de diferencia entre el Occidente, con todas sus
fallas, y los brutales y terribles sistemas “igualitarios” generados por una doctrina patológica
como la comunista? Los grandes creadores de la república estadounidense eran, por ejemplo,
cualquier cosa menos utópicos. Hicieron un inventario completo y tuvieron en cuenta la
imperfección de la naturaleza humana, la cual es imposible erradicar. Tenían metas modestas,
derivadas de la profundamente cautelosa tradición del derecho consuetudinario de Inglaterra
(common law). Se esforzaron por establecer un sistema para que ningún tonto, ni corrupto, ni
ignorantes como todos nosotros podría dañar demasiado. Eso es humildad. Eso es un
conocimiento claro de las limitaciones de la maquinación humana y de las buenas intenciones.

¿Pero los comunistas, los revolucionarios? Apuntaron de manera grandiosa y admirable,


al menos en la teoría, a una visión mucho más celestial, y comenzaron su búsqueda con la
aplicación de la igualdad económica de una manera hipotéticamente sencilla y moralmente
justificable. La riqueza, sin embargo, no se generaba tan fácilmente. Los pobres no podían
simplemente enriquecerse. ¿Pero y las riquezas de aquellos que tenían algo más que el más pobre
de los indigentes (sin importar cuán lamentable fuera ese “más”)? Eso podría ser “redistribuido”,
o, al menos, destruido. Eso también es igualdad. Eso es sacrificio, en nombre del cielo en la tierra.
Y la redistribución no fue suficiente, con todo su robo, traición y muerte. La mera ingeniería
económica era insuficiente. Lo que también surgió fue el deseo verdaderamente totalitario de
rehacer al hombre y la mujer como tales, ya que este era el deseo de reestructurar el espíritu
humano en la imagen misma de ideas comunistas preconcebidas. Atribuyéndose a sí mismos esta
habilidad divina, esta sabiduría trascendente, y con una creencia inquebrantable en un futuro
brillante que siempre retrocedía, los novatos soviéticos torturaron, robaron, encarcelaron,
mintieron y traicionaron, y mientras tanto enmascaraban su gran maldad con la virtud. Fue
Solzhenitsyn y su El archipiélago Gulag el que arrancó la máscara y puso en evidencia la
cobardía salvaje, la envidia, el engaño, el resentimiento y el odio hacia el individuo y hacia la
propia existencia que latían profundamente.

Otros ya habían hecho el intento. Malcolm Muggeridge informó sobre los horrores de
la “deskulakización”: la colectivización forzosa del exitoso campesinado de Ucrania y otros
lugares que precedió a las terribles hambrunas de los años treinta. En la misma década, y en los
años siguientes, George Orwell arriesgó sus compromisos ideológicos y su reputación para
decirnos lo que realmente estaba ocurriendo en la Unión Soviética en nombre de la igualdad y la
fraternidad. Pero fue Solzhenitsyn quien verdaderamente avergonzó a los radicales de la
izquierda, forzándolos a pasar a la clandestinidad (donde se han escondido y han conspirado
durante los últimos cuarenta años, sin haber podido aprender lo que toda persona razonable
debería haber aprendido del cataclismo del siglo veinte y su utopía igualitaria). Y hoy, a pesar de
todo, y bajo su dominio (del comunismo), ya casi tres décadas después de la caída del Muro de
Berlín y el aparente colapso del comunismo, estamos haciendo todo lo posible para olvidar lo
que Solzhenitsyn demostró tan claramente, lo que nos va a traer un gran y merecidamente peligro.
¿Por qué no todos nuestros hijos leen El Archipiélago Gulag en nuestras escuelas secundarias,
como lo hacen ahora en Rusia? ¿Por qué nuestros profesores no se sienten obligados a leer el
libro en voz alta? ¿Acaso no ganamos la guerra fría? ¿Acaso no estaban los cadáveres apilados
lo suficientemente alto? (¿Qué tan alto, entonces, sería suficiente?)

¿Por qué, por ejemplo, sigue siendo aceptable, e incluso educado, el profesar la filosofía del
comunismo, y si no es eso, al menos admirar la obra de Marx? ¿Por qué sigue siendo aceptable
considerar la doctrina marxista como esencialmente precisa en su diagnóstico de los hipotéticos
males del libre comercio y la democracia de Occidente? ¿Cómo es posible seguir considerando
esa doctrina como “progresista” y adecuada para toda aquella persona compasiva y de
pensamiento correcto? Murieron veinticinco millones de personas por la represión interna en la
Unión Soviética (según el Libro Negro del Comunismo). Sesenta millones murieron en la China
de Mao (y es muy probable el retorno a la opresión autocrática en ese país en un futuro cercano).
Los horrores de los campos de exterminio de Camboya, con sus dos millones de cadáveres. En
Cuba hay un cuerpo político apenas con vida, donde incluso hoy las personas sufren cada día
para alimentarse. Tenemos el caso de Venezuela, donde incluso es ilegal atribuir la muerte de un
niño en el hospital debido a la desnutrición. Ningún experimento político se ha intentado tan
ampliamente, con tantas personas diferentes, en tantos países diferentes (con historias tan
diferentes), y que haya fracasado de manera tan absoluta y catastrófica. ¿Es acaso la mera
ignorancia (aunque sea del tipo más inexcusable) lo que permite a los marxistas de hoy hacer
alarde de su lealtad continua, y presentarla como compasión y cuidado? ¿O es, en cambio, la
envidia del éxito, en proporciones casi infinitas? ¿O algo parecido al odio por la humanidad
misma? ¿Cuántas pruebas necesitamos? ¿Por qué seguimos apartando nuestros ojos de la verdad?

© Jordan B. Peterson

Das könnte Ihnen auch gefallen