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The Gulag
Archipelago
1918-56
An Experi ment in Literary Investigation
VINTAGE
El Archipiélago Gulag
Aleksandr Solzhenitsyn
Introducción
Jordan B. Peterson
Cualquiera que alguna vez haya alzado la palabra ya nunca más podrá evadirla. Un escritor
no es el juez independiente de sus compatriotas y contemporáneos; es un cómplice de todo el
mal cometido es su país natal y por sus conciudadanos. Y si los tanques de su patria han
inundado de sangre el asfalto de una capital extranjera, pues entonces manchas rojizas habrán
salpicado el rostro del escritor para siempre. Y si en una noche fatal se ha ahorcado a su
confiado amigo mientras dormía, pues entonces las palmas de las manos del escritor llevan las
marcas de la soga utilizada. Y si sus jóvenes conciudadanos alegremente declaran la
superioridad de la corrupción por sobre el trabajo honesto, si se entregan a las drogas o
secuestran rehenes, pues entonces su pestilencia se mezcla con el aliento del escritor.
¿Tendremos la temeridad de afirmar que no somos responsables por las penurias del mundo
actual?
¡Y el simple paso de un simple hombre valiente es no participar de la falsedad, no apoyar falsas
acciones! Que eso ingrese al mundo, que incluso reine en el mundo – pero no con mi ayuda.
No obstante, los escritores y los artistas pueden lograr más: ¡pueden vencer a la falsedad! ¡En
la lucha contra la falsedad el arte siempre ha vencido y siempre vence! ¡Abiertamente,
irrefutablemente para todo el mundo! La falsedad puede ofrecer resistencia a muchas cosas en
este mundo, pero no al arte.
Una palabra de verdad pesa más que todo el universo.
-Del discurso pronunciado por Aleksandr Solzhenitsyn a la Academia
Sueca con motivo de su aceptación del Premio Nobel de Literatura.
Primero, defiendes tu tierra natal contra los nazis, actuando como soldado y condecorado dos
veces en el frente oriental del criminal Ejército Rojo Soviético. Después, te arrestan, humillan, y
despojan de todo rango militar, y te acusan bajo los auspicios del Artículo 58 (de uso múltiple)
por la difusión de “propaganda antisoviética” y te arrastran a la infame prisión de Lubyanka, en
Moscú. Allí, a través de los barrotes de tu celda, observas a tu amado país celebrar la victoria en
la Gran Guerra Patriótica. Entonces te condenan, en ausencia, a ocho años de trabajos forzados
(pero te salió fácil; no pasó mucho tiempo que a personas en tu misma posición se les dio ¡un
cuarto de siglo!). Y el destino no ha terminado contigo todavía, para nada. Desarrollas un cáncer
mortal en el campo de trabajos forzados, soportas el exilio que se te impuso una vez que cumpliste
tu condena, y quedas muy cerca de la muerte.
A pesar de todo esto, mantienes tu cabeza en alto. Te niegas a volverte contra el hombre
o contra Dios, aunque tienes todas las razones para hacerlo. En cambio, escribes en secreto, por
las noches, documentando tus terribles experiencias. Creas un recuerdo personal, un día en los
campos de trabajo, y ¡milagro de milagros! ¡Las nubes se abren! ¡El sol brilla a través de ellas!
¡Tu libro es publicado, y en tu propio país! El reconocimiento no tiene precedentes, a nivel
nacional e internacional. Pero el cielo se oscurece, una vez más, y el sol desaparece. La represión
vuelve. Te conviertes (una vez más) en una “no persona”. La policía secreta —la temida KGB—
toma el manuscrito de tu próximo libro. Sin embargo, ve la luz del día; pero sólo en Occidente.
Allí, tu reputación crece más allá de lo que la imaginación más salvaje podía imaginar. El propio
Comité del Premio Nobel te otorga el honor literario más alto.
Los años pasan (aunque no tantos, desde la perspectiva de la historia). ¿Entonces? ¡Otro
milagro! ¡La Unión Soviética se derrumba! Regresas a casa. Te devuelven la ciudadanía. Escribes
y hablas en tu patria reclamada hasta que la muerte te reclama, en el 2008. Un año más tarde, los
responsables de establecer el currículo escolar nacional de tu país de origen consideran que El
Archipiélago Gulag debe ser lectura obligatoria. Tu victoria imposible está completa.
Para Marx, el hombre es miembro de una clase, de una clase económica, de un grupo
(eso y poco más), y para él la historia no era nada más que un campo de batalla entre las clases,
los grupos. Sus admiradores consideraron (y continúan considerando) a la doctrina de Marx como
una doctrina de compasión, moral por definición y virtuosa por los hechos: “considera a las clases
trabajadoras en toda su opresión, y trabaja directamente para liberarlas”. Pero el odio bien puede
convertirse en una motivación más fuerte y convincente que el amor. En consecuencia, después
de la Revolución Rusa, la solidaridad con el hombre común y la aparentemente loable exigencia
de la igualdad universal se manifestó en un suspiro con su sombra vaga y cada vez más oscura.
Primero vino la acusación más brutal del “enemigo de clase”. Luego vino la definición cada vez
más amplia de ese enemigo, hasta que en un momento cada uno de los habitantes a lo largo de
todo el Estado se encontró a sí mismo con el riesgo de encapsularse dentro de esa red insaciable
y devoradora. ¿Cuál fue el veredicto entregado a los que se consideraba culpables por aquellos
que se elevaron a sí mismos a los cargos de juez, jurado y verdugo a la vez? La necesidad de
erradicar a los victimarios, a los opresores, en su totalidad, sin ningún tipo de consideración,
incluyendo la sutileza reaccionaria de la inocencia individual.
Por eso, la doctrina de la identidad de grupo termina inevitablemente con todos los que
se identifican como enemigos de la clase, el opresor; termina con todos aquellos
indiscutiblemente contaminados por el privilegio burgués, disfrutando injustamente de los
beneficios legados por esos caprichos de la historia; con todos procesados, sin tregua, por la
corrupción e injusticia. “¡No hay misericordia para el opresor!” ¡Y no hay castigo demasiado
severo para el crimen de explotación! La expiación se vuelve imposible porque no hay una culpa
individual, ni responsabilidad individual, y por lo tanto, no hay manera de que el crimen del
propio nacimiento arbitrario pueda ser considerado individualmente. Y toda la miseria que podría
generarse como consecuencia de tal acusación es la verdadera razón de la acusación. Cuando
todos son culpables, todo lo que sirve a la justicia es el castigo de todos; cuando la culpa se
extiende a la existencia de la propia miseria del mundo, solo bastará el castigo fatal.
En lugar de eso, es mucho más preferible, y es mucho más probable que nos proteja a
todos de una metástasis infernal, el declarar de manera directa: “De hecho, estoy arrojado de
modo arbitrario en la historia. Por lo tanto, elijo asumir voluntariamente la responsabilidad de
mis ventajas y la carga de mis desventajas, como cualquier otra persona. Estoy moralmente
obligado a pagar por mis ventajas con mi responsabilidad. Estoy moralmente obligado a aceptar
mis desventajas como el precio a pagar por el hecho de existir. Por lo tanto, me esforzaré por no
caer en la amargura y buscar venganza simplemente porque tener menos que otros y cargar con
una carga mayor que la de otros”.
¿No es éste incluso el punto esencial de diferencia entre el Occidente, con todas sus
fallas, y los brutales y terribles sistemas “igualitarios” generados por una doctrina patológica
como la comunista? Los grandes creadores de la república estadounidense eran, por ejemplo,
cualquier cosa menos utópicos. Hicieron un inventario completo y tuvieron en cuenta la
imperfección de la naturaleza humana, la cual es imposible erradicar. Tenían metas modestas,
derivadas de la profundamente cautelosa tradición del derecho consuetudinario de Inglaterra
(common law). Se esforzaron por establecer un sistema para que ningún tonto, ni corrupto, ni
ignorantes como todos nosotros podría dañar demasiado. Eso es humildad. Eso es un
conocimiento claro de las limitaciones de la maquinación humana y de las buenas intenciones.
Otros ya habían hecho el intento. Malcolm Muggeridge informó sobre los horrores de
la “deskulakización”: la colectivización forzosa del exitoso campesinado de Ucrania y otros
lugares que precedió a las terribles hambrunas de los años treinta. En la misma década, y en los
años siguientes, George Orwell arriesgó sus compromisos ideológicos y su reputación para
decirnos lo que realmente estaba ocurriendo en la Unión Soviética en nombre de la igualdad y la
fraternidad. Pero fue Solzhenitsyn quien verdaderamente avergonzó a los radicales de la
izquierda, forzándolos a pasar a la clandestinidad (donde se han escondido y han conspirado
durante los últimos cuarenta años, sin haber podido aprender lo que toda persona razonable
debería haber aprendido del cataclismo del siglo veinte y su utopía igualitaria). Y hoy, a pesar de
todo, y bajo su dominio (del comunismo), ya casi tres décadas después de la caída del Muro de
Berlín y el aparente colapso del comunismo, estamos haciendo todo lo posible para olvidar lo
que Solzhenitsyn demostró tan claramente, lo que nos va a traer un gran y merecidamente peligro.
¿Por qué no todos nuestros hijos leen El Archipiélago Gulag en nuestras escuelas secundarias,
como lo hacen ahora en Rusia? ¿Por qué nuestros profesores no se sienten obligados a leer el
libro en voz alta? ¿Acaso no ganamos la guerra fría? ¿Acaso no estaban los cadáveres apilados
lo suficientemente alto? (¿Qué tan alto, entonces, sería suficiente?)
¿Por qué, por ejemplo, sigue siendo aceptable, e incluso educado, el profesar la filosofía del
comunismo, y si no es eso, al menos admirar la obra de Marx? ¿Por qué sigue siendo aceptable
considerar la doctrina marxista como esencialmente precisa en su diagnóstico de los hipotéticos
males del libre comercio y la democracia de Occidente? ¿Cómo es posible seguir considerando
esa doctrina como “progresista” y adecuada para toda aquella persona compasiva y de
pensamiento correcto? Murieron veinticinco millones de personas por la represión interna en la
Unión Soviética (según el Libro Negro del Comunismo). Sesenta millones murieron en la China
de Mao (y es muy probable el retorno a la opresión autocrática en ese país en un futuro cercano).
Los horrores de los campos de exterminio de Camboya, con sus dos millones de cadáveres. En
Cuba hay un cuerpo político apenas con vida, donde incluso hoy las personas sufren cada día
para alimentarse. Tenemos el caso de Venezuela, donde incluso es ilegal atribuir la muerte de un
niño en el hospital debido a la desnutrición. Ningún experimento político se ha intentado tan
ampliamente, con tantas personas diferentes, en tantos países diferentes (con historias tan
diferentes), y que haya fracasado de manera tan absoluta y catastrófica. ¿Es acaso la mera
ignorancia (aunque sea del tipo más inexcusable) lo que permite a los marxistas de hoy hacer
alarde de su lealtad continua, y presentarla como compasión y cuidado? ¿O es, en cambio, la
envidia del éxito, en proporciones casi infinitas? ¿O algo parecido al odio por la humanidad
misma? ¿Cuántas pruebas necesitamos? ¿Por qué seguimos apartando nuestros ojos de la verdad?
© Jordan B. Peterson