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Enero de 2016
LA GITANEIDAD BORRADA
(SI ALGUIEN TE PREGUNTA POR NUESTRA AUSENCIA)
1) GENEALOGÍA DE LA ESCUELA p. 8
A) El Aula p. 10
B) El Profesor p. 10
C) La Pedagogía p. 11
1) IDIOSINCRASIA p. 18
A) Nomadismo p. 18
B) Oralidad p. 28
C) Laborofobia p. 35
D) Sentimiento comunitario p. 40
E) Derecho consuetudinario gitano (la Kriss romaní) p. 45
F) Educación clánica gitana p. 53
G) Anti-productivismo p. 55
H) Aversión al Estado y a sus lógicas políticas p. 63
IV) EL ALTERICIDIO SOCIALCÍNICO DEL PUEBLO ROM COMO EXPRESIÓN DEL DEMOFASCISMO
(A MODO DE RECAPITULACIÓN TEÓRICA) p. 119
La Escuela (general, obligatoria) surge en Europa, en el siglo XIX, para resolver un problema de
gestión del espacio social. Responde a una suerte de complot político-empresarial, tendente a una
reforma moral de la juventud —forja del “buen obrero” y del “ciudadano ejemplar”.
En Trabajos elementales sobre la Escuela Primaria, A. Querrien, aplicando la perspectiva
genealógica sugerida por M. Foucault, desvela el nacimiento de la Escuela (moderna, regulada,
estatal) en el Occidente decimonónico. En el contexto de una sociedad industrial capitalista
enfrentada a dificultades de orden público y de inadecuación del material humano para las
exigencias de la fábrica y de la democracia liberal, va tomando cuerpo el plan de un
enclaustramiento masivo de la infancia y de la juventud, alimentado por el cruce de
correspondencia entre patronos, políticos y filósofos, entre empresarios, gobernantes e intelectuales.
Se requería una transformación de las costumbres y de los caracteres; y se eligió el modelo de un
encierro sistemático —adoctrinador y moralizador— en espacios que imitaron la estructura y la
lógica de las cárceles, de los cuarteles y de las factorías (A. Querrien, 1979).
Cuadro de Alfonso Santa-Olalla Lozano
2) LA FORMA OCCIDENTAL DE EDUCACIÓN ADMINISTRADA. El “TRÍPODE”
ESCOLAR
A) El Aula
Supone una ruptura absoluta, un hiato insondable, en la historia de los procedimientos de
transmisión cultural: en pocas décadas, se generaliza la reclusión “educativa” de toda una franja de
edad (niños, jóvenes). A este respecto, I. Illich ha hablado de la invención de la niñez:
“Olvidamos que nuestro actual concepto de «niñez» solo se desarrolló recientemente en Europa
occidental (…). La niñez pertenece a la burguesía. El hijo del obrero, el del campesino y el del noble
vestían todos como lo hacían sus padres, jugaban como estos, y eran ahorcados igual que ellos (…). Solo
con el advenimiento de la sociedad industrial la producción en masa de la «niñez» comenzó a ser factible
(…). Si no existiese una institución de aprendizaje obligatorio y para una edad determinada, la «niñez»
dejaría de fabricarse (…). Solo a «niños» se les puede enseñar en la escuela. Solo segregando a los seres
humanos en la categoría de la niñez podremos someterlos alguna vez a la autoridad de un maestro de
escuela” (1985, p. 17-8).
Desde entonces, el estudiante se define como un “prisionero a tiempo parcial”. Forzada a clausura
intermitente, la subjetividad de los jóvenes empieza a reproducir los rasgos de todos los seres
aherrojados, sujetos a custodia institucional. Son sorprendentes las analogías que cabe establecer
entre los comportamientos de nuestros menores en las escuelas y las actitudes de los compañeros
presos de F. Dostoievski, descritas en su obra El sepulcro de los vivos (1974). Entre los factores que
explican tal paralelismo, el escritor ruso señala una circunstancia que a menudo pasa desapercibida
a los críticos de las estructuras de confinamiento: “la privación de soledad”.
Pero para educar no es preciso encerrar: la educación “sucede”, “ocurre”, “acontece”, en todos
los momentos y en todos los espacios de la sociabilidad humana. Ni siquiera es susceptible de
deconstrucción. Así como podemos deconstruir el Derecho, pero no la justicia, cabe someter a
deconstrucción la Escuela, aunque no la educación. “Solo se deconstruye lo que está dado
institucionalmente”, nos decía J. Derrida en “Una filosofía deconstructiva” (1997, p. 7).
En realidad, se encierra para:
1) Asegurar a la Escuela una ventaja decisiva frente a las restantes instancias de socialización,
menos controlables. Como ha comprobado A. Querrien, precisamente para fiscalizar (y neutralizar)
los inquietantes procesos populares de auto-educación —en las familias, en las tabernas, en las
plazas,...—, los patronos y los gobernantes de los albores del Capitalismo tramaron el Gran Plan de
un internamiento formativo de la juventud (1979, cap. 1).
2) Proporcionar, a la intervención pedagógica sobre la conciencia, la duración y la intensidad
requeridas a fin de solidificar habitus y conformar las “estructuras de la personalidad” necesarias
para la reproducción del sistema económico y político (P. Bourdieu y J. C. Passeron, 1977).
3) Sancionar la primacía absoluta del Estado, que rapta todos los días a los menores y obliga a los
padres, bajo amenaza de sanción administrativa, a cooperar en tal secuestro, como nos recuerda J.
Donzelot en La policía de las familias (1979). El autor se refiere en dicho estudio, no a la familia
como un poder policial, sino, contrariamente, al modo en que se vigila y se modela la institución del
hogar. Entre los dispositivos encargados de ese “gobierno de la familia”, de ese control de la
intimidad doméstica, se halla la Escuela, con sus apósitos socio-psico-terapéuticos (psicólogos
escolares, servicios sociales, mediadores comunitarios, etc.). Alcanza así su hegemonía un modelo
exclusivo de familia, en la destrucción o asimilación de los restantes —hogar rural-marginal, grupo
indígena, clan nómada, otras fórmulas minoritarias de convivencia o de procreación, etc. Distingue
a ese arquetipo prevalente aceptar casi sin resistencia la intromisión del Estado en el ámbito de la
educación de los hijos, renunciando a lo que podría considerarse constituyente de la esfera de
privacidad y libertad de las familias.
B) El Profesor
Se trata, en efecto, de un educador; pero de un educador entre otros (educadores “naturales”, como
los padres; educadores elegidos para asuntos concretos, o “maestros”; educadores fortuitos, tal esas
personas que se cruzan inesperadamente en nuestras vidas y, por un lance del destino, nos marcan
en profundidad; actores de la “educación comunitaria”; todos y cada uno de nosotros, en tanto auto-
educadores; etcétera). Lo que define al Profesor, recortándolo de ese abigarrado cuadro, es su índole
“mercenaria”.
Mercenario en lo económico, pues aparece como el único educador que proclama consagrarse a la
más noble de las tareas y, acto seguido, pasa factura, cobra. “Si el Maestro es esencialmente un
portador y comunicador de verdades que mejoran la vida, un ser inspirado por una visión y una
vocación que no son en modo alguno corrientes, ¿cómo es posible que presente una factura”?
(Steiner, 2011, p. 10-1). Mercenario en lo político, porque se halla forzosamente inserto en la
cadena de la autoridad; opera, siempre y en todo lugar, como un eslabón en el engranaje de la
servidumbre. Su lema sería: “Mandar para obedecer, obedecer para mandar” (J. Cortázar, 1993).
Desde la antipedagogía se execra particularmente su auto-asignada función demiúrgica
(“demiurgo”: hacedor de hombres, principio activo del mundo, divinidad forjadora), solidaria de
una “ética de la doma y de la cría” (F. Nietzsche). Asistido de un verdadero poder pastoral (M.
Foucault) (1), ejerciendo a la vez de Custodio, Predicador y Terapeuta (I. Illich) (2), el Profesor
despliega una operación pedagógica sobre la conciencia de los jóvenes, labor de escrutinio y de
corrección del carácter tendente a un cierto “diseño industrial de la personalidad” (3). Tal una
aristocracia del saber, tal una élite moral domesticadora, los profesores se aplicarían al muy turbio
Proyecto Eugenésico Occidental, siempre en pos de un Hombre Nuevo —programa trazado de
alguna manera por Platón en El Político, aderezado por el cristianismo y reelaborado
metódicamente por la Ilustración (4). Bajo esa determinación histórico-filosófica, el Profesor trata
al joven como a un bonsái: le corta las raíces, le poda las ramas y le hace crecer siguiendo un canon
de mutilación. “Por su propio bien”, alega la ideología profesional de los docentes... (A. Miller) (5).
C) La Pedagogía
Disciplina que suministra al docente la dosis de autoengaño, o “mentira vital” (F. Nietzsche),
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(1) Poder pastoral, constituyente de “sujetos” en la doble acepción de M. Foucault: “El término «sujeto» tiene dos
sentidos: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia, y sujeto relegado a su propia identidad por la
conciencia y el conocimiento de sí mismo. En los dos casos, el término sugiere una forma de poder que subyuga y
somete” (1980 B, p. 31).
(2) En La sociedad desescolarizada, I. Illich sostuvo lo siguiente:
“[La Escuela] a su vez hace del profesor un custodio, un predicador y un terapeuta (…). El profesor-como-custodio actúa como un
maestro de ceremonias (…). Es el árbitro del cumplimiento de las normas y (…) somete a sus alumnos a ciertas rutinas básicas. El
profesor-como-moralista reemplaza a los padres, a Dios, al Estado; adoctrina al alumno acerca de lo bueno y lo malo, no solo en la
escuela, sino en la sociedad en general (…). El profesor-como-terapeuta se siente autorizado a inmiscuirse en la vida privada de su
alumno a fin de ayudarle a desarrollarse como persona. Cuando esta función la desempeña un custodio y un predicador, significa por lo
común que persuade al alumno a someterse a una domesticación en relación con la verdad y la justicia postuladas” (1985, p. 19).
(3) Asunto recurrente en casi todas las obras de F. Nietzsche —véase, en particular, Sobre el porvenir de nuestras
escuelas (2000). En una fecha sorprendentemente temprana, 1872, casi asistiendo al nacimiento y primera expansión de
la educación pública, el “olfato” de F. Nietzsche desvela el propósito de las nuevas instituciones de enseñanza: “Formar
lo antes posible empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional”. De alguna forma, queda ya dicho lo más
relevante; y podría considerarse fundada de una vez la antipedagogía, que había empezado a balbucear en no pocos
pasajes, extremadamente lúcidos, de M. Bakunin (en el contexto de su crítica pionera de la teología). A “la doma y la
cría del hombre” se refiere también F. Nietzsche en Así habló Zaratustra, especialmente en la composición titulada “De
la virtud empequeñecedora” (1985, p. 237-247).
(4) En Reglas para el parque humano, la idea de una “élite moral domesticadora” (que actúa, entre otros ámbitos, en la
Escuela), siempre al servicio del proyecto eugenésico europeo, es asumida, si bien con matices, por P. Sloterdijk , a
partir de su recepción de F. Nietzsche: “[Para F. Nietzsche] la domesticación del hombre era la obra premeditada de una
liga de disciplinantes, esto es, un proyecto del instinto paulino, clerical, instinto que olfatea todo lo que en el hombre
pudiera considerarse autónomo o soberano y aplica sobre ello sin tardanza sus instrumentos de supresión y de
mutilación” (2000 B, p. 6).
(5) Para A. Miller (Por tu propio bien, 2009), toda pedagogía es, por necesidad, “negra”; y enorme el daño que la
Escuela, bajo cualquiera de sus formas, inflige al niño. Desde el punto de vista de la psicología, y con una gran
sensibilidad hacia las necesidades afectivas del menor, la autora levanta una crítica insobornable del aparato educativo,
erigiéndose en referente cardinal de la antipedagogía.
imprescindible para atenuar su mala conciencia de agresor. Narcotizado por un saber justificativo,
podrá violentar todos los días a los niños, arbitrario en su poder, sufriendo menos... Los oficios viles
esconden la infamia de su origen y de su función con una “ideología laboral” que sirve de disfraz y
de anestésico a los profesionales: “Estos disfraces no son supuestos. Crecen en las gentes a medida
que viven, así como crece la piel, y sobre la piel el vello. Hay máscaras para los comerciantes así
como para los profesores” (Nietzsche, 1984, p. 133).
Como “artificio para domar” (Ferrer Guardia, 1976, p. 180), la pedagogía se encarga también de
readaptar el dispositivo escolar a las sucesivas necesidades de la máquina económica y política, en
las distintas fases de su conformación histórica. Podrá así perseverar en su objetivo explícito (“una
reforma planetaria de las mentalidades”, en palabras de E. Morin, suscritas y difundidas sin
escatimar medios por la UNESCO) (6), modelando la subjetividad de la población según las
exigencias temporales del aparato productivo y de la organización estatal.
A grandes rasgos, ha generado tres modalidades de intervención sobre la psicología de los jóvenes:
la pedagogía negra, inmediatamente autoritaria, al gusto de los despotismos arcaicos, que
instrumentaliza el castigo y se desenvuelve bajo el miedo de los escolares, hoy casi enterrada; la
pedagogía gris, preferida del progresismo liberal, en la que el profesorado demócrata, jugando la
carta de la simpatía y del alumnismo, persuade al estudiante-amigo de la necesidad de aceptar una
subalternidad pasajera, una subordinación transitoria, para el logro de sus propios objetivos
sociolaborales; y la pedagogía blanca, en la vanguardia del Reformismo Pedagógico
contemporáneo, invisibilizadora de la coerción docente, que confiere el mayor protagonismo a los
estudiantes, incluso cuotas engañosas de poder, simulando espacios educativos “libres”.
En El enigma de la docilidad, valoramos desabridamente el ascenso irreversible de las pedagogías
blancas (2005, p. 21):
“Por el juego de todos estos deslizamientos puntuales, algo sustancial se está alterando en la Escuela
bajo la Democracia: aquel dualismo nítido profesor-alumno tiende a difuminarse, adquiriendo
progresivamente el aspecto de una asociación o de un enmarañamiento.
Se produce, fundamentalmente, una «delegación» en el alumno de determinadas incumbencias
tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte al estudiante en sujeto/objeto de la
práctica pedagógica... Habiendo intervenido, de un modo u otro, en la rectificación del temario, ahora
habrá de padecerlo. Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en adelante se co-
responsabilizará del fracaso inevitable de las mismas y del aburrimiento que volverá por sus fueros
conforme el factor rutina erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas. Involucrándose en
los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse cuando sufra las consecuencias de la
calificación discriminatoria y jerarquizadora. Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará
las culpas de su naufragio? Y, si no naufraga, ¿de quién esperará un motín cuando descubra que lleva a
un mal puerto?
En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la Democracia confiará al estudiante las
tareas cardinales de su propia coerción. De aquí se sigue una invisibilización del educador como agente
de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la lógica interna
de la Institución.
Cada día un poco más, la Escuela de la Democracia es, como diría Cortázar, una «Escuela de noche». La
parte visible de su funcionamiento coactivo aminora y aminora. Sostenía Arnheim que, en pintura como
en música, «la buena obra no se nota» –apenas hiere nuestros sentidos. Me temo que este es también el
caso de la buena represión: no se ve, no se nota. Hay algo que está muriendo de paz en nuestras
escuelas; algo que sabía de la resistencia, de la crítica. El estudiante ejemplar de nuestro tiempo es una
figura del horror: se le ha implantado el corazón de un profesor y se da a sí mismo escuela todos los días.
Horror dentro del horror, el de un autoritarismo intensificado que a duras penas sabremos percibir. Horror
de un cotidiano trabajo de poda sobre la conciencia. «¡Dios mío, qué están haciendo con las cabezas de
nuestros hijos!», pudo todavía exclamar una madre alemana en las vísperas de Auschwitz. Yo llevo todas
las mañanas a mi crío al colegio para que su cerebro sea maltratado y confundido por un hatajo de
educadores, y ya casi no exclamo nada. ¿Qué puede el discurso contra la Escuela? ¿Qué pueden estas
páginas contra la Democracia? ¿Y para qué escribir tanto, si todo lo que he querido decir a propósito de la
Escuela de la Democracia cabe en un verso, en un solo verso, de Rimbaud:
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(6) No podemos transcribir sin temblor estas declaraciones de E. Morin, en Los siete saberes necesarios para la
educación del futuro, obra publicada en París, en 1999, bajo el paraguas de la ONU: “Transformar la especie humana en
verdadera humanidad se vuelve el objetivo fundamental y global de toda educación” (p. 42); “Una reforma planetaria de
las mentalidades; esa debe ser la labor de la educación del futuro” (p. 58).
«Tiene una mano que es invisible, y que mata»”.
Frente a la tradición del Reformismo Pedagógico (movimiento de las Escuelas Nuevas, vinculado
a las ideas de J. Dewey en EEUU, M. Montessori en Italia, J. H. Pestalozzi en Suiza, O. Decroly en
Bélgica, A. Ferrière en Francia, etc.; irrupción de las Escuelas Activas, asociadas a las propuestas de
C. Freinet, J. Piaget, P. Freire,...; tentativa de las Escuelas Modernas, con F. Ferrer Guardia al frente;
eclosión de las Escuelas Libres y otros proyectos antiautoritarios, como Summerhill en Reino
Unido, Paideia en España, la “pedagogía institucional” de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez en
América Latina o los centros educativos inspirados en la psicoterapia de C. R. Rogers en
Norteamérica; y la articulación de la Escuela Socialista, desde A. Makarenko hasta B. Suchodolski,
bajo el comunismo), no existe, en rigor, una tradición contrapuesta, de índole antipedagógica.
La antipedagogía no aparece como una corriente homogénea, discernible, con autores que remiten
unos a otros, que parten unos de otros. Deviene, más bien, como “intertexto”, en un sentido
próximo al que este término conoce en los trabajos de J. Kristeva: conjunto heterogéneo de
discursos, que avanzan en direcciones diversas y derivan de premisas también variadas,
respondiendo a intereses intelectuales de muy distinto rango (literarios, filosóficos,
cinematográficos, técnicos,...), pero que comparten un mismo “modo torvo” de contemplar la
Escuela, una antipatía radical ante el engendro del praesidium formativo, sus agentes profesionales
y sus sustentadores teóricos. Ubicamos aquí miríadas de autores que nos han dejado sus
impresiones negativas, sus críticas, a veces sus denuncias, sin sentir necesariamente por ello la
obligación de dedicar, al aparato escolar o al asunto de la educación, un corpus teórico riguroso o
una gran obra. Al lado de unos pocos estudios estructurados, de algunas vastas realizaciones
artísticas, encontramos, así, un sinfín de artículos, poemas, cuentos, escenas, imágenes, parágrafos o
incluso simples frases, apuntando siempre, por vías disímiles, a la denegación de la Escuela, del
Profesor y de la Pedagogía.
En este intertexto antipedagógico cabe situar, de una parte, poetas románticos y no románticos,
escritores más o menos “malditos” y, por lo común, creadores poco “sistematizados”, como el
Conde de Lautréamont (que llamó a la Escuela “Mansión del Embrutecimiento”), F. Hölderlin
(“Ojalá no hubiera pisado nunca ese centro”), O. Wilde (“El azote de la esfera intelectual es el
hombre empeñado en educar siempre a los demás”), Ch. Baudelaire (“Es sin duda el Diablo quien
inspira la pluma y el verbo de los pedagogos”), A. Artaud (“Ese magma purulento de los
educadores”), J. Cortázar (La escuela de noche), J. M. Arguedas (Los escoleros), Th. Bernhard
(Maestros antiguos), J. Vigo (Cero en conducta), etc., etc., etc. De otra parte, podemos enmarcar ahí
a unos cuantos teóricos, filósofos y pensadores ocasionales de la educación, como M. Bakunin, F.
Nietzsche, P. Blonskij (desarrollando la perspectiva de K. Marx), F. Ferrer Guardia en su vertiente
“negativa”, I. Illich y E. Reimer, M. Foucault, A. Miller, P. Sloterdijk, J. T. Gatto, J. Larrosa con
intermitencias, J. C. Carrión Castro,... En nuestros días, la antipedagogía más concreta,
perfectamente identificable, se expresa en los padres que retiran a sus hijos del sistema de
enseñanza oficial, pública o privada; en las experiencias educativas comunitarias que asumen la
desescolarización como meta (Olea en Castellón, Bizi Toki en Iparralde,...); en las organizaciones
defensivas y propaladoras antiescolares (Asociación para la Libre Educación, por ejemplo) y en el
activismo cultural que manifiesta su disidencia teórico-práctica en redes sociales y mediante blogs
(Caso Omiso, Crecer en Libertad,...).
Cuadro de Alfonso Santa-Olalla Lozano
3) EL “OTRO” DE LA ESCUELA: MODALIDADES EDUCATIVAS REFRACTARIAS A
LA OPCIÓN SOCIALIZADORA OCCIDENTAL
La Escuela es solo una “opción cultural” (P. Liégeois) (7), el hábito educativo reciente de apenas
un puñado de hombres sobre la tierra. Se mundializará, no obstante, pues acompaña al Capitalismo
en su proceso etnocida de globalización...
En un doloroso mientras tanto, otras modalidades educativas, que excluyen el mencionado trípode
escolar, pugnan hoy por subsistir, padeciendo el acoso altericida de los aparatos culturales estatales
y para-estatales: educación tradicional de los entornos rural-marginales (objeto de nuestro ensayo
libre Desesperar), educación comunitaria indígena (que analizamos en La bala y la escuela) (8),
educación clánica de los pueblos nómadas (donde se incluye la educación gitana), educación
alternativa no-institucional (labor de innumerables centros sociales, ateneos, bibliotecas populares,
etc.), auto-educación,...
Enunciar la otredad educativa es la manera antipedagógica de confrontar ese discurso mixtificador
que, cosificando la Escuela (desgajándola de la historia, para presentarla como un fenómeno
natural, universal), la fetichiza a conciencia (es decir, la contempla deliberadamente al margen de
las relaciones sociales, de signo capitalista, en cuyo seno nace y que tiene por objeto reproducir) y,
finalmente, la mitifica (erigiéndola, por ende, en un ídolo sin crepúsculo, “vaca sagrada” en
expresión de I. Illich) (9).
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(7) Véase Minoría y escolaridad: el paradigma gitano, estudio coordinado por J. P. Liégeois (1998). Las conclusiones
de esta investigación han sido recogidas por M. Martín Ramírez en “La educación y el derecho a la dignidad de las
minorías. Entre el racismo y las desigualdades intolerables: el paradigma gitano” (2005, p. 197-8). Remitimos también a
La escolarización de los niños gitanos y viajeros, del propio J. P. Liégeois (1992).
(8) Remitimos a nuestro ensayo La bala y la escuela. Holocausto indígena, publicado por Virus Editorial en 2009.
Contra la diferencia indígena, el imperialismo cultural de Occidente y la globalización del sistema capitalista que le
sirve de basamento disponen de dos instrumentos fundamentales: la bala (paramilitarización, terror policíaco, ejércitos
invasores) y la Escuela. Como en el caso gitano, hay, en lo “impersonal”, una víctima inmediata y otra mediata: la
educación comunitaria en un primer momento y la alteridad cultural a medio plazo. Como acontece en el ámbito
romaní, hay también, en el horizonte, miles de víctimas “personales”: los portadores de caracteres específicos,
idiosincrásicos, anulados por la Subjetividad Única euro-norteamericana.
(9) “La escuela esa vieja y gorda vaca sagrada” es el título que I. Illich eligió para una de sus composiciones más
célebres, publicada en 1968. Transcurrida una década, fue incluida en el número 1 de la revista Trópicos (1979, p. 14-
31).
Cuadro de Juan Emilio Pérez Samaniego
II) LA DIFERENCIA. EL EXPONENTE GITANO
Existe una especificidad gitana, una diferencia, que puede estar a punto de diluirse... La
desesperada apuesta de Occidente por un mestizaje que, no habiendo podido evitar, erige hoy en
objeto de administración, adherida a la voluntad de ocultar su responsabilidad en sucesivos
etnocidios, incita a muchos investigadores, bajo recompensa económica y de prestigio, a negar la
idiosincrasia de las culturas (vigorosas o moribundas), los rasgos de fondo civilizatorios resistentes
a la erosión del devenir. Hiperbolizando las mutaciones de superficie, las evoluciones reales o
aparentes, llevan a cuchillo las raíces, las velan; y, por un gesto complementario, disuelven a los
portadores empíricos de la otredad cultural en el magma de la diversidad sin patrón, de la
heterogeneidad irreductible, de la casuística individual. “Cada gitano, un mundo”, se nos dirá. Y se
repetirá, con indiciosa satisfacción, que “la gitaneidad es hoy múltiple, fragmentada y hasta
contradictoria”... Con esta falsificación parcial se atiende a una demanda mayor del discurso liberal
dominante, etnocéntrico y tardocolonialista. Propende la homogeneización —algo más que la mera
homologación— en un pseudo-mestizaje de cuño occidental.
Pero es evidente que el pueblo gitano ha defendido desde tiempo inmemorial unas peculiaridades
socio-culturales que lo hicieron reconocible como tal, determinaciones de hondura hoy a un paso
del desvanecimiento. Se ha dado, a través de las épocas —Europa empezó a percibirlo desde la baja
Edad Media—, un testarudo retorno de determinadas características, prácticamente inmutables en lo
esencial (cristalizaciones históricas duraderas), que se dejaban no obstante afectar en lo secundario,
moldear por los distintos contextos sociales e ideológicos en que hubieron de desenvolverse los
colectivos calés. Existe una “materia prima” gitana, en sí misma histórico-social (no hablamos de
una esencia, de una naturaleza, de nada parecido a una excepcionalidad genética constituyente); y, a
partir de ahí, se obtuvieron diversos “elaborados”, según los tiempos y los países...
Sabemos, pues, de una singularidad gitana que, desde mediados del siglo XX, tiende a difuminarse
precipitadamente. Esa alteridad, un modo romaní de “ser otro”, deviene como proceso y producto
civilizatorio, como condición psíquico-cultural estabilizada durante siglos, y no debe confundirse
con la etnicidad en sentido estricto, física o anatómica: de hecho, el gitano “perceptible”
contemporáneo no reproduce ya, en su expresión mayoritaria, ese núcleo de la discrepancia, ese
perfil humano particular, por lo que cabe atenderlo como mera manifestación “diversa” de la
Subjetividad Única occidental.
En las páginas siguientes, procuraremos aproximarnos a los rasgos fundamentales de la
idiosincrasia histórica (o tradicional) romaní.
A) Nomadismo
En nuestra opinión, uno de los rasgos básicos definidores de la gitaneidad histórica es el
nomadismo. De ahí se derivan otras características y ahí se asienta, en parte, la unicidad, lo
inaudito, de este pueblo sin patria.
La potencia “matriz” de la condición nómada quedó señalada, de alguna forma, en las primeras
teorizaciones críticas del Estado: tanto para P. Kropotkin (El Estado) como para F. Engels (El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado), la sedentarización, induciendo
determinadas relaciones económicas en las aldeas y entre los pueblos, se erige en premisa de la
propiedad privada, de la escisión en clases, de la dominación social y del establecimiento de
entidades burocráticas y gubernativas que contienen el germen de la organización estatal.
Cancelando esa secuencia, los pueblos nómadas (como también los primeros asentamientos
precarios) desarrollarían modelos de convivencia basados en la ausencia de apropiación y
acumulación particular de los recursos, en el consiguiente igualitarismo social, en la intensificación
de la ayuda mutua y de la solidaridad interna, en un derecho consuetudinario homeostático, y en la
autogestión demoslógica en tanto comunidades libres.
Invirtiendo el sentido de la causalidad (opresión política previa que produciría la fractura social y
la explotación económica), los estudios antropológicos de P. Clastres abonan asimismo la idea de
una sobredeterminación general de la condición nómada, de un inmenso “poder de constitución”
(sobre la subjetividad, la sociabilidad y la cultura) de la existencia no-sedentaria (1). Buena parte de
los rasgos que a continuación presentaremos como configuradores de la otredad romaní (oralidad,
laborofobia, educación clánica, anti-productivismo, aversión a los procesos políticos estatales) se
desprenden precisamente de esta índole errante del pueblo gitano tradicional.
Hay autores que han pretendido deslavar dicha originalidad, relativizarla —domarla, en cierto
sentido—; y han presentado a los gitanos como etnia obligada a huir, forzada a peregrinar, en una
suerte de “vida ambulante por obstrucción del asentamiento”, por coacción... El romaní habría sido
nómada a su pesar, por las políticas y prácticas de exclusión y hostigamiento desatadas contra él.
Desde una extrapolación abusiva de las dinámicas registradas en el Este de Europa (en Rumanía,
especialmente), F. Kempf ha arremetido contra el concepto de “nomadismo gitano”:
“[Los gitanos] no pueden participar en la vida de la sociedad mayoritaria y, por consiguiente, no pueden
tener los sentimientos de pertenencia a una colectividad enraizada en un territorio y con una historia
común. Este débil sentimiento de pertenencia es una de las causas que pueden explicar los movimientos
migratorios de la comunidad romaní del Este hacia la Unión Europea durante los últimos años (…). Estos
movimientos nada tienen que ver con el nomadismo y son fenómenos complejos. Sin embargo, el hecho
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(1) El Estado, bella obra del príncipe ácrata, constituye una manifestación temprana y exploratoria de lo que hemos
llamado “heterotopía” y “lectura productiva”.
Como quiere la “heterotopía”, se cuestiona la ilusión de universalidad del individuo egoísta occidental y de sus
instituciones fundamentales, al confrontarlo con sujetos colectivos (comunidades, tribus, clanes, federaciones) que se
desenvolvieron en ausencia de tales estructuras: formaciones sociales se diría que conjuradas contra la Propiedad, el
Mercado, la división en Clases y el despotismo de la Razón Política —con su legitimación de los aparatos
administrativos y de las élites detentadoras de la autoridad.
Partiendo de esa premisa, P. Kropotkin somete la historia de la humanidad a una “lectura productiva” que destaca los
tiempos y los espacios, no solo de la ausencia de Estado, sino también de la presencia de Usos Comunales
(cooperativos y de ayuda mutua) que excluían el acaparamiento de los medios de subsistencia y la consecuente
subordinación laboral; Usos distintivos de comunidades igualitarias, que se auto-gobernaban mediante fórmulas
asambleístas y de libre acuerdo, defensoras a ultranza de un derecho oral consuetudinario sustancialmente pacificador.
Señala a cada paso, a la manera heterotópica, la pervivencia de esos rasgos en pueblos diversos y en múltiples
experiencias sociales de la época que le tocó vivir.
Se refiere así —lo recogemos solo a modo de ilustración y porque evoca aspectos de la gitaneidad tradicional— a la
tribu primitiva, en la que “la acumulación de la propiedad privada no podía efectuarse (…), como aún ocurre entre los
«patagones» y «esquimales» contemporáneos nuestros” (2001, p. 9):
“Toda la tribu efectuaba la caza o la contribución voluntaria en común (…). Toda una serie de instituciones (…), todo un código de
moral de tribu, fue elaborado durante esa fase primitiva... y para mantener este núcleo de costumbres sociales bastaba el vigor, el uso,
el hábito y la tradición. Ninguna necesidad tuvieron de la Autoridad para imponerlo (…). Sin duda que los primitivos tuvieron directores
temporales (…), pero la alianza entre el portador de la «ley», el jefe militar y el hechicero no existía, y no puede suponerse el «Estado»
en estas tribus, como no se supone en una sociedad de abejas u hormigas” (2001, p. 9).
En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, F. Engels sostiene una interpretación concordante,
apoyándose en las “pruebas antropológicas” suministradas por las investigaciones de L. H. Morgan. Los rasgos que F.
Engels identificaba en la “gens” primitiva, y que en nuestros días los estudios de M. Gimbutas tienden a sugerir para la
Civilización de la Vieja Europa, sirven asimismo para caracterizar al pueblo gitano tradicional:
“¡Admirable constitución esta de la gens! [propia de los indios iroqueses norteamericanos, de los primitivos griegos, romanos, celtas
y otros pueblos del continente europeo] (…). Sin soldados, gendarmes ni policías, sin nobleza, sin reyes, virreyes, prefectos o jueces,
sin cárceles ni procesos, todo marchaba con regularidad. Todas las querellas y todos los conflictos los zanja la colectividad (…). No hace
falta ni siquiera una parte mínima del actual aparato administrativo (…). La economía doméstica es común para una serie de familias y
es comunista (…). En la mayoría de los casos, unos usos sociales lo han regulado ya todo. No puede haber pobres ni necesitados: la
familia y la gens conocen sus obligaciones para con los ancianos, los enfermos y los inválidos de guerra. Todos son iguales y libres,
incluidas las mujeres. No hay aún esclavos, y, por regla general, tampoco se da el sojuzgamiento de tribus extrañas” (Engels, 1992, p.
173-4).
Remitimos, por último, a La sociedad contra el Estado, recopilación de ensayos de P. Clastres (1978). Llaman a
asombro las analogías detectables entre la cosmovisión gitana y la filosofía indígena —tal y como es analizada por el
antropólogo francés. Entre las coincidencias más significativas (y al lado de la mencionada sobredeterminación del
factor nómada, allí donde este concurría) cabe referir la precedencia ontológica y axiológica de la comunidad, la índole
de un derecho oral orientado, no al castigo, sino a la reconciliación de los litigantes y a la preservación de la armonía
eco-social, el concepto de un liderazgo (temporal, suscitado por la estima o por el reconocimiento, perfectamente
revocable) que no supone autoridad y que no exige obediencia, y el rechazo de los idealismos universalistas y del
proceso mismo de abstracción.
de que grandes comunidades, no siempre las más vulnerables (estas no tienen ni los medios para
emigrar), se hayan mostrado dispuestas a venderlo todo y emigrar (…) es el resultado flagrante del
rechazo hacia la comunidad romaní y de la voluntad, por parte de las sociedades mayoritarias, de no
querer vivir cerca de ella” (2003, p. 293-304).
J. López Bustamante, que fuera director de Unión Romaní, gitano perfectamente asentado,
escolarizado, “laborizado” —integrado—, miembro del millar de oro formado en nuestras (muy
payas) Universidades, suscribe esa perspectiva, en un gesto inequívocamente malinchista:
“A pesar de que muchas veces se recurre al tópico de la proverbial inclinación gitana a la romántica vida
errante, las motivaciones a las que obedece la decisión de emigrar son bien distintas” (en “Las pateras
del asfalto. Algunas consideraciones sobre la inmigración de los gitanos rumanos”, texto absolutamente
recomendable) (2005, p. 140).
Pero cabe invertir la argumentación y sostener que, tras el fin del experimento socialista en la
Europa del Este (experiencia socio-política que “sujetó” a los romaníes, sedentarizándolos e
inscribiéndolos por la fuerza en el orden de la dependencia económica y del salario, como pudimos
comprobar personalmente, pues vivíamos por aquel entonces en Hungría), en el ambiente de la
recién restaurada libertad de movimientos, se reanimó la vocación nómada de los gitanos del área,
que volvieron en masa a los caminos, manifestando su vieja —y nunca arruinada del todo—
predilección por la vida ambulante.
Otro gitano del millar brillante, asimilado hasta el punto de alcanzar la condición de
parlamentario, presidente también de Unión Romaní, abogado y periodista, apóstol de la
participación gitana en la política paya, de la escolarización absoluta, etc., reconoce, no obstante, la
pervivencia del “nomadismo consciente” en una parte (residual, por desgracia) del pueblo calé:
“Tratándose de una comunidad tan dispersa como la nuestra, con importantísimos núcleos de población
que practican el nomadismo, se tendría que distinguir entre el sentimiento de pertenencia a un país
concreto de quienes son sedentarios y el de quienes por su carácter itinerante tienen mayor consciencia
de ser, por encima de todo, ciudadanos del mundo” (Ramírez-Heredia, 2005, p. 41).
Una soleá de Alcalá, de la misma época, que recogiera Joaquín el de la Paula y canta hoy
Fosforito, enlaza la vida errante con el amor como horizonte:
“A pesar de tanto tiempo
por tan distintos caminos,
en mi corazón me siento
que tú eres mi destino”.
[En el recopilatorio El cante flamenco..., 2004]
En la segunda mitad del siglo XIX, conforme avanza el proceso de sedentarización, el cante se ve
marcado por la memoria exaltada de la felicidad nómada:
“Y queremos divertirnos:
¡Viva el Moro! ¡Viva Hungría!”.
[Fandango popular interpretado por Gabriel Moreno, recogido en la compilación El cante
flamenco..., 2004]
Y, ya en la primera mitad del siglo XX, se funde la figura del buhonero o pequeño mercader
ambulante con la del cantaor y trovador peregrino:
“Fueron buenos cantaores,
Pajarito y el Morato.
Fueron buenos cantaores,
también trovaban un rato;
pero su vida, señores, ¡ay!,
fue la tartana y el trato”.
[Cante de las minas, en la voz de Antonio Piñana, seleccionado para El cante flamenco..., 2004 ]
Un cante muy comentado, que se ha interpretado en claves distintas (expresión del desinterés
gitano por el paisaje local, en beneficio de temáticas profundamente humanas, sostenía, por
ejemplo, F. García Lorca), puede leerse también como declaración implícita de amor al antiguo
nomadismo y testimonio explícito de desafección a la moderna mudanza “doméstica”, siempre al
interior de un mismo ámbito, entre lugares conocidos:
“A mí se me da mu poco
que er pájaro en la alamea
se múe de un arbo a otro”.
[ De la colección de Demófilo, citado por F. García Lorca, 1998, p. 112]
Un tema contemporáneo, por último, compuesto por P. Ribera y M. Molina, cantado por Lole y
Manuel, evoca admirablemente la existencia nómada de los gitanos tradicionales, una constante
histórica que cubre toda la migración romaní hasta la segunda mitad del siglo XX:
“Los niños quisieran seguirle detrás
y por los caminos soñar;
los niños quisieran seguirle detrás,
pero los gitanos se van, se van, se van.
Cabalgando van los gitanos,
van los gitanos, van los gitanos;
los hombres montan las yeguas,
y las mujeres en los carros
a sus niños chiquetitos
dan sus pechos amamantando.
Carmelilla, la mocita,
la que va en el primer carro,
dice que anoche la luna
le prometió un traje blanco
y un gitano de aceituna (…)./
Antes de llegar al río,
los gitanos han acampao.
La tía Carmen, la más vieja,
la del pelo plateao,
hace flores de colores,
azules, rojas y blancas.
Carmen Montoya y la Negra
hacen canastas de caña,
sentaítas sobre una piedra.
Los gitanos se han dormío;
sus camas son el romero,
la amapola y la violeta;
y pa que no se despierten,
el agüilla del riachuelo
se queda de pronto quieta”.
[«Cabalgando», en el álbum Al alba con alegría, 1991]
Condición generativa, pues, ha sido enfatizada por la gitanología de todos los tiempos, de G.
Borrow (1841) a J. P. Clébert (1965). En la primera mitad del siglo XIX, G. Borrow protagoniza un
proceso pionero y espectacular de lo que hoy llamaríamos “trans-etnicidad”. Seducido desde niño
por los romaníes nómadas, frecuentando sus campamentos y viajando con ellos, adopta
conscientemente su modo de vida y atraviesa toda Europa, internándose finalmente en Rusia, al
modo de los “kalderas”, como estañador ambulante. Aceptado por los gitanos españoles, que lo
tratarán en adelante como “uno de los suyos”, en una manifestación de la denominada agregación,
vivirá largo tiempo entre clanes, recorriendo la Península y tomando las notas de las que se
desprenderá el libro The Zincali, documento de referencia para todos los estudios posteriores.
La huella y casi el espíritu de The Zincali se detecta con claridad en Les Tziganes, de J. P. Clébert,
obra fundamental de la gitanología moderna. El libro del escritor francés, que alberga una masa
enorme de información sobre el discurrir de los gitanos por Europa, subsume buena parte de las
conclusiones alcanzadas por la investigación antropológica y etnológica en torno al pueblo Rom, así
como las perspectivas de la gitanología clásica, acaso de forma un tanto caótica. Dos rasgos le
confieren especial utilidad para nuestro enfoque: se compuso, perceptiblemente, desde la simpatía,
y, por añadidura, tras prolongados períodos de convivencia con familias gitanas —como no sucede
siempre en el caso de los investigadores académicos payos. A la altura de los 60, J. P. Clébert
certificaba el nomadismo constitutivo de la identidad romaní tradicional:
“En la actualidad existen de 5 a 6 millones de gitanos errando por todo el mundo (…). Se les ve tan solo
en pequeño número, carromato tras carromato, familia tras familia (…), al borde de los caminos, a la
entrada de los bosques, y en los confines de los pueblos donde su presencia invisible queda atestiguada
por un cartel: Prohibido a los nómadas” (p. 27).
La existencia nómada romaní ha marcado asimismo en profundidad la representación literaria, y
artística en general, que del mundo gitano se forjara la sociedad sedentaria europea (M. Cervantes,
V. Hugo, Ch. Baudelaire, A. Pushkin, T. Gautier, R. M. Rilke, F. García Lorca, F. Kafka,..., en
literatura; Ch. Chaplin y T. Gatlif, entre otros, en cine; etcétera) (3).
Distingue a esta hechura errante del pueblo gitano, incontrovertible en nuestra opinión, una
sorprendente doble particularidad:
.- Se trata, por un lado, de un “vagar específico”, que no encaja en el modelo propuesto por los
antropólogos y etnólogos para el resto de los pueblos viajeros: no se define como un dispositivo de
adaptación a condiciones medioambientales severas, en un ámbito territorial definido, como en el
caso de los nómadas de África, Asia o de los círculos polares, en la línea sugerida por los estudios
de J. Caro Baroja (Junquera, 2007, p. 261-277), sino que se despliega en todas direcciones, desde su
probable origen remoto en la India, sin someterse a una regularidad discernible o a un marco
espacial limitativo (4). Mientras los gitanos pudieron sortear fronteras y controles, se revelaron, en
efecto, como peregrinos de un sesgo raro, que no se asemeja demasiado al de los demás. El estudio
de C. Junquera Rubio dibuja con mucha claridad un paradigma del nomadismo-tipo que el errar de
los gitanos demuele por completo. Las claves interpretativas que maneja este autor, y que subyacen
también a los Estudios saharianos de J. Caro Baroja, tendentes a privilegiar la determinación de los
factores y de las circunstancias “materiales” (aprovechamiento óptimo de recursos escasos, con
fenómenos de dispersión y de desplazamiento dictados por las condiciones naturales y climáticas),
en absoluto funcionan ante las migraciones gitanas, que en muy despreciable medida obedecen a
una racionalidad estratégica o instrumental, de índole económica. Abriéndose en abanico, los
itinerarios gitanos dan a menudo la sensación de atender a criterios supra-racionales, a pulsiones de
la fantasía, cuando no del capricho, a designios de la imaginación, como si quisieran avalar la
metáfora desdoblada de Ch. Baudelaire: así como los poetas son los gitanos de la literatura, los
gitanos son poetas en el vivir. Queda pues acreditada la unicidad del fenómeno nómada romaní, que
apenas se deja catalogar como especie dentro de una categoría general superior. J. P. Clébert lo ha
subrayado con elocuencia:
“El gitano es ante todo un nómada. Su dispersión en el mundo se debe menos a necesidades históricas
o políticas que a su naturaleza. Incluso entre los gitanos sedentarios, huellas evidentes de un nomadismo
ritual son el signo de un carácter específico de esta raza. Los sedentarios, lo mismo si son trogloditas en
las colinas del Sacromonte como propietarios de un piso en París, dan siempre la sensación de estar
acampando provisionalmente (…). La mayor parte de los verdaderos gitanos son todavía puros nómadas.
Este nomadismo puro es uno de los ejemplos más originales del oekouméne humano. En efecto, así como
la mayoría de los últimos nómadas de este mundo tienen áreas de expansión perfectamente reguladas y
reducidas a los espacios que no interesan a los sedentarios, los gitanos son el único pueblo que nomadiza
«en medio» de una civilización estable y organizada” (p. 178). [J. P. Clébert escribe esta obra en 1962]
.- Históricamente, por otro lado, convirtió a los romaníes en extraños, en forasteros (remarcando
esa condición, se les proveyó de “cédulas de apátrida” en Bélgica, de “carnés de nómada” en
Francia...); pero, asimismo, en extranjeros de un tipo específico, singular, que no cabe en el
esquema trazado por sociólogos como Z. Bauman: desestimaron con osadía la integración,
vindicando una laxa convivencia; y perseveraron testarudamente en la auto-segregación y en la
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(3) Véase, como ejemplos, La gitanilla (M. Cervantes), Nuestra Señora de París (V. Hugo), “Gitanos en ruta” (Ch.
Baudelaire), “Los zíngaros” (A. Pushkin), Viaje a España (T. Gautier), “Kismet” (R. M. Rilke), Romancero gitano (F.
García Lorca) y “Josefina la cantaora o el pueblo de los ratones” (F. Kafka), en literatura. En cine, baste con recordar El
vagabundo, de Ch. Chaplin; y El extranjero loco y Liberté, de T. Gatlif.
(4) Nómadas en la India, hace cinco mil años, los gitanos se diseminaron en oleadas, por tribus, tal vez debido a las
invasiones arias y, más tarde, musulmanas. Según J. P. Clébert, “abandonando las riberas del Indo, penetraron primero
en Afganistán y en Persia”. Unos grupos avanzaron hacia el Norte, hasta Rusia; otros clanes progresaron hacia el Sur, de
manera escalonada y en cuña (hacia el Mar Negro, hacia Siria, hacia Turquía; y la rama más meridional, habiendo
recorrido Palestina y Egipto, costeó el Mediterráneo). En el albor del siglo XV, la otredad y la insumisión gitanas
penetraron en Europa, desde el Sur (por el norte de África) y desde el Este (por Rusia). Los romaníes atravesarán el
continente en todas direcciones, alcanzando las Islas Británicas, el círculo polar, los países bálticos... Saltarán pronto a
América del Sur, progresarán hacia China, etc., animados por un espíritu inquieto y viajero sin parangón en la historia.
defensa de su idiosincrasia (5).
Este nomadismo, por último, salva a la comunidad tanto del poder domesticador de la vivienda (P.
Sloterdijk) como de las técnicas de subjetivización desplegadas por las administraciones a fin de
configurar lo que P. Bourdieu llamó “espíritus de Estado” (6).
Arraigando en el criticismo nietzscheano, P. Sloterdijk reconstruye, en Reglas para el parque
humano, la genealogía de la escritura moderna, desde los tiempos de la imprenta, y el modo en que
se incardina en aquel proyecto pastoral de domesticación de los hombres, previamente
sedentarizados, que enunciara Platón en El Político. Las antropotécnicas contemporáneas,
inseparables de una gestión biopolítica de la población, aplicadas con esmero en nuestros días a los
gitanos y orientadas a un diseño planetario de la subjetividad (forja de un carácter tan útil como
dócil, elaboración del “individuo” sumiso auto-policial), encuentran en dicho artículo su adecuada
definición histórico-filosófica. Glosando Así habló Zaratustra, P. Sloterdijk subrayará, contra la
corriente de los tiempos, el papel de la Casa, las consecuencias del afincamiento humano: “[Las
viviendas] han convertido al lobo en perro, y al hombre en el mejor animal doméstico del hombre”
(p. 6). “Los hombres dotados de lenguaje (…) no habitan ya solo en sus casas lingüísticas, sino
también en casas construidas con sus manos; caen de pleno en el campo de fuerza del modo de ser
sedentario (…) y serán también domesticados por sus viviendas” (p. 5).
Antes que P. Sloterdijk, un hombre de Iglesia, sorpresivo jurista protestante, en el marco de una
crítica integral (y, en efecto, “teológica”) de la tecnología, dedicará un capítulo de su libro a las
técnicas del hombre, a los dispositivos coetáneos de re-elaboración de la subjetividad humana (7):
era J. Ellul, denunciando el modo en que la Técnica invadía también el sentimiento, el pensamiento
y el cuerpo mismo de la persona, re-fundándola (8). La crítica actual de la biopolítica tiene una
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(5) Percibidos como extranjeros en muchos países, los gitanos solo en parte pueden reconocerse en la caracterización
genérica del “extraño” que nos propone Z. Bauman (“Los extranjeros”, en Pensando sociológicamente, 2008), afectada
de cierto esencialismo y de una decepcionante tendencia a generalizar abusivamente, a universalizar las conclusiones —
achaque del inveterado etnocentrismo europeo. Sí se erigieron en objeto de la “proteofobia”, popular y administrativa,
en términos de este autor, pero singularizándose por su resistencia centenaria a la asimilación y por su desinterés hacia
la ley positiva de los Estados que atravesaban o en los que se instalaban temporalmente.
(6) Véase “Espíritus de Estado”, de P. Bourdieu (1993). Este escrito se inicia con un parágrafo contundente de Th.
Bernhard, extraído de Maîtres anciens:
“La escuela es la escuela del Estado, donde se hace de los jóvenes criaturas del Estado, es decir, ni más ni menos que agentes del
Estado. Cuando entraba en la escuela, entraba en el Estado, y como el Estado destruye a los seres, entraba en el establecimiento de
destrucción de seres. [...] El Estado me ha hecho entrar en él por la fuerza, como por otra parte a todos los demás, y me ha vuelto
dócil a él, el Estado, y ha hecho de mí un hombre estatizado, un hombre reglamentado y registrado y dirigido y diplomado, y pervertido
y deprimido, como todos los demás. Cuando vemos a los hombres, no vemos más que hombres estatizados, siervos del Estado,
quienes, durante toda su vida sirven al Estado y, por lo tanto, durante toda su vida sirven a la contra-natura” (p. 1).
(7) Véase La Edad de la Técnica, de J. Ellul (2003), libro concebido en la primera mitad del siglo XX. De formación
religiosa, cristiano practicante, el autor, en un ensayo tan endeble como fecundo, presenta un cuadro
inconfundiblemente onto-teo-teleológico del fenómeno técnico: la Técnica, al modo de un Ser, casi de un Alma
(“aquello que se mueve por sí mismo”, en el sentido de Platón: el automatismo, el autocrecimiento, la autonomía, la
indivisibilidad y la universalidad serían sus rasgos), o, mejor, a la manera de una Divinidad Negativa, de un Diablo,
tienta y seduce al Hombre que, dejándose cautivar por la búsqueda de la eficacia, por la razón instrumental, inicia la
triste historia de su Caída —pérdida progresiva e irreversible de su espontaneidad, su naturalidad, su vida instintiva, su
comunalidad, su eticidad, etcétera, originarias.
He ahí, por un lado, el Paraíso Perdido de los hombres pre-racionales; y, por otro, el Valle de Lágrimas de una
civilización industrial deshumanizadora. Desde el inicio, nos atraparía el Pecado de anhelar privilegiada y casi
exclusivamente la eficiencia (infamia que arrojará al Hombre de su Edén ante-histórico, como en un trasunto del desliz
de Eva, mordiendo la manzana ante la serpiente maligna); y, a lo largo del proceso, consumando la Perdición, operaría
una fuerza demoníaca, el fenómeno técnico, que se apodera sin remisión de todos los campos de la sociedad, de cada
aspecto de la vida, del Hombre en su completud, del presente real y del futuro concebible.
Como en el caso de su amigo, el también teólogo I. Illich, ya no hay Mesías, ni Dios que ayude, ni tampoco Salvación.
(8) En palabras de J. Ellul: “El tercer sector [de la tecnología moderna, al lado de la técnica de la organización y de la
técnica económica] es la técnica del hombre, cuyas formas son muy diversas, desde la medicina y la genética hasta la
propaganda, pasando por las técnicas pedagógicas, la orientación profesional, la publicidad, etc. En ellas, el objeto de la
técnica es el hombre mismo” (p. 27). A la descripción de estas “antropotécnicas” dedica el capítulo V, deteniéndose
particularmente en el análisis de las escuelas reformadas, los sindicatos y demás organismos laborales, los medios de
comunicación de masas y la industria del ocio (p. 321-421).
deuda apenas reconocida con este anarco-cristiano, enemigo insobornable de lo que más tarde se
nombraría “racionalidad instrumental” (o “estratégica”) (9). Refractarios al domus, despreciadores
de la vivienda, los gitanos nómadas supieron escabullirse durante décadas de esa nefasta
antropotecnia moderna, asociada a la paralización domiciliaria, el sistema laboral, la alfabetización
etnocida y la Escuela homologadora.
Protegidos de la Casa, menos domesticados que los otros hombres, los gitanos podrán vivir en el
viaje, experiencia radicalmente distinta del mero vivir un viaje de los occidentales sedentarios. En
efecto, la producción artística e intelectual europea en torno al viaje exhibe una impronta
caracterizadora: el viaje no se presenta como una entidad autónoma, centrada sobre sí misma, sino
como una “circunstancia entre dos Casas”. El viaje es una etapa, una aventura, una odisea, pero con
una Casa que queda atrás y otra (a veces, la misma) que aguarda al final del camino. Demasiado a
menudo, ciertamente, se degrada en simple periplo: “recorrido, por lo común con regreso al punto
de partida”, define el diccionario de la lengua española. Se vive el viaje; pero solo los gitanos viven
en el viaje (perpetuo), sin Casa antes ni Casa después —su casa es el camino, si se puede decir así...
En El regreso del hijo pródigo, A. Gide poetiza la idea de un viaje hacia “otra” Casa (un lugar
remoto, un mundo distinto, donde la libertad fáustica al fin se realice: “vivir con gente libre en suelo
libre”); es decir, evoca, no la libertad del camino, sino un camino hacia la libertad (10). En Canción
de amor y muerte..., R. M. Rilke presenta a un soldadito francés que va a las guerras, a los países
lejanos, a los caminos..., “para regresar” —para adornar la Casa con los afeites de la heroicidad, con
los prestigios robados al viaje (11). Por último, en La mirada de Ulises (1995), como en todas las
películas de Th. Angelopoulos, el viaje se cumple indefectiblemente entre dos estaciones, la de
partida y la de llegada (12)... Desde aquí se afianza la exclusividad del fenómeno gitano, de su
nomadismo irisado, visceral. Incluso se distingue, como hemos visto, del viaje de los otros
nómadas, quienes, por la regularidad de su itinerario, casi dan la impresión de ir saltando de Casa
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(9) En efecto, los planteamientos de J. Ellul hallaron eco, o al menos coincidencias, en tradiciones críticas de la segunda
mitad del siglo XX que muy raramente lo señalan ya como fuente, ya como acompañante. He aquí algunas de ellas, de
considerable relevancia en el panorama filosófico:
1) La crítica de la razón instrumental, o de la racionalidad estratégica, desde M. Heidegger (por un lado) y T. W. Adorno
y M. Horkheimer (por otro) hasta G. Deleuze o J. Habermas.
2) El anti-desarrollismo teórico y la crítica del productivismo occidental, a los que tanto contribuyera J. Baudrillard.
3) La reprobación del marxismo en cuanto elemento de la aceptación del orden capitalista (M. Maffesoli, J. C. Girardin,
E. Subirats, etc.).
4) La crítica de la Escuela Reformada y de las llamadas “pedagogías progresivas”, con I. Illich y E. Reimer en primer
plano.
5) La denuncia del papel integrador de los sindicatos, tradición que abarca desde K. Korch y sus seguidores en
Alemania hasta F. Ventura Calderón en España.
6) La literatura contemporánea en torno a la biopolítica, con M. Foucault, M. Lazzarato y G. Agamben, entre otros,
como referencia.
(10) Confiesa el hijo pródigo: “Comprendía demasiado bien que la Casa no era todo el universo. Yo mismo no soy
enteramente aquel que querrían ver ustedes. Imaginaba, a pesar mío, otras culturas, otras tierras, y carreteras por
recorrer, carreteras sin trazar; imaginaba en mí un nuevo ser pronto a lanzarse. Me evadía” (p. 139). “[Pero] he perdido
la libertad que buscaba; cautivo, he debido servir” (p. 152). Y, ante la revelación de la derrota, el hermano menor retoma
el reto, recupera la ilusión de un lugar-otro para la libertad y el dominio de sí mismo: “Sin embargo, existen otros reinos
todavía; y tierras sin rey, por descubrir (…). Me parece ya dominar allí” (Gide, 1962, p. 153).
(11) Repárese en este fragmento de Canción de amor y muerte...:
(12) “Cuando regrese, lo haré con las ropas de otro, con otro nombre. Nadie me esperará. Si me dijeras que no soy yo, te daría
pruebas y me creerías. Te hablaría del limonero de tu jardín, de la ventana por donde entra la luz de la luna, y de las señales del
cuerpo, señales de amor. Y cuando subamos temblorosos a la habitación, entre abrazos, entre susurros de amor, te contaré mi viaje,
toda la noche y las noches venideras” (2 h, 46 min, 41 s.)
en Casa, tal un desplazamiento de ida y vuelta, con muelles en los extremos y paradas intermedias
(“hogares” y “hoteles”, podríamos pensar).
La Casa es horrible... En el film de Th. Angelopoulos, el protagonista huye de la Casa (occidental,
capitalista), herido por ella, enfermo de ella: para seguir viviendo, o para sanar, tiene que emprender
el viaje como se emprende una fuga. El horror del que se evade es “indeterminado” (im-preciso, in-
definible) y, por ello, totalizador, esencial, en modo alguno abarcable: no hay nada particular,
concreto, aislado, que le fuerce a huir de la Casa, sino toda ella, la Casa de por sí, la integridad o
cifra de la Casa. Un hombre inteligente, sensible, un artista que ha triunfado en su vocación, aún
joven, con amigos, amores, una familia entrañable, etc., debe huir, dejar atrás el horror metafísico,
en sí, definitivo, de la Casa de la civilización moderna. Nos recuerda, en su desesperación, la
melancolía mortal del hijo pródigo de A. Gide, lacerado por la Casa y no tanto por el Padre (13); de
Aleko, en el poema de A. Pushkin, fugitivo del Hogar que fracasa penosamente en su anhelo de
trans-etnicidad (14); de la chica errante en la película de A. Varda,... Para estos prófugos, la Casa es
irrespirable; pero, como en cierto sentido encarnan la inteligencia crítica residual —a un paso de la
extenuación— y la cada día más rara sensibilidad rebelde, se nos sugiere que, afectando a todos, la
Casa constituye, además, un poder proteófobo.
Occidente destruye a sus hijos... Los más lúcidos se van; y, en el film de Th. Angelopoulos, se
brinda por ellos: “¡Por los que se marcharon!”. En negativo, como sombra del viajero, se vislumbra
una Casa objeto de reprobación sin matices, de denostación radical —la saña y el veneno del
Capitalismo contemporáneo. Los gitanos lo supieron desde siempre, lo sintieron desde el principio:
el Occidente que cruzaban y donde no se instalaban era de una fealdad inconmensurable. El Estado,
social o mercantil, debía ser enfrentado, resistido, evitado o aplacado. Lo intentaron durante siglos,
como quien lucha contra el horror con unos medios que ya no son los del horror, pero el horror
acabó venciéndolos. Perteneció a su idiosincrasia una consciencia certera del sopor y la inmundicia
de la Casa; el deseo de no entrar en ella, de batallar sin descanso contra la integración.
No es banal que los fugitivos de Occidente, tal y como se presentan en la literatura y en el cine,
busquen y no siempre encuentren unas modalidades de existencia, unas formas de subjetividad y de
sociabilidad, que coinciden en aspectos fundamentales con las del ser histórico romaní. En La
mirada de Ulises, el personaje llegado de EEUU aparece como la antítesis casi exacta del perfil
psicológico gitano tradicional: sedentario (35 años afincado en el país), “escritural” (de hecho, se
reconoce dañado por la lectura, enfermo de literatura política), sin el menor ligamento comunitario
(habiendo renunciado al amor por el éxito en la carrera artística, su extravío o perdición confesada,
adolece de soledad, cuando no de egotismo), perfectamente “laborizado” (cineasta profesional, bajo
remuneración, como prefiere y casi impone la industria cultural), reo del productivismo y del
consumismo por tanto, sumiso ante la ley positiva del Estado, fruto selecto de la Escuela y de la
Universidad, adherido a la racionalidad política y epistemológica clásicas... Y, en la Sarajevo
devastada por la guerra, buscando aparentemente unas bobinas cinematográficas, encuentra en
realidad lo que necesitaba, algo de mayor calado, primario, que recuerda puntualmente lo más
--------------------
(13) Obsérvese esta circunstancia en el muy emotivo diálogo del hijo pródigo con el Padre:
“— Teníate en mi casa. La había construido para ti (...). Tú, el heredero, ¿por qué huiste de la Casa?
— Porque la Casa me ahogaba. La Casa, Padre mío, no eres tú (…). Otros han construido la Casa; en tu nombre, lo sé, pero no tú” (…).
— Él [el hermano mayor] me conmina a decirte: “Fuera de la Casa, no existe salvación para ti”. Escucha, sin embargo: Yo te he
formado; sé lo que hay en ti. Sé lo que te empujaba por los caminos; te esperaba al final de ellos . Si me hubieras llamado, me habrías
encontrado.
— ¡Padre mío! ¿Habría podido encontraros, pues, sin regresar?...” (1962, p. 136-8).
(14) En Los cíngaros, Aleko es presentado como un “exiliado voluntario” de la clase alta rusa, desertor del hogar, de la
patria, de la ciudad y del acomodo —“vergüenza brillante”, “ambiente muerto”, “monótono canto de esclavos”, en sus
palabras. Para erigirse en “habitante libre del mundo”, se enrola con los gitanos, fascinado por la existencia “vívida”,
“palpitante”, “salvaje”, “fuera de tono” —en estos términos se expresa el aristócrata— del grupo nómada. Ensaya,
como G. Borrow, acaso como el propio Pushkin, la agregación, la trans-etnicidad; pero fracasa estrepitosamente, al no
poder aceptar en absoluto la liberalidad afectiva y sexual de la mujer romaní. En ese punto, no logra reducir la
posesividad patriarcal del varón eslavo, revelándose reo irredimible de su propia cultura. Mata por celos y es expulsado
de la comunidad nómada.
saludable del espíritu histórico romaní (15).
De índole clánica o de tribu (decenas y hasta centenas de carromatos, eventualmente, en sus días
de gloria, según J. P. Clébert), el vagar rom evita asimismo, por la robustez del lazo comunitario,
aquella deriva trágica del nomadismo payo individual que subrayara el cine de A. Varda (Sin techo
ni ley, 1985). Este nomadismo solitario coincide en aspectos básicos con el nomadismo grupal
gitano: su motor es la libertad, animada por un rechazo de la vida estándar (lo establecido, la
norma, el Sistema, la sociedad mayoritaria..., podemos nombrarla de muchas maneras); late en él un
orgullo del viajar, que se esgrime, provocativo, ante los espectadores e interlocutores sedentarios;
suscita a menudo una respuesta ambivalente, una reacción bífida, de admiración y repulsa, de
identificación fragmentaria y rechazo global; despierta, en el errante, una actitud en cierto sentido
pícara, una suerte de astucia de la autoconservación, que aboca a la instrumentación del otro
(utilización en ocasiones “alimenticia”), estimulando peculiares maneras deprendadoras; contiene
un elemento de crítica de lo real-social y lo real-psicológico que es apercibido como amenaza o
desafío por los celadores de lo dado y por sus víctimas nescientes; conlleva una riesgosa falta de
planificación (ausencia de proyecto, de programa y de cálculo, que se traduce en un “vivir al día”,
en un “exprimir el instante”) caracterizable como presentismo taxativo, a-histórico y anti-
teleológico; no deriva de una exigencia doctrinaria o de una filosofía para la acción (en este sentido,
A. Varda contrapone la “fuga vagante a-teórica” de Mona, la protagonista, a la “fuga asentadora
teórica” del pastor cultivado que temporalmente la hospeda), sino de cierta oscura determinación
del carácter, un temple o genio particular, que se expresa en lo que llamamos “personalidad
acusada” o “naturaleza fuerte”; como consecuencia de esta última nota, los viajeros reaccionan ante
las asechanzas del mundo de una manera sustancialmente emotiva, pasional, con los sentimientos
en primer plano, postergando el frío análisis lógico de las situaciones, que invitaría a silogizar y a
abstraer; somete, en todo momento, a los rigores del clima, por un lado, y a la antipatía variable de
los instalados, por otro —doble acoso, el de las inclemencias del tiempo y el de la hostilidad de los
residentes, que se conjuga en un desgranar sin tregua jornadas ásperas, sacrificadas, endurecedoras;
etcétera.
Pero, entre ambos nomadismos, las diferencias son asimismo notables. El vagar individual payo,
careciendo del calor y del auxilio de la comunidad, se desenvuelve en un dañoso “vacío de afecto”,
en un desamparo intrínsecamente destructivo: el vagabundo solitario salta de seudofraternidad en
seudofraternidad, sufriendo en cada trance las consecuencias de un aislamiento abismante y de las
expectativas carroñeras que, no obstante, excitará en la indigencia de los otros. Ante ese dolor de la
soledad, la adición a las drogas, o a cualquier otro expediente de evasión o compensación, abre
puertas a la crisis y a la autolisis. Por último, cierta esquizofrenia camuflada ronda al nómada
occidental, que solo es capaz de oponerse a la modalidad social instituida con discursos
provenientes de la misma formación, hablando su propio negado lenguaje, sin el sostén de una
cosmovisión otra, de una cultura o lealtad mayor sustitutorias. De ahí se infiere una actitud pre-
violenta, un rechazo agresivo en el que se proyecta la desaprobación de una parte de la propia
identidad, pues del afuera se odia lo que también se reconoce adentro. De esta escisión irresoluble,
de esta auto-referencialidad paradójica de la crítica, se sigue la imposibilidad objetiva de la “vida
buena” (conformidad con uno mismo, paz comunitaria, armonía eco-social), aspiración proverbial
de los gitanos, de los indígenas, de los rural-marginales...
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(15) Un mundo oral (no lee, observa y es observado; anhela descubrir una “mirada” inocente, ingenua, no ilustrada, y la
sorprende antes en la familia del archivero que en las grabaciones antiguas de su director mitificado); una experiencia
nómada (viaje que lo des-hace y lo re-hace); sentimientos espontáneos que brotan inesperados contra la razón, como
briznas de hierba entre adoquines (generosidad ante la mujer anciana en la frontera, afecto por la pobre loca de la
laguna,...); el ingreso en una pequeña comunidad real (el anciano, el niño, la hija del cinéfilo...); gentes sin empleo que
se rigen por normas consuetudinarias de convivencia, sin más aparato educativo y administrativo que la estrategia de
supervivencia y la palabra de los otros...
Y allí, en medio del peligro, vislumbra el lecho de felicidad en que su alma, sintiéndose libre, podría al fin descansar:
felicidad y libertad de índole quínica, tal el korkoro de los gitanos rebeldes...
No era otra cosa, ciertamente, lo que el Aleko soñado por A. Pushkin buscaba en la tribu cíngara y lo que en efecto
encontró —pero no supo conservar...
B) Oralidad
Nos hallamos ante un aspecto capital, desde el que se rebate en nuestros días el privilegio otorgado
a la escritura. La oralidad no señala una imperfección o una carencia, sino una modalidad particular,
en absoluto inferior, de elaboración y transmisión cultural. Los gitanos, en este sentido, no son “á-
grafos”, “an-alfabetos” (¿por qué definir la singularidad en términos de una ausencia?): vivencian
una cultura de la oralidad, en expresión de A. R. Luria, E. A. Havelock, W. Ong y otros.
Se ha producido en los últimos años una revalorización de la obra de W. Ong (1997), desde
diferentes intereses. Para nuestros fines, Oralidad y escritura se erige, por la amplitud y el rigor de
la investigación subyacente, en un fortín argumental desde el que vindicar la dignidad de las
culturas de la oralidad, tradicionalmente atendidas como sintomatología del déficit, de la reducción,
del primitivismo, etc.
Si bien W. Ong sigue acusando achaques teleologistas, en la línea de las ideologías del Progreso
(por lo que considera la aparición del “pensamiento caligráfico” —derivado de la escritura— y la
irrupción del “tipográfico” —vinculado a la imprenta— como avances en el desarrollo genérico del
Hombre), la atención que presta a la especificidad y plenitud de las culturas orales, valoradas en
cierto sentido como entidades “soberanas”, no dependientes, centradas sobre sí mismas, tal
atención, decíamos, hace viable una utilización de sus tesis para propósitos que él no suscribiría:
una crítica general de la alfabetización y de la escolarización como expedientes altericidas y
uniformadores del paisaje humano. A tal fin, interesan especialmente los capítulos III y IV, donde,
aprovechando el trabajo de campo y los aportes empíricos de A. R. Luria, enuncia los rasgos
identificativos del pensamiento y la expresión de los hombres de la oralidad: acumulativos antes
que subordinados y antes que analíticos (más deudores de la pragmática y de los contextos efectivos
del habla que de la sintaxis o de los indicadores gramaticales), redundantes o copiosos (a fin de
retener en la memoria el objeto de la conversación, con argumentación cíclica o “en espiral”),
conservadores y tradicionalistas (preservadores del saber acumulado, aunque con formas propias de
innovación), concretos (próximos al “mundo humano vital”), empáticos y participantes antes que
objetivamente apartados (agrupadores, reforzadores del vínculo comunitario), homeostáticos y
presentistas (restauradores de la cohesión del conjunto, de la armonía entre las partes, con una
reinvención continua de la imagen del pasado), situacionales u operacionales (alejados de las
categorías y de las abstracciones, lo mismo que de la lógica formal y de los silogismos).
Según W. Ong, la oralidad responde, pues, a una “psicodinámica” propia, distinta; genera
estructuras de pensamiento, de expresión y de la personalidad también privativas; y se manifiesta en
un estilo de vida peculiar (“verbomotor”, en expresión de M. Jousse) (16). Marca, así,
poderosamente —regresamos a nuestro objeto—, la idiosincrasia gitana, estableciendo reveladoras
similitudes entre el pueblo Rom y otras colectividades humanas sin escritura: comunidades
indígenas de América, África, Asia y los círculos polares; habitantes de los entornos rural-
marginales occidentales; otros grupos nómadas africanos y euroasiáticos (17)... Subrayaremos, a
continuación, algunos de sus aspectos fundamentales, que conciernen especialmente a la finalidad
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(16) En palabras de W. Ong, que toma la expresión de un estudio de M. Jousse —fundador de la “antropología del
gesto”—, publicado en 1925, a propósito de las antiguas culturas orales hebrea y aranea:
“[Cabe hablar de] culturas verbomotoras, es decir, culturas en las cuales, por contraste con las de alta tecnología, las vías de acción y
las actitudes hacia distintos asuntos dependen mucho más del uso efectivo de las palabras y por lo tanto de la interacción humana ; y
mucho menos del estímulo no verbal (por lo regular, de tipo predominantemente visual), del mundo «objetivo» de las cosas (...). Dan
la impresión al hombre tecnológico de conceder demasiada importancia al habla misma, de sobrevalorar la retórica e indudablemente
de practicarla en exceso” (p. 36, versión digital).
(17) Para América Latina, véase especialmente La sociedad contra el Estado (P. Clastres, 1978), La paz blanca (R.
Jaulin, 1973), Pueblos originarios en América (A. Cruz, 2010), El derecho consuetudinario indígena en Oaxaca (C.
Cordero, 2001) y El mito de la Razón (G. Lapierre, 2003). Para el continente africano, proponemos La muerte en los
Sara (también de R. Jaulin, 1985) y África Rebelde (S. Mbah y E. Igariwey, 2000). En relación con el mundo rural-
marginal, remitimos a Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca (S. Santos e I. Madina, 2012) y a Desesperar (P.
García Olivo, 2003). Para los pueblos nómadas, por último, repárese en “El nomadismo en los Estudios saharianos de
Julio Caro Baroja”, de C. Junquera Rubio (2007); y en el propio libro de J. Caro Baroja (2008).
de nuestra investigación.
A) La condición oral fortalece, antes que nada, los lazos comunitarios (exige al otro, tanto en el
acto del pensamiento como en el de la expresión) y cancela la preponderancia del “individuo”, con
todas sus consecuencias sobre la organización social, el comportamiento político (o anti-político) y
la modalidad económica. Como subrayara W. Ong:
“En una cultura oral, la restricción de las palabras al sonido determina, no solo los modos de expresión,
sino también los procesos de pensamiento (...). Con la ausencia de toda escritura, no hay nada fuera del
pensador, ningún texto que le facilite producir el mismo curso de pensamiento otra vez, o aun verificar si
lo ha realizado o no (…). ¿Cómo, de hecho, podría armarse inicialmente una extensa solución analítica?
Un interlocutor resulta virtualmente esencial: es difícil hablar con uno mismo durante horas sin
interrupción. En una cultura oral, el pensamiento sostenido está vinculado con la comunicación” (p. 4).
Y, más adelante, incide en la misma idea: “La oralidad primaria propicia estructuras de la
personalidad que en ciertos aspectos son más comunitarias y exteriorizadas, y menos
instrospectivas de las comunes entre los escolarizados. La comunicación oral une a la gente en
grupos. Escribir y leer son actividades solitarias que hacen a la psique concentrarse sobre sí misma”
(p. 37, versión digital).
La prevalencia (ontológica, epistemológica, axiológica e incluso sociológica) del “individuo” en
las sociedades occidentales deriva de una separación del Sujeto y del Objeto, de la interioridad
humana y la exterioridad, del Yo y del Mundo, desencadenada —o, al menos, acelerada—, según E.
A. Havelock y el propio W. Ong, por la aparición de la escritura y por la alfabetización sistemática
de las poblaciones: “Más que cualquier otra invención particular, la escritura ha transformado la
conciencia humana” (p. 4). “Mediante la separación del conocedor y lo conocido (Havelock, 1963),
la escritura posibilita una introspección cada vez más articulada, lo cual abre la psique como nunca
antes, no solo frente al mundo objetivo externo (bastante distinto de ella misma), sino también ante
el yo interior, al cual se contrapone el mundo objetivo” (p. 70, versión digital).
B) La oralidad determina, en segundo lugar, un pensamiento “operacional” y “situacional”, que
restringe el uso de clasificaciones, divisiones, categorías, conceptos,... y no se aviene bien con la
lógica pura, con los silogismos y las deducciones formales (A. R. Luria, J. Fernández), oponiendo
así un dique a la expansión del pensamiento abstracto —del que tanto se enorgullece Occidente, a
pesar de su terrible trastienda altericida... En nombre de una u otra abstracción (Dios, Patria,
Revolución, Humanidad, Democracia, Progreso, Estado de Derecho,...) se han perpetrado todo tipo
de masacres, genocidios, etnocidios —lo recordaba M. Bakunin (18). Entre abstracción,
expansionismo y universalización hay un vínculo epistémico, inductor del belicismo, que las
culturas de la oralidad, como la gitana, abrogan desde la singularidad de sus modos de reflexión y
de representación —de ahí su pacifismo fundamental.
A. R. Luria realizó un extenso trabajo de campo con personas de cultura oral e individuos
alfabetizados en las zonas más remotas de Uzbekistán y Kirghizia, en la Unión Soviética, durante
los años 1931-32. Su estudio se publicó 42 años más tarde (“Cognitive Development: Its Cultural
and Social Foundations”); y ha contribuido a una percepción menos prejuiciada de las culturas de la
oralidad (19). Casi por las mismas fechas, en 1932, L. Mumford había lamentado así la postración
del pensamiento oral: “Con el hábito de usar la imprenta y el papel el pensamiento perdió algo de
su carácter fluyente, cuatridimensional, orgánico; y se convirtió en abstracto, categórico,
estereotipado, contento con formulaciones puramente verbales y con dar verbales soluciones a
problemas que jamás se presentarían ya en sus relaciones concretas” (1971, p. 95-6). La dignidad y
el valor de los universos culturales orales se afirma, desde entonces, sobre el reconocimiento de su
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(18) En sus palabras: “Hasta el presente, toda la historia humana no ha sido más que una inmolación perpetua y
sangrienta de millones de pobres seres humanos en aras de una abstracción despiadada cualquiera: dios, patria, poder de
Estado, honor nacional, derechos históricos, derechos jurídicos, libertad política, bien público” (2008, p. 55). En nuestro
tiempo, podríamos añadir “Democracia”, “Estado de Derecho”, “Imperio de la Ley”, “Derechos Humanos”,...
(19) En adelante, estas culturas ya no podrán desestimarse como “pre-lógicas” o “mágicas” (así las definía L. Lévy-
Bruhl) o vindicarse, de un modo simplista, en tanto manifestaciones de unos mismos procesos universales de
pensamiento, amoldados en este caso a marcos de categorías distintas (tesis de F. Boas, entre otros).
especificidad, de su diferencia, de sus modos propios de elaboración y complejidad: “Las culturas
orales pueden crear organizaciones de pensamiento y experiencia asombrosamente complejas,
inteligentes y bellas” (insiste W. Ong, tras recordar la composición oral de La Odisea) (20).
Y, en efecto, entre los determinantes de la condición oral, contrapuestos a los que ratifican el
pensamiento escritural (caligráfico o tipográfico), las investigaciones de A. R. Luria destacarían
enérgicamente los siguientes: aversión a las tipologías, a las sistematizaciones, a las separaciones y
agrupaciones terminológicas; denostación de lo conceptual y de lo abstracto; repudio de la lógica
formal, de las deducciones silogísticas, de los lenguajes simbólicos artificiales; desinterés por la
definición de los objetos y renuncia casi absoluta al auto-análisis,...
Se dibujaba, pues, como característica de las culturas orales, una modalidad singular de
pensamiento, altamente contextualista, decididamente pragmática, que resolvía la reflexión en la
totalidad y actualidad de lo orgánico. La intelección, en cierto sentido, se desleía, complacedora, en
el jugo de lo vital-práctico. Así lo consideró, ya en la década de los 80, J. Fernández, comentarista
de los trabajos de M. Cole y S. Scribner en Liberia: de algún modo, los silogismos —valga el
ejemplo que nos propone— están contenidos en sí mismos, con conclusiones que derivan solo de
sus propias premisas, en el alejamiento y hasta en la omisión de las situaciones de la vida real, del
entorno humano concreto, por lo que serán necesariamente incomprendidos, cuando no
despreciados, por las personas de cultura oral. Frente a la frialdad sepulcral del silogismo, zombi
exánime donde los haya, los hombres de la oralidad se reconocen en su pasión por el acertijo vivaz,
por la terrenidad palpitante de la adivinanza...
P. Romero, en “Una aproximación a la Paz Imperfecta: la Kriss Rromaní y la práctica intercultural
del pueblo rrom —gitano— de Colombia”, procura llevar el derecho oral romaní al encuentro del
paradigma teórico de la Paz Imperfecta —elaborado por el Instituto de la Paz y los Conflictos de la
Universidad de Granada (F. Muñoz, B. Molina,...). En el punto de convergencia entre el
pensamiento operacional de las culturas orales (A. R. Luria, J. Fernández) y el sistema jurídico
consuetudinario-transnacional del Pueblo Rom (J. C. Gamboa y C. P. Rojas), de índole asimismo
situacional, encontramos un pacifismo constituyente, ilustrado por P. Romero con documentos
emanados del propio proceso organizativo romaní:
Declaración
C) El pensamiento operacional, desafecto a la abstracción (y, por ende, reacio a los idealismos,
proscriptor de toda metafísica), suscita, por último, una atención preferente a “lo más cercano” —
lo tangible, lo inmediato. De ahí la riqueza y abigarramiento de las formas de ayuda mutua, de
colaboración o cooperación, saturadoras de la vida cotidiana romaní y estigmatizadas por los
vocablos payos opuestos a un tan intenso particularismo, como denunció M. Fernández Enguita en
un escrito sobre la Escuela:
“La Escuela (...) pretende educar en reglas universalistas y abstractas, condenando como particularismo
cualquier trato preferente a los más próximos (nepotismo, amiguismo, partidismo, favoritismo... son los
distintos nombres, siempre condenatorios, para estas prácticas), mientras que la moral gitana es hoy, por
esencia, particularista” (2005, p. 102-103).
Contra esta cultura de la oralidad, y los innegables valores que sustenta (auto-organización,
rechazo del belicismo, apoyo mutuo, anhelo eco-homeostático,...), las sociedades mayoritarias
dispusieron con diligencia programas de alfabetización en sí mismos altericidas: suprimen
modalidades de expresión, estructuras de pensamiento, conformaciones de la subjetividad, estilos de
vida, clases o tipos de hombre —antropodiversidad que, como apuntó W. Ong y lamentó E. M.
Cioran, en modo alguno cabe ya restablecer. El hombre oral será eliminado escrupulosamente de la
faz de la tierra, borrado para siempre del “paisaje de los homínidos” (21) —un paisaje uniformado y
homogeneizado a conciencia y hasta la indecencia... Así iniciaba E. M. Cioran su Retrato del
hombre civilizado:
“El encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo diferente linda con la
indecencia (…). Distinta en extremo me parece la situación de los analfabetas, considerable masa
apegada a sus tradiciones y privaciones y a la que se castiga con una injustificable virulencia. Pues, a fin
de cuentas, ¿es un mal no saber leer ni escribir? Francamente no lo creo. E incluso pienso que
deberemos vestir luto por el hombre el día en que desaparezca el último iletrado” (1986, p. 29).
Acompañadas por violencias y coacciones (J. P. Clébert lo ha ilustrado fielmente para el Este de
Europa) (22), tales campañas de alfabetización, asociadas normalmente a la defensa de la Escuela
obligatoria, contribuyeron a la demolición de la educación clánica y a la desestructuración de la
cultura gitana en general.
La evolución del cante en España refleja muy bien esta pérdida de la diferencia, con la asunción
subsiguiente de estilos de reflexión y de expresión impropios del ser oral tradicional. En efecto, los
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(21) Repárese en estas aseveraciones de W. Ong: “Solo se requiere un cierto grado de conocimiento de la escritura para
obrar una asombrosa transformación en los procesos de pensamiento” (p. 20). “Las personas que han interiorizado la
escritura no solo escriben, sino que hablan bajo la influencia de ella” (p. 26). “Lord descubrió que aprender a leer y
escribir incapacita al poeta oral: introduce en su mente el concepto de un texto que gobierna la narración y por tanto
interfiere en los procesos orales de composición” (p. 28, siempre de la versión digital).
(22) Desde 1761, María Teresa, reina de Hungría y de Bohemia, inicia una política de sedentarización y de
alfabetización-escolarización de los gitanos. “Empezó por bautizarlos con el nombre de «neo-húngaros» o «neo-
colonos», considerando el calificativo de «gitano» insultante. Les prohíbe dormir bajo sus tiendas, ejercer ciertos oficios
que les eran familiares, como el de traficantes en caballerías, elegir sus propios jefes, utilizar su idioma y casarse si no
podían mantener una familia. Los hombres fueron obligados a cumplir el servicio militar, y los niños a frecuentar las
escuelas (…). Una inteligente viajera que recorrió la Europa central del siglo XIX nos ha dejado, en su Viaje a Hungría,
imágenes lastimosas respecto a la aplicación de esta política:
«Fue un día espantoso para esta raza y que ellos aún recuerdan con horror. Carretas escoltadas por piquetes de soldados aparecieron
por todos los puntos de Hungría en los que había gitanos; les arrebataron a los hijos, desde los que acababan de ser destetados hasta
las jóvenes parejas recién casadas, ataviadas todavía con trajes de boda. La desesperación de esta desgraciada población apenas sí
puede ser descrita: los padres se arrastraban por el suelo delante de los soldados, y se agarraban a los coches que se llevaban a sus
hijos. Rechazados a bastonazos y a culatazos, no pudieron seguir a los carros (…). Algunos se suicidaron inmediatamente»” (Clébert, p.
80).
primeros cantes de que tenemos registro, fechados de 1800 a 1850, responden a la lógica de la
composición oral y nos recuerdan constantemente las pautas de pensamiento y de habla de una
comunidad “verbomotora”. Predomina la yuxtaposición de frases cortas, la adición de motivos, la
redundancia, como en una técnica impresionista de acumulación de pinceladas sueltas; la
subordinación brilla por su ausencia o no pasa de umbrales elementales; la sintaxis, simplificada,
apenas proporciona un esqueleto sumario para la copla, etcétera. Paralelamente, escasean los
conceptos, las categorías, las deducciones formales, en un ahuyentar definitivo de la abstracción y
del razonamiento lógico. El resultado suele ser lo que denominamos “estampa” o “escena”: una
suerte de descripción máximamente concreta, situacional en grado sumo, cargada no obstante de
connotaciones, rica en sugerencias de sentido —notable condensación/diseminación de significados
desde una gran economía de significantes. Estas “inscripciones sonoras”, que en unas ocasiones
remiten a la instantaneidad de la fotografía y en otras evocan la fugacidad de la secuencia
cinematográfica, instituyentes de un muy atractivo minimalismo, tienden a perderse paulatinamente,
desde la segunda mitad del siglo XIX y de manera acelerada a lo largo del siglo XX, conforme gana
terreno la estructuración de la frase, la argumentación racional, el uso de nociones y esquemas,
haciéndose más compleja la gramática —signos de la erradicación de la oralidad. En una de sus
célebres conferencias, F. García Lorca, con un laconismo insuperable, lamentó esta evolución:
“¡Cómo se nota en las coplas el ritmo seguro y feo del hombre que sabe gramáticas!” (1998, p.
114).
Podemos presentar como “estampas”, como elaboraciones orales, los siguientes cantes antiguos,
concebidos en el siglo XIX:
“La práctica de leer fue por cierto un poder de primer orden en la formación y domesticación del
hombre, y lo sigue siendo hoy (…). Lecciones y selecciones tienen más que ver una con otra de lo que
algunos historiadores de la cultura querían y eran capaces de pensar (…). La cultura escrituraria mostró
agudos efectos selectivos. Hendió profundamente a las sociedades (…). Se podría definir a los hombres
de tiempos históricos como animales, de los cuales unos saben leer y escribir y otros no. De aquí en
adelante hay solo un paso –aunque de enormes consecuencias– hasta la tesis de que los hombres son
animales, de los cuales unos crían y disciplinan a sus semejantes, mientras que los otros son criados: un
pensamiento que, desde la reflexiones platónicas sobre la educación y el Estado, ya pertenece al folclore
pastoral de los europeos” (2000 B, p. 7).
También el flamenco testimonió, a partir del siglo XX, esa deriva moderna, resuelta como
adopción progresiva de las pautas y valores de las sociedades democráticas occidentales...
He aquí un cante terrible, que presagia la extinción de la alteridad gitana justamente allí donde
esta parecía buscar refugio: en la esfera del amor. Y un par de coplas que, señalando asimismo la
triste monetarización de la vida bajo el sistema capitalista, iluminan los dos ámbitos
complementarios —el del trabajo alienado y el del sedentarismo forzoso— en que se desvanece la
diferencia romaní:
“Si quieres que te quiera,
dame doblones, dame doblones.
Son monedas que alegran
los corazones”.
[La modalidad gitana del “amor-pasión” queda abolida ante el “amor-contable” mayoritario. Tango
de la Niña de los Peines, en voz de Carmen Linares para su recopilatorio Antología. La mujer en el
cante jondo, 1996]
“Vengo de la viña andando,
y el dinero que yo gano
a mi madre se lo entrego
pa mantener a mis hermanos”.
Me crié de chavalito
en las tierras de Jerez;
y no se me pué olvidar
el tiempo que allí pasé, ¡ay!,
sin conocer la maldad”.
[Sedentarismo, laborización, atisbo de “cuestión social” y de orgullo local: signos de la dilución de
la idiosincrasia romaní. Cante interpretado por Sordera, entre otros]
“Bebe vino, compañero, ¡ay!,
que lo pienso pagar yo;
quiero gastar los dineros,
que mi sudor a mí me costó,
¡ay!, y trabajando de minero”.
[Trabajo servil, que se impone a la tradicional desestima gitana del salario; y consumismo
compensatorio (de la explotación económica y de la aculturación inducida) en beneficio de la
industria paya del ocio. Minera, taranta de Linares, en recreación de Gabriel Moreno para El cante
flamenco..., 2004]
C) Laborofobia
Determinada en parte por el nomadismo, esta fobia se expresa en una muy característica
resistencia al trabajo alienado (para un patrón o bajo la normativa de una institución, en
dependencia) y en un atrincheramiento en tareas autónomas, a veces colectivas, en cierto sentido
libres. “Era un dolosito, mare, / ver los gachés currelá”, decía, a propósito, la letra de un cante
antiguo, recogida por Demófilo (Báez y Moreno, p. 32)...
Así se manifiesta en la lista de sus profesiones tradicionales: herreros y forjadores de metales,
músicos, acróbatas, chalanes y traficantes de caballos, amaestradores de animales, echadores de la
buenaventura,... (23). La artesanía, el pequeño comercio y los espectáculos, en fin, como conjuro
contra la peonada agrícola, el jornal fabril o el salario del empleado. B. Leblon lo ha constatado
asimismo para los gitanos sedentarizados (panaderos, herreros, carniceros, esquiladores,
chalanes,..., en el Cádiz de fines del siglo XVIII, donde se concentraba el 16.5 % de la población
romaní en España) (2005, p. 111). A la altura de 1840, T. Gautier dejaba constancia de la
persistencia de este rasgo en sus notas sobre los gitanos granadinos del Sacro Monte:
“Estos gitanos tienen generalmente por oficio la herrería, el esquileo y son, sobre todo, chalanes.
Guardan mil recetas para excitar y dar animación a las más viejas caballerías; un gitano habría hecho
galopar a Rocinante y dar cabriolas al Rucio de Sancho. Ahora bien, el verdadero oficio del gitano es el de
ladrón. Las gitanas venden amuletos, dicen la buenaventura y practican todas esas extrañas industrias
que son comunes a las mujeres de su raza” (24).
“La limitada gama de sus oficios tradicionales apenas sí tienen reconocimiento legal o, como en el caso
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(23) En opinión de J. P. Clébert, de quien hemos tomado la lista de las ocupaciones seculares de los gitanos, “estos,
como puede comprobarse, han escogido los oficios que mejor responden a las condiciones de una forma particular de
nomadismo (...). Se necesitaba gente capaz de forjar armas, herrar los caballos, ocuparse de los animales y cuidarlos,
reparar las carretas, distraer a los soldados; necesitaban herreros, forjadores, curanderos, músicos, bailarines,...” (p. 99).
(24) Como M. Cervantes, T. Gautier (Viaje a España, 1840, capítulo 11), al presentar de ese modo el asunto del
latrocinio romaní, incurre en una falsificación: por un lado, generaliza abusivamente; por otro, silencia que el gitano
jamás roba al interior del clan, en el entorno de su gente, en su ámbito específico étnico y cultural; en tercer lugar, nada
anota a propósito de las condiciones sociales y económicas que impulsan a la delincuencia, lo mismo al gitano que al
payo; por último, omite recordar que la comunidad romaní ha padecido todo tipo de persecuciones en Europa,
enfrentando de facto legislaciones etnocidas, por lo que el hurto gitano, operando en sentido contrario, sobreviene como
una minucia —como una suerte de venganza pírrica, irrelevante.
de la venta ambulante, son inconstitucionalmente perseguidos en miles de municipios españoles, sin
opción alternativa” (2005, p. 193).
“La doctrina de Kant, según la cual todo ser humano debía ser tratado como un fin y nunca como un
medio, fue precisamente formulada en el momento en que la industria mecánica había empezado a tratar
al trabajador únicamente como un medio, un medio para lograr una producción mecánica más barata.
Los seres humanos recibían el mismo trato brutal que el paisaje: la mano de obra era un recurso que
había de ser explotado, aprovechado como una mina, agotado, y finalmente descartado. La
responsabilidad por la vida del empleado y por su salud terminaba con el pago de su jornal por el día de
trabajo” (p. 121).
Podríamos concluir que existe un perfil humano en el que la idiosincrasia romaní nunca ha querido
reconocerse: el perfil del proletario, en particular, y el perfil del hombre económico (mero
productor-consumidor, personalidad reducida y triturada), en general. J. Ellul lo definió con
contundencia:
“Mañanita, mañanita,
mañanita de San Juan;
mientras mi caballo bebe,
a la orillita del mar,
mientras mi caballo bebe,
yo me ponía a cantar,
y águilas que van pasando
se paraban a escuchar”.
[Cante de Esperanza Fernández, disponible en la compilación Un siglo con duende..., 2002]
“Pasa un encajero.
Mare, que me voy con él;
que tiene mucho salero”.
[De un tango de la Niña de los Peines, rescatado para el proyecto Antología..., 1996]
(28) Recordemos su film Gato negro, gato blanco, de 1998. E. Kusturica, en nuestra opinión, no es un investigador de
la gitaneidad, ni un cronista de la misma. Ni siquiera un “testigo”. La gitaneidad para él constituye un decorado, un
recurso —artístico, aparte de económico. Sus personajes solo conservan del gitanismo la exterioridad (anatomías,
vestimentas, músicas,...). Aparecen, en verdad, como payos disfrazados de gitanos —su mentalidad, sus valores, no se
corresponden con los del pueblo Rom. En este film, vemos romaníes actuando unas veces al modo de los mafiosos
sicilianos, otras como criminales rusos, siempre como pseudo-gitanos por tanto. Solo una faceta sustantiva de la
gitaneidad se manifiesta en la fílmica de E. Kusturica, y aún así “estilizada”: la pasión romaní, esa emotividad exaltada,
extremosa, tanto en la ocasión del placer como en la del dolor. Pero E. Kusturica lleva dicho exacerbamiento de la
sensibilidad hasta el punto de la hipérbole gratuita (alboroto histriónico, humor atropellado). Podría pensarse, asimismo,
que el cineasta refleja la irregularidad psicológica de los gitanos, con sus caracteres excéntricos y el descabalamiento
de su subjetividad, mostrando una galería de tipos nada corrientes, ni estandarizados ni sistematizados. Pero, siendo
verdad que sus personajes resultan muy a menudo insólitos, extravagantes, fugados de la cordura no menos que de la
demencia, debe añadirse enseguida que esa índole estrafalaria, demasiado “fantaseada” en ocasiones, no concuerda
siempre con la de los romaníes reales y deviene impostura. De todos modos, la inclinación gitana a la “economía
marginal” y su denostación de la servidumbre del empleo, así como la gama de sus ocupaciones tradicionales
(espectáculos, comercio, artesanía,...), salpican no pocas escenas de este film.
(29) Recomendamos la película Los tarantos, de F. Rovira Beleta (1963). De este logrado film, muy cuidado en la
ambientación, nos interesa el modo en que refleja la particularidad del avecindamiento gitano, tanto en el barrio del
Somorrostro como en La Barceloneta. Los romaníes procuran siempre reforzar la primacía de la calle, del campo o de la
naturaleza, y de ahí que precaricen los habitáculos a conciencia, confiriéndoles a menudo un cierto aire de
provisionalidad, casi de acampada (legado de la vida nómada); atienden a las prioridades de la comunidad —clan o
familia—, por lo que adaptan las viviendas al grupo y a la necesidad de sus miembros de estar juntos y no a la inversa
(subordinación de los hombres a unas estructuras edilicias dadas); organizan el espacio público en función de sus
oficios tradicionales y su forma de entender la labor, de sus pautas gregarias y sus hábitos de reunión y diálogo, etc.
especialmente, en el de T. Gatlif (30); lo segundo, también en el cine, ahora sobre los gitanos
sedentarios, como en Solo el viento, descorazonador film de Benedek Fliegauf (31), y, con toda
nitidez, en la música (cante de las minas, coplas sobre los jornaleros rurales, etc.).
La desafección gitana hacia el empleo se manifiesta, de manera negativa, en los cantes mineros y
en aquellos otros que abordan la congoja de trabajar al modo payo:
[Aflicción por la separación diaria de los amantes, que no se daba en la vida gitana tradicional.
Taranta minera de la Niña de Linares, recogida en Antología. La mujer en el cante, 1996]
“¡Muchachas del Molinete,
preparad bien los moñeros!
Que viene la Méndez-Núñez
con doscientos marineros.
¡Muchachas del Molinete!”.
[Taranta de la Antequerana, incorporada al álbum Antología..., 1996]
D) Sentimiento comunitario
Inducido por la oralidad y reforzado por el nomadismo, vinculado también a ciertas implicaciones
de la autonomía laboral (economía familiar, labor en grupo, cooperación tribual), un férreo
sentimiento comunitario se ha asentado para siempre en la idiosincrasia romaní.
El clan étnico, la familia, la organización del parentesco, etc., son temas que obsesionaron a la
gitanología de todos los tiempos y sobre los cuales merodea la mirada de la antropología y la
etnología modernas. Se ha sugerido, desde esas esferas, una evolución del matriarcado al
patriarcado (34); una deriva difusa que, respetando el papel central del vínculo comunitario, habría
preservado, en cierta medida, extemporales relaciones de complementariedad entre los sexos. La
imagen dibujada por M. Gimbutas para La Vieja Europa —“una cultura matrifocal y probablemente
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(33) Así se expresaba M. Tsvietáieva, en Mi Pushkin, aludiendo al poema:
“Mi primer Pushkin: Los cíngaros (…). Encontré ahí una palabra totalmente nueva: el amor. Cuando hay ardor en el pecho, en la propia
cavidad pectoral (¡cualquiera lo sabe!), y a nadie podrás contarlo, eso es amor. Siempre sentí el calor en el pecho, pero no sabía que
eso era el amor. Yo creí que a todos les pasa, que siempre pasa así. Pero resulta que solo les pasaba a los gitanos. Aleko estaba
enamorado de Zemfira... Mientras yo estoy enamorada de Los cíngaros: de Aleko y de Zemfira, y de aquella Mariula, y del otro gitano,
y del oso y de la tumba, y de las extrañas palabras con las que todo esto ha sido contado”.
En primer lugar, el amor auténtico (“que quema el pecho”) como exclusividad de los gitanos. En segundo, amor a los
propios romaníes por ser capaces de querer con esa pasión y esa libertad. Finalmente, enamoramiento también de las
palabras del poeta ruso, que versan de los gitanos asimismo impregnadas de amor. [Tsvietáieva se ahorcó a los 48 años]
(34) Así lo estimó M. Block (Moeurs et coutumes des Tziganes, 1936), para quien, entre los gitanos primitivos, el
parentesco se calcularía por la línea materna. Quedan huellas de estas costumbres, alegó, entre los gitanos de Europa
meridional y oriental. Cuando un hombre contraía matrimonio, ingresaba en la familia de la esposa y volvía a la suya
solo en caso de quedarse viudo. Pero, como los casamientos solían efectuarse en el seno de una misma tribu, este
matriarcado de base podría no resultar excesivamente determinante. Se ha constatado, no obstante, que, entre ciertas
tribus, los niños nacidos de distintos grupos clánicos o sub-étnicos hablan solo el dialecto de la madre.
matrilineal, igualitaria y pacífica”, en sus palabras—, que otros autores, R. Martínez entre ellos, han
considerado perfectamente aplicable a la Civilización del Indus, precisamente en el territorio de
origen de las migraciones romaníes, y que evoca en muchos aspectos el bonito artículo de P.
Clastres sobre la porosidad de la especialización laboral y de la distinción de géneros en tribus
nómadas (“El arco y el cesto”, 1978, p. 91-115), podría proyectarse también sobre un punto
remoto de la conformación histórica del pueblo gitano. En este sentido, se ha recalcado la
dimensión educativa y moralizadora de la mujer, que en modo alguno decae en el patrigrupo,
conservando o asumiendo funciones cardinales de mediación en los conflictos y de asesoramiento
directriz (35).
A partir de los argumentos esgrimidos por I. Illich en La lengua vernácula, y en otras obras, ha
tomado cuerpo una denuncia que afecta a determinados sectores del feminismo occidental: la
posibilidad de que una cultura erigida sobre la dualidad y el conflicto (Civilización/Barbarie,
Bien/Mal, Capital/Trabajo, Hombre/Mujer, Adulto/Niño, Razón/Locura, Salud/Enfermedad,
etcétera) se halle epistemológicamente vedada para comprehender “relaciones de
complementariedad”, sustantivamente no-conflictuales, que distinguieran a otras formaciones
culturales. Ver en todas partes, en la otredad civilizatoria, y antes que nada, relaciones de
dominación de la mujer por el hombre (o de los niños por los adultos, valga el ejemplo), podría
considerarse, entonces, como una manifestación más del pertinaz etnocentrismo occidental. Una
gitana nómada, madre soltera, con hijos no escolarizados, líder “natural” de su clan, casi como en
una reminiscencia del antiguo matriarcado, en situación de búsqueda y captura policial por todo ello
y por otras cosas, lo sostuvo, con rigor y con pasión, en un encuentro organizado en 2012 en Vigo,
en la Cova dos Ratos. Y no es difícil encontrar, en el cante, letras que subrayan la ascendencia de la
mujer en el grupo gitano y su relación altiva, de igual a igual, con el hombre, en los asuntos del
amor y de la pareja:
“Firme te he sido,
pero la culpa de que yo ya no te quiera
tú mismo la habías tenido”.
[De unas bulerías por soleá de María la Moreno, grabadas para el compendio Antología..., 1996]
“Anda y no me llores más;
que, detrás de una tormenta,
viene una serenidad”.
[De una solea de la Jilica de Marchena, recuperada para Antología..., 1996]
“Compañero mío,
¿qué has hecho de mí,
que me has metido por una veredita
que no puedo salir?”.
[De un cante de María Borrico, insertado por Carmen Linares en Antología..., 1996]
“Y yo hice juramento:
borrar de mi pensamiento
amor que a mí me ofendió”.
[De una milonga de Pepa Oro, en el proyecto Antología. La mujer en el cante, 1996]
“¿Qué quieres conmigo,
si no te quiero?
Ya tengo en mi casa
género nuevo”.
[De una bulería de la Niña de los Peines, integrada en Antología..., 1996]
En todos estos cantes de mujer, reunidos por Carmen Linares, se refleja una disposición orgullosa,
lúcida, casi soberbia, de las gitanas ante sus compañeros o amantes; una abierta liberalidad y una
clara sugerencia de igualdad y simetría (36). No se percibe sumisión, y están ausentes la
humillación y el miedo. Tal y como sugiere una bella copla de la Niña de los Peines, recogida en el
álbum Un siglo con duende (2002), estamos tentados de ver, en esos cantes femeninos antiguos,
reminiscencias de un orden socio-afectivo construido sobre relaciones temporales de
complementariedad —orden desvencijado por la irrefrenable integración gitana en la sociedad
patriarcal mayoritaria:
A. Álvarez Caballero, en el texto-prólogo de La mujer en el cante jondo, recoge aquello que una
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(36) Liberalidad y simetría sugeridas también por la copla que recogiera M. Cervantes en “La gitanilla”: “Por un
morenico de color verde, / ¿quién es la fogosa que no se pierde? (p. 134). Y por no pocas de las letras compiladas por
Demófilo, estas dos entre ellas:
Por último, es interminable la serie de cantes consagrados a ensalzar el amor materno. La madre
se presenta en ellos como la más valiosa garantía de afecto, como un ser al que nunca se debe
contrariar ni ofender, casi sagrado; también como un inagotable surtidor de consejo y sabiduría, una
instancia asesora y moralizadora:
La figura de la gitana que se desenvuelve con libertad en la esfera sentimental, sin aceptar la
clausura en la sexualidad del marido, ha encontrado a su vez remedos en la producción artística
paya: en Kismet, R. M. Rilke nos seduce con la inteligencia alegre de una romaní danzando ante las
pasiones que despierta en varios hombres, mientras su niño se remueve en la cuna. Y, como hemos
visto, en Los cíngaros, A. Pushkin celebra el perfil de Mariula y de su hija Zemfira, capaces de
mantener relaciones extraconyugales, sin ocultar nada ni engañar a nadie, y sin tolerar, tampoco,
una prohibición o una supervisión ejercida por sus maridos. La comunidad romaní antigua —nos
sugieren estas obras— asumía tales relaciones con naturalidad y descartaba la posibilidad de que,
bajo la locura de los celos, un hermano dañara a otro hermano. En un pasaje del poema de A.
Pushkin se contrapone, precisamente, la visión comprensiva (bajo la primacía ética y ontológica de
la comunidad) del anciano cíngaro abandonado por su mujer a la posesividad machista de Aleko,
individualista ruso inepto para admitir relaciones de equidad y respeto intergenéricas (37):
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(37) El amor-pasión gitano queda muy lejos de esa voluntad de apropiación de Aleko, que le lleva a hablar de
“derechos”, de “traición” y de “venganza”. Mídase tal distancia en los siguientes cantes de hombres enamorados:
“Romerita mi romera,
me la llevé a un romeral;
y ni la ropa de su cuerpo
yo le he querío tocar”.
[Cante al que prestó voz Antonio Mairena, citado por Josephs y Caballero, p. 244]
“En la vida del gitano, en cambio, todo gravita alrededor de su familia, unidad básica de organización
social, económica y educativa. En la movilidad y precariedad de su situación, la familia es un elemento de
pertenencia y estabilidad. El individuo no está jamás solo y no puede transformarse en un solitario
individualista. Su familia es fuente inagotable de elementos afectivos intensos. La solidaridad se traduce
en seguridad social y psicológica. En este contexto, la educación del niño es colectiva (…). El gitano es
iniciado en los procesos de socialización a través de su madre. Esta inicia el proceso a partir de sus
valores étnicos y culturales, no solo con la fuerte impregnación cosmogónica de ser gitana, sino también
con la asunción consciente de un importante rol que le asigna su comunidad, cual es el de transmitir y
defender desde el inicio de la vida lo esencial de lo gitano en general y de su familia en particular” (2005,
p. 6-7).
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(39) Véase El derecho consuetudinario indígena en Oaxaca, de C. Cordero (2001). La descripción del derecho
consuetudinario indígena contenida en esta obra coincide casi exactamente con lo que sabemos de la Kriss Romaní.
Esta coincidencia está motivada por tratarse, en ambos casos, de culturas de la oralidad, de cosmovisiones
localistas/particularistas y de formaciones intensamente comunitarias. Cuando el coronel Cody, más conocido como
Búfalo Bill, visitó Provenza, invitado por el Marqués de Baroncelli, protector de los gitanos, creyó ver, por todas partes,
“pieles rojas”. Conforme se le fue informando de las costumbres de los romaníes, más convencido se mostraba de que
se trataba de un solo pueblo, separado por un océano...
“Los gitanos —escribe J. P. Clébert— prefieren arreglar ellos mismos sus diferencias. Por nada del
mundo se dirigirían a la policía ni a la justicia oficial del país en el que viven (…). Su sistema
interior de justicia se llama la Kriss. Esta expresión designa primero el derecho en general; después,
la asamblea o el consejo de ancianos encargados de aplicar este derecho”.
Del mayor interés nos parece la ceremonia de reconciliación, descrita por el investigador francés,
con la que se ratifica la resolución del conflicto y el restablecimiento de la integridad y consistencia
comunitarias: se canta la historia (el incidente y el proceso) a modo de romance popular; una mujer
baila y representa los hechos, con la danza y con la mímica; los asistentes salmodian a bonico. Este
ritual cierra las heridas abiertas por la disputa, atrae y acuerda los ánimos desunidos, restaurando la
dignidad y honorabilidad gitanas, afectadas por la irrupción del Problema. Y todo ello con
independencia de que el asunto haya sido tratado por la justicia oficial —en ese caso, los hechos se
juzgan de nuevo, sin tener en cuenta el veredicto de los tribunales estatales. La fidelidad a la Kriss,
concluye J. P. Clébert, es uno de los factores más importantes de la cohesión del pueblo gitano (p.
122-3).
No se trata, pues, de una justicia vengativa, sino reparadora, ya que no busca tanto el castigo del
individuo como la elucidación de la clase de mal que acecha a la comunidad y altera su buen vivir.
En esta consideración de un problema intersubjetivo y de una responsabilidad de la comunidad toda
tanto en su aflorar como en su solución, se sitúa en las antípodas de los códigos de justicia
occidentales —con su idea de una “culpa individual” atribuida y redimida por pequeñas
corporaciones separadas de expertos. Precisamente en tanto denegación y superación de esos
códigos instituidos, cabe valorar la Kriss (y así lo hace P. Romero) como “un aporte que el pueblo
Rom (gitano) hace a la Humanidad, y que las lentes prejuiciosas de la discriminación no permiten
reconocer”, “una de las muchas maneras de hacer las paces” (p. 5).
Como corresponde a un pueblo oral, los procedimientos y las providencias del derecho
consuetudinario no obedecen ya a una codificación abstractiva de crímenes y de correctivos
paralelos, a una formalización de valores o derechos universales y de sanciones para quienes los
quebranten, sino que derivan de las situaciones concretas, de lo singular de cada incidente,
aspirando a una reparación particularizada, contextualista en grado sumo, sin otro norte que la
regeneración de la Vida Buena —vivir en el bien, Paz Imperfecta (40). Así se administraba también
la justicia, según A. Havelock, en la Grecia presocrática (Ong, p. 19)...
En ausencia de un cuerpo calificado de especialistas o de técnicos, toda la comunidad asume el
papel de investigadora, esclarecedora, dilucidadora del problema y resarcidora de los agraviados. El
asunto se alumbra y se comenta en los distintos escenarios de la sociabilidad gitana (familias,
círculos de compadrazgo, ámbitos del trabajo y también de la diversión, momentos de la tertulia,...),
provocando “mediaciones” diversas, en las que las mujeres juegan un papel muy importante
(“shuvlais” o “shuvanis”: maestras-asesoras-brujas), antes de parar en el tribunal que reúne a los
litigantes o encausados y que sancionará la opinión que la comunidad en su conjunto —de un modo
informal, no-reglado, pero también cauteloso y prevenido a su manera— se ha forjado de hecho.
La función del presidente de la Kriss, del Consejo de Ancianos, de la líder femenina, así como el
papel de las diversas reuniones o asambleas en las que el problema se trata, varían de un colectivo a
otro, sin afectar nunca a esta índole esencialmente “demoslógica” de la modalidad gitana de
resolución de los conflictos. Hablamos de índole “demoslógica”, en lugar de “democrática”, para
subrayar el carácter participativo, “popular”, deliberadamente horizontal, de esta manera de hacer
las paces, más próxima al espíritu de lo que en ocasiones se denomina “autogestión”,
“autogobierno”, “asambleísmo sustantivo”, etcétera, que a la fórmula liberal representativa
(partidos, elecciones, parlamento,...) evocada de manera inmediata por el término “democracia”.
El protagonismo y, sobre todo, la eficiencia de la comunidad en el restablecimiento de la cohesión
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(40) Desde el entorno del Instituto de la Paz y de los Conflictos (Universidad de Granada), investigadores como F.
Muñoz, J. Herrera, B. Molina y V. Martínez, entre otros, han desarrollado el paradigma de la Paz Imperfecta. En unas de
sus expresiones bibliográficas, se ha presentado a los gitanos como “un Pueblo tensionado, «conflictivo», a veces
violento, pero también altruista, cooperativo y solidario, sobre el que se pueden promover procesos de empoderamiento
pacifista” (F. Muñoz y B. Molina, en Una paz compleja, conflictiva e imperfecta, 2008, p. 1).
del grupo, en la reposición del concierto y buena correspondencia general, descansa sobre una
circunstancia reflejada de mil maneras en las elaboraciones culturales romaníes: cada gitano
particular (como cada indígena o cada habitante de los entornos rural-marginales) orienta su vida,
su sociabilidad toda, a la obtención y conservación de la estima, a ganar y no perder nunca el
aprecio de sus compañeros. Para la consecución de este acato, de este respeto, el gitano habrá de
actuar siempre con rectitud, con trabazón (con “firmeza”, se acuña en el cante) (41); es decir, en la
aceptación de los valores del colectivo, de sus pautas de comportamiento identitarias, de su
cosmogonía específica (42). Una vez que el Problema se ceba en unos hermanos y origina el litigio,
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(41) La “firmeza” gitana viene a designar un obrar correcto, ético, plegado sobre la coherencia, la franqueza, la
adecuación de la vida al pensamiento y sobre una cierta solidez (estabilidad, continuidad) en el decir y en el actuar. Lo
contrario de esta firmeza sería la mentira, la hipocresía, el pensar mudable y la vida no sujeta a criterio moral —“no
tener ley”. Ambos aspectos han quedado registrados en el cante:
“Firme me mantengo,
firme hasta la muerte.
Confirmo y afirmo
que no he de cambiar (…).
Cuando muera dirán siempre:
murió pero firme fue”.
[Cante de Menese, en José Menese con Enrique Melchor en el Albéniz, 1995]
(42) Entre los valores interiorizados por el ser comunitario romaní, ligados a la idea de “firmeza”, destaca, en todo
momento, la sinceridad, el apego a la verdad, como refleja este tema de J. M. Flores y M. Molina Jiménez, cantado por
Lole y Manuel (grabación disponible en el álbum Al alba con alegría, 1991):
“Dime
si has mentido alguna vez;
y dime si, cuando lo hiciste,
sentiste vergüenza de ser embustero.
Dime, dime, dime,
si has odiado alguna vez
a quien hiciste creer
un cariño de verdad (…).
Dime
si de verdad crees en Dios
como crees en el fuego cuando te quemas.
Dime, dime, dime,
si es el cielo tu ilusión
o es la verdad en la tierra.
Dime
a cada cosa sí o no;
y entonces sabré yo
si eres mi sueño”.
provocando la intervención de la Kriss, los implicados, debido a su actuación errónea o
desafortunada, ven suprimida temporalmente la estima colectiva, como si su honorabilidad quedara
entre paréntesis y el reconocimiento se tambaleara. Normalmente, pondrán entonces el mayor
interés en colaborar con el tribunal, en cooperar con las familias, los ancianos, las mujeres
mediadoras, etc., a fin de resolver el incidente, restablecer la paz y recuperar la aprobación y
aceptación de la comunidad —verdadero escudo protector ante las asechanzas de un exterior por lo
común hostil y fuente inagotable de imprescindibles nutrientes de la vida afectiva.
Esa necesidad de arraigar en el prestigio, de granjearse y preservar el buen crédito —cuando no la
admiración— entre los parientes y los compañeros, origina en el romaní un miedo exagerado a la
maledicencia, a los rumores, chismes y bulos, en una extrema susceptibilidad al “qué dirán”. El
gitano tradicional presta una atención casi obsesiva a las vicisitudes de su imagen pública; y el cante
se ha hecho eco, una y mil veces, de tal circunstancia:
La Kriss aprovecha ese rasgo gitano a fin de facilitar la reconciliación, como explotando un
control comunitario del desenvolvimiento individual al que se ha referido el médico calé J. M.
Montoya con estas palabras:
“La libertad de iniciativa [gitana] no significa ausencia de control. Y no es que existan miles de
reglamentos a obedecer, puesto que el control es global, es del grupo y sus valores” (p. 6-7).
En el final de Los cíngaros, A. Pushkin nos ofrece una maravillosa evocación de un acto de la
Kriss. No existía aún el concepto de un derecho consuetudinario romaní, no se había constituido la
materia de estudio, ningún especialista había reparado en semejante modalidad jurídica trans-
nacional; y, sin embargo, las prácticas de la Kriss eran cotidianas e incesantes entre los gitanos y no
se escondían de la mirada paya. Los muy ajustados versos de A. Pushkin ilustran las principales
características de este inveterado derecho oral, tal y como se despliega ante el doble asesinato:
.-1) No busca el castigo o el dolor de Aleko, que ha matado por celos. Aspira más bien a resolver
comunitariamente un problema intersubjetivo (el ruso no está hecho para la vida gitana, y es
incapaz de superar los estigmas de su propia cultura); adversidad en relación con la cual, en cierto
sentido, no hay culpa individual, pero que todos padecen y de cuya emergencia la tribu en su
conjunto es responsable: Aleko fue admitido en el clan, agregado, aceptado como un hermano.
.-2) Expresa su determinación (la expulsión del homicida) a través de la palabra de un Anciano —
autoridad moral, hombre de prestigio—, quien recoge meramente la opinión colectiva, el sentir
unánime de las familias: Aleko tiene un carácter orgulloso, atormentado, impositivo y violento, que
contrasta con el de los gitanos, gentes humildes, sencillas, tolerantes y pacíficas. Y este portavoz
enuncia la resolución consensual (deseo de que el asesino, alejado, pueda vivir en paz) con respeto
y casi pena:
Esta forma consuetudinaria de derecho caracteriza a las llamadas “sociedades sin Estado”, entre
las que se incluye la gitana tradicional: “pueblos sin gobernantes” o “anarquías organizadas” que
motivaron los estudios de M. Fortes y E. E. Evans-Pritchard, C. Lévi-Strauss, P. Clastres, H.
Barclay, J. Middleton y D. Tait, S. Mbah e I. E. Igariwey,..., (43) y, en los inicios del interés por el
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(43) Remitimos a Sistemas políticos africanos, de M. Fortes y E. Evans-Pritchar; Tristes trópicos y “El campo de la
antropología”, de C. Lévi-Strauss; La sociedad contra el Estado, de P. Clastres; People without Government, de H.
Barclay; Tribes without rulers, de J. Middleton y D. Tait; y África rebelde, de S. Mbah e I. E. Igariwey.
tema, las reflexiones de P. Kropotkin y F. Engels —siguiendo a L. H. Morgan. En la Península
Ibérica, el asunto ha merecido la atención de S. Santos e I. Madina y también la nuestra (44).
En tanto Comunidad sin Estado, el pueblo gitano ha quedado históricamente a salvo del proceso
occidental de civilización. Según N. Elias, dicho proceso, vinculado a la acción de los organismos
estatales (policías y ejércitos, pero también escuelas, universidades, tribunales de justicia, medios de
comunicación...), se resuelve en la progresiva interiorización de un “aparato de auto-vigilancia” que
nos lleva a reprimir el instinto y la pasión, a cancelar la espontaneidad, a modular los afectos y sus
expresiones, a someternos a códigos externos, postulados institucionalmente, amortiguadores de
nuestra emotividad (45). En opinión de H. P. Dreitzel, internalizando en grado sumo un tal aparato
de auto-represión, de auto-coerción, el individuo —perfectamente “civilizado” por tanto— se
incapacita para rebelarse u oponerse; y cae en una docilidad paralizadora que le lleva a aceptar, sin
resistencia, todo tipo de horror: Auschwitz aparecería, desde esta perspectiva, no como un retroceso,
sino como una manifestación del grado de civilización alcanzado por Occidente.
“Si se observa con detenimiento, podría demostrarse que todo paso civilizatorio [occidental] ha
implicado realmente la incorporación y asimilación de determinados grupos y, al mismo tiempo, una
nueva delimitación con respecto a otros grupos, a los que se excluye. Hasta ahora solo se han tomado en
consideración las ganancias humanitarias y mucho menos los costes humanos del proceso de civilización.
En este país (en Alemania) la cuestión se plantea con toda brutalidad: ¿es Auschwitz un retroceso
momentáneo en el proceso de civilización, o no será más bien la cara oscura del nivel de civilización ya
alcanzado? ¿Cuánta coerción internalizada debe haber acumulado un hombre para poder soportar la idea,
y no digamos ya la praxis, de Auschwitz?” (1991, p. 9).
“El proceso civilizatorio supone una transformación del comportamiento y de la sensibilidad humanas en una dirección determinada
(…). Las coacciones sociales externas se van convirtiendo de diversos modos en coacciones internas (…) y la regulación del conjunto de
la vida impulsiva y afectiva va haciéndose más y más universal, igual y estable, a través de una auto-dominación continua (…). Junto a
los autocontroles conscientes que se consolidan en el individuo, aparece también un aparato de autocontrol automático y ciego que, por
medio de una barrera de miedos, trata de evitar las infracciones del comportamiento socialmente aceptado (…). Es necesaria una
autovigilancia constante, una autorregulación del comportamiento muy precisa, para que el hombre aislado consiga orientarse entre la
multitud de actividades e interdependencias (…). La estabilidad peculiar del aparato de auto-coacción psíquica, que aparece como un
rasgo decisivo en el hábito de todo individuo «civilizado», se encuentra en íntima relación con la creación de institutos de monopolio de
la violencia física y con la consolidación de los órganos sociales centrales [Estados]” (1987, p. 449-453).
(46) Véase Contra la historia, de E. M. Cioran (1980). Han querido los tópicos anti-gitanos presentar a esta gente como
seres infantiles, estrafalarios, enloquecidos, irrazonables, incivilizados, absolutamente “insensatos”... E. M. Cioran nos
previene, en este libro, contra los peligros de la sensatez. Y casi nos hace sentir nostalgia de aquellos niños que,
torpemente, dejamos de ser; de aquellos “locos” que vivían en nosotros mismos y acabamos encerrando en los
manicomios de la cordura: “Aquellos que ceden a sus emociones o a sus caprichos, aquellos que se dejan llevar por la
cólera a lo largo de todo el día, están a salvo de trastornos graves (…). Para conservarnos en buena salud, no
deberíamos tomar ejemplo del cuerdo, sino del niño: rodar por tierra y llorar todas las veces que nos venga en gana (…).
Toda una parte de los infortunios que nos acosan, todos esos males difusos, insidiosos, indespistables, vienen de la
obligación que tenemos de no exteriorizar nuestros furores o aflicciones, y de no dejarnos llevar por nuestros más
antiguos instintos” (p. 132).
el “presentismo” absoluto de un pueblo nómada oral que vive sin memoria y sin proyecto,
enfrentado a incertidumbres y peligros constantes, instantáneos, ante los que reacciona sin los
colchones amortiguadores de un pasado aprehendido (que disolviera la aparente e inquietante
novedad en gestionable repetición) y de un programa para el futuro (que previniese de riesgos y
adversidades). Podría añadirse también que, desde tiempos remotos, los gitanos han intuido sin
error lo que quería hacer con ellos el Tiempo; que han columbrado tanto la mentira inmensa de eso
que el progresismo nombraba “memoria histórica”, como la suerte de confabulación militante
contra su vivir distinto que, pluma en mano, tramaban los historiadores de oficio. Podría suponerse
que el pueblo Rom ha dado de algún modo la razón a las desesperadas palabras de Sandor Krasna
en el film de Ch. Marker: “La Historia tira por la ventana sus botellas vacías (…). Así es como
avanza la Historia, taponando su memoria de la misma manera que uno tapona sus oídos. A ella
nada la importa. Ella no comprende nada. Solo tiene un amigo, señalado por Brando en Apocalypse:
el Horror, un Horror que tiene nombre y que tiene rostro” (film Sin sol, 1983).
Sea como fuere, la desmesura emocional gitana es inocultable; y ha dado lugar, en el cante, a una
modalidad muy bella de hipérbole:
“La tercera categoría [relaciones maestro-discípulo] es la del intercambio: el eros de la mutua confianza e
incluso amor (...). En un proceso de interrelación, de ósmosis, el maestro aprende de su discípulo cuando
le enseña. La intensidad del diálogo genera amistad en el sentido más elevado de la palabra. Puede incluir
tanto la clarividencia como la sinrazón del amor” (2011, p. 2).
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(47) Véase El orden del discurso, opúsculo de M. Foucault (1992). Este libro recoge una sugerente conferencia del filósofo
francés, en la que desgrana los procedimientos mediante los cuales se instaura, en cada uno de los diferentes ámbitos
institucionales, una cierta policía del relato, un determinado orden de la palabra, con mecanismos específicos de selección y
de exclusión (la disciplina, el autor, el comentario,...). La Escuela, con el currículum al frente, es impensable al margen de
esta “economía política de la verdad”, absolutamente forastera, y no grata, en la casa de las educaciones comunitarias, tal la
gitana.
“Pensamiento...
Qué grande es mi pensamiento, ¡ay! (…),
que voy por la calle muerto de amor
y no me puedo valer”.
[De una malagueña de principios del siglo XX, en versión de Manolo Caracol. Forma parte de El
cante flamenco..., 2004]
“Saber lo que yo sé,
que la fatiga y el tiempo
me lo han hechito a mí comprender,
los siete sabios de la Iglesia,
no saben lo que yo sé”.
[De una soleá compuesta en torno a 1800, difundida por Antonio Mairena. En El cante flamenco...,
2004]
Pero la educación comunitaria romaní no solo libera la palabra: libera sobre todo al joven, que no
habrá de padecer ni la humillación constante del examen y de la calificación, ni el agobio
intolerable de tener que participar en dinámicas que le son ajenas y extrañas.
5) Educación reproductora de un Orden Social Igualitario (sin fractura material, sin dominio de
clase), con prácticas tradicionales de autogobierno demoslógico (negadoras del Estado de
Derecho y del concepto liberal de “ciudadanía”); sistema afirmado sobre una fórmula económica
colaborativa, comunal (restrictiva de la acumulación individual, de la propiedad privada) y
expresado en una vida cotidiana no-alienada, en sí misma formativa, surcada por las diversas
figuras de la ayuda mutua —espacio intermedio de la educación, y ya no de la dominación.
En La bala y la escuela, anotamos lo siguiente, a propósito de la “vida cotidiana”:
G) Anti-productivismo
Toda la cadena conceptual del productivismo capitalista, tal y como se describe en las obras de J.
Baudrillard, M. Maffesoli, H. Lefebvre y otros, resulta profundamente antipática, francamente
repugnante, al pueblo tradicional gitano. Maximización de la producción, acumulación individual
de capital, entronización de la óptica inversión-beneficio, soberanía del mercado también al interior
del grupo, consumo incesante; y, en la base, “trabajo” y “necesidades”, por un lado, y “explotación
de la naturaleza”, por otro. He aquí una secuencia que los romaníes detestan como paya y que
reconocen adversa (48). En efecto, los autores mencionados hablan de “trabajo” en la acepción de la
economía política: labor para un patrón, o una institución, y a cambio de un salario (con la
correspondiente extracción de la plusvalía), al modo en que se configura bajo el capitalismo. Fuera
de este concepto (“trabajo alienado”, según la tradición marxista) quedan las tareas autónomas,
cooperativas, comunales, etcétera, desplegadas en el alejamiento de los aparatos del Estado y de las
empresas del Capital, como las desempeñadas por el pueblo Rom histórico.
Sacralizar la alienación del trabajo y producir el trabajador como posición exclusiva de la
subjetividad popular fue, según J. Baudrillard y M. Maffesoli, el objetivo de la economía política y
de la Ratio en general, y en tal empresa colaboró, a pesar de su presunción de criticismo, el propio
materialismo histórico. “Necesidades, trabajo: doble potencialidad, doble cualidad genérica del
hombre, idéntica esfera antropológica en la que se dibuja el concepto de producción como
«momento fundamental de la existencia humana», definiendo una racionalidad y una sociabilidad
propia del hombre”: he aquí la clave de bóveda de la mitología productivista, inadmisible teorética
y prácticamente, según J. Baudrillard (El espejo..., p. 28-9).
Partiendo de esta denuncia, que el autor desarrolló por separado en un opúsculo titulado
precisamente La génesis ideológica de las necesidades, diversas corrientes de investigación crítica
han corroborado la relatividad histórica y cultural de todo aquello que se consideraba básico,
instintivo, innato, primario, etc., en los seres humanos —y que no se daba, al menos con la fuerza
esperada, entre los gitanos tradicionales.
En segundo lugar, la representación de la Naturaleza como “objeto” (de conocimiento y de
explotación), de alguna manera separada del hombre-sujeto, al otro lado de la conciencia y casi
como reverso de la cultura, atraviesa toda la historia intelectual de Occidente, adherida a la
denominada “epistemología de la presencia” —o “teoría del reflejo”—, expresándose en la
contemporaneidad no menos en el liberalismo que en el fascismo, tanto en estas dos formaciones
político-ideológicas como en el comunismo. Pero no pudo ganarse el corazón del pueblo gitano,
como tampoco arraigó en los entornos rural-marginales europeos y en el ámbito de las comunidades
indígenas (49). En este sentido, se ha identificado con frecuencia un profundo sentimiento panteísta,
cuando no animista, en la cosmovisión de los gitanos tradicionales. Este panteísmo llevaría al
romaní a contemplar el mundo natural desde una perspectiva espiritual, con una extraña intimidad,
casi fraternalmente. En palabras de F. García Lorca: “La mayor parte de los poemas del cante jondo
son de un delicado panteísmo; consultan al aire, a la tierra, al mar y a cosas tan sencillas como el
romero, la violeta y el pájaro. Todos los objetos exteriores tienen una aguda personalidad y llegan a
plasmarse hasta tomar parte activa en la acción lírica” (1998, p. 43). Nótese, en los cantes siguientes
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(48) Véase, de J. Baudrillard, El Espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico (1980), obra
fontal para la crítica del productivismo. Toda la constelación terminológica de esa suerte de fundamentalismo
economicista es revisada y denegada por el autor, empezando por los conceptos parejos de “necesidades humanas”
(genéricas, naturales, propias de todos los hombres) y “trabajo” (centro de la vida individual y social, redentor de la
humanidad). A partir de ahí, explora las distintas nociones del materialismo histórico en las que se incrusta la reducción
productivista (clase social, lucha de clases, infraestructura, progreso, partido obrero, sindicato...), hasta concluir que el
marxismo en su conjunto no deja de constituir, a pesar de su pretensión de radicalidad, un bastión del sistema de la
economía política, un celador de lo dado y un cómplice de la opresión vigente. No debe sorprender, por ello, que el
pueblo gitano le haya guardado las distancias, hasta hoy, no menos al marxismo que al productivismo.
En la estela de J. Baudrillard, M. Maffesoli (Lógica de la dominación, 1977) insta a un cambio de óptica en la
resistencia contra los poderes establecidos: dejar a un lado los marcos clásicos de la contestación, dependientes de una
racionalidad económica (salario, consumo, instalación) y burocrática (partido, sindicato, asociación oficial), para
fortalecer la lucha cultural, simbólica, subjetiva, en una recuperación de todo aquello que fue negado-reprimido por la
simbiosis del movimiento obrero organizado y la teoría marxista. Se enfatizará, así, lo lúdico, lo imaginario, lo extra-
racional, lo fantástico, el deseo,..., dimensiones que, en nuestra opinión, nunca faltan a la cita del vivir gitano.
Por último, con el opúsculo Manifiesto Diferencialista (1972), H. Lefebvre llamó la atención sobre la importancia
epistemológico-ideológica que el concepto de “diferencia” adquiere ante la crisis de la razón política y gnoseológica
clásica, invitando a una lucha consciente por la defensa y preservación de la alteridad. No fue ajeno a nuestro interés
por la idiosincrasia gitana.
(49) Véase, a este respecto y para el caso indígena, “¿Ha dicho Naturaleza?”, artículo de G. Lapierre (2003, p. 73-105).
(García Lorca, 1998, p. 44), esa concepción espiritual de la naturaleza, diametralmente opuesta a la
occidental productivista:
“Subía a la muralla
y me dijo el viento:
¿para qué son tantos suspiros,
si ya no hay remedio?”.
“El hombre económico era una creación abstracta para las necesidades del estudio, una hipótesis de
trabajo; se prescindía de ciertas características del hombre, cuya existencia no se negaban, para
reducirlo a su aspecto económico de productor y consumidor (…). [Pero] lo que no constituía más que
una mera hipótesis de trabajo ha terminado por encarnarse. El hombre se ha modificado lentamente bajo
la presión, cada vez más intensa, del medio económico, hasta convertirse en ese hombre, de extremada
delgadez, que el economista liberal hacía entrar en sus construcciones (…). Todos los valores han sido
reducidos a la riqueza material. No por los teóricos, sino en la práctica corriente; al mismo tiempo que la
ocupación más importante del hombre empezó a responder a la voluntad de ganar dinero. Y este rasgo
se convierte de hecho en la prueba de la sumisión del hombre a lo económico, sumisión interior, más
grave que la exterior (…). El burgués se somete y somete a los demás, y el mundo se divide entre los
que gestionan la economía y acumulan sus signos ostentosos y los que la padecen y generan las
riquezas, todos igualmente poseídos (…).
Cada vez era más difícil para cualquiera hacer otra cosa que no fuese trabajar para vivir; pero la vida,
¿qué era? Exclusivamente consumir, porque se concedían ocios al hombre, pero estos ocios eran
únicamente la parte del consumidor en la vida. Sus funciones primordiales de creador, de orante o de
juez, desaparecían en la creciente marea de las cosas (…). La técnica va a coronar el movimiento y dar el
último impulso a este hombre económico (…). Se reduce así el hombre a cierta unidad; y esta nueva
dimensión ocupa el campo entero, de manera que todas las energías del hombre son catalizadas en este
complejo productor-consumidor (…). Todo ello se ve poderosamente acentuado por una segunda
modalidad de acciones técnicas, que se dirigen directamente al hombre y lo modifican [las
antropotécnicas] (…). Desde este momento no es necesaria ya la hipótesis del hombre económico porque
la vida entera del ser humano, convertida en mera función de la técnica económica, ha rebasado en sus
realizaciones concretas las tímidas conjeturas de los clásicos” (Ellul, 2003, p. 224-231).
Contemporáneo de J. Ellul, interesado también por el fenómeno técnico (aunque con una
valoración inicial opuesta, positiva en su conjunto, inebriada de esperanza, como testimonia
Técnica y Civilización), L. Mumford reitera la descripción del hombre económico en tanto tipo
antropológico dominante en la fase histórica de máxima “degradación del trabajador” y de franca
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(50) Para una caracterización del “hombre económico” en la literatura neo-liberal, así como para las críticas que tal
concepto ha merecido desde el campo socialdemócrata, remitimos a “Liberal/Libertario. La cuestión del sujeto y los
«idola» del Estado del Bienestar”, en nuestro ensayo Dulce Leviatán... (2014, p. 23-87).
“inanición de la vida” (“edad paleotécnica”, en sus palabras) (51). Desafortunadamente, ni L.
Mumford ni J. Ellul dedican demasiadas páginas a la presentación de las subjetividades-otras que
confrontaron y siguen confrontando, si bien cada día en menor medida, el diktac tecnológico. ¿A
quién ha interesado el modo en que, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, importantes
sectores del pueblo gitano dieron la espalda al empleo fabril, al hacinamiento en ciudades y a la
necia carrera consumista alentada por industrialismo? ¿Quién ha descrito, desde la órbita del anti-
desarrollismo, sus mil maneras tradicionales de burlar la tecnología y dejar de lado la mera
racionalidad estratégica, en beneficio del ingenio, la destreza, la pericia y un arte instintivo del buen
vivir extra-materialista?
La economía gitana tiene por objeto la mera autoconservación del grupo, la simple provisión de
los medios de subsistencia. Como su alimentación (“aleatoria”), respondiendo a las exigencias de la
vida nómada, es muy sencilla y se basa en la recolección (bayas, setas, raíces, hierbas, frutos
silvestres,...) y en la caza furtiva (de pequeños mamíferos, de reptiles, de aves, usando trampas,
cepos y lazos), con un suplemento posterior de cereales y de leguminosas posibilitado por el trueque
y por las eventuales retribuciones monetarias —vinculadas a los espectáculos, de danza, de música,
de amaestramiento de animales, de acrobacia; a las artes quirománticas y adivinatorias; al pequeño
mercadeo de artesanías y otros productos; a determinados servicios, como la doma y cura de
caballos o la reparación de ollas y demás utensilios de cocina; a las formas directas o indirectas de
mendicidad...—, los gitanos pudieron arraigar en aquella “dulce pobreza” cantada por F. Hölderlin,
un “humilde bienestar” que los eximía de mayores servidumbres laborales y permitía la salvaguarda
de su práctica singular de la libertad.
En este punto, la similitud con el ideal quínico (profesado por la Secta del Perro, con Diógenes de
Sínope y Antístenes de Atenas al frente) es notable: en ambos casos, la libertad, postulada como
condición de la felicidad, exige una renuncia al trabajo enajenador, a la dependencia económica, por
lo que se expresará en un estilo de vida deliberadamente austero, definitivamente sobrio. “Antes
maniático que voluptuoso”, solía declarar Antístenes, a quien se atribuye también este dicho: “En la
vida se deben guardar solo aquellas cosas que, en caso de naufragio, puedan salir nadando con el
dueño” (Diógenes Laercio, 1993, p. 99 y p. 101). Y Diógenes, acuñador de la más lograda sentencia
de la filosofía quínica (“Con un poco de pan de cebada y agua se puede ser tan feliz como Júpiter”),
“dándose —nos dice el cronista— a una vida frugal y parca”, tomó al perro callejero, ambulante y
sin amo, tan frecuente en Grecia incluso en nuestra época, como emblema de su escuela, pues cabía
sorprender en él la virtud del ratón, que, “sin buscar lecho, no teme la oscuridad ni anhela ninguna
de las cosas a propósito para vivir regaladamente” (Diógenes Laercio, p. 110). Tal si se refiriera a
los gitanos, sostuvo que “es propio de los dioses no necesitar nada, y de los que se parecen a los
dioses necesitar de poquísimas cosas” (“Mi patria es la pobreza”, llegaría a concluir su discípulo
Crates de Tebas) (Diógenes Laercio, p. 148 y p. 142).
Esta sorprendente convergencia entre la filosofía de vida gitana tradicional y la quínica antigua se
asienta sobre una radical, y en buena medida instintiva, aversión al productivismo occidental.
Aversión a la economía política por amor, en ambos casos, a la autonomía personal, a la soberanía
sobre uno mismo: “Decidid no servir nunca más y al punto seréis libres”, acuñó E. de La Boétie,
como si hablara por Diógenes o por el viejo pueblo Rom... (Onfray, p.167). Esto los aleja del
hombre económico, del payo mayoritario, que ya no sabe organizar sus días de espaldas al capital,
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(51) “Había nacido un nuevo tipo de personalidad, una abstracción ambulante: el Hombre Económico. Los hombres
vivos imitaban a esta máquina automática tragaperras, a esta criatura del racionalismo puro. Estos nuevos hombres
económicos sacrificaron su digestión, los intereses de paternidad, su vida sexual, su salud, la mayor parte de los
normales placeres y deleites de la existencia civilizada por la persecución sin trabas del poder y del dinero. Nada los
detenía; nada los distraía..., excepto finalmente el darse cuenta de que tenían más dinero del que podían gastar, y más
poder del que inteligentemente podían ejercer. Entonces llegaba el arrepentimiento tardío: Robert Owen funda una
utópica colonia cooperativa; Nobel, el fabricante de explosivos, una fundación para la paz; Rockefeller, institutos de
medicina. Aquellos cuyo arrepentimiento tomo formas más discretas fueron las victimas de sus queridas, o de sus
sastres, o de sus marchantes de arte (…). Solo en un sentido muy limitado estaban mejor los grandes industriales que los
obreros por ellos degradados: carcelero y prisionero eran ambos, por así decirlo, huéspedes de la misma Casa del
Terror” (p. 124) .
como denunció bien pronto el cante: “Gachó que no habiya motas [que no tiene dinero] / es un
barco sin timón” (Báez y Moreno, p. 11).
La exclusión del productivismo (y de la razón instrumental, crasamente económica, en que se
asienta) viene en parte determinada por la condición nómada, que favorece la actividad recolectora
en elusión de la agricultura, la caza alimenticia en detrimento de la industria cárnica, la artesanía
elemental contra la complejidad fabril, el pequeño comercio de subsistencia frente al tráfico
mercantil masivo y, en la base, la propiedad familiar o clánica en perjuicio de la acumulación
individual (J. Bloch) (52). Además, en la medida en que la vida errante ubica a sus actores en una
especie de presente ensanchado (P. Romero hablaba de “ahistoricidad”) (53), en un tiempo ahora
insuperable —entre un pasado que se olvida selectivamente y se recrea en cada momento actual (M.
Parry, A. Lord) (54) y un futuro “inexistente”, radicalmente incierto, no-trazado—, forzándoles a
desenvolverse sin proyecto, sin programa; en esa proporción, la estructura de pensamiento nómada-
oral se resguarda eficazmente, por un lado, de los idola fundadores del Productivismo, de sus
cláusulas metafísicas (Naturaleza, Necesidad, Trabajo, Progreso,...), y, por otro, de su criterio de
racionalidad (voluntad de empresa, lógica contable, principio de la rentabilidad, plan
teleológico,...). En relación con este último aspecto, podría hablarse de una cierta impermeabilidad
tradicional romaní al fenómeno técnico (en la acepción no-restrictiva, no meramente maquinística,
de J. Ellul: búsqueda privilegiada de la eficiencia, de la opción racional óptima) (55), inmunidad
favorecida asimismo por la solidez del vínculo comunitario.
En efecto, al lado del nomadismo, el indeleble sentimiento comunitario gitano y su descalificación
del individualismo actuaron también como diques contra la invasión de la óptica tecno-
productivista. Desde la Modernidad (nos lo recordaba el autor de La Edad de la Técnica), los
poderes políticos y económicos procuraron, por todos los medios, erosionar los vínculos naturales,
la familia entre ellos, a fin de asegurarse una mayor plasticidad/disponibilidad del espacio social:
“La misma estructura de la sociedad basada en grupos naturales es también un obstáculo [para la
expansión de la técnica] (…). Esto quiere decir que el individuo encuentra su medio de vida, su
protección, su seguridad y sus satisfacciones intelectuales o morales en comunidades suficientemente
fuertes para responder a todas sus necesidades, y suficientemente estrechas para que no se sienta
desorientado y perdido (…). Es refractario a las innovaciones en cuanto vive en un medio equilibrado,
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(52) “El dinero se guarda en común”, anotó J. P. Clébert, suscribiendo la opinión de J. Bloch, para quien, entre los
gitanos, “la propiedad es, en realidad, familiar y no individual” ( p. 122).
(53) “Una característica particular [del pueblo gitano] es su «ahistoricidad» (…), porque el tiempo que se tiene, que se
vive y que no se puede perder es el «aquí y ahora»” (P. Romero, p. 16). Frente a la lógica occidental de “cumplir
objetivos”, que asume el pasado para construir el futuro, tendríamos la “lógica gitana de no-planificación”,
desentendida del ayer (p. 25).
Una copla de principios del siglo XX, interpretada en nuestros días por Gabriel Moreno, incluida en El cante
flamenco..., señala bellamente esa inutilidad, para el gitano tradicional, de volver la vista atrás:
“Y al laíto me ponía
de la tumba de mi padre,
y al laíto me ponía
y escuché un eco del viento;
llorando a mí me decía:
«No te responden los muertos»”.
(54) La recreación del pasado, que se convierte en una herramienta al servicio de las necesidades del presente,
constituye un rasgo de las culturas de la oralidad, corroborado por M. Parry y A. Lord en sus investigaciones a propósito
de los poetas narrativos eslavos modernos —los “bardos”, compositores orales que toman a su cargo la conservación de
la tradición. Factores sociales y psicológicos del momento, así como lo peculiar e irrepetible de la situación concreta,
determinan una reelaboración creativa (interpretación, actualización) del material que vaga por la memoria (Ong, p. 28-
30).
(55) “Lo que va a caracterizar la acción técnica en el trabajo es la búsqueda de la mayor eficacia: se sustituye el
esfuerzo absolutamente natural y espontáneo por una combinación de actos destinados a mejorar el rendimiento (...).
Tendremos así la reducción de los múltiples medios a uno solo: aquel que se revela como el más eficiente. He aquí el
efecto más neto de la razón en su aspecto técnico (...). El fenómeno técnico es, pues, la preocupación de la inmensa
mayoría de los hombres de nuestro tiempo por el hallazgo, en todas las actividades, del método absolutamente más
eficaz” (Ellul, p. 24-6).
aunque sea materialmente pobre. Este hecho, que se manifiesta a lo largo de los treinta siglos de historia
conocida, es desconsiderado por el hombre moderno, que ignora en qué consiste un medio social
equilibrado y el bien que puede recibir de él. El hombre, en tales medios, apenas siente la necesidad de
cambiar su situación; pero, además, la pervivencia de estos grupos naturales constituye asimismo un
obstáculo para la propagación de la invención técnica (…).
[Por ello] se desencadena, desde el siglo XVIII, una lucha sistemática contra todos los grupos naturales,
con el pretexto de defender al «individuo» (...). No cuenta ya la libertad de los grupos, sino solamente la
del individuo aislado. Y también se lucha contra el hogar: no cabe duda de que la legislación
revolucionaria originó el derrumbe de la familia, ya sensiblemente quebrantada por la filosofía y las
soflamas del siglo XVII (…). Pese a todas las tentativas de vuelta atrás, la destrucción llevada a cabo no
podrá ser reparada. En realidad, nos queda una sociedad atomizada y que lo estará cada vez más: el
individuo aparece como la única magnitud sociológica, y nos hemos dado cuenta al fin de que esto, en
vez de garantizar la libertad, provoca la peor de las esclavitudes. Esta atomización contiene a la sociedad
en la mayor plasticidad posible. Y ahí estriba también, desde el punto de vista práctico, una condición
fundamental para la técnica” (p. 56-7).
Entre las elaboraciones metafísicas sobre las que descansa el productivismo occidental, tan ajenas
a la sensibilidad gitana, J. Baudrillard destacó, como vimos, la magnificación del trabajo en tanto
atributo humano principal y condición sobredeterminante (la invención del Trabajador):
“El sistema de la economía política no solo produce al individuo como fuerza de trabajo vendible e
intercambiable: produce también la concepción misma de la fuerza de trabajo como potencialidad
humana fundamental (…). En suma, no solo hay explotación cuantitativa del hombre, como fuerza
productiva, por el sistema de la economía política capitalista, sino también sobredeterminación metafísica
del hombre, como productor, por el «código» de la economía política. Es aquí, en última instancia, donde
el sistema racionaliza su poder —y en esto el marxismo colabora con el ardid del capital, al persuadir a
los hombres de que son alienados por la venta de su fuerza de trabajo, censurando así la hipótesis,
mucho más radical, de que podrían serlo en tanto que fuerza de trabajo, en tanto que fuerza
«inalienable» de crear valor por medio de su trabajo” (p. 28-9).
Como consecuencia: “La lucha de clases solo puede tener un sentido: la negativa radical a dejarse
encerrar en el ser y en la conciencia de clase. Para el proletariado, es negar a la burguesía porque
esta le asigna un status de clase. No es negarse en cuanto privado de los medios de producción (por
desgracia, esa es la definición marxista «objetiva» de la clase), sino negarse en cuanto asignado a la
producción y a la economía política” (p. 163). A este respecto, persiste en la gitaneidad no-integrada
una suerte de astucia ancestral que le lleva, justamente, a no dejarse enclaustrar con facilidad en la
identidad y en la descripción de lo que se ha llamado “clase trabajadora”, a huir por muy diversos
medios de esa asignación metafísica y política al orden de la producción... Percibiendo ahí una
fuente de aflicción, de displacer, las comunidades históricas romaníes, reeditando una vez más la
sabiduría práctica de los quínicos antiguos, se defendieron del trabajo alienado desplegando lo que
M. Onfray llamó “estrategia de la evitación”: “elogio de la fuga, cuando a través de ella el hombre
puede rehuirle al dolor o al sufrimiento” (p. 2-3). Se ganaron de paso, y por escapar de sus garras, la
desafección de los patronos: “Lo admirable —anota, fascinado, G. Flaubert—es que provocan el
Odio de los burgueses, pese a ser inofensivos como corderos” (Wall, 2003, p. 361). De haber sabido
leer, no hubieran leído; pero, de haber leído, habrían disfrutado con estas palabras de P. Lafargue, en
El derecho a la pereza:
“Una extraña locura posee a las clases obreras de las naciones donde reina la civilización capitalista (…).
Esta locura es el amor al trabajo, la pasión mórbida por el trabajo (…). En lugar de reaccionar contra esta
aberración mental, los sacerdotes, los economistas y los moralistas han santificado el trabajo (…). La
prisión se ha vuelto dorada; se la acondiciona, se hace cada vez más solapada y, por oscuras alquimias,
termina presentándose como un nuevo Edén, la condición de posibilidad de la realización de uno mismo o
el medio de alcanzar la plena expansión individual” (Onfray, p. 177).
“Para el hombre primitivo, y durante mucho tiempo en la historia, el trabajo era una condena, en modo
alguno una virtud. Vale más abstenerse de consumir que trabajar mucho, y no debe trabajarse mas que
en la estricta medida necesaria para vivir. Se trabaja lo menos posible, y se acepta efectivamente un
consumo restringido (como entre los negros y los indostánicos), actitud muy extendida, que,
evidentemente, restringe a la vez el campo de las técnicas de producción y de consumo” (p. 71).
En el flamenco, ese rechazo romaní de los presupuestos y las realizaciones de la economía política
se ha expresado de una forma particularmente sugerente, desconcertante a primera vista, con coplas
teñidas de enigma antiguo. A modo de ilustración, valga con esta pequeña colección de fragmentos
de cantes:
“Sentaíto en la escalera,
sentaíto en la escalera,
esperando el porvenir
y el porvenir nunca llega”.
[“Estampa”, “inscripción sonora”, que sugiere la máxima im-productividad, el mayor a-logicismo,
una perfecta in-utilidad, como en un desacato insuperable, un corte de mangas infinito, al orden de
la Ratio, que quiere actividades productivas, comportamientos lógicos, esfuerzos útiles... Nos
recuerda no pocos pasajes de La experiencia interior, donde G. Bataille transfundía una suerte de
amor a lo gratuito, caprichoso, errátil, absurdo si se quiere. Cante popular interpretado por
Esperanza Fernández y recogido en Un siglo con duende..., 2002]
“Un usurero muere rico y vive pobre,
porque ha sido un usurero;
y es para que luego le sobre
pa pagar al sepulturero
lo poco que vale un hombre”.
[Elocuente descrédito de la mentalidad del ahorro, de la libido acumuladora, extraña a la voluntad
de vivir incondicionalmente el presente. Cante anónimo versionado por Antonio el Sevillano.
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(59) En palabras de P. Sloterdijk:
“Al definir al hombre como pastor y vecino del Ser (…), lo expone a un conocimiento que reclama más quietud, oídos y pertenencia
que lo que la más amplia educación pudo nunca. El hombre es sometido así a un comportamiento ek-stático que va más lejos que la
introspección civilizada de los piadosos lectores de la palabra clásica. El morar recogido en sí mismo heideggeriano (…) es como una
escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre
debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos. Heidegger quiere un hombre que sea mejor oyente que
un mero buen lector” (2000 B, p. 11).
Alejado de toda jerga filosófica, y refiriéndose concretamente a los gitanos, J. P. Clébert ha escrito algo parecido:
“Las predisposiciones naturales de los nómadas son las de unos hombres que viven todavía según el ritmo de las estaciones, de las
plantas, de los elementos. Su desprecio por la técnica ha conservado intactos unos sentidos que hoy en día están embotados en el
hombre civilizado, en el ciudadano. «Inculto», es decir, desembarazado del enorme bagaje de conocimientos con el que nos
embarcamos para la travesía de la vida, el gitano sabe todavía mirar a su alrededor y sacar lecciones del mundo exterior. Además, su
calidad de paria ha aumentado considerablemente su potencial nervioso, su susceptibilidad, su facultad de conmoverse con imágenes
cotidianas, y se ha vuelto (o ha permanecido) sumamente sensible a unas «longitudes de onda» que a nosotros no nos llegan. Así, vive
en un universo esencialmente mágico” (p. 139).
“Ahora lo comprendo, a este barrio venían las golondrinas. Yo veía cómo bajaban el vuelo al pasar por aquí. Y decía yo: ¿por qué será?
Ahora lo comprendo: los pájaros vienen aquí a ser felices. ¡Qué lejos de la ciudad! Es como si estuviéramos en un mundo distinto,
donde cada uno trabaja sin prisas en lo que más le gusta [escenas en las que aparece un pastor, un barbero, obradores del metal,
vendedores,...], sin importarle el tiempo, como si este se hubiera detenido desde hace muchos años. ¡Me gusta tu barrio, taranto!”.
Integrado en el recopilatorio Un siglo con duende..., 2002]
“En aquel pozito inmediato,
donde beben mil palomas,
yo voy y me siento un rato
pa ver el agüita que toman”.
[Sugerencia de una disponibilidad grande de tiempo, de libertad por tanto, que permite al personaje
detenerse, sentarse y mirar sin prisa algo aparentemente tan nimio como unas palomas bebiendo —
reverso de la dictadura del reloj, de la celeridad y del tiempo malbaratado en los penales del
empleo. Cante popular recreado por Manolo Vargas. Se incluyó en Un siglo con duende..., 2002]
“Como yo no tengo ná,
me basta con los luceros
que tiene la madrugá”.
[Suficiencia del hombre que no atesora, huérfano de propiedades. Del álbum Al alba con alegría,
1991. Tango en voz de Lole y Manuel]
“Aquel que tiene tres viñas,
¡ay!, tres viñas,
y el tiempo,
y el tiempo le quita dos,
que se conforme con una,
¡ay!, con una,
y le dé gracias,
y le dé gracias, a Dios”.
[Caña popular, rescatada por Rafael Romero y añadida a la compilación El cante flamenco, 2004,
que connota desinterés por el acaparamiento y, en el límite, por la riqueza misma]
“El deber de los comités nacionales es el de dividir todas las grandes concentraciones gitanas en los
pueblos, calles o casas, a fin de impedir que las familias gitanas se influyan unas a otras, y de hacerles
vivir en el mismo nivel cultural que sus vecinos no gitanos. Los comités nacionales deberán encontrar
viviendas permanentes para todas las familias gitanas, así como empleos fijos. Todos los niños deberán
asistir a las escuelas, jardines de infancia, casas-cunas. Nunca podríamos proclamar que hemos llevado a
cabo una revolución cultural bienhechora si permitiésemos que millares de semejantes nuestros viviesen
de manera primitiva y sin cultura” (p. 183).
La aversión gitana al Estado comunista está más que justificada...
Liberté, película de T. Gatlif, arroja luz sobre el modo en que el liberalismo, incluso en sus
formulaciones progresistas o izquierdistas (“sobre todo en ellas”, deberíamos decir), atenta contra
aspectos esenciales de la idiosincrasia romaní. Particularmente interesante nos parece la escena en
la que la maestra habla con un menor gitano, intentando convencerle (no deja de ser una emisaria
del Estado liberal) de que acuda a la escuela. La mujer se acerca y, con la arrogancia proverbial de
Occidente, da órdenes: “¡Acércate!, ¡acércate!”. El muchacho suspira, en señal de desagrado;
resignado y en guardia, le presta atención. “¿Cómo te llamas?”, inquiere la maestra. “¿Por qué?”,
replica el chico, manifestando un rasgo de las culturas de la oralidad (respuesta consistente en una
interrogación sobre el contexto, sobre el conjunto de las circunstancias en juego). “¿Sabes leer y
escribir?”, insiste la educadora, manifestando su ignorancia acerca de la dimensión altericida de la
alfabetización. “Eso no es para nosotros”: alegación irrefutable... “Ha venido a robar a nuestros
hombres”, exclama una gitana; y es muy significativo que no diga “niños” (la niñez es un “invento”
de la sociedad burguesa). “Los niños [la maestra no ve “hombres”] deben ir a la escuela; tienen
que aprender a leer y a escribir” —prueba añadida de etnocentrismo avasallador. Y llega, por fin, la
resolución comunitaria gitana, con un toque de ultra-realismo, y casi de insolencia, típicamente
quínico: “¿Cuánto nos pagará por ello? (…) Si no nos da nada a cambio, los niños no irán. Se
quedarán con nosotros. Siempre están con nosotros (…). Tienen cosas mejores que hacer”. Los
gitanos, pues, están dispuestos a cerrar un trato con la mujer paya bonachona que necesita “hacer el
bien” al otro-inferior para colgarse la medalla de la conciencia humanitaria y progresista: “Si nos
pagas, permitiremos que te ayudes a ti misma a ganarte el cielo de la filantropía de izquierdas” —
así puede leerse el desenlace del encuentro.
En otra secuencia del film, un gitano especial, con una sensibilidad extraña (joven en el que la
ciencia médica solo reconocería minusvalía o trastorno psíquico), particularmente valorado por el
grupo debido a la índole sutil, desveladora, de su percepción de la realidad, se estampa en el culo el
sello que, por decreto de principios del siglo XX, todos los nómadas deben recabar del
ayuntamiento de cada localidad francesa en la que pernoctan. Con un quinismo inigualable, propio
de Diógenes, el protagonista, enseñando el trasero a los pequeños, que estallan en carcajadas, señala
todo lo que los gitanos tienen que oponer al carné antropométrico de nómada —con sus
descripciones fisonómicas y sus sellos municipales forzosamente al día— mediante el cual el
Estado francés los controla y agravia. Humorismo provocador contra Leviatán...
Alfabetizar, escolarizar, sedentarizar y regularizar la actividad económica no constituye solo una
declaración de guerra a la tenacidad de la otredad gitana: garantiza, de facto, su erradicación. El
Estado de Derecho, clave del fundamentalismo liberal, con su exigencia de igualdad ante la ley y
con la hipocresía de su discurso multiculturalista, diluye la idiosincrasia romaní en la delicuescencia
del folclor, del pintoresquismo, de la mera variación: alfabetizado, escolarizado, asentado, des-
clanizado, laborizado, juridizado, productivizado, politizado,..., el gitano se confunde con un “payo
peculiar”. En el segundo capítulo de El enigma de la docilidad abordamos el modo el que los
regímenes democráticos occidentales disuelven la Diferencia (inquietante, peligrosa) en inofensiva
Diversidad, logística asimiladora desplegada también ante los gitanos. Vamos a recoger aquí un
fragmento de dicho estudio, para que se perciba mejor el alcance de nuestra denuncia:
Que la Política (liberal, con referente estatal) es un asunto no-gitano apenas puede discutirse, pues
la organización socio-política romaní, como apunta J. Salinas, miembro de Enseñantes con Gitanos,
“consiste en la ausencia de estructuras de poder permanentes, transversales a los grupos de
parientes” (2005, p. 11). La toma de decisiones colectivas, en ese contexto, adopta un carácter
demoslógico, como hemos descrito al abordar la Kriss. De manera fluida e informal, los asuntos se
comentan en los distintos ámbitos de la sociabilidad romaní, de reunión en reunión, en medio de un
desorden aparente, hasta que termina fluyendo el criterio unitario de la comunidad, el parecer
acorde del grupo. Cuando se debe tomar una resolución con urgencia, pesa particularmente la
recomendación de los Ancianos, hombres y mujeres de respeto. Como los “líderes sin autoridad” de
P. Clastres, el jefe del clan se encarga de llevar a la práctica el veredicto unánime, de traducir en
hechos la opinión forjada por el grupo (61).
Hablamos de “opinión forjada por el grupo” y no de “opinión mayoritaria en el grupo” para
subrayar una circunstancia sobre la que nos alertó W. Ong: cuando los hombres de la oralidad se
congregan para llegar a acuerdos sobre cuestiones relativamente complejas (en una asamblea
indígena, en una reunión de vecinos rural-marginales, en un corro de gitanos tradicionales,...), lo
que se está produciendo no es un acto de debate entre posiciones previamente establecidas, de
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(61) En “Intercambio y poder. Filosofía del liderazgo indígena”, P. Clastres (1978, p. 26-45) sostuvo lo siguiente:
“Al espíritu formado por culturas donde el poder político está dotado de una potencia efectiva, el estatuto particular del liderazgo
americano se le impone por tanto como algo de naturaleza paradójica; ¿qué es pues este poder privado de los medios de ejercerse?
¿Cómo se define el jefe si no tiene autoridad? Y podríamos vernos llevados, cediendo a las tentaciones de un evolucionismo más o
menos consciente, a postular el carácter epifenomenal del poder político de estas sociedades, en las que el arcaísmo impediría inventar
una auténtica forma política. Sin embargo, resolver así el problema debería conducir solamente a replantearlo, a abordarlo de un modo
diferente: ¿de dónde tal institución, sin «substancia», puede sacar fuerzas para subsistir? Pues lo que se trata de comprender es la
extraña persistencia de un «poder» casi impotente, de un liderazgo sin autoridad, de una función que funciona en el vacío” (p. 27-28).
“El 28 de febrero de 1998 los principales partidos políticos europeos, reunidos en la ciudad holandesa de Utrecht, firmaron una «Carta
de los partidos políticos europeos para una sociedad no-racista» (…). Y se llegó al compromiso de esforzarse por conseguir una
representación equitativa, en todos los niveles de los partidos, de las minorías étnicas, «siendo especial responsabilidad de la jefatura
de los mismos alentar y respaldar la selección de candidatos procedentes de estos grupos para las labores políticas ». Pero este
compromiso adquirió su máxima dimensión con motivo del V Congreso del Partido Socialista Europeo, celebrado los días 7 y 8 de mayo
de 2001, donde, entre otras cosas, se aprobó lo siguiente (…): «A) Procurar, dentro de los partidos y a todos los niveles, una
representación justa de los/as ciudadanos/as procedentes de todas las comunidades étnicas, con un llamamiento especial a la
responsabilidad de los dirigentes para impulsar y apoyar tanto la afiliación de nuevos militantes como la designación de candidatos/as
para desempeñar responsabilidades políticas procedentes de dichas comunidades; B) Procurar también una representación justa y
mayor implicación democrática de todas las minorías étnicas en la sociedad y en sus instituciones (…). Nuestra concepción de la
ciudadanía resulta así incluyente»” (2005, p. 43).
que, como también el quínico, el gitano tradicional “es la encarnación del contra-poder que los
filósofos nunca debieron dejar de ejercer” (2002, p. 169).
Este carácter desestatalizado, o anti-político, del pueblo gitano tradicional se refleja en el
cante de modo silencioso, mediante una ausencia. Apenas se encuentran referencias a la cuestión
política, a los gobiernos, a los partidos, a las doctrinas, a las leyes,... El desinterés gitano por la
llamada “cosa pública” es máximo; y los romaníes no sintieron, por tanto, la necesidad de erigirla
en objeto del cante. Hemos encontrado, no obstante, una composición en la que la referencia a la
autoridad política se inviste de mito, consolador si se quiere, recreando o inventando el pasado al
estilo de los pueblos orales y en consonancia con su ahistoricidad característica:
Sí son abundantes, empero, las coplas en las que se evidencia la antigua y acendrada reticencia del
romaní ante las instituciones estatales, ante las burocracias sociales, a las que recurría, o bien al
modo astuto de un superviviente aprovechado, o bien en última instancia, para casos excepcionales,
como las urgencias sanitarias. Al hospital, por ejemplo, los gitanos acudían normalmente en
situaciones límite (hábito corriente aún hoy entre los indígenas menos integrados y los rural-
marginales recalcitrantes), tal reflejan estos dos cantes análogos:
Precioso trágico final. Por un lado, lo ideal, la anti-política, que presentaría al joven huyendo con
su amada en los brazos (la verdadera bandera, la más noble de las banderas), a pesar de todo y de
todos —incluidos los “suyos”. Por otro, lo real, la política, en la que el soldado se abalanza, con la
bandera guerrera, sobre el enemigo; y ahí muere. Por un lado, la fuga con la amada, que se
restablece, y un final entre jardines, en una fiesta; por otro, el desempeño del militar, con el amor
perdido, y un final bajo los sables de los turcos, como un surtidor de sangre...
El lugar que ocupa en R. M. Rilke la “ausencia” (de un particularismo anti-estatista y anti-
belicista) nos remite al papel, turbio si se quiere, que en V. Hugo juega una áspera “presencia” (el
anti-poder de un barrio marginal) (64). El particularismo gitano tradicional, ese “trato preferente a
los más cercanos y a lo más próximo”, no reconocía otra bandera que la comunidad y el amor; y de
ahí su sustancial pacifismo, su solidaridad con la vida viva...
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(64) Nótese la fascinación horrorizada de V. Hugo a la hora de describir este barrio, en el que vivían los gitanos:
“El desdichado se encontraba de verdad en la temible Corte de los Milagros, en donde ningún hombre prudente se habría decidido a
entrar a tales horas. Círculo mágico en el que los soldados de Châtelet o los guardias del prebostazgo, que se aventuraban por allí,
desaparecían hechos pedazos. Ciudad de ladrones, horrible verruga, surgida en la cara de París, cloaca de donde salía cada mañana,
para volver a esconderse por la noche, ese torrente de vicios, de mendicidad y de miseria, que siempre existe en las calles de las
grandes urbes; colmena monstruosa a la que volvían por la noche, con su botín, todos los zánganos del orden social; falso hospital en
donde el gitano, el fraile renegado, el estudiante perdido, los indeseables de todas las nacionalidades (…), de todas las religiones,
mendigos de día que son ladrones por las noches, se cubrían de llagas simuladas (…). Se trataba de una gran plaza irregular y mal
pavimentada, como lo eran entonces todas las plazas de París. Con fogatas encendidas aquí y allá, en torno a las cuales hormigueaban
grupos extraños. Todo era movimiento y gritos. Se oían risas estentóreas, llantos de niños, voces de mujeres. Los límites de las razas y
de las especies parecían borrarse en aquella ciudad, como en un pandemónium, pues (…) todo parecía patrimonio común en aquel
pueblo, todo se hallaba junto, mezclado, confundido, superpuesto, y todo, en fin, participaba de todo” (2007, p. 162-4, traducción
actualizada).
Con unas cuantas pinceladas, el autor sugiere, como complemento, la naturaleza a-política (o anti-política) del
poblado, erigido en auténtico contra-poder:
“- Estás ante tres poderosos soberanos: yo, Clopin Trouillefou (…), supremo soberano del reino del hampa; aquel viejo amarillo que
ves allá con un trapo ceñido a la cabeza es Mathias Ungadi-Spicali, duque de Egipto y de Bohemia. Y ese gordinflón que nos escucha y
que está acariciando a esa ramera es Guillermo Rousseau, emperador de Galilea. Has entrado en el reino del hampa sin ser de los
nuestros, has violado los privilegios de nuestra ciudad y en consecuencia debes ser castigado (…). Debes ser castigado, a menos que
seas capón, franc-mitou o escaldado, es decir, en el argot de la gente honrada: ladrón, mendigo o vagabundo (…). ¡Es algo muy
sencillo, honrados señores burgueses! Igual que tratáis a los nuestros en vuestro mundo, así os tratamos nosotros en el nuestro (…).
El duque de Egipto, sin pronunciar una sola palabra, trajo un cántaro de arcilla; la gitana se lo ofreció a Gringoire pidiéndole que lo
lanzara contra el suelo. Así lo hizo, y la jarra se rompió en cuatro trozos.
- Hermano -dijo entonces el duque de Egipto, imponiendo las manos en su frente-: ella es tu mujer; hermana, él es tu marido durante
cuatro años. ¡Asunto despachado!” (2007, p. 171-185, traducción actualizada).
[Esmeralda, que ha intercedido por Gringoire, declarando que le ama, queda vinculada a él por cuatro años. Tras ese
tiempo, los esposos podían separarse o romper otro jarrón para prorrogar la relación, se aclara en la nota 28]
Cuadro de Charo Moya Barragán
2) PERSECUCIÓN DE LA DIFERENCIA GITANA
B) El paradigma español
Según B. Leblon, en España, desde los Reyes Católicos hasta fines del siglo XVIII, se aplicó una
política de sedentarización casi única en Europa —lo normal era la expulsión—, que propendía la
extinción de los gitanos por la vía discreta de la integración. “La sedentarización —sostiene— no
era más que la primera etapa de un genocidio suave (…), un proyecto de exterminio del pueblo
gitano” (2005, p. 110). Estaríamos ante un altericidio absoluto, si bien por vías no racistas: se aspira
a reconvertir al otro, a suprimir su alteridad para hacerlo afín a lo nuestro.
F. Grande define inequívocamente, ya lo hemos visto, la razón del altericidio: “Rencor ante una
manera de vivir que contiene la insumisión” (2005, p. 117-120). A los gitanos se les persigue en la
Península por su inobediencia. Y son indóciles por defender su idiosincrasia ante los poderes que
pretenden disolverla. Todas las disposiciones padecidas por los gitanos se orientan contra ellos en la
medida en que representan una opción vital y una disposición de la afectividad y del pensamiento
que el lenguaje periodístico de nuestros días nombraría “anti-sistema”.
He aquí algunos hitos de esa persecución, en los tiempos del Pogrom:
Pragmática de 1499. En palabras de A. Gómez Alfaro: “A partir de la pragmática firmada en
Madrid por los Reyes Católicos en el año 1499, la reducción de la «vida gitana» pasaría por la
fijación domiciliaria y la dedicación a «oficios conocidos» (…). Se trataba de una peculiar «ley de
extranjería» que concedía un plazo para la normalización, confiando en que abandonarían el Reino
voluntariamente quienes rechazasen la permanencia tal y como les era ofrecida, y disponiendo a
tales efectos una progresiva punición: azotes, cárcel, expulsión forzosa, corte de orejas para
identificar a los reincidentes...” (2000, p. 3).
Ley de 1633. Se prohíbe a los gitanos la dedicación a sus oficios tradicionales y que se
agrupen en barrios separados. Deben impedirse sus reuniones públicas y privadas y los
casamientos entre sí. “El propósito es que desaparezcan de una vez en la masa de los ciudadanos”,
concluye B. Leblon (2005, p. 110).
Ley de 1695. Se prohíbe a los gitanos salir de sus casas por otro motivo que no sea el cultivo de los
campos. Pena de muerte si van armados.
Ley de 1717. Designa 41 pueblos como residencia exclusiva de los gitanos, donde vivirían
estrechamente vigilados. ¿Gueto diseminado?
Ley de 1746. Añade 34 ciudades a la lista anterior, con la siguiente distribución: una familia por
cada cien habitantes, sin permitir nunca más de una por calle o por barrio y con la obligación de
mantenerse separadas.
Gran Redada de 1749. “Prisión simultánea, el día 30 de julio, en toda España, de 12.000 personas,
hombres, mujeres, ancianos y niños” (A. Gómez Alfaro, 2000, p. 7). Fueron ubicados en depósitos
y arsenales, para su explotación como mano de obra, en régimen de trabajos forzados. “Apenas
llegaron al centenar y medio los supervivientes de la redada cuando, dieciséis años más tarde, se
decidiera su liberación, no tanto por motivos humanitarios, como por la falta de rentabilidad de
aquella población, ya prematuramente envejecida, ya enferma y necesitada de una creciente
asistencia sanitaria” (A. Gómez Alfaro, 2000, p. 7). Con esta Prisión General de los Gitanos, el
Pogrom alcanza su momento álgido, en una suerte de “solución final”...
Pragmática sanción de 1783. Concede libertad de oficios y domicilios a los “antes mal llamados
gitanos”, pero conmina al abandono del nomadismo y de las ocupaciones irregulares, por lo que,
según A. Gómez Alfaro, “respetando los propósitos de disolución social de toda la legislación
anterior, recuperaba los principios de 1499” (2000, p. 8). Bajo el reinado de Carlos III se asiste,
pues, a una modificación en la estrategia, ya que la pragmática se presenta como no-discriminatoria,
en un aldabonazo de lo que hemos llamado “Pogrom difuso”. Mera añagaza, como advierte una voz
gitana: “[El cambio de táctica] acentuó los procesos y las características que distinguían a la
primera [Pogrom manifiesto]: aceptación progresiva del esquema de vida no-gitano —asimilación
cultural parcial que diversifica al colectivo gitano; de ser un perseguido, el gitano pasa a ser un
marginal, que ocupa los estratos ínfimos de la escala social” (Carmona Fernández, 2005, p. 22).
El Pogrom ha dejado una honda huella en el cante, en ocasiones como crónica de persecuciones
concretas (tal el “Romance de los gitanos del puerto”, que ya hemos recogido) y a menudo a modo
de estampa del hombre acosado, de escena de dolor romaní. Baste con una pequeña selección de
letras, empezando por la de una copla que interesara a Demófilo, F. García Lorca, R. Molina y A.
Mairena, referida al hostigamiento que, hacia 1800, sufrieron los gitanos del barrio de Triana:
El Programa empieza a respirar con la Carta Magna de 1931, que proclama la igualdad ante la ley
de todos los españoles, si bien se perciben sus latidos en las disposiciones que derogaron la
Pragmática sanción de Carlos III, en 1848 —y en “los imaginativos esfuerzos desplegados por
muchos de los mejores espíritus ilustrados de entonces para proponer medidas que facilitaran la
«disolución integradora», llegando incluso hasta la «discriminación positiva»” (A. Gómez Alfaro,
2000, p. 9). Secuestrado por el Franquismo (Reglamento de la Guardia Civil hasta 1978, Ley de
Vagos y Maleantes, Ley de Peligrosidad Social,...), la Constitución de 1978 le presta alas
definitivamente: cese de discriminaciones legales, igualdad de derechos... Puesto que la
discriminación “a-legal” y la desigualdad “de hecho” no admiten embozo, el Programa podrá
continuar con la empresa histórica de supresión de la gitaneidad justificando sus realizaciones
(planes, agencias, proyectos,...) como paliativos.
Dos escritores romaníes manifiestan su amargura ante el devenir de la condición gitana en los
tiempos que se proclaman respetuosos de la diferencia:
“Durante los años sesenta se ha venido originando y conformando un movimiento reivindicativo por la
igualdad de los gitanos, por su integración plena en la sociedad española, por su promoción, por la
liberación de su marginación y por la superación de su pobreza (…). Han convertido estas premisas en
disfraz del lucro personal y de la impostura social. Han proliferado las «asociaciones gitanas»; y los
congresos, jornadas y encuentros se suceden. Los estudios, las «acciones políticas» de las distintas
administraciones dedican fondos y otros esfuerzos... ¿Un negocio? ¿Una estudiada maquinación del poder
para asimilarnos? Ojalá no sea cierto lo que digo; pero, por este camino, los gitanos tendremos que
disfrazarnos para defendernos de los que nos quieren salvar a toda costa (…). Ser gitano es cada día más
difícil y problemático, y parece que no tenemos más solución que acomodarnos en la marginación y en la
pobreza o, al fin y al cabo, adherirnos a otras pautas, a otras normas, a la otra cultura, dejando de ser
gitanos a nuestro propios ojos y a los ojos de los demás” (Carmona Fernández, 2005, p. 22-5).
No obstante, la mayor parte de los romaníes “cultos”, filtrados por el aparato educativo payo,
(diplomados, licenciados, doctores...), han sido reclutados para el integracionismo y colaboran en la
deslavadura programada de la idiosincrasia gitana. Bajo el concepto de “integracionismo”
englobamos las diversas líneas de reflexión y de praxis política reformista que, escudándose en la
necesidad de promover, para todos los ciudadanos, una efectiva igualdad ante la ley (combatiendo
discriminaciones reales, posiciones de partida desventajosas, estereotipos que cunden en la opinión
pública e incluso en los aledaños de la Administración, enfoques ideológicos o prejuiciados, etc.),
alientan en realidad la adaptación de la alteridad psicológica y cultural a las pautas hegemónicas en
la sociedad mayoritaria; es decir, la cancelación de la diferencia en el carácter y en el pensamiento,
la supresión de la subjetividad y de la filosofía de vida otras, en beneficio de la mera incorporación
a los valores y a las estructuras socio-políticas de las formaciones democráticas occidentales —
consideradas, de modo tácito o explícito, ora superiores, ora preferibles. Desmoraliza que esa
perspectiva integradora, justificadora del statu quo, tenga también eco en la producción académica
calé y colonice sectores de aquel círculo payo que se soñaba “amigo del gitano”. Baste con un
muestreo de tales voces, definitivamente cínicas en nuestra opinión:
“Las condiciones actuales parecen ser por primera vez favorables a una integración étnica satisfactoria.
Nunca como ahora el ser ciudadano permite la aceptación de una etnicidad (cultura e identidad)
diversa... Y es esa una puerta nueva abierta a los gitanos, no ya solo para su integración social, sino, con
el tiempo, incluso para su integración política. El ser diferente y ciudadano, el ser un pueblo y pertenecer
a un Estado, es ahora posible” (T. San Román, catedrática de la Universidad Autónoma de Barcelona, en
“La necesidad y la agonía de seguir siendo gitanos”, 2005, p., 15-16).
“Cuando se ha llegado a la progresiva adaptación de los gitanos al mundo payo sin imposiciones, sin
rechazos y sin entradas y salidas bruscas del sistema mayoritario, la integración de los gitanos ha sido y
es posible” (C. Méndez, investigadora gitana de la Universidad Autónoma de Barcelona, en “Trayectorias
cruzadas”, 2005, p. 56-57).
“Está en curso un poderoso movimiento de mestizaje que no puede dejar indiferente al pueblo gitano...
Nace el mestizaje que se presenta hoy como la patria real y posible de lo humano, como la trama misma
de la vida” (X. García Roca, de la Universidad de Valencia, en “El pueblo gitano ante las grandes
mutaciones de nuestro tiempo”, 2005, p. 178).
“No tendría sentido, creo yo, encadenarse por propia voluntad a un modelo cultural estático, ahistórico y
carente de capacidad de adaptación, como el que durante generaciones a mantenido a flote la identidad
gitana (…). Las mujeres gitanas (…) debemos ser capaces de reflejar las potencialidades que tenemos
(…) para la construcción de una nueva identidad gitana en clave de éxito y futuro (…). Estaremos
asistiendo en directo a una nueva reinvención de la «gitaneidad», como estrategia de supervivencia
cultural” (T. Muñoz Vacas, maestra y antropóloga gitana, en “Mujeres gitanas. Una identidad dinámica
bajo un proceso inmutable”, 2005, p. 71).
“La formación es una de las herramientas que tenemos las personas para poder salir de la situación de
desigualdad en la que nos encontramos, y sobre todo el pueblo gitano (…). Desde los profesionales del
trabajo social se ha de comunicar a los gitanos que igual que tienen unos derechos de percibir recursos
también tienen obligaciones (…) en el mosaico cultural del Estado español” (M. Amaya Santiago ,
antropóloga y trabajadora social gitana, en “La intervención social con gitanos desde una perspectiva
cultural”, 2005, p. 59-62).
“Quizás la escuela no cambie el mundo, pero sin ella no será posible hacerlo... No hay proyecto de
socialización democrática (de justicia social, de igualdad, de interculturalidad por tanto) más potente que
lo que llamamos educación pública” (X. Lluch, pedagogo y miembro de la Asociación de Enseñantes con
Gitanos, en “25 años de educación intercultural. Una mirada con y sin nostalgia”, 2005, p. 172).
T. San Román celebra un presente en el que ya es factible la integración social y política de los
gitanos, por fin arredilados ante el Estado. Su discípula C. Méndez, calé, ve un logro en la
“progresiva adaptación de los gitanos al mundo payo” y señala la metodología más eficaz para ese
acceso alienante al “sistema mayoritario”: sin imposiciones, sin rechazos, sin brusquedades... X.
García Roca canta sin pudor a un mestizaje etnocida que disuelve la gitaneidad y que en la historia,
caminando de la mano de los diversos imperialismos, jamás se ha dado sin violencia (física o
simbólica). T. Muñoz Vacas se aferra al eufemismo y a la paráfrasis de consolación, llamando
“reinvención de la gitaneidad” a la aniquilación de la idiosincrasia romaní. M. Amaya Santiago
quiere para sus hermanos más “formación” (escolar, paya), más “trabajo social” (asimilador) y más
conciencia de sus obligaciones como “súbditos” del Estado español. J. Gimeno Sacristán justifica,
en nombre de los conceptos liberales de igualdad y progreso, la anulación de ciertas diferencias
incompatibles con el mandato de lo que llama “racionalidad universalizadora”; y ya es sabido que
Occidente interpreta mejor que nadie esa Razón, y que la universalizamos por todos los medios a
nuestro alcance, incluidas las armas... X. Lluch, de Enseñantes con Gitanos, ensalza una escuela
pública en la que la gitaneidad se extingue...
Pero es en las palabras de un político, a la vez que profesor universitario, A. Marchesi, ex-
secretario de Estado de Educación, de la Complutense madrileña, seguidor como tantos otros de W.
Kymlicka, donde el cinismo se supera a sí mismo, avalando explícitamente la integración como
único modo de evitar la desigualdad y la discriminación: aboga por “una acción educativa que
reconoce la importancia de que los alumnos mantengan la referencia a la cultura y a la lengua
propia, que hace presente esa lengua y esa cultura al resto de los alumnos para que la conozcan y la
respeten, y que ayuda a los alumnos de minorías culturales a que se integren en la corriente
cultural mayoritaria como garantía de igualdad en sus derechos y en sus posibilidades futuras” (en
“El reconocimiento de las minorías culturales en la legislación educativa”, 2005, p. 113).
No es accidental que muchos de esos gitanos cultos y de esos cultos amigos de los gitanos
suscriban las tesis de T. San Román, partidaria fervorosa de la integración. Esta autora, exponente
del fundamentalismo liberal y apologista incansable de las sociedades democráticas occidentales,
parte de dos “postulados” (en sentido riguroso: “proposición cuya verdad se admite sin pruebas y
que es necesaria para servir de base en ulteriores razonamientos”, según el diccionario de la lengua
española), de dos peticiones de principio que solo pueden despertar la hilaridad de la filosofía
crítica menos complaciente. Así cabe caracterizar ese doble dogmatismo preliminar, estrictamente
ideológico:
1) El prejuicio de que es una constante humana universal aspirar a la integración en el orden
liberal capitalista; de que los hombres y mujeres de todo el globo terráqueo corren de hecho, unos
con más dificultades que otros, hacia la centralidad del sistema, habiendo convertido la
incorporación y la auto-promoción dentro de lo dado en la condición de su libertad y de su
felicidad.
Y, sin embargo, sabemos que es empíricamente inocultable el proceso actual disidente expresado
en una “carrera hacia el margen”, en una voluntad de dar la espalda a lo establecido y labrarse un
hueco en su extrarradio —lugar elusivo, donde, al modo quínico, el sujeto podría retomar el
proyecto de la autoconstrucción en la autonomía y en la libertad—: gentes que huyen de las
ciudades y protagonizan experiencias de autogestión comunitaria en el medio rural; colectivos
urbanos que procuran vivir del reciclaje (en sentido amplio) y de la pequeña expropiación
alimenticia, en una negación radical de la propiedad y del empleo; grupos de padres que
desescolarizan a sus hijos y buscan el modo de encargarse colectivamente de su educación;
personas que plantan cara al concepto de propiedad privada de la vivienda y se labran todo un
historial de ocupaciones conscientes; centros sociales y culturales que, prescindiendo de todo apoyo
o amparo institucional, pretenden desarrollar una labor crítica incoaptable, etc., etc., etc. El propio
pueblo gitano es un ejemplo elocuente de aversión histórica a la centralidad del sistema y de
atrincheramiento en el margen (margen nómada, oral, clánico,...), aún al precio de padecer todo tipo
de persecuciones y proteofobias.
2) El presupuesto de la compatibilidad estructural de todas las civilizaciones y la interpretación
partidista de las sociedades liberales occidentales como ámbito “neutro” en el que las distintas
culturas pueden coexistir sin agresión y sin menoscabo.
Desde diversas tradiciones intelectuales (reparemos, por ejemplo, en el llamado Pensamiento
Decolonial) se ha señalado justamente lo contrario: el modo en que el universalismo expansivo de
la civilización occidental, por la determinación de sus categorías epistemológicas fundamentales,
arroja una nocividad, si no una providencia de muerte, a toda cultura localista o particularista que se
permita la temeridad de no darle la espalda. R. Jaulin lo ilustró perfectamente para el caso de las
comunidades indígenas americanas (La paz blanca) y nosotros no hemos dejado de advertir,
siguiendo a F. Grande, B. Leblon y otros, cómo los rasgos definidores de la alteridad gitana chocan
absolutamente con las pautas y principios del occidente capitalista (los valores de la oralidad
desfallecen ante la alfabetización forzosa, la educación comunitaria queda abolida con la
escolarización, el nomadismo apenas puede sobrevivir en un orden basado en la fijación residencial,
la concentración clánica domiciliaria es incompatible con la dispersión y movilidad que exige el
mercado de la mano de obra, la índole situacional y operacional de la Kriss queda completamente
desautorizada ante los códigos abstractos del Estado de Derecho y de sus aparatos judiciales,
etcétera). Para poder mantener la falacia de una integración en el orden capitalista occidental sin
mutilación paralela de la condición gitana, San Román ha puesto mucho interés en no definir
explícitamente el nódulo de dicha identidad, los componentes de la especificidad romaní,
suscribiendo de modo latente lo que D. Provansal designó “concepto museístico o folclorizado de
cultura” (músicas, danzas, vestimentas, adornos, preferencias gastronómicas, costumbres menores,
ritos secundarios, leyendas, etc.). Solo así cabe levantar, para el pueblo Rom, contra el pueblo Rom,
el espejismo floral de una inserción sin merma en el sistema mayoritario.
Partiendo de ese doble artículo de fe, San Román puede, en definitiva, reivindicar la adaptación
socio-cultural de los gitanos y el fin de su marginalidad (aceptación calé de los moldes económicos,
políticos e ideológicos que configuran la sociedad hegemónica) desde la engañifa de la
preservación simultánea de su identidad y de su cultura. Solicitará para ello el apoyo no-directivo
de la capa romaní occidentalizada, la astucia y buena disposición del Estado, la escolarización
absoluta en términos interculturales, la provisión de empleos bien remunerados y de viviendas
apropiadas, un despliegue eficiente del trabajo social y de los servicios asistenciales, el
acercamiento cauteloso de los partidos políticos y de las organizaciones de la sociedad civil,
medidas administrativas contra la tenaz concentración residencial gitana...
Y esta praxis, de índole cínico-perversa (conseguir que los marginales, por propio convencimiento
y de modo autónomo, contando con la “ayuda” no-paternalista de los integrados y de la
Administración, caminen —con inteligencia y paso decidido, soberanos de sí mismos— hacia la
plena incorporación: esta sería su meta, como detalla en “La necesidad y la agonía...”), habrá de
obtener, sin remedio, un gran predicamento en nuestro tiempo, pues dice, a los gitanos asimilados y
a los payos progresistas, precisamente lo que desean escuchar. A los primeros les asegura que
obraron correctamente al adaptarse y que, además, no perdieron con ello su identidad gitana. Y a los
segundos los felicita por haber edificado un magnífico Estado Social de Derecho en el que caben
todas las minorías y todas las culturas, capaz de respetar y hasta de estimular las diferencias. La
nueva religión del bienestarismo ciudadanista cuenta con creyentes como T. San Román para
impartir todos los días homilías pro-integración; y no son pocos los fieles que, a modo de la grey de
siempre (“grey”: “rebaño de ganado menor”, según el diccionario), se disputan los bancos en la
rutilante Iglesia intercultural...
Triunfante el Programa, avanzado el proceso de disolución de la otredad romaní, malparada y
exánime su idiosincrasia, se percibe en el cante, en lo que atañe a las temáticas, un muy
significativo deslizamiento: ascenso de la “cuestión social”, vinculado a la proletarización de un
sector del colectivo calé; surgimiento de un paradójico orgullo localista, sancionando el declive del
nomadismo; reiteración y amplificación de determinados motivos (mendicidad, pobreza,
desempleo,...) que tenían menor resonancia en la fase del Pogrom; peculiar modulación en la
expresión del dolor, que refleja la erosión indefectible de la comunidad y acaso el debilitamiento de
la solidaridad gitana, etcétera.
El creciente protagonismo de la “cuestión social” en las letras del cante, debidas a compositores
gitanos, pero también payos, diluye la especificidad de la queja romaní en el malestar clásico obrero
o jornalero. El origen de la las letras puede ser no-gitano, aunque las interprete un calé, y también
cabe encontrar a un payo cantando temas de composición cíngara, en un exponente de la
promiscuidad socio-etno-existencial originada por la absorción (inducida, casi programática) de una
fracción no desdeñable del pueblo Rom a lo largo del siglo XX. Hemos seleccionado, como
ilustración de este asunto, dos cantes, por no reiterar las mineras, algunas estremecedoras, que
recogimos páginas atrás:
“Desde hace ya tiempo se ha comprobado que en nuestro territorio, como en los países vecinos, los
gitanos, reunidos en bandas y armados, así como toda suerte de gente sin ley y sin amo, cometen
robos... Por consiguiente, y para terminar con esta ralea, hemos decidido que si se divisa en el territorio
de Aquisgrán a estos gitanos, bandidos armados y agrupados, y a otras bandas sin ley, se nos informe
inmediatamente con el fin de mandar contra ellos la milicia necesaria; y la persecución se llevará a cabo
con celo, al son de las campanas. En caso de ser alcanzados, lo mismo si los gitanos resisten como si no,
serán ejecutados inmediatamente. De todas formas, a aquellos a quienes sorprendieran y no pasaran a la
contraofensiva, se les concederá como máximo media hora para arrodillarse e implorar, si así lo desean,
del Todopoderoso, el perdón de sus pecados y prepararse para la muerte...” (citado por J. P. Clébert, p.
83).
En este contexto, que anticipa el principio de Auschwitz y lo desata aquí y allá en el s. XVIII, no
debe extrañarnos que, como recoge J. P. Clébert, el príncipe electo de Maguncia presuma de haber
hecho matar a todos y cada uno de los varones gitanos de la región y de flagelar y marcar con hierro
candente a sus mujeres y niños (p. 83). La sombra de este Pogrom visceral se proyectará en
Alemania hasta el final de la II Guerra Mundial. Desde 1937, los gitanos nómadas serán internados
en “campos de habitación” situados cerca de las grandes urbes. A partir del año siguiente, y para
eliminar del Reich a los “infrahombres” y a los representantes de las “razas inferiores”, el
Comisario para la Consolidación del Germanismo emprendió la esclavización y destrucción de los
judíos y los gitanos. La cámara de gas fue el destino, en 1945, de los 400.000 gitanos recluidos en
campos de concentración. Terminada la guerra, el Gobierno Federal inaugura la fase del Programa.
En el Este de Europa, el modelo se ve alterado por una circunstancia relevante: la esclavitud
gitana. En Moldavia y Valaquia (Rumanía actual), los gitanos pertenecen en cuerpo y alma a los
señores desde el s. XVII. Jefes guerreros y terratenientes disponían de ellos como de meros objetos.
Se vendían por familias enteras, adultos y niños, casi como ganado, en mercados terribles... Se ha
relacionado esta captura y esclavización del nómada con la necesidad de mano de obra para las
inmensas propiedades rurales de los boyardos. En poder de los nobles, del clero y del Estado,
fueron sometidos a condiciones inhumanas, denunciadas por M. Maximoff, romaní, hijo de jefe
“kaldera”. En Le prix de la liberté (1996), este autor describe los mercados de esclavos: en ellos, y
como si se tratara de rebaños, en lotes, por clanes o familias completas, grupos de gitanos,
presentados sobre una tarima, eran puestos en venta mediante subasta. Alude también al poder
jurisdiccional absoluto de que hacía gala el señor sobre sus dominios, y que le daba derecho de vida
y muerte sobre los gitanos de su propiedad. Por todo alimento, se les suministraba un trozo de
“mamaliga”, papilla de maíz con algunos granos de girasol. Los que escaparon de la caza, o
huyeron de los feudos al modo de los cimarrones, vivirán como fieras en las recónditas montañas de
Transilvania (los netotsi, “hombres de los bosques”). Esta situación duró hasta 1830-1835, cuando
los reglamentos orgánicos de Moldavia y Valaquia permiten la manumisión, aunque la fase de la
esclavitud no puede considerarse concluida hasta 1855, fecha en la que 200.000 gitanos será
liberados. A partir de entonces, se produce una escisión: una fracción se sedentariza, instalándose en
los arrabales y suburbios de las grandes ciudades; y otra reemprende el nomadismo, suspendido por
más de dos siglos, en varias direcciones. En los dos casos, se dedicarán a sus oficios tradicionales,
autónomos, artesanos y mercantiles...
En Hungría y Transilvania, los gitanos vivirán como esclavos desde el siglo XV, perteneciendo al
Soberano, que los repartía en dotaciones por todo el país. Acusados de crímenes aberrantes, incluido
el canibalismo, fueron el chivo expiatorio de todos los descontentos. En 1761, con María Teresa,
entramos en la fase del Pogrom difuso, que desbroza el camino del Programa: en una negación
implícita de su identidad étnica, se les llamará “neo-húngaros” o “neo-colonos”; se procurará su
asentamiento en poblados; se les prohibirá dormir a la intemperie o bajo sus carpas, dedicarse a no
pocos de sus oficios históricos (como el de chalán), elegir a sus propios jefes y de conformidad con
su derecho consuetudinario, utilizar su lengua,... Los hombres fueron forzados a realizar el servicio
militar y se impulsó la escolarización de los menores.
En Rusia, Catalina la Grande los erige en esclavos de la Corona, bajo un estatuto propio, pero
disfrutan de relativa libertad de movimientos. Maximoff los describe, a la altura de 1900, en los
suburbios de Moscú, viviendo tal en guetos, medio “acampados”, dedicados a sus oficios artesanos,
a veces en las manufacturas próximas (Savina, 1957). Y había campesinos gitanos en Crimea, en
Ucrania, etc., lo mismo que grupos nómadas en ruta hacia Siberia o China.
En Polonia, se suceden los decretos de expulsión, promulgados por las Dietas a lo largo del siglo
XVI y siguientes. Desde fines del siglo XVIII, los gobiernos cambian de táctica (como en España,
Francia, Hungría...) y empiezan a multiplicarse las pruebas de clemencia, logrando con el tiempo
que grupos de gitanos optaran por instalarse en el país, escolarizando en ocasiones a sus hijos...
En toda esta zona, singularizada por la esclavización de los gitanos, el Programa se afirma bajo el
período comunista, cuando los romaníes son considerados ciudadanos como los demás, en ausencia
de toda discriminación. Si en el espacio capitalista el nomadismo se combate por la fuerza de los
hechos, de modo indirecto —regulaciones que, sin prohibirlo, lo dificultan; legislaciones que lo
restringen por sus implicaciones o consecuencias, aún cuando no lo contemplan como materia;
selección económica del viajero; cédulas identificadoras, etcétera—, bajo el comunismo tiende a
prohibirse de derecho. Los gitanos, como vimos, serán sedentarizados, escolarizados, laborizados,
“civilizados”... Tras el fracaso del socialismo real, se reactivará la pasión nómada de los romaníes,
que empezarán a dispersarse por el área, recalando en distintos países —en todos ellos, con la
Escuela como avanzadilla, les aguardará la versión capitalista del Programa...
En el Norte de Europa, los gitanos padecen en muy menor medida los horrores del Pogrom,
pudiéndose desenvolver con considerable libertad, conservando mejor su idiosincrasia,
confundiéndose y hasta mezclándose con otros grupos nómadas. Menos afectados por el Pogrom,
caerán no obstante por completo en las redes del Programa, intensificado allí donde arraigan las
administraciones “bienestaristas”.
En las Islas Británicas, los gitanos encontraron una tierra hospitalaria. Cultivaron sus tradiciones,
especialmente en el País de Gales, donde hablaron un romaní depurado, con su gramática y sintaxis
específicas. Convivieron e incluso se fundieron con otros travellers, como los “koramengré”
(buhoneros), los “tinkers” (caldereros y estañadores ambulantes) y los grupos heterogéneos de
irlandeses errantes. En Finlandia, sus relaciones serán óptimas con los “finnes” nómadas, llegando a
emparentarse con los mismos. También fueron bien acogidos en los países bálticos.
Fuera del ámbito nórdico, los gitanos pudieron preservar su filosofía de vida en el sureste de los
Balcanes (Rumelia, Bulgaria), donde, según, J. Bloch, “no tuvieron historia” —lo que significa que
no fueron perseguidos (J. P. Clébert, p. 75). Sin entrar en conflicto con la población autóctona (de
origen asiático, orientalizada, familiarizada con la vida errante), perseveraron en su nomadismo.
“Muy pronto los verdaderos rasgos zíngaros comenzaron a ser interpretados de un modo menos
apacible: aquellos seres, inconcebiblemente, amaban la movilidad; su obediencia era simulada; sus
palabras, extrañas; sus vestidos, exóticos; sus conductas, para la mayoría de los aborígenes,
ininteligibles y por ello perturbadoras. En fin, sus ropajes, su habla, sus costumbres, todo ello denunciaba
lo extraño, lo terrible, lo OTRO.
El excluyente poderoso no podía consentir la insumisión de aquellos raros. Al campesino aherrojado a la
tierra y al capricho de la lluvia, del sol o del granizo, le alarmaba la trashumancia de unos seres
indiferentes a la dictadura del clima. Al ciudadano o al lugareño le divertían el oso amaestrado, la cabra
bailarina, la lectura del porvenir sobre las rayas de su mano, pero esas habilidades le hacían pensar en el
demonio. Y a cualquier infeliz que sudara todo un año para alcanzar a pagar los disparatados impuestos,
el simple robo de una gallina, una sábana o un borrico (habilidades legendarias de la gitanería) le hacía
pensar en el escándalo, cuando no en la herejía.
La luna de miel entre dos culturas tradicionalmente antagónicas (una cultura sedentaria y una cultura
nómada) había de concluir. Los unos extremarían su fuerza y los otros su astucia. Esa astucia estimula el
rechazo de la cultura asentada y mayoritaria. Y ese rechazo haría nacer en el gitano un erizado y a
menudo beligerante orgullo. La sima abierta solo podía ahondarse (2005, p. 117-120)).
Tras el rechazo (popular), llega un castigo (administrativo) sin otro fundamento que la saña
altericida: “No siempre [acontece] por un delito de sangre, de abigateo o de cualquier otra forma de
atentado contra la propiedad. A menudo, la causa del castigo es la mera desobediencia, la presencia
del gitano en los pueblos, su huida de una ciudad, su asentamiento en poblados o en caminos, el uso
de su propia lengua, de sus propios ropajes” (Grande, 2005, p. 119).
Con demasiada frecuencia, también, la alterofobia popular de ayer, como la de hoy, se nutre de un
conocido procedimiento falseador, que linda con la extrapolación abusiva y con la metonimia: como
algunos gitanos ingresaron en el hampa, y no era raro que familias calés convivieran con
delincuentes en los barrios suburbiales de algunas ciudades, todos los gitanos eran, de por sí,
maleantes; como, por las vicisitudes del nomadismo y la organización clánica, pudo darse algún
caso de endogamia cerrada, todos eran, por naturaleza, incestuosos; como en el Proceso de Praga de
1929, veintiún gitanos fueron hallados culpables de cometer doce asesinatos, comiéndose después a
sus víctimas, siempre odiados soldados húngaros (P. Serboianu), acontecerá que la creencia en un
canibalismo gitano generalizado, cuando no innato, arraiga y se halla detrás de la terrible oleada de
ataques a hogares de romaníes desatada en 2008-2009, en la República Magiar, con incendios,
vejaciones y asesinatos... A propósito de esta cuestión, J. P. Cléber denuncia que P. Serboianu,
reputado gitanólogo, “omite recalcar que se trata [los convictos de Praga] de netotsi, gitanos
degenerados y dados al bandidaje, descendientes de los primeros maquisards de Transilvania” (p.
80-1).
En Nuestra Señora de París, V. Hugo refleja cómo en la percepción popular de los gitanos, al
menos desde fines del siglo XV, se mezclan circunstancias ciertas (advenimiento a modo de
formaciones armadas de caballeros, con duques y condes supuestos al frente; caracteres étnicos
peculiares y vestimentas y hábitos distintivos y chocantes en estos viajeros; alegación, por su parte,
de un remoto origen oriental y, en ocasiones, de una larga travesía por el Este de Europa;
prohibición de su entrada en muchas ciudades; hábito de acampar en las afueras; práctica de la
quiromancia y otras artes adivinatorias, etcétera) con leyendas extendidas, difundidas casi a nivel
continental (condición de pícaros, truhanes, canallas, ladrones de niños, violadores de ancianas,
caníbales; condena al nomadismo por una penitencia del Papa, que, tras la confesión y el perdón de
sus pecados, les prohibió dormir en camas; origen étnico sarraceno; disfrute de una bula pontificia
que les permitía pedir en establecimientos eclesiásticos,...) y con elaboraciones grotescas de índole
regional, cuando no meras invectivas de autores locales (para el caso de Reims: culto gitano a
Júpiter; desempeño como emisarios del Rey de Argelia o de Alemania; celebración de aquelarres en
bosques próximos a la ciudad,...) (67).
D.3) Educada
Más desconcierta descubrir la robustez del anti-gitanismo, de los prejuicios contra los romaníes, en
afamados intelectuales, escritores, artistas, cineastas,... Cabe hablar, así, de una alterofobia educada,
culta, definitivamente “ilustrada”. Y no nos referimos únicamente a la implicación de conocidos
representantes del pensamiento de la Ilustración en el diseño de las medidas configuradoras del
Pogrom (el Marqués de la Ensenada se ocupó, por ejemplo, de organizar con esmero la Gran
Redada de 1749). Queremos aludir, más bien, a los achaques “gitanófobos” de autores como M.
Cervantes, Lope de Vega o Ch. Chaplin, entre muchos otros.
Que el anti-gitanismo popular llegue sin mella hasta nuestros días, como corroboran las
investigaciones de T. Calvo Buezas (en 2002, según sus encuestas, el 30 % de los escolares echaría
a los gitanos de España, y el 60% se negaría siempre a casarse con uno de ellos) (2005, p. 127-9),
resulta quizás menos asombroso que percibir en El vagabundo, de Ch. Chaplin (1916), una odiosa
representación de los gitanos como secuestradores de niños, explotadores de por vida de los
retenidos y practicantes entusiásticos del maltrato y de la tortura, tal si el romaní solo fuera capaz
del crimen y de la perfidia...
En este aborrecible film del director inglés, su personaje, Charlot, se enamora de una supuesta
gitana, humillada por sus padres y diríase que esclavizada por la tribu. Embrutecidos, los nómadas
la apalean ferozmente si deja de trabajar por un instante o se permite la menor queja. Demasiado
bella para ser gitana, demasiado sensible, se trataba en realidad de la hija de una pareja acaudalada,
que sufría indeciblemente desde que los gitanos raptaron a su retoño. El “final feliz” de la película
quiere que la joven sea recuperada por sus muy civilizados progenitores, dejando atrás la pesadilla
de toda una infancia vejada por los salvajes y degradados romaníes.
En “Los gitanos en la literatura española”, prólogo al libro de J. P. Clébert (1965), J. Caro Baroja,
demasiado condescendiente en nuestra opinión, ha documentado, casi a su pesar, la fobia anti-gitana
de M. Cervantes, Lope de Rueda, J. de Alcalá, Lope de Vega, etc. Redundando en esa misma idea
(los prejuicios contra los romaníes que saturan la producción literaria de los siglos XVI y XVII), A.
Villanueva, en “Los gitanos y la literatura”, describe el procedimiento de la “anagnórisis” —
hallazgo y reconocimiento del hijo perdido, muy a menudo en poder de los gitanos ladrones, por
parte de sus nobles y ricos parientes—, utilizado por M. Cervantes en La gitanilla y en La ilustre
fregona, y por Ch. Chaplin, como hemos visto, en El vagabundo. Esta técnica, que con más
frecuencia ha recibido el nombre de “agnición”, y que descubría normalmente una ascendencia
ilustre en el protagonista, una inopinada identidad aristocrática, fue genialmente invertida por V.
Hugo en Nuestra Señora de París —Esmeralda, el personaje central, la aparente gitana, descubre al
final que en verdad es hija de... ¡una prostituta presidiaria! (Villanueva, 2000, p. 2-5).
Habrá que esperar hasta el siglo XIX, en España, para que el grueso de los creadores deje atrás el
lastre alterófobo y clasista que compartía con los administradores y con el pueblo llano de su época.
Esa rémora, nunca del todo superada (estragó, por ejemplo, Tierra sin pan, el documental de L.
Buñuel sobre Las Hurdes, paradigmática distorsión intelectual de la diferencia rural-marginal,
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(67) En Nuestra Señora de París, V. Hugo, ilustrando esa mezcla de verdad, prejuicio endurecido y falsificación
desmadejada, hace decir lo siguiente a uno de sus personajes femeninos:
“Llegaron un día a Reims una especie de caballeros muy extraños. Eran pícaros auténticos; truhanes que iban recorriendo el país,
llevados por su duque y sus condes. Eran cetrinos y tenían el pelo muy rizado y aros de plata en las orejas. Las mujeres eran aún más
feas que los hombres; tenían el rostro más negro y lo llevaban descubierto. Llevaban también una capa pequeña, un viejo paño, hecho
de cáñamo, sobre los hombros, y una larga cola de caballo. Los niños que se colgaban de sus piernas habrían asustado hasta a los
monos. Era una verdadera banda de canallas que venía derecha desde el bajo Egipto hasta Reims, atravesando Polonia. El Papa les
había confesado, según se decía, y les había puesto de penitencia el ir caminando durante siete años por el mundo sin dormir en
camas. Por eso les llamaban penitenciarios y olían que apestaban. Se decía que antes habían sido sarracenos, lo que explica que
creyeran en Júpiter y que reclamaran diez libras tornesas en todos los arzobispados, obispados y abadías de monjes mitrados. Parece
que tenían este derecho por una bula del Papa que les amparaba. Venían a Reims a decir la buenaventura en nombre del rey de Argelia
y del emperador de Alemania. Comprenderéis que no hizo falta más para no permitirles la entrada en la ciudad. Así que toda aquella
banda acampó tan tranquila cerca de la Porte de Braine (…). La ciudad entera fue a verlos: te miraban la mano y te hacían profecías
maravillosas. Eran capaces de predecir que Judas llegaría a ser Papa. Había muchos rumores sobre ellos como el de ser ladrones de
niños y de dinero y el de comer carne humana (…). Nadie puso en duda que los egipcios habían celebrado aquelarre entre aquellos
brezos y que habían incluso devorado a la niña en compañía de Belcebú, como es costumbre entre los mahometanos” (2007, p. 393-8,
traducción actualizada).
dechado de tópicos urbanos y de autojustificaciones político-ideológicas) (68), se manifestó en La
gitanilla, de M. Cervantes, con una nitidez insoportable:
“Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres
ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y
molientes a todo ruedo, y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que
no se quitan sino con la muerte” (Cervantes, 2006, p. 13).
“Nosotros [gitanos] somos los jueces y verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad
las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos” (p. 46).
“Los gitanos se desesperan, diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibía
la entrada de la caridad en sus pechos” (p. 52).
“La codicia [sentencia un gitano] por jamás sale de nuestros ranchos” (p. 58).
“[Los gitanos jóvenes] tienen por maestros y preceptores al diablo y al uso” (p. 25).
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(68) Como hemos ido comprobando en los apartados anteriores, el mundo rural-marginal comparte con la vida gitana
tradicional —y con los entornos comunitarios indígenas— una serie de rasgos que L. Buñuel, sencillamente, no ve. Lo
que Tierra sin pan (1933) “documenta” es, entonces, otra cosa: atestigua el conjunto de tópicos y prejuicios que nublan
la mirada de no pocos intelectuales urbanos europeos cuando se enfrentan a la alteridad cultural y psicológica. De esos
tópicos y de esa mirada miope, cuando no tergiversadora, sabe demasiado el pueblo gitano... Volveremos sobre este
asunto.
Cuadro de Juan Emilio Pérez Samaniego
APÉNDICE: EN TORNO AL FLAMENCO, FEDERICO GARCÍA LORCA Y EL
RECLUTAMIENTO POLÍTICO-IDEOLÓGICO DE LA GITANEIDAD
Los gitanos desde siempre han amado la música. La erigieron, asimismo, en una de sus estrategias
fundamentales de subsistencia, acaso la más estimada de sus ocupaciones. En el este de Europa
dominaron el violín, como en España la guitarra; y cantaron singularmente, allí y aquí. Podría
aventurarse la idea de que el amor a la música forma parte también de la idiosincrasia romaní; y de
que el canto, los instrumentos y la danza han acompañado a este pueblo en su larga fase nómada,
antes de aflorar como género particular en determinadas regiones, ya en los Balcanes, ya en
Andalucía —antes de, por decirlo así, domiciliarse como arte.
Puesto que una comunidad oral nómada no puede asentar registros, impresos o fonográficos, de
sus manifestaciones artísticas, tenemos que conformarnos con el eco (repercusión, resonancia) que
esa vocación musical fue dejando en la sociedad mayoritaria conforme el colectivo romaní se
establecía y entraba así en contacto con hombres sedentarios alfabetizados —pensemos, por
ejemplo, en A. Machado y Álvarez, apodado Demófilo, gran compilador decimonónico de las letras
del cante.
En España, la pasión musical calé se expresó en el flamenco; y poco sentido tiene, para los fines
de nuestro estudio, litigar sobre el carácter étnico de ese género, sus raíces históricas, su
delimitación geográfica, etcétera. No cabe duda de que el flamenco, dejando a un lado sus valores
estéticos, constituye una inestimable fuente de documentación sobre el ser histórico gitano, y en ese
sentido hemos recurrido a él para este trabajo. Pero tampoco debemos ignorar que el cante ha sido
utilizado política e ideológicamente, particularmente en el siglo XX; y que, a tales efectos, con el
propósito de erigirlo en instancia de legitimación, se ha procurado “reclutar” la gitaneidad para
causas que le eran extrañas. Este era el ámbito en el que se cruzaban argumentos sobre su definición
racial y regional (¿gitano sin más?, ¿andaluz?, ¿español?), sobre sus orígenes milenarios
(¿Tartesos?, ¿Arabia?, ¿la India?), sobre su especificidad cultural (¿andaluza-universal, como quería
F. García Lorca?, ¿hispano-universal, como postuló el Franquismo?,...).
Pretendemos, con esta nota, denunciar el modo en que la gitaneidad y su música fueron
explotadas política e ideológicamente, presentándose el flamenco no como testimonio de la
alteridad cultural, no como exponente de una idiosincrasia amenazante, de una diferencia
civilizatoria, sino como valor, riqueza, particularidad genial de la propia cultura occidental. La
contribución de F. García Lorca a esta suerte de expropiación, híbrido de exaltación interesada y de
enrolamiento cultural, ha sido inmensa; y se merece la atención de los defensores de la Diferencia.
Una vez más, y como lamentaba J. Larrosa (1998), lo extraño, lo otro, ha sido utilizado para
fortalecernos en nuestras ya aceradas convicciones, para anclarnos confortablemente en nuestras
seguridades...
Que F. García Lorca no estimaba en demasía a los gitanos históricos, a los romaníes tradicionales,
aún cuando fuera muy amigo de determinados gitanos instalados (sedentarios, andaluces), no ha
escapado ni siquiera a sus más rendidos hagiógrafos. A. Josephs y J. Caballero han recogido estas
palabras del poeta, nada ambiguas por cierto:
“Los gitanos no son aquellas gentes que van por los pueblos, harapientos y sucios: esos son húngaros.
Los verdaderos gitanos son gentes que nunca han robado nada y que no se visten de harapos” (1988, p.
83).
Desafortunadamente para el escritor, los verdaderos gitanos sí iban por los pueblos, de aquí para
allá, vistiendo de modo muy precario y con un concepto-otro de la higiene que los comentaristas
obtusos definen simplemente como “suciedad”. Y estos gitanos errantes robaban al payo, como era
sabido desde siempre y M. Cervantes subrayó mil veces para envilecerlos. Desafortunadamente
para el poeta, los gitanos que nunca robaban nada y vestían con corrección eran precisamente los
más deslavados y descoloridos de los romaníes: gitanos integrados, en proceso de alienación
cultural, acomodados algunos, como los cantaores y guitarristas reconocidos que su padre le llevaba
a casa para que disfrutara de la música.
El concepto que F. García Lorca adquirió del gitanismo deriva de los romaníes “decentes” con los
que trabó amistad desde aquellas veladas musicales organizadas asiduamente por su progenitor.
“Sin salir de casa —escribe el biógrafo J. L. Cano—, Lorca podía escuchar todos los cantos del
folclore andaluz: peteneras, soleares, granadinas, seguidillas...” (Josephs y Caballero, p. 65). “Sin
salir de casa”, el poeta se forjó asimismo un peculiar concepto del pueblo: “¿Qué sería de los niños
ricos si no fuere por las sirvientas —declamó en una cena de homenaje en Barcelona—, que los
ponen en contacto con la verdad y la emoción del pueblo?”. Sin salir de casa... No consideramos
arriesgado sugerir que el concepto de los gitanos y la idea de pueblo sostenidos por F. García Lorca
se desprenden, por usar una conocida expresión, de un “ocio hogareño”.
Y aún así, sustentando una imagen edulcorada de los gitanos, el autor se esforzó siempre por
desvincularse de ellos. “¿Por qué le molesta tanto a Lorca que lo asocien con los gitanos?”, se
preguntan, desconcertados, A. Josephs y J. Caballero (p. 83). El propio F. García Lorca nos da la
respuesta:
“A ver si este año nos reunimos y dejas de considerarme como un «gitano», mito que no sabes lo
mucho que me perjudica y lo falso que es” (Josephs y Caballero, p. 83). [De una carta remitida a J.
Bergamín]
Para F. García Lorca, pues, la gitaneidad es un tema, como en otra ocasión lo fue Nueva York,
como lo hubiera podido constituir una aguja de coser... Y algo más, no obstante: un tema
subordinado a un propósito fundamental, a una Causa; un tema afiliado para cantar a algo más
grande que él mismo. En la Revista de Occidente, refiriéndose al Romancero, enunció sin reservas
la verdad:
“El libro en conjunto, aunque se llama gitano, es el poema de Andalucía; y lo llamo gitano porque el
gitano es lo más elevado, lo más profundo, lo más aristocrático de mi país, lo más representativo de su
modo y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal” (Josephs y
Caballero, p. 105-6)
F. García Lorca, en definitiva, reduce la gitaneidad y aniquila la idiosincrasia rom para ponerlas al
servicio de la Causa andaluza, para encerrarlas en un regionalismo/nacionalismo mitificado,
milenarista, trascendentalizado al gusto de cuantos predicaban “destinos en lo Universal”. “España,
y hasta todo lo hispánico, es para él —afirman A. Josephs y J. Caballero— una extensión de
Andalucía (…). Para Lorca, como para muchos andaluces, Andalucía es el ombligo de Occidente.
Históricamente hablando, no cabe duda de que tiene razón” (p. 22).
Triste suerte, pues, la de este pueblo sin patria, perseguido a sangre y fuego desde el siglo XV en
casi todas las regiones y naciones de Occidente y por todos sus proyectos universalistas
(liberalismo, fascismo, socialismo): “guardar el ascua y el alfabeto de la verdad andaluza y
universal”... Recluida en un territorio, aferrada geográficamente, la gitaneidad sirve meramente para
cantar a “esa milenaria y a veces bastante oculta Andalucía que se extiende por lo menos desde los
tiempos del legendario Gerión tartéssico hasta nuestros días, y de la cual Lorca ha llegado a ser
nada menos que su mejor intérprete” (p. 21).
En su Romancero gitano y para enjoyar a Andalucía (el poeta definió esta obra en 1935 —lo
documentan A. Josephs y J. Caballero, p. 91— como “un retablo de Andalucía”), F. García Lorca
falsifica metódicamente a los rom. En “Arquitectura del Cante Jondo” y “Teoría y juego del
Duende”, conferencias en cierto sentido complementarias, se adelanta además una mitificación
expresa de Lo Andaluz, con argumentos historicistas sencillamente risibles (referencias gratuitas,
cuando no extravagantes, a Tartessos, la remota Arabia, el lejano Oriente, la Grecia dionisíaca,
etcétera) (69) y con una aproximación al Cante Jondo que arrastra perceptiblemente un triple
estigma: pensamiento tipográfico (o escritural) que degrada sin remedio la oralidad del canto
originario (70); formación musical que distorsiona la interpretación de melodías compuestas de
manera anónima, no-educada, por anti-técnicos (71); acomodo burgués que se acerca piadosamente
a las “gentes más humildes” y elabora, por un trabajo de inclusión y de exclusión, bajo el efecto de
filtros ideológicos y cegueras de clase, un estereotipo de lo popular purgado de sus aspectos
peligrosos, inquietantes, desestabilizadores. Un hombre de la escritura, de la técnica musical y de la
élite no podía sino deformar y trivializar la oralidad, el ritmo sin academias y el universo de las
clases dominadas (72)... Todo esto cabe bajo el concepto de “estilización”, por supuesto; por lo que
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(69) El Cante Jondo, ese tesoro musical ensalzado asimismo por M. Falla, sería caracterizado en estos términos por el
poeta:
“[Se trata de] un canto netamente andaluz que ya existía en germen antes de que los gitanos llegaran (…), levantado en Andalucía
desde Tartessos, amasado con la sangre del África del Norte y probablemente con vetas profundas de los desgarradores ritmos judíos,
padres hoy de toda la gran música eslava” (1998, p. 36).
En la misma línea, el “duende” se presenta como “el espíritu de la tierra, de la religión mistérica, de la religión
telúrica, el espíritu que emana de la tierra misma, de la gran madre tierra de los misterios panteístas de Oriente (…), que
habría saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de
Silverio” (Josephs y Caballero, p. 25-7).
(70) Aún cuando F. García Lorca reconoce la determinación oral del Cante Jondo (“Se puede afirmar definitivamente
que en el cante jondo, lo mismo que en los cantes del corazón de Asia, la gama musical es consecuencia directa de lo
que podríamos llamar gama oral”) (1998, p. 36), su recepción del flamenco —la selección de cantes que nos ofrece en
sus conferencias y que copia o glosa en sus libros de poesía— delata siempre la óptica tipográfica, escritural. Nótese,
por ejemplo, y como contrapunto de los cantes que más atrás hemos denominado “estampas”, “inscripciones sonoras” o
“escenas”, abrumadoramente orales (composiciones que apenas interesan al poeta, con muy poca presencia en sus
escritos), la muy indicativa elaboración, semántica y gramatical, de este cante flamenco, recogido en “Arquitectura...”
(p. 46):
(71) Como en lo respectivo a la “oralidad”, no estamos señalando aquí tanto un déficit personal de F. García Lorca,
cuanto un límite inherente a la capacidad cognoscitiva de nuestra civilización, que carece de un poder hermenéutico
planetario, de una clave de descodificación epistemológica universal. Se nos escapa el fondo de las culturas de la
oralidad como fracasamos a la hora de interpretar las músicas que no obedecen a las categorías de nuestra estética. Por
ello nos dejan tan insatisfechos los análisis de M. Falla y F. García Lorca a propósito del Cante Jondo (merodean la
otredad, pero no pueden hacerse cargo de la misma):
“Las coincidencias que el maestro Falla nota entre los elementos esenciales del cante jondo y los que aún acusan algunos cantos de la
India son: el enarmonismo como medio modulante; el empleo de un ámbito melódico tan reducido que rara vez traspasa los límites de
una sexta; y el uso reiterado y hasta obsesionante de una misma nota (…). [De ahí] la impresión de una prosa cantada, destruyendo
toda sensación de ritmo métrico, aunque en realidad los textos de sus poemas son tercetos o cuartetos asonantados ” (1998, p. 36).
(72) Irrita en F. García Lorca ese tono compasivo, misericordioso, sin duda aristocrático, con el que se refiere al pueblo
y sus penurias. Discurso de la caridad, que hiede a cristianismo, tan característico de la izquierda burguesa convencional
y que acusa lo que, en otra parte, hemos llamado Síndrome de Viridiana (disposición necro-parasitaria e infra-sacrificial
de todos los benefactores sociales y de todos los altruistas militantes). Destructivo para esa mirada virtuosa, distante a
pesar de todo, calada de desprendimiento bonachón, cuando no de humanismo hipócrita, sería atender a los reductos
indóciles de la pobreza colérica y de la contestación desesperada, que hacen estallar el corsé de nuestra moral y
balbucean lo inefable del crimen y de la venganza —como sugieren la literatura del Conde de Lautréamont, de J. Genet
o de A. Artaud, el cine de L. Von Triers o de K. Ki-Duk, la poesía maldita o nihilista, la práctica de los quínicos o de los
destructores de máquinas, etcétera. Solo una persona que se ha sabido desde siempre a salvo de la indigencia puede
suscribir este género lorquiano de beatería: “Todos estos poemas de agudo sentimiento lírico se contraponen con otro
género humanísimo cantado por las gentes más humildes de la vida. El hospital, el cementerio, el dolor inacabable, la
deshonra, la cárcel son temas de este grupo, porque el pueblo va al hospital, se muere, va a la cárcel y expresa sus más
hondas penas en estos realísimos y cotidianos ambientes (…). De este grupo sale ese andaluz desahuciado y eterno que
dice en un polo: “El que tenga alguna penita/ que se arrime a mi vera,/ porque yo estoy constituío/ pa que me ajogue la
pena”(...). Son poemas de gente oprimida hasta lo último, donde se estruja y aprieta la más densa sustancia lírica de
España: gente libre, creadora, y honestísima casi siempre” (1998, p. 46-8).
estamos dispuestos a conceder que F. García Lorca estiliza el mundo de los gitanos. Teniendo en
cuenta que la música flamenca se la lleva a casa su padre y que el pueblo se lo acercan a casa las
sirvientas, ¿cabía esperar de él otra cosa que una “domesticación” (de domus, casa) de la
idiosincrasia romaní y una fabulación “hogareña” del pueblo andaluz; es decir, una estilización
guiada por propósitos político-ideológicos?
Poema del Cante Jondo puede entenderse como una poetización del cante y sobre el cante; y
destaca por la irregularidad de las composiciones, por la variabilidad del espíritu del texto, por la
ausencia de un criterio constante y nítido de estilización. Aunque suele retomar versos y fragmentos
de coplas, Romancero gitano, por su parte, es una obra independiente de la naturaleza del flamenco,
con un estilo propio, incondicionado, más homogéneo (si bien sigue exhibiendo esa oscilación,
característicamente lorquiana, entre lo llano y lo hermético, lo accesible y lo oscuro, lo exotérico y
lo esotérico), un proyecto que incluso se distancia de “lo gitano” como asunto rector. El propio F.
García Lorca insistió en que su obra, careciendo de interés etnológico, no pretende inscribirse en
ningún tipo de investigación “gitanística” y solo recoge motivos cíngaros a modo de tema, como
puntos de enganche de los contenidos. El objeto del texto, la finalidad, se cifra —lo apuntó una y
otra vez— en Andalucía, su esencia, su cosmovisión, su espíritu... ¿Y por qué no lo llamó, entonces,
“Romancero andaluz”, resguardándose mejor de las ambigüedades y de esta denuncia de una
aproximación despojadora, con visos de saqueo, a la cuestión romaní?, cabe preguntarse.
En definitiva, y aunque algunas composiciones recogen aspectos concretos de la cultura de los
gitanos o de su modo de vida, los componentes fundamentales de la diferencia romaní escapan al
escritor, que arroja una perspectiva un tanto superficial, “popularista” (como anotó A. Larrea) (73),
incidiendo apenas en unos pocos asuntos: el peligro, la muerte, la represión, la pena, el amor, la
madre,... Ignora la aversión al trabajo alienado, el nomadismo y la oralidad básicos, el derecho
consuetudinario, el anti-productivismo, el justificable recelar ante cualquier forma de gobierno...
Todo aquello que enfrenta la idiosincrasia romaní a la supuesta esencia del pueblo sedentario
andaluz queda excluido; y, en este sentido, el Romancero completa la labor de alienación,
usurpación y reclutamiento de la cuestión gitana iniciada por el Poema.
Pero F. García Lorca no está solo en el despliegue de esta campaña ideológica sobre el flamenco.
Otros autores han pretendido asimismo des-vitalizarlo, desgajarlo de la comunidad romaní,
asimilándolo sin más a la industria cultural paya, a la estética occidental. Se le reconoce mérito
como música en la misma medida en que se desconecta del pueblo gitano histórico. Sin duda,
proviene en parte de F. García Lorca y M. Falla esta relativa desligadura del cante y los gitanos:
para ellos, el Cante Jondo sería, de algún modo, una planta endémica de Andalucía, con orígenes
remotos que enlazan al legendario Tartessos con Oriente, con la cultura hebrea, con rescoldos
litúrgicos bizantinos, con el norte de África.... Sobre esa formación maravillosa se desplegaría el
genio musical de los gitanos, reconociendo en Andalucía un segmento del equipaje cultural que
arrastraban desde su salida de la India. Habrían encontrado lo que llevaban, o aquello de lo que
procedían, y por ello pudieron aplicarse con tanta pasión a la modalidad musical autóctona
andaluza:
“Son ellos [los gitanos] los que, llegando a la Andalucía, unieron los viejísimos elementos nativos con el
viejísimo indio que ellos traían y dieron las definitivas formas a lo que hoy llamamos cante jondo” (1998,
p. 37).
Invirtiendo los términos, no han faltado quienes, reconociendo la relación constituyente del Cante
con la gitaneidad histórica, le pulen las aristas como música, le recortan las alas, lo marcan
peyorativamente y hasta lo trivializan. En la balanza que columpia Cante y Gitaneidad, la carga de
la relativización recae esta vez en el platillo del arte; y el flamenco soporta una mirada fría, cuando
no severa, apuntaríamos que tendencialmente hostil, resuelta en discursos mixtureros donde se
promiscúan argumentos sociologistas, psicologistas, fenomenológicos, a menudo desnudamente
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(73) “Falla y García Lorca se dejaron atrapar en la añagaza del popularismo flamenco” (en El flamenco en su raíz, de A.
Larrea, p. 255; citado por Josephs y Caballero, p. 61).
metafísicos. En este sentido, en La copla andaluza, R. Cansinos Assens (1976) procuró restarle
carácter popular: los autores serían normalmente cultos, aunque en la mera transmisión interviniera
el pueblo. Negando también el compromiso socio-político del cante, y adocenando su no negada
gitaneidad en un crisol que aglutina elementos islámicos y hebraicos, lo interpretará más bien como
fenómeno morboso, en clave freudiana (74). F. Quiñones (1971) comparte la valoración de partida
(índole no popular, no socio-política, del flamenco) y lo caracteriza como “queja abstracta”, señal
de un “esencial abatimiento”, propio de gentes que no comprenden nada de cuanto les ocurre y se
hunden en un fatalismo absoluto, acomodándose a la adversidad de modo casi perverso. Desde la
fenomenología, por último, R. Solís había sugerido prácticamente lo mismo, hablando de “pena
profunda”, “superioridad en el dolor” y “queja enamorada” (1975). En todos estos autores se
percibe como un eco de Flamencología, ensayo de 1964 en el que A. González Climent se refería a
la “situación límite”, al “enfrentamiento personal con lo absoluto”, al “grito metafísico”, al
“aposento maternal”, a la soledad, Dios y el acaso... (75).
Receptivos ante los estudios abordados desde la simpatía (tal los de R. Molina y A. Mairena, que
perciben el flamenco como “la queja de un pueblo secularmente subyugado”, cante existencial-
filosófico, distinto, humano, primitivo, radical, no-estético, trágico, resuelto a modo de grito o de
lamento; o los de F. Grande, quien lo ensalza en tanto manifestación de la “consciencia
desgraciada” —dimensión trágica y agónica de cuantos experimentan la vida como destierro,
gitanos sobre todo pero también jornaleros y campesinos pobres—, expresión del conflicto entre la
Ley del Mundo y la Ley del Corazón) (76), V. Báez y M. Moreno ofrecen una lectura equidistante,
de alguna manera sincrética. Relativizan la índole anónima del flamenco y lo entienden como un
arte “minoritario”, aunque no exento de vetas populares; cante fundamental e inequívocamente
gitano, y ya no andaluz por definición, en línea que hubiera desagradado a F. García Lorca;
“solitario” en la ejecución (77); enfrentado implícita y explícitamente a la autoridad; anti-clerical, si
bien no por ello anti-religioso; con clara vocación de protesta social y política (78); testimonio del
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(74) V. Báez y M. Moreno resumen así la interpretación de Cansinos Assens:
“R. Cansinos, desde una doble perspectiva psicológica y sociológica, trata el tema desde los siguientes puntos de vista:
1) El cante flamenco es una sublimación de humillados y de ofendidos, según la fórmula de Dostoievski, que conjugaría: a) la
desesperación social y filosófica del Islam; b) social y religiosa del hebreo, y c) social del gitano.
2) Este dolor implica un gusto morboso a perder. Tal sentimiento sería una sublimación en el sentido freudiano del término, porque, al
hacer del dolor físico y psíquico uno de los temas de su arte, el autor o intérprete se siente por encima del mismo, dulcifica con
amargores. De aquí que sean temas básicos del cante la delectación morbosa en el dolor, la muerte, el acabamiento de la belleza, el
abandono, la soledad, etc.
3) El dolor en el cante es una liturgia. El hilo argumental de este sería: un sentimiento profundo de pérdida (afrenta padecida,
oportunidad histórica perdida), sentimiento que conduce a una rememoración (lamento). Finalmente, al no existir una esperanza (su
pesimismo es radical, a diferencia del treno hebraico), se convierte en una venganza y una victoria en el sentido freudiano del término,
es decir, en acusación abstracta contra los que imponen ese dolor” (1983, p. 17).
“A. González Climent, desde un punto de vista existencialista, delimita el dolor en el flamenco como el canto de la situación límite, es
decir, «como el aposento maternal de la soledad, de la angustia, de la conmoción que da el asombro vital, el sino, el acaso, la muerte,
Dios». El concepto de «situación límite», que toma de Jaspers, «implica necesariamente (…) el enfrentamiento pasional con lo
absoluto». Este enfrentamiento se define como grito, pero: a) no grito salvaje (infragrito, grito por debajo de la palabra); no delirio
dionisíaco griego o post-romántico (Nietzsche), y c) sí grito metafísico, expresión de una angustia” (p. 17).
(76) Véase Mundo y formas del cante flamenco, de R. Molina y A. Mairena (1963) ; y Memoria del cante flamenco I, de
F. Grande (1979).
(77) En esta índole solitaria de la ejecución del flamenco, V. Báez y M. Moreno encuentran un argumento decisivo para
“otorgar la paternidad del cante, al menos hasta mediados del siglo XIX, a los gitanos” (p. 2-3). Ni en la música
bizantina, ni en los cantes árabes o norteafricanos, ni en las melodías hebraicas..., hallan los autores nada semejante:
“El artista está solo ante su público (…). Aragoneses, vascos, gallegos, castellanos e incluso los andaluces al cantar composiciones no
típicamente flamencas, cantan a coro, o al menos existen unos estribillos donde participa el coro. El flamenco en su ejecución es pura
soledad y el público asiste al cante con un silencio casi religioso” (p. 2-3).
(78) “Aunque sean escasas las apariciones en esta colección [de Demófilo] de términos para designar a hombres investidos de
autoridad, estos, cuando aparecen, son siempre connotados como agresores. Estos agresores van desde la aristocracia (marquesa), la
autoridad civil (gobernador, alcalde, corregidor, chinís [alguaciles]), la autoridad judicial (juez, fiscal, libranó [escribano]), hasta la
autoridad militar (general, sargento, cabo, soldado, guardia civil). De manera menos hostil, se muestra el sentimiento de agresividad
frente a la Iglesia y aquí hemos de establecer una estricta distinción entre lo religioso y lo eclesiástico (…). En este sentido, no podemos
estar de acuerdo con lo apuntado por R. Cansinos en la línea de que el cante no implica un compromiso político” (p. 13).
“orgullo racial” de un pueblo perseguido y extremadamente generoso al interior del propio grupo;
urbano (79); calado de machismo, misoginia e ideología patriarcal (80),...
En casi todos los casos, no obstante, la voluntad de coaptación se anuda a un etnocentrismo
enmudecedor: nada se intuye de la fase nómada del cante; se deniega la posibilidad de una génesis
comunitaria, anónima, popular, ajena al boato de los nombres propios, definitivamente oral; se
pierde de vista el carácter socio-político de la reprobación gitana del Estado de Derecho y, en
general, del orden de la Producción; ni se atisba el obrar subterráneo de un derecho consuetudinario
transnacional y de la educación clánica romaní, etcétera. El flamenco se mira como una rareza
occidental; y se resuelve la dificultad de su interpretación recurriendo a tópicos freudianos,
existencialistas o de corte fenomenológico. La obsesión más extendida: que la Diferencia sirva a la
justificación de lo Dado... Y en este punto: que también la cultura gitana engalane, cuando no solo a
Andalucía o no solo a España, a todo el Occidente liberal...
Nuestra interpretación del flamenco (en sentido amplio) parte de un reconocimiento neto de su
gitaneidad constitutiva, lo que no excluye la aceptación de muy diversos influjos sociales y
culturales, en la línea sostenida por F. Grande. En segundo lugar, debe admitirse una alteración muy
significativa en su definición musical y en sus letras, conforme el pueblo gitano sucumbe a los
procesos de alfabetización, sedentarización y laborización. Este deslizamiento, tránsito y fisura al
mismo tiempo, ha pasado desapercibido a muchos analistas —que tienden a concebir el flamenco
como un todo, cosificándolo— y se halla en la raíz de demasiados malentendidos sobre su carácter
popular o culto, político o apolítico, existencial o social, urbano o naturalista...
En la primera fase, que M. Falla y F. García Lorca asocian al cante jondo (siguiriya gitana,
martinete, polo y debla, esencialmente, con registros sonoros importantes en la primera mitad del
siglo XIX, como recoge J. Blas Vega) (81), esta música se halla poderosamente marcada por la
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(79) “En el flamenco todo o casi todo lo que ocurre acontece en un fuera, pero un fuera urbano: calle, plaza, plazuela, esquina,
taberna, etc. Una última prueba del carácter urbano del cante nos la dará la mera alusión a los topónimos y antropónimos” (p. 14).
Encontramos una dificultad, en esta hipótesis de V. Báez y M. Moreno: los núcleos de población andaluces del siglo
XIX son más bien “centros agrarios”, fuera de contadas grandes ciudades, con una actividad económica principal
agrícola y ganadera, por lo que solo con reservas cabe designarlos como “urbanos”. Aún así, rodeados de paisajes, debe
aclararse por qué los cantaores flamencos no se refieren a ellos. Nuestra explicación es esta: sedentarizados por la
fuerza, urbanos a su pesar, los gitanos tardaron un tiempo en hallar motivos para amar las localidades en que se
consumían y para describir con embeleso los paisajes que las circundaban. El nómada ama y canta a la Naturaleza (ríos,
mares, montes, prados, vientos, aves,... aparecen casi como interlocutores en el Cante Jondo), pero manifiesta muy poco
interés hacia el paisaje local, concreto, con nombre propio. La vida errante de un pueblo oral no graba en la memoria la
denominación de los sucesivos parajes, que deja atrás sin cesar, si bien se funde casi nutritivamente con el medio
ambiente, con la Naturaleza —y habla con ella, y la trae en nuestro caso a la copla, y la honra. En los cantes del siglo
XIX se expresa aún este resentimiento del nómada por su confinación en poblados, ese desinterés por los paisajes
locales, con su título y su límite. Paisaje no, Naturaleza sí.
(80) Hay importantes deslices en la intelección de las letras con que V. Báez y M. Moreno tratan de evidenciar ese
machismo: por ejemplo, hablar del “pescuezo largo” de una mujer no es cebarse en un defecto físico, como leen los
autores, sino señalar un rasgo del carácter (altanería, vanidad, presunción..., sentido recogido en el diccionario); decir
que “la mujer es la perdición de los hombres” no significa solo y siempre que la mujer es mala, pues quiere indicar a
menudo que los hombres no son capaces de dominarse en el trance de amar (defecto del varón); “mujer de su casa” no
denota simplemente “ama de casa”, encerrada en las labores domésticas, al estilo payo, sino “mujer que está con los
suyos”, que no los abandona, que los cuida; el hombre “maltratado” por la mujer “pícara” no se presenta, sin más, como
víctima de la fémina, o de la Mujer, sino como herido por el comportamiento circunstancial (“pícaro”) de su compañera;
etc. Creemos que, por un lado, V. Báez y M. Moreno proyectan sin matices el esquema occidental de la dominación de
la mujer por el hombre (dependiente, como ya hemos anotado, de una lógica del conflicto entre dos fuerzas, de la lucha
entre dos polos: Bien y Mal, Salud y Enfermedad, Razón y Locura, Infancia y Madurez, Capital y Trabajo, Hombre y
Mujer,...), desconsiderando las especificaciones que el vínculo intergenérico puede adquirir en las culturas que, como la
romaní tradicional, preservaban mejor determinadas “relaciones de complementariedad”. Por otra parte, dichos autores
se ciñen demasiado al “significado literal”, estrictamente denotativo, determinado lógica y sintácticamente, cuando,
como expresión de una cultura oral, en estos casos se debe atender especialmente al contexto, al aparato gestual de la
comunicación, a todo cuanto escapa al diccionario y a la gramática —de ahí, quizás, los equívocos...
(81) J. Blas Vega (2004) entiende el flamenco, en sentido amplio, como “fenómeno de índole popular que toma una
forma musical y expresiva a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, cuyo nacimiento pleno, y desarrollo, se produce
a lo largo del siglo XIX” (p.1). Las músicas que engloba bajo el concepto de “Cantes básicos (1800-1850)” remiten, en
parte, a aquellas que F. García Lorca y M. Falla particularizaron como “Cante Jondo”.
oralidad (la “gama oral” mencionada por el poeta en “Arquitectura...”), lo que se traduce en
sugerentes analogías con las “músicas primitivas” del Este de Europa y Asia. Es impecable, a este
respecto, la caracterización de F. García Lorca y el modo en que le guarda las distancias a la fase
posterior (el flamenco, en sentido estricto), música de compositor, afeada por todos los tics del
pensamiento escritural:
“Quiero hacer una distinción esencial que existe entre el cante jondo y el cante flamenco. Distinción
esencial en lo que se refiere a la antigüedad, a la estructura y al espíritu de las canciones. Se da el
nombre de «cante jondo» a un grupo de canciones andaluzas cuyo tipo genuino y perfecto es la
«siguiriya gitana», de las que se derivan otras canciones aún conservadas por el pueblo como los polos,
martinetes, deblas y soleares. Las canciones llamadas malagueñas, granadinas, rondeñas, peteneras,
tarantas, cartageneras y fandangos no pueden considerarse más que como consecuencia de las antes
citadas y, tanto por su construcción como por su ritmo, difieren de ellas. Estas son las llamadas
flamencas (…). Puede decirse que toman su forma definitiva en el siglo XVIII.
El cante jondo es un cante teñido por el color misterioso de las primeras edades de cultura; el cante
flamenco es un cante relativamente moderno donde se nota la seguridad rítmica de la música construida.
Color espiritual y color local: he aquí la honda diferencia.
Es decir: el cante jondo, acercándose a los primitivos sistemas musicales, es tan solo un perfecto
balbuceo, una maravillosa ondulación melódica, que rompe las celdas sonoras de nuestra escala
atemperada, que no cabe en el pentagrama rígido y frío de nuestra música actual y quiebra en pequeños
cristales las flores cerradas de los semitonos. El cante flamenco, en cambio, no procede por ondulación,
sino por saltos, como en nuestra música. Tiene un ritmo seguro, es artificioso, lleno de adornos y
recargos inútiles (…). El cante jondo se acerca al trino del pájaro, al canto del gallo y a las músicas
naturales del chopo y la ola; es simple a fuerza de vejez y estilización. Es, pues, un rarísimo ejemplar de
canto primitivo, de lo más viejo de Europa (...).
El insigne Falla, que ha estudiado la cuestión atentamente, afirma que la siguiriya gitana es la canción
tipo del grupo «cante jondo» y declara con rotundidad que es el único canto que en nuestro continente
ha conservado en toda su pureza, tanto por su composición como por su estilo, las cualidades que lleva
en sí el canto primitivo de los pueblos orientales” (1998, p. 32-4).
El cante jondo, así acotado, reflejaría con fidelidad los principales componentes de la idiosincrasia
romaní, tal y como ha sido enunciada en este capítulo. Y las letras recogen el legado de la larga fase
nómada y semi-nómada, en la que brilla la condición histórica gitana (papel de la Naturaleza, que
casi evoca un peculiar panteísmo; orgullo étnico desterritorializado; desenvolvimiento autónomo y
sensación de libertad en la esfera cotidiana; protagonismo de la comunidad, de la familia y de la
madre; repudio de las lógicas políticas de los Estados, contrarrestadas por una suerte de constitución
romaní difusa, la Kriss, que deja su huella en los temas de la “firmeza” y del “buen gitano”;
economía de subsistencia anti-productivista, repeledora del trabajo alienado y de la acumulación;
etcétera).
Estaríamos ante una expresión artística sustancialmente popular, con canciones en su mayor parte
anónimas, al modo de todas las culturas de la oralidad; anti-política en la medida en que plasma el
desinterés del apátrida por los códigos jurídico-administrativos nacionales; receptiva, cuando mira
hacia el exterior del grupo, a la casuística y al drama de la persecución, y muy sensible, cuando
vuelve la vista al interior, a los distintos asuntos sobre los que se afirma la identidad étnico-cultural
romaní y, particularmente, al motivo del amor (maternal, filial, fraternal, conyugal), siempre
sobredimensionado en los pueblo libres. Aunque nos ha dejado coplas festivas, es cierto que, en el
mundo de los gitanos tradicionales, más que la alegría, el dolor canta. Demófilo copió, a este
respecto, una letra elocuente (Baéz y Moreno, p. 24):
“La falta de represión de los instintos y la mayor intensidad de la amenaza física con que nos
encontramos allí donde aún no se han establecido monopolios centrales sólidos y fuertes [Estados] son
manifestaciones complementarias (…). Es el presente inmediato el que empuja; cada vez que cambia el
momento presente, cambian las manifestaciones afectivas. Si el presente acarrea placer, se goza de este
placer por entero, sin ningún tipo de cálculo (…). Si el presente acarrea miseria, prisión, derrota, estas
han de sufrirse sin paliativos (…). Toda la atmósfera de esta vida insegura y escasamente predecible (…)
suele producir (…) mudanzas rápidas desde la alegría más desaforada hasta el abatimiento más
profundo. El espíritu, por decirlo así, está aquí mucho más dispuesto y acostumbrado a saltar con igual
intensidad de un extremo a otro (…).
Una vez modificada la estructura de las relaciones humanas [con y por el Estado] (…), no es que
desaparezcan las oscilaciones en el comportamiento y en las manifestaciones de los sentimientos, pero sí
se moderan (…). El aparato de control y de vigilancia en la sociedad se corresponde con el aparato de
control que se constituye en el espíritu del individuo (…). Exige de la persona un dominio permanente de
sus movimientos afectivos e instintivos espontáneos o pasajeros (…), una auto-regulación continuada en
el sentido de las pautas sociales (…). Esta contención se convierte en una auto-vigilancia automática (…).
La vida encierra entonces muchos menos peligros, pero también proporciona menos alegrías (…). Y para
el déficit en la realidad se buscan sustitutos en los sueños, en los libros, en los cuadros,... (…).
En cierto sentido, lo que sucede es que el campo de batalla se traslada al interior (…). No siempre la
auto-reforma que exige la vida en esta sociedad conduce a un equilibrio nuevo de la estructura instintiva.
Muy a menudo se producen rebeliones de una parte de la persona contra la otra (…) Las auto-coacciones
pueden conducir a una intranquilidad e insatisfacción continuas del individuo precisamente porque una
parte de sus inclinaciones e impulsos solo encuentra satisfacción de una forma insólita, por ejemplo, en la
fantasía, en la contemplación o en la audición, en el sueño o en el ensueño (…). A veces, la costumbre de
la contención de las emociones llega tan lejos (…) que el individuo ya no tiene la posibilidad de
manifestar sin temor sus afectos reprimidos (…). Aquellos impulsos concretos se acorazan de tal modo
con miedos de carácter automático que, en ciertas condiciones, pasan toda la vida sordos y mudos. En
otros casos (…) solo encuentran salida por vías laterales, a través de acciones compulsivas y de otras
manifestaciones neuróticas (…), fobias y filias incontroladas y unilaterales (…), curiosas manías” (1987, p.
455-460). [Primera edición en 1939]
Los europeos y norteamericanos de nuestro tiempo saben demasiado de esa fenomenología del
malestar psíquico trazada por N. Elias hace 75 años; y también empezaron a saberlo, ya sin
escapatoria desde mediados del siglo XX, los romaníes que, sedentarizados y bajo el rodillo escolar,
fueron sometidos al “proceso occidental de civilización”. Realizaciones cinematográficas como
Solo el viento, de Benedek Fliegauf, o La mujer del chatarrero, de D. Tanovic, lo han denunciado
sin embozo.
.- Por inducir al malinchismo
Se genera el ascenso de las capas étnicas ilustradas, que constituyen en sí mismas un fruto de la
Escuela y, en general, de los aparatos culturales de la sociedad mayoritaria (kapos intelectuales,
asimilados cimeros que a su vez asimilan). La muy educada labor de estas minorías contra la
idiosincrasia de su propio pueblo ha sido señalada, entre otros, por D. Provansal. En “La
domesticación del otro. Enseñanza y colonialismo” (1998), describe el modo en que la Escuela,
como arma del imperialismo, acaba con la alteridad cultural (“folclorizándola”, a lo sumo) y
procura la occidentalización de las poblaciones de los territorios ocupados. Ilustra, para el caso de
Argelia, el proceso de constitución de unos círculos de indígenas cultivados y promocionados —
hombres y mujeres a quienes se recompensa por adherirse a la cultura europea—, pronto utilizados
por los poderes coloniales para acabar con las señas civilizatorias y los dispositivos de resistencia
de sus propios hermanos (malinchismo).
Los paralelismos con el “millar dorado” gitano son llamativos... De hecho, y aunque se registran
en su seno casos de desgarro cultural y hasta existencial, no son pocos los romaníes leídos que, de
un modo u otro, colaboran con los agentes payos de la aculturación y de la integración —es decir,
con toda esa ralea que, desde el cinismo del trabajo socio-estatal, se presentan como “salvadores”
de la alteridad (F. Kafka) (1).
El llamado “cine étnico” no ha tardado en reflejar esta doblez de la intelligentsia nativa o racial.
En La mujer del chatarrero, por ejemplo, film realista en su crudeza, proyecto de Danis Tanovic
(2013), la mujer gitana en riesgo de muerte, a la que los servicios médicos estatales niegan la
asistencia por carecer de tarjeta sanitaria, desconfía por completo de la asociación romaní Futuro
Mejor, gestionada por gitanos integrados. En razón de su marginalidad, esta mujer y su marido solo
podrán contar con los dos recursos tradicionales de la autodefensa cíngara, por fortuna todavía
operativos en los nuevos medios sedentarios precarizados: la ayuda mutua (apoyo, de todo tipo, de
sus vecinos) y el pequeño fraude gitano de subsistencia (presentar la tarjeta sanitaria de un familiar
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(1) Como anotara F. Kafka, en “Josefina la cantaora o el pueblo de los ratones”, desconcertante relato corto publicado
en 1924:
“Es fácil darse por salvador a posteriori de este pueblo tan acostumbrado a la desgracia, nada indulgente consigo mismo, rápido en
tomar decisiones, buen conocedor de la muerte, tan solo temeroso en apariencia, dentro de la atmósfera de temeridad en que siempre
vive y, además, tan fecundo como arriesgado; es fácil -digo- hacerse el salvador a posteriori de este pueblo que siempre supo salvarse
a sí mismo de uno u otro modo, aunque sea mediante sacrificios que hacen temblar de espanto al investigador histórico (en general,
desconsideran por completo la investigación histórica” (2006, p. 31).
y suplantar su identidad, a fin de posibilitar la intervención quirúrgica). Darán la espalda a los
romaníes de Futuro Mejor, quienes, al atender su petición de auxilio, se expresan en los mismos
términos que los funcionarios y empleados payos —de los que tampoco se distinguen demasiado en
su aspecto—, cumplidores más estrictos que laxos de una legalidad alterófoba y expertos en un
decepcionante maniobrar jurídico, en un desalentador navegar interesado entre dos aguas.
Pero no todo es integracionismo malinchista sin más. Hemos hablado de casos de conflicto
intelectual y existencial... Como exponentes de la consciencia desgarrada gitana, característica de
aquellos romaníes cultos, integrados, que advierten no obstante el lamentable destino de la alteridad
que en otro tiempo encarnara su gente, cabe citar al profesor A. Carmona Fernández, al médico J.
M. Montoya y, acaso en menor medida, a J. López Bustamante, que fuera director de Unión
Romaní. En los tres casos percibimos una cierta escisión, una división interior, que les lleva a
posicionarse de un modo contradictorio ante la cuestión gitana. No se abrazan con entusiasmo al
integracionismo neto de T. San Román o T. Muñoz Vacas, aunque lo rondan y, finalmente, con
reticencias, lo suscriben. Nos recuerdan la ambigüedad y el dolor de algunos indígenas académicos,
doctos defensores de la identidad cultural de sus pueblos mientras viven en ciudades, lejos del
territorio y del grupo étnico en que nacieron, trabajando para el Estado que no cesa de oprimir a sus
parientes. Uno de ellos, M. Molina Cruz, expresó la rotura en su consciencia con una franqueza
elogiable: “Esto da como resultado una identidad ambigua; el hecho de ser y no ser parte de la
sociedad, es resistencia y dominación, es como estar atrapado en dos redes”.
A. Carmona inicia su artículo “Sobre la cultura gitana” (2005) de un modo sobrecogedor:
“El sistema social imperante (…) expulsa y denigra lo que no puede asimilar (…) y acepta la diversidad
solo si esta contribuye a su preservación y regulación. ¿Para qué, entonces, hablar de gitanos? (…) ¿Para
consumar la integración asimiladora o para posibilitar una convivencia sin trabas? Siempre, porque tengo
presentes a mis antepasados, como creo que todo gitano tiene en todo momento, me aterro cuando trato
de responder a estas preguntas” (p. 19).
Su diagnóstico, a continuación, rezuma un muy honesto pesimismo: “La situación de los gitanos
es la de una etnia en proceso de aculturación progresiva” (p. 24). “Sin vida comunitaria, dispersos,
luchando por la supervivencia y sin conciencia colectiva, como perdidos y sin saber de dónde
venimos ni, mucho menos, a dónde vamos” (p. 25-6): así ve, en conjunto, a sus hermanos y así se
ve entre ellos... Con humor agrio, dibuja punzante —ya lo hemos anotado— un horizonte de
tragicomedia: convendrá a los romaníes disfrazarse (esta vez de payos), si desean proteger su
condición de cuantos se les acercan en tropel como salvadores imperativos... Y al final de su
estudio, como si retrocediera o entornara los ojos, contraviniendo las implicaciones de su propia
argumentación, defiende el universalismo occidental (enfrentado al particularismo gitano), la
formación cultural paya (irreconciliable con la cosmovisión romaní) y hasta la adaptación a la
sociedad hegemónica establecida: “Es irrenunciable una moral universalista (…). Todo ello dentro
del marco de los Derechos Humanos, que esperemos alcancen una más eficaz vigencia universal”
(p. 27); “Debemos poder tener acceso a la cultura común de nuestro país, como unos españoles
más” (p. 27); “Nuestra sociedad, la sociedad general en la que estamos inmersos, nos exige como
siempre, pero hoy más que nunca, que nos adaptemos a su configuración y estructuras comunes
(…). De ningún modo podemos encerrarnos en «nosotros»” (p. 26).
Semejante es la ambivalencia de J. M. Montoya, ya en el ámbito pedagógico. En “El pueblo gitano
ante la Escuela” (2005), establece el marco de la reflexión de una forma irreprochable,
desacostumbradamente lúcida:
“La sociedad paya tiende, por una parte, a confundir «proceso educacional» con «institución educativa»
y, por otra, a alargar cada vez más la fase de educación de sus niños y jóvenes en instituciones. Para el
Pueblo Gitano, en cambio, la educación institucional no es más que una parte, entendida sin mayor
importancia, de la educación (gitana) de nuestros niños y jóvenes. La institución educativa paya cumple
también un rol de sustitución de la familia (...). Los padres gitanos siguen desconfiando de la institución
escolar (…), de las influencias educativas que amenazan y que pueden ser destructivas de la cultura
gitana (...). La idiosincrasia gitana es contradictoria con la disciplina escolar (…), caracterizada por
determinados ritmos de tiempo, separación de espacios, velocidades de aprendizaje y códigos
específicos. Surgen así los problemas de absentismo e indisciplina” (p. 5-7).
Sin embargo, tras una argumentación sinuosa y en ocasiones tambaleante, termina avalando las
tesis integracionistas pro-escuela: “Los gitanos (…) somos conscientes de la importancia
fundamental que cobra la escolarización. Cada vez nos aparece más clara la utilidad y necesidad de
esta escolarización para nuestra incorporación social digna, para nuestra desmarginalización” (p. 8).
Por último, J. López Bustamante, en un estudio verdaderamente interesante (“Las pateras del
asfalto. Algunas consideraciones sobre la inmigración de los gitanos rumanos”, 2005), muy riguroso
desde el punto de vista historiográfico, incurre en la misma suerte de oscilación, de desdoblamiento,
al rondar el tema de la marginalidad. Cuando describe el modo de vida de los “romá” (gitanos
marginales), contraponiéndolo al de los “romá vatras” (gitanos integrados o en vías de
incorporación), pareciera estar enunciando la idiosincrasia romaní misma, los rasgos y valores de la
alteridad gitana histórica, la supervivencia casi milagrosa de una diferencia indómita e inestimable.
Y, sorprendentemente, ve ahí el problema, solicitando a las administraciones el diseño de
“programas de intervención” destinados a erradicar la otredad del estilo de vida “romá”. Como T.
San Román, concibe a los “marginales” fatalmente como “marginados” (víctimas, por decirlo así); y
no como hombres que deliberadamente optan por arraigar en el margen, por defender su
especificidad caracteriológica y cultural allí donde esta corre menos peligro: en los extrarradios del
Sistema —sujetos de la resistencia, por tanto. Vamos a recoger su bien trenzada descripción y su
final achaque integracionista:
Tras anotar las “precarias” (nosotros diríamos “particulares”, término respetuoso que no comporta
un juicio de valor) condiciones de alojamiento, sanitarias, alimenticias, de escolaridad y de
inscripción legal, derivadas del estilo de vida al que se aferran estos colectivos, J. López
Bustamante demanda al Estado, en toda su escala administrativa, la elaboración inmediata y la
aplicación sin demora de “programas de intervención”: “Los programas de intervención deben ser
integrales (…), planificados (…), con seguimiento (…), apoyados y financiados suficientemente
(…); programas basados en «compromisos de derechos y deberes» que garanticen la erradicación
de la mendicidad infantil, la escolarización y la vacunación de los niños y la participación de los
adultos en talleres formativos (laborales, de lengua española, de normas de convivencia...) y que
permitan, tras un período de adaptación, la incorporación al mercado laboral, el alquiler de la
vivienda, en definitiva, una vida digna” (p. 145).
B) Se produce una disolución de la Diferencia educativa (y, por ende, cultural) en Diversidad
inocua.
Esta disolución de la Diferencia peligrosa en Diversidad inofensiva constituye el objetivo de las
dispositivas “fágicas” o asimiladoras, por un lado, y de las estrategias “émicas” o de expulsión, por
otro, instrumentalizadas por la formación socio-cultural dominante (Z. Bauman, a partir de C. Lévi-
Strauss) (1994, p. 51-8).
La escolarización obligada de todo el Planeta (J. Meyer), bajo fórmulas metodológicas
homogéneas (pedagogías blancas interculturales) y al servicio de un currículum básico también
unitario —ideolo-gramas del ciudadanismo universal, como la Sociedad de las Gentes de J. Rawls
(2), la Comunidad Liberal de Grandes Dimensiones de Ch. Taylor (1994, p. 45) o la Comunidad
Dialógica de Sujetos Libres de J. Habermas (3)—, desmantela las modalidades educativas no-
occidentales o las corrige y subordina como instancias complementarias.
Para una sinopsis de nuestra recepción de J. Meyer, remitimos a El enigma de la docilidad, donde
anotamos lo siguiente:
“Cabe constatar cómo los «rasgos estructurales» de la Escuela occidental se mundializan en nuestros
días, se universalizan, y cómo determinadas orientaciones generales de los currículos (que admiten, sin
duda, diversificación y especificación) se imponen también a lo largo y ancho de todo el planeta. J. Meyer,
por ejemplo, ha hablado de la constitución de un orden educativo mundial, con unos currículos oficiales
estandarizados y homologados planetariamente. Estos «currículos universales de masas» proceden de las
prescripciones de poderosas organizaciones internacionales, como el Banco Mundial o la UNESCO, de los
«modelos» aportados por los Estados hegemónicos (occidentales) y de las indicaciones de una
«tecnocracia» educativa –reputados profesionales e investigadores de la Educación– influyente a escala
mundial. Según Meyer, los países ávidos de «legitimidad» y de «progreso», que se quieren presentar
como Estados en ascenso, son muy receptivos a tales prescriptivas curriculares –que, de esta forma,
tienden a aplicarse por todo el globo, motivando que, cada día más, se estudie casi lo mismo en toda la
Tierra. Que se estudie lo mismo, y de la misma manera...
Y es por debajo de estas grandes líneas maestras, de estas orientaciones generales, donde se promueve
la descentralización y la diversificación (los mismos marcos y semejantes pigmentos para una notable
variedad de representaciones pictóricas, valga la metáfora)” (2005, p. 104).
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(2) Remitimos a “La racionalidad dialógica: sobre Rawls y Habermas”, de R. del Águila y F. Vallespín (1984). En este
artículo se detalla la convergencia del liberal-progresista J. Rawls y el socialdemócrata J. Habermas (ambos neo-
kantianos y valedores tardíos del proyecto moderno de la Ilustración) en la defensa filosófica de un orden mundial
democrático-liberal, fundado sobre una sociedad civil verdaderamente “paticipativa” y una hegemonía saludable de la
“racionalidad dialógica” (no estratégica, no instrumental).
(3) Nos referimos, en concreto, al concepto de “democracia deliberativa”, esgrimido por J. Habermas desde hace
décadas (véase Conocimiento e interés, 1982) y analizado detenidamente por R. Del Águila y F. Vallespín en el artículo
comentado arriba (1984).
Cuadro de Alfonso Santa-Olalla Lozano
2) INTERCULTURALISMO PERVERSO
“La Escuela es para la comunidad gitana una institución extraña y que forma parte de un universo que
tradicionalmente, desde hace siglos, se ha mostrado amenazante (…). La educación escolar tradicional no
forma Gitanos. La educación gitana tradicional forma Gitanos (…). La Escuela puede ser perturbadora
para el niño gitano que asiste a ella y desestructuradora para la sociedad que envía a ella a sus hijos”
(citado por Martín Ramírez, 2005, p. 197-8).
En la misma línea, M. Fernández Enguita, en “¡Con la Escuela habéis topado, amigos gitanos!”
sostuvo una tesis demoledora:
“La Escuela propicia unas actitudes propias de la Modernidad [occidental] que entran directamente en
conflicto con el modo de vida gitano: pretende, p. ej., evaluar el logro individual y atribuir y legitimar así
una estratificación social en la que la unidad es el individuo, mientras que en la cultura gitana es mucho
más importante el grupo familiar; pretende separar familia y trabajo, mientras que la economía gitana se
basa todavía en gran medida en la producción de subsistencia o en la economía familiar; pretende educar
en reglas universalistas y abstractas (…), mientras que la moral gitana es hoy, por esencia,
particularista... Los gitanos no son sino los últimos resistentes frente al avance arrollador de la
modernización. La comunidad gitana se protege de la institución escolar no porque sienta aversión alguna
hacia la cultura en general, ni hacia el saber, sino porque siente que esa institución extraña se le opone
de manera frontal y pretende terminar de forma expeditiva con aspectos esenciales de su cultura; es lo
que hace, y en ese sentido la escolarización no se distingue de otras ofensivas negadoras o
asimilacionistas llegadas desde la sociedad paya” (2005, p. 102-3).
Y, en fin, A. Tabucchi, en “Prefacio al Libro de Cristo Gitano”, nos recuerda los dos aspectos
cardinales de la gitaneidad situados en el punto de mira de la Escuela: “el nomadismo y una cultura
oral” (2005, p. 131).
B) La cultura no es un apósito superficial, ni un adorno: impregna, por el contrario, la totalidad
del ser, lo constituye. A. Artaud la caracterizó como una segunda respiración, un nuevo órgano, el
aliento más hondo (1978, p. 7-8). Por ello, no es concebible un individuo “con dos culturas”... En la
Escuela se privilegiará la cultura occidental, su propia matriz, reservando espacios menores o
secundarios a las restantes (danzas, gastronomías, leyendas,...). Los alumnos de la periferia serán
espiritualmente occidentalizados, y solo se permitirá una expresión superficial, anecdótica,
folclórica, de sus culturas de origen.
C) Existe una incompatibilidad estructural entre el sujeto urbano occidental (referente de la
Escuela) y los demás tipos de sujetos —indígenas, rural-marginales, árabes, gitanos, etcétera. Los
segundos serán “degradados”. Y el primero “graduado”... Tendremos, de una parte, para los de
afuera, el fracaso escolar o la asimilación virulenta; de otro, para los nuestros, el triunfo en los
estudios o un posicionamiento favorable en la escala meritocrática. El escritor zapoteco M. Molina
Cruz ha subrayado reiteradamente que la Escuela reproduce un perfil psicológico y moral en el que
el indígena no cabe, por lo que termina siendo humillado y excluido, o bien deformado
sistemáticamente (2003). Igual sucede con el gitano.
D) Se parte de una lectura “previa” occidental, de una aproximación sesgada (simplificadora y
tergiversadora) a las otras culturas. Late en ella el complejo de superioridad de nuestra
civilización; y hace patente la miopía, cuando no la malevolencia, de nuestros científicos y
expertos. Para fortificarnos en nuestras convicciones locales, para sostener una imagen digna y
tranquilizadora de lo que somos y de lo hacemos, nos prodigamos en manipulaciones sistemáticas
de la alteridad civilizatoria. Un ejemplo clamoroso de dicha lectura desviada y auto-justificativa lo
constituye, ya lo apuntamos, Tierra sin pan, film de L. Buñuel, monumento a la mixtificación del
mundo rural-marginal. Vale la pena detenernos ante esta película, pues nos parece enormemente
ilustrativa de lo que queremos denunciar...
En Las Hurdes, escaparate de la ruralidad marginal, se habían conservado unas pautas de
comportamiento, unos valores y unos rasgos socio-políticos en gran medida convergentes con los
que definen la idiosincrasia gitana: elementos de un inveterado comunalismo en lo económico,
procedimientos demoslógicos para la toma de decisiones en lo micro-político, ayuda mutua y
cooperación en la dinámica de la vida cotidiana, oralidad reforzadora del vínculo comunitario y del
pacifismo en lo epistémico, localismo trascendente en lo filosófico, etcétera. Estos aspectos, que
dignificaban y valorizaban a los habitantes de Las Hurdes, y que hemos analizado en nuestro
opúsculo Mundo rural-marginal. Diferencia amenazada que nos cuestiona (2012), pasaron por
completo desapercibidos a L. Buñuel, solo interesado en documentar miseria, ignorancia, brutalidad
y degradación moral. Su mirada denota todos los prejuicios político-ideológicos de cierto sector de
la intelectualidad urbana izquierdista de su tiempo: solo es capaz de percibir aquello que cabe en el
proyecto revolucionario socialista, aquello que validaría los principios, el programa y la estrategia
conjugados por el Frente Popular. Por no demorarnos demasiado en lo obvio, vamos a cerrar este
excurso transcribiendo algunas de las distorsiones y falsedades que la muy profesoral voz en off del
film nos regala durante poco más de media hora:
“Entre la multitud, vemos a este niño ricamente adornado con medallas de plata. Aunque sean medallas
cristianas, no podemos dejar de pensar en los amuletos de los pueblos salvajes de África y Oceanía”.
[Descalificación soberbia de la estética rural-marginal. Concepto peyorativo de las comunidades
indígenas, llamadas “salvajes” —como quiere el tópico]
“Tres niños comen un trozo de pan mojado en agua. El pan, hasta hace poco, era casi desconocido en
Las Hurdes. Este se lo ha dado a los niños el maestro que, generalmente, obliga a los niños a comer en
su presencia, por miedo a que, en cuanto lleguen a casa, sus padres se lo quiten”.
[Por razones geo-climáticas y bio-culturales, la alimentación de las Hurdes se centraba en las
patatas y en las legumbres, y no en el pan. Insultante insinuación de una maldad en los progenitores
que contrasta con la bondad del maestro]
“La ropa la traen los hurdanos que emigran durante unos meses al año a tierras de Castilla y de
Andalucía. Se dedican sobre todo a la mendicidad. A su regreso a su tierra, reparten lotes de ropa a
cambio de patatas”.
[Los hurdanos emigraban temporalmente para trabajar como jornaleros en la recolección agrícola,
al igual que otros muchos campesinos de España, siendo falso que su dedicación mayoritaria fuera,
en ese tiempo, la mendicidad. Se transfunde una visión negativa de un saludable acto de trueque]
“Solo las familias ricas, si se las puede llamar así, poseen un cerdo. Cada año matan al cerdo: devoran
la carne en tres días”.
[Risible falacia: el objeto del “matacerdo” es proporcionar alimentos para todo el año y no suscitar
un absurdo festín. Los procedimientos para asegurar ese pequeño aporte regular de carne son
variados: secado de jamones, conservas en sal o en aceite, embutidos,...]
“A uno de estos campesinos le picó una víbora hace unos días, cuando recogía hojas de madroño. La
mordedura no es casi nunca mortal por sí misma. Son los hurdanos los que, al intentar curarse, a veces
las infectan mortalmente”.
[Desvalorización de la medicina natural, de la autogestión de la salud y de los procedimientos
curativos tradicionales. Prejuicio urbano, desde la sublimación de la ciencia médica]
“Los enanos y los cretinos abundan en las Altas Hurdes (…). Algunos son peligrosos. O bien huyen de
los hombres o bien los atacan a pedradas (…). La degeneración de esta raza se debe principalmente al
hambre, a la falta de higiene, a la miseria y al incesto”.
[Estas personas diferentes no atacan a los hombres por ser, en sí mismas, peligrosas; procuran
ahuyentar a los extraños, a los forasteros, a los desconocidos, con los que era tan infrecuente
cruzarse en sus aldeas, por sentirse, precisamente, “en peligro” ante ellos. ¿Por qué habla L. Buñuel
de “incesto”, cuestión que no puede probar, y no, sencillamente, de una comprensible “endogamia”,
motivada por el aislamiento de Las Hurdes y el localismo de sus moradores?]
“Todos los habitantes de una casa hurdana viven en una única habitación (…). Excepcionalmente, hay
una cama (…). Los hurdanos se acuestan completamente vestidos en invierno”.
[¿Y qué? ¿Están todos los hombres obligados a dispersarse por las habitaciones, a tenderse por las
noches en los artefactos que llamamos “camas” y a dormir en ropa interior o en pijama? Nueva
manifestación de etnocentrismo urbano-occidental]
“La miseria que esta película viene a mostrarnos no es una miseria sin remedio. En otras regiones de
España, montañeros, campesinos y obreros consiguieron mejorar sus condiciones de vida asociándose,
ayudándose mutuamente, reivindicándose cerca de los Poderes Públicos. Esta corriente, que llevará al
Pueblo hacia una vida mejor, orientará las últimas elecciones y dará lugar al nacimiento de un gobierno
del Frente Popular”.
[El intelectual de ciudad señalando a los “incultos” campesinos la vía correcta para la mejora de sus
propias condiciones de vida: sindicatos, partidos, votaciones, toma del poder del Estado...]
Lectura aviesa y autoglorificadora, asimismo, la que nos ofrece T. Gautier, en 1840, a propósito de
los gitanos, en su Viaje a España, nuevo testimonio de la cortedad de alcances y de la voluntad de
mistificación que distingue a la mirada occidental. Vamos a recoger sus palabras sobre los romaníes
del Sacro Monte, en el capítulo XI, comentándolas entre corchetes y en cursiva:
“Y ahora que hemos terminado con la Alhambra y el Generalife, vamos a visitar el Sacro Monte,
montaña donde se hallan las cuevas de los gitanos, que en Granada son numerosísimos. [Primero, los
monumentos; después, los hombres. Primero, el monte y las cuevas; después, sus moradores] Este camino se
encuentra subiendo al Albaicín, al que por uno de sus lados domina. Las entradas a estas cavernas suelen
estar deslumbrantemente blanqueadas. En el interior de ellas se aloja una familia salvaje; [Orgulloso de su
cultura, de su civilización, elige el término “salvaje” para denigrar la alteridad cultural y civilizatoria; pero la
cosmovisión gitana no expresa una “ausencia de civilización”, sino “otra forma de cultura”, en absoluto salvaje y
tampoco inferior] bullen los chicos con la piel más oscura que el tabaco [Hipérbole de dudoso gusto] y allí
juegan desnudos, sin distinción de sexos, [Sorpresa que delata el “sexismo” de la cultura europea de la época,
que sí separaba los géneros] dentro o en el umbral, revolcándose en el polvo [Expresión de cierto horror
“higienista”] entre risas y gritos agudos. [De la alegría calé no se destaca sino su estridencia, molesta para el
oído de los “civilizados”] Estos gitanos tienen por oficio generalmente la herrería, el esquileo y son, sobre
todo, chalanes. Guardan mil recetas para excitar y dar animación a las más viejas caballerías; [La
sabiduría médica y veterinaria romaní solo se reconoce allí donde sirve a intereses payos: la salud de los caballos,
mayoritariamente en poder de hacendados y señoritos] un gitano habría hecho galopar a Rocinante y dar
cabriolas al Rucio de Sancho. [Típicos comentarios de T. Gautier, que gusta de lucir su erudición, su cultura, con
constantes referencias artísticas o literarias] Ahora bien, el verdadero oficio del gitano es el de ladrón.
[Falacia de corte cervantesco, que ya hemos comentado más arriba] Las gitanas venden amuletos, dicen la
buenaventura y practican todas esas extrañas industrias que son comunes a las mujeres de su raza. [Al
lado de la evidencia —«venden amuletos y dicen la buenaventura»—, una perífrasis irrisoria que cabe resumir así:
“las gitanas practican todas las extrañas industrias propias de las gitanas”] He visto muy pocas guapas, [De la
mujer, T. Gautier anota antes que nada su belleza o su ausencia de belleza, como quiere el machismo secular; en
segundo lugar, proyecta sin descanso el muy relativo sentido occidental de lo bello y lo feo, incurriendo en un
trasnochado idealismo estético] aunque sus rostros sean siempre típicos [Expresión vacía de sentido, como en la
ridícula perífrasis anterior: ya que son gitanas, se ajustan al tipo gitano, y tienen el rostro típico de las gitanas que
son] y de mucho carácter. [Hubiera podido añadir algo más: ese “carácter fuerte” no congenia con el ideal de
mansedumbre, humildad y obediencia que el cristianismo coetáneo predicaba para las mujeres] Su tez curtida hace
resaltar la limpidez de sus ojos orientales, cuyo ardor está templado por un no sé qué de tristeza
misteriosa, algo de nostalgia de su Patria ausente y de su grandeza desaparecida. [Nueva manifestación de
un etnocentrismo desenfrenado, que no puede comprehender el nomadismo y todo lo remite a la ausencia de una
Patria, de un arraigo, de un sedentarismo fundamental. Por añadidura, altanería del occidental que habla de
“grandeza desaparecida” por no reconocer la “grandeza aún presente” del pueblo Rom, los valores de su
idiosincrasia] La boca, de labios gruesos muy rojos, asemeja a las bocas africanas. La frente es estrecha y
la nariz tiene la forma habitual de los zíngaros de Valaquia y de Bohemia y, en general, de todas las hijas
de este extraño pueblo que, procedente de Egipto, atravesó enigmáticamente la Edad Media, sin que
hasta ahora se haya conseguido fijar su verdadera filiación. [“Extraño” y “enigmático”: adjetivos para
camuflar algo distinto, y de mayor importancia, que tiene que ver con la diferencia acusadora, con la excepcionalidad
interrogativa, con la unicidad increpante del hecho histórico gitano] Las gitanas tienen un porte majestuoso,
ademanes sueltos y sus bustos están perfectamente colocados sobre las caderas, a pesar de sus
andrajos, su suciedad y su miseria. [Mirada sexista, con redobles de machismo, pues, para describir el aspecto de
los calés, se alude solo a las mujeres, con una referencia a los pechos tan torpe como delatadora: ¿cómo pueden los
andrajos colocar “peor” el busto?, ¿la suciedad y la miseria han impedido alguna vez a los senos el estar “bien
colocados sobre las caderas”?] Parecen tener consciencia de la pureza de su raza. [Duda insultante:
¿Parecen?] Los gitanos solo se casan entre sí, y los hijos que procediesen de cruces extraños serían
expulsados inexorablemente de la tribu. [Aseveración cuando menos precipitada: históricamente, los gitanos se
han cruzado con sus semejantes no-étnicos, como los nómadas de las Islas Británicas, de Escandinavia, de los
Balcanes..., y también se mezclaron con gentes de los estratos sociales más bajos, tanto en España como en Francia.
La “expulsión inexorable” de los mestizos es, sencillamente, falsa] Los gitanos presumen de ser buenos católicos
y castellanos de cepa; [Mera difamación: ¿Castellanos de cepa? Abundan los testimonios decimonónicos de un
orgullo calé des-localizado, des-territorializado] pero yo sospecho que tienen más de árabes, aunque ellos lo
niegan por su atavismo de miedo a la ya desaparecida Inquisición. [Burda simplificación, al estilo de las
valoraciones frívolas de los turistas. Psicologismo superficial, trivializador, a la hora de interpretar la consciencia
vivida de una identidad étnica no-árabe] (4).
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(4) T. Gautier representa lo que menos nos interesa del Romanticismo, situándose en las antípodas de Ch. Baudelaire,
entre otros: odio a los convencionalismos y a la vida y psicología burguesas, desde un convencionalismo alternativo y
una vida y una psicología a pesar de todo burguesas (acomodo, lujos y exquisiteces, prepotencia,...); insensibilidad
social, expresada en su orientación estética “parnasiana” (renuncia al intimismo, pero también a reparar en los
conflictos de su tiempo, en beneficio de una “despersonalización” aristocrática que elige Grecia y Oriente como temas
insoslayables y que cifra en la persecución de la Belleza, entendida al modo idealista, el sentido último del arte);
atracción por lo pintoresco y por lo exótico, esferas en las que la diferencia, rehusada como amenaza, se transmuta en
diversidad hedónica (“color local”), motivo de placer intelectual para gente refinada,...
Todos estos aspectos se reflejan en Viaje a España: páginas y páginas dedicadas a lucir la cultura del autor, con
rebuscadas referencias de tipo artístico o histórico que nada dicen al lector común y parecen destinadas a agradar a otros
creadores como él, supuestamente eruditos, en una suerte de sociedad del discurso; obsesión por la gastronomía y por el
hospedaje, por las comodidades o incomodidades, por el aspecto físico de las mujeres, por lo chocante y silvestre, y
poco más, cuando regresa a lo vital, a lo concreto; ausencia de profundidad histórico-sociológica, filosófica, crítico-
política, dada la hegemonía de una perspectiva para-estética y, en todo caso, seudo-antropológica, de índole naturalista
(las “esencias” de España, o de Andalucía, “los españoles”, “los gitanos”, etc.); generalizaciones abusivas y
conclusiones disparatadas expuestas con toda la arrogancia de un dogmático persuadido de sus grandes dotes de
observación: “los españoles no son celosos”, “los posaderos son más ladrones que los bandidos”, “el oficio de los
gitanos es el robo”,... A otro nivel, también nos desagradan estos rasgos, acaso menores pero en modo alguno
irrelevantes: apreciaciones resabidas, de cuño elitista, relativas al mayor o menor “arte”, “gusto”, “talento”, “elegancia”,
etc., de las personas que fue conociendo y que califica desde el altísimo pedestal de sí mismo; manifestaciones de un
egocentrismo irrefrenable que no retrocede ante el extremo de procurar, y lograr al fin, alojarse en la Alhambra,
enfriando el vino en las fuentes de los patios centenarios; hedonismo repelente por elaborado, por artificial, por
opulento, que le lleva a anhelar una “emocionante” emboscada de los salteadores de caminos, aún al precio de la
pérdida de todo el equipaje; agotadora insistencia, ya lo hemos indicado, en la variable hermosura de las mujeres,
concebidas siempre como objetos para la observación deleitada de los hombres, tal si fueran obras artísticas, paisajes,
meras exterioridades; etcétera.
Desde esta plataforma, a la mirada de T. Gautier se le hurtan tres aspectos decisivos, reveladores de la complejidad
socio-cultural del país que visita: la cuestión nacional vasca, a pesar de recorrer Iparralde y Euskal-Herria Sur; la
singular naturaleza del bandidaje social peninsular, reducido a mera práctica criminal; los diversos constituyentes de la
idiosincrasia gitana.
Un detalle no anecdótico, apuntado más arriba, arroja luz sobre el carácter de este escritor, con el que no logramos
simpatizar: utilizando su capital social (sus amigos, sus influencias, las puertas que su riqueza y su fama le abrían) y
gestionando la corrupción mayúscula de las autoridades españolas, logró residir, con su acompañante, cuatro días en la
mismísima Alhambra:
“La Alhambra nos apasionaba. No contentos con ir todos los días, quisimos vivir en ella misma; no en las casas vecinas, que los
ingleses suelen alquilar muy caras, sino en el mismo palacio. Gracias a nuestros amigos de Granada, y aunque no pudimos obtener un
permiso oficial, se nos consintió realizar nuestra pretensión haciendo la vista gorda. Allí estuvimos cuatro días y cuatro noches que
fueron sin género de dudas las más deliciosas de mi vida (…). Habíamos establecido nosotros nuestra residencia particular en el Patio
de los Leones. Allí llevamos dos colchones, que arrollábamos de día en cualquier rincón; y también poseíamos un cántaro de barro y
algunas botellas de vino de Jerez puestas a refrescar en el agua de la fuente. Dormíamos en la Sala de las Dos Hermanas, o en la de
los Abencerrajes”.
Por expresar con mayor concreción lo que hemos querido sugerir con estos dos ejemplos:
Occidente carece de un privilegio hermenéutico universal, de un poder descodificador planetario,
que le permita acceder a la cifra de todas las formaciones culturales. Hay, en el “otro”, aspectos
decisivos que se nos escaparán siempre. Baste el título de una obra, que incide en esa invidencia
occidental: “1492: el encubrimiento del otro”, de E. Dussel (1992).
Y, al lado de ese déficit cognoscitivo de Occidente, cuando sale de sí mismo y explora la alteridad
cultural lejana, encontramos su naufragio ante configuraciones que le son próximas. De ahí, la
elaboración urbana del estereotipo del rústico y la tergiversación sedentaria de la idiosincrasia
nómada. Las dificultades que proceden del campo del lenguaje (lenguas “ergotivas” indígenas,
culturas de la oralidad gitana y rural-marginal), y que arrojan sobre las tentativas de
traducción/transcripción la sospecha fundada de fraude y la certidumbre de simplificación y
deformación, como se desprende, valga el ejemplo, de los estudios de C. Lenkersdorf y G. Lapierre
en torno al papel de la intersubjetividad en las lenguas mayas (5) —o de las indicaciones de W.
Ong, A. R. Luria y otros sobre la especificidad del pensamiento oral—, sancionan nuestro fracaso
ante la otredad cultural, ante la diferencia civilizatoria.
Esta “ininteligibilidad del otro civilizatorio”, que el discurso interculturalista procura ocultar a
cualquier precio, despliega un abanico de consecuencias y se nutre de argumentos diversos:
.- Entre el universalismo de la cultura occidental y el localismo/particularismo trascendente de la
cultura gitana, rural-marginal o indígena, no hay posibilidad de diálogo ni de respeto mutuo:
Occidente constituye una condena a muerte para cualquier cultura localista o particularista que lo
atienda (Derechos “Humanos”, Bien común “Planetario”, Razón “Universal”, Intereses “Generales”
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(5) Véase, para esta cuestión, “Digresiones indiscretas a propósito de un problema de traducción”, en El mito de la
Razón, de G. Lapierre (2003). De C. Lenkersdorf deberá recordarse siempre Los hombres verdaderos. Voces y
testimonios tojolabales (1996).
Nuestra intelección de la palabra gitana antigua, cuando refiere el estilo de vida y la cosmovisión de este pueblo
nómada oral, tropieza con obstáculos de índole semejante; de ahí la sensación de rareza, de misterio, que desprenden
muchos cantes, pese a la simplicidad de su lenguaje. Vamos a presentar aquí algunas de esas coplas extrañas, cuyo
sentido no logramos atrapar de modo satisfactorio:
“Maresita mía,
yo no sé por dónde
al espejito donde me miraba
se le fue el azogue”.
[Recogido por Demófilo, en cita de F. García Lorca, 1988, p. 188-9]
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(9) Véase, para esta denuncia, nuestro ensayo fílmico Cuaderno chiapaneco 1. Solidaridad de crepúsculo (2007).
Cuadro de Alfonso Santa-Olalla Lozano
3) DAÑO INFLIGIDO A LA SENSIBILIDAD GITANA POR EL TRIDENTE ESCUELA-
PROFESOR-PEDAGOGÍA
“Pedagogías blancas interculturales”: este es el engendro que la Escuela Renovada trama contra la
insumisión gitana. El Reformismo Pedagógico Intercultural es un proceso de renovación
permanente, que no se deja atrapar en un modelo cerrado, pero que acusa ostensibles regularidades
a lo largo de sus diversas manifestaciones. Se trata siempre de una práctica escolar que, como
modulación postrera del Reformismo Pedagógico clásico, se vertebra en torno a los siguientes
puntos:
A) Una postulación no maximalista de la obligación de acudir a las clases, aunque, de un modo u
otro, deberá satisfacerse el requerimiento administrativo de un control de la asistencia.
B) La reforma o sustitución de los temarios preestablecidos, necesitados de actualización y
decididamente etnocéntricos, a fin de acoger la pluralidad multicultural de los intereses de los
estudiantes (que podrán intervenir en la elaboración del currículo).
C) El diseño de métodos didácticos alternativos, tendentes a incrementar la participación de los
alumnos, en el respeto de sus singularidades (clases activas sensibles a la heterogeneidad de los
caracteres), aprovechando las nuevas tecnologías audiovisuales, digitales y telemáticas en general, y
ensanchando el campo de interacción con el entorno eco-social (familia, etnia, barrio, localidad,
región).
D) Cierta desestimación del examen y de la nota, que, de todos modos, no exime de la obligación de
evaluar o medir “los progresos en la formación” (para ello, se contará con los alumnos e incluso con
las familias, de manera que la elección del sistema de valoración y la fijación de las calificaciones
no sea ya incumbencia exclusiva del profesor).
E) La subrepción del autoritarismo profesoral, en el sentido de una proclamada democratización de
la enseñanza, involucrando a tal fin al alumnado en la gestión del aula y del Centro, y fomentando
las dinámicas de reflexión y discusión colectivas de los asuntos escolares. En esta línea, se
favorecerá tanto la auto-organización estudiantil como el empoderamiento de los distintos actores
implicados, directa o indirectamente, en el proceso educativo (familias, instancias comunitarias,
agentes locales...).
Como vimos en las primeras páginas de este estudio, cabe distinguir tres etapas, que hemos
simbolizado con colores, en la historia de la pedagogía. Actualmente, nos hallamos en la fase de
transición de las pedagogías “grises” a las “blancas”. Debemos a J. Ellul una temprana crítica de ese
proceso reformador, en el momento mismo de su inauguración, cuando se orquesta el desmontaje
paulatino de la pedagogía “negra”. Tratábase del movimiento de las llamadas Escuelas Nuevas,
ejemplificado en su libro en las propuestas de M. Montessori —aplicadas aún hoy en los centros
escolares que, no solo en Europa, llevan su nombre. Queremos recogerla aquí, para hacer justicia a
la clarividencia de un analista de mediados del siglo XX, pionero en varios campos del pensamiento
contemporáneo:
Técnica de la escuela
Todos nosotros, adultos en 1950, hemos conocido las sombrías escuelas donde el maestro es enemigo;
donde el castigo amenaza constantemente; donde las ventanas son estrechas y están alambradas; las
paredes, de color castaño oscuro; los bancos, grabados por generaciones igualmente aburridas (…).
Todavía tenemos ante los ojos los libros sin ilustraciones, las lecciones incomprensibles que era necesario
aprender de memoria, y la disciplina y el tedio (...). Las categorías eran entonces simples: el trabajo era
una condena; la escuela, un mundo hostil; la sociedad debía ser similar (…).
He aquí que estas categorías, perfectamente establecidas desde que existe la escuela, son alteradas por
la extensión de una serie de técnicas: las técnicas de la Escuela Nueva. No hay duda alguna de que estas
técnicas tienen por objetivo declarado la felicidad del niño. Salas claras, profesores comprensivos,
trabajos agradables... Todas estas fórmulas son de sobra conocidas. El niño debe encontrarse a gusto en
la escuela, en un medio equilibrado, y superar los complejos que pueda arrastrar; se deleitará
aprendiendo (…). No se busca ya la acumulación de conocimientos enciclopédicos en un cerebro
sobrecargado y en detrimento de las demás actividades. Se pretende, por el contrario, el desarrollo
compensado de todas las facultades del niño, facultad física, manual, psíquica, intelectual; y, en relación
con esta última, se insiste más en las capacidades de observación, de razonamiento y de formación
personal que en las de memoria o de mero conocimiento positivo. Todo ello, con el mínimo posible de
violencia y de imposición. Esta pedagogía exige el mayor respeto hacia la personalidad de cada niño y
procura a tal fin individualizar al máximo la enseñanza. El sistema, inspirándose en la mayéutica de
Sócrates, pretende que el niño descubra por sí mismo el objeto o el principio que necesita conocer,
mediante la observación y la aplicación del método. Se trata, pues, de una técnica muy refinada, atenta a
los detalles, rigurosa y exigente. Exige, en primer lugar, consideración para el técnico mismo (…).
Para una sociedad normativizada como la que se está fraguando, la Escuela Nueva es el sistema más
adecuado; y, como se ha evidenciado la importancia política de la educación, no se escatimarán medios
para la implementación de estos novedosos métodos. También fueron enormes los esfuerzos del régimen
hitleriano y del régimen comunista en la organización concienzuda de la educación de la juventud... La
Escuela constituye una pieza maestra de todo sistema político actual, una pieza maestra de la técnica en
su conjunto.
Pero abordamos aquí uno de los primeros problemas planteados por este método, que pretende
explícitamente desarrollar la personalidad del niño. Su objetivo radicaría en prepararlo de un modo
óptimo para las tareas que habrá de acometer en el futuro. Así se proclama por doquier... He aquí, como
ejemplo, la declaración de Montessori, en 1949, a la UNESCO: «Es necesario despertar en el niño el
sentido de la convivencia social. Sé que esta es una tarea compleja de la educación, pero es
indispensable que el niño, que el día de mañana se convertirá en hombre, se haga cargo de la
complejidad de la vida y de sus necesidades, y que asimile bien la razón fundamental de toda existencia,
que es la búsqueda de la felicidad... (Es preciso) que los niños sepan exactamente qué es lo que debe
hacerse y qué es lo que se debe evitar para asegurar el bien de la humanidad... Se requiere, por ello,
preparar cuidadosamente a los niños a fin de que lleguen a comprender el sentido y la necesidad del
entendimiento entre todas las naciones de la Tierra. Más que a la política, incumbe a la educación
organizar la paz. Para establecer efectivamente la paz, es necesario concebir una educación humana,
psicopedagógica, que alcance no solo a una nación, sino a todos los hombres del planeta... La educación
debe convertirse en una verdadera ciencia humana que oriente a todos los hombres del mundo en el
discernimiento de la situación actual». Concedo gran importancia a estas declaraciones porque señalan
sin disfraz el propósito de esta técnica psicopedagógica en el mejor de los casos posibles, es decir, en el
caso de una concepción liberal del hombre, del Estado y de la sociedad –ya que Montessori es liberal y
habla para Estados democráticos. Las tomamos a título de ejemplo, pero me sería posible definir los fines
de esta técnica a partir de muchos otros tratados de pedagogía publicados en los últimos años. Todos
ellos convergen hacia objetivos como los señalados aquí por la señora Montessori.
Ahora bien, observamos, en primer lugar, que esta técnica debe ser estricta y rigurosamente ejercida
por el Estado. Solo él dispone de los recursos y de la capacidad requeridos para edificar el sistema. La
aplicación puntual de la técnica psicopedagógica supone la ruina de la enseñanza privada, y sacrifica por
tanto lo que se estimaba como una clase de libertad. Por añadidura, esta técnica deviene pantocrátor, ya
que debe aplicarse sin excepción a todos los hombres de la Tierra (…). Mientras quede una persona no
formada con arreglo a estos métodos, subsiste el peligro de que llegue a comportarse como un nuevo
Hitler. Estas técnicas diseñadas para la Escuelas Nuevas solo pueden lograr sus objetivos con la
obligación, por parte de todos los niños, de ingresar en ellas, y con la obligación, de todos los padres, de
someter a ellas a sus hijos (…). Se observa aquí el ya señalado carácter agresivo de la técnica, basado en
la imposición; y la propia Montessori subraya, en este sentido, que ≪es preciso liberar al niño de la
esclavitud escolar y de la esclavitud familiar ≫ para hacerle disfrutar del ambiente de libertad garantizado
por estos métodos. Solo que, mirada con ojos críticos, esa libertad se resuelve en una minuciosa y
profunda vigilancia de los comportamientos y de las actitudes, en un completo modelado interior del
alumno, en un estricto cronometraje de sus tiempos, encaminados a que el niño se habitúe a una
servidumbre gozosa.
Pero más relevante aún nos parece la orientación expresa que se da a dicha técnica (…). Persigue de
manera explícita un fin social concreto. Para ella (…), el niño debe adquirir una determinada conciencia
social, asimilar que el sentido de la vida radica en hacer el bien a la humanidad y aprehender la
necesidad del entendimiento entre los Estados. Y estos conceptos son mucho menos vagos de lo que
cabría suponer. Hacer el bien a la humanidad no es una noción confusa, como nos aseguraban los
filósofos. Puede ser, a lo sumo, una noción variable según el régimen político (…). Por consiguiente, y
para nuestro contexto social y político, esta técnica tiene una dirección específica: dotar al niño de cierto
conformismo social. Es necesario que se adapte a la sociedad, que no obstaculice su desarrollo, que se
integre bien en el sistema (…). Es un hecho muy conocido, se añade, que el enfrentamiento con la
sociedad y la inadaptación consecuente producen serios trastornos de la personalidad, obstaculizan la
dicha y provocan graves desequilibrios psíquicos (…).
A pesar de todas las justificaciones, queda claro que no es ya el niño en sí mismo y para sí mismo
quien está siendo formado; se moldea al niño en la sociedad y para la sociedad. Advirtamos que no se
trata en modo alguno de una preparación para la «sociedad ideal», en la que se realizaría la justicia y la
verdad, sino para la sociedad actual, para la sociedad tal y como hoy es. Se insiste constantemente en el
conocimiento del medio y en la adaptación «al medio»; nos situamos, pues, en el plano más concreto, en
la realidad establecida (…). No pongo en duda que esta técnica consiga formar hombres más equilibrados
y más felices. Pero precisamente aquí está su peligro. Crea hombres felices en un medio que, de por sí,
debería hacerlos desdichados –si no fueran trabajados, modelados, formados a consciencia para ese
medio. Lo que se presenta como la cima del humanismo es, en realidad, la cima de la sumisión del
hombre, ya que se prepara con toda diligencia al niño para que se ajuste exactamente a lo que la
sociedad exige de él (…).
Es evidente que, cuando la infancia haya sido moldeada así por la técnica psicopedagógica,
desaparecerán los conflictos sociales y las tensiones políticas (…). La gran palabra de las técnicas del
hombre es esta: adaptación (...). La enseñanza no ostenta ya un objetivo humanista, ni valor alguno por
sí misma (…). Una encuesta del periódico Combat, en 1950, presentaba esta cabecera: ≪La enseñanza de
las Facultades no responde a las necesidades de la industria≫ (…). El hombre formado intelectualmente
no aparece ya como un modelo, una conciencia, una lucidez en movimiento que anima al grupo aunque
sea cuestionándolo. Se revela como el servidor más conformista que cabe imaginar” (p. 346-351).
“A la «diligencia policíaca» que se ve, a la ejecución pública por el verdugo, sucede el terror difuso. La
policía apenas se percibe, pero reina en la sombra, y se sabe que las ejecuciones se realizan en los
sótanos de cemento de grandes inmuebles misteriosos. Pero, en un estadio más avanzado, el terror se
disipa. La policía solo se dedica entonces a proteger a los buenos ciudadanos; ya no se nota de ningún
modo. Ya no hay redadas ni misterio. Se ha vuelto científica. Y cada ciudadano está perfectamente
fichado. La policía lo puede detener, cuando y donde quiera. Y esto mismo evita en gran parte la
necesidad del apresamiento. Nadie tiene posibilidad de evadirse o desaparecer; pero, además, no se
desea hacerlo” (p. 415).
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(10) Así se expresó L. Mumford en Técnica y Civilización:
“Con la organización en gran escala de la fábrica se hizo necesario que los obreros pudieran por lo menos leer los avisos, y a partir de
1832 se introdujeron medidas en Inglaterra para proporcionar educación a los hijos de los trabajadores. Pero, con el fin de unificar todo
el sistema, se introdujeron en la escuela, hasta donde fue posible, las limitaciones características de la Casa del Terror: silencio,
ausencia de movimiento, pasividad completa, respuesta solo ante un estímulo externo, aprendizaje rutinario, repetición como loros,
adquisición de los conocimientos a destajo. Todas ellas proporcionaron a la escuela los afortunados atributos de la cárcel y la fábrica
combinadas. Solo un espíritu insigne podía escapar a esta disciplina, o combatir con éxito contra ese ambiente sórdido. Al hacer más
completa la habituación, la posibilidad de huir hacia otras actividades se tornaba más limitada” (p. 123-4).
Cuadro de Alfonso Santa-Olalla Lozano
IV) EL ALTERICIDIO SOCIALCÍNICO DEL PUEBLO ROM COMO
EXPRESIÓN DEL DEMOFASCISMO
(A MODO DE RECAPITULACIÓN TEÓRICA)
“Quisiera sugerir una manera distinta de avanzar hacia una nueva economía de las relaciones de poder
que sea a la vez más empírica, más directamente ligada a nuestra situación presente y que implique
además relaciones entre la teoría y la práctica. Ese nuevo modo de investigación consiste en tomar como
punto de partida la forma de resistencia a cada uno de los diferentes tipos de poder” (Foucault, 1980 B,
p. 28-9).
“Solo en la mente depauperada del historiador aparece la historia como un proceso consumado
susceptible de petrificarse en enunciados fijos. Y, sin embargo, cada etapa histórica reactualiza el pasado
en consonancia con sus aspiraciones presentes, cada momento revolucionario crea su propia «tradición»
olvidando del pasado lo pasado” (Subirats, 1973, p. 9-10).
“El ataque a esta razón, que históricamente coincide con el «logos» de la dominación, es la primera
tarea que ha de abordar la filosofía crítica. Esta, en la medida en que asume la defensa del individuo
determinado frente a los poderes establecidos y hace suya la causa de la conservación del sujeto
empírico que el progreso capitalista amenaza y destruye efectivamente, tiene que identificarse también
con el sujeto de la protesta y las formas más radicales de resistencia frente a estos poderes (…). Su
solidaridad con el individuo social, para el cual pretende ser un modo de su defensa, solo se concreta allí
donde su crítica y las categorías teóricas que emplea se articulan de una manera transparente con formas
de resistencia colectiva” (Subirats, 1979, p. 9-10).
.- Fines sublimes que justifican cualquier medio (Nación Aria, Paraíso Comunista, Comunidad
Liberal de Grandes Dimensiones).
Patria, Reino de la Libertad y Estado de Derecho: fines excelsos que no constituyen más que
abstracciones y que acarrearon las masacres que se temía M. Bakunin, “farsas sangrientas” en la
acepción de A. France y E. M. Cioran. La abstracción se convierte en ideal, y el ideal en fin
sublime: ante esta secuencia, consagrada en nuestra tradición cultural, los medios no son dignos de
tener en cuenta —así lo establece la racionalidad instrumental, estratégica, en la que se halla
larvado el principio de Auschwitz.
.- Utopía eugenista del Hombre Nuevo (Ario nazi, Obrero Consciente, Ciudadano Ejemplar).
La crítica de ese “utopismo eugenista” ha atravesado toda la historia cultural de la modernidad,
desde F. Nietzsche y M. Bakunin hasta M. Heidegger o G. Agamben, entre tantos otros; y, no
obstante, sigue entronizado en nuestras prácticas pedagógicas y políticas. Iglesia, Escuela y Estado
han alimentado y siguen alimentando un mismo prejuicio. “¿Qué prejuicio, qué dogma teológico,
comparten la Iglesia, la Escuela y el Estado a la hora de percibir al Hombre y determinar qué hacer
con él, qué hacer de él?”, se preguntaba M. Bakunin. Su respuesta sienta una de las bases de la
crítica contemporánea del autoritarismo intelectual, del elitismo, de la ideología del experto y de la
función demiúrgica de los educadores: en los tres casos, se estima que el hombre es genéricamente
“malo”, constitucionalmente malvado, defectuoso al menos, y que se requiere por tanto una labor
refundadora de la subjetividad —intervención pedagógica en la conciencia de la gente,
moldeamiento sistemático del carácter... Sacerdotes, profesores y funcionarios se aplicarán, en
turbia solidaridad, a la reinvención del ser humano, a la reforma moral de la población, en un
proyecto estrictamente eugenésico, guiado por aquella ética de la doma y de la cría denunciada por
F. Nietzsche.
“Porque el Estado, y esto constituye su rasgo característico y fundamental, todo Estado, como toda
teología, supone al hombre esencialmente malvado, malo. [A él incumbiría] hacerlo bueno, es decir,
transformar el hombre natural en ciudadano (…). Toda teoría consecuente y sincera del Estado está
esencialmente fundada en el principio de «autoridad», esto es, en esa idea eminentemente teológica,
metafísica, política, de que las masas, siempre incapaces de gobernarse, deberán sufrir en todo momento
el yugo bienhechor de una sabiduría y una justicia que, de una manera o de otra, les será impuesta
desde arriba” (Bakunin, 2010, p. 62-7).
“La razón en Kant ya no trabaja en modo alguno para satisfacer las necesidades o reproducir la
existencia de los individuos concretos, es decir, históricos, determinados, de carne y hueso, que actúan y
viven en una sociedad dada. La razón kantiana, y su muy penoso trabajo, solo se cumple en favor de un
sujeto vacío (el sujeto trascendental) que es puro poder, pura potencia de dominación, y nada más: un
sujeto lógico y, según la misma formulación de Kant, un punto vacío. Este punto vacío, portador de la
razón y sus intereses, coincide históricamente y define concretamente en su abstracción al sujeto
burgués” (1979, p. 40-3).
.- Desconsideración del dolor empírico del individuo (Auschwitz, el Gulag, Guantánamo).
La noción del “dolor” en I. Kant resulta paradigmática de esta omisión homicida. En palabras de
E. Subirats:
“En Kant, la separación entre la conservación del individuo empírico y los intereses de la razón alcanza
una forma ejemplar que va a ser definitiva para toda la época moderna hasta el periodo de su decadencia
(…). La «economía de la razón» designa una forma de la autoconservación que no afecta ya a la totalidad
del individuo humano, sino a la razón misma considerada como realidad autónoma (…). En cuanto a la
noción de «dolor» (…), es una atribución empírica del sujeto y define al sufrimiento histórico que produce
el progreso de la razón como su reverso o su negación (…). Pero la filosofía kantiana de la historia
legitima este dolor cultural e histórico del individuo, que soporta el imperativo de la razón universal y
abstracta como un mal menor (…). Estos dos conceptos determinan la figura de la razón destructiva. La
teoría de la cultura de Kant, con su desprecio de la muerte, del dolor y de la desesperanza del individuo,
no hace más que contraponer de manera ostensible los intereses empíricos de este a los intereses
universales y apodícticos de una razón pura; no hace más que oponer la razón a la conservación (…). La
economía de la razón sustituye sedicentemente la conservación del individuo empírico por su propia
conservación como realidad social supraindividual; y el desprecio por el dolor, a su vez, legitima de
antemano el avasallamiento de este mismo individuo empírico al paso del progreso histórico de la razón
(…). La razón destructiva es el «logos» de la dominación moderna” (1979, p. 40-3).
“Ojalá no sea al final cierto lo que digo; pero, por este camino, los gitanos tendremos que disfrazarnos
para defendernos de los que nos quieren salvar a toda costa” (p. 22).
Cuando penetraron en Europa, en el albor del siglo XV, los gitanos se disfrazaron de peregrinos
devotos, para evitar hostilidades y persecuciones:
“En realidad, esos títulos nobiliarios («condes», «duques») eran falsificados o comprados a poseedores
desconocidos y remotos, y aquellas peregrinaciones a Roma o Compostela no eran sino
enmascaramientos para ser tolerados en las tierras de la Europa cristiana. La peregrinación, la
penitencia, la resonancia nobiliaria, la idolatría al Papado (rasgos profundos de la cultura europea de la
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(4) Cita extraída del “Prefacio” compuesto por J. Robert y V. Borremans para Iván Illich. Obras reunidas I (2006, p.
17).
(5) Nos referimos a Viridiana, película estrenada por L. Buñuel en 1961.
(6) Para un desarrollo de esta problemática, remitimos a “Socialcinismos. Conflictividad conservadora vs.
autoconstrucción ética del sujeto”, último capítulo de nuestro ensayo Dulce Leviatán (2014). Una versión ligeramente
modificada de este escrito ha aparecido en el número 47 de la revista catalana Temps de E´ducació (Universidad de
Barcelona, 2015).
época y muy concretamente de la vida española) no son en los gitanos nómadas sino disfraces que les
sirven para permanecer en los caminos y cruzar con cierta cautela las ciudades y las aldeas” (Grande,
2005, p. 118)
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