En estricto sentido, el error es un fracaso de la inteligencia, pero dada nuestra dificultad
para descubrir la verdad, voy a considerar que la experiencia del error pertenece a su dinamismo normal. Se da cuando lo que nos parecía evidente queda bruscamente tachado por una evidencia más fuerte todavía. En esta experiencia del error hay siempre un progreso del conocimiento. Reconocer la equivocación y aprovecharla es un alarde que ronda la genialidad. El fracaso de la inteligencia aparece cuando alguien se empeña en negar una evidencia, cuando una creencia resulta invulnerable a la crítica o a los hechos que la contradicen, cuando no se aprende de la experiencia. En la normalidad se dan claros fracasos entre los que se encuentran el prejuicio, la superstición y el dogmatismo, y la condensación de ellos que es el fanatismo. El prejuicio lo explica Gordon Allport como estar absolutamente seguro de una cosa que no se sabe. Se caracteriza por seleccionar la información de tal manera que el sujeto sólo percibe aquellos datos que corroboran su prejuicio. El prejuicio dispara un mecanismo raciocinante, que sólo pretende reforzar la creencia básica y eliminar la disonancia con la nueva información. Se mueve en un cúmulo autosuficiente que se alimenta de sí mismo. Nada puede afectarlos. La superstición es la supervivencia de una creencia muerta, desbaratada, injustificable, pero que sigue influyendo en un sujeto que con frecuencia trata de justificar, si no la creencia, al menos su aceptación. No suele tener el aspecto discriminador y selectivo del prejuicio, pero coincide con él en ser una certeza injustificada, invulnerable a las evidencias en contra. El dogmatismo aparece cuando una previsión queda invalidada por la realidad, a pesar de lo cual no se reconoce el error sino que se introducen las variaciones adecuadas para poder mantener la creencia previa. Una actitud dogmática queda así inmunizada contra la crítica, donde inmunización son los mecanismos de defensa contra la evidencia o contra los argumentos adversos. El fanatismo incluye todos los fracasos cognitivos, pero añade una defensa de la verdad absoluta y una llamada a la acción. El principio básico del fanatismo es: La verdad merece un estatuto especial frente a todas las doctrinas falsas. Lo malo es que no va acompañado de una fundamentación universal de esa verdad, considerando una opinión no demostrada se considera absolutamente verdadera, cayendo en un dinamismo tiránico del concepto de verdad que debe practicarse e imponerse absolutamente. John Locke denuncia que los fanáticos “afirman de una doctrina es una revelación porque creen firmemente en ella; creen firmemente en ella porque es una revelación.” Voltaire dice que “es un celo ciego y apasionado que surge de creencias supersticiosas y produce hechos ridículos, injustos y crueles (...) no es más que una superstición llevada a la práctica.” El fanatismo somete a cautiverio a la inteligencia porque le impide aprender. Prejuicios, dogmatismos y supersticiones son creencias falsas, pero al menos conscientes. Sin embargo, has y otras creencias implícitas, no formuladas. Influyen en nuestras actitudes, sentimientos, decisiones, pero a escondidas. Ortega distinguió entre ideas y creencias: las ideas se tienen, las creencias se son. Consideremos el concepto de pudor. Su contenidos está definido por las costumbres y por el tiempo. El pudor se refiere a lo pudendo, a lo que no se puede mostrar, pero esta calificación no es objetiva, sino cultural. Algunas creencias influyen poderosamente en nuestra arquitectura personal, En especial las que se refieren a nosotros mismos. El niño va construyendo su propia imagen, afirmándose como u “yo”. Empieza a elaborar un autoconcepto, una serie de creencias sobre sí mismo, que va revisando a lo largo del tiempo. Esta idea de sí mismo incluye una valoración, positiva o negativa, que unida a la creencia en la propia capacidad para enfrentarse a los problemas, va a determinar en gran parte su vida afectiva. Entre esas poderosas creencias se encuentran también los roles sociales que se atribuyen, por ejemplo, a hombres y mujeres, los guiones que distinguen nuestra vida. Así pues, el paso desde el deseo a la acción, a través de las evaluaciones sentimentales, está influido por sistemas de creencias, por modelos. Aaron Beck se ha esforzado por detectar las creencias que cree que tienen unos elementos comunes: a) Son inferencias arbitrarias. Llegan a conclusiones muy firmes, sin evidencias que las apoyen. b) Usan una abstracción selectiva. Valoran una experiencia centrándose en un detalle específico. c) Generalizan excesivamente. Pasan de un caso particular a una creencia general. d) Magnifican o minimizan. Aumentan la magnitud de los acontecimientos perjudiciales y disminuyen los que podrían enorgullecerles. e) Provocan pensamientos absolutistas o dicotómicos. Animan a clasificar todas las experiencias en dos categorías opuestas y absolutas, adjudicándose la negativa. Estas creencias son hábitos contraídos que operan escondidos desde la memoria, produciendo graves sesgos en la evaluación sentimental. El ser humano tiende a creer en toda información que recibe el suficiente número de veces y por distintos caminos que se corroboran entre sí. La permanencia de la percepción, y la corroboración mutua de distintos canales sensitivos, son dignas de crédito. Con la aparición del lenguaje no se trata ya de creer en lo que veo, sino en lo que me dicen. Y esto resulta ya más azaroso, porque el lenguaje sirve como sustituto de la experiencia, sin ninguna garantía. Con la palabra nació la comunicación, pero también la mentira. El poder siempre ha utilizado esta debilidad anacrónica. Los mecanismos del ejercicio del poder son permanentes y se reducen a tres: la capacidad de hacer daño, la capacidad de dar premios y la capacidad de cambiar creencias. La credibilidad, que es un rechazo mecánico a toda crítica, una simplista aceptación pasiva de lo que llega por canales cualificados, es un dramático fracaso de la inteligencia. En el otro extremo. La desconfianza radical, el régimen permanente de sospecha, también lo es. El uso racional de la inteligencia busca evidencias universales, que se pueden compartir. En cambio, el uso irracional de la inteligencia se encierra en su mundo privado. No hay que confundir razonamiento, capacidad de hacer inferencias lógicas y que es una facultad de la inteligencia estructural, con uso racional de la inteligencia, que es la utilización del razonamiento para conocer, comprender, entenderse, construir. Un proyecto de la inteligencia ejecutiva. La realidad –y su embajadora subjetiva, la verdad– nos resultan indispensables. La razón es necesaria para la supervivencia y la felicidad. La pasión por vivir con otras personas dirige hacia un modo de inteligencia interpersonal. Las necesidades vitales imponen una adecuación a la realidad, una comunicación con otros seres y una cooperación con ellos en el plano práctico. Todas estas cosas exigen la configuración en la conciencia del sujeto de un espacio objetivo, común, interpersonal y firme. El diálogo sólo es posible cuando puede salirse, aunque sea fragmentariamente, del mundo privado para acceder a la objetividad, una tierra de nadie utilizada por todos. En esto consiste el uso racional de la inteligencia, en usar toda su operatividad transfigurada, incluido por supuesto el razonamiento, para buscar evidencias compartidas. El hombre necesita conocer la realidad y entenderse con los demás, para lo cual tiene que abandonar el seno cómodo y protector de las evidencias privadas, de las creencias íntimas. El uso racional de la inteligencia, indispensable para convivir, se concreta en dos grandes dominios de evidencias universales: la ciencia y la ética.