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Pablo VI y Jacques Maritain durante la ceremonia de clausura del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965
Esta actitud explica por lo menos en parte también las objeciones que desde el debate conciliar
acogieron algunos documentos del Concilio, como la declaración Dignitatis humanae sobre la
libertad religiosa y la declaración Nostra aetate sobre las relaciones con el judaísmo y las otras
religiones. Los críticos sostenían que dichos documentos representaban una ruptura respecto a
algunos pronunciamientos del magisterio social de los siglos inmediatamente anteriores.
En efecto, los papas después del Concilio Vaticano II usan con acepción positiva las formulas
relativas a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia que solamente un siglo antes eran
condenadas en algunos documentos magisteriales. Este cambio, más que evidenciar una
contradicción, es el efecto de una aclaración necesaria frente al cambio de los contextos políticos y
sociales. A partir del siglo XVIII, estas fórmulas las usaba la masonería para afirmar que la
conciencia humana es perfectamente autónoma incluso frente a Dios. En cambio, la declaración
conciliar Dignitatis humanae no aprueba este subjetivismo relativista, sino que repite que la verdad
puede ser conocida por los hombres y que ante Dios todo hombre tiene la obligación moral de
buscar la verdad. El documento valoriza la fórmula de la libertad religiosa como criterio según el
cual nadie debe ser obligado o impedido desde fuera a buscar y reconocer la verdad. El Estado no
puede ser el juez de las conciencias. No puede imponer con coacción exterior el acto de fe o de
negación de la fe, sea la que sea.
Esta distinción, que se reveló decisiva para aclarar toda la problemática, no surgió enseguida. En el
tiempo, frente a las nuevas circunstancias históricas, ha tenido lugar una especie de purificación que
ha distinguido lo esencial que se ha de custodiar –en este caso el hecho de que la verdad puede ser
conocida, y que la conciencia debe acogerla y seguirla, cuando la conoce– de algunos factores
relativos, contingentes; es decir, esas concepciones florecidas en época de cristiandad, para las
cuales los Estados y los ordenamientos que rigen la convivencia civil no pueden ser neutrales
respecto a las varias identidades religiosas, pues ellos mismos son los garantes de la solidez del
cristianismo en la sociedad (no se olvide el cuius regio eius religio del Tratado de Westfalia, que
significaba de hecho una subordinación de la Iglesia al Estado, y que la doctrina católica no ha
aceptado nunca).
Con el tiempo, las concepciones a veces se han endurecido en una condena total de lo moderno,
cuando a partir de la Revolución francesa se ha dejado de concebir el orden constituido como un
orden social cristiano, tanto de nombre como de hecho. La persistencia de semejantes concepciones
se puede ver también en algunas objeciones que se han hecho siempre a los documentos conciliares
citados, cuando se les liquida como una ruptura de la “Tradición” que se ha consumado en forma de
cesión a las instancias y a la cultura de los nuevos tiempos.
Los documentos del Concilio Vaticano II expresan la simple apertura con respecto a la pluriforme
realidad humana y de los ordenamientos que la configuran en la actual fase histórica: el contexto de
un mundo global y plural, que comporta la convivencia entre comunidades y personas con perfiles
culturales y religiosos muy distintos. Pero precisamente esta apertura hacia los ordenamientos
mundanos es el rasgo distintivo que ha marcado de manera sui generis y desde el principio la
presencia de los cristianos en las varias sociedades, desde los tiempos apostólicos y de los Padres de
la Iglesia. Desde que los primeros cristianos se vieron ante un imperio que estaba caracterizado por
la divinización del emperador, el culto de los ídolos, concepciones filosóficas y culturales
estructuradas, prácticas y costumbres contrarias a la vida y a la dignidad de la persona. El rechazo
por parte de los cristianos de todo lo que no es compatible con la doctrina de los apóstoles no se ha
manifestado nunca como antagonismo radical respecto al orden constituido en cuanto tal en sus
puntos esenciales jurídicos, culturales, políticos y sociales. Si se percibe la trascendencia de la vida
de gracia, se advierte también que la vida de gracia no niega los ordenamientos culturales, sociales
y políticos de este mundo, cuando son compatibles con la ley de Dios, ni de por sí entra en
dialéctica con ellos, y al mismo tiempo no se reduce nunca a ellos. Este es el sentido de la palabra
“sobrenatural”, que quizás deberíamos poner de nuevo en circulación.
En definitiva, precisamente la apertura promovida por el Concilio Vaticano II respecto a algunas
instancias del tiempo moderno confirma una vez más que el Concilio se mueve en el surco de la
Tradición. Porque la fidelidad a la Tradición va sugiriendo la lectura de los signos de los tiempos
más oportuna y apropiada a las condiciones que se dan.
De izquierda a derecha, monseñor Pierre Mamie, futuro obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo, el cardenal Charles
Journet y Georges Cottier en Roma durante los trabajos del Concilio