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Reflexiones sobre el mistero y la vida de la Iglesia

El Concilio Vaticano II: la Tradición y las instancias modernas

por el cardenal Georges Cottier, op

La Basílica de San Pedro durante el Concilio ecuménico Vaticano II

Después de cuarenta y cinco años de su conclusión, el Concilio ecuménico Vaticano II sigue


suscitando discusiones. Se suceden periódicamente relecturas y contribuciones de distinta
orientación sobre cómo interpretar y dónde colocar el último Concilio en relación con el camino
histórico de la Iglesia, también después de que Benedicto XVI, con su famoso discurso a la Curia
romana de diciembre de 2005, ofreciese autorizados y valiosos criterios para una recepción
compartida y no conflictiva de aquella asamblea conciliar.
Aún hoy gran parte de las controversias interpretativas se concentran en torno a la relación entre la
Iglesia y el orden histórico mundano, es decir, el conjunto de instituciones y contingencias políticas,
sociales y culturales en que a los cristianos les toca vivir.
La historia del mundo de por sí no coincide hegelianamente con la autorrevelación de Dios, pero
tampoco es un flujo que corre insensato e indiferente respecto a los hechos propios de la historia de
la salvación, esa historia de gracia a través de la cual Dios se revela y se comunica a los hombres.
Los cristianos, en las circunstancias y en los contextos históricos, pueden discernir oportunidades y
ocasiones más o menos favorables a la misión que les ha sido encomendada de anunciar y dar
testimonio de la salvación realizada por el Señor. Se trata de «captar los signos de los tiempos»: así
describió el Concilio Vaticano II esta forma particular de discernimiento, que es favorecida por el
hecho de tener presentes algunas distinciones importantes.
Una de estas distinciones es la que hay entre la Iglesia y las varias y posibles formas de cristiandad.
Hay una sola Iglesia de Cristo, a lo largo de la historia y hasta la eternidad: la que es al mismo
tiempo la Iglesia de hoy y la Iglesia de siempre. Pero luego hay muchas cristiandades. El concepto
de cristiandad es un concepto histórico. Cuando una sociedad está formada por una mayoría de
cristianos, en una situación semejante, sucede que la fe inspire también el orden temporal,
entendido como el ámbito de la cultura y de las formas jurídicas y políticas. En circunstancias
semejantes se manifiesta también a nivel de la convivencia social el hecho que la gracia no destruye
la naturaleza, sino que la cura por estar herida, la consuela y la eleva. Se trata de la aportación del
Evangelio al mundo temporal reconocido en su autonomía y consistencia propias. Y esto puede ser
un reflejo social de la existencia de comunidades cristianas numerosas, como lo fueron las que
estuvieron presentes en Europa hasta ahora. Pero esta no es la única forma de cristiandad posible.
Pensemos en las cristiandades que nacen en un contexto social, cultural y religioso diferente del que
durante siglos ha inspirado la cristiandad occidental. Los papas modernos, mucho antes del
Concilio, reconocieron en términos definitivos que no se debe confundir la evangelización con la
transposición en otros lugares de las formas asumidas por la cristiandad occidental. Y que, por
tanto, las culturas y los contextos sociales y civiles hay que considerarlos en sus peculiaridades y
diversidades positivas. De modo que se puede imaginar una cristiandad africana, o india, o china.
También se puede imaginar una cristiandad que sigue siendo una pequeña minoría. La Sagrada
Escritura repite que el Evangelio debe ser anunciado a todas las naciones, pero luego el
florecimiento de la vida cristiana, cuando se da, se da de manera misteriosa e imprevisible, como se
ve en los Hechos de los Apóstoles. «No somos nosotros quienes debemos producir el gran fruto; el
cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros quienes debemos hacer todo lo que Dios se
espera del mundo», dijo Benedicto XVI a los seminaristas de Roma el pasado 12 de febrero.
Entre los motivos de muchas de las dificultades en las relaciones entre la Iglesia y el orden
mundano temporal que se han dado en la época moderna y contemporánea está también el
siguiente: en algunos casos, frente a los cambios de la historia y la consolidación de nueva
estructuras culturales, sociales y políticas el único criterio de valoración, en algunos ambientes
cristianos, es la mayor o menor conformidad de dichas estructuras con los modelos que dominaban
en los siglos anteriores. Cuando la unanimidad de matriz cristiana terminaba por moldear o como
mínimo por influir también en los sistemas políticos y sociales.

Pablo VI y Jacques Maritain durante la ceremonia de clausura del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965

Esta actitud explica por lo menos en parte también las objeciones que desde el debate conciliar
acogieron algunos documentos del Concilio, como la declaración Dignitatis humanae sobre la
libertad religiosa y la declaración Nostra aetate sobre las relaciones con el judaísmo y las otras
religiones. Los críticos sostenían que dichos documentos representaban una ruptura respecto a
algunos pronunciamientos del magisterio social de los siglos inmediatamente anteriores.
En efecto, los papas después del Concilio Vaticano II usan con acepción positiva las formulas
relativas a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia que solamente un siglo antes eran
condenadas en algunos documentos magisteriales. Este cambio, más que evidenciar una
contradicción, es el efecto de una aclaración necesaria frente al cambio de los contextos políticos y
sociales. A partir del siglo XVIII, estas fórmulas las usaba la masonería para afirmar que la
conciencia humana es perfectamente autónoma incluso frente a Dios. En cambio, la declaración
conciliar Dignitatis humanae no aprueba este subjetivismo relativista, sino que repite que la verdad
puede ser conocida por los hombres y que ante Dios todo hombre tiene la obligación moral de
buscar la verdad. El documento valoriza la fórmula de la libertad religiosa como criterio según el
cual nadie debe ser obligado o impedido desde fuera a buscar y reconocer la verdad. El Estado no
puede ser el juez de las conciencias. No puede imponer con coacción exterior el acto de fe o de
negación de la fe, sea la que sea.
Esta distinción, que se reveló decisiva para aclarar toda la problemática, no surgió enseguida. En el
tiempo, frente a las nuevas circunstancias históricas, ha tenido lugar una especie de purificación que
ha distinguido lo esencial que se ha de custodiar –en este caso el hecho de que la verdad puede ser
conocida, y que la conciencia debe acogerla y seguirla, cuando la conoce– de algunos factores
relativos, contingentes; es decir, esas concepciones florecidas en época de cristiandad, para las
cuales los Estados y los ordenamientos que rigen la convivencia civil no pueden ser neutrales
respecto a las varias identidades religiosas, pues ellos mismos son los garantes de la solidez del
cristianismo en la sociedad (no se olvide el cuius regio eius religio del Tratado de Westfalia, que
significaba de hecho una subordinación de la Iglesia al Estado, y que la doctrina católica no ha
aceptado nunca).
Con el tiempo, las concepciones a veces se han endurecido en una condena total de lo moderno,
cuando a partir de la Revolución francesa se ha dejado de concebir el orden constituido como un
orden social cristiano, tanto de nombre como de hecho. La persistencia de semejantes concepciones
se puede ver también en algunas objeciones que se han hecho siempre a los documentos conciliares
citados, cuando se les liquida como una ruptura de la “Tradición” que se ha consumado en forma de
cesión a las instancias y a la cultura de los nuevos tiempos.
Los documentos del Concilio Vaticano II expresan la simple apertura con respecto a la pluriforme
realidad humana y de los ordenamientos que la configuran en la actual fase histórica: el contexto de
un mundo global y plural, que comporta la convivencia entre comunidades y personas con perfiles
culturales y religiosos muy distintos. Pero precisamente esta apertura hacia los ordenamientos
mundanos es el rasgo distintivo que ha marcado de manera sui generis y desde el principio la
presencia de los cristianos en las varias sociedades, desde los tiempos apostólicos y de los Padres de
la Iglesia. Desde que los primeros cristianos se vieron ante un imperio que estaba caracterizado por
la divinización del emperador, el culto de los ídolos, concepciones filosóficas y culturales
estructuradas, prácticas y costumbres contrarias a la vida y a la dignidad de la persona. El rechazo
por parte de los cristianos de todo lo que no es compatible con la doctrina de los apóstoles no se ha
manifestado nunca como antagonismo radical respecto al orden constituido en cuanto tal en sus
puntos esenciales jurídicos, culturales, políticos y sociales. Si se percibe la trascendencia de la vida
de gracia, se advierte también que la vida de gracia no niega los ordenamientos culturales, sociales
y políticos de este mundo, cuando son compatibles con la ley de Dios, ni de por sí entra en
dialéctica con ellos, y al mismo tiempo no se reduce nunca a ellos. Este es el sentido de la palabra
“sobrenatural”, que quizás deberíamos poner de nuevo en circulación.
En definitiva, precisamente la apertura promovida por el Concilio Vaticano II respecto a algunas
instancias del tiempo moderno confirma una vez más que el Concilio se mueve en el surco de la
Tradición. Porque la fidelidad a la Tradición va sugiriendo la lectura de los signos de los tiempos
más oportuna y apropiada a las condiciones que se dan.
De izquierda a derecha, monseñor Pierre Mamie, futuro obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo, el cardenal Charles
Journet y Georges Cottier en Roma durante los trabajos del Concilio

Esta apertura no degenera nunca en modernismo ideológico, no considera nunca la modernidad


como un valor en sí mismo. Como escribía Pablo VI en el Credo del pueblo de Dios, «Confesamos
igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la
tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7, 31), y también que sus
crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de
las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más
profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia
la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios;
finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los
hombres». Pero ese mismo amor –seguía diciendo Pablo VI– «impulsa a la Iglesia a interesarse
continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de
amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13, 14), los
estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el
desarrollo de la propia ciudad humana». Siempre abiertos a reconocer que en las contingencias
actuales hay cosas buenas y cosas malas, existe el mal, el pecado, nuevas insidias, pero también
nuevas ocasiones para la salvación de las almas, como las que se abren para millones de no
bautizados que vienen a vivir a países de antigua tradición cristiana.
Contradecir apriorísticamente los contextos políticos y culturales dados no pertenece a la Tradición
de la Iglesia. Es más bien una connotación repetida en las herejías de raíz gnóstica, que por
prejuicios impulsan al cristianismo a una posición dialéctica respecto a los ordenamientos
mundanos, e interpretan la Iglesia como un contrapoder respecto a los poderes, a las instituciones y
a los contextos culturales constituidos en el mundo.
Es una característica común a todas las corrientes de raíz gnóstica la de considerar el mundo como
mal, y por tanto también los Estados y los ordenamientos mundanos como estructuras que hay que
subvertir.
En las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno aflora a veces esta tentación: el impulso a
concebir la Iglesia como fuerza antagonista de ese orden político y cultural que después de la
Revolución francesa ya no se presentaba como un orden cristiano.
En este sentido, respecto a la relación entre los cristianos y el orden temporal, se revela
extraordinariamente actual el criterio sugerido por san Agustín, tal y como se delinea en el volumen
juvenil de Joseph Ratzinger L’unità delle nazioni (La unidad de las naciones), recientemente
reeditado en Italia por la editorial Morcelliana. Entre Orígenes, seducido por el antagonismo
gnóstico contra los ordenamientos mundanos, y Eusebio que los sacraliza, poniendo las bases de
todos los cesaropapismos, Ratzinger describe la fecundidad de la perspectiva de Agustín, que no
sacraliza ni combate a priori las instituciones seculares, sino que las respeta en su autónoma
consistencia y al respetarlas las relativiza, reconoce su utilidad para la condición mundana,
manteniendo siempre separadas esta condición y utilidad de la perspectiva mesiánico-escatológica.
Según Ratzinger, Agustín en el De civitate Dei «no desea ni la eclesialización del Estado, ni una
estatalización de la Iglesia, sino que en medio de los ordenamientos de este mundo, que son y deben
ser ordenamientos mundanos, aspira a hacer presente la nueva fuerza de la fe en la unidad de los
hombres en el Cuerpo de Cristo, como elemento de transformación, cuya forma completa será
creada por Dios mismo, cuando la historia alcance su fin»

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