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Esquema: A. Teoría 5 (Pié ninot. Cont.); B. Teoría 6 (Fischella) (ver docs. en campus virtual)
DESARROLLO
El otro día vimos ya algo de la historia de la revelación. ¿Como dijimos que había que ver la
historia? Como horizonte herméneutico de la revelación. ¿Por qué deciamos eso? La revelación sin
la historia no es concevible y la historia sagrada, o de la salvación, sin la revelación carece de
significado. También vimos algunas definiciones y la de J. Moltmann es la más relevante (ver
apuntes).
Cualquier intento es una nueva señal de que la revelación es siempre más grande que los
esquemas en que los hombres intentan insertarla. Por nuestra parte tomaremos como línea directriz
las indicaciones que proceden del Vaticano II. La Dei verbum parte del hecho histórico de la
revelación de Dios y recorre las partes destacadas de la historia de la salvación para mostrar cómo
fue progresando la comunicación de Dios a los hombres hasta su cumplimiento en Cristo. Por tanto,
el interés del documento conciliar es estrici ámente histórico; la revelación recibe la mediación de la
historia en su progreso y en sus diferentes manifestaciones. De esta manera está permitido ver la
historia en la revelación y la historia de la revelación como un acontecimiento armonioso del que
surge la historia de Cristo revelador del Padre. El horizonte histórico permite a continuación
verificar más concretamente los siguientes elementos que pondremos de relieve a lo largo de este
volumen:
Pregunta de Marta Garre: ¿sigue habiendo odavía revelación? NO. La revelación como
historia de la salvación ocurrió en un momento de la historia y está completa y acabada. Lo que sí
que hay es un progreso en la historia de la revelación. Además, existe un progreso en la
comprensión de la revelación (es otra cosa distinta). lo vemos a continuación.
Nota de Marta Garre: ¿por qué dice esto? porque depende de nosotros y de nuestra formación.
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3. La finalización de la revelación. La autocomunicación de Dios con el hombre tiene como
finalidad la salvación del hombre, no como una mera utopía, sino como un acontecimiento que se
ha cumplido ya históricamente, aunque proyectado en la realización escatológica.
Estas observaciones ofrecen, por consiguiente, el transfondo sobre el que hay que describir
la teología de la revelación. Se parte de la historia para descubrir que lo que perteneció al pasado no
queda olvidado ni superado para el contemporáneo; al contrario, se hace una realidad viva e
interpelante gracias precisamente a la historia. En una palabra, para decirlo con K. Jaspers, «la
historia se convierte en un camino que lleva a lo metahistórico...; no es posible dar un rodeo por la
historia; hay que atraversarla».
Una concepción visual de Dios es para el pueblo hebreo una realidad tan inusual como
inaudita. En aquellos rarísimos casos en que se habla de ella, se mantiene de todas formas una
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reserva total. Incluso en el caso de Moisés, en donde había todo un interés apologético en poner de
relieve su relación confidencial con Yahvé, hasta el punto de llegar a afirmar que hablaba con Yahvé
«cara a cara», lo mismo que habla un amigo con su amigo; el autor sagrado siente la obligación de
corregir este planteamiento, advirtiendo que Yahvé le pasó por delante mostrándole sólo su espalda,
«porque no puede verse a Dios y seguir viviendo» (Ex 33,20; Is 6,5).
Es tan excepcional ver a Dios como es común «escuchar su voz». Incluso en los casos
específicos de las teofanías, como 1 Sm 3,1-21 e Is 6,7, la acentuación recae en la escucha. La
religión veterotestamentaria es la religión de la «palabra», pero como para todo lenguaje, la primera
reacción al «decir» no es otro decir, sino el silencio y la escucha.
«Shema, Israel» será siempre en la historia del pueblo algo así como su emblema
constitutivo en su relación con el Señor. Esto hace comprender igualmente que la escucha no es
consecuencia de una pasividad, sino más bien signo de una opción libre del que se pone en la
dimensión coherente con la revelación del misterio.
A través de la «palabra de Yahvé», Israel conoce quién es Dios, porque para el mundo
semítico la palabra no se distingue casi en nada del que la pronuncia. El valor noético que posee
permite de este modo conocer la realidad misma; los pensamientos y los afectos, las intenciones y
los propósitos..., todo lo que constituye a la persona, puede confluir fácilmente en su palabra. En el
momento en que se pone en acto, la palabra actualiza lo que pronuncia (Gn 1,3); el Dios verdadero
es el Dios que habla de manera fiel y que mantiene en pie la palabra prometida.
En unos pocos versículos el autor sagrado entra en el corazón del discurso: la novedad está
determinada por el hablar del Hijo en la carne del hombre. Sin embargo, lo que determina la
originalidad de este texto es el hecho de que se presenta el contenido de la revelación en una
identificación total con el sujeto que lo expresa. Ahora es Dios mismo el que ha hablado; este hablar
suyo es comunicable y comprensible, a pesar de que es él mismo el que comunica, ya que está
realizado dentro de la estructura personal.
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