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Nos resulta poco menos que imposible ofrecer una fundamentación del programa que
les proponemos estudiar en el par de encuentros que tenemos asignados a la Unidad I,
que tiene, como habrán podido observar, un carácter introductorio o propedéutico. En
todo caso, esa justificación requiere de otro tipo de intervención: la que vamos a
realizar a lo largo de la cursada de la materia, tanto en las clases teóricas como
prácticas. Una vez cumplido ese recorrido, esperamos haber efectuado algunas
aproximaciones a temas, conceptos y problemas de la Ética como disciplina filosófica,
desde la perspectiva según la cual realizamos nuestro trabajo de investigación y
docencia en la asignatura: la perspectiva de la crítica entendida en sus diversas formas
–ilustrada, dialéctica, genealógica, fenomenológica, hermenéutica, deconstructiva,
feminista– como reflexión sobre los valores, hábitos, normas, costumbres y modos de
subjetivación moral, a partir de las cuales se analizan significaciones, orientaciones
teóricas y legitimaciones (fundadas) de la praxis.
Este carácter reflexivo de la Ética filosófica es reconocido por todos lxs estudiosxs de la
disciplina. Por lo tanto, nuestra aproximación teórico-crítica a los fenómenos de la
moral no hace más que inscribirse en una extensa tradición de lectura que nos precede
largamente en los análisis y controversias interpretativas suscitados durante 2500 años
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APUNTES DE TEÓRICOS. UI.
(al menos si tomamos como referencia histórica del surgimiento de la reflexión ética el
pensamiento socrático, la obra de Platón, y, desde luego, la sistematización conceptual
elaborada y plasmada por Aristóteles en las tres versiones que nos han llegado de su
Ética: Ética Nicomáquea, Ética Eudemia y Magna Moralia). Esta inscripción en una
milenaria tradición suscita la dificultad no menor de medirse con un corpus
inabarcable para una asignatura, dificultad evidente a la que es preciso agregar otra
que no lo es menos: que nosotrxs mismxs, en tanto sujetos de la praxis, estamos
atravesados por la complejidad del hecho moral y las dicotomías que lo atraviesan y
estructuran: lo bueno y lo malo, lo correcto e incorrecto, lo útil y lo inútil, lo justo y lo
injusto.2
De eso se trata este recorrido: de exponer y encontrar indicios que ayuden a pensar y
a pronunciarse éticamente en forma fundada (y crítica). En estas primeras clases
trataremos entonces de clarificar algunas líneas de trabajo para que tengan una idea
más o menos aproximada del enfoque que les vamos a proponer en la materia.
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Pero hay además otra significación, quizás la más antigua, en la cual ἦθος ( )
equivale a “morada”, “vivienda”, “lugar en el que se vive”, “estancia”, “residencia”.
Esta interpretación, defendida entre otros por el filósofo alemán Martin Heidegger en
su lectura de Heráclito en Carta sobre el humanismo, nos permite advertir que en más
de una ocasión y en más de una traducción, la conexión etimológica no deja de tener
vínculos con la conceptual, tal como también lo sugiere la lectura que realiza el propio
Aristóteles en su obra, para quien el carácter (êthos) de un individuo se forma a través
del hábito (éthos) y la repetición, de las costumbres (éthos) que se adquieren en las
prácticas cotidianas de la vida comunitaria, o en el hábitat que comparten individuos y
grupos. De ahí que la pregunta por las condiciones del habitar sea también una
pregunta propiamente ética.
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apreciación de Schopenhauer deja entrever: una cosa es predicar una moral, otra
fundamentarla, y, agregamos, otra bien distinta es describir hechos morales, y aún más
interpretarlos distinguiendo los niveles de análisis y significación que comporta todo
fenómeno moral en tanto susceptible de interrogación. En sentido estricto resulta
preciso aproximarse a esta distinción de niveles de reflexión si queremos tener una
mayor comprensión del tipo de análisis que pensamos realizar. La idea entonces es
presentar estos niveles para que al menos los tengan en consideración como un
supuesto estructural de las discusiones y las lecturas que vamos a ir proponiéndoles.
1. Reflexión moral. Preguntas del tipo: ¿Debo hacer X? 2. Ética normativa. Preguntas
del tipo: ¿Por qué debo hacer X? 3. Metaética. Preguntas del tipo: ¿Qué características
tiene la expresión lingüística “debo hacer X”? ¿Es cognoscitiva o no cognoscitiva? 4.
Ética descriptiva. Preguntas del tipo: ¿Cree A que debe hacer X? (Donde A puede ser
un individuo, un grupo religioso, una etnia, etc.). En un sentido muy general puede
decirse que las preguntas del tipo 1 solicitan un consejo; las del tipo 2 justificación,
esto es, fundamentos normativos; las del tipo 3 una aclaración sobre significados y
usos de los términos normativos; las del tipo 4 reclaman informaciones descriptivas.4
Por otra parte, aquello que sea susceptible de aclaración en lo relativo al significado de
los términos, responde a lo que se denomina Metaética, que es el esfuerzo por aclarar
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todo lo que se “dice” en los niveles anteriores, esto es: aclarar el dictum del factum
normativo. Finalmente en la Ética descriptiva prima la observación más que la
reflexión: el ethos es el objeto del que se extrae información de la facticidad normativa
para el uso no sólo filosófico sino antropológico, psicológico o sociológico.
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APUNTES DE TEÓRICOS. UI.
Pero volvamos al punto que necesita justificación: ¿por qué orbitar alrededor de
Aristóteles y Kant y no, más bien, en torno a Platón y Hegel, por mencionar otros dos
de los más importantes filósofos de la GT? La respuesta a esta pregunta es muy difícil,
por no decir imposible. Nuestra hipótesis de lectura es que en general los intérpretes
de las más diversas escuelas y formaciones reconocieron en Aristóteles y Kant, o mejor
dicho, en sus obras, la capacidad de anudar aspectos primordiales de las tradiciones
filosóficas de la antigüedad y la modernidad, aspectos que tematizan lo que podríamos
denominar los fundamentos del obrar humano. Nos referimos a cuestiones tales como
la relación entre los fines (y los bienes) del individuo y los de la comunidad (a partir de
supuestos teleológicos y causales); las motivaciones interiores y los móviles exteriores
que le otorgan (o no) valor moral a la acción; el vínculo (por momentos inescrutable,
por momentos claro y distinto) entre instinto y razón, naturaleza y libertad, deseo y
deliberación, máxima y ley. En fin, la mayor parte de los estudiosos de la Ética no han
dejado de reconocer que estos dos filósofos elaboraron un lenguaje conceptual
específico, consistente y determinante, a partir del cual hoy podemos pensar
filosóficamente el lugar de la felicidad y el deber, de las virtudes y vicios, de los
dolores y placeres en la vida de las personas y los pueblos.
Es posible tomar entonces esta hipótesis de lectura, que deberá ser desplegada en el
trabajo que iremos haciendo, como punto de referencia para empezar a estructurar
algunos rasgos distintivos de la GT. Tomaremos como los dos grandes pilares de la GT
las filosofías prácticas de Aristóteles y Kant. En el primer mes de cursada leeremos en
los prácticos los libros I. II. III. VI. X, de la Ética Nicomáquea (EN), y en los teóricos, el
Prefacio y dos de los tres capítulos de la Fundamentación de la metafísica de las
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costumbres (FMC). Es decir, estudiaremos con cierto detalle la ética de las virtudes y el
ideal de felicidad de los antiguos, y la ética del deber en el horizonte de la libertad de
los modernos. Como espectros de ambas propuestas normativas, el hedonismo
antiguo y el utilitarismo moderno no faltarán a la cita, y tampoco otras filosofías que
enriquecen (como afluentes de un río) la tradición de pensamiento occidental. Luego
veremos de qué maneras estas propuestas normativas empiezan a ser discutidas. En lo
que sigue presentamos muy brevemente algunos de sus rasgos.
No resulta sencillo resumir el contenido básico de esta moral de las virtudes en pocas
palabras. Vamos a señalar simplemente algunas características que seguro analizarán
con cierto detalle en los prácticos. Empecemos entonces por el comienzo. Como puede
entreverse desde el primer párrafo de la EN, Aristóteles no puede soslayar (como es
común a la filosofía de la época… ¿o a toda filosofía?) determinados principios de
orden metafísico que organizan su argumento general. La metafísica, en tanto saber de
los primeros principios, hace la pregunta por aquello que funda saberes particulares y
es sobre un saber particular (el que refiere a la Ética) que nos estamos interrogando.
Leemos, entonces, las líneas con las que Aristóteles da inicio a la EN:
Todo arte y toda investigación, lo mismo que toda acción y toda elección,
tienden, según se admite, a algún bien. Por eso se ha declarado con acierto
que el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden.7
real es finalista: la lógica del fin se halla inscripta en la totalidad de lo existente y por lo
tanto, no se puede pensar esa totalidad más que bajo la idea de tender a un fin. En
este sentido puede afirmarse que toda entidad natural, toda creación y toda acción,
atraviesan un proceso de realización por el cual pasan de la potencia al acto, de lo que
pueden ser a lo que finalmente son.8
¿Por qué o, mejor dicho, gracias a qué operación, esta tesis metafísica enunciada para
explicar el ser mismo de lo real, puede oficiar de base para la reflexión ética?
Recordemos la cita: “el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden”. Es decir,
dirigirse a un fin verdadero es orientarse necesariamente hacia un bien. Y si la
dirección hacia un fin es un movimiento de realización, de llegar a ser lo que se es,
entonces el bien de un ser y de una actividad no puede significar otra cosa que el
cumplimiento de su naturaleza, de lo que les es propio. Esta operación de
identificación del fin con el bien, permite construir la zona de pasaje de la metafísica a
la ética y la política, pues abre el campo específico de estudio de la filosofía práctica en
torno al problema del bien, pero considerado no en relación a todo lo existente, sino a
una región particular que es bien precisada por Aristóteles: las acciones.9
En efecto, es a través de las acciones que buscamos el bien para nosotros y los demás
en el marco de la ciudad-estado, de la polis. Dado que para Aristóteles (y los antiguos)
el todo es anterior a las partes, buscar (y lograr) el bien de los pueblos y las ciudades
es más importante que hacerlo para un solo individuo. Con todo, es preciso advertir,
además, que hay muchos fines y bienes, y que no todos se persiguen como fines en sí
mismos sino como medios para otros fines. Es decir, en la realización de una vida, hay
algunos que tienen una importancia relativa, y otros, absoluta. De hecho, en la filosofía
de Aristóteles hay una jerarquía metafísica de los seres que ordena la persecución de
los fines, y el fin más autárquico (el elegido por sí mismo y no para otra cosa) es el que
resulta preciso reconocer como verdadero fin a realizar. ¿Hay entonces algún fin en sí,
un bien principal que todos los seres humanos reconozcan y quieran realizarlo para sí
mismos y los demás?
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puede hallarse en la contemplación de la Idea (de Bien). Pero ninguno de ellos acierta
completamente, pues si las dos primeras actividades no garantizan la armonía
necesaria consigo mismo ni tienen la autarquía buscada de todo fin en sí, la Idea
platónica carece para Aristóteles de verdaderos efectos prácticos. Es a partir de este
deslinde que Aristóteles empieza a delinear su filosofía moral con una sentencia bajo la
cual es posible pensar toda la EN: vivir bien y obrar bien (o mejor, irle bien a uno) es
lo mismo que ser feliz.
¿Cómo hace el hombre para vivir y obrar bien? Para responder es preciso adentrarse
en lo que Aristóteles llama la función propia del hombre: ¿cuál es esta función propia
en el orden de lo existente? Básicamente: consiste en realizar las actividades de la
parte racional del alma, esto es, las actividades que distinguen al hombre en el
universo de lo viviente y le asignan una obra a realizar para cumplir su naturaleza más
propia. Cumplir esta función conduce al hombre a realizar su vida en el bien que le está
determinado. En efecto, las plantas y los animales no son capaces de metafísica, ética,
o política, pues no tienen logos, ni son capaces de obrar con arreglo a un fin racional ni
obrar deliberadamente en busca de la eudaimonía. ¿Cómo alcanza el hombre ese bien
en sí llamado eudaimonía? Ya lo vimos: la felicidad no se alcanza persiguiendo el placer
o los honores porque ni una ni otra forma de vida tienen la suficiente autarquía. Es
más bien el resultado de un modo de vida bajo el cual se cumple la función propia del
hombre, que no es otra que actuar durante la vida entera de acuerdo a la razón, de
acuerdo al logos.
Ahora bien, ¿cómo hacemos para actuar de acuerdo al logos? Dado que toda actividad
puede llevarse a cabo de un modo imperfecto, incorrecto, o bien por el contrario
realizarse bajo el signo de la perfección y la rectitud, es menester atender al tipo de
acciones que, dentro de las llamadas acciones voluntarias, producen un resultado u
otro. Ya sabemos, nos recuerda Aristóteles, que cualquier citarista ejecuta su tarea al
tocar la cítara, pero es preciso entender que sólo el virtuoso lo hace verdaderamente
bien. Este argumento abre un nuevo problema, pues es evidente que la eudaimonía no
puede estar separada de la actividad del alma racional, pero tampoco cualquier
actividad tiene el mismo valor, sino que el bien en sí sólo puede alcanzarse mediante la
mejor ejecución, mediante un ejercicio virtuoso. De aquí que resulte necesario pensar
el vínculo entre el ideal humano de una vida feliz y el ejercicio de las virtudes, porque
cumplir la función que nos es propia (actuar de acuerdo con la razón en cada acción)
implica actuar y vivir bien, que a su vez implica actuar en forma virtuosa. Y puesto que:
[…] la eudaimonía es cierta actividad del alma de acuerdo con una virtud…
debemos hacer una indagación acerca de la virtud, pues tal vez de ese modo
tendremos también una visión mejor de la eudaimonía.11
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Con todo, lograr una conceptualización de lo que pueda ser la felicidad es un problema
que atraviesa toda la EN y que no podemos tematizar en profundidad aquí. Lo mismo
puede decirse del concepto de virtud (areté). Lo cierto es que Aristóteles ya en el Libro
I desplaza la resolución del enigma de la felicidad a la cuestión de las virtudes a la que
dedica casi toda la obra, y recién en los últimos parágrafos del libro X retorna sobre los
contenidos de la felicidad. Por eso, es preciso dar al menos un rodeo por la cuestión de
las virtudes para asomarnos al formidable trabajo que realiza Aristóteles sobre el
lenguaje moral.
En principio, digamos que las virtudes humanas no pueden ser las del cuerpo, puesto
que allí no encontraremos la especificidad del hombre. Las virtudes humanas deben
encontrarse en el alma. Ahora bien, ¿qué son las virtudes? Dice MacIntyre en la obra
que citamos: “Las virtudes son precisamente las cualidades cuya posesión hará al
individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia
ese télos”.12 Es decir, las virtudes son una parte central del vivir bien, y no solo una
preparación. El ejercicio de las virtudes debe estar incorporado a la práctica vital de tal
modo que tenga lugar la acción buena. Todo lo cual nos permite afirmar, como lo hace
D. Ross en su ya clásica obra sobre Aristóteles, que la práctica de las virtudes resulta
ser la fuente de la que emana la felicidad.13
No parece sencillo, por otra parte, el ejercicio de las virtudes, sobre todo si atendemos
al hecho de que las partes del alma humana no dejan de litigar entre sí. En efecto,
existe una parte del alma que intenta mandar y gobernar (la racional). Pero a ella le
resiste la parte desiderativa (no racional) del alma. Con todo, he aquí el genio de
Aristóteles, el deseo puede también escuchar a la razón, y cuando escucha a la razón,
cuando se deja guiar por ella, es posible lograr la acción virtuosa, entendida también
como deseo deliberado. Es sobre la base de esta cesura ontológica del alma entre una
parte racional y otra no racional, que Aristóteles propone una división analítica de las
virtudes. Habrá entonces virtudes éticas o morales (i.e., andreía, ōp r ýnē: valentía
y moderación, etc.) que corresponden a la sub-parte apetitiva o desiderativa del alma
(aquella que puede llegar a ser gobernada por la parte racional) y virtudes dianoéticas
o intelectuales (i.e., sophía, phrónēsis, téchnē: sabidurías teórica, práctica y productiva,
respectivamente, etc.) que se corresponden con la parte propiamente racional.
Las virtudes son en cierto sentido modos de ser que no se originan en la naturaleza ni
pueden desarrollarse contra ella. Esto quiere decir: aunque los seres humanos somos
naturalmente aptos para desarrollar las virtudes, necesitamos realizar ciertas
actividades para hacernos virtuosos: “realizando acciones justas y moderadas se hace
uno justo y moderado”, afirma Aristóteles en el comienzo del Libro II. Como decíamos
recién, no se puede desconocer que para adquirir un carácter virtuoso y asentar la
inteligencia práctica es preciso realizar determinadas acciones, pues “ellas son las
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La cuestión ética reside entonces en establecer qué prácticas nos permiten adquirir
buenos hábitos y qué tipo de instrucción nos brinda saberes correctos para obrar bien
en las situaciones concretas. Es el mejor modo de orientarnos hacia la vida feliz. Ahora
bien, ¿cómo reconocer los medios adecuados para lograr el fin deseado? Tal como
afirma Aristóteles en Libro II, la virtud es “un modo de ser selectivo”, “un término
medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría
el hombre prudente”.16 En este sentido, actuar éticamente implica encontrar en las
intervenciones concretas el término medio relativo a nosotros (y no a la cosa), y evitar
el defecto y el exceso que destruyen toda posibilidad de llevar a cumplimiento una
vida virtuosa y feliz. Por dar sólo uno de los ejemplos que propone Aristóteles: se trata
de evitar la cobardía y la temeridad (es decir, el exceso y el defecto ante la pasión del
temor) que nos alejan de la buena acción, que no es otra que la acción hecha con la
valentía que la situación exige. He aquí la clave de la moral de las virtudes: elegir el
término medio es la única vía para obrar bien, pero a condición de entender que no
hay una fórmula absoluta que lo resuelva a priori. Es por eso que resulta decisiva la
intervención de la sabiduría práctica, de la inteligencia del hombre prudente.
Con esto queremos subrayar algo que es muy importante para entender la filosofía
moral de Aristóteles: no hay desarrollo de las virtudes éticas sin la formación de la
virtud dianoética llamada prudencia, pues sólo la recta razón que la prudencia ejerce
puede actualizar o realizar cualquier tipo de capacidad que poseamos. Podemos tener
aptitudes naturales para la valentía (o la moderación, o la liberalidad, etc.) pero el
hábito de elegir el término medio que puede realizar estas virtudes, es posible tan sólo
a partir de una disposición del alma con respecto a la verdad práctica, que fija esa
medianía y la define a lo largo de toda una vida. Y eso es posible gracias a la phrónēsis,
o prudencia. De ahí que para Aristóteles la bondad de un hombre no sea posible sin la
necesaria prudencia. Y, recíprocamente, la verdadera prudencia resulta imposible sin
la necesaria bondad. En efecto, sin bondad corremos el riesgo de perder de vista los
fines correctos dado que la razón aplicada a las cosas prácticas, hábil para encontrar
los medios para un fin dado, puede derivar en mera astucia y arbitrar medios para
fines amorales o inmorales. Y esto es posible porque, dice Aristóteles al citar un
pentámetro de autor desconocido: los hombres son buenos de una sola manera y
malos de muchas.
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Los hombres sólo son buenos de una manera, malo de muchas. ¿Tan lejos ubicamos
esta idea de la EN de lo que va a proponer muchos siglos después Immanuel Kant?
Difícil aventurarlo tan rápidamente. Pero las diferencias son ostensibles, como las
épocas que los cobijan. Por eso no es exagerado afirmar como lo hace Otfried Höffe,
que antes de Kant “se buscó el origen de la ética en el orden de la naturaleza o en la
comunidad humana, en la aspiración de los hombres a la felicidad, en la voluntad de
Dios o en el sentimiento moral”, y que a partir de Kant es posible reconocer (también,
y quizá principalmente) otro origen: la autonomía entendida como autoposición de la
voluntad racional.17 Este nuevo origen, imposible de pensar sin las ideas modernas de
razón y libertad (piedras angulares de la época moderna que encuentran su más
sugerente fundamento filosófico en la obra del pensador alemán), nos coloca de un
modo autoconsciente, ante la ley que nos damos a nosotros mismos. Como advierte el
propio Kant, los seres humanos estamos ante la ley de diversas maneras: como seres
naturales (físicos, fenoménicos) y como seres racionales, y por lo tanto, libres
(morales, nouménicos); y también lo estamos, entre una y otra condición, como seres
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sociales. Así, hundimos nuestra humanidad en una naturaleza en la que todo actúa
según leyes, y, además, actuamos según la representación de ciertas leyes, es decir,
según principios. Y habitamos, como seres humanos, dos mundos: el de la necesidad
natural (el reino sensible del ser) y de la necesaria libertad (el reino inteligible del
deber ser). Dicho en la lengua de la Crítica de la razón práctica:
Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre
renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente
reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro
de mí.18
En esta revolución (no escindida de una original noción de orden arquitectónico) Kant
adopta una actitud contraria al relativismo, al escepticismo y al dogmatismo. Apuesta,
tal como veremos desde la semana próxima, por una teoría normativa universalista
cuyos principios argumentativos ofician de suelo nutricio para una crítica de las
costumbres comunitarias, de los códigos socialmente heredados de conducta, y de las
representaciones subjetivas más o menos sentimentales que les vienen asociadas. La
precisión y riqueza conceptual puesta a disposición por Kant para esta empresa apenas
tiene rival, no sólo porque renueva el lenguaje de la ética, sino también porque logra
rejerarquizar y redefinir las tensiones constitutivas de la reflexión moral: así, legalidad
y moralidad, felicidad y deber, instinto y razón, máxima y ley, deseo y obligación,
voluntad empíricamente condicionada y voluntad pura, imperativos hipotéticos
(técnicos y pragmáticos) y categóricos (morales), precio y dignidad, cosa y persona,
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Por otra parte, la filosofía moral de Kant piensa la libertad como autonomía (del juicio
moral: para distinguir qué leyes nos obligan moralmente) y la autonomía como libertad
(de la voluntad: para obrar según el juicio moral). La libertad, cuya existencia resulta
indemostrable para la razón teórica tal como enseña la tercera antinomia de la Crítica
de la razón pura, resulta ser un factum de la razón del cual sólo tenemos indicios de su
existencia en el mundo de las acciones, más precisamente, cuando experimentamos la
conciencia del deber en acto. En efecto, sólo cuando actuamos moralmente somos
libres, pues, como afirma el profesor Cullen, la libertad consiste: “en poder actuar
siguiendo un imperativo incondicionado o categórico, el deber, que expresa la ley de la
misma razón en su uso práctico, sin quedar condicionados ni a las inclinaciones, ni a los
intereses, ni a las presiones”.19 Actuar según una razón que manda no ceder a las
inclinaciones naturales, a los intereses individuales, o a las presiones sociales: una
razón que manda como obligación incondicionada el mandato de hacer corresponder
la máxima (subjetiva) que orienta nuestro obrar con la ley (objetiva) que nos hace
morales. La exigencia de esa correspondencia es lo que expresan las sucesivas
fórmulas del imperativo categórico que propone Kant en el segundo capítulo de la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres (FMC), de las cuales citamos sólo
dos:
-Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se
vuelva ley universal.
-Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la
persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca
solamente como un medio. 20
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En fin, al adentrarnos en la ética kantiana nos vamos a encontrar con una teoría
normativa cuyas resonancias presentes resultan tan evidentes que casi no necesitamos
justificación para su cita. De Hegel a Nietzsche, de los neokantianos como Rawls o
Habermas hasta filósofos críticos como Adorno, Foucault y Butler, todos siguen en la
huella de las intensas discusiones conceptuales que heredamos de la tradición
ilustrada hoy en crisis, aunque más no sea bajo los presupuestos de la filosofía
contemporánea.
La GT que nos ha sido dada en herencia comenzó a resquebrajarse por el mismo poder
corrosivo de la ilustración, a tal punto que nos animaríamos a afirmar que con Kant
concluyen las edades clásica y moderna de la filosofía. Lo afirmaríamos, desde luego, a
condición de sostener al mismo tiempo que es también en la obra de Kant en la que
podemos fechar el comienzo de nuestra contemporaneidad. Es, en este sentido, una
obra hija de la revolución ontológico-política de la modernidad que corroe todo orden
perdurable. Kant es en este punto, el nombre de una extraordinaria paradoja que
podría resumirse del siguiente modo: agente que liquida la tradición -con su proyecto
de crítica de la razón en su uso puro- al declarar que la metafísica que lo antecede es
dogmática (oscura, arbitraria, inconsistente, ficticia, y, básicamente, falsa) porque no
ha sido sometida a una verdadera crítica, y es, al mismo tiempo, el agente que liquida
toda posibilidad de fundamentación última que no esté sospechada, ella misma, de ser
un dogma que se lo tiene por verdadero sin serlo realmente. La razón como arma de la
crítica contra toda tradición (que sostiene su poder no tanto en razones necesarias
como en creencias culturales y dogmas religiosos) resulta así ser ella misma víctima de
su propia potencia. Es así pues que la razón, después de Kant, no dejará de estar
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Ahora bien, luego de esta crítica, ¿es posible retornar hacia alguna forma de
fundamento por vías racionales para que nuestras acciones estén debidamente
orientadas? El filósofo danés SØren Kierkegaard (en su crítica a Hegel), dirá que es
preciso admitir de una buena vez que no es la razón sino la fe el verdadero sostén de
las decisiones últimas a las que se enfrenta la existencia humana. Pero Nietzsche, fiel a
las potencias destructivas de la crítica, sostendrá sin ceder una palma a la seducción de
la fe, que es preciso entender de otro modo a la razón: más como efecto de relaciones
de fuerza y menos como una facultad a priori de conocimiento que organiza bajo su
fuero judicativo la totalidad de lo que es (y de sí misma).
Quien analiza las razones no sólo filosóficas sino históricas y sociológicas de la crisis de
la ilustración y, al mismo tiempo, destaca la importancia de Nietzsche como filósofo
moral es el ya citado MacIntyre, quien detecta en la filosofía del autor de La
genealogía de la moral, el verdadero desafío de toda ética fundada. En efecto, el
“mérito histórico de Nietzsche fue entender con más claridad que cualquier otro
filósofo… no sólo que lo que se creía apelaciones a la objetividad en realidad eran
expresiones de la voluntad subjetiva, sino también la naturaleza de los problemas que
ello planteaba a la filosofía moral.”21
Uno de los textos de Nietzsche que cita este filósofo escocés como apoyo para su
hipótesis es el notable §335. Arriba la física, de La ciencia jovial, en el cual se
cuestionan en forma radical los pilares de la moral kantiana: la conciencia como sede
de lo incondicionado en nosotros y la universalidad de la ley moral de la cual el
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APUNTES DE TEÓRICOS. UI.
imperativo categórico sería su expresión. Nos permitimos reproducir aquí uno de los
pasajes que pone en entredicho algo más que la idea moderna de conciencia:
Veamos pues: cuando el hombre juzga “así es justo”, cuando a partir de allí
concluye “¡por consiguiente tiene que suceder!” y luego hace lo que esa
manera ha reconocido como justo y ha designado como necesario -
¡entonces, la esencia de sus acción es moral! Pero, amigo mío, allí me hablas
de tres acciones en lugar de una: también tu juicio, por ejemplo, “así es
justo”, es una acción. ¿No podría juzgarse tanto de una manera moral como
de una inmoral? ¿Por qué consideras a ésta, y precisamente a ésta como
justa? “Porque me lo dice mi conciencia: ¡la conciencia nunca habla
inmoralmente, es la que primero determina lo que debe ser moral!” ¿Pero
por qué escuchas el lenguaje de tu conciencia? ¿Y hasta qué punto tienes
derecho a considerar como verdadero e infalible ese juicio? Para esta
creencia -¿no hay ninguna otra conciencia? ¿No sabés nada acerca de una
conciencia intelectual? ¿De una conciencia detrás de tu “conciencia”? Tu
juicio “así es justo” tiene una prehistoria en tus instintos, inclinaciones,
repulsiones, experiencias e inexperiencias; “¿cómo surgió allí?”, tienes que
preguntar, y todavía a continuación: “qué me impulsa propiamente a
prestarle oído”.22
El pasaje es notable porque cuestiona no sólo la idea de conciencia sino también las
representaciones que nos hacemos de los juicios, acciones y pensamientos: para
Nietzsche enjuiciar y pensar son acciones (y cada acción que acometemos, dirá el
filósofo alemán, es única e irrepetible). Pero el tema central es el desfondamiento de
la conciencia como tribunal último del juicio moral: la idea nietzscheana de una
conciencia detrás de la conciencia, o de una prehistoria (de instintos y experiencias)
que antecede a toda historia que se nos hace consciente a través del contenido del
juicio, acompaña la sospecha hegeliano-marxista de que el lenguaje de la conciencia es
un producto de relaciones histórico-sociales (y no la expresión de una facultad siempre
igual a sí misma que oficia de sede de lo incondicionado) y anticipa, de algún modo, la
hipótesis freudiana del inconsciente pulsional, de un ello detrás del yo y el súper yo. La
idea de una conciencia detrás de la conciencia necesita ser tematizada de algún modo,
pues la no tematización de la conciencia y sus resultados, los puede transformar, igual
que las mercancías en el capitalismo, en productos cuya génesis (como la génesis de
los valores) queda impensada.
Es notable también la pregunta doble que realiza Nietzsche hacia el final del
fragmento: ¿cómo surgió el juicio moral?, ¿qué nos impulsa a prestarle oídos? El cómo
(que necesita para emerger de una genealogía de los valores morales) y el qué (que
exige mapear la organización de las fuerzas interiores y exteriores de eso que
llamamos conciencia) como preludios del quién (que implica afirmar la potencia
creativa y destructiva de la voluntad de poder). Así, respecto del origen de los juicios
morales dice Nietzsche unas líneas más debajo de la cita escogida: “que sientas algo
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APUNTES DE TEÓRICOS. UI.
como justo, puede tener su causa en que nunca reflexionaste acerca de ti mismo y
aceptaste ciegamente lo que desde tu infancia se te dijo que era justo”, lo cual implica
admitir que todo juicio tiene una doble historicidad: la personal y la comunitaria, la
individual y la cultural.
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Con todo, será preciso interrogarse por lo que esta hipótesis deja afuera: la tradición
ilustrada, democrática, secular, libertaria, igualitaria, que lejos de ser incorporada, es
vista como la causa de los males presentes. Desde nuestra perspectiva, no estamos
obligados a elegir alguna de las dos propuestas normativas de la GT que describimos
(la ética de las virtudes aristótelica y la moral ilustrada kantiana) y tampoco estamos
forzados a tomar partido tan rápidamente por la crítica nietzscheana. Pivotearemos
durante toda la primera parte de la cursada entre estas tres filosofías para hacer más
intenso el reconocimiento y la comprensión del lenguaje y los problemas que nos
propone la Ley de la Ética. Y su comunidad. Porque seguimos, a no olvidarlo, bajo su
influjo.
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kantiana, sino que también se dirime un modo de entender la labor del pensar, de la
razón y de la filosofía, así como de comprender la ética en el horizonte del ethos
crítico:
El coraje de nuestra razón, nuestro valor, veremos, y también nuestra libertad, se liga a
la posibilidad de desarrollar una ontología de nosotros mismos, es decir, un lógos o
discurso reflexivo sobre lo que hemos llegado a ser, o más específicamente, una
interrogación sobre los límites de nuestra actualidad, y la posibilidad de franquearlos.
Especificar una ontología del presente comporta la tarea de inquirir los límites y
condiciones de posibilidad de dicha actualidad. Implica, por tanto, el análisis y la
especificación de los principios de inteligibilidad, leyes, conceptos, perspectivas,
valores morales y ficciones, que nos hacen ser lo que somos, y también, lo que no
somos, lo que no podemos pensar, hacer o conocer. Será en el horizonte de una
ontología de nosotros mismos, donde Foucault situará la figura del ethos crítico. Allí, en
la tarea de desplegar una ontología crítica de nosotrxs mismxs, se pone en juego la
posibilidad de una relación creativa, crítica y vital con nuestra actualidad, y –vale la
pena decirlo- con nuestra herencia (ilustrada).
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¿Cómo entender, entonces, este ethos crítico que recupera Foucault? Repasemos lo
que decíamos de Aristóteles cuando trazamos los pilares de la GT. En la Ética
Nicomáquea definía a las virtudes éticas como aquellas que, procedentes del hábito,
constituyen un ethos o una héxis, i.e., un modo de ser. Los modos de ser se adquieren
a través del ejercicio, de la reiteración de actividades por parte del agente moral. Por
medio de la constitución de un hábito, de una costumbre, en la cual debemos ser
educados, y en la cual debemos formarnos a nosotros mismos. En su distinción entre
virtudes morales e intelectuales, Aristóteles explica la producción de un hábito
selectivo, a partir de la reiteración de actividades recurrentes y voluntarias. Así, nos
convertimos en hombres virtuosos realizando acciones virtuosas. La idea de ethos
implica la construcción por parte del agente moral de un modo de ser que ha de ser
entendido también como una tarea, como una práctica permanente en la que es
posible anclar, o más bien construir, un carácter estable, más no por ello pasivo o
irreflexivo.
Es esta idea de ethos, entendido como una actitud o modo de ser reflexivo que
demanda un trabajo por parte del sujeto sobre sí mismo, lo que Foucault recuperará
de la antigüedad clásica para repensar la herencia ilustrada. Doble herencia, y, como
veremos, doble (im)piedad foucaultiana. La primera impiedad, de tinte nietzscheano,
consiste en reivindicar la herencia ilustrada en términos de un ethos crítico capaz de
corroer los propios contenidos doctrinales de la época de la luces. La segunda
impiedad del francés radica, por su parte, en la recuperación del ethos clásico como
una práctica permanente cuya función no será, como lo fuese en la antigüedad clásica
y helenística, la institución de un mecanismo de protección o de búsqueda de
serenidad o templanza. En su lugar, la formación de una actitud crítica y reflexiva
implicará la puesta en cuestión, en riesgo, del propio sujeto en formación, así como de
los límites (históricos) de su actualidad. En este sentido podemos decir que el ethos
clásico adquiere, nuevamente, un matiz nietzscheano al abrirse al horizonte de lo aún
no visto, de lo aún no pensado, del “peligroso quizás".
En tanto modo de ser o ethos, la crítica puede ser comprendida como un arte, como
una techné o praxis que implica una práctica que el sujeto realiza consigo mismo de
manera sostenida. En tanto práctica de sí, remite a lo que Foucault denomina la
tercera dimensión de la experiencia, la dimensión ética que analiza las prácticas de
subjetivación: “Entendemos por experiencia la correlación, dentro de una cultura,
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desarrollar una verdad absoluta, sino de mostrar su función en las relaciones de poder
que nos atraviesan y constituyen. Como lo explica Edgardo Castro, "situándose bajo la
égida de Nietzsche, Foucault concibe la tarea de la filosofía como un trabajo de
diagnóstico y no como la búsqueda de una verdad intemporal".33 De allí que resulte
crucial para el francés analizar críticamente esos saberes, conceptos y creencias que
marcan el horizonte posible de nuestra contemporaneidad, tanto en lo que respecta a
nuestro conocimiento como a lo que concierne a las prácticas generales a partir de las
cuales llegamos a ser lo que (no) somos. Si la crítica es un arte, una técnica de
indocilidad reflexiva frente a los límites cognoscitivos (y ontológicos) de la actualidad,
si es un modo de no ser gobernados de “una cierta manera” (de este modo, por éstos y
a este precio), es porque ella toma posición frente a dicho presente, y por tanto, frente
a nosotrxs mismxs. De allí que la crítica sea, en su praxis, ontología del presente. Como
sostiene Butler:
***
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La crítica es, en tanto virtud o modo de ser, un ejercicio cuestionador que el sujeto
puede hacer consigo mismo. Un arte decía Foucault, un modo de recrearnos a nosotrxs
mismos, de ejercer, con el pensamiento, nuestra libertad, aquella que se nos juega
cuando intervenimos en los juegos de verdad, de poder y de subjetivación, cuando
alumbramos sus límites y cegueras, sus vacíos y sus silencios. Nietzsche nos lo advierte,
la crítica no tiene nada de impersonal cuando se pone al servicio de la vida, de aquello
que hemos llegado a ser, y de lo por venir, de aquello que podemos llegar a ser. Es, si
es verdadera virtud, cuestionamiento de nuestras verdades -y no veneración de las
mismas. La crítica cobra de este modo, nueva impiedad foucaultiana, el signo del
riesgo y el franqueamiento posible. Lejos del sueño heleno de construir un “cinturón
protector” para ponernos a resguardo de las calamidades y contingencias de nuestras
existencias, y también a distancia de la veneración de los límites kantiana, la crítica
cobra la tesitura nietzscheana del riesgo y la aventura. La misma se constituye en un
ejercicio de cuestionamiento de nuestras limitaciones históricas y situacionales, de sus
saberes y de sus creencias, y emerge -por tanto- como una práctica riesgosa.
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Llegados a este punto del desarrollo foucaultiano de la crítica, podemos esquivar una
de las trampas que parece habernos legado la GT, aquella que ha enfrentado de
manera dicotómica a Aristóteles y Kant, o que incluso ha opuesto -como MacIntyre- la
posición nietzscheana a la del estagirita. Ubicar a la ética en el horizonte de la
ontología de nosotrxs mismxs, nos posiciona de manera tensionada e inestable dentro
(y frente) a la ley (y la herencia) de la GT. Por un lado, nos relaciona de manera in(fiel)
con el legado clásico y helenístico de la teoría de la virtud y la inquietud de sí, por el
otro, nos permite recuperar de manera "invertida" nuestra herencia crítica ilustrada; y
por último, ubica el legado aristotélico-kantiano del ethos-crítico en las coordenadas
genealógico-críticas del peligroso quizás nietzscheano.
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Notas
1
La totalidad de estos APUNTES de TEÓRICOS son reflexiones, tentativas de análisis y
explicaciones que sirven de encuadre y orientación para la lectura de algunos de los textos
citados. No tienen el carácter exhaustivo de una tesis, ni la pretensión de constituir una
"explicación última" o "definitiva" de los escritos, problemas y autorxs tratados. Se trata de
hipótesis provisorias de lectura y trabajo en proceso, tentativas hermenéuticas que se saben (y
se asumen) como tales. Les pedimos, entonces, que los tomen como lo que son: “apuntes” de
clases. No reemplazan en modo alguno la lectura de la fuentes principales tratadas y citadas.
2
En estas primeras líneas seguimos la excelente introducción a la ética del filósofo argentino
Ricardo Maliandi (ver Maliandi, R., Ética: conceptos y problemas, Bs As, Biblos, 2004) y parte de
las clases del Profesor Carlos Cullen respecto de las corrientes y temas de la ética filosófica.
3
Se puede consultar al respecto, el citado texto de Maliandi y también el de Guariglia, O.,
Vidiella G., Breviario de Ética, Bs As, Edhasa, 2011, que utilizaremos en varios pasajes de esta
introducción.
4
Maliandi, R., Ética: conceptos y problemas, Cap. IV.
5
La idea de gran tradición la formulamos a partir de tres fuentes: MacIntyre, que la usa
recurrentemente cuando habla de tradición de las virtudes; Adorno, que en un texto
denominado Sobre la tradición hace un uso histórico crítico de la categoría; y, finalmente, del
pensador polaco Tatarkiewicz, quien en Historia de seis ideas (Madrid, Tecnos, 2001), utiliza el
sintagma Gran Tradición para pensar la tradición estética de occidente.
6
MacIntyre, A., Tras la virtud, Barcelona, 1987, Cap. 12.
7
Para la Ética Nicomáquea usamos dos traducciones: Aristóteles, Ética Nicomáquea, Trad. Julio
Pallí Bonet, Madrid, Gredos, 2008, (1904.a); y también la edición de Colihue (Bs As, 2007) con
la traducción de Eduardo Sinnott. En general citamos según la traducción de Sinnott, con
ligeras variaciones nuestras.
8
Para una visión general más o menos clásica del pensamiento de Aristóteles se puede
consultar Ross, W.D., Aristóteles, Bs As, Ed. Charcas, 1981. Para una visión de conjunto de su
moral de las virtudes: Guariglia, O., La Ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Bs As, 1997.
9
Cfr. Guariglia, ob. cit. Cap. 4.
10
Sinnott traduce eudaimonía por dicha y Bonet por felicidad.
11
Ibídem, 1102a 5-8.
12
MacIntyre, A., ob. cit. Cap. 12.
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13
Cfr. Ross, ob. cit. Cap. VII.
14
Ibídem, 1103 b3.
15
En lo relativo al concepto de prudencia es de primer orden la lectura de Aubenque, P., La
prudencia en Aristóteles, Trad. Lucía Belloro, Bs As, Las cuarenta, 2010.
16
Ibídem, 1107a.
17
Höffe, O., Immanuel Kant, Barcelona, 1986.
18
Kant, I., Crítica de la razón práctica, Trad. Roberto Aramayo, Madrid, Alianza, “Colofón”,
2000.
19
Cullen, C., Introducción a la Ética (material de cátedra). Se trata de un texto breve que
sugerimos lean con atención porque resume las líneas problemáticas generales que nutren lo
que aquí llamamos la G.T.
20
Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Trad. García Morente, Bs As,
Eudeba, 1998, Cap. 2.
21
MacIntyre, A., ob.cit. Cap. 9.
22
Nietzsche, F., La ciencia jovial, Trad. J.J. Jara, Caracas, Monte Ávila, 1990.
23
Para un desarrollo de la relación de la filosofía ética de Foucault y el pensamiento kantiano,
ver: Álvarez Yágüez, J., “Introducción. Una ética del pensamiento” en: Foucault, M., La ética del
pensamiento. Para una crítica de lo que somos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015.
24
Nietzsche afirma en el Fragmento Póstumo del Otoño de 1887 que "en las estimaciones de
valor se expresan condiciones de conservación y crecimiento" Fragmentos póstumos (1885-
1889), Madrid, Tecnos, 2006, p. 242-243.
25
La (re)inscripción de la propuesta foucaultiana en términos de una "ontología del nosotrxs
mismxs" tiene por miras "(des)generizar" dicha clave hermenéutica. En efecto, como señalan
Diaz Villa, G., Marzano, V. et al en un texto sobre el que volveremos en la Unidad 5, la "x" que
encontrarán diseminada aquí y allá en nuestros apuntes y fichas de cátedra, "apunta a
contrastar críticamente el protocolo hegemónico de la construcción masculina del sujeto
universal. No es la mera inclusión -políticamente correcta- de ‘ellos y ellas’, sino una crítica al
sentido distribucionista y prescriptivo de lo masculino y lo femenino en el uso hegemónico y
habitual de la gramática castellana para referirse a lxs sujetxs. La incomodidad que genera la
‘x’ en la lectura y la (imposible) pronunciación puede parangonarse con la incomodidad que
sienten aquellxs que no se sienten representadxs o interpeladxs ni por el ´ellos’ ni por el ‘ellas’
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(en Diaz Villa, G., Marzano, V, et al, "El aborto lesbiano que se hace con la mano" en Revista
Bagoas, estudes gays, gêneros e sexualidades, Nº 9, en prensa.)
26
Foucault, M., “¿Qué es la ilustración? (1983)” en ¿Qué es la ilustración?, Madrid, La piqueta,
1996, p. 82.
27
Ibídem, p.82. Cabe señalar que en Kant la “analítica de la verdad” que lleva a cabo en sus
grandes obras críticas constituye el modo en que se actualiza o actúa su “ontología del
presente”. A juicio del filósofo, el desarrollo de una crítica de la razón pura teórica y práctica
constituye el modo en que es posible acceder a la “mayoría de edad”, es decir, a la libertad del
pensamiento; lo cual exige su presente histórico. Para acompañar el desarrollo de la ilustración
es necesario emprender el camino de la crítica filosófica pura. Lo que equivale a decir que, a
diferencia de la “elección filosófica” que plantea Foucault, en Kant la vía de la “analítica de la
verdad” y la vía de la “ontología del presente” son complementarias.
28
Ibíd., pp. 80-81.
29
Foucault, M., Historia de la sexualidad. II. El uso de los placeres, Trad. M. Soler, Buenos Aires,
Siglo XXI, 1996, p. 8.
30
La perspectiva ética, preocupada por analizar las “prácticas de sí” o “tecnologías de la
subjetivación”, es la que predomina en el tercer y cuarto volúmenes de la Historia de la
sexualidad, cuyos títulos son: 2. El uso de los placeres y 3. La inquietud de sí, respectivamente.
Por otro lado, cabe destacar el curso dictado en el Collège de France entre 1981 y 1982,
reunido en La hermenéutica del sujeto, Buenos Aires, FCE, 2001, donde hay un amplio análisis
de las “tecnologías del yo” desde la cuestión de la “inquietud de sí”. Ver también los textos
reunidos en: Tecnologías del yo y otros textos afines, Buenos Aires, Paidós, 2008.
31
Ver Foucault, M., "Clase del 3 de Febrero de 1892" en Hermenéutica del sujeto", Buenos
Aires, FCE, 2006.
32
Foucault, M., “¿Qué es la crítica?” en Revista de Filosofía, n° 11, 1995.
33
Castro, E., El vocabulario de Michel Foucault, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2004,
p. 344.
34
Butler, J., "¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud en Foucault", trad. M. Expósito,
revisada por J. Barriendos, en The Political: Readings in Continental Philosophy, London: Basil
Blackwell, 2002.
35
Foucault, M., “¿Qué es la ilustración? (1984)", en ¿Qué es la ilustración?, p.104.
36
Ibídem, p. 105.
32