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George Orwell

COMPILACIÓN
DE ESCRITOS

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CARTA A Rayner Heppenstall
George Orwell

The Stores
Wallington.
Nr. Baldock, Herts.
31 de julio de 1937

Querido Rayner,

Muchísimas gracias por tu carta. Me alegro saber de ti. Espero que Margaret esté mejor.
Suena muy mal, pero por lo que me dices supongo que aún está levantada y haciendo sus
cosas.

Nuestra estancia en España fue interesante pero bastante tremenda. Por supuesto, no habría
dejado que Eileen viniese conmigo ni habría ido yo mismo probablemente si hubiese previsto
los acontecimientos políticos, sobre todo la supresión del POUM, el partido en cuya milicia
serví. Fue un raro asunto. Empezamos como heroicos defensores de la democracia y
terminamos saliendo a toda prisa por la frontera perseguidos por la policía jadeando a nuestros
talones. Eileen estuvo maravillosa, incluso parecía disfrutar de aquello. Pero aunque nosotros
nos libramos bastante bien, casi todos nuestros amigos y conocidos están en la cárcel y es
probable que sigan allí indefinidamente, sin que se les acuse de nada más que de
«trotskismo». Cuando me marché ocurrían allí las cosas más terribles, detenciones en masa,
heridos sacados a rastras de los hospitales y encerrados en la cárcel, gente hacinada en
asquerosos tugurios donde apenas tenían sitio para tumbarse, presos apaleados y casi
muertos de hambre, etcétera. Pero es imposible lograr que se publique algo de eso en la
prensa inglesa -como no sea en las publicaciones del ILP, afiliado al POUM.

Tuve una divertida experiencia sobre esto con el New Statesman. Tan pronto como salí de
España, telegrafié de Francia pidiendo si querían un artículo y claro dijeron que si, pero
cuando vieron que mi artículo trataba de la supresión del POUM dijeron que no lo podían
publicar. Para endulzar la negativa me pidieron la critica para un libro muy bueno que había
salido hacia poco, The Spanish Cockpit (La cabina española) que destapa muy efectivamente
todo lo que ha pasado. Pero una vez más, cuando vieron mi critica no la podían publicar así
«por ir contra la línea editorial», aunque me ofrecieron pagarme la critica de todas maneras -
como si fuera un soborno para callarme. Tengo también que cambiar de editor, por lo menos
para este libro. Gollancz forma desde luego parte del tinglado comunista y en cuanto se enteró
de que yo había estado asociado al POUM y los anarquistas y que estuve en los motines de
mayo en Barcelona, dijo que no podría publicar mi libro aunque aún no había yo escrito ni una
palabra de éste. Creo que debió de prever muy astutamente que sucedería algo por el estilo
pues cuando fui a España redactó un contrato en el que se comprometía a publicarme mis
novelas pero no otros libros. No obstante tengo otros dos editores tras de mí y creo que mi
agente, con mucha visión, ha conseguido que compitan en sus ofertas. Aunque he comenzado
ya ese libro [Homenaje a Cataluña] tengo todavía los dedos agarrotados.

Mi herida no fue gran cosa pero es un milagro que no me costara la vida. La bala me cruzó
limpiamente el cuello y falló lo que se proponía encontrar excepto una cuerda vocal, o más
bien el nervio del que depende, que está paralizado. Al principio no me salía en absoluto la voz
pero ahora la otra cuerda compensa y la estropeada puede o no curarse. Mi voz es ya

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prácticamente normal aunque no puedo gritar. Tampoco me es posible cantar pero la gente
dice que eso no importa. Me alegro bastante de que una bala me haya herido pues creo que
eso nos pasará a todos en un futuro próximo y celebro que no le cause a uno daño realmente.
Lo que he visto en España no me ha hecho un cínico pero me hace pensar que el futuro es
muy tétrico. Es evidente que la gente puede dejarse engañar por lo del antifascismo lo mismo
que se dejó llevar por el asunto de la pobre y pequeña Bélgica y cuando llegue la guerra
participarán en seguida en ella. No estoy de acuerdo, sin embargo, con la actitud pacifista
como creo que lo estás tú. Aún creo que es necesario luchar a favor del socialismo y contra el
fascismo, quiero decir luchar físicamente y con armas, aunque hay que saber quién es quién.
Quiero hablar con Holdaway para saber qué piensa del problema español. Es el único
comunista más o menos ortodoxo de los que conozco a quien respete. Me disgustará que me
suelte la misma defensa de la democracia y condena de los «trotskofascistas» que lo demás.

Me gustaría mucho verte, pero no creo que esté en Londres próximamente, al menos que me
vea obligado a ello por el trabajo. Estoy avanzando en mi libro que quiero tenerlo terminado
para Navidad, también muy atareado arreglando el jardín después de tanto tiempo fuera.
Mantente en contacto de todas maneras y déjame tu dirección. No puedo ponerme en contacto
con Rees. Estaba en el frente de Madrid y no había prácticamente comunicación. Tuve noticias
de Mutry que parecía en las últimas sobre algo. Au Revoir.

Tuyo, Eric.

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LA UTOPÍA DE OSCAR WILDE*
George Orwell

La obra de Oscar Wilde está siendo recuperada intensamente en los escenarios y en la


pantalla cinematográfica, y conviene recordar que ni Salomé ni Lady Windermere fueron sus
únicas creaciones. Por ejemplo, el texto El alma del hombre en el socialismo, publicado por
primera vez hace aproximadamente sesenta años, ha envejecido bien. Su autor no era
socialista en el sentido activo de la palabra, pero era un simpatizante, y un observador
inteligente. Aunque sus profecías no se hayan cumplido, el transcurso de los años no les ha
quitado todo interés.

La visión de Wilde sobre el socialismo, que en su época debía ser compartida por muchas
personas que no la expresaron tan bien como él, es utópica y anarquizante. En su opinión, la
abolición de la propiedad privada posibilitará un pleno desarrollo del individuo, y nos liberará
de "la mezquina necesidad de vivir para los otros". En el futuro socialista no solo no habrá
pobreza ni inseguridad, tampoco existirá la esclavitud del trabajo, la enfermedad, la fealdad ni
el desperdicio del espíritu humano en fútiles enemistades y rivalidades.

El sufrimiento dejará de ser importante: por primera vez en su historia el hombre podrá
desarrollar su personalidad a través de la alegría y no mediante el padecimiento. Los delitos
desaparecerán, pues no habrá razones económicas para cometerlos. El Estado dejará de
gobernar y se mantendrá simplemente como un órgano para la distribución de los bienes
necesarios. La totalidad de las actividades desagradables se realizarán por las máquinas, y
todo el mundo será completamente libre para elegir su trabajo y su manera de vivir. El mundo
se poblará de artistas, cada uno de los cuales buscará la perfección en la forma que le parezca
mejor.

Leer actualmente estas optimistas previsiones provoca bastante tristeza. Por supuesto, Wilde
sabía que en el movimiento socialista existían tendencias autoritarias, pero no creía que
fuesen a imponerse. Con una especie de ironía profética, escribió: "No puedo creer que haya
hoy ningún socialista que proponga que por las mañanas fuera un inspector de casa en cada
casa para obligar a cada ciudadano a levantarse y a efectuar su trabajo manual durante ocho
horas". Esto, lamentablemente, es exactamente lo que propondrían numerosos socialistas de
hoy en día. Evidentemente algo ha fallado. El socialismo, en el sentido de colectivismo
económico, está conquistando el mundo con una rapidez que apenas habría parecido posible
hace sesenta años, pero la utopía, en todo caso la utopía de Wilde, no está más cercana de lo
que estaba. ¿Dónde está el error?

Si analizamos la obra de Wilde, se observa que el autor hace dos suposiciones bastante
comunes, las cuales carecen de fundamento. Una de ellas es que el mundo es inmensamente
rico y que el problema estriba en la mala distribución de las riquezas. Wilde parece afirmar que
cuando se igualen las cosas entre el millonario y el barrendero, habrá bastante para todos.
Antes de la revolución rusa esta creencia estaba muy extendida -una frase muy repetida
mencionaba la existencia de "hambrientos en medio de la abundancia"-, pero era totalmente
injustificada, y pudo mantenerse tan solo porque los socialistas pensaban siempre en los
países occidentales desarrollados y se olvidaban de la tremenda pobreza de Asia y África. En
realidad, el problema del mundo en su conjunto no es cómo repartir la riqueza que existe sino

*
Esta reseña de El alma del hombre en el socialismo, de Oscar Wilde, fue publicada en Observer, el 9 de mayo de
1948. El título no es del autor. Versión de Carlos Artola.

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cómo aumentar la producción pues sin ello la igualdad económica sólo significaría la miseria
común.

En segundo lugar, Wilde supone que es sencillo hacer que todos los trabajos desagradables
sean realizados por máquinas. Afirma que las máquinas son los nuevos esclavos, metáfora
tentadora pero engañosa, pues existen numerosos trabajos -en general, cualquiera que
requiera una gran flexibilidad- que no pueden ser realizados por ninguna máquina. En la
práctica, incluso en los países más industrializados, una enorme cantidad de trabajos
aburridos y agotadores son hechos de mala gana por medio de músculos humanos. Y esto
implica necesariamente que haya alguien que dirija el trabajo, que se respeten unos horarios
fijos, que se diferencien los salarios, y toda la reglamentación que horroriza a Wilde. El
socialismo de Wilde solo podría realizarse en un mundo más rico que el actual, y mucho más
avanzado en el aspecto técnico. La abolición de la propiedad privada, por sí sola, no daría de
comer a todo el mundo. Significa únicamente el primer paso de un período de transición que
inevitablemente será trabajoso, incómodo y largo.

Pero esto no quiere decir que Wilde estuviera totalmente equivocado. Lo malo de los períodos
de transición es que la dura actitud que generan tiende a volverse permanente. Todo indica
que es lo que ha ocurrido en la Rusia soviética. La dictadura supuestamente establecida para
un objetivo limitado en el tiempo ha echado raíces y ha permanecido, y hemos llegado a un
punto en que se piensa que el socialismo significa campos de concentración y policía secreta.
Por lo tanto, el panfleto de Wilde y otros escritos similares -Noticias de ninguna parte, por
ejemplo- tienen un valor. Podría ser que en ellos se pida lo imposible, y que a veces parezcan
anticuados y ridículos -al fin y al cabo toda utopía refleja necesariamente las ideas estéticas de
su propia época-, pero al menos miran más allá de la etapa de las colas para la comida y de
las disputas de partido, y le recuerdan al movimiento socialista su objetivo original y medio
olvidado de la fraternidad humana.

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THE LAST DAYS OF MADRID*
(Los últimos días de Madrid, de S. Casado)
George Orwell

Aunque no muchas personas fuera de España habían oído hablar de él antes de principios de
1939, el nombre del coronel Casado siempre será recordado en conexión con la guerra civil
española. Él fue quien desbancó al Gobierno Negrín y negoció la rendición de Madrid –y dada
la situación militar real y el sufrimiento del pueblo español, es difícil no estar de acuerdo en que
tenía razón. La cosa realmente vergonzosa, como dice con convicción Mr. Croft-Cooke en su
prólogo, es que se dejase que la guerra durara tanto tiempo. El coronel Casado y sus
colaboradores fueron denunciados en todo el mundo en la prensa de izquierdas, como
traidores, cripto-fascistas, etc., etc., pero estas acusaciones causaron mala impresión
proviniendo de gente que se habían puesto a salvo mucho antes de que Franco llegara a
Madrid. Besteiro, que participó en la Administración Casado y luego se quedó para responder
a los fascistas, también fue denunciado como «pro-Franco». Besteiro fue condenado a treinta
años de prisión. Realmente los fascistas tienen una curiosa manera de tratar a sus amigos.

Quizás el interés principal del libro del coronel Casado es la clarificación de la intervención
rusa en España y la reacción española a ella. Aunque personas bien intencionadas lo negaron
entonces, hay poca duda de que desde mediados de 1937 hasta casi al final de la guerra el
Gobierno español estaba directamente bajo el control de Moscú. Los motivos ulteriores de los
rusos son poco claros, pero parece que querían instalar en España un Gobierno obediente a
sus órdenes y en el Gobierno Negrín lo hallaron. Pero el intento de conseguir el apoyo de la
clase media produjo consecuencias inesperadas. En los inicios de la guerra los adversarios
principales de los comunistas en su lucha por el poder fueron los anarquistas y socialistas de
izquierda, y por lo tanto el énfasis de la propaganda comunista fue hacia una política
«moderada». El resultado de esto fue dar poder a oficiales y funcionarios «burgueses
republicanos», de los cuales el coronel Casado se hizo el líder. Pero estas personas eran
antes que nada españolas y se resentían de la interferencia rusa casi tanto como de la
alemana o la italiana. En consecuencia la lucha comunista-anarquista fue seguida de otra
lucha de comunistas contra republicanos, hasta que al fin el Gobierno Negrín fue derrocado y
muchos comunistas perdieron la vida.

Una pregunta muy importante que esto sugiere es si un país occidental puede de hecho ser
controlado por comunistas a las órdenes de Moscú. Será una pregunta que volverá a surgir si
hubiera una revolución de izquierda en Alemania. La inferencia del libro del coronel Casado
parece ser que un pueblo occidental u occidentalizado no se dejará gobernar por Moscú por un
período largo de tiempo. Dando todo el margen al prejuicio que sin duda siente contra los
rusos y sus agentes comunistas locales, su explicación no deja muchas dudas de que el
dominio ruso fue resentido de una manera generalizada y profunda en España. También
sugiere que fue el conocimiento de la intervención rusa que hizo decidir a Inglaterra y Francia
abandonar a su suerte al Gobierno español. Esto parece más dudoso. Si los Gobiernos
británico y francés hubieran realmente querido contrarrestar la influencia rusa, el modo
realmente más eficaz sería equipar con armas al Gobierno español, pues había quedado claro
desde el inicio que cualquier país que ofreciera armas podía controlar la política española. Se
debe concluir que los Gobiernos británico y francés no sólo querían que ganara Franco, sino
que hubieran preferido un Gobierno controlado por los rusos a una combinación socialista-
anarquista bajo un líder como Largo Caballero.

*
Reseña crítica aparecida en Time and Tide, 20 de enero de 1940.

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El libro del coronel Casado da cuenta detallada de los acontecimientos que condujeron a la
capitulación y es uno de los documentos que siempre tendrán que estudiar los futuros
historiadores de la guerra española. [La reseña incluye a continuación algunos comentarios
sobre otra obra, que se han suprimido].

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POR QUÉ ESCRIBO*
George Orwell

Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería
escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo
hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o
temprano habría de ponerme a escribir libros.

Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años y
apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y
pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años
escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener
conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis
ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las
palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables
creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi
fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados
con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes no llegó a una
docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi
madre). Tan sólo recuerdo de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía
"dientes como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio
de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un
poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre
la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e
inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté
escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con
aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto,
con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho.
Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían
en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra
teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la
redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas
eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en
ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince
años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una "historia" continúa de mí
mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en
los niños v adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo,
Robin Hood, y me representaba a mi mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero
pronto dejó mi "narración" de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la
descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos
fluían por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo
amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una
caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo,
avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja
seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en
mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la

*
Texto publicado originariamente en la revista Gangrel nº 4, verano de 1946. Traducción de Rafael Vázquez
Zamora en A mi manera, Ed. Destino 1976.

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impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de
coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración" reflejaría los estilos de los
varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma
meticulosa calidad descriptiva.

Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo,
los sonidos y las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me
parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir
cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede
decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes
novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles
impresionantes, y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las
Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar,
Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más
bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un
escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus temas estarán determinados por la
época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como
el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que
nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento v
evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa
de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la
necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos
para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno
de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos
motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado
después de la muerte, resarcirse de los mayores que le despreciaron a uno en la infancia,
etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los
escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados,
militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran
masa de los seres humanos no es intensamente egoísta. Después de los treinta años de
edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser
individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero
también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia
vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores
serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos
interesados por el dinero.

2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las
palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la
firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una
experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy
débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto
tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle
especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté
por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de
consideraciones estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y
almacenarlos para la posteridad.

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4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más amplio posible. Deseo
de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la
clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está
libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política
ya es en sí misma una actitud política.

Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de
una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando "naturaleza" como el
estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres
primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros
ornamentales o simplemente descriptivos v casi no habría tenido en cuenta mis lealtades
políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero
estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en
Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi
aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia
de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la
naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para
proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española,
etc. Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde
estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra
el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una
tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas.
Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno
toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia
política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad
estética e intelectual.

Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos
en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento
a escribir un libro no me digo: 'Voy a hacer un libro de arte." Escribo porque hay alguna
mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y
mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un
libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El
que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un
político profesional consideraría irrelevante. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por
completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud
seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra.
Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría
intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y
aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a
realizar.

No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el


problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro
sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente
político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante
objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras
cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los
trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de
un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un
crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?",
me dijo. "Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era
verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido
enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me
hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.

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De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil
y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos
pintorescamente v con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado
uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en
el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el
artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra
enseguida. Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué
clase de libro quiero escribir.

Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al
escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión
sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo
de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una
larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún
demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es
sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin
embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente
por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo
decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser
seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado
un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto
traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos
decorativos y, en general, tonterías.

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UNA BUENA TAZA DE TÉ*
George Orwell

Si buscas 'té' en el primer libro de cocina que cae en tus manos, seguramente no lo
encontrarás.; o a lo máximo hallarás un par de líneas con unas escuetas instrucciones que no
contienen los puntos más importantes.

Hecho curioso, no sólo porque el té es uno de los productos más importantes de la civilización
de este país, de Irlanda, Australia y Nueva Zelanda, sino porque su método de preparación es
motivo de las más violentas disputas.

Cuando leo mis propias instrucciones para la taza perfecta de té, encuentro un mínimo de
once puntos importantes. Dos de ellos son ampliamente aceptados, pero al menos cuatro son
altamente controvertidos. He aquí mis propios once puntos, considerados por mí como reglas
de oro:

Primero: Uno debería utilizar té de la India o de Ceilán. El té chino tiene sus virtudes que hoy
en día no deben ser despreciadas -es barato, y se puede beber sin leche- pero no es muy
estimulante. Uno no se siente más sabio, más bueno u optimista después de beberlo.
Cualquiera que utiliza la frase "una buena taza de té" siempre se refiere al té de la India.

Segundo: El té debe prepararse en pequeñas cantidades, es decir, en una tetera. Un té


preparado fuera de una urna siempre es insípido, que como el té del ejército, que se prepara
en grandes cacerolas, sabe a grasa y detergente. La tetera debería estar hecha de porcelana
china o barro cocido. Las teteras de plata o de porcelana británica producen un té de inferior
calidad y otras teteras aún son peor. Sin embargo, las teteras de estaño no están tan mal.

Tercero: La tetera debe calentarse previamente. Es mejor hacerlo sobre una estufa de leña
que llenándola de agua caliente.

Cuarto: El té debería ser fuerte. Para una tetera de un cuarto y si quieres llenarla hasta el
borde, seis cucharadas de té deberían ser suficientes. En tiempos de racionamiento, esto no
se puede hacer cada día de la semana, pero yo mantengo que una taza de té fuerte vale más
que veinte tazas de té débil. Todos los amantes del té no sólo lo quieren fuerte, sino que cada
año lo preparan más potente –un hecho que se reconoce con una ración extra para los
pensionistas.

Quinto: El té debe colocarse directamente en la tetera. No utilices tamices, bolsas de tela u


otros artefactos que aprisionan el té. En algunos países, el té se coloca en unas cestas
colgantes para retener las hojas del té, que se supone son venenosas. En realidad, uno se
puede tragar una considerable cantidad de hojas de té sin efectos secundarios. Si el té no está
suelto dentro de la tetera, la infusión nunca es suficiente.

Sexto: Uno debe ir con la taza hasta la tetera, y no al revés. El agua debe hervir en el
momento del impacto, lo cual significa que debe estar sobre el fuego un segundo antes de
verterla en la tetera. Hay gente que afirma que sólo debería utilizarse agua recién hervida,
pero yo personalmente no he notado diferencia alguna.

*
Publicado en el Evening Standard el 12 de enero de 1946. (The Collected Essays, Journalism and Letters of
George Orwell, Volumen 3, 1943-45, Penguin. Traducido por Manel Franquesa, subsubdirector de La Veritat,
diario renacentista de Castelldefels.

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Séptimo: Hecho el té, uno debería removerlo o mejor mover la tetera y seguidamente dejar que
las hojas se depositen en el fondo.

Octavo: Uno debería beberlo en una buena taza de desayuno –es decir, la típica taza cilíndrica
alta y no la plana y poco honda. En la taza cilíndrica cabe más y el té no se enfría antes de
llevarla a los labios, como ocurre con la taza ancha y baja.

Noveno: Uno debería retirar la crema de la leche antes de añadirla al té. La leche demasiado
cremosa modifica el sabor del té.

Décimo: Uno debe verter primero el té en la taza. Este es el punto mas controvertido; de
hecho, en todas las familias británicas hay dos escuelas sobre el tema. La escuela de "la leche
primero" puede tener algunos argumentos de peso, pero yo sigo opinando que mi argumento
es irrefutable: al poner primero el té y removiéndolo mientras se vierte la leche, uno puede
ajustar exactamente la cantidad de leche. En el caso inverso, uno podría haber puesto
demasiada leche.

Y por último: El té -excepto si se bebe al estilo ruso- debería beberse sin azúcar. Se muy bien
que en este punto formo parte de la minoría. Pero ¿cómo puede un amante del té destruir su
sabor metiendo azúcar? También se podría meter sal o pimienta... El té debe ser amargo,
como la cerveza. Si lo endulzas, ya no sientes su sabor. Podrías crear un brebaje similar
simplemente añadiendo azúcar a una taza de agua caliente...

Alguna gente te dirá que no les gusta el té en sí, que lo beben para calentarse o estimularse y
que necesitan ponerle azúcar para eliminar el sabor del té. A esta gente equivocada, yo le
digo: "intenta beber té sin azúcar durante un par de días y es muy improbable que vuelvas
nunca a estropearlo añadiendo azúcar".

Estos no son los únicos puntos de la controversia sobre cómo beber té, pero son suficientes
para mostrar lo sofisticado que se ha vuelto este tema. También existe todo esta misteriosa
etiqueta social que envuelve la taza de té (por ejemplo ¿por qué se considera una vulgaridad
beber el té del platito de la taza?) y existe mucho escrito sobre el uso secundario de las hojas
de té, como por ejemplo leer el futuro, la predicción de una eminente visita inesperada,
alimento para los conejos, curar quemaduras y limpiar la alfombra. Lo importante es poner
atención a detalles como calentar la tetera y utilizar agua que está hirviendo para conseguir
estas veinte tazas de buen y fuerte té a partir de una ración de onzas...

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UNA EJECUCIÓN
George Orwell

Ocurrió en Birmania, una mojada mañana durante la estación de las lluvias. Una luz enfermiza,
como de papel de aluminio amarillento, se colaba sobre los altos muros y llegaba hasta el patio
de la cárcel. Estábamos esperando cerca de las celdas de los condenados, que eran unos
cobertizos semejantes a pequeñas jaulas para animales cerrados frontalmente por barrotes
dobles. Cada celda medía alrededor de diez pies1 cuadrados y se hallaban completamente
vacías a excepción de un tablón para dormir y un jarro con agua. En algunas de ellas se
agazapaban, agarrados a los barrotes interiores, unos hombres morenos y silenciosos,
envueltos en sus mantas. Eran los condenados, que serían ahorcados entre la próxima
semana y la siguiente.

Sacaron de su celda a un prisionero. Era un hindú, un hombre delgado e insignificante con la


cabeza afeitada y unos ojos vagos y acuosos. Tenía un bigote espeso y saliente,
absurdamente grande para su pequeño cuerpo; parecía más bien un bigote como los de los
actores cómicos de las películas. Seis altos carceleros hindúes lo custodiaban y lo preparaban
para la horca. Dos de ellos se mantenían firmes con rifle y bayoneta calada, mientras que los
otros le ponían unas esposas y pasaban una cadena a través de las esposas para sujetarlo a
sus cinturones, además con una soga le ataban los brazos apretadamente contra su costado.
Luego se apiñaron alrededor suyo, posando sus manos sobre él de forma cuidadosa, como
acariciándolo. Parecía como si quieran asegurarse de que se encontraba allí. Eran como
hombres que sostienen en las manos un pescado todavía vivo y que puede saltar de regreso
al agua. Pero el hombre no oponía resistencia; sometía sus brazos a la soga como si apenas
se diese cuenta de lo que ocurría.

Dieron las ocho, y un toque de corneta desoladoramente débil en el aire húmedo, llegó
flotando desde los distantes cuarteles. El superintendente de la cárcel, que se hallaba
apartado del resto de nosotros, con aire pensativo, pasando su bastón por la arena, levantó la
cabeza al oír el sonido. Era un médico militar, con un bigote gris que parecía un cepillo y de
voz áspera.

− ¡Por Dios, apúrese usted, Francis! -dijo irritado- Ese hombre ya tendría que estar muerto a
esta hora. ¿No está listo todavía?

Francis, el jefe de carceleros, un grueso dravída2 que llevaba uniforme de dril y anteojos
dorados, agitó su negra mano.

− Sí señor, sí señor -balbuceó-. Todo está satisfactoriamente preparado. El verdugo está


esperando. Procedemos enseguida.

− Bueno, a toda marcha entonces. Los presos no pueden desayunar hasta que terminemos
esto.

Nos encaminamos al patíbulo. Dos guardias marchaban uno a cada lado del condenado, con
los rifles al hombro; otros dos marchaban junto a él, sujetándolo por brazos y hombros, como

1
El pie es una unidad de longitud utilizada en el sistema anglosajón de medida. Equivale a 30, 48 centímetros.
2
El término drávida hace referencia a los individuos de un conjunto de pueblos originariamente agricultores que se
extienden desde la India hasta Birmania, hablando de un grupo de lenguas entroncadas entre sí, y que son
característicamente de tez oscura.

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empujándolo y sosteniéndolo al mismo tiempo. Los demás, los magistrados y los otros, los
seguíamos. De pronto, cuando habíamos recorrido diez yardas3, la procesión se detuvo en
seco sin que mediara ninguna orden o advertencia previa. Había ocurrido una cosa horrible: un
perro, venido quién sabe de dónde, había aparecido en el patio. El animal se acercó hasta
nosotros brincando y ladrando fuertemente. Saltaba a nuestro alrededor sacudiendo todo su
cuerpo, loco de alegría al encontrar tanta gente. Era un perro muy lanudo, medio Airedale,
medio callejero. Correteó durante un momento a nuestro alrededor y luego, antes de que nadie
pudiera detenerlo, se fue derecho sobre el prisionero, tratando de lamerle la cara. Todos nos
quedamos estupefactos, demasiado sorprendidos para intentar apartar al perro.

− ¿Quién dejó entrar a ese maldito animal? -dijo enojado el superintendente- ¡Que alguien se
lo lleve!

De la escolta salió un guardián que intentó, con bastante torpeza, sujetar el perro, pero éste
saltó y se puso fuera de su alcance, tomando todo como parte del juego. Un joven carcelero
euroasiático cogió un puñado de piedrecillas y trató de alejar al animal arrojándoselas, pero el
perro las esquivó y vino de nuevo hacia nosotros. Sus ladridos resonaban contra los muros de
la cárcel. El prisionero, sujeto por guardianes, miraba sin curiosidad, como si ésta fuese otra
formalidad de la ejecución. Pasaron varios minutos antes de que alguien se las arregló para
agarrar al perro. Entonces le sujetamos pasando mi pañuelo a través de su collar, y
proseguimos nuestra marcha mientras el perro intentaba soltarse y se quejaba.

Faltaban unas cuarenta yardas para llegar a la horca. Miré la espalda desnuda y morena del
prisionero, que marchaba delante de mí. Caminaba desgarbadamente al llevar los brazos
atados, pero muy decididamente, con ese balanceo de los hindúes, que nunca enderezan las
rodillas. A cada paso se movían sus músculos, los cabellos de su cabeza se movían arriba y
abajo, y sus pies dejaban huellas impresas en la tierra húmeda. Y en un momento, a pesar de
los hombres que le sujetaban los hombros, se hizo levemente a un lado para evitar un
pequeño charco del camino.

Es curioso, pero hasta ese instante yo nunca me había dado cuenta de lo que significa matar a
un hombre que tiene salud y es consciente. Cuando vi al prisionero hacerse a un lado para
evitar el charquito comprendí el misterio, el indescriptible error de arrancar una vida humana
cuando se halla en todo su vigor. Aquel hombre no se estaba muriendo, estaba tan vivo como
nosotros. Todos los órganos de su cuerpo funcionaban: los intestinos digiriendo los alimentos,
la piel renovándose, las uñas creciendo, los tejidos formándose. Todo ello trabajando sin
sentido. Las uñas aún estarían creciendo cuando él se hallara sobre la plataforma, cuando
estuviera cayendo por el aire con una décima de segundo de vida por delante. Él seguía
viendo la grava amarillenta y los muros grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía,
razonaba..., sí, razonaba incluso acerca de los charcos. Él y nosotros formábamos un grupo de
hombres que caminaban juntos, viendo, oyendo, sintiendo, comprendiendo el mismo mundo. Y
en dos minutos, tras un brusco chasquido, uno de nosotros no estaría más... una mente
menos, un mundo menos.

La horca se levantaba en un pequeño patio separado del cuerpo principal de la prisión y


cubierto de una maleza alta y espinosa. Era una instalación de ladrillo, como tres paredes de
un cobertizo, cubierta con tablas y por encima de éste dos vigas y un travesaño del cual
colgaba la soga. El verdugo, un convicto de cabellos canos vestido con el uniforme blanco de
la prisión, esperaba debajo. Cuando entramos nos saludó inclinándose servilmente. A una
orden de Francis los dos guardianes, que sujetaban al prisionero más fuertemente que nunca,
en parte le condujeron y en parte le empujaron hacia la horca, ayudándole torpemente a subir
la escalera. Entonces subió el verdugo y colocó la soga alrededor del cuello del condenado.

3
La yarda es una unidad de longitud utilizada en el sistema anglosajón de medida. Equivale a tres pies, es decir
aproximadamente a 0,9144 metros.

15

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Nos quedamos esperando, a cinco yardas de distancia. Los guardianes habían formado un
tosco círculo alrededor del patíbulo. Y entonces, cuando el lazo corredizo estaba colocado, el
prisionero comenzó a llamar a gritos a su dios. Era un grito fuerte y reiterado, "¡Ram!, ¡Ram!,
¡Ram!", no urgente y temeroso como un rezo o una llamada de auxilio, sino continuo y rítmico,
casi como el tañido de una campana. El perro contestó con unos lamentos. El verdugo, de pie
sobre el tablado, tapó el rostro del condenado con un saquito de algodón parecido a los de
harina. Pero seguía oyéndose, a través de la tela, el grito que persistía, una y otra vez: "¡Ram!,
¡Ram!, ¡Ram!".

El verdugo bajó y sujetó la palanca, listo para actuar. Parecieron transcurrir minutos. El
constante y apagado grito proseguía sin cesar: "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!". El superintendente, con
la barbilla inclinada sobre el pecho, removía lentamente la tierra con su bastón; tal vez
estuviera contando los gritos, concediendo al prisionero un número determinado de estos,
cincuenta quizás, o cien. Todos habían cambiado de color. Los hindúes se habían puesto
grises como un café malo, y una o dos de las bayonetas temblaban. Mirábamos al hombre
amarrado y encapuchado sobre la plataforma, y escuchábamos sus gritos... Cada uno de ellos
representaba otro segundo de vida. Todos teníamos el mismo pensamiento: "¡Por favor,
mátenlo pronto, acaben de una vez, terminen con ese ruido abominable"!

De pronto el superintendente se decidió. Levantó la cabeza e hizo un rápido ademán con el


bastón.

− ¡Chalo! -exclamó casi ferozmente.

Se produjo un ruido estridente, y luego un silencio mortal. El prisionero había desaparecido por
la trampa y la soga se enroscaba sobre sí misma por el peso que tenía más abajo. Solté al
perro y éste se encaminó enseguida hacia la parte posterior de la horca, pero cuando llegó allí
se detuvo bruscamente y luego se retiró a un rincón del patio, donde se quedó entre los
arbustos, mirándonos con temor. Dimos la vuelta a la parte descubierta de la horca para
inspeccionar el cuerpo. Éste se balanceaba con los dedos de los pies apuntando al suelo;
giraba muy lentamente, inerte como una piedra.

El superintendente alargó el bastón hasta tocar el cadáver desnudo y moreno, que osciló
levemente.

− Perfecto -dijo.

Se alejó de la horca y exhaló un profundo suspiro. La expresión de enfado había desaparecido


de pronto de su rostro. Echó una mirada a su reloj de pulsera.

− Las ocho y ocho minutos. Bueno, eso es todo por esta mañana, a Dios gracias.

Los guardianes retiraron las bayonetas de los fusiles y se alejaron. El perro, tranquilo y
consciente de haberse portado mal, se marchó tras ellos. Salimos del patio donde se
levantaba la horca, pasamos después ante las celdas de los condenados con los prisioneros
que esperaban, y entramos en el gran patio central de la prisión. Los convictos, custodiados
por carceleros armados con lathis, ya estaban recibiendo el desayuno. Se hallaban sentados
en cuclillas, formando largas filas; cada hombre tenía un cazo de estaño, mientras que dos
guardianes con baldes les servían arroz con cucharones. Después de la ejecución, aquella
parecía una escena doméstica y alegre. Experimentábamos un enorme alivio ahora que la
tarea estaba terminada. Un impulso de cantar, de echar a correr, de bromear. A un mismo
tiempo todo el mundo empezó a charlar alegremente.

El muchacho euroasiático que caminaba a mi lado volvió la cabeza hacia el camino por donde
habíamos venido, sonriendo como persona entendida.

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− ¿Sabe usted, señor? Nuestro amigo, -dijo refiriéndose al ahorcado- cuando supo que se
había desechado su apelación, se orinó sobre el piso de su celda. De miedo que tenía. Por
favor, señor, sírvase uno de mi cigarrillos. ¿No le resulta estupenda mi nueva pitillera de
plata, señor? De un vendedor ambulante, dos rupias y ocho annas. De clásico estilo
europeo.

Algunos se rieron, aunque nadie pareció estar seguro del motivo.

Francis caminaba junto al superintendente, parloteando sin cesar.

− Y bien, señor, todo ha transcurrido muy satisfactoriamente. Terminó así... ¡flik! No siempre
ess4 así, ¡oh! ¡no! He conocido casos en que el doctor tuvo que ir hasta la horca y tirar de
las piernas del prisionero para estar seguro de la muerte. ¡Sumamente desagradable!

− ¿A tirones, eh? ¡Qué feo! -dijo el superintendente.

− ¡Oh! Ess peor cuando se ponen tercos, señor. Un hombre, recuerdo, se agarró a los
barrotes de su celda cuando fuimos a buscarlo. No podrá creerlo, señor, pero se
necesitaron seis carceleros para sacarlo, tres tirando de cada pierna. Nosotros
razonábamos con él. "Buen hombre", le dijimos, "piensa en todas las molestias y retrasos
que nos estáss causando". Pero, ¡Nada! ¡No hacía caso! Fue de lo más fastidioso.

Descubrí que me estaba riendo a carcajadas. Todos se reían. Hasta el superintendente


sonreía indulgentemente.

− Será mejor que salgamos todos a tomar un trago -dijo muy animado-. En el coche tengo
una botella de whisky; nos vendrá bien.

Traspasamos las grandes verjas dobles de la prisión y salimos al camino.

− ¡Conque tirándole de las piernas! -exclamó de pronto un magistrado birmano, estallando en


una carcajada.

Todos volvimos de nuevo a reírnos. En ese momento la anécdota de Francis parecía


extraordinariamente cómica. Nativos y europeos bebimos juntos, amigablemente. El cadáver
se hallaba a cien yardas de nosotros.

[Adelphi, 1931, Versión castellana de Carlos Artola]

4
Francis tiene un acento peculiar que le hace arrastrar algunas veces la “s”.

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YO HE SIDO TESTIGO EN BARCELONA*
George Orwell

BREVE INTRODUCCIÓN

Extraído de un artículo aparecido en la revista inglesa “Controversy”, en agosto de 1937 y


también incluido en el número 255 de “La Révolution Prolétarienne”, 25 de septiembre de
1937, como así mismo en la página web de la “Fundación Andreu Nin”. El presente texto no
fue incluido en la recopilación “Mi guerra de España” (Editorial Destino, 1978). George Orwell,
que ya había iniciado la redacción de su “Homenaje a Cataluña”, efectúa en este texto una
valoración personal de las Jornadas de Mayo de 1937 en Barcelona, de las que fue testigo
presencial. Este texto ha sido rescatado en España por Agustín Guillamón.

“YO HE SIDO TESTIGO EN BARCELONA”

Ya se ha escrito mucho sobre las revueltas de mayo en Barcelona, y un cuadro sinóptico de


los principales acontecimientos ha sido minuciosamente trazado por Fenner Brockway en el
panfleto “La verdad sobre las jornadas de Barcelona”; cuadro que, en mi opinión, es
totalmente exacto. Creo, pues, que lo más útil que puedo hacer es añadir simplemente, en mi
calidad de testigo ocular algunas notas marginales referentes a algunos puntos
particularmente discutidos.

Consideremos, ante todo, la cuestión de la meta perseguida, suponiendo que exista alguna,
por la pretendida insurrección.

La prensa comunista ha afirmado que todo había sido una tentativa cuidadosamente
preparada para derribar al Gobierno, e incluso para entregar Cataluña a los fascistas,
provocando la intervención extranjera en Barcelona. Esta última insinuación es demasiado
ridícula para precisar una refutación. ¿Si fuera cierto que el POUM y el ala izquierda de los
anarquistas se hubieran aliado a los fascistas, cómo explicar que los milicianos en primera
línea no hayan desertado, dejando una brecha abierta en el frente? ¿Cómo explicar que los
transportistas, miembros de la CNT, hayan continuado, a pesar de la huelga, el abastecimiento
de víveres al frente? Sin embargo, no puedo afirmar con plena certidumbre que un proyecto
revolucionario preciso no haya existido en el ánimo de un pequeño número de extremistas, los
bolchevique-leninistas en particular (que se tiene la costumbre de llamar trotsquistas), que
distribuyeron octavillas en las barricadas. Lo que puedo afirmar es que los hombres de las
barricadas no han considerado en ningún momento que tomaron parte en una revolución.
Todos teníamos la sensación de estar defendiéndonos de una tentativa de golpe de Estado
por parte de los guardias civiles que se habían apoderado por la fuerza de la Central
Telefónica, y que aún podían apoderarse de otros locales si no nos mostrábamos
determinados a luchar. Mi interpretación de la situación se basa en lo que los hombres hacían
y decían realmente en aquel momento, y es la siguiente: los trabajadores bajaron a la calle
espontáneamente para defenderse, y sólo había dos cosas que conscientemente querían, la
restitución de la Central Telefónica y el desarme de los odiados guardias civiles. Hay que tener

*
Preparado y “reproducido” para Internet por: (I. E. A.): “Instituto de Estudios Anarquistas” (Santiago, Chile,
mayo de 2005).

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en cuenta también el resentimiento causado por la creciente miseria en Barcelona y el lujoso
tren de vida de la burguesía. Ahora bien, es probable que existiera la posibilidad de derribar el
Gobierno si se hubiera encontrado un jefe capaz de sacar partido. Parece plenamente
admitido que el tercer día los obreros estaban en condiciones de tomar el poder en la ciudad;
no puede negarse que los guardias civiles estaban profundamente desmoralizados y se
rendían en masa. El Gobierno de Valencia podía, ciertamente, enviar tropas frescas para
aplastar a los trabajadores (envió seis mil guardias de asalto cuando la lucha había acabado);
pero no podía mantener esas tropas en Barcelona si los transportistas decidían no
abastecerlos. Sin embargo, de hecho, no se encontró un jefe revolucionario decidido. Los
líderes anarquistas desaprobaron toda la acción y dijeron: Volved al trabajo. Los líderes del
POUM permanecieron dudosos. Las órdenes que recibimos en las barricadas defendidas por
hombres del POUM, órdenes que emanaban directamente de la dirección del POUM, nos
conminaban a sostener a la CNT, pero sin disparar, a menos que nos disparasen primero o
que nuestros locales fueran atacados. (Personalmente, he sufrido en varias ocasiones el
tiroteo, sin disparar como respuesta). Luego, como los víveres iban disminuyendo, los
trabajadores, poco a poco, unos tras otros, volvieron al trabajo; y naturalmente, una vez que se
les dejó dispersarse sin dificultad, empezaron las represalias.

Saber si se debió sacar partido de la situación revolucionaria es otra cuestión. Si he de dar mi


opinión, yo respondería no. En primer lugar, es dudoso que los trabajadores hubiesen podido
conservar el poder más de algunas semanas; y, en segundo lugar, ello hubiera significado la
pérdida de la guerra contra Franco. Por otra parte, la actitud esencialmente defensiva de los
obreros era a todas luces legítima: estuviesen o no en guerra, tenían el derecho de defender lo
que habían conquistado en julio del 36. Quizá sea obvio decir que la revolución ha sido
definitivamente perdida en esos días de mayo. Pero creo, sin embargo, que es un mal menor,
aunque, a decir verdad, muy poco menor, el de perder la revolución que el de perder la guerra.

El segundo punto discutido concierne a los participantes. La táctica de la prensa comunista,


casi desde el principio, fue la de pretender que la insurrección era únicamente, o casi
únicamente, obra del POUM (secundado por algunos malhechores irresponsables, si hemos
de creer el Daily Worker de Nueva York). Cualquiera que estuviese en Barcelona en esa época
sabe que es una afirmación absurda. La enorme mayoría de los que defendían las barricadas
pertenecían generalmente a la CNT. Y es este un punto importante, pues el POUM ha sido
recientemente suprimido como chivo expiatorio de la revuelta de mayo; los cuatrocientos, o
más, miembros del POUM, que pueblan en estos momentos las celdas inmundas e infestadas
de chinches de Barcelona, lo están, oficialmente, por su participación en los disturbios de
mayo. Es, pues, esencial demostrar que por dos buenas razones el POUM no ha sido, ni podía
ser el motor. Primera razón: el POUM era un partido minoritario. Si se suma al número de
miembros del partido los milicianos en permiso, y los apoyos y simpatizantes de todo tipo, el
número de miembros del POUM en la calle no se acercaba ni con mucho a los diez mil (y
probablemente no eran más de cinco mil); ahora bien, el número de participantes en la
revuelta se cifraba en decenas de millares. Segunda razón: hubo una huelga general, o casi
general, que duró varios días. Sin embargo, el POUM no tenía por sí solo poder alguno para
desencadenar una huelga, y la huelga no hubiera tenido lugar si los militantes de la CNT no
hubiesen querido. En cuanto a los comprometidos en el otro lado de la barricada, el “Daily
Worker” de Londres, en una de sus ediciones, tuvo la desvergüenza de pretender que la
insurrección había sido reprimida por el Ejército Popular. Todos saben en Barcelona, y el
“Daily Worker” no puede ignorarlo, que el Ejército Popular ha permanecido neutral y sus
tropas no han salido de sus acuartelamientos durante todo el período de disturbios. Algunos
soldados, sin embargo, tomaron parte, pero a título individual. Yo he visto dos, uno en las
barricadas del POUM.

El tercer punto concierne a la pretendida acumulación de armas del POUM en Barcelona.

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Se ha difundido de tal modo este cuento que incluso un observador como H. N. Brailsford, por
lo general con gran sentido crítico, lo acepta sin verificarlo, llegando a hablar de tanques y
piezas de artillería que el POUM habría robado en los arsenales del Gobierno (New
Statesman, 22 de mayo). En realidad, el POUM poseía desgraciadamente pocas armas, tanto
en el frente como en la retaguardia. Durante los combates callejeros, estuve en las tres
principales fortalezas del POUM, la sede de su Comité Ejecutivo, la del Comité Local y el Hotel
Falcón.

Vale la pena enumerar detalladamente el armamento almacenado en estos edificios. Había en


total unos ochenta fusiles, algunos de ellos defectuosos, además de algunas viejas armas de
distintos modelos, todas fuera de uso por carencia de proyectiles adecuados. En cuanto a las
municiones: unos cincuenta cartuchos por fusil, ninguna ametralladora, ni pistolas, ni balas de
pistola, algunas cajas de granadas de mano, que además nos habían sido enviadas por la
CNT tras el inicio del combate. Un eminente oficial de milicias que me habló sobre el tema
pensaba que en Barcelona el POUM poseía en total unos 150 fusiles y una sola ametralladora.
Era, pues, como se ve, el armamento justo para los guardias que en esta época, todos los
partidos sin excepción, PSUC, CNT-FAI, situaban en sus locales más importantes. ¿Quizá se
argumentará que, incluso durante las jornadas de mayo, el POUM continuaba escondiendo
sus armas? ¿Pero entonces en qué queda la teoría de la revuelta de mayo, insurrección
dirigida por el POUM para derrocar al Gobierno? En realidad, el mayor culpable, y con mucho,
en cuanto al tema de las armas retenidas lejos del frente es el propio Gobierno. La infantería
en el frente de Aragón estaba mucho peor armada que en Inglaterra un colegio de OTC. Por el
contrario, las tropas de la retaguardia, guardias civiles, guardias de asalto, carabineros, que no
habían sido destinados al frente, sino a mantener el orden (en realidad: intimidar a los
trabajadores) en la retaguardia, estaban armadas hasta los dientes. Las tropas del frente de
Aragón tenían fusiles Mauser deteriorados que se encasquillaban generalmente al cabo de
cinco disparos, una ametralladora por cada cincuenta hombres, y una pistola o revólver por
cada treinta hombres. Y esas armas, tan necesarias en las trincheras de la línea de fuego, no
eran distribuidas por el Gobierno, sino que habían de ser compradas ilegalmente y con
grandes dificultades. Los guardias de asalto poseían fusiles rusos, flamantemente nuevos,
además cada grupo de doce hombres tenía su ametralladora. Estos datos hablan por sí solos.
Un Gobierno que envía muchachos de quince años al frente con fusiles viejos con más de
cuarenta años, y guarda sus hombres más fuertes y sus armas más modernas en la
retaguardia, está manifiestamente más asustado por la revolución que por los fascistas. Ahí
está la explicación de la debilidad de la política de guerra de los últimos seis meses, y del
compromiso mediante el cual seguramente se terminará la guerra.

Cuando el POUM, la oposición de izquierda (pretendidamente trotsquista) heredera del


comunismo español, fue suprimida el 16 y 17 de junio, el hecho en sí mismo no sorprendió a
nadie. Ya desde mayo, e incluso desde febrero, era evidente que el POUM sería liquidado si
los comunistas conseguían sus propósitos. Sin embargo, lo repentino de la supresión y la
mezcla de perfidia y brutalidad con la que fue llevada la acción, cogió a todos, incluso a los
líderes, desprevenidos.

Oficialmente, el partido fue suprimido haciendo recaer sobre los jefes del POUM la acusación,
repetida durante meses en la prensa comunista sin que fuera tomada en serio por nadie en
España, de estar a sueldo de los fascistas.

El 16 de junio, Andrés Nin, el líder del partido, fue arrestado en su despacho. La misma noche,
sin previo aviso, la policía irrumpió en el hotel Falcón, una especie de pensión familiar
organizada por el POUM y frecuentada principalmente por los milicianos con permiso,
deteniendo a todos los que allí se encontraban, sin acusarles de nada en particular. Al día
siguiente por la mañana, el POUM fue declarado ilegal, y todos sus locales, no solamente las
oficinas, bibliotecas, etc., sino también las librerías y sanatorios para los heridos fueron
embargados por la policía. En pocos días casi la totalidad de los cuarenta miembros del

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Comité Ejecutivo fueron detenidos. Uno o dos de ellos, habiendo conseguido esconderse,
fueron obligados a entregarse cuando, con medios sacados de los fascistas, se tomó a sus
mujeres como rehenes. Nin fue transferido a Valencia, y de allí, a Madrid, acusado de haber
vendido informaciones militares al enemigo. Es inútil decir que las habituales confesiones, las
misteriosas cartas escritas con tinta invisible, y otras pruebas, estaban ya listas para salir con
tal abundancia que, razonablemente, no se podía considerarlas sino como preparadas con
antelación. Hacia el 19 de junio, desde Valencia llegó a Barcelona la noticia de que Nin había
sido fusilado. Esperábamos que el rumor fuera falso, pero apenas es necesario subrayar la
obligación para el Gobierno de Valencia de fusilar algunos, una docena, quizá líderes del
POUM si quiere que sus acusaciones sean tomadas en serio. Durante este tiempo, la base del
partido, no solamente los miembros, sino también los soldados pertenecientes a las milicias
del POUM, y los simpatizantes o apoyos de cualquier tipo eran arrojados a prisión en cuanto la
policía podía capturarlos. Quizá sea imposible realizar una estadística exacta, pero todo indica
que, durante la primera semana, hubo más de cuatrocientas detenciones, solamente en
Barcelona. Se sabe, sin lugar a dudas, que las prisiones estaban tan llenas que un elevado
número de prisioneros hubo de ser encerrado en tiendas y otros depósitos provisionales.
Según todas mis investigaciones ninguna distinción se ha hecho en estas detenciones entre
los que tomaron parte o no en los disturbios de mayo. En cambio, la prohibición del POUM
tuvo validez retroactiva. Dado que el POUM acababa de ser ilegalizado, todos los que, en
alguna ocasión, habían pertenecido al POUM fueron considerados infractores de la ley. La
policía arrestó incluso a los heridos de los sanatorios. Entre los detenidos en una de las
prisiones he visto, por ejemplo, dos hombres conocidos por mí, amputados de una pierna; y
también un niño que no tenía más de doce años.

Y hay que pensar en lo que significa prácticamente el encarcelamiento en España en este


momento. Sin hablar de la superpoblación de las cárceles provisionales, de las condiciones
insalubres, de la falta de luz y aire y de la alimentación inmunda, se da la ausencia total de
algo que pudiera parecerse a la legalidad. Nada más legítimo, por ejemplo, que el habeas
corpus; pues bien, según la ley actualmente vigente en España, o, en todo caso, según su
aplicación actual, cualquiera podía ser encarcelado indefinidamente, no sólo sin juicio, sino
incluso sin acusación. Y en tanto no existe acusación, las autoridades pueden, si quieren,
incomunicarle (es decir, uno no tiene el derecho de comunicarse ni siquiera con un abogado ni
cualquier otra persona ajena a la prisión). Es fácil entender qué valor cabe dar a las
confesiones obtenidas en tales condiciones. La situación es peor aún para los más pobres,
dada la supresión del Socorro Rojo del POUM, que facilitaba un abogado a los encarcelados, y
que ahora ha sido suprimido como otras organizaciones del POUM.

Pero el aspecto más odioso, quizá, de todo sea el haber impedido deliberadamente que toda
información sobre estos hechos llegase a las tropas del frente de Aragón, por lo menos
durante cinco días o más. Precisamente yo estaba en el frente del 15 al 20 de junio. Me
trasladaron en ambulancia a pueblos de segunda línea, Siétamo, Barbastro, Monzón, etcétera.
En todos estos lugares, los cuarteles generales de milicias del POUM, sus Comités del
Socorro Rojo y demás organizaciones funcionaban normalmente; incluso tan lejos como en
Lérida (a 100 kilómetros de Barcelona) y hasta el 20 de junio, absolutamente nadie sabía que
el POUM había sido suprimido; no se decía una palabra en los diarios de Barcelona, mientras
en el mismo momento en los de Valencia (que no llegaban al frente de Aragón) resplandecía el
relato de la traición de Nin.

Como tantos otros camaradas he conocido la amarga experiencia del regreso a Barcelona
para encontrarme con la supresión del POUM durante mi ausencia. Por suerte, fui prevenido
justo a tiempo para poder escaparme, pero otros no tuvieron ocasión. Todo miliciano del
POUM que viniese del frente en esta época podía elegir entre esconderse inmediatamente o
ser metido instantáneamente en prisión. ¡Una recepción verdaderamente agradable tras tres o
cuatro meses en primera línea del frente! La razón de esto era evidente: la ofensiva de Huesca
acababa de empezar, y el Gobierno temía probablemente que si los milicianos del POUM se

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enteraban de lo que sucedía, estos abandonasen el frente. Personalmente no creo que la
fidelidad de los milicianos se hubiera debilitado. Pero, en todo caso, tenían derecho a conocer
la verdad. Hay algo indeciblemente odioso en el hecho de enviar hombres al combate (cuando
yo abandonaba Siétamo, la lucha ya se había iniciado y los primeros heridos, metidos en las
ambulancias, eran zarandeados en las abominables carreteras) ocultándoles que en ese
mismo momento, a sus espaldas, su partido era suprimido, sus jefes denunciados como
traidores, y sus amigos y parientes metidos en prisión.

El POUM era sin duda el más débil en número de todos los partidos revolucionarios, y su
supresión no atañe, sino relativamente, a pocas personas. Según todos los indicios, no habrá
en total más que una veintena, de fusilados o condenados a largas penas de prisión,
centenares de existencias destrozadas, y algunos millares de perseguidos pasajeramente. Sin
embargo, su supresión es, como síntoma, muy importante. En primer lugar, muestra
claramente al extranjero lo que ya era evidente a ojos de algunos observadores en España:
que el actual Gobierno tiene más puntos de semejanza que de diferencia con el fascismo (Lo
que no significa en modo alguno que no valga la pena luchar contra el fascismo más abierto de
Franco y Hitler. En cuanto a mí, ya había comprendido desde mayo la tendencia fascista del
Gobierno, pero no por eso dejé de ir de nuevo voluntario al frente, como hice).

En segundo lugar, la eliminación del POUM es un signo descorazonador del inminente ataque
contra los anarquistas. Ellos son los enemigos que los comunistas realmente temen, mucho
más de lo que nunca han temido al POUM, numéricamente insignificante. Los líderes
anarquistas han tenido ahora una demostración de los métodos que se emplearán también con
ellos: la única esperanza que resta en lo que atañe a la revolución, y probablemente también a
la victoria en la guerra, es que la lección les sea útil y se decidan y se preparen para
defenderse antes de que sea tarde.

George Orwell, 1937.

http://www.scribd.com/people/view/3502992-jorge

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