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La política exterior en la era de las

ideologías
IRVING KRISTOL

La confusión que reina actualmente acerca de la política internacional tiene


muchas causas; probablemente la más importante sea la obsti nada
subvaloración del papel que desempeñan las ideas políticas en la
configuración de los conflictos mundiales. En el ámbito de lo que se conoce
con el nombre de “relaciones internacionales”, las ideas se consi deran
como elementos extraños, intempestivos o perturbadores. La expre sión
“relaciones internacionales” es habitual en el medio universitario, que
todavía contempla la política a través del prisma del siglo XIX, cuando los
Estados nacionales emprendían sin tregua maniobras y manipulaciones
para crear un “equilibrium”, siempre más favorable para los “intereses
nacionales” de una o más de las partes. En este mundo viven y respiran los
profesionales de la diplomacia cuando desempeñan su trabajo.

Algo hay de verdad en esta concepción de la política internacional, pero en


el siglo XX se trata de una verdad marginal. Este modelo puede servir para
comprender el conflicto entre Grecia y Turquía, o el contencioso entre
Argentina y Chile, pero no puede explicar, sin embargo, el conflicto entre
Israel y el mundo árabe, porque los Estados nacionales árabes subordinan
sus derechos territoriales a la fe islámica. Tampoco podría explicar la
política exterior iraní del “ayatollah” Jomeini. Esta visión a la vez
académica y diplomática del mundo reviste un carácter totalmente secular;
pero resulta confusa e inútil en cuanto las ideas religiosas pasan a ser un
factor decisivo en la política exterior. Su fracaso resulta lógico, porque el
concepto moderno de “relaciones internacionales” surgió como una
reacción contra las guerras religiosas en la Europa de los siglos XVI y
XVII.

Lo mismo sucedió con la noción del “interés nacional”. En su momento de


máximo esplendor fue una idea constructiva, ya que tuvo más fuerza que
las pasiones religiosas y las ambiciones dinásticas para elaborar la política
exterior de los Gobiernos. El orgullo de la propia grandeza nacional,
basado en el sentimiento nacionalista del pueblo, sirvió de impulso a
muchas grandes empresas. La Revolución francesa, en sus años iniciales
de beligerancia contra las monarquías europeas, demostró un celo
ideológico que no tuvo par en siglos posteriores, pero ese celo quedó
pronto desplazado al dejarse llevar Napoleón por los tradicionales objetivos
dinásticos. Después de la Restauración, el nacionalismo francés, con su
símbolo de Marianne recién estrenado, fue el motor de la política exterior
francesa:

La noción del “interés nacional” estuvo vigente en un siglo (1815 -1914) en


el que hubo relativamente pocos conflictos entre las grandes potencias
(como nuestros libros de texto llamaban a las naciones de Eur opa), y,
cuando se produjeron, éstos fueron más bien breves. La lucha sin tregua
por la hegemonía fue una empresa tenaz, pero también dentro de unos
horizontes muy limitados. La meta era ser sólo “primus inter pares”, el
primero entre iguales. En esta com petición, los, derechos de las naciones
más pequeñas o más débiles se veían a menudo conculcados, pero las
grandes potencias ostentaban una presencia permanente. Ninguna de ellas
alentó sueños de dominación que la incitase a superar en poder a todas las
demás juntas. Ninguna se propuso nunca anular la identidad nacional o la
independencia de las otras ni tuvo ambiciones misioneras, en el sentido de
imponer su religión predominante o el propio sistema sociopolítico. Esto es
lo que justamente trataba de impedir la política del “interés nacional”.

Todavía hoy, profesores eminentes creen que


el mundo sería mucho mejor si la vieja
concepción del “interés nacional” volviese a
adquirir vigencia

Esa noción del “interés nacional” limitado, concebido como una pugna en la
que las diferentes potencias aspiraban a ejercer diversos liderazgos,
desapareció con el desastre de la Gran Guerra (como denominaban la pri -
mera guerra mundial nuestros libros de texto). Si una idea de este género
pudo conducir a aquella insensata carnicería multitudinaria, la Humanidad
estaba en su derecho de rechazarla. Todavía hoy, profesores eminentes y
analistas de la política internacional creen que el mundo sería mucho mejor
si la vieja concepción del “interés nacional” volviese a adquir ir vigencia y
las naciones del orbe actuasen según sus presupuestos y sus reglas.
Acaso la Historia les pueda dar la razón, pero no les serviría de nada:
aquello era el producto de un mundo irremisiblemente desaparecido. Si
pudiese renacer, moriría al inst ante

Después de la primera guerra mundial surgieron dos nuevas concepcio nes


del “interés nacional”, patrocinadas por las dos grandes potencias surgi das
tras el conflicto, que exhibían una nueva dimensión ideológica. Ambas se
presentaban como el proyecto de un mundo que superaba los conflictos
nacionales.

Las dos eran radicalmente incompatibles. La, primera estaba impulsada por
el presidente norteamericano W oodrow Wilson, y proclamaba la posibi lidad
de suprimir, e incluso abolir, los conflictos nacionales , asegurando la
autodeterminación a aquellos países capaces de alcanzar la
independencia; posteriormente habría que construir una “comunidad
mundial” que se regiría, o sería obligada a regirse, por normas de Derecho
internacional promulgadas en una Carta. La segunda era la Unión Soviética
leninista, una nueva potencia asentada en un país antiguo, que sostenía
que la paz mundial sólo podría hacerse realidad en un mundo regido por el
orden comunista, una vez suprimidas las auténticas causas de los
conflictos nacionales, que no eran otras que las “contradicciones del
capitalismo”.

Gran parte de la historia mundial entre 1918 y 1980 ha girado en torno al


conflicto de estas dos ideologías, formuladas teóricamente mucho antes
pero nuevas en cuanto a su fuerza política.

No fueron las únicas en este período de la Historia; durante cierto tiem po


hubo una tercera fuerza representada por el nacionalismo racista y me -
siánico de Hitler, un “ayatollah” germánico y pagano que se rebelaba
contra las limitaciones y frustraciones de la modernidad. Estas erupciones
“reaccionarias” son endémicas en el mundo moderno y, aunque poseen
algo de irreal y llegan a causar estragos, parecen condenadas a su
autodestrucción. A pesar de las frustraciones que acarrea el mundo
moderno y aunque de ellas puedan nacer impulsos reaccionarios y
románticos, los pueblos del planeta se resisten profundamente a volver a
ser ciudadanos de un Estado premoderno. Acaso en algún momento
pueden creer que sería posible disfrutar de los beneficios del mundo
moderno –por ejemplo, de la salud y el bienestar material– sin tener que
pagar sus costes (la civilización tecnológica y urbana). Este deseo utópico
puede producir agitación y malestar, pero resulta difícil admitir que ejerza
alguna influencia en el futuro del mundo. Uno de los aspectos más
reveladores del fascismo es lo superficial de sus raíces; hecha abstracción
del terror y la coacción sobre los súbditos, apenas queda nada.

Quizás estamos haciendo una grosera interpretación de los hechos y de la


historia del siglo XX. Acaso este tipo de barbarie reaccionaria es una hidra
de muchas cabezas, que siempre busca un nuevo Belén para renacer.
Acaso no se pueda excluir la posibilidad de que el mundo moderno
sucumba un día a sus ataques y cese de existir. Pero tal y como se han
desarrollado los acontecimientos desde 1945, y atendiendo al presente,
hay que reconocer que la política mundial está en gran medida definida por
el conflicto entre las dos ideologías mencionadas: el internacionalismo
liberal y el marxismo-leninismo. Aunque la mayor parte de las naciones
identifiquen su “interés nacional” con alguna de las dos, lo cierto es que es
en las dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, donde
esos “intereses nacionales” están más entrelazados con esta oposición
ideológica.

Estas ideologías han vacilado, sin embargo, cuando la realidad se ha


obstinado en desmentirlas. El internacionalismo liberal pudo sobrevivir a la
guerra de Corea, pero resultó mortalmente herido en Vietnam. Por otra
parte, las raíces nacionales de esta política, que inspiraban la adhesión
popular a un orden político constitucional y a una economía cuasi
capitalista, permanecieron fuertes y saludables sobre todo en los Estados
Unidos. Por esta causa se percibe en la actuali dad una nueva tentativa de
arbitrar una política exterior acorde con el sistema de valores de
Occidente. La Unión Soviética, por el contrario, ha sufrido el proceso de
distanciamiento de sus propios pueblos respecto a la ideología dominante;
pero tal ideología ha sido y sigue siendo la base de la política internacional
rusa.

Sin embargo, a pesar de incertidumbres y ambivalencias, el conflicto en tre


las dos superpotencias es real, agrio y, al menos hasta el presente, sin que
ninguna mediación lo atenúe. La forma en que se conduce la política
exterior en la actualidad está más en sintonía con el siglo XVII que con el
XIX. La razón es que la distinción entre las ideas religiosas y las ideas
políticas aparece borrosa. Cuando afirmamos que nuestra época está
marcada por el auge de las ideologías, queremos decir que las ideas
políticas inspiran sentimientos y adhesiones de índole cuasi religiosa. Así
es nuestro mundo y por eso el fallo fundamental de la visión académica y
diplomática del siglo XX a la que antes nos referimos es su resistencia a
admitir que el conflicto básico de nuestros días entre la URSS y los
Estados Unidos es un conflicto ideológico.

El internacionalismo liberal pudo sobrevivir a


la guerra de Corea, pero resultó mortalmente
herido en Vietnam

Asistimos a un conflicto producido y sustentado por ideas. Los eruditos han


escrito miles de libros tratando de contradecir esta tesis y pretendiendo
enmarcar este conflicto en el modelo imaginario tradicional de los “intere -
ses nacionales”. Los diplom áticos profesionales de occidente, en sus años
de formación, leen tales libros y –una vez en el ejercicio de su profesión–
se ven sorprendidos por los hechos. Resulta obvio, o por lo menos debería
serlo, que los intereses nacionales de la Unión Soviética y de los Estados
Unidos, tal y como se definirían convencionalmente, no son esencialmente
contradictorios. Es previsible que en ciertos ámbitos se puedan producir
fricciones entre las dos superpotencias, pero en su conjunto no añadirían
nada significativo a la “guerra fría” que viene caracterizando las relaciones
de soviéticos y americanos. O los líderes soviéticos y norteamericanos se
han comportado de forma paranoica durante las últimas décadas (un
inciso: son pocos los eruditos y periodistas que corro boran esta
proposición, que parecerá absurda para la mayoría) o hay un elemento
subrepticio en la política; este “algo más” es la constelación de ideas, las
ideologías que estas dos naciones encarnan.

La Unión Soviética y los Estados Unidos son las dos ú nicas grandes na-
ciones del mundo actual que han nacido por impulso de una opción ideoló -
gica; por eso su entidad como naciones se describe y define en términos
de creencia. Dichas ideologías se basan en valores que se consideran
universales y resultan totalmente incompatibles en su contenido. Nótese
que el concepto de ideologías no designa aquí solamente una concepción
teórica que ha de traducirse en una praxis política; estamos ante el hecho
de que las ideas son el principio vital que configura esta mis ma realidad.
Nadie puede comprender en la actualidad a los Estados Unidos o a la
Unión Soviética sin acometer un estudio serio de las ideologías que
informan sus respectivas políticas, de la misma forma que nadie podría
entender la Iglesia Católica sin un estudio de su doctrina.

Resulta más viable llegar a comprender de esta manera a la Unión So -


viética que a los Estados Unidos, ya que su ideología es una religión
mesiánica, de carácter secular, completamente articulada. Fue fundada en
el siglo XIX por Marx, y Lenin definió su ortodoxia y estableció sus
instituciones autoritarias. Lenin fue una especie de San Pablo del
comunismo. Como algunos afirman, es probable que si Lenin y Marx
viviesen hoy no aprobaran la conducta de su progenie ideológica, pero esto
carece de importancia, ya que se puede decir lo mismo de todos los
movimientos religiosos.

Así, para comprender a la Unión Soviética actual hay que comenzar es -


tudiando a Marx y a Lenin. Pero esto sería sólo el principio. La Unión
Soviética es también la Rusia soviética, por lo cual es todavía más útil
estudiar también la historia rusa, sobre todo la historia intelectual. Pero no
debe surgir en nosotros el dilema de si el factor determinante para
comprender las diversas políticas exteriores que ha desarr ollado la Unión
Soviética es el marxismo-leninismo o el espíritu ruso. Resulta
indispensable estudiar la historia rusa para entender al pueblo ruso; mas
para comprender cómo piensan y actúan los dirigentes soviéticos hay que
fijarse en Marx y en Lenin. Cualquier gobierno ruso se hubiera sentido
satisfecho de extender su esfera de influencia sobre Polonia, Afganistán o
los Dardanelos, pero ningún gobierno anterior soñó jamás con crear
Estados análogos en toda Europa oriental, así como en China, Cuba o
Nicaragua. Por esta causa, ningún gobierno ruso anterior creyó que la
Historia, divinidad que se había revelado a Hegel y a Marx, le había
encomendado una misión redentora para toda la Humanidad.

La distinción entre el régimen soviético y el pueblo ruso result a crucial para


comprender la política exterior soviética. Como se ha advertido fre -
cuentemente, la tentativa de hacer una ortodoxia del marxismo -leninismo
ha fracasado radicalmente. No se ha podido conseguir que el pueblo encar -
ne en su vida los principios de esta ideología, ya que ésta no ha sido
nunca un “credo” vivo ni en la URSS ni en ningún otro país comunista. Las
economías de estos países están inevitablemente destinadas a convertirse
en un espectáculo de esterilidad y de corrupción. Los estudiosos
occidentales no creen necesario analizar el pensamiento de ningún teórico
marxista soviético, ya que en lugar de filósofos parecen teólogos. Un
análisis de la mentalidad del ruso medio nos convence de que la ideología
marxista ha fracasado en su propósito de crear el “hombre nuevo
soviético”.

La ideología soviética se muestra más operante, en contrapartida, en el


ámbito de la política internacional. En ese terreno se puede decir que pro -
duce un fuerte impacto, cómo lo prueba el atractivo que ejerce sobre las
elites inquietas de Occidente o sobre las frustradas minorías del turbulento
Tercer Mundo. El sistema económico soviético, aunque no satisface las mí -
nimas aspiraciones de bienestar de su población, es capaz de crear y de
mantener una poderosa maquinaria de guerra. Así, el sistema soviético se
legitima por su poderío militar y por el éxito que alcanza en su proyección
exterior, y no por otra vía. Si este poder no existiese ni fuera utilizado y re -
forzado incesantemente, el liderazgo soviético se vería a menazado o
perdería legitimidad.
El orden liberal-capitalista americano se ha
convertido en una “ortodoxia popular”, una
especie de religión civil

Por esta causa, cualquier acuerdo de coexistencia con la URSS es una


trampa. Ninguna nación regida por una dictadura marxista-leninista puede
aceptar explícitamente esta idea, y de hecho ninguna la ha llevado a la
práctica. Es interesante advertir que incluso aquellos Estados comunistas
que temen la hegemonía soviética y se le resisten –China y Yugoslavia, por
ejemplo, que mantienen relaciones amistosas con Occidente – no pueden
renunciar al objetivo estratégico de implantar un orden comunista planeta -
rio inspirado en el dogma marxista -leninista. Los que propugnan abierta -
mente el revisionismo son tratados de “herejes imprudentes” y confinados
inmediatamente en prisión.

El orden liberal-capitalista americano, al igual que el marxismo -leninismo,


también tiene aspiraciones universales. Sus defensores creen que la
Historia les da la razón. Pero este credo difiere del soviético en un aspecto
esencial: se ha ido configurando a través de siglos y se ha convertido en
una “ortodoxia popular”; constituye una especie de religión civil, aceptada
implícitamente por todo el pueblo americano, que impregna todo su estilo
de vida, juzgado por sus ciudadanos como lo mejor que pueden ofrecer al
mundo. Prueba de ello es que este “credo ideológico” se ha convertido en
una filosofía pública, tan profundamente arraigada en el pensamiento ame -
ricano que el gobierno estadounidense es su instrumento más que un
portavoz autorizado. Dicha filosofía pública y el estilo de vida que
promueve son tan poderosos que incluso los emigrados en fecha reciente
se asimilan con rapidez al sistema.

Por esta causa, la mayoría de los americanos muestran en política exterior


una tendencia al aislamiento en una u otra forma. El, lema de “vive y deja
vivir”, trasladado a la política exterior, re fleja esta actitud. La situación
geográfica de los Estados Unidos, favorable a todas luces, acentúa dicha
predisposición. La frase aludida significa que cualquier política exterior lle -
vada a cabo con excesivo celo y determinación puede desembocar en unos
compromisos exteriores complejos y costosos. Aunque los Estados Unidos
han pensado que su sistema era el modelo en el que las demás naciones
se podían inspirar y a cuya imitación posiblemente se encaminaban, su
espíritu misionero no ha pasado de ser una forma retórica exhortativa. La
expansión de la frontera americana durante el siglo XIX fue sólo un medio
de alentar a los pioneros que se aventuraban por un territorio escasamente
poblado. Es cierto que se produjo una breve llamarada de imperialismo
durante el mandato de Theodore Roosevelt, pero no tuvo apoyo popular.
Además, resultó imposible mantener durante mucho tiempo una aventura
que no era otra cosa que un calco del imperialismo europeo. El pueblo
americano no sintió orgullo por las colonias conquistadas durante este
período. Cuando se garantizó a Cuba y a Filipinas la posibilidad futura de
optar por la independencia, no hubo oposición alguna. Puerto Rico pudo
haber sido independiente si lo hubiese deseado, e incluso todavía podría
ser lo si lo reclamase, pero los puertorriqueños han rechazado
reiteradamente esta opción.

Las relaciones con Iberoamérica son una excepción de esta tendencia al


aislamiento del espíritu americano. Aunque la idea de que los Estados Uni -
dos persiguen la hegemonía en Iberoamérica es un mito pseudomarxista,
es cierto que los americanos han mantenido siempre la firme actitud de no
permitir que una potencia extranjera consiga una posición militar estratégi -
ca en cualquier parte del hemisferio occidental. La doctrina Monroe, no im -
porta cuál sea su formulación, sigue en la actualidad bien viva en la
opinión americana. Los asuntos de América del Sur dejan indiferente a una
abrumadora mayoría de los norteamericanos, a pesar de que continúen
creyendo –en contra de lo evidente– que las naciones del área hispano
parlante irán evolucionando gradualmente hacia un modelo democrático y
capitalista análogo, aunque no igual, al de la república norteamericana.
Pero no son indiferentes a la invasión del vecino continente (así lo
consideran, por lo menos) por parte de potencias extranjeras. Sería una
ventaja para todos que el mundo lo comprendiese.

El persistente impulso al aislamiento que sienten los americanos signifi ca


que el lema “vive y deja vivir” es, dentro de unos limites, una norma de
política internacional que la opinión pública americana ha querido respetar
siempre. Los límites han sido fijados por el moralismo del “credo ideológi -
co” americano. La idea de que los americanos son sensibles a las
violaciones de los derechos humanos en cualquier parte del mundo es tan
antigua como su república. Incluso los aislacionistas más convencidos se
creen obligados a manifestar su reprobación ante la tiranía imperante en
otras partes del mundo. El gobierno americano no ha tenido el menor
reparo en condenar en su actividad diplomática la conducta tiránica de
otros gobiernos, hasta el extremo no infrecuente de aplicar sanciones
económicas y diplomáticas a causa de violaciones flagrantes de los
derechos humanos. Pero jamás ha existido el más mínimo apoyo a la idea
de que los Estados Unidos emprendiesen acciones militares sólo por
razones morales.

La primera guerra mundial situó a los Estados Unidos en el rango de gran


potencia mundial en los planos económico y militar. Este hecho cam bió la
referida situación menos de lo que observaciones superficiales pudie ran
hacer creer y menos de lo que algunos historiadores han admitido. Las dos
guerras mundiales y la de Corea fueron consideradas por los america nos
como guerras defensivas contra la agresión de potencias antidemocráti cas
y expansionistas. Aunque su contenido ideológico fue muy fuerte, se
manifestó sólo en una forma defensiva. En un momento dado, las referidas
potencias parecían bloquear con su agresividad la posibilidad de que la
Historia caminase de acuerdo con el credo ideológico americano. Los
americanos son pacientes –han aprendido a serlo– acerca de la
democratización y liberalización “progresivas” del mundo, pero no tienen un
interés tan imperioso en ello como los soviéticos. Quien compromete su
futuro compromete también su presente y su pasado. Los americanos, a la
inversa de los líderes soviéticos, no creen que se deba acelerar el
advenimiento del futuro; no se consideran comadronas activas, sino
solamente pediatras amables. Es preciso que el futuro corra un serio
peligro para que decidan sumarse (siempre con resistencias) al esfuerzo
de su defensa.

Esta resistencia es razonable. Los Estados Unidos son un país próspero y


burgués y por eso tienden a concentrar su atención en sí mismos. Los so -
ciólogos y la mayor parte de los medios de comunicación se escandalizan
cuando los sondeos revelan la ignoran cia y el desinterés del americano
medio respecto a la política internacional. Pero esto es natural y no debe
inducir a escándalo. Si al aislacionismo se une el hecho de que la mayoría
de los americanos prefieren vivir el credo ideológico americano sin
propagarlo, es normal que contemplen la política internacional como algo
que impide prestar la atención debida a los asuntos nacionales.
EE UU, país próspero y burgués, tiende a
concentrar su atención en sí mismo

Toda la historia de la política exterior americana durante los últimos se-


tenta y cinco años confirma este análisis, a pesar de que algunas impresio -
nes superficiales parezcan sugerir lo contrario. El pueblo americano intervi -
no, muy a pesar suyo, en las dos grandes conflagraciones, y al conclui r
éstas promovió una serie de acuerdos internacionales que eliminasen la
necesidad de tener una política internacional propia. Su proyecto fue,
respectivamente, establecer una comunidad de naciones e incluso una
comunidad mundial que mantuviese “la ley y e l orden” en el mundo, que
disuadiese de la agresión o la reprimiese llegado el caso. Con este criterio
se fundaron la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas. De esta forma
se pretendía que los cambios que sobreviniesen en el orden internacional
fuesen resultado de la negociación y no del conflicto. Esto obedecía a la
visión del mundo que defendía el internacionalismo liberal, entonces en
pleno auge, y que ha predominado en la política exterior americana de este
siglo.

Algunos críticos y eruditos de izquierda juzgan el internacionalismo liberal


como una política hábil e hipócrita con la que una nación rica trata, por
encima de todo, de salvaguardar su “statu quo”. Dicho criticismo no está en
lo cierto. Estados Unidos es una nación rica, próspera y es table, y desea
vivir en un mundo que no amenace su prosperidad ni su estabilidad. Y algo
que es igualmente importante: que no sea hostil al credo ideológico ameri -
cano y a la visión del mundo que le es propia. Pero no es una nación, rica
que ejerza o quiera mantener una hegemonía de cualquier tipo sobre las
diferentes zonas del globo. La palabra hegemonía arrastra una
considerable dosis de ambigüedades; fue usurpada por los marxistas
tardíos y utilizados para aludir a la presunta índole imperialista de la
política exterior americana, lo que no era cierto. Los Estados Unidos
pueden coexistir pacíficamente con naciones no capitalistas y no
democráticas en la medida que éstas quieran coexistir con los Estados
Unidos. Una predisposición tan abierta a la convi vencia es posible porque
los americanos imaginan qué, con el tiempo, tales países descubrirán por
sí mismos la superioridad de su sistema de vi da. Los Estados Unidos no se
sentirían preocupados si en Cuba o en Nicara gua, por ejemplo, hubiese
regímenes comunistas como el del mariscal Tito, sin alianzas militares con
la Unión Soviética. De hecho, se coexiste con los regímenes de Yugoslavia
o de China. Más, por desgracia, los dirigentes de Cuba o de Nicaragua
carecen de habilidad para mantenerse en el poder sin la dependencia
soviética.

El reproche que se puede formular al internacionalismo liberal no es su


hipocresía o su falsedad, sino que es ingenuo y utópico. El concepto de co -
munidad mundial es inviable, ya que ninguna”comunidad de naciones” pue -
de compartir la fe en unos valores comunes, como sucede en una comuni -
dad verdadera. Las diversas organizaciones internacionales, a las que
Estados Unidos ha subordinado su política, se han convertido en una
cancha en la que gobiernos irresponsables tratan de pro vocar dificultades
a los Estados Unidos. Las diversas alianzas a las que éstos han
subordinado su política exterior han creado una urdimbre de obligaciones y
de compromisos que dificultan la acción enérgica.

Este estado de cosas ha sido tolerado por Estados Unidos no sólo por su
filosofía del “vive y deja vivir”, sino también a causa de la doctrina liberal
sobre la conducta “antisocial”, conocida habitualmente como “conducta
criminal”. Durante todo este período el Departamento de Estado americano
ha suscrito el principio de lo que Philip Rieff ha llamado la “ética terapéuti -
ca”, según la cual se debe amonestar a las naciones indisciplinadas y
transgresoras, si es preciso por medio de la acción militar colectiva, para
que aprendan a conducirse de forma correcta y responsable. Incluso en la
estrategia de contención con la Unión Soviética subyace la teoría
correspondiente: la comunidad mundial, o al menos los Estados Unidos y
sus aliados, han de demostrar a los soviéticos que las acciones agresivas
no son eficaces. Así su régimen irá haciéndose gradualmente menos
tiránico y menos dogmático y su mesianismo político irá perdiendo fuerza.

Desgraciadamente, esta idea resultó ser otra ilusión liberal. No es una


casualidad que la confianza en la idea de “contenció n” comenzase a
desmoronarse en la opinión pública de forma simultánea con la confianza
de que toda conducta criminal es susceptible de reforma. No sería
demasiado exagerado decir que la exigencia de penas más rigurosas en
Estados Unidos, incluyendo el restablecimiento de la pena capital, es un
síntoma de la profunda revisión de la política exterior que se está operando
en el país. La causa que descalificó el mito del internacionalismo liberal
como modelo de la política exterior norteamericana fue la guer ra de
Vietnam, en la que los americanos sufrieron por vez primera en su historia
una derrota militar, con el agravante de que el vencedor era un país
militarmente inferior. Tras el desastre surgieron en la opinión pública
americana tres corrientes claramente diferenciadas que intentaban
desacreditar a las personas e instituciones que dirigían las relaciones
exteriores americanas, así como a las políti cas basadas en el
internacionalismo liberal.

La primera reacción y la más significativa fue la de la izqu ierda, sector que


había estado, por razones ideológicas, en vanguardia de la oposición a la
guerra del Vietnam. Dicha izquierda produjo un nuevo tipo de aislacionismo
cuyo argumento fundamental era que Estados Unidos había perdido su pa -
pel específico en la construcción del mundo futuro, que se anunciaba más
similar al modelo socialista jacobino que al liberal constitucional. Esta co -
rriente de pensamiento, predominante en el Partido Demócrata (al menos
por ahora), presta gran atención a la tradición americ ana de defensa de los
derechos humanos e insiste en la subordinación americana a las organiza -
ciones internacionales (dominadas en su mayor parte por naciones de regí -
menes izquierdistas); y cree que Estados Unidos no tiene ningún derecho
al uso unilateral de la fuerza en parte alguna, incluida Iberoamérica.

La nota específica de esta actitud aislacionista es –al contrario de ver-


siones anteriores– su índole abiertamente antinacionalista. El
aislacionismo clásico pretendía no involucrarse en conflictos extr anjeros,
para que ninguna intervención exterior deteriorase la estabilidad interior y
Estados Unidos no perdiese su papel brillantemente ejemplar. La nueva
versión fundamenta la razón de no implicarse en el hecho de que Estados
Unidos ha perdido la sintonía con la marcha de la Historia, entendida a la
luz de un marxismo harto simplista. Este antinacionalismo es su fallo
principal. La respuesta surgida del sentir más profundo del pueblo
americano ante la humillación de Vietnam fue el deseo de ver de nuevo a
los Estados Unidos en una postura de preeminencia mundial, lo que
equivalía a reafirmar su proyecto de futuro. Incluso aquellos que no vieron
sentido, en un primer momento, a la aventura vietnamita, sintieron con
pesar la derrota. Como mostraron los son deos, la opinión mayoritaria era
que en un principio se debería haber evitado la intervención, pero que, una
vez involucrados, no se debiera haber restringido la fuerza militar
necesaria para asegurar la victoria final.
El 95% del pueblo americano aprobó la
invasión y ocupación de la isla de Granada,
ante el estupor y la frustración de la izquierda

Este resurgimiento nacionalista ha promovido también una disociación


entre la opinión pública americana y los gestores de la política exterior ins -
pirada por el internacionalismo liberal, que enzarzaron a los Estados
Unidos en la guerra vietnamita y, por timidez o error de cálculo, no
supieron ganarla. La izquierda ha tratado de explotar esta situación en
provecho de su nueva actitud de aislamiento, pero ha obtenido poco éxito.
La prueba más fehaciente es que el 95 por 100 del pueblo americano
aprobó la invasión y ocupación de la isla de Granada, ante el estupor y la
frustración de la izquierda y de un amplio segmento de la opinión liberal
tradicional en el Congreso, en los medios de difusión y en la vida
académica, sectores muy influidos por la izquierda en los años anteriores.

La segunda corriente de opinión provocada por esta guerra representa el


aislacionismo nacionalista de viejo cuño. Si se tiene en c uenta su fuerza
histórica, resulta extraño que su reacción haya sido la más débil; más
incluso que la antes mencionada de la izquierda. Aunque su fuerza sigue
latente, sólo ha conseguido articularse esporádicamente. Podría atribuirse
a que los americanos están convencidos, por ahora, de que este género de
política en la década de los ochenta conduce directamente a la abrogación
de artículos clave del credo ideológico americano, más que a un refuerzo
del mismo. El aislacionismo de viejo cuño tenía sentido c uando la política
internacional era, o parecía ser, un ejercicio cuasi maquiavélico de
“realpolitik” y cada país competía para obtener una ventaja marginal para
sus intereses nacionales, nítidamente delimitados. Esta arcaica actitud
carece en la actualidad de sentido, ya que la política aparece dominada por
el conflicto de las ideologías. El credo ideológico americano es un
patrimonio que no se puede arriesgar en este conflicto.

La tercera corriente de opinión provocada por la experiencia de Viet nam, la


más poderosa sin duda alguna, representa una actitud que podría
denominarse “nacionalismo unilateral”. Por el momento se trata más de un
impulso que de una actitud razonada. Su formulación doctrinal está en cier -
nes y requiere todavía coherencia y precisión. Su fuerza potencial y su
capacidad de arrastre derivan de su voluntad de sintonizar los asuntos
internos con los exteriores. En el primer ámbito preconiza una actitud
conservadora y reafirma los valores “burgueses”: acentúa la importancia de
la familia, la religión, la propiedad privada; limita la intervención del Estado
en la vida económica, etcétera. Presenta, sin embargo, un aspecto nuevo,
ya que, además de su cariz inequívocamente burgués, es populista en su
programa económico. Por esta causa presta más importancia al
crecimiento económico que a la estabilidad, ya que profesa que el pleno
empleo debe ser una meta prioritaria para la política económica de una
sociedad democrática. Por considerar que las pequeñas empresas
estimulan la creación de empleo, en forma distinta a como lo hacen las
grandes, siente más simpatía por quien asume riesgos que por el ejecutivo
de las grandes firmas.

A esta política interior corresponde una política exterior análoga, que


todavía debe encontrar su expresión coherent e en un programa. La nueva
actitud conservadora no rehuye los riesgos, los asume. Por esta razón
choca con la tradicional. Un nuevo talante de audacia se está transfiriendo
a la esfera de la política internacional. Se trata de un proceso que se
realiza con cautelas y tanteos, ya que hasta ahora esta nueva ola
conservadora ha orientado principalmente sus energías hacia problemas
nacionales, y no ha mostrado aún en ninguna ocasión concreta una
orientación definida en lo exterior, pero ésta puede surgir en cualquier
momento y entonces se verán con claridad las líneas maestras que ahora
se están perfilando.

La nueva actitud conservadora es consciente de que constituye la justa


respuesta ideológica de la “filosofía pública americana”, y la que mejor
sirve al “interés nacional” frente a los desafíos del capitalismo democrático
de finales del siglo XX. Su actitud ante la Unión Soviética es abierta y
simple: detesta su ideología mesiánica y cree que la misión de la política
exterior americana es derrotarla, no par a salvar al mundo para la
democracia, sino para que las naciones tengan oportunidad de comprobar
que es posible tener un Gobierno representativo y conseguir un elevado
nivel de autonomía económica, ahora o en el futuro. Evidentemente, si se
diese el caso de que la Unión Soviética abandonase su mesianismo en la
escena internacional, la política del “vive y deja vivir” sería la más
apropiada y deseable, pero como esto no va a suceder, continuará la
“guerra de los mundos”. Los nuevos con servadores piensan que debemos
ganar esta guerra, en lugar de proseguir con una política defensiva que
considera que el resultado ideal de la partida es acabar haciendo tablas.
En toda confrontación es inevitable, si se prefiere la victoria al empate,
asumir riesgos razonables. El hecho de que la Unión Soviética y los
Estados Unidos sean potencias nucleares obliga a sopesar
cuidadosamente los riesgos, ya que en la era atómica el objetivo prioritario
de toda política exterior es evitar la guerra nuclear. No obstante, como
sabe cualquier persona versada en la teoría de los juegos, los Estados
Unidos no pueden tratar de eliminar riesgos en una medida más elevada
que la Unión Soviética. Si fuesen más temerosos, como ha sucedido
mientras se mantuvo la política de contención, la balan za se
desequilibraría con notable ventaja hacia el lado ruso. Estos han sido los
frutos de la referida política.

Cualquier tentativa para dar a la política exterior americana mayor con -


tundencia choca con, una fuerte resistencia en el exterior y dentro de los
Estados Unidos. En el mismo seno del Gobierno, el Departamento de Esta -
do es proclive a la visión del internacionalismo liberal, para el que los pro -
cedimientos diplomáticos tienen prioridad sobre una política más activa. El
mismo Departamento de Defensa, no cerradas aún las heridas de Vietnam,
es reacio a cualquier acción militar que pueda degenerar en una guerra
total. En el Congreso predominan las opiniones de la coalición de los
liberales con la izquierda aislacionista. Lo mismo sucede con los medio s de
comunicación. Por eso la mencionada, revisión de la política exterior
americana suscita recelos y tropieza con dificultades; pero la opinión
pública la está apoyando. Incluso los congresistas más liberales, los que
manifiestan de forma más airada su descontento con la política de la
Administración en Centroamérica, estarán de acuerdo en que si Nicaragua
obtiene aviones de tecnología avanzada será inevitable y justificada una
respuesta militar. Si se compara esto con el clima de hace cinco años, hay
que reconocer que la atmósfera es ahora notoriamente distinta.

Nuestros aliados extranjeros también oponen resistencia a una política


americana enérgica. Algunos de ellos sobrevaloran los riesgos y creen que
hacer concesiones a los soviéticos apacigua algo su apetito mesiánico.
Esto sucede en Europa Occidental, que, amparada bajo el paraguas
nuclear americano, ha visto reblandecerse su orgullo nacional hasta que
éste ha degenerado en irritación nacional. Pero con el tiempo este
paraguas se ha averiado. Pudo servir mientras Estados Unidos tuvo una
clara superioridad nuclear sobre la Unión Soviética, pero en la actualidad
constituye más un mito que una realidad. Pocos americanos, por mucho
que amen a Europa, querrían exponerse a una aniquilación mutua con la
Unión Soviética consecuencia de una agresión con armas convencionales
contra Europa Occidental. Esto significa que la Alianza Atlántica, tal y
como está estructurada, es una institución arcaica, y que la defensa de
Europa debe ser incumbencia de los propios europeos. Es razonable, por
tanto, prever que la política exterior americana se irá desentendiendo de
las organizaciones que tan asiduamente nuestro Departamento de Estado
ha contribuido a formar. Esto no sólo concierne a la Alianza Atlántica, sino
también a la Organización de Estados Americanos, a la Organización del
Tratado del Sureste Asiático e incluso a las mismas Naciones Unidas.
Estas presuntas “barreras contra la agresión”, concepto en sí mismo
oscuro, no sólo se han vuelto ineficaces, sino que constituyen auténticos
obstáculos para una acción norteamericana efectiva. Si los americanos
emprenden o no el camino de un “unilateralismo global” dependerá de la
reacción de sus aliados. La inquietud que manifiestan sobre un eventual
divorcio de las políticas exteriores americanas respecto a la suya propia no
carece de fundamento. Persistir en cualquiera de las versio nes que
presuponen que dichas políticas están sintonizadas carece de senti do.

Toda una época dé la política exterior americana ha ll egado a su fin. La


época del internacionalismo liberal se ha extinguido. Apenas logró sobrevi -
vir a la guerra de Corea, que no fue ni ganada ni perdida por los Estados
Unidos, y caducó inexorablemente con la poca gloriosa derrota en la guerra
defensiva de Vietnam. Todos los americanos están de acuerdo sin
excepción en lo que vocifera la izquierda: nunca más un nuevo Vietnam.
Pero nadie dice, sin embargo, que no deba repetirse lo de Granada. En
años sucesivos los Estados Unidos deberán inhibirse menos del us o de la
fuerza militar, tengan o no la aprobación de sus aliados. Ningún presidente
americano debe enviar tropas a combatir sin una consigna de victoria. Esto
lo tiene bien claro la opinión pública, que comprende de forma muy simple
y saludable la diferencia entre ganar y perder. Vencer no es solamente
resistir al enemigo, sino también derrotarlo.

De cualquier forma, así es como ven algunos americanos la evolución


futura de la política exterior de su país. Acaso sean sólo ilusiones o una
simple fantasía intelectual; pero mientras la Unión Soviética se vea
impotente para convertir su mesianismo secular en una ortodoxia estable,
coexistencia significará conflicto global en lo político, lo económico y lo
militar, siempre al borde de la guerra nuclear. Hasta aquí la política
exterior norteamericana se ha limitado a reaccionar; a partir de ahora
deberá tomar la iniciativa si quiere gozar del apoyo popular. Sus empresas
deberán tener un significado ideológico muy claro. Sus protagonistas
descubrirán, o acaso lo estén descubriendo ya, que toda concepción viable
de los intereses nacionales norteamericanos habrá de inspirarse en esta
filosofía o, si se prefiere, ideología pública, fundamento de lo que se
conoce como “estilo de vida americano”.

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