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1.

Para imputar responsabilidad penal por la comisión de un delito contra el honor en la modalidad de difamación, la
jurisprudencia exige, de manera prácticamente unánime, la presencia de un animus difamandi o infamandi. Acorde con ello,
la tipicidad subjetiva de este delito estaría conformada no solo por el hecho de que el sujeto haya actuado dolosamente,
esto es, con conocimiento y voluntad de que su comportamiento perturba el honor y/o la reputación en cuanto bienes
jurídicos protegidos, sino que, además, tiene que haberlo hecho con un ánimo específico. Así, se ha dicho que “se exige en
el sujeto activo una peculiar intención o ánimo, éste es el llamado animus difamandi”(1); “en cuanto a la tipicidad subjetiva
es necesario el dolo y el animus difamandi”(2); “… requiriendo necesariamente el dolo; además se exige un elemento
subjetivo de tipo, concretado en el animus difamandi… el animus difamandi que se requiere además para configurar el delito
de difamación”(3); “se requiere como aspecto subjetivo la presencia del animus difamandi…”(4); “careciendo además el
comportamiento de los agentes del especial animus injuriandi que exige el tipo penal”(5); “analizando los elementos del
delito investigado (difamación e injuria) como el animus infamandi y el iniuriandi…”(6).Incluso la Corte Suprema ha calificado
a este animus “como requisito sine qua non para la configuración de los delitos contra el honor”(7).
La doctrina nacional participa también de este proceder. Y, en esta línea, se ha definido al animus difamandi como “intención,
expresada en forma perceptible o inducida de las circunstancias concurrentes de lesionar el bien jurídico del honor(8)” o
simplemente como “ánimo especial de difamar”(9).
2. En las líneas que siguen pretendo demostrar, en primer lugar, que la difamación, a la luz de la legislación nacional, no
exige ni requiere elemento subjetivo distinto del dolo alguno, satisfaciéndose su tipicidad subjetiva únicamente con el dolo.
En segundo lugar, intentaré poner de relieve las disfunciones dogmáticas y procesales que acarrea la exigencia del animus
difamandi
2. EL ARGUMENTO GRAMATICAL COMO MECANISMO DE RECHAZO DEL ANIMUS DIFAMANDI
1. Desde hace ya varios decenios, la doctrina jurídico-penal acepta de manera unánime la existencia de elementos subjetivos
del injusto (subjektive unrechtsmerkmale). Su descubrimiento(10) y desarrollo(11) se debió a que, en plena vigencia de
corrientes causalistas que concebían al injusto (tipicidad y antijuridicidad) como el aspecto objetivo del delito y a la
culpabilidad como el subjetivo, no se pudo obviar el hecho de que en no pocas oportunidades el legislador incorpora
elementos de claro contenido subjetivo en la descripción de la conducta incriminada. Ello obligó a la doctrina a aceptar que,
si bien el dolo y la negligencia se concebían como formas de culpabilidad ajenas a la tipicidad, en ésta, algunas veces,
concurrían elementos subjetivos(12). Estos elementos recibieron la denominación de elementos subjetivos del tipo
(subjektive tatbestandsmerkmale). El ejemplo, por antonomasia, lo constituye el ánimo de lucro con el que tiene que realizarse
el apoderamiento del bien mueble ajeno para que se pueda hablar de hurto. Este ánimo no requiere ser realizado, pues
para la consumación del delito basta con que el sujeto haya actuado con tal ánimo, siendo indiferente que lo materialice o
no.
Pese a la discusión en torno a si estos elementos subjetivos pertenecen sistemáticamente al injusto o la culpabilidad no es
pacífica(13), su reconocimiento por parte de la doctrina se vio favorecido, en gran parte, por la adopción del concepto de
injusto personal, que trajo como consecuencia la ubicación del dolo y la imprudencia en la tipicidad(14). De ahí que en la
actualidad se hable de elementos del tipo distintos del dolo o de especiales elementos subjetivos del tipo (besondere subjektive
tatbestandsmerkmale).
De estos datos históricos se desprende claramente que en la tipicidad a veces se incorporan elementos subjetivos que no
son abarcados por el dolo, y que a diferencia de éste no tienen en el tipo un elemento objetivo equivalente que abarcar(15).
Y fue precisamente esta observación la que obligó a la doctrina a reconocer la existencia de los elementos subjetivos del
tipo distintos del dolo: ¿cómo explicar que en la descripción de una conducta delictiva el legislador introduzca en el tipo
términos que hacen clara alusión a tendencias, ánimos, finalidades, en definitiva, elementos subjetivos que caracterizan la
voluntad de quien actúa al estar referidos a la forma de comisión del hecho, al objeto sobre el que recae la acción típica o
al propio bien jurídico(16), cuya consecución no se requiere para la consumación del delito, y que al no proyectarse sobre
un elemento objetivo del tipo no pueden formar parte del dolo? Solo se pudo responder esta interrogante admitiendo la
existencia de los elementos subjetivos del tipo distintos del dolo.

2. Siguiendo la clasificación de Mezger(17), que es la goza de mayor aceptación en la doctrina nacional(18), se puede
sostener que los delitos que incorporan en su tipicidad elementos subjetivos distintos del dolo pueden ser, en primer
lugar, delitos de intención (absichtsdelikte), también denominados delitos de tendencia interna trascendente. Éstos se
caracterizan por que el elemento subjetivo indica una finalidad que trasciende la realización del tipo, pues el autor persigue
un resultado que debe considerar para cumplir con el tipo pero que no es necesario que alcance para consumar el delito.
Debe pues existir una relación de mediación, en virtud de la cual el comportamiento es el medio para alcanzar la
intención(19).
Estos delitos a su vez se subclasifican en delitos mutilados de dos actos, en donde la acción del autor es realizada como medio
para poder realizar luego, él mismo, una actividad posterior. En estos casos la finalidad trasciende el ámbito del dolo, pues
donde termina el objeto del dolo (conciencia y voluntad de la acción básica) empieza el elemento subjetivo (fin ulterior
trascendente del ámbito del dolo)(20). Ejemplos: el robo (artículo 188 CP), en la medida en que exige que el agente
actúe “para aprovecharse de él (del bien mueble robado)”; la usurpación (artículo 202.1 CP), pues sanciona al
que “para apropiarse de todo o parte de un inmueble, destruye o altera los linderos del mismo”; y el proxenetismo (artículo
181 CP), en tanto que se reprime a quien “compromete, seduce, o sustrae a una persona para entregarla a otro con el
objeto de practicar relaciones sexuales”. Son también delitos de tendencia interna trascendente los delitos de resultado
cortado, en los que el autor persigue la consecución de un resultado que debería producirse sin su intervención. Tal es el
caso del delito de abuso de poder económico (artículo 232 CP), que refiere que se tiene que actuar “con el objeto de impedir,
restringir o distorsionar la libre competencia”, o del delito de rebelión que tipifica el artículo 346 CP, pues establece que el
alzamiento en armas ha de ser “para variar la forma de gobierno, deponer al gobierno legalmente constituido o suprimir o
modificar el régimen constitucional”.
En segundo lugar, y siempre según la clasificación de Mezger, existen delitos de tendencia (tendenzdelikte), conocidos
también como delitos de tendencia interna intensificada o de elementos de ánimo(21). Éstos no suponen que el autor actúe
con una finalidad que trascienda al tipo, sino, más bien, que su comportamiento se encuentre dominado por un sentido
subjetivo específico, que es el que confiere la especial peligrosidad para el bien jurídico(22). Ejemplo de esta clase de delito
es el asesinato del artículo 108.3, que demanda que se mate a otro “con gran crueldad o alevosía”. Y el tercer grupo de
delitos en función a los elementos subjetivos son los delitos de expresión (äusserungsdelikte), en los que se requiere una
singular forma de manifestación o un determinado presupuesto cognitivo del autor. Tal es el caso del delito de denuncia
calumniosa del artículo 402 CP: “El que denuncia a la autoridad un hecho punible, a sabiendas que no se ha cometido…”. La
doctrina se muestra escéptica para admitir esta tercera categoría (delitos de expresión), pues se dice, a mi modo de ver
con razón, que la contradicción entre lo que se sabe y lo que se expresa queda abarcada por el dolo(23). Así, en el ejemplo
ofrecido, el conocimiento que se tiene de que el hecho punible que se denuncia no se ha cometido, no es sino el aspecto
cognitivo del dolo. Además, el empleo de locuciones como “a sabiendas” o “con conocimiento”, etc. significa que se exige
dolo directo en la comisión del delito y que, por lo mismo, se descarta el dolo eventual(24).
3. Al margen de que se acepte esta clasificación o no, lo que no se puede negar es que los elementos subjetivos del tipo
distintos del dolo han de estar expresamente consignados en el tipo del delito de la parte especial(25). Y no puede ser de
otro modo, pues así lo exige el más mínimo respeto al principio de legalidad. Luego, el proceder de la jurisprudencia y de
cierto sector de la doctrina que exigen para la difamación la concurrencia de un elemento subjetivo distinto al dolo, solo
podría quedar justificado si es que el artículo 132 CP incluyera en su estructura típica aquel elemento subjetivo. No obstante,
ni una ni otra mencionan en qué elemento del tipo legal del artículo 132 CP ubican el pretendido animus, ni siquiera de qué
elemento típico se podría desprender. Únicamente se limitan a definirlo(26). Y no puede ser de otra manera porque el delito
de difamación no presenta en su redacción elemento subjetivo distinto del dolo alguno. No encuentro en el artículo 132 CP
término, partícula o palabra que se refiera directa o indirectamente a un elemento subjetivo que no sea el dolo. No se ha
descrito la conducta típica de la difamación utilizando las locuciones “para”, “con el objeto”, “con el propósito”, “en
perjuicio”, “con el fin de”, “con una intención especial”, “con un ánimo específico”, etc. En todo caso, el único delito que
podría generar dudas a este respecto sería la calumnia (artículo 131 CP), pues en ella se habla de atribuir falsamente a otro
un delito, lo que podría dar pie a que se le considere un delito de expresión. No obstante, desde mi punto de vista, tal
como he manifestado en el párrafo anterior, esto significa solamente que el delito ha de ser cometido con dolo directo.
Así, si se observa detenidamente, la difamación no puede ser un delito de tendencia interna trascendente, toda vez que el
tipo no requiere que cuando el sujeto atribuye a otro una cualidad, hecho o conducta, lo haga con una intención que
trascienda la posibilidad de que pueda perjudicar su honor o la reputación. Tampoco es la difamación un delito de tendencia
interna intensificada, ya que lo único que se exige es que el sujeto actúe con la voluntad de perjudicar el honor o la
reputación de un tercero (pero esto, como se verá(27), es el elemento volitivo del dolo) y no que lo haga con un especial
ánimo o intención. Y tampoco podría ser un delito de expresión, pues la ley no requiere para su consumación que el sujeto
activo atribuya a otro una cualidad, conducta o hecho a sabiendas de su falsedad.

4. El hecho de que la jurisprudencia y cierto sector de la doctrina exijan un animus en la configuración de la difamación se
origina, en mi concepto, porque tanto una como otra se han valido de doctrina foránea para interpretar el tipo penal del
artículo 132 CP, perdiendo de vista que los autores foráneos, lógicamente, interpretan su propia ley y no la peruana; o
simplemente porque lo han hecho sin comparar las diferencias que existen entre nuestra ley y la extranjera a la hora de
interpretar las disposiciones del Código nacional.
5. Todo esto no quiere decir, sin embargo, que quien comete una difamación no pueda actuar con animus difamandi, solo
que la ley no lo exige, o lo que es lo mismo, que no tiene que hacerlo para poder ser reprimido penalmente. Así las cosas,
el desvalor de acción de estos delitos no requiere en modo alguno la concurrencia de un específico ánimo en la conducta
del agente y, en caso concurra, ello en nada afecta a la tipicidad del delito. Tal animus, de concurrir, podrá ser relevante,
únicamente, para la graduación de la pena que debe realizar el juez de conformidad con el artículo 46.6 CP.
6. Al este argumento gramatical no se le puede oponer la idea de que como quiera que para la admisión de las causas de
justificación se exige un elemento subjetivo(28) que no se encuentra previsto expresamente por la ley sino que su admisión,
reconocimiento y exigencia es mérito de la doctrina, habría que proceder de igual forma con los elementos subjetivos del
tipo distintos del dolo. No, en primer lugar, porque de admitirse esta idea se tendría que asumir, a renglón seguido, que
todos los delitos de la parte especial del Código Penal tendrían que portar en su estructura típica algún elemento subjetivo
distinto del dolo, pues los elementos subjetivos de las causas de justificación se exigen para todas las causas de justificación.
Ello llevaría a reconocer que se tendría que recurrir a un criterio adicional para discriminar y determinar en qué delitos sería
de recibo la inclusión de un elemento subjetivo del tipo distinto del dolo, careciendo de importancia, entonces, para estos
efectos, los elementos subjetivos en las causas de justificación. Y, en segundo lugar, porque es en sede de tipicidad en
donde se plasma el principio de legalidad de la ley penal, en el sentido de que solo las conductas que se encuentran
prohibidas a título de delitos pueden ser merecedoras de sanción penal. Por eso, solo cuando el sujeto realice todos los
elementos que componen la conducta prohibida podrá ser sancionado(29). Por el contrario, en sede de antijuridicidad lo
que se busca es la solución de un conflicto de intereses protegidos por el Derecho Penal, acudiendo a los principios del
interés preponderante y de la falta de interés en la protección jurídico-penal por parte del agente(30). Así, cuando el
legislador regula una causa de justificación lo que hace es establecer los elementos mínimos que han de concurrir para su
admisión, correspondiendo a la jurisprudencia y dogmática dotarlos de contenido cuando sea el caso. Sucede así, por
ejemplo, cuando en el artículo 20.3 lit. a) CP se exige, para la legítima defensa, una agresión ilegítima. El que se considere
a ésta como presupuesto de la legítima defensa, y que se exija que tiene que ser practicada por una persona y ser previa
y actual al acto de defensa, son datos que no vienen previstos en la ley, pero que se aceptan por la naturaleza de la legítima
defensa y la lógica jurídica que así lo demanda.
Y lo mismo cabe afirmar respecto a aquella corriente de opinión que sostiene que existen elementos del tipo que no están
previstos expresamente (ungeschriebene tatbestandsmerkmale)(31), y que ponen como ejemplo la posición de garante en los
delitos impropios de omisión(32). En efecto, la exigencia de una posición de garante en los delitos de omisión impropia
quedaría justificada porque en los comportamientos omisivos a los que se les imputa un resultado tiene que existir un
criterio que permita argumentar que no todos los que omiten la acción positiva van a ser responsables por el resultado,
pues de no ser así, en cada omisión impropia habría que sancionar a todos. Luego, si se observa con detenimiento la
posición de garante, si bien es un elemento del tipo de la omisión impropia, no es un elemento de la conducta típica del
delito que se imputa en omisión impropia.
3. LA NATURALEZA DEL DELITO DE DIFAMACIÓN Y LA NECESIDAD DE OTORGAR UNA ADECUADA
PROTECCIÓN AL BIEN JURÍDICO PROTEGIDO COMO ARGUMENTO QUE DEMUESTRA LA INNECESIDAD DE
EXIGIR UN ANIMUS DIFAMANDI
1. También en la naturaleza de la difamación y en la naturaleza del bien jurídico en ella protegido se puede encontrar un
argumento que permite descartar la exigencia de un elemento subjetivo del tipo distinto del dolo. En efecto, si se parte de
que son razones de política criminal las que llevan a incluir elementos subjetivos distintos del dolo en la tipicidad de algunos
delitos(33), que tienen que ver con la necesidad de acotar el campo de lo punible, dejando de lado la represión de aquellos
comportamientos dolosos que a pesar de que puedan perturbar el bien jurídico no llegan a cubrir el desvalor de acción que
es penalmente relevante; hay que responder luego a la interrogante de si el bien jurídico honor necesita, para su adecuada
protección jurídico-penal, que en su estructura típica se incluyan elementos subjetivos distintos del dolo.
2. El honor como bien jurídico penalmente protegido es uno de los conceptos más difíciles de definir y sobre el que hay
diversas opiniones. En todo caso, la doctrina mayoritaria parte de un concepto interpersonal de honor (interpesonaler
ehrbegriff), en virtud del cual el honor se deriva de la dignidad de la persona y se encuentra fundado en la propia condición
de persona en tanto ser que se relaciona con sus semejantes(34). Las divergencias se advierten luego, cuando se constatan
las insuficiencias de los distintos conceptos que de honor se han ensayado(35) y se apuesta por la existencia de un criterio
que permita establecer diferentes grados de afectación del bien jurídico honor, en función del rol de la víctima en la sociedad
y de las expectativas que ésta tiene frente a su comportamiento(36). Sin entrar al debate en torno al bien jurídico honor,
lo que ahora me interesa es precisar que según lo indica el Código Penal, el bien jurídico protegido en el artículo 132 es el
honor y la reputación (“…pueda perjudicar su honor o reputación”). Esto indica que para la ley el concepto de honor, en
cuanto bien jurídico protegido, no es un concepto fáctico objetivo, entendido como el juicio de valor que de uno tienen los
demás miembros de la sociedad, pues eso es reputación, que es, según la propia ley, también el objetivo jurídico protegido
en el artículo 132 CP. Ello no quiere decir que el término honor tenga que conceptuarse, a contrario, según un criterio
subjetivo, que llevara a identificarlo con la autoestima.
Si se atiende al tipo de lo injusto del delito de difamación, se percibe que el legislador lo ha configurado como un delito de
peligro concreto(37), en tanto que para la consumación exige no la lesión del honor o de la reputación, sino que
éstas puedan verse perjudicadas. Esto es totalmente coherente con la propia naturaleza del honor, cuya efectiva lesión
difícilmente podrá ser comprobada empíricamente. En todo caso, lo que me interesa es llamar la atención de que al ser un
delito de peligro, el grado de afectación del honor y de la reputación no tiene que ser el de lesión, sino el de peligro
concreto, situación ésta que se acreditará a través de un juicio de idoneidad ex post sobre la expresión proferida que indique
si, en el caso concreto y en las circunstancias dadas, pudo perjudicar al bien jurídico. Y esta situación de peligro concreto,
y no otra, es la que tiene que ser abarcada por el dolo.
La idea que aquí pretendo explicar: que la protección penal del honor y la reputación que lleva a cabo el artículo 132 CP no
requiere de un elemento subjetivo del tipo distinto del dolo, se puede entender mejor si se recuerda que, por un lado, los
elementos subjetivos del tipo distintos del dolo caracterizan la voluntad de quien actúa al estar referidos a la forma de
comisión del hecho, al objeto material del delito o al propio bien jurídico; y, por otro lado, que el animus difamandi, tal como
lo define la jurisprudencia (especial intención de ofender a un tercero), sería un elemento subjetivo referido al bien jurídico
y a su afectación. Luego, no tiene sentido indagar por la existencia de un elemento subjetivo del tipo distinto del dolo en
la difamación que esté referido al bien jurídico, ya que al ser éste un delito de peligro, basta con el que sujeto haya actuado
con dolo de peligro, es decir, que haya sabido que con su conducta podía perjudicar el honor o la reputación de un tercero
y que haya querido actuar de tal manera. El animus difamandi (especial intención de ofender) es pues incompatible con el
dolo de peligro de la difamación, ya que el ánimo indicaría una especial intención de perjudicar el honor o la reputación,
mientras que el elemento volitivo del dolo del artículo 132 CP se satisface con menos: con el querer que la expresión
difamatoria pueda perjudicar el honor o la reputación. No sería lógico entonces que por un lado se exija simplemente la
voluntad de poder perjudicar el bien jurídico (dolo) y, por otro, que se actúe con una especial intención o tendencia de
lesionarlo.
3. Hay también quienes sostienen que aunque el tipo de la difamación no lo mencione expresamente, cabe una
interpretación restrictiva del precepto que exija el animus como sobreentendido en el tipo, pues tal interpretación no solo
es dogmáticamente posible sino político-criminalmente conveniente para una adecuada delimitación del ilícito civil contra
el ilícito penal, que ha de ser más grave(38). Personalmente entiendo que en estos casos donde lo que se busca es delimitar
el campo de aplicación del ilícito civil del penal, pueden ser solventados si se recuerda que el Derecho Penal es ultima ratio y
su utilización ha de estar inspirada por la subsidiaridad y fragmentariedad. No hay que perder de vista, además, que el
delito de difamación contiene una serie de elementos objetivos (fundamentalmente la difusión de la expresión difamatoria)
cuya concurrencia permite afirmar que el desvalor de acción de la difamación es un elemento importante en la diferenciación
entre una infracción civil al honor y un delito de difamación.
4. DISFUNCIONES DOGMÁTICAS Y PROCESALES GENERADAS POR EL ANIMUS DIFAMANDI
I. Dogmáticas
1. La primera disfunción consiste en que si se quiere incluir un elemento subjetivo de tendencia en la configuración típica
de la difamación, que es lo que la jurisprudencia y cierto sector de la doctrina hacen cuando asumen la tesis del animus
difamandi, ello no sería necesario pues el animus sería en realidad el aspecto volitivo del dolo de la difamación. Y aquí no
hay que confundir lo expresado anteriormente, cuando se dijo que el animus difamandi es incompatible con el dolo de peligro
de la difamación, pues una cosa es el minumum que la ley requiere para poder considerar cometido el delito de difamación
(en lo que aquí interesa: que se actúe con dolo de peligro) y otra totalmente distinta que el sujeto actúe con una voluntad
que no solo satisfaga aquel minimum, sino que lo exceda. Lo que ahora se afirma aquí es otra cosa: según el concepto
de animus difamandi que ofrecen la jurisprudencia y doctrina nacional, tal ánimo sería el aspecto volitivo del dolo.
Así las cosas, vale la pena recordar las definiciones que en doctrina y jurisprudencia se han dado de animus difamandi: “Una
peculiar intención o ánimo”, “intención, expresada en forma perceptible o inducida de las circunstancias concurrentes de
lesionar el bien jurídico del honor” o “ánimo especial de difamar” o, en el colmo de la confusión, “animus difamandi… es
decir, conocimiento y voluntad de estar socavando el honor y la dignidad de otra persona”(39). La situación en torno al
concepto de animus difamandi se agrava cuando se afirma que “…no aparece hecho que refleja un animus injuriandi que
afecte la estima personal de sus representantes ni menos el animus infamandi que lesiona el honor y la reputación de los
mismos”(40), ya que un ánimo, se conciba como se conciba, no puede lesionar un bien jurídico penalmente protegido, pues
ello sería tanto como reprimir no por comportamientos sino por ideas. El contenido del elemento volitivo del dolo en el
delito de difamación, por su parte, es el querer, con mayor o menor intensidad, perturbar el honor o la reputación. Y la
intensidad de la voluntad con la que el sujeto realiza esta conducta no puede ser tenida como un argumento para admitir
el animus difamandi, bajo el entendido de que si el agente desea ferviente, intensa o especialmente lesionar el honor o la
reputación de otro, habrá actuado con animus difamandi, pues ello, a contrario, conllevaría a admitir el absurdo de que
cuando no se actúe con esa especial intención se cometería el delito de difamación pero sin animus, lo cual significaría otro
absurdo, que el animus difamandi que la jurisprudencia demanda no dependería del tipo de la difamación sino del
comportamiento del sujeto activo. Por el contrario, este argumento solo puede ser utilizado para determinar si el sujeto ha
actuado con dolo directo (de primero o segundo grado) o eventual.
Se advierte así pues que el mentado animus difamandi es la parte volitiva del dolo en los delitos contra el honor –al igual
que el animus necandi y el animus lubricus forman parte del dolo del homicidio y de la violación de la libertad sexual,
respectivamente–(41). En este sentido se expresó la correcta sentencia del 7 de octubre de 1991 (Tercer Juzgado Penal de
Lima): “El tipo subjetivo de la figura (difamación) supone actuar dolosamente, lo que es lo mismo que el animus de difamar…
no existe una diferencia entre el dolo y el animus de difamar (…) no siendo necesario ningún otro elemento subjetivo
diferente del dolo”. Aquí se ha seguido el mismo procedimiento que se esgrime cuando se rechaza la existencia de los
delitos de expresión(42), en el sentido de que en tales casos la falsedad de la expresión queda abarcada por el dolo,
negándose, en consecuencia, la existencia de elementos subjetivos (de expresión) del tipo distintos del dolo.
2. Es también disfuncional el hecho de que el animus difamandi se utilice como criterio para solucionar el conflicto entre la
libertad de expresión y el honor. Según la jurisprudencia, “desaparece la ilicitud del acto cuando éste se ejecuta con otra
intención distinta a la de difamar; este es el problema de los peculiares ánimos que excluyen el animus difamandi, tales como
el animus narrandi, el informandi, el corrigendi, etc.”(43); “la posibilidad de superposición de otro ánimo excluyente de la
intención injuriosa es consecuencia de la propia naturaleza de este delito. En efecto, como delito de tendencia, desaparece
la ilicitud del acto cuando éste se ejecuta con otra tendencia distinta a la de injuriar o difamar. Este problema de los
peculiares ánimos que excluyen el animus difamandi. Se estima como ánimos incompatibles con el de difamar el animus
narrandi, el informandi, el corrigendi, etc. El animus narrandi excluye la difamación, cuando la expresión se pronuncia para
relatar un suceso y el animus corrigendi, que excluye la intención injuriosa o difamante de las expresiones que tienen por
fin señalar y corregir vicios o defectos”(44). En buena cuenta, la consecuencia práctica de concebir a la difamación como
delito de tendencia radicaría en que podría calificarse de impunes las expresiones dolosas vertidas con animus iocandi, animus
corregendi, animus defendendi, animus criticandi, animus informandi; es decir, con cualquier ánimo distinto al animus
difamandi(45).
Este proceder, en mi concepto, es equivocado, porque el animus difamandi (si existiera) en modo alguno sería incompatible
con un animus iocandi, corregendi, defendendi, criticandi, informandi, narrandi, etc., pues la naturaleza del ser humano permite
que éste pueda actuar con dos o más intenciones, tendencias, ánimos, u objetivos simultáneamente. De aquí se sigue que
la presencia de una intención distinta al animus difamandi no tiene por qué excluirla, sino que, por el contrario, son
perfectamente compatibles(46). Sucede así, por ejemplo, cuando el periodista realiza un reportaje injurioso de un personaje
público por el que siente desprecio; el que desarrolle su trabajo con animus difamandi no impide que lo haga,
simultáneamente, con animus informandi, criticandi y/o narrandi. Este razonamiento se infiere también de la STS de 23 de
enero de 1998, cuando señala que “otra Sala Penal Superior debe realizar un estudio más pormenorizado del proceso
material de juzgamiento, analizando los elementos del delito investigado como el animus difamandi y el iniuriandi o solo se
limita al animus narrandi”(47).
Asimismo, un argumento adicional para fortalecer esta idea lo constituye el artículo 133.1 CP (“no se comete injuria ni
difamación cuando se trata de ofensas proferidas con ánimo de defensa por los litigantes, apoderados o abogados en sus
intervenciones orales o escritas ante el juez”), pues la validez de este precepto se encuentra condicionada no solo a que el
sujeto haya cometido la injuria o difamación con un ánimo de defensa, sino también a que lo haya hecho (obviamente al
mismo tiempo) con dolo, es decir, con el conocimiento y la voluntad de que su conducta puede perturbar el bien jurídico
penal honor o reputación. Y es así porque es la única manera de interpretar coherentemente este precepto, ya que si se
dijera que no es necesario que el sujeto actúe con dolo, sino simplemente con ánimo de defensa, la conducta sería atípica
por ausencia de dolo y sería ocioso entonces establecer un precepto como el artículo 133.1 CP.
Por otro lado, no es seguro que siempre y en todos los casos el animus iocandi, corregendi, defendendi,
criticandi o informandi tengan que desplazar al difamandi, y con eso la libertad de expresión tenga que prevalecer sobre el
derecho al honor, pues eso depende, en definitiva, de una necesaria y casuística ponderación entre el uno y las otras, en
donde se tomen en cuenta las especificidades del caso en concreto(48).
El razonamiento de la jurisprudencia en virtud del cual el animus difamandi sirve como criterio para solventar el conflicto
entre el derecho al honor y la libertad de expresión es, además, sistemáticamente incoherente. En efecto, resulta extraño
que se diga que la consecuencia de la exclusión del animus difamandi por la concurrencia de otro ánimo es que el
comportamiento es lícito, y no atípico, cuando el animus difamandi constituye para la jurisprudencia un elemento subjetivo
del tipo. Para la jurisprudencia una expresión difamatoria proferida con un ánimo distinto al difamandi, como puede ser
el informandi, criticandi, corrigendi, defendendi o narrandi, significa actuar al amparo de la causa de justificación “ejercicio
legítimo de un derecho, oficio o cargo” del artículo 20.8 CP. ¿Cómo conciliar entonces el hecho de que la exclusión de un
elemento típico (animus difamandi) constituya una causa de justificación? Si los elementos subjetivos del tipo (en este caso,
el presunto animus difamandi) se comprueban en sede de tipicidad y una vez afirmada ésta recién se pasa al juicio de
antijuridicidad, la concurrencia de la causa de justificación “ejercicio legítimo de un derecho” (la libertad de expresión
representada por el animus criticandi, narrandi o informandi)obligaría a retroceder a nivel de tipicidad y concluir con el
carácter atípico de la conducta cuando anteriormente ya se había afirmado lo contrario(49). Esto es lo que resulta
contradictorio y metodológicamente incorrecto, y de nada vale afirmar en contra de este argumento que la causa de
justificación “ejercicio legítimo de un derecho” se da por la presencia del animus criticandi, narrandi o informandi y no por la
ausencia del difamandi, pues el argumento jurisprudencial es que los primeros desplazan al segundo, y ante la ausencia de
un elemento típico no tiene sentido indagar por la existencia de una causa de justificación pues el comportamiento es ya
atípico.
Ciertamente que la causa de justificación “ejercicio de un derecho” es de suma importancia en la resolución de aquellos
casos de conflicto entre el derecho al honor o intimidad y la libertad de expresión e información, pero las razones que
inspiren la admisión del ejercicio de un derecho como causa de justificación poco tienen que ver con los animus. Por el
contrario, aquí hay que recurrir a los criterios de la relevancia social de la información (en el sentido de que la información
ha de contribuir a la formación de la opinión pública en asuntos de interés público), la veracidad objetiva versus diligencia
exigida y que no se trate de expresiones vejatorias(50).
II. Procesales
1. La disfunción que ocasiona el animus difamandi en el terreno procesal está dada por las dificultades de prueba. En efecto,
si el aspecto volitivo del dolo y el mentado animus difamandi son lo mismo, la prueba en juicio de este último será sumamente
complicada: si ya se ha probado que el sujeto ha actuado con dolo, es decir, en lo que aquí interesa, que quiso que sus
expresiones perturbaran el honor o la reputación de otra persona, y luego se pretende demostrar que su comportamiento
estuvo dirigido por un ánimo de difamar (que no es otra cosa que voluntad de difamar), se estaría exigiendo la demostración
de algo que ya se ha probado anteriormente (el aspecto volitivo del dolo), pero sin conceder la oportunidad de recurrir a
aquellos datos que han servido para probarlo, pues eso sería una doble utilización de los mismos datos para demostrar la
concurrencia de distintos elementos del tipo. En esta línea, aquella afirmación de que no toda difamación dolosa es delito,
sino que se requiere además el animus, no sería factible de comprobación científica(51). De esto se deduce directamente
que la exigencia del animus difamandi produce un efecto político-criminal distorsionante, debido a la tendencia
subjetivizadora que genera, y que conlleva que la prueba del animus difamandi conduzca a una peligrosa desprotección del
bien jurídico honor(52).
En efecto, la comprobación del animus difamandi, al ser imposible, se obtiene mediante presunciones que emanan de la
concurrencia, en el caso concreto, de los elementos típicos objetivos de la difamación, los cuales no vienen dados por la
expresión proferida, sino por las circunstancias, modo, lugar y ocasión en que tales fueron emitidas por el agente(53). Así,
en buena cuenta, lo que hace la jurisprudencia cuando intenta determinar si el sujeto ha actuado o no con animus
difamandi es analizar las circunstancias objetivas en que la expresión se produce. Esto se aprecia, por ejemplo, cuando se
afirma que “efectivamente el procesado ha tenido el animus difamandi en las declaraciones vertidas el 18 de diciembre de
1995 ante radio “Melodía” habiendo propalado mediante este medio de comunicación declaraciones en contra de los
agraviados, pues además de haber asegurado que han tenido pingües ganancias ofreciendo la entidad agraviada,
desprendiéndose así que no hace la salvedad de hacer críticas con las reservas del caso, sino por el contrario lo señala en
forma directa, excediéndose en sus declaraciones y perjudicando a los agraviados”(54). En este dictamen se entiende que
concurre el animus difamandi por el simple hecho de haber incidido en la crítica efectuada y haberla hecho de manera directa,
cuando estas dos circunstancia objetivas pueden perfectamente no indicar ánimo alguno, pues es posible que una misma
crítica se realice todos los días y de manera directa, pero en interés, por ejemplo, de una causa pública. De esto se deduce
entonces que las buenas intenciones de quienes reivindican un animus en la difamación y que con ello pretenden restringir
la tipicidad a los ataques más graves al honor, se quedan en eso, en buenas intenciones, puesto que si la prueba de la
concreta intención que haya tenido el sujeto al proferir la expresión difamatoria (animus difamandi) se hace depender de las
circunstancias objetivas en que ésta se produce, se deja de la lado la expresión en sí misma, así como la averiguación de
los verdaderos móviles, tendencias o ánimos que haya tenido el sujeto activo.
2. Otra cosa distinta es que la valoración de las condiciones objetivas en las que se profiere la expresión difamatoria sea
interpretada de manera deficiente. Es lo que ocurre, por ejemplo, en la sentencia del 8 de abril de 1998(55), en la que se
afirma, a razón de unas expresiones presuntamente difamatorias, que “éstas no fueron vertidas intencionalmente, sino
como producto del estado emocional en que se encontraba el procesado, si se tiene en cuenta que éste sufrió traumatismo
encéfalo craneano moderado (…) no ha habido la conciencia y voluntad de dañar el honor del agraviado, máxime que éste
al declarar a fojas cuarentaiocho se retracta de las expresiones que en un determinado momento emitió”. Aquí llama la
atención que se niegue la intencionalidad de la difamación por el traumatismo que sufría el procesado, ya que ello sería
motivo, en todo caso, y en la medida en que concurriesen los demás elementos, para afirmar la inimputabilidad momentánea
que pudo padecer el procesado (artículo 20.1 CP). Esta situación conllevaría a afirmar la falta de culpabilidad del sujeto y
no su falta de intencionalidad, dado que la consecuencia del traumatismo encéfalo craneano no es impedir la voluntariedad,
sino evitar, como posible causa de alteración de la conciencia, que el hecho antijurídico (y por tanto intencional) sea
atribuido al agente. Además, es también curioso que se diga que no hay conciencia y voluntad de dañar el honor porque
el procesado se ha retractado. Es curioso, en primer lugar, porque el retractarse presupone haber hecho algo de lo cual el
sujeto se retracta, que aquí solo puede ser el haber proferido una expresión difamatoria, pues en cualquier otro caso no
tendría sentido retractarse. En segundo lugar, el retractarse de una expresión no puede ser visto como desistimiento
voluntario (artículo 18 CP), puesto que es posterior a la expresión difamatoria. Por lo mismo, solo puede ser visto como un
mero arrepentimiento, lo que supone que el delito se ha cometido.

5. EPÍLOGO
Lo que he pretendido en este espacio ha sido demostrar que el artículo 132 CP que regula el delito de difamación no prevé
un elemento subjetivo del tipo distinto al dolo, no solo porque así lo demuestran consideraciones gramaticales, sino también
porque no es necesario desde el punto de vista de la naturaleza del delito y de la necesidad de protección jurídico-penal
del bien jurídico honor y reputación. No he analizado los tipos de los delitos de injurias y calumnia, para los cuales la
jurisprudencia y doctrina, en gran número, exige también un elemento subjetivo del tipo distinto del dolo (animus
iniuriandi y calumniandi¸ respectivamente). Al respecto considero válidos los argumentos que he expuesto en torno al animus
difamandi. Tampoco he entrado al debate en torno al concepto de honor y reputación como bienes jurídicos protegidos en
el delito de difamación, ni efectuado un análisis exhaustivo del tipo de lo injusto de la difamación. Simplemente me he
limitado a analizar una tendencia jurisprudencial que, a mi modo de ver, no solo no tiene respaldo normativo, sino que,
lejos de permitir una adecuada protección del honor, genera una serie de disfunciones dogmáticas y procesales que
entorpecen su tutela penal.
Por último, me interesa llamar la atención sobre un peculiar dictamen fiscal(56), cuyos argumentos fueron luego recogidos
por la Corte Suprema(57), en donde teniéndose la oportunidad de señalar que el animus difamandi no forma parte del tipo
de la difamación (pues este dato aparecía en el escrito de querella), se optó, una vez más, por la teoría del animus
difamandi: “El querellante reconoce: si bien no me atribuye la comisión de un delito, al dejar entender que puedo cometerlo,
me está atribuyendo no un hecho ni una conducta, sino una cualidad que… puede perjudicar mi honor o reputación. Para
al final concluir, que ‘la ausencia de ánimus difamandi o injuriandi no puede ni debe confundirse con la falta de dolo’.
Afirmaciones que fluyen del propio escrito de querella, que desvanecen la existencia del delito de difamación sancionado
por el artículo 132 del Código Penal…”. Resulta anecdótico que cuando el querellante pone en bandeja los argumentos que
han de ser tomados en cuenta a la hora de resolver el caso, éstos sean utilizados en su propia contra por una indebida
interpretación de la ley penal, en concreto, del tipo de lo injusto de la difamación.

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