Sie sind auf Seite 1von 19

Unknown date José Mendoza Angulo

La regeneración ética del ejercicio de la


función pública en Venezuela
07 de diciembre de 2018 11:46 PM | Actualizado el 08 de diciembre de
2018 01:48 AM

Introducción.

En las democracias liberales modernas, la respetabilidad nacional e


internacional de los Estados y de los gobiernos depende de la calidad
del tramado institucional en que apoyan su arquitectura jurídica y
administrativa, así como del equilibrio, e ciencia y pulcritud en el
manejo de las instituciones que los integran y los expresan. A su vez, la
honorabilidad y la respetabilidad de quienes los dirigen depende,
fundamentalmente, de su legitimidad de origen y de su legitimidad de
desempeño.

Desde que las democracias liberales modernas se establecieron, la


legitimidad de origen se ha asociado a la voluntad general mayoritaria
expresada mediante el sufragio libre y universal. Hoy puede decirse, sin
embargo, que aun cuando ese criterio sigue siendo la base de la
legitimidad de origen de quienes gobiernan, la dinámica de la cultura
política de las sociedades democráticas actuales la ha vuelto en cierto
modo restrictiva. En efecto, el voto, que es el instrumento de la
soberanía de los pueblos, ha dejado de tener la pureza que en un
principio se le atribuyó. De hecho, el acto de votar para elegir a los
representantes de los poderes públicos ha pasado a ser una suerte de
elección de segundo grado que con rma o corrige, según sea el caso, la
valoración y escogencia que los partidos políticos, los sectores sociales
y los grupos económicos han hecho de los candidatos postulados para
el ejercicio de las funciones públicas. Lo que conocemos como
legitimidad de origen otorga, durante un lapso relativamente breve,
una suerte de aval a favor de quienes lideran el sistema político y
permite establecer una presunción favorable acerca de la legitimidad de
desempeño que, a diferencia de la primera, deberá ser comprobada y
medida con los resultados derivados de la acción de gobierno, a partir
del momento en que esta comienza. Ahora bien, aun cuando no sea
explícito en las normas que regulan los procesos políticos, se sabe y se
conoce que en el fondo de la respetabilidad de los Estados y de quienes
los gobiernan subyace una cuestión ética sobre la manera de
comportarse los elegidos en el ejercicio de las funciones públicas. Y esta
base ética, que solo parcialmente está recogida en los códigos que
regulan el comportamiento humano, experimenta las
transformaciones que el todo social vive en su evolución.

Cuando en Venezuela se consolidó la necesidad de establecer una


democracia y se articuló el proyecto para conseguirla la cuestión ética
apareció como un elemento importante del mismo. La larga tradición
de caudillos militares iniciada con los protagonistas de la guerra de
independencia y extendida desde entonces, sin interrupción, hasta el
primer tercio del siglo XX, permitió establecer una relación entre el
ejercicio del poder y el aprovechamiento personal de quienes estaban al
frente del mismo. Por ello se formó la convicción en vastos sectores del
país de que la ingenua consigna “hombres honrados en el poder y
Venezuela está salvada”, aunque incompleta y parcial, resumía una
aspiración generalizada en la sociedad. En la carta de ruptura del
general José Rafael Gabaldón con el Presidente general Juan Vicente
Gómez, escrita en 1929 poco antes de su alzamiento en Santo Cristo,
planteaba la necesidad del “equilibrio de los valores morales y los
políticos de la República” como una de las principales condiciones para
el cambio que el país requería. Y en los puntos III y IV del Plan de
Barranquilla, importante documento suscrito en 1931 por los
representantes de las fuerzas democráticas emergentes en el país, se
postulaba la con scación de los bienes de Gómez y la creación de un
Tribunal de Salud Pública como fórmulas para adecentar la
administración del tesoro nacional. El establecimiento en Venezuela, en
1945, de lo que Germán Carrera Damas denomina la República Liberal
Democrática se hizo bajo la invocación de estos preceptos traducidos en
textos legales del Estado. Lo cierto es que, pasado el tiempo, ni los
principios ni las leyes, que al de nirse y sancionarse se comportaron
como un marco tutelar de protección de la moral en el manejo de la
administración pública, resolvieron el problema de manera de nitiva.
Muy pronto volvieron a presentarse manifestaciones de lo que se
consideraba y se considera una grave lesión a la ética en el ejercicio de
las funciones públicas. Tanto resultó ser esto verdad que a la hora de
explicar las crisis políticas, económicas y sociales de la República o de
pretender la justi cación de zarpazos de distinta naturaleza contra la
institucionalidad republicana y hasta para persuadir al electorado de la
urgencia de cambiar a un gobernante, reiterativamente se ha alegado la
necesidad de poner coto a la corrupción rampante que se ensaña contra
el patrimonio nacional. Cuando hoy se lee en la mayoría de los
numerosos sondeos de opinión a que nos han acostumbrado el
desarrollo de la Ciencia Política así como los intereses y preocupaciones
de empresarios y políticos, cualquiera puede sentirse confundido a la
hora de veri car el lugar que los encuestados le asignan a la corrupción
entre los problemas del país. La explicación es que la gente tiende a
magni car los problemas personales inmediatos y a minimizar o a
mirar de lejos los que están referidos al conjunto de la sociedad.

Tenemos la convicción de que luchar por la edi cación de una nueva


democracia en el país supone plantearse su regeneración ética. Ahora
bien, estamos persuadidos de que ese propósito se alcanzará en plazos
diferentes cuando se de nan bien los objetivos políticos de corto,
mediano y largo plazo para el país y sean asumidos como propios por la
mayoría de la sociedad. Es que no se trata de resolver un problema
losó co o religioso, tampoco de leyes aun cuando haya expresiones
jurídicas que deban ser aplicadas en el proceso. A nuestro modo de ver
las cosas, crear el sustrato ético de una democracia ejemplar en
América Latina es, en el fondo, un problema político que debe ser
atacado frontalmente porque como dicen los expertos la ética está
relacionada con el estudio fundamentado de los valores morales que
guían el comportamiento humano en la sociedad y regenerar, según lo
pauta el diccionario de la lengua, es “dar nuevo ser a una cosa que
degeneró, restableciéndola o mejorándola”.

Venezuela está viviendo la tercera de las prolongadas crisis históricas


que han caracterizado las transiciones del siglo XVIII al XIX, del siglo
XIX al XX y que sin duda marcará el paso del siglo XX al XXI. De la
primera de esas crisis quedó un país liberado de las cadenas coloniales
que nos impuso el imperio español. De la segunda surgió una nación
integrada y paci cada. De la que estamos viviendo muchos venezolanos
tenemos la patriótica ambición de que nos quede una democracia
enraizada hondamente en nuestra sociedad, lo cual quiere decir
expresada no solo en sus manifestaciones políticas sino convertida en
parte fundamental del desenvolvimiento cotidiano de los hombres y
mujeres que la integran.

Cuando expresamos de manera tan categórica esta aspiración no


estamos, por supuesto, pensando en un arreglo menor de la casa de la
democracia sino en un cambio que, por una parte, liquide el
autoritarismo y sus posibilidades de reaparecimiento como opción
política válida para Venezuela y, por la otra, que sea capaz de promover
la reorganización política del país sobre bases nuevas, de nir los
nuevos fundamentos de la economía nacional, echar las bases para que
la sociedad se desenvuelva conforme a un moderno sistema de valores
culturales, educativos, cientí cos y tecnológicos y como telón de fondo
que pueda llevar a cabo la regeneración ética del ejercicio de la función
pública y del ejercicio de la actividad privada.

1.- La nueva ética es, en verdad, una nueva cultura en el ejercicio de la


función pública.

Entre la cultura y la política existen relaciones estrechas y directas. En


un sentido relativamente complejo puede entenderse a la cultura como
un “conjunto de estructuras sociales, religiosas, etc. y de
manifestaciones intelectuales, artísticas, etc. que caracterizan a una
sociedad” (1). También como “la forma común y aprendida de la vida
que comparten los miembros de una sociedad y que consta de la
totalidad de los instrumentos sociales, actitudes, creencias,
motivaciones y sistemas de valores que conoce el grupo”(2). Y como la
política es la lucha por el poder y, en el decir de Georges Burdeau, es
tanto la actividad que desarrollan los gobernantes como la que cumplen
los grupos sociales con vistas a ocupar los cargos de dirección o de
ejercer in uencias en las decisiones de quienes dirigen, se forman
relaciones entre el poder y la manera de ejercerlo, vale decir entre la
política y la ética.

En Venezuela se echaron las bases de una práctica política democrática


a partir del momento en que el ejercicio de la democracia liberal se
convirtió en una necesidad ordinaria de los ciudadanos. Conviene
distinguir, sin embargo, lo que llamamos una práctica política
democrática de una práctica social democrática porque como lo señala
acertadamente el ya citado historiador Germán Carrera Damas, “la
sociedad venezolana (ha funcionado) políticamente de manera
democrática, pero no socialmente de manera democrática. La
capacidad de autocontrol de la sociedad que es un indudable signo de
desarrollo y madurez democrática, en nuestro país es muy baja, todavía
el recurso a la autoridad es excesivo” (3). Los habitantes del país
aprendieron valores políticos democráticos cuando el voto para escoger
a los responsables de los poderes públicos se hizo universal, cuando el
ejercicio de las funciones públicas se hizo alternativo y por períodos
limitados, cuando se empezó a convivir con poderes públicos separados
y se adquirió el hábito de militar en partidos políticos, a liarse a
sindicatos y gremios así como pensar y expresarse con libertad y sin
temor. Pero la práctica social de los venezolanos no fue y no es
democrática por causa de acendrados hábitos de vida y formas de ser
que nos envuelven a todos. Examinemos el asunto.

En las bases sociales de las prácticas políticas democráticas de los


venezolanos subyacen raíces culturales muy profundas sobre las que no
se ha puesto el empeño debido para su transformación. La cultura
rentista, por ejemplo, nació prácticamente con el primer
establecimiento de los colonizadores españoles en la parte del nuevo
mundo que sería llamado después Venezuela, en Cubagua, al convertir
la extracción de las perlas en la principal fuente de riqueza del pequeño
enclave. Esta manera de entender la riqueza se morigeró cuando a cargo
de grandes propietarios Venezuela se hizo primero cacaotera y después
cafetalera, dos cultivos duraderos que exigían un gran esfuerzo al
comienzo y que luego durante muchos años, en la oportunidad de las
cosechas, garantizaban la renta de la que habló David Ricardo. Ahora
bien, con el descubrimiento de los yacimientos petroleros y con el
comienzo de su explotación comercial, la tendencia se exacerbó hasta
los extremos que conocemos hoy, en buena medida por las
deformaciones que provocó en el funcionamiento del Estado, único
propietario de esta fuente de riqueza.

El Grupo Interdisciplinario de Estudio de Venezuela (GIEV) que hace


quince años dio a conocer, en Mérida, con el título de “Venezuela:
Renta Petrolera, Políticas Distribucionistas, Crisis y Posibles Salidas”
un interesante trabajo sobre el tema que nos ocupa, llama al rentismo
económico distribucionismo, y políticas distribucionistas a las
orientaciones y decisiones gubernamentales contentivas de las líneas
trazadas para el reparto de la renta petrolera entre los diversos sectores
sociales del país y, en particular, entre aquellos que se tiene un interés
político en favorecer. Al sistema económico construido sobre la
generación de la renta y el predominio de los intereses privados lo
llaman capitalismo rentístico y lo de nen como un capitalismo
“basado en la propiedad privada de los medios de producción, la
iniciativa privada en la economía y regulado por el mercado, pero
rentista, es decir que funciona debido a los ingresos que recibe desde el
exterior no generados por su propia actividad productiva”.
Complementando esta idea, el economista Orlando Ochoa dice que “el
rentismo o conducta rentista es la orientación de agentes privados
centrada en la búsqueda de privilegios y bene cios económicos, sin
crear nuevo valor para la sociedad, a través de una relación directa y no
transparente con los funcionarios encargados de las políticas
gubernamentales” y citando un estudio de otros reputados
economistas llama la atención sobre el hecho de que al lado de los
negociados del rentismo la propensión a aumentar el gasto en naciones
en desarrollo dotadas de valiosos recursos naturales como el petróleo
es el incentivo político a usar los ingresos generados para tratar de
in uir en los resultados de las elecciones, o como un medio de
conseguir apoyo popular en naciones donde prevalecen regímenes
políticos no democráticos. A pesar de que en Venezuela todos los
gobiernos del último siglo han sido practicantes y bene ciarios del
rentismo, Jesús Mora Contreras, integrante del GIEV, en comentario
escrito a nes de 2007 asienta que “el rentismo tiene carta de
ciudadanía en Venezuela desde hace mucho tiempo y el rentismo
petrolero criollo pronto cumplirá su primer siglo de existencia. Pero el
gobierno de Chávez es el responsable de haber llevado el rentismo
petrolero hasta su máxima expresión” (4). La gravedad del asunto es
que al nal de un largo proceso de comprensión del fenómeno hemos
llegado a un punto en que por deformaciones políticas el país ha
terminado siendo más rentista que nunca, más parasitario y más
propiciador de las prácticas inmorales en el manejo del Estado.

En Venezuela, la cultura rentista se convirtió en la hermana siamesa de


la cultura estatista que aquí tiene tres profundas raíces, una de orden
histórico, otra de naturaleza ideológica y la tercera de origen
económico. Pero comencemos por decir que denominamos cultura
estatista a la creencia generalizada entre los habitantes del país de que
el Estado es una suerte de Deus ex machina que lo puede todo y del que
es posible esperarlo todo, y a la convicción igualmente generalizada de
quienes lo dirigen de que es un ente superior que está por encima de
todo y de todos. Contrariamente a lo que se enseña en las lecciones
elementales de derecho público de las facultades de Ciencias Jurídicas y
Políticas, en el sentido de que el Estado es la expresión jurídica
organizada de la nación, el estatismo en los países rentistas ha
conducido a la inversión total de este principio.

Como parte de la porción del globo terráqueo que es hoy la América


hispana, el territorio y los pobladores que ahora llamamos Venezuela
nació y formó parte, durante más de trescientos años, de un estado
absolutista cuyo centro de gravedad político estaba a miles de
kilómetros de distancia. De ese estado absolutista dependió la
organización política, jurídica y administrativa del país, su
poblamiento y la expresión racial que adquirió al nal, la formación
religiosa, el comercio y prácticamente todas las manifestaciones de la
vida social. Lo más lejos del concepto de estado absoluto a que se pudo
llegar en estas latitudes fue hacer que las leyes dictadas por el lejano
centro se acataran pero no se cumplieran. Después de la independencia,
el Estado arruinado que quedó y que solo ofrecía a los triunfadores de la
guerra la posibilidad de apoderarse del poder para sobrevivir y
enriquecer a quienes conseguían administrarlo, se convirtió durante
más de un siglo en pasto de jefes militares que hicieron de la fuerza
bruta la fuente de su bene cio personal y de la dinámica social del
exangüe territorio. Y más adelante, cuando Venezuela entró al siglo XX,
las ideas socialistas y socialdemócratas pusieron su grano de arena para
rea rmar que el Estado era la herramienta idónea para asegurar el
progreso del país. Entonces, al aparecer el petróleo el Estado se hizo
rico, se convirtió en el Midas venezolano, el rey que convertía en oro
todo cuanto tocaba. El problema principal del estatismo es que la
sociedad termina siendo una criatura del Estado que la representa y la
absorbe. El Estado termina siendo identi cado con el gobierno y luego,
por efectos del caudillismo personalista, la sociedad, el Estado y el
gobierno terminan identi cados con el presidente, el jefe de la fuerza
armada, el secretario general del partido o con quien está a la cabeza del
poder ejecutivo. Aparece entonces el centralismo como el elemento que
completa la trinidad con el rentismo y el estatismo. Ahora bien, como el
estatismo y el centralismo son, en de nitiva, regulación extrema de la
vida social, saturación burocrática de la organización de los poderes
públicos y alcabalas atendidas por funcionarios mayores y menores,
termina convertido en una tupida red de normas y directrices que se
estorban, competencias que tropiezan entre sí y que di cultan el
desenvolvimiento e ciente de los aparatos de estado y de las instancias
administrativas. El Estado pasa a ser terreno abonado para la adulancia,
el clientelismo y los favores, vale decir para la corrupción menor y
mayor de los funcionarios la cual se alimenta con las excrecencias del
rentismo.

Bajo estas condiciones, la nuez de la solución del problema está en


rede nir las bases sobre las que debe levantarse la nueva ética de la
función pública en Venezuela. Esto quiere decir, la concepción de una
sociedad en la cual su organización institucional y su funcionamiento
no sean el producto de la cultura centralista, estatista y rentista
uyendo espontáneamente y sin que nadie la controle. Trazarle un
rumbo distinto a estas tendencias no es cosa sencilla y no se podrá
lograr con solo enunciarlo y desearlo o creer que se puede conquistar en
un abrir y cerrar de ojos. Se trata de un cambio cultural para el que
nuestra sociedad ya está ofreciendo posibilidades pero la suerte nal
dependerá de que exista la capacidad para de nir objetivos
compartidos por lo menos en los niveles de dirección de la colectividad.
Ante los que se rinden extasiados cuando se pronuncia la palabra
revolución conviene decir que estamos pensando y hablando de algo
parecido. Se requerirá, por tanto, no solo de una gran lucidez
intelectual sino de un sabio manejo de las variables que integrarán el
proyecto. Y no estamos soñando con una sociedad de santos en donde el
pecado no sea posible. Nos estamos colocando bajo la perspectiva
práctica de modelar una realidad que sea atractiva y respetable para los
componentes humanos diferentes y desiguales de la sociedad.

Para decirlo más directamente y sin darle más vueltas al asunto, una
nueva y sólida ética en el ejercicio de la función pública tendrá que estar
ligada, al nal, con la capacidad de reemplazar la cultura rentista por
una cultura productiva y que la sociedad sea la tributaria del Estado en
lugar de ser este el patrón modelador de la sociedad. Frente a cualquier
demostración de escepticismo ante lo que representa esta re exión
permítasenos recordar que la iniciativa tomada en 1989 por el liderazgo
político nacional de dar inicio al proceso de descentralización política y
administrativa del país y después de un cuarto de siglo de experiencia,
con todas sus limitaciones, prueba las posibilidades de cambios
profundos cuando hay comprensión de los problemas sociales y
voluntad para resolverlos.
2.- La nueva ética es también una nueva cultura política.

Estamos obligados a preguntarnos si es posible la regeneración ética


del ejercicio de la función pública en Venezuela a partir de los conceptos
y prácticas políticas que, en conjunto, formaron la cultura política
tradicional en el país, por lo menos desde el momento en que la
democracia liberal se convirtió en la forma de vida pública dominante
de los venezolanos. Nos sentimos obligados a decir que no,
categóricamente. Estamos persuadidos de que en el país se ha
producido una divisoria de aguas entre lo que bien podemos denominar
la vieja cultura política democrática y una nueva de la cual solo tenemos
todavía componentes dispersos que pugnan por de nir los valores en
que se apoyará. Entendemos por cultura política una noción compleja
que encierra de niciones teóricas y resultados de realidades empíricas,
que abarca la práctica de los asuntos políticos tanto como la
información y dominio de los negocios públicos y que, en conjunto,
debe permitir al ciudadano y a la colectividad formarse un criterio
propio y autónomo sobre los asuntos políticos tanto como la convicción
de participar en ellos.

La formación de los partidos políticos modernos en Venezuela, el


nacimiento de las organizaciones sindicales y gremiales, los progresos
de la educación y la reducción del analfabetismo a pequeñas
proporciones de la población junto con la activa participación de los
intelectuales en la política, conjunto de hechos ocurridos sobre todo al
madurar las condiciones que pusieron término a la larga dictadura de
Juan Vicente Gómez, revelaron un cambio de la cultura política nacional
favorable al establecimiento y consolidación de la democracia en el
país. Al cabo de tres cuartos de siglo de haber ocurrido lo fundamental
de estos hechos se han presentado las señales del trabajo de parto que,
en medio del ciclo de autoritarismo que vivimos, anuncian la necesidad,
todavía no plenamente asumida, de una nueva cultura política
democrática que estamos obligados a levantar.

Nuestra convicción es que la vieja cultura política democrática hoy en


declive se articuló en el seno de partidos concebidos alrededor de
precisas de niciones ideológicas, programáticas y organizativas. Por
causa de viciadas prácticas partidistas internas, del desgaste
administrativo derivado del ejercicio del poder y por los efectos de las
contradicciones que fueron apareciendo frente a las nuevas exigencias
de la realidad que la propia democracia promovió, esas bases se fueron
debilitando y relajando hasta entrar en el tremedal de las distorsiones
de valores y de las perversiones.

A falta del anclaje ideológico y programático que en sus comienzos fue


el punto de atracción de los partidos modernos, estos no encontraron
otra forma de mantener e incrementar sus adherentes que apoyarse en
el rentismo y el estatismo para promover y crear una frondosa clientela
burocrática que igual sirvió para las grandes logros electorales de los
partidos en la democracia como hoy para mantener la base de apoyo
popular del autoritarismo. A partir de allí comenzó a tejerse una cadena
interminable de pequeños y grandes vicios reblandecedores de la ética
partidista y social. La costumbre de obtener y dispensar favores
partidistas y personales, el uso sin límites de los recursos públicos para
hacerle campaña a los partidos o promover ambiciones personales, las
solidaridades automáticas o el silencio cómplice ante agrantes
irregularidades administrativas de amigos y compañeros, el peculado
de uso por parte de altos y bajos funcionarios hasta caer bajo el dominio
de los que acumulan capital a la sombra del estado sin reparos morales
y, en el colmo de la desmoralización, rendirse ante los halagos del
narcotrá co, son algunos de los eslabones de esta pesada herencia.

Los partidos políticos que constituyen el canal más apropiado de


intermediación para que la sociedad participe en la vida política tienen
que reinventarse. Las ideas y las ideologías políticas no han
desaparecido. Es falso que sean cosa del pasado. Simplemente tienen
que acoplarse al tiempo de los ciudadanos, a la época de hombres y
mujeres mejor informados, más dueños de su propio criterio, más
cultos políticamente y más celosos de su autonomía. Nuestra
percepción es que tendrán que convertir los viejos y gigantescos
aparatos organizativos que estorbaban y desconocían la soberanía de la
sociedad civil en instancias organizativas más ágiles pero
cualitativamente superiores, más creativos y que reconozcan a la
ciudadanía el derecho de mirar adentro de ellos y opinar sobre sus
determinaciones.

Devolverle la respetabilidad a la política y a los políticos es una


condición de obligatorio cumplimiento en la edi cación de una nueva
democracia. No hay otro camino para lograrlo distinto de los más
elevados fundamentos éticos de la acción política. La más sólida y
exigente formación intelectual del liderazgo es el ambiente adecuado
para lograrlo, lo que no signi ca convertir a los líderes políticos en
intelectuales. Lo demás es colocar, alrededor de los políticos y de las
instituciones, barreras que minimicen los peligros y tentaciones de
nuevos desvíos. El nanciamiento por parte del estado de la acción de
los partidos es uno de ellos, obviamente dentro de condiciones
razonables como, por ejemplo, que demuestren tener un nivel de
aceptación por parte de la comunidad. Educarse y formarse frente al
populismo, esa perversa manera de estafar la credibilidad pública y de
tra car con las necesidades de los menos favorecidos socialmente, es
otra. Pero al nal, la transparencia de las actuaciones públicas y
privadas del liderazgo completa la trilogía precautelativa.

Del mismo modo que el avance que representó el inicio de la


descentralización tuvo una rueda frenada en el alto centralismo de los
partidos políticos, la regeneración ética del ejercicio de la función
pública puede conseguir una piedra en el camino si los partidos
políticos no se convierten en el ejemplo a seguir por la sociedad en el
manejo de la cosa pública. De todas formas, algunas expresiones
jurídicas tendrán que adoptarse para preservar las propuestas de las
que hablamos. Habrá que ser intransigentes con la corrupción, será
necesario ponderar correctamente los requisitos y condiciones para ser
funcionario público y para comportarse como un servidor de la
colectividad de tal forma que deje de ser una suerte de castigo para
cualquier ciudadano tener que tramitar asuntos personales por ante
una o cina pública. Hay que establecer normas relativas a la obligación
de rendir cuentas; publicar las declaraciones de bienes antes y después
del ejercicio de funciones públicas; limitar el secretismo en los asuntos
que conciernen a todos, así como ser muy severos contra las prácticas
que han propiciado la expansión del nepotismo.

La corrupción no es solamente robar dineros públicos. Esta es su forma


más grosera y censurable. No obstante, hay comportamientos en el
manejo de los asuntos internos de los partidos y en la administración
de los bienes del Estado tanto o más censurables que el robo al tesoro
nacional. Como a nadie se obliga a ser diputado en el Parlamento,
Presidente de la República, Gobernador de un estado o Alcalde de un
municipio, concejal o Secretario General del partido, quienes se
promuevan y busquen estos cargos deben aceptar el rigor y la
incomodidad de estas leyes así como la vigilancia cercana de la
sociedad.

La cuestión de fondo es recti car el camino equivocado y establecer las


condiciones para que con base en intransigencia con el vicio sea muy
difícil volver a corromperse. El escritor español Javier Cercas, a
propósito del sacudón que los hechos de corrupción ha producido en su
patria, ha dicho que “el momento en que empiezas a justi car los
errores y abusos de los tuyos porque son los tuyos (o porque parece o
dicen que lo son), empiezas a corromperte; es decir empiezas a perder
la razón”. Y continúa, “Esto no lo escribió George Orwell, pero pudo
hacerlo, porque nadie como él nos enseñó que la izquierda empezó a
corromperse y a perder la batalla cuando empezó a justi car los errores
y abusos de los suyos. Nunca más: un error o un abuso son un abuso y
un error lo cometa quien lo cometa, y casi estamos más obligados a
denunciar los de los nuestros que los de los demás… para no
corrompernos, para no perder la razón, para no perder la decencia” (5).

3.- La nueva ética debe descansar en una práctica social democrática.

La corrupción, en general, es una forma de violencia contra la sociedad.


El que privatiza ilegalmente bienes públicos para bene cio personal
abusando de sus posiciones en los aparatos de Estado le causa un daño,
la mayor parte de las veces irreparable, a la colectividad de la que dice
formar parte. Y el que por la fuerza o mediante el engaño tima a otro
particular violenta sus derechos a la paz y a la propiedad, que es otra
forma de agredir a la sociedad. Pero, a su vez, la violencia es una
agresión contra las formas de organización que la sociedad se ha dado
y, en particular, contra las instituciones políticas y jurídicas que ha
logrado establecer.

Independientemente de las teorías que se han formulado para explicar


el o los orígenes del poder, del Estado y de la violencia, lo cierto es que
los hombres creyeron prevenir las consecuencias de los males de que
hablamos entregándole al Estado el monopolio de la violencia, hasta
que comprendieron que a partir de esta decisión tomaba cuerpo otra
lucha para protegerse del Estado. En efecto, el ejercicio personal y
tiránico del poder, que fue así como comenzaron las cosas, y el uso de
las armas puestas al servicio del poder obligaron a la sociedad a buscar
y encontrar fórmulas capaces de limitar la acción violenta del Estado
sobre los ciudadanos. Esta es la larga lucha que se esceni có desde los
tiempos del poder absoluto hasta la conquista de la democracia. Ahora
bien, el sustrato que le sirve de asiento al Estado, a la acción política de
los seres humanos y al poder es la propia sociedad y en el seno de esta
se produce y reproduce, a diario, un cúmulo de relaciones entre sus
componentes que termina condicionando la conducta del hombre en su
vida privada y en su actividad pública.

El funcionario público que se corrompe, que no es capaz de vencer las


tentaciones de disponer del poder sin límites, de manejar con un alto
grado de autonomía los bienes públicos que administra porque se
ampara en la falta de compulsión ética para rendir cuenta
pormenorizada de lo que hace o deshace con los intereses de la
sociedad, tiene que haber sido tocado por una forma de ser, por usos y
costumbres y por una educación informal derivada del medio social en
el que se desenvuelve en la que los antivalores han derrotado a los
valores o en el que los valores no han sabido mostrarse.

En uno de los densos y bien pensados editoriales escritos por Laureano


Márquez para el diario Tal Cual que tituló “Los guardianes de la
esperanza”, decía, “en el aeropuerto, en uno de esos días en los que el
abuso te rebasa, en los que te apetece abandonar tus convicciones y
lanzarte al estercolero nacional de la viveza, al estilo de las colitas de
Pdvsa tan cuestionadas en otros tiempos; cuando los que saben
moverse como pez carroñero en el agua turbia se te colean sin pudor
alguno y toman el vuelo en el que tú tendrías que estar, las colas se
convierten en terapia colectiva donde se organiza la resistencia de la
honestidad”… y allí hablamos, entre otras cosas, “de que es muy
complicado adecentar al país, porque ya es demasiada la gente que vive
de la indecencia y que perdería su chamba de dinero fácil y no trabajado
a la que se ha venido acostumbrando durante todo este tiempo, nos
reconfortamos en hacer lo correcto, pero con la inevitable sensación de
sentirnos profundamente pendejos, al ver al vivo exitoso y triunfante y
en algunos casos, incluso, haciendo mofa de tu compromiso con lo que
es justo y bueno” (6). Estupenda la descripción del fenómeno, tan solo
repararíamos que ese es el barro que subyace en nuestra existencia
como pueblo que se exacerba en tiempos como estos.

Y esto lo que quiere decir es que, para regenerar la ética en el ejercicio


de la función pública en Venezuela, será necesario tomar serias
medidas políticas y jurídicas capaces de enderezar conductas que se
tuercen con facilidad pero que en el largo plazo ellas no serán
su cientes si no somos capaces de producir cambios en la cultura cívica
de los venezolanos. Dicho de otra manera, que la democracia tiene que
llegar a ser una práctica social uida por parte de todos los que vivimos
en este país. Que si nos empeñamos y logramos divulgar, respetar y
practicar el valor del trabajo como fuente de nuestra supervivencia
cotidiana, el valor de la honestidad y de la solidaridad; el valor de la
dignidad de los seres humanos, y la importancia del respeto a las leyes
y costumbres sanamente establecidas, no tendremos necesidad de
apelar a la autoridad o de requerir la presencia de un policía para evitar
lo que Laureano Márquez describió.

Las democracias republicanas son los sistemas políticos más


desarrollados que existen y también los más complejos. Hay otros tipos
de democracia liberal como las monarquías constitucionales pero que
no llegan a alcanzar el grado de perfección de las republicanas. En los
países en donde funciona plenamente este tipo de democracia es
porque la sociedad que le sirve de asiento hace que funcionen a
cabalidad los dos aspectos que caracterizan a este sistema político, el
formal y el material. El carácter formal se re ere a las manifestaciones
externas de la democracia, vale decir las que están referidas a su
legitimidad de origen; al ejercicio de la soberanía popular mediante el
voto prístinamente garantizado en su emisión y en su escrutinio; a la
división de poderes y la plena autonomía en el ejercicio y
funcionamiento de los poderes públicos; el reconocimiento y respeto a
las libertades, a los derechos humanos, etc. Y el carácter material se
expresa en la interiorización que cada ciudadano hace de la democracia,
convirtiéndola en parte integrante de sí mismo, por lo que su respeto
por parte de los integrantes de la sociedad no depende de la coacción
que el Estado y las leyes ejerzan sobre cada uno de nosotros sino del
compromiso que cada quien adquiere con su propia consciencia.

Los venezolanos nos hemos acercado al ejercicio de los aspectos


formales de la democracia para cuya operatividad existe una estructura
estadal y para el que la acción de las organizaciones partidistas nos ha
preparado. Para muchos compatriotas, ser demócratas y vivir en
democracia es acudir a votar en los procesos electorales, participar
periódicamente en la integración de los poderes públicos, militar en un
partido político y formar parte de un sindicato u otro gremio,
organizarse en instituciones de interés profesional común y sentir que
se tiene el derecho de hablar, de moverse y de criticar sin limitaciones.
No forma parte de nuestro real interés tener pruebas de que la división
de los poderes públicos es algo efectivo en la práctica. Mucho menos
hemos llegado a convertir en parte integrante de nuestro ser cultural y
biológico el catecismo de la democracia que debe ser cumplido sin
apelar a la autoridad. Y es este catecismo el que debe ser aprendido y
memorizado hasta convertirse en actos re ejos de cada uno de
nosotros como respetar las reglas de la convivencia civilizada así como
a todas las demás personas al margen de su condición económica o
social. Cuando la democracia sea entre nosotros, además de una
constitución respetada y de unos poderes públicos que funcionen con
e ciencia al servicio de toda la colectividad, una práctica social
espontánea en donde se vea muy mal y sea sancionado no tanto por las
leyes sino moralmente toda actitud de viveza, de guapetonería o de
abuso de las posiciones sociales y políticas que se tengan, entonces será
raro robar lo que es público y corromperse con la facilidad con que hoy
ocurre.

4.- Algunas puntualizaciones pertinentes.

La política es una actividad pública y su ejercicio debe someterse a las


reglas de la moral pública, pero como los hombres y mujeres públicos
no tienen vida privada, en el sentido de no poder tener un
comportamiento en su vida privada que esté sometido a reglas distintas
de las de la moral pública, para quienes se dedican al ejercicio de la
política el ámbito privado de su vida en sociedad tiene que estar abierto
al escrutinio público. Lo cual quiere decir, a propósito del tema que
estamos abordando, que aun cuando se admita una distinción entre la
ética pública y la ética privada, la ética privada de los líderes sociales no
puede sustraerse, bajo subterfugios legales o conceptuales, a las reglas
válidas para la ética pública.

Aún que lo parezca, la ética pública no es igual para los funcionarios del
estado según que ejerzan sus misiones en una democracia o en una
dictadura. En una democracia, los hechos de corrupción se pueden
poner en evidencia gracias a la vigilancia de la oposición y a su acción
en los parlamentos; al trabajo de los medios de comunicación; a la
existencia de un Poder Judicial autónomo, etc. En cambio, en las
dictaduras y en los regímenes autoritarios en general, la corrupción es
un secreto de estado. Para que la corrupción y los corruptos puedan ser
señalados y eventualmente enjuiciados y castigados es preciso que la
dictadura desaparezca. Fue necesario el derrumbe de la Unión Soviética
para descubrir que entre los más grandes propietarios de riqueza del
mundo se encontraban cerca de sesenta rusos. Seguramente tendrá que
esperarse la reaparición de las condiciones para el ejercicio de la
democracia en Cuba para abrir a la luz del día el entramado de
corrupción que se oculta tras la severidad de un estado policial así como
de la dependencia y control de la actividad económica por parte de las
fuerzas armadas cubanas. La experiencia rusa se ha repetido en todos
los países que han pasado por dictaduras de derecha o de izquierda. De
todas maneras, hay que tener presente, además, que puede hablarse de
otros diferentes tipos de corrupción. Pero no hay que olvidar jamás que
mientras los regímenes dictatoriales constituyen en sí mismos un caldo
de cultivo para que prospere la corrupción, esta logra sobrevivir bajo la
forma de bacterias resistentes a la acción protectora del sistema
inmunológico de las democracias, de tal modo que dadas ciertas
condiciones ellas se activan y comienzan a colonizar hasta destruir el
cuerpo todo de la democracia.

Es posible distinguir, por ejemplo, entre lo que podríamos llamar


corrupción estructural o sistémica y la corrupción coyuntural. Si por
estructura entendemos los conjuntos consolidados y estables, la
corrupción estructural expresa aquellas formas de comportarse los
agentes sociales en el manejo de los asuntos públicos que no solo son
duros y resistentes a las acciones políticas y legales adoptadas para
corregirla sino que se comportan, en el tiempo, como parte de una
cultura o subcultura que acepta la corrupción como parte integrante del
comportamiento social normal por fundarse en antecedentes históricos
remotos o recientes que pretenden de muchas maneras su legitimidad.
Presentemos dos arquetipos. Hace algo más de un siglo que en
Venezuela se estableció el ejército como institución del Estado a la que
se le atribuyó el control y manejo de las armas de la República,
convirtiéndose entonces en el instrumento para el ejercicio del
monopolio de la violencia cuando esta fuese requerida por el interés
social. El ejército se convirtió pues en la herramienta principal del
poder en el país, circunstancia que ya de por sí ofrece la posibilidad de
reclamar “derechos” no escritos e incurrir en excesos. Al lado de esto,
la institución heredó la tradición creada por los panegiristas de ser,
además de los guardianes de la soberanía nacional, los titulares
exclusivos de la conquista de la independencia y, en virtud de tal
circunstancia, merecedores del agradecimiento y recompensa eternos
de la sociedad. Esta grati cación se expresó al principio por propia
determinación de El Libertador en los llamados haberes militares, vale
decir la concesión a los integrantes del ejército patriota de derechos
sobre parte del territorio de la República en pago de sus sacri cios y
entrega. De esta suerte nació la costumbre para los militares de hacer
de su bienestar económico y nanciero un fuero especial a la sombra
del Estado que ha sido fuente de enriquecimientos de difícil
justi cación para muchos de los altos o ciales que lo han recibido. Y en
tiempos relativamente recientes, el nacimiento de los partidos políticos
modernos los convirtió en promotores y forjadores de la democracia en
Venezuela. Ese trascendental logro permitió también el nacimiento de
otro derecho no escrito en virtud del cual el costo de la democracia
debería serle reconocido y abonado a las organizaciones partidistas no
solo mediante la potestad de dirigir al Estado cuando la voluntad
popular así lo determinara sino el disfrute de ciertas liberalidades y
privilegios que han ido rodando hasta el reblandecimiento de los
principios básicos de la moral en el ejercicio de las funciones
administrativas de los haberes nacionales. Para los partidos, el ejercicio
del poder se ha convertido en la prueba de fuego de la respetabilidad y
apoyo que los autoriza a solicitar periódicamente el aval de la
colectividad para gobernar. Se han dado casos de enriquecimientos y
privilegios de líderes políticos y altos funcionarios que no pueden ser
explicados como contraprestación del exclusivo y honesto desempeño
de funciones públicas.

Y aquí se toca un tema sobre el que es necesario estar advertido y tener


plena consciencia. Es verdad que la ética individual forma una suerte de
dique protector moral cuando las personas son llamadas al ejercicio de
funciones públicas pero el problema es que la corrupción tiene más que
ver con las reglas de funcionamiento de la política que con la ética
individual. Salvo en el extremo de una candidez más bien patológica, a
nadie se le ocurriría con ar un destino público a quien tiene fama de ser
un pillo, un pícaro ladronzuelo en su vida privada, pero hasta los más
puros pueden corromperse si el ambiente en el que van a desempeñar
sus tareas públicas está contaminado. Hace unos cuantos años un
destacado líder político escandalizó a los lectores del periódico al que
acostumbraba declarar cada n de semana cuando sostuvo que “en
Venezuela no hay razones para no robar”.

La corrupción coyuntural que, a tenor de la propia de nición de


coyuntura que ofrece el diccionario de la lengua española, es, en
cambio, el aprovechamiento indebido permitido por la “combinación
de factores y circunstancias que se presentan en un momento
determinado” a favor de quienes están en posiciones públicas y las
ejercen sin muchos miramientos ni respeto por la honradez
administrativa. Y puede hablarse así mismo tanto de la corrupción
personal o individual, cuando se trata del hecho de un funcionario
deshonesto que más que de las fallas del sistema se aprovecha de sus
inexistentes escrúpulos para sacar provecho en exclusividad del
patrimonio colectivo puesto a su cuidado; como de la corrupción
institucional cuando el vicio y las malas prácticas contaminan al cuerpo
de un servicio supuestamente creado para atender a la colectividad. En
Venezuela, las instituciones que tienen que ver con la seguridad de la
ciudadanía, desde los tribunales hasta los organismos armados de
supuesta protección social (policías, vigilantes de tránsito, guardia
nacional) han hecho del llamado “impulso procesal” y del “cuánto hay
para eso”, bajo amenaza de retardo judicial, incomodidades,
expedientes, etc., una trama sórdida frente a la cual el ciudadano queda
despojado de toda protección. Y dentro del dominio de la corrupción
institucional es obligante insistir, desde otro plano, en la situación de
los partidos políticos, teniendo presente, como lo recuerda Fernando
Mires haciendo referencia a Maquiavelo y a Guicciardini, que la
corrupción se exacerba cuando los órdenes políticos degeneran, cuando
los representantes se desligan de las comunidades a las cuales
pertenecen y renuncian a las virtudes ciudadanas.

Como en el funcionamiento de las democracias el papel de las


organizaciones políticas ocupa un lugar destacado es necesario
extremar la atención sobre las fuentes de su nanciación. Los partidos
políticos que han tenido trascendencia en la vida de las colectividades
democráticas son los que han podido presentar una fachada que no se
presta a confusión, vale decir, en el lenguaje cartesiano una ideología
“clara y distinta”; o como se dice en la jerga de la política, una doctrina;
un programa de gobierno; una estructura organizativa e caz y
e ciente, y un liderazgo reconocido socialmente por sus ideas, su
discurso y sus luchas. Pero, como la luna, todos los partidos tienen una
cara oculta. Está referida al origen de los fondos que les permiten
operar. Del modestísimo y romántico nanciamiento de los comienzos,
dependiente en exclusividad de las contribuciones de los militantes y
los simpatizantes, en la medida en que la participación política exitosa
hizo crecer a los partidos hasta ocupar posiciones de representación
popular en las estructuras del poder público o en las organizaciones de
masas, las exigencias nancieras se convirtieron en una tarea compleja
que ya no podían cumplir los antiguos secretarios de nanzas. Se pasó
entonces de las cuotas mensuales voluntarias de los militantes y de las
contribuciones especiales de los amigos, a los porcentajes de descuento
del sueldo de los funcionarios elegidos o postulados por el partido y
más tarde al nanciamiento estatal como contribución al sano
funcionamiento de los partidos y de la democracia.

Cuando las campañas electorales se hicieron costosas y los partidos


debieron proveerse de una infraestructura adecuada, así como de una
burocracia propia creciente, para el manejo de las nanzas apareció el
Tesorero o el Gerente del partido que ya no era elegido por la militancia
sino designado por los jefes de la organización y pasaba a desempeñar
sus funciones en la trastienda si no en la oscuridad del aparato
partidista. Con estas prácticas nancieras se entró a los dominios de la
opacidad en la nanciación de los partidos que es tanto como decir el
tiempo de los dueños de los medios de comunicación que cambiaban
espacios publicitarios y respaldo por la designación de diputados que
representaran sus intereses; de grandes empresarios que a cambio de
su “ayuda” obtenían garantías en la de nición de las políticas
económicas; de contratistas con el sector público que consentían el
pago de comisiones personales para los funcionarios o para el partido,
y, tal vez el extremo más peligroso, el asedio de los dineros fáciles y
abundantes del narcotrá co.
Cuando llegamos a este punto es preciso saber que la corrupción es un
hecho determinante cuando se hace necesario subrayar las condiciones
de funcionamiento de los regímenes políticos. Puede decirse, por
ejemplo, que el sistema político, por más formalmente democrático que
sea reconocido, está gangrenado por la corrupción cuando es visto con
normalidad que los funcionarios de los despachos o ciales que tienen a
su cargo el manejo de la economía del Estado son reclutados entre
empresarios aparentemente ajenos a la acción política bajo falsos
argumentos de vasta experiencia en los negocios o profundo dominio
técnico en la administración, o cuando importantes líderes políticos
pasan, sin solución de continuidad, de la administración pública o de la
lucha social a ocupar rangos importantes en el mundo de los negocios.
De pronunciarse esta tendencia puede llegarse a a rmar que estamos
en el borde del precipicio en el que la corrupción se convierte en el
sistema político en el cual gobiernan quienes no tienen necesidad de
presentarse a elecciones.

Algunas de las experiencias de la América Latina en este dominio son


francamente deplorables. No hace mucho tiempo Colombia tuvo entre
sus diputados a la Cámara de Representantes al más señalado de los
capos del narcotrá co de ese país y a su cuenta corre el asesinato de un
candidato presidencial que en su oferta electoral apostaba por limpiar
de tan abyecta mácula a la política colombiana. La elección de un
Presidente de Colombia fue señalada por la sospecha de estar vinculado
el nanciamiento de su campaña por los capitales de la droga,
acusación por la cual un exministro suyo encargado de la tesorería
durante las elecciones debió pagar con presidio su irresponsabilidad. Y
el principal brazo del movimiento guerrillero del hermano país parece
deber buena parte de su longevidad política a los nexos con el negocio
ilegal de las drogas. En México, cuya vecindad con los Estados Unidos lo
ha convertido en base de operaciones de los carteles de la droga, ya es
pública la vinculación de gobernadores de estado, de alcaldes y de la
policía con el narcotrá co. Y sobre Venezuela, por la ubicación
geográ ca que ha hecho de su territorio un pivote del trá co de
estupefacientes de los centros productores hacia el norte y hacia
Europa, los servicios antidrogas internacionales han denunciado un
cartel de los soles que vincularía a altos o ciales de las fuerzas armadas
con el criminal negocio, aparte de una aparentemente todavía
incipiente red de organizaciones criminales que se ocupan del trá co y
distribución de la droga.

Se impone, por lo tanto, como una necesidad de inaplazable atención la


más grande severidad en el control de las nanzas de los partidos que
obligue a una rendición pública de cuentas de su administración. Una
ley de nanciación de las organizaciones partidistas debería obligar a
que sus presupuestos de ingresos y de gastos sean instrumentos
públicos y a que se regule la trama de las contribuciones anónimas. Es
probable que se imponga la necesidad de desarrollar en textos legales
algunas de las previsiones constitucionales sobre la materia, pero lo
más importante, además de mejorar la educación ética de la sociedad,
de las fuerzas armadas, de los cuerpos policiales y del liderazgo
político, es garantizar que no habrá impunidad para los hechos de
corrupción comprobados. Lograr este objetivo dependerá de que
nuestra sociedad, el estado y el liderazgo nacional sean capaces de
instituir un verdadero sistema de administración de justicia autónomo,
dotado de recursos su cientes e integrado por hombres y mujeres
probos y capacitados que entiendan y practiquen con honor la gran
responsabilidad que la nación ha puesto en sus manos.

Epílogo.

Los escándalos provocados por las evidencias sobre corrupción, puestas


al descubierto en los últimos tiempos y en los que habrían incurrido
altos funcionarios públicos y empresarios, han ocasionado una onda
sísmica que sacude los basamentos de muchos de los sistemas políticos
que existen en el mundo. No es que ahora cuando se habla de
corrupción en el manejo de los estados estemos descubriendo un hecho
inédito. La corrupción, como fenómeno general que quebranta el
desempeño normal de la función pública conforme a la ley y a los
principios, es tan vieja como el Estado. Lo que llama en este tiempo la
atención es que su manifestación no distingue entre grados de
desarrollo de los países ni entre diferencias de los sistemas políticos
sino la honda reacción social que ha producido en todas partes junto
con la circunstancia de que la inculpación moral y legal no recae, como
antes, en guras de segundo plano, distantes y desconocidas.

En el año 2014 Europa ha sido sacudida por la corrupción. Hemos visto


en Italia la caída y enjuiciamiento del primer ministro conservador
Silvio Berlusconi. En Portugal ha sido detenido el ex primer ministro
socialista José Sócrates acusado de graves irregularidades durante su
gestión que se extenderían hasta algunos de los acuerdos que suscribió
con el fenecido presidente Hugo Chávez. El sistema político español
sufre las consecuencias de una ya prolongada crisis económica
complicada por el brote nacionalista en Cataluña, la fatiga social frente
a la pertinencia de los partidos políticos que han gobernado el país
desde 1978 y los hechos de corrupción que han tocado tan elevadas
esferas como el alto gobierno, las direcciones nacionales de los partidos
y hasta destacados integrantes de la familia real. La parte de Europa que
se resarce del antiguo dominio soviético no ha podido evitar los efectos
del capitalismo salvaje sumamente corrompido que brotó como hongos
en Rusia y que ha llevado a estados como la postergada Rumanía a
condenar por actos de corrupción, en 2014, a más de mil altos
funcionarios, incluidos un ex primer ministro, dos exministros, cinco
parlamentarios y un hermano del presidente de ese país.

En la República de China que combina con éxito hasta ahora un régimen


político comunista con una economía capitalista ha sido detenido nada
más y nada menos que el antiguo jefe de la seguridad interior, miembro
del politburó desde 2007 y uno de los políticos más poderosos de la
nación en la última década. Ha sido acusado de aceptar sobornos, ltrar
secretos de estado y abusar del poder para ayudar a familiares y
amantes.

En la América Latina, el Vice-Presidente de Argentina está enjuiciado


por graves acusaciones de manejos irregulares en su cargo; un
expresidente de Guatemala ha sido condenado a prisión por habérsele
comprobado actos de corrupción; en México el Alcalde de Iguala
(estado de Guerrero), miembro del izquierdista PRD está señalado por
sus vinculaciones con el narcotrá co y la responsabilidad en el
asesinato de 43 estudiantes normalistas y en medio del
estremecimiento nacional por estos crímenes la esposa del presidente
de la República y el propio primer mandatario han sido denunciados
por la adquisición de una lujosa residencia, hecho vinculado al
otorgamiento de un contrato para la construcción de un tren de alta
velocidad en el país. Y en el gigante sudamericano, Brasil, acaba de
estallar el escándalo de la corrupción en Petrobras, la mayor empresa
pública de Latinoamérica. El asunto sacude al país porque están
señalados como responsables de contratos millonarios amañados,
obras de construcción de re nerías sobrefacturados, cuentas bancarias
repentinamente vaciadas para no ser embargadas, maletines de billetes
que vienen y van, aviones privados llevando para acá y para allá sumas
escandalosas de dinero, un tesorero del gobernante Partido de los
Trabajadores (PT), varios de los mayores empresarios del país y un
número importante de diputados y senadores.

En Venezuela no es posible citar un caso arquetípico denunciado y


condenado de corrupción que pueda ser señalado como el testimonio de
la preocupación del Estado o de la sociedad enfrentados a semejante
desviación de lo que debería ser la recta conducta de los ciudadanos y de
los administradores del tesoro nacional. Pero desde que el petróleo se
convirtió en el alfa y omega de la economía nacional cualquiera puede
sentir sin di cultad que el país chapotea en medio de negociados
sospechosos. La combinación de los más altos precios del hidrocarburo
en toda nuestra historia y durante el más prolongado período de tiempo
con el ejercicio de un sistema político autoritario, el quebrantamiento
casi total de la división de los poderes públicos, en particular la
partidización del poder judicial junto con la exacerbación del
centralismo, del estatismo y del rentismo hasta extremos jamás
imaginados en el país, conforman las condiciones para el desarrollo de
un estado y una sociedad más corrompidos que nunca. Recordemos en
este momento los señalamientos de un exministro en retirada por
haberle cambiado la ruleta de la suerte en el gobierno de que era
necesario investigar la existencia de empresas fantasmas bene ciadas
con el otorgamiento de alrededor de 20.000 millones de dólares por el
estado; o las evidencias de sobrefacturación de las cuantiosas
importaciones trianguladas; la putrefacción de alimentos importados
por no ser retirados oportunamente de los puertos nacionales; los
maletines de dólares enviados a los aliados políticos del continente; el
denunciado cartel de los soles vinculados al narcotrá co, y el
aparecimiento en el país de nuevos sectores sociales enriquecidos
súbitamente gracias a haberse sabido colocar a la sombra de
importantes funcionarios públicos.

“Por extravagante o sorprendente que pueda parecer a algunos la


a rmación que vamos a hacer de seguidas, el problema central de
Venezuela en el comienzo del siglo XXI no es salir del (presidente de la
República), de su gobierno y de su régimen a como dé lugar. Es posible
que esa sea la necesidad política más sentida por un amplio espectro de
la población del país y de seguro que, después de diez y seis años de un
ejercicio del poder áspero y convulsivo, un desenlace de la situación
política nacional de esa naturaleza traería, en el corto plazo, el
apaciguamiento de los espíritus de una buena parte de los venezolanos.
A estas alturas del juego, sin embargo, el país político y el país nacional
deberían poder establecer conclusiones acerca de las consecuencias de
las empeñosas intentonas de sacar al (presidente) del poder a como
diera lugar, sin tener a la mano ni una evaluación objetiva de lo que
había pasado en el país antes del advenimiento del (actual régimen), ni
un proyecto nacional alternativo sometido al escrutinio de la
colectividad y aprobado por esta. Estamos íntimamente persuadidos de
que de haberse dado la eventualidad de la salida del presidente (…) de su
cargo bajo las condiciones en que esta se planteó, más aún, de darse
todavía en el mismo contexto, pasados los efectos de las celebraciones
o de los funerales según como se mire la cuestión, nos encontraríamos
poco más o menos en la misma situación de la víspera. Y eso sería así
por dos razones principales. Las primera, porque la hondura de la crisis
que afecta el funcionamiento normal de nuestra sociedad no ha sido
comprendida por la mayoría de los venezolanos ni asumida en todas
sus consecuencias por el liderazgo nacional. La segunda, porque las
fuerzas componentes del entramado institucional del país en todos los
órdenes (social, político, económico, cultural, espiritual) se encuentran
desprovistas de la carta de navegación indispensable para la
reconstrucción, sobre bases diferentes, del viejo estado. Es que la
urgencia política principal de Venezuela en estos tiempos, admitámoslo
de una buena vez, está representada por la necesidad de realizar un
gigantesco esfuerzo intelectual consistente en revisar críticamente la
historia del país, particularmente la de la segunda mitad del siglo XX;
diagnosticar objetivamente el cuadro actual que presenta Venezuela, y,
nalmente, repensar su funcionamiento institucional futuro de
conformidad a un proyecto razonable y consensualmente convenido”
(7).

_____________________________________________________________

Notas

(1) Georges Foster. Las culturas tradicionales y los cambios técnicos.


México: FCE, 1964.

(2) Alberto Escobar et al. “Cultura, Sociedad y Lengua”, en: América


Indígena, Vol. 37. México: Instituto Indígena Interamericano,
diciembre, 1977, pp. 47-64.

(3) Germán Carrera Damas en: Venezuela. Siglo XX. Visiones y


testimonios. Caracas: Fundación Polar, Volumen 1, p. 465.

(4) Todas estas referencias sobre el rentismo fueron tomadas de José


Mendoza Angulo en: Chávez el Supremo (PDF). Mérida: 2009,
www.saber.ula.ve/bitdtream/123456789/28527/1/chavez_supremo.

(5) Javier Cercas. “El momento en que empiezas a corromperte”, en: El


País. España: 12/10/2014.

(6) Laureano Márquez. “Los guardianes de la esperanza”, en: Tal Cual.


Caracas: 07/11/2014, pp. 1 y 2.
(7) José Mendoza Angulo. Venezuela 2006: la encrucijada. Mérida:
Universidad de Los Andes, Vice Rectorado Académico, 2006, pp. 95 y
96.

Viewed using Just Read

Das könnte Ihnen auch gefallen