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CRISTIANISMO

Y SOCIEDAD
APUNTE 1

UNIDAD II
AUTOR: CARLOS GALLARDO

UNIVERSIDAD GABRIELA MISTRAL


LICENCIATURAS EN SALUD
Tema 1: El Hombre es capaz de Dios
Naturaleza y origen de la Doctrina Social de la Iglesia.

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La Doctrina Social de la Iglesia es un conjunto de normas y principios referentes a la realidad social, política
y económica de la humanidad, que, según la Iglesia católica, están basados en el Evangelio y en su propio
magisterio. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia y el Catecismo de la Iglesia católica la definen
como un cuerpo doctrinal renovado, que se va articulando a medida que la Iglesia en la plenitud de la pa-
labra de Dios revelada por Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo, lee los hechos según se
desenvuelven en el curso de la historia.

Origen y definición de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). La Revolución Industrial y el


surgimiento de una DSI.
La expresión “justicia social” fue acuñada por el sacerdote jesuita italiano Luigi Taparelli, en el libro Saggio
teoretico di dritto naturale, appoggiato sul fatto (“Ensayo teórico del derecho natural apoyado en los hechos”).

Los grandes cambios del siglo XIX como la revolución industrial y el consiguiente crecimiento de las ciudades
habían producido graves desigualdades sociales y económicas. Se debatía y se luchaba por establecer una
justa relación entre trabajo y capital y de ahí el problema conocido como cuestión obrera.

En 1864 el Papa Pío IX en la encíclica Quanta Cura condenó el socialismo y el liberalismo económico, por
lo que hizo un primer esbozo de las enseñanzas que León XIII desarrollará: denunciaba conjuntamente,
por una parte, la pretensión del socialismo del siglo XIX de sustituir la Providencia Divina por el Estado y,
por otra, el carácter materialista del liberalismo económico que excluye el aspecto moral de las relaciones
entre capital y trabajo.

En 1891 el Papa Leon XIII en la encíclica “Rerum novarum” dejó patente su apoyo al derecho laboral de
«formar uniones o sindicatos», pero también se reafirmaba en su apoyo al derecho de la propiedad privada.
Además discutía sobre las relaciones entre el gobierno, las empresas, los trabajadores y la Iglesia, propo-
niendo una organización socioeconómica que más tarde se llamaría corporativismo.

En 1901 el Papa León XIII, con la encíclica Graves de Communi Re rechazó el sindicalismo que implicaba la
lucha de clases.

Cuando en 1931 se cumplen 40 años de la publicación de la Rerum novarum, el Papa Pío XI publicó la
Quadragesimo anno donde, además de repasar la doctrina anterior y aplicarla a la situación del momento,
afrontó los nuevos problemas ligados al crecimiento de empresas y grupos cuyo poder pasaba fuera de las
fronteras nacionales. Recuerda además la condena del socialismo así como la insuficiencia del liberalismo.

Pío XII vivió los años de la posguerra con otro orden internacional al que dedicó sus intervenciones. Incluso
no publicó encíclicas sobre temas sociales, no dejó de recordar a todos a través de sus radiomensajes, la
relación que corre entre la moral y el derecho positivo así como los deberes de las personas en las distintas
2
profesiones.[cita requerida]

Juan XXIII deja dos contribuciones: las encíclicas Mater et magistra y Pacem in terris. En la primera habla de
la misión de la Iglesia por construir comunión que permita tutelar y promover la dignidad del hombre. En
la segunda encíclica, además de afrontar el tema de la guerra (en tiempos de proliferación de armamento
nuclear), afronta el tema de los derechos humanos desde un punto de vista cristiano.
El Concilio Vaticano II trató en la constitución pastoral Gaudium et spes temas de actualidad social y econó-
mica, como los nuevos problemas que afrontaba el matrimonio y la familia (por ejemplo, desde las sucesivas
facilidades al divorcio concedidas desde el liberalismo decimonónico y el socialismo), la paz y concordia

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entre los pueblos (en el escenario de la llamada Guerra fría), etc.

Con Pablo VI hace su entrada en los documentos del Magisterio el tema del desarrollo en la encíclica
Populorum progressio haciendo hincapié en la necesidad de que ese desarrollo sea de toda la persona y
de todos los hombres. Es en el periodo de Pablo VI, que también se establece y desarrolla lo que sería el
Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz.

Juan Pablo II, fuertemente marcado por su experiencia en Polonia, publicó diversas encíclicas sobre temas
sociales. La Laborem exercens presenta una espiritualidad y una moral propias del trabajo que realiza el
cristiano. La Sollicitudo rei socialis retoma el tema del progreso y el desarrollo íntegros de las personas
(publicada con motivo de los veinte años de la publicación de la Populorum progressio). Finalmente la
Centesimus annus —con motivo del centenario de la publicación de la Rerum novarum— se detiene en la
noción de solidaridad, que permite encontrar un hilo conductor a través de toda la enseñanza social de la
Iglesia. Aunque sus predecesores habían tratado temas sociales como orientaciones para la ética social o
para la filosofía, Juan Pablo II planteó la Doctrina social de la Iglesia como una rama de la teología moral y
dio orientaciones sobre el modo en que esta disciplina debía ser enseñada en los seminarios.

Benedicto XVI publicó en 2009 la encíclica Caritas in Veritate, en la cual insistía en la relación entre la cari-
dad y la verdad, a la vez que defendió la necesidad de una “autoridad política mundial” para dar respuesta
adecuada a los problemas más acuciantes de la humanidad.

Principios y realidad contingente.


Se define como “principio” aquellos axiomas que se extraen de la realidad misma –no que se “inventan” sino
que se “descubren”- como por ejemplo la Ley de Gravedad, es un principio de la física, algo descubierto y
no inventado.

La DSI también tiene “principios”.

Características de un Principio:

•• Es universal, vale decir, que se aplica a realidades contingentes, particulares, es decir, a rea-
lidades de cualquier tiempo y lugar. Por ejemplo: el principio de la Ley de Gravedad se aplica
para una manzana en Chile peor también para una manzana en la Edad Media.

•• No cambian con el tiempo. Lo que significa que lo que cambia es la contingencia pero no el
principio mismo. O tal vez podemos profundizar en el principio mismo, pero los principios no
cambian con el tiempo.

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La ideología.

El concepto de ideología tiene dos sentidos:

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a) Sentido posivito: Es el estudio de las ideas. Por ejemplo, podemos rastrear en el comunismo, que su
antecesor fue el socialismo utópico. A la ciencia o rama de la filosofía que estudia el origen de una idea
filosófica se le llama “ideología”.

b) Sentido negativo: Se le denomina a un “conjunto cerrado de ideas que se yergue como fuente de toda
verdad y de todo bien”. Es decir, analicemos:

a. “Conjunto cerrado de ideas”, es decir que no admite ideas de otro conjunto, por ejemplo,
la Derecha que encuentra que todo lo que dice la izquierda es malo, o al revés; siendo que
muchas veces puede decir algo bueno. Pero como puede ser ideológico, entonces se cierra a
otras fuentes de verdad y de bien.

b. “Fuente de toda verdad y de todo bien”. Es decir que nada de lo que no diga la ideología es
bueno o verdadero. Incluso puede llegar a negar la realidad misma, como por ejemplo si yo
digo que hay una injusticia, pero mi ideología me dice que no, estaré negando la realidad por
un pensamiento ideológico.

¿Qué es lo contrario a la ideología? No todo lo contrario a una ideología es otra ideología. No todo pen-
samiento es ideológico. Lo contrario a una ideología es la realidad, el pensamiento realista, basado en la
realidad, que es de ahí de dónde saca (fuente) toda verdad y todo bien. El bien y la verdad emanan de la
realidad misma.

La DSI se opone a toda ideología y plantea un pensamiento basado en la realidad. De ahí sacará toda verdad
y todo bien, de la verdad misma, no de una ideología. Por eso, para muchas personas ideológicas, la DSI y
la Iglesia misma, puede parecerles comunista o derechista, porque ellos están mirando lo que dice la DSI
desde una ideología, y como la ideología encuentra todo falso o malo lo que no sea la ideología, entonces
les parecerá a los ideológicos todo lo que dice la Iglesia como malo aunque en verdad sea bueno.

Esto pasó cuando la Iglesia dijo que el comunismo era malo, porque divide a las sociedades con la lucha de
clases. Muchos dijeron que la Iglesia era capitalista por ser anticomunista. Y hoy en día el Papa Francisco
combate con fuerza y energía el capitalismo inhumano que arrasa el medio ambiente, produce injusticias
sociales y pobreza, pero muchos lo critican diciendo que es comunista. Por que ellos están en una ideología.

Naturaleza social del Hombre Visión cristiana de la sociedad.


Pablo. “El hombre es un ser social por naturaleza” es una frase del filósofo Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.)
para constatar que nacemos con la característica social y la vamos desarrollando a lo largo de nuestra vida,
ya que necesitamos de los otros para sobrevivir.

El cristianismo se basa en esta postura de Aristóteles, y profundiza mucho más en ella. 4

El hombre, en cuanto histórico, está afectado intrínsecamente por una relación social, unido a sus semejantes.
Los latinos habían distinguido dos tipos de unión de hombres: el que constituye la «civitas» propiamente
dicha, la cual enlazaba con nexos profundos y necesarios a la multitud, y el que constituye el «coetus»,
cuyos nexos son simplemente casuales y referentes a fines particulares. Una y otro, «civitas» y «coetus»,
son formas que los individuos tienen de relacionarse entre sí. ¿Cómo debe entenderse, desde el punto de
vista filosófico, la relación social que afecta intrínseca­mente al hombre en cuanto ser histórico?
Antes de nada, será preciso subrayar aquí dos aspectos impor­tantes: lº. El «estar vertido» un sujeto a los
demás; y 2º. El «mo­do» en que el sujeto está vertido a los demás. Si lo primero es siempre necesario al hom-
bre –lo llamaremos alteración–, aun­que no integre su esencia (diríamos que es un elemento consecu­tivo,

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mas no constitutivo), lo segundo puede ser unas veces nece­sario y otras veces contingente o accidental.

Las respuestas que se han dado al problema de la relación social se refieren tanto a la índole del «estar
vertido», como al «modo» en que se está vertido.

Desde el punto de vista netamente religioso podemos decir sobre la naturaleza social del Hombre lo siguiente.
Hemos puesto algunas citas de documentos de la DSI entre paréntesis, aparece el nombre del documento
y el número para encontrar la cita.

Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y
se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien
“hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra” (Hech 17, 26), y todos son llama-
dos a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo. Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y
el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor
del prójimo: “... cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: Amarás al prójimo como a tí mismo....
El amor es el cumplimiento de la ley” (Rom 13, 9-10; cf. 1 Jn. 4, 20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria
importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación
asimismo creciente del mundo. Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros
también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad.
Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no
puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. La índole social
del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están
mutuamente condicionados. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y
debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social.
La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás,
de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas
sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.

(Gaudium et Spes, nn. 24-25)

61. El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre en necesariamente fun-
damento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el hombre, repetimos, en cuanto es sociable por
naturaleza y ha sido elevado a un orden sobrenatural.
(Mater et Magistra, n. 219)

62. Algunas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del
hombre. Le son necesarias. Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la
vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para 5
fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de
cada una de las naciones como en el plano mundial” (MM, n. 60). Esta “socialización” expresa igualmente la
tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden
las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa
y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos (GS, n. 25; CA, n. 12).
(CIC, n. 1882)
63. Pero cada uno d los hombres es miembro de la sociedad, pertenece a la humanidad entera. Y no es
solamente este o aquel hombre, sino que todos los hombres están llamados a este desarrollo pleno. Las
civilizaciones nacen, crecen y mueres. Pero como las olas del mar en el flujo de la marea van avanzando,

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cada una un poco más, en la arena de la playa, de la misma manera la humanidad avanza por el camino de la
Historia. Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros contemporáneos,
estamos obligados para con todos y no podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía
más el círculo de la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es
también un deber.
(Populorum Progressio, n. 17)

64. Además de la familia, desarrollan también funciones primarias y ponen en marcha estructuras específicas
de solidaridad otras sociedades intermedias. Efectivamente, éstas maduran como verdaderas comunidades
de personas y refuerzan el tejido social, impidiendo que caiga en el anonimato y en una masificación imper-
sonal, bastante frecuente por desgracia en la sociedad moderna. En medio de esa múltiple interacción de las
relaciones vive la persona y crece la “subjetividad de la sociedad”. El individuo hoy día queda sofocado con
frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En efecto, da la impresión a veces de que existe
sólo como productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado,
mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya
que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado. El hombre es,
ante todo, un ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que
implica a las generaciones pasadas y futuras.
(Centesimus Annus, n. 49)

65. Por el contrario, de la concepción cristiana de la persona se sigue necesariamente una justa visión de la
sociedad. Según la Rerum Novarum y la doctrina social de la Iglesia, la sociabilidad del hombre no se agota
en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por
los grupos económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales, como provienen de la misma naturaleza
humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito del bien común.
(Centesimus Annus, n. 13)

La Ley Natural y el conocimiento de la verdad moral.


No sería de extrañar que muchas veces hayas escuchado la palabra ley y la palabra libertad. Tengo suficientes
elementos para temer que no te hayan presentado ni de una ni de otra el verdadero concepto.

Hoy en día se exalta mucho la libertad, sin hacer las aclaraciones que corresponden; y no se habla de la
ley sino en un sentido empobrecido; y probablemente la mayoría de nuestros contemporáneos se formen
una idea de estos dos conceptos como el de dos pugilistas que se dan tortazos sobre el ring de nuestra
conciencia. Si yo quiero ser libre, la ley me frena; si intento imponer la ley, confino mi libertad o la de mis
semejantes. Con una idea así no tendrán mucho futuro los que quieran hablarme de los mandamientos de
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Dios. ¡Y qué pensarás de mí si te vengo a decir que los mandamientos de Dios te liberan y te abren hori-
zontes desconocidos! ¿Me creerás o pensarás que hablo como un cura que viene a imponerte mojigaterías?

Y sin embargo, quisiera llamar tu atención sobre este punto, porque si no comprendes la potencia
liberadora de los mandamientos y de la ley (natural y divina) te aseguro que no te están desatando ninguna
cadena sino que te están robando las piernas con las que camina tu verdadera libertad.
Antes de proseguir, quiero aclarar un punto para que no nos confundamos. Hablaré indistintamente
(para simplificar las cosas) de los mandamientos de Dios (o decálogo, o sea diez palabras o leyes) y de la
ley natural, como si fueran la misma cosa. No lo son, pero coinciden sustancialmente. La ley natural es la

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ley que está grabada en nuestro corazón, desde el momento en que hemos sido creados (todo ser la lleva
grabada en su naturaleza). El decálogo ha sido revelado por Dios en varias oportunidades; la más solemne
fue la revelación de Dios a Moisés sobre el monte Sinaí; pero más veces aún lo repite nuestro Señor en los
Evangelios. En realidad el decálogo es una expresión privilegiada de la “ley natural”. Como la sustancia de
los mandamientos pertenece a la ley natural, se puede decir que, si bien han sido revelados, son realmente
cognoscibles por nuestra razón, y, al revelarlos, Dios no hizo otra cosa que recordarlos (añadiendo induda-
blemente algunas precisiones o aplicaciones estrictamente reveladas). San Ireneo de Lyon decía: “Desde el
comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se
contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo”. La humanidad pecadora necesitaba esta revelación; lo
dice San Buenaventura: “En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo
resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad”. Por esto,
conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia,
y por la voz de la conciencia moral.

¿Qué es eso de una ley natural?


En su discurso a la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de febrero de 2004, el Papa Juan Pablo
II señaló de modo muy claro lo siguiente: “Otro argumento importante y urgente que quisiera someter a
vuestra atención es el de la ley moral natural. Esta ley pertenece al gran patrimonio de la sabiduría humana,
que la Revelación, con su luz, ha contribuido a purificar y desarrollar ulteriormente. La ley natural, acce-
sible de por sí a toda criatura racional, indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral.
Basándose en esta ley, se puede construir una plataforma de valores compartidos, sobre los que se puede
desarrollar un diálogo constructivo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad y, más en general,
con la sociedad secular. Como consecuencia de la crisis de la metafísica, en muchos ambientes ya no se
reconoce el que haya una verdad grabada en el corazón de todo ser humano. Asistimos por una parte a la
difusión entre los creyentes de una moral de carácter fideísta, y por otra parte, falta una referencia objetiva
para las legislaciones que a menudo se basan solamente en el consenso social, haciendo cada vez más difícil
el que se pueda llegar a un fundamento ético común a toda la humanidad”.

a) Existe una ley llamada “natural”


La existencia de una ley natural es postulada por la misma razón. Si aceptamos la existencia de Dios y la
creación de todo cuanto existe por parte de Dios, debemos aceptar la existencia de un plan eterno de Dios
sobre la creación; como consecuencia se sigue la existencia de cierta correlación en las creaturas mismas,
pues toda regla y medida se encuentra de un modo en el que regula y de otro en el que es regulado. Esto se
ve reforzado por la convicción universal (incluidos los pueblos paganos) de un deber moral y de la posibili-
dad del conocimiento y discernimiento del bien y del mal; también lo vemos considerando el absurdo a que
llevaría la negación de una ley de la naturaleza: todas las opiniones morales sería admisibles, por tanto, los
vicios podrían ser virtudes y las virtudes vicios, según las diversas concepciones arbitrarias de los hombres.
Para un creyente, a estos argumentos se suma el testimonio de la Revelación. 7

Por eso se dice que la ley natural es la misma ley eterna participada en los seres dotados de razón, o, como
suele definírsela: una participación de la ley eterna en la creatura racional. Con gran acierto se ha hablado
de una “teonomía participada”, decir, el ordenamiento divino de la crea­tu­ra racional hacia su fin último,
grabado en la naturaleza humana y percibido por la luz de la razón.

Esta ley está presente en todos los seres. Sin embargo, en el hombre tiene algo particular. Las creaturas
irracionales se manejan por instintos ciegos; buscan los bienes que los perfeccionan, pero sin entender que
son bienes ni que los están buscando; simplemente buscan. No tienen conciencia de buscar; son arrastra-
dos. Se defienden cuando los atacan porque aman instintivamente su vida y no la quieren perder; pero no
entienden lo que es la vida. Se aparean y procrean y luego alimentan y defienden a sus crías porque aman

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ciegamente el bien de la especie, aunque no entiendan lo que es el amor sensible que sienten ni lo que es
la especie (por eso, cuando sus cachorros ya no los necesitan más, se olvidan de ellos). Viven en manada
porque se deleitan en convivir con los de su propia especie, pero no entienden lo que eso significa. Gozan
de estar juntos, pero no hacen amistad. Los instintos son los hilos invisibles que los hacen moverse en el
escenario del mundo como las marionetas de un infantil teatro de juguete.

Hay con el hombre una distancia abismal. También él lleva grabado en su ser el Plan de Dios. Pero los
suyos no son instintos ciegos. Recibe también de Dios la luz de la razón que le permite descubrir y leer ese
Plan, y la libertad para ejecutarlo. En esto consiste su prerrogativa. Dios lo manda al gran teatro del mundo
con un libreto lleno de sabiduría y con ojos espirituales para leer y comprender, para amar ese plan y para
ejecutarlo. Esa es la ley natural: “En lo profundo de su conciencia –afirma el Concilio Vaticano II–, el hom-
bre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando
es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz
esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está
la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rom 2, 14-16)”. Este “código está inscrito en la con-
ciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley
revelada por Dios, son para sí mismos Ley (Rom 2,14) Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos;
y añade a continuación: Con esto muestran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones,
siendo testigo su conciencia (Rom 2,15)”.

Se trata, por tanto, de una ley divina, porque ha sido querida y promulgada directamente por Dios;
se llama natural no en contraposición a la ley sobrenatural, sino por oposición a la ley positiva (divina o
humana). Su nombre propio es “ley divina natural”.

¿Por qué se la llama natural? Ante todo, porque no impone sino cosas que están al alcance de la na-
turaleza humana razonable, mandadas porque son buenas en sí mismas (la veracidad, el amor de Dios), o
prohibidas porque son malas en sí mismas (como la blasfemia, la mentira). Además, porque es conocida
por la luz interior de nuestra razón, indepen­dientemente de toda ciencia adquirida, de toda ley positiva
e incluso de toda revelación (aunque Dios, en su misericordia también nos la revele). Tal luz nos permite
distin­guir entre el bien y el mal por comparación de nuestras in­clina­ciones hacia sus fines propios. Es por
eso que, a través de ella puede establecerse el fundamento para determinar la moralidad objetiva universal
de las acciones humanas.

Que tenemos esta ley grabada en el corazón significa que nuestra razón es capaz de leer en su propia
naturaleza el fin para el que existe (fin que es su verdadera perfección y felicidad) y puede descubrir que, en
relación con este fin, todos los demás seres no son sino medios por los que se llega al fin. En el momento en
que cada ser humano, llegan­do al uso de su razón, reconoce que tiene un fin último y una causa eficiente de
la que siempre depen­de, se da como la promulgación individual o subjetiva que aplica a cada uno dicha ley.
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b) ¿Cuál es el contenido de esa ley (es decir, qué es lo que manda)?


Analizando nuestra naturaleza y las inclinaciones naturales o espontáneas que descubrimos en nuestro
interior, podemos llegar a formular las cosas que la ley natural nos manda o nos prohíbe. Se trata más bien
de una especie de “lectura” que hacemos en nuestra naturaleza.
Ante todo, descubrimos un mandamiento fundamental. La primera cosa que captamos en el orden práctico
es la noción de “bien”: el bien se presenta como aquello que todos los seres apetecen. De aquí nuestra razón
capta un primer precepto: se debe obrar el bien y hay que evitar el mal. A veces reviste otras formulacio-

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nes (por ejemplo, “observa el orden del ser”, “cumple siempre tu deber”, etc.), pero éstas no son más que
formulaciones derivadas o equivalentes de aquel primer principio, sobre el cual se fundan todos los demás.
No debemos reducir esta percepción de que hay que hacer el bien y hay que evitar el mal en el sentido que
le daba Kant (para él esto tiene sólo el sentido de una simple obligación de la que no podemos escapar-
nos); en realidad es infinitamente más rico que esto; lo que nuestra inteligencia capta al percibir el bien es
la atracción que éste ejerce sobre todo ser; entendamos, pues, esto en el sentido de que el bien es lo que
realmente nos atrae –con fuerza irresistible, como el amor– y el mal nos causa auténtica y raigal repulsa.

Las conclusiones inmediatas. Al decir que nuestra naturaleza se inclina hacia bien y huye del mal,
estamos todavía diciendo cosas muy generales; ¿cuál bien, qué mal? Nuestra razón, analizando las inclina-
ciones propias de nuestra naturaleza podrá a continuación concretar cuál es ese bien (o esos bienes) que
nos atraen con su fuerza irresistible (porque en ellos está nuestra perfección) y de aquí podrá expresar
en forma de preceptos o mandamientos, los primeros preceptos de la ley natural, llamados también con-
clusiones inmediatas por ser las conclusiones a las que llega a partir del primer precepto. Ya Santo Tomás
descubría en nuestra naturaleza tres tendencias fundamentales del hombre: la que nos corresponde como
sustancias (género remoto del ser humano), la que nos corresponde como animales (género próximo) y la
que nos corresponde como seres racionales (que es nuestra diferencia específica con el resto del género
animal); y esta última, a su vez revela dos facetas complementarias, pues vemos que hay bienes que nos
perfeccionarán en el espíritu, mientras que otros nos perfeccionan socialmente. Veamos cada una de ellas:

La primera inclinación es la inclinación a conservarnos en el ser (el ser, el existir, es el primer bien que nos
perfecciona y por eso lo apetecemos). Esta inclinación la tenemos en común con todos los seres y produce
en nosotros el deseo de vivir. Esta inclinación natural funda, por ejemplo, el derecho de legítima defensa y,
correlativamente la prohibición del asesinato del inocente (el ser es mi perfección, por tanto tengo derecho
a que no me lo quiten injustamente; y estoy obligado a hacer yo lo mismo con mis semejantes). Esta inclina-
ción es también la fuente del amor espontáneo y natural de sí mismo; forma en nosotros el amor hacia los
bienes naturales, como la vida y la salud; nos inclina a buscar todo lo que es útil para nuestra subsistencia: el
alimento, el vestido, la habitación; nos inclina a la acción y también al necesario reposo. Esta inclinación se
desarrolla y fortifica por medio de algunas virtudes naturales, de modo particular la esperanza y la fortaleza.

La segunda inclinación es la inclinación sexual y familiar. Se trata de la inclinación propia de nuestra


dimensión animal, y por esta inclinación tendemos a perpetuar nuestra especie. No se trata de una simple
inclinación al sexo sino más exactamente es una tendencia al amor entre el hombre y la mujer y a la afección
entre los padres y los hijos. Funda el derecho al matrimonio así como el deber de asumir responsablemente
las obligaciones conexas y complementarias: el don de la transmisión de la vida, el mutuo sostén, la edu-
cación de los hijos que son fruto de esta inclinación, el deber de respetar el matrimonio ajeno. Del análisis
de esta inclinación pueden colegirse las falsas formas de sexualidad: la homosexualidad, el autoerotismo
(masturbación), la heterosexualidad deliberadamente infecunda (anticoncepción), la heterosexualidad
9
inestable (concubinato y fornicación, incluidas las relaciones prematrimoniales). Esta inclinación es perfec-
cionada naturalmente por la virtud de la castidad que asegura el señorío sobre la propia sexualidad en vista
del crecimiento natural, espiritual y familiar.

La tercera inclinación es la inclinación al conocimiento de la verdad. Nace de nuestra naturaleza espi-


ritual, y se traduce en una espontáneo instinto de búsqueda de la verdad. Es tan natural al hombre que es
como constitutiva de su inteligencia; por eso nadie le enseña a un niño a preguntar el porqué de las cosas,
y sin embargo, todos los niños, ni bien empiezan a usar su inteligencia quieren conocer todo y quieren que
se les explique todo; a veces los vemos como máquinas de preguntar; más exactamente son devoradores
de la verdad. El amor de la verdad es el deseo más propiamente humano y está en el origen de toda ciencia.
Esta inclinación funda el derecho natural de cada hombre a recibir lo que le es necesario para desarrollar su

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inteligencia, es decir, el derecho a la instrucción. Pero, por otro lado, también impone el deber fundamen-
tal de buscar la verdad y de cultivar la inteligencia, especialmente en el dominio de la moral y de la verdad
fundamental que es la verdad sobre Dios.

Esta misma tercera inclinación espiritual tiene otra meta, que es la inclinación a vivir en sociedad. Ya
Aristóteles calificaba al hombre como animal social y político. Esta inclinación se basa tanto en motivos de
orden material (la imposibilidad del individuo para subsistir por sí solo) cuanto en razones espirituales (la
inclinación y necesidad de la amistad, del afecto y del amor humano). Esta inclinación fundamenta todos los
derechos sociales y pone límites a una libertad concebida arbitrariamente; así por ejemplo, de esta inclinación
puede establecerse la antinaturalidad de la mentira, del robo, de la injusta distribución de los bienes naturales,
etc. La virtud de la justicia perfecciona y salvaguarda correctamente esta natural inclinación del hombre.

Los preceptos segundos de la ley natural. Junto al precepto fundamental de la ley natural y a los pri-
meros preceptos de la ley natural, nuestra razón, trabajando ya de modo más fino, descubre otros fines
que nos perfeccionan pero que no tienen ya la evidencia inmediata de los anteriores, sino que son fruto de
un razonamiento generalmente científico. Estos constituyen lo que algunos llaman con diversos nombres:
derecho natural aplicado, o especial, o segundo, o derivado. Por ejemplo, pertenece a este nivel de principios
la ilicitud de la venganza privada, la indisolubilidad del matrimonio, etc.

c) ¿Cómo es esa ley natural?


Esta ley natural tiene varias características, las más importantes de las cuales son tres: es universal,
inmutable e indis­pen­sable.

1) Universalidad. La ley natural es válida para todos los hombres. Niegan esta verdad todos los que
defienden algún modo de relativismo cultural o geográfico (o sea, los que sostienen que los principios
morales o éticos dependen exclusivamente de cada cultura o cada región; así los que dicen que no tiene el
mismo valor moral en homicidio o el adulterio en nuestra cultura occidental que entre los hotentotes). En
el fondo estos relativismos confunden el valor objetivo de la ley natural con su posible desconocimiento
por parte de algunos hombres. La ley natural es válida para todo ser humano porque se deduce, como ya
hemos indicado, a partir de las inclinaciones naturales del hombre. Habiendo unidad esencial en el género
humano, los preceptos han de ser necesariamente universales. El hombre, con las estructuras fundamen-
tales de su naturaleza, es la medida, condición y base de toda cultura. Sin embargo, otra cosa es que todos
los hombres conozcan todos estos preceptos. En este sentido los filósofos y teólogos distinguen entre los
distintos niveles de la ley diciendo que: sobre el precepto universalísimo no cabe ignorancia alguna por
su intrínseca evidencia; sobre los primeros preceptos cabe la posibilidad de ignorar algunos, aunque no
durante mucho tiempo; esto se agrava en la situación real del hombre caído (pero dicen que es imposible
ignorarlos todos en conjunto); finalmente, sobre las conclusiones remotas caben mayores probabilidades
de ignorancia inculpable, de oscurecimiento de la razón debido al pecado y de error en el procedimiento
del razonamiento práctico. Digamos de paso que esto postula la necesidad moral de la gracia y la revelación 10
para que las verdades religiosas y morales sean conocidas de todos y sin dificultad, con una firme certeza
y sin mezcla de error.

2) Inmutabilidad. La ley natural es también inmutable, es decir, que permanece a través de las varia-
ciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso[18]. Se opone a esta
verdad el relativismo histórico o evolucionismo ético que sostiene que la moralidad está sujeta a un cambio
constante (o sea, que una cosa es la moral en nuestro tiempo y otra la moral de los tiempos de Cristo; y otra
será la moral del próximo siglo). Nuevamente estamos ante una confusión de planos. Podemos distinguir
una inmutabilidad objetiva y una inmutabili­dad subjetiva. Objetivamente hablando la ley natural admite un
cierto cambio cuantitativo en el sentido de que puede lograrse con el tiempo una mayor declaración de los

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preceptos contenidos en ella; pero esto no significa que verdadera cambie sino que los mandatos se van
explicitando, concretando y conociendo más. Desde el punto de vista de los sujetos la ley natural es inmu-
table en cuanto no puede borrarse del corazón del hombre, del mismo modo que no puede éste perder su
naturaleza.

3) Indispensabilidad. La ley natural no admite excepciones. Santo Tomás aceptaba sólo la posibilidad
de la dispensa realizada por el mismo Dios, en cuanto autor de la naturaleza, de algún precepto del derecho
natural secundario cuando lo exige un bien mayor, ya que éste salvaguarda sólo los fines secundarios de la
naturaleza. Tal es el caso, por ejemplo, de la permisión en el Antiguo Testamento de la poligamia y del divor-
cio. Pero nunca hay excepción ni dispensa de ningún precepto primario; por eso, las aparentes excepciones
que admite la moral en los casos de hurto y homicidio no son verdaderas excepciones de la ley natural, sino
auténticas interpretaciones que responden a la verdadera idea de la ley.

Fundamentos Teológicos de la DSI: Designio de amor y misión de la Iglesia.


a) La Iglesia, morada de Dios con los hombres
La DSI nace del corazón de la Misión de la Iglesia fundada por Cristo. No es una intervención política de la
Iglesia, sino una preocupación por el Hombre en concreto y su felicidad en la Tierra.

La Iglesia, partícipe de los gozos y de las esperanzas, de las angustias y de las tristezas de los hombres, es
solidaria con cada hombre y cada mujer, de cualquier lugar y tiempo, y les lleva la alegre noticia del Reino
de Dios, que con Jesucristo ha venido y viene en medio de ellos. En la humanidad y en el mundo, la Iglesia
es el sacramento del amor de Dios y, por ello, de la esperanza más grande, que activa y sostiene todo pro-
yecto y empeño de auténtica liberación y promoción humana. La Iglesia es entre los hombres la tienda del
encuentro con Dios —« la morada de Dios con los hombres » (Ap 21,3)—, de modo que el hombre no está
solo, perdido o temeroso en su esfuerzo por humanizar el mundo, sino que encuentra apoyo en el amor
redentor de Cristo. La Iglesia es servidora de la salvación no en abstracto o en sentido meramente espiritual,
sino en el contexto de la historia y del mundo en que el hombre vive, donde lo encuentra el amor de Dios
y la vocación de corresponder al proyecto divino.

b) Fecundar y fermentar la sociedad con el Evangelio


Con su enseñanza social, la Iglesia quiere anunciar y actualizar el Evangelio en la compleja red de las relaciones
sociales. No se trata simplemente de alcanzar al hombre en la sociedad —el hombre como destinatario del
anuncio evangélico—, sino de fecundar y fermentar la sociedad misma con el Evangelio. Cuidar del hombre
significa, por tanto, para la Iglesia, velar también por la sociedad en su solicitud misionera y salvífica. La
convivencia social a menudo determina la calidad de vida y por ello las condiciones en las que cada hombre
y cada mujer se comprenden a sí mismos y deciden acerca de sí mismos y de su propia vocación. Por esta
razón, la Iglesia no es indiferente a todo lo que en la sociedad se decide, se produce y se vive, a la calidad
moral, es decir, auténticamente humana y humanizadora, de la vida social. La sociedad y con ella la política,
11
la economía, el trabajo, el derecho, la cultura no constituyen un ámbito meramente secular y mundano, y
por ello marginal y extraño al mensaje y a la economía de la salvación. La sociedad, en efecto, con todo lo
que en ella se realiza, atañe al hombre. Es esa la sociedad de los hombres, que son « el camino primero y
fundamental de la Iglesia ».

c) Doctrina social, evangelización y promoción humana.


66. La doctrina social es parte integrante del ministerio de evangelización de la Iglesia. Todo lo que atañe a la
comunidad de los hombres —situaciones y problemas relacionados con la justicia, la liberación, el desarrollo,
las relaciones entre los pueblos, la paz—, no es ajeno a la evangelización; ésta no sería completa si no tuviese
en cuenta la mutua conexión que se presenta constantemente entre el Evangelio y la vida concreta, per-
sonal y social del hombre. La doctrina social « tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización

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» 87 y se desarrolla en el encuentro siempre renovado entre el mensaje evangélico y la historia humana.
d) Derecho y deber de la Iglesia.
Con su doctrina social la Iglesia « se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación »: se trata de su
fin primordial y único. No existen otras finalidades que intenten arrogarse o invadir competencias ajenas,
descuidando las propias, o perseguir objetivos extraños a su misión. Esta misión configura el derecho y el
deber de la Iglesia a elaborar una doctrina social propia y a renovar con ella la sociedad y sus estructuras,
mediante las responsabilidades y las tareas que esta doctrina suscita.

La Iglesia tiene el derecho de ser para el hombre maestra de la verdad de fe; no sólo de la verdad del dogma,
sino también de la verdad moral que brota de la misma naturaleza humana y del Evangelio.

El valor de la Persona Humana.


La revelación en Cristo del misterio de Dios como Amor trinitario está unida a la revelación de la vocación
de la persona humana al amor. Esta revelación ilumina la dignidad y la libertad personal del hombre y de la
mujer y la intrínseca sociabilidad humana en toda su profundidad: « Ser persona a imagen y semejanza de
Dios comporta... existir en relación al otro “yo” », porque Dios mismo, uno y trino, es comunión del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo.

La revelación cristiana proyecta una luz nueva sobre la identidad, la vocación y el destino último de la per-
sona y del género humano. La persona humana ha sido creada por Dios, amada y salvada en Jesucristo, y
se realiza entretejiendo múltiples relaciones de amor, de justicia y de solidaridad con las demás personas,
mientras va desarrollando su multiforme actividad en el mundo. El actuar humano, cuando tiende a promover
la dignidad y la vocación integral de la persona, la calidad de sus condiciones de existencia, el encuentro y la
solidaridad de los pueblos y de las Naciones, es conforme al designio de Dios, que no deja nunca de mostrar
su Amor y su Providencia para con sus hijos.

Por eso que la persona humana es el centro y la finalidad de la DSI.

Fuentes de la DSI y principios de la DSI.


La DSI tiene como fuente, es decir, de donde extrae sus verdades y opiniones, desde:

1) Sagrada Escritura (Biblia)

2) La Tradición de la Iglesia, desde los Apóstoles, es decir, lo que la Iglesia fundada por Cristo ha enseñado
sobre el hombre y su justicia, enseñanza que se remite al mismo Cristo.

3) De la autoridad de la Iglesia. Desde el Papa pasando por Obispos y Sacerdotes, incluso los laicos ejem-
plares, la Iglesia extrae desde ellos enseñanzas sociales. Con esto no hay que confundir entre una práctica
negativa (anti testimonio) con una enseñanza, pues los falsos testimonios de personas de la Iglesia no 12
significan enseñanza oficial de la Iglesia.
PRINCIPIOS DE LA DSI:
1. Dignidad de la persona humana

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La justicia social solo puede obtenerse respetando la dignidad trascendente del hombre. Pero este no es
el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y
promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosas y responsablemente deudores
los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 47)

2. Primacía del Bien común


El Bien Común está siempre orientado hacia el progreso de las personas: ‘el orden social y su progreso deben
subordinarse al bien de las personas y no al contrario’ [...]. Este orden tiene por base la verdad, se edifica
en la justicia, es vivificado por el amor. (CIC, n. 1906-9 y 1912)

3. Destino universal de los bienes y Propiedad privada


Dios ha destinado la tierra y sus bienes en beneficio de todos. Esto significa que cada persona debería
tener acceso al nivel de bienestar necesario para su pleno desarrollo. Este principio tiene que ser puesto
en práctica según los diferentes contextos sociales y culturales y no significa que todo está a disposición
de todos. El derecho de uso de los bienes de la tierra es necesario que se ejercite de una forma equitativa
y ordenada, según un específico orden jurídico. Este principio tampoco excluye el derecho a la propiedad
privada. (Compendio de DSI, 171-84)

4. Principio de solidaridad
Es asi que en este mundo dividido y perturbado por toda clase de conflictos, aumenta la convicción de una
radical interdependencia, y por consiguiente, de una solidaridad necesaria, que la asuma y traduzca en el
plano moral. Hoy quizás más que antes, los hombres se dan cuenta de tener un destino común que cons-
truir juntos, si se quiere evitar la catástrofe para todos. [...] El bien, al cual estamos llamados , y la felicidad
a la que aspiramos no se obtienen sin el esfuerzo y el empeño de todos, sin excepción; con la consiguiente
renuncia al propio egoísmo. (Sollicitudo rei socialis, núm. 26)

5. Principio de subsidiariedad
La Iglesia, iluminada por la fe, que le da a conocer toda la verdad acerca del bien precioso del matrimonio y
de la familia y acerca de sus significados más profundos, siente una vez más el deber de anunciar el Evangelio,
esto es, la «buena nueva», a todos indistintamente, en particular a aquellos que son llamados al matrimonio
y se preparan para él, a todos los esposos y padres del mundo... (Familiaris Consortion.º 3)

6. Participación social
Tanto los pueblos como las personas individualmente deben disfrutar de igualdad fundamental… igualdad
que es el fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso de desarrollo pleno. (Sollicitudo
rei socialis.) 13

7. Cultura de la vida y de la calidad de vida


El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena,
ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural ma-
nifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo
es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un
proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida
divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). (Evangelium Vitae, nº 2)
8. La existencia de la ley moral
Si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones
humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se

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convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia. (Juan Pablo II,
“Centesimus Annus”, n. 46.)

Formular, enseñar y practicar la DSI


La finalidad inmediata de la doctrina social es la de proponer los principios y valores que pueden afianzar
una sociedad digna del hombre. Entre estos principios, el de la solidaridad en cierta medida comprende to-
dos los demás: éste constituye « uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización
social y política ».

Este principio está iluminado por el primado de la caridad « que es signo distintivo de los discípulos de
Cristo (cf. Jn 13,35) ». Jesús « nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto,
de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor » (cf. Mt 22,40; Jn 15,12; Col 3,14; St
2,8). El comportamiento de la persona es plenamente humano cuando nace del amor, manifiesta el amor
y está ordenado al amor. Esta verdad vale también en el ámbito social: es necesario que los cristianos sean
testigos profundamente convencidos y sepan mostrar, con sus vidas, que el amor es la única fuerza (cf. 1
Co 12,31-14,1) que puede conducir a la perfección personal y social y mover la historia hacia el bien.

El amor debe estar presente y penetrar todas las relaciones sociales: especialmente aquellos que tienen el
deber de proveer al bien de los pueblos « se afanen por conservar en sí mismos e inculcar en los demás,
desde los más altos hasta los más humildes, la caridad, señora y reina de todas las virtudes. Ya que la ansiada
solución se ha de esperar principalmente de la caridad, de la caridad cristiana entendemos, que compendia
en sí toda la ley del Evangelio, y que, dispuesta en todo momento a entregarse por el bien de los demás,
es el antídoto más seguro contra la insolvencia y el egoísmo del mundo ». Este amor puede ser llamado «
caridad social » o « caridad política » y se debe extender a todo el género humano. El « amor social » se
sitúa en las antípodas del egoísmo y del individualismo: sin absolutizar la vida social, como sucede en las
visiones horizontalistas que se quedan en una lectura exclusivamente sociológica, no se puede olvidar que el
desarrollo integral de la persona y el crecimiento social se condicionan mutuamente. El egoísmo, por tanto,
es el enemigo más deletéreo de una sociedad ordenada: la historia muestra la devastación que se produce
en los corazones cuando el hombre no es capaz de reconocer otro valor y otra realidad efectiva que de los
bienes materiales, cuya búsqueda obsesiva sofoca e impide su capacidad de entrega.

Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la
vida social —a nivel político, económico, cultural—, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción.
Si la justicia « es de por sí apta para servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición de los
bienes objetivos según una medida adecuada, el amor en cambio, y solamente el amor (también ese amor
benigno que llamamos “misericordia”), es capaz de restituir el hombre a sí mismo ».No se pueden regular
las relaciones humanas únicamente con la medida de la justicia: « El cristiano sabe que el amor es el motivo
por el cual Dios entra en relación con el hombre. Es también el amor lo que Él espera como respuesta del 14
hombre. Por eso el amor es la forma más alta y más noble de relación de los seres humanos entre sí. El amor
debe animar, pues, todos los ámbitos de la vida humana, extendiéndose igualmente al orden internacional.
Sólo una humanidad en la que reine la “civilización del amor” podrá gozar de una paz auténtica y duradera
».En este sentido, el Magisterio recomienda encarecidamente la solidaridad porque está en condiciones de
garantizar el bien común, en cuanto favorece el desarrollo integral de las personas: la caridad « te hace ver
en el prójimo a ti mismo ».
Sólo la caridad puede cambiar completamente al hombre. Semejante cambio no significa anular la dimensión
terrena en una espiritualidad desencarnada. Quien piensa conformarse a la virtud sobrenatural del amor sin
tener en cuenta su correspondiente fundamento natural, que incluye los deberes de la justicia, se engaña

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a sí mismo: « La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la
práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo:
“Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará” (Lc 17,33) ».Pero la caridad tam-
poco se puede agotar en la dimensión terrena de las relaciones humanas y sociales, porque toda su eficacia
deriva de la referencia a Dios: « En la tarde de esta vida, compareceré delante ti con las manos vacías, pues
no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por
eso, yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo... ».

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BIBLIOGRAFÍA
Obligatoria

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• Dawson, Christopher (1997). Historia de la Cultura Cristiana. Fondo de Cultura

• Orlandis, J. (1998): “Breve Historia del Cristianismo”. Ed. Universitaria, Santiago.

• Carta Encíclica FIDES ET RATIO del Sumo Pontífice Juan Pablo II

• Chesterton, G.K. Ortodoxia.

Complementaria
• André Frossard (1988). Dios existe: yo me lo encontré (12 edición). Ediciones Rialp.

• Guardini, Romano. (2006) La Escencia del cristianismo. Ediciones Cristiandad.

• Johnson, Paul. Historia del Cristianismo.

• Wigel, George (2009) La Verdad sobre el Catolicismo. Ediciones Cristiandad.

• Kreeft, Peter (2005) Cristianismo para paganos modernos. Educa.

• Hurtado, Alberto s.j. ¿Es Chile un país católico? Económica.

• Enrique Colom Costa (2001). Curso de doctrina social de la Iglesia. Ediciones Palabra.

• Domènec Melé (2000). Cristianos en la sociedad: Introducción a la doctrina social de la Iglesia.


Ediciones Rialp.

• Rocco Buttiglione y otros (1990). La Doctrina Social Cristiana. Encuentro.

• José Miguel Ibáñez Langlois (1990). Doctrina Social de la Iglesia.

• ­Michel Schooyans (2006). La enseñanza social de la Iglesia. Ediciones Palabra.

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