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En la era de los votantes estúpidos

Por Javier Benegas - 18 septiembre, 201819

La opinión de que el ciudadano común es demasiado estúpido para entender y juzgar correctamente la política
evidencia un profundo desprecio por la gente en general, pero, sobre todo, sirve para endosar la
responsabilidad del malestar que se propaga por muchas democracias a un electorado ignorante, sin que los
principales responsables hagan autocritica y asuman su culpa.
Lo cierto es que, si desde alguna parte se ha animado la estupidización de las sociedades, ha sido desde la
política y su entorno, medios de información incluidos. Gobernantes, asesores, expertos y prensa han puesto
durante décadas un gran empeño por degradar las discusiones políticas hasta convertirlas en pura pantomima,
espectáculos de peleas en el barro aptas sólo para electores incondicionales y acríticos.
En lo que respecta al ámbito de los políticos, para muestra, vale un botón. Un estudio The Princeton Review
demuestra que el nivel de lenguaje empleado por los sucesivos candidatos de los Estado Unidos se ha
desplomado a lo largo del tiempo.
Esta inquietante conclusión se obtiene después de analizar los debates de Gore-Bush de 2000, el debate
Clinton-Bush-Perot de 1992, el de Kennedy-Nixon de 1960 y el de Lincoln-Douglas de 1858. En cada caso se
analizaron las transcripciones y el vocabulario empleado para determinar el nivel educativo que era necesario
para entender a los candidatos.
En los debates de 2000, Bush empleó una oratoria comprensible para un estudiante de sexto grado, mientras
que la de Gore era apropiada para un séptimo grado. Clinton, en 1992, utilizó un lenguaje comprensible para
un séptimo grado, mientras que Bush, al igual que Perot, no superaba el sexto grado.
En todos estos casos, el nivel fue muy inferior al de los debates Kennedy-Nixon de 1960, donde ambos
emplearon un lenguaje accesible para estudiantes de décimo grado. Y a su vez, su nivel es bastante bajo si lo
comparamos con el lenguaje empleado por Abraham Lincoln y Stephen Douglas.
El estudio no ofrece datos más actuales, pero no parece muy descabellado aventurar que el lenguaje empleado
por Trump y Hillary durante la última campaña difícilmente superó el nivel de un parvulario.
Si este estudio se realizara en otros países, con los sucesivos candidatos a lo largo del tiempo, probablemente
comprobaríamos que ha sucedido exactamente lo mismo. Hoy, el lenguaje con el que los políticos se dirigen
al público, no ya durante la campaña electoral, sino en general, resulta extraordinariamente infantil. Y diríase
que la limitación en el número de caracteres no es un invento de Twitter, sino bastante anterior. Es un invento
de los políticos.
Este abrupto descenso en el nivel del debate, en vez de generar alarma, se ha asumido por los expertos como
un hecho positivo. A pesar de que los problemas complejos no puedan explicarse con un lenguaje propio de
parvulario, que los políticos se expresen como los niños resultaba más “inclusivo”. Se trataba, pues, de igualar
a los electores por abajo, para que nadie quedara excluido. Ciertamente, este argumento suena a patraña.
Más bien parece que las “élites” prefieren un público con la capacidad mental de un bebé que otro que piense
por sí mismo.
Como todo es susceptible de empeorar, ahora ya no sólo es que los políticos renuncien a explicarse
adecuadamente, de manera que uno no sabe a qué atenerse a la hora de votar: están sustituyendo los debates
por participaciones en programas de entretenimiento, donde los candidatos demuestran sus habilidades como
improvisados bailarines, cantantes, cocineros o músicos, ahorrando así al espectador el más mínimo esfuerzo
intelectual.
No se entiende tanta polémica con los máster y los doctorados, cuando en realidad lo que debería tenernos
en ascuas es si nuestros presidentes y ministros dominan la samba o saben cocinar un bacalao a la vizcaína
como es debido.
Esta transformación del debate de ideas en programa de variedades tal vez sirva para llamar la atención de un
determinado tipo de votante, pero resulta evidente que aleja a todos los demás. De ahí la desafección hacia
una clase política cada vez más pueril.
Si este circo político supusiera una verdadera ganancia, la puntuación que la sociedad concedería a los
diferentes líderes no sería tan catastrófica como lo es en la actualidad, donde ninguno alcanza siquiera el
aprobado. Al contrario, genera rechazo y un creciente desinterés por los procesos electorales. Lo que, como
guinda del pastel, pretenden paliar generando burdas polémicas y polarización.
Con una política cada vez más infantilizada, no se entiende la sorpresa de las élites ante sucesos como el Brexit,
la victoria de Donald Trump o el nuevo gobierno de Italia
Sin debates que pongan de relieve diferencias importantes entre candidatos y programas, y se pueda deducir
pérdidas o ganancias en la futura acción de gobierno, la gente cae en esa apatía sobre la que Margaret Thatcher
ya advirtió hace tiempo: There Is No Alternative.
Con una política cada vez más infantilizada, no se entiende la sorpresa de las élites ante sucesos como el Brexit,
la victoria de Donald Trump o el nuevo gobierno de Italia. Pero ¿cómo explican los expertos que la gente elija
aparentemente perjudicarse a sí misma? La respuesta que ofrecen es tan mema como el lenguaje político
actual: los votantes son estúpidos.
Resulta asombroso que, en la era del conocimiento, donde las nuevas tecnologías han revolucionado el acceso
al saber, el lenguaje discurra en dirección contraria, otorgando cada vez menos valor a la inteligencia. El libre
debate ha sido reemplazado por ideas simples, infantiles, correctas… absurdas. Es como si las élites vieran en
la democracia deliberativa una forma de intimidación.

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