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Thomas Merton
PRÓLOGO
Entre lo escrito por William Blake, creo que se puede destacar una frase: «Hemos
sido colocados en la tierra para vivir en ella durante un breve periodo de tiempo.
Así podemos aprender a asimilar los "rayos luminosos del amor".» Una expresión
perfecta, acabada, como lo es lo escrito por Thomas Merton sobre la oración
monástica. Porque en esta frase de William Blake se nos da la clave de la grandeza
humana, totalmente traspasada por los «rayos del amor». Y al mismo tiempo nos
recuerda lo que le falta al hombre para convertirse en vehículo de esos «rayos
luminosos del amor». Aquí, en esta afirmación casi apodíctica, hay dos rasgos,
ambos con el mismo valor, sobre el deseo que tiene el hombre de verse sumido en
los «rayos luminosos del amor». Y al mismo tiempo se nos habla de su miedo a
correr el riesgo de verse expuesto a su poder transformante. Porque si rezar
significa cambiar, no es extraño que los hombres, incluso los consagrados a esa
tarea, se apresuren a ponerse vestiduras protectoras, a llevar delantales que les
eviten toda radiación, que incluso lleguen, en los momentos de su oración
comunitaria, a buscar la seguridad de los refugios para escapar a los efectos de
esos «rayos luminosos del amor» y seguir como están.
En los antiguos teatros había a menudo tres o cuatro telones con escenas de un
enorme realismo, pintadas en ellos. Antes de la representación de la obra, a
intervalos, estos telones se levantaban, uno tras otro. Nunca se estaba seguro de si
se trataba de un nuevo telón pintado, o de si había empezado ya la representación
de la obra. Pero al final, cuando se levantaba el último telón pintado, ya no había
nada entre los actores y el espectador.
La oración auténtica puede estar velada por muchas cortinas que tienen que
levantarse antes de palpar la realidad de la obra misma. Thomas Merton nos va
describiendo todos esos telones, esos velos, hasta que, al final, nos vemos
obligados a ver todos esos velos y telones como lo que son en la realidad, algo que
tiene que desaparecer antes del comienzo de la obra misma.
Se dan por sabidos dos peligros que el libro apenas intenta soslayar. Un monje,
maduro en años y en vida religiosa, siente una gran devoción y respeto por los
momentos de oración comunitaria. Por eso corre un mínimo peligro si lee las
agudas sugerencias de Thomas Merton, cuando dice que hasta la vida litúrgica
puede convertirse en un corto circuito de rutina y reglamentación que puede servir
de lugar de escondite, un telón de seguridad, y puede crear monjes producidos en
serie, hombres y mujeres que representan una pantomima de perfección, con un
desconocimiento total de su mediocridad espiritual y de ser en realidad víctimas por
falta de amor del sistema. Los monjes entenderán perfectamente estas palabras y
entre los veteranos asustados de esta vida, esos ejercicios comúnes de piedad
siempre serán bien recibidos como formas de invitación y recuerdo de su
participación personal a lo que ese centro comunitario invita, pero que no impone
por sí mismo.
Pera para las comunidades formadas fuera de la vivencia monacal, quizá el papel
de este foco corporativo no sea tan palpable, y se sientan movidos a pensar en las
críticas de Thomas Merton como indicadores de que la oración privada es
suficiente. Es importante, por tanto, que los lectores de este libro procedentes del
campo no monástico tengan en cuenta el contexto corporativo en el que la oración
privada tiene siempre lugar.
Tampoco Thomas Merton está asustado de las voces más profundas que ha
dejado atrás. No tiene duda alguna en llamar a Baudelaire y Rimbaud «cristianos
periféricos». Está perfectamente preparado también para llamar la atención sobre
el hecho de que existencialistas como Heidegger, Camus y Sartre han mirado a la
muerte cara a cara, han profundizado hasta los abismos de la nada del hombre,
han probado en su espíritu la falta de autenticidad del hombre y han exigido a gritos
su liberación. Está preparado para alabar su fulminante poder para desnudar al
hombre y para insistir en que quien se atreve a avanzar por los diferentes niveles
de oración, no puede escapar de estas despiadadas revelaciones de la situación
existencial del hombre.
Si, como observa Thomas Merton en su primera página, «la vida monástica es ante
todo una vida de oración», entonces la oración personal, que exige un compromiso
creciente de todos los poderes del que ora, se convierte en el asunto más
importante. No es suficiente con haber dejado Egipto. Los monjes están llamados a
entrar en la tierra prometida, y entrar no significa solamente hacerlo con los pies,
sino también con el corazón. Pararse demasiado pronto es la forma más corriente
de meterse en un callejón sin salida en el camino de la oración.
Thomas Merton, desde el principio del libro, afirma que un agudo sentido de
necesidad es un gran simulador de la complacencia en materia de oración. Pero
tras todas las necesidades con las que nuestra situación en el mundo nos presiona,
está, omnipresente, la necesidad que brota de nuestra finitud. Pascal expresa esta
necesidad en sus Pensamientos cuando escribe que hay en todo hombre un
«abismo infinito» que solamente puede ser llenado por un objeto infinito e
inmutable, es decir, solamente por Dios mismo» (Sect. Vil, 425). Thomas Merton ve
emerger los niveles más profundos de oración de este deseo interior, fruto de
nuestra pobreza y del vacío que sentimos interiormente.
Quizá la visión más profunda de todo el libro procede de la guía que se nos ofrece
en él sobre cómo ser liberados de nuestras complacencias y cobardía
sobre cómo movernos hacia la presencia de Dios, que es un fuego abrasador. Porque
Blake conocía bien hasta qué punto es un asunto largo y costoso aprender a soportar «los
rayos luminosos del amor». Si es verdad que la oración más profunda en su culminación
es un perpetuo rendirse a Dios, como consecuencia, toda meditación y los actos
específicos de la oración pueden verse como preparaciones y purificaciones para
disponernos a entrar en ese camino que nunca acaba. Efectivamente, lo que a menudo
está oculto es que hay en nosotros un miedo terrible, que se adueña de nosotros ante tal
expectativa. Si soy como creo ser y Dios es como me lo he imaginado, entonces, quizá
pueda soportar arriesgarme a ello. ¿Pero qué pasará si al final me doy cuenta de que es
distinto a como me lo había imaginado, y qué si, en su presencia terrible, todas las capas
de lo que yo había pensado que era yo mismo se disuelven y tiene lugar un encuentro
aterrador e impredecible? Ahora empezamos a encarar el pavor humano, ese pavor que
encubre el encuentro desconocido con la muerte, el miedo que en pequeño crea tan a
menudo una crisis a la hora del compromiso.
LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA
INTRODUCCIÓN
A primera vista uno podría preguntarse qué tienen que ver unas oraciones tan
sencillas con la contemplación. Para empezar, los Padres del Desierto no se
consideraban ellos mismos como místicos, aunque de hecho, a menudo lo eran.
Cuidaban mucho el no ir en busca de experiencias extraordinarias y luchaban
denodadamente por encontrar la pureza del corazón y el control de sus
pensamientos, para guardar sus mentes y corazones vacíos de preocupaciones y
cuidados, para que de esa forma pudieran al mismo tiempo olvidarse de ellos
mismos y dedicar todo su ser al amor y al servicio de Dios.
2 Conferencia 10.
3 Salmo 69,2.
4 San Atanasio, Ep. ad Marcellinum.
5 Cf. Dom Jean Leclerq, Love of Learning and the Desi re ofGod, New York, Fordham University Press,
1961, caps. I y IV.
Los monjes de las iglesias orientales, en Grecia y en Rusia, han usado durante
siglos un manual de oración llamado Philokalia. Se trata de una antología de citas
de
6 De Amelineau, citado por Resch en Doctrine Ascétique des Premiers MaTtres Egyptíens, p. 151.
los Padres monacales de Oriente desde el siglo tercero hasta la Edad Media, todas
ellas relacionadas con la «oración del corazón» o la «oración de Jesús». En la
escuela de la contemplación «hesicástica», que floreció en los centros monásticos
de la península del Sinaí y del Monte Atos, este tipo de oración fue estructurada
hasta convertirse en una técnica especial, casi esotérica. En el presente estudio no
vamos a meternos en detalles sobre esa técnica que a veces, de una forma
irresponsable, ha sido comparada con el yoga. Solamente enfatizaremos la
esencial simplicidad de la oración monástica en la primitiva «oración del corazón»,
que consistía en el recogimiento interior, en el abandono de los pensamientos que
distraían y en la humilde invocación del Señor Jesús con las palabras de la Biblia
con un intenso espíritu de fe. Esta simple práctica era considerada de crucial
importancia en la oración monástica de la Iglesia oriental, puesto que se creía que
el poder sacramental del Nombre de Jesús traía consigo el Espíritu Santo al
corazón del monje orante. Dice así un texto típico, tradicional:
Un hombre se enriquece por la fe, y si quiere por la esperanza y la humildad, con las
que el monje se dirige al dulcísimo nombre de Nuestro Señor Jesucristo; y se
enriquece también por la paz y el amor. Porque éstas son realmente tres ramas del
árbol de la vida plantado por Dios. Un hombre que se acerque a él, que lo toque a su
debido tiempo y que coma de él, como está mandado, conseguirá una vida
perdurable, eterna, y no la muerte, como en el caso de Adán... Nuestros gloriosos
maestros... en los que moraba el Espíritu Santo, nos enseñan sabiamente a todos
nosotros, especialmente a los que desean abrazar el campo del silencio divino, es
decir, a los monjes, y consagrarse a Dios, renunciando al mundo, a practicar el
«hesicasmo» con sabiduría, y a preferir su perdón con una esperanza firme. Estos
hombres podrían tener, como práctica y ocupación constantes, la invocación de su
más santo y dulcísimo nombre, llevándolo siempre en su mente, en el corazón y en
los labios... 7
La práctica de tener el nombre de Jesús siempre presente en la conciencia era,
para los antiguos monjes, el secreto del «control de sus pensamientos» y de sus
victorias ante la tentación. Eso acompañaba a todas las actividades de la vida
monástica, imbuyéndoles de oración. Era la esencia de la meditación monástica,
una forma especial de esa práctica de la presencia de Dios de la que san Benito, a
su vez, hizo la piedra angular de la vida y meditación monásticas. Esta práctica
básica y simple pudo, evidentemente, expandirse para incluir el pensamiento de la
pasión, muerte y resurrección de Cristo, las cuales san Atanasio fue de los
primeros en asociarlas a las diferentes horas canónicas de oración 8.
7 Kadloubovsky and Palmer, Writings from the Philokalia on Prayer ofthe Heart, p. 172-173.
8 De Virginitate, 12-16.
I
El clima en el que florece la vida monástica es el del desierto 9, donde está
ausente la comodidad del hombre. En ese desierto desaparecen las rutinas en las
que se apoya el hombre de la ciudad, y siente que le dan una aparente seguridad.
En este clima, la oración debe apoyarse en Dios, en la pureza de la fe. Aun
viviendo en comunidad, el monje se ve obligado a explorar el yermo interior de su
propio ser en solitario. La Palabra de Dios, que es siempre su consuelo, representa
al mismo tiempo su aflicción. La liturgia, que es su gozo y que le revela la gloria de
Dios, no puede llenar el corazón que previamente no haya sido humillado y vaciado
de todo miedo. Aleluya es el cántico del desierto.
9 Isaías 35,1-10.
Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov, nos hace ver con claridad lo que
Rozanov ha llamado un «conflicto eterno» en el monaquismo, y, sin duda, en el
cristianismo como tal. El conflicto entre lo rígido, autoritario, lo convencido de su
rectitud, la actitud ascética de alguien que exige que se le imite, puesto que él es el
maestro, que se aísla del mundo con un esfuerzo terrible, y luego se siente
cualificado para dar cursos sobre ese magisterio espiritual. Y el Staretz,
Zossima, el hombre compasivo de oración que se identifica a sí mismo con el
pecador, con el mundo lleno de dolores, para pedir la bendición de Dios sobre ese
mismo mundo.
Pero, al mismo tiempo, hay que admitir que las estructuras comunes tienen un
valor que no debe ser subestimado. El orden, la paz, la comunicación y el amor
fraternos, ofrecidos por una comunidad de trabajo y oración, son los lugares
normales en los que la vida de oración se desarrolla. No hace falta decir que tales
comunidades no deben reproducir solamente los modelos de regularidad y de
observancia de la vida conventual de los trapenses, cartujos o carmelitas, tal como
los hemos conocido hasta ahora.
II
En esta forma de oración, tal como ha sido descrita por los escritores primitivos de
la vida monástica, la meditatio debe ser vista en su estrecha relación con la
salmodia, lectio, orado y contemplado. Es una parte de un todo continuo, la vida
entera unificada del monje, conversado monástica, su nueva orientación desde el
mundo hacia Dios. Separar la meditación de la oración, de la lectura y de la
contemplación es falsificar nuestra concepción de la forma monástica de oración. A
medida que la meditación se va haciendo cada vez más contemplativa, vemos que
no se trata solamente de un medio para conseguir un fin, sino que también tiene
algo de la misma naturaleza de un fin. Por eso, la oración monástica,
especialmente la meditación y la oración contemplativa, es no tanto un camino para
encontrar a Dios como un camino para descansar en él, en quien hemos
encontrado, que nos ama, que está a nuestro lado, que viene hasta nosotros para
configurarnos con él. Dominus enim prope est. La oración, la lectura, la meditación
y la contemplación llenan el aparente «vacío» de la soledad y el silencio
monásticos con la realidad de la presencia de Dios y, a partir de ahí, podemos
aprender el verdadero valor del silencio y experimentar el vacío y la futilidad de
esas formas de distracción y comunicación sin sentido, que en nada contribuyen a
la seriedad y sencillez de la vida de oración.
Muchos buscan con avidez, pero el único que encuentra es el que permanece en
silencio continuo... Todo hombre que encuentra sus delicias en una multitud de
palabras, aunque diga en ellas cosas admirables, está vacío interiormente. Si amas
la verdad, sé amante del silencio. El silencio, como la luz del sol, iluminará a Dios en
ti y te librará de los fantasmas de la ignorancia. El silencio te unirá al mismo Dios.
Ama el silencio por encima de todas las cosas. Te trae el fruto que la lengua no
alcanza a describir. Al principio tenemos que forzarnos a guardar silencio. Que Dios
te conceda experimentar ese «algo» que nace del silencio. Con sólo practicarlo,
como consecuencia de tu esfuerzo, te inundará una luz inenarrable... y después de
un breve tiempo, una cierta dulzura nace en el corazón de este ejercicio y el cuerpo
se siente embebido casi por la fuerza para permanecer en silencio.
Todas las horas son buenas para la oración y la salmodia, pues mientras nuestras
manos están ocupadas en sus trabajos, podemos alabara Dios con la lengua o si no,
con el corazón... Así que en medio de nuestro trabajo podemos cumplir con la
obligación de orar, dando gracias al que ha concedido fuerza a nuestras manos para
cumplir con nuestros trabajos, inteligencia a nuestras mentes para adquirir los
conocimientos... Así llegamos a formarnos un espíritu recogido, cuando en toda
acción pedimos a Dios el éxito de nuestros trabajos y satisfacemos nuestra deuda
de gratitud a él... Y cuando mantenemos siempre presente en nuestras mentes la
finalidad de agradarle. 10
Que yo pueda bendecir al Señor, que lo conserva todo. El cielo con sus
incontables órdenes brillantes.
11 Citado por W. G. Hanson en Early Monastic Schools of Ireland, Cambridge, 1927, p. 23.
También san Beda describe la constante meditación de los monjes celtas y de los
seglares que acompañaban a san Aidan en su misión en Northumbria en el siglo
séptimo. Une la vida de oración vital de los monjes al fervor del mismo Aidan.
Su vida era tan diferente del aburrimiento de nuestros tiempos que todos los
que lo acompañaban, ya fueran monjes tonsurados o seglares, se ocupaban
de la oración, ya sea leyendo las Escrituras o hablando sobre los salmos. Era
su ocupación diana y la de los que lo acompañaban, en cualquier sitio en el
que estuviesen. 12
En estos textos tradicionales encontramos no sólo una visión muy sencilla, amplia y
saludable de la vida de oración, sino además una que está completamente
unificada, aún siendo diversa, en perfecta armonía con la naturaleza. Esto quiere
decir, para empezar, que cada uno reza como quiere, ya sea vocalmente o en «su
corazón». La oración vocal significa aquí, en primer lugar, la recitación o el cántico
de los salmos. Esta forma de oración no exige una lucha para estar recogido a
pesar del trabajo, los viajes o cualquier otro tipo de actividades, sino que fluye de la
vida diaria y está de acuerdo con el trabajo y cualquier tipo de obligación. Es, pues,
un aspecto del trabajo del monje, un clima en el cual el monje trabaja, porque
supone un reconocimiento consciente de la dependencia respecto a Dios.
Tampoco aquí las formas que adopta ese «reconocimiento» están definidas o
prescritas. No hay ni un solo instante en que el monje pueda considerar a Dios «ahí
fuera» o en cualquier parte. Pero cada uno procederá de acuerdo con su fe y su
capacidad. El clima de su oración es, pues, de reconocimiento, gratitud y amor
totalmente obediente, que sólo busca agradar a Dios. Encontramos la misma
sencillez en el capítulo 52 de la Regla, donde san Benito nos habla de la oración
personal y privada. «Si alguno desea rezar en secreto, déjale que se vaya y rece,
no en voz alta, sino con lágrimas y fervor en su corazón.» El clima de oración que
se sugiere en esta expresión tradicional, «lágrimas y fervor del corazón», es el del
arrepentimiento y del amor.
III
Según estos textos, vemos que en la meditación no debemos buscar un «método»
o «sistema», sino cultivar una «actitud», una «visión general», hecha de fe, apertura,
atención, reverencia, expectación, súplica, confianza y gozo. Todas estas realidades
embeben nuestro ser de amor, en la medida en que nuestra fe nos dice que estamos
en presencia de Dios, que vivimos en Cristo, que en el Espíritu de Dios «vemos» a
Dios nuestro Padre sin «verle». Lo conocemos en lo «desconocido». La fe es el
vínculo que nos une a él en el Espíritu que nos da la luz y el amor.
Algunas personas, sin duda, tienen un don espontáneo para la oración meditativa.
Esto no es corriente hoy. La mayor parte de los hombres tienen que aprender a
meditar. Hay formas para aprender a meditar. Pero no debemos esperar encontrar
métodos mágicos, sistemas que hagan evaporarse en el aire todas las dificultades y
todos los obstáculos. La meditación es a veces muy difícil. Si aguantamos los
tiempos difíciles en la oración, y esperamos con paciencia los tiempos de la gracia,
podemos llegar a descubrir que la meditación y la oración constituyen unas
experiencias gozosas. Pero no debemos juzgar el valor de nuestra meditación por
«cómo nos sentimos». Una meditación difícil, y aparentemente infructuosa, puede
de hecho ser mucho más válida que otra que es fácil, feliz, luminosa y
aparentemente, un gran éxito.
Por esta razón, la humildad y aceptación dócil de un sano consejo son muy
necesarios en la vida de oración. Aunque la dirección espiritual no es totalmente
necesaria en la vida del cristiano corriente, y aunque un religioso podría ser capaz
de avanzar solo hasta un cierto punto sin ella (muchos tienen que hacerlo así), se
convierte en una necesidad moral para el que intenta profundizar en su vida de
oración. De ahí la tradicional importancia del «padre espiritual», que puede ser el
abad o bien otro monje experimentado, capaz de guiar al que se inicia en los caminos
de la oración, y de detectar inmediatamente cualquier signo de celo mal orientado o
de un esfuerzo con dirección equivocada. A una persona así hay que escucharla y
obedecerla, especialmente cuando previene contra el uso de ciertos métodos y
prácticas que esa persona ve que están fuera de lugar y son perjudiciales en un caso
particular, o cuando se niega a aceptar ciertas «experiencias» como evidencias de
progreso.
El recto uso de los esfuerzos está determinado por las indicaciones de la voluntad
de Dios y de su gracia. Cuando uno obedece sencillamente a Dios, un pequeño
esfuerzo lleva muy lejos. Cuando alguien, de hecho, le está resistiendo (aunque diga
a voz en cuello que no intenta otra cosa más que cumplir su voluntad) ninguna
modalidad ni calidad en el esfuerzo puede producir buenos resultados. Por el
contrario, la terquedad que impulsa a seguir adelante en el camino de la resistencia
a Dios, a pesar de las claras indicaciones de su voluntad, es una señal de que uno
se encuentra en un grave peligro espiritual. A menudo, quien está metido en el
problema es incapaz de darse cuenta de ello. Es otra razón por la que un padre
espiritual puede ser realmente necesario.
Estos obstáculos pueden tener raíces muy profundas en nuestro carácter, y de hecho
podemos al fin aprender que toda la vida será apenas suficiente para liberarnos de
ellos. Por ejemplo, muchas personas que tienen pocos dones naturales y poco
ingenio tienden a imaginarse que pueden aprender muy fácilmente, por su propia
inteligencia, a dominar los métodos —podría hablarse más bien de «trucos»—, de la
vida espiritual. El único problema es que en la vida espiritual no hay ni trucos ni
atajos. Los que se imaginan que pueden descubrir técnicas especiales y tratan de
asimilarlas para eludir los auténticos problemas de su vida espiritual, normalmente
llegan a ignorar la voluntad de Dios y su gracia. Sufren de exceso de confianza y de
autocomplacencia en ellos mismos. Se convencen de que van a conseguir esto o
aquello, e intentan alcanzar un nivel importante de vida espiritual por unos métodos
absolutamente personalistas. Incluso podría parecer que, hasta cierto punto,
aciertan. Pero algunos sistemas de espiritualidad —especialmente el zen budista—,
ponen un acento enorme en un estilo de dirección severo, a veces sin sentido
aparente, que le arrancan a la persona toda esa autosuficiencia. Nadie puede
empezar a encarar las dificultades reales de la vida de oración y meditación si no se
encuentra perfectamente satisfecho de ser un principiante y verse a sí mismo como
a alguien que conoce poco o nada, y tiene una necesidad absoluta de aprender los
rudimentos de todo. Los que desde el principio piensan que «saben», jamás llegarán,
en realidad, a saber nada de nada.
Las personas que intentan orar y meditar por encima del nivel que les corresponde,
que están demasiado ansiosas por alcanzar lo que ellas piensan ser «un alto grado
de oración», se apartan de la verdad y de la realidad. Observándose a sí mismos e
intentando convencerse de sus avances, se convierten en prisioneros de ellos
mismos. Luego, cuando se dan cuenta de que la gracia los ha abandonado, se
sienten presos de su propio vacío y futilidad y se ahogan en la desesperanza. La
acedía sigue al efímero entusiasmo del orgullo y de la vanidad espiritual. El remedio
está en un largo periodo de humildad y de arrepentimiento.
No queremos ser principiantes. Pero tenemos que convencernos del hecho de que
en toda nuestra vida jamás pasaremos de la condición de aprendices.
IV
Otro obstáculo —y quizá éste sea más común— es la inercia espiritual, la confusión
interior, la frialdad, la falta de confianza. Éste puede ser el caso de los que, después
de haber empezado de forma satisfactoria, experimentan el inevitable bajón que
tiene lugar cuando la vivencia de la meditación empieza a ser más seria, más
exigente. Lo que al principio parece fácil y gratificante, de repente se convierte en
algo totalmente imposible. La mente deja de funcionar a su ritmo normal. Se
experimenta una imposibilidad casi absoluta de concentración. La imaginación y las
emociones viven su propio ritmo de enorme dispersión. Hasta se vuelven totalmente
indómitas a los mandatos de nuestra voluntad. En esta situación, en medio de una
oración, que es de gran sequedad, desolada y que nos repele, la vida interior se
convierte en puro desierto, carente de todo atractivo.
Este fenómeno tiene su explicación. Es una prueba que hay que pasar, la «noche de
los sentidos». Pero tampoco podemos perder de vista que, a menudo, es algo más
serio que eso. Puede ser el resultado de un comienzo equivocado, en el que, debido
a la terminología, que nos resulta familiar, de los libros de oración y de la vida
ascética, ha aparecido una fisura, una profunda fosa, que divide la «vida interior» del
resto de la propia existencia. En ese caso, la supuesta «vida interior» puede
reducirse a un intento valiente y absurdo de evasión de la realidad.
Bajo el pretexto de que lo que está «dentro» es de hecho real, espiritual,
sobrenatural, etc., se cultiva el abandono y el desprecio de lo externo, tachándolo de
mundano, sensual, material y opuesto a la gracia. Es un mal análisis teológico de la
realidad exterior y un mal principio para una vida ascética. Es una doctrina totalmente
equivocada, sin justificación posible por cualquier ángulo por el que se la enfoque,
porque en vez de aceptar la realidad tal como es, la rechazamos para tratar de
encontrar algún tipo de reino perfecto, de ideales abstractos, totalmente inexistente.
Muy a menudo, la inercia y la repugnancia que caracteriza la llamada «vida
espiritual» de muchos cristianos podría quizá curarse con un sencillo respeto por las
realidades concretas de la vida diaria, de la naturaleza, del cuerpo, del trabajo que
uno desempeña, de sus amigos, de todo lo que le rodea, etc. Un falso
sobrenaturalismo, que imagina que «lo sobrenatural» es una especie de reino
platónico de esencias abstractas, totalmente apartadas y opuestas al mundo
concreto de la naturaleza, no ofrece un apoyo real a la auténtica vida de meditación
y de oración. La meditación se ve sin punto de apoyo alguno y no responde a ninguna
realidad, si no está firmemente enraizada en la vida. Sin estas raíces no puede
producir más que frutos perdidos en la nada del disgusto, la acedía, e incluso una
introversión morbosa y peligrosa, el masoquismo, el dolorismo, la negación.
Nietzsche expuso sin compasión esa masa humana desesperanzada, resultante de
la
caricatura de lo que en realidad debería ser la cristiandad 15
Los principiantes pueden caer en otra clase de falso comienzo, que se convierte en
una extraña mezcla de presunción e inercia. Después de haber aprendido a gozar
de algunos frutos de la vida espiritual, y de haber saboreado algún pequeño éxito,
cuando todo eso para ellos ya no es más que un mero recuerdo, algo que consideran
perdido para siempre, empiezan a mirar a su alrededor en busca de razones lógicas
que puedan explicarles tal fenómeno. Están convencidos de que hay que echar la
culpa a alguien, y puesto que no encuentran razón alguna para culparse ellos
mismos —es posible que no se pueda echar la culpa a nadie y a nada en concreto—
, buscan la explicación de lo que les pasa en la comunidad monástica en la que
viven. Además, tenemos que admitir que con el monaquismo en plena crisis de
renovación, con todas las observancias e incluso ideales cuestionados a diario, no
hay dificultad en encontrar cosas que criticar. El hecho de que las críticas puedan
tener alguna base, no las convierten, sin embargo, en todos los casos en
perfectamente razonables. Especialmente cuando las críticas son puramente
negativas, y surgen principalmente como un desahogo de la frustración y el
resentimiento.
Muchos de los obstáculos para la vida del pensamiento y del amor, que es la
auténtica meditación, provienen del hecho de que las personas insisten en
encerrarse ellas mismas en los muros de su castillo interior para complacerse en sus
propios pensamientos y en sus propias sensaciones, como en una especie de tesoro
privado. Malinterpretan la parábola evangélica de los talentos, y como resultado,
entierran su talento, protegiéndolo antes con un paño, en vez de ponerlo a trabajar
y obligarle a rendir frutos. Aun entregados, viviendo plenamente una vida
contemplativa, el amor y la apertura a los demás sigue siendo, como en la vida activa,
la condición para una auténtica y fructífera vida interior, hecha de interiorización y de
amor. El amor a los demás es un estímulo para la vida interior, no un peligro para
ella, como algunos creen equivocadamente.
Mantengamos viva la llama del pensamiento y del amor. Las dos son una y misma llama.
Comuniquemos a los que viven a nuestro alrededor el deseo de comprender, de dar (y también de
recibir). Hay demasiadas conciencias encerradas en los muros que ellas mismas han levantado
alrededor de su propio ser. 16
Muchos monjes buenos, profundos, idealistas, desean hacer de sus vidas una obra
de arte de acuerdo con un arquetipo aprobado, tradicionalmente aceptado. Eso lleva
consigo una necesidad de estudiarse, de dar forma a sus vidas, de remodelarse ellos
mismos, de poner a tono una y mil veces sus disposiciones interiores, y como
resultado de este esfuerzo, meditan y se contemplan continuamente a sí mismos.
Por desgracia pueden encontrar eso tar maravilloso y absorbente que pierden todo
interés en la acción de la gracia, siempre invisible e impredecible. Er una palabra,
buscan construir su propia seguridad, evitai el peligro y el miedo que vienen
aparejados por la sumisión al misterio desconocido de la voluntad de Dios.
Si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el
mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos
mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros... Porque todos los
que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no
habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que
habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: «Abba»,
es decir, «Padre». Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que
somos hijos de Dios. Asimismo el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues
nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede
por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios que examina los corazones,
conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad.
H
La actividad del Espíritu dentro de nosotros se hace cada vez más importante a
medida que progresamos en la vida de oración interior. Es verdad que nuestros
propios esfuerzos siguen siendo necesarios, al menos mientras no hayan sido
totalmente sustituidos por la acción de Dios «en nosotros y sin nosotros», de acuerdo
con la expresión tradicional. Pero cada vez más, nuestros esfuerzos alcanzan una
nueva orientación. En vez de ser dirigidos hacia fines que hemos escogido nosotros
mismos, en vez de ser valorados de acuerdo con el aprovechamiento y el placer que
juzgamos deben producir, son dirigidos cada vez más hacia un sometimiento
obediente y con espíritu de cooperación a la gracia, lo que implica en primer lugar
una actitud crecientemente receptiva y atenta de la acción escondida del Espíritu
Santo. Ésta es precisamente la función de la meditación, en el sentido en que
hablamos de ella aquí, que nos tiene que mover a una actitud de reconocimiento y
de receptividad. También nos da fuerza y esperanza, junto con un profundo
conocimiento del valor del silencio interior en el que el misterio del amor de Dios se
nos hace claro.
V
Dice Ammonas, unos de los Padres del Desierto, discípulo de san Antonio:
Tened en cuenta, amados míos, que os he enseñado el poder del silencio, cuán
perfectamente cura y hasta qué punto es agradable a Dios. Es lo que me ha movido
a escribiros todo lo que os he escrito, para que os mostréis fuertes en este trabajo que
habéis empezado, para que así sepáis que, ayudados por el silencio, crecen los
santos, que por el silencio el poder de Dios mora en ellos, que conocieron los misterios
de Dios por medio del silencio. 18
La oración del corazón nos introduce en el profundo silencio interior, de tal forma que
podamos aprender a experimentar su poder. Por esta razón la oración del corazón
tiene que ser siempre muy simple, reducida al más sencillo de todos los actos, y a
menudo, sin necesidad de palabras ni pensamientos.
Si, por otra parte, cuando nos referimos a la meditación, la confundimos con la
«oración mental», que consiste en actos discursivos llenos de actividad, un
razonamiento lógico complejo, una imaginación activa y una deliberada provocación
de afectos, encontramos, como nos dice san Juan de la Cruz, que esta clase de
meditación tiende a entrar en conflicto con nuestro silencio y atención receptiva al
trabajo interior del Espíritu Santo, especialmente si intentamos continuar con el
mismo ejercicio, cuando ya ha dejado de ser útil. El esfuerzo mal empleado en la
vida espiritual consiste a menudo en insistir tercamente en rutinas compulsivas
porque están de acuerdo con nuestras nociones miopes. San Juan de la Cruz
mantiene que esta terca insistencia no puede ser curada por nuestra propia
actividad, y necesita ser «purificada» por Dios mismo en la «noche» de la
contemplación. Nos hace ver que estos esfuerzos mal empleados, y las faltas de
carácter y de naturaleza de las que proceden, solamente pueden ser soslayadas por
la acción purificadera secreta de la gracia en la «noche oscura». Refiriéndonos a los
que son guiados en sus esfuerzos por el gusto y estima que tienen de su actividad
individual y autodirigida, san Juan nos hace ver que es precisamente este apego a
sus propias formas de oración y meditación lo que impide su crecimiento en la vida
espiritual.
Cuanto más espiritual es la cosa, más pesada la encuentran, porque como quieren
avanzar en el terreno espiritual con completa libertad y de acuerdo con su inclinación
y su voluntad, eso les causa dolor y repugnancia para entrar en la senda
estrecha, que según dice Cristo, es el camino de la vida.t9
Aquí san Juan da por supuesta una completa contradicción entre lo que es
auténticamente espiritual, y por lo mismo sencillo y oscuro, y lo que para estos
hombres tiene la apariencia de espiritual, porque los excita y estimula
psicológicamente.
San Juan de la Cruz dice que Dios lleva a esas personas hacia la oscuridad:
... cuando los desteta de los pechos de estas dulzuras y placeres, les da puras
arideces y oscuridad interior, arranca de ellos todas esas superficialidades y
puerilidades, y de muchos modos hace que ganen en virtudes. Porque aunque
asiduamente el que comienza practique la mortificación en su persona de todas sus
acciones y pasiones, no puede nunca tener un completo éxito. Al contrario, hasta que
Dios trabaje en él pasivamente por medio de la purificación de la dicha noche. 20
Aquí conviene recordar brevemente que para san Juan de la Cruz esta «noche» es
con toda seguridad la pura negación. Si ella vacía la mente y el corazón de las
satisfacciones naturales del corazón y de la mente, que se refieren al conocimiento
y al amor, en un plano simplemente humano, lo hace para llenarlos con una luz más
alta y más pura, que es la «oscuridad» para sentir y para razonar. El entrar en las
tinieblas y en la luz son dos hechos simultáneos. Dios oscurece la mente para darle
una luz más perfecta. San Juan dice que la razón por la que la luz de la fe es
oscuridad para el alma, es porque ésta en realidad es una «luz excesiva». Una
exposición directa a la luz sobrenatural oscurece la mente y el corazón, y es
precisamente así como, siendo conducido a la «noche oscura de la fe», la persona
pasa de la meditación, en el sentido de una «oración mental» activa, a la
contemplación, o hacia una forma de receptividad más sencilla e intuitiva, en la que,
si de alguien puede decirse que «medita», es porque recibe la luz con una atención
pasiva y amorosa. Por eso san Juan de la Cruz dice:
Para el alma, esta luz excesiva de la fe que se le da es una espesa oscuridad, porque
sobrepasa lo que es grande y hace que se desvanezca lo que es pequeño, lo mismo
que la luz del sol sobrepasa a todas las demás luces existentes. Por eso, cuando brilla
elimina nuestro poder de visión, que hace que no se vea luz alguna. Así, la luz de la
fe, por su excesiva grandeza, oprime y nos incapacita nuestra capacidad de
comprensión. Porque ésta, por su propio poder, se extiende solamente al
conocimiento natural, aunque tiene la capacidad para lo sobrenatural cuando a
Nuestro Señor le place llevarla a una acción sobrenatural. 21
VI
La tradición cristiana primitiva y los escritores de espiritualidad de la Edad Media no
conocían conflicto alguno entre la oración «pública» y «privada», o entre la liturgia y
la contemplación. El conflicto es un problema moderno. O quizá sería más exacto
decir que es un pseudoproblema. La liturgia, por su misma naturaleza, tiende a
desembocar en la oración contemplativa, y la oración mental, a su vez, nos dispone
a ella y a buscar la plenitud en el culto litúrgico.
Quizá no fuera esto exactamente lo que el mismo san Benito tuviera en su mente.
Sospechamos que el patriarca de Montecasino pensaba en un estado de «pureza»
mucho más simple y menos extática.
De hecho, este último santo trata la oración de una manera muy parecida. Está más
preocupado de la organización de la vida de oración del asceta, o de la
estructuración de las horas canónicas, que del problema de la oración privada. En
todo caso, hay que señalar que las así llamadas «Reglas» de san Basilio, son
directorios espirituales para las comunidades ascéticas, y por deseo expreso, de un
carácter diferente de la vida cenobítica y eremítica del monaquismo de Egipto. Basilio
piensa más en la vida religiosa que hoy podríamos llamar «activa», y está en la línea
de una reacción firme y explícita contra la forma puramente contemplativa, ascética
y solitaria de los monjes de Egipto. Los ascetas de Basilio se mantienen más en
contacto, si ya no con el «mundo», al menos con la comunidad cristiana, a la que
sirven, en la medida de sus posibilidades, con sus trabajos de caridad y misericordia.
Para Basilio, la oración privada es, pues, la oración que tiene lugar cuando el asceta
está en su trabajo o haciendo su vida normal:
Porque la oración y salmodia de cada hora es posible, porque mientras las manos de
la persona están ocupadas en sus trabajos, podemos alabar a Dios, algunas veces
con la lengua, o si no, con el corazón... Así, en medio de nuestro trabajo podemos
cumplir la obligación • de la oración, dando gracias al que ha dado fuerza a nuestras
manos para llevar a cabo nuestros trabajos, y sabiduría a nuestras mentes para
adquirir conocimiento... Así, conseguimos un espíritu recogido, cuando en toda acción
pedimos a Dios el éxito de nuestros trabajos y pagamos nuestra deuda de gratitud a
él debida... y cuando mantenemos siempre en nuestras mentes la finalidad de
agradarle. 24
Después de esto habla de la oración comunitaria de las horas canónicas. Aquí puede
verse que la idea de san Basilio sobre la oración concuerda con el contexto de lo que
se conoce tradicionalmente como vida activa. Ésta no es la theoria o la theologia de
Evagrio del Ponto, y tampoco la Hesychia de los contemplativos de Bizancio quienes,
aunque sin duda son hijos de san Basilio, estaban más en la tradición del Sinaí que
en la Regula Fusius Tractata, o Regla Extensa, de san Basilio.
Naturalmente, Basilio habla del trabajo manual, que puede fácilmente compaginarse
con cualquier forma de oración. Pero, ¿qué pasa con las ocupaciones que «distraen»
más, tales como el apostolado ministerial?
Vil
Uno de los primeros benedictinos que empezó a mirar la vida contemplativa como
un problema fue san Gregorio Magno. En sus Diálogos, presentó, por supuesto, a
san Benito como el modelo carismático de la oración perfecta, como el padre de la
comunidad monástica, quien con sus oraciones y su visión profética, guió a los
monjes, protegiéndolos tanto espiritual como materialmente contra el poder de las
tinieblas. San Gregorio da a la muerte de san Benito, de pie en la iglesia del
monasterio, sostenido por las manos de sus hermanos mientras recibía el Cuerpo de
Cristo, una relevancia especial. Lo mismo hace toda la tradición benedictina después
de él. Esta muerte, que la tradición benedictina moderna cree haber tenido lugar el
día de Jueves Santo, es considerada tradicionalmente por todos como un
acontecimiento que corona una vida dedicada al culto litúrgico.
San Gregorio podría haber dibujado el retrato de san Benito con rasgos idealizados,
creando, por así decirlo, un ikon del padre Carismático de los monjes y del hombre
de oración. Pero cuando pensó en su propia vida, como lo hace de una forma muy
bien estructurada en Moralia in Job, se encuentra a sí mismo desgarrado entre el
deseo de su corazón de la contemplación solitaria y su obligación de entregar su
tiempo y sus energías a la caridad activa como «siervo de los siervos de Dios». Como
Dom Cuthbert Butler resaltó hace unos años, el tratamiento de Gregorio del conflicto
entre acción y contemplación, es «uno de los aspectos más fundamentales de su
teoría de la vida monástica... De esta forma ha influido profundamente en la vida
benedictina de los años siguientes. Pero no menos profundamente las enseñanzas
de san Gregorio sobre la vida contemplativa y la activa, hacían referencia a toda la
vida clerical, ya sea ésta la de los religiosos o la del clero secular, en el Occidente
25. Después de describir la vida activa en términos que podrían esperarse en él,
Gregorio ofrece esta definición clásica de la vida contemplativa, que ha sido tan a
menudo comentada en la literatura benedictina, que se ha convertido casi en un lugar
común en la tradición monástica de Occidente. Pienso que debe ser citada también
aquí:
La vida contemplativa consiste en guardar con toda la mente de cada uno el amor a
Dios y al prójimo, pero descansar de todo movimiento y apego para desear solamente
el del Hacedor, de tal forma que la mente ya no pueda encontrar placer en hacer otra
cosa, para que habiendo desdeñado todos los cuidados, pueda sentirse libre para ver
la cara de su Creador. De tal forma que él pueda soportar con dolor el peso de la carne
corruptible, y dentro de todos sus deseos, procurar sumarse al coro de los ángeles,
unido a los ciudadanos del cielo, y gozarse de su incorrupción eterna en la visión de
Dios. 26
Pero ésa no fue la idea de san Gregorio. Para él, la vida contemplativa es la vida del
cielo, que no puede ser vivida perfectamente «en este mundo». Pero los monjes
tienen la posibilidad de, en alguna medida, anticipar, por la pureza del corazón, la
«incorrupción» del cielo. Sin embargo, la vida activa, que está relacionada con la
existencia presente del hombre en el mundo, siempre exige atención, incluso de las
personas llamadas a la contemplación. En primer lugar, aunque, según san Gregorio,
la vida contemplativa es teóricamente superior y mejor que la activa, y debe ser
preferida a la activa cuando sea posible, hay momentos en los que la actividad debe
suplantar a la contemplación. Las dos son, de hecho, exigidas por la caridad, puesto
que al hombre se le pide amar a Dios y al prójimo. Ambos amores deben combinarse
en toda vocación en la tierra, ya se trate de alguien con cuidado de almas, o del
monje contemplativo.
VIII
En la vida monástica la persona puede encontrar, de acuerdo con san Bernardo, tres
vocaciones: la de Lázaro, el penitente; la de Marta, la servidora entregada al cuidado
del monasterio; y la de María, la contemplativa. María ha escogido, decía san
Bernardo, la «mejor parte», y no tenía por qué envidiar a Marta o dejarle a ella la
contemplación, cosa que no se le pide, para compartir los trabajos con Marta. La
parte de María es, por naturaleza, preferible a las otras dos y superior a ellas. Se
siente, leyendo entre líneas de lo que escribe san Bernardo, que eso tiene que
decirse, porque en el Evangelio se intuye una cierta envidia de María por Marta. La
parte de María no era de hecho siempre deseada por la mayoría.
San Bernardo mismo resuelve el problema diciendo que después de todo Marta y
María son hermanas y deben vivir en paz en el mismo hogar. Pero, en realidad, la
verdadera perfección monástica consiste, sobre todo, en la unión de las tres
vocaciones: la del penitente, la del trabajador activo —en el cuidado de las almas
sobre todo— y la contemplativa. Pero cuando Bernardo habla del cuidado de las
almas, se refiere a la obligación de instruir y guiar a los otros monjes, más que al
trabajo apostólico fuera del monasterio. La necesidad de predicadores y de
trabajadores apostólicos era aguda en el siglo doce.
Para san Bernardo, la vida contemplativa es la normal para el monje, es decir, la que
debe desear, preferir siempre, aunque la vida activa tenga también sus exigencias.
La contemplación debe ser siempre deseada y preferida. La actividad debe ser
aceptada, pero nunca buscada. Finalmente la perfección de la vida monástica se
encuentra en la unión de Marta, María y Lázaro en una sola persona, y esa persona
normalmente será el abad, a ejemplo del mismo san Bernardo 28.
No debemos pensar, evidentemente, que tanto san Gregorio como san Bernardo se
preocupan de la contemplación desde este punto de vista problemático. Teniendo en
cuenta la enorme actividad que ambos desplegaron en su vida, defienden con ardor
su deseo del silencio o de la oración contemplativa. Aunque admiten siempre que la
contemplación no les es desconocida en su vida de trabajo apostólico.
Efectivamente, nos damos cuenta de que su experiencia contemplativa es, hasta
cierto punto, más profunda y más rica precisamente por las gracias místicas que les
han sido dadas y que les ayudan a la hora de predicar a los demás.
Siéntate solo (sede itaque solitarius), no tengas nada en común con la multitud, nada
con la multitud de los demás... Alma santa, permanece sola, y guárdate para él solo,
fuera de los demás. 2
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA
Este empleo del topos neoplatónico, «solo con los solos» es un poco
desacostumbrado en Bernardo de Claraval. Se apoya, evidentemente, en la
referencia al pasaje evangélico en el que Cristo ora solo en el monte. Y en el
pensamiento de san Bernardo se refiere, en primer lugar, a la soledad interior. Cristo
solamente llega en secreto a los que han entrado en la morada interior y cerrado la
puerta tras de ellos. Y, continuando en la misma línea, san Bernardo añade
explícitamente:
Sin embargo no será una pérdida de tiempo separarte incluso físicamente (corpore)
cuando pueda hacerse convenientemente, especialmente en el tiempo de oración,
(tempore orationis). 30
Esto hace referencia no a ningún tiempo prescrito para la oración mental, sino a los
momentos en los que el monje quiera espontáneamente orar en soledad. Debe
entenderse que, de acuerdo con la tradición monástica, los actos del monje no están
enteramente gobernados en sus más pequeños detalles por regulaciones externas,
sino que también hay que dejar algún espacio para la propia »regla de oración» del
monje, que le guiará, en respuesta a las inspiraciones de la gracia, a dar más tiempo
a la oración de lo que la Regla realmente manda, en una analogía perfecta con lo
que Regla prescribe en materias como el ayuno y la autodisciplina. El monje debe
ser guiado por las inspiraciones interiores de la gracia y por la bendición exterior de
la obediencia. Las dos juntas pueden ser tomadas como la voluntad de Dios respecte
a él, para regular su propia vida interior y contemplativa
abad de Cluny, tenía menos dudas y era aún más explícito que san Bernardo a la
hora de animar a la oración privada y solitaria. No sólo a los monjes de las casas
cluniacenses se les permitía vivir en completa soledad como eremitas o reclusos
voluntarios, sino a fortiori, a los cenobitas se les ofrecía la posibilidad de emplear un
tiempo excepcional orando o meditando en lugares retirados, separados de la
comunidad. Pedro el Venerable nos habla en su obra De Miraculis, una especie de
Floréenlas cluniacenses, de un monje de su tiempo que »se servía de una pequeña
capilla en un sitio apartado y situado en una parte de una torre, como si fuese una
celda, y al que le gustaba el sitio más que ninguna otra parte del monasterio como
lugar de oración. Allí se quedaba día y noche, totalmente ocupado en la divina
contemplación (divinae theoriae intentus), con su mente ascendía por encima de
todas las cosas mortales, y siempre permanecía en compañía de los más santos
ángeles, por una visión interior, en presencia del Creador»
IX
Vamos a consultar finalmente a otro testigo benedictino del siglo doce, Pedro de
Celles, uno de los escritores más encantadores de la Edad Media.
De nuevo aquí, como en el caso de san Gregorio y san Bernardo, nos enfrentamos
cara a cara con una personalidad contemplativa, con un hombre lleno de talento, de
calidez de corazón, inteligente, que a pesar de sus claras preferencias por el silencio
y la meditación del claustro, fue llamado a ser, no sólo abad, sino obispo. Debe
decirse, para empezar, que aunque Pedro de Celles experimentó en sí mismo el
conflicto entre la acción y la contemplación, no le preocupó ni le turbó. Para él ni
siquiera llegó a la categoría de conflicto. Por una parte, pudo suplicar con toda
insistencia y seriedad al papa Alejandro III en favor de Enrique, abad de Claraval,
que quería rechazar una elección episcopal. Pedro dice al Papa con toda franqueza
que sería una lástima privar a este monje de la «mejor parte», la vida contemplativa,
y arrojarle de cabeza a las tormentas del mundo. El cargo episcopal, para Pedro, es
sencillamente «el mundo». Parece que Pedro alaba muy abiertamente y se pone del
lado de todo el que rechaza la «pesada carga» de la actividad y de los asuntos
materiales para poder entregarse a la lectura y a la meditación.
Al mismo tiempo ve que hay situaciones en las que uno debe, con toda honestidad,
hacer frente y aceptar las responsabilidades y distracciones de una
misión. Y así 32, enseña a un amigo, nombrado cardenal recientemente, cómo actuar
en el caso de verse preocupado por pensamientos que le distraigan.
Dios trabaja en nosotros mientras nosotros descansamos en él. Este descanso está
por encima de todos los deseos, porque en sí mismo es un trabajo creativo. Pero tal
trabajo sobrepasa a todo otro descanso, en su tranquilidad. Este descanso, en efecto,
sobresale por encima de todo otro trabajo productivo. Por eso, dejemos que
esta acción de descanso de nuestra contemplación se adorne de tal forma que
reproduzca, aunque sólo sea en esbozo, un modelo de descanso y de trabajo que es
Dios... Estas cosas no se hacen en la oscuridad y en la noche, sino en el día, en la
luz, en el sol de justicia. Porque el que ronca en la noche del vicio no puede
conocer la luz de la contemplación. 34
La oración es difícil, en apariencia muy activa, cuando el corazón del hombre está lejos
de él y Dios está lejos del corazón. El corazón del hombre está lejos de él cuando está
ocupado en cuidados superfluos o se ha enfriado en su fervor religioso, o también
cuando está inmerso en deseos carnales. Dios también está lejos del corazón cuando
le retira la gracia, niega su presencia, y prueba la paciencia del que suplica.
Como dijo una vez san Juan Crisóstomo: «No es bastante con abandonar
Egipto, uno debe entrar también en la tierra prometida» 36. Puede mencionarse que
en este contexto, oración «contemplativa» está tomada en el sentido amplio y no
considerada necesariamente como mística.
X
Echando una mirada retrospectiva a esta visión general de algunos escritos
característicos de los «siglos benedictinos», encontramos, como podíamos esperar,
que la oración es el auténtico corazón de la vida monástica. En ninguna parte se da
un conflicto explícito entre la oración litúrgica y la privada. Las dos forman parte de
una unidad armoniosa. Pero hay, sin embargo, un conflicto entre las vidas
«contemplativas» y las «activas», aunque este conflicto haya sido resuelto más o
menos completamente por escritores como Pedro de Celles. Ellos ven, de una
manera muy realista y, al mismo tiempo, en el espíritu mismo de san Benito, que toda
vida en la tierra debe necesariamente combinar elementos de acción y de reposo, de
trabajo corporal y de iluminación mental. A veces es necesario practicar una forma
de oración laboriosa, árida, y sin consuelo. En otras, la persona puede recibir gracia
y luz casi sin esfuerzo, con tal de que esté suficientemente bien dispuesta. Esta
vicisitud—el término es de san Bernardo— o variación entre el trabajo y el descanso
se halla exactamente en la línea divisoria entre la oración común y la privada y se
encuentra, muy claramente, en ambas.
Por eso, aunque la oración litúrgica es, por su misma naturaleza, más «activa»,
puede ser iluminada, en cualquier momento, por la gracia contemplativa. Y aunque
la oración privada puede tender, por su naturaleza, a una espontaneidad personal
mayor, puede también ser, accidentalmente, más árida y laboriosa que el culto
comunitario, que es, en cualquier caso, particularmente bendecido por la presencia
de Cristo en el misterio de una comunidad en adoración cultual.
La doctrina de los primeros siglos de vida benedictina nos muestra con claridad que
la oposición entre «la oración pública oficial» y «la oración personal espontánea» es
en gran medida una ficción moderna. Y esto es verdad, en el caso en que la oración
«oficial» sea considerada como la «verdadera» y «contemplativa», o ya se escojan
estos adjetivos para dignificar la devoción personal.
García de Cisneros fue enviado desde Valladolid por los Reyes Católicos, para llevar
a cabo la reforma de Montserrat. Como ayuda para implantar su reforma, escribió
dos libros, ambos manuales de oración. Los dos están dentro de la tradición
benedictina medieval.
Uno de estos libros era un Directorio de las horas canónicas, que intentaba volver a
despertar la comprensión del oficio divino y ayudar a los monjes a cantarlo con fervor
y comprensión del mismo. El otro tenía como finalidad reanimar el espíritu de los
monjes en la oración personal y meditada. Seguía el estilo tradicional medieval de la
vida de oración, dividida entre la lectura, la meditación y la contemplación, lectio,
meditatio, contemplatio. Estaba también fuertemente influenciado por la devotio
moderna, que nos ha dejado tantos tratados de vida interior, siendo el más famoso
La imitación de Cristo. Este libro sobre la vida interior de los monjes, escrito por
García de Cisneros, era realmente llamado de los Ejercicios espirituales. Fue,
evidentemente, mucho más popular y tuvo una mayor influencia que el otro tratado
sobre las horas canónicas.
Debemos recordar que cuando la reforma monástica en el siglo xvi miraba hacia el
pasado inmediato, buscando buenos y malos ejemplos que pudieran servirle de
pauta, encontró la forma cristiana de oración más vital y que nadie discutía, entre los
santos de las órdenes mendicantes, incluyendo los terciarios, como por ejemplo, en
el caso de santa Catalina de Siena, y también entre los movimientos místicos que
florecieron más o menos bajo la guía de los mendicantes. Por ejemplo, el movimiento
místico renano, centrado en los conventos dominicos y dirigido por teólogos de la
misma orden, como Eckhart y Tauler. Cuando, como sucedió a menudo, este
misticismo estuvo bajo sospecha, el reformador siempre podía volver a la «segura»
devotio moderna.
Esto nos lleva como de la mano al famoso caso de Dom Augustine Baker, uno de los
más grandes benedictinos «contemplativos» y una de las figuras más reverenciadas
y discutidas. Es, ciertamente, el maestro con más sentido de unidad y más
reverenciado de vida espiritual, salido de la orden benedictina en Inglaterra, hasta
nuestro siglo, momento en el que quizá haya sido igualado por Dom Chapman, que
puede ser considerado como uno de sus discípulos.
Hay muchas razones por las que Dom Augustine Baker debe ser considerado como
el que acabó con la terrible y categórica distinción entre las formas de oración
«activa» y la «contemplativa».
En primer lugar, era un místico inglés, según la tradición del siglo catorce. Es decir,
completó un individualismo profundamente arraigado en la idiosincrasia inglesa, con
una tendencia permanente hacia la reclusión. Y en segundo lugar, se vio sometido a
los «métodos de meditación» en un monasterio benedictino italiano reformado. Los
métodos casi le llevaron a volverse loco. Se encontró a sí mismo en conflicto
permanente con sus hermanos, para los que acuñó la expresión cáustica y ambigua
de «los vividores activos». Finalmente, y quizá éste sea el factor decisivo, se hizo
consciente de la fuerte postura de santa Teresa y san Juan de la Cruz contra el daño
incalculable causado a los contemplativos por «directores» activos, que sin noción
alguna de lo que significaba la contemplación, impusieron sus sistemas a todos de
forma tiránica y sin ningún discernimiento.
Augustine Baker llegó a decir que el verdadero problema de los monasterios era que
estaban generalmente gobernados por «vividores activos», que destruían la vida de
oración frustrando las vidas de los contemplativos. Pensamos que es una afirmación
un poco extremista. He aquí un pasaje suyo característico:
No hay duda de que la decadencia de la religión ha procedido, sobre todo, de un
extravagante desorden, que en la mayoría de las comunidades religiosas activas les
llevó a preferir hacerse con prelaturas y el pastoreo de almas, en sustitución de la vida
contemplativa, aunque el estado religioso fue instituido solamente para la
contemplación. Y eso ocurrió incluso aunque la vida contemplativa fue renovada por
hombres y mujeres de Dios, como Ruysbroeck, Tauler y santa Teresa, etc... Los
espíritus activos que vivían en la vida religiosa, al no ser capaces de tal oración,
contraria a su propia naturaleza, no tenían aprehensión ninguna contra tales oficios,
considerados por ellos como superiores. Por el contrario, llevados por sus deseos
naturales de preeminencia y amor a la libertad, no temían ofrecerse, e incluso, con
ambición, buscar el dominio sobre los demás, tratando de persuadirse falsamente de
que su único motivo era la caridad y el deseo de promover la gloria de Dios... Pero la
experiencia nos habla de los efectos de tal situación. 37
Lo que aquí se dice para los monjes, se aplica también, con ciertos ajustes, a todos
los fieles.
XI
¿Cuál es el objetivo de la oración en el sentido de «oración del corazón»?
¿Qué soy yo? Soy yo mismo, una palabra pronunciada por Dios.
¿Estoy seguro de que el sentido de mi vida es el que Dios quiso para ella? ¿Acaso
Dios impone un sentido para mi vida desde fuera, a través de los acontecimientos, la
costumbre, la rutina, la ley, un sistema, el impacto de aquellos con los que vivo en
sociedad? ¿O bien estoy llamado a crearme desde dentro, con él, con su gracia, un
sentido que refleje su verdad y me haga su «palabra» hablada libremente en mi
situación personal? Mi verdadera identidad subyace en la llamada de Dios a mi
libertad y en mi respuesta a él. Esto significa que debo usar mi libertad para amar,
con plena responsabilidad y autenticidad, no meramente resignado a recibir una
forma que se impone por fuerzas externas, o a formar mi propia vida de acuerdo con
un modelo social, sino dirigiendo mi amor a la realidad personal de mi hermano, y
abrazando la
voluntad de Dios en su misterio desnudo, a menudo impenetrable 39. No puedo
descubrir mi sentido si intento evadirme del miedo que me da la primera impresión
de mi falta de sentido.
Cuando nos parece que poseemos y nos servimos de nuestro ser y de nuestras
facultades naturales de una forma absolutamente autónoma, como si nuestro ego
individual fuera la pura fuente y el fin de nuestros actos, entonces vivimos en la
ilusión, y nuestros actos, por muy espontáneos que puedan parecer, carecen de
sentido espiritual y de autenticidad.
En consecuencia, en primer lugar nuestra meditación debe empezar por la
concienciación de nuestra nulidad y desamparo en la presencia de Dios. Esta
experiencia no debe ser triste o deseo razón adora. Al contrario, puede ser
profundamente tranquila y gozosa, puesto que ella nos lleva al contacto directo con
la fuente de todo gozo y de toda vida. Pero una razón por la que la meditación nunca
empieza realmente, es quizá porque nunca nos lleva a nuestro centro real de nuestra
nulidad ante Dios. Por eso nunca entramos en la realidad más profunda de nuestra
relación con él.
Este pasaje magnífico, cantado por la Iglesia en la misa del primer domingo de
Cuaresma, nos muestra que la vida del ascetismo cristiano conduce a un reino de
paradoja y aparente contradicción. La vida de meditación se alimenta de una
paradójica condición en la que estamos suspendidos entre el cielo y la tierra, debido
a nuestro deseo de renuncia, y al hecho de que este deseo jamás puede ser llenado,
porque debe permanecer dentro de ciertos límites. El ascetismo nos coloca en una
situación sobre la paradoja, y la meditación lucha contra la paradoja. La finalidad de
la lucha es la paz divina del amor espiritual, en contemplación. Pero no podemos
sobrevivir en este estado de paradoja sin una ayuda especial de la gracia y sin
renovar constantemente la autodisciplina.
Nuestra capacidad para sacrificarnos con un espíritu maduro y generoso puede muy
bien ser una de las pruebas de nuestra oración interior. La oración y el sacrificio van
unidos. Donde no hay sacrificio, al final se verá que no hay oración y viceversa.
Cuando el sacrificio se convierte en una autodramatización infantil, la oración será
también falsa y un autodespliegue operativo, o una quejumbrosa introspección
autocompasiva. La oración seria y sencilla, unida al amor maduro, se manifestará de
forma inconsciente y espontánea en un espíritu de sacrificio habitual y de
preocupación por los demás que es siempre generoso, aunque quizá no seamos
conscientes del hecho. Esta unión de la oración y el sacrificio es más fácil evaluarla
en los demás que en nosotros mismos, y cuando nos hacemos conscientes de esto,
ya no intentamos calibrar nuestro propio progreso en la materia.
XIII
Para entender lo que sigue, el lector tendrá que recordar que las profundidades
interiores de la vida espiritual son misteriosas, inexplicables. Pueden difícilmente ser
descritas con detalles ajustados en lenguaje científico. Por esta razón ni siquiera la
teología toca apenas el tema, excepto con el lenguaje poético y simbólico de los
Padres de la Iglesia y de los Doctores Místicos.
John Tauler, por ejemplo, dice que el conocimiento místico y unitivo de Dios es
inefable y es luz esencial.
Por tanto según avanzamos en el camino del sacrificio tendemos a someternos más
y más a la acción purificadora que no podemos comprender. Los sacrificios que no
son escogidos son con frecuencia de mayor valor que los que hemos elegido por
nosotros mismos. Especialmente en la meditación tenemos que aprender a ser
pacientes en los caminos aburridos y áridos que se apoderan de nosotros a través
de lugares secos en la oración. Las arideces aumentan más y más frecuentemente,
y son más y más difíciles a medida que el tiempo avanza. En cierto sentido, la aridez
puede casi ser tomada como signo de progreso en la oración, con tal de que sea
acompañada por un esfuerzo serio y autodisciplina. En la profecía de Oseas el Señor
dice que él guiará a Israel al desierto y a lugares secos en el valle de Achor, para
hablarle al corazón y desposarlo en la
fe 43 Esta promesa sigue a la amenaza de que Israel será despojado de todo su
esplendor y del lujo que ha gozado en el culto subrepticio de los falsos dioses.
Ella no comprendía que era yo quien le daba el trigo y el vino y el aceite, y oro
y plata en abundancia. Por eso le quitaré otra vez mi trigo en su tiempo y mi
vino en su sazón; recobraré mi lana y mi lino con que cubría su desnudez.
Descubriré su infamia ante sus amantes, y nadie la librará de mi mano; pondré
fin a sus alegrías, sus fiestas, sus novilunios, sus sábados y todas sus
solemnidades. Arrasaré sus viñedos y sus higueras, de los que decía: son mi
paga, me las dieron mis amantes. La visitaré por los días de los baales, cuando
les quemaba incienso y se ataviaba de su anillo y su collar para irse detrás de
sus amantes, olvidándose de mí, oráculo de Yavé. 44
Si nos ponemos en camino hacia esa oscuridad, tenemos que encontrarnos con esas
fuerzas inexorables. Tendremos que enfrentarnos a miedos y dudas. Tendremos que
cuestionar toda la estructura de nuestra vida espiritual. Deberemos hacer una nueva
evaluación de nuestros motivos para creer, para amar, para nuestro compromiso con
el Dios invisible. Y en ese momento, precisamente, toda la luz espiritual se oscurece,
todos los valores pierden sus contornos y su realidad, y permanecemos, por así
decirlo, suspendidos en el vacío.
Arrasaré su vid y su higuera de los que decía: «Son mi paga, me las dieron mis
amantes». Las reduciré a matorrales y las devorarán las alimañas. Por tanto, mira, voy
a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al corazón. Allí le daré sus viñas y
el Valle de la Desgracia será Paso de la Esperanza. Aquel día, oráculo del Señor, me
llamarás Esposo mío, ya no me llamarás ídolo mío. Le apartaré de la boca los nombres
de los baales y sus nombres no serán invocados... Me casaré
http://www.mercaba.org/Libros/Merton/La_oracion_contemplativa.htm 45/70
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA
XIV
La meditación no es sólo un esfuerzo intelectual para dominar ciertas ideas sobre
Dios o incluso para imprimir en nuestras mentes los misterios de nuestra fe católica.
El conocimiento conceptual de nuestra verdad religiosa tiene un lugar definitivo en
nuestra vida, y ese lugar es importante. El estudio juega una parte esencial en la
vida de oración. La vida espiritual necesita unos fuertes fundamentos intelectuales.
El estudio de la teología es un acompañamiento necesario para la vida de la
meditación. El objetivo de la meditación no es meramente adquirir o profundizar el
conocimiento objetivo y especulativo de Dios y de la verdad revelada por él.
... no sólo se ha de quedar a oscuras según aquella parte que tiene respecto a las
criaturas y a lo temporal... sino que también se ha de cegar y oscurecer según la parte
que tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la racional y superior... Debe ser
como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose
a cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla
que le hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y
si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no
viene a lo que es más, que es lo que enseña la fe. 48
Una vez más, sin embargo, esta oscuridad no es simplemente negativa. Trae consigo
una aclaración que escapa de la investigación y control del entendimiento. «Porque
a Dios ¿quién le quitará que él no haga lo que quisiere
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Esta enseñanza de san Juan de la Cruz no tiene que colocarse aparte como una
forma peculiar de la «espiritualidad carmelitana». Está en línea directa con la antigua
tradición patrística y monástica, desde Evagrio del Ponto, Casiano y Gregorio de
Nicea, hasta san Gregorio Magno y los seguidores del Pseudo- Dionisio en
Occidente.
La noche designa la contemplación (theoria) de las cosas invisibles a la manera de Moisés, que entró en la
oscuridad donde estaba Dios, este Dios que hace de la oscuridad el sitio donde se esconde 49. Rodeada por
la noche divina, el alma busca al que está escondido en la oscuridad. Pero ella posee sin embargo el amor
de él al que busca, pero el amado escapa a la captación de los pensamientos de ella... Por eso, abandonando
la búsqueda, reconoce al que desea por el mero hecho de que su conocimiento está más allá de la
comprensión. Entonces dice: «Habiendo abandonado todas las cosas creadas y la ayuda de la comprensión,
sólo por la fe he encontrado al amado. Y no le dejaré marchar, sujetándolo con el abrazo de la fe, hasta que
entre en mi alcoba». La alcoba es el corazón, que es capaz de hacer de ella su morada cuando sea
restaurado a su estado primitivo. 50
Y Evagrio dice en el Tratado de Oración, atribuido durante mucho tiempo a san Nilo:
«Lo mismo que la luz que nos enseña todo no tiene necesidad de otra luz para ser
vista, así Dios, que nos enseña todas las cosas, no tiene necesidad de una luz en la
que podamos verle, porque él es en sí mismo la luz por esencia»
51
. Y «no veas diversidad en ti mismo cuando ores, y deja que tu inteligencia asimile
la impresión de no tener forma alguna. Pero vete inmaterialmente a lo inmaterial y
entenderás... Aspirando a ver la cara del Padre que está en el cielo, no busques otra
cosa en el mundo, ni forma ni figura cuando ores» 52
Volviendo a los místicos de la zona del Rin encontramos a John Tauler empleando
un lenguaje típico: «Todo aquello en lo que un hombre descansa con gozo, todo lo
que guarda como un bien que le pertenece es todo comido por los gusanos, excepto
aquello que parece perderse en el bien de Dios, puro, imposible de conocer, inefable
y misterioso, renunciando a nosotros mismos y a todo aquello que puede aparecer
en él.»
Y Ruysbroeck dice:
El hombre interior entra en sí mismo de una forma simple, sobre toda actividad y
valores, para aplicarse él mismo a una simple visión en el amor lleno de fruto. Ahí
encuentra a Dios sin intermediario. Y desde la unidad de Dios brilla para él una luz
simple. Esta luz se muestra ella misma como oscuridad, desnudez y nada. En esta
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En una palabra, Dios es invisible al campo de nuestro ser. Nuestra creencia y nuestro
amor llegan hasta él, pero él permanece escondido a la mirada arrogante de nuestra
mente investigadora que busca captarle y asegurar su posesión permanente en un
acto de conocimiento que le da poder sobre él. De hecho, es absurdo e imposible
intentar captar a Dios como un objeto que puede ser captado y comprendido por
nuestras mentes.
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que su verdad sea la fuente de nuestro ser y de que su amor misericordioso sea el
auténtico corazón de nuestra vida y existencia. No tenemos otra razón de ser, salvo
ser amados por él como nuestro Creador y Redentor, y amarlo a su vez. No hay
verdadero conocimiento de Dios que no implique una profunda captación y una
íntima y personal aceptación de esta absoluta relación.
Se ha dicho anteriormente que la mística del «no conocer», por la que ascendemos
al conocimiento de Dios «como no visto» sin «forma ni figura», más allá de todas las
imágenes y, naturalmente, de todos los conceptos, no debe ser entendida como un
simple dar la espalda a las ideas de las cosas materiales e inmateriales. El
conocimiento místico de Dios, que ya empieza de alguna manera incoativa en la fe
viva, no es un conocimiento de las esencias inmateriales e invisibles, como distintas
de las visibles y materiales. Si de alguna forma nada de lo que podemos ver o
entender puede darnos una completa y adecuada idea de Dios, excepto por una
remota analogía, podemos decir que las imágenes y símbolos, e incluso el material
que entra dentro de la categoría de signos sacramentales y de las obras de arte,
adquieren una cierta dignidad por derecho propio, puesto que no son rechazadas en
favor de otros objetos «inmateriales», considerados como superiores, como si fueran
capaces de hacernos «ver» a Dios más perfectamente. Por el contrario, puesto que
somos bien conscientes de que las imágenes, símbolos y obras de arte son sólo
materiales, tendemos a servirnos de ellos con mayor libertad y menor peligro de error
precisamente porque nos damos cuenta de las limitaciones de su naturaleza.
Sabemos que pueden ser solamente medios para un fin, y no los convertimos en
«ídolos». Por el contrario, hoy la tentación más peligrosa es construir ideas e
ideologías y convertirlas en «ídolos», adorándolas por ellas mismas.
Así podemos decir, aunque sea de pasada, que la imagen, el símbolo, el arte, el rito
y el curso de los sacramentos, sobre todo, directa y propiamente llevan las cosas
materiales a la vida de oración y meditación, sirviéndose de ellas como medios para
entrar más profundamente en la oración. Denis de Rougement llamó al arte, «una
trampa calculada para la meditación». El aspecto estético de la vida cultual no debe
ser olvidado, especialmente hoy cuando nos estamos recuperando con muchas
dificultades de una época de abominación y desolación en el arte sagrado, debido
en parte a una especie de actitud maniquea hacia la belleza natural por una parte, y
por otra, a un abandono racionalista de las cosas sensibles. Así, todo lo que ha sido
dicho arriba en las anotaciones de san Juan de la Cruz y otros doctores del
misticismo cristiano sobre la «oscura contemplación» y «la noche de los sentidos»
no debe ser mal interpretado, como significando que todo el que esté interesado en
la vida de meditación y de oración, debe renunciar a la cultura normal de los sentidos,
del gusto artístico, de la imaginación y de la inteligencia. Al contrario, se presupone
esa cultura. La persona no puede ir más allá de lo que no ha conseguido
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todavía, y normalmente la realización de que Dios está «más allá de las imágenes,
símbolos e ideas», se deja ver solamente en alguien que previamente ha hecho un
buen uso de todas esas cosas, que tiene una «cultura
monástica» completa y madura 55 y, habiendo alcanzado el límite del símbolo y de
la idea, avanza hacia un estado adelantado, en el que actúa sin ellos, al menos
temporalmente. Porque incluso si estas ayudas humanas y simbólicas para orar
pierden su utilidad en formas más altas de unión contemplativa con Dios, siguen
teniendo su sitio en la vida diaria, también en el caso del contemplativo. Forman
parte del entorno y de la atmósfera cultural en la que él vive normalmente.
Todas las tradiciones religiosas tienen maneras de integrar los sentidos, en su propio
nivel, en formas más elevadas de oración. La literatura mística más importante habla,
no solamente de la «tiniebla», y de lo «desconocido», sino también, y casi con el
mismo énfasis, de un extraordinario florecimiento de los «sentidos espirituales», y
del conocimiento estético, subrayando e interpretando la más alta y más directa
unión con Dios, «más allá de la experiencia». De hecho, lo que está más allá de la
experiencia debe ser mediado, de alguna manera, e interpretado en un lenguaje
ordinario de pensamiento humano antes de que pueda ser reconocido por el sujeto
mismo, y antes de que pueda ser comunicado a los demás. Naturalmente, no puede
negarse que uno puede entrar en la oración contemplativa sin ser capaz de
reflexionar sobre el hecho, y menos todavía de comunicar la experiencia a los
demás. Pero en la literatura mística, que evidentemente implica comunicación por
medio de imágenes, símbolos e ideas, encontramos que la contemplación en «lo
desconocido» está generalmente acompañada por dones teologales y poéticos fuera
de lo corriente, siempre que el fruto de la contemplación tenga que ser compartido
con otros.
Porque en la sustancia del alma, donde ni el centro del sentido ni el demonio puede
llegar, pasa esta fiesta del Espíritu Santo; y por tanto, tanto más segura, sustancial y
deleitable, cuanto más interior ella es, porque cuanto más interior es, es más pura; y
cuando hay más de pureza, tanto más abundante y frecuente y generalmente se
comunica Dios; y así es tanto más el deleite y el gozar del alma y del espíritu, porque
es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada. Que por cuanto el alma
no puede de suyo obrar nada si no es por el sentido corporal, ayudada de lejos, su
negocio es ya sólo recibir de Dios, el cual sólo puede en el
fondo del alma, sin ayuda de los sentidos, hacer obra y mover el alma en ella. 56
Cuando el mismo san Juan de la Cruz dice que no debemos procurar conseguir la
unión con Dios, intentando que surjan en nosotros imágenes de tales experiencias
en nuestros corazones, no está evidentemente restando totalmente valor a lo que
ha dicho en un intento de comunicar una experiencia de Dios después del hecho.
Al contrario, está intentado proteger a su lector contra una manipulación ciega y
egocéntrica de imágenes y conceptos como un objeto que la mente del hombre
puede entender y gozar en términos intelectuales y estéticos. Hay, pues, una cierta
clase de conocimiento de Dios, conseguida por imágenes y razonando, pero no es
de ninguna manera la clase de conocimiento experimental que san Juan de la Cruz
describe. Por tanto, el uso de la imagen y el concepto puede convertirse en algo
muy peligroso en un clima de egocentrismo y de falso misticismo.
XV
La oración contemplativa es, en cierto modo, simplemente la preferencia por el
desierto, el vacío, la pobreza. Cuando uno ha conocido el sentido de la
contemplación, intuitiva y espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido
de la aridez con preferencia a ningún otro. El contemplativo es el que más bien
desconoce que conoce, más bien no goza que goza, y el que más bien no tiene
pruebas de que Dios le ama. Acepta el amor de Dios en fe, en desafío a toda
evidencia aparente. Ésta es una condición necesaria, y muy paradójica, para la
experiencia mística de la realidad de la presencia de Dios y de su amor para con
nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan» todas las cosas de
nuestro interior, todos los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la presencia
de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de experimentar la
presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que revolucionan toda
nuestra vida interior.
Walter Hilton, un místico inglés del siglo catorce dice en su Scale of Perfection:
Es mucho mejor ser separado de la visión del mundo en esta noche oscura, por
muy penoso que eso pueda resultar, que morar fuera, ocupado en los falsos
placeres del mundo... Porque cuando estás en esa noche, te encuentras mucho
más cerca de Jerusalén que cuando estás en la falsa luz. Abre tu corazón al
movimiento de la gracia y acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta
familiarizarte con ella y encontrarás rápidamente que la paz, y la verdadera luz
de la comprensión espiritual inundarán tu alma... 5'
Los místicos renanos del siglo catorce tuvieron que luchar contra muchas formas
heréticas de contemplación y contra la pasividad de la voluntad propia, arbitraria, de
los que abrazaban la forma quietista de oración de una manera sistemática,
dedicándose a cultivar simplemente la inercia como si ella fuera, por sí misma,
suficiente para resolver los problemas. De ésos dice Tauler:
El que sigue los caminos ordinarios de la oración, sin prejuicio alguno y sin
complicaciones, será capaz de disponerse mucho mejor para recibir su vocación a
la oración contemplativa a su debido tiempo, dando por sabido que le llegará su
momento.
Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios,
cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo
suyo, o cualquiera otra obra o cosa propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo
ello... Por tanto, en este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por mejor
decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es
Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos, ni maneras, ni menos
se ase ni puede asir a ellos... aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que
no tiene nada, que lo tiene todo. 69
Esto podría completarse con las palabras que siguen de John Tauler:
Cuando hemos probado esto en la auténtica profundidad de nuestras almas, nos hace
hundirnos y disolvernos en nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura
es la luz que se derrama en nosotros por la grandeza de Dios, tanto más claramente
veremos nuestra nada y pequeñez. En realidad así es como podemos discernir la
autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino de Dios en lo más profundo
de nuestro ser, no por medio de imágenes, no por medio de nuestras facultades, sino
en las auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto será hundirnos más y
más en nuestra propia nada. 60
Pero la verdadera vaciedad es la que trasciende todas las cosas, y aún es inmanente
a todas ellas. Porque lo que parece vaciedad en este caso es puro ser. O al menos
un filósofo podría describirla así. Pero para el contemplativo es otra cosa. No es ni
ésta ni aquélla. Todo lo que digáis de ella es diferente a lo que se decía. Lo propio
de la vaciedad, al menos para un cristiano contemplativo, es puro amor, pura libertad.
Amor que está libre de todo, no determinado por nada, o visto en alguna clase de
relación. Es un compartir, a través del Espíritu Santo, en la infinita caridad de Dios.
Y así, cuando Jesús dijo a sus discípulos que amaran, se refería a una forma de
amar tan universal como la del Padre, que envía su lluvia lo mismo sobre justos que
sobre pecadores. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.» Esta
pureza, libertad e indeterminación del amor es la auténtica esencia del cristianismo.
A esto aspira sobre todo la vida monástica.
XVI
No somos sólo seres contingentes, dependientes del amor y de la voluntad del
Creador, al que no podemos conocer experiencialmente, excepto en la medida en la
que él nos revele nuestra relación personal con él como sus hijos. Somos también
pecadores que han repudiado libremente su relación con Dios. Nos hemos rebelado
contra él. El espíritu de rechazo rebelde dura en nuestro corazón incluso cuando
intentamos volver a él. Mucho podría decirse, en este punto, acerca de toda la
sutileza e ingenuidad del egoísmo religioso, que es una de las formas peores y con
peores consecuencias de engañarse a uno mismo. A veces uno siente que un ateo
bien intencionado y al que no se le puede culpar es, en muchos aspectos, mejor —y
que da más gloria a Dios— que algunas personas, cuya complacencia e
inhumanidad fanáticas hacia los otros son el signo del más evidente egoísmo. De
aquí que no sólo necesitemos recobrar la conciencia de nuestra condición de
criaturas. También debemos reparar la injuria hecha a la verdad y al amor por este
repudio, esta infidelidad. Pero, ¿cómo? Humanamente hablando, no hay forma por
la que podamos alcanzar esto.
Nuestra «nada» es, pues a veces, algo más que la contingencia de la criatura. Está
compuesta por el miedo del pecador, separado de Dios y de sí mismo, situado en
oposición rebelde a la verdad de su propia contingencia y de su propia malicia. Más
particularmente, como indica un escritor monástico de Palestina del siglo quinto, el
sentido de la pérdida, la renuncia y el abandono de Dios se le hace patente
particularmente al hombre que está actuando contrariamente a la verdad de su
condición.
El significado real del miedo es ser encontrado en una infidelidad a una demanda
personal de la que uno es, al menos, muy poco consciente: el incumplimiento en
encontrar un reto, en hacer realidad una posibilidad cierta que pide ser encontrada y
realizada. El precio del incumplimiento en estar a la altura de una petición existencia
en la vida de una persona es una sensación general dE fracaso, de culpa. Y es
importante señalar que esta culpabilidad es real, no es necesariamente una ansiedac
neurótica. Es una sensación de defección y derrota quE aflige a un hombre que no
se enfrenta a su propia verdac interior y que no está volviendo a la vida, a Dios y a
su: hermanos, un claro volverse a todo lo que le ha si de dado.
Hasta los mejores hombres, y quizá especialmente ellos, cuando se vuelven hacia
una franca reflexión sobre ellos mismos, se enfrentan a sí mismos como a unos seres
desnudos, insuficientes, insatisfechos y llenos de maldad. Se ven apegados a la
mentira, dispuestos a la infidelidad, con miedo a la verdad y a los peligros que todo
eso supone. Esto es tanto más verdad cuando la sinceridad y una vida correcta han
alejado los hábitos pecaminosos que pueden ser identificados y rechazados como
fuentes de vergüenza y remordimiento. Incluso sin actos pecaminosos tenemos en
nosotros mismos una inclinación a pecar y a rebelarnos, una inclinación hacia la
falsedad y la evasión.
Al mismo tiempo, parece perder la convicción de que Dios es o puede ser un refugio
para él. Es como si Dios mismo fuera hostil e implacable o, todavía peor, como si
Dios mismo se hubiera convertido en algo vacío, y como si todo fuera total vaciedad,
nada, horror y noche.
Es natural para alguien en este caso temer la pérdida de la fe, incluso la de su propia
integridad e identidad religiosa, y apegarse desesperadamente a cualquier cosa que
parezca algo de los últimos vestigios de la fe. Por eso lucha, a veces locamente, para
recobrar un sentido de alivio y convicción en verdades formuladas o en prácticas
religiosas familiares. Su meditación llega a ser la escena de su agonía, la lucha con
la nada y la duda. Pero cuanto más luche, menos comodidad y seguridad tiene, y se
sentirá más sin poder. Finalmente pierde incluso el poder de luchar. Se siente a sí
mismo preparado para hundirse y ahogarse en la duda y la desesperación.
Éste es el clima genuino de una meditación seria, en el que, sin luz y aparentemente
sin fuerza, y hasta sin una clara esperanza, nos preparamos para el rendimiento total
de nosotros mismos a Dios. Abandonamos nuestra arrogancia, nos sometemos a la
incomprensible realidad de nuestra situación y estamos contentos con esa vivencia,
porque, aunque parezca algo sin sentido, tiene más sentido que ninguna otra cosa.
Empezamos a darnos cuenta, aunque sea de forma oscura, de la verdad de lo que
el Padre del Desierto, san Ammonas, decía: «Si Dios no te amara, no dejaría que las
tentaciones cayeran sobre ti... Porque para el que cree, la tentación es necesaria,
porque todos los
que están libres de la tentación no están entre los elegidos» 63 Ya no tomamos
resoluciones optimistas, generosas, claras, propias de nuestros momentos de luz,
sino que nos abandonamos a un estado de sumisión, donde ya no hay colorido,
humildes y abandonados a la voluntad de Dios. Vemos que no hay esperanza más
que en él, y abandonamos todas las cosas en sus manos. «Ten cuidado», decía
Jakob Boehme, «de ponerte el manto púrpura de Cristo sin una voluntad resignada.»
Ammonas, el monje del siglo cuarto, describe la prueba del hombre de oración como
un sentirse abandonado y por el miedo, que siguen a las «fructíferas» y consoladoras
experiencias de los principiantes. Es ese miedo el que prueba la seriedad real de
nuestro amor a Dios y a la oración, porque a los que caen simplemente en la frialdad
y en la indiferencia les muestra que tienen poco deseo de conocerle. Ammonas dice:
Dios se escapa de ellos y los abandona para ver si le buscan o no. Hay algunos que,
cuando el Espíritu ha huido de ellos y los ha abandonado, permanecen pesados y sin
movimiento alguno en medio de su torpor. No rezan a Dios para que levante ese peso
de ellos, y para que les envíe el gozo y la dulzura que conocieron anteriormente, sino
que por su negligencia se convierten en extraños a las dulzuras de Dios. Así son
carnales y se contentan con llevar el hábito monástico, mientras niegan la fuerza del
mismo con sus vidas. Son los que han sido cegados en su vida y que no entienden la
obra de Dios... Si Dios ve que le imploran con sinceridad y con todo el corazón, y que
realmente niegan su propia voluntad, les dará un mayor gozo
del que han tenido antes y les hará todavía más fuertes. 64
El miedo y el abandono del hombre espiritual es una especie de infierno, pero al
mismo tiempo, constituye, en palabras de Isaac de Stella, un cisterciense del siglo
doce, un «infierno de misericordia y no de furia»: In inferno sumus, sed
misericordiae, non Trae; in cáelo erimus 65. Estar en un «cielo de misericordia» es
experimentar totalmente la nada de uno mismo, pero en espíritu de penitencia y de
sometimiento a Dios, en un deseo de aceptar y hacer su voluntad, no en espíritu de
odio latente, disgusto y rebeldía que pueden ser «sentidos» a veces en un nivel de
emoción superficial. En este «infierno de misericordia» es donde en un abandono
total de nuestro ser, de total captación de nuestra vaciedad, nos encontramos a
nosotros mismos perdidos y liberados en la infinita plenitud del amor de Dios.
Escapamos de la jaula que nos tenía prisioneros de nuestra vaciedad, de la
desesperación, del miedo y del pecado, hacia el espacio infinito y hacia la libertad de
la gracia y el perdón. Pero si queda algún vestigio de uno mismo que puede
traducirse en que uno es consciente de «haber llegado», y de que «se ha entrado en
posesión de algo», entonces volverá de nuevo el antiguo miedo, la antigua noche, la
antigua vaciedad, hasta que toda esa autosuficiencia y autocomplacencia sean
destruidas.
Cesará la mirada altiva, se acabará la arrogancia humana; aquel día el Señor será
exaltado, pues será el día del Señor todopoderoso: contra todo lo arrogante y
encumbrado, contra todo lo altivo para abatirlo. Será doblegada la soberbia humana,
humillada la arrogancia de los hombres: aquel día sólo el Señor será exaltado, y
todos los ídolos desaparecerán. 66
XVII
Ahora podemos ver qué es lo que hace que una meditación sea buena y qué es lo
que la echa a perder. Todos los métodos de meditación que son meros ardides con
los que nos aliamos para aliviar la experiencia del vacío y del miedo, son, en
definitiva, evasiones que no nos prestan ayuda alguna. Efectivamente, pueden
confirmarnos en nuestras ilusiones y endurecernos respecto a ese conocimiento
fundamental de nuestra condición real, contra la verdad por la que nuestros
corazones gritan desesperadamente.
Lo que necesitamos no es una falsa paz que nos capacite para evadirnos de la luz
implacable del juicio, sino la gracia de aceptar valientemente la amarga verdad que
nos es revelada; abandonar nuestra inercia, nuestro egoísmo y someternos
enteramente a las demandas del Espíritu, rogándole con insistencia que venga en
nuestra ayuda, y entregándonos generosamente a todo esfuerzo que nos pida Dios.
Así son las rutinas de la caridad que sacrifican todo para preservar las comodidades
del pasado, por muy inadecuadas y vergonzosas que puedan resultar en el presente.
La meditación, en este caso, se convierte en una fábrica de coartadas, y en vez de
luchar contra el sentido de la falsedad y de la inautenticidad en uno mismo, se lucha
contra las exigencias del presente, con unas armas que son tópicos del siglo pasado.
Si es necesario, se fabrican también condenaciones y denuncias contra los que
prefieren correr el peligro de lanzarse a nuevas ideas y nuevas soluciones.
XVIII
Hasta ahora nos hemos concentrado en la experiencia personal de vaciedad que
acompaña a la profundización de la fe vivida con seriedad. Ahora la pregunta podría
ser la siguiente: ¿Es eso importante para el verdadero espíritu de la oración
monástica? Todo lo que hemos hablado sobre el miedo, el desierto, la nada, la
pobreza, ¿es sencillamente una excusa para el negativismo y la inercia de un espíritu
subjetivo? En el fondo, ¿no se tratará de una coartada que favorezca la esterilidad
espiritual? ¿No sería más honrado olvidarse de ese énfasis sin interés alguno, puesto
en la oración personal y meditativa, y concentrarse en la adoración objetiva de la
liturgia de la Iglesia en la que supuestamente no hay problema alguno?
Se podría llegar a razonar de esta forma: la participación objetiva en los misterios de
Cristo, tal como los celebra la comunidad cristiana, arranca a la persona de su centro,
la eleva sobre el nivel de la preocupación por sí misma en la que está enferma de
miedo. ¿Por qué dignificar una ansiedad común y neurótica con un tinte existencial,
y luego perpetuar en nuestros monasterios el engaño de una piedad narcisista?
La respuesta a esto podría ser que el vacío y la pobreza interior, sobre los que hemos
hablado, no son exactamente síntomas de modernas neurosis y preocupación por
uno mismo. Tampoco están limitados a la oración personal e interior. Se manifiestan
también en nuestra experiencia de la liturgia. Han sido tratadas comúnmente, en la
tradición monástica, como el «temor de Dios», que es el principio de la sabiduría, y
son inseparables de esa humildad básica que san Benito sitúa en los auténticos
cimientos, no sólo en la vida de todo monje
68
, sino en toda su oración, ya sea litúrgica 69 o mental 70 El miedo a la falsedad y a
la inautenticidad son capaces de crear unos problemas extremadamente complejos
en la vida litúrgica y en la comunidad, donde pueden darse conflictos, no solamente
individuales, sino de la comunidad como tal. Después de todo, algunas de las
preguntas más angustiosas de nuestro tiempo son las que pueden experimentarse
en el corazón de las comunidades monásticas, parroquias, grupos de Acción Católica
y, por supuesto, en la Iglesia misma. No es problema sencillo encararse con el
«miedo» que surge de una seria confrontación con la infidelidad a nivel comunitario,
infidelidad en la que están todos implicados y con la que ningún individuo puede
negociar con honestidad simplemente por denunciar a los demás o por alejarse de
ellos.
Debe decirse que sin un profundo y serio sentido de nuestra condición de pecadores
y de nuestra falta de esperanza sin la gracia de Dios, la oración litúrgica misma sería
un engañoso ejercicio de estética y una mera distracción personal. Por eso, los textos
bíblicos de los que nos servimos en la liturgia, particularmente los tomados de los
salmos y los profetas, destacan en los términos más fuertes el miedo del hombre, la
angustia de la separación de Dios y la necesidad desesperada que tiene el hombre,
de la gracia y de la salvación. Los textos del Nuevo Testamento, a su vez, hablan de
la salvación y de la luz que le han venido al hombre por medio de la cruz de Cristo.
Toda la liturgia está animada por el movimiento descendente y ascendente, que es
el mismo que el de la Pascua cristiana, el misterio pascual de nuestra muerte y
resurrección con Cristo.
A menos que el cristiano participe en algún grado del miedo, del sentido de la
pérdida, de la angustia, del abandono y de la dejación del Crucificado, no puede
realmente entrar en el misterio de la liturgia. Tampoco puede entender los ritos y las
oraciones, ni apreciar los signos sacramentales y entrar profundamente en la gracia
de la que ellos son intermediarios. El padre Monchanin ha observado sabiamente el
vacío de cierto optimismo superficial que distribuye profusamente clichés sobre el
«sentido de la historia» y huye de la realidad del miedo, zambulléndose en una
incesante actividad totalmente inútil. Demuestran que son agentes ciegos, según
dice él, por el vacío total de sus esfuerzos. «Para nosotros», continúa el padre
Monchanin, «es suficiente conocer que estamos en el lugar en el que Dios quiere
para nosotros (en el mundo moderno) y llevar a cabo nuestro trabajo, aunque éste
sea infinitesimalmente pequeño y sin resultados tangibles. Ahora es la hora del
Huerto de los Olivos y de la noche, la hora del silencio oferente. Y por eso mismo, la
hora de la esperanza: Dios sólo. Sin rostro, desconocido, no sentido, pero al que no
podemos negar, Dios mismo»".
La finalidad de esta fijación, que puede ser mantenida con voluntad obstinada y con
una fe mínima, es producir seguridad, un sentido de identidad espiritual, una
supuesta plenitud, y quizá incluso una excusa para evadirse de las realidades de la
vida.
Por desgracia es cierto que esa falsa interioridad ha servido de pantalla para
hombres y mujeres piadosos que de ese modo se vieron liberados de tener que
admitir su total falta de entidad. Se habían imaginado que eran capaces de amar,
justamente porque eran capaces de un sentimiento devoto. Un aspecto de esta
enfermedad espiritual es su total insistencia en ideales e intenciones, en completo
divorcio con la realidad, con la acción y con el compromiso social. Todo lo que uno
desea interiormente, todo lo que uno sueña, todo lo que uno imagina: eso es la
belleza, la santidad y la verdad. Los pensamientos bonitos son suficientes.
Sustituyen a todo lo demás, incluso a la caridad y a la vida misma.
Oh, pues, alma espiritual, cuando vieres oscurecido tu apetito, tus aficiones secas y
apretadas, e inhabilitadas tus potencias para cualquier ejercicio interior, no te apenes
por eso, antes tenlo a buena dicha; pues que te va Dios librando de ti misma,
quitándote de las manos la hacienda; con las cuales, por bien que ellas te
anduviesen, no obrarías tan cabal, perfecta y seguramente (a causa de la impureza
y torpeza de ellas) como ahora, que tomando Dios la mano tuya, te guía a oscuras
como a ciego, adonde y por donde tú no sabes, ni jamás con tus ojos y pies, por
bien que anduvieras, atinaras a caminar. 73
XIX
¿La vida cristiana de oración es sencillamente una evasión de los problemas y
ansiedades de la existencia contemporánea? Si lo que hemos dicho se ha entendido
adecuadamente, la respuesta a esta pregunta tiene que ser totalmente evidente. Si
oramos en espíritu, ciertamente no nos apartamos de la vida, negando la realidad
visible para ver a Dios. Porque el Espíritu de Dios ha llenado toda la tierra. La oración
no nos ciega en relación con el mundo, sino que transforma nuestra visión del mundo,
y nos hace verlo, a todos los hombres y a toda la historia de los hombres, a la luz de
Dios. La oración «en espíritu y en verdad» nos hace capaces de entrar en contacto
con el amor infinito, esa libertad inescrutable que trabaja tras las complejidades y
situaciones intrincadas de la existencia humana. Esto no significa fabricar para
nosotros piadosos razonamientos para explicar todo lo que pasa. No nos envuelve
en manipulaciones subrepticias de las duras realidades de la vida.
Una cosa es cierta: la humildad de la fe, si es seguida por sus propias consecuencias
—por la aceptación del trabajo y del sacrificio pedidos por nuestra misión
providencial— hará mucho más para lanzarnos a la corriente completa de la realidad
histórica que las pomposas racionalizaciones de los políticos, que piensan ser de
alguna manera los directores y manipuladores de la historia. Los políticos pueden
incluso hacer historia, pero el sentido de lo que están haciendo se convierte,
inexorablemente, en algo que se traduce en un lenguaje que ellos nunca entenderán,
que contradice sus propios programas y convierte todos sus éxitos en una absurda
paradoja de sus promesas e ideales.
Si hubiera menos guerras, menos sed de dominio y explotación de los demás, menos
egoísmo nacional, menos egoísmo de clase y de raza, si el hombre estuviera más
preocupado por su hermano, y realmente quisiera poner juntos, para el bien de la raza
humana, todos los recursos que la ciencia coloca a su disposición, especialmente hoy,
habría en la tierra muy pocas poblaciones privadas del sustento necesario, morirían
pocos niños o no perderían su salud de forma irremediable por
la desnutrición. 74
La oración debe penetrar y animar todos los niveles de nuestra vida, incluso los que
son más temporales y transitorios. La oración no debe despreciar los aspectos que
parecen más bajos de la existencia temporal del hombre. Los espiritualiza a todos y
les da una orientación divina. Pero la oración es mancillada cuando se aleja de Dios
y de su espíritu, y cuando se la manipula en interés de un grupo fanático.
En estos casos, es, al menos implícitamente mal entendida, y por tanto el «Dios» al
que invoca, se convierte, o tiende a convertirse, en mera ficción imaginativa. Tal
religión es insincera. Es meramente una fachada para la codicia, la injusticia, la
sensualidad, la autosuficiencia, la violencia. La cura para esta corrupción es restaurar
la pureza de la fe y la autenticidad del amor cristiano. Y esto significa una
restauración de la orientación contemplativa de la oración.
Los auténticos contemplativos serán siempre pocos. Pero eso no importa, mientras
toda la Iglesia sea predominantemente contemplativa en todas sus enseñanzas, en
toda su actividad y en toda su oración. No hay contradicción entre contemplación y
acción cuando la actividad apostólica cristiana se eleva al nivel de la caridad pura.
En ese nivel, la acción y la contemplación se funden en una sola entidad por el amor
de Dios y de nuestro hermano en Cristo. Pero el problema es que si la oración no es
en sí misma profunda, poderosa, pura y llena siempre del espíritu de la
contemplación, la acción cristiana no puede realmente alcanzar este elevado nivel.