Sie sind auf Seite 1von 68

LA ORACION CONTEMPLATIVA

Thomas Merton

PRÓLOGO

Entre lo escrito por William Blake, creo que se puede destacar una frase: «Hemos
sido colocados en la tierra para vivir en ella durante un breve periodo de tiempo.
Así podemos aprender a asimilar los "rayos luminosos del amor".» Una expresión
perfecta, acabada, como lo es lo escrito por Thomas Merton sobre la oración
monástica. Porque en esta frase de William Blake se nos da la clave de la grandeza
humana, totalmente traspasada por los «rayos del amor». Y al mismo tiempo nos
recuerda lo que le falta al hombre para convertirse en vehículo de esos «rayos
luminosos del amor». Aquí, en esta afirmación casi apodíctica, hay dos rasgos,
ambos con el mismo valor, sobre el deseo que tiene el hombre de verse sumido en
los «rayos luminosos del amor». Y al mismo tiempo se nos habla de su miedo a
correr el riesgo de verse expuesto a su poder transformante. Porque si rezar
significa cambiar, no es extraño que los hombres, incluso los consagrados a esa
tarea, se apresuren a ponerse vestiduras protectoras, a llevar delantales que les
eviten toda radiación, que incluso lleguen, en los momentos de su oración
comunitaria, a buscar la seguridad de los refugios para escapar a los efectos de
esos «rayos luminosos del amor» y seguir como están.

En este libro, que sin quererlo se ha convertido en el testamento de Thomas


Merton, éste no intenta otra cosa más que señalar los «rayos luminosos del amor»
y empujarnos al conocimiento de nuestros lugares de refugio contra ellos, asumidos
de una forma más o menos consciente y voluntaria. Podría parecer una tarea
negativa intentar despojar a los hombres de todas sus vestiduras de evasión y
dejarlos expuestos antes de haberles dado tiempo a tomar las decisiones
necesarias. Si la oración merece el calificativo de real, es, para empezar, un
conocimiento de nuestra finitud, de nuestra necesidad, de nuestra apertura al
cambio, de nuestra preparación para ser sorprendidos, y hasta colmados de
extrañeza por los »rayos luminosos del amor».

En los antiguos teatros había a menudo tres o cuatro telones con escenas de un
enorme realismo, pintadas en ellos. Antes de la representación de la obra, a
intervalos, estos telones se levantaban, uno tras otro. Nunca se estaba seguro de si
se trataba de un nuevo telón pintado, o de si había empezado ya la representación
de la obra. Pero al final, cuando se levantaba el último telón pintado, ya no había
nada entre los actores y el espectador.
La oración auténtica puede estar velada por muchas cortinas que tienen que
levantarse antes de palpar la realidad de la obra misma. Thomas Merton nos va
describiendo todos esos telones, esos velos, hasta que, al final, nos vemos
obligados a ver todos esos velos y telones como lo que son en la realidad, algo que
tiene que desaparecer antes del comienzo de la obra misma.

En este libro, no se arroga la pretensión de defender la vida monástica. Lo ha


hecho ya en otros. Tampoco ha escrito una especie de manual como su ensayo,
corto, pero admirable, Spiritual Directions. Más bien, La oración contemplativa sólo
ambiciona ser un tratado más general sobre la naturaleza de la oración.

Se dan por sabidos dos peligros que el libro apenas intenta soslayar. Un monje,
maduro en años y en vida religiosa, siente una gran devoción y respeto por los
momentos de oración comunitaria. Por eso corre un mínimo peligro si lee las
agudas sugerencias de Thomas Merton, cuando dice que hasta la vida litúrgica
puede convertirse en un corto circuito de rutina y reglamentación que puede servir
de lugar de escondite, un telón de seguridad, y puede crear monjes producidos en
serie, hombres y mujeres que representan una pantomima de perfección, con un
desconocimiento total de su mediocridad espiritual y de ser en realidad víctimas por
falta de amor del sistema. Los monjes entenderán perfectamente estas palabras y
entre los veteranos asustados de esta vida, esos ejercicios comúnes de piedad
siempre serán bien recibidos como formas de invitación y recuerdo de su
participación personal a lo que ese centro comunitario invita, pero que no impone
por sí mismo.

Pera para las comunidades formadas fuera de la vivencia monacal, quizá el papel
de este foco corporativo no sea tan palpable, y se sientan movidos a pensar en las
críticas de Thomas Merton como indicadores de que la oración privada es
suficiente. Es importante, por tanto, que los lectores de este libro procedentes del
campo no monástico tengan en cuenta el contexto corporativo en el que la oración
privada tiene siempre lugar.

El segundo peligro se encuentra en todo tratado general de oración, aunque ésta


sea monástica. Porque cada hombre o mujer que ora se encuentra en un nivel de
desarrollo tan distinto y hay tantas formas diferentes de entrar en la oración —y de
evadirse— en este asunto de la vida en el que Dios nos muestra de una forma
especial la fuerza de su poder, que la mayoría de los tratados sobre la oración en
general no tienen en cuenta las particularidades sagradas del alma necesitada.
Pero cuando se trata del clima de la oración, y sobre todo del proceso que los
alemanes llaman Entlarvung, la transpiración de la «falsa interioridad», la del
«rebaño reunido», la del «narcisismo infantil interior», la de los intentos de
«agarrarse a una seguridad narcisista», la del culto a los ídolos que nos hemos
fabricado, esos ídolos mentales de un Dios que no nos va a causar problemas ni
molestias, es capaz de llegar a su tarea de una forma indirecta, suficiente para
dejar de lado la futilidad de todo lo que se ha escrito sobre este tema y acercarnos
a lo que hay realmente detrás del último telón de seguridad.
Thomas Merton fue apasionadamente consciente de la crisis interior de nuestra
época y de la extrema necesidad de la dimensión contemplativa. Pero parece haber
escogido hablar a esa época nuestra en crisis por medio de un pequeño grupo de
gente de desecho, entregado en cuerpo y alma a la tarea de ofrecer su vida a «la
fuente de la auténtica vida». Y es que si por medio de su trabajo, como una especie
de masajista espiritual, puede desatarlos de ataduras y ser de alguna ayuda a la
hora de liberar a algunos de sus hermanos y hermanas de vida monástica de los
apegos importantes que les están haciendo retroceder, también podría ofrecer ese
mismo grupo al mundo, para que tocara su corazón herido y lo sanara.

Convencido, como P. T. Forsythe acostumbraba a confesar, de que «la oración es


a la religión lo que la búsqueda primitiva es a la ciencia», Thomas Merton destaca
las perspectivas monásticas a las que son llamados a integrarse. Porque desde los
comienzos de este libro insiste en que el monje lleva a su nueva vida toda la vida
del mundo que parece haber abandonado. Y afirma abiertamente que el monje está
llamado a explorar el conflicto universal mismo del pecado y sus aspiraciones
desordenadas. Y lo hacen de forma más total, y con mayor dedicación que sus
hermanos, que se entregan a los trabajos de misericordia y creatividad en el
mundo. Insiste en que el monje y la monja «dejan el mundo solamente para
escuchar las voces más profundas que han dejado atrás».

Tampoco Thomas Merton está asustado de las voces más profundas que ha
dejado atrás. No tiene duda alguna en llamar a Baudelaire y Rimbaud «cristianos
periféricos». Está perfectamente preparado también para llamar la atención sobre
el hecho de que existencialistas como Heidegger, Camus y Sartre han mirado a la
muerte cara a cara, han profundizado hasta los abismos de la nada del hombre,
han probado en su espíritu la falta de autenticidad del hombre y han exigido a gritos
su liberación. Está preparado para alabar su fulminante poder para desnudar al
hombre y para insistir en que quien se atreve a avanzar por los diferentes niveles
de oración, no puede escapar de estas despiadadas revelaciones de la situación
existencial del hombre.

Thomas Merton no está solamente abierto a las voces existencialistas de nuestro


tiempo, sino también a la contribución, tan importante como abandonada, a la
cultura monástica, que pueden aportarnos nuestros compañeros de viaje
contemplativo y que se engloban en el zen budista, en el hinduismo y en el sufismo
musulmán. Estaba convencido de que la visión que tienen del mundo esos místicos
y sus vivencias deberían ser puestas cada vez más a disposición de los monjes
cristianos, a la hora de la búsqueda, por parte de éstos, de los niveles más
profundos de oración.

Si, como observa Thomas Merton en su primera página, «la vida monástica es ante
todo una vida de oración», entonces la oración personal, que exige un compromiso
creciente de todos los poderes del que ora, se convierte en el asunto más
importante. No es suficiente con haber dejado Egipto. Los monjes están llamados a
entrar en la tierra prometida, y entrar no significa solamente hacerlo con los pies,
sino también con el corazón. Pararse demasiado pronto es la forma más corriente
de meterse en un callejón sin salida en el camino de la oración.

Thomas Merton califica esta complacencia como de una especie de separación de


Dios. El padre Monchanin, el apóstol francés de la oración, que vivió en el sur de la
India, lo resume en una frase: «Hay demasiadas conciencias encerradas tras un
muro.» ¿Podría referirse a estos estilos complacientes de monjes que, en lo que se
refiere a la vida personal de oración, han puesto en orden su condición de seres
dispersos, y que cuando meditan no logran situarse por encima de un sentimiento
de autojustificación, usando la regla de medir de la comparación, para asegurarse
ellos mismos de que sus vidas son, al menos, no peores que las de la mayoría de
los que se encuentran en su misma forma de vida?

Thomas Merton, desde el principio del libro, afirma que un agudo sentido de
necesidad es un gran simulador de la complacencia en materia de oración. Pero
tras todas las necesidades con las que nuestra situación en el mundo nos presiona,
está, omnipresente, la necesidad que brota de nuestra finitud. Pascal expresa esta
necesidad en sus Pensamientos cuando escribe que hay en todo hombre un
«abismo infinito» que solamente puede ser llenado por un objeto infinito e
inmutable, es decir, solamente por Dios mismo» (Sect. Vil, 425). Thomas Merton ve
emerger los niveles más profundos de oración de este deseo interior, fruto de
nuestra pobreza y del vacío que sentimos interiormente.

La oración y el sacrificio se apoyan y exigen la una al otro y, para Thomas Merton,


cualquier práctica que nos purifica, que aumenta la humildad, que hace surgir en
nosotros un sentimiento nuevo de nuestra finitud y de nuestra condición de
criaturas, es recomendable. Y aunque el sufrimiento en sí mismo puede ser la
forma más profunda de oración, también está muy claro que cualquier atisbo de
activismo que nos obliga a olvidarnos totalmente de nosotros, o cualquier martirio
prematuro, es una especie de egocentrismo. En este sentido, quizá la perspectiva
más profunda es la de que los sacrificios que uno escoge son casi siempre
inferiores a los que nos llegan sin pedirlos, que son los que se nos presentan
abundantemente en nuestro camino. En La oración contemplativa vuelve de nuevo
al sacerdote Monchanin: «Nos es suficiente con saber que estamos en el sitio en el
que Dios quiere que estemos, y llevar a cabo nuestro trabajo, incluso cuando no se
trate más que de un trabajo de hormiga, infinitamente pequeño, y con unos
resultados imposibles de cotejar. Estamos en la hora del Huerto de los Olivos, y de
la noche, la hora del silencio oferente, la hora de la esperanza. Ahí está Dios solo,
sin rostro, desconocido, al que no sentimos, pero que sigue siendo el Dios que no
podemos negar.»

Quizá la visión más profunda de todo el libro procede de la guía que se nos ofrece
en él sobre cómo ser liberados de nuestras complacencias y cobardía
sobre cómo movernos hacia la presencia de Dios, que es un fuego abrasador. Porque
Blake conocía bien hasta qué punto es un asunto largo y costoso aprender a soportar «los
rayos luminosos del amor». Si es verdad que la oración más profunda en su culminación
es un perpetuo rendirse a Dios, como consecuencia, toda meditación y los actos
específicos de la oración pueden verse como preparaciones y purificaciones para
disponernos a entrar en ese camino que nunca acaba. Efectivamente, lo que a menudo
está oculto es que hay en nosotros un miedo terrible, que se adueña de nosotros ante tal
expectativa. Si soy como creo ser y Dios es como me lo he imaginado, entonces, quizá
pueda soportar arriesgarme a ello. ¿Pero qué pasará si al final me doy cuenta de que es
distinto a como me lo había imaginado, y qué si, en su presencia terrible, todas las capas
de lo que yo había pensado que era yo mismo se disuelven y tiene lugar un encuentro
aterrador e impredecible? Ahora empezamos a encarar el pavor humano, ese pavor que
encubre el encuentro desconocido con la muerte, el miedo que en pequeño crea tan a
menudo una crisis a la hora del compromiso.

Thomas Merton prosigue tranquilamente: «Debemos dejarnos llevar desnudos e


inermes al centro de ese pavor en el que nos encontramos solos frente a Dios, en
nuestra nada sin explicación, completamente dependientes de su providencia, en
una necesidad apremiante del don de su gracia, su perdón y la luz de la fe...»,
porque «la verdadera contemplación no es un truco psicológico, sino una gracia
teologal». Aquí describe un vacío que llega hasta la verdadera raíz de nuestra
naturaleza, porque los límites han sido eliminados.

Cuando la crisis del compromiso sobrevive a tal acontecimiento, es porque bajo el


miedo hay un amor suficientemente grande como para soportar el peligro de la
revelación y del descubrimiento. La oración contemplativa nos habla en un
lenguaje muy semejante al de La Nube del Desconocido, que nos asegura que
para penetrar el miedo profundo que nos infunde la presencia dentro del
Desconocido dentro de la Nube, debemos luchar con el dardo afilado de un amor
anhelante, y no abandonar la partida pase lo que pase (II, 4). El «no abandones»
es el sello de la constancia del amor y el fondo de esta fidelidad del «dardo afilado
del amor anhelante», ¿no es que la santidad y la oración monástica, en el fondo,
son la misma cosa?

Thomas Merton murió en un accidente que sufrió en Bangkok en diciembre de


1968. Esperaba encontrarse allí con Jean Leclercq en una reunión de líderes de la
vida monacal de Asia. El tema central del encuentro era sobre la renovación de la
vida monástica en aquella área del mundo. Este testamento suyo, La oración
contemplativa, es portador de su propio mensaje de renovación. Los monasterios
serán renovados en la medida en que un mayor número de monjes, en un
espontáneo brote de libertad experimental, encuentren sus caminos cada vez con
mayor profundidad, hacia la orientación contemplativa, de una vida entera
dedicada a la oración. Nada puede redimir nuestros tiempos, restablecer el sentido
de la imagen divina que vive en todo ser humano, y resaltar el sentido interior y
exterior de la responsabilidad de los hombres y
mujeres de unos para con otros, como un volver a revitalizar los niveles más
profundos de oración.
Douglas V. Steere

LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

Aunque camine en tinieblas, sin hallar una luz, que


confíe en el nombre del Señor y se apoye en su Dios.
(Is 50,10)

Les daré inteligencia para que reconozcan que yo soy


el Señor; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios.
(Jr 24,7)

INTRODUCCIÓN

El monje es un cristiano que ha respondido a una llamada especial de Dios y se ha


retirado de las preocupaciones más activas del mundo, para dedicarse
enteramente al arrepentimiento, a la conversión, a la metanoia, a la renuncia y a la
oración. En términos positivos, debemos entender la vida monástica, sobre todo,
como una vida de oración. Los elementos negativos, la soledad, el ayuno, la
obediencia, la penitencia, la renuncia a la propiedad y a todo tipo de ambiciones,
todos esos elementos se orientan a dejar expedito el camino de tal modo que la
oración, la meditación y la contemplación puedan llenar el espacio creado por el
abandono de otras preocupaciones.

Lo que se ha escrito sobre la oración en estas páginas, va dirigido en primer lugar


a los monjes. Pero, lo mismo que un libro de psicoanálisis escrito por un
psicoanalista y para los de su misma profesión puede también, si no es demasiado
técnico, llamar a las puertas de los profanos, pero que tienen un cierto interés por
esos temas, lo mismo pasa con este libro. Por eso un estudio práctico más que
académico de la oración monástica debe ser interesante para todos los cristianos,
puesto que todo cristiano se ha comprometido a ser, en cierto sentido, un hombre
de oración. Aunque pocos tienen el deseo de la soledad o vocación para la vida
monástica, todos los cristianos deben, al menos en teoría, tener bastante interés
por la oración, de tal forma que pueden ser capaces de leer y servirse de lo que
aquí se escribe para los monjes, adaptándolo a las circunstancias de su propia
vocación. Ciertamente, en el apresuramiento de la vida urbana moderna, muchos
encararemos la necesidad de cierto silencio interior y de una disciplina
sencillamente para sentirnos nosotros mismos, para mantener nuestra identidad
humana y cristiana y nuestra libertad espiritual. Para promover eso debemos
buscar a menudo momentos de retiro y oración en los que profundizar nuestra vida
de meditación. Estas páginas tratan sobre la auténtica naturaleza de la oración,
más que sobre algunas técnicas especiales, reservadas a unos pocos. Lo que aquí
se dice es aplicable a cualquier cristiano, aunque, en este último caso, quizá con
menos énfasis en la intensidad de algunos procesos, más propios de la vida en
soledad.

La vida monástica es, primero, esencialmente sencilla. En el monaquismo primitivo


la oración no era necesariamente litúrgica. La liturgia era vista, a menudo, casi
como algo reservado a los monjes y canónigos. Por eso, los primeros monjes en
Egipto y Siria seguían una liturgia muy rudimentaria, y sus oraciones personales
eran directas y sin complicación alguna. Por ejemplo, leemos en los dichos de los
Padres del Desierto 1 que un monje preguntó a san Macario cómo orar. Le
respondió: «No es necesario servirse de muchas palabras. Solamente extiende tus
brazos y di: "Señor, ten compasión de mí como tú desees y como tú bien sabes." Y
si el enemigo te tienta fuertemente, di: "Señor, ven y ayúdame."» En las

1 Apothegmata, 19, P.G. 34,249.

Conferencias de oración 2 de Casiano, vemos el gran empeño que mostraban los


monjes para encontrar la simplicidad en la oración, hecha a base de frases cortas,
sacadas de los Salmos y de otras partes de la Escritura. Una de las más
frecuentemente usadas era Deus, in adjutorium meum intende, "Dios mío, ven
en mi auxilio" 3

A primera vista uno podría preguntarse qué tienen que ver unas oraciones tan
sencillas con la contemplación. Para empezar, los Padres del Desierto no se
consideraban ellos mismos como místicos, aunque de hecho, a menudo lo eran.
Cuidaban mucho el no ir en busca de experiencias extraordinarias y luchaban
denodadamente por encontrar la pureza del corazón y el control de sus
pensamientos, para guardar sus mentes y corazones vacíos de preocupaciones y
cuidados, para que de esa forma pudieran al mismo tiempo olvidarse de ellos
mismos y dedicar todo su ser al amor y al servicio de Dios.

Este amor se expresaba en primer lugar en el amor a la Palabra de Dios. La


oración se extraía de las Escrituras, especialmente de los Salmos. Los primeros
monjes veían en el Salterio no solamente un compendio de todos los demás libros
de la Biblia, sino un libro de una eficacia especial para la vida ascética, en el que
se adivinaban los mociones del corazón en su lucha contra las fuerzas de las
tinieblas 4. La «batalla de los Salmos» siempre se interpretaba en referencia a la
guerra interior contra las pasiones y contra el demonio. La meditación era,
sobre todo, meditatio scripturarum 5 Pero no debemos imagi-

2 Conferencia 10.
3 Salmo 69,2.
4 San Atanasio, Ep. ad Marcellinum.
5 Cf. Dom Jean Leclerq, Love of Learning and the Desi re ofGod, New York, Fordham University Press,
1961, caps. I y IV.

narnos a los monjes primitivos aplicándose ellos mismos a una verdadera


meditación analítica de la Biblia. Para ellos la meditación consistía en hacer suyas
las palabras de la Biblia, memorizándolas y repitiéndolas, con una concentración
sencilla, «desde el corazón». Por tanto, «el corazón» al final juega un papel central
en esa forma primitiva de oración monástica.
Se le pidió a san Macario que explicase una frase de un salmo: «El meditar de mi
corazón está en tu presencia.» Fruto de ello, dio una de las primeras descripciones
de la «oración del corazón» que para él consistía en invocar el nombre de Cristo
con profunda atención, en el campo real del ser de uno, es decir, en el «corazón»,
considerado como raíz y fuente de la verdad interior de cada uno. Invocar el
nombre de Cristo en el «corazón de uno» era equivalente a llamarle con la más
profunda y sincera intensidad de la fe, manifestada por la concentración de todo el
ser de uno despojado de todas las cosas no esenciales y reducido a la nada, salvo
a la invocación del nombre del Señor con una simple petición de ayuda. San
Macario decía: «No existe ninguna otra meditación más perfecta que el salvífico y
bendito nombre de nuestro Señor Jesucristo, que mora sin interrupción en ti, como
está escrito: "Gritaré como un pájaro y meditaré como una tórtola." Es lo que hace
el hombre devoto que persevera en su invocación del nombre salvífico de Nuestro
Señor Jesucristo»
6

Los monjes de las iglesias orientales, en Grecia y en Rusia, han usado durante
siglos un manual de oración llamado Philokalia. Se trata de una antología de citas
de

6 De Amelineau, citado por Resch en Doctrine Ascétique des Premiers MaTtres Egyptíens, p. 151.

los Padres monacales de Oriente desde el siglo tercero hasta la Edad Media, todas
ellas relacionadas con la «oración del corazón» o la «oración de Jesús». En la
escuela de la contemplación «hesicástica», que floreció en los centros monásticos
de la península del Sinaí y del Monte Atos, este tipo de oración fue estructurada
hasta convertirse en una técnica especial, casi esotérica. En el presente estudio no
vamos a meternos en detalles sobre esa técnica que a veces, de una forma
irresponsable, ha sido comparada con el yoga. Solamente enfatizaremos la
esencial simplicidad de la oración monástica en la primitiva «oración del corazón»,
que consistía en el recogimiento interior, en el abandono de los pensamientos que
distraían y en la humilde invocación del Señor Jesús con las palabras de la Biblia
con un intenso espíritu de fe. Esta simple práctica era considerada de crucial
importancia en la oración monástica de la Iglesia oriental, puesto que se creía que
el poder sacramental del Nombre de Jesús traía consigo el Espíritu Santo al
corazón del monje orante. Dice así un texto típico, tradicional:
Un hombre se enriquece por la fe, y si quiere por la esperanza y la humildad, con las
que el monje se dirige al dulcísimo nombre de Nuestro Señor Jesucristo; y se
enriquece también por la paz y el amor. Porque éstas son realmente tres ramas del
árbol de la vida plantado por Dios. Un hombre que se acerque a él, que lo toque a su
debido tiempo y que coma de él, como está mandado, conseguirá una vida
perdurable, eterna, y no la muerte, como en el caso de Adán... Nuestros gloriosos
maestros... en los que moraba el Espíritu Santo, nos enseñan sabiamente a todos
nosotros, especialmente a los que desean abrazar el campo del silencio divino, es
decir, a los monjes, y consagrarse a Dios, renunciando al mundo, a practicar el
«hesicasmo» con sabiduría, y a preferir su perdón con una esperanza firme. Estos
hombres podrían tener, como práctica y ocupación constantes, la invocación de su
más santo y dulcísimo nombre, llevándolo siempre en su mente, en el corazón y en
los labios... 7
La práctica de tener el nombre de Jesús siempre presente en la conciencia era,
para los antiguos monjes, el secreto del «control de sus pensamientos» y de sus
victorias ante la tentación. Eso acompañaba a todas las actividades de la vida
monástica, imbuyéndoles de oración. Era la esencia de la meditación monástica,
una forma especial de esa práctica de la presencia de Dios de la que san Benito, a
su vez, hizo la piedra angular de la vida y meditación monásticas. Esta práctica
básica y simple pudo, evidentemente, expandirse para incluir el pensamiento de la
pasión, muerte y resurrección de Cristo, las cuales san Atanasio fue de los
primeros en asociarlas a las diferentes horas canónicas de oración 8.

Sin embargo, en interés de la sencillez, nos centraremos en la forma más


elemental de la meditación monástica, y hablaremos de la oración del corazón
como un medio de mantenernos en la presencia de Dios y de la realidad, enraizada
en la verdad interior de uno mismo. Haremos referencia a los textos antiguos de
vez en cuando, pero nuestro desarrollo del tema será esencialmente moderno.

Después de todo, algunos de los temas básicos del existencialismo de Heidegger,


que subyacen realmente en

7 Kadloubovsky and Palmer, Writings from the Philokalia on Prayer ofthe Heart, p. 172-173.
8 De Virginitate, 12-16.

el ineluctable hecho de la muerte, en la necesidad que todo hombre tiene de la


autenticidad, y en algún tipo de liberación espiritual, pueden recordarnos el clima
en el que la oración monástica floreció, y que no está ausente de nuestro mundo
moderno. Todo lo contrario. Ésta es una edad que, por su misma naturaleza de
tiempo de crisis, de revolución, de lucha, exige una búsqueda especial y un
constante cuestionamiento, que constituyen el trabajo del monje en su meditación y
oración. Porque el monje busca algo más que su propio corazón. Bucea
profundamente en el corazón del mundo, pero sólo para escuchar con mayor
intensidad las voces más profundas y más abandonadas que proceden de esas
profundidades abisales interiores.
Por eso el término contemplación es a la vez insuficiente y ambiguo cuando se
aplica a las formas más elevadas de la oración cristiana. Nada hay más ajeno a la
auténtica tradición monástica y contemplativa en la Iglesia (por ejemplo, la
carmelitana), que una especie de gnosticismo que elevaría al contemplativo sobre
el cristiano ordinario, iniciándole en un reino de conocimiento y experiencia
esotéricos, librándole de las luchas ordinarias y sufrimientos de la existencia
humana, y elevándole a un estado privilegiado entre los espiritualmente puros,
como si fuera casi un ángel, no tocado por las pasiones, y sin necesidad de la
mediación de los sacramentos, la caridad y la cruz. La forma de la oración
monástica no es una especie de escape sutil de la mediación de la encarnación y
de la redención. Es un camino especial de seguir a Cristo, y de compartir su pasión
y resurrección y su redención del mundo. Por esta razón precisamente las
dimensiones de la oración en soledad son las del hombre ordinario sometido a la
angustia, la búsqueda de sí mismo, con sus momentos de náusea y de vanidad,
falsedad y capacidad para la traición. Lejos de establecer una seguridad narcisista
inaccesible, el camino de la oración nos enfrenta cara a cara con el punto más
central y más profundo donde el vacío parece abrirse a una negra desesperación.
El monje se enfrenta a esta seria posibilidad, y la rechaza, como el hombre de
Camus se enfrenta al «absurdo» y lo trasciende por medio de su libertad. La opción
de la desesperación absoluta se cambia en una perfecta esperanza, debido a la
súplica pura y humilde de la oración monástica. El monje se enfrenta a lo peor, y
descubre en ello la esperanza de lo mejor. De la muerte, la vida. Del abismo, y de
una manera que no llegamos a comprender, surge el don misterioso del Espíritu
enviado por Dios para hacer nuevas todas las cosas, para transformar el mundo
creado y redimido, y restaurar todas las cosas en Cristo.

Éste es el trabajo creativo y sanador del monje, conseguido en el silencio, en la


desnudez de espíritu, en el vacío, en la humildad. Es una participación en la muerte
salvadora y en la resurrección de Cristo. Por eso, todo cristiano puede, si así lo
desea, entrar en comunión con este silencio de la Iglesia orante y meditativa, que
es la Iglesia del Desierto.

I
El clima en el que florece la vida monástica es el del desierto 9, donde está
ausente la comodidad del hombre. En ese desierto desaparecen las rutinas en las
que se apoya el hombre de la ciudad, y siente que le dan una aparente seguridad.
En este clima, la oración debe apoyarse en Dios, en la pureza de la fe. Aun
viviendo en comunidad, el monje se ve obligado a explorar el yermo interior de su
propio ser en solitario. La Palabra de Dios, que es siempre su consuelo, representa
al mismo tiempo su aflicción. La liturgia, que es su gozo y que le revela la gloria de
Dios, no puede llenar el corazón que previamente no haya sido humillado y vaciado
de todo miedo. Aleluya es el cántico del desierto.

9 Isaías 35,1-10.

El cristiano, aunque sea un monje o un ermitaño, no es alguien que vive en un


aislamiento individual. Es un miembro de la comunidad de alabanza, del Pueblo de
Dios. Aleluya es la aclamación victoriosa del Salvador Resucitado. Y también el
mismo Pueblo de Dios, cuando celebra la gloria del Señor en el tabernáculo de
belleza que se cierne sobre él, guiado, imantado por la nube brillante de su
presencia, sigue en plena peregrinación. Aclamamos a Dios como miembros de
una comunidad que ha sido bendecida y salvada y que está en viaje para
encontrarse con el que se nos acerca en su adviento prometido. También como
individuos nos reconocemos pecadores. La oración del monje está dictada por la
doble perspectiva interior de su propia conciencia, de su condición de pecador y
redimido, por la ira y la compasión. Así es también la oración de todo cristiano.
Pero el monje está llamado a explorar más profunda y ampliamente estas
dimensiones, y con un mayor esfuerzo que sus hermanos, que se entregan en el
mundo a trabajos de misericordia o a obras de creación.

En este estudio nos vamos a preocupar, sobre todo, de la oración personal,


especialmente en sus aspectos de meditación y contemplación. Se sobrentiende
que la oración personal del monje está embebida en una vida de salmodia,
celebración litúrgica, y en una lectura meditada de la Escritura (lectio divina). Todo
esto tiene una doble dimensión, la personal y la comunitaria. Aquí vamos a
ceñirnos, sobre todo, al esfuerzo del monje, que intenta profundizar en las
consecuencias de la realidad absoluta, totalitaria, de su llamada a la vida en Cristo,
que progresivamente se le revela en la soledad en la que se encuentra solo con
Dios, estén o no físicamente presentes sus hermanos.

Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov, nos hace ver con claridad lo que
Rozanov ha llamado un «conflicto eterno» en el monaquismo, y, sin duda, en el
cristianismo como tal. El conflicto entre lo rígido, autoritario, lo convencido de su
rectitud, la actitud ascética de alguien que exige que se le imite, puesto que él es el
maestro, que se aísla del mundo con un esfuerzo terrible, y luego se siente
cualificado para dar cursos sobre ese magisterio espiritual. Y el Staretz,
Zossima, el hombre compasivo de oración que se identifica a sí mismo con el
pecador, con el mundo lleno de dolores, para pedir la bendición de Dios sobre ese
mismo mundo.

Hay que resaltar, que en el momento presente de exaltación y renovación del


monaquismo, nos asimilamos cada vez más con el tipo de Zossima. Y esta clase
de espíritu monástico es carismático más que institucional. Tiene menos necesidad
de estructuras rígidas, y se abandona totalmente a la única que necesitamos, a la
de la obediencia a la palabra y al espíritu de Dios, confirmada por sus frutos de
humildad y amor compasivo. Por eso, el tipo Zossima de monaquismo puede muy
bien florecer en las situaciones más inesperadas, hasta en medio del mundo. Quizá
tales «monjes» no tengan vinculación monástica alguna.

Pero, al mismo tiempo, hay que admitir que las estructuras comunes tienen un
valor que no debe ser subestimado. El orden, la paz, la comunicación y el amor
fraternos, ofrecidos por una comunidad de trabajo y oración, son los lugares
normales en los que la vida de oración se desarrolla. No hace falta decir que tales
comunidades no deben reproducir solamente los modelos de regularidad y de
observancia de la vida conventual de los trapenses, cartujos o carmelitas, tal como
los hemos conocido hasta ahora.

II
En esta forma de oración, tal como ha sido descrita por los escritores primitivos de
la vida monástica, la meditatio debe ser vista en su estrecha relación con la
salmodia, lectio, orado y contemplado. Es una parte de un todo continuo, la vida
entera unificada del monje, conversado monástica, su nueva orientación desde el
mundo hacia Dios. Separar la meditación de la oración, de la lectura y de la
contemplación es falsificar nuestra concepción de la forma monástica de oración. A
medida que la meditación se va haciendo cada vez más contemplativa, vemos que
no se trata solamente de un medio para conseguir un fin, sino que también tiene
algo de la misma naturaleza de un fin. Por eso, la oración monástica,
especialmente la meditación y la oración contemplativa, es no tanto un camino para
encontrar a Dios como un camino para descansar en él, en quien hemos
encontrado, que nos ama, que está a nuestro lado, que viene hasta nosotros para
configurarnos con él. Dominus enim prope est. La oración, la lectura, la meditación
y la contemplación llenan el aparente «vacío» de la soledad y el silencio
monásticos con la realidad de la presencia de Dios y, a partir de ahí, podemos
aprender el verdadero valor del silencio y experimentar el vacío y la futilidad de
esas formas de distracción y comunicación sin sentido, que en nada contribuyen a
la seriedad y sencillez de la vida de oración.

Se puede dar un valor enorme a la celebración comunitaria, la que se expresa con


cantos, con ejercicios que implican a toda la persona. Tiene su espacio propio.
Pero la oración de la que hablamos aquí, y a la que calificamos de monástica por
excelencia, aunque también podría aplicarse la misma palabra a la vida de
cualquier seglar que se sienta atraído por ese tipo de alabanza al Señor, es una
oración de silencio, sencillez, contemplativa y de unidad meditativa, una integración
de toda su persona en una atenta escucha del corazón. La respuesta que busca
normalmente esta oración tiene poco que ver con la del testigo jubiloso y que se
explaya en palabras. Es una rendición total y sin palabras del corazón en el
silencio.
La unidad inseparable del silencio y de la oración monástica fue bien descrita por
un monje sirio, Isaac de Nínive.

Muchos buscan con avidez, pero el único que encuentra es el que permanece en
silencio continuo... Todo hombre que encuentra sus delicias en una multitud de
palabras, aunque diga en ellas cosas admirables, está vacío interiormente. Si amas
la verdad, sé amante del silencio. El silencio, como la luz del sol, iluminará a Dios en
ti y te librará de los fantasmas de la ignorancia. El silencio te unirá al mismo Dios.

Ama el silencio por encima de todas las cosas. Te trae el fruto que la lengua no
alcanza a describir. Al principio tenemos que forzarnos a guardar silencio. Que Dios
te conceda experimentar ese «algo» que nace del silencio. Con sólo practicarlo,
como consecuencia de tu esfuerzo, te inundará una luz inenarrable... y después de
un breve tiempo, una cierta dulzura nace en el corazón de este ejercicio y el cuerpo
se siente embebido casi por la fuerza para permanecer en silencio.

Tengo que decir que el término oración mental es totalmente desorientador en el


contexto monástico. Muy pocas veces oramos solamente con la mente. La
meditación monástica, la oración, oratio, la contemplación y la lectura
comprometen a todo el hombre, y brotan del centro del corazón del ser humano, de
su corazón renovado por el Espíritu Santo, que responde totalmente a la gracia de
Cristo. La oración monástica empieza menos con «consideraciones» que con una
«vuelta al corazón», encontrando el centro más profundo de uno mismo,
despertando las profundidades más hondas de nuestro ser y de nuestra vida.
Por eso, en estas páginas, la palabra meditación será usada más o menos como
equivalente a lo que los místicos de la Iglesia oriental han llamado «oración del
corazón», al menos en el sentido general de una oración que busca sus raíces en
el campo más auténtico de nuestra existencia, no solamente en nuestra mente o en
nuestros afectos. Por la «oración del corazón» buscamos a Dios mismo en las
profundidades de nuestro ser y lo encontramos allí invocando el nombre de Jesús
en fe, admiración y amor.

El término «oración mental» desgraciadamente sugiere una vía en la vida de


oración entre la oración «de la mente» con o sin «actos» específicos, y la sencilla
oración vocal, ya sea ésta pública o privada. Esto, a su vez, implica otra vía entre la
oración pública y la privada. De esta distinción surgen todo tipo de problemas. Y,
de hecho, cuando una persona está convencida de que hay un conflicto entre estas
«divisiones» de la vida de oración, resulta de ahí una cierta dislocación espiritual.
Pero en la tradición monástica primitiva no existía tal división ni tal conflicto. Toda
la vida del monje es una armoniosa unidad en la que varias formas de oración
tienen su lugar y su tiempo, pero en la que, de una manera o de otra, se piensa
que el monje está «orando siempre». San Basilio, por ejemplo, cuando habla de lo
que los escritores modernos llaman «oración privada», se refiere a la oración del
monje durante su tiempo de trabajo. Esta oración consiste, en parte, en la
recitación de los salmos, en parte en las palabras sencillas y espontáneas del
monje, o en acciones sin palabras, dirigidas a Dios.

Todas las horas son buenas para la oración y la salmodia, pues mientras nuestras
manos están ocupadas en sus trabajos, podemos alabara Dios con la lengua o si no,
con el corazón... Así que en medio de nuestro trabajo podemos cumplir con la
obligación de orar, dando gracias al que ha concedido fuerza a nuestras manos para
cumplir con nuestros trabajos, inteligencia a nuestras mentes para adquirir los
conocimientos... Así llegamos a formarnos un espíritu recogido, cuando en toda
acción pedimos a Dios el éxito de nuestros trabajos y satisfacemos nuestra deuda
de gratitud a él... Y cuando mantenemos siempre presente en nuestras mentes la
finalidad de agradarle. 10

10 Long Rules, Q. 37, Ascética! Works, New York, 1950, p. 308.

En la tradición celta, un poema atribuido a san Columbano describe la vida


eremítica en una isla en el océano, y da alguna idea de las distintas formas de
oración que estructuran y configuran las actividades del día en un todo orgánico.
Después de describirse a sí mismo como a un desterrado que «ha vuelto su
espalda a Irlanda» y que se siente movido por el arrepentimiento, mientras mira las
olas que mueren en la playa, describe su satisfacción por la vida que lleva de dolor
de los pecados y de alabanza divina:

Que yo pueda bendecir al Señor, que lo conserva todo. El cielo con sus
incontables órdenes brillantes.

La tierra con su costa y sus torrentes.


Que yo pueda encontrar todos los libros, buenos para cualquier alma.
En algunos momentos arrodillado en honor del cielo querido, en otros cantando salmos.
En algunos momentos contemplando al Rey de los Cielos, el santo dueño de todo.
En algunos momentos dedicado al trabajo sin angustia. Éste así resultará delicioso.
En algunos momentos pidiendo ayuda a las rocas.
En algunos momentos pescando.
En algunos momentos dando de comer al pobre.
En algunos momentos en la carcair (la celda solitaría). 11

11 Citado por W. G. Hanson en Early Monastic Schools of Ireland, Cambridge, 1927, p. 23.

También san Beda describe la constante meditación de los monjes celtas y de los
seglares que acompañaban a san Aidan en su misión en Northumbria en el siglo
séptimo. Une la vida de oración vital de los monjes al fervor del mismo Aidan.

Su vida era tan diferente del aburrimiento de nuestros tiempos que todos los
que lo acompañaban, ya fueran monjes tonsurados o seglares, se ocupaban
de la oración, ya sea leyendo las Escrituras o hablando sobre los salmos. Era
su ocupación diana y la de los que lo acompañaban, en cualquier sitio en el
que estuviesen. 12

12 Historia Ecciesiastica, III, 5.


Hay que señalar el amplio sentido que Beda da a la palabra meditación,
identificándola con la lectio y con la salmodia. También hay que fijarse en que no
ve diferencia alguna entre monjes y seglares, que vivían de una forma muy
parecida la misma clase de oración continua, basada en la Biblia.

En estos textos tradicionales encontramos no sólo una visión muy sencilla, amplia y
saludable de la vida de oración, sino además una que está completamente
unificada, aún siendo diversa, en perfecta armonía con la naturaleza. Esto quiere
decir, para empezar, que cada uno reza como quiere, ya sea vocalmente o en «su
corazón». La oración vocal significa aquí, en primer lugar, la recitación o el cántico
de los salmos. Esta forma de oración no exige una lucha para estar recogido a
pesar del trabajo, los viajes o cualquier otro tipo de actividades, sino que fluye de la
vida diaria y está de acuerdo con el trabajo y cualquier tipo de obligación. Es, pues,
un aspecto del trabajo del monje, un clima en el cual el monje trabaja, porque
supone un reconocimiento consciente de la dependencia respecto a Dios.
Tampoco aquí las formas que adopta ese «reconocimiento» están definidas o
prescritas. No hay ni un solo instante en que el monje pueda considerar a Dios «ahí
fuera» o en cualquier parte. Pero cada uno procederá de acuerdo con su fe y su
capacidad. El clima de su oración es, pues, de reconocimiento, gratitud y amor
totalmente obediente, que sólo busca agradar a Dios. Encontramos la misma
sencillez en el capítulo 52 de la Regla, donde san Benito nos habla de la oración
personal y privada. «Si alguno desea rezar en secreto, déjale que se vaya y rece,
no en voz alta, sino con lágrimas y fervor en su corazón.» El clima de oración que
se sugiere en esta expresión tradicional, «lágrimas y fervor del corazón», es el del
arrepentimiento y del amor.

Podemos analizar aquí el concepto de «el corazón». Se refiere al campo más


profundo de la psicología de la personalidad de cada uno, al santuario interior
donde el reconocimiento de uno mismo va más allá de la reflexión analítica y se
abre a la confrontación metafísica y teologal con el Abismo de lo desconocido, ya
presente, al «que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos» 13
13 Una frase citada de Las confesiones de san Agustín.

III
Según estos textos, vemos que en la meditación no debemos buscar un «método»
o «sistema», sino cultivar una «actitud», una «visión general», hecha de fe, apertura,
atención, reverencia, expectación, súplica, confianza y gozo. Todas estas realidades
embeben nuestro ser de amor, en la medida en que nuestra fe nos dice que estamos
en presencia de Dios, que vivimos en Cristo, que en el Espíritu de Dios «vemos» a
Dios nuestro Padre sin «verle». Lo conocemos en lo «desconocido». La fe es el
vínculo que nos une a él en el Espíritu que nos da la luz y el amor.
Algunas personas, sin duda, tienen un don espontáneo para la oración meditativa.
Esto no es corriente hoy. La mayor parte de los hombres tienen que aprender a
meditar. Hay formas para aprender a meditar. Pero no debemos esperar encontrar
métodos mágicos, sistemas que hagan evaporarse en el aire todas las dificultades y
todos los obstáculos. La meditación es a veces muy difícil. Si aguantamos los
tiempos difíciles en la oración, y esperamos con paciencia los tiempos de la gracia,
podemos llegar a descubrir que la meditación y la oración constituyen unas
experiencias gozosas. Pero no debemos juzgar el valor de nuestra meditación por
«cómo nos sentimos». Una meditación difícil, y aparentemente infructuosa, puede
de hecho ser mucho más válida que otra que es fácil, feliz, luminosa y
aparentemente, un gran éxito.

Hay un «movimiento» de la meditación, que expresa el ritmo «básico» pascual de la


vida cristiana, el paso de la muerte a la vida en Cristo. A veces, la oración, la
meditación y la contemplación son «muerte», algo así como descender a nuestra
nulidad, un reconocimiento de sentirnos sin ayuda, una frustración, infidelidad,
confusión, ignorancia. Fijaos lo común que es esto en los salmos ". Si necesitamos
ayuda en la meditación, podemos acudir a los textos de la Escritura que expresan
esta profunda tristeza del hombre en su nada y en su total necesidad, dependencia
de Dios. Por eso, cuando decidimos enfrentarnos a las duras realidades de nuestra
vida, cuando reconocemos que necesitamos orar mucho y con absoluta humildad
para entrar totalmente en los caminos de la fe, él nos arranca de las tinieblas a la
luz, nos escucha, responde a nuestras oraciones, se da cuenta de nuestras
necesidades y nos concede la ayuda que le pedimos, aunque no sea más que
dándonos más fe para creer que él puede y quiere ayudarnos cuando lo considere
oportuno. Ya es una respuesta suficiente.

Esta alternancia entre la oscuridad y la fe constituye una especie de diálogo entre el


cristiano y Dios, una dialéctica que nos lleva hacia profundidades cada vez mayores
en nuestra convicción de que Dios es nuestro todo. Por estas alternancias crecemos
en el desapego de nosotros mismos y en la esperanza. Debemos darnos cuenta del
gran bien que podemos conseguir solamente por esta fidelidad a la meditación. Un
nuevo reino se abre ante nosotros, que no puede descubrirse de otra manera.
Llamadlo el «reino de Dios». Hay que hacer todo esfuerzo y sacrificio para entrar en
ese reino. Tales sacrificios son ampliamente recompensados por sus resultados,
incluso cuando éstos no nos son claros, mucho menos evidentes. Pero se necesita
un esfuerzo iluminado, bien dirigido y apoyado.

Inmediatamente nos enfrentamos a uno de los problemas de la vida de oración, el


de aprender cuando los esfuerzos de uno están iluminados y bien dirigidos, y cuando
brotan de nuestras confusas veleidades y de nuestros deseos inmaduros. Sería una
equivocación suponer que basta la buena voluntad, que por sí misma es garantía
suficiente de que todos nuestros esfuerzos conseguirán al fin un buen resultado.
Pueden cometerse errores muy serios, incluso con la mejor buena voluntad. Algunas
tentaciones y desilusiones tienen
que ser vistas como parte normal de nuestra vida de oración, y cuando una persona
piensa que ha conseguido una cierta facilidad en la contemplación, puede
encontrarse a sí misma alimentando toda clase de ideas extrañas y, lo que es peor
todavía, apegarse a ellas con una entrega ciega, enfebrecida, convencida de que se
trata de gracias sobrenaturales y señales de que Dios bendice sus esfuerzos,
cuando, en realidad, ellas le dejan simplemente entrever que ha tomado un camino
equivocado y que quizá se encuentre en un serio peligro.

Por esta razón, la humildad y aceptación dócil de un sano consejo son muy
necesarios en la vida de oración. Aunque la dirección espiritual no es totalmente
necesaria en la vida del cristiano corriente, y aunque un religioso podría ser capaz
de avanzar solo hasta un cierto punto sin ella (muchos tienen que hacerlo así), se
convierte en una necesidad moral para el que intenta profundizar en su vida de
oración. De ahí la tradicional importancia del «padre espiritual», que puede ser el
abad o bien otro monje experimentado, capaz de guiar al que se inicia en los caminos
de la oración, y de detectar inmediatamente cualquier signo de celo mal orientado o
de un esfuerzo con dirección equivocada. A una persona así hay que escucharla y
obedecerla, especialmente cuando previene contra el uso de ciertos métodos y
prácticas que esa persona ve que están fuera de lugar y son perjudiciales en un caso
particular, o cuando se niega a aceptar ciertas «experiencias» como evidencias de
progreso.

El recto uso de los esfuerzos está determinado por las indicaciones de la voluntad
de Dios y de su gracia. Cuando uno obedece sencillamente a Dios, un pequeño
esfuerzo lleva muy lejos. Cuando alguien, de hecho, le está resistiendo (aunque diga
a voz en cuello que no intenta otra cosa más que cumplir su voluntad) ninguna
modalidad ni calidad en el esfuerzo puede producir buenos resultados. Por el
contrario, la terquedad que impulsa a seguir adelante en el camino de la resistencia
a Dios, a pesar de las claras indicaciones de su voluntad, es una señal de que uno
se encuentra en un grave peligro espiritual. A menudo, quien está metido en el
problema es incapaz de darse cuenta de ello. Es otra razón por la que un padre
espiritual puede ser realmente necesario.

El trabajo del padre espiritual no consiste tanto en enseñarnos un secreto o un


método infalible para entrar en un mundo de experiencias esotéricas, sino en
mostrarnos cómo reconocer la gracia de Dios en su voluntad, cómo ser humilde y
paciente, cómo conseguir una visión adecuada de nuestras propias dificultades, y
cómo apartar los principales obstáculos que nos impiden convertirnos en hombres
de oración.

Estos obstáculos pueden tener raíces muy profundas en nuestro carácter, y de hecho
podemos al fin aprender que toda la vida será apenas suficiente para liberarnos de
ellos. Por ejemplo, muchas personas que tienen pocos dones naturales y poco
ingenio tienden a imaginarse que pueden aprender muy fácilmente, por su propia
inteligencia, a dominar los métodos —podría hablarse más bien de «trucos»—, de la
vida espiritual. El único problema es que en la vida espiritual no hay ni trucos ni
atajos. Los que se imaginan que pueden descubrir técnicas especiales y tratan de
asimilarlas para eludir los auténticos problemas de su vida espiritual, normalmente
llegan a ignorar la voluntad de Dios y su gracia. Sufren de exceso de confianza y de
autocomplacencia en ellos mismos. Se convencen de que van a conseguir esto o
aquello, e intentan alcanzar un nivel importante de vida espiritual por unos métodos
absolutamente personalistas. Incluso podría parecer que, hasta cierto punto,
aciertan. Pero algunos sistemas de espiritualidad —especialmente el zen budista—,
ponen un acento enorme en un estilo de dirección severo, a veces sin sentido
aparente, que le arrancan a la persona toda esa autosuficiencia. Nadie puede
empezar a encarar las dificultades reales de la vida de oración y meditación si no se
encuentra perfectamente satisfecho de ser un principiante y verse a sí mismo como
a alguien que conoce poco o nada, y tiene una necesidad absoluta de aprender los
rudimentos de todo. Los que desde el principio piensan que «saben», jamás llegarán,
en realidad, a saber nada de nada.

Las personas que intentan orar y meditar por encima del nivel que les corresponde,
que están demasiado ansiosas por alcanzar lo que ellas piensan ser «un alto grado
de oración», se apartan de la verdad y de la realidad. Observándose a sí mismos e
intentando convencerse de sus avances, se convierten en prisioneros de ellos
mismos. Luego, cuando se dan cuenta de que la gracia los ha abandonado, se
sienten presos de su propio vacío y futilidad y se ahogan en la desesperanza. La
acedía sigue al efímero entusiasmo del orgullo y de la vanidad espiritual. El remedio
está en un largo periodo de humildad y de arrepentimiento.

No queremos ser principiantes. Pero tenemos que convencernos del hecho de que
en toda nuestra vida jamás pasaremos de la condición de aprendices.

IV
Otro obstáculo —y quizá éste sea más común— es la inercia espiritual, la confusión
interior, la frialdad, la falta de confianza. Éste puede ser el caso de los que, después
de haber empezado de forma satisfactoria, experimentan el inevitable bajón que
tiene lugar cuando la vivencia de la meditación empieza a ser más seria, más
exigente. Lo que al principio parece fácil y gratificante, de repente se convierte en
algo totalmente imposible. La mente deja de funcionar a su ritmo normal. Se
experimenta una imposibilidad casi absoluta de concentración. La imaginación y las
emociones viven su propio ritmo de enorme dispersión. Hasta se vuelven totalmente
indómitas a los mandatos de nuestra voluntad. En esta situación, en medio de una
oración, que es de gran sequedad, desolada y que nos repele, la vida interior se
convierte en puro desierto, carente de todo atractivo.
Este fenómeno tiene su explicación. Es una prueba que hay que pasar, la «noche de
los sentidos». Pero tampoco podemos perder de vista que, a menudo, es algo más
serio que eso. Puede ser el resultado de un comienzo equivocado, en el que, debido
a la terminología, que nos resulta familiar, de los libros de oración y de la vida
ascética, ha aparecido una fisura, una profunda fosa, que divide la «vida interior» del
resto de la propia existencia. En ese caso, la supuesta «vida interior» puede
reducirse a un intento valiente y absurdo de evasión de la realidad.
Bajo el pretexto de que lo que está «dentro» es de hecho real, espiritual,
sobrenatural, etc., se cultiva el abandono y el desprecio de lo externo, tachándolo de
mundano, sensual, material y opuesto a la gracia. Es un mal análisis teológico de la
realidad exterior y un mal principio para una vida ascética. Es una doctrina totalmente
equivocada, sin justificación posible por cualquier ángulo por el que se la enfoque,
porque en vez de aceptar la realidad tal como es, la rechazamos para tratar de
encontrar algún tipo de reino perfecto, de ideales abstractos, totalmente inexistente.
Muy a menudo, la inercia y la repugnancia que caracteriza la llamada «vida
espiritual» de muchos cristianos podría quizá curarse con un sencillo respeto por las
realidades concretas de la vida diaria, de la naturaleza, del cuerpo, del trabajo que
uno desempeña, de sus amigos, de todo lo que le rodea, etc. Un falso
sobrenaturalismo, que imagina que «lo sobrenatural» es una especie de reino
platónico de esencias abstractas, totalmente apartadas y opuestas al mundo
concreto de la naturaleza, no ofrece un apoyo real a la auténtica vida de meditación
y de oración. La meditación se ve sin punto de apoyo alguno y no responde a ninguna
realidad, si no está firmemente enraizada en la vida. Sin estas raíces no puede
producir más que frutos perdidos en la nada del disgusto, la acedía, e incluso una
introversión morbosa y peligrosa, el masoquismo, el dolorismo, la negación.
Nietzsche expuso sin compasión esa masa humana desesperanzada, resultante de
la
caricatura de lo que en realidad debería ser la cristiandad 15

Los principiantes pueden caer en otra clase de falso comienzo, que se convierte en
una extraña mezcla de presunción e inercia. Después de haber aprendido a gozar
de algunos frutos de la vida espiritual, y de haber saboreado algún pequeño éxito,
cuando todo eso para ellos ya no es más que un mero recuerdo, algo que consideran
perdido para siempre, empiezan a mirar a su alrededor en busca de razones lógicas
que puedan explicarles tal fenómeno. Están convencidos de que hay que echar la
culpa a alguien, y puesto que no encuentran razón alguna para culparse ellos
mismos —es posible que no se pueda echar la culpa a nadie y a nada en concreto—
, buscan la explicación de lo que les pasa en la comunidad monástica en la que
viven. Además, tenemos que admitir que con el monaquismo en plena crisis de
renovación, con todas las observancias e incluso ideales cuestionados a diario, no
hay dificultad en encontrar cosas que criticar. El hecho de que las críticas puedan
tener alguna base, no las convierten, sin embargo, en todos los casos en
perfectamente razonables. Especialmente cuando las críticas son puramente
negativas, y surgen principalmente como un desahogo de la frustración y el
resentimiento.

Muchos de los obstáculos para la vida del pensamiento y del amor, que es la
auténtica meditación, provienen del hecho de que las personas insisten en
encerrarse ellas mismas en los muros de su castillo interior para complacerse en sus
propios pensamientos y en sus propias sensaciones, como en una especie de tesoro
privado. Malinterpretan la parábola evangélica de los talentos, y como resultado,
entierran su talento, protegiéndolo antes con un paño, en vez de ponerlo a trabajar
y obligarle a rendir frutos. Aun entregados, viviendo plenamente una vida
contemplativa, el amor y la apertura a los demás sigue siendo, como en la vida activa,
la condición para una auténtica y fructífera vida interior, hecha de interiorización y de
amor. El amor a los demás es un estímulo para la vida interior, no un peligro para
ella, como algunos creen equivocadamente.

Monchanin, un gran contemplativo de nuestro tiempo, un sacerdote francés, que fue


a fundar un santuario cristiano en el sur de la India, dijo:

Mantengamos viva la llama del pensamiento y del amor. Las dos son una y misma llama.
Comuniquemos a los que viven a nuestro alrededor el deseo de comprender, de dar (y también de
recibir). Hay demasiadas conciencias encerradas en los muros que ellas mismas han levantado
alrededor de su propio ser. 16

Muchos monjes buenos, profundos, idealistas, desean hacer de sus vidas una obra
de arte de acuerdo con un arquetipo aprobado, tradicionalmente aceptado. Eso lleva
consigo una necesidad de estudiarse, de dar forma a sus vidas, de remodelarse ellos
mismos, de poner a tono una y mil veces sus disposiciones interiores, y como
resultado de este esfuerzo, meditan y se contemplan continuamente a sí mismos.
Por desgracia pueden encontrar eso tar maravilloso y absorbente que pierden todo
interés en la acción de la gracia, siempre invisible e impredecible. Er una palabra,
buscan construir su propia seguridad, evitai el peligro y el miedo que vienen
aparejados por la sumisión al misterio desconocido de la voluntad de Dios.

También se dan otros obstáculos. Vamos a citar algunos de ellos:

El desaliento, por el que perdemos toda la confianza en nosotros y en los demás, y


por el que llegamos a convencernos, aunque no lo confesemos abiertamente, de que
en el campo de la oración no podemos conseguir nada. En realidad esto también
puede ser debido a un fatal subjetivismo, que puede habernos llevado en el pasado
a buscar resultados equivocados, al cultivo de sentimientos, emparejados con un
deseo de plenitud, partiendo realmente de un nivel de gran inmadurez. En una
situación así, puede darse el peligro de una regresión psicológica. Si estamos
preparados para avanzar, para perdernos a nosotros mismos, no tenemos por qué
desanimarnos. El remedio está en la esperanza.
La confusión, la sensación de brazos caídos, un sentido de incapacidad, debido al
abuso del subjetivismo, nos hace prisioneros de nosotros mismos, nos hace
sentirnos paralizados. El camino para salir de este estado es la fe. ¿Qué podemos
hacer en relación con todos estos obstáculos? El Nuevo Testamento no nos ofrece
técnicas ni métodos expeditivos. Nos dice que nos volvamos a Dios, que
dependamos de su gracia, para darnos cuenta de que el Espíritu nos ha sido dado,
enteramente, en Cristo. Que él ora en nosotros cuando no sabemos orar:

Si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el
mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos
mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros... Porque todos los
que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no
habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que
habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: «Abba»,
es decir, «Padre». Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que
somos hijos de Dios. Asimismo el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues
nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede
por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios que examina los corazones,
conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad.
H

La actividad del Espíritu dentro de nosotros se hace cada vez más importante a
medida que progresamos en la vida de oración interior. Es verdad que nuestros
propios esfuerzos siguen siendo necesarios, al menos mientras no hayan sido
totalmente sustituidos por la acción de Dios «en nosotros y sin nosotros», de acuerdo
con la expresión tradicional. Pero cada vez más, nuestros esfuerzos alcanzan una
nueva orientación. En vez de ser dirigidos hacia fines que hemos escogido nosotros
mismos, en vez de ser valorados de acuerdo con el aprovechamiento y el placer que
juzgamos deben producir, son dirigidos cada vez más hacia un sometimiento
obediente y con espíritu de cooperación a la gracia, lo que implica en primer lugar
una actitud crecientemente receptiva y atenta de la acción escondida del Espíritu
Santo. Ésta es precisamente la función de la meditación, en el sentido en que
hablamos de ella aquí, que nos tiene que mover a una actitud de reconocimiento y
de receptividad. También nos da fuerza y esperanza, junto con un profundo
conocimiento del valor del silencio interior en el que el misterio del amor de Dios se
nos hace claro.

V
Dice Ammonas, unos de los Padres del Desierto, discípulo de san Antonio:

Tened en cuenta, amados míos, que os he enseñado el poder del silencio, cuán
perfectamente cura y hasta qué punto es agradable a Dios. Es lo que me ha movido
a escribiros todo lo que os he escrito, para que os mostréis fuertes en este trabajo que
habéis empezado, para que así sepáis que, ayudados por el silencio, crecen los
santos, que por el silencio el poder de Dios mora en ellos, que conocieron los misterios
de Dios por medio del silencio. 18

La oración del corazón nos introduce en el profundo silencio interior, de tal forma que
podamos aprender a experimentar su poder. Por esta razón la oración del corazón
tiene que ser siempre muy simple, reducida al más sencillo de todos los actos, y a
menudo, sin necesidad de palabras ni pensamientos.

Si, por otra parte, cuando nos referimos a la meditación, la confundimos con la
«oración mental», que consiste en actos discursivos llenos de actividad, un
razonamiento lógico complejo, una imaginación activa y una deliberada provocación
de afectos, encontramos, como nos dice san Juan de la Cruz, que esta clase de
meditación tiende a entrar en conflicto con nuestro silencio y atención receptiva al
trabajo interior del Espíritu Santo, especialmente si intentamos continuar con el
mismo ejercicio, cuando ya ha dejado de ser útil. El esfuerzo mal empleado en la
vida espiritual consiste a menudo en insistir tercamente en rutinas compulsivas
porque están de acuerdo con nuestras nociones miopes. San Juan de la Cruz
mantiene que esta terca insistencia no puede ser curada por nuestra propia
actividad, y necesita ser «purificada» por Dios mismo en la «noche» de la
contemplación. Nos hace ver que estos esfuerzos mal empleados, y las faltas de
carácter y de naturaleza de las que proceden, solamente pueden ser soslayadas por
la acción purificadera secreta de la gracia en la «noche oscura». Refiriéndonos a los
que son guiados en sus esfuerzos por el gusto y estima que tienen de su actividad
individual y autodirigida, san Juan nos hace ver que es precisamente este apego a
sus propias formas de oración y meditación lo que impide su crecimiento en la vida
espiritual.

Cuanto más espiritual es la cosa, más pesada la encuentran, porque como quieren
avanzar en el terreno espiritual con completa libertad y de acuerdo con su inclinación
y su voluntad, eso les causa dolor y repugnancia para entrar en la senda
estrecha, que según dice Cristo, es el camino de la vida.t9

Aquí san Juan da por supuesta una completa contradicción entre lo que es
auténticamente espiritual, y por lo mismo sencillo y oscuro, y lo que para estos
hombres tiene la apariencia de espiritual, porque los excita y estimula
psicológicamente.

Dios conduce a estas personas al camino de la vida quitándoles la luz y el consuelo


que buscan, impidiendo el resultado de sus esfuerzos, confundiéndolos y
privándoles de las satisfacciones que intentan conseguir a base de sus esfuerzos. Y
por eso, bloqueados y frustrados, incapaces de llevar a cabo sus proyectos, se
encuentran en una situación muy penosa en la que sus propios deseos, su
autoestima, su presunción, su agresividad, y otros mil factores, son sometidos a un
proceso sistemático de humillación. Y lo que es peor, son incapaces de entender lo
que sucede. No saben lo que les pasa. Aquí es donde deben decidir avanzar por el
camino de la oración, dirigidos por la gracia, en la noche de la fe pura, o bien volver
atrás a una forma de existencia en la que pueden gozar de las actitudes rutinarias
que les eran familiares, y mantener la sensación ilusoria de su perfecta autonomía
en reinos que les son perfectamente conocidos, sin necesidad de permanecer
sometidos a la obediencia a la fe en esas circunstancias de intentos
desconcertantes, propias de la «noche oscura».

San Juan de la Cruz dice que Dios lleva a esas personas hacia la oscuridad:

... cuando los desteta de los pechos de estas dulzuras y placeres, les da puras
arideces y oscuridad interior, arranca de ellos todas esas superficialidades y
puerilidades, y de muchos modos hace que ganen en virtudes. Porque aunque
asiduamente el que comienza practique la mortificación en su persona de todas sus
acciones y pasiones, no puede nunca tener un completo éxito. Al contrario, hasta que
Dios trabaje en él pasivamente por medio de la purificación de la dicha noche. 20

Aquí conviene recordar brevemente que para san Juan de la Cruz esta «noche» es
con toda seguridad la pura negación. Si ella vacía la mente y el corazón de las
satisfacciones naturales del corazón y de la mente, que se refieren al conocimiento
y al amor, en un plano simplemente humano, lo hace para llenarlos con una luz más
alta y más pura, que es la «oscuridad» para sentir y para razonar. El entrar en las
tinieblas y en la luz son dos hechos simultáneos. Dios oscurece la mente para darle
una luz más perfecta. San Juan dice que la razón por la que la luz de la fe es
oscuridad para el alma, es porque ésta en realidad es una «luz excesiva». Una
exposición directa a la luz sobrenatural oscurece la mente y el corazón, y es
precisamente así como, siendo conducido a la «noche oscura de la fe», la persona
pasa de la meditación, en el sentido de una «oración mental» activa, a la
contemplación, o hacia una forma de receptividad más sencilla e intuitiva, en la que,
si de alguien puede decirse que «medita», es porque recibe la luz con una atención
pasiva y amorosa. Por eso san Juan de la Cruz dice:

Para el alma, esta luz excesiva de la fe que se le da es una espesa oscuridad, porque
sobrepasa lo que es grande y hace que se desvanezca lo que es pequeño, lo mismo
que la luz del sol sobrepasa a todas las demás luces existentes. Por eso, cuando brilla
elimina nuestro poder de visión, que hace que no se vea luz alguna. Así, la luz de la
fe, por su excesiva grandeza, oprime y nos incapacita nuestra capacidad de
comprensión. Porque ésta, por su propio poder, se extiende solamente al
conocimiento natural, aunque tiene la capacidad para lo sobrenatural cuando a
Nuestro Señor le place llevarla a una acción sobrenatural. 21

La finalidad de la oración monástica, la salmodia, la oratio, la meditatio, en el sentido


de oración del corazón, e incluso la lectio, es preparar el camino para que la acción
de Dios pueda desarrollar esta «capacidad para lo sobrenatural», para la iluminación
interior por la fe y por la luz de la sabiduría, en la amorosa contemplación de Dios.
Puesto que la finalidad real de la meditación debe ser vista a esta luz, podemos
comprender que el tipo de meditación que busca sólo desarrollar la capacidad de
razonamiento, reforzar la imaginación y elevar el clima interior del sentimiento
devocional tiene poco valor en este contexto. Es verdad que la persona puede
intentar aprender tales métodos de meditación, pero debe saber también cuándo
abandonarlos y avanzar hacia una forma de oración más simple, más primitiva, más
«oscura» y más receptiva. Si esta oración «oscura» se vuelve penosamente seca y
sin fruto, la persona actuará adecuadamente buscando ayuda en la salmodia o en
algunas sencillas palabras de las Escrituras, más que acudiendo a la maquinaria
convencional de la «oración mental> discursiva.

VI
La tradición cristiana primitiva y los escritores de espiritualidad de la Edad Media no
conocían conflicto alguno entre la oración «pública» y «privada», o entre la liturgia y
la contemplación. El conflicto es un problema moderno. O quizá sería más exacto
decir que es un pseudoproblema. La liturgia, por su misma naturaleza, tiende a
desembocar en la oración contemplativa, y la oración mental, a su vez, nos dispone
a ella y a buscar la plenitud en el culto litúrgico.

El capítulo 20 de la Regla de san Benito habla de la «Reverencia en la Oración». Se


refiere claramente a la oración personal, individual del monje. A la oración mental
(oratio) practicada por la comunidad de forma colectiva, que tiene que ser breve.
Omnino brevietur. Así pues la Regla afirma abiertamente que el monje,
individualmente, puede orar. En el capítulo 52 leemos que «cuando la obra de Dios
esté acabada, que se retiren todos en profundo silencio, y que sea observada la
reverencia debida a Dios, para que todo hermano que desee orar privadamente no
sea molestado por la conducta inadecuada de otro». Y en otras ocasiones también
dice que «si alguien desea rezar secretamente, déjesele ir y que ore, no en voz alta,
sino con lágrimas y fervor del corazón». Volviendo al capítulo 20 encontramos esta
oración «secreta», caracterizada por algunas expresiones tradicionales. Así, por
ejemplo, «súplicas en «humildad y con devoción de pureza». No está caracterizada
por el mucho hablar (non in multiloquio) sino por la pureza del corazón y por las
lágrimas del arrepentimiento. En una palabra, debe ser «corta y pura salvo que se
prolongue a impulsos de la divina gracia».

Este capítulo 20 de la Regla sigue inmediatamente después del capítulo sobre la


Obra de Dios, o la oración litúrgica, en la que el monje se mantiene en la presencia
de Dios y de sus ángeles y canta los salmos de tal forma que su mente y su voz
puedan estar en perfecta armonía.

Éstas son expresiones tradicionales, y sabemos por los antecedentes de la Regla y


por sus principales fuentes, como las Instituciones y Conferencias de Casiano, que
san Benito está simplemente expresando la creencia clásica monástica de que la
oración secreta y contemplativa debe inspirarse en la oración litúrgica, que debe ser
la culminación normal de esta oración. Es muy importante recordar esto, porque para
san Benito y los monjes primitivos la liturgia no era considerada en sí misma como
la «forma superior de la contemplación». Al contrario, Evagrio del Ponto, maestro de
Casiano, sostenía que la salmodia era un trabajo de la «vida activa» (bios praktikos)
y que ja oración contemplativa, sin palabras, en la pureza del corazón, sin imágenes
o palabras, incluso más allá de los pensamientos, puede esperarse que florezca
como fruto de la oración activa de la liturgia, como su plenitud normal consumada.

Según Casiano, la oración litúrgica brota de la elevación sin palabras, inefable, de la


mente y del corazón, a la que él llama «oración encendida» (oratio Ígnita). Aquí, la
«mente es iluminada por la infusión de la luz celeste, no haciendo uso de ninguna
forma humana de palabras, sino con todos los poderes reunidos en unidad brota por
sí misma copiosamente y se dirige a Dios de una forma que está más allá de toda
expresión, diciendo tanto en un instante que la mente no puede relatarlo con facilidad
ni siquiera tratando de recordarla, después de que
la persona ha vuelto en sí misma» 22 Es interesante que ésta sea la conclusión del
comentario de Casiano al Pater nos-ter. «La oración encendida» es justamente el
gozo normal que brota, por la gracia de Dios, cuando una oración vocal está bien
hecha. «La oración del Señor —dice Ca-siano en el mismo capítulo— lleva a todos
los que la practican bien a ese más alto estado y les lleva a perseverar en la oración
encendida, ígnita oratio, conocida y experimentada por unos pocos, y que es un
inexpresable alto grado de oración.»

Quizá no fuera esto exactamente lo que el mismo san Benito tuviera en su mente.
Sospechamos que el patriarca de Montecasino pensaba en un estado de «pureza»
mucho más simple y menos extática.

Volviendo a Evagrio, podemos señalar una expresión clásica en la oración del


avanzado, que se «está acercando a la verdadera teología». Sabemos que estamos
«cerca» «cuando el que comprende, en un ardiente amor a Dios, empieza, paso a
paso, a avanzar liberándose de la carne, y deja de lado todos los pensamientos que
proceden de los sentidos, de la memoria o del temperamento, mientras al mismo
tiempo se llena de respeto y de gozo» 23.

Casiano y Evagrio no pertenecen a la tradición benedictina. Pero están en su fuente,


lo mismo que san Basilio, que podría ser citado aquí.

De hecho, este último santo trata la oración de una manera muy parecida. Está más
preocupado de la organización de la vida de oración del asceta, o de la
estructuración de las horas canónicas, que del problema de la oración privada. En
todo caso, hay que señalar que las así llamadas «Reglas» de san Basilio, son
directorios espirituales para las comunidades ascéticas, y por deseo expreso, de un
carácter diferente de la vida cenobítica y eremítica del monaquismo de Egipto. Basilio
piensa más en la vida religiosa que hoy podríamos llamar «activa», y está en la línea
de una reacción firme y explícita contra la forma puramente contemplativa, ascética
y solitaria de los monjes de Egipto. Los ascetas de Basilio se mantienen más en
contacto, si ya no con el «mundo», al menos con la comunidad cristiana, a la que
sirven, en la medida de sus posibilidades, con sus trabajos de caridad y misericordia.

Para Basilio, la oración privada es, pues, la oración que tiene lugar cuando el asceta
está en su trabajo o haciendo su vida normal:

Porque la oración y salmodia de cada hora es posible, porque mientras las manos de
la persona están ocupadas en sus trabajos, podemos alabar a Dios, algunas veces
con la lengua, o si no, con el corazón... Así, en medio de nuestro trabajo podemos
cumplir la obligación • de la oración, dando gracias al que ha dado fuerza a nuestras
manos para llevar a cabo nuestros trabajos, y sabiduría a nuestras mentes para
adquirir conocimiento... Así, conseguimos un espíritu recogido, cuando en toda acción
pedimos a Dios el éxito de nuestros trabajos y pagamos nuestra deuda de gratitud a
él debida... y cuando mantenemos siempre en nuestras mentes la finalidad de
agradarle. 24

Después de esto habla de la oración comunitaria de las horas canónicas. Aquí puede
verse que la idea de san Basilio sobre la oración concuerda con el contexto de lo que
se conoce tradicionalmente como vida activa. Ésta no es la theoria o la theologia de
Evagrio del Ponto, y tampoco la Hesychia de los contemplativos de Bizancio quienes,
aunque sin duda son hijos de san Basilio, estaban más en la tradición del Sinaí que
en la Regula Fusius Tractata, o Regla Extensa, de san Basilio.

Naturalmente, Basilio habla del trabajo manual, que puede fácilmente compaginarse
con cualquier forma de oración. Pero, ¿qué pasa con las ocupaciones que «distraen»
más, tales como el apostolado ministerial?
Vil
Uno de los primeros benedictinos que empezó a mirar la vida contemplativa como
un problema fue san Gregorio Magno. En sus Diálogos, presentó, por supuesto, a
san Benito como el modelo carismático de la oración perfecta, como el padre de la
comunidad monástica, quien con sus oraciones y su visión profética, guió a los
monjes, protegiéndolos tanto espiritual como materialmente contra el poder de las
tinieblas. San Gregorio da a la muerte de san Benito, de pie en la iglesia del
monasterio, sostenido por las manos de sus hermanos mientras recibía el Cuerpo de
Cristo, una relevancia especial. Lo mismo hace toda la tradición benedictina después
de él. Esta muerte, que la tradición benedictina moderna cree haber tenido lugar el
día de Jueves Santo, es considerada tradicionalmente por todos como un
acontecimiento que corona una vida dedicada al culto litúrgico.

Sin embargo, no debemos olvidar la incidencia en el recuerdo, algo muy significativo


de lo que pensaban los benedictinos, de la acostumbrada oración solitaria de san
Benito, en su habitación de la torre, durante las primeras horas del nuevo día, a partir
de medianoche, antes de que los demás monjes se levantaran para cantar el oficio.
Para ellos, este hecho también tiene un valor simbólico, enseñándole al benedictino
el tipo y modelo de oración monástica solitaria. Cualquiera que esté familiarizado con
la tradición monástica reconocerá inmediatamente que no hay nada comparable a la
forma santa de la vida monástica, que no incluye necesariamente este elemento de
contemplación solitaria, que se asimila con la oración solitaria de Cristo cuando se
retiró a la montaña a orar solo durante la noche.

San Gregorio podría haber dibujado el retrato de san Benito con rasgos idealizados,
creando, por así decirlo, un ikon del padre Carismático de los monjes y del hombre
de oración. Pero cuando pensó en su propia vida, como lo hace de una forma muy
bien estructurada en Moralia in Job, se encuentra a sí mismo desgarrado entre el
deseo de su corazón de la contemplación solitaria y su obligación de entregar su
tiempo y sus energías a la caridad activa como «siervo de los siervos de Dios». Como
Dom Cuthbert Butler resaltó hace unos años, el tratamiento de Gregorio del conflicto
entre acción y contemplación, es «uno de los aspectos más fundamentales de su
teoría de la vida monástica... De esta forma ha influido profundamente en la vida
benedictina de los años siguientes. Pero no menos profundamente las enseñanzas
de san Gregorio sobre la vida contemplativa y la activa, hacían referencia a toda la
vida clerical, ya sea ésta la de los religiosos o la del clero secular, en el Occidente
25. Después de describir la vida activa en términos que podrían esperarse en él,
Gregorio ofrece esta definición clásica de la vida contemplativa, que ha sido tan a
menudo comentada en la literatura benedictina, que se ha convertido casi en un lugar
común en la tradición monástica de Occidente. Pienso que debe ser citada también
aquí:

La vida contemplativa consiste en guardar con toda la mente de cada uno el amor a
Dios y al prójimo, pero descansar de todo movimiento y apego para desear solamente
el del Hacedor, de tal forma que la mente ya no pueda encontrar placer en hacer otra
cosa, para que habiendo desdeñado todos los cuidados, pueda sentirse libre para ver
la cara de su Creador. De tal forma que él pueda soportar con dolor el peso de la carne
corruptible, y dentro de todos sus deseos, procurar sumarse al coro de los ángeles,
unido a los ciudadanos del cielo, y gozarse de su incorrupción eterna en la visión de
Dios. 26

Aquí se nos da una definición de la contemplación que parece excluir la actividad,


incluso la de naturaleza espiritual. Digo que «parece» excluir la acción. De hecho la
contemplación debe trascender la acción. Sin embargo, este texto, sin una
explicación más precisa, parece alzarse como un contraste con el texto señalado
arriba de la Regla Extensa de san Basilio.
Nos enfrentamos a una elección entre dos aspectos que, aunque quizá sean
reconciliables, son vistos como opuestos. Uno, una idea «activa» de oración.
Acompaña al trabajo y lo santifica. El otro, un concepto «contemplativo» en el que la
oración, para penetrar más profundamente en el misterio de Dios, debe «descansar
de toda acción exterior para adherirse solamente al deseo del Hacedor».

Esta distinción, estemos de acuerdo o no, se da en la tradición monástica. Pero la


tendencia ha sido a veces olvidar el segundo concepto y presentar la idea de Basilio,
de la oración por medio del trabajo, como la genuina y la única forma realmente
practicable, de contemplación personal. Por muy bien intencionada que quiera ser
esta «solución», puede ser que termine de hecho por reducir la «contemplación» a
otro aspecto más de la vida activa, y de ahí hay un paso a tratar la «actividad unida
al trabajo», como sinónimo de «contemplación».

Pero ésa no fue la idea de san Gregorio. Para él, la vida contemplativa es la vida del
cielo, que no puede ser vivida perfectamente «en este mundo». Pero los monjes
tienen la posibilidad de, en alguna medida, anticipar, por la pureza del corazón, la
«incorrupción» del cielo. Sin embargo, la vida activa, que está relacionada con la
existencia presente del hombre en el mundo, siempre exige atención, incluso de las
personas llamadas a la contemplación. En primer lugar, aunque, según san Gregorio,
la vida contemplativa es teóricamente superior y mejor que la activa, y debe ser
preferida a la activa cuando sea posible, hay momentos en los que la actividad debe
suplantar a la contemplación. Las dos son, de hecho, exigidas por la caridad, puesto
que al hombre se le pide amar a Dios y al prójimo. Ambos amores deben combinarse
en toda vocación en la tierra, ya se trate de alguien con cuidado de almas, o del
monje contemplativo.

La única solución al conflicto entre estas dos exigencias en nuestros corazones es


conseguir el equilibrio requerido por nuestra vocación individual dentro de la Iglesia
de Dios. El pastor de almas no debe abandonar los necesarios elementos de la
oración y la meditación en su vida. En teoría el monje contemplativo debe preferir la
contemplación a la acción siempre que pueda legítimamente hacerlo, y cuando deja
la contemplación por la acción, debe ser sólo porque se le pide por una obligación
absolutamente necesaria. De hecho, puede decirse que san Gregorio «anima» el
sentido de angustia y conflicto diciendo que el contemplativo debe «sentir dolor» ante
la necesidad de acción, incluso cuando se le plantea como una realidad obligatoria.
Aunque el contemplativo puede ser obligado a aceptar un obispado por motivos de
caridad, nunca debe «buscar» semejante cargo, y de hecho debe temerlo e intentar
evitarlo con todas las formas razonables que le sean posibles. El principio se aplica
a todo «negocio secular» que «debe nacer por motivos de
compasión pero jamás ser ambicionado por amor al mismo» 27 Ésta es realmente la
teoría de san Gregorio.
Tenemos que admitir abiertamente, que este tratamiento del problema de la acción
y de la contemplación parece crear conflictos mayores y más importantes de los que
resuelve. Hay que tener en cuenta que Gregorio nos ofreció sencillamente el fruto de
su propia experiencia en un medio particular, y que nunca intentó decir la última
palabra sobre el tema. Aunque en la Edad Media se le consideró como autoridad
máxima sobre él. La vocación del monje era la de permanecer en el monasterio y
orar, y cuando era llamado a actuar fuera del claustro, algo que se repetía con
frecuencia, a comprometerse con los asuntos de la Iglesia, se esperaba que fuera
hacia donde se le llamaba llorando y lamentándose, lo que a menudo hacía
sinceramente.

Y así, encontramos a san Bernardo de Claraval, cuya experiencia fue semejante a la


de san Gregorio, volviendo a plantearse la pregunta en el siglo doce y llegando a
unas conclusiones muy parecidas a él. Sin embargo, recordemos que mientras el
papa san Gregorio escribió, no solamente para los monjes, sino también para los
pastores, es decir, los obispos, las preocupaciones de san Bernardo se centraban
casi exclusivamente en los monjes.

VIII
En la vida monástica la persona puede encontrar, de acuerdo con san Bernardo, tres
vocaciones: la de Lázaro, el penitente; la de Marta, la servidora entregada al cuidado
del monasterio; y la de María, la contemplativa. María ha escogido, decía san
Bernardo, la «mejor parte», y no tenía por qué envidiar a Marta o dejarle a ella la
contemplación, cosa que no se le pide, para compartir los trabajos con Marta. La
parte de María es, por naturaleza, preferible a las otras dos y superior a ellas. Se
siente, leyendo entre líneas de lo que escribe san Bernardo, que eso tiene que
decirse, porque en el Evangelio se intuye una cierta envidia de María por Marta. La
parte de María no era de hecho siempre deseada por la mayoría.

San Bernardo mismo resuelve el problema diciendo que después de todo Marta y
María son hermanas y deben vivir en paz en el mismo hogar. Pero, en realidad, la
verdadera perfección monástica consiste, sobre todo, en la unión de las tres
vocaciones: la del penitente, la del trabajador activo —en el cuidado de las almas
sobre todo— y la contemplativa. Pero cuando Bernardo habla del cuidado de las
almas, se refiere a la obligación de instruir y guiar a los otros monjes, más que al
trabajo apostólico fuera del monasterio. La necesidad de predicadores y de
trabajadores apostólicos era aguda en el siglo doce.

Para san Bernardo, la vida contemplativa es la normal para el monje, es decir, la que
debe desear, preferir siempre, aunque la vida activa tenga también sus exigencias.
La contemplación debe ser siempre deseada y preferida. La actividad debe ser
aceptada, pero nunca buscada. Finalmente la perfección de la vida monástica se
encuentra en la unión de Marta, María y Lázaro en una sola persona, y esa persona
normalmente será el abad, a ejemplo del mismo san Bernardo 28.

No debemos pensar, evidentemente, que tanto san Gregorio como san Bernardo se
preocupan de la contemplación desde este punto de vista problemático. Teniendo en
cuenta la enorme actividad que ambos desplegaron en su vida, defienden con ardor
su deseo del silencio o de la oración contemplativa. Aunque admiten siempre que la
contemplación no les es desconocida en su vida de trabajo apostólico.
Efectivamente, nos damos cuenta de que su experiencia contemplativa es, hasta
cierto punto, más profunda y más rica precisamente por las gracias místicas que les
han sido dadas y que les ayudan a la hora de predicar a los demás.

Pero en todo caso, allí donde la contemplación se convierte en problema o conflicto,


siempre lo es por la oposición real o imaginada que surge inmediatamente en cuanto
la contemplación es definida, a priori, como «un descanso de la acción exterior».

No conozco un solo pasaje en el que el «problema» moderno de la contemplación


en oposición a la liturgia sea tratado extensamente o tomado en serio por los padres
del monaquismo. Para ellos este problema no existe. Como mucho, podemos quizá
deducirlo del hecho de que

Gregorio y Bernardo nunca se sintieron privados de la participación en los oficios


litúrgicos de la Iglesia, salvo cuando estaban de viaje. De aquí que sus lamentaciones
por el hecho de ser privados de la «contemplación» no provienen del hecho de ser
privados de la «liturgia». Y en consecuencia, por «contemplación» parecen haber
querido expresar algo que está más allá de la oración litúrgica. Sin embargo, creo
que seguir esta línea de argumentación sólo nos llevaría a la confusión, en un tema
sobre el que ya se da sobradamente dicha confusión.

Vamos a considerar simplemente qué importancia da san Bernardo a la oración


personal, aparte de la comunidad. Esta discusión puede parecer de poco valor para
el lector que vive fuera de la vida monástica. Se entendía que el monje cisterciense
podía emplear su tiempo en la oración contemplativa en la iglesia del monasterio
cuando las Consuetudines prescribían la lectura meditada o el estudio en el claustro.
No se trata de eso. El tema es si se admite o no un elemento de más soledad y
separación temporal de los hermanos. San Bernardo lo permite, aunque con sus
dudas. Los cistercienses eran y son quizá la orden que siempre ha insistido con la
máxima fuerza en la vida común, cenobítica. Pero incluso en el contexto cisterciense
san Bernardo puede decir:

Siéntate solo (sede itaque solitarius), no tengas nada en común con la multitud, nada
con la multitud de los demás... Alma santa, permanece sola, y guárdate para él solo,
fuera de los demás. 2
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA

Este empleo del topos neoplatónico, «solo con los solos» es un poco
desacostumbrado en Bernardo de Claraval. Se apoya, evidentemente, en la
referencia al pasaje evangélico en el que Cristo ora solo en el monte. Y en el
pensamiento de san Bernardo se refiere, en primer lugar, a la soledad interior. Cristo
solamente llega en secreto a los que han entrado en la morada interior y cerrado la
puerta tras de ellos. Y, continuando en la misma línea, san Bernardo añade
explícitamente:

Sin embargo no será una pérdida de tiempo separarte incluso físicamente (corpore)
cuando pueda hacerse convenientemente, especialmente en el tiempo de oración,
(tempore orationis). 30

Esto hace referencia no a ningún tiempo prescrito para la oración mental, sino a los
momentos en los que el monje quiera espontáneamente orar en soledad. Debe
entenderse que, de acuerdo con la tradición monástica, los actos del monje no están
enteramente gobernados en sus más pequeños detalles por regulaciones externas,
sino que también hay que dejar algún espacio para la propia »regla de oración» del
monje, que le guiará, en respuesta a las inspiraciones de la gracia, a dar más tiempo
a la oración de lo que la Regla realmente manda, en una analogía perfecta con lo
que Regla prescribe en materias como el ayuno y la autodisciplina. El monje debe
ser guiado por las inspiraciones interiores de la gracia y por la bendición exterior de
la obediencia. Las dos juntas pueden ser tomadas como la voluntad de Dios respecte
a él, para regular su propia vida interior y contemplativa

Pedro el Venerable, contemporáneo de san Bernardo y

abad de Cluny, tenía menos dudas y era aún más explícito que san Bernardo a la
hora de animar a la oración privada y solitaria. No sólo a los monjes de las casas
cluniacenses se les permitía vivir en completa soledad como eremitas o reclusos
voluntarios, sino a fortiori, a los cenobitas se les ofrecía la posibilidad de emplear un
tiempo excepcional orando o meditando en lugares retirados, separados de la
comunidad. Pedro el Venerable nos habla en su obra De Miraculis, una especie de
Floréenlas cluniacenses, de un monje de su tiempo que »se servía de una pequeña
capilla en un sitio apartado y situado en una parte de una torre, como si fuese una
celda, y al que le gustaba el sitio más que ninguna otra parte del monasterio como
lugar de oración. Allí se quedaba día y noche, totalmente ocupado en la divina
contemplación (divinae theoriae intentus), con su mente ascendía por encima de
todas las cosas mortales, y siempre permanecía en compañía de los más santos
ángeles, por una visión interior, en presencia del Creador»

IX
Vamos a consultar finalmente a otro testigo benedictino del siglo doce, Pedro de
Celles, uno de los escritores más encantadores de la Edad Media.

De nuevo aquí, como en el caso de san Gregorio y san Bernardo, nos enfrentamos
cara a cara con una personalidad contemplativa, con un hombre lleno de talento, de
calidez de corazón, inteligente, que a pesar de sus claras preferencias por el silencio
y la meditación del claustro, fue llamado a ser, no sólo abad, sino obispo. Debe
decirse, para empezar, que aunque Pedro de Celles experimentó en sí mismo el
conflicto entre la acción y la contemplación, no le preocupó ni le turbó. Para él ni
siquiera llegó a la categoría de conflicto. Por una parte, pudo suplicar con toda
insistencia y seriedad al papa Alejandro III en favor de Enrique, abad de Claraval,
que quería rechazar una elección episcopal. Pedro dice al Papa con toda franqueza
que sería una lástima privar a este monje de la «mejor parte», la vida contemplativa,
y arrojarle de cabeza a las tormentas del mundo. El cargo episcopal, para Pedro, es
sencillamente «el mundo». Parece que Pedro alaba muy abiertamente y se pone del
lado de todo el que rechaza la «pesada carga» de la actividad y de los asuntos
materiales para poder entregarse a la lectura y a la meditación.

Al mismo tiempo ve que hay situaciones en las que uno debe, con toda honestidad,
hacer frente y aceptar las responsabilidades y distracciones de una
misión. Y así 32, enseña a un amigo, nombrado cardenal recientemente, cómo actuar
en el caso de verse preocupado por pensamientos que le distraigan.

Es particularmente importante darse cuenta de que en Pedro de Celles la


contemplación litúrgica y personal existen codo con codo en perfecta armonía. Puede
componer sermones en media hora, arrancados a la ocupada vida de abad, y son
breves meditaciones en medio del gozo de las fiestas litúrgicas. Pero también él goza
las largas noches de invierno porque le proporcionan horas suplementarias de placer,
en las que su mente descansa y se refresca en la lectura y en la oración
contemplativa silenciosa 33

Le gusta describir el «sabbath» de contemplación, en el que el alma descansa en


Dios y Dios trabaja en el alma. La actividad tranquila y trascendente, la quies sine
rubigine, en la que la pureza del corazón premia la oración contemplativa por el
trabajo del ascetismo. Este trabajo es »la vida activa» en otro sentido más antiguo:
la vida de disciplina, penitencia, mortificación, que es absolutamente necesaria. Sin
la virtud no puede darse una contemplación real y verdadera. Sin el trabajo de la
disciplina no puede haber descanso en el amor.

Pero cuando el ascetismo ha purificado y liberado al hombre interior, Pedro dice:

Dios trabaja en nosotros mientras nosotros descansamos en él. Este descanso está
por encima de todos los deseos, porque en sí mismo es un trabajo creativo. Pero tal
trabajo sobrepasa a todo otro descanso, en su tranquilidad. Este descanso, en efecto,
sobresale por encima de todo otro trabajo productivo. Por eso, dejemos que
esta acción de descanso de nuestra contemplación se adorne de tal forma que
reproduzca, aunque sólo sea en esbozo, un modelo de descanso y de trabajo que es
Dios... Estas cosas no se hacen en la oscuridad y en la noche, sino en el día, en la
luz, en el sol de justicia. Porque el que ronca en la noche del vicio no puede
conocer la luz de la contemplación. 34

En otro lugar, Pedro de Celles compara la oración contemplativa y la activa,


demostrando que las dos están más en armonía que en conflicto, completándose
mutuamente. Se sirve de la figura familiar de las dos esposas de Jacob, Lía y Raquel,
un tropo que evidentemente había sido popularizado antes por san Gregorio y todos
los Padres Latinos. La oratio laboriosa de la oración activa nos limpia de pecado. La
oratio devota de la contemplación está bendecida por la gracia del cielo. Ambas, dice,
son necesarias. Ninguna de las dos llega al trono de la gracia sin la otra:

La oración es difícil, en apariencia muy activa, cuando el corazón del hombre está lejos
de él y Dios está lejos del corazón. El corazón del hombre está lejos de él cuando está
ocupado en cuidados superfluos o se ha enfriado en su fervor religioso, o también
cuando está inmerso en deseos carnales. Dios también está lejos del corazón cuando
le retira la gracia, niega su presencia, y prueba la paciencia del que suplica.

La oración es devota, contemplativa, cuando la gracia viene en seguida, cuando


llena toda la mente, cuando se hace presente antes de que se la pida, cuando nos
da más de lo que podemos pedir o comprender. 35

Como dijo una vez san Juan Crisóstomo: «No es bastante con abandonar
Egipto, uno debe entrar también en la tierra prometida» 36. Puede mencionarse que
en este contexto, oración «contemplativa» está tomada en el sentido amplio y no
considerada necesariamente como mística.

X
Echando una mirada retrospectiva a esta visión general de algunos escritos
característicos de los «siglos benedictinos», encontramos, como podíamos esperar,
que la oración es el auténtico corazón de la vida monástica. En ninguna parte se da
un conflicto explícito entre la oración litúrgica y la privada. Las dos forman parte de
una unidad armoniosa. Pero hay, sin embargo, un conflicto entre las vidas
«contemplativas» y las «activas», aunque este conflicto haya sido resuelto más o
menos completamente por escritores como Pedro de Celles. Ellos ven, de una
manera muy realista y, al mismo tiempo, en el espíritu mismo de san Benito, que toda
vida en la tierra debe necesariamente combinar elementos de acción y de reposo, de
trabajo corporal y de iluminación mental. A veces es necesario practicar una forma
de oración laboriosa, árida, y sin consuelo. En otras, la persona puede recibir gracia
y luz casi sin esfuerzo, con tal de que esté suficientemente bien dispuesta. Esta
vicisitud—el término es de san Bernardo— o variación entre el trabajo y el descanso
se halla exactamente en la línea divisoria entre la oración común y la privada y se
encuentra, muy claramente, en ambas.

Por eso, aunque la oración litúrgica es, por su misma naturaleza, más «activa»,
puede ser iluminada, en cualquier momento, por la gracia contemplativa. Y aunque
la oración privada puede tender, por su naturaleza, a una espontaneidad personal
mayor, puede también ser, accidentalmente, más árida y laboriosa que el culto
comunitario, que es, en cualquier caso, particularmente bendecido por la presencia
de Cristo en el misterio de una comunidad en adoración cultual.

La doctrina de los primeros siglos de vida benedictina nos muestra con claridad que
la oposición entre «la oración pública oficial» y «la oración personal espontánea» es
en gran medida una ficción moderna. Y esto es verdad, en el caso en que la oración
«oficial» sea considerada como la «verdadera» y «contemplativa», o ya se escojan
estos adjetivos para dignificar la devoción personal.

¿Cómo surge la pregunta? La respuesta a esta difícil pregunta puede conjeturarse


en una breve consideración de la oración benedictina en la Contrarreforma.

Parecería que el énfasis en la «oración mental» como un ejercicio especial y


soberanamente eficaz, se hace corriente y popular en el movimiento de la reforma
monástica, que empezó en el siglo quince y se hizo casi universal después del
concilio de Trento.

Como un ejemplo entre muchos, García de Cisneros (1455-1510), el abad


benedictino de Montserrat, España, está considerado como «el primer místico
español», si excluimos al catalán Raimon Llull, y precursor de santa Teresa y san
Juan de la Cruz. También es considerado muy frecuentemente como precursor de
san Ignacio de Loyola y de sus Ejercicios espirituales.

García de Cisneros fue enviado desde Valladolid por los Reyes Católicos, para llevar
a cabo la reforma de Montserrat. Como ayuda para implantar su reforma, escribió
dos libros, ambos manuales de oración. Los dos están dentro de la tradición
benedictina medieval.

Uno de estos libros era un Directorio de las horas canónicas, que intentaba volver a
despertar la comprensión del oficio divino y ayudar a los monjes a cantarlo con fervor
y comprensión del mismo. El otro tenía como finalidad reanimar el espíritu de los
monjes en la oración personal y meditada. Seguía el estilo tradicional medieval de la
vida de oración, dividida entre la lectura, la meditación y la contemplación, lectio,
meditatio, contemplatio. Estaba también fuertemente influenciado por la devotio
moderna, que nos ha dejado tantos tratados de vida interior, siendo el más famoso
La imitación de Cristo. Este libro sobre la vida interior de los monjes, escrito por
García de Cisneros, era realmente llamado de los Ejercicios espirituales. Fue,
evidentemente, mucho más popular y tuvo una mayor influencia que el otro tratado
sobre las horas canónicas.

Debemos recordar que cuando la reforma monástica en el siglo xvi miraba hacia el
pasado inmediato, buscando buenos y malos ejemplos que pudieran servirle de
pauta, encontró la forma cristiana de oración más vital y que nadie discutía, entre los
santos de las órdenes mendicantes, incluyendo los terciarios, como por ejemplo, en
el caso de santa Catalina de Siena, y también entre los movimientos místicos que
florecieron más o menos bajo la guía de los mendicantes. Por ejemplo, el movimiento
místico renano, centrado en los conventos dominicos y dirigido por teólogos de la
misma orden, como Eckhart y Tauler. Cuando, como sucedió a menudo, este
misticismo estuvo bajo sospecha, el reformador siempre podía volver a la «segura»
devotio moderna.

Cuando los monasterios de la Edad Media perdieron su fervor, la última observancia


que dejó de ser eliminada fue el oficio de coro. Pudo haber degenerado en una rutina
sin corazón, pero la historia del monaquismo nos muestra que mucho después de
morir el espíritu del ascetismo y la oración personal, el oficio continuaba siendo
recitado con más o menos devoción y dignidad.

Esto tiene dos importantes consecuencias para mentes como las de la


Contrarreforma, frente a problemas inmediatos y urgentes. Una es que los
reformadores se encontraron enfrentados a estructuras litúrgicas más o menos
organizadas, que, aunque estuvieran ya sin alma, funcionaban todavía con un orden
bastante bueno. Por eso no requerían una atención inmediata. Y también buscaban
otros puntos en los que introducir el escalpelo de la Reforma. Concluyeron que donde
se necesitaba una acción decisiva y urgente era en la esfera de la oración y piedad
personales. Por eso se creyó que los métodos de meditación y la dirección espiritual
eran guías excelentes para orientar al monje en el camino de la oración y de la
autodisciplina.

Los modelos e ideales de la devotio moderna, con su insistencia en la devoción


personal a la persona de Cristo, y a la oración eficaz, jugaba un papel importante en
estos esfuerzos. De ahí surge, de una manera muy natural, la noción de la clara
separación entre el fervor personal y la oración litúrgica, que es considerada formal,
oficial y pública, a la que uno siempre puede acudir, y que puede ofrecer un
fundamento seguro de regularidad en la vida de oración. ¿Pero qué es lo que se va
a construir sobre esos cimientos? Una piedad personal, afectiva. Esto significa que
incluso en los oficios litúrgicos, el individuo debe empezar a meditar en la pasión de
Cristo, lo cual era algo ajeno a la tradición más antigua. Se empieza a dar una
convicción, cada vez más profunda, de que el monje «fervoroso» en el coro deberá
hacer algo «más» que limitarse a «recitar el oficio». Añadirá sus propios elementos
de oración afectiva e incluso de contemplación. Por eso se creyó, con frecuencia,
que el elemento subjetivo sobreañadido a la liturgia es realmente más importante y
valioso que el culto litúrgico objetivo en sí mismo.

En la oración litúrgica, sin embargo, el elemento objetivo permanece y es


fundamental. Tanto que puede ser juzgado, desde su consideración «subjetiva»,
como un obstáculo» hacia una «mejor» y más «ferviente» oración personal, que los
primeros reformadores querían sobreañadir. De una forma muy natural la persona
llega a la conclusión de que si quiere realmente orar, tiene que esperar hasta que el
oficio haya concluido, momento en el que se puede dar rienda suelta a la oración
espontánea y subjetiva.

Finalmente, los laicos se entusiasmaron también con la meditación, la oración de


afectos y devociones, y eso exigía sacerdotes que pudieran dirigirlos en los caminos
de la devotio moderna. Los padres, en los monasterios benedictinos, se sentían
afectados por la nueva dimensión, e intentaron convertirse en directores de las almas
místicas, o al menos en maestros de la meditación.

Esto nos lleva como de la mano al famoso caso de Dom Augustine Baker, uno de los
más grandes benedictinos «contemplativos» y una de las figuras más reverenciadas
y discutidas. Es, ciertamente, el maestro con más sentido de unidad y más
reverenciado de vida espiritual, salido de la orden benedictina en Inglaterra, hasta
nuestro siglo, momento en el que quizá haya sido igualado por Dom Chapman, que
puede ser considerado como uno de sus discípulos.

Hay muchas razones por las que Dom Augustine Baker debe ser considerado como
el que acabó con la terrible y categórica distinción entre las formas de oración
«activa» y la «contemplativa».

En primer lugar, era un místico inglés, según la tradición del siglo catorce. Es decir,
completó un individualismo profundamente arraigado en la idiosincrasia inglesa, con
una tendencia permanente hacia la reclusión. Y en segundo lugar, se vio sometido a
los «métodos de meditación» en un monasterio benedictino italiano reformado. Los
métodos casi le llevaron a volverse loco. Se encontró a sí mismo en conflicto
permanente con sus hermanos, para los que acuñó la expresión cáustica y ambigua
de «los vividores activos». Finalmente, y quizá éste sea el factor decisivo, se hizo
consciente de la fuerte postura de santa Teresa y san Juan de la Cruz contra el daño
incalculable causado a los contemplativos por «directores» activos, que sin noción
alguna de lo que significaba la contemplación, impusieron sus sistemas a todos de
forma tiránica y sin ningún discernimiento.

Augustine Baker llegó a decir que el verdadero problema de los monasterios era que
estaban generalmente gobernados por «vividores activos», que destruían la vida de
oración frustrando las vidas de los contemplativos. Pensamos que es una afirmación
un poco extremista. He aquí un pasaje suyo característico:
No hay duda de que la decadencia de la religión ha procedido, sobre todo, de un
extravagante desorden, que en la mayoría de las comunidades religiosas activas les
llevó a preferir hacerse con prelaturas y el pastoreo de almas, en sustitución de la vida
contemplativa, aunque el estado religioso fue instituido solamente para la
contemplación. Y eso ocurrió incluso aunque la vida contemplativa fue renovada por
hombres y mujeres de Dios, como Ruysbroeck, Tauler y santa Teresa, etc... Los
espíritus activos que vivían en la vida religiosa, al no ser capaces de tal oración,
contraria a su propia naturaleza, no tenían aprehensión ninguna contra tales oficios,
considerados por ellos como superiores. Por el contrario, llevados por sus deseos
naturales de preeminencia y amor a la libertad, no temían ofrecerse, e incluso, con
ambición, buscar el dominio sobre los demás, tratando de persuadirse falsamente de
que su único motivo era la caridad y el deseo de promover la gloria de Dios... Pero la
experiencia nos habla de los efectos de tal situación. 37

Podemos ver aquí una pequeña metamorfosis que, después de la Contrarreforma,


tuvo lugar en el contexto de la enseñanza tradicional sobre acción y contemplación,
como nos ha llegado de la pluma de Gregorio el Grande. Sin duda la sensibilidad
personal y las duras experiencias de Dom Augustine contribuyeron algo a esta nueva
orientación. Aquí la acción y la contemplación están separadas por un «gran
abismo», sin puente entre ambas. Para Dom Augustine, tanto la liturgia como la
meditación estaban en la parte equivocada del abismo. La oración real era una
sencilla introversión contemplativa, y ésta, para el término medio de los benedictinos
modernos que han escogido la causa del movimiento litúrgico, aquélla no está lejos
de hundir al monje en el abismo de la degradación. Porque lleva el horrible estigma
del quietismo.

El desgraciado resultado de esta división exagerada ha sido ocasión de una gran


confusión por ambas partes. Pero en nuestros tiempos, se empieza a ver claro de
nuevo que el problema es falso, y que la verdadera vocación de los monjes de la
familia benedictina no es luchar por la contemplación contra la acción, sino
restablecer el antiguo equilibrio, lleno de armonía, entre las dos. Ambas son
necesarias. Marta y María son hermanas. Y, para repetir lo que hemos señalado en
Pedro de Celles, una no puede ayudar a alguien a acercarse al trono de Dios sin la
otra.

La respuesta no es la liturgia solamente, o la meditación solamente, sino una vida de


oración que tiene muchas facetas, en la que todas esas facetas pueden gozar de su
propio énfasis. Este énfasis tenderá a diferir en las distintas personas, en las
diferentes vocaciones individuales. El trabajo del padre abad consistirá en discernir
la diversidad de espíritus y animar a cada uno en el camino, querido para él por el
espíritu de Dios. Si hace falta, hay que remover los obstáculos y pueden y deben
hacerse ajustes discretos, para que la comunidad monacal produzca sus frutos en
todo espíritu y en cualquier tipo de oración.

Lo que aquí se dice para los monjes, se aplica también, con ciertos ajustes, a todos
los fieles.
XI
¿Cuál es el objetivo de la oración en el sentido de «oración del corazón»?

En la «oración del corazón» buscamos en primer lugar el mayor campo de nuestra


identidad en Dios. No razonamos sobre los dogmas de la fe, o sobre »los misterios».
Más bien buscamos conseguir un conocimiento existencial, una experiencia personal
de las verdades más profundas de la vida y de la fe, encontrándonos a nosotros
mismos en la verdad de Dios. La certeza interior depende de la purificación. La noche
oscura rectifica nuestras intenciones más profundas. En el silencio de esta »noche
de la fe», nos volvemos hacia la sencillez y la sinceridad del corazón. Aprendemos
el recogimiento que consiste en escuchar para ver la voluntad de Dios, en una
atención simple y directa a la realidad. El recogimiento es el conocimiento de lo
incondicional. La oración entonces significa el anhelo de la sencilla presencia de
Dios, la comprensión personal de su palabra, el conocimiento de su voluntad y la
capacidad para escucharle y obedecerle. Es algo mucho más que peticiones
formuladas en favor de nuestras más profundas preocupaciones.
Nuestro deseo y nuestra oración deben ser resumidas en las palabras de san
Agustín: noverim te, noverim me 38

Deseamos conseguir una verdadera evaluación de nosotros y del mundo, de tal


manera que seamos capaces de comprender el significado de nuestra vida como
hijos de Dios, redimidos del pecado y de la muerte. Deseamos conseguir un
verdadero conocimiento amoroso de Dios, nuestro Padre y Redentor. Deseamos
escuchar su palabra y responder a ella con todo nuestro ser. Deseamos conocer su
misericordiosa voluntad y someternos a ella en su totalidad. Éstas son las metas de
la meditatio y la oratio. Esta preparación para la oración puede ser prolongada por
una recitación lenta, «sapiencial» y amorosa de un salmo favorito, refugiándonos en
el profundo sentido de las palabras para nosotros aquí y ahora.

En el lenguaje de los padres de la vida monástica, toda oración, la lectura, la


meditación y todas las demás actividades de la vida monástica tienen como finalidad
la pureza del corazón, una total aceptación de nosotros y de nuestra situación como
querida por él. Esto significa la renuncia a todas las ilusiones sobre nosotros mismos,
toda estima exagerada de nuestras propias capacidades, para obedecer a la
voluntad de Dios como se nos presenta en los momentos difíciles de la vida en su
verdad exacta. La pureza del corazón es, pues, correlativa a una nueva identidad
espiritual, al «uno mismo» como reconocido en el contexto de las realidades queridas
por Dios. La pureza del corazón es el reconocimiento iluminado del hombre nuevo,
como opuesto a las complejas y lamentables fantasías del hombre viejo.
La meditación está pues ordenada a esta nueva perspectiva, a este conocimiento
directo de uno mismo en su aspecto más elevado.

¿Qué soy yo? Soy yo mismo, una palabra pronunciada por Dios.

¿Estoy seguro de que el sentido de mi vida es el que Dios quiso para ella? ¿Acaso
Dios impone un sentido para mi vida desde fuera, a través de los acontecimientos, la
costumbre, la rutina, la ley, un sistema, el impacto de aquellos con los que vivo en
sociedad? ¿O bien estoy llamado a crearme desde dentro, con él, con su gracia, un
sentido que refleje su verdad y me haga su «palabra» hablada libremente en mi
situación personal? Mi verdadera identidad subyace en la llamada de Dios a mi
libertad y en mi respuesta a él. Esto significa que debo usar mi libertad para amar,
con plena responsabilidad y autenticidad, no meramente resignado a recibir una
forma que se impone por fuerzas externas, o a formar mi propia vida de acuerdo con
un modelo social, sino dirigiendo mi amor a la realidad personal de mi hermano, y
abrazando la
voluntad de Dios en su misterio desnudo, a menudo impenetrable 39. No puedo
descubrir mi sentido si intento evadirme del miedo que me da la primera impresión
de mi falta de sentido.

Por la meditación penetro en el campo más profundo de mi vida, busco la total


comprensión de la voluntad de Dios respecto a mí, del perdón de Dios para conmigo,
mi dependencia total respecto a él. Pero esta penetración debe ser auténtica. Debe
ser algo genuinamente vivido por mí. Esto, a su vez, depende de la autenticidad del
concepto total de mi vida y de mis objetivos. Pero mi vida y mis objetivos tienden a
ser artificiales, inauténticos, cuando me limito a ajustar mis acciones a ciertas normas
externas de conducta, que me posibilitarán jugar un papel, aceptado como bueno,
en la sociedad en la que vivo. Después de todo, eso se limita casi exclusivamente a
aprender el papel. A veces, métodos y programas de meditación se reducen
simplemente a eso, a aprender a jugar un papel religioso. La idea de la «imitación»
de Cristo y de los santos puede degenerar en mera asimilación imitativa de la
persona, si se queda sólo en el exterior.

No le basta a la meditación investigar el orden cósmico y situarme en el mismo. La


meditación es algo más que conseguir un dominio de un Weltanschauung (una visión
filosófica del cosmos y de la vida). Y aunque tal meditación nos lleva a una especie
de resignación a la voluntad de Dios, manifestada en el orden cósmico o en la
historia, no se trata de algo profundamente cristiano. De hecho, tal meditación puede
estar fuera del contacto con las verdades más profundas del cristianismo. Consiste
en aprender unas pocas fórmulas, fruto del raciocinio, explicaciones que nos
permitan mantener una actitud resignada e indiferente en las grandes crisis de la
vida. Aunque, por desgracia, esto llegue a posibilitar la evasión cuando se nos pida
una confrontación directa con nuestra nulidad. En vez de una aceptación estoica de
los decretos «providenciales», de los hechos, y de otras manifestaciones de la «ley
en el cosmos», debemos presentarnos desnudos y sin defensas en el centro de esta
realidad que nos asusta, donde estamos solos delante de Dios en nuestra nulidad,
sin explicación, sin teorías, totalmente dependientes de su cuidado providente, en
una extrema necesidad del don de su gracia, de su perdón y de la luz de la fe.

Debemos acercarnos a nuestra meditación dándonos cuenta de que la «gracia», el


«perdón» y la «fe», no son unas posesiones permanentes e inalienables que
ganamos con nuestros esfuerzos y retenemos como por derecho, con tal de que nos
portemos bien. Se trata de unos dones constantemente renovados. La vida de la
gracia en nuestros corazones se renueva momento a momento, directa y
personalmente por Dios en su amor por nosotros. De aquí que la «gracia de la
meditación», en el sentido de «oración del corazón», es también un don especial.
Nunca debe ser considerada como merecida. Aunque podemos decir que es un
«hábito» que en cierto sentido está permanentemente presente en nosotros, cuando
lo hemos recibido, sin embargo, sigue siendo algo que nunca podemos exigir por
derecho y servirnos de ello de acuerdo con nuestra satisfacción personal, sin relación
con la voluntad de Dios —aunque podamos hacer un uso autónomo de nuestros
dones naturales—. El don de la oración es inseparable de otra gracia, la de la
humildad, que nos hace darnos cuenta de que las auténticas profundidades de
nuestro ser y de nuestra vida tienen sentido y son reales solamente en tanto en
cuanto están orientadas hacia Dios como a su fuente y a su fin.

Cuando nos parece que poseemos y nos servimos de nuestro ser y de nuestras
facultades naturales de una forma absolutamente autónoma, como si nuestro ego
individual fuera la pura fuente y el fin de nuestros actos, entonces vivimos en la
ilusión, y nuestros actos, por muy espontáneos que puedan parecer, carecen de
sentido espiritual y de autenticidad.
En consecuencia, en primer lugar nuestra meditación debe empezar por la
concienciación de nuestra nulidad y desamparo en la presencia de Dios. Esta
experiencia no debe ser triste o deseo razón adora. Al contrario, puede ser
profundamente tranquila y gozosa, puesto que ella nos lleva al contacto directo con
la fuente de todo gozo y de toda vida. Pero una razón por la que la meditación nunca
empieza realmente, es quizá porque nunca nos lleva a nuestro centro real de nuestra
nulidad ante Dios. Por eso nunca entramos en la realidad más profunda de nuestra
relación con él.

En otras palabras, meditamos sólo «con la mente», con la imaginación, o en el mejor


de los casos, con los deseos, considerando las verdades religiosas desde un punto
de vista despegado. No empezamos por buscar «encontrar nuestro corazón», es
decir, hundirnos en el profundo conocimiento del campo de nuestra identidad ante
Dios y con él. «Encontrar nuestro corazón» y recuperar este conocimiento de nuestra
identidad más profunda implica el reconocimiento de que nuestro ser externo, diario,
es, en gran parte, una máscara y algo que nosotros nos fabricamos. No es nuestro
ser auténtico. Y por eso no es fácil encontrar nuestro verdadero ser. Está escondido
en la oscuridad y en la «nulidad», en el centro donde estamos en dependencia directa
de Dios. Pero puesto que la realidad de toda meditación cristiana depende de su
reconocimiento, nuestro intento de meditar sin él es contradictorio en sí mismo. Es lo
mismo que caminar sin pies.

Otra consecuencia es que incluso la capacidad de reconocer nuestra condición ante


Dios es en sí misma una gracia. No podemos siempre conseguirla por nuestra propia
voluntad. Por tanto, aprender a meditar no significa aprender una técnica artificial
para que produzca una «compunción» infalible y un «sentido de nuestra nulidad»,
cuando a nosotros nos plazca. Por el contrario, éste sería el resultado de la violencia
y nos convertiríamos en algo inauténtico. La meditación implica la capacidad para
recibir esta gracia cuando Dios quiera concedérnosla, y por tanto una permanente
disposición a la humildad, una atención a la realidad, receptividad y flexibilidad. Por
eso, aprender a meditar significa hacernos libres gradualmente de nuestra habitual
dureza de corazón, de nuestra apatía y de nuestra zafiedad de mente, debida a la
arrogancia, al rechazo de la simple realidad o a la resistencia a las demandas
concretas de la voluntad de Dios.

Si en realidad nuestros corazones permanecen aparentemente indiferentes y fríos, y


encontramos moralmente imposible «empezar» a meditar de esta forma, debemos,
sin embargo, darnos cuenta de que esta frialdad es en sí misma un signo de nuestra
necesidad y de nuestro desvalimiento. De acuerdo con eso, debemos considerarla
como un motivo para la oración. Podemos también reflexionar que quizá, sin darnos
cuenta, hemos caído en el espíritu de la rutina y somos incapaces de ver cómo
recobrar nuestra espontaneidad sin la gracia de Dios, que debemos esperar
pacientemente, pero al mismo tiempo con un gran deseo. Esta espera misma será
para nosotros una escuela de humildad.
XII
Sin intentar hacer de la vida cristiana un culto al sufrimiento por él mismo, debemos
admitir que la negación propia es absolutamente esencial a la vida de oración.

En la vida de oración se da la única posibilidad de transformar nuestro espíritu y de


hacernos «hombres nuevos» en Cristo. Luego la oración debe ir acompañada de la
«conversión», la metanoia, ese cambio profundo del corazón en el que morimos en
un cierto nivel de nuestro ser para encontrarnos vivos y libres en otro, en un nivel
más espiritual.

San Aelred de Rievaulx, escribiendo a su hermana, una solitaria en Yorkshire, nos


explica con claridad la relación íntima entre la meditación y el ascetismo.
El amor de Dios exige dos cosas: amor en el corazón (affectus mentís) y una virtud
productiva (effectus operis). Así que debemos trabajar en el ejercicio de la virtud y del
amor, en la dulzura de la experiencia espiritual. La disciplina de la virtud consiste en
un cierto modo de vida, en el ayuno, en vigilias, en el trabajo manual, en la lectura, en
la oración, en la pobreza y en otras cosas semejantes. Nuestro amor se alimenta en
una saludable meditación. Y para que este dulce amor de Jesús pueda aumentar en
tu corazón, debes practicar una triple meditación: un recuerdo del pasado, un
reconocimiento de las cosas presentes y una preocupación por las
cosas futuras. 40

Por eso debemos controlar nuestros pensamientos y nuestros deseos. Debemos


conseguir la libertad interior. Esto no tiene que ser mal interpretado. No quiere decir
que el cristiano debe hacer del vivir en el mundo algo sin importancia, y menos
todavía debe resignarse a una condición de injusticia social e indigencia, o animar a
los demás a hacerlo. Tampoco significa «desprecio» a la creación visible en un
sentido maniqueo, como si las cosas materiales y sensibles fueran malas.

Significa el despego y la libertad en relación con los cuidados desordenados, de tal


manera que sean capaces de usar las cosas buenas de la vida, y de pasar de ellas
por una causa mejor. Significa la capacidad de servirse de ellas o de sacrificar todas
las cosas creadas en interés del amor. En palabras de san Pablo, «procedamos con
limpieza de vida, con conocimiento de las cosas de Dios, con paciencia, con bondad,
penetrados del Espíritu Santo, con un amor sincero, apoyados en la palabra de
verdad y en la fuerza de Dios; y en todo atacamos y nos defendemos con las armas
que nos depara la fuerza salvadora de Dios. Unos nos ensalzan y otros nos denigran;
unos nos calumnian y otros nos alaban. Se nos considera impostores, aunque
decimos la verdad; quieren ignorarnos, pero somos bien conocidos; estamos al borde
de la muerte, pero seguimos sin vida; nos castigan, pero no nos alcanza la muerte;
nos tienen por tristes, pero estamos siempre alegres; nos consideran pobres, pero
enriquecemos a muchos; piensan que no tenemos nada, pero lo poseemos todo»".

Este pasaje magnífico, cantado por la Iglesia en la misa del primer domingo de
Cuaresma, nos muestra que la vida del ascetismo cristiano conduce a un reino de
paradoja y aparente contradicción. La vida de meditación se alimenta de una
paradójica condición en la que estamos suspendidos entre el cielo y la tierra, debido
a nuestro deseo de renuncia, y al hecho de que este deseo jamás puede ser llenado,
porque debe permanecer dentro de ciertos límites. El ascetismo nos coloca en una
situación sobre la paradoja, y la meditación lucha contra la paradoja. La finalidad de
la lucha es la paz divina del amor espiritual, en contemplación. Pero no podemos
sobrevivir en este estado de paradoja sin una ayuda especial de la gracia y sin
renovar constantemente la autodisciplina.

Tales ejercicios de ayuno no pueden tener el efecto adecuado si nuestros motivos


para practicarlos no brotan como fruto de nuestra meditación personal. Tenemos que
pensar lo que hacemos, y las razones para nuestra acción deben brotar de las
profundidades de nuestra libertad y ser animadas por el poder transformante del
amor cristiano. De otra manera, los sacrificios que nos imponemos son algo
pretencioso, gestos simbólicos sin significado interior real. Los sacrificios que se
hacen con este espíritu formalista tienden a ser meros actos de rutina externa,
llevados a cabo para exorcizar los demonios de la ansiedad interior y no por amor.
Nuestra atención tenderá a fijarse en sufrimientos insignificantes que hemos elegido
piadosamente para soportarlos, y tenderá a exagerarlos de una manera o de otra,
para hacer que parezca que nos son insoportables, o que sean vistos como más
heroicos de lo que en realidad son. Es mejor no hacer sacrificios de ese tipo. Sería
más sincero, y además más religioso, hacer una comida completa con espíritu de
gratitud que hacer un ridículo sacrificio de una parte de la comida, con el sentimiento
de que nos hemos convertido en mártires.

Nuestra capacidad para sacrificarnos con un espíritu maduro y generoso puede muy
bien ser una de las pruebas de nuestra oración interior. La oración y el sacrificio van
unidos. Donde no hay sacrificio, al final se verá que no hay oración y viceversa.
Cuando el sacrificio se convierte en una autodramatización infantil, la oración será
también falsa y un autodespliegue operativo, o una quejumbrosa introspección
autocompasiva. La oración seria y sencilla, unida al amor maduro, se manifestará de
forma inconsciente y espontánea en un espíritu de sacrificio habitual y de
preocupación por los demás que es siempre generoso, aunque quizá no seamos
conscientes del hecho. Esta unión de la oración y el sacrificio es más fácil evaluarla
en los demás que en nosotros mismos, y cuando nos hacemos conscientes de esto,
ya no intentamos calibrar nuestro propio progreso en la materia.

XIII
Para entender lo que sigue, el lector tendrá que recordar que las profundidades
interiores de la vida espiritual son misteriosas, inexplicables. Pueden difícilmente ser
descritas con detalles ajustados en lenguaje científico. Por esta razón ni siquiera la
teología toca apenas el tema, excepto con el lenguaje poético y simbólico de los
Padres de la Iglesia y de los Doctores Místicos.

John Tauler, por ejemplo, dice que el conocimiento místico y unitivo de Dios es
inefable y es luz esencial.

Se llama un desierto incomprensible y solitario. Verdaderamente lo es. Nadie puede


encontrar su camino a través de él o ver ningún mojón, porque no tiene señales que
el hombre pueda reconocer. Por «oscuridad» aquí debes entender una luz que nunca
iluminará una inteligencia creada, una luz que nunca puede ser entendida de forma
natural. Y se llama «desolada» porque no hay camino alguno que lleve hasta ella. Para
llegar allí el alma debe ser dirigida por encima de ella misma, más allá de toda
comprensión. Puede beber del torrente en sus auténticas fuentes, de esas aguas
verdaderas y esenciales. Aquí el agua es dulce y fresca y pura, como todo torrente es
dulce en su fuente, antes de haber perdido su fría frescura y pureza. 42

El conocimiento unitivo de Dios en el amor no es el conocimiento de un objeto por el


sujeto, sino una clase de conocimiento muy diferente y trascendente, en el que el
«yo» creado que somos nosotros parece desaparecer en Dios y conocerle a él sólo.
En la purificación pasiva uno mismo realiza la tarea de un cierto vaciarse y de una
aparente destrucción, hasta que, reducido al vacío total, no se conoce ya a sí mismo
fuera de Dios.

Por tanto según avanzamos en el camino del sacrificio tendemos a someternos más
y más a la acción purificadora que no podemos comprender. Los sacrificios que no
son escogidos son con frecuencia de mayor valor que los que hemos elegido por
nosotros mismos. Especialmente en la meditación tenemos que aprender a ser
pacientes en los caminos aburridos y áridos que se apoderan de nosotros a través
de lugares secos en la oración. Las arideces aumentan más y más frecuentemente,
y son más y más difíciles a medida que el tiempo avanza. En cierto sentido, la aridez
puede casi ser tomada como signo de progreso en la oración, con tal de que sea
acompañada por un esfuerzo serio y autodisciplina. En la profecía de Oseas el Señor
dice que él guiará a Israel al desierto y a lugares secos en el valle de Achor, para
hablarle al corazón y desposarlo en la
fe 43 Esta promesa sigue a la amenaza de que Israel será despojado de todo su
esplendor y del lujo que ha gozado en el culto subrepticio de los falsos dioses.

Ella no comprendía que era yo quien le daba el trigo y el vino y el aceite, y oro
y plata en abundancia. Por eso le quitaré otra vez mi trigo en su tiempo y mi
vino en su sazón; recobraré mi lana y mi lino con que cubría su desnudez.
Descubriré su infamia ante sus amantes, y nadie la librará de mi mano; pondré
fin a sus alegrías, sus fiestas, sus novilunios, sus sábados y todas sus
solemnidades. Arrasaré sus viñedos y sus higueras, de los que decía: son mi
paga, me las dieron mis amantes. La visitaré por los días de los baales, cuando
les quemaba incienso y se ataviaba de su anillo y su collar para irse detrás de
sus amantes, olvidándose de mí, oráculo de Yavé. 44

En la tradición del misticismo cristiano, un texto como éste puede aplicarse a la


purificación de la mente y el espíritu del hombre en la aridez de la oración cuando
cesan los consuelos espirituales, el pensamiento se hace difícil e incluso imposible,
y la imaginación no obedece ya a nuestra voluntad y a nuestros deseos. En ese
momento, los sentidos interiores y los sentimientos se disocian espontáneamente de
nuestro esfuerzo espiritual y molestan en vez de ayudarnos. La mente consciente
empieza a darse cuenta de su falta de total autonomía, y el inconsciente hace sentir
su poder oculto y sus oscuras turbaciones. Todo es necesario para despegarnos de
un camino perfecto de oración, y nos lleva a una contemplación espiritual madura.
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA

Durante la «noche oscura» de los sentimientos y de los sentidos, se siente ansiedad


en la oración, a menudo de una forma aguda. Es algo necesario, porque esa noche
espiritual señala el paso del control pleno, libre, de nuestra vida interior, a las manos
de un poder superior. Y también esta noche oscura significa que el tiempo de
oscuridad es, en realidad, un tiempo de peligro y de opciones difíciles. Empezamos
a salir de nosotros mismos. Es decir, somos arrancados de nuestras defensas
habituales y conscientes. Estas defensas son también limitaciones que debemos
abandonar si queremos crecer. Pero al mismo tiempo son, a su manera, una
protección contra las fuerzas inconscientes, demasiado grandes para que nos
enfrentemos a ellas cara a cara, desnudos y sin protección.

Si nos ponemos en camino hacia esa oscuridad, tenemos que encontrarnos con esas
fuerzas inexorables. Tendremos que enfrentarnos a miedos y dudas. Tendremos que
cuestionar toda la estructura de nuestra vida espiritual. Deberemos hacer una nueva
evaluación de nuestros motivos para creer, para amar, para nuestro compromiso con
el Dios invisible. Y en ese momento, precisamente, toda la luz espiritual se oscurece,
todos los valores pierden sus contornos y su realidad, y permanecemos, por así
decirlo, suspendidos en el vacío.

El aspecto más crucial de esta experiencia es precisamente la tentación de dudar de


Dios mismo. No debemos minimizar el hecho de que éste es el auténtico peligro.
Porque aquí avanzamos más allá de donde Dios se hace accesible a nuestra mente
en imágenes sencillas y primitivas. Entramos en la noche que se hace presente sin
imagen alguna, invisible, inescrutable, y más allá de toda representación mental.

En un momento como éste, quien no está profundamente arraigado en una auténtica


fe teologal corre el peligro de perder todo lo que tuvo en algún momento. Su oración
puede convertirse en una lucha oscura y odiosa para guardar las imágenes y las
trampas que cubren su propio vacío interior. Tendrá que enfrentarse a la verdad de
su vacío interior o se esforzará en abrirse paso hacia el retiro de un reino ficticio de
imágenes y analogías, que ya no sirven para una vida espiritual madura. No será
capaz de enfrentarse a la terrible experiencia de estar aparentemente sin fe para
crecer realmente en la fe. Porque ésta es la prueba, este fuego de purgación, que
abrasa los elementos humanos y accidentales de la fe para dejar libre de toda
atadura el profundo poder espiritual que hay en el centro de nuestro ser. Este don
de Dios es, por sí mismo, inaccesible, pero se nos da momento tras momento, más
allá de nuestra comprensión, por su misericordia inescrutable.

Arrasaré su vid y su higuera de los que decía: «Son mi paga, me las dieron mis
amantes». Las reduciré a matorrales y las devorarán las alimañas. Por tanto, mira, voy
a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al corazón. Allí le daré sus viñas y
el Valle de la Desgracia será Paso de la Esperanza. Aquel día, oráculo del Señor, me
llamarás Esposo mío, ya no me llamarás ídolo mío. Le apartaré de la boca los nombres
de los baales y sus nombres no serán invocados... Me casaré
http://www.mercaba.org/Libros/Merton/La_oracion_contemplativa.htm 45/70
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA

contigo para siempre, me casaré contigo a precio de justicia y derecho, de afecto y de


cariño. Me casaré contigo a precio de fidelidad, y conocerás al Señor. 45

XIV
La meditación no es sólo un esfuerzo intelectual para dominar ciertas ideas sobre
Dios o incluso para imprimir en nuestras mentes los misterios de nuestra fe católica.
El conocimiento conceptual de nuestra verdad religiosa tiene un lugar definitivo en
nuestra vida, y ese lugar es importante. El estudio juega una parte esencial en la
vida de oración. La vida espiritual necesita unos fuertes fundamentos intelectuales.
El estudio de la teología es un acompañamiento necesario para la vida de la
meditación. El objetivo de la meditación no es meramente adquirir o profundizar el
conocimiento objetivo y especulativo de Dios y de la verdad revelada por él.

En la meditación no buscamos saber acerca de Dios como si fuese un objeto como


otros que sometemos a nuestro raciocinio y que puede ser expresado en ideas
científicas claras. Buscamos conocer a Dios mismo, más allá del nivel de todos los
objetos que él ha hecho, y que se nos aparecen como «cosas» aisladas las unas de
las otras, «definidas», «delimitadas» con límites claros. El Dios infinito no tiene
límites y nuestras mentes no pueden ponerle límites ni a él ni a su amor. Su presencia
es pues «captada» en el conocimiento general de la fe amorosa, «se realiza» sin ser
conocida de una forma científica, con precisión, como conocemos un espécimen con
la ayuda del microscopio. Su presencia no puede ser comprobada como podemos
comprobar un experimento de laboratorio. Aunque podemos darnos cuenta de ella
espiritualmente, si no insistimos en verificarla. Tan pronto como intentamos verificar
la presencia espiritual como un objeto de conocimiento exacto, Dios nos elude.

Volviendo a algunos pasajes clásicos de san Juan de la Cruz en la «noche oscura»


de la contemplación, vemos que su doctrina acerca de la fe es a menudo mal
interpretada. A algunos lectores les parece que está diciendo sencillamente que si
damos la espalda a los objetos sensibles y visibles, llegaremos a ver los objetos
invisibles. Esto es puro neoplatonismo, no la doctrina de san Juan de la Cruz. Al
contrario, él enseña que el alma

... no sólo se ha de quedar a oscuras según aquella parte que tiene respecto a las
criaturas y a lo temporal... sino que también se ha de cegar y oscurecer según la parte
que tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la racional y superior... Debe ser
como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose
a cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla
que le hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y
si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no
viene a lo que es más, que es lo que enseña la fe. 48
Una vez más, sin embargo, esta oscuridad no es simplemente negativa. Trae consigo
una aclaración que escapa de la investigación y control del entendimiento. «Porque
a Dios ¿quién le quitará que él no haga lo que quisiere

http://www.mercaba.org/Libros/Merton/La_oracion_contemplativa.htm 45/70
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA

en el alma resignada, aniquilada y desnuda?» 47

Esta enseñanza de san Juan de la Cruz no tiene que colocarse aparte como una
forma peculiar de la «espiritualidad carmelitana». Está en línea directa con la antigua
tradición patrística y monástica, desde Evagrio del Ponto, Casiano y Gregorio de
Nicea, hasta san Gregorio Magno y los seguidores del Pseudo- Dionisio en
Occidente.

San Juan Crisóstomo escribe de la «imposibilidad de comprenderá Dios»:

Invoquémosle como al Dios inexpresable, incomprensible, invisible, inasible al


conocimiento. Confesemos que sobrepasa todo poder de lenguaje humano, que elude
toda captación de inteligencia mortal, que los ángeles no pueden penetrarle, tampoco
los serafines pueden verle en toda su claridad, ni los querubines comprenderle
totalmente, porque es invisible a los principados y potestades, a las virtudes y a todas
las criaturas sin excepción. Sólo el Hijo y el Espíritu Santo le
conocen. 48

San Gregorio de Nicea describe la «noche mística»:

La noche designa la contemplación (theoria) de las cosas invisibles a la manera de Moisés, que entró en la
oscuridad donde estaba Dios, este Dios que hace de la oscuridad el sitio donde se esconde 49. Rodeada por
la noche divina, el alma busca al que está escondido en la oscuridad. Pero ella posee sin embargo el amor
de él al que busca, pero el amado escapa a la captación de los pensamientos de ella... Por eso, abandonando
la búsqueda, reconoce al que desea por el mero hecho de que su conocimiento está más allá de la
comprensión. Entonces dice: «Habiendo abandonado todas las cosas creadas y la ayuda de la comprensión,
sólo por la fe he encontrado al amado. Y no le dejaré marchar, sujetándolo con el abrazo de la fe, hasta que
entre en mi alcoba». La alcoba es el corazón, que es capaz de hacer de ella su morada cuando sea
restaurado a su estado primitivo. 50

Y Evagrio dice en el Tratado de Oración, atribuido durante mucho tiempo a san Nilo:
«Lo mismo que la luz que nos enseña todo no tiene necesidad de otra luz para ser
vista, así Dios, que nos enseña todas las cosas, no tiene necesidad de una luz en la
que podamos verle, porque él es en sí mismo la luz por esencia»
51
. Y «no veas diversidad en ti mismo cuando ores, y deja que tu inteligencia asimile
la impresión de no tener forma alguna. Pero vete inmaterialmente a lo inmaterial y
entenderás... Aspirando a ver la cara del Padre que está en el cielo, no busques otra
cosa en el mundo, ni forma ni figura cuando ores» 52

Volviendo a los místicos de la zona del Rin encontramos a John Tauler empleando
un lenguaje típico: «Todo aquello en lo que un hombre descansa con gozo, todo lo
que guarda como un bien que le pertenece es todo comido por los gusanos, excepto
aquello que parece perderse en el bien de Dios, puro, imposible de conocer, inefable
y misterioso, renunciando a nosotros mismos y a todo aquello que puede aparecer
en él.»

Y Ruysbroeck dice:
El hombre interior entra en sí mismo de una forma simple, sobre toda actividad y
valores, para aplicarse él mismo a una simple visión en el amor lleno de fruto. Ahí
encuentra a Dios sin intermediario. Y desde la unidad de Dios brilla para él una luz
simple. Esta luz se muestra ella misma como oscuridad, desnudez y nada. En esta

http://www.mercaba.org/Libros/Merton/La_oracion_contemplativa.htm 46/70
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA

oscuridad, el hombre es rodeado y se hunde en un estado que carece de formas, en


el que se siente perdido. En la desnudez, escapan a él todas las consideraciones y
distracciones de las cosas, y es configurado y penetrado por una simple luz. En su
nada, ve que todos sus trabajos se reducen a nada, porque se siente abrumado por
la actividad del inmenso amor de Dios, y por la provechosa inclinación de su Espíritu,
él... llega a convertirse en un espíritu con Dios. 53

La doctrina de la pureza de corazón y de la contemplación «libre de imágenes» está


asumida en la Philokalia: «Un corazón puro es el que, siempre presentando a Dios
una memoria sin forma y sin imagen, está preparado para recibir nada más que las
impresiones que le vienen de él y por el que está
acostumbrado a convertirse en evidente para eso» 54

En una palabra, Dios es invisible al campo de nuestro ser. Nuestra creencia y nuestro
amor llegan hasta él, pero él permanece escondido a la mirada arrogante de nuestra
mente investigadora que busca captarle y asegurar su posesión permanente en un
acto de conocimiento que le da poder sobre él. De hecho, es absurdo e imposible
intentar captar a Dios como un objeto que puede ser captado y comprendido por
nuestras mentes.

El conocimiento del que somos capaces es solamente un conocimiento acerca de él.


Apunta hacia él por analogías que debemos trascender para alcanzarlo. Pero
debemos trascendernos a nosotros mismos tanto como nuestras analogías, y en
nuestra búsqueda de él, debemos olvidar la relación familiar sujeto-objeto que
caracteriza nuestros actos ordinarios de conocimiento. En vez de eso le conocemos
en la medida en que nos hacemos conscientes de nosotros mismos como conocidos
totalmente por él. Le «poseemos» en la proporción en que nos damos cuenta
nosotros mismos de ser poseídos por él en las mayores profundidades de nuestro
ser. La meditación o la «oración del corazón» es el esfuerzo activo que hacemos
para mantener nuestros corazones abiertos de tal manera que podamos ser
iluminados por él y llenados con esta realización de nuestra verdadera relación con
él. Por tanto la forma clásica de «meditación» es una invocación repetitiva del
nombre de Jesús en el corazón vaciado de imágenes y preocupaciones.

De aquí que la finalidad de la meditación, en el contexto de la fe cristiana, no es llegar


a un conocimiento objetivo y aparentemente «científico» acerca de Dios, sino llegar
a conocerle a través de la constatación de que nuestro ser más verdadero está
penetrado por su conocimiento y amor por nosotros. Nuestro conocimiento de Dios
es, paradójicamente, un conocimiento no de él, como objeto de nuestro raciocinio,
sino de nosotros como totalmente dependientes de su conocimiento salvador y
misericordioso de nosotros. En la misma proporción que nosotros le somos
conocidos, encontramos nuestro ser real y nuestra identidad en Cristo. Le
conocemos en y a través de nosotros en la medida en

http://www.mercaba.org/Libros/Merton/La_oracion_contemplativa.htm 47/70
25/12/2016 LA ORACION CONTEMPLATIVA

que su verdad sea la fuente de nuestro ser y de que su amor misericordioso sea el
auténtico corazón de nuestra vida y existencia. No tenemos otra razón de ser, salvo
ser amados por él como nuestro Creador y Redentor, y amarlo a su vez. No hay
verdadero conocimiento de Dios que no implique una profunda captación y una
íntima y personal aceptación de esta absoluta relación.

La finalidad única de la meditación es profundizar en la conciencia de esta relación


básica de la criatura con su Creador y del pecador con su Redentor.

Se ha dicho anteriormente que la mística del «no conocer», por la que ascendemos
al conocimiento de Dios «como no visto» sin «forma ni figura», más allá de todas las
imágenes y, naturalmente, de todos los conceptos, no debe ser entendida como un
simple dar la espalda a las ideas de las cosas materiales e inmateriales. El
conocimiento místico de Dios, que ya empieza de alguna manera incoativa en la fe
viva, no es un conocimiento de las esencias inmateriales e invisibles, como distintas
de las visibles y materiales. Si de alguna forma nada de lo que podemos ver o
entender puede darnos una completa y adecuada idea de Dios, excepto por una
remota analogía, podemos decir que las imágenes y símbolos, e incluso el material
que entra dentro de la categoría de signos sacramentales y de las obras de arte,
adquieren una cierta dignidad por derecho propio, puesto que no son rechazadas en
favor de otros objetos «inmateriales», considerados como superiores, como si fueran
capaces de hacernos «ver» a Dios más perfectamente. Por el contrario, puesto que
somos bien conscientes de que las imágenes, símbolos y obras de arte son sólo
materiales, tendemos a servirnos de ellos con mayor libertad y menor peligro de error
precisamente porque nos damos cuenta de las limitaciones de su naturaleza.
Sabemos que pueden ser solamente medios para un fin, y no los convertimos en
«ídolos». Por el contrario, hoy la tentación más peligrosa es construir ideas e
ideologías y convertirlas en «ídolos», adorándolas por ellas mismas.

Así podemos decir, aunque sea de pasada, que la imagen, el símbolo, el arte, el rito
y el curso de los sacramentos, sobre todo, directa y propiamente llevan las cosas
materiales a la vida de oración y meditación, sirviéndose de ellas como medios para
entrar más profundamente en la oración. Denis de Rougement llamó al arte, «una
trampa calculada para la meditación». El aspecto estético de la vida cultual no debe
ser olvidado, especialmente hoy cuando nos estamos recuperando con muchas
dificultades de una época de abominación y desolación en el arte sagrado, debido
en parte a una especie de actitud maniquea hacia la belleza natural por una parte, y
por otra, a un abandono racionalista de las cosas sensibles. Así, todo lo que ha sido
dicho arriba en las anotaciones de san Juan de la Cruz y otros doctores del
misticismo cristiano sobre la «oscura contemplación» y «la noche de los sentidos»
no debe ser mal interpretado, como significando que todo el que esté interesado en
la vida de meditación y de oración, debe renunciar a la cultura normal de los sentidos,
del gusto artístico, de la imaginación y de la inteligencia. Al contrario, se presupone
esa cultura. La persona no puede ir más allá de lo que no ha conseguido
http://www.mercaba.org/Libros/Merton/La_oracion_contemplativa.htm 49/70
todavía, y normalmente la realización de que Dios está «más allá de las imágenes,
símbolos e ideas», se deja ver solamente en alguien que previamente ha hecho un
buen uso de todas esas cosas, que tiene una «cultura
monástica» completa y madura 55 y, habiendo alcanzado el límite del símbolo y de
la idea, avanza hacia un estado adelantado, en el que actúa sin ellos, al menos
temporalmente. Porque incluso si estas ayudas humanas y simbólicas para orar
pierden su utilidad en formas más altas de unión contemplativa con Dios, siguen
teniendo su sitio en la vida diaria, también en el caso del contemplativo. Forman
parte del entorno y de la atmósfera cultural en la que él vive normalmente.

La función de la imagen, del símbolo, de la poesía, de la música, del canto y de todo


lo ritual (relacionado remotamente con la danza sagrada) es abrir el interior del
contemplativo, para incorporar los sentidos y el cuerpo en la totalidad de su
orientación a Dios, que es necesariamente la realidad de la adoración y de la
meditación. Abandonar los sentidos y el cuerpo al mismo tiempo, y dejar
simplemente a la imaginación hacer su propio camino, mientras se intenta bucear en
una oración más abstracta y profunda, terminará por no tener resultado alguno,
incluso para quien se encuentra en un estado avanzado en la meditación.

Todas las tradiciones religiosas tienen maneras de integrar los sentidos, en su propio
nivel, en formas más elevadas de oración. La literatura mística más importante habla,
no solamente de la «tiniebla», y de lo «desconocido», sino también, y casi con el
mismo énfasis, de un extraordinario florecimiento de los «sentidos espirituales», y
del conocimiento estético, subrayando e interpretando la más alta y más directa
unión con Dios, «más allá de la experiencia». De hecho, lo que está más allá de la
experiencia debe ser mediado, de alguna manera, e interpretado en un lenguaje
ordinario de pensamiento humano antes de que pueda ser reconocido por el sujeto
mismo, y antes de que pueda ser comunicado a los demás. Naturalmente, no puede
negarse que uno puede entrar en la oración contemplativa sin ser capaz de
reflexionar sobre el hecho, y menos todavía de comunicar la experiencia a los
demás. Pero en la literatura mística, que evidentemente implica comunicación por
medio de imágenes, símbolos e ideas, encontramos que la contemplación en «lo
desconocido» está generalmente acompañada por dones teologales y poéticos fuera
de lo corriente, siempre que el fruto de la contemplación tenga que ser compartido
con otros.

Encontramos, por ejemplo, a san Juan de la Cruz, describiendo la Llama de amor


viva, con un lenguaje muy concreto y hermoso que, evidentemente, refleja una
experiencia todavía más hermosa y concreta, que en su caso ha sido traducida en
términos simbólicos. Pero dice, sin ambigüedad alguna, que lo que describe es «el
sabor de la vida eterna», «la experiencia de la vida de Dios» y la actividad del Espíritu
Santo, Dice:
Mas, ¿cómo se puede decir que la hiere, pues en el alma no hay cosa ya por herir,
estando ya ella toda cauterizada con fuego de amor? Es cosa maravillosa, que como
el amor nunca está ocioso, sino en continuo movimiento, como la llama está siempre
echando llamaradas acá y allá; y el amor, cuyo oficio es herir para enamorar y deleitar,
como en la tal alma está en viva llama, estále arrojando sus heridas, como llamaradas
ternísimas de delicado amor, ejercitando jocunda y (estivalmente las artes y juegos
del amor, como en el palacio de sus bodas, como Asuero con su esposa Esther,
mostrando allí sus gracias, descubriéndola allí sus riquezas y la gloria de su grandeza,
para que se cumpla en esta alma lo que él dijo en los Proverbios, diciendo:
Deleitábame yo por todos los días, jugando delante de él todo el tiempo, jugando en
la redondez de las tierras, y mis deleites es estar con los hijos de los hombres; es a
saber, dándoselos a ellos. Por lo cual estas heridas, que son sus juegos, son
llamaradas de tiernos toques que al alma tocan por momentos de parte del fuego del
amor, que no está ocioso, los cuales dice acaecen y hieren.

De mi alma en el más profundo centro.

Porque en la sustancia del alma, donde ni el centro del sentido ni el demonio puede
llegar, pasa esta fiesta del Espíritu Santo; y por tanto, tanto más segura, sustancial y
deleitable, cuanto más interior ella es, porque cuanto más interior es, es más pura; y
cuando hay más de pureza, tanto más abundante y frecuente y generalmente se
comunica Dios; y así es tanto más el deleite y el gozar del alma y del espíritu, porque
es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada. Que por cuanto el alma
no puede de suyo obrar nada si no es por el sentido corporal, ayudada de lejos, su
negocio es ya sólo recibir de Dios, el cual sólo puede en el
fondo del alma, sin ayuda de los sentidos, hacer obra y mover el alma en ella. 56

Cuando el mismo san Juan de la Cruz dice que no debemos procurar conseguir la
unión con Dios, intentando que surjan en nosotros imágenes de tales experiencias
en nuestros corazones, no está evidentemente restando totalmente valor a lo que
ha dicho en un intento de comunicar una experiencia de Dios después del hecho.
Al contrario, está intentado proteger a su lector contra una manipulación ciega y
egocéntrica de imágenes y conceptos como un objeto que la mente del hombre
puede entender y gozar en términos intelectuales y estéticos. Hay, pues, una cierta
clase de conocimiento de Dios, conseguida por imágenes y razonando, pero no es
de ninguna manera la clase de conocimiento experimental que san Juan de la Cruz
describe. Por tanto, el uso de la imagen y el concepto puede convertirse en algo
muy peligroso en un clima de egocentrismo y de falso misticismo.

El abuso peligroso de la imagen y del símbolo se ve, por ejemplo, en el caso de


alguien que intenta hacer surgir la <llama viva» por un ejercicio de voluntad,
imaginación y deseo, y luego se persuade a sí mismo de que «ha experimentado a
Dios». En ese caso, esta evidente creación humana podría resultar muy cara, porque
hay una diferencia abismal en el mundo entre los frutos de una auténtica experiencia
religiosa, un don gratuito de Dios, y los resultados de la mera imaginación. Como
Jakob Boehme dijo atrevidamente: »»Dónde está en la Escritura que una prostituta
pueda convertirse en una virgen por medio de un decreto?»
La experiencia viva del amor divino y del Espíritu Santo en la «llama» de la que habla
san Juan de la Cruz es un verdadero reconocimiento de que uno ha muerto y
resucitado en Cristo. Es una experiencia de una renovación mística, una
transformación interior llevada a cabo enteramente por el poder del amor
misericordioso de Dios, que implica la «muerte» del ego, centrado en sí mismo y
autosuficiente, y la aparición de un yo nuevo y liberado, que vive y actúa «en el
Espíritu». Pero si el viejo yo, el yo calculador y autónomo, busca sólo imitar los
efectos de tal regeneración, para su propia satisfacción y ventaja, el efecto es
exactamente el opuesto, el yo trata de confirmarse a sí mismo en su propia existencia
centrada en él mismo. El grano de trigo no ha caído en tierra y ha muerto. Permanece
duro, aislado y seco, y no hay fruto alguno, sólo una mentira blasfema y jactanciosa,
una pretensión ridicula. Si la mentira y la fabricación son dañosas psicológicamente,
incluso en las relaciones normales con otros hombres, toda falsía es desastrosa en
cualquier relación en el campo de nuestro ser y con Dios mismo, que se nos
comunica a través de nuestra propia verdad interior. Falsificar nuestra verdad interior,
so pretexto de entrar en unión con Dios, sería la más trágica infidelidad, primero a
nosotros mismos, a la vida, a la realidad misma, y, por supuesto, a Dios. Tales
fabricaciones terminan en la dislocación de toda la existencia moral e intelectual de
la persona.

XV
La oración contemplativa es, en cierto modo, simplemente la preferencia por el
desierto, el vacío, la pobreza. Cuando uno ha conocido el sentido de la
contemplación, intuitiva y espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido
de la aridez con preferencia a ningún otro. El contemplativo es el que más bien
desconoce que conoce, más bien no goza que goza, y el que más bien no tiene
pruebas de que Dios le ama. Acepta el amor de Dios en fe, en desafío a toda
evidencia aparente. Ésta es una condición necesaria, y muy paradójica, para la
experiencia mística de la realidad de la presencia de Dios y de su amor para con
nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan» todas las cosas de
nuestro interior, todos los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la presencia
de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de experimentar la
presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que revolucionan toda
nuestra vida interior.

Walter Hilton, un místico inglés del siglo catorce dice en su Scale of Perfection:

Es mucho mejor ser separado de la visión del mundo en esta noche oscura, por
muy penoso que eso pueda resultar, que morar fuera, ocupado en los falsos
placeres del mundo... Porque cuando estás en esa noche, te encuentras mucho
más cerca de Jerusalén que cuando estás en la falsa luz. Abre tu corazón al
movimiento de la gracia y acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta
familiarizarte con ella y encontrarás rápidamente que la paz, y la verdadera luz
de la comprensión espiritual inundarán tu alma... 5'

La contemplación es esencialmente una escucha en el silencio, una expectación. Y


también, en cierto sentido, debemos empezar a escuchar a Dios cuando hemos
terminado de escuchar. ¿Cuál es la explicación de esta paradoja? Quizá que hay
una clase de escucha más elevada, que no es una atención a la longitud de cierta
onda, una receptividad para cierto mensaje, sino un vacío que espera realizar la
plenitud del mensaje de Dios dentro de su aparente vacío. En otras palabras, el
verdadero contemplativo no es el que prepara su mente para un mensaje particular,
que él quiere o espera escuchar, sino el que permanece vacío porque sabe que
nunca puede esperar o anticipar la palabra que transformará su oscuridad en luz. Ni
siquiera llega a anticipar una clase especial de transformación. No pide la luz en vez
de la oscuridad. Espera la Palabra de Dios en silencio, y cuando es «respondido»,
no es tanto por una palabra que brota del silencio. Es por su silencio mismo cuando
de repente, inexplicablemente revelándose a él como la palabra de máximo poder,
llena de la voz de Dios.

Pero no debemos aceptar una visión puramente quietista de la oración


contemplativa. No es mera negación. Nadie se convierte en contemplativo
sencillamente por «oscurecer» las realidades sensibles, y permanecer solo consigo
mismo en la oscuridad. En primer lugar, uno que hace eso como un montaje, a
propósito, como conclusión de un razonamiento práctico sobre el tema, y sin una
vocación interior, sencillamente entra en una oscuridad artificial que se ha fabricado
él mismo. No está solo con Dios, sino solo consigo mismo. No está en presencia del
Único Trascendente, sino de un ídolo, el de su propia identidad complaciente. Se ve
inmerso y perdido en sí mismo, en un estado de narcisismo inerte, primitivo e infantil.
Su vida es «nada» no en el sentido misterioso, dinámico, en el que la nada del místico
es paradójicamente el todo de Dios. Es sencillamente la nada de un ser finito,
abandonado a sí mismo en su propia trivialidad.

Los místicos renanos del siglo catorce tuvieron que luchar contra muchas formas
heréticas de contemplación y contra la pasividad de la voluntad propia, arbitraria, de
los que abrazaban la forma quietista de oración de una manera sistemática,
dedicándose a cultivar simplemente la inercia como si ella fuera, por sí misma,
suficiente para resolver los problemas. De ésos dice Tauler:

Estas personas han entrado en un camino sin salida. Confían totalmente en su


inteligencia natural y están totalmente orgullosos de ellos mismos al hacerlo. Nada
saben de las profundidades y riquezas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Ni
siquiera han formado sus propias naturalezas por el ejercicio de la virtud y no han
avanzado en los caminos del verdadero amor. Confían exclusivamente en la luz de su
razón y en su falsa pasividad espiritual. 5a
El problema que entraña el racionalismo es que se engaña a sí mismo en su
racionalización y manipulación de la realidad. Hace culto del «permanecer sin
moverse», como si eso en sí mismo tuviera un poder mágico para resolver todos
los problemas y llevar al hombre al contacto con Dios. Pero de hecho es
sencillamente una evasión. Es una falta de honradez y seriedad, una banalidad con
la gracia y una huida de Dios. Esto es realmente el «quietismo puro». Pero,
¿podemos decir que algo semejante existe en nuestros días?

El quietismo absoluto no es un peligro omnipresente en el mundo de nuestro tiempo.


Para ser un quietista absoluto, uno tendría que hacer esfuerzos heroicos para
permanecer sin hacer nada, y tales esfuerzos están más allá del poder de la mayoría
de nosotros. Sin embargo, existe una tentación de una clase de pseudoquietismo
que afecta a los que han leído libros sobre el misticismo sin entenderlos en absoluto.
Y eso los lleva a una vida espiritual deliberadamente negativa, que no es más que
una dejación de la oración, por ninguna otra razón que por la de imaginar que,
dejando de ser activo, uno entra en la contemplación. Eso lleva en realidad a la
persona a estar vacía, sin una vida espiritual, interior, en la que las distracciones y
los impulsos emocionales gradualmente los afirman a expensas de toda actividad
madura, equilibrada, de la mente y el corazón. Persistir en esta situación de
paréntesis puede llegar a ser muy perjudicial espiritual, moral y mentalmente.

El que sigue los caminos ordinarios de la oración, sin prejuicio alguno y sin
complicaciones, será capaz de disponerse mucho mejor para recibir su vocación a
la oración contemplativa a su debido tiempo, dando por sabido que le llegará su
momento.

La verdadera contemplación no es un truco psicológico, sino una gracia teologal.


Sólo nos viene en forma de un regalo, y no como resultado de nuestro empleo
inteligente de técnicas espirituales. La lógica del quietismo es una lógica puramente
humana, en la cual dos más dos son cuatro. Desgraciadamente, la lógica de la
oración contemplativa es de un orden enteramente diferente. Está más allá del
dominio estricto de causa y efecto, porque pertenece enteramente al amor, a la
libertad, a los desposorios espirituales. En la verdadera contemplación no hay «razón
por la que» el vacío nos deba llevar necesariamente a ver a Dios cara a cara. Ese
vacío nos puede llevar de la misma manera a encontrarnos cara a cara con el
demonio, y de hecho a veces lo hace. Es parte del riesgo de este desierto espiritual.
La única garantía contra el enfrentamiento con el demonio en la oscuridad, si es que
podemos hablar realmente de algún tipo de garantía, es simplemente nuestra
esperanza en Dios, nuestra confianza en su voz, en su misericordia.

Ha quedado claro que el camino de la contemplación no es de ninguna manera una


«técnica» deliberada de vaciarse uno mismo, para conseguir una experiencia
esotérica. Es una respuesta paradójica a la llamada de Dios casi incomprensible,
lanzándonos a la soledad, zambulléndonos en la oscuridad y el silencio, no para
retirarnos y protegernos del peligro, sino para llevarnos a salvo a través de peligros
desconocidos, por un milagro de su amor y de su poder.

El camino de la contemplación no es, de hecho, camino alguno. Cristo es el único


camino, y él es invisible. El «desierto» de la contemplación es sencillamente una
metáfora para explicar el estado de vacío que experimentamos cuando hemos
abandonado todos los caminos, nos hemos olvidado de nosotros mismos y hemos
tomado a Cristo invisible como nuestro camino. Como dice san Juan de la Cruz:

Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios,
cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo
suyo, o cualquiera otra obra o cosa propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo
ello... Por tanto, en este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por mejor
decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es
Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos, ni maneras, ni menos
se ase ni puede asir a ellos... aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que
no tiene nada, que lo tiene todo. 69

Esto podría completarse con las palabras que siguen de John Tauler:
Cuando hemos probado esto en la auténtica profundidad de nuestras almas, nos hace
hundirnos y disolvernos en nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura
es la luz que se derrama en nosotros por la grandeza de Dios, tanto más claramente
veremos nuestra nada y pequeñez. En realidad así es como podemos discernir la
autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino de Dios en lo más profundo
de nuestro ser, no por medio de imágenes, no por medio de nuestras facultades, sino
en las auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto será hundirnos más y
más en nuestra propia nada. 60

Se pueden sacar dos sencillas conclusiones de todo esto. Primero, que la


contemplación es la culminación de la vida cristiana de oración, porque el Señor no
desea nada de nosotros más que convertirse él mismo en nuestro «camino», en
nuestra «verdadera vida». Ésta es la única finalidad de su venida a la tierra para
buscarnos, para poder elevarnos, juntamente con él, al Padre. Sólo en él y con él
podemos alcanzar al Padre invisible, al que nadie podrá ver y seguir viviendo.
Muriendo a nosotros mismos, y a todas las «maneras», «lógicas» y «métodos»
propios nuestros, podemos ser contados entre aquellos a los que la misericordia del
Padre ha llamado a sí en Cristo. Pero la otra conclusión es igualmente importante.
Ninguna lógica propia puede conseguir esta transformación de nuestra vida interior.
No podemos argumentar que el «vacío» es igual a la «presencia de Dios», y luego
sentarnos tranquilamente para conseguir la presencia de Dios vaciando nuestras
almas de toda imagen. No es cuestión de lógica ni de causa y efecto. Tampoco es
cuestión de deseo, o de una empresa proyectada, o de nuestra propia técnica
espiritual.

Todo el misterio de la oración contemplativa simple es un misterio de amor divino,


de vocación personal y de don gratuito. Esto, y sólo esto, consigue el verdadero
«vacío», en el que ya nada queda de nosotros mismos.
Un vacío deliberadamente cultivado, para llenar una ambición espiritual, no responde
en absoluto al concepto de vacío espiritual. Es la plenitud de uno mismo. Tan lleno
que la luz de Dios no tiene sitio alguno por donde poder penetrar. No hay grieta ni
rincón abandonado donde algo pueda encajarse en ese duro corazón, fruto de la
autoabsorción, que es nuestra opción de vivir centrados en nuestro propio ser. Y, en
consecuencia, cualquiera que aspire a convertirse en contemplativo debe pensarlo
dos veces antes de ponerse en camino. Quizá la mejor forma de convertirse en
contemplativo sería desear con todo el corazón ser cualquier cosa menos
contemplativo. ¿Quién sabe?

Pero, naturalmente, tampoco eso es verdad. En la vida contemplativa, ni el deseo ni


el rechazo del deseo es lo que cuenta, sino sólo aquel «deseo» que es una forma de
«vacío», que asiente con lo desconocido y avanza tranquilamente por donde no ve
camino alguno. Todas las paradojas acerca del camino contemplativo se reducen a
ésta: estar sin deseos significa ser llevado por un deseo tan grande que es
incomprensible. Es demasiado grande para ser completamente sentido. Es un deseo
ciego, que parece un deseo de «la vaciedad», sólo porque nada puede contentarlo.
Y porque es capaz de descansar en la vaciedad, entonces, relativamente hablando,
descansa en la vaciedad. Pero no en una vaciedad como tal, en una vaciedad por sí
misma. Realmente no existe tal entidad como pura vaciedad, y la vaciedad
meramente negativa del falso contemplativo es una «cosa», no la «nada». La «cosa»
que se reduce a la oscuridad misma, de la cual todos los demás seres están
excluidos deliberadamente y por todos los medios.

Pero la verdadera vaciedad es la que trasciende todas las cosas, y aún es inmanente
a todas ellas. Porque lo que parece vaciedad en este caso es puro ser. O al menos
un filósofo podría describirla así. Pero para el contemplativo es otra cosa. No es ni
ésta ni aquélla. Todo lo que digáis de ella es diferente a lo que se decía. Lo propio
de la vaciedad, al menos para un cristiano contemplativo, es puro amor, pura libertad.
Amor que está libre de todo, no determinado por nada, o visto en alguna clase de
relación. Es un compartir, a través del Espíritu Santo, en la infinita caridad de Dios.
Y así, cuando Jesús dijo a sus discípulos que amaran, se refería a una forma de
amar tan universal como la del Padre, que envía su lluvia lo mismo sobre justos que
sobre pecadores. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.» Esta
pureza, libertad e indeterminación del amor es la auténtica esencia del cristianismo.
A esto aspira sobre todo la vida monástica.

XVI
No somos sólo seres contingentes, dependientes del amor y de la voluntad del
Creador, al que no podemos conocer experiencialmente, excepto en la medida en la
que él nos revele nuestra relación personal con él como sus hijos. Somos también
pecadores que han repudiado libremente su relación con Dios. Nos hemos rebelado
contra él. El espíritu de rechazo rebelde dura en nuestro corazón incluso cuando
intentamos volver a él. Mucho podría decirse, en este punto, acerca de toda la
sutileza e ingenuidad del egoísmo religioso, que es una de las formas peores y con
peores consecuencias de engañarse a uno mismo. A veces uno siente que un ateo
bien intencionado y al que no se le puede culpar es, en muchos aspectos, mejor —y
que da más gloria a Dios— que algunas personas, cuya complacencia e
inhumanidad fanáticas hacia los otros son el signo del más evidente egoísmo. De
aquí que no sólo necesitemos recobrar la conciencia de nuestra condición de
criaturas. También debemos reparar la injuria hecha a la verdad y al amor por este
repudio, esta infidelidad. Pero, ¿cómo? Humanamente hablando, no hay forma por
la que podamos alcanzar esto.

Nuestra «nada» es, pues a veces, algo más que la contingencia de la criatura. Está
compuesta por el miedo del pecador, separado de Dios y de sí mismo, situado en
oposición rebelde a la verdad de su propia contingencia y de su propia malicia. Más
particularmente, como indica un escritor monástico de Palestina del siglo quinto, el
sentido de la pérdida, la renuncia y el abandono de Dios se le hace patente
particularmente al hombre que está actuando contrariamente a la verdad de su
condición.

Dios no abandona al hombre negligente por serlo, ni tampoco al presuntuoso por su


condición de hombre fatuo, sino que abandona al hombre devoto que se hace
indiferente y al humilde cuando se vuelve presuntuoso. Esto es lo que quiere decir
pecar contra la propia condición. De aquí brota el abandono. 6'

El significado real del miedo es ser encontrado en una infidelidad a una demanda
personal de la que uno es, al menos, muy poco consciente: el incumplimiento en
encontrar un reto, en hacer realidad una posibilidad cierta que pide ser encontrada y
realizada. El precio del incumplimiento en estar a la altura de una petición existencia
en la vida de una persona es una sensación general dE fracaso, de culpa. Y es
importante señalar que esta culpabilidad es real, no es necesariamente una ansiedac
neurótica. Es una sensación de defección y derrota quE aflige a un hombre que no
se enfrenta a su propia verdac interior y que no está volviendo a la vida, a Dios y a
su: hermanos, un claro volverse a todo lo que le ha si de dado.

Sin embargo, el tema es inmensamente complicado debido a factores que no


podemos controlar o entende completamente. El miedo permanece como un
misterios( y posesivo factor en todo auténtico crecimiento espiritual, y uno no puede
liberarse de él por mucho que se intente actuar de una forma impetuosa, por muy
generosa que ésta sea. El pavor está compuesto de una sensación de no sentirse
ayudado y de la dependencia de la gracia, y todo ello como consecuencia de muchos
otros errores y pecados. La experiencia del «miedo», de la «nada» y de la «noche»
en el corazón del hombre es, pues, el reconocimiento de la infidelidad a la verdad de
nuestra vida. Más todavía, es el reconocimiento de la falta de arrepentimiento. Y sin
la gracia, no hay posibilidad de arrepentimiento. Es el profundo, confuso, metafísico
reconocimiento del antagonismo básico entre el ser mismo y Dios, debido a la
sensación de haberse alejado de él por un perverso apego a «uno mismo», que es
misterioso e ilusorio. Este sentido de alejamiento tampoco es pura y simplemente
cuestión de poner en orden su ser interior jurídicamente, ex opere operato, por la
recepción de los sacramentos con unas disposiciones mínimamente buenas. Es
verdad que quien recibe los sacramentos de la Iglesia con las disposiciones
adecuadas puede sinceramente creerse restablecido en el favor divino. Pero eso no
le librará del «pavor» y de la «noche» mientras tienda a apegarse a la vacía ilusión
de un ser separado, inclinado a resistir a Dios. Tampoco será efectivamente aliviado
del sentido de vaciedad y de la nada que sentirá cuando se quede sin distracciones
(en el sentido empleado por Pascal) y sin escape hacia la rutina y hacia una
autocomplacencia racional.

Hasta los mejores hombres, y quizá especialmente ellos, cuando se vuelven hacia
una franca reflexión sobre ellos mismos, se enfrentan a sí mismos como a unos seres
desnudos, insuficientes, insatisfechos y llenos de maldad. Se ven apegados a la
mentira, dispuestos a la infidelidad, con miedo a la verdad y a los peligros que todo
eso supone. Esto es tanto más verdad cuando la sinceridad y una vida correcta han
alejado los hábitos pecaminosos que pueden ser identificados y rechazados como
fuentes de vergüenza y remordimiento. Incluso sin actos pecaminosos tenemos en
nosotros mismos una inclinación a pecar y a rebelarnos, una inclinación hacia la
falsedad y la evasión.

Sirve de cierto consuelo ser capaz de asignar el descontento personal a causas


definidas. El remordimiento es más fácil de soportar que el pánico, porque éste, al
menos, está centrado en algo definido. Pero la peor vaciedad es la del fiel cristiano
que, cuando ha hecho lo que tenía que hacer y ha buscado seriamente a Dios,
respondiendo concienzudamente a las gracias y tareas de la vida, sigue dándose
cuenta con más fuerza que antes de que es un siervo inútil. Más que un pecador,
más que un ser insignificante que puede escapar al engaño de su propia rectitud,
este hombre se enfrenta a un terror radical en su propio ser: el miedo desnudo de
que es indefinido, algo que parece extenderse a todo su ser y a toda su vida. Una
persona así ve que ninguna virtud propia, ninguna buena intención, ningún ideal,
ninguna filosofía, ninguna elevación mística pueden rescatarle de su futilidad, de la
aparente desesperación de su vaciedad sin Dios.

Al mismo tiempo, parece perder la convicción de que Dios es o puede ser un refugio
para él. Es como si Dios mismo fuera hostil e implacable o, todavía peor, como si
Dios mismo se hubiera convertido en algo vacío, y como si todo fuera total vaciedad,
nada, horror y noche.

Primero, porque la luz y sabiduría de esta contemplación es muy clara y pura, y el


alma que ella embiste es oscura e impura, de aquí es que pena mucho el alma
recibiéndola en sí, como cuando los ojos están de mal humor, impuros y enfermos,
del embestimiento de la clara luz reciben pena. Y esta pena en el alma, a causa de su
impureza es inmensa cuando de veras es embestida de esta divina luz, porque
embistiéndose en el alma esta luz pura, a fin de expeler la impureza del alma, siéntese
el alma tan impura y miserable que le parece estar Dios contra ella, y que ella está
hecha contraria a Dios. Lo cual es de tanto sentimiento y pena para el alma (porque
le parece aquí que la ha Dios arrojado), que uno de los mayores trabajos que sentía
Job cuando Dios le tenía en este ejercicio, era éste, diciendo: ¿Por qué me has puesto
contrario a ti y soy grave y pesado para mí mismo? Porque viendo el alma claramente
aquí por medio de esa pura luz (aunque a oscuras) su impureza, conoce claro que no
es digna de Dios ni de criatura alguna. Y lo que más pena es que piensa que nunca
lo será, y que ya se le acabaron sus bienes. Esto lo causa la profunda inmersión que
tiene de la mente en el conocimiento y sentimiento de sus males y miserias; porque
aquí se las muestra todas al ojo esta divina y oscura luz, y que vea claro cómo de suyo
no podrá tener ya otra cosa. Podemos entender en este sentido aquella autoridad de
David, que dice: Por la iniquidad corregiste al hombre, e hiciste deshacer su alma,
como la araña se desentraña. 62

Es natural para alguien en este caso temer la pérdida de la fe, incluso la de su propia
integridad e identidad religiosa, y apegarse desesperadamente a cualquier cosa que
parezca algo de los últimos vestigios de la fe. Por eso lucha, a veces locamente, para
recobrar un sentido de alivio y convicción en verdades formuladas o en prácticas
religiosas familiares. Su meditación llega a ser la escena de su agonía, la lucha con
la nada y la duda. Pero cuanto más luche, menos comodidad y seguridad tiene, y se
sentirá más sin poder. Finalmente pierde incluso el poder de luchar. Se siente a sí
mismo preparado para hundirse y ahogarse en la duda y la desesperación.

Éste no es un momento para la arrogancia, o para un impulso de la voluntad. El


hombre arrogante se sentirá destrozado en su propia agonía, y en la desorientación
de la noche y la tiniebla. Le resultará insoportable la meditación, y será incluso
víctima de la rebeldía y la desesperación. Debemos reconocer también que una de
las causas de la ruptura mental o emocional de los novicios y de los monjes jóvenes
es que tienden a caer demasiado rápidamente en ese estado de confusión y
abandono, quizá porque se han lanzado demasiado lejos con poco juicio o
demasiado presuntuosamente, pero más a menudo por la falta de identidad y
madurez espiritual. El hombre de hoy es muy vulnerable en este aspecto. Sus
esfuerzos para buscar la paz y la luz le llevan no a una zona de relativa seguridad,
en una geografía de la certeza, sino a la superficie de un abismo, disimulado por un
velo fino de una nada desorientadora, en el que caen demasiado pronto cuando se
da cuenta, carente del apoyo de las ideas que le dan seguridad y le son familiares,
sobre él mismo y su mundo. Pero es precisamente este apoyo el que debemos
aprender a sacrificar.

Éste es el clima genuino de una meditación seria, en el que, sin luz y aparentemente
sin fuerza, y hasta sin una clara esperanza, nos preparamos para el rendimiento total
de nosotros mismos a Dios. Abandonamos nuestra arrogancia, nos sometemos a la
incomprensible realidad de nuestra situación y estamos contentos con esa vivencia,
porque, aunque parezca algo sin sentido, tiene más sentido que ninguna otra cosa.
Empezamos a darnos cuenta, aunque sea de forma oscura, de la verdad de lo que
el Padre del Desierto, san Ammonas, decía: «Si Dios no te amara, no dejaría que las
tentaciones cayeran sobre ti... Porque para el que cree, la tentación es necesaria,
porque todos los
que están libres de la tentación no están entre los elegidos» 63 Ya no tomamos
resoluciones optimistas, generosas, claras, propias de nuestros momentos de luz,
sino que nos abandonamos a un estado de sumisión, donde ya no hay colorido,
humildes y abandonados a la voluntad de Dios. Vemos que no hay esperanza más
que en él, y abandonamos todas las cosas en sus manos. «Ten cuidado», decía
Jakob Boehme, «de ponerte el manto púrpura de Cristo sin una voluntad resignada.»

Este miedo profundo y la noche oscura deben verse en su auténtica realidad, no


como un castigo, sino como una purificación y como una gracia. Realmente son una
gran gracia de Dios, porque es el punto de encuentro preciso con su plenitud.

El miedo es una expresión de nuestra inseguridad en esta vida terrestre, un darnos


cuenta de que nunca somos ni podemos estar enteramente «seguros» en el sentido
de ser dueños de una situación espiritual definitiva y establecida. Eso significa que
ya no podemos esperar más en nosotros mismos, en nuestra sabiduría, en nuestras
virtudes, en nuestra fidelidad. Vemos demasiado claramente que todo lo que es
«nuestro» es nada, y puede fallarnos por completo. En otras palabras, no confiamos
ya en lo que «tenemos», que se nos ha dado por nuestro pasado, y por lo que hemos
hecho muchos sacrificios. Estamos abiertos a Dios y a su misericordia en un futuro
inescrutable, y nuestra confianza está puesta enteramente en su gracia, que apoyará
nuestra libertad en el vacío donde nos enfrentamos a decisiones totalmente
desconocidas. Sólo cuando hemos descendido con miedo al centro de nuestra propia
nada, por su gracia y su guía, podemos ser llevados por él, para encontrarle,
perdiéndonos a nosotros mismos.

Ammonas, el monje del siglo cuarto, describe la prueba del hombre de oración como
un sentirse abandonado y por el miedo, que siguen a las «fructíferas» y consoladoras
experiencias de los principiantes. Es ese miedo el que prueba la seriedad real de
nuestro amor a Dios y a la oración, porque a los que caen simplemente en la frialdad
y en la indiferencia les muestra que tienen poco deseo de conocerle. Ammonas dice:

Dios se escapa de ellos y los abandona para ver si le buscan o no. Hay algunos que,
cuando el Espíritu ha huido de ellos y los ha abandonado, permanecen pesados y sin
movimiento alguno en medio de su torpor. No rezan a Dios para que levante ese peso
de ellos, y para que les envíe el gozo y la dulzura que conocieron anteriormente, sino
que por su negligencia se convierten en extraños a las dulzuras de Dios. Así son
carnales y se contentan con llevar el hábito monástico, mientras niegan la fuerza del
mismo con sus vidas. Son los que han sido cegados en su vida y que no entienden la
obra de Dios... Si Dios ve que le imploran con sinceridad y con todo el corazón, y que
realmente niegan su propia voluntad, les dará un mayor gozo
del que han tenido antes y les hará todavía más fuertes. 64
El miedo y el abandono del hombre espiritual es una especie de infierno, pero al
mismo tiempo, constituye, en palabras de Isaac de Stella, un cisterciense del siglo
doce, un «infierno de misericordia y no de furia»: In inferno sumus, sed
misericordiae, non Trae; in cáelo erimus 65. Estar en un «cielo de misericordia» es
experimentar totalmente la nada de uno mismo, pero en espíritu de penitencia y de
sometimiento a Dios, en un deseo de aceptar y hacer su voluntad, no en espíritu de
odio latente, disgusto y rebeldía que pueden ser «sentidos» a veces en un nivel de
emoción superficial. En este «infierno de misericordia» es donde en un abandono
total de nuestro ser, de total captación de nuestra vaciedad, nos encontramos a
nosotros mismos perdidos y liberados en la infinita plenitud del amor de Dios.
Escapamos de la jaula que nos tenía prisioneros de nuestra vaciedad, de la
desesperación, del miedo y del pecado, hacia el espacio infinito y hacia la libertad de
la gracia y el perdón. Pero si queda algún vestigio de uno mismo que puede
traducirse en que uno es consciente de «haber llegado», y de que «se ha entrado en
posesión de algo», entonces volverá de nuevo el antiguo miedo, la antigua noche, la
antigua vaciedad, hasta que toda esa autosuficiencia y autocomplacencia sean
destruidas.

Cesará la mirada altiva, se acabará la arrogancia humana; aquel día el Señor será
exaltado, pues será el día del Señor todopoderoso: contra todo lo arrogante y
encumbrado, contra todo lo altivo para abatirlo. Será doblegada la soberbia humana,
humillada la arrogancia de los hombres: aquel día sólo el Señor será exaltado, y
todos los ídolos desaparecerán. 66

Deshacemos sofismas y cualquier clase de altanería que se levante contra el


conocimiento de Dios. Estamos también dispuestos a someter a Cristo todo
pensamiento, y a castigar toda desobediencia. 67

XVII
Ahora podemos ver qué es lo que hace que una meditación sea buena y qué es lo
que la echa a perder. Todos los métodos de meditación que son meros ardides con
los que nos aliamos para aliviar la experiencia del vacío y del miedo, son, en
definitiva, evasiones que no nos prestan ayuda alguna. Efectivamente, pueden
confirmarnos en nuestras ilusiones y endurecernos respecto a ese conocimiento
fundamental de nuestra condición real, contra la verdad por la que nuestros
corazones gritan desesperadamente.

Lo que necesitamos no es una falsa paz que nos capacite para evadirnos de la luz
implacable del juicio, sino la gracia de aceptar valientemente la amarga verdad que
nos es revelada; abandonar nuestra inercia, nuestro egoísmo y someternos
enteramente a las demandas del Espíritu, rogándole con insistencia que venga en
nuestra ayuda, y entregándonos generosamente a todo esfuerzo que nos pida Dios.

Un método de meditación o una forma de contemplación que se limite a producir la


ilusión de haber «llegado a alguna parte», de haber conseguido seguridad y
preservado la situación que nos es familiar, por tener la sensación de hacer algo,
será finalmente un tipo de conocimiento que el miedo borrará de nuestra mente, o
bien viviremos seguros en la arrogancia propia del fariseo. Nos convertiremos en
seres incapaces de llegar a las verdades más profundas. Estaremos cerrados a todo
el que no participe de nuestras ilusiones. Llevaremos unas «vidas buenas», que
básicamente son inauténticas, «buenas» solamente en la medida en la que nos
permiten seguir instalados en nuestras propias entidades, respetables e
impermeables. El «bien» de esas vidas depende de la seguridad que les ofrecen una
salud a toda prueba, la diversión, el bienestar espiritual y una buena reputación por
su piedad. Semejante «bien» está salvaguardado por la rutina y por un evitar
normalmente todo peligro importante, lo mismo que cualquier compromiso serio.
Para evitar un mal aparente, este pseudobien ignorará las exigencias del auténtico
bien. Preferirá la obligación rutinaria al valor y a la creatividad. Al final se contentará
con procedimientos establecidos y fórmulas seguras, mientras se enceguece para
no ver las mayores enormidades de injusticia y de falta de caridad.

Así son las rutinas de la caridad que sacrifican todo para preservar las comodidades
del pasado, por muy inadecuadas y vergonzosas que puedan resultar en el presente.
La meditación, en este caso, se convierte en una fábrica de coartadas, y en vez de
luchar contra el sentido de la falsedad y de la inautenticidad en uno mismo, se lucha
contra las exigencias del presente, con unas armas que son tópicos del siglo pasado.
Si es necesario, se fabrican también condenaciones y denuncias contra los que
prefieren correr el peligro de lanzarse a nuevas ideas y nuevas soluciones.

XVIII
Hasta ahora nos hemos concentrado en la experiencia personal de vaciedad que
acompaña a la profundización de la fe vivida con seriedad. Ahora la pregunta podría
ser la siguiente: ¿Es eso importante para el verdadero espíritu de la oración
monástica? Todo lo que hemos hablado sobre el miedo, el desierto, la nada, la
pobreza, ¿es sencillamente una excusa para el negativismo y la inercia de un espíritu
subjetivo? En el fondo, ¿no se tratará de una coartada que favorezca la esterilidad
espiritual? ¿No sería más honrado olvidarse de ese énfasis sin interés alguno, puesto
en la oración personal y meditativa, y concentrarse en la adoración objetiva de la
liturgia de la Iglesia en la que supuestamente no hay problema alguno?
Se podría llegar a razonar de esta forma: la participación objetiva en los misterios de
Cristo, tal como los celebra la comunidad cristiana, arranca a la persona de su centro,
la eleva sobre el nivel de la preocupación por sí misma en la que está enferma de
miedo. ¿Por qué dignificar una ansiedad común y neurótica con un tinte existencial,
y luego perpetuar en nuestros monasterios el engaño de una piedad narcisista?

La respuesta a esto podría ser que el vacío y la pobreza interior, sobre los que hemos
hablado, no son exactamente síntomas de modernas neurosis y preocupación por
uno mismo. Tampoco están limitados a la oración personal e interior. Se manifiestan
también en nuestra experiencia de la liturgia. Han sido tratadas comúnmente, en la
tradición monástica, como el «temor de Dios», que es el principio de la sabiduría, y
son inseparables de esa humildad básica que san Benito sitúa en los auténticos
cimientos, no sólo en la vida de todo monje
68
, sino en toda su oración, ya sea litúrgica 69 o mental 70 El miedo a la falsedad y a
la inautenticidad son capaces de crear unos problemas extremadamente complejos
en la vida litúrgica y en la comunidad, donde pueden darse conflictos, no solamente
individuales, sino de la comunidad como tal. Después de todo, algunas de las
preguntas más angustiosas de nuestro tiempo son las que pueden experimentarse
en el corazón de las comunidades monásticas, parroquias, grupos de Acción Católica
y, por supuesto, en la Iglesia misma. No es problema sencillo encararse con el
«miedo» que surge de una seria confrontación con la infidelidad a nivel comunitario,
infidelidad en la que están todos implicados y con la que ningún individuo puede
negociar con honestidad simplemente por denunciar a los demás o por alejarse de
ellos.

Debe decirse que sin un profundo y serio sentido de nuestra condición de pecadores
y de nuestra falta de esperanza sin la gracia de Dios, la oración litúrgica misma sería
un engañoso ejercicio de estética y una mera distracción personal. Por eso, los textos
bíblicos de los que nos servimos en la liturgia, particularmente los tomados de los
salmos y los profetas, destacan en los términos más fuertes el miedo del hombre, la
angustia de la separación de Dios y la necesidad desesperada que tiene el hombre,
de la gracia y de la salvación. Los textos del Nuevo Testamento, a su vez, hablan de
la salvación y de la luz que le han venido al hombre por medio de la cruz de Cristo.
Toda la liturgia está animada por el movimiento descendente y ascendente, que es
el mismo que el de la Pascua cristiana, el misterio pascual de nuestra muerte y
resurrección con Cristo.

A menos que el cristiano participe en algún grado del miedo, del sentido de la
pérdida, de la angustia, del abandono y de la dejación del Crucificado, no puede
realmente entrar en el misterio de la liturgia. Tampoco puede entender los ritos y las
oraciones, ni apreciar los signos sacramentales y entrar profundamente en la gracia
de la que ellos son intermediarios. El padre Monchanin ha observado sabiamente el
vacío de cierto optimismo superficial que distribuye profusamente clichés sobre el
«sentido de la historia» y huye de la realidad del miedo, zambulléndose en una
incesante actividad totalmente inútil. Demuestran que son agentes ciegos, según
dice él, por el vacío total de sus esfuerzos. «Para nosotros», continúa el padre
Monchanin, «es suficiente conocer que estamos en el lugar en el que Dios quiere
para nosotros (en el mundo moderno) y llevar a cabo nuestro trabajo, aunque éste
sea infinitesimalmente pequeño y sin resultados tangibles. Ahora es la hora del
Huerto de los Olivos y de la noche, la hora del silencio oferente. Y por eso mismo, la
hora de la esperanza: Dios sólo. Sin rostro, desconocido, no sentido, pero al que no
podemos negar, Dios mismo»".

Reconozcamos con toda franqueza el aporte y el verdadero desafío del mensaje


cristiano. Todo el evangelio ketygma se convierte en algo impertinente y digno de
risión si se da una respuesta fácil a todo y en unos pocos gestos externos y piadosas
intenciones. La cristiandad es una religión para hombres, conscientes de que existe
una herida profunda, una ruptura producida por el pecado, que llega al corazón
mismo del ser humano. Han saboreado la enfermedad que está presente en lo más
profundo del corazón del hombre, se han alejado de su Dios por la culpa, la sospecha
y se han cubierto de odio. Si esa enfermedad es una ilusión, entonces no hay
necesidad de la cruz, ni de los sacramentos de la Iglesia. Si los marxistas tienen
razón en su diagnóstico de que este terror humano es la expresión de la culpa y de
la deshonra interior de la clase alienada, entonces ya no hay necesidad de continuar
predicando a Cristo, y tampoco de la liturgia o de la meditación. Pero la Historia tiene
que demostrar todavía que los marxistas tienen razón en ese punto, puesto que por
el camino de sus presupuestos crudamente optimistas han desatado un mal mayor,
una mayor falsedad mortífera en el corazón del hombre, convirtiéndolo en un
asesino. Y son ellos, los marxistas, los que han llegado a los límites de la aberración
más extrema, si exceptuamos a los nazis. Y éstos, a su vez, han tomado prestado
de Nietzsche un diagnóstico similar del «miedo cristiano» al Señor. Aunque es
verdad que el espíritu individualista, asociado a la cultura y a la economía de
Occidente en la Edad Moderna, ha tenido efectos desastrosos en la validez de la
oración cristiana. ¿Pero qué significa el individualismo en la vida de la oración?

La vida interior del individualista es precisamente el género de vida que se cierra en


sí misma sin miedo, y descansa en sí con una satisfacción más o menos permanente.
Hasta cierto punto es inmune al miedo, y es capaz de asumir los inevitables
estrangulamientos y lesiones de una vida interior, suficientemente complaciente,
dotándoles de un cierto espíritu a base de fórmulas devocionales. El individualismo
en la oración se contenta precisamente con los pequeños consuelos de lo pío y
sentimental. Pero aún más que esto, el individualismo se resiste a la convocatoria
del testigo comunitario y a la respuesta humana colectiva a Dios. Se encierra y se
endurece a sí mismo contra todo lo que pueda impulsarle fuera de sí. Se niega a
participar en lo que no es inmediatamente satisfactorio para sus gustos devotos,
limitados al aquí y al ahora. Permanece centrado y fijo en una forma particular de
consuelo, que es
totalmente íntimo, o al menos privado, y prefiere esto a todo lo demás, precisamente
porque no lo necesita ni puede ser compartido.

La finalidad de esta fijación, que puede ser mantenida con voluntad obstinada y con
una fe mínima, es producir seguridad, un sentido de identidad espiritual, una
supuesta plenitud, y quizá incluso una excusa para evadirse de las realidades de la
vida.

Por desgracia es cierto que esa falsa interioridad ha servido de pantalla para
hombres y mujeres piadosos que de ese modo se vieron liberados de tener que
admitir su total falta de entidad. Se habían imaginado que eran capaces de amar,
justamente porque eran capaces de un sentimiento devoto. Un aspecto de esta
enfermedad espiritual es su total insistencia en ideales e intenciones, en completo
divorcio con la realidad, con la acción y con el compromiso social. Todo lo que uno
desea interiormente, todo lo que uno sueña, todo lo que uno imagina: eso es la
belleza, la santidad y la verdad. Los pensamientos bonitos son suficientes.
Sustituyen a todo lo demás, incluso a la caridad y a la vida misma.

Precisamente la función del miedo es romper esa jaula de cristal de la falsa


interioridad y librar al hombre de ella. Es el miedo, y sólo el miedo, el que arranca al
hombre de su santuario privado en el que su soledad se convierte en horrible para él
mismo sin Dios. Pero sin el miedo, sin la capacidad intranquilazora de ver y rechazar
la idolatría de imaginaciones e ideas devotas, el hombre permanecería contento
consigo mismo y con su «vida interior» en la meditación, en la liturgia o en ambas
realidades a la vez. Sin el miedo, el cristiano no puede ser liberado de la niebla
pestilente de la autoseguridad de los devotos que conocen todas las respuestas de
antemano, que poseen todos los clichés de la vida interior y pueden defenderse con
un ritual de fórmulas infalibles contra todo peligro y toda petición de diálogo con la
necesidad y la desesperación humanas.

Esta piedad individualista es una pura sustitución del verdadero personalismo. Le


arrebata al hombre la posibilidad de liberarse a sí mismo, de vivir sin preocupación,
a disposición de los demás (esa disponibilidad de la que nos habla Gabriel Marcel).
Precisamente esta libertad, esta apertura, son esenciales para la completa
participación en el culto litúrgico. Esta capacidad de rendirse uno mismo no se gana
sino por medio de la experiencia de ese miedo que nos aflige cuando saboreamos el
terrible abandono del alma cerrada en sí misma.

En consecuencia sería un serio error ignorar el verdadero sentido de la oración


interior meditativa y su crucial importancia para toda la vida cristiana, especialmente
para el total entendimiento de la liturgia. En cualquier caso, no estamos hablando
aquí de la oración del corazón como un ejercicio aislado, particular, como de un
departamento separado de la vida devota. La oración del corazón debe penetrar todo
aspecto y actividad de la existencia cristiana. Debe florecer sobre todo en el corazón
mismo de la liturgia. Pero no puede florecer donde un espíritu activista busca
evadirse de las profundas demandas interiores y retos de la vida cristiana en
confrontación personal con Dios. Esta búsqueda interior personal no debe entrar en
conflicto con el poder mediador de la Iglesia, porque el miedo y la culpa del pecador
le muestra más claramente que ninguna otra cosa su desesperada necesidad de
reconciliación con Dios en y a través de la reconciliación con su hermano.

Un miedo que simplemente arrojara al hombre más profundamente hacia sí mismo


y hacia una falsa contemplación no sería serio. La única total y auténtica purificación
es aquella que vuelve al hombre completamente de dentro hacia fuera, de tal forma
que ya no tenga que defender su ser mismo, ni proteger una íntima herencia contra
el miedo a ser robado o a no saber administrar sus bienes. En otras palabras,
siguiendo de nuevo a Gabriel Marcel, el miedo nos quita nuestro sentido de posesión,
de «tener» nuestro ser y nuestro poder de amar, para que podamos simplemente
estar perfectamente abiertos (saliendo de dentro hacia fuera) inermes, que es la
simplicidad y el don total.

Éste es el corazón de la meditación y del sacrificio litúrgico. Es el signo del espíritu


sobre el pueblo escogido de Dios, no los que tienen una vida interior y merecen
respeto reuniéndose en una institución notoria por su piedad, sino los que se han
rendido simplemente a Dios en el desierto del vacío donde él revela su incalculable
compasión sin condición y sin explicación en el misterio del amor.

Ahora podemos entender que la total madurez de la vida espiritual no puede


alcanzarse sin pasar primero por el pavor, la angustia, la preocupación y el miedo
que acompañan necesariamente la crisis interior de la muerte espiritual, en la que
finalmente abandonamos nuestro apego a nuestro yo exterior y nos rendimos
completamente a Cristo. Pero cuando esta rendición se ha realizado
verdaderamente, ya no hay lugar para el miedo o el pavor. Ya no puede haber
ninguna duda en la mente de alguien que está completa y finalmente resuelto a no
buscar ni hacer cosa alguna, sino lo que es querido para él por el amor de
Dios. Entonces, como dice san Benito 72, «el amor perfecto arroja el miedo», y el
miedo mismo se convierte en amor, confianza y esperanza.

La finalidad de la noche oscura, como nos muestra san Juan de la Cruz, no es


simplemente castigar y afligir nuestro corazón de hombres, sino liberarlo, purificarlo
e iluminarlo en el amor perfecto. El camino que nos hace recorrer las sendas oscuras
del miedo, no nos conduce a la desesperación, sino al gozo perfecto, no al infierno,
sino al cielo.

Oh, pues, alma espiritual, cuando vieres oscurecido tu apetito, tus aficiones secas y
apretadas, e inhabilitadas tus potencias para cualquier ejercicio interior, no te apenes
por eso, antes tenlo a buena dicha; pues que te va Dios librando de ti misma,
quitándote de las manos la hacienda; con las cuales, por bien que ellas te
anduviesen, no obrarías tan cabal, perfecta y seguramente (a causa de la impureza
y torpeza de ellas) como ahora, que tomando Dios la mano tuya, te guía a oscuras
como a ciego, adonde y por donde tú no sabes, ni jamás con tus ojos y pies, por
bien que anduvieras, atinaras a caminar. 73
XIX
¿La vida cristiana de oración es sencillamente una evasión de los problemas y
ansiedades de la existencia contemporánea? Si lo que hemos dicho se ha entendido
adecuadamente, la respuesta a esta pregunta tiene que ser totalmente evidente. Si
oramos en espíritu, ciertamente no nos apartamos de la vida, negando la realidad
visible para ver a Dios. Porque el Espíritu de Dios ha llenado toda la tierra. La oración
no nos ciega en relación con el mundo, sino que transforma nuestra visión del mundo,
y nos hace verlo, a todos los hombres y a toda la historia de los hombres, a la luz de
Dios. La oración «en espíritu y en verdad» nos hace capaces de entrar en contacto
con el amor infinito, esa libertad inescrutable que trabaja tras las complejidades y
situaciones intrincadas de la existencia humana. Esto no significa fabricar para
nosotros piadosos razonamientos para explicar todo lo que pasa. No nos envuelve
en manipulaciones subrepticias de las duras realidades de la vida.

La meditación no nos da necesariamente una visión privilegiada del sentido de los


acontecimientos históricos aislados. Éstos pueden seguir siendo para los cristianos
unos misterios tan angustiosos como lo son para los demás. Pero para nosotros el
misterio contiene, dentro de su propia oscuridad y de sus propios silencios, una
presencia y un sentido que aprehendemos sin entenderlo del todo. Y por este
contacto espiritual, este acto de fe, nos situamos adecuadamente en los
acontecimientos de alrededor de nosotros, incluso aunque no seamos capaces de
ver hacia dónde van.

Una cosa es cierta: la humildad de la fe, si es seguida por sus propias consecuencias
—por la aceptación del trabajo y del sacrificio pedidos por nuestra misión
providencial— hará mucho más para lanzarnos a la corriente completa de la realidad
histórica que las pomposas racionalizaciones de los políticos, que piensan ser de
alguna manera los directores y manipuladores de la historia. Los políticos pueden
incluso hacer historia, pero el sentido de lo que están haciendo se convierte,
inexorablemente, en algo que se traduce en un lenguaje que ellos nunca entenderán,
que contradice sus propios programas y convierte todos sus éxitos en una absurda
paradoja de sus promesas e ideales.

Evidentemente, es verdad que la religión, en su nivel superficial, la que no es


verdadera ni para sí misma ni para Dios, fácilmente se convierte en el «opio del
pueblo». Y esto sucede siempre que la religión y la oración invocan el nombre de
Dios por razones y finalidades que nada tienen que ver con él. Cuando la religión se
convierte en una mera fachada artificial para justificar un sistema social o económico
—cuando presta sus ritos y su lenguaje completamente a la política propagandista,
y cuando la oración se convierte en vehículo de un programa puramente secular—
entonces la religión se convertirá en una planta opiácea. Mata el espíritu hasta tal
punto que da paso a la sustitución de la verdad de la vida por una ficción superficial
y una mitología. Y eso trae consigo la alienación del creyente, de tal forma que su
celo religioso se convierte en fanatismo político. Su fe en Dios, aun preservando sus
fórmulas tradicionales, degenera, de hecho, en una fe en su propia nación, clase
social o raza. Esta ética deja de ser la ley de Dios y del amor, y se convierte en la ley
y en el derecho de lo que conviene hacerse. El privilegio establecido justifica todo. Y
Dios se convierte en el guardián de una situación establecida.

En el último libro que nos llegó de la mano de Raissa Maritain, su comentario al


padrenuestro, leemos el siguiente pasaje, que se refiere a los que difícilmente
consiguen su pan diario, y se ven privados en la tierra de la mayoría de las ventajas
de una vida decente, por la injusticia y la dureza de corazón y de pensamiento de los
privilegiados:

Si hubiera menos guerras, menos sed de dominio y explotación de los demás, menos
egoísmo nacional, menos egoísmo de clase y de raza, si el hombre estuviera más
preocupado por su hermano, y realmente quisiera poner juntos, para el bien de la raza
humana, todos los recursos que la ciencia coloca a su disposición, especialmente hoy,
habría en la tierra muy pocas poblaciones privadas del sustento necesario, morirían
pocos niños o no perderían su salud de forma irremediable por
la desnutrición. 74

Continúa preguntándose qué obstáculos ha colocado el hombre en el camino del


evangelio para que semejantes horrores puedan darse. Desgraciadamente es
verdad que quienes nos hemos imaginado de forma complaciente a nosotros mismos
como bendecidos por Dios, hemos hecho más que los demás para frustrar su
voluntad. Pero Ráissa Maritain dice que quizá el pobre, que nunca ha sido capaz de
buscar el reino de Dios, se va a topar de manos a boca con él
«cuando abandone el mundo que no ha reconocido en él la imagen de Dios». 75

La religión tiende siempre a perder su fuerza interior y su verdad sobrenatural,


cuando pierde el fervor de la contemplación. Es el elemento contemplativo,
silencioso, «vacío» y aparentemente inútil el que la convierte realmente en vida. Sin
la contemplación, la liturgia tiende a ser un mero espectáculo piadoso y la oración
paralitúrgica una total charlatanería. Sin la contemplación, la oración mental no es
más que un ejercicio estéril de la mente. Es cierto que no todos pueden ser
«contemplativos». Pero no se trata de esto. Lo que importa es la orientación
contemplativa de toda la vida de oración.

Si la orientación contemplativa de la oración es su vacío, su «inutilidad», su pureza,


entonces podemos decir que la oración tiende a perder su verdadero carácter en
cuanto se convierte en algo ocupado, lleno de propósitos ulteriores y entregado a
programas que están bajo su propio nivel. Y eso no quiere decir que no podamos
«rezar por» algunos bienes particulares. Podemos y debemos servirnos de la oración
de petición, y esto es incluso compatible, de una forma muy simple y pura, con el
espíritu de la contemplación.

La persona puede pasar de la oración de petición directamente a la contemplación


cuando tiene una fe auténtica y profunda y una gran sencillez de esperanza teologal.
Pero cuando la oración se permite a sí misma ser explotada para fines que están por
debajo de ella y que no tienen nada que ver directamente con nuestra vida en Dios,
o con nuestra vida terrestre, orientada a Dios, entonces es cuando se convierte
estrictamente en impura.

La oración debe penetrar y animar todos los niveles de nuestra vida, incluso los que
son más temporales y transitorios. La oración no debe despreciar los aspectos que
parecen más bajos de la existencia temporal del hombre. Los espiritualiza a todos y
les da una orientación divina. Pero la oración es mancillada cuando se aleja de Dios
y de su espíritu, y cuando se la manipula en interés de un grupo fanático.

En estos casos, es, al menos implícitamente mal entendida, y por tanto el «Dios» al
que invoca, se convierte, o tiende a convertirse, en mera ficción imaginativa. Tal
religión es insincera. Es meramente una fachada para la codicia, la injusticia, la
sensualidad, la autosuficiencia, la violencia. La cura para esta corrupción es restaurar
la pureza de la fe y la autenticidad del amor cristiano. Y esto significa una
restauración de la orientación contemplativa de la oración.

Los auténticos contemplativos serán siempre pocos. Pero eso no importa, mientras
toda la Iglesia sea predominantemente contemplativa en todas sus enseñanzas, en
toda su actividad y en toda su oración. No hay contradicción entre contemplación y
acción cuando la actividad apostólica cristiana se eleva al nivel de la caridad pura.
En ese nivel, la acción y la contemplación se funden en una sola entidad por el amor
de Dios y de nuestro hermano en Cristo. Pero el problema es que si la oración no es
en sí misma profunda, poderosa, pura y llena siempre del espíritu de la
contemplación, la acción cristiana no puede realmente alcanzar este elevado nivel.

Sin espíritu de contemplación en todo nuestro culto — es decir, sin la adoración y el


amor a Dios sobre todas las cosas, por su honra, porque es Dios— la liturgia no
alimentará un apostolado realmente cristiano, basado en el amor de Cristo y llevado
a cabo por el poder del Pneuma.

La necesidad más importante en el mundo cristiano hoy es esta verdad interior


alimentada por el Espíritu de la contemplación: la alabanza y el amor de Dios, el
deseo de la venida de Cristo, la sed por la manifestación de la gloria de Dios, su
verdad, su justicia, su Reino en el mundo. Todas éstas son aspiraciones del corazón
cristiano, característicamente contemplativas y escatológicas. Y se encuentran en la
auténtica esencia de la oración monástica. Sin ellas, nuestro apostolado es más para
nuestra propia gloria que para gloria de Dios.
Sin esta orientación contemplativa estamos construyendo iglesias no para alabarle
sino para establecer más firmemente estructuras sociales, valores y beneficios de
los que gozamos hasta ahora. Sin esta base contemplativa en nuestra predicación,
nuestro apostolado deja de serlo totalmente. Será un mero proselitismo para
asegurar la conformidad universal con nuestro propio estilo nacional de vida.

Sin la contemplación y la oración interior, la Iglesia no puede cumplir su misión de


transformar y salvar al hombre. Sin la contemplación, será reducida a ser servidora
de los poderes cínicos y mundanos, por mucho que protesten sus fieles de que están
trabajando por el Reino de Dios.

Sin aspiraciones verdaderas, profundamente contemplativas, sin un total amor a Dios


y una sed que acompañe a la verdad, la religión tiende realmente a convertirse en
opio.

Das könnte Ihnen auch gefallen