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EL REY DE LAS
ESTRELLAS
ÍNDICE
Capítulo 1 ........................................................................... 3
Capítulo 2 ......................................................................... 16
Capítulo 3 ......................................................................... 27
Capítulo 4 ......................................................................... 36
Capítulo 5 ......................................................................... 51
Capítulo 6 ......................................................................... 65
Capítulo 7 ......................................................................... 72
Capítulo 8 ......................................................................... 81
Capítulo 9 ......................................................................... 91
Capítulo 10 ..................................................................... 105
Capítulo 11 ..................................................................... 113
Capítulo 12 ..................................................................... 122
Capítulo 13 ..................................................................... 134
Capítulo 14 ..................................................................... 146
Capítulo 15 ..................................................................... 154
Capítulo 16 ..................................................................... 163
Capítulo 17 ..................................................................... 173
Capítulo 18 ..................................................................... 187
Capítulo 19 ..................................................................... 200
Capítulo 20 ..................................................................... 213
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .............................................. 219
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
Capítulo 1
El misil perseguía por el cielo al caza de la teniente Jasmine Boswell con una
exactitud despiadada. Por las venas le corría adrenalina pura. «No puedo asustarme
ahora. No es el momento.»
—¡Thunder Flight! ¡A tu izquierda! ¡Enemigo a seis! —La advertencia del
copiloto le retumbó dentro del casco—. ¡Más a la izquierda!
Jas agarró la barra de control con los guantes y tiró con todas sus fuerzas. La
fuerza de la gravedad, multiplicada a sí misma por nueve, la aplastó contra el
asiento. La máscara de oxígeno se le resbaló hacia abajo por la cara sudada mientras
luchaba por aspirar suficiente aire como para llenar sus oprimidos pulmones.
—Aeronave enemiga a la derecha. A las 07:00 horas. 3 218 Km.
Maldición. Las reflexiones de Jas empezaron a dar vueltas en un remolino de
miedo, negación y rabia. Estaba en Arabia Saudita, en una zona de exclusión aérea,
por el amor del cielo. ¿Quién le había disparado? ¿Y cómo iba a saber ella que estaba
allí?
—¡Desciende! ¡A la derecha!
Jas empujó la barra hacia el lado contrario y hacia adelante. El cinturón de
seguridad y las demás correas la mantenían firmemente contra el asiento, pero sintió
que todo en su interior se propulsaba hacia arriba por la fuerza de gravedad
negativa, como si hubiera llegado al punto culminante de la montaña rusa más
grande del mundo.
—Misil a seis, a menos de un kilómetro. ¡Thunder Flight! ¡Vira a la derecha!
¡Completamente a la derecha! —El tono de voz del copiloto era de pura tensión.
—¡Más a la derecha! —En un abrir y cerrar de ojos, el cielo, completamente
despejado, se volvió blanco por la explosión.
«Maldita sea.» Unas vibraciones metálicas la sacudieron contra el asiento y las
luces de emergencia del puesto del copiloto empezaron a parpadear como un árbol
de Navidad hecho una furia. El F-16C se deslizó lentamente hacia un lado, mientras
caía torcido y en picado… desviándose a la izquierda como la camioneta de reparto
de su abuelo.
—Estoy perdiendo el equilibrio… y la gasolina —dijo, forcejeando con la barra
y los pedales de dirección—. No logro mantener el nivel.
Miró hacia afuera. Cientos de kilómetros de árido desierto se extendían ante
ella. Si perdía el control…
El horizonte se hundió cuando el avión viró. Chocó con la cabeza y los hombros
contra la cubierta por la violenta e inesperada aceleración. A lo lejos, por los
auriculares, oía «expulsión, expulsión, expulsión». Pero no podía. Intentó estirar el
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brazo izquierdo hacia la barra del sistema de expulsión debajo de ella, pero el brazo
le pesaba más de cien kilos. Jadeó, apretando los dientes, luchando por mover la
mano mientras su firme y estoica voz interior recorría una retahíla de opciones
posibles. Si saltara del avión en esa posición absurda, lo más seguro es que se
fracturara la espalda. Pero el caza estaba fuera de control… y si se quedaba dentro,
estaba claro que moriría.
Consiguió deslizar poco a poco la mano, cada vez más abajo. «Por favor.» Le
temblaba el brazo y le ardían los hombros. Los ojos le escocían por el sudor.
«Dios mío. Un… centímetro… más.» Consiguió agarrar el mando con los dedos
y tiró con todas sus fuerzas.
—¡Por todos los santos, no! —Romlijhian B'kah saltó al suelo desde la cabina.
Movido por la urgencia y el miedo, salió corriendo desde la nave hacia un camino
lleno de rocas y escoria. Los largos años de guerra habían desolado Balkanor,
convirtiendo al planeta en un unánime y tosco desierto de arena inestable. Rom se
entristeció al darse cuenta de que había caído en la base de reparación de Sharron, el
fanático que había ido a buscar con la única intención de matarlo.
En el borde de la cuneta empezaban los escombros: el que un día fue el
hermoso caza de su hermano, hoy no era más que un pájaro herido, con chorros de
vapor que salían despedidos por los desgarrones del casco. Aunque el aparato de
respiración del casco de Rom no succionaba el aire exterior, se podía imaginar
perfectamente el hedor que debía de estar filtrando el propulsor.
—¡Lijhan! —Rom escaló por los mandos. Una vez arriba, rompió la puerta de la
cabina del piloto hasta que vio al hombre que se había quedado dentro—. ¡Sal!
¡Ahora! —tiró con fuerza de los ganchos de seguridad, entrecruzándose por encima
del pecho de su hermano.
Lijhan le dio un empujón con las manos.
—Vete sin mí —le dijo, con voz ronca e impetuosa—. No… no puedo mover las
piernas.
Rom se desconcentró de golpe. Unos trozos brillantes de cristal de lo que fue el
panel de navegación se habían enredado como dientes afilados entre los pantalones
de Lijhan. Un crujido. Se echó sobre los mandos. Una inesperada sensación de
debilidad extrema amenazó con sobreponerse a la ráfaga de adrenalina del combate.
Liberar a su hermano sería una tarea lenta y delicada. Si se precipitaba, se
arriesgaba a que el traje de protección de su hermano se rajara, por lo que podría
morir envenenado por la radiación incluso antes de salir de Balkanor, pero si se
tomaba el tiempo que necesitaba para hacerlo, perdería la ventaja de haber atacado a
Sharron por sorpresa, sin que lo detectaran sus fuerzas defensivas.
Rom apretó los puños sobre los mandos. Habían pasado demasiados meses y
tenía demasiadas vidas sobre su conciencia como para arriesgarse a fallar aquel día.
Tenía que seguir adelante.
—Volveré por ti —dijo categóricamente—. El propulsor está goteando, así que
no lo enciendas.
—No, señor.
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maravillosamente con el pelo: suaves filamentos recortados bajo las mejillas con
matices imposibles, del color cósmico del espacio exterior.
Una visión tan extraordinaria como aquella solo podía significar que se
encontraba suspendido entre la vida y la muerte. La frontera que marcaba los límites
con la eternidad era un mundo en sí mismo… o al menos eso le habían dicho los
pocos soldados que habían vuelto para contarlo.
—Si eres el ángel que ha de llevarme al Más Allá —le dijo en voz baja—, puede
que no sea tan malo morir.
Ella lo detuvo.
—Si haces un solo movimiento, te disparo en las pelotas y te traiciono dando tu
posición.
Estaba claro que aquel modo de hablar era más propio de un soldado que de un
ser celestial. Aun así, llevaba un uniforme que no había visto nunca y que no estaba
diseñado para protegerla de la radiación. Una única prenda verde le cubría los
brazos y las piernas. Unos parches negros ocupaban el lugar en que normalmente
debería llevar las insignias. Llevaba un casco primitivo colgado de una mano
enguantada, y, en la otra, una tosca pistola… con la que le estaba apuntando a la
cabeza.
Puso los dedos sobre la pistola. La mujer apretó el gatillo. Un único disparo
entre las rodillas roció arena por todas partes. ¡Gran Madre! —pensó Rom—,
tragándose la tos por la sorpresa.
—El próximo disparo será más alto, camarada. Mucho más alto. Ahora tira el
arma —le dijo, haciendo un pequeño gesto con la mano. La mujer respiraba rápido y
superficialmente, aunque Rom no sabía si era porque estaba herida o, simplemente,
por la agitación. Con un golpe brusco del brazo le indicó que dejara su pistola láser a
un lado, pero una voz de alarma interior le avisó de que no lo hiciera. Puede que
fuera uno de los siervos de Sharron, un explorador enviado para investigar la caída
de la nave. No. Su mirada era demasiado penetrante, demasiado inteligente para
pertenecer a uno de los ojos vidriosos de los seguidores de Sharron.
Rom dejó su pistola en el suelo, cerca de los pies.
—No tengo ningún motivo para hacerte daño.
—Podremos hablarlo cuando no estés armado.
Con la punta de la bota puso la pistola de Rom fuera de su alcance, pero en ese
momento se oyó un trueno. Una serie de explosiones brillaron en el horizonte,
retumbando en las colinas a lo lejos, como presagio de muchos más. La mujer se
quedó boquiabierta. Cuatro cazas con ala en delta estaban surcando el cielo
crepuscular.
—¿Qué son esos resplandores? —preguntó.
—Aeronaves —dijo sencillamente—. Las nuestras.
¿Aeronaves? El corazón de Jas empezó a latir con fuerza. Como todos los
pilotos de combate, había memorizado imágenes de la puntuación de las aeronaves
para disminuir la posibilidad de disparar a un objetivo amigo en batalla. Sin
embargo, aquellos aviones camuflados no se parecían en nada a ninguno de los que
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había visto.
Parecían naves espaciales.
Volvió a centrar su atención en el prisionero, el soldado, o lo que fuera. El
uniforme azul iridiscente, rematado en plata, le cubría el cuerpo, largo y bien
proporcionado, desde el cuello hasta los pies. La piel bronceada, y casi azabache, de
la cara y las manos, correspondía al color del pelo, pero las oscuras pestañas
protegían unos ojos dorados, desconcertantemente pálidos.
—No eres Saudita, ¿verdad? —dijo, como si fuera la afirmación del año.
Un estallido agudo hizo temblar el suelo bajo sus pies.
—¡Cúbrete!
Rom se abalanzó hacia la mujer, tirando de ella hacia su pecho. Cuarenta y
cinco descargas en el aire. Una detonación masiva y respuestas desde tierra
sofocadas por el ruido.
Le quitó la pistola de la mano y la arrastró hacia atrás, donde afloraban unos
grandes peñascos rojizos. El mundo de Jas se redujo a la necesidad de sobrevivir. A
su propia supervivencia. Se defendió. Levantó con fuerza la palma de la mano para
destrozarle la nariz. El le bloqueó el brazo con gran destreza, lo contorsionó, y la
rodilla con la que había pretendido golpearlo en la ingle le pasó inofensivamente
cerca del muslo. Cayeron rodando por el polvo. Se le hincaron unos guijarros
puntiagudos en la piel desnuda, pero siguió agarrándole y dándole golpes con las
rodillas y los puños. Entonces, Rom la empujó hacia atrás, demostrando experiencia
y habilidad. ¡Maldita sea! La humillación y la sorpresa que le produjo que la
derrotara tan fácilmente la colmaron de furia. Jadeando, intentó retorcer las muñecas
para liberarlas de los brazos de él, calculando cómo incrustarle los nudillos en la
laringe desde una postura tan complicada.
—¡Deja de luchar! —le ordenó, tan jadeante como ella—. Hay cosas mucho más
peligrosas para ti que yo.
Como para acentuar sus palabras, otros dos aviones inconcebiblemente
futuristas pasaron sobre ellos. Al protegerle la cabeza con las manos, en realidad la
estaba protegiendo con todo su cuerpo, mientras seguían lloviendo proyectiles desde
el cielo. Jas lanzó una maldición, como una exclamación apagada contra el uniforme
desgarrado, e intentó empujarlo, pero Rom la estaba aferrando con fuerza contra él.
Cuando cesó el fuego, la liberó.
Asombrada, se puso de rodillas, pasándose los dedos por el pelo húmedo y
lleno de arena. Vio con terror que la arena donde había estado unos momentos antes
estaba carbonizada y echando humo, y su pistola no era más que un amasijo de acero
fundido.
Se esforzó por respirar más lentamente.
—Me has salvado la vida.
—No —dijo Rom—. Me la has salvado tú.
Mientras se encontraba abstraída en su confusión, Rom consiguió soltarse y
sentarse en una postura más cómoda.
—Se me estaba escapando la vida. Pero oí tu voz y la seguí de vuelta aquí. —
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Con la cara desfigurada por el dolor, se pasó los dedos por el pelo—. Aunque no sé
por qué —su mirada la acusaba—. Deberías haberme dejado morir.
—No sé de qué me estás hablando —su tono se volvió enérgico, defensivo,
como si ya estuviera ante un tribunal de guerra, explicando por qué había
fraternizado con el enemigo en mitad de una invasión extraterrestre—. He debido de
darme un golpe en la cabeza. Nada de esto es real, ni tú tampoco. Mira, te voy a tocar
y desaparecerás como una burbuja.
Se quedó más consternada aún cuando el hombre le tendió la mano.
—Por favor.
Incalculables latidos se sucedieron mientras se miraban mutuamente en la
creciente penumbra. Arrodillada junto a él, le tocó, vacilante, la yema de los dedos y
la palma de la mano.
—Sigo aquí —dijo.
—Sí —murmuró Jas.
Se miraron fijamente. La mano de Jas apretó la de él, como por voluntad propia.
Al hacerlo, se intensificó la percepción que tenía de aquel hombre. Pero antes de
poder apartarse, cayeron las defensas. Curiosidad… cautela… y un inconfundible y
halagador interés… los pensamientos, sus pensamientos, fluyeron hacia su mente,
arremolinándose con los de ella.
Un grito de desconcierto le vino a la garganta.
«Revela tu propósito —le imploraban sus ojos—. Guíame.»
Movió la cabeza indefensa.
«Por favor.»
Jas apartó la mano de un tirón. No sabía qué era lo que le molestaba más, si ser
capaz de oír sus pensamientos, o no saber cómo podía darle lo que tan claramente le
estaba pidiendo. Su mirada fue a parar al uniforme ensangrentado.
—¿Te duele?
—Me dolía, pero ya no siento nada. —Alzó la mano para tocar el hematoma
inflamado que la mujer tenía en la frente, pero se detuvo y cerró el puño—. ¿Ya ti?
—No, pero yo… —Nerviosa, se llevó los nudillos a la boca—. Yo siento tu
dolor.
¡Gran Madre! La cincha con que Rom había resguardado sus emociones estaba
a punto de deshacerse. Se esforzó por recuperar el control, y cuando lo hubo
recobrado escasamente, dijo:
—Mi hermano ha muerto —estas cuatro palabras no eran suficientes para
transmitir la enormidad de su pérdida—. No lo debería haber dejado entre los
escombros. Tendría que haberlo liberado cuando aún tenía la oportunidad.
—No —la mujer cerró los ojos—. Aplasta la oscuridad.
—¿Qué? —preguntó Rom, con un áspero susurro.
—Tienes que aplastar la oscuridad —ahora se la veía más pálida—. Es lo que he
oído dentro de mi cabeza, ¿qué significa?
—Mí enemigo, Sharron, es la oscuridad —dijo con un gruñido—. Es un
monstruo de una maldad inigualable, cuya muerte pondrá punto final a esta guerra.
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Rom hizo rodar a la mujer por la arena gruesa, teniendo cuidado de ponerle
una mano como almohada debajo de la cabeza, y se rindió ante su sabor, su
perfume… vaharadas de aroma de flores exóticas de tierras que nunca se habían
mezclado con la aspereza del humo, la sangre y la suciedad. La necesitaba con la
desesperación de quien se encuentra en los límites de la muerte, quería hacerle el
amor mientras tuviera la fuerza y la pasión de la vida.
El placer de Jas sería su salvación.
Pero la oscuridad volvió demasiado deprisa. Al principio, como unos diminutos
parpadeos y, después, como grandes nubes infladas que le borraban la visión.
Imploró más tiempo, rogó que este ser de ensueño le impidiera deslizarse desde su
vida mortal hacia la eternidad.
—¡Despierta!
Rom inspiró cuando la punta de una bota le dio una patada en el abdomen y lo
devolvió cruelmente a la realidad. Las risotadas de una media docena de hombres
con cascos retumbaron por las colinas, y él volvió a ser un soldado herido tumbado
de espaldas en mitad del campo de batalla. Levantando las rodillas hacia el pecho,
cogió el arma. Dando un puntapié, se quitó una bota de la mano.
—Soñando con tu última sirviente, ¿eh? —preguntó uno de los soldados, con
tono burlón—. Por lo que se ve, ha debido de tratarte bien —más risas—. Es B'kah. Es
duro como una roca. Dale otra patada. —Rom se dobló hacia un lado, desviando el
depravado golpe de la ingle a la cadera.
—Ya es suficiente —ordenó una voz más profunda—. No tenemos mucho
tiempo. Sharron lo quiere ahora.
Los soldados lo llevaron por los pies. El dolor le bombardeaba el pecho. Estaba
quemándose vivo y no podía llenar los pulmones de aire. Apretó los dientes,
esforzándose por no caer inconsciente, pero las piernas le tambaleaban como si
fueran dos cordones. Rezó pidiendo fuerza, disciplina y concentración, para poder
completar su misión. Y se agarró a la visión de la mujer, del ángel, para mantenerse
despierto, recordando las palabras que lo mantendrían con vida todo el tiempo que
hiciera falta hasta acabar con Sharron: «Aplasta la oscuridad».
Lo llevaron a rastras hasta el interior de la gruta: cuevas llenas del hedor del
sufrimiento; oscuridad iluminada por láser; lloros en la distancia; y por fin, el aire
frío vivificante de la habitación de descontaminación.
—Te verá ahora —dijo uno de los tres guardias musculosos que lo estaban
empujando por un pasillo que parecía no terminar nunca, y que era casi tan largo
como la antesala del palacio en el que había nacido. El hogar. Sienna. Pero aquel
lugar de arquitectura sobresaliente emanaba bondad, no aquella… maldad.
—El príncipe, mi señor.
Rom no se dejó caer sobre la silla. Luchando por mantener un aspecto
aristocrático, se sentó con la espalda bien recta. Eres el heredero de B'kah, se recordó
a sí mismo, apretando los dientes mientras las costillas pisoteadas le ardían a ambos
lados como dos asas incandescentes. Los guardias se habían comportado como
necios. Sin ningún respeto por su estatus y creyendo que las heridas lo habían dejado
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fuerza no era el buen camino. Nunca me imaginé que conseguirías tanto apoyo en
tan poco tiempo, y sin la ayuda de tu padre. Sin embargo, por otra parte, mi error ha
producido buenos resultados. —Una repentina y pérfida satisfacción se asomó a los
ojos del líder del nuevo culto—. Has estado expuesto a la radiación demasiadas
horas, ¿no crees?
Rom disimuló su temor por lo que implicaba la afirmación de Sharron: que se
había quedado estéril, troncando así el linaje de reyes de su familia.
El tono ligero de Sharron emanaba hostilidad.
—Una situación divertida, ya que ambos tenemos sentido del humor. Mírate: el
vástago de una de las familias más ricas y poderosas de los Vash Nadah, los
gobernantes indiscutibles de todos los mundos conocidos, dañado sin remedio en lo
único que realmente importa. —Movió sus enormes manos como lanzando granos de
arena al aire—. Sin duda alguna, tu semilla se ha arruinado, sin posibilidad de traer
hijos… ni hijas, que, para el caso, es lo mismo. Te rendirás ante mí, ¿verdad,
Romlijhian?
—¡Vete al infierno!
Inclinándose hacia adelante, Rom empujó los tacones de las botas hacia el
estómago de Sharron, tirándolo al suelo. Un segundo después ya estaba sobre él sin
que su víctima tuviera la más mínima oportunidad de rogar por su vida. Rodaron
por el suelo hasta golpearse contra la pared. Un cuadro se cayó al suelo cerca de
ellos. El cristal roto crujió bajo la espalda de Sharron cuando se dio con la cabeza
contra la pata de una mesa con un golpe sordo y seco. En su favor hay que decir que
no gritó.
Rom sintió que se le volvía a abrir la herida del pecho. Sabía que la sangre roja y
brillante que salpicaba la cara de Sharron y las baldosas blancas del suelo era la suya,
pero la ira le hizo olvidar el dolor. Dobló el marco del cuadro que se había caído y
puso la parte puntiaguda en la garganta de Sharron con las dos manos. Le cortó los
tendones y la carne. La sangre salió disparada a chorros hacia la pared. Sharron
gorgoteó, arañándose el cuello.
—¡Muere, bastardo, muere!
Rom usó las pocas fuerzas que le quedaban para llevar el cuerpo tembloroso de
Sharron a su sitio. Tenía que estar seguro, o ese monstruo esparciría la maldad hasta
los confines de la galaxia. Sharron se quedó flácido. A Rom se le oscureció la vista,
alterando el sonido de los pasos y gritos de los hombres que se acercaban.
—¡Han violado la seguridad! —oyó que gritaba alguien cerca de él—.
¡Evacuación!
Unas manos le separaron los brazos del cuello de Sharron. Una explosión de luz
lo sorprendió. «¡No! —Rom fue a tientas hacia él—. ¿Dónde estás?» Primero
gateando y después arrastrándose, siguió el ruido de los soldados que se estaban
retirando. Rom sabía que sus hombres lo habían encontrado, por el modo delicado y
respetuoso en que lo levantaron. Se esforzó por formar algunas palabras con la boca
seca.
—Sharron… muerto. Se han llevado el cuerpo.
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náuseas.
El médico se inclinó sobre ella, dándole palmaditas en la mejilla. Tenía la
pronunciación dulce del sur.
—Eso es. Mantenga esos maravillosos ojos abiertos para mí.
Levantó la máscara de oxígeno, destapándole la boca, sujetando con fuerza el
collarín. Mirando con atención el reloj, le mantuvo la muñeca entre los dedos, y se
acercó el micrófono, que llevaba enganchado a unos auriculares, a los labios.
—¿Que repita? Sí, la presión sanguínea es de noventa cincuenta. Cincuenta.
—Salté en paracaídas, ¿verdad? —articulaba mal las palabras—. No me
acuerdo.
—Le dispararon… fuego amigo —la voz del médico se ahogaba con el ruido del
rotor del helicóptero.
Intentó incorporarse, pero estaba firmemente atada a la camilla.
—He visto a alguien ahí fuera. Un hombre. Está herido. Tenemos que volver —
el médico le puso la mano en el hombro y la empujó ligeramente hacia abajo—. No
—insistió—. Hemos hablado… y me ha dicho… y entonces nosotros… —tragó con
fuerza. ¿Cómo iba a explicarle que él la necesitaba, y que ella lo necesitaba a él,
cuando ni siquiera llegaba a comprenderlo?—. No nos podemos ir.
—Teniente…
«Por favor» —le imploró con la mirada mientras le volvía a poner la máscara de
oxígeno en la nariz y la boca, sin permitir que dijera una palabra.
«¡No!» —gritó en silencio.
—Señora, hemos dado varias vueltas por la zona. Si hubiera alguien más, lo
habríamos visto —hablaba con ternura pero sin condescendencia—. Respire despacio
y profundamente. Muy bien. Enseguida se encontrará mucho mejor.
—No necesito sentirme mejor —murmuró debajo de la mascarilla—. No quiero
olvidar —cerró los ojos aturdida.
«No te vayas. Te necesito.» Las palabras líricas y exóticas se arremolinaban
como motas de polvo en el nebuloso espacio entre la vigilia y el sueño. Entonces, la
oscuridad se cerró ante ella, incapaz de evitarlo.
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Capítulo 2
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marrón amarillento. Arena. Cielo. La quietud del crepúsculo cuando las primeras
estrellas empiezan a brillar en el aire fresco del desierto.
Un sueño misterioso la había despertado la noche que lo pintó, y se había
pasado el día y la noche siguientes trabajando en él, intentando recrear el áspero
esplendor del paisaje, mientras un creciente deseo la martilleaba por dentro, con más
fuerza que nunca, junto a la sensación de que había dejado a alguien atrás. ¿Pero a
quién? Cuando se despertaba, a veces recordaba a un hombre con enigmáticos ojos
dorados, pero sus rasgos eran borrosos, como si lo estuviera viendo desde detrás de
un cristal empañado.
Esta era la única aberración de su mente completamente racional.
—Jasmine. —Tina le puso un dedo áspero en la palma de la mano—. Ten
cuidado.
Jas parpadeó ante la dulce advertencia.
—Sí, señora.
La adivina le habló delicadamente.
—Ha habido angustias y desilusiones en tu vida, pero este dolor te seguirá
haciendo fuerte, con una fuerza que vas a necesitar para tu verdadero amor. Él
necesitará toda la fuerza de tu espíritu, tu fe… tu carne.
Jas resopló.
—Eso díselo a mi único e incomparable —miró a su reloj de Marvin el
marciano—, que resulta que, mientras hablamos, está en Las Vegas, en luna de miel
con su nueva esposa de 20 años, a la que ha dejado embarazada.
—Jock no era tu verdadero amor.
—Sí, por fin lo he descubierto. —Había dejado de amar a Jock. Y estaba claro
que no lo echaba de menos. Hacía seis meses que se habían divorciado, y dos años
desde la última vez que habían dormido juntos y tenido relaciones sexuales, o como
quiera que se llamara aquella relación sin alegría que había caracterizado su
matrimonio.
Jas puso la mano que tenía libre sobre la mesa.
—El amor verdadero es un mito, un cuento de hadas.
—No siempre has pensado así —dijo Tina dulcemente—. Una vez creíste en él.
Jas cerró la mano en un puño. Dejaría que la magia descarrilara su vida una vez
más. Solo una más. Pero ahora era más lista. Tan despacio como pudo, se levantó.
Confundida, Tina le dio la mano.
—Gracias de verdad —dijo Jas, moviendo hacia arriba y hacia abajo el brazo de
la mujer—. Estoy abierta a la quiromancia y a todo eso, pero el amor no es uno de
mis temas favoritos estos días. ¿Por qué no te vienes a comer con Betty y conmigo al
Tomasita Grill un poco más tarde? —Siguió charlando mientras ayudaba a Tina a
levantarse y la llevaba a la entrada principal. Cuando cerró la puerta, apoyó la frente
sobre la madera, suave y fresca.
—Lo siento —oyó que decía Betty.
—No te preocupes —Jas volvió a la mesa y cogió otra galleta—. Espero no
haber sido demasiado brusca.
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—Ella no lo ve así —Betty la miraba con dulzura—. Sabe que últimamente las
cosas no han sido fáciles para ti: sacar a los gemelos del colegio, el divorcio. Antes de
que te des cuenta, todo volverá a la normalidad —le dio un apretón en el hombro—.
Tómate otro café.
—Lo que necesito es un chute de tequila. Coger sal y limón. Un chute, coger el
vaso y que caiga directamente en la garganta.
—Acabas de ganar 35. 000 dólares con tu muestra de apertura y una propuesta
de la mujer del gobernador para que le pintes un mural en el salón. Si te quieres
emborrachar como una cuba, tienes mi bendición. Te acompañaré para celebrarlo…
con el sentimiento, claro.
Jas hizo una mueca. El problema era que, en realidad, el emborracharse como
una cuba hasta le parecía una buena idea. No se había pillado una buena borrachera
en los últimos veinte años, ningún adiós-a-la-represión, o un todo-me-da-vueltas…
No desde sus días como piloto de guerra en la aviación, y parecía que hacía ya un
siglo de aquello. Sin ni siquiera una gota había estado borracha de inocencia, de
exuberancia de juventud y de la alegría de creer que tenía por delante toda una vida
gloriosa.
«Haría cualquier cosa por volver a sentirme así.» Dejó a un lado el peligroso e
inesperado anhelo. Tenía una vida agradable: amigos y un trabajo que le gustaba.
Dos hijos sanos. Era feliz, o por lo menos se supone que debería serlo —pensó
sintiéndose culpable—, y se negaba a desperdiciar un solo segundo más echando de
menos algún escurridizo sentido de realización que solo existía en su imaginación.
Objetivos concretos, no deseos, era lo que hacía que su vida fuera agradable y
ordenada.
Y falta de inspiración. Jas suspiró.
—Creo que necesito unas vacaciones.
Su afirmación dejó a Betty sin palabras. Qué diablos, ella también se quedó sin
palabras. Nunca se iba de vacaciones. «Eres indispensable; todos te necesitan.» Ese
mantra la había perseguido desde la infancia. Prácticamente, había criado a sus tres
hermanas, mientras sus padres se enterraban a sí mismos en las investigaciones de la
universidad.
—Está claro que necesitas unas vacaciones —dijo Betty cautelosamente—.
Tómate el tiempo que quieras.
Jas pensó en los lienzos sin terminar que tenía colgados en su casa de Scottdale,
y que últimamente no había tenido el coraje de acabar. Le ardió el estómago al
pensarlo. Se sentía responsable.
—Ya te diré lo que decida —le dijo quedamente.
Unas vibraciones invadieron el silencio.
—Ese maldito teléfono otra vez —dijo Betty, mientras se dirigía a la oficina,
dejando a Jas a solas con las cuatro paredes repletas de sus propios cuadros. Aquellos
coloridos lienzos amplificaban y reflejaban sus pasiones más íntimas, sus miedos, su
dolor y frustración, como si se estuviera viendo a sí misma desde fuera. Había sido
una de las consecuencias del accidente —pensó—. La había cambiado
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completamente, haciendo que su arte y sus sueños fueran más reales que su propia
vida. No estaba segura de dónde o cuándo se había golpeado la cabeza aquel día,
pero para cuando volvió en sí en el helicóptero, todo había cambiado.
La campanilla de metal de la entrada volvió a tintinear, devolviéndola a la
realidad.
—¡Hola, mamá!
El hijo de Jas entró con decisión en la galería, sonriendo y con el pelo castaño
oscuro que le caía por la frente. La rodeó atrayéndola hacia sí con un solo brazo.
Jas inhaló su emoción y vitalidad, así como el olor del aceite del motor, el polvo
y el cuero, resultado de su nueva Harley del 84 que usaba esporádicamente.
—No te esperaba, amor mío.
—He cogido un vuelo antes y he dejado las maletas en casa. Siento haberme
perdido la muestra —añadió, sintiéndolo de verdad. Jas le desenredó el pelo—. La
verás la próxima vez —fingió indiferencia, por el bien de Ian, pero en realidad le
dolía que Jock hubiera planeado su boda el mismo fin de semana en que ella tenía
que inaugurar la muestra más importante de su carrera, obligando a Ian y a Ilana a
estar con él, y no con ella—. Bueno, entonces, ¿te lo has pasado bien?
—¿Quieres decir en Las Vegas? —sus ojos rasgados se nublaron—. ¿En la boda
de papá? —parecía como si prefiriera hablar de otra cosa, de cualquier otra cosa—.
No ha estado mal, aunque a Las Vegas solo le hemos echado un vistazo.
—¡Jas! —Betty colgó el teléfono y volvió a toda prisa—. Era Dan.
Jas sonrió recordando la risa fácil de Dan. Era un hombre guapo y de buen
corazón, y había sido el profesor de economía de Ian. Además, había conseguido que
Ian se apasionara por las finanzas cuando no consiguió pasar el examen médico de
las fuerzas aéreas, que destruyó su sueño de convertirse en piloto. Como muestra de
agradecimiento, había permitido, con mucha prudencia, que Dan entrara en su vida,
aunque solo fuera a un nivel completamente platónico. Él había asumido que su
resistencia a quedar con él podía deberse a la reciente ruptura de su matrimonio, y
ella no había hecho nada por impedírselo. Era una explicación más cercana a la
realidad de lo que ella misma se atrevía a admitir.
—Creía que había vuelto ayer a su casa —dijo—, pero si todavía está aquí,
podríamos invitarlo a comer…
—Ha llamado desde Tempe, Jas. Quiere que encendamos la radio.
Fue entonces cuando Jas se dio cuenta de que Betty estaba más pálida de lo
normal, con una palidez que resaltaba al lado del pelo moreno y las mechas grises.
Un escalofrío de preocupación le cerró totalmente el estómago.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Tú, enciéndela —claramente agitada, Betty se cogió al borde de la mesa para
tranquilizarse. Desconcertada, Jas intercambió una mirada con Ian y encendió la
radio, preguntándose quién habría muerto, o qué avión se habría estrellado, o dónde
habría habido un gran terremoto. El corazón empezó a latirle a gran velocidad.
Grace, su hermana menor, estaba visitando San Francisco…
«Les habla Kendall Smith, en directo desde la Casa Blanca, con una noticia de
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—¡No! ¡No lo permitiré, B'kah! —el comandante Lahdo dejó caer con fuerza su
puño enorme sobre la mesa, volcando un jarrón vacío sobre el tablero de control
ambiental. Las luces se apagaron y empezó a soplar un viento caliente por el sistema
de respiración—. ¡Al infierno!
Lahdo, que estaba todavía con el uniforme que se había puesto para la reunión
con la delegación de la Tierra, se desabotonó el cuello con una mano, mientras movía
la otra con gran agilidad sobre las luces parpadeantes del panel, para que la nave
mercante Lucre volviera a la normalidad.
—Se lo repito, acaba de violar nuestro pacto más sagrado. Ha violado el
Tratado de Comercio, Artículo 4…
—Párrafo 9, línea 3 y siguientes, creo —Rom B'kah estaba apoyado contra la
pared, enfrente del Comandante. Con un pie apoyado hacia atrás, cruzó los brazos y
siguió recitando—: Ninguna organización que no sea Vash Nadah o los
representantes que haya designado para ello, podrán llevar a cabo transacciones de
lucro u otras que comporten ganancias.
Lahdo decía con la mirada: «¿Y es necesario que añada algo más?»
—Comandante, si permite que me explique… en el apéndice queda recogido
que si no hay un acuerdo formal, se aplican los artículos del Código de Comercio
Fronterizo, estableciendo que los comerciantes independientes como yo no pueden
quedar excluidos. —Rom miró por el cristal al gigante gaseoso con los colores del
arco iris y su extraño ojo rojo. Júpiter, como lo llamaba la gente del lugar—. Y creo
que este pequeño y remoto sistema representa la frontera.
Lahdo explotó. Le dio un puñetazo al botón de comunicaciones, gritando.
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permitido sucumbir a la imaginación, y aquel era el resultado. Por todos los dioses, si
la mujer de su visión tenía el valor de tomar forma humana, sería mejor que se
asegurara por todos los medios de no cruzársela en su camino.
Desahogó su enfado con Lahdo.
—No puedo perder el tiempo repanchigado mientras usted sigue con sus
lecciones de historia del comercio. Cogeré la nave para la Tierra cuando zarpe la
flota. Estoy en mi derecho —la expresión de desánimo del Comandante le hizo
recobrar un poco la calma—. No pretendo causarle problemas. En la Tierra, me
ocuparé de mis asuntos sin interferir con los suyos. Me quedaré al margen. Y cuando
termine mis negociaciones, mi tripulación y yo nos iremos.
El Comandante suspiró, sintiéndose acorralado, y apagó la pantalla.
—Muy bien, B'kah. Necesitaré el nombre y el número de registro de su nave. Lo
ha solicitado la Tierra, de modo que tendré que darle los suyos también si pretende
acompañarnos… si es que la Tierra nos permite aterrizar.
—Ah, por supuesto, Comandante. Nombre y número de registro.
Rom volvió a animarse. Iba a aterrizar con la flota.
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Capítulo 3
A bordo de la Quillie, Rom se dio la vuelta despacio, agarrando con las dos
manos una espada sensorial delante de él en posición de defensa, con todos los
músculos en tensión y los instintos de combate bien dispuestos.
—Se terminó, Gann —se oyó el eco monótono en la cavernosa habitación—.
Ríndete ahora y te concederé la gracia, pequeño llorón… o como quiera que los
habitantes de la Tierra llamen a estas pelosas criaturas sumisas. Sí, estás gimoteando
como un perro.
Rom se sorprendió. Estaba seguro de haber oído una risa sorda. Suprimiendo la
suya, miró con los ojos bien abiertos hacia una pared completamente oscura.
—Se terminó. Te he visto.
Aunque no con los ojos.
Las neuronas le zumbaron, apuntando a su presa. Apuntándole con una
sensibilidad prácticamente infalible, que había sido el resultado de los días de
entrenamiento en Bajha, el antiguo juego de los guerreros. Rom se dejó guiar por sus
sentidos, según el antiguo y misterioso método de sus antepasados, fiándose de su
cuerpo como debía hacer un guerrero, avanzando lentamente. Escuchando.
Pero no con los oídos.
Basándose en el curso de la sangre por las venas, el hormigueo de los poros y
del menor vello del cuerpo, empuñaba la pesada espada sensorial con toda su fuerza.
Esto era lo que más le gustaba de este deporte: el presentimiento de una victoria no
materializada aún. «Revélate, Gann.»
Su oponente atacó, pasándole tan cerca la cuchilla redondeada de la espada
sensorial, que el viento silbó por encima de las manos desnudas de Rom. Arqueó la
espalda, esquivando el golpe. Gritando de alegría, giró en espiral, blandiendo su
espada en un arco brutal por encima de la cabeza, dejándola caer repentinamente
hacia la derecha. Oyó un gruñido de sorpresa cuando la espada le vibró en las
manos, como señal del golpe.
—¡Maldita sea! —refunfuñó Gann.
—Luces —dijo Rom. La habitación se iluminó. El subcomandante de su nave
estaba con una rodilla clavada en el suelo. Lo apuntó con la espada—. ¿Té rindes? —
le preguntó, casi sin respiración.
—Me rindo.
Rom le tendió la mano, como muestra de respeto hacia el hombre del que se
fiaba tanto como se había fiado antes de su hermano, y que era el único miembro
Vash Nadah dispuesto a seguirlo en el exilio. Cogiéndose de las muñecas, inclinaron
la cabeza, finalizando así formalmente el juego.
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Lealtad, fidelidad, familia. Al igual que él, Gann era un seguidor del antiguo
código del guerrero, que ensalzaba el control de sí mismo y la autodisciplina. Era un
modo de vida honorable, que daba ejemplo a las clases más bajas… no como los
hábitos de muchos de los gobernantes del momento.
«Estúpidos» —pensó Rom, desenganchándose el collar. Estaba claro que once
mil años de paz era un logro digno de alabanza, pero muchos de los Vash Nadah
estaban usando el pacifismo como una excusa para la apatía, preocupándose más por
su poder personal, por sus placeres y riquezas, que por los fundamentos de su
civilización. Si cayeran los fundamentos, el caos y la muerte se adueñarían de ellos.
Los Años Oscuros. Ya se percibían signos de deterioro: terrorismo, destrucción de
líneas de suministro y naves, disturbios sin precedentes en algunos de los planetas
esenciales del reino. Si Rom no hubiera matado a Sharron con sus propias manos en
Balkanor unos veinte años antes, habría tenido que jurar los actos que habrían
llevado la marca de aquel monstruo y del culto que propugnaba.
Se le hizo un nudo en el estómago. La política y el futuro de Vash Nadah ya no
eran asunto suyo. Su familia lo había exiliado y deshonrado. Si los vash querían
revolcarse en la ignorancia y la apatía, que así fuera. Él se conformaba con vivir su
vida al margen, vagabundeando por las viejas rutas entre las estrellas con su
tripulación, que aún le guardaba fidelidad, negociando baratijas en los planetas de
las fronteras más lejanas.
Gann interrumpió sus deprimentes pensamientos.
—¿Cómo me has llamado? —le preguntó, aflojándose la chaqueta Bajha—. ¿Un
perro?
—Sí. Un perro.
—Puedo responder a tu epíteto de la Tierra con otro, B'kah: Okey-que-tengas-
un-buen-día.
—Algo que no podría decirle a mi madre, si lo he entendido bien —dijo Rom
con sequedad.
—Yo no me arriesgaría.
Riéndose, Rom se echó la toalla por los hombros y se bebió media botella de
agua que llevaba en la bolsa.
—Zarra se ha presentado voluntario como traductor —dijo Gann—. El chico
alardea de hablar con fluidez.
—A mí no se me dan bien los idiomas —admitió Rom. Este problema nunca se
le había planteado. El vash basic se hablaba en toda la galaxia; era la lengua del
comercio. Sin embargo, durante los dos meses que habían pasado esperando a que
los gobiernos de la Tierra decidieran si dar la bienvenida a la flota de Lahdo, Rom
había tratado de memorizar el poco inglés que podía, una lengua gutural y
extrañamente familiar. Así reduciría las posibilidades de que lo engañaran… si es
que en la Tierra alguien se atreviera a intentarlo. Puso la espada en su sitio, se quitó
la chaqueta Bajha y estiró y flexionó los músculos. Se sentía vivo y satisfecho. El
juego le había despertado los sentidos. Le pasó por la mente el fugaz deseo de darse
un baño, un baño de verdad, y no la ducha higiénica cronometrada de siempre.
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Después pensó en una mujer, que le ofrecía una larga noche de amor, otro más de los
sagrados placeres de la vida sin el que tendría que seguir su largo viaje.
—El puente al capitán B'kah. —El ingeniero apareció en la pantalla, al lado del
techo insonorizado. Rom se secó un poco la cabeza con la toalla y se la puso por
encima de los hombros, pasándose los dedos por el pelo, húmedo y encrespado.
—Adelante, Terz.
—La flota del comandante Lahdo está en línea, señor.
Rom y Gann se miraron sorprendidos.
—El señor compostura en persona —se dijo—. Pásemelo, Terz.
Lahdo apareció en la pantalla. Parecía atormentado, pero triunfante.
—La Tierra nos permitirá aterrizar.
—Muy bien, Lahdo. Le felicito por que los astronautas de la Tierra estén
contentos y sanos. ¿He de suponer que los expertos que se encargan de la cuarentena
han decidido por fin que no infectaremos a toda la población?
Lahdo bajó la mirada.
—No. Hasta que su Centro de Control de Enfermedades no complete el análisis
final, seguiremos en cuarentena. Nos han asignado un área restringida. —Lahdo
miró la pantalla que llevaba en la muñeca con los ojos entrecerrados—. La base aérea
de Andrews.
—Andrews… —Rom memorizó ese nombre tan extraño.
—Seguiré las coordenadas —continuó Lahdo—. Los astronautas de la Tierra
pilotarán la primera nave, la de categoría tres que les he entregado. Quiero que se
ponga en posición y siga a la flota —hizo un movimiento con la barbilla—. Y
recuerde, B'kah, espero un total acatamiento a las órdenes por parte de su
tripulación.
Rom levantó las manos y sonrió para tranquilizarlo.
—No se preocupe, Comandante. No se preocupe. Puede estar seguro de que
cumpliremos con nuestro deber.
La pantalla se volvió negra.
—¡Tiempo de fronteras! —fue el grito de alegría de Rom, que por primera vez
se sentía feliz desde… había perdido la cuenta—. Muy bien, Gann, tenemos que
buscarnos una buena carga mientras estemos allí. Me siento productivo —le dijo a su
amigo, después de darle con la toalla en la espalda.
Jas se dejó caer en un taburete cerca de Dan Brady, asegurándose de ver bien la
pantalla de la pequeña cervecería, que era el negocio secundario que dirigía Dan, y
que le proporcionaba una gran satisfacción empresarial. Estaba tomándose una
cerveza que le diera fuerzas, mientras veía la repetición de la llegada de once
enormes naves delta lisas y brillantes que, como pétalos exóticos, iban dejando unas
largas bandas de condensación al atravesar el cielo en espiral, cuando se dirigían a
una pista de aterrizaje poco usada de la base aérea Andrews, la instalación que había
cerca de Washington D.C. y que hospedaba el Air Forcé One. La nave interestelar
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más pequeña era más grande que un Boeing 747, y se decía que la nave de comando
Lucre tenía el tamaño de cinco portaviones de la marina militar de los Estados
Unidos. Se había quedado en órbita alrededor de la Tierra porque a nadie se le había
ocurrido dónde podría aterrizar.
—Es increíble… es espectacular —dijo Jas, sin lograr encontrar las palabras
exactas para describir un acontecimiento como aquel.
De pronto cambió la imagen y apareció una vista aérea de varios kilómetros de
entrada y salida de las autopistas de Maryland. Decenas de miles de personas
intentaban escapar de lo que consideraban una invasión extraterrestre, pero la
mayoría de la gente estaba viajando en tropel para ver la nave.
—Y eso es el caos —le dijo a Dan, a media voz.
—Yo creía que iba a ser peor, considerando lo rápido que lo han aprobado.
Dos meses de protestas por todo el mundo, de intrigas diplomáticas,
malentendidos y órdenes de emergencia habían concluido de golpe en una invitación
unánime. La decisión había conmocionado al planeta.
—Estábamos entre la espada y la pared; solo un idiota se habría arriesgado a
perderse una nave espacial superior a la velocidad de la luz y la cura contra el cáncer.
A Dan se le iluminaron los ojos.
—Los vash lo sabían desde el principio. Dudo que seamos el primer planeta
tecnológicamente inferior a ellos que descubren. Saben el valor que tienen los
regalos.
Jas, ataviada con unos vaqueros, se sentó con las piernas cruzadas, con aire
pensativo.
—Una nave y alguna que otra nueva tecnología médica… es muy poca cosa
comparado con los minerales que nos piden para invadir los asteroides entre Marte y
Júpiter —los derechos que los vash deseaban desesperadamente—. Tendrán que
darnos mucha más tecnología si quieren que llevemos a cabo las excavaciones.
—Lo harán —dijo Dan, completamente seguro—. Nosotros conseguimos gratis
todo un equipo con clientela incorporada, y ellos consiguen minerales a bajo precio.
Es una situación en la que ambas partes se benefician. Su Federación de Comercio es
inmensa, Jas. El potencial de beneficios es alucinante.
—A menos que no nos ofrezcan pagarnos con sal —dijo sarcástica… era
increíble, pero la sal era un lujo raro y costoso para la mayor parte de la galaxia—.
Deberías de comprar más acciones en la Morrón Company, por si acaso.
Dan estiró los brazos por encima de la mesa.
—Hecho.
Jas levantó el vaso de cerveza, riéndose.
—Por la única persona que conozco que comparte mi obsesión por los visitantes
del espacio.
—No es una obsesión, Jas —dijo, mientras brindaba—. Es una muestra de
inteligencia y fascinación empresarial.
Como quiera que Dan quisiera etiquetar su embelesamiento ante los vash, para
Jas aquel asunto se había convertido en un punto central de su vida. Aunque no
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hubiera vuelto a ver al apuesto hombre del espacio que tanto la había perturbado,
había canalizado su interés por él con un objetivo mucho más concreto: aprender el
vash basic, el idioma del comercio intergaláctico. Noche tras noche entraba en la
página de las Naciones Unidas para practicarlo y para estudiar la historia y la cultura
de los vash.
—¿Cómo será posible? —murmuró Dan.
Los titulares de una edición extraordinaria de las noticias estaban pasando por
la parte inferior de la pantalla. Jas bajó el vaso de cerveza, esperando que no fuera un
nuevo toque de queda que volviera a dejar su vida reducida a las horas de luz,
luchando cada tres días por el gas y teniendo que soportar a las multitudes en el
supermercado, pero lo que vio fue una reunión de gente de la prensa. Los flashes
parpadearon cuando un afroamericano con aspecto distinguido se encaminó hacia la
tarima. Esta vez, más que el experimentado corresponsal de 57 años de la CNN,
parecía un joven sonriente y entusiasmado. Una extraña mezcla de anhelo y envidia
le llenaron el pecho.
—Así que Kendall Smith es el afortunado ganador —dijo. Las redes de
transmisión habían elegido a Smith de entre una impresionante cantidad de
candidatos desde que los vash se habían ofrecido a llevar a un corresponsal al
espacio para que visitara su depósito de carga principal. Después, si Smith quería,
podría seguir viajando e informando indefinidamente.
—Un relaciones públicas vash con talento natural —señaló Dan—, como los
carteles del mil ochocientos «Vete al oeste, joven».
De repente, las palabras de Dan le llevaron a pensar en una nueva vida y un
nuevo inicio. ¿Cómo se sentiría haciendo lo que Smith iba a hacer, partir hacia lo
desconocido, sentirse viva otra vez?
Como antes del accidente.
La nostalgia irrumpió en ella con una fuerza sorprendente, y se le encogió el
corazón hasta tal punto que casi no podía respirar. Pensó en todas las aventuras que
le quedaban por vivir y en todos los sueños que las obligaciones y los dolores de
cabeza le habían robado.
—Daría cualquier cosa por estar en su lugar —dijo, lenta y silenciosamente.
Dan la miró, con una sonrisa llena de comprensión.
—Estoy seguro que todos podremos hacerlo dentro de un par de años.
—Sí.
«Un par de años.» Sin esperárselo, una afirmación como aquella, que podría
haberla desanimado, se convirtió en un desafío. ¿Habría algún modo de evitar una
espera tan larga? Se retorció, nerviosa, las pulseras de plata que llevaba en la muñeca
derecha. Las manos le temblaban por la ansiedad. Con una edad en la que la mayoría
de las mujeres se refugiaban en sus nidos, ella sintió de repente la necesidad de abrir
las alas.
Cuando el sol alcanzó su cénit sobre la base Andrews, Rom, Gann y el joven
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entusiasmo con la Secretaria de Comercio, que rodearon hasta que se quedó detrás
de ellos. Tras una enérgica introducción del presidente Talley, el comandante Lahdo
dio un paso hacia la tarima. Su voz resonante retumbó mientras un traductor
transmitía sus esperanzas de asociación, de comprensión y, sin que nadie se
sorprendiera, de negociación. Para comprobar cuánto vash había aprendido, se
concentró en la voz de Lahdo. Alguna que otra frase se le escapaba y algunas
palabras no las comprendía en absoluto, pero, en general, lo entendía. Su habilidad
con las lenguas la había heredado de su madre, que era filóloga, pero hasta aquel
momento nunca le había servido de mucho. No es que el basic fuera complicado. Era
un idioma gutural y preciso, pensado para facilitar el diálogo entre habitantes de
innumerables mundos. También existían otras lenguas, pero, evidentemente, no se
utilizaban para el comercio.
Tras un caluroso aplauso, Lahdo cedió su puesto en la tarima a la Secretaria de
Comercio y volvió a reunirse con su delegación, disfrutando de su adulación,
aplausos y sonrisas, hasta que un vash alto se puso delante de él, cerrándole el paso.
Iba vestido como un pirata del futuro.
Jas contuvo la respiración. Era el diabólicamente atractivo rebelde espacial. Su
cuerpo, delgado, irradiaba fuerza, voluntad y poder, y una seguridad masculina que
le hizo perder la cabeza mientras su cuerpo respondió con un profundo y doloroso
deseo.
Entonces se puso de espaldas a la cámara. Había puesto las manos por detrás,
donde Lahdo no las veía, y el movimiento que hacía, abriendo y cerrando los dedos,
traicionaban la intensidad de su rabia.
La delegación de Lahdo, intranquila, rodeó a su líder, mientras que los hombres
de negro del Servicio Secreto se le acercaban, tensos por la ansiedad del líder de los
vash. Un micrófono, que estaba cerca de ellos, recogía la conversación, aunque muy
bajo. El tono del vash más alto era bajo, pero intenso.
—Los artículos del Código de Comercio Fronterizo establecen que puedo tratar
con quien quiera. No puede excluirme, Lahdo, como ya ha intentado hacer.
Contactaré con los líderes de comercio que desee.
Lahdo se puso nervioso.
—El acuerdo se firmará la semana que viene. Para entonces la Tierra dejará de
ser un planeta fronterizo, y esos artículos no serán aplicables.
El vash alto cerró las manos en un puño.
—Pero hasta entonces, Comandante, lo son.
La piel morena de Lahdo brilló por el sudor. Se tiró del collar, y su basic
adquirió un tono defensivo.
—Sería mejor que sus compañeros y usted abandonaran el planeta. Estoy
seguro de que una semana de la Tierra será tiempo más que suficiente para preparar
a la Quillie para su partida. ¿Puedo ordenar que mis hombres les ayuden a reunir los
suministros que necesitan?
Estallaron los aplausos y, en primer plano, la Secretaria de Comercio cedió su
puesto al Primer Ministro británico. Lahdo y el otro vash siguieron intercambiando
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Capítulo 4
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estaban dobladas con cuidado, los pantalones de deporte estaban apilados unos
sobre otros. Limpios y ordenados. No como su futuro, si es que iba a seguir adelante
con su plan de hacer autostop hacia el espacio.
Se puso unos vaqueros, una blusa de seda de damasco y un par de calcetines
con unas pequeñas calabazas de Halloween. Cogió el teléfono y llamó a Dan Brady.
De todas las personas que conocía, él era el que estaba mejor preparado para
ayudarla.
A las nueve de la mañana, la cafetería más cercana al campus de la universidad
de Arizona estaba atestada. Le habló a Dan sobre el alto vash rebelde, sobre la
discusión que había escuchado en la transmisión del Congreso y sobre lo que quería
hacer. Como esperaba, él la escuchó con interés y respeto.
—En otras palabras —concluyó—, he encontrado el vehículo y al conductor.
Ahora necesito el incentivo.
Dan mecía entre las manos su café con leche, esperando a que se enfriase un
poco, mientras la miraba sobriamente.
—Te mentiría si te dijera que no preferiría que te quedaras aquí.
«Eres indispensable; todos te necesitan.» Jas suspiró. Estaba dejando atrás a sus
hijos; estaba decepcionando a Betty, a su familia y, ahora, a Dan. Sacando fuerzas de
un resurgimiento dudoso, replicó con más dureza de la que pretendía.
—El plan es solo de seis meses, Dan. Seis meses. Por el amor de Dios, hay gente
que hace cruceros más largos.
—Eh —la miró un poco más tranquilo—, no lo he dicho para que te sintieras
culpable. Te voy a echar de menos, eso es todo.
Cerró los puños con fuerza, nerviosa.
—Lo siento —susurró Jas.
Dan se relajó en su silla, estirando las piernas.
—Ahora explícame cómo crees que puedo ayudarte.
—Daba la impresión de que ese vash esperaba ganar dinero mientras estuviera
aquí, pero que los demás no se lo permitirían. Ahí es donde entramos nosotros. Tú
has encabezado o participado en las asociaciones de comercio más importantes de la
ciudad, y tienes muchísimos contactos.
—Conozco al gobernador —concedió Dan—. Igual que tú.
—Yo conozco a su mujer, pero necesito mucho más que eso. Además, tenemos
poco tiempo: Lahdo le ha dado una semana para hacer las maletas y marcharse de
aquí, y ya hemos perdido un día, así que solo nos quedan seis, y también está el fin
de semana por medio.
—No hay problema. Será todo muy rápido. Últimamente parece que todos
están pendientes del espacio. Si lo que necesita nuestro amigo vash son recursos, no
nos faltarán el apoyo económico y político de Arizona —cogió la libreta y el bolígrafo
que Jas había dejado encima de la mesa, y se puso a hacer una lista. Inmensamente
agradecida, intentó calmar la agitada mano de Dan, que debió de leerle la pregunta
en los ojos.
—Sí, lo estoy haciendo por ti —dijo con toda sinceridad—, pero está claro que
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en las piernas. Desde allí, detrás de los seis hombres que estaban preparándose para
el lanzamiento, observaba el procedimiento en lúgubre silencio. Solo los tres millones
de kilómetros entre la Quillie y aquel miserable planeta de agua podrían mejorar su
humor.
Zarra lo llamó desde donde estaba, delante del panel de navegación barredero.
—Señor, la secuencia de prelanzamiento se ha completado.
—Llama a la torre —dijo Rom con voz cansada—. Dígales que solicitamos
permiso para un lanzamiento anticipado. No hay ningún motivo para prolongar
nuestra estancia aquí, ¿no?
—¡No, señor! —gritó Zarra. La tripulación del puente gritó en coro su vigoroso
acuerdo.
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salía de la nave.
—Suba —dijo, dudoso, el policía, mientras daba un paso atrás—. Yo la esperaré
aquí.
Sin la menor posibilidad de ver lo que había detrás de la empinada rampa, Jas
inspiró y espiró lentamente, tranquilizándose mentalmente. Todo lo que había hecho
en su vida, las decisiones que había tomado, sus errores y triunfos, le habían dado la
oportunidad de vivir este glorioso momento. No importaba el resultado, aquella
noche su vida había llegado al punto de no retorno.
—Allá vamos —dijo, y empezó a subir.
Unas luces verdes en el suelo le indicaron el camino. Cargado de una misteriosa
humedad, el aire se fue haciendo cada vez más templado y las luces empezaron a
alternar entre el verde y el dorado. El túnel no tenía rasgos sobresalientes. Sin grafitis
ni cubos de basura —pensó, en un desesperado intento de humor—. Sin colillas, ni
latas de coca-cola pisoteadas y olvidadas allí, entre el suelo y la pared. No había
señales de vida, aunque podía distinguir unas voces en la distancia. Y risas. Aquel
sonido alarmantemente familiar, le dio ánimos para seguir adelante.
La rampa terminaba en una habitación, que parecía una cueva, llena de un
vacío metálico que le recordaba al hangar de un avión. Una vibración retumbó por
debajo del suelo, y tuvo que apretar los dientes para que no le rechinaran. El ruido
cesó. Volvió a oír las voces amortiguadas, que venían de la habitación superior, más
allá de un balcón con doble baranda. Vio unas sombras que se movían, y luces de
instrumentos y ordenadores que se reflejaban en la enorme ventana curva de la parte
delantera de la nave, que tenía toda la pinta de ser la cabina de pilotaje, o el puente.
Sin embargo, todavía no había aparecido nadie para escoltarla. ¿Sabrían que había
subido?
Estaba pensando qué pasaría si gritaba «¿Hay alguien en casa?» cuando divisó
a un vash que la estaba esperando detrás de una mesa baja que se extendía en la
esquina derecha desde la pared. Atractivo y musculoso, el hombre podía medir muy
bien más de un metro ochenta. Una luz oscura azulada iluminó la habitación,
blanqueando su piel tostada. Si no hubiera sido por sus fabulosos ojos dorados, le
habría parecido completamente humano.
—Tú no el capitán —le dijo, en un basic entrecortado. Se le estaba haciendo
difícil, por los nervios, hablar el idioma que acababa de aprender.
El abrió las manos, poniendo las palmas sobre la mesa.
—Soy Gann, el segundo comandante de a bordo. Enséñeme el acuerdo.
Dejó caer la bolsa sobre la mesa. Unas cuantas luces parpadearon como
protesta. Gann apagó un interruptor. Su expresión era francamente prohibitiva, pero
los ojos le brillaban sonrientes, por haber aguijoneado el orgullo de Jas.
—Me llamo Jasmine Hamilton —anunció con una fría expresión profesional,
usando las palabras que había ensayado más de mil veces durante los últimos días—.
Represento a líderes del sector comercial que desean negociar con su nave —
abriendo la carpeta que llevaba elegantemente preparada, la giró hacia él para que
pudiera verla—. Esto es todo lo que quiere el capitán. El comandante Lahdo lo
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pasos hacia el asiento que había cerca de Gann y se abrochó las correas de seguridad
al tiempo que los propulsores empezaron a tronar. Pero no pudo apartar la mirada
de la expresión de miedo de Jas, e intentó imaginarse lo que aquel despegue
significaría para ella. Maravilloso, por supuesto. Uno no olvidaba nunca su primer
lanzamiento al espacio. Cuando él acompañó a sus padres en su primer vuelo, no era
más que un niño, pero se convirtió en su primer recuerdo.
Cuando la Quillie despegó, las vibraciones aumentaron. Vio cómo la mujer se
agarraba con más fuerza a las correas, mientras la invisible fuerza de la gravedad la
empujaba contra el sillón por la aceleración. La nariz se le puso roja, mientras que sus
ojos, brillantes y llenos de entusiasmo, buscaban la ventana delantera. La turbulencia
aumentó. Fuera, las nubes abofeteaban el cristal con sus manos húmedas, en un fútil
intento de mantener a la gigantesca nave esclava de la gravedad. Entonces la nave se
liberó y ya solo se veían estrellas como diminutos puntos de luz en la vasta oscuridad
del espacio exterior. Del mismo color de su pelo…
Rom se maldijo en voz baja.
—Por lo que veo, esta mujer ya ha capturado tus pensamientos —le dijo Gann
en siennan—. Te envidio. Otros hombres tienen que salir a la caza de su tesoro, pero
no B'kah —se rió entre dientes—. En tu caso, el tesoro viene hacia ti deseoso, una
encantadora mujer de piel clara y cabello oscuro, que no solo te ruega que la lleves
como pasajera, sino que además te paga por el honor que le haces.
Rom frunció el ceño.
—Ha pagado por el pasaje al Depósito.
—¡Sí, ya! Joyas y sal. Un simple acto de negocios.
—¿Joyas? ¡Bah! Solo un contrabandista desgraciado aceptaría unos efectos que
solo tienen un valor personal. Lo que me interesa es la sal.
—Parece de excelente calidad —concedió Gann.
—Asignaré un cuarto del suministro a la cocina, para calmar los ánimos de la
tripulación. El resto lo venderemos en el Depósito, junto con los documentos… si es
que son auténticos y si es que Zarra puede traducirlos.
—Y mientras tanto, disfrutarás de sus encantos.
La nave siguió acelerando y empujándolo contra su asiento. Rom levantó la
cara hacia el aire que salía de los respiraderos del techo, esperando que este pudiera
calmar la temeraria e irreflexiva atracción que sentía por aquella mujer, del mismo
modo en que calmaba el sudor de su frente.
—Nuestra cultura le da mucha importancia a los sueños, y puede que sea por
eso por lo que estoy predispuesto a creerlo, pero creo que es la encarnación del ángel
de Balkanor.
Gann echó una carcajada, que más que una risa pareció un ladrido.
—Ya, claro. ¿Que ha venido de visita después de todos estos años, dispuesta a
jugar contigo otra vez? ¿Con las órdenes de la Gran Madre para descarrilarte otra vez
del camino que te habías propuesto?
—¡Yo no elegí este camino! ¡Lo hizo ella!
—Por todos los dioses, Rom, por muy encantadora que sea, no es tu ángel. Te
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has quedado pasmado mirando a todas las mujeres morenas que has visto desde que
llegamos a este sistema. Y hay billones más que no has visto. ¿Cómo puedes estar tan
seguro de que sea ella?
—Antes de que el viaje termine, te lo diré. Te lo juro —Rom volvió a centrar su
atención en la mujer de la Tierra. De repente, recordó sus primeros años en el exilio,
la soledad, la culpa, y cómo los recuerdos del ángel de Balkanor le habían dado
fuerzas para no rendirse del todo.
—¡Por todos los dioses! —murmuró, y apartó de ella la mirada. Aquella mujer
era capaz de despertarle unos recuerdos tan dolorosos con la misma facilidad que
una tormenta del desierto levantaba los granos de arena. Su encuentro en Balkanor
había precedido a la peor etapa de su vida… y, sin embargo, seguía sintiéndose
atraído por ella. Tenía que averiguar por qué. Si escondía dentro de sí las respuestas,
quería saberlas. Solo así podría superar la pérdida de su familia y de sus derechos de
nacimiento.
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
Capítulo 5
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más.
—Jasmine Hamilton, pero casi todos me llaman Jas.
—Romlijhian B'kah —la educada inclinación que le hizo con la cabeza
contrastaba con el recelo que se leía en sus ojos—. Pero prefiero Rom. Es menos
formal. Y más apropiado para la actual situación, ¿no te parece?
Estaba segura de que cualquier respuesta sería incorrecta. Con un movimiento
nervioso, miró por detrás de él, buscando un sitio libre.
—Tengo que encontrar un sitio para sentarme.
«Preferiblemente, en la otra parte del comedor».
—Únete a nosotros —con un gesto amable, le indicó un sitio que se había
quedado libre enfrente de él y al lado de Gann, que estaba claro que se estaba
divirtiendo con aquel torpe intercambio de información. La diversión arrugaba los
ojos del otro vash, pero Jas tenía la impresión de que también la estaba analizando.
Habría apostado cualquier cosa a que, en la misma medida que el humor, una feroz
lealtad formaba parte integral de su naturaleza. Sintiendo todavía los suaves efectos
de aquella demostración de homenaje de la tripulación, se sentó en el banco.
—Rom, Gann, sois muy amables —usó las manos para completar los huecos
que quedaban en su dudoso lenguaje—, pero no es necesario que se levanten todos
por mí.
Rom replicó:
—Tú eres una mujer y, por tanto, digna del máximo respeto. Ya que insisto en
que mi tripulación siga el código del guerrero, no me queda ninguna duda de que te
acostumbrarás a nuestras tradiciones antes del final de nuestro viaje.
De modo que el comerciante rebelde valoraba la etiqueta. Eso no se lo esperaba,
y la intrigó.
—¿Pan casero? —cogió una bandeja y se la puso por delante hasta que ella
eligió un trozo de pan de pita fino. Después siguió con su educado comportamiento,
rellenándole el cuenco con el estofado caliente. Solo había un cubierto, medio
cuchara y medio tenedor, así que lo sumergió en el cuenco moviéndolo
cuidadosamente. Del cuenco salía un vapor que olía vagamente a sándwich de jamón
y queso a la plancha, y otros aromas indefinidamente exóticos pero agradables. Rom
y Gann usaron el pan insípido a modo de cubiertos, hundiéndolo en el cuenco para
sacar buenos trozos de estofado. Las especias picantes le quemaron la lengua, pero lo
único que podía tomar para que se le pasara era la bebida caliente y verdosa que
Rom le había echado en la taza.
—Es toque. Quita el sueño —dijo Gann, mientras Jas se llevaba la taza
humeante a los labios. Hizo una mueca. Sabía a regaliz. Ya echaba de menos el café.
—Ya veo que tendré que adaptarme a muchas cosas. Pero me alegra hacerlo.
Rom siguió mirándola intensamente, como evaluándola… o esperando a que
diera un paso en falso. Sería lógico. Era una extraña, e incluso un posible riesgo para
la seguridad de la nave. Como capitán, tenía la responsabilidad de proteger a su
tripulación.
—Hablas basic bastante bien para ser una residente de la Tierra —le dijo.
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—Tengo suerte. Se me dan bien los idiomas. Pero estoy muy lejos de la
capacidad de mi madre. Ella habla catorce. —Rom levantó las cejas y se inclinó hacia
adelante. Entrelazando los dedos, susurró algo en su lengua materna. Era una lengua
suave, alegre y poética, como suenan el italiano o el francés en la intimidad. Jas
levantó la cabeza, concentrándose. Había algo en la cadencia que le resultaba
familiar, pero no entendía ni una sola palabra—. No entiendo —Rom siguió
susurrando más despacio, pero ella abrió las palmas de las manos—. No entiendo esa
lengua.
—No —le dijo en voz baja—. Es siennan —le explicó—. Mi lengua natal. Son
muy pocos los que la conocen fuera de mi planeta de origen. Perdona.
Jas habría jurado que acababa de ponerla a prueba. Y que la había superado.
Una parte de la mesa se inclinó y se levantó en vertical, y un hombre rubio de
proporciones gigantescas se sentó a su lado. Era el hombre más grande que había
visto hasta entonces, de unos 120 kilos por lo menos… y ni un gramo de grasa. Pero
tenía una sonrisa de buenos amigos cuando abrió una mano, que bien podría ser una
zarpa, con la que no tendría ningún problema para agarrar una pelota de baloncesto.
—Es un honor conocerla, residente de la Tierra.
—Jas Hamilton —le asió la muñeca, como había visto que solían hacer los vash,
y él le rodeo la suya con los dedos con tanta delicadeza como si fuera un cascarón de
huevo.
—Yo soy el guardaespaldas de B'kah —le dijo.
¿Guardaespaldas? Desvió la mirada hacia Rom, que seguía siendo
impenetrable. ¿Por qué necesitaría protección?
—Me llamo Bollo —continuó el hombre, mientras le soltaba la muñeca.
—¿Bollo? —Jas reprimió una sonrisa—. Perdone, el basic es nuevo para mí.
¿Podría repetir su nombre?
—Bollo.
Se mordió los labios. Aquel hombre debía de medir cerca de dos metros. Sus
hombros eran como los de un jugador de rugby, con todas las almohadillas puestas.
En cualquier otro sitio lo habrían llamado Thor… o Conan.
—Bollo… —mientras lo decía, le brillaron los ojos.
—Es un nombre anticuado —insistió, como defendiéndose—. Pero sigue siendo
muy común en mi planeta de origen.
—En mi idioma un bollo es… un panecillo.
Gann y Bollo se echaron a reír. A Rom le brillaron los ojos. Y el corazón de Jas
dio un salto. Era completamente distinto cuando estaba contento. Sin saber por qué,
le dieron unas ganas tremendas de bromear, solo para verlo reír.
Gann se echó para adelante, apoyando los codos en la mesa.
—¿Y qué significa mi nombre?
Jas partió su trozo de pan por la mitad.
—Usted tiene suerte. No hay ninguna palabra así.
—¿Y Rom? —preguntó.
—Ah, Rom —se miraron—. Siento que su nombre no sea tan interesante como
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Le señaló el camino con la mano y fueron en aquella dirección uno al lado del
otro, con las botas resonando al unísono, mientras que Rom le explicaba lógica y
profesionalmente lo que iban a ver desde el puente. Una vez allí, se alejó de ella para
ir a hablar con algunos miembros de su tripulación que estaban analizando una fila
de pantallas. Jas se unió a ellos, atraída por la enorme ventana curva de la proa de la
nave. El aire allí era más frío y tenía el olor fuerte de la electricidad. Mientras un
chasquido periódico le golpeaba la suela de las botas, se quedó en silencio delante
del grueso cristal de la ventana, sobrecogida por el distante parpadeo de las estrellas,
tan viejas que casi no se lo podía ni imaginar. Una de ellas, un poco verdosa, brillaba
con más fuerza que las demás.
Rom fue hacia ella. Con los ojos entrecerrados, cruzó los brazos como
recordando a un viejo capitán de mar. «Los lugares que ha debido de ver —pensó—.
Las aventuras que ha debido de vivir…»
Rom miró a la estrella de color del océano.
—Es el octavo planeta del Sol, creo.
—Neptuno —susurró Jas, y sintió que se le estaba poniendo la piel de gallina en
los brazos. Al recordar a todas las personas que había dejado atrás se le encogió el
corazón. «Eres indispensable; todos te necesitan.» Cruzó los brazos, como
abrazándose a sí misma, mientras luchaba contra la sensación de culpabilidad. Seis
meses fuera no eran toda la vida. Rom la miró extrañado al verla pensativa.
—¿Quieres sentarte en el asiento del piloto mientras esperamos el salto?
—Me encantaría.
El asiento estaba detrás de un banco que se imaginó que debían de ser paneles
de vuelo. Enfrente del brillante equipo extraterrestre había un control de mando que
le pareció familiar, y esto la reconfortó. La nostalgia se apoderó de ella.
—Yo fui piloto —dijo, melancólica—. Hace muchos años —se inclinó hacia
adelante y puso las manos sobre los mandos.
Rom subió los seis escalones que lo separaban de Terz, el ingeniero del panel de
control, y Gann, que lo estaba supervisando mientras preparaba el salto a la
velocidad de la luz. Desde allí, aprovechó el hechizo que la nave provocaba en Jas
para observarla con más detenimiento. La melena le caía por los hombros formando
mechones de seda al lado del cuello. Sus curvas eran las de una mujer madura y sus
extremidades estaban suavemente delineadas por la actividad física. Pero la atenta
emoción de sus ojos, como si creyera que algo maravilloso estaba a punto de pasar,
era lo que más le atraía de ella.
Esperanza.
Se sorprendió. Sí, su mirada luminosa radiaba esperanza. Él se había vuelto tan
condenadamente aburrido que ya se le había olvidado lo que significaba.
—Por lo que veo, ya os lleváis mejor —dijo Gann.
Rom se acarició la barbilla, pensativo.
—Me acaba de decir que ha sido piloto.
—Mmm… Una vocación un poco rara para un ser celestial —Rom ignoró el
tono divertido de la voz de su amigo.
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Rom preparó su cabina para la cena con la misma meticulosidad y detalle con
que un guerrero espacial se prepararía para una batalla. Las velas láser estaban
encendidas e iluminaban la habitación con un brillo cálido y romántico. El incienso
endulzaba levemente el ambiente. La antigua música siennan, con campanillas y
platillos, flotaba sobre el rumor del viento. La mesa estaba puesta al más claro estilo
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Vash Nadah. Unos cuencos de diferentes tamaños contenían los manjares que habían
quedado en la nave. Algunas vasijas estaban tapadas, aunque dejaban escapar el
vapor más allá de sus decoradas tapaderas; otras contenían pequeños aperitivos
helados, salados y secos, o licores procedentes de toda la galaxia… algunos
comprados legalmente, pero la mayoría no. Hacía años que no tenía una cena
presentada por completo al viejo estilo, y se sorprendió del entusiasmo con que
esperaba que llegara la noche.
«Si no tuvieras tanto miedo como un joven en la noche de los ritos de su
boda…»
Se apretó las cintas de la túnica y se sirvió un poco del licor de bayas estelares
ilegal. Con los ojos cerrados, paladeó su dulzor. Rápidamente, el licor le entumeció la
garganta justo antes de calentarle el estómago, haciendo patente su famoso poder
embriagador. Aquella noche bebería con moderación, para poder emplear las
habilidades que había aprendido en palacio, en su juventud, así como las técnicas,
más delicadas, que aprendió después, ya de adulto, para darle a Jasmine los más
exquisitos placeres imaginables… si le permitía hacerle el amor. El calor se le
acumulaba en la entrepierna mientras se imaginaba cómo la excitaría antes de llegar
al punto culminante. Eligió varias formas que estaba seguro que la llevarían a
desvelarle sus secretos como caían las flores de las bayas estelares en la primera
nevada.
—Abre —las puertas de su armario personal se abrieron y eligió lo que se iba a
poner, con cuidado, con experiencia, como un guerrero elige sus armas. Sacó su
mejor camisa de la sobrecubierta protectora, se puso la túnica de seda nadah cobriza,
cruzándosela de izquierda a derecha por el pecho, y tiró de las botas sobre un par de
pantalones nadan suaves que se había comprado hacía mucho tiempo, pero que solo
se había puesto una vez. Al tocarlo, le daba la sensación de estar tocando la piel
desnuda. Era un tejido único y lujoso. Se echó unas gotas de un frasco dorado en las
manos, se las restregó una con otra, y se masajeó la cabeza con el perfume. Se miró en
el espejo y se peinó. No lo hacía para pavonearse —se aseguró a sí mismo—, sino que
era la meticulosidad que necesita todo cazador para obtener su presa.
Sonó su pantalla. La encendió. Jas estaba en el pasillo, delante de la puerta, con
los brazos cruzados alrededor de un paquete que parecía estar lleno de papeles. La
suela de sus zapatos lucía unas protuberancias cilíndricas que la levantaban del
suelo. Con sorprendente satisfacción, notó que la falda, decorada con flores de algún
tipo, solo le llegaba hasta las rodillas. Las mujeres (aparte de las sirvientas del placer
que enseñaban sus mercancías en los mercados del sexo) no solían ponerse vestidos
cortos, así que Rom examinó pausadamente sus pantorrillas.
—Un momento —le dijo por el panel de comunicaciones. Las puertas se
abrieron. Jas miró la cabina con admiración, aunque un poco nerviosa. Rom se
inclinó, haciendo una reverencia, y le hizo un gesto con la mano, sudorosa, para que
entrara.
—Estoy contento de que hayas venido.
—Es un placer. Tenemos mucho de que hablar —su tono era determinado, pero
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—No tan bien —le dijo, cogiendo un poco de tela entre los dedos—, fue un
regalo que me hizo un contrabandista que la vendía que fue sentenciado a muerte
por los nandanes. Como Drandon y yo teníamos un pequeño negocio que
suministraba a las plantaciones no-vash en la frontera, le ayudé a escapar de la
funesta mazmorra.
Cuando terminó de contárselo, Jas estaba echada hacia adelante,
completamente fascinada. Por unos instantes, había revivido la aventura con él.
—Tendrá muchas historias que contar —le dijo.
—Unas cuantas.
—Quiero que me las cuente todas.
Rom parecía halagado.
—Te aburrirían.
—No —dijo con un suspiro—. Seguro que no.
—Muy bien. Entonces tú me contarás tus historias después.
Jas hizo un gesto rápido con las manos.
—Terminaría en unos cinco minutos.
—Lo dudo —dijo, mientras una sonrisa transformaba su perfil. Tenía la nariz
demasiado larga para ser perfecta, pero le encantaba la forma en que aquel poco de
más, que se le acercaba a la boca de un modo tan sexy, le recordaba a las antiguas
estatuas griegas. Su cuerpo alto y ligero de atleta era lo suficientemente musculoso
como para no hacerle parecer flacucho. La luz de las velas le daba a su pelo un tono
de miel canela, un poco más oscuro que el de la piel. Se preguntaba si su cabello sería
tan suave como parecía.
Si se había dado cuenta de cuánto la atraía, Rom no dio muestras de ello y se
puso a preparar la cena. Cuando destapó las cazuelas, empezaron a despedir un
vapor que llenó el aire de aromas sabrosos. Rom eligió algunas de las cosas que había
preparado para adornar un plato con la comida distribuida en filas de colores. A Jas
le rugió el estómago.
—A cenar —Rom se sentó entre los cojines. Desde la esquina de la mesa
triangular que los separaba, seleccionó un bocado para su plato. Levantándolo con
cuidado entre el índice y el pulgar, se lo ofreció—. Ternera tromjha —le explicó.
Cuando fue a cogerlo, él echó la mano para atrás—. En mi cultura, en ocasiones como
esta, uno le da de comer al otro.
—Ah —el pensarlo hizo que se sintiera un poco mareada… pero no solo por los
efectos del licor. Aquello gritaba de intimidad. «Hazlo.» Esta era una de las razones
por las que había ido a la nave, ¿no? Para vivir nuevas experiencias, para recordar lo
que significaba estar viva.
Separó los labios.
Con los otros tres dedos, con los que no cogía la carne, le rozó la barbilla. No
sabía si lo había hecho adrede o no, pero no le importaba, porque el tacto de sus
dedos, secos y cálidos, era tan delicioso como la carne que le ofrecía. Rom se limpió
los dos dedos con una servilleta y la miró con intensidad mientras masticaba,
mientras saboreaba el delicado condimento con gusto de limón. Y después le tocó a
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ella.
El corazón le dio un vuelco cuando le puso un trozo de carne en la boca,
cogiéndola como él lo había hecho, con dos dedos, dejando los otros tres libres…
para tocar. Tenía los labios cálidos y sorprendentemente suaves.
Cuando terminó de masticar, susurró el nombre del siguiente manjar, y se lo
acercó a la boca deslizándole los dedos por el mentón cuando separaba la mano. Se le
puso la piel de gallina. Rom siguió mirándola mientras masticaba la fruta marinada.
Después, Jas eligió una para él, que le acercó, ya con la boca abierta. Esta vez se
atrevió a dejar la mano sobre su mejilla, como si no quisiera apartarse, y pudo notar
el tacto de su barba, tan clara que casi no se veía. La temperatura en la habitación se
disparó, pero ya se imaginaba que no era por un fallo del sistema de control
ambiental.
—Podría acostumbrarme a todo esto —confesó. Rom sonrió mientras ella se
limpiaba y se secaba los dedos. Sintió el fuego arder ante su sonrisa y cómo se le
encogía el estómago al recrearse con la idea insensata de besarlo. Él no perdería su
tiempo con una novata como ella. Era un hombre con una experiencia galáctica. Si
ella fuera un hombre, le estaría contando mil batallas de conquista y proezas
sexuales—. Me imagino que tendrás aventuras como para llenar diez vidas.
—Veinte.
Jas sonrió.
—Cuéntame alguna —levantó el vaso—. Como este licor, ¿por qué es tan
especial?
Rom se sentó de lado y puso un brazo sobre la rodilla derecha, con un
movimiento impregnado de una perezosa y delicada sensualidad.
—Las bayas estelares crecen en los sitios menos acogedores. Las frutas de esa
botella vienen de un planeta que está entre dos gigantes rojos. Necesita luz perpetua
y las temperaturas más gélidas, excepto en verano, que es muy corto. Los arbustos
florecen con el deshielo y, en ese momento, las flores púrpura definen el horizonte. Y
su aroma… —sus pálidos ojos brillaron por el recuerdo— algunos dicen que es tan
embriagador como el licor que producen.
Sin pensarlo dos veces, Jas hundió el dedo en el líquido rosáceo, acariciando la
esencia de aquel lejano planeta helado, y se lo ofreció, poniéndole los dedos en los
labios. Los ojos de Rom se entristecieron. Al ver su respuesta, se estremeció con un
deseo que había quedado en el olvido hacía ya mucho tiempo. Una leve señal de
alarma sonó en su interior, como un aviso, pero decidió ignorarla.
—Las flores son extremadamente frágiles —siguió diciendo, mientras la miraba
atentamente—. Se caen con los primeros remolinos y hay que recoger las bayas
maduras enseguida, porque en pocos días ya están otra vez cubiertas por varios
metros de nieve.
En basic un metro era más largo que en la Tierra, por lo que imaginarse tanta
nieve parecía todavía más difícil.
—¿Hay otro tipo de vida en ese planeta? —preguntó Jas.
—Hay mariposas. Y también están los que van a recoger la cosecha en verano.
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Todo se desvanece con la primera nevada. Pero hace un frío horrible mucho antes de
que llegue —apartó la mirada de ella—. No te puedes imaginar cuánto.
Le pareció ver que le entraba un escalofrío, pero no estaba segura. Puso las
manos encima de la mesa, sorprendida, inclinándose hacia adelante para estudiarlo
mejor.
—¿Ha ido alguna vez a la cosecha?
—Hace mucho tiempo —le brillaron los ojos con algo que no lograba definir.
Secretos. Jas habría apostado a que aquel hombre estaba lleno de secretos. Y
contrastes. La seguridad que tenía en sí mismo y su aire aristocrático implicaban una
buena educación, y, sin embargo, era un comerciante, e incluso un contrabandista, a
veces. Era evidente que la tripulación lo adoraba. Su mera presencia dominaba toda
una habitación. Pero su actitud arrogante y su desprecio por las reglas vash daban la
impresión de que no le importaba nada lo que pensaran los demás.
—No es como parece, Rom B'kah.
—Ni tú —dijo, con voz tranquila y tono sincero.
Siguieron cenando, dándose de comer el uno al otro. Jas pensó que los sabores
tan diferentes, los matices de las texturas, la intensificación de los sentidos con cada
bocado y cada aroma, y los murmullos de cada conversación… eran increíblemente
eróticos. Las yemas calientes de los dedos se detenían cada vez más sobre los labios
de cada uno de ellos. Se ofrecían caricias mutuamente. Fue una reacción natural
cuando, por fin, sus labios se encontraron. No sabía quién se había acercado primero,
pero estaba ya en sus brazos, recibiendo sus besos, casi tiernos, y había perdido el
ritmo de la respiración. Una sensación dulce de calor se dispersó por todo su cuerpo.
Lo abrazó sobre los hombros e inclinó la cabeza para que pudiera besarla con mayor
profundidad. Tenía la lengua de terciopelo y sentía cómo acariciaba la suya con una
caricia eterna. El deseo se apoderó de ella con una intensidad que solo había sentido
en sus sueños.
Nunca pudo imaginarse que un beso pudiera transmitir tanta felicidad… tanta
excitación. Le acarició la garganta y la clavícula, y deseó con todas sus fuerzas que
siguiera más abajo.
Rom separó sus labios de los de ella, y siguió besándola hasta el hueco de
detrás del lóbulo de la oreja, deteniéndose allí. Ella encogió los hombros. Ningún
hombre había dedicado tanta atención a aquel punto, que ella nunca supo que fuera
tan sensible. Movió los dedos de los pies por el placer, arqueó el cuello y contuvo un
suspiro, mientras sus dedos serpenteaban entre sus densos y suaves cabellos.
Rom volvió a buscar su boca. Esta vez con un beso más apasionado. En la
distancia sintió que su ardor estaba intensificándose. La inquietud le recorrió el
cuerpo cuando la empujó hábilmente hacia él, sujetándola por la espalda,
atrayéndola hacia su cuerpo delgado y fuerte que se moldeaba al suyo. Solo entonces
empezó a explorar debajo del cuello, de los hombros. Sus dedos se deslizaron entre
sus piernas, pasando por debajo del elástico de su ropa interior, encendiendo una
urgencia sexual que la dejaba sin respiración. De repente se dio cuenta de que su
técnica de limitar sus caricias había sido un modo ingeniosamente erótico de
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
Capítulo 6
Por algún motivo que Rom no pudo imaginar, Jas se puso nerviosa. Llevado
por el instinto, le acarició el cuello con la nariz, susurrando su nombre, con caricias
reconfortantes y dulces hasta que se tranquilizó. Jas cerró los ojos y respondió a sus
susurros con suspiros, como reacción ante aquellos movimientos tan expertos. Su
respuesta tan natural y genuina lo excitaron más que nunca. No era una sirvienta del
placer, estaba claro, y no había crecido con como una vash nadah, así que Rom no se
esperaba que fuera tan excitante. Pero su aparente inocencia despertó sus deseos
como una sacudida en lo más profundo de su alma.
«Puede que sea eso lo que pretenda —le advirtió una voz interior—. Anegarte
en el placer antes de que hayas obtenido tus respuestas.»
Era un riesgo que estaba dispuesto a correr con mucho gusto.
Rom moldeaba su cuerpo, tocándole bajo la espalda con las manos bien
abiertas, hundiéndolas en su carne templada y dócil. Las profundidades del paraíso
descansaban entre sus muslos. Gimiendo dulcemente, la levantó por las caderas y la
ayudó a abrir las piernas, ajustándolas contra él, inflamado y ardiente, que se
apretaba contra la tela inconsistente de su ropa interior. Su calor húmedo lo embargó,
y de algún modo lo abrasó a través de los pantalones. Ansioso por deshacer las
barreras que los separaban, tiró de su ropa interior. Jas volvió a ponerse nerviosa, y le
agarró la mano.
—No.
Una palabra de la Tierra. Pero no cabía duda alguna de su significado. Una cosa
que un vash nadah no hacía nunca era obligar a una mujer a entregarse. Aunque ya
no tenía relación alguna con su antigua vida, las enseñanzas de sus antepasados
seguían marcándole el camino, y así sería hasta el día de su muerte. Se sentó derecho,
sorprendido, desenredando sus piernas de las de ella. Jas estuvo a punto de caerse
cuando se levantó, e intentó evitar su mirada mientras tiraba con fuerza de los bordes
de su falda arrugada. Cuando Rom repasó mentalmente lo que había pasado en los
últimos minutos, el desconcierto atenuó su deseo. ¿No le había gustado su abrazo?
No podía ser eso. Rogó que no lo fuera. Lo más seguro era que, como no sabía bien
basic, hubiera entendido algo mal. Le dio unas palmaditas a los cojines arrugados
que había a su lado.
—Siéntate, la noche no se ha acabado todavía.
—Bueno, yo creo que sí —le dijo brevemente.
—Ah, como me imaginaba, es un problema de traducción. Hacer el amor es la
forma tradicional de terminar una buena comida.
Mientras asentía con la cabeza, enlazó las manos por delante, con frialdad.
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
—¿Como el postre?
Rom asintió y Jas miró para otro lado.
—Rom, yo he venido aquí para explicarte los beneficios del acuerdo de
comercio. Esperaba que te parecieran útiles, si no de gran valor. Creía que era lo que
querías tú también. ¿O sólo me has invitado para… para…?
—Acostarme contigo —dijo él, terminando la frase, para ayudarla.
Lo miró fijamente con los ojos entrecerrados, analizándolo.
—Eres honesto, y eso es un punto a tu favor. Buenas noches, capitán B'kah —
dijo, con una formalidad irónica—. Te agradezco tu hospitalidad y la cena.
El separó los brazos, invitándola a un abrazo.
—Los manjares más exquisitos todavía están por llegar.
—Eres asombroso —dijo con voz aguda.
—Sí, algunos me lo dicen.
A Jas le destellaron los ojos gris verdosos, consumidos por un fuego interior.
Por un momento pareció que iba a decir algo, abrió la boca, pero después la cerró.
—¡El basic es totalmente inútil! Tantas palabras para llegar a un acuerdo y
ninguna para ponerte en tu lugar —se dio la vuelta y pasó por delante de él.
Rom fue tras ella. Jas se paró delante de la puerta, y él la miró directamente a
los ojos. Ah, cuánta fuerza le transmitían su espíritu y su independencia.
—No necesitas palabras para «ponerme en mi lugar», Jas. Ya lo estoy —cogió
un mechón de su pelo y se lo puso por detrás de la oreja—. Porque esta noche estoy
contigo.
Sus pupilas se agrandaron casi imperceptiblemente. Un hombre poco
experimentado no hubiera notado una señal tan sutil. Pero él la notó. Una extraña
sensación de nostalgia se apoderó de él… porque su reacción era de atracción, y no
de miedo. Hasta ese momento no se había dado cuenta de hasta qué punto deseaba
que ella sintiera lo mismo por él.
—Quédate —le dijo lentamente.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Por muchos motivos —la fugaz aflicción de sus ojos le traspasaron el alma—.
Pero no llegarías a entender ninguno de ellos.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Ella se dio la vuelta despacio, revelando unas rápidas pulsaciones en el cuello.
—Tengo sueños… que me persiguen, y me dejan agotada durante días enteros.
Voy andando por el desierto, buscando, sin encontrar… y cuando me despierto, me
siento vacía, como si hubiera dejado a alguien allí.
«Gran Madre —pensó Rom—. A lo mejor estaba reviviendo su encuentro en
sueños».
—Tengo mucho en la vida —le dijo emocionada, con un acento aún más
pronunciado—. Y, sin embargo, no consigo llenar el vacío. No quiero pasarme así el
resto de mi vida. Así que vine aquí, al espacio, para encontrar lo que estoy buscando,
si es que lo encuentro. Quiero volver a sentirme viva. Quiero vivir alguna aventura…
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nada la intimidad —le quitó los zapatos de las manos y se dio media vuelta,
enfadada.
—¿Tienes hijos? —le preguntó Gann en voz baja mientras pasaba por delante
de él.
—Dos.
Desapareció por el pasillo con la cabeza alta.
—Y así termina la historia —dijo Gann, animadamente—. ¿Serán niños o niñas?
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Capítulo 7
La infelicidad ama la compañía —se dijo Jas a sí misma—, así que aquella tarde
fue a buscar refugio en la sala común de la tripulación de la Quillie, donde estaban
viendo a Kendall Smith, el reportero de la Tierra, en una pantalla grande. La imagen
era clara y luminosa, como si el corresponsal estuviera en Washington D.C. y Jas
estuviera en el salón de su casa. Gracias a Terz, ingeniero jefe y gran manitas, había
conseguido ver todas las emisiones de Smith.
Aquel grupo de tripulantes revoltosos era el lugar perfecto para entretenerse un
poco. Les divertía ver que un hombre fronterizo explicara las atracciones turísticas de
Vash, mientras cenaba con un poco de vino, y eso, a su vez, le ayudó a entender algo
más de su mundo. Hasta ahora le habían dicho cómo comprar un pasaje en naves
turísticas, los mejores sitios a los que ir de vacaciones, y que el Hotel Romjha era el
lugar donde podría hospedarse cuando llegara al Depósito. Dejando a un lado el
bolígrafo que estaba usando para tomar apuntes, alargó el brazo por delante de Bollo
para coger una cucharada de patatas fritas con forma de interrogaciones que había en
un cuenco de cobre. En vez de sal, le habían echado unas especias picantes… pero no
pudo coger muchas.
—Espero, por el bien de mis piernas, que esos panecillos brillantes no estén tan
buenos como las patatas. Podría vivir a base de esta maravilla, esos… corchetes —Jas
se limpió las manos de las migas en una servilleta—. No, no es eso. ¿Cómo los
llamáis?
—Son absolutamente adictivos.
Se puso nerviosa al oír aquella voz tan familiar. Rom la estaba mirando
fijamente con los brazos cruzados y un hombro apoyado sobre el marco de la puerta.
Le dieron ganas de tirarse al suelo para esconderse. Hubiera preferido estar en
cualquier otra parte que no fuera bajo la mirada atenta de aquellos ojos dorados
deseosos y obsesivos.
—Se llaman «imperdibles» —le dijo amablemente.
Aunque pareciera despreocupado, no la engañaba. Aquella expresión de
desgana que tenía tan usada no era más que una máscara. Se hubiera apostado hasta
el último céntimo a que los músculos que tiraban de su mandíbula lo que de verdad
indicaban era una rabia que apenas lograba contener.
—Te los vas a encontrar por todas partes. Te los ofrecerán con cada bebida que
te sirvan en los establecimientos de toda la galaxia —la miró de arriba abajo con
desprecio—. Estoy seguro de que te estarás muriendo de ganas de hacer amigos
durante tus, eh, desinhibidos viajes… señora Hamilton.
Mientras asentía con la cabeza, consiguió tragarse el bocado de imperdibles
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que, de repente, se habían convertido en una masa seca que se le había quedado
pegada a la lengua.
—Ah, Rom, me alegro de que te unas a nosotros —dijo Gann cuando volvió con
dos grandes cuencos rebosando de panecillos brillantes en las manos. Puso uno cerca
de Jas—. Panecillos brillantes, recién hechos.
Rom entró en el comedor, detrás de Gann. Jas puso rápidamente unos cojines
en el sitio de Gann, para que pareciera ocupado, pero Rom se paró delante del sillón,
pasando por encima de ella. Parecía más grande y más fuerte que antes.
Amenazante. Jas oía su respiración, lenta y uniforme, y olía el cuero de sus botas de
trabajo, la tela limpia de su holgada camisa plateada, y su piel —con un ligero aroma
a gel de baño mezclado con un aroma exótico, almizcleño… y claramente masculino.
Como su sabor.
Tragó saliva. Rom movió la pila de cojines que había entre él y Bollo.
—¿Ha habido alguna queja por aquí?
Jas miró a los ojos al amigo de Rom, implorándole.
—Gann, te he guardado un sitio.
Gann hizo un gesto tímido con la mano.
—Siéntate, B'kah. El rango antes que la belleza.
—Se dice la edad antes que la belleza —le corrigió Jas, con amargura.
—Entonces Rom gana en las dos cosas. —Gann inclinó la cabeza ante su
capitán, y se sentó en una pila de cojines en el suelo. Rom se sentó al lado de Jas. La
imagen de colores, muda, de la pantalla le dio un perfil tan frío e impenetrable que
parecía de mármol.
—Nunca hubiera pensado que, en una nave tan pequeña, pudiera pasar todo el
día sin verte, o solo en muy pocos momentos y siempre de lejos —le dijo tan bajo que
casi no lo oía, con el ruido de charlas y risas del comedor. Al echarse un poco más
hacia él, le rozó el brazo sin querer, y Rom, con un reflejo, apretó los músculos.
—He estado pintando —le dijo, nerviosa—. Y leyendo.
Se produjo un intenso silencio entre los dos.
—Jasmine, ¿piensas pasarte el resto del viaje evitándome?
—No tengo ninguna intención ni de una cosa ni de la otra.
—Ya veo. Una respuesta vaga para una mentira evidente.
—Explícame qué es lo que quieres decir —le dijo, enfadada.
Rom hundió los diminutos bordes de los labios. Inquietantemente tranquilo,
unió las puntas de los dedos y las apretó.
—No aguanto el adulterio.
—¡Qué!
—He cometido un error muy grave al suponer que eras libre de hacer el amor
conmigo. Estaba tan seguro de que eras la reencarnación de mi visión, que ni se me
ha ocurrido que pudieras estar casada. Si lo hubiera sabido, no te lo habría pedido.
Yo nunca estaría con una mujer que ha recitado los votos sagrados ante otro hombre.
—Rom —le dijo suavemente—, yo no estoy casada.
Jas vio en sus ojos que se sintió inmediatamente aliviado.
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diera contra la fría superficie de metal, sino que cayera encima de él, pero, a pesar de
todo, se dio un buen golpe contra la pared en el brazo izquierdo. Apretando los
dientes, se puso una mano sobre el hombro, llevándoselo hacia el pecho. Rom se
preocupó cuando vio cómo se lo estaba apretando.
—Estás herida.
—Solo ha sido un golpe —Jas se quejó, boqueando, mientras se sentaba, un
poco atontada todavía por aquella caída tan imprevista. Rom le levantó la manga
hasta el hombro, para ver cómo tenía el moratón.
«ALERTA, ALERTA. DETECTADO HUMO EN SECCIÓN SEIS B».
Le pasó la parte exterior de la mano por la mejilla.
—Hay unos paquetes de hielo en el kit médico del puente. Pídeselos a Gann.
Ahora tengo que bajar, si no te llevaría yo mismo —empezaron a flotar otra vez—.
Tenemos que salir de aquí —murmuró, y la llevó hasta una fila de arandelas de metal
de la pared—. Son agarraderas. ¿Crees que podrías llegar hasta el puente cogiéndote
a ellas?
Jas dobló el brazo. Las punzadas no eran tan fuertes cuando doblaba el hombro.
—Creo que funciona —para probar se cogió a las manillas con las dos manos.
Al tirar, el cuerpo se le arqueó hacia arriba. Sorprendida, lanzó una pequeña
carcajada, pero se paró justo antes de que se convirtiera en risa floja.
—Eh, es divertido.
Rom señaló al puente.
—Vamos. Y no hagas acrobacias por el camino.
—¿Ni siquiera un…? —no sabía cómo se decía salto mortal, así que hizo un
círculo rodando con una mano sobre la otra.
—Rotundamente no —con las suelas de las botas sobre la pared, Rom se
empujó para salir con la agilidad de un saltador de trampolín olímpico—. Nunca se
sabe cuándo va a volver… —se cayó desplomado al suelo, aterrizando con un sonoro
porrazo.
—… otra vez —añadió Jas.
Rom echó todo su peso en los brazos para levantarse.
—Exactamente —incluso revolcado por el suelo seguía manteniendo el control
sobre sí mismo, como si lo tuviera grabado en las venas.
«ALERTA, ALERTA. DETECTADO HUMO EN LAS SECCIONES SEIS A Y
SEIS B».
—Dos secciones —una gota de sudor le recorrió la espalda—. Se está
extendiendo.
Rom se puso serio.
—Ve al puente —aquel cambio de humor le dijo todo lo que necesitaba saber.
Asintió con un gesto. Se le aceleró el corazón.
Rom se levantó y echó a correr. Volvieron a quedarse sin gravedad, así que
Rom salió flotando incluso antes de llegar a la esquina.
Para no hacerse daño en el hombro, Jas caminó sin rumbo por la habitación,
agarrándose a las arandelas con una sola mano, dirigiéndose hacia el oscuro
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corredor. El puente le quedaba muy lejos, sobre todo si tenía que llegar hasta allí
usando las agarraderas. La sala del generador estaba más cerca. Había sobrevivido a
todos sus accidentes aéreos. Estaba segura de que podría ayudar más a Rom y a los
demás allí que en el puente.
«PELIGRO, PELIGRO. DETECTADO FUEGO EN LAS SECCIONES SEIS A Y
SEIS B». Esta vez una sirena ensordecedora sustituyó a la voz femenina del
ordenador.
Su curiosidad palideció ante la idea de que los hombres pudieran estar en
peligro. Y Rom…
Una explosión de adrenalina le recorrió todo el cuerpo, junto con la urgente
necesidad de protegerlo, con una fuerza tan básica e instintiva como la que sentiría si
se tratara de la seguridad de sus propios hijos. Decidió no pararse a analizar sus
sentimientos, y ponerse manos a la obra. Mano sobre mano, bajó toda la escalera que
llevaba a los oscuros y reverberantes intestinos de la nave. Aunque el sistema de
reciclaje de aire seguía retumbando con fuerza, el olor acre de los cables quemados se
le pegó a la nariz y a la garganta, y vio una onda de niebla humeante en el techo. La
gravedad volvió. Cayó al suelo, aterrizando en la gruesa suela de sus botas, y echó a
correr hacia las luces brillantes del fondo del pasillo. Al tiempo que vio el reflejo
danzante de las llamas, vislumbró lo que se imaginó que sería un extintor que
tintineaba sobre el suelo metálico. La nave dio una sacudida larga y controlada. Jas se
balanceó torpemente, se incorporó y siguió adelante. Rom debía de haber dado la
orden de salir de la velocidad de la luz. No le pareció una buena señal. Una cosa era
terminar el viaje sin gravedad, pero ¿qué pasaría si el fuego dañaba la nave?
¿Seguirían avanzando a trompicones hasta que se terminaran los suministros? O,
todavía peor, ¿se quedarían abandonados dando vueltas por el espacio?
Fuera cual fuera la experiencia que tuviera Rom para salir de situaciones
difíciles, esperaba que supiera usarla bien para salir de aquella.
A su derecha había dos puertas muy grandes que daban a la sala humeante del
generador. Se tapó la nariz y la boca con la manga y vislumbró a Rom, Bollo y Terz,
que estaban un metro más allá de la puerta, detrás de la primera escotilla, hablando
ante un panel con luces parpadeantes, verdes y rojas, que era como el panel de
control de su habitación, pero mucho más grande. Aunque le alivió ver a Rom, con
su físico musculoso y atlético, y con su actitud confiada, el miedo le producía una
sensación de mareo. Pensó que sería mejor que se distrajera con algo, o se volvería
loca.
«SECUENCIA DE LIMPIEZA ACTIVADA. DOS MINUTOS PARA LA
DESPRESURIZACIÓN» —recitó el ordenador.
Le pareció que Rom había decidido abrir las escotillas exteriores. El vacío
resultante sofocaría el fuego en un instante. Pero ¿no tendría que cerrar antes las
compuertas internas? Si no, todos los hombres y las cosas que no estuvieran bien
atadas saldrían disparados al espacio. Las agarraderas le parecieron más seductoras
que nunca. Se aferró a ellas, abriendo y cerrando las manos, pero la urgencia de ir
hacia Rom fue más fuerte. Se sentía vulnerable en aquella inestabilidad general
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mientras estudiaba las dos puertas cerradas, esperando que soportaran la inminente
despresurización. Zarra saltó hacia atrás, hacia la compuerta que estaba más cerca de
Jas, cerrándole el paso. Zarra, que estaba sudando a pesar del frío tremendo de la
zona, sujetó con manos seguras un enorme extintor y, con los ojos entrecerrados, se
dirigió a la sala del generador y disparó un potente chorro de espuma hacia un
armario alto de metal. Salió mucho humo de la chatarra quemada, silbando al entrar
en contacto con la espuma. Los grandes ventiladores del techo lo aspiraron
enseguida, pero quedó un olor penetrante a plástico quemado.
—Zarra, ¿cómo puedo ayudarte? —gritó, para que la oyera por encima de la
alarma intermitente del fuego y las voces de los hombres que resonaban por las
paredes metálicas. Se sorprendió al verla allí. Le brillaban la cara y los ojos pálidos
color whisky. Jas se sorprendió al darse cuenta de lo joven que era y de la tarea tan
difícil que tenía que afrontar. El humo se disipó y Zarra dejó el extintor en el suelo.
—Vacío. Aquí, ten esto —le pasó la manguera empapada y el tanque del
extintor, que pesaba muchísimo—. Creo que hay otro más ahí dentro.
«SECUENCIA DE LIMPIEZA ACTIVADA. UN MINUTO TREINTA
SEGUNDOS PARA LA DESPRESURIZACIÓN» —advirtió el ordenador.
—¿Ahí dentro? —Jas lanzó una mirada frenética a la habitación. Una neblina
antifuego cayó sobre las llamas y recubrió el suelo. En el fondo, medio escondido por
el humo, asomaban dos puertas exteriores a punto de abrirse hacia el terrible espacio
infinito—. Están a punto de sellar la habitación —le advirtió.
—Algunos de los materiales del sistema más caros que tenemos están en ese
armario.
—Zarra, en menos de dos minutos van a despresurizar.
—Se pueden dañar muchas cosas mientras tanto.
Jas tuvo que esforzarse por controlar su instinto maternal de cogerlo por el
cuello de la camisa.
—Tardaré solo dos segundos —le aseguró Zarra. Se tapó la cara con la manga y
entró.
Al fondo, en la sala donde estaban el resto de los hombres, se armó un gran
revuelo que le llamó la atención.
Bollo le estaba haciendo gestos con los brazos, mientras que Rom ahuecaba las
manos alrededor de la boca para llamarla.
—¡Jasmine! ¡Sal de ahí! ¡Vamos a sellar la habitación!
La ansiedad la embargó.
—¡Zarra está dentro!
Rom la miró agobiado.
—Terz —dijo con brusquedad—. Cancela la secuencia.
—Llevará tiempo, señor…
—Lo sé. Hágalo de todas formas, o lo perderemos —Rom se echó a correr a
toda velocidad hacia ella—. ¡Quédate donde estás, Jas! ¡No entres a por él!
«SECUENCIA DE LIMPIEZA ACTIVADA. UN MINUTO PARA LA
DESPRESURIZACION. CERRANDO COMPUERTAS».
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Terz se dio la vuelta, corrió hacia el panel de control y se puso enseguida a tocar
la pantalla a toda velocidad. El perfil borroso de Zarra volvió a vislumbrarse entre el
humo en el fondo de la habitación. Jas soltó un grito de alivio.
—¡Deprisa! —Rom abrió los ojos de par en par al ver su reacción, e intentó
correr más, pero empezó a flotar otra vez. Se resbaló, se dio un golpe contra un cajón
y cayó a un lado.
Se oyó un ruido ensordecedor y un largo silbido cuando se cerró la puerta del
fondo del pasillo. Las compuertas que estaban enfrente de Jas empezaron a vibrar y a
desplazarse. Se estaban cerrando.
Puso el extintor vacío entre ellas para que no llegaran a cerrarse del todo. Bollo
se metió entre las puertas y Rom entró a buscar a Zarra por la pequeña rendija que
quedó abierta.
«DESPRESURIZACIÓN INICIADA. ASEGURAR COMPUERTAS. ASEGURAR
COMPUERTAS».
Jas no había pasado tanto miedo ni angustia emocional en toda su vida…
porque no podía hacer nada para ayudarlos.
—¡Rom! —cerró las manos en un puño y se lo llevó a la boca. El estómago se le
agarrotó en un espasmo de dolor. Iba a perderlo. Los segundos se hicieron eternos.
Entonces volvió a ver a Rom, y casi le cedieron las rodillas.
Patinando por el suelo mojado y luchando por mantenerse vertical, Rom se
dirigió hacia la salida con una sola mano, ya que en la otra llevaba a Zarra, que había
perdido el conocimiento. Bollo lo cogió por la camisa y tiró de él hacia el pasillo con
tanta fuerza que Zarra se le resbaló de las manos. Se dio la vuelta y volvió a cogerlo
de la mano.
Después llegó el caos.
El rugido de una explosión se superpuso a todos los demás ruidos. Se formó
una niebla espesa. Jas creyó que le iban a reventar los tímpanos. Las escotillas
exteriores se habían abierto, pero como las compuertas interiores no estaban bien
cerradas, se creó una especie de tornado de vacío. Jas se lanzó a por una agarradera,
mientras que Rom, que tenía las manos ocupadas sujetando a Zarra, se resbaló de
cabeza. Un grito de terror se instaló en la garganta de Jas. Desde donde estaba no lo
podía ayudar. Tenía que limitarse a ver cómo se debatía con una mano por agarrarse,
en vano, a la suave superficie de la pared y el suelo, intentando frenar la caída.
Cerca de ellos, Bollo se agarró con todas sus fuerzas a la pared, y consiguió
coger al capitán por la camisa. Se desgarró. Dio un zarpazo para coger al vuelo a
Rom, pero no lo pilló, entorpecido por la gélida neblina blanca que Jas conocía tan
bien, desde sus años de entrenamiento en despresurizaciones rápidas. Había trozos
de herramientas y papeles volando por todas partes. Rom buscó a Bollo sin soltar a
Zarra, pero no veía nada y al final la situación lo venció. Los dedos de Zarra se le
escurrieron de las manos.
El chico desapareció detrás de las puertas que se estaban cerrando y Rom lanzó
un grito de angustia que a Jas la atravesó como una espada directa al corazón.
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Capítulo 8
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actividades eróticas que se le ocurrían con demasiada facilidad, la empujó hacia él.
La mujer le cogió los brazos para apartarse, poniéndole las manos en el pecho.
—Oh, mira quién se está reponiendo.
—Pero aquí es cuando nos besamos —arrugó la frente, concentrándose aún
más—. Sí, estoy seguro de que eso es lo que viene después.
—No, mi dulce hombre desorientado. Error en el guión —entonces Jas sonrió
entre lágrimas. ¿Lágrimas? Las tocó con los dedos. La vergüenza invadió sus
confusas ideas. Claro. La había decepcionado, le había fallado, como a su familia.
¿Cómo podría ella, o nadie, tolerar su impulsiva renuncia a la responsabilidad?
—No debería haber permitido que viniera mi hermano. Tendría que haberse
quedado en casa, a salvo.
Jas se quedó pálida, lo miró y dejó escapar un gemido. Le cogió las manos y se
las llevó a los labios.
—No, Rom; era Zarra. Zarra. No tu hermano. ¿Lo entiendes? Está bien… con
una fuerte contusión, como tú, pero lo has salvado.
—El generador de gravedad está en reserva y Terz está intentado arreglar el
casco. Gann ha llamado desde el puente… dice que la estructura está intacta —dijo la
voz de hombre.
Rom sabía que lo que acababan de decirle era importante, pero juraría por su
vida que no sabía por qué.
La mujer puso sus manos de ángel sobre su estómago. Le habló lentamente, con
palabras entrecortadas.
—Estás en la Quillie. Una nave espacial. Tú eres el capitán… y un gran héroe.
¿Un héroe? ¿Cómo podía ser? Ante aquella afirmación, tan distinta de lo que se
consideraba a sí mismo, cerró los ojos para esconder la llamarada de esperanza que
se estaba abriendo paso dentro de él. Un dolor insoportable le retumbaba en el
cerebro con cada latido del corazón, pero se mantenía a flote, animado por una
especie de vértigo del espíritu, algo que estaba seguro de no haber sentido nunca
antes.
Oyó ruidos y el murmullo de voces profundas. Varios hombres lo levantaron,
sujetándole el cuello y los hombros.
El dolor se hizo más agudo y le traspasó la cabeza de arriba abajo para terminar
en un hormigueo helado en el cuello, hasta desmayarse finalmente cuando le
pusieron algo debajo de la cabeza. La mujer le pasó otra vez sus manos mágicas y
curativas por el pelo y la cara, antes de retroceder. Al darse cuenta de que lo había
abandonado, intentó llamarla, pero el anestésico era demasiado fuerte, así que sólo
consiguió soltar un gemido afónico. «Aquí es cuando te abandona con solo una
tímida mirada». Cerró la boca antes de poder decir algo que pudiera interpretarse
como cuánto la necesitaba.
—Te veré cuando te despiertes, Rom.
Se le agarrotaron todos los músculos cuando notó su respiración, húmeda y
cálida, cerca del oído, cargada de promesas que él sabía que no cumpliría.
—Sí, me quedaré contigo…
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Parpadeó. Veía borroso y tenía los ojos hinchados. ¡Por todos los infiernos!, se
sentía como si se hubiera tirado un mes bebiendo en un bar fronterizo. Notó el fuego
en la garganta al tragar saliva. Movió la cabeza hacia los lados y dobló las piernas.
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Estaba agarrotado, pero no le dolía nada. No había ninguna lámpara que le apuntara
a los ojos, lo que quería decir que lo habían atiborrado de cicatrizantes y analgésicos,
así que ya debería de estar casi curado. Pero no estaba solo. Oyó un largo y lánguido
respiro, seguido de un fugaz resoplido.
—¿Jasmine? —preguntó con voz rasposa.
La mujer estaba roncando como un dragón taangori. Se apoyó en los codos para
incorporarse y soltó una carcajada gutural cuando vio a Bollo, en la habitación
helada, sentado en una silla al lado de su cama. Tenía la cabeza echada hacia atrás y
las manos, del tamaño de un plato llano, abiertas sobre los muslos, manteniéndolo
derecho.
Otro ronquido estremecedor y un fuerte suspiro lleno de lujuria. Rom se volvió
a tumbar, dejándose caer sobre la almohada con las manos entrelazadas debajo de la
cabeza.
—Bollo, si el sonido que sale de tu boca es una señal de lo que necesitas, te
aconsejo que vayas a buscar a una sirvienta del placer en cuanto atraquemos en el
Depósito.
El guardaespaldas se despertó de un salto. De nuevo alerta, Bollo lanzó una fría
mirada a su alrededor. Al ver a Rom se le iluminó la cara, explotando en una alegre
sonrisa.
—B'kah.
Rom resopló.
—Mi protector.
Bollo sonrió todavía con más ganas. Se echó contra el respaldo de la silla y
enlazó los pulgares, tamborileando sobre los muslos con los ocho dedos restantes.
—Eran pocas las probabilidades de que murieras en tu propia cama, y en tu
propia nave. Además, ya sabes que me pongo de mal humor si me pierdo mi siesta
de mediodía —otra cosa que también sabía Rom era lo rápido que Bollo era capaz de
pasar de una buena siesta a un combate a muerte. El gigante se levantó de su silla.
—Por lo del Depósito, en vez de a una sola, me buscaré a dos sirvientas del
placer. O a tres, si es que me lo puedo permitir.
—¿Todas a la vez? —le preguntó Rom dócilmente.
—Una después de la otra después de la otra —hermético ante las risas ahogadas
de Rom, Bollo le puso otra almohada bajo la cabeza a su capitán y lo ayudó a
incorporarse—. Con el debido respeto, B'kah, esta vez me has tenido demasiado
tiempo alejado del puerto —dijo mientras echaba agua en un vaso.
Cuando Rom terminó de bebérselo, Bollo se dirigió pesadamente hacia el panel
de control ambiental y lo ajustó a unos valores de temperatura que estarían mejor
para un hombre sano que para uno enfermo. Una vez satisfecho con la temperatura y
la luz, le contó lo que había pasado.
A la luz de la descripción sangrienta que le estaba haciendo Bollo de su grave
contusión, Rom comprobó el estado del resto de sus miembros. No había perdido
ninguno y todos parecían funcionar correctamente.
Bollo volvió a llenarle el vaso.
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—Desde que Zarra volvió a su puesto, no deja de hablar de cómo le has salvado
la vida.
El agua que se acababa de tragar le cayó en el estómago como una piedra
helada.
—El capitán B'kah esto, el capitán B'kah lo otro —lo imitó Bollo canturreando—.
Te has ganado un aliado de por vida, como si hubieras salvado a una manada de
gatos a punto de ahogarse.
—Dile al chico que no tiene que agradecérmelo a mí. Si Terz no hubiera cerrado
las escotillas, ahora estaría muerto.
—Pero tú…
—Limítate a los hechos, por favor —estalló Rom. «Yo no soy ningún héroe»—.
¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Bollo lo miró como apiadándose de él. Rom apretó los dientes y miró para otro
lado.
—¿Cuánto tiempo?
—Una semana reglamentaria. Yo me he encargado de tus necesidades
personales y Jas ha estado contigo el resto del tiempo. —Bollo hundió el pulgar en las
almohadas que estaban más cerca de la cabeza de Rom. Tenían la forma de un
cuerpo, demostrando que Jas se había quedado todo el tiempo a su lado, día y noche.
Como si estuviera buscando las perlas de un collar roto, Rom intentó acordarse de las
imágenes desparramadas que era capaz de recordar de toda una semana
semiinconsciente. Los pocos recuerdos que tenía formaban una frágil cadena de
tiernas caricias y palabras dulces… las de Jas. Se le encogió el corazón.
—¿Dónde está?
—En el puente —le dijo Bollo, sin darle mucha importancia—. Gann quería
volver a la velocidad de la luz esta mañana, pero Terz quería inspeccionar las
reparaciones de las puertas antes. Pero no la que rompiste con la cabeza, B'kah. La
otra. Ha puesto a cuatro hombres fuera. Así que Jas se ha ofrecido para sustituir al
piloto.
—¡Qué! ¿Está pilotando la nave ella? —Rom se puso totalmente derecho de
golpe—. ¿En este momento?
Bollo sonrió burlonamente y Rom volvió a recostarse sobre las almohadas,
refunfuñando:
—Tengo a cuatro hombres atados a la nave ahí fuera y a una aventurera,
panecillo-imperdible, madre de dos hijos, pilotando la nave. Una mujer de frontera,
nada más y nada menos. Pero ¿qué podía esperarme después de tirarme una semana
durmiendo? —Rom miró a su alrededor. No había nada que indicara que estaban
cabeceando o balanceándose hacia ningún lado. Y, por lo que podía ver, no había
nada volcado—. Ya veo que por lo menos ha tenido el sentido común de encender el
piloto automático.
—En realidad, está usando los controles manuales.
Rom dejó escapar una carcajada de orgullo y sorpresa. La mujer dulce y
protectora que lo había estado curando toda la semana estaba pilotando la nave con
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los controles manuales, como si fuera una veterana del espacio. Eso reavivó sus
ganas de volver a verla. Pero, cuando intentó liberarse de las sábanas, se dio cuenta
de que su cuerpo no se estaba recuperando tan rápido como su espíritu. Le
temblaron todos los músculos cuando se dirigió a la ducha higiénica con un paso
claramente inseguro. Cuando escuchó el silbido de la ducha, Bollo se acercó a la
puerta y le dijo:
—Apuesto a que quieres darte una vuelta por el puente.
—En cuanto esté presentable. —Rom se apuntó los vaporizadores hacia los
hombros, y se echó hacia atrás para que le llegara el agua hasta que se le relajaran los
músculos—. Es como si me hubieran sacudido dentro de una caja de metal con
tornillos. Es hora de evaluar el resultado de la competición y ver si todavía soy capaz
de volver a ganarme el amor de esa mujer.
—Como si alguna vez lo hubieras perdido.
Antes de que Rom pudiera reaccionar, Bollo ya se había alejado de la puerta.
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quedaba huella alguna de la cautela de los días que precedieron el accidente—. Bollo
me había dicho que hoy se te pasaría el efecto de los ansiolíticos, pero no esperaba
que te levantaras tan pronto. Quiero que veas una cosa, pero necesito que me dejes
unos minutos para que lo termine —su basic era ya mucho más suave y coloquial—.
¿Te molesta? —le preguntó—. Estoy a punto de terminarlo.
Rebuscó en un estuche y sacó un lápiz regordete con la punta suave, y se puso a
trabajar otra vez con la misma intensidad que antes. Con la mano izquierda sujetaba
la página, y mantenía el lápiz con dos dedos mientras que los demás se ocupaban de
crear sombras y borrones. La suya era pasión en estado puro —pensó Rom—, pero
natural, sin ensayos ni entrenamientos, como suponía que sería la de las cortesanas
del palacio en que vivió antes de ir a Balkanor, ni tampoco era la pasión modificada
para satisfacer a su compañero, como la de las sirvientas del placer. No, su pasión
nacía de lo más profundo de su alma, y esto lo hacía sentirse más humilde ante ella.
Jas empezó a mover las manos más despacio, hasta que se pararon por
completo. Analizó su trabajo y después a Rom, mientras se masajeaba la zona
lumbar.
—Se te ve mejor —le dijo—. ¿Cómo estás?
—Como en un día de resaca, solo que ni siquiera tengo la satisfacción de
haberme divertido.
Ella se rió.
—Si hay alguien que se merece un poco de diversión, ese eres tú. Te lanzaste
hacia la escotilla sin pensar en tu propia seguridad. La tripulación no para de hablar
de eso. —Le brillaron los ojos con una inconfundible admiración.
Rom se echó hacia atrás, al tiempo que lo invadió un torrente de tristes
recuerdos… la ira de su padre el día que descubrió que el único hijo que le quedaba
no podría tener hijos, la angustia de su madre que lloraba sin parar, y la sensación
que le produjo el abrazo desesperado de su hermana un segundo antes de que
cerraran las puertas y lo expulsaran de palacio… algo que no había ocurrido nunca
en once mil años.
Había traicionado a su familia y a su pueblo. No era digno de la estima de Jas.
—Me gustaría tener los cuadros que dejé en mi casa —siguió diciéndole—. No
es que sepa representar bien lo que pasó —tímidamente, le puso el bloc en el
regazo—. Es una representación muy aproximada del mayor acto de valentía que he
visto jamás.
A Rom se le secó la boca. En el dibujo se veían dos hombres unidos en una
lucha a muerte. Uno de ellos, estaba doblado sobre el estómago y la cara parecía la de
él… Gran Madre, era él. Estaba cogiendo a Zarra de la mano como si hiciera todo lo
posible por no soltarlo, la tensión de sus músculos era evidente en las ondas que se
formaban en su piel, en el antebrazo. Se le veían los dientes y la expresión de sus ojos
transmitían dolor y coraje. Unos remolinos de escombros enmarcaban toda la escena,
llena de emoción y dramatismo.
Solo que describía una mentira.
—Tu trabajo es excelente —puso el dibujo en el suelo. Volvió a sentir el
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
cansancio, así que se sentó en el suelo, con las piernas extendidas y apoyándose con
las manos en el suelo. Notaba cómo le latía el pulso en las sienes, como si la presión
estuviera a punto de convertirse en un fuerte dolor—. Sin embargo, si lo que quieres
es una versión más real, tendrías que dibujarme mientras lo soltaba. —Jas levantó la
cabeza, como si no lo hubiera oído bien—. Solté la mano de Zarra.
—Pero lo tuviste sujeto en los momentos más críticos. Retardaste su caída hasta
que a Terz le dio tiempo de cerrar la escotilla de la sala del generador. La única razón
por la que sigue con vida es por que tú lo sujetaste todo ese tiempo.
—No me hagas parecer un héroe. —«Lo dejaste; tendrías que haberte quedado
con él»—. Lo dejé caer.
—Eso no importa
—No tiene perdón —contestó.
Jas se quedó mirándolo incrédula hasta que una sonrisa apareció en un extremo
de los labios de Rom. El hombre que estaba empezando a conocer había
desaparecido, y en su lugar se estaba esbozando el contrabandista arrogante que era
capaz de sonreír cuando en sus ojos seguía dibujándose un inescrutable dolor.
—No se trata de simple modestia, ¿verdad? —le preguntó. Temblando, se sentó
a su lado, con el corazón a mil—. Tu eres un héroe, Rom no importa cuánto te
empeñes en convencerte de lo contrario. Así es como yo lo veo, y así es como lo ve el
resto de la tripulación. ¿Por qué no eres capaz de reconocerlo tú también?
Una pequeña cicatriz que tenía encima del labio superior se le estiró cuando se
volvió a poner serio.
–Hace casi veinte años combatí en una guerra… el primer conflicto real en once
mil años. Mi hermano pequeño quiso acompañarme… sin el permiso de mi padre.
Pero era un buen guerrero y un piloto excelente, así que le dejé venir conmigo.
Balkanor era la batalla crucial, la culminación de un intrépido y arduo trabajo —bajó
el tono de voz—. Aquel día ganamos la guerra. Pero perdí a Lijhan.
A Jas se le encoge el coraz6n.
—Lo siento —susurró—. Pero él te acompañó porque quiso. Era un soldado, y
los soldados mueren.
—¡No lo entiendes! La nave se averió durante la batalla espacial. Lijhan
sobrevivió a la caída, pero se quedó atrapado dentro de la nave. Y yo decidí seguir
adelante, pensando en volver después a por él. Pero ¡Gran Madre! la nave explotó.
¡Tendría que haberlo liberado cuando tuve la oportunidad! No lo debería haber
dejado solo…
—Tu eres un guerrero, Rom. Hiciste lo que tenías que hacer.
Su mirada se volvió fría.
—Tuve que decidir, Jas. Y elegí mal —se levantó—. Ahora, si has terminado con
las preguntas…
—No he terminado.
La sorpresa se le dibujó en la cara, levantó una ceja y cruzó los brazos
tamborileando con los dedos. Pero Jas no se dejó intimidar. Sabía perfectamente lo
que era sentirse desolado por dentro y no saber por qué.
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
—Ya sé por qué Gann y tú sois tan diferentes del resto de la tripulación, por qué
tenéis la piel y el pelo más oscuros que los demás, y por qué tenéis los ojos más claros
que ellos.
Dejó de mover los dedos.
—Tú eres vash nadah, un miembro de la clase dominante. Te educaron en un
código ético muy rígido que solo un dios podría cumplir. Sé lo rígido que es… ¡lo he
leído!
Al oírla, se pasó las manos por la cabeza y se encaminó a la escalera que llevaba
a la cubierta superior. Puso las manos sobre el primer escalón y se paró, con la cabeza
y los hombros ligeramente hundidos.
Jas lo siguió, esperando que su instinto no la traicionara.
—Pero puede que seas un dios. Después de todo, tú no te equivocas nunca.
Se dio la vuelta de golpe, con los ojos color miel llenos de angustia. A Jas
también le brillaron los ojos. La profunda empatía que sentía por aquel hombre, que
conocía desde hacía tan poco tiempo, la sobrecogió.
—Por desgracia —dijo—, he cometido ya muchos errores.
—¡Aja! Así que solo eres un mortal, como los demás. Pero en vez de aceptarlo,
sigues castigándote por ello una y otra vez. ¡Han pasado muchos años! ¡Ya has
pagado más que de sobra por la muerte de tu hermano! Déjalo ya, perdónate —le
imploró.
¿Podía perdonarse? —se preguntó Rom—. ¿Podía? Había estado escapando,
lanzándose a las hazañas más peligrosas que se le presentaban, a los más frenéticos
pasatiempos, evitando cualquier cosa que oliera a responsabilidad y estabilidad. Se
aporreó el pecho con dos dedos.
—Si dejo que se cierre esta herida, me da miedo olvidar todo lo que perdí. Y no
puedo permitir que el sacrificio de mi hermano caiga en el vacío.
Jas abrió los brazos.
—No te estoy pidiendo eso. Pero puede que haya otro modo, otras formas
mejores, para honrar su memoria, en vez de llevarte el dolor de su muerte a la
tumba.
Se quedaron mirándose fijamente hasta que el aire retumbó de emoción. Rom se
sentía herido, por fuera y por dentro.
—Es posible.
Eso pareció gustarle. Agotado, buscó instintivamente la ternura que aquella
mujer entregaba tan generosamente, y se le acercó un poco más. Rozó los labios de
Jas con los suyos y le pasó las manos por el pelo.
—¿Por qué te preocupan tanto mis problemas? —murmuró.
—Me preocupo por ti porque me importas —susurró mientras se ponía de
puntillas para besarlo… dulcemente. Era evidente que quería controlarse, pero su
cuerpo reaccionaba por sí solo y la traicionó cuando sus labios se tocaron,
apretándose más de lo que esperaba contra los de Rom, que se excitó en cuanto notó
el roce de sus pechos y el contoneo de las caderas de Jas. El beso se fundió en un
abrazo sin respiración, hasta que se separaron.
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
Al cogerla por los brazos, Rom sintió el calor de su piel a través del tejido. El
suave aroma de flores quedó a la deriva entre los dos. Jas le había dicho que se
preocupaba por él. Pero ¿no le había dicho lo mismo su padre? Al pensarlo,
sucumbió a la urgente necesidad irracional de comprobarlo, porque cuando
descubriera quién era…
—¿Tienes idea de quién soy yo en realidad?
Con su forma de ser intuitiva, que a veces lo desorientaba y a veces le hacía reír,
Jas lo miró atentamente.
—Sí, lo sé.
Rom volvió a acariciarle la cabeza con la mano.
—Tú eres Romlijhian B'kah…
«Gran Madre».
—… y eres el único hijo del hombre más rico y poderoso de la galaxia.
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Capítulo 9
Rom dio un paso atrás. La adrenalina le recorría las venas. Le temblaron las
manos, pero recurrió a sus años de disciplina para mantener la compostura.
Jas se encogió de hombros.
—Está claro que necesitas un guardaespaldas.
Rom hizo un aspaviento con los brazos.
—¿Eso es? ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? ¿Que está claro que necesito
un guardaespaldas?
—¿Y qué se supone que tengo que decir?
—Seguro que se te ocurrirá algo más. Soy el deshonor más grande de la historia
de una familia de once mil años. Por todos los dioses, ¡el único que la ha deshonrado!
—No creo. Apostaría hasta el último grano de sal a que al fundador de tu
estimada familia también se le consideró un alborotador cuando él y los otros
guerreros se levantaron contra aquel señor de la guerra medio loco.
—Los ocho guerreros… ¡alborotadores! —bramó, incrédulo. Una vertiginosa
sensación de libertad lo recorrió de arriba abajo, y se rió, se rió con ganas de verdad,
moviendo la cabeza.
—Jas, eres la única persona capaz de coger algo tan endiosado y pomposo como
es la Historia del Comercio y convertirlo en algo tan divertido —ella lo miraba
perpleja. Rom se imaginó que no había entendido por qué le había hecho tanta
gracia. Pero ella tenía la suerte —¿o era mala suerte?— de que la hubieran educado
así. Se echó contra la pared y cruzó los brazos otra vez—. ¿Quién te ha dicho quién
soy?
—El ordenador de la nave.
—Por todos los infiernos. ¿Y por qué tenías que usarlo?
—Quería organizar el viaje… y estudiar el arte y la historia galácticas. Pero no
encontré nada sobre tu familia hasta que no descubrí lo que significaba el sello de tu
anillo.
Rom cerró la mano izquierda sin querer, hasta que notó el pellizco en la piel.
—Te lo quité cuando te caíste para que no se te hinchara el dedo —le explicó—.
Intenté leer la heráldica de tu familia, pero no entendía el sello, así que busqué una
base de datos de traducción y vi que esos símbolos significan «lealtad, fidelidad,
familia», el código del guerrero. Eso me llevó a la historia de Sienna, y allí es donde
encontré la lista con los nombres de todos los primogénitos de los B'kah. El último
era el tuyo. Así que me imaginé el resto.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Hace una semana, por lo menos.
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
—¿Y no me has dicho nada? —exclamó, casi gritando, echando la barbilla hacia
adelante.
—Eso no cambia nada de lo que siento por ti. En todo caso, te respeto aún más.
Tú lo has sacrificado todo por algo en lo que creías de verdad. Y eso me parece
increíblemente heroico.
Rom la miró fijamente. Jas lo admiraba justo por las cosas que los demás lo
despreciaban. Una extraña sensación de asombro lo embargó. Buscó las palabras más
adecuadas para expresar su gratitud por la inusual claridad de espíritu que le
provocaba, pero no las encontró.
—Gracias —le dijo, dándose cuenta de que no era la palabra exacta—. Estoy en
deuda contigo.
Jas agitó las manos como rechazando su agradecimiento, pero él le cogió las
manos al vuelo y sonrió.
—Lección de Comercio número uno: un comerciante honrado siempre paga sus
deudas —entrelazó sus dedos en su pelo y la atrajo a un beso eterno.
Cuando se separó de ella, Jas mantuvo la cabeza alta.
—Mmm… ¿y cuál es la lección número dos?
—Reconoce el talento de los demás —Rom le tocó la punta de la nariz con el
dedo—. Tú, por ejemplo, tienes talento para muchas cosas. Para volar, por nombrar
una.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El capitán lo ve todo y lo sabe todo.
Jas se rió.
—Bueno, ¿quién me ha delatado?
—Bollo. Cuando me desperté.
—No culpes a Gann por permitírmelo —le dijo enseguida—. Lo estuve
acosando hasta que lo conseguí.
—¿Culparlo? Por todos los dioses, se lo agradeceré. Y esto me lleva a la lección
número tres: coge esos talentos y aprovéchalos. No los dejes pasar, Jas. Es muy difícil
encontrar buenos pilotos. Y ahora que tengo uno, tengo que aprovechar mi buena
suerte.
—Oh, ¿y cómo? —le preguntó escéptica.
—Estás contratada.
Jas parpadeó.
—¿Que estoy qué?
—Contratada —Rom la miraba atentamente, con sus ojos felinos—. Te estoy
ofreciendo un puesto en la Quillie. Como aprendiz de piloto. Gann te enseñará. Con
tus habilidades, llegarás a un nivel estándar en menos de un año.
—¿Lo estás diciendo en serio? —Rom sonrió—. Gracias, pero no puedo…
—Salario completo. Un buen sueldo.
Jas se rió, nerviosa.
—¿Plan de pensiones?
—Ah, no. Por desgracia, nadie que haya trabajado para mí ha durando tanto
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grave.
Los instintos protectores de Jas volvieron a aflorar. Lo cogió por el brazo y lo
animó a subir la escalera.
—No deberías estar aquí abajo. Deberías estar en la cama.
—Sí, los dos.
Cuando ya estaba a mitad de la escalera, se volvió para mirarlo de reojo.
—La falta de perseverancia no es uno de tus defectos.
Rom sonrió y siguió subiendo detrás de ella.
—Bueno, ¿y qué son las Ruinas de la Calavera? —le preguntó de repente, a
mitad del pasillo—. Suena a algo prohibido.
—Y lo es para los no iniciados. La Calavera es una base extranjera fuera de la
ley, que está a dos días de camino del Depósito a una velocidad inferior a la de la luz.
La Policía de Comercio prácticamente no quiere saber nada de ellos, de modo que se
ha convertido en el único sitio decente para el comercio más allá de las fronteras. Le
prometí que le llevaría algunas mercancías a un pequeño comerciante un poco raro
que me prometió que negociaría solo conmigo. No obstante, para que no corras
ningún riesgo, preferiría que te quedaras en el Depósito esos días.
Tecleó el código de acceso en la pantalla de la puerta que daba a la habitación a
la que Jas se había llegado a acostumbrar más que a la suya propia durante aquella
última semana, y le puso una mano en la espalda, invitándola a entrar. La espléndida
alfombra que cubría casi todo el suelo amortiguó enseguida sus pasos. Parecía una
kilim turca de muchos colores y era increíblemente suave. Rom bajó la intensidad de
la luz, hasta convertirla en un agradable resplandor y encendió una vela láser que
puso debajo de un cuenco con forma de concha llena de aceite aromático. El calor
liberó la fragancia que tanto le había llegado a gustar. Olía como las mañanas en la
casa de Betty en Sedona, en la que solían preparar el café para tomárselo a pequeños
sorbos en la mesa de fuera mientras veían el amanecer. Le habían dicho que aquel
aroma era terapéutico, y así debía ser, porque nunca había dormido mejor que las
noches que había pasado en el nido de cojines al lado de la cama de Rom.
Mientras veía cómo Rom pasaba de su imagen de guerrero a ocuparse de las
simples tareas domésticas, empezó a preguntarse por qué nadie duraba mucho
trabajando con él. ¿A cuánta aventura exactamente se había comprometido? Se
agarró las manos por detrás y se bamboleó un poco sobre los tacones.
—Bueno, ¿y qué ha sido de esos hombres que no llegaron a la jubilación?
—Me gustaría contarte historias de serpientes hambrientas y bandidos asesinos
que se alimentan de las mujeres que rechazan mis ofertas de trabajo —empezó
diciendo, mientras se desabrochaba las botas, sentado en la esquina inferior de la
cama. El olor del cuero cálido se mezcló con el del incienso—, pero no tengo ánimos
para todo eso.
La cariñosa alegría y la luz de las velas hicieron que sus ojos se volvieran de un
color miel muy pálido. Jas nunca se habría imaginado que pudiera haber tanta
comunicación entre dos personas con solo mirarse a los ojos.
—Simplemente siguieron adelante con sus vidas —dijo por fin—. Encontraron
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otras posibilidades que les parecieron mejores. Uno de ellos, el primer ingeniero,
ahorró y se compró una nave; pero la mayoría decidió volver a zonas más pobladas
de la galaxia para casarse y tener hijos. La frontera no es un buen lugar para formar
una familia.
—¿Tú nunca has querido tener hijos? —le preguntó.
Apretó los dientes con fuerza, y después los soltó. Se sacó el anillo con el grueso
sello de oro que llevaba en la mano izquierda y lo puso con mucho cuidado en una
bandeja que había cerca de la cama.
—Cuando era más joven nunca me paré a pensar si quería tenerlos o no. Se
esperaba que los tuviera. Y la ironía es que nunca los tuve.
Jas supuso que no quería exponer a los niños a los peligros de la vida en la
frontera.
—Puede que algún día cambies de opinión. Creo que serías un padre
maravilloso.
Una tristeza casi insoportable se asomó a sus ojos.
—Durante la guerra quedé expuesto al veneno de la radiación. El daño es
irreparable. Nunca tendré ningún hijo.
—Lo… siento.
Se llevó las manos a los muslos, pensativo.
—Maté a Sharron. Y eso es lo que me ayuda a soportarlo.
—Sharron, un renegado religioso. He leído un poco sobre él en una sección
titulada La insurrección desautorizada.
—¿Así es como lo llaman ahora? —hizo un gesto de disgusto con la boca y
movió la cabeza—. Nunca he entendido por qué las familias no tomaron medidas.
Sharron reactivó unos arsenales que llevaban prohibidos desde los Años Oscuros.
Propugnaba todo lo que Vash aborrecía. Predicaba que el sexo era inmoral.
—Pero si bajo su mandato nadie mantenía relaciones sexuales, ¿cómo
pensaba…? —Jas movió las manos, como buscando la palabra exacta.
—¿Procrear?
—Sí.
—Sharron y sus veteranos dejaban embarazadas a las mujeres. Entonces,
cuando las mujeres terminaban sus tareas de maternidad, las recompensaba
mandándolas de viaje al Más Allá.
—Pero ¿no es ese el término que usáis para la muerte? —cuando Rom asintió
con la cabeza, se quedó pálida—. ¿Cogía a los bebés y después mataba a las madres?
Asintió con un breve gesto y empezó a desabrocharse los cierres de su camisa
color aceituna iridiscente.
—Después de todo el tiempo que lo estuvimos espiando y de todas las vidas
que se perdieron, no llegué a conseguir pruebas concretas para acusarlo. Si lo hubiera
podido demostrar, puede que me hubieran dado el apoyo que necesitaba. Pero lo
único que pude conseguir fueron unas cuantas imágenes de mujeres que cargaban en
las naves y se las llevaban.
—¿Cómo es posible que siguieran a un monstruo como ese?
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y los hombros.
Rom la abrazó.
—¿Esto es acurrucarse? —murmuró en una pobre imitación de su idioma.
—Mmm… —suspiró dejando escapar el aire contra su camisa. Cuando Rom le
dio un beso en la cabeza mientras le pasaba una mano por la espalda, le entró un
escalofrío. Hacía mucho tiempo que no estaba así, acurrucada con ternura, envuelta
en el abrazo protector de un hombre. Era genial. Se abrazaron con más fuerza. Rom
respiró profundamente y empezó a acariciarle el pelo como si fueran amantes desde
hacía años. Cuando Jas cerró los ojos, oyó los latidos de su corazón que retumbaban
en su oído, recordándole, a cada latido, la fuerza y la pasión de aquel hombre. Su
cuerpo respondió con una lenta excitación en espiral cuando la curiosidad sexual
reemplazó su somnolencia. Y se planteó las consecuencias de añadir una noche de
erótico abandono a la lista de sus aventuras futuras. Sí, el cuerpo increíblemente
delgado y enérgico de Rom se entrelazaba con el suyo, piel con piel, sus cálidos
besos… sus manos expertas. Pero se echó atrás cuando la fantasía llegó al punto de la
penetración. Rom era un hombre con una experiencia galáctica, y no se sentía a la
altura. No sería capaz de mentirle, de fingir placer cuando lo único que sentiría sería
dolor. El darse cuenta de ello la aterrorizaba y la intrigaba al mismo tiempo.
Y la excitaba.
Para Rom, hacer el amor era tan normal y natural como comer y beber. ¿Qué
pasaría si ella también se lo tomara así? ¿Sería capaz de dejar atrás toda la vergüenza
de su pasado?
Rom se estremeció. Jas levantó la cabeza. Santo cielo, mientras ella se estaba
imaginando cómo sería hacer el amor con él, ¡su Romeo interestelar se había
quedado dormido! La desilusión, el alivio y otra docena de emociones la
sobresaltaron. Fin de su plan de seducción. Además, tenía más sentido esperar al día
siguiente para proponérselo, el último día antes de llegar al Depósito. Así, si no salía
bien, se evitarían los dos la incomodidad del día de después. Cuando aterrizara la
nave, simplemente se despediría de él y se perdería entre la multitud.
Rom pasó la mano por el montón de sábanas arrugadas que había a su lado. Jas
se había ido. Se desveló completamente. Se incorporó y miró a su alrededor, a punto
de llamarla. Se detuvo en el último momento. Jas estaba agachada delante del altar
de la pared de enfrente, con las manos y los ojos bien cerrados, completamente
absorta. Estaba rezando. Le gustó que tuviera fe… en el Dios de la Tierra, claro, pero
seguía siendo fe.
Esto le hizo desearla todavía más.
Cuando se levantó, se llevó una mano de la frente al pecho, y de un hombro al
otro. Entonces se dio cuenta de que Rom la estaba mirando, y su expresión se
iluminó como el amanecer de Taurean.
Le pareció raro, pero le daba la impresión de que Jas se había puesto nerviosa. Y
había algo más… algo nuevo. Habría jurado que lo estaba evaluando. No sabía por
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Pero ¿qué podía hacer? Ella no era como el resto de las mujeres que conocía. No
respondía a las insinuaciones tradicionales, ni a nada de lo que le habían enseñado. Y
estaba claro que no podía ofrecerle un matrimonio vash nadah, ni hijos, ni el
bienestar y la alegría de una gran familia. Lo único que podía ofrecerle era la
gratificación física y un poco de alivio para su soledad… y su corazón, si es que
todavía tenía uno que dar. Le sorprendía estar pensando en todas esas cosas solo
porque ella le estuviera deslizando el dedo por el brazo. Se fijó más detenidamente
en su cara, y se dio cuenta de que estaba, evidentemente, coqueteando con él, aunque
con una sonrisa un poco asustada.
—Rom, mañana llegaremos al Depósito, y todavía no me has enseñado a jugar
al Bajha.
Miró su reloj.
—Supongo que Gann y Zarra estarán en la arena. Podemos unirnos a ellos.
—Yo estaba pensando más bien en una lección privada. Y… —se remetió el
pelo por detrás de la oreja— todavía más privada después de cenar.
La sugerente insinuación de sus ojos lo dejó sin palabras.
Ya no estaba coqueteando, Gran Madre, aquella mujer estaba intentando
seducirlo.
Un guerrero tenía que estar preparado para lo más inesperado —se recordó a sí
mismo mientras esbozaba una sonrisa.
—Será un placer —replicó.
Se levantó, le hizo una reverencia y estiró la mano.
Jas la cogió con la palma cálida de su mano.
—Señorita, espero ansioso nuestra partida —le dijo, besándole la mano.
—Yo también —fue todo lo que pudo contestar.
Aquella tarde, Rom la acompañó a las escaleras que llevaban a unas doce filas
de asientos alrededor del terreno de juego en el que Gann estaba dándole su clase
semanal a Zarra, obligándolo sin piedad a toda una serie de tirones y estocadas.
Se sentó en su silla con las botas en el reposapiés. Rom sintió la intensa energía
que le hervía por dentro, casi a flor de piel, y que nunca había notado en todo aquel
tiempo. Tenía los ojos brillantes y su boca, exuberante, parecía una baya regordeta y
madura.
De un dulzor que imploraba que lo saboreasen.
La habría besado sin pensárselo dos veces si no se hubiera acordado del día en
que le devolvió los zapatos delante del resto de la tripulación. No le gustaba que
resultara evidente en público lo que consideraba privado, y lo último que quería era
que se enfadara justo cuando estaba tan… receptiva.
Jas estaba viendo cómo saltaban los dos hombres sobre la arena Bajha. Animado
por su buen humor, Rom la siguió. Gann estaba esquivando con toda tranquilidad
las acometidas del chico.
—Usa tus sentidos, amigo. Deja que te guíen.
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—Sería más fácil si pudiera ver algo —le dijo Jas entre dientes—. ¿Por qué no
lleva Gann los ojos vendados también?
—El juego se basa en la intuición y el instinto. Agudizamos estas habilidades
para alcanzar un estado mayor de conciencia. Así llegamos a ser mejores guerreros y
pilotos. O —la miró intencionadamente a los labios— mejores amantes.
Jas apartó su mirada de él, demostrándole lo insegura que estaba en su papel de
seductora. Una sensación de afecto y protección lo sobrecogió.
—Tienes que aprender a confiar en los otros sentidos, además de los que te han
enseñado a usar. Mira con atención; Gann le está enseñando a Zarra a no depender
de la vista, que tiende a tomar el control sobre el resto de los sentidos. Cuando
aprenda, será capaz de luchar sin ninguna pista visual.
Jas se cogió un mechón y lo retorció, cada vez más fuerte.
—Así que vamos a ponernos vendas en los ojos…
—Hoy no —le aseguró—. Una partida real se juega en la más completa
oscuridad.
Se soltó el mechón, y susurró algo que a Rom le pareció sospechosamente
parecido a una palabrota de la Tierra.
Para cuando Rom volvió a mirar a la arena, Gann ya había acorralado a su
joven adversario.
—¡Aléjate, Zarra, aléjate!
Zarra movió la boca, inseguro. Gann lanzó una mirada irritada hacia arriba.
—¿No me toca a mí darle clase hoy al chico, Rom? ¿O me he equivocado de día?
Rom levantó los brazos y se sentó otra vez. Los adversarios siguieron jugando.
Esta vez, Zarra quiso darle una patada a Gann, pero no le dio.
—¡Demasiado pronto!
Jas sofocó una carcajada.
—¿Por qué te ríes?
—Los hombres y los deportes. Sois todos iguales.
—¿Ah, sí? —le preguntó secamente—. Estoy encantado de saber que para ti soy
como cualquier otro hombre.
Jas sintió un latido fuerte de su corazón y dudó.
—No, tú eres distinto —se puso roja—. Mejor.
Desarmado por su sinceridad, Rom buscó una respuesta, pero no la encontró. El
abrirse así con él debía de ser un gran paso para ella, después de lo mal que había ido
su matrimonio.
En la arena, Zarra se estaba quitando la venda. Gann habló con él en privado y
después le dio unos golpecitos en la espalda. Zarra recogió su equipo y se fue al
cuarto de las duchas, que estaba en la puerta de al lado. Gann se echó la toalla por el
hombro y subió hasta donde estaban Jas y Rom.
—El chico lo ha hecho muy bien. Estaba empezando a preguntarme si había
heredado algo de la sangre de su padre.
—El padre de Zarra es vash nadah —le explicó Rom a Jas—. Por un pariente
lejano. Su madre era de la clase comerciante.
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Capítulo 10
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mí.
Se está acercando —le avisó una voz interior. Se arqueó hacia atrás. Rom
tropezó, y ella gritó de alegría.
—¡Perfecto! Aunque el triunfo normalmente lleva a la autocomplacencia.
Para demostrárselo le dio un golpecito ligero en las dos rodillas con la espada.
Jas vio el resplandor de una lluvia de brillitos verdes de calor que le recorrieron las
rodillas y las pantorrillas.
—Eh, has aumentado el nivel.
Rom se rió por su acusación.
—Estás aprendiendo demasiado rápido. Tengo que levantar el listón.
—Muchas gracias. Por cierto, ¿a cuánto está mi espada?
—Al setenta por ciento…
—¿Y no te hará daño? —le preguntó, preocupada.
—Un poco de picor —contestó, esta vez detrás de ella—, pero nada más.
—Bien. Entonces prepárate para sentir ese setenta por ciento en donde no te
gustaría.
Oyó su carcajada… a la derecha. Con la espada extendida, se dio la vuelta
lentamente, girando y girando, concentrándose en sí misma, hasta llegar a un
armario que, de algún modo, siempre había sabido que estaba allí.
Le llegó como un rayo: la esencia del corazón generoso y herido de Rom.
«Mi alma gemela».
Lo buscó con su espada, llegando instintivamente, simbólicamente, hasta el
amor que siempre había buscado y jamás había encontrado.
Rom inspiró profundamente. Su espada desafilada rozó la tela de su traje, pero
no lo bastante fuerte como para marcar un punto. Sintió la sorpresa de Rom en lo
más profundo de su ser.
—¡Casi te pillo, Rom! —se rió con ganas.
—¿Te estás divirtiendo?
Embistió.
—Mucho.
Rom le dio por detrás de los muslos.
—No tanto —se sobresaltó por el leve pinchazo.
—Pagarás por esto.
—Ya veremos —le contestó, divertido.
«Usa tus sentidos».
Se paró… a escuchar. Pero no con los oídos. Vio… Pero no con los ojos.
Buscándolo en la oscuridad revivió el alegre y extrañamente evocador juego del
ratón y el gato. Volvió a rozarlo, pero solo para recibir un buen cachete en el culo.
Tragó al respirar y bajó la espada. Un cálido hormigueo permaneció entre sus
piernas. De repente, el juego perdió su interés; estaba muriendo de ganas de tocar a
Rom, pero no con aquella fría arma cibernética.
Puso la espada en el suelo, respiró lentamente y se quedó quieta. Si las
neuronas tenían memoria, puede que las suyas lograran recordar los besos de Rom.
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Estaba claro que ella no los había olvidado. Nunca la habían besado así antes. No era
solo por su habilidad y experiencia, sino por su ternura, la intensidad de la pasión
que sabía que le era difícil controlar, y su evidente placer por el acto en sí mismo.
Deseó que sus labios se acordaran de todo eso, y que los de él también
recordaran los suyos. Entonces, con toda la fuerza de su alma, quiso que él la quisiera
tanto como ella lo deseaba a él.
Esperó…
Se concentró más todavía.
Y esperó…
Sintió un hormigueo en los labios. Y sintió su olor, como un animal en un
bosque primitivo. Le brilló la nariz. Estaba cerca…
Allí. Los labios de Rom, cálidos y suaves, rozaron los suyos. Dejó escapar el más
leve de los suspiros, amplificado por el profundo silencio.
Él se demoró, jugueteó, sorbió.
Dejando caer los brazos, abrió los labios en una evidente invitación. Sin tocarla
en ninguna otra parte, Rom puso su boca sobre la de ella y la besó apasionadamente,
provocando una sensación de humedad que buscaba el calor, poderosamente erótico,
en la silenciosa oscuridad. Gimió por la necesidad de su boca. Anclada en la nada por
el beso, quería mas, mucho más, hasta que puso los brazos sobre sus hombros.
Rom le pasó la mano por detrás de la cabeza, apretándola contra él. Jas removió
las manos por la tela de su traje, en el cuello, tocándole el pelo, empapado en sudor.
Separándose un poco, se arrastró sin respiración, besándole el mentón y el cuello,
saboreando la sal de su piel, con un deseo cada vez más fuerte de devorarlo.
—Jasmine, espera —oyó desde lo lejos.
Jas estaba en algún sitio más allá del lenguaje, más allá de la razón. Con la
punta de la lengua, exploró el corte preciso y sedoso de la oreja de Rom.
—Rom… oh, Rom —pasó de la oreja a la mejilla, áspera por la barba, y avanzó
hasta su delicado labio inferior.
Rom murmuró algo y la cogió por los hombros, separándose suavemente de
ella.
—Luces —dijo.
Jas se sobresaltó, tanto por la inesperada claridad como por la desorientación de
su excitación. Entonces, bajó la cabeza y le apoyó la frente en el pecho.
—Lo siento.
—Gran Madre, no tienes que sentirlo. No. Es solo que aquí no estamos seguros
—dudó, le inclinó la cabeza poniéndole un dedo bajo la mejilla—. Queremos
intimidad, ¿no? —se le habían oscurecido los ojos por el deseo, y ahora tenían el
color de un jerez. En lo más profundo de su mirada Jas vislumbró una pregunta,
mucho más allá del simple hecho de estar solos.
—Sí —le dijo, aguantando la respiración—. Intimidad —y mucho más.
Deseaba con todas sus fuerzas volver a sentirse una mujer de verdad.
Su mirada era extrañamente perceptiva, como si pudiera leer sus pensamientos.
Si pudiera, aquella noche sería mucho más fácil. Apretó los brazos alrededor de su
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
cintura y jugueteó con el pelo suave de Rom a la altura del cuello. Al sentir sus
dedos, bajó la cabeza, pero después pareció recobrar la compostura. La cogió por la
cintura y la guió hacia el vestidor.
—Te esperaré en mi cabina.
—Me gustaría darme una ducha primero —se tocó el traje Bajha empapado en
sudor, y se sintió traviesa otra vez—. ¿Qué me dice capitán? La segunda del día.
—Permiso concedido —murmuró, y la besó.
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—Tú primero, así te veo —le dijo con un tono marcadamente sugestivo.
Sintió un latido fuerte del corazón, y dio un sorbo, esforzándose por no mirarlo
a la boca. El pequeño trago de la cerveza helada no pudo enfriar la pasión. Rom tuvo
que haber sentido el acaloramiento de sus neuronas que rechinaban en sus jaulas,
porque enseguida se acercó a ella y le besó el cuello. Cerró los ojos e inhaló su aroma
exótico y claramente masculino, mientras le pasaba las manos por los músculos de
sus muslos de hierro. Cuando levantó la cabeza, ofreciéndole el arco del cuello, la
acarició con la nariz, yendo cada vez más hacia abajo.
Jas encorvó los hombros y tembló.
—Quizá deberíamos probar ahora las bebidas —le dijo suavemente—, porque
dentro de muy poco creo que dejarán de interesarnos.
—¿Interesarnos el qué? —susurró perezosamente.
Se llevó la botella a los labios sonriendo. Cuando la probó, le brillaron los ojos
dorados.
—¡Ah! Es delicioso. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Cerveza.
—Cerveza —repitió con reverencia—. La sal… ¡bah! Esto sí que es una buena
razón para comerciar con la Tierra. ¿El documento que has traído tiene previsto la
venta de la cerveza?
—Sí, por supuesto. La cerveza de Dan.
—Un buen tipo, este Dan Brady —Rom cerró los ojos y tragó. Fascinada por el
placer sensual que le producía una simple botella de cerveza, Jas apoyó un codo
sobre la mesa, con la cabeza en la palma de la mano, y se quedó mirándolo hasta que
terminó.
—Quiero probar tu sabor —le confesó, sorprendiéndose a sí misma.
La nuez le tembló en la garganta.
—Sí, yo también —le dijo en voz baja, mientras ponía la botella de cerveza vacía
sobre la mesa—. Dime, Jas: ¿Cómo puedo complacerte esta noche? ¿Cuáles son tus
deseos?
Se le encendió la cara. No estaba acostumbrada a decir en voz alta cuáles eran
sus necesidades más íntimas… porque nadie se lo había preguntado nunca. Hacía ya
mucho tiempo que había aprendido a enterrarlas. Sin embargo, ante la paciente
mirada de Rom, las palabras le salieron con mucha más facilidad de lo que se
esperaba.
—Solo hazme el amor. Eso es todo.
—Quiero que sepas —le dijo quedamente— que no me tomo tu ofrenda a la
ligera. Me estás ofreciendo tu cuerpo de mujer, tu cuerpo de madre. Es una
bendición.
Le puso un dedo a lo largo de la boca, dibujando suavemente la forma de sus
labios, adentrándola en la intimidad más profunda que hubiera conocido jamás.
Hechizada, Jas vio todo su futuro en los ojos de Rom.
No obstante, tuvo que luchar por apartar un pensamiento peligroso incluso en
el momento en que se le empezó a erizar toda la piel. Esto era exactamente lo que le
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había causado tantos problemas en el pasado. No esperes tener una vida con él —se
advirtió a sí misma—. «Limítate a disfrutar el momento y no te hará daño». Pero una
voz muy baja, que había estado en silencio durante años, le tiró de la manga. «Esta
vez es distinto —insistió—. Esta vez es real».
Rom alargó el brazo para coger un cuenco de fruta, y arrancó algo que parecía
una cereza negra brillante. La cogió con dos dedos y se la ofreció. Una gota de jugo se
le resbaló por el carnoso labio inferior y la atrapó con la punta de la lengua. A Rom
se le dilataron las pupilas. Animada por su reacción, le puso las manos sobre los
muslos y las deslizó hacia arriba. Sus fuertes músculos se agruparon bajo sus manos.
Después, le pasó los labios por lo alto de la palma de la mano y el interior de la
muñeca antes de llegar provocativamente con la lengua a la fruta por debajo,
dándole unos mordiscos juguetones hasta que se la metió completamente en la boca.
La dulzura y el calor se unieron en la parte baja del vientre, y se le aceleró el pulso
entre las piernas. Era sorprendente lo excitante que podía ser jugar con la comida sin
ni siquiera tocarse. Estaba claro que los vash ya lo sabían desde hacía siglos.
El sabor fuerte y crujiente de la fruta le dejó la boca limpia y fresca. Mientras
tragaba, revolvió el cuenco hasta encontrar otra y se la puso a Rom en la boca.
Claramente experto, bromeó alternativamente con la piel tersa de la fruta y después
la chupó. Bajo el delgado y fuerte tejido del sujetador, se le endurecieron los pezones.
—Quiero hacértelo a ti, Jas —susurró, con los ojos medio cerrados—. ¿Te
gustaría? ¿Si te beso así? ¿Si te beso por todas partes? —Avergonzada, oyó que se le
escapaba un suspiro.
Rom la miró satisfecho. Observándola bajo sus oscuras pestañas, le cogió un
dedo y lo deslizó dentro de su boca resbaladiza. Con su lengua experta, le recorrió
toda la parte inferior del dedo. Jas movió los dedos de los pies. No era difícil
imaginar lo que podría hacerle con la lengua por todo el resto del cuerpo. Cuando
apartó el dedo, Rom metió el suyo en el líquido oscuro que había quedado en el
fondo del cuenco. Como ya hizo una vez con el licor de bayas, se humedeció el labio
inferior con el zumo.
—¿Otra cereza? —le preguntó.
Jas negó con la cabeza.
—Así que ya has terminado, ¿no?
—Con las cerezas —le hundió los dedos entre los cabellos sedosos—, pero no
contigo.
Un gemido le vibró en la garganta y se puso de rodillas, acercándosela más a él
hasta besarla con una lengua lenta y segura, con un beso que era más una caricia que
una exigencia. A Jas le encantaba que dedicara tanto tiempo a explorar su boca.
De hecho, le encantaba cuánto tiempo dedicaba a todo. De este modo, la estaba
narcotizando tanto con sus besos y caricias que cuando deslizó las manos cálidas y
trabajadas bajo la camiseta, fue como un sobresalto… pero un sobresalto de
bienvenida.
Su boca amortiguó el suspiro. El beso se hizo cada vez más apasionado por una
urgencia creciente mutua, y él siguió deslizando las manos por sus pechos,
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—Tócame.
Con dedos temblorosos, le tocó la vieja herida, trazando una línea por la piel,
fría e irregular, como un impresionante contraste con el resto de su piel, morena y
suave. Tenía tan poca grasa en el torso que cada músculo, cada tendón, cada vena,
estaban perfectamente definidos, perfectamente esculpidos, aumentando el contraste
con la cicatriz.
—¿Qué ves? —susurró.
Algo activó su subconsciente. Parpadeó, intentando descifrar lo que sentía que
se suponía que tenía que recordar.
—Te hirieron en la guerra…
Rom apretó las manos sobre la piel desnuda de sus brazos.
—Sí.
Parecía estar preparado para algún tipo de revelación. Pero ella se sentía
incapaz de dársela.
—Esta herida te podría haber matado —dijo, mientras tragaba la sensación de
frustración.
—Pero no lo hizo, Jasmine. No lo hizo —la besó. Un beso profundo,
hambriento, desesperado, apasionado. Y se echó sobre ella obligándola a tumbarse
sobre el colchón.
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Capítulo 11
La besó con la ternura insaciable del guerrero que vuelve a casa. Jas cerró los
brazos sobre sus hombros uniéndose a su deseo con un hambre feroz. Para cuando él
llevó la boca a su sujetador, ella ya estaba completamente inmersa en una
inconsciencia carnal.
Rom murmuró una maldición y Jas notó un ligero tirón en el sujetador.
—Nunca he visto una prenda así —se quejó algo irritado.
Abrió los ojos y vio la mirada concentrada de Rom que intentaba abrir el broche
central a tientas. Jas escondió una risa de increíble alivio y alegría… incluso para
aquel hombre de experiencia galáctica, aquella era una primera vez.
—¿Qué se ponen las mujeres vash para sujetarse el pecho?
—Esto no.
—Es más fácil de abrir que una botella de cerveza.
Rom se rió.
—Te enseñaré —le dijo en voz baja.
Lo desabrocharon entre los dos, y sus pechos fuertes se liberaron, dejando al
descubierto, ante la mirada atenta de Rom, cada desperfecto, cada una de sus estrías
y, de repente, deseó que las luces estuvieran más bajas… mucho más bajas.
Pero él estaba mirándole el pecho con un profundo respeto.
¿Respeto?
Era una locura.
Cuando él le pasó un dedo por las líneas plateadas que salían del pezón
derecho, deseó morirse. Intentó moverse, buscar una posición en la que no estuviera
tan a la vista. Él la cogió por las muñecas y la puso otra vez como antes.
—No me mires ahí —le imploró.
La voz de Rom era ronca y grave.
—Por favor, no me niegues este placer. Estas son las marcas de tu maternidad.
Tú eres una mujer, una mujer preciosa —y la besó…
Ahí.
Y ahí. En cada una de las líneas.
Aquello no estaba pasando. No podía estar con un hombre que se hubiera
excitado por unas estrías. Cambiando de postura, se echó sobre ella, marcando los
tendones de sus músculos cuando dobló los brazos, y le cogió el pezón con la boca.
La succión suave e insistente volvió a encenderle el fuego entre las piernas, y un
segundo después, dos largos y ágiles dedos se deslizaron dentro de su cuerpo. Jadeó
ahogadamente. Rom giró la mano hacia su núcleo sensitivo, llevándola a los límites
del orgasmo. Instintivamente, se agarró a sus hombros y movió las caderas,
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los brazos extendidos. La pasión había hecho que sus ojos volvieran a tomar un color
de oro fundido, pero cuando habló, lo hizo con la disciplina de siempre.
—Me necesitan en el puente. Tenemos muchas cosas que hacer antes de llegar
al muelle.
Pensó en sugerirle algo rápido y apasionado, pero algo le decía que Rom no
estaría preparado para el sexo con prisas. Para él la seducción, el juego, e incluso las
caricias después, eran parte integrantes del amor.
—Cuando me cambie y termine de empaquetar las cosas, me reuniré allí
contigo.
Rom le dio un beso ligero y cariñoso antes de salir de la cama para meterse en la
ducha. Entró. El silbido del agua quebró el silencio. Cuando volvió a salir poco
después, estaba mojado, sexy y apetecible. Atenuando un gemido, lo estuvo mirando
mientras se secaba. Ya había escuchado antes en algún sitio el término «buena
procreación», pero nunca había sabido muy bien a qué se refería. Hasta aquel
momento. El cuerpo delgado y musculoso de Rom era el producto de siglos de
matrimonios organizados, once mil años de poderosos guerreros que se unían a
bellísimas mujeres. Su aspecto era el mejor que la galaxia podía ofrecer. Y, sin
embargo, lo que más la atraía, por encima de todo, era su fuerza interior, su
generosidad de espíritu y su bondad innata… incluso más que esa persistente
familiaridad que le inspiró desde el primer momento en que lo vio. Se puso el
edredón alrededor del cuerpo y saltó de la cama.
—Estar contigo es mágico, ¿sabes? Yo no creo nada en la magia, pero —bajó las
pestañas con un gesto seductor— estoy disfrutando de cada pizca de la tuya.
Rom cogió la funda nórdica entre los puños y se acercó a ella hasta rozarle una
oreja con la nariz.
—La magia y los sueños iluminan el camino de la vida. Confía en ella… —
movió la boca hacia la garganta de Jas—. Cree en ella.
«Los sueños se hacen realidad».
Esta frase absurda le resonó en su interior. Creer en los cuentos de hadas y en la
magia era frívolo, infantil… peligroso. Pero vaya si aquel hombre lo estaba
convirtiendo en un argumento convincente. Era como si todo lo que había aprendido
para protegerse, estuviera mal. Lo cogió por el elástico de los calzoncillos y cerró los
ojos. Rom maniobró con la funda hasta que la puso más abajo, dejándole desnudos
los hombros, y le pasó la lengua por la línea de la clavícula. A Jas casi le ceden las
rodillas.
—¿Qué me dices si hacemos un poco de magia en la cama?
—No puedo —pasó por todo el hombro rozándole con los dientes—. Me
necesitan en el…
—… puente —le dijo a coro desesperadamente y agarró el edredón,
llevándoselo hacia ella con determinación—. Entonces, vete, ¿no? Esto es más de lo
que puede aguantar una mujer.
—O un hombre —admitió—. Abre —ordenó. Las puertas del armario de la
cabina se abrieron. Sacudió un manojo de tela de felpa y se lo puso a Jas por los
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Capítulo 12
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basic que esperaba que Jas no entendiera, enseñándole sus pequeños pechos y
contoneando las caderas en una demostración de posturas sexuales que hacían que
las cortesanas del palacio de su juventud parecieran aficionadas.
Jas las miró boquiabierta.
—Son sirvientas del placer, ¿no?
—Sí.
Cuando pasaron por delante de la tarima, Rom se encorvó ligeramente en un
vano intento por evitar las inexorables invitaciones íntimas. Jas lo miró de reojo
mucho tiempo.
—Está formando un buen revuelo, capitán B'kah.
—Es por mi aspecto —le explicó, incómodo.
Jas hizo un gesto con la boca, con el extremo de los labios hacia arriba.
—Sí, bueno, eres increíblemente guapo.
—Soy un vash nadah.
—Eso también.
Apretó la mandíbula y le explicó:
—A los vash nadah se los educa para que respeten a las mujeres… y para que
sean hábiles amantes. Todo el mundo lo sabe.
Jas se puso toda roja, justo como él se había imaginado que pasaría, y después
se cogió a su brazo con un gesto posesivo. Rom se rió burlonamente de aquel gesto
inconsciente, y de cómo Jas se volvió para mirarlas otra vez cuando dejaron atrás la
tarima. De repente, dijo alarmada:
—¡Es él!
—¿El es qué? ¿Quién es qué? —Rom puso los dedos en la pistola láser que
llevaba escondida debajo del manto. Jas bajó el tono de voz.
—Aquel hombre de allí, detrás de los dos comerciantes… lleva siguiéndonos
desde que nos fuimos del mercado.
—Sigue andando —Rom miró hacia atrás—. Dime cómo es.
—Es enorme —susurró a toda prisa—, pero todavía no he conseguido verle la
cara. Lleva una capucha.
—¿Qué más?
—Y una capa marrón hasta los muslos.
Rom se tranquilizó.
—¿Y unas botas hasta las rodillas?
Jas asintió con la cabeza.
—¿Marrón claro? ¿Con suelas negras?
—Sí.
—¿Y una capa con una costura doble por delante?
—Sí —asomó la cara por el borde de la capucha y miró a Rom con recelo.
No pudo seguir evitando una sonrisa.
—Es Bollo.
Jas movió la cabeza de un golpe. Y después la volvió de nuevo hacia él con otro
movimiento brusco.
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piel.
Ha habido angustias y desilusiones en tu vida, pero este dolor te seguirá
haciendo fuerte, con una fuerza que vas a necesitar para tu verdadero amor.
La predicción le retumbaba por dentro. Sin previo aviso, los ojos se le llenaron
de lágrimas, así que se mordió la parte interna de la mejilla para no llorar.
Él necesitará toda la fuerza de tu espíritu, tu fe… tu carne.
No todos los hombres eran como su ex-marido. Dan y los hombres de su familia
se lo habían demostrado. Y Rom. Pero ¿y si sus sentimientos mágicos, como guiados
por el destino, que sentía por Rom terminaran, sin avisar, como le había pasado con
Jock, dejándola en el vacío, mientras que Rom seguía pidiéndole lo que no era capaz
de darle?
Confía… cree…
Sí. Eso era exactamente lo que iba a hacer. Recogió sus cosas y se dirigió al
Romjha con una sensación de inevitabilidad, de certeza. Si los sueños que empezó a
tener después del accidente eran la clave para descubrir el camino que su vida
acababa de tomar, la relación con Rom era la clave para entender sus sueños. De este
modo, podría disfrutar de su tiempo con él con una clara conciencia y sin ninguna
culpa que pudiera destrozar su vida. Eso era lo que la animaba a seguir adelante.
Desde que entró en el amplio vestíbulo al aire libre del hotel, entendió por qué a Rom
no le gustaba entrar allí. Aquel lugar era un verdadero altar dedicado a sus
antepasados. No le extrañaba que hubiera decidido pasar todos aquellos años en la
frontera, lejos de todos aquellos recuerdos de una familia que había renegado de él.
Una figura de tamaño natural de Romjha, el B'kah original, se alzaba imponente
ante la animada multitud de viajantes intergalácticos. Medía un metro más o
menos… y Jas habría apostado a que era de oro macizo. Romjha estaba con las
piernas abiertas y los brazos suspendidos, en un gesto de batalla. Tenía unos rasgos
robustos, decididos, y los ojos, que parecían mirar a un lejano horizonte, era tan
perceptivos e inteligentes como los de Rom.
Aquella estatua la sobrecogía, al tiempo que la enfadaba. Romjha debía de ser
de verdad el héroe del reino, como mostraba la placa, pero el soberano B'kah actual,
el padre de Rom, debía de ser un hombre sin corazón. Si no, ¿cómo podría un padre
mandar al exilio a su propio hijo? Tal y como lo veía ella, Rom también se merecía
una estatua. Había salvado a la galaxia de un intento sociópata de destruirla. No
obstante, a su padre lo único que le interesaba era su maldita cuenta espermática.
—Perdón —un hombre envuelto en una capa negra muy larga se abrió paso y
una pareja que estaba allí cerca dejó un paquete delante de la estatua. Mientras
pensaba en todo aquello, se dio cuenta de que había un montón de objetos alrededor
de las botas de Romjha: un plato con frutas exóticas, unos guantes, una bufanda con
unos bordados brillantes y un pergamino atado con una cinta de seda. ¿Caridad?
¿Señales de respeto? ¿O el culto a aquel héroe formaba parte de su religión?
Sin pensarlo dos veces, se quitó una de sus pulseras y la puso a los pies de la
estatua… por si le daba suerte… y esperando que Romjha pudiera darle a Rom un
poco de serenidad interior.
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Desde fuera del hotel llegaba una brisa fría y húmeda que agitaba el ribete de la
capa y que hacía que casi se le saliera el pelo de debajo de la capucha. Jas se puso
mejor la capa, se colgó la bolsa de viaje en el hombro y atravesó el pasillo.
Su instinto la estaba avisando de algo, así que ralentizó el paso. Alguien la
estaba siguiendo. Miró de reojo por encima del hombro, casi esperando ver a Bollo…
aunque acababa de verlo delante de ella. Pero lo único que vio fue una marea de
viajantes preocupados.
«Tendré cuidado, pero no miedo».
Se puso la bolsa más cerca de las caderas, cogiéndola mejor, y siguió adelante.
El hotel rebosaba riqueza, no como la impresión de decadencia que transmitía desde
fuera. La planta era espléndida y la mayoría de los muebles tenían grabados en
piedra de color caramelo, con franjas rojizas. Dobló hacia lo que suponía debía de ser
el mostrador de recepción, en el que había un empleado con un uniforme azul chillón
con ribetes plateados que estaba contando a toda prisa un manojo de tarjetas de
plástico, que eran el dinero basic. Era joven, como Zarra, e incluso más rubio que él, y
llevaba toda una serie de cuadraditos plateados pegados al puente de la prominente
nariz. Eran joyas de piel, como las había llamado Rom.
—Buenos días —le dijo, para que la atendiera.
La saludó inclinando la cabeza. Se le haría difícil volver a acostumbrarse a los
modales de la Tierra después de un año allí. Le echó una rápida ojeada a la capa y
dudó al ver el broche que llevaba al cuello. Inmediatamente empezó a tratarla
todavía con más respeto.
—Distinguida señora, ¿en qué puedo ayudarla? —dejó de mirar debajo de la
capucha.
—Una habitación, por favor —dijo, mientras tiraba de la capucha para echarla
hacia atrás. El recepcionista dio un paso atrás, con una expresión de curiosidad y
sorpresa—. Soy de la frontera —le explicó con sequedad.
Como si eso lo explicara todo, el joven se relajó.
—¿Tiene una reserva, distinguida señora?
—Sí, una habitación normal —eso era lo que había dicho el reportero cuando
llegó al Depósito, y lo que le había dicho a Terz que pidiera cuando llamó por radio
al hotel.
El empleado dejó las tarjetas de dinero en un cajón.
—¿Por cuánto tiempo, por favor?
—Dos días —le dio un papel de los que había escrito con su nombre en letras
basic—. Me llamo Jasmine Hamilton.
El joven volvió a hacer una reverencia y se puso enseguida a mirar a una
pantalla muy fina. Después de analizarla rápidamente, le dijo:
—Le puedo ofrecer una con vistas a la montaña, si lo prefiere.
¿Qué montañas? No había visto ninguna con aquella niebla.
—Muy bien, lo que tenga.
—¿Su forma de pago?
—Sal —sacó uno de los frascos en los que había dividido su botín para poder
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Dos días más tarde, después de explorar todo el piso superior del Museo de
Arte del Depósito, Jas se sentó en un banco donde la mayor atracción era una
escultura de estilo libre hecha con el mismo material de las joyas brillantes que Rom
le había regalado. Unas luces empotradas iluminaban y oscurecían la sala
alternativamente, reavivando las distintas partes de la estatua. Después de admirarla
fascinada algunos minutos, se dio cuenta de que no toda la estatua era luminiscente.
El artista había elegido ingeniosamente las zonas que quería destacar y las que no,
creando una magia perfecta conforme se encendían y se apagaban las luces. Mientras
borroneaba unos cuantos bosquejos y apuntes, reflexionaba sobre las nuevas técnicas
que podría usar en la Tierra. Las dos mujeres que había visto entrar en el museo poco
después que ella estaban paseando por la sala. Soltó el lápiz. Después de lo que le
había dicho Rom, no se esperaba encontrar a nadie más por allí. Se sentaron en la
otra esquina del banco. Jas les devolvió una afectuosa sonrisa. La más alta parecía
una mujer aristocrática, más o menos de su misma edad. Tenía el pelo del mismo
color que Rom, pero cortado a la altura del mentón. Se desabrochó la capa de
plumaje gris, abrió un cuaderno de esbozos y, mientras su joven acompañante la
miraba, empezó a dibujar. Arriesgándose a parecer terriblemente entrometida, Jas
estiró el cuello para ver.
—¿Es una artista?
—Sí —le contestó la mujer con una serena sonrisa—. Me llamo Beela, ¿y usted?
—mientras procedían con las presentaciones, Jas se sintió inmediatamente unida a
ella, como le solía pasar con todos los artistas de su campo.
—Mi hermana Janay también es artista —señaló Beela.
Jas las miró a las dos. «Hermanas, ¿eh? Y después que hablen de la extraña
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inconsistencia de la genética». Janay era guapa, para no ser de la Tierra, con unos
rasgos anchos y agradables, mientras que el color moreno de Beela era más parecido
al de Rom y tenía el mismo tipo de nariz larga y aristocrática, y los pómulos
marcados. ¿No podría ser ella también una vash nadah?
Jas juntó las manos en el regazo y sonrió.
—No se imaginan la ilusión que me hace… encontrar otras artistas tan pronto
en el viaje. Yo me dedico a la pintura en mi planeta natal.
—La Tierra —dijo Beela, asintiendo con la cabeza.
Jas se sorprendió.
—La delata su color de pelo —le explicó Beela, jugueteando con la cadena de un
broche que llevaba medio escondido a la altura del pecho por debajo de la capa—. Mi
familia y yo hemos visto unas imágenes de un caballero de su planeta. Su aspecto nos
llamó mucho la atención. Y también la noticia de que otro comerciante de la Tierra lo
había seguido hasta aquí, una mujer. Cuando se descubrió, se convirtió en una gran
noticia en su mundo —al sonreír se le suavizaron los rasgos, pero no la mirada
penetrante—. El Depósito es más pequeño de lo que parece. En realidad, aquí vive
muy poca gente. Su llegada… no es ningún secreto.
—Ya veo —un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, un poco incómoda por la
idea de que la gente supiera dónde estaba. Se alegró de que Bollo estuviera allí fuera,
dando vueltas por los pasillos, fingiendo estar interesado en las obras de arte.
Beela apartó las manos para que Jas pudiera ver bien lo que estaba pintando.
No estaba dibujando con lápiz o carboncillo, como se habría esperado, sino con algo
muy luminoso que parecía pastel: el dibujo eran unas estrellas desparramadas en un
espacio negro, en el que estallaban muchos colores formando anillos concéntricos de
un blanco brillante que iba palideciendo en sombras amarillas, naranjas, azules e
índigo. Pero lo que más le llamó la atención fueron los etéreos rayos de luz que
emanaban del centro.
—Es fascinante —señaló casi en voz baja—. Me recuerda al agua cuando tiras
una piedra en un lago tranquilo… un lago profundo y oscuro al atardecer.
—Al amanecer, en realidad —Janay había dicho algo, por fin. Beela le lanzó una
mirada cortante. La mujer se puso rápidamente la mano en la boca, apretó los labios
y sacó un cuaderno de su carpeta. En la primera página había una réplica exacta del
dibujo de Beela, pero al suyo le faltaba la vida y la pasión del de su hermana.
Jas murmuró unas palabras de elogio y con la mayor delicadeza que pudo, les
preguntó:
—Perdonad mi ignorancia pero, ¿qué representa?
Los rasgos señoriales de Beela cobraron vida.
—Es el corazón de nuestra galaxia. Un lugar que los científicos del Comercio
denominan un dominio de violencia cataclísmica, un agujero negro, un monstruo
hambriento que se traga la masa, la luz y hasta el tiempo. Pero eso no es lo
importante —se le vidrió la mirada en sus ojos pálidos—. Es la matriz de donde
procede toda la vida, y a la que toda la vida volverá al final.
La mujer parecía haber entrado en éxtasis. A Jas le entró un escalofrío. Cielo
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Santo, ¿la verían así también a ella los demás? ¿Cómo guiada y un poco alienada?
Pensó en los paisajes del desierto en los que se habían inspirado como secuelas de
sus sueños, y cómo, encerrada en su estudio, no había comido ni dormido hasta que
se le pasó el periodo de creatividad salvaje, dejándola agotada pero nunca
completamente satisfecha. El agujero negro debía de inspirar a Beela tanto como el
desierto la inspiraba a ella. El pensarlo la llevó a identificarse con aquella mujer
privilegiada.
—¿Muestra sus trabajos en alguna galería?
—En nuestra colonia. En las montañas de detrás de la ciudad. De hecho, mi
hermana y yo volveremos allí esta tarde. —Beela miró a Jas con cariño, mientras
seguía toqueteando la cadena que llevaba al cuello—. Tiene que venir a cenar con
nosotras. A los demás les encantan las visitas. Sobre todo cuando son viajantes que
proceden de tan lejos, como usted.
Aunque le hubiera gustado de verdad, Jas negó con la cabeza. Quería ir a
recoger a Rom cuando llegara por la noche.
—Lo siento. Ya he quedado con una persona esta noche.
—Oh, tiene que venir. Le da tiempo. Tengo una cosa que sé que le interesará.
Por favor, ¿qué puede ser tan importante como para no dejarle un poco de tiempo
libre?
Beela parpadeaba tan rápidamente que Jas tuvo que cerrar los labios para evitar
reírse. Aquella mujer parecía la versión galáctica de un representante de ventas de
una multipropiedad.
—Por mucho que quiera, no puedo. Me iré del Depósito muy pronto —
doblegándose a su buen juicio, prefirió no decir nada más—. Pero, ¿tiene una tarjeta
para que pueda ir a buscarla la próxima vez? —Beela le dio una especie de disquete
reluciente muy fino. Sin saber qué hacer con él, Jas se sintió más que nunca como una
mujer de la frontera—. ¿Es su tarjeta de visita?
—Sí, con los datos de la colonia y la dirección —Beela se quitó la cadena y se la
puso a Jas en la mano—. Y ahora, un regalo.
Jas protestó.
—No puedo aceptarlo…
—Bah. Las hago yo en la colonia y tengo muchísimas más —el tono maternal de
Beela le recordó a Betty—. Quédesela, Jasmine Hamilton; y reflexione con ella. Puede
que la lleve hasta la verdad.
La ilusión de Jas no era una demostración de cómo conseguir una fortuna
vendiendo pinturas de agujeros negros. Le dio las gracias a Beela otra vez, le deseó a
aquella pareja de hermanas, simpáticas aunque un poco raras, toda la suerte del
mundo y se marchó a toda prisa. Fuera, el cielo encapotado, húmedo y sombrío, la
envolvió por completo, desanimándola, así que se prometió un baño bien caliente en
cuanto llegara a la habitación, que sería mil veces mejor si Rom estuviera con ella.
Bollo la siguió por los jardines del Romjha. Antes de entrar se paró para saludar
a los pájaros.
—Se os ve más guapos cada día —les dijo en inglés a los verdes con seis patas—
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Capítulo 13
—¡Gran Madre! —con ojos lacrimosos, Gann casi se ahoga con el líquido que
acababa de probar—. Sabe a leña quemada. Si me quisieras ver muerto, B'kah, espero
que encuentres un modo menos cruel que este —dio un paso atrás cuando el
cocinero de la Quillie probó la cerveza y se limpió los labios con la parte exterior de
la mano.
Rom se sirvió un poco de la bebida de olor ácido y levantó el vaso a contraluz.
—El color no está mal. No es tan clara como debería, pero el color marrón es de
un tono agradable.
Gann resopló desdeñoso.
Rom cerró los ojos y dio un sorbo, paladeando el líquido antes de tragárselo.
—Seguiremos intentándolo —dijo, mientras tiraba el resto por el fregadero.
—Sé honesto conmigo, viejo amigo. No ha sido el… refresco lo que te ha
entusiasmado por su suave textura, su sabor fresco y claro, y sus sanos efectos, sino
la mujer.
Rom lanzó una carcajada profunda y enigmática.
—El beneficio potencial de vender cerveza es asombroso. En toda la galaxia no
hay nada igual.
—Evidentemente —dijo Gann entre dientes. Levantó sus cartas—. Cinco
unidades más —le pasó el dinero a Rom—. Y un pedacito de oro.
Rom examinó las cinco cartas que tenía entre las manos. Jas le había dado una
baraja a Gann y le había enseñado el juego de los comerciantes de la Tierra, que
llamaban póquer. En cuanto salieron del Depósito, Gann había enseñado a Rom a
jugar, para pasar el tiempo hasta llegar a las Ruinas de la Calavera, completar su
transacción, y volver a ella otra vez.
—Te gano —le dijo a Gann, completamente inexpresivo mientras consideraba el
valor de sus cartas… una con una única gema roja, otra con una hoja negra, y tres
cartas con siete unidades cada una, hojas negras, gemas y corazones. Una mano
excelente, que Gann habría llamado un palacio completo… no sabía por qué—. Y te
quito un cubito de sal.
Una sonrisa estiró la boca de Gann. Con la punta de los dedos empujó un cubito
blanco hacia la apuesta de Rom. Presentaron las cartas.
—Palacio completo —anunció Rom.
—Full —corrigió Gann—. Pero para un B'kah supongo que son intercambiables.
Rom le lanzó una larga mirada.
—Trío. Has ganado. —Gann empujó la sal y el dinero hacia Rom, y con una
habilidad admirable, empezó a barajar.
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Jas estaba mirando la pantalla que anunciaba las llegadas. Leyó toda la lista
buscando la Quillie. Se sintió completamente frustrada. Habían señalado un retraso
de siete horas, así que le daba tiempo hasta de volver al Romjha. Buscó a Bollo entre
la multitud, hasta que vio que estaba fingiendo estudiar el contenido de un puesto de
comida.
Se dio la vuelta y se abrió paso entre los viajantes y comerciantes que
abarrotaban aquella habitación cavernosa y mal ventilada. Se aseguró de tener bien
agarrado el monedero cuando salió a las calles sombrías de la tarde. El olor acre de
cuerpos sudorosos se mezclaba con los humos de las naves. A pesar de la pobre
calidad del aire, respiró profundamente, contenta de haber podido salir por fin,
después de haber pasado una hora en la estación.
El barrio estaba bastante tranquilo, si no fuera por unas bulliciosas sirvientas
del placer que se exhibían en la otra esquina. El sonido armonioso de las risas de
unas mujeres tintineaba detrás de ella. Como se imaginaba, Bollo estaba andando
más despacio mientras pasaba por delante del puesto de las mujeres. Algunas de las
sirvientas más entusiastas habían bajado de la tarima y le estaban tirando de la
camisa. Bollo la miró impotente. Jas hizo un gesto con las manos abiertas y se encogió
de hombros, así que Bollo se volvió, seguramente para quedar más tarde con alguna
de ellas. La había estado siguiendo sin descanso durante dos días. Incluso cuando lo
había intentado despistar, había vuelto a aparecer enseguida. Jas pensó que se había
merecido un poco de diversión y, además, era perfectamente capaz de volver sola al
hotel, que estaba a unos pocos bloques de allí. Dobló a la izquierda en el primer
cruce, donde se estrechaba la calle, tal y como lo recordaba. Los árboles formaban
unas sombras entre ella y la calle. Entre dos edificios oyó ruidos de una pelea.
«Mantente alejada de los callejones» —le había avisado Rom. Aceleró el paso
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herida?
Jas rozó con la mejilla el tejido gris de una capa. Miró rápidamente hacia arriba.
—¡Beela!
Los rasgos austeros de la mujer se dulcificaron un poco.
—Qué casualidad, ¿no?
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un retorcido sentido de la empatía, diría yo, que consiguió aumentar con estos
medallones. Durante la guerra, cuando experimentamos con unos medallones que
habíamos confiscado, conseguimos transmitir algunas sugerencias a las neuronas de
los sujetos que tratábamos, pero nunca llegamos a lograr un verdadero control
mental.
Drandon entornó los ojos.
—¿Y qué fue lo que descubristeis?
—Los sujetos lograban desviar las insinuaciones que les enviábamos, a no ser
que una enfermedad o el agotamiento los debilitara. En los animales el efecto era
completamente distinto —Rom deslizó el medallón cerca de una mosca centaura
mañanera que estaba explorando la base de su vaso. Saltó sobre el medallón. Y
después, se levantó de golpe para estrellarse contra la pared.
El ex contrabandista, impresionado, se quedó mirando la mancha de humedad
que el insecto había dejado en las piedras.
—Gran Madre —murmuró—. Ha sido una demostración muy gráfica.
—Las criaturas inferiores no tienen la fuerza de voluntad que tenemos nosotros.
—En eso supongo que tienes razón, y espero que Sharron se llevara el resto de
sus conocimientos de la tecnología prohibida a la tumba.
—Yo creo que sí. Por lo que mis hombres pudieron descubrir en su base, parece
que sus secretos se los había confiado solo a unos pocos. Los veteranos de la secta
eran los únicos que estaban al corriente de sus planes de clonación, o peor aún, de su
intención de resucitar el armamento antimateria.
—¡Armamento antimateria! —Drandon estaba más impresionado de lo que
solía llegar a estar—. Durante la Gran Guerra los señores de la guerra solían
aniquilar sistemas planetarios enteros.
—Sharron pretendía exterminar mucho más que meros sistemas, Drandon. Si
no lo hubiéramos detenido, si hubiéramos escuchado a las ocho familias y lo
hubiésemos descartado como a un fanático inofensivo, habría conseguido lo que
quería. Su intención era hacer detonar una inmensa explosión antimateria en el
núcleo de la galaxia para que colapsara, o eso era lo que él se esperaba. Que eso sea
científicamente posible es discutible, pero su grupo es un culto del Ultimo Día a gran
escala. Sharron creía que todos renaceríamos en un Nuevo Día.
—Con él como Dios, claro —señaló Drandon irónicamente.
—Ahora tengo que irme —dijo Rom, levantándose. Aunque Bollo estaba
protegiendo a Jas, después de lo que había sabido, no se quedaría tranquilo hasta que
no estuviera con ella.
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la última —sus dos compañeros, un hombre y una mujer joven, recogieron las cosas
de Jas y las volvieron a meter en su bolso, que estaba lleno de barro.
Jas lo cogió por el asa, agradecida.
—Gracias. Gracias a todos.
—Estábamos volviendo a casa cuando la hemos escuchado gritar —dijo Beela,
cerrándose la capa. Cogió a Jas por el brazo—. No es bueno que se quede sola
después de lo que ha pasado. Venga al complejo con nosotros. Cenaremos algo ligero
juntas y nos tomaremos un poco de té lalla.
—No quiero ser una carga —protestó Jas sin fuerzas.
Beela arrugó la frente con un gesto maternal.
—Usted no es ninguna carga. Pase esta noche entre amigos.
—Tengo que estar en la estación dentro de pocas horas. ¿Está muy lejos?
—En las montañas. Pero se tarda muy poco con la nave.
—¿Se refiere a las montañas que nadie ve nunca?
—Sí. Están detrás de toda esta contaminación. Cerca del cielo y de las estrellas
—Beela sonrió con paciencia—. Yo creo que el aire fresco enriquece la creatividad y
el bienestar.
Bueno —pensó Jas—, eso era lo que Betty decía siempre. Por lo menos Beela
apreciaba las pequeñas cosas de la vida, como Betty, que era justo lo que ella
necesitaba en aquel momento.
—Está bien —dijo—. Soy toda suya.
Beela hizo una pequeña señal con la cabeza a los demás.
—Tenemos nuestro propio medio de transporte —dijo, dirigiéndose a la
terminal de transporte más pequeña de las tres que había en el Depósito.
La pareja de jóvenes las seguía por detrás. A Jas le pareció raro que no se los
presentara. A lo mejor eran ayudantes, aprendices o siervos, muy por debajo de una
artista de éxito. Si Beela tenía su propio medio de transporte, era evidente que le
estaba yendo bien.
De hecho, su nave estaba limpísima y no tenía ningún desperfecto. En cuanto se
puso el cinturón de uno de los dieciséis asientos, se cerraron los pestillos de aire con
un silbido y despegaron. Mientras se peleaba con el apoyacabezas de su respaldo,
Beela seguía ronroneando sobre cuánto le gustaría la visita. Jas esperó que, para
entonces, Bollo estuviera con su sirvienta del placer en vez de seguir detrás de ella.
Porque si no le tocaría aguantar su cólera después, cuando volviera a verlo.
Unos quince minutos más tarde, la nave aterrizó con un buen porrazo. Jas salió
detrás de Beela a la plataforma de la montaña rocosa, donde el viento azotaba con
fuerza. Debajo de ellos, la ciudad brillaba con luces de colores incandescentes bajo
una manta de niebla. El aire era bastante más fino y fresco, y sin rastro de la
humedad empalagosa del Depósito. Jas respiró profundamente.
—Es muy bonito aquí arriba —dijo.
—Y dentro también —Beela movió los brazos elegantemente ante una enorme
apertura de la roca y dijo:
—Ábrete —la pesada reja metálica se levantó con unas poleas hidráulicas,
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incredulidad se convirtieron en pánico. Tiró con todas sus fuerzas para liberarse,
pero el que la había cogido por el pelo le había cogido los brazos por detrás.
—Ojalá no lo hubieras intentado —dijo Beela.
Con los ojos abiertos de par en par por el pánico, Jas vio a la mujer que se
acercaba, estirando una tela entre las manos.
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Capítulo 14
—¿Qué está pasando? —gritó Jas con voz ronca, moviendo las piernas.
Beela apretó los labios.
—¡Sujetadla!
El aprendiz que la tenía cogida por los brazos apretó tanto que Jas pensó que le
rompería los huesos. Jadeando por la agonía, Jas dejó de moverse.
—¿Por qué estás haciendo esto? —imploró en un susurro.
Beela se puso en cuchillas delante de ella. La determinación fanática que se leía
en sus ojos era escalofriante.
—Él acepta muy pocos tesoros de los que le ofrezco. Pero te quiere a ti. Desde la
primera vez que le hablé de ti.
—¿Quién? ¿De qué estás hablando?
—Pero me lo has puesto difícil porque no has querido ponerte el medallón.
¿Qué? ¿Te lo has dejado en tu habitación? ¡Qué mujer tan estúpida! Los fieles tienen
que ponérselo, no dejarlo atrás —Beela le puso la tela fría y húmeda en la boca y la
nariz.
Olía dulce. «Es una droga. No respires». Jas quería gritar, pero de algún modo
tuvo la sangre fría de no respirar y apretar los labios. El corazón le golpeaba con
fuerza y le ardían los pulmones. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces, un
cosquilleo gris le nubló los límites de su campo visual.
Atolondrada, miró a Beela. Los pálidos ojos de aquella mujer, tan parecidos a
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¿O sí?
No. Era un truco que conocen hasta los adivinos menos expertos: acertar algo
de su pasado y usarlo para predecir su futuro. Pero el medallón lo estaba ayudando
de algún modo, y eso la asustaba. Intentó pensar en Rom con todas sus fuerzas, pero
lo único que veía en su mente era la cara de su hermoso secuestrador.
Sharron.
Le asaltó la duda.
—Conmigo, tesoro mío, estás completa —se inclinó sobre ella. Los labios
decidieron abrirse por sí solos. Jas emitió un leve gemido y se agarrotó cuando él le
rozó los labios con la boca.
—Te resistes a mí —dijo con voz ronca, echándole el aliento—. Tienes una
voluntad de hierro.
De repente dejó caer la cadena entre sus pechos. En su mente creció la
confusión, al tiempo que sus sentimientos contradictorios y desestabilizadores.
—Tengo que destruir esa voluntad para que no nos separe —murmuró como si
hablara solo—. Sí, que empiece la purificación. Para la segunda luna naciente, estarás
preparada. Entonces aceptarás mi semilla y llevaremos a la galaxia al Nuevo Día. A
un nuevo comienzo.
Le ardía la cara de furia.
—¿Es así como llama a asesinar a las mujeres después de dar a luz?
En un abrir y cerrar de ojos, cogió el medallón de Jas y le empujó la cabeza con
fuerza delante de él. Entrecerró sus ojos marrones de felino hasta convertirlos en dos
grietas color ocre.
—Yo no las asesino. Les doy la vida. La vida eterna.
Se horrorizó cuando notó que la indignación de Sharron la inundaba por
dentro. Los músculos se resistían a empujarlo para apartarlo de ella, y sus
pensamientos se entrelazaban a los de él como anillos de humo tóxico. Tenía ganas
de vomitar. La mente de Sharron era frágil, de enfermo, pero muy inteligente, y
apestaba al único propósito de un depredador. Se echó hacia atrás al notar su
frialdad, su ausencia total de compasión.
—Esto es lo que te daré, tesoro mío —murmuró entre dientes, acariciando el
medallón, pasándole los nudillos por los pechos—. La vida eterna. Te llevaré al
corazón latente de la galaxia, protegida por una extraordinaria innovación que
algunos han llamado injusta y maliciosamente una bomba antimateria, y una vez allí
nos llevarás a todos al Nuevo Día.
Casi como un signo de reverencia, se rozó los nudillos con la barbilla.
—¡Que empiece la purificación! —gritó a la pared del fondo. La pared de
mármol ondeó como una sábana secándose al viento; después se abrió en dos,
mostrando un pasillo todavía más oscuro hacia el exterior.
La capa de Sharron formó un remolino a su alrededor mientras caminaba a
grandes pasos hacia la sinuosa apertura y la atravesó. La puerta se cerró detrás de él,
tan lisa y monótona como antes. Jas se levantó del cojín, tirando con fuerza del ribete
de su túnica, que era tan pequeña que a su lado un camisón de hospital parecería una
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armadura completa. Pasó las manos por la superficie resbaladiza de la pared. ¿Cuál
era el truco? ¿Reconocimiento de huellas dactilares? ¿De la voz?
—¡Que empiece la purificación! —repitió. Nada. Empezó a buscar
frenéticamente alguna grieta en la pared—. ¡Eh! ¡Dejadme salir!
Dio unos cuantos puñetazos sobre la pared fría e inquebrantable. Algo le dio
unos golpes en el pecho. ¡La cadena! Sintió ganas de vomitar. Cogió el medallón y
notó un hormigueo que avanzaba como un gusano por el brazo.
Cuando lo levantó por encima de la cabeza, una poderosa sensación la detuvo.
«No, no deberías…»
Se quedó mirando al disco fijamente. Y volvió a intentarlo.
«No, no puedes…»
Temblando, tiró de él con fuerza por encima de la cabeza. Esta vez se le cayeron
los brazos a los lados de un tirón. Confusa y desconcertada, luchó por deshacerse de
él, pero cada vez que lo intentaba, su cuerpo se rebelaba. Se sentía como una
marioneta, solo que aquellas órdenes contradictorias le estaban llegando desde
dentro.
«¿Qué me está pasando?» —se preguntó. Una alarma penetrante empezó a
sonar. Chillaba cada vez más fuerte, como si un cuchillo le estuviera rebanando los
tímpanos, que le dolían mucho más de lo que nunca se hubiera podido imaginar. Se
puso las manos en las orejas y gritó.
El volumen aumentó por la histeria, como el polvo que se traga un tornado. Se
tiró al suelo, sacudiéndose y gritando hasta que su propia voz se convirtió en un
susurro andrajoso.
Uno al lado del otro, Rom, Bollo y Gann entraron enérgicamente en la caverna
de paredes de cristal. El sonido de sus botas retumbaba en las paredes obsidianas.
—Maldita sea.
Al registrar la habitación de Jas en el hotel, habían encontrado un medallón
igual que el del recolector de Drandon y una tarjeta de visita de un sitio que Rom no
reconoció. La dirección, a nombre de una persona llamada Beela, los había llevado a
aquel complejo. Rom había seguido esperando encontrar allí a Jas… o por lo menos a
alguien a quien pudieran obligar a decirles dónde estaba. Pero ahora ya no estaba tan
seguro. El vestíbulo de la caverna estaba lleno de señales de estar habitado… tiras de
papeles, libros y una capa. Pero estaba misteriosamente vacío.
—Se han ido deprisa —dijo Gann, poniendo derecha una taza de toque. Rom
cerró los puños.
—¿Adonde? La tarjeta daba una lista de otros doce sitios. Por todos los dioses,
si no está aquí, ¿cómo voy a encontrarla?
Sus hombres, por prudencia, se quedaron en silencio.
Bollo, abatido por la culpa, se alejó unos cuantos pasos, mirando al suelo,
buscando signos de alguna pelea, mientras que Gann daba golpecitos sobre los
repulsivos dibujos de la pared, uno a uno, para ver si había algún panel o
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compartimiento secreto por detrás. Parecían una pareja de policías novatos del
Comercio —pensó Rom—. La frustración hizo presa en él.
Aquel no era el procedimiento adecuado. El complejo estaba vacío, cualquier
idiota podía verlo. A aquellas alturas la Familia del Nuevo Día se había llevado a Jas
fuera del planeta, a alguno de los innumerables mundos de la galaxia. ¿Serían tan
terroríficamente crueles como cuando Sharron los gobernaba? ¿O serían solo un
manojo de artistas fanáticos? En cualquier caso, se la habían llevado por la fuerza.
Pero ¿adonde?
Rom se dio la vuelta lentamente. Se concentró y evocó a Romjha, el antiguo
guerrero cuya sangre compartía.
«Guíame».
Rom se estremeció y cerró los ojos. Usando las enseñanzas de su niñez, aceptó
el legado milenario del que había estado escapando, el legado de sus ancestros, que
lo llenaban de orgullo y dolor al mismo tiempo.
—Guíame —susurró.
«Sólo por esta vez».
Solo para que no muera la mujer que amo.
—Te encontraré, Jasmine —se repitió entre dientes—. Te encontraré.
Sus sentidos se acumularon… se combinaron… hasta que sintió cada uno de los
poros de su piel. Se movió más allá de la física, trascendiendo el tiempo. Se
convirtieron en pensamientos, sensaciones y sueños, mientras que los recuerdos lo
azotaron como un mar alborotado.
Iba a encontrarla.
—¡Bollo! ¡Gann! —los hombres se reunieron con él a un lado de la sala—. A la
nave. No está aquí. —Con la pistola en la mano, los guió a oscuras por el pasillo.
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Capítulo 15
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Miró al punto que le estaba indicando con la mano hasta que vio un camisón
sobre la colcha, del mismo material brillante.
—Póntelo —le insistió aquel pequeño trol.
A Jas le rechinaron los dientes.
—Póntelo…
—Necesito intimidad —le dijo, intentando ganar tiempo para mirar bien la
habitación sin que los guardias le vieran los ojos.
—Yo me quedo.
Se dio la vuelta, volviéndole la espalda al desconocido par de ojos, y se cambió
la túnica por aquel vestido de un blanco brillante sin mangas, y dio un único tirón
impaciente del ribete. Aquel maldito traje era tan corto como la túnica. Menos mal
que la línea del cuello era igual de alta, por lo que no se veía que a la cadena le
faltaba el medallón.
El pequeño fanático recogió la túnica y se dirigió hacia la entrada.
—Túmbate —le dijo—. Boca arriba.
«Genial». Miró de reojo la pantalla y se obligó a recordar por enésima vez que
su plan de escape dependía de hasta qué punto fuera convincente su actuación de
docilidad y acatamiento. Si intentara salir corriendo o pelearse con los guardias, la
atarían de pies y manos, y se quedaría totalmente indefensa.
Las puertas esperaron a que se tumbara sobre el suave colchón para cerrarse.
Después se oyó un ruido como de rejas detrás de ellas. La cerradura debía de ser una
barra o algo parecido. Un sistema algo anticuado, comparado con la habitación
donde la habían metido antes, pero igual de eficaz.
Tumbada como en un sacrificio humano, se quedó mirando al techo. Estaba
decorado con un dibujo, brillante y realista, del núcleo de la galaxia. Unas
serpentinas blancas, amarillas y rojas surgían del centro, dando la sensación de un
huevo roto ensangrentado. Tragó y miró para otro lado.
El silencio y la espera se hicieron agobiantes. Le temblaban los brazos y las
piernas. Quién sabe si me quedará adrenalina —se preguntó desanimada—. Para
mantener el miedo a raya, se dedicó a repasar su plan. Primero tendría que alimentar
las fantasías de Sharron. Y después, en cuanto llegara a un vulnerable estado de
excitación, le daría un buen rodillazo en la ingle con todas sus fuerzas. Entonces, lo
mataría. Le habían enseñado defensa personal en las fuerzas aéreas y, aunque no
había practicado en casi dos décadas, estaba segura de que con el talón de la mano
todavía era capaz destrozar una nariz y que con los nudillos podría aplastarle la
tráquea. Aunque no lo matara, con el atontamiento de sus súbditos, sería capaz de
escapar antes de que Sharron se recuperara. Con una rápida sonrisa morbosa pensó
que el no ser una zombi descerebrada como ellos le daría la ventaja mental que
necesitaba.
La barra de la puerta hizo un ruido. El corazón se le encogió tanto que apenas
podía respirar. Una corriente de aire indicaba que las puertas se habían abierto y
cerrado. El ruido de unas botas se lo confirmaron.
Sharron entró en la habitación.
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después bajó al suelo de un salto con una sorprendente gracia felina. Se echó lo más
que pudo contra la pared y sacó una pistola. Jas dudó. El pasillo parecía desierto,
pero en cualquier momento alguien podría llegar y verlos. Como si sintiera su miedo,
Rom le dijo:
—Lo peor ya ha pasado. La entrada principal está a unos cien pasos de aquí.
Dentro de nada estaremos libres.
Jas se limpió el sudor de los párpados y saltó. En cuanto pisó el suelo, se
desencadenó el infierno. Unas puertas se cerraron de un golpe y unos hombres
empezaron a gritar.
Una sirena hizo explotar los conductos de aire… y esta vez no estaba en su
mente.
Rom le agarró la mano.
—¡Corre!
Ella perdió el paso, pero después se recuperó en cuanto llegaron a la primera
esquina. El pasillo doblaba en ángulo recto a la derecha. Bollo había desaparecido.
Unos cincuenta pasos más adelante había una puerta desde la que se veía un paisaje
de árboles helados bajo un cielo de plomo. Pero justo delante de ellos había una
figura encapuchada que les bloqueaba el paso.
Envuelto en un traje de color sangre, los movimientos de este fanático del
Nuevo Día eran claros, sin la pereza del resto de los que habían visto hasta entonces.
El fanático movió un rifle en el aire y la alarma se paró.
—He oído que el regalo de mi señor estaba haciendo piruetas con un caballero
vash —dijo una voz femenina familiar—, solo que no sabía que eras tú, Rom B'kah.
—Maldita sea —barbulló Jas—. Beela. Ella es la que me trajo aquí.
—No la mires a los ojos y no hables —le dijo Rom en voz baja. Moviendo las
manos con destreza bajo la capa, sacó una pistola láser.
Beela movió el dedo que tenía en el gatillo. Una energía azulada apareció en la
punta de su pistola.
—La prudencia dicta que te pares y tires la pistola.
—Apártate —replicó Rom, con la misma calma. Avanzó más lentamente,
cogiendo la mano de Jas con más fuerza, mientras apuntaba a Beela. Con un
movimiento suave, Beela se quitó la capucha y apuntó a Jas a la cabeza. El corazón
tenso de Jas dio un salto y empezó a latirle, impotente, con todas sus fuerzas. Los
rasgos marcados de Beela empezaron a aflojarse en una sonrisa triunfante que no le
llegó a los labios.
—¿Tengo que recordarte que los rifles de protones disparan hacia todas partes
de modo confuso?
Una mirada de profundo dolor endurecieron los rasgos de Rom, seguidos por
un instante de indecisión. Los nudillos se le pusieron blancos por la fuerza con que
agarraba la culata de su pistola. Entonces su cara perdió cualquier indicio de
expresión, como el de un jugador de póquer experto.
Siguió apuntando a Beela.
Beela seguía apuntando a Jas a la cabeza.
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El aire parecía a punto de estallar. Jas tragó saliva para no vomitar. Confiaba en
que Rom supiera lo que estaba haciendo. Sus ojos fríos y penetrantes brillaron como
diamantes astillados.
—No deberías haber huido.
Rom le apretó la mano, como avisándola.
—Ella no ha huido. Me la he llevado yo.
—El maestro no puede encontrarse la cama vacía —siguió diciendo Beela—.
Vuelve a tu habitación —por primera vez la mujer buscó el acatamiento con su
medallón. Jas notó que estaba intentando influenciar sus pensamientos como Sharron
había hecho. Jas levantó la cabeza y miró hacia atrás. El rifle de Beela se movió
ligeramente, mientras miraba al cuello de Jas, donde estaba su cadena vacía.
—¿Dónde está? —preguntó. Con las ventanas de la nariz hinchadas, le arrancó
el collar. Rom levantó el brazo.
Un ruido fuerte hizo un eco detrás de ellos. Al mismo tiempo, unos chispazos
azul verdosos rebotaron en las paredes por la descarga del rifle de Beela. El aire entró
a la fuerza en los pulmones de Jas y se echó hacia atrás, medio cegada.
Unos brazos salieron no se sabe de dónde y la cogieron justo antes de que le
cedieran las rodillas. ¡Bollo! Un olor como el del radiador de un coche recalentado le
quemó la nariz.
Agarrándola con fuerza, Beela se dio la vuelta.
—La Familia llevará la verdad a vuestros hogares, a vuestros hijos. Te
declararemos la guerra, B'kah, como hiciste tú con nosotros. Te ganaremos, y el
Nuevo Día amanecerá.
Levantó su rifle, pero otra explosión de luz la calló, tirándola contra la pared.
Mientras caía al suelo, la mujer los miró con la expresión de un niño sorprendido. Un
poco de humo le salió por el cuello y los hombros, y Jas no pudo evitar sentir tristeza
por un momento por todos los que Sharron había reclutado bajo su poder.
Una luz roja empezó a parpadear sobre la salida y la puerta empezó a
descolgarse del techo.
—¡Están cerrando las puertas! —gritó Jas.
Se volvieron hacia la salida.
—¡Vamos! —Rom la empujó por debajo de la estrecha apertura que quedaba.
Bollo se arrastró con ella. Cayó al suelo, cubierta de arañazos y moratones. La puerta
se cerró con un golpe pesado.
—¿Dónde está Rom? —gritó—. ¡No lo ha conseguido!
Una explosión pequeña pero intensa abrió la puerta y Rom salió
tambaleándose. El aire helado le ardió en los ojos, que se le llenaron de lágrimas. Los
copos de nieve le pinchaban en las mejillas como agujas. Sobre la respiración
irregular, oyó el inconfundible zumbido de unas máquinas que se estaban
encendiendo. Dos naves pasaron por encima de ellos, y otras las siguieron. Los cazas
de Sharron.
Apareció un pico cubierto de nieve, pero Jas lo perdió de vista cuando entraron
en una zona un poco mareante de árboles que parecían coníferas altísimas. El suelo
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estaba lleno de pinas del tamaño de un Volkswagen que los obligaba a ralentizar el
paso. Jas sintió un alivio inmenso cuando vio dos naves relucientes delante de ellos.
Zarra salió corriendo de entre las naves. Estaba nervioso y con la pistola en la
mano.
—¡Detrás de vosotros! —empezó a disparar contra los hombres que los estaban
persiguiendo, aunque ellos todavía no los habían visto.
Los rayos de luz explotaron a toda velocidad. Rom y Bollo se dieron la vuelta al
instante y empezaron a disparar. Unos proyectiles se estrellaron contra la cubierta de
la nave más cercana y unos cegadores rayos de energía hicieron rodajas las ramas de
los árboles. Jas se puso rápidamente la mano en el lugar donde debería haber estado
la pistola que habría deseado tener.
Un grito de sorpresa desgarró el caos. En cuanto se dio la vuelta, vio cómo
Zarra volaba hacia atrás.
—¡Zarra! —chilló.
Rom le dio un tirón del brazo antes de que pudiera ir hacia el joven.
—¡Dentro!
La empujó para que entrara en el interior de la nave, que resultó ser muy
abrigado. Tenía el espacio justo para una pequeña tripulación, aunque no era
espacioso en absoluto.
—¿Bollo ha ido a por Zarra?
—¡Sí!
Respiró agradecida. Aquel chico tenía siete vidas.
La escotilla se cerró de golpe sobre ellos. A Jas casi no le había dado ni tiempo a
sentarse en uno de los dos asientos de la cabina del piloto cuando Rom encendió los
propulsores y tiró con fuerza de la palanca. El morro de la nave dio un bandazo hacia
arriba, aplastándola contra el asiento. Salieron de la atmósfera. En aquella nave tan
pequeña no había generador de gravedad, así que el pelo le flotaba por la cara.
—¡Aeronave enemiga a las seis en punto! —gritó Jas cuando en la pantalla que
tenía delante se encendió la luz de alarma. Rom encendió el ordenador de a bordo
para que marcara el cronometraje y los protegiera de las inmensas fuerzas de
aceleración. Las estrellas exteriores giraban como un calidoscopio estelar, y a Jas le
invadió la antigua sensación frenética del vuelo de combate. Estaban en el espacio,
no en el cielo, pero las sensaciones y las maniobras eran exactamente las mismas.
Rom disparó. La primera aeronave enemiga estalló, convirtiéndose en luces
verdes y blancas, como si fueran fuegos artificiales. Algunos trozos de escombros
irrumpieron contra la cubierta de la nave. En la pantalla aparecieron más cazas. Bollo
se deshizo inmediatamente de dos de ellos, pero los demás los seguían en formación,
apuntándolos.
Rom blasfemó entre dientes mientras le volaban los dedos por la pantalla.
—El cargador de mísiles está atascado.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
—Que si no lo arreglo, no podemos dispararles.
Rom se desató el cinturón de seguridad.
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
—¿Adónde vas?
—Abajo. Al compartimiento de los mísiles —se remetió por detrás de su
asiento—. Creo que lo puedo arreglar manualmente.
Jas se quedó mirándolo con la boca abierta mientras flotaba hacia la puerta y la
abría.
—¿Y quién va a pilotar?
Rom le guiñó.
—¡Estás loco! ¡Hace veinte años que no piloto en combate!
—Eso piénsalo después.
Desapareció.
—Maldita sea, B'kah.
Intentó tranquilizarse y mirar a los cazas con las dos manos sobre los mandos.
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Capítulo 16
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sus pechos. Saboreando los deliciosos temblores que la recorrían de arriba abajo, le
pasó los dedos por el pelo mojado. Pasaron unos instantes eternos antes de que
ninguno de los dos pudiera decir nada… ni pensar.
Después, Rom levantó la cabeza.
—¿Qué es lo que he hecho?
Ella sonrió y entrecerró los párpados.
—Me has hecho la mujer más profundamente amada del universo.
Gran Madre. Rom se separó de ella odiándose a sí mismo. Pasándose las manos
por el pelo, se sentó al borde de la litera. Por todos los dioses, ella era una mujer de la
frontera sin instrucción, y él no había hecho otra cosa más que violarla.
—Soy un animal.
—Mmm. Y un animal deliciosamente increíble, además. —Jas se puso de
rodillas y lo abrazó. A Rom se le hundió el corazón cuando la oyó dar un pequeño
gruñido.
—Un guerrero no cede ante su propia necesidad sin satisfacer antes la de los
demás.
—Espera… ¿la forma en que acabamos de hacer el amor te molesta?
—Eso no era hacer el amor —dijo con decisión—. Ha sido primitivo e
indisciplinado.
Jas le pasó sus brazos delgados por el pecho y le puso la barbilla sobre un
hombro.
—E increíblemente maravilloso.
Oprimió sus pechos, cálidos y suaves, contra los músculos tensos de su espalda.
El lo único que quería era abandonarse en su abrazo, cerrar los ojos y perderse en su
ternura, en la generosidad de su espíritu.
—Te necesitaba —le dijo poco convencido—. Solo pensaba en cuánto te
necesitaba. He perdido el control.
—Ah —dijo tranquilamente—. Esa es la cuestión.
—No tiene excusa.
Le pasó los dedos por la cicatriz del pecho.
—Eso es lo que te han enseñado.
—Desde que nací.
—No sé cómo se puede aplicar eso al sexo.
—Los niños vash nadah reciben instrucción en el arte del amor desde la
infancia.
—¿Instrucción? —soltó, pasmada—. ¿Qué clase de instrucción?
—Conversaciones, con profesores experimentados que contestan a las
curiosidades de los más jóvenes. Nada físico hasta la adolescencia… y solo los chicos
—lo inundaron los recuerdos, y el perfume de las cortesanas de palacio. Era curioso
que recordara el perfume, pero no los cuerpos.
Los dedos de Jas vacilaron sobre la cicatriz.
—¿Te dieron clases de sexo de joven?
—Sí. Hasta que un vash nadah se casa, puede tener a todas las mujeres que
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quiera. El objetivo es aprender el arte para poder ofrecer un placer mayor a su pareja,
y al final fortalecer el matrimonio. «La fundación de la sociedad es la familia. La
sexualidad enriquece la espiritualidad». Está escrito en el Tratado de Comercio, que
es una parte integral de nuestra cultura y de nuestra fe.
—Yo no critico nada de eso. Y, por supuesto, no soy ninguna experta cuando se
trata de sexo. Pero el saber que me puedo dejar llevar cuando estamos juntos… es lo
más bello de hacer el amor… poder perder el control sin miedo a perderme. Es
emocionante, como dejarse caer cuando sabes que hay alguien detrás para cogerte.
Yo quiero que tú te sientas así conmigo. No tiene que trascender a otros aspectos de
tu vida si no quieres. Puede ser algo bonito y especial entre nosotros.
Rom se echó en sus brazos y cerró los ojos.
—Yo consideraba que perder el control te deshonraba, mientras que para ti es
un halago —sonrió ante lo absurdo de todo aquello—. Ah, Jasmine. No será fácil
olvidar las enseñanzas de toda una vida.
Al oírlo, se puso a darle besos por el mentón.
—Te quiero, Rom. Me da mucho miedo, pero es así; te quiero de verdad, con
todo mi corazón.
Rom se dio la vuelta y la apretó contra él. De repente dijo:
—Te quiero. Llevo una vida esperándote —la alegría le iluminó la cara.
Saboreando sal y dulzura, la besó con una ternura inmensa que no había sentido
jamás, como queriendo transmitirle sin palabras las profundas emociones que
despertaba en él. Nunca se había sentido tan cerca de nadie.
—La idea de quedarme aquí encallada contigo es terriblemente atractiva —le
dijo cuando se separaron—. Tendremos que hablar… de Sharron y de muchas cosas.
Pero por ahora, espero que no tengamos demasiada prisa en arreglar esto.
Él la abrazó por la cintura y la echó sobre la litera. Aunque la amenaza de
Sharron, que había sobrevivido, y de Beela seguía existiendo, por un instante sintió
que su corazón tenía la ligereza de la niebla de Sienna.
—Yo creo que lo que tenemos que hacer es aprovechar que estamos
temporalmente abandonados a nuestra suerte.
—¿Rápida y frenéticamente —preguntó de broma—, o despacio y con dulzura?
Rom se rió y la volvió a abrazar.
—En eso, ángel mío, tendrás que confiar en mí.
Durante toda la noche la amó con habilidad y ternura. Conforme pasaban las
horas, le fue enseñando formas eróticas de hacer el amor que ella no conocía y que le
provocaban un placer mucho más allá de lo que nunca se habría imaginado. Su frágil
seguridad sexual floreció.
Cuando por fin descansaron, Jasmine susurró:
—No creía que fuera capaz de esto.
Había vuelto a ser una mujer real… una mujer normal capaz de dar y recibir
placer íntimo. Puede que fuera porque esta vez había elegido a un hombre y no a un
niño que se hacía pasar por hombre. Rom llenaba su vacío interior como nunca nadie
lo había hecho, y quería saber adonde la llevaría aquella relación. Pero con sus hijos y
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—¡Oh, Dios mío, Rom, son caracoles gigantes! —exclamó Jas, cogiéndose a una
gruesa rama tan fuerte como pudo.
Rom le cogió la mano izquierda, arrancándola del árbol al que se habían subido
y la besó.
—Pensé que te gustaría montar uno. De hecho, me acuerdo de que me estuviste
preguntando una hora entera sobre la primera vez que vine aquí.
—La expectación y la realidad son dos cosas distintas —le contestó bromeando,
porque, en realidad, se estaba divirtiendo. Después de la intensidad de aquella
experiencia horrible, un momento de respiro era bien recibido. Ceres era
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encantadora. El clima era templado y húmedo, como Hawai en enero, así que era
ideal para acampar. La zona constelada de grandes peñascos en que Rom había
decidido instalarse estaba a salvo del camino nocturno de los gigantes… o eso decía
él. Por encima de ellos, los árboles se recostaban unos sobre otros formando un
baldaquino que suavizaba la luz del sol durante el día, tiñéndola de verde.
Lo único que deseaba Jas era que el universo real y sus exigencias (la amenaza
de Sharron y la familia que la esperaba en la Tierra) no le arruinaran aquel breve
idilio. Podría pasar el resto de su vida con Rom, viviendo como nómadas, yendo de
un sitio a otro cuando quisieran o quedándose allí mismo algún tiempo, como los
días en la nave en los que el tiempo se había convertido en una niebla de sensualidad
y en los que habían encontrado liberación y consuelo el uno en el otro.
Otro caracol pasó siseando. Jas se agarró al árbol.
—Son como casas.
—Son criaturas inofensivas y agradables. Los moluscos ceresianos solo se
encuentran aquí. Si no aprovechas esta oportunidad, te arrepentirás toda la vida —
los ojos de Rom brillaron a la luz de las estrellas de aquella noche oscura—. Pero si lo
prefieres, podemos volver a la tienda. Y jugar a las cartas…
—Espera. Me estoy preparando mentalmente, eso es todo. —Jas bajó la cabeza y
miró con ojos entrecerrados a los monstruos resbaladizos. El caparazón marrón
rugoso les brillaba a la luz de la luna creciente, haciendo que resplandeciera también
la baba que soltaban por la piel. El caracol iba ondeando las dos antenas de un lado a
otro mientras aplastaba unas cuantas hojarascas a su paso. A Jas le latía pesadamente
el corazón en el pecho y tenía las manos sudorosas por la adrenalina.
A lo lejos oyó a otra pareja reírse cuando se dejaron caer del árbol para aterrizar
encima de uno de los moluscos. La gente lo hacía todo el tiempo —se dijo—. El
objetivo era montar a aquellas criaturas hasta el área cercana a la playa donde se
alimentaban, y disfrutar de la vista que ofrecía su altura.
—Yo creo que podríamos coger ese —dijo Rom, señalando con la barbilla un
caparazón marrón que se estaba acercando. El caracol se dio contra el árbol que había
detrás de ellos, sacudiéndolo como si fuera una varilla frágil. Jas respiró para
tranquilizarse.
—Muy bien. Vamos allá.
—A mi señal, nos dejamos caer en la espalda.
—Y después «Duro vaquero». —La antena del animal se giró hacia ella. Jas
retrocedió. Era probable que aquella cosa estuviera planeando un rodeo. ¿O, a lo
mejor, los caracoles eran demasiado torpes como para darse cuenta de cuándo uno
está asustado, no como los caballos o los perros grandes? Eso esperaba.
Rom se movió.
—¿Lista?
Respiró.
—Más que nunca.
—Tres, dos, uno… ya.
Cuando se tiró del árbol, se le subió el estómago a la boca. Se dio un buen
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Capítulo 17
—Tú y el resto de mi tripulación estáis bien —dijo Rom mientras caminaba por
el poco espacio de la tienda—. No estoy dispuesto a arriesgaros en una cruzada de
venganza.
—No te estoy diciendo que tengas que hacerlo solo.
—No quiero tomar parte en la política galáctica.
Sin embargo, si quería terminar con la Familia del Nuevo Día y su armamento
ilegal, no podría evitar solicitar ayuda a los gobernantes vash nadah, los mismos que
le volvieron la espalda hacía décadas. Pero no quería aceptarlo. Jas ordenó sus ideas
para intentar convencerlo.
—No te estás enfrentando al mismo enemigo de hace veinte años. Eso es lo que
tienes que decirles. La implicación de Beela en el grupo es importante. Quiere decir
que Sharron está empezando a reclutar vash de clase alta y eso demuestra que está
ganando credibilidad, se irá haciendo cada vez más fuerte y contará con seguidores
de mayor influencia.
—La presencia de esa aristócrata vash me sorprendió —afirmó Rom.
—Te horrorizó. Yo estaba allí y te vi.
Rom dijo con sequedad:
—Yo he estado viviendo en la frontera. No estoy al corriente de qué nobles han
abandonado su vida en la corte y cuáles no. Estoy seguro de que la inteligencia vash
nadah tendrá un registro. Está claro que tienen que estar informados sobre la Familia
del Nuevo Día.
—Pero no de que Sharron siga con vida.
—Quizá. O puede que hayan decidido ignorarlo.
—Qué idiotas —quitó las mantas que sobraban, cogió de un tirón el saco de
dormir y lo enrolló furiosa y a trompicones—. La Familia del Nuevo Día ya no es un
culto. Es una revolución en toda regla.
—Ya lo sé, Jas…
—¡Beela ha dicho que nos declararán la guerra, a nosotros, a nuestras casas, a
nuestras familias!
—La vanagloria es el pan de cada día del fanatismo.
Se giró hacia él.
—¿Nos podemos agarrar a eso? —le imploró—. ¿Tenemos el derecho de
agarrarnos a eso?
La incertidumbre le marcó las líneas de los contornos de la boca. Con las manos
apretadas por detrás de la espalda, se paró delante de la lengüeta de apertura de la
tienda y miró hacia fuera. Tras unos momentos de silencio que parecían
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prometedores, dijo:
—Se necesitaría una armada inmensa para localizar y destruir su depósito
militar.
—Entonces la reuniremos. Mira, tú me dijiste una vez que nunca habías llegado
a tener pruebas reales. Bueno, pues ahora me tienes a mí. Les contaremos lo de los
medallones, las bombas antimateria y la diversión que tenía preparada para mí
después de que le diera un bebé. Llévame ante el Gran Consejo…
—Política galáctica —Rom profirió estas palabras como si fueran un taco—.
Concédeme una frontera lejana, donde un hombre pueda forjarse su propia fortuna.
Y en la que pueda vivir lejos de los recuerdos de un fracaso que lo habían
acosado durante toda su vida adulta.
Una nostalgia aguda y melancólica se apoderó de Jas. Ella podía darle lo que
quería, y ser feliz al mismo tiempo. La Tierra estaba considerada como la frontera.
Podrían establecerse allí y vivir sus propias vidas fingiendo que en la galaxia no
estaba a punto de estallar una guerra. Aunque se estaba animando a invitarlo a ir con
ella, al pensar que tendría que confinar a aquel héroe majestuoso, al antiguo heredero
de la galaxia, a una vida común y corriente de los barrios residenciales de Scottdale,
en Arizona, no lo hizo. La frustración le hirvió por dentro. Pilló una toalla y un
paquete de jabón.
—Voy a darme un baño al manantial —dijo esperando poder resolver su
problema.
La mañana era preciosa en Ceres, un planeta sin mancha. Se había puesto un
vestido verde pálido, uno de los que había comprado mientras esperaban a que
arreglaran la nave. Era largo, le llegaba hasta los tobillos, y estaba hecho con una tela
fina especial para viajar por el espacio. Su tejido lujoso y cómodo reflejaba la luz del
alba con unos pequeñísimos destellos. La noche anterior había estado lloviendo
cuando volvieron a la tienda. Se acordaba de haber estado escuchando las gotas que
caían en el techo. Pero había parado mientras dormían, y para entonces ya solo caían
algunas gotas esporádicas de los árboles. Se cruzó los brazos delante del pecho,
inhalando el aire denso, que olía al aroma de la humedad de las plantas. Pensó en
Rom, en el dolor y la soledad que había sufrido todos aquellos años, después de
haber perdido a su familia de joven. Él había sacrificado más que nadie por que
Sharron muriera. No podía culparlo por no querer volver a afrontar el trauma de la
pérdida una y otra vez, ¿no?
Con la cabeza baja, se adentró en el bosque. El agua de la lluvia diaria había
creado un sendero hasta el manantial. Sin embargo, no pudo andar tan rápido como
le hubiera gustado porque todo el suelo estaba empantanado. Suponía que los
caracoles estarían dormitando en sus madrigueras, pero prefería no tener que
encontrarse con uno a solas.
Una bandada de pájaros escarlata revolotearon en lo alto. Se volvió para
mirarlos, pero se resbaló cuando puso el pie, con sus ligerísimas sandalias, sobre una
superficie redonda llena de barro. Se dio un buen golpe. Hizo un movimiento brusco
con los pies y gritó como una nutria borracha cayendo en un charco de agua
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vivían en el centro de la galaxia solo iban al médico por una herida muy grave o si
necesitaban cirugía.
Rom le roció un vaho aromático en la nariz. Cuando lo inhaló, se le hizo un
nudo en el estómago, como si acabaran de darle un puñetazo. Se levantó a toda prisa
y salió corriendo hacia unos arbustos, apretándose el vientre con la mano. Cayó de
rodillas a punto de desmayarse. Estuvo vomitando con grandes espasmos hasta que
se quedó vacía y temblando. Tenía la vaga sensación de que Rom estaba detrás de
ella, recogiéndole el pelo húmedo para que no le diera en la cara ni en el cuello. Se
echó hacia atrás, apoyándose en los muslos, cerró los ojos y jadeó.
—Lo peor ha pasado ya, ángel mío —le aseguró mientras la ayudaba a
levantarse. Le temblaron las piernas, por lo que se apoyó contra él mientras la llevaba
fuera de allí hasta una sábana que había puesto en el suelo cerca del fuego.
Se le aflojaron los músculos del estómago. Tras unos momentos de
incertidumbre, se aventuró a decir:
—Creo que la medicina está haciendo efecto —pero las náuseas la envolvieron
de nuevo en cuanto se sentó—. O a lo mejor no.
—El efecto puede ser más rápido en algunas personas. Ya verás como lo notas
enseguida. —Rom la ayudó a echarse hacia atrás contra su pecho y entre los muslos.
El vestido mojado le quedaba fatal, aunque no se había dado cuenta hasta entonces y,
en ese momento, no tenía ganas de cambiarse ni de pedirle que la ayudara a
cambiarse.
—¿Estás mejor? —le preguntó.
—No… no está… ayudando mucho.
Volvió a darle un poco más.
—Inhala… aguanta la respiración. Eso es. Ahora expúlsalo lentamente —los
latidos del corazón le aporrearon los oídos. Rom le puso las manos en la parte baja
del vientre—. A lo mejor es algo que has comido.
—Pero hemos comido lo mismo —notó otra punzada y cerró los ojos—. Estaba
pensando… puede que sea demasiado pronto, ya lo sé, pero… podría estar
embarazada.
A Rom se le helaron las manos.
Aceptando la idea, Jas dijo melancólica:
—Estuve muy mal con los gemelos. Durante meses.
La respiración de Rom le acariciaba el cuello a un lado.
—Pero Jasmine, yo no puedo…
—Sí, bueno, eso es lo que te han dicho. En una diagnosis que te hiciste hace
años. Pero ¿cómo puedes estar seguro de que todo sigue igual? Todas las mujeres con
las que te has acostado desde entonces han tomado precauciones, ¿no?
—Sí, pero…
—Hace bastante que hicimos el amor por primera vez… sin protección… y
tengo un retraso —se paró y dio un resoplido para no tener que salir corriendo a los
arbustos antes de terminar—. ¿Qué pasaría si tu cuenta espermática hubiera
cambiado? Se necesita solo uno.
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—Jasmine…
Se dio la vuelta lentamente.
—Pero ¿qué pasaría?
Rom la estaba abanicando sobre el abdomen y el anillo brilló a la luz del sol.
—Jas… tener un hijo, nuestro hijo… —tragó saliva y la abrazó con más fuerza—
. Hace mucho que acepté que nunca tendré riquezas como esa —en su voz había
tanto dolor y tanta esperanza que a Jas se le llenaron los ojos de lágrimas.
En ese preciso instante, Jas se dio cuenta de lo que significaban en realidad sus
reservas de quedarse en el espacio: creía que su familia y sus amigos no podían estar
sin ella porque esa era la excusa para escapar de la felicidad y del amor de Rom por
temor a una nueva decepción. Cuando lo aceptó, se paró a pensar en un futuro que
no se había atrevido a analizar: Rom, el experimentado guerrero, acunando a un bebé
entre sus brazos musculosos; y ella, dándole el pecho después de tantos años.
—¿Nos puedes imaginar como padres? —le preguntó medio riéndose—. ¿A
nuestra edad?
—¡Pero qué dices! Estamos en la flor de la vida —Rom le echó los cabellos
mojados hacia un lado y la besó en el cuello—. La alegría de los vash nadah es una
gran familia. Tendremos más después de este.
Una sensación de frío y calor le recorrió el estómago. Los pinchazos de náusea
se convirtieron rápidamente en agujas que se le clavaban por dentro, pero no pudo
respirar con la profundidad suficiente para mitigar el dolor. Le entró hipo. Dio un
respingo y se llevó los dedos temblorosos a los labios. Cuando separó la mano,
estaba llena de sangre roja y reluciente.
No estaba embarazada; no iba a tener un bebé. Y puede que no viviera lo
suficiente como para intentar tener otro. Se entendieron inmediatamente sin
necesidad de palabras y el temor creció desesperadamente.
La cogió entre sus brazos. Debieron de pasar unos cuantos segundos, porque
cuando volvió en sí, estaba de rodillas dejando las entrañas entre los arbustos. Rom
esperó a que Jas levantara la cabeza y le pasó una toalla suave por la boca dándole
ligeros golpecitos en los labios. Un presentimiento lo consumió. Estaba sangrando
internamente… los labios ya se le habían quedado blancos.
La metió en la nave y la puso sobre la litera.
—Intenta recordar. ¿Has mordisqueado algo en el manantial? —se inclinó sobre
ella—. ¿Alguna fruta? ¿Una hoja? ¿Nada?
Movió las cejas arrugando la nariz. En mitad de lo que parecían espasmos de
dolor extremo, consiguió decir:
—Charco… me he caído. He tragado agua.
La ansiedad de Rom se disparó. Parásitos. Había un tipo de parásitos voraces
que eran capaces de consumir los órganos internos en unas cuantas horas. La remetió
bien en la cama, cerró la puerta de la nave, le echó el pestillo y arrojó el equipo de
camping al compartimiento de carga. Enseguida salieron de Ceres con rumbo al
Primer Gorgenon, que era donde habían arreglado la nave y el único planeta del
sistema con un médico.
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Capítulo 18
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—Tu padre —Jas intentó esconder el disgusto que le prosuda ese hombre, que
estaba bloqueando los esfuerzos de Rom una vez más. Tensó los dedos mientras se
hacía un moño con el pelo mojado. Dejó caer el pelo y se esforzó en relajar los dedos
para poder recogérselo otra vez—. El tiene más responsabilidad que tú en todo esto.
Fue él el que no quiso apoyarte la primera vez. Además, ha sido él con los demás
ancianos, y no tú, los que no han sabido gobernar las rutas del comercio, dándole a la
Familia del Nuevo Día la oportunidad de volver.
—Cuando mi padre se debería haber dedicado al Gran Concilio, dejando el
gobierno diario a su hijo, tuvo que hacer las dos cosas, y es difícil hacer bien las dos
al mismo tiempo.
Su tranquila imparcialidad la sorprendió.
—Lo estás excusando, y no sé si se lo merece.
—Todos hemos cometido errores —concedió Rom quedamente—. Puede que
por fin lo esté entendiendo.
Una serie de explosiones resonaron por todo el palacio, acercándose cada vez
más hasta que un sorprendente boom estalló detrás de ella. El aire pasó formando
remolinos al lado de sus tobillos. Jas se dio la vuelta rápidamente.
—¿Son los escudos de protección?
—Sí. Los mantendrán sobre cada una de las puertas hasta que la velocidad del
viento disminuya hasta los niveles normales.
El Tjhu'nami.
Jas miró a la interminable sabana que se extendía por debajo de su balcón.
Habían colocado una barrera de casi medio metro de espesor. Fuera de ella, las largas
tiras de hierba estaban completamente aplastadas. Aunque casi no se oía, Jas sentía
como un estruendo constante… como una corriente de aire que retrocede ante una
ola monstruosa en la distancia. Los huracanes mortales hacían de Mistraal el más
inhóspito e inasequible de los ocho mundos vash nadah. Para medianoche (las
noches duraban la mitad que en la Tierra) se esperaba que el Tjhu'nami alcanzara la
inimaginable velocidad de cuatrocientos metros por hora. Y lo que era peor aún, la
tormenta pasaría directamente sobre el palacio y la ciudad de Dar, donde vivía toda
la población del planeta. Jasmine se pasó las manos por los brazos de arriba abajo,
temblando. Desde que la estación meteorológica de la enorme ciudad espacial que
orbitaba en torno a Mistraal había dado el aviso, ella se había sentido como un gato
encerrado en un piso que sentía la inminencia de un terremoto, pero que lo único que
podía hacer era saltar nervioso del sofá a la silla, y de la silla a la mesa del café.
—Me estallan los oídos —dijo, apartando la mirada de lo que antes había sido
un paisaje tranquilo.
—A mí también. Se ve que la presión está bajando. La ciudad de Dar quedará
completamente bajo… —se incorporó y miró el reloj—. Bueno, parece que ya lo
estamos. Estaremos completamente incomunicados… por lo menos un día.
Jas pensó en todos los enviados que estaban acumulándose en palacio… y que
no dejaban de exigir la presencia de Rom. Y en la ciudad espacial sobre el planeta.
—O sea, que nadie puede salir del planeta, a no ser que sea una emergencia.
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—Ni entrar, tampoco —un destello de travesura brilló en sus ojos dorados y
ella le sonrió haciendo una mueca.
—Pobres políticos, atrapados en órbita. Qué pena.
—Para ellos, puede ser, pero para nosotros es un respiro que creo que
deberíamos celebrar —sacó los pies de la cama y extendió la mano—. Permíteme
acompañarte a la cena, ángel mío.
El palacio Dar era una versión galáctica de esplendor medieval… con toda su
idiosincrasia. La cena era un banquete común en el que se reunían cientos de
personas en la habitación más grande que Jas había visto jamás. Unas columnas
enormes de mármol blanco formaban la base de una cúpula resplandeciente que
tenía unos frescos pintados a mano con escenas de un mar extraterrestre lleno de
criaturas que no había visto nunca. El techo era tan alto que la humedad se
acumulaba formando unas tiras diáfanas de vaho que daban la impresión de estar en
el castillo submarino de una sirena.
Rom acompañó a Jas más allá de unas mesas repletas de manjares exquisitos.
Hombres y mujeres sociables, descendientes de los que habían servido a los Dar
durante siglos (que era una posición muy codiciada entre la clase comerciante)
servían platos calientes y fríos de todo tipo, licores, vinos y zumos, toneles de sal y
todo lo mejor que la galaxia podía ofrecer.
Cuando los puños del huracán empezaron a golpear contra los escudos que
cubrían todo el techo de la habitación, el aire de la tormenta resonó como un tambor.
Sin embargo, los músicos seguían tocando, los aficionados al Bajha contaban cuentos,
y los niños estaban revueltos y se reían nerviosos, mientras que unos gatos ketta,
aterciopelados y musculosos, rondaban por debajo de las mesas en búsqueda de
migajas.
Como solían hacer, se sentaron con Joren, Di, sus hijos y varios miembros
potentes e influyentes del clan Dar. Como casi todos hablaban siennan, menos
cuando se dirigían a ella, Jas se encontraba completamente inmersa en ese idioma.
Era una lengua difícil, pero poco a poco fue aprendiendo a comunicarse con ella. Les
estaba agradecida por que aquella noche las conversaciones fueran alegres; puede
que fuera porque se notaba el cansancio que les estaba produciendo a los dos toda la
preparación del discurso. Después de todo, los Dar eran una familia.
—La bebida de la Tierra, señor —un joven con una fila doble de triángulos de
plata bajo la nariz le dio a Rom un bote con un líquido color trigo coronado con una
capa de espuma blanca. Hizo una reverencia y se fue. Rom sonrió.
—Cerveza.
Unas cuantas protestas siguieron su anuncio.
—¡Pero esta vez es una receta distinta! —gritó por encima del ruido de la sala—.
Los cocineros me han asegurado que conquistará vuestros estómagos y vuestros
corazones, como la que Jas me dio a probar conquistó el mío. Pasadme vuestros
vasos.
Todos los que estaban cerca de él les pasaron de mala gana todos los vasos
limpios que encontraron y Rom los llenó de cerveza uno por uno. La espuma
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necesidad, pero cuando pasa una tormenta, los Dar mandan siempre naves para
comprobar los daños que haya podido producirle al palacio, si es que hay alguno, y
como un modo de restablecer simbólicamente el contacto con la ciudad espacial. Me
imagino que el jefe espacial ya habrá elegido a los pilotos para la misión, pero seguro
que no le importará un poco de… eh… reajuste.
Ella sonrió y le apretó la mano. Estaba haciendo todo aquello por ella, para
alegrarla y que no estuviera tan preocupada. Rom la ponía siempre por delante de
todo, sin importarle siquiera cómo estaba él. El bienestar de la gente está por encima
del deseo del individuo. Eso fue lo que le enseñaron como joven heredero al trono.
Jas se quedó pensando en eso y en toda la gente que había ido hasta allí para
escucharlo. Querían que fuera su líder, y no podía evitar pensar qué significaría eso
algún día para la relación que tenían. Pero por el momento, por el tiempo que durara
aquel vuelo, sería toda suya.
—Propulsores auxiliares.
—Listos —dijo Jas por la caja de comunicaciones que unía sus dos naves.
—Sistema de mantenimiento de vida.
—Listo.
—Sistemas de armamento —terminó Rom.
—Activados.
Jas lo miró a través del hangar sombrío. Se suponía que no lo estaba viendo.
—A ver si te he entendido bien —le preguntó—. ¿Mis ventanas no son
ventanas?
—Correcto. Son pantallas que simulan exactamente lo que verías si fueran
transparentes, solo que son mejores que las transparentes. El ordenador de a bordo
compensa cualquier pérdida de visibilidad.
Guay —pensó—. Aparte de la aeronave y de cuando usó un momento los
controles de la Quillie, no había vuelto a pilotar durante décadas y, desde luego,
nunca había pilotado nada tan automatizado como aquella nave. Hasta el asiento al
que estaba atada era inteligente. Era capaz de reaccionar más rápidamente que
cualquier cerebro humano, y por supuesto que el suyo, protegiéndola y guiándola en
situaciones que iban desde un combate interestelar hasta otras mucho más mundanas
como protegerla de las tremendas aceleraciones que se producían al volar por el
espacio.
Se bajó el visor negro por delante de la cara y le dio la señal de O.K. a Rom con
el pulgar levantado.
—La patrulla número uno está preparada —le dijo Rom por la radio al
controlador espacial, que estaba sentado en una cabina fuera de la plataforma.
—Listos para el despegue —contestó el controlador.
Jas exclamó un hurra silencioso en cuanto el escudo que tenía delante empezó a
vibrar y a levantarse. Algunas hojas y hierbas secas, llevadas por la tormenta que ya
estaba terminando, estaban arremolinadas en la plataforma. Ante ella se abrían las
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inmensas llanuras bajo un cielo amarillento por el polvo. Como en sus días de piloto,
se sentía como un águila a punto de echarse a volar.
Con una explosión de energía, la aeronave de Rom despegó primero. Tres
segundos más tarde, Jas lanzó los propulsores. La fuerza de la gravedad la apretaba
contra el asiento, produciéndole un ligero dolor en el abdomen, en la zona que aún
estaba curándose. Alejándose del hangar, apuntó hacia el cielo con el morro de la
nave. Aunque pilotar una aeronave no era difícil, se dio cuenta enseguida de que no
se sentiría tan a gusto como lo estaba en su F-16.
La tormenta estaba pasando rápidamente, pero unas accidentadas turbulencias
sacudieron la nave que, con sus grandes motores y alas regordetas, estaba más
preparada para volar por el espacio que por la atmósfera, aunque era más pequeña y
moderna y estaba más cargada de armas que la aeronave que Drandon le había
prestado a Rom. Para ser una sociedad que aborrecía la guerra, los vash ponían
mucho esfuerzo y dinero en el armamento.
En unos instantes Jas se alineó en formación con la nave de Rom. A su lado, a
una distancia de unos tres kilómetros, sobrevolaron la llanura, buscando el palacio
para evaluar los daños. Al no encontrar ninguno, Rom dijo:
—Hacia la ciudad espacial —y se dirigió más alto, a través de la atmósfera,
hasta que las estrellas sustituyeron al sol naciente.
El espacio. Una sensación de libertad la atravesó, y se imaginó que Rom la
sentiría también. Cuando el cielo se convirtió en un carrusel de estrellas brillantes,
Rom la guió en una serie de maniobras para que practicara, teniendo cuidado de que
no acumulara demasiada tensión en el estómago.
—Patrulla uno, control Mistraal al aparato —dijo una voz por la caja de
comunicaciones.
—Adelante —contestó Rom.
—Imposible establecer contacto con la ciudad espacial. Cuando llegue, inicie el
controlador de comunicaciones desde su terminal.
Al principio aquella conversación desorientó a Jas. ¿Cómo era posible que
hubieran cortado las comunicaciones? Cuarenta mil ciudadanos vivían en la ciudad
espacial y en las colonias de explotación minera. El problema del controlador le dio
una idea de las diferencias entre el modo en que se había desarrollado la sociedad de
Rom y las de la Tierra. Los vash habían perfeccionado los viajes espaciales y habían
construido ciudades en el espacio y, sin embargo, los Dar no eran capaces de evitar
que los desórdenes atmosféricos afectaran las transmisiones espacio-planeta. Rom
aceptó la llamada y puso su nave cerca del ala izquierda de la de Jas. Cuando se puso
cabina con cabina, Jas lo saludó con la mano.
—Te la estás jugando, vaquero —le dijo desde su sitio—. Esto no es un F-16. No
te garantizo que sea capaz de mantener estable este cacharro.
—Bueno, ¿y por qué no quisiste bailar conmigo ayer durante la cena? —le
preguntó, ignorando su advertencia.
Ella se rió incrédula. Esa era la última pregunta que se podía esperar en mitad
de una patrulla de vuelo.
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personas se unirían a la Familia del Nuevo Día por miedo, conforme la balanza del
poder se inclinaba a su favor. Y todo porque la Federación Vash estaba demasiado
enfangada en la tradición como para reaccionar. Hizo un juramento en silencio. No,
no permitiría un futuro así. No mientras la sangre Romjha corriera por sus venas.
Sintiendo que la urgencia de la venganza le atravesaba todo el cuerpo, le dio un
puñetazo a la luz roja intermitente que era el enlace directo con la seguridad
planetaria de Mistraal.
—Levantad el culo de ahí. Todos los cazas disponibles…
Jas gritó:
—¡Naves enemigas… a las dos en punto!
Una descarga de adrenalina lo preparó para el combate. Sus ojos iban de la
pantalla a las naves crucero, y de ellas a una flota de naves más pequeñas que se
estaban alejando. Mejoró y agrandó la imagen hasta que pudo distinguir el símbolo
del escudo que llevaban en los laterales.
Un sol naciente sobre dos manos enganchadas. La Familia del Nuevo Día.
—¡Rom, están casi fuera de nuestro alcance! —chilló Jas.
Al mirar a Jas y ver cómo seguía pilotando lejos de su ala, se sumió en una
profunda indecisión. Era una buena combatiente, pero no se permitiría ponerla a ella,
ni a ninguna mujer, en peligro. Pero, Lijhan y Zarra, ¿no habían muerto porque los
había dejado atrás?
—Jas… —un sonido de angustia le salió de la garganta. Las últimas naves de la
flota enemiga estaban a punto de lanzarse al hiperespacio. Si los perdía, no llegaría a
descubrir nunca su base—. Vuelve.
—Te he querido mucho —dijo en silencio.
El sudor y el remordimiento le quemaron los ojos mientras se alejaba. Sharron
pagaría por aquella carnicería; esta vez Rom sería testigo, aunque le costara la vida.
Pero no la de Jas.
Se aseguraría de que estuviera a salvo arrebatándole las coordenadas de las
naves enemigas, saltando detrás de ellas a la velocidad de la luz y, después,
rastreando a aquellos bastardos hasta que volvieran al espacio normal. Para cuando
comenzara la batalla, Jas se habría quedado a años luz por detrás, envuelta en la
protección de las fuerzas espaciales de Mistraal.
Aceleró para llegar hasta las naves y preparó sus armas.
—¡Sharron, te cogeré! —bramó en las profundidades del espacio.
—Romlijhian, ¿eres tú?
Una voz rasposa invadió su caja de comunicaciones.
Rom se estremeció. Un músculo de la mejilla se le con trajo. El hombre lo había
sentido. Esforzándose por guardar la compostura, extendió sus sentidos hacia la
flota, buscando al enemigo. Sharron estaba con ellos en alguna de las naves, ¿pero en
cuál? Se extendió aún más. Allí. El último crucero que quedaba: la frialdad
irremediable y desoladora se agudizó por su intensa abstracción.
—Únete a mí, Romlijhian.
Rom anuló la súplica de Sharron poniendo su nave a la máxima velocidad.
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—Las cosas han cambiado mucho desde Balkanor. En aquel momento tú eras
un joven ingenuo que se dejaba llevar por un heroísmo inapropiado. Ahora vas a la
deriva, sin familia y sin poder. Pero puedes volver a recuperar las dos cosas. Yo
puedo dártelas —la voz de Sharron era amable, y casi razonable—. Háblame,
Romlijhian. Deja que salve tu alma.
La repulsión lo ahogó.
—Salva esto.
Le disparó con lo que pretendía que fuera un primer ataque antes de entrar en
la velocidad de la luz. Pero el crucero de Sharron disminuyó la velocidad… Rom no
sabía si había sido por su ofensiva o simplemente para responder, pero tampoco
podía perder el tiempo en descubrirlo.
Rom lo adelantó. El crucero de Sharron empezó a arder. Rom tiró con fuerza de
su nave haciendo una maniobra para esquivarlo, mientras esquivaba también los
mísiles que lo perseguían, al tiempo que el ordenador de a bordo lanzaba residuos y
señuelos a la estela de la nave. El primer misil explotó al caer en una de las trampas.
El segundo se hizo inteligente y se consumió en una lámina de energía deslumbrante.
Los escudos de Rom lo protegieron, pero el impacto lo tiró de un golpe contra las
correas de su asiento. El hedor de algo que se estaba quemando se filtró por su
sistema de aire. En la pantalla de control aparecieron señales de alarma:
INTEGRIDAD DEL CASCO 64%, PÉRDIDA DE PLASMA EN EL PROPULSOR
NÚMERO 2, FUEGO EN EL COMPARTIMENTO DE ARMAMENTO. De algún
modo la nave seguía intacta, pero estaba perdiendo combustible y propulsión. Puso
el propulsor al máximo. «¡Venga, venga, venga!» Pero la aeronave tembló y perdió
casi toda su fuerza. El crucero de Sharron se dio la vuelta poco a poco y se dirigió
hacia él. «Para terminar conmigo».
—¡Aplasta la oscuridad!
Sorprendido, Rom dejó de concentrarse de golpe en el crucero.
Una aeronave lo había adelantado a toda velocidad. Gran Madre… ¡era Jas! Y
estaba dando el grito de guerra que no había vuelto a compartir con nadie más
desde… el ángel de Balkanor.
Volando invertida, dejó caer una lluvia de mísiles que martillearon el crucero y
las demás naves que todavía no habían entrado en el hiperespacio. Una de las naves
más pequeñas estalló, y la explosión dañó a las que estaban a su lado. Al precipitarse,
sus escombros descolgaron el escudo del crucero por debajo.
—El próximo tiro será entre los ojos, amigo —oyó que estaba gritando por la
caja de comunicaciones—. ¡Entre los ojos!
Rom sintió la sorpresa de Sharron, y después su rabia. Iba a terminar con ella.
—¡Jas! —gritó Rom—. ¡Sal! ¡Sal ahora!
«No mueras en mi lugar» —le imploró en silencio, desesperado. «Vuelve».
«¡No! No te abandonaré esta vez».
Oyó su respuesta en la mente… como seguramente ella había oído la suya. Pero
¿cómo? Rom eliminó ese pensamiento de raíz mientras se le ocurría. Si la distraía de
lo que estaba haciendo, los harían polvo de estrellas. Ya tendrían tiempo de hablar
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Una vez de vuelta a palacio, Rom pasó rápidamente por la plataforma del
compartimiento de la antecámara junto con un montón de soldados desarreglados y
exhaustos, hombres que estaban acostumbrados a luchar tan solo en la arena Bajha.
Pero un dolor entumecedor ya había subyugado su triunfo. Habían muerto cuarenta
mil personas.
Se abrió camino entre la multitud hasta que encontró a Jas. Ella gritó y corrió
hacia sus brazos.
Rom la estrechó contra él y la besó, temblando por la cruda emoción de un
abrazo demasiado corto.
Mientras la multitud se apretujaba a su alrededor, le puso las manos en las
mejillas y la miró fijamente a los ojos.
—Te has acordado. Te has acordado de Balkanor.
—Sí —susurró, con los ojos llenos de lágrimas—. Cuando me di cuenta de que
era Sharron y de que ibas a enfrentarte a él tú solo, mis pensamientos…
implosionaron. No sé describirlo de otra manera. Las palabras llegaron hasta mi
mente… junto con las imágenes —se detuvo un momento para respirar—. Tú eres el
hombre del desierto; eres tú el que llevo buscando toda la vida, y que nunca había
conseguido encontrar. Porque nunca quise dejarte allí, donde quiera que
estuviéramos. Nunca. ¿Lo entiendes? Me arrancaron de allí cuando me rescataron…
cuando me desperté después de haber estado inconsciente. Dios mío, después de
todos estos años, el sueño por fin tiene sentido. Mi vida tiene sentido.
Rom cerró los ojos mientras Jas le llenaba de besos la cara alrededor de la
mandíbula. Los viejos recuerdos lo superaron, girando dentro de él como los
guijarros de una inesperada tormenta de arena, cuando se acordó de cómo su
obsesión por el ángel de Balkanor le había dado fuerzas para mantenerse en pie
cuando la soledad y la culpa lo empujaban al precipicio de la desesperación. «Nunca
quise dejarte allí».
—Si supieras lo que esas palabras significan para mí, Inajh d'anah —susurró.
Como no se fiaba de sus emociones, la cogió por la cintura y volvieron a unirse al
resto de los pilotos que regresaban. Las puertas enormes del comedor se abrieron de
golpe.
—¡Ajha, ajha! —los gritos de desconcierto y sorpresa los precedieron hasta
llegar a la habitación gigante, donde Joren los estaba esperando. La música cesó de
sonar y unos platos cayeron al suelo.
Rom dejó a Jas y fue hacia su cuñado.
—¿Es verdad? —preguntó Joren.
—Sí. La ciudad orbital, las colonias mineras, todo ha desaparecido.
Se oyeron algunos jadeos y murmullos de oraciones.
Rom levantó la voz.
—Ha sido deliberado, premeditado.
Joren se echó para atrás, como si la idea fuera demasiado grotesca para
contemplarla.
—Sigue.
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Capítulo 19
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transformar Balkanor en la matriz del armamento ilegal—. ¿Qué ha sido del crucero?
El piloto levantó la barbilla.
—Hemos perdido la señal. No hemos podido volver a contactar con ellos. Yo…
creemos que la nave ha sido destruida, mi señor.
Se produjo una pequeña conmoción cerca de la puerta. El grupo dejó paso a Di,
que avanzaba con el ceño fruncido y una túnica especialmente sombría. Se le movía
el pecho arriba y abajo rápidamente.
—Romlijhian, tienes una llamada por el canal privado —le tembló la voz—. Es
papá. Te ha convocado en el Timón.
Desde la ventana del lujoso crucero Dar, Jas veía a dónde se dirigían. Iluminado
desde el interior, el minúsculo disco giraba lentamente, como un juguete perdido
entre las estrellas. Sin embargo, conforme se iban acercando, el Timón se veía cada
vez más grande hasta adquirir un tamaño descomunal. Un millón de luces
intermitentes; con unos rayos de luz tan anchos y altos como los del Empire State.
Era una maravilla de la construcción, incluso para una sociedad que había
conseguido realizar viajes espaciales a la velocidad de la luz hacía siglos.
—Cinco mil años… es increíble.
—Gran parte de la historia ha tenido lugar aquí —dijo Rom con las manos
cómodamente apoyadas en la cintura de Jas. Ella dejó en la mesa su taza humeante
de toque y se echó hacia atrás, adentrándose en su abrazo. Así se quedaron los dos,
mirando por la ventana en un silencio exhausto hasta que el crucero atracó en uno de
los miles de muelles. Llevaban viajando tres días, durmiendo muy poco para
preparar el discurso que Rom esperaba dar ante el Gran Concilio… y ante su padre.
El viejo B'kah todavía no se había puesto en contacto con Rom, ni siquiera
durante todo el viaje hasta la sede del concilio, ni había mandado ningún mensaje
después de la misteriosa citación que le había enviado a Di. Jas pensó en la presión
que estaría sintiendo Rom sin saber si su padre lo había llamado para felicitarlo o
para humillarlo. Lo único que sabía es que sería mejor que aquel tirano no se cruzara
en su camino, a no ser que quisiera saber lo que ella pensaba sobre el modo en que
trataba a su hijo.
El crucero dio unas cuantas sacudidas y después se calmó. Jas intentó mostrarse
alegre y despreocupada.
—Muy bien, aquí estamos.
Rom le puso las manos en los hombros y la giró hacia él. Unos largos segundos
de silencio pasaron mientras la miraba con tristeza. Jas se apoyó en la punta de los
pies para besarlo con ternura.
—Un grano de sal por tus pensamientos —le instó.
Rom parecía elegir las palabras con cuidado.
—He estado pensando mucho en nosotros… en la visión que tuvimos en común
y en por qué volviste a mí. La Gran Madre nos ha dado este tiempo juntos —le pasó
un dedo por el labio inferior— no para amar o por la felicidad que me das, sino para
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fueran para salvarlos a todos, la habían dejado completamente paralizada. Jas, con
Gann y Bollo, cada uno a un lado, entró en la antesala del salón del Gran Consejo. La
gente se volvió para mirarlos. Qué visión tan rara debían de ser —pensó
irónicamente—, una mujer con el pelo negro y piel clara, escoltada por dos hombres
enormes vestidos como dos fugitivos de una prisión de usureros. Como si le hubiera
leído el pensamiento, Gann le cogió la mano suave y reconfortantemente por debajo
del codo. Su voz era agradable.
—¿Estás bien?
El estómago le daba retortijones.
—Sí. ¿Y tú?
—Más cansado que después de jugar al Bajha con el B'kah —Jas sonrió—. Por
aquí —le indicó.
Encontraron un sitio al fondo del oscuro auditórium. Gann la ayudó a
sintonizar un traductor en la consola empotrada en el asiento de delante para que
pudiera escuchar a Rom en basic, en vez de en siennan, porque el basic lo dominaba
mejor. A la derecha del estrado había ocho tronos enormes. Desde la izquierda, ocho
señores mayores inmaculadamente vestidos se dirigían a sus asientos. El caballero
alto y ancho de espaldas que los guiaba tenía la postura y la seguridad del guerrero,
así como un modo de andar que le resultaba familiar. A Jas le dio un salto el corazón.
El padre de Rom.
Aunque los rasgos faciales no eran los de Rom, que debía de parecerse a su
madre, su cuerpo y el de su hijo eran prácticamente idénticos. Fascinada, se quedó
mirando la onda que formó la capa de color índigo con adornos de plata alrededor
de las piernas cuando se sentó. Los otros siete lo siguieron, como en un juego de
dominó, sentándose según lo que Jas se imaginó que debía de ser un orden
jerárquico de la familia. El sonido de los aplausos empezó por delante de la inmensa
sala, hasta que lentamente fue extendiéndose hasta el fondo.
Entonces Rom se dirigió con paso seguro hacia un atril de cristal del estrado.
Buscando el contacto visual con su audiencia, se agarró al atril con tanta fuerza que
se le quedaron blancos los nudillos… pero no por ansiedad —pensó Jas—, sino por la
fuerza de la pasión. Aquella era la oportunidad que había estado deseando con
tantas ganas hacía veinte años y que nunca había conseguido: la oportunidad de
convencer a los cabezones y pacifistas vash nadah para que entraran en guerra.
—Yo soy Romlijhian B'kah —anunció. Inclinó la cabeza ante los ocho líderes y
después se dirigió a la audiencia.
—Se me ha citado aquí para que me dirija a todos ustedes por mi experiencia
contra una revolución que ha comenzado un grupo llamado la Familia del Nuevo
Día —su voz segura explotó, llenando toda la sala—. Hace cinco días, el planeta Dar
fue atacado repentina y deliberadamente por estos revolucionarios. Aniquilaron la
ciudad espacial, hogar de cuarenta mil personas, así como cinco colonias mineras y a
honorables miembros del Gran Concilio e innumerables políticos de la asamblea y
diplomáticos. Después, sin provocación alguna, la Familia del Nuevo Día disparó y
destruyó un crucero de clase seis de la flota B'kah —abrió las manos—. Estamos en
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grave peligro —espirando, dio algunos pasos por el estrado—. Para poder
comprender realmente el peligro en que nos encontramos y el futuro que nos espera
si no tomamos medidas, tenemos que pararnos a intentar comprender nuestro
turbulento pasado. No simplemente del modo en que aprendimos el Tratado de
Comercio de pequeños, sino con una visión mucho más crítica —se puso las manos
por detrás de la espalda y los miró cara a cara. Mientras narraba los hechos
acontecidos durante los Años Oscuros que precedieron a la Gran Guerra, Jas se sintió
completamente bajo su hechizo, sin respirar apenas cuando describió los
repugnantes detalles del resultado de las detonaciones de las armas de antimateria.
Hablaba con voz seria y profunda.
—Es difícil imaginar una guerra tan horrible y atroz cuya consecuencia
psicológica llevó a los soldados a dejar las armas… para siempre. Pero así fue. «Paz
para siempre», decretaron, e incorporaron esta cláusula en nuestro documento más
sagrado, el Tratado de Comercio… para que no lo olvidáramos nunca. Sin embargo,
os pregunto, ¿de verdad pretendían que mantuviésemos la paz ante el mal? ¿A
cualquier precio?
La multitud reaccionó primero con silencio, y después con un murmullo
intranquilo; una reacción que pareció gustar a Rom.
Alzó la voz mientras comparaba a Sharron con los señores de la guerra que
habían estado a punto de aniquilar la civilización once mil años antes.
—Su líder ha muerto. No obstante, sus soldados seguirán adelante sin él… y
muchos de ellos son vash nadah. Los que no me crean ¡que miren los datos! Incluso
en este preciso momento, los informes de nuestros servicios de inteligencia
demuestran que están preparando otro ataque. ¿Dónde será? ¿Y cuándo? ¿Cuántas
vidas más serán necesarias antes de que nos decidamos a hacerle frente a esta
tremenda amenaza, a este monstruo sin igual que se fortalece día a día? Tenemos que
estar unidos para derrotarlo. No me refiero a una sola familia… o a tres, sino a las
ocho. La unidad es la victoria —se dio un golpe con el puño en la mano—. ¡Y sin
victoria no hay supervivencia!
Jas miró a su alrededor en la oscuridad. Algunos miembros de la asamblea
estaban gritando, y otros medio llorando. Muchos, escandalizados. Pero la mayoría
lo estaban escuchando en silencio, absortos en sus palabras. El padre de Rom,
refugiado en su trono dorado sobre el escenario, lo miraba con el ceño fruncido.
Tenía las manos extendidas sobre las rodillas, con sus brazos musculosos bien
seguros y los ojos abatidos. No se sabía si estaba extasiado en sus pensamientos o
furioso como el mismo demonio.
Con los hombros rígidos, Rom se puso ante su padre y los otros siete reyes.
—Honorables miembros del Gran Concilio. Ustedes, los Ocho, son los líderes a
los que los antiguos guerreros confirieron la visión y el poder sagrados. Sus arduas
responsabilidades les obligan a menudo a tomar decisiones complejas… pero
ninguna, creo, tan dolorosa como la que tienen que tomar hoy —Rom buscó y
mantuvo intencionadamente la mirada fija en su padre. Jas lo animó en silencio. En
toda su vida no había visto jamás un hombre con más agallas. Rom alzó la voz, como
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era la costumbre.
—Yo les pido que le declaren la guerra a la Familia del Nuevo Día, para
defender la galaxia a cualquier precio, sin rendirse jamás, incluso en el caso de que
las batallas tuvieran que llevarse a cabo en los planetas en que protegemos a nuestros
hijos. Yo les pido que sigan luchando, todo el tiempo que sea necesario, hasta que la
Gran Madre nos considere dignos de liberar a la galaxia de este monstruo
despiadado —Rom los miró durante unos segundos que se hicieron eternos, y
después les hizo una reverencia y dio unos cuantos pasos hacia atrás—. ¡Aplasta la
oscuridad! —con los puños cerrados, bajó del estrado.
Los aplausos explotaron con la brusquedad de una tormenta.
—B'kah, B'kah —empezaron a entonar algunos—. ¡La unidad es la victoria!
El orgullo y el temor se apoderaron de Jas, y la piel de los brazos se le erizó
hasta convertirse en un campo de guijarros. Estuvo aplaudiendo tanto que le dolían
las manos. En voz baja, se dirigió a Gann:
—Acaba de reclamar su papel de líder.
Gann le susurró al oído:
—Lo quiera o no.
Buscó su mano y la apretó.
El aplauso no cesó hasta que los miembros de la asamblea no se pusieron en
pie. Jas, Gann y Bollo hicieron cola en una entrada lateral. Jas vio a Rom cerca de la
pared del fondo de la sala, rodeado de una multitud de ansiosos admiradores. Él
estaba mirando a su alrededor, como si estuviera buscándola. Jas intentó abrirse
camino entre la gente, pero el paso era muy lento, entre otras cosas porque se
quedaban mirándola con la boca abierta… sobre todo por el pelo. Debería de haberse
puesto una capa con capucha.
Cuando por fin llegó adonde Rom estaba hacía unos minutos, ya no había
nadie.
—¿Lo ves? —le preguntó a Bollo, que destacaba como una torre entre los
demás.
Estiró el cuello.
—Se ha ido por el pasillo central. El señor B'kah estaba con él. Y los otros siete.
Se abrieron paso hasta donde Bollo los había visto por última vez. Para cuando
llegaron, unos guardas de seguridad de aspecto formidable ya habían bloqueado el
acceso al pasillo. Sus pistolas láser brillaban, amenazantes.
—Necesito ver a Romlijhian B'kah —dijo sin aliento.
La sombra de Bollo cayó sobre ellos. Los soldados se apuntalaron entre ellos.
—Yo soy la a'nah de Rom B'kah —les explicó—. Me está esperando.
Los hombres se miraron unos a otros. El más bajo de los tres habló, con un
comportamiento educado pero firme.
—Están reunidos. No puede entrar nadie. Ni las esposas —levantó una mirada
intranquila hacia Bollo—. Nadie.
Jas respiró preocupada. Gann le puso una mano en el hombro.
—Ven. Voy a comprar unas cuantas bebidas. No tenemos más remedio que
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esperar.
Un jaleo de voces retumbaba por la gran plaza en la que Jas se había sentando
en un bar al aire libre con Bollo y Gann, delante de un cuenco de panecillos
brillantes. Las aceras eran de ladrillo y entre las rendijas crecía hierba real, a la luz de
las farolas láser. Sobre ellos había una cúpula que dejaba pasar el brillo de trillones
de estrellas. Para mitigar su nerviosismo, se había calentado el estómago con varios
vasos de vino mogmelon, pero cuando vio a Rom ir hacia ella, seguido por varios
pilotos vash y oficiales de la inteligencia, volvió a disparársele el pulso.
Se alejó de la mesa y se quedó de pie, alisándose las mangas de la túnica. Rom
tenía un gesto sombrío. Había vuelto a ponerse su máscara de indiferencia, aunque el
brillo de sus ojos le hizo comprender que había pasado algo importante durante la
reunión. Siguió caminando al mismo ritmo cuando pasó por delante de ella. La cogió
por el codo y tiró de ella para que fuera con él. Jas miró hacia atrás por encima del
hombro a aquella verdadera armada que los seguía.
—¿Quiénes son?
Rom se volvió hacia su séquito.
—Marchaos.
Cuando vio que los hombres dudaban, les suplicó:
—Ahora os pido un poco de intimidad. Estaré en el lugar acordado a la hora
establecida.
Los hombres se pararon ante Gann y Bollo, y Rom empezó a andar otra vez
muy deprisa. Jas lo siguió. Prácticamente, estaban atravesando la plaza corriendo.
Una madriguera de calles oscuras y estrechas surgió ante ellos, llenas de tiendas y de
lo que parecían residencias privadas. Rom cogió el segundo callejón, como si supiera
exactamente dónde estaba yendo.
—¿Adónde vamos? —consiguió preguntarle por fin, casi sin aliento por la
escasa atmósfera del Timón.
—Allí abajo —le dijo. Los adoquines metálicos retumbaban bajo sus botas. Los
edificios estaban tan cerca unos de otros que ni se veían las estrellas. El aire apestaba
a equipos informáticos recalentados, a carne asada, y a algo parecido a agua
estancada. Los adoquines se convirtieron en escaleras que bajaban hacia las entrañas
de la vieja ciudad espacial.
Rom la llevó fuera del camino principal, sin dejar de meterle prisa hasta que se
metieron entre una pared y un contenedor de desechos de aparatos y comida
podrida. Jas miró nerviosa a su alrededor e hizo una mueca con los labios.
—Bonita parte del pueblo. ¿Te importaría decirme qué es lo que está pasando?
Rom le puso los labios sobre el brillo del sudor de su frente.
—Tengo que dejarte.
Ella se puso tensa y se echó hacia atrás.
—¿Cuándo?
—Ahora. Esta noche —tragó saliva—. Me están esperando en el muelle.
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SUSAN GRANT EL REY DE LAS ESTRELLAS
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Capítulo 20
—Trescientos cincuenta mil… sí, ese es el precio de venta —de pie en los
últimos escalones de la galería Rivas-Blackwell, enganchada al móvil, Betty miró a
Jas con expresión interrogante.
—Ahora no —le dijo en silencio, moviendo solo los labios. Su Range Rover
ocupó el estrecho aparcamiento de Betty y la mitad del de al lado. Se refugió detrás
del armatoste de metal con las gafas de sol puestas, para protegerse del laberinto de
calles estrechas salpicadas por la luz del sol y sus plazas llenas de fuentes, y abrió el
maletero.
El anillo con el sello de Rom, su alianza, se le columpiaba por el pecho, por
debajo de la blusa, colgado de una larga cadena. El modo familiar en que le
aporreaba el pecho se había convertido en algo tan reconfortante y fundamental para
ella como los latidos de su corazón.
—Genial. Me lo mandarán el martes —Betty dio la vuelta cerca del capó—.
¿Perdón? ¿Que le gustaría hablar con ella? —Jas escondió la cabeza y los hombros
rápidamente en el maletero—. Sigue en Washington —improvisó—, pero le diré que
la ha llamado.
Jas se lo agradeció con un gesto. Las obras de arte que había creado durante sus
viajes espaciales habían encontrado un buen mercado, muy lucrativo… y ella estaba
contenta por el éxito que habían tenido, pero para hablar con los compradores y los
fans, algunos días eran mejores que otros, y aquel no era uno de los buenos. Estaba
rendida porque había pasado toda la semana traduciendo de basic a inglés en las
audiencias de comercio del Senado. No obstante, se había ofrecido voluntaria para
volver a trabajar como traductora autónoma para las Naciones Unidas dos semanas
más tarde. Después de los primeros meses que había pasado en la casa de campo que
Betty le había dejado, encerrada sin querer ver a nadie, se había dado cuenta de que
el dolor que la carcomía por dentro no era tan agudo cuando se mantenía ocupada.
—Creía que te ibas a ir a casa directamente después del aeropuerto —la
reprendió Betty mientras colgaba.
—Lo hice… cinco minutos enteros —Jas levantó una caja de cartón con los
materiales de arte que había comprado en Scottdale y la puso en el suelo—. Pero Ian
se ha ido a quién-sabe-dónde, y la casa está demasiado sola. Así que aquí estoy, en tu
puerta otra vez. Yo preparo la cena.
Betty evitó una sonrisa y se apartó de la tela moteada que cubría los lienzos en
el asiento trasero del Range Rover.
—Te dejaré cocinar. Pero solo si terminas una cosa para mí… —la mujer aspiró
en una pequeña respiración cuando vio uno de los cuadros—. Oh… —Jas tenía la
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—¿Quién es su amigo?
—Ni idea —murmuró Jas. El motorista con el casco pasó una pierna por encima
del sillín y se quedó de pie al lado de la moto. Su traje de piel y su cuerpo atlético
despertaron en Jas una oleada de deseo; algo que no había sentido desde que Rom
murió. Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—¿Has venido para ver Sedona? —le preguntó lo más informalmente que
pudo.
—No —se quitó el casco—. He venido a ver a mi mujer.
Al ver sus ojos dorados y su pelo desgreñado color nuez moscada, los
sentimientos de Jas la azotaron como un huracán.
—¡Rom!
Se quedó sin respiración. Se le nubló la vista. De repente, se quedó sin aire.
Jadeando, se sentó de golpe en el bordillo, dejando caer por todas partes lo que
llevaba en el bolso. La vista se le cubrió de unos puntos negros mientras veía su lápiz
de labios dar vueltas por el asfalto de la carretera. Los puntos negros terminaron por
convertirse en una masa informe que le borró completamente la vista, y notó que
alguien estaba sujetándole la cabeza entre las piernas.
Cuando volvió en sí, estaba tumbada boca arriba sobre la acera. Abrió los ojos,
temblando de calor y un poco mareada. Rom estaba agachado sobre ella. Parecía
angustiado mientras le retiraba el pelo de la frente.
—Perdona que te haya asustado tanto —le dijo en basic.
Jas cerró los ojos, apretándolos. Cuando volvió a abrirlos, Rom seguía allí. Gritó
algo y se incorporó tan rápido que casi se choca con él. Rom abrió los brazos. Jas lo
abrazó lo más fuerte que pudo, y lo llenó de besos que aterrizaron por todas partes
menos en sus labios. Intentó tranquilizarla rodeándole la cara con las manos y la besó
en la boca con un beso profundo y lleno de ternura. Un poco mareada, suspiró, y
Rom levantó la cabeza para mirarle los ojos llenos de lágrimas.
—Oh, Rom… Oh, amor mío —susurró entusiasmada. Sus bocas volvieron a
buscarse, esta vez hambrientas y acaloradas.
Cuando aceptó que estaba allí, su alivio se convirtió en incredulidad. ¿Cómo
podía estar vivo y que ella no lo supiera? Apartó sus labios de los de Rom.
—La guerra terminó hace meses —dijo sin aliento.
—He venido en cuanto he podido. Me hirieron en cuanto empezó la invasión y
me capturaron. Cuando me rescataron y me llevaron a casa estaba prácticamente
muerto.
—¿Por qué no me lo han dicho? Creía que no había habido supervivientes. ¿Por
qué no me lo ha dicho nadie?
—Le pedí a mi padre que no te lo dijeran.
—¡Qué! —exclamó, incrédula.
—Estaba en coma. Cuando desperté me había quedado ciego y no podía mover
las piernas. No quería que te sintieras obligada a estar con un marido que no podría
protegerte.
Jas lo miró más de cerca. Bajo la chaqueta de piel y los pantalones, se le veía
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más delgado. Debajo de los pómulos vio que tenía las mejillas más hundidas. Se le
encogió el corazón, y su alegría se convirtió en rabia incandescente. Le golpeó el
pecho con los puños.
—No tenías ningún derecho a tomar esa decisión por mí. Soy tu mujer. Debería
de haber estado a tu lado —se puso a llorar, hablando medio en inglés y medio en
basic, sin parar de darle puñetazos—. Ha sido un infierno…
Le cogió los puños entre sus manos enormes.
—Jasmine, escúchame.
—¡Llorando hasta destrozarme los ojos todas las noches! —intentó escapar de
allí, pero él le cogió las muñecas y se levantó. Ella tiró con fuerza para soltarse y
terminó en el suelo, con las piernas abiertas, sobre la acera. Le tembló la voz—. Creía
que habías muerto.
Se le veía atormentado y lleno de remordimiento.
—Lo sé, ángel mío.
Jas se arrastró hasta sus brazos, y él la abrazó como si no estuviera dispuesto a
volver a soltarla nunca más.
—¿Por qué no me has llamado? —le preguntó, un poco más tranquila.
—Tienes un corazón tan puro y tan leal, Jas, que tenía miedo de que las
cualidades que tanto admiro de ti te obligaran a estar conmigo… aunque no pudiera
ser realmente un marido para ti.
Jas apoyó la cabeza en su hombro. El olor de la piel polvorienta y caliente por el
sol se mezcló con un aroma limpio de hombre.
—Mi padre me llevó a Sienna para que me curaran. Y mientras lo hacían,
también se fueron curando nuestras heridas —apretó los labios—. No ha sido fácil.
Los dos somos muy cabezones.
Jas resopló de mal humor. Las comisuras de sus labios se alzaron en la más leve
de las sonrisas, pero desapareció en cuanto se le llenaron los ojos de dolor.
—Por todos los dioses, te he echado de menos, Jas. Te necesito. «No temas la
felicidad», tú misma me lo dijiste en Mistraal. Esas palabras me han estado
persiguiendo día y noche, hasta que por fin… por fin vi que había vuelto otra vez a
mi forma de ser de antes… a la forma de ser de mi padre y de todos sus ancestros. Mi
orgullo testarudo de guerrero que no me ha dejado llamarte ha sido el mismo que
hizo que el mundo vash nadah se resquebrajara. Y ese es el motivo por el que hemos
estado a punto de destrozarnos en nuestra primera prueba… un disparate que juro
que no se volverá a repetir —le puso las manos en los hombros—. Empezaré
cambiando la tradición de los matrimonios organizados para los gobernantes. Yo
elijo el amor. Ven conmigo a Sienna —le imploró—, para que podamos casarnos
formalmente. Pero te lo advierto… la ceremonia dura seis días. Y no todo es festejo y
alegría. Tendremos que aprendernos de memoria varios pasajes del Tratado de
Comercio y cumplir con rituales que…
—Rom —le rodeó la cara con las manos—. No importa cuántas veces ni cuántas
formas uses para pedírmelo, que mi respuesta será siempre sí.
La abrazó. A Betty se le llenó la sonrisa de lágrimas mientras aplaudía.
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Lloriqueando, Jas los presentó y después se quedó mirando a los dos motociclistas
polvorientos.
—Y ahora, caballeros, ¿por qué no me contáis dónde habéis estado?
Los dos se miraron. Ian fue el primero en hablar.
—Rom llamó antes de que tú volvieras a casa… ayer por la mañana,
temprano… y dejó un millón de mensajes en el contestador. No podía imaginarse por
qué no le contestabas… y por qué seguías diciéndole lo mismo una y otra vez —
sonrió cariñosamente a Rom—. Ha sido el primer encuentro del señor Alta
Tecnología con un contestador automático.
Rom remetió los pulgares entre la cinturilla de sus cómodos vaqueros y se
encogió de hombros.
—¿Entiendes el inglés? —le preguntó Jas.
—Casi todo —le contestó Rom con naturalidad—, pero hablar es muy más…
mucho más difícil.
—Así que pulsé asterisco-69, lo llamé y le dije que estabas en Washington y que
tendría que ir allí. Después le he estado enseñando a montar en moto. Sabía que tú
no volverías hasta el día siguiente, así que, eh, terminamos por acampar toda la
noche en el cañón —Ian se encogió de hombros con gesto culpable—. Te deberíamos
haber llamado.
Rom le rozó la barbilla con los nudillos.
—Es culpa mía. Le pedí a Ian un poco de tiempo para que me conociera mejor y
me permitiera ser el marido de su madre.
Antes de que pudiera decir nada, Ian dijo:
—La excursión ha sido genial. Hemos hablado mucho. En realidad, hemos
estado hablando casi toda la noche.
Volvió a mirar a Rom con admiración. A Jas el corazón le dio un salto de
alegría. Se habían hecho buenos amigos.
—Cuando termine la carrera —siguió diciendo Ian—, me va a enseñar el
negocio de la familia.
—¿El «negocio de la familia»? —repitió Jas torpemente, mientras le daba
vueltas la cabeza.
Rom replicó en basic:
—Ian es mi hijastro. Es un chico bueno y leal al que estaré orgulloso de nombrar
mi heredero, si es que desea aceptar una tarea tan ardua. Pero antes tendremos que
hablar de esto a solas —abrió la bolsa de la moto y le tiró una chaqueta de piel, un
casco y unas botas—. Esta noche dormiremos en el desierto, bajo las estrellas. Será
nuestra noche de bodas, con mucho retraso —se le pusieron los ojos más oscuros y la
mirada más sexy, y Jas se estremeció solo de pensarlo—, y después, mañana o
pasado —añadió a propósito—, iremos a ver a tu hija. Pero antes tenemos que
celebrarlo —levantó la tapa de una nevera, lo justo para que Jas viera el brillo de
unas patatas y algunas botellas—. Cerveza Red Rocket —dijo guiñando.
Jas echó la cabeza hacia atrás y se rió. Rom la cogió por la cintura y la obligó a
darse la vuelta. Cuando puso los pies en el suelo, le murmuró apoyando la cabeza
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sobre su pelo:
—Siento haberte causado tanto dolor. Admito que todavía me queda mucho
que aprender para ser un buen marido.
Jas sonrió entre lágrimas y lo abrazó.
—No te preocupes, Rom. Tienes toda la vida para aprender.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
SUSAN GRANT
Susan Grant se basa en su experiencia como oficial de aviación y piloto
de líneas aéreas para crear historias llenas de romanticismo, humor y
apasionantes aventuras. Sus novelas, de gran éxito, han sido premiadas en
diversas ocasiones. Ya mucho antes de escribir su primer libro adoraba contar
cuentos. De niña, lo único que le gustaba más que soñar despierta era tener
público. Con 18 años empezó a vivir las historias que hasta entonces solo
había imaginado, y entró en la United States Air Force Academy como
miembro de la tercera generación de mujeres de su historia. Por desgracia,
allí descubrió que no se le daba bien el cálculo avanzado. No obstante, se
graduó y completó dos periodos de servicio en la Academia antes de entrar en las United
Airlines pilotando un Boeing 747 por todo el mundo.
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ISBN: 978-84-92431-12-0
Depósito Legal: M-16959-2008
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