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II Domingo de Cuaresma

Ciclo B
25 de febrero de 2018
Blancas. Esplendorosamente blancas. Con una blancura que ningún batanero lograría sobre la
tierra. Así se transformaron las vestiduras de Jesús ante los ojos de Pedro, Santiago y Juan.
Blancura de luz, de gloria. Hermosura divina confiada a los íntimos, a los amigos, como revelación
y encomienda. Desconcertante síntesis para la mirada de la belleza más excelente. Y, sin embargo,
no era una explosión cegadora ni la irrupción ante ellos de algo violento a los ojos. Blancura de
la tela, nos dice el texto, para subrayar que es la materia misma la que manifiesta el misterio.
Accesible de alguna manera a los sentidos, la persona de Jesús adquiría una nueva elocuencia con
su figura. Una profundidad de color, que tal vez había estado siempre presente, sin poder ser
captada, ahora resultaba evidente. Admirablemente evidente. Conmovedoramente evidente. Al
punto que la reacción de quienes experimentaban aquel prodigio se volvió un balbuceo de agrado
y de amor. ¡Qué a gusto estamos aquí!
¡Qué a gusto estamos aquí! La montaña alta de la Cuaresma nos arropa con una nube tersa, en
cuya sombra la luz se vuelve digerible. Luz de paz, que envuelve los sentidos. Sabe a secreto, y
tiene sin duda el tono sigiloso de las confidencias. Pero a la vez es diálogo y expresión, palabra
intensa que hace vibrar las entrañas, voz remota que acaricia los oídos con nítida cercanía. Y no
habla sino del Hijo. Hijo amado. Aunque Moisés y Elías conversen con Jesús, el único mensaje
audible confirma la luz con la atención: Escúchenlo. Después de lo cual no hay nada más. Se trata
sólo de escucharlo a él. Al mismo que, resplandeciente, nos cautiva, despertando el antiquísimo
olfato de la ternura doméstica, es al único al que toda apertura de nuestra percepción debe dirigirse.
Se intuye la felicidad. Después del instante cargado de eternidad, sólo queda él. Y no hace falta
nada más. Sin entenderlo todo, hay una certeza profunda que nadie puede derrocar.
Las más diversas profecías, en un conciliábulo inimaginable hasta entonces, convergen en explicar
la creación entera y la historia en aquella amable humanidad. Razones, sin duda, habrá muchas, y
podrán ser penetradas por los sabios de los tiempos. Pero para Pedro, Santiago y Juan, como
emblema de todos los fieles, una intuición profunda adelanta y resuelve todos los argumentos.
Jesús es el Amado. El Hijo amado. Al que debemos escuchar. Y aun antes de que nos hable de la
resurrección, y mucho antes aún de que empecemos a comprender su verdad, estamos seguros de
que en él reposa el secreto de la vida. Él nos hace ver el amor del Padre. Nos permite tocarlo con
inefable eficacia. Nos hace sentir en la tela cotidiana que nos viste el fulgor de nuestra
participación en la intimidad de Dios. La reacción será inoportuna, pero no falsa. ¡Qué a gusto
estamos aquí!
El Hijo amado, fuente de toda gracia y alegría, es el mismo cuya entrega el Padre no escatimó en
favor nuestro. Aún si la heroica fidelidad de Abraham fue detenida por el ángel de Dios, la
fidelidad divina no conoce parangón, incluso por encima de las traiciones humanas. La misma voz
que hoy nos presenta la belleza fulgurante de su Hijo, subrayándonos, además, cuánto lo ama,
guardará después silencio en la noche de la muerte -en el mediodía sombrío de la cruz-, para
declararnos la misma sentencia: él es la prueba incontestable de mi amor por ustedes. También
entonces nos estará diciendo: ¿hay acaso lugar para las dudas? ¿Queda claro mi amor sin reservas?
Desde el blanco de la luz que lo reviste, tengan ustedes la certeza decisiva: no me he detenido ante
nada para ofrecerles la salvación que necesitan. Más aun, mi volumtad desborda toda lógica. Estoy
dispuesto a todo, a darles todo lo que necesite su bien, para que la misma gloria que se esconde
en la carne de mi Hijo pueda brillar también en las ventanas del alma de ustedes. Mi designio es
favorable a ustedes, y no quiero que alberguen temor alguno. No hay potencia capaz de
condenarlos. Acepten mi amor, y déjense transformar por él. El agrado que experimentan ante su
visión es el mismo júbilo que he escondido en la vocación de cada ser humano. No lo rechaces,
hijo mío, que en él tú también eres destinatario del ropaje de luz.
En nuestro bautismo, en nuestra pascua personal, también fuimos vestidos de blanco. Y el blanco
refulgente de la gracia inundó nuestra carne. Era el mismo blanco de Cristo, al cual fuimos
asimilados en el amor personal del Padre. Aunque a veces nos hayamos alejado de su fuente, en
él radica nuestra identidad y nuestro proyecto. Convencidos de esta bondad, repitámosle al Señor
que nos ha llevado consigo: ¡Qué a gusto estamos aquí! Renovando el júbilo interior, nutrámonos
de ese mismo gusto que nos hace sentir hijos amados en el Amado Hijo. Y ciertos contra toda
desesperanza y desánimo de la eficacia del amor divino, perseveremos en el camino cuaresmal
hacia la Pascua. También hoy son bendecidos todos los pueblos de la tierra a través de los elegidos
de Dios.

Lecturas
Del libro del Génesis (22,1-2.9-13.15-18)
En aquel tiempo, Dios le puso una prueba a Abraham y le dijo: “¡Abraham, Abraham!” Él
respondió: “Aquí estoy”. Y Dios le dijo: “Toma a tu hijo único, Isaac, a quien tanto amas; vete a
la región de Moria y ofrécemelo en sacrificio, en el monte que yo te indicaré”. Cuando llegaron
al sitio que Dios le había señalado, Abraham levantó un altar y acomodó la leña. Luego ató a su
hijo Isaac, lo puso sobre el altar, encima de la leña, y tomó el cuchillo para degollarlo. Pero el
ángel del Señor lo llamó desde el cielo y le dijo: “¡Abraham, Abraham!” Él contestó: “Aquí estoy”.
El ángel le dijo: “No descargues la mano contra tu hijo, ni le hagas daño. Ya veo que temes a
Dios, porque no le has negado a tu hijo único”. Abraham levantó los ojos y vio un carnero,
enredado por los cuernos en la maleza. Atrapó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su
hijo. El ángel del Señor volvió a llamar a Abraham desde el cielo y le dijo: “Juro por mí mismo,
dice el Señor, que por haber hecho esto y no haberme negado a tu hijo único, yo te bendeciré y
multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Tus descendientes
conquistarán las ciudades enemigas. En tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la
tierra, porque obedeciste a mis palabras”.
Salmo Responsorial (115)
R/. Siempre confiaré en el Señor.
Aun abrumado de desgracias,
siempre confiaré en Dios.
A los ojos del Señor es muy penoso
que mueran sus amigos.

R/. De la muerte, Señor, me has librado,


a mí, tu esclavo e hijo de tu esclava.
Te ofreceré con gratitud un sacrificio
e invocaré tu nombre. R/.

Cumpliré mis promesas al Señor


ante todo su pueblo,
en medio de su templo santo,
que está en Jerusalén. R/.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos (8,31-34)
Hermanos: Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no nos escatimó
a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo
todo, junto con su Hijo? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Si Dios mismo es quien los
perdona, ¿quién será el que los condene? ¿Acaso Jesucristo, que murió, resucitó y está a la derecha
de Dios para interceder por nosotros?
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús. En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que decía:
“Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”. R/.
Del santo Evangelio según san Marcos (9,2-10)
En aquel tiempo, Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto
y se transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una
blancura que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés,
conversando con Jesús. Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí!
Hagamos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. En realidad no sabía lo que
decía, porque estaban asustados. Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de
esta nube salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”. En ese momento miraron
alrededor y no vieron a nadie sino a Jesús, que estaba solo con ellos. Cuando bajaban de la
montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del
hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero discutían entre sí
qué querría decir eso de “resucitar de entre los muertos”.

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