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APOCALIPSIS
MAYA;
con zombis
Escrito por: Juan Carlos Sánchez
Clemares.

Este es un libro de aventuras y de ficción,


es por eso que no se respeta la Historia ni se
pretende dar lecciones sobre nada excepto en
entretener y dejar volar libremente la imaginación.
Dentro del mundo en el que vivimos, existen otros
que pudieron ser, que no se rigen por las mismas
leyes que el nuestro. Este es uno de esos mundos.

El autor.
CAPÍTULO 1
En la actualidad, en algún lugar de la
selva en el interior de la península del Yucatán,
México; recién terminada la temporada de
lluvias.

El doctor John Wittman maldijo el clima


selvático, harto de pasarse todo el día sudando y
dando manotazos para ahuyentar a los voraces
mosquitos que siempre andaban acosando a la
expedición, ya fuera de día o de noche. A pesar de
ser todo un veterano, con más de catorce años de
experiencia en excavaciones arqueológicas,
incluida alguna en ardientes desiertos o heladas
tundras, la verdad es que nada le había preparado
para la selva mexicana y sus incomodidades. Sí,
era cierto que había leído mucho acerca del
infierno verde, sus fieras, enfermedades, plantas
venenosas, todo lo que se movía y reptaba era
cazador y presa a su vez, esas típicas frases
propias de documentales y revistas de naturaleza,
pero hasta que no puso la bota por primera vez en
el Yucatán no se dio cuenta de cuan equivocada
estaba toda esa gente respecto a la selva. Todo lo
malo que se decía y las advertencias que se
pudieran dar para el caso eran erróneas, porque en
realidad la selva era cien veces peor de lo que la
describían en panfletos o programas de televisión;
lo que demostraba que quienes hablaban sobre el
tema nunca habían estado en la jungla.
Desde el primer día que el equipo llegó al
lugar de la excavación comenzaron los problemas:
la humedad que todo lo corroía, incluso lo que se
suponía que no se podía oxidar; las
comunicaciones que siempre andaban mal, a pesar
de contar con lo último en tecnología e incluso un
satélite que les vigilaba y servía como enlace con
el resto del mundo; la comida que se echaba a
perder por culpa del moho, los animales que
pululaban por todos los sitios… Wittman sonrió al
recordar lo difícil que lo tuvieron para echar a la
innumerable horda de monos que habían hecho su
hogar de las ruinas. Lo peor era el clima,
bochornoso, húmedo, cuando no helado que te
introducía el frío hasta los mismos huesos a pesar
de lo que mucho que te abrigaras. O la estación de
la lluvia, con sus torrenciales tormentas que todo
lo arrasaban, cegando canales, fosas de
excavación y echando a perder semanas de duro
trabajo.
La selva era otro problema, llena de
alimañas, arañas y serpientes venenosas que se
movían por todas partes. Pronto aprendió el
equipo americano y europeo a dormir en alto en
las hamacas, aunque lo hicieron por las malas. Los
moscos y mosquitos se movían en densas nubes,
atacando con furia todo aquello que tuviera sangre,
a pesar de los repelentes que con profusión se
untaran por el cuerpo o las nubes de incienso que
los nativos no dejaban de crear prendiéndolo en
las hogueras. A Wittman, además, le pareció que la
selva les era hostil y pretendía expulsarles como
fuera, antes de que lograran arrebatar los secretos
de sus entrañas. Cuando explicaba esto a sus
colegas debía soportar las risas y las burlas,
porque nadie le creía, pero Wittman no podía
explicarlo de otra manera. ¿Por qué todo tenía que
ser tan hostil, cruel y duro en esta selva? El valle
había sido despejado de árboles y arbustos por
máquinas excavadoras y por los indígenas con sus
picos y palas, dejando al descubierto las
imponentes ruinas de la ciudad maya, pero el
doctor sabía que si se marchaban de allí y volvían
dentro de cuatro semanas, sólo cuatro, el entorno
habría cambiado, invadido por la selva y los
moradores que sobrevivían en ella, reclamando
sus dominios de nuevo; así de voraz era la jungla.
—Es el poder de la Naturaleza, doctor Wittman, es
algo normal. Debería haber salido más a menudo
de su despacho en la universidad —le dijo una vez
el doctor Manuel González Uxhe, director del
equipo mexicano, encargado de la seguridad de las
excavaciones y en definitiva la suprema autoridad
del proyecto.
Claro que el doctor González era
mexicano, más adaptado a la selva, como los
indígenas que se movían por ella con total
seguridad y sin aparentes problemas. A ellos nunca
les picaban los mosquitos, ni las serpientes, ni les
molestaba el bochornoso calor ni las intensas
lluvias. Parecían imperturbables, inasequibles al
cansancio, siempre dispuestos a realizar las
órdenes que se les dieran, sin importar el esfuerzo
que supusiera. De cuerpos pequeños, morenos,
pelo intensamente negro, cavaban, picaban,
desmenuzaban la piedra, talaban ramas y troncos,
portaban provisiones, equipos, atendían las
necesidades de los arqueólogos y encima tenían
tiempo para cazar serpientes, monos o aves que
luego asaban y comían con deleite alrededor de
hogueras por la noche, cuando se reunían para
hablar en su explosivo idioma de sólo ellos sabían
que. Wittman no podía dejar de admirar de cierta
manera a los nativos, descendientes posiblemente
de aquellos mayas que habían edificado esta
asombrosa ciudad que recién se le había
arrebatado a la selva con no pocos sudores y
sacrificios.
De todas formas, el doctor González era
injusto con Wittman, pues este sí tenía experiencia
en otras excavaciones en ambientes duros y había
visto mundo, solamente que ya hacía mucho tiempo
de aquello, cuando aún tenía el pelo largo y
abundante y el vientre plano. Wittman, con sus casi
cincuenta años, cuerpo sedentario y algo de
papada, esperaba ya de su vida profesional un
buen puesto en una universidad o museo de
prestigio, vivir tranquilamente o ir de cuando en
cuando a alguna convención para dar charlas sobre
sus trabajos. Pero ahora se encontraba aquí, en
mitad de la hostil selva mexicana, matando
mosquitos con la paleta y sudando como un
condenado en el infierno, preguntándose una vez
más que demonios hacía y porque se tenía que
haber metido en la empresa.
Cierto era que se doctoró como un experto
en lengua y cultura clásica maya, pero enseguida,
por culpa de la larga lista de arqueólogos y
expertos que esperaban pacientemente el turno de
que el gobierno mexicano les diera permiso para
iniciar una excavación o investigación, tuvo que
decantarse por otras especialidades y buscar otras
excavaciones de diferentes culturas. No le
apetecía para nada esperar años a un permiso que
seguramente no le reportaría beneficio, pues a
pesar de que había mucho todavía por investigar
acerca de la antigua cultura maya —solo se había
empezado a comprender una pequeña parte de la
rica y compleja civilización mesoamericana—,
todos los destinos deseables, aquellos que podrían
reportar prestigio, fama y dinero, ya se hallaban
copados por otros investigadores que lucharían
con uñas y dientes por no perder sus trabajos a
manos de recién llegados hambrientos de gloria.
Wittman, además, no contaba con los
contactos ni el dinero suficiente para sobornar a
las personas adecuadas dentro del gobierno
mexicano —así es como se adjudicaban en su
mayor parte las cesiones a los equipos extranjeros
para que investigaran en suelo mexicano los
hallazgos arqueológicos—, así que no le quedó
más remedio que marchar a otros países y
apuntarse a otras excavaciones, aunque fueran de
culturas totalmente diferentes. Pero Wittman era
inteligente y pronto se convirtió en un experto en,
por ejemplo, las culturas de Nazca y otras
civilizaciones precolombinas. Aunque su gran
pasión siempre fueran las antiguas civilizaciones
mesoamericanas, se entregó con fervor a su trabajo
y en varios años logró obtener relativos éxitos e
incluso ser mencionado en un par de ocasiones en
periódicos y revistas de renombre. A pesar de
todo, Wittman nunca dejó de lado las culturas
mesoamericanas y estuvo al tanto de los últimos
hallazgos, investigaciones e hipótesis, y si bien no
participó en una excavación en ruinas mayas, lo
que ambicionaba desde su juventud, al menos
siguió siendo un experto en el tema, aunque de
esos que en su profesión se conocía como “de
salón”.
Actualmente Wittman vivía medianamente
bien en su puesto de profesor docente en una
universidad en el noroeste de Estados Unidos,
compartiendo el trabajo de maestro con escribir
artículos sobre la cultura maya basados sobre todo
en su mundo religioso y político, del que era un
gran experto. Wittman era un autor muy consultado
por los especialistas y de nuevo volvió a cosechar
éxitos en forma de publicaciones y estipendios
económicos que le auguraban un sencillo pero
seguro retiro, hasta que le llegó la carta donde se
le informaba que se le deseaba contratar como
experto en unas excavaciones en el interior de la
Península del Yucatán para una empresa privada
que, a su vez, debía rendir cuentas de cuanto hacía
al gobierno de México.
En un principio Wittman no dio mucho
crédito a la carta, incluso llegó a pensar que se
trataba de un error del cartero, pero tras leerla un
par de veces más no le cupo duda de que iba
dirigida a su persona. Llamó al número de teléfono
que venía en el papel y fue entonces cuando se
convenció de que el asunto iba en serio. Era lo que
siempre había soñado, al menos cuando recién se
doctoró: investigar las ruinas de una ciudad maya
que hasta entonces había permanecido ignorada
por todos. Ese sueño se hacía realidad, ya que la
empresa, que se llamaba “Pandora Enterprise”, le
ofrecía un puesto como especialista en las
excavaciones que ya llevaban realizándose en la
zona desde hacía cinco años. Tentado estuvo de
denegar la oferta, ya no sentía el gusanillo de la
ambición corroerle las entrañas y su edad no era la
más adecuada —en verdad, se había acomodado
en exceso y la tripa floja y grande se le revelaba
ante la idea de tener que realizar esfuerzos—, pero
le convencieron con tres buenos argumentos.
El primero fue la paga, astronómica,
Wittman nunca había cobrado nada igual en su vida
y no creía que jamás pudiera tener la oportunidad
de volver a ganar tanto de nuevo. El dinero que le
ofrecían le daría no sólo para unas largas y
merecidas vacaciones en cualquier parte del
mundo, sino también para pagar facturas, comprar
un coche nuevo, modernizar sus equipos de
investigación y ordenadores y aún así le quedaría
lo suficiente para jubilarse por todo lo grande. El
segundo argumento fue que se vería inmerso en una
investigación que le brindaría la oportunidad de
destacar en el mundo de la arqueología y sobre
todo en el género en que era un experto. “Pandora
Enterprise” aseguraba que las ruinas a investigar
eran inéditas, no descubiertas hasta unos años
atrás, por lo tanto, él y el resto del equipo de
expertos, arqueólogos e investigadores serían los
primeros en realizar los descubrimientos y
trabajos en la dicha ciudad. ¡Ser de los primeros
en investigar en una ciudad maya era más de lo que
nunca hubiera soñado Wittman!
El tercer argumento también tuvo su peso, y
era que Wittman intuía que o aceptaba el trabajo, o
nunca más se le volvería a presentar semejante
oportunidad, y a pesar de su edad y cuerpo poco
cuidado, en su interior seguía ardiendo una chispa
de ambición que le decía que más le valía hacer
las maletas y enfrentarse al reto, o se pasaría el
resto de su patética vida lamentándose por no
haber ido. Así que tras entrevistarse en persona
con los directores de “Pandora Enterprise” y
conocer más detalles sobre la excavación, aceptó
el ofrecimiento y en cuestión de semanas, tras
obtener papeles y permisos necesarios más
vacunarse contra infinidad de enfermedades, subió
a un avión rumbo a México DF y de allí a la selva
del Yucatán. Se encontraba lleno de energía,
optimismo y sintiendo que renacía a una nueva
vida cargada de aventuras y descubrimientos
asombrosos.
En el tiempo en que tardó en llegar a las
ruinas, Wittman leyó varias veces los informes que
los técnicos de “Pandora Enterprise” le pasaran
para que se fuera poniendo al día de todos los
hallazgos. Lo que más le hizo latir el corazón fue
constatar que en verdad la ciudad maya había
permanecido oculta en la selva, en un valle
prácticamente inaccesible —sólo se podía acceder
por helicóptero— y que fue descubierto de manera
casual. De inmediato, el gobierno federal
mexicano se hizo cargo de la situación y mandó al
ejército para evitar tanto el expolio como que
cualquier expedición extranjera se arrogase el
derecho de descubrimiento. Era por eso que
México controlaba totalmente las investigaciones y
los equipos que podían entrar y salir del valle;
nada se hacía sin su consentimiento expreso y todo
se debía llevar en absoluto secreto, ya que se
esperaba saber mucho más sobre la ciudad antes
de anunciar al mundo su descubrimiento. Wittman
se vio obligado a firmar una cláusula en el
contrato que decía que tenía prohibido hablar o
mentar tan siquiera las ruinas a su mujer —de la
que estaba separado hacía años— o hijos —con
los que apenas se veía—. Por cierto, que de la
ciudad apenas se sabía nada, ni tan siquiera su
nombre, y a la espera de hallar uno adecuado de
momento se llamaba “Ciudad Sagrada” por la
cantidad de templos que en ella se alzaban.
Si ya era increíble trabajar en una ciudad
maya que ni siquiera se sospechaba su existencia,
pero que era comparable en esplendor a las
impresionantes Palenque, Copán, Río Azul o
Uaxactún entre otras tanto por su tamaño como por
la conservación de sus edificios, no menos
increíble eran los datos y descubrimientos hasta el
momento hallados. Tras despojar el valle donde se
encontraba la urbe de la asfixiante selva, talar
centenares de árboles, despejar calles y adecentar
caminos y despojar de la manta verde los templos
y los palacios, los primeros arqueólogos y
científicos se pusieron a trabajar con delicadeza
en sus piedras y sacaron sus primeras asombrosas
conclusiones. La primera fue la edad de la ciudad,
un dato que dejó sin habla a los expertos. Según la
datación por Carbono 14 de unos restos óseos
encontrados en unas fosas rituales cerca de un
campo de juego de pelota maya —seguramente
víctimas de rituales de sacrificio—, se estimó que
la edad de “Ciudad Sagrada” debía tener
aproximadamente unos tres mil doscientos años de
antigüedad, pudiendo ser, quizás, la ciudad maya
más antigua encontrada hasta el momento. Wittman
no podía creer en lo que leía hasta que vio con sus
propios ojos los resultados de las investigaciones.
Era, en definitiva, el sueño de cualquier
arqueólogo, y Wittman no tuvo más remedio que
preguntarse porque fue seleccionado por la
empresa para trabajar en las excavaciones. La
respuesta que le dieron fue porque era todo un
experto reputado en su campo, pero además, tanto
las autoridades mexicanas, como “Pandora
Enterprise”, cuyos servicios eran contratados por
México para el estudio y explotación de la ciudad,
deseaban que “Ciudad Sagrada” fuera abordada
con otra perspectiva. Si en verdad era la ciudad
maya más antigua, y todo parecía indicar que así
era, se necesitaba realizar su estudio de otra
manera, con la mente más abierta, sin las rígidas
ideas heterodoxas que poseían la inmensa mayoría
de arqueólogos que estudiaban otras ciudades
mayas y que posiblemente harían perder la
frescura e inmensidad del descubrimiento, por no
decir que se atascarían en sus prejuicios y manías
personales ralentizando las investigaciones. No,
era mejor tomar gente experta, pero que no
tuvieran apenas experiencia en trabajo de campo o
pertenecieran a los selectos grupos de expertos
mayas, y que dieran al estudio una nueva
dimensión más acorde a los tiempos modernos y a
las exigencias de una sociedad más que harta de
“sabios” prepotentes y arrogantes que creían
saberlo todo. Era todo un desafío lo que le pedían
a Wittman, y quizás no pudiera triunfar, pues los
obstaculos eran muy elevados, pero no le
importaba. Nada le hubiera podido ya detener,
pues desde el primer momento en que supo de la
existencia de “Ciudad Sagrada” se dijo a sí mismo
que debía pisar sus ruinas. Imagínate, ser de los
primeros europeos en poner los pies en una ciudad
enigmática perdida en la selva.

***

— ¿Ser los primeros europeos? ¡Ja! —se rió la


doctora Jane Foster, y tras decir eso puso de golpe
en la mesa un morrión algo ajado y deslustrado por
el paso del tiempo.
—Malditos españoles —masculló el doctor Karl
Günther con su fuerte acento alemán, medio
admirado y medio irritado—. Están por todos
lados, no hay parte de este continente que no hayan
explorado, curioseado o conquistado. Sólo les
detuvo la selva del Amazonas y eso porque no
había nada de valor allí que les interesara.
—La pregunta es la siguiente: ¿cómo lograron
llegar hasta aquí?
Nadie pudo contestar a la doctora Foster,
una experta en lengua y escritura maya, que pasaba
de los cuarenta pero que todavía era a su manera
hermosa y sensual. Tomó el casco y lo observó con
atención, como esperando que el objeto le
contestara. Así fue la bienvenida del doctor
Wittman al valle y a la expedición arqueológica.
Tras superar controles de seguridad del perímetro
que rodeaban al valle, fue autorizado a subir en un
helicóptero y descender al pequeño aeropuerto
acondicionado a tal uso. Volvió a pasar por otra
serie de medidas de seguridad teniendo que volver
a constatar su identidad y mostrar sus papeles y
autorizaciones. La seguridad, a cargo también de
“Pandora Enterprise”, junto con un pequeño
grupo de militares mexicanos, era increíble, mas
parecía que se estuviera vigilando la Casa Blanca
norteamericana que no una zona de excavaciones
arqueológicas.
Wittman fue presentado al equipo de
arqueólogos y expertos, una comisión formada por
americanos, cinco, y europeos, catorce, en su
mayoría alemanes, al cargo del doctor Günther.
También formaban el equipo dieciséis expertos
mexicanos, cuyo jefe era el doctor González,
director de las excavaciones, y un sinfín de
ayudantes que cada día a Wittman se le antojaban
diferentes. Tanto los americanos como los
europeos aportaban sus enormes conocimientos
sobre el mundo maya y un punto de vista más
abierto que el de los mexicanos, cuyas labores
principales consistían en no permitir que el legado
de sus antepasados se vieran deshonrados por
teorías absurdas o estudios incompetentes, pero,
sobre todo, y de esto ya le informó en su momento
la doctora Foster, estaban allí para vigilar e
impedir que cualquier información, trozo de piedra
o lo que se encontrara de valor fuera robado y
expoliado. México tenía una larga y amarga
experiencia con excavaciones arqueológicas
patrocinadas y dirigidas por equipos occidentales,
que por cada hallazgo que informaban, cinco se los
callaban, llevándose lo encontrado a sus países y
museos para reclamar la gloria del botín y los
descubrimientos. Eran cientos los pleitos que
mantenía el gobierno federal con museos
americanos y europeos en un intento desesperado
de recuperar sus tesoros y herencia cultural.
Así que los mexicanos se dedicaban a
trabajar en las ruinas, pero también a vigilar a sus
compañeros de oficio, pero si bien los
arqueólogos y científicos eran de talante amigable
y discreto, no sucedía lo mismo con los militares
al mando del capitán Garrido Juárez, que
mantenían una férrea y asfixiante vigilancia a los
integrantes de la expedición americana y europea.
Esto provocaba cierta fricción entre unos y otros, y
se trabajaba en medio de una tensión siempre
latente, obligando a tener que hablar con cuidado y
no levantar sospechas por temor a que los
militares decidieran tomar el mando de la
excavación y desalojar a los no mexicanos del
valle.
A pesar de todo, eran tantas las maravillas
y las posibilidades que ofrecía “Ciudad Sagrada”,
que todos esos inconvenientes, junto con la voraz
selva y el clima tropical, se dejaban simplemente a
un lado para volcarse en el trabajo y en las
investigaciones estudiadas hasta el momento, que
era nada menos que una ciudad entera en muy buen
estado de conservación. Los turnos de trabajo de
los arqueólogos se medían por días enteros,
comenzando muy de mañana y terminando hasta
que la oscuridad hacía imposible la tarea; y aún
así, muchos permanecían despiertos en sus
cabañas prefabricadas ojeando libros, artículos,
creando notas, referencias, estudiando piezas y
catalogando colecciones, porque cada día se
encontraban cientos de objetos que hacían las
delicias de los científicos: vasijas, pectorales,
figuras de loza, platos, brazales, mascarillas de
jade y oro, penachos de plumas, algunos echados a
perder, otros en perfecto estado, túnicas, mantas…
Sin hablar de la propia ciudad en sí, que era
impresionante, y era tanta la cantidad de edificios
que albergaba, que se necesitarían varias vidas
para poder catalogarlos y saber cuáles podrían
haber sido sus funciones, si es que alguna vez se
averiguaba.
La llegada de Wittman fue recibida con
alegría, a pesar de la anécdota del morrión
español, ya que sus conocimientos eran necesarios
para poder descifrar los numerosos jeroglíficos
mayas encontrados por toda la ciudad, tanto en
edificios, como en pinturas y en algunos códices,
auténticos tesoros. A Wittman le supuso una
pequeña desilusión el saber que ya no eran los
primeros europeos en contemplar “Ciudad
Sagrada”, pero se lo tenía que haber imaginado; al
fin y al cabo fue España quien conquistó,
descubrió y dio a conocer América al resto del
mundo. No fue el casco el único descubrimiento,
sino que también se encontraron varias espadas,
lanzas, corazas de armaduras, golas, monedas,
ropas, rodelas e incluso restos humanos de
cuerpos de conquistadores que parecían haber
muerto de manera violenta, lo que llevaba a sumar
un nuevo misterio a los muchos que rodeaban a
“Ciudad Sagrada”.
Porque lo cierto es que era mucho lo que
se desconocía de la urbe maya. ¿Era en verdad tan
antigua? ¿Por qué alzar una ciudad en un valle
cerrado, de tan difícil acceso, lejos de las rutas
comerciales y al parecer aislada del resto de
ciudades mayas? Un detalle que inquietaba a los
investigadores era que la ciudad carecía de
nombre, de todo tipo de nombres en realidad. Al
contrario que en otras ruinas mayas, no había
nombres de soberanos o sacerdotes en sus paredes
de templos y palacios, ni denominaciones de
ciudades, ni tan siquiera fechas, lo que era insólito
y convertía a “Ciudad Sagrada” en única en su
género. ¿Qué ciudad era esta? ¿Quiénes la
levantaron y cuáles fueron sus intenciones? ¿Y
porque había desaparecido de la Historia hasta el
punto de que ni los propios mayas conocían su
existencia? En ninguna otra ciudad maya,
monumento, códice, pinturas, tradiciones o poemas
se mencionaba la existencia de “Ciudad Sagrada”,
ni tan siquiera vagas u oscuras referencias o
leyendas. ¿O tal vez, como sugirió
inquietantemente el doctor González, en realidad
los mayas sí conocían la ciudad, pero evitaron
hablar de ella porque estaba prohibido?
—O porque quizás intentaban ocultar algo —fue
también la respuesta espontánea de Wittman a los
razonamientos de su colega mexicano.
Quizás sí que era una ciudad sagrada de
verdad, el valle algún lugar donde la tradición
maya dictara que había ocurrido algo relacionado
con sus dioses, de ahí la profusión de
construcciones religiosas. Quizás era tan mágica y
sagrada para los mayas, que tan solo la conocerían
unos cuantos elegidos, los sacerdotes y las castas
dirigentes, y sus propios habitantes, claro estaba.
¿Un lugar donde celebrar ritos especiales, que
albergaba secretos misteriosos y muy importantes
para la cultura maya? Era una teoría que entre los
arqueólogos de la expedición iba cobrando cada
vez mayor fuerza. Solo había que estudiar la
misma composición de las ruinas: más de tres
docenas de templos, destacando de ellos tres
inmensos con sus gradas orientadas a los puntos
cardinales, con relevancia al sur, la entrada al
inframundo, los más grandes hasta el momento de
toda América Central; innumerables altares que
salpicaban la ciudad por todas partes, pequeños
templetes con nichos y en su mayoría pequeños
dioses de piedra en ellos, varios en muy buen
estado; cinco campos de pelota, el juego sagrado;
numerosos observatorios astronómicos, donde los
mayas eran consumados expertos, almacenes,
palacios, casas opulentas, edificios para albergar
la servidumbre, centenares de viviendas
seguramente para cobijarse el pueblo y varios
pozos sagrados donde se solían ofrendar los
cuerpos de las víctimas de los sacrificios
humanos, al que los pueblos mesoamericanos eran
tan tristemente adeptos.
Aunque no se encontraran nombres, o datos
que reflejaran cuando se construyó la ciudad y
quienes vivían en ella, a cambio existía gran
profusión de jeroglíficos, pinturas en el interior de
los edificios que se mantenían con relativa nitidez
y tallas en las piedras donde se escenificaba y
representaba el drama de la religión maya con toda
claridad y crueldad. Se mirase donde se mirase, se
encontraban grandes evidencias de los múltiples
sacrificios humanos y las formas en que se
llevaban a cabo, así como innumerables
representaciones de sus dioses y mundos
espirituales, dando importancia al inframundo, el
Xibalbá o Metnal, el mundo subterráneo, reino de
los muertos, de los dioses que allí reinaban y toda
clase de espíritus. En los impresionantes murales
pintados donde predominaban el negro y rojo con
toda su explosiva fuerza, se veían hileras de
prisioneros vigilados por guerreros mayas de
crueles miradas y duros rostros, conducidos a los
altares donde los sacerdotes les arrancaban los
corazones en mitad de una horripilante lluvia de
sangre soberbiamente representada por los
desaparecidos artistas.
Las cabezas de los desdichados eran
cortadas y apiladas en montones, y los que
esperaban su turno para morir eran torturados con
deliberada crueldad. Se les arrancaban las uñas, el
pelo o se les amputaban miembros, o se les
quemaba en vida. La muerte era el tema principal
del arte en “Ciudad Sagrada”, la calavera humana
se encontraba representada en todas partes, cuando
no eran cráneos verdaderos los que se habían
utilizado para levantar altares y macabros muros.
Los dioses mayas se deleitaban con la sangre y la
carne humana, siempre portando corazones,
piernas y cabezas en sus manos o cintos, dioses
sanguinarios, crueles, sedientos de muerte,
terriblemente ansiosos de sacrificios, la parte más
oscura de la cultura maya.
Los arqueólogos ya estaban
acostumbrados a este tipo de representaciones
artísticas en otras ciudades mayas, pero en
“Ciudad Sagrada” era tal su profusión e
insistencia, que los componentes de la expedición
no tuvieron por menos que admitir que les
inquietaba y hasta provocaba cierta repulsa. La
Historia no era para juzgarla ni condenarla, tan
sólo para estudiarla, pero Wittman y los demás no
podían permanecer impasibles ante el horror de
los innumerables sacrificios humanos que allí se
tuvieron que llevar a cabo. Otro enigmático
descubrimiento fue hallar una serie de jeroglíficos,
la tan enrevesada y florida escritura maya, que
apenas podían ser descifrados y que parecían ser
una especie de historia del inframundo o de
rituales mágicos para comunicarse con los dioses
y espíritus que moraban en dicho plano de la
existencia. Wittman, junto con la doctora Foster,
había comenzado a trabajar de inmediato en
descifrar los símbolos, pero hasta el momento el
éxito había sido insignificante, puesto que la
simbología que en ellos se representaba se
escapaba, de momento, a la comprensión que los
occidentales pudieran tener o poseer sobre la
antigua cultura maya. Wittman no se sintió
preocupado por el revés sufrido, al contrario,
sirvió para estimular sus ganas de redoblar los
esfuerzos, ilusionado quizás por haber encontrado
una nueva escritura maya que añadir a las ya
conocidas.
Otra novedad encontrada en “Ciudad
Sagrada” fue descubrir la representación artística,
tanto en piedra como en pintura, de unos extraños
guerreros con la piel tintada de blanco, semejaban
muertos en vida, con los símbolos de la muerte y
la putrefacción tatuados en sus pechos y rostros,
que devoraban con ansia los restos humanos de los
sacrificios y a los que unos sacerdotes daban de
comer y vigilaban con atento celo. ¿Quiénes eran
esos guerreros tan importantes para los moradores
de “Ciudad Sagrada”? No había duda de que esos
guerreros debían ser especiales, porque se les
descubrió en muchas representaciones a lo largo
del valle. ¿Eran una elite de guerreros a los que se
les recompensaban con los mejores trozos del
cuerpo de los sacrificados? El corazón humano era
la ofrenda favorita de los dioses mayas, el resto
era devorado por los nativos, pero a lo mejor los
guerreros-cadáver —así los habían bautizado—
poseían ciertos privilegios a la hora de escoger a
las mejores víctimas para comer o los mejores
órganos, como el hígado, por ejemplo. Pudiera ser
que fueran hombres sumamente violentos, que
adoraran a la muerte y la buscaran a propósito en
su lucha por defender la ciudad. En un mural
encontrado en un pequeño templo, uno de los
mejores conservados, se veía a un pequeño
ejército de estos guerreros-cadáver marchar a la
batalla tan solo armados con sus manos, guiados
por los sacerdotes que les señalaban el enemigo a
destruir. ¿Era esa su función literal, o sólo se
trataba de un símbolo, una manera de expresar
algo de manera pictórica?
Un misterio más que añadir a los que ya
traían de cabeza al equipo de investigación. No se
sabía cómo había surgido esta ciudad de la selva,
en lo profundo del valle, pero tampoco se sabía
cuando había perdido su poder y los habitantes la
habían abandonado. Al igual que ocurriera con la
mayoría de ciudades mayas del periodo clásico,
“Ciudad Sagrada” sencillamente había sido
abandonada. A pesar de lo que dijeran muchos
arqueólogos y científicos, con “pruebas” que ellos
creían irrefutables, seguía siendo una incógnita la
explicación del porque los mayas abandonaron sus
ciudades para internarse en la selva y fundar
nuevos asentamientos a centenares de kilómetros
de distancia del lugar que les vio nacer. En
“Ciudad Sagrada” pareció ocurrir lo mismo: sus
moradores un día se fueron y no volvieron. ¿Por
qué? ¿Qué les motivó a dejar una ciudad que
indudablemente era tan sagrada y cargada de
poder?
Desde luego no fue una invasión, como
sugerían algunos expertos, no existían indicios de
luchas, ni incendios, pillaje o destrucción.
¿Epidemias? ¿Hambrunas? Tampoco había
indicios de tales cosas. Cierto era que en algunos
templos y ruinas se encontraron daños producidos
por la mano del hombre, no de la naturaleza, pero
eran muy recientes, probablemente producidos por
los españoles en lo que pareció ser una lucha
contra un enemigo que los arqueólogos todavía no
habían podido identificar. Porque los hallazgos
relacionados con los conquistadores era otro
irritante misterio sin resolver. ¿Cómo lograron dar
con la ciudad oculta? ¿Qué vinieron a hacer aquí?
No fue por oro, porque lo había en abundancia por
toda la ciudad y fácil de encontrar y no se lo
llevaron. ¿Y contra quienes lucharon? El doctor
Philip DiMaggio, forense de gran experiencia,
estudió los restos óseos de los conquistadores y
llegó a la demoledora conclusión de que fueron
asesinados y de manera muy violenta,
desmembrados a su muerte, e incluso los huesos
presentaban huellas de mordeduras humanas.
¿Fueron atacados por tribus caníbales? ¿Qué
drama se había vivido en estas silenciosas y
aterradoras ruinas? Wittman no podía imaginar una
muerte más horrible como la que había acaecido a
esos conquistadores. El doctor Günther no dio
importancia a los hechos espantosos.
—Fueron asesinados, ¿y qué? —se encogió de
hombros—. Eso ocurrió hace siglos, y
seguramente murieron matando a gran parte de sus
atacantes. Es usted muy aprensivo, estimado
colega.
— ¿Pero, porque no hemos encontrado los cuerpos
de los que les atacaron? —preguntó Wittman
sumamente impresionado por los informes
forenses.
—Bah. Porque se los llevarían para sus
ceremonias de entierro. Se comieron a los
españoles y se fueron. Seguramente serían nativos
de la zona, salvajes caníbales que ya habrán
desaparecido bien por el avance de la civilización
o por las enfermedades que diezmaron a los
indios. Los conquistadores buscarían algo, vaya
usted a saber el que, eran muy audaces. Se toparon
con los caníbales y entablaron combate. Apuesto a
que por cada español que muriera al menos
mataron a diez indios. Por entonces eran unos
jodidos y sanguinarios soldados, muy crueles y
experimentados en la guerra.
Wittman sonreía y daba por buenas las
explicaciones de sus colegas, pero en su interior
se vio perturbado por los macabros hallazgos en
“Ciudad Sagrada”. Muchas fueron las noches que
se despertó por culpa de pesadillas relacionadas
con rituales de sacrificio y orgías de canibalismo
donde los guerreros-cadáver atacaban la
expedición con salvajismo e insaciable hambre de
carne y sangre. Pero los trabajos continuaban y
eran tan absorbentes y acumulativos, que los
terrores de la noche pronto se olvidaban ante los
problemas de la selva, el calor y las excavaciones.
Así que, una vez más, Wittman se
preguntaba que hacía en mitad de la selva
soportando penalidades y mosquitos, para
responderse de nuevo que era por la oportunidad
que representaba estudiar en persona las increíbles
ruinas de “Ciudad Sagrada”. Se encontraba
sentado en el barracón donde los miembros de la
expedición comían, junto a la doctora Foster y los
doctores Günther y González, tras terminar el
almuerzo, con una taza de café humeante en una
mano, mientras los especialistas debatían
intensamente sobre otro misterio de la ciudad: la
ausencia de campos de cultivo. ¿Cómo se mantenía
la ciudad? Las excavaciones habían dejado al
descubierto una serie de enormes cisternas
subterráneas artificiales que almacenaban agua,
aún seguían haciéndolo, y una red de canales que
conducían tanto parte del caudal de río del valle
como del agua que caía en las tormentas. El
suministro del líquido vital estaba asegurado, y fue
tal la maestría de los antiguos constructores, que
incluso encontraron pruebas de que hubo
suministro de agua corriente en numerosos
palacios y casas. Pero el asunto de la comida no
estaba tan claro.
Que algunas edificaciones fueron en su día
almacenes estaba claro, se encontraron cientos de
ollas, platos y cuencos de barro cocido en su
interior, pero no existían campos de cultivos,
acequias, canales de regadío, cualquier señal de
que en “Ciudad Sagrada” se practicara la
agricultura, tan necesaria para el mantenimiento de
una ciudad que en su máximo esplendor pudo
haber albergado al menos ciento cincuenta mil
habitantes. En un principio se pensó que la selva
tenía que haber engullido los campos de cultivo y
borrado toda prueba de que allí se plantara algo,
pero es que eso no servía para no encontrar las
demarcaciones de los campos con pequeños muros
de piedra, o para las herramientas necesarias que
emplearon los antiguos mayas y que tan bien
conocían los arqueólogos. Así pues, “Ciudad
Sagrada” no fue auto-suficiente y tendría que haber
necesitado de un activo comercio que suministrara
provisiones con regularidad a la población.
¿Quién o quiénes eran los encargados de la tarea
de enviar la comida? Esto significaba también que
la ciudad no había estado tan aislada del resto de
núcleos urbanos de la época, pues por obligación
tendría que haber establecido lazos comerciales
con alguna otra ciudad lo suficientemente fuerte en
recursos como para alimentar a toda “Ciudad
Sagrada”.
La doctora Foster estaba entusiasmada con
esta hipótesis, porque abría una pequeña esperanza
a encontrar información sobre la misteriosa
ciudad. Si había tenido comercio con alguna otra
facción maya, bien pudiera ser que hubiera
constancia de ello y se pudiera dar respuesta al
menos sobre el nombre que en su día tuvieron las
ruinas. El doctor Günther, en cambio, era más
pesimista y no creía posible que tal cosa pudiera
ser.
—Es en mi opinión —decía mientras daba unas
chupadas a su gastada pipa de madera y expulsaba
el humo con satisfacción—, que no encontraremos
ninguna referencia sobre “Ciudad Sagrada” en
ninguna parte. Pienso que los habitantes tenían tan
en secreto su ubicación, que seguramente tendrían
pactos de silencio con los comerciantes que les
suministraban la comida —era el alemán un
hombre muy firme en sus convicciones. Era alto y
grueso, con un tórax similar a un barril de cerveza,
fuertes y velludos brazos, de pelo y barba negros y
espesos, aunque ya veteados por numerosas canas.
Sus ojillos grises delataban una aguda e inquisitiva
inteligencia, salpicada por un sentido del humor
que desmentía su feroz apariencia, más propia de
un cazador de osos de los de antaño que no un
reputado arqueólogo y experto en culturas
mesoamericanas como era.
—Que no hayamos encontrado hasta el momento
ninguna referencia a la ciudad fuera de ella no
significa que no existan. Tan solo que debemos
buscar con mayor atención e insistencia —
defendió la doctora Foster con vehemencia su
teoría y no queriendo cambiar tan fácil de opinión.
Era una mujer hermosa y seductora en
opinión de Wittman, que combinaba a la
perfección su belleza madura con la inteligencia.
De pelo castaño, ojos azules y piel ligeramente
bronceada, traía locos a la mayoría de varones que
componían la expedición y que fueran mayores de
treinta años; hubo unos pocos que intentaron
seducirla, pero se estrellaron contra la frialdad de
la mujer, a la que no interesaba en nada los líos
amorosos. Su ambición era conseguir prestigio
gracias a “Ciudad Sagrada” y no estaba dispuesta
a perder el tiempo en tonterías. Algunos doctores
comentaban, con malicia y despecho, que la
doctora Foster en realidad era lesbiana, y como el
resto de las mujeres de la expedición, cuatro, se
encontraban casadas, por eso andaba siempre de
mal humor.
Wittman no creía nada de eso, ya había
conocido a lo largo de su extensa experiencia
laboral a personas como la doctora Foster, a
quienes sólo les interesaban el trabajo y sus
ambiciones relacionadas con él. No querían saber
nada de parejas, hijos, amigos o cualquier cosa
que les pudiera entorpecer en su trayectoria
profesional, hasta que un buen día descubrían lo
contrario y se daban cuenta de que era demasiado
tarde para poder corregir el error. La doctora
Foster se encontraba de mal humor sencillamente
porque la enojaba no poder hallar respuestas a los
misterios que “Ciudad Sagrada” planteaba. Cuanto
más tiempo estuvieran en este valle perdido de la
mano de Dios, más tardaría en recibir los premios,
las alabanzas y las recompensas que ella creía
merecer. En cuanto a Wittman, su relación con la
doctora era cortes y profesional, nunca había ido
más allá, no poseía tanto ego como para creer que
caería rendida a sus pies si desplegaba sus
encantos.
En cuanto al doctor González, era un
enigma tan grande como las mismas ruinas mayas.
Era educado, hablaba varios idiomas, incluido
dialectos locales de los nativos, inteligente y toda
una autoridad en su país, pero poco más se sabía
de su persona. Nunca hablaba de su vida privada
ni hacia referencias a ella; ni tan siquiera se sabía
si estaba casado. Wittman pensaba que el
mexicano no deseaba darse a conocer para que así
los componentes de la expedición no pudieran
utilizar esa información contra él, aunque era
bastante paranoico ese pensamiento. Claro que a
esos pensamientos ayudaba la constante vigilancia
de los militares y los guardias privados de
“Pandora Enterprise”. Llevaban ya tres semanas
sin salir del valle y los ánimos se encontraban
inquietos y tensos. Se solía tener cuatro días de
descanso, por grupos y en turnos, donde se les
dejaba viajar a la civilización para que pudieran
desconectarse y retornar al trabajo con el cuerpo
descansado y la mente despejada. Se les alojaba
en hoteles de lujo y se les pagaban todos los
gastos, como si fueran estrellas de música, pero
siempre debían tener cuidado de no decir o hacer
nada que pudiera comprometer el secreto que se
encerraba en el valle en mitad de la selva del
Yucatán.
Algunos doctores, entre ellos la doctora
Foster, protestaron exigiendo que no necesitaban
días de descanso, era una pérdida de tiempo, y en
un principio la empresa accedió a las peticiones
de los arqueólogos, pero fue evidente que era un
error. La tensión, la dureza del clima, lo incomodo
del trabajo, la misma ciudad provocaba en las
personas estados alterados de la mente, donde el
malhumor, la rabia y las frustraciones terminaban
por perjudicar el ritmo y la calidad de los
trabajos. Cualquier roce o pequeña discusión se
transformaba en agria disputa con insultos e
incluso una vez con una pelea entre varios
especialistas, y todo por una simple discrepancia
en el significado de un símbolo. Ante eso,
“Pandora Enterprise” obligó a los miembros a
tomar sus pequeñas vacaciones, lo quisieran o no,
con la amenaza de expulsarlos del proyecto si no
obedecían. Por eso también en esta jornada la
doctora Foster se encontraba tan de pésimo humor.
Dentro de dos días se tendría que marchar, y
odiaba dejar el trabajo inconcluso. Wittman, que
empezaba a conocer el genio de la mujer, tensó el
cuerpo en la silla esperando la inevitable
respuesta del doctor Günther al último comentario
de su colega.
—Bah —replicó como era lo esperado.
La doctora Foster, en vez de saltar como
una gata enloquecida a la pelea, torció el gesto de
sus finos labios, entrecerró los ojos con furia pero
no hizo nada más. Se limitó a dar un fuerte sorbo a
su taza de café. Wittman dio las gracias a Dios, no
le antojaba para nada ser testigo de una nueva
discusión por parte de la mujer.
Varios gritos provenientes del exterior
llamaron la atención de los reunidos en el
comedor. El doctor González se levantó
preocupado dejando su taza en la mesa y mirando
a la puerta.
— ¿Qué está pasando?
Por la puerta que daba al exterior entró el
doctor Williamson, un inglés aposentado en
Filadelfia, pelirrojo y pecoso, digno hijo de su
tierra, sudando y con evidentes muestras de
encontrarse excitado.
— ¡Doctor González! —dijo en español, era de
los pocos europeos que hablaban el idioma de la
tierra en la expedición— Hemos encontrado en la
excavación S-47 un hallazgo que nos puede
ofrecer respuestas.
—Válgame Dios —exclamó el doctor González.
Se volvió hacia los demás y les dijo ya en inglés
—. Parece que el equipo del doctor Williamson ha
encontrado algo importante.
— ¡Vayamos a verlo de inmediato!— gritó la
doctora Foster y, sin esperar a nadie, se levantó de
la silla y salió corriendo del barracón.
—Esa mujer se va a morir joven —gruñó Günther
mirando a Wittman, pero también se apresuró a
marchar al exterior.
Lo hicieron todos, ansiosos por culpa de
las palabras del doctor Williamson, que no dejaba
de repetir que por fin hallarían respuestas en vez
de enigmas. Afuera esperaban varios trabajadores
indios y arqueólogos mexicanos, que parloteaban
en español con rapidez y entre grandes gestos de
manos y cabezas. La excavación S-47 se
encontraba al sur de la ciudad, a más de quinientos
metros del barracón, pero los trabajadores
portaban una parihuela de madera con un objeto
tapado por una manta encima de ella. A las
órdenes del doctor González, la llevaron a uno de
los pabellones donde se estudiaba, restauraba,
limpiaba y catalogaba todo lo encontrado.
Los guardias de seguridad que custodiaban
el recinto donde se guardaban los tesoros
encontrados en “Ciudad Sagrada” sólo dejaron
entrar a aquellos que tuvieran un pase de clase A,
así que los indios se tuvieron que quedar fuera de
la verja y entre Wittman y Williamson cargaron
con la parihuela. Una vez que el equipo de
arqueólogos hubo entrado, presos de la excitación
y el nerviosismo, se colocó el objeto encima de
una mesa blanca y brillante del laboratorio de
última generación en cuanto a tecnología y medios
de trabajo. La doctora Foster preguntó al doctor
Williamson, con sus hermosos ojos brillando.
— ¿Por qué piensa que nos puede dar respuestas
lo que ha encontrado?
—Ya lo verá, doctora, por fin sabremos a que
vinieron los conquistadores españoles a este valle.
— ¿Qué quiere decir? —preguntó el doctor
Günther arrastrando las palabras con su fuerte
acento — Pensaba que serían respuestas a los
enigmas de “Ciudad Sagrada”, me temo que esto
es una desilusión…
—Estimados colegas, no sean derrotistas —
replicó con indulgente sonrisa el doctor González
mientras se colocaba guantes blancos estériles—.
Si sabemos a que vinieron los españoles, que
andaban buscando y que encontraron, es indudable
que obtendremos respuestas para otros enigmas.
—Así es —dijo el doctor Williamson con
simpática sonrisa—. Es todo un hallazgo, al menos
ya sabemos quien mandó o comandó la expedición
española.
— ¿Pero cómo puede estar tan seguro de lo que
dice? —Wittman ya no podía más de la
impaciencia. ¿Qué era lo que había encontrado el
equipo de la excavación S-47 que pudiera dar
tanta información?
El doctor Williamson miró al doctor
González y este último se acercó a la mesa y al
objeto, retiró con delicadeza la manta que lo
cubría y dejó al descubierto un arcón de madera
con guardas de bronce, sumamente oxidado y
estropeado, pero que milagrosamente aún se
mantenía entero. Era un baúl español, de los que
tanto se utilizaban en el siglo XV o XVI, no más
grande que una maleta de mano moderna. Se
encontraba cerrado con una gruesa cadena que le
daba dos veces la vuelta y tres cerrojos, también
todo oxidado y echado a perder, pero se veía con
toda claridad una chapa en la tapa en la parte
delantera donde estaba grabado un nombre, el
nombre de un español.
“PONCE DE LEÓN”
CAPÍTULO 2

El hallazgo del pequeño arcón de madera


español fue todo un descubrimiento, pero el
nombre en él grabado dejó a los testigos mudos
por el asombro. Nada menos que Juan Ponce de
León, gobernador de La Española en 1510,
conquistador, descubridor y buscador incansable
de la Fuente de la Inmortalidad, uno de los mitos y
leyendas que acompañaron al descubrimiento de
América por los españoles. Entre los mayores
méritos de Ponce de León se hallaba el descubrir
La Florida en 1513, territorio al que él mismo
puso el nombre por llegar en domingo de
Resurrección, la “Pascua Florida”, como se
mentaba entonces en España por la época.
— ¡Pero no puede ser! —exclamaron al unísono
Wittman y el doctor González. El primero lo hizo
porque había nacido en La Florida, si bien a los
catorce años se trasladó con sus padres a
Filadelfia. Como todo buen habitante de La
Florida, conocía el nacimiento de su Estado, y
estudió la biografía de Ponce de León, muy bien
documentada ya desde el siglo XVI. Ponce de
León nunca estuvo en el Yucatán ni tuvo contactos
con el mundo maya ni los indígenas que
conformaban por entonces las tribus locales. ¿Qué
hacía entonces ese arcón en mitad de unas
inquietantes, misteriosas y desconocidas ruinas
mayas y con el nombre del famoso conquistador?
En cuanto al doctor González, se vio
asombrado por el hallazgo, porque era algo que le
concernía mucho más que a los arqueólogos
europeos y americanos. No en vano la gran
mayoría de los mexicanos actuales eran el
resultado de la mezcla entre españoles e indios.
España y México compartían lazos culturales,
religiosos, lingüísticos y sobre todo sanguíneos
que permanecían imborrables a pesar del paso de
los siglos. El doctor González, como casi todos
sus compatriotas, poseía sentimientos
aparentemente contradictorios cada vez que
hablaba de España o estudiaba el pasado de su
pueblo, un pasado rico, con diferentes culturas
protagonistas de periodos históricos que a oídos
de profanos sonaban casi míticos, hasta que la
llegada de los audaces y feroces conquistadores,
seguidos por los bondadosos y más humanos
frailes y la Iglesia Católica, barrieron por
completo los imperios y las naciones y forjaron un
nuevo mundo. Esto despertaba en los mexicanos
cierto resentimiento hacia España, pero también
admiración y orgullo, aunque esto último era muy
difícil que lo admitieran abiertamente. Se
empeñaban en gritar que los españoles fueron
bárbaros que cometieron genocidios, aunque fuera
una increíble mentira, y que les negaron el derecho
a tener su propia cultura, pero lo cierto es que eran
lo que eran gracias a que la España del siglo XVI,
a diferencia de las demás potencias europeas, más
preocupadas por la rapiña y por los esclavos, no
sólo conquistó y colonizó, sino que también
compartió su cultura, se adaptó a los nuevos
territorios y protegió a los indios, a los que trató
como súbditos e iguales.
Tras las guerras, las conquistas y los
millones de muertes por culpa de las enfermedades
que se transmitieron de un continente a otro, del
Viejo al Nuevo Mundo y viceversa —solo una de
las variantes de la sífilis, variante originaria de
América, mató a millones de europeos entre los
siglos XVI y XIX—, en Nueva España, que era
como llamaban los españoles entonces a México,
surgió una brillante, pujante y nueva cultura mezcla
de los dos mundos, con ciudades ricas, limpias,
llenas de colorido y vitalidad, la más florecientes
y soberbias del mundo entero, muy diferentes a las
sucias, vergonzosas y degradantes colonias
inglesas o francesas, puertos francos donde se
hacinaban las basuras, las enfermedades y los
desechos humanos, estercoleros infames donde
cada día llegaban miles de esclavos en húmedas y
fétidas bodegas de barcos de carga provenientes
de África. Como todo pueblo que antaño fuera
conquistado, al igual que hacían los españoles
modernos, los mexicanos culpaban del desastre
que era su país en la actualidad a la Conquista,
pero lo cierto es que era una excusa para evitar
reconocer su propia culpabilidad y su fracaso
como proyecto de país moderno, libre y fraternal.
El doctor González era inteligente y ya
hacía mucho tiempo que había dejado atrás los
prejuicios relacionados con la historia de su país,
adoptando con el paso del tiempo una visión más
imparcial. Lo que ocurría, y esto siempre lo solía
mantener en secreto, es que admiraba y amaba su
cultura, las civilizaciones mesoamericanas que
precedieron a la llegada de los españoles a
América, no en vano se había especializado en
ello. En los mayas, el doctor González veía la
grandeza de un pueblo que supo crecer, medrar y
desaparecer por sí solo, pues cuando los
conquistadores tomaron contacto con ellos, los
mayas se encontraban en decadencia total. “Ciudad
Sagrada” era para el doctor González un paraíso
históricamente hablando, algo libre, fuera de la
influencia española, y aunque desde un principio
encontraron los indicios de que incluso aquí
habían estado, se decía a sí mismo que era el
resultado de un accidente, alguna expedición
pérdida que se refugió en las ruinas hasta que
encontraron su final. El descubrimiento del arcón
le llenaba de cierta rabia, pues pudiera ser que lo
que creía fuera sólo una casualidad se convirtiera
en un hecho cierto y probado: que los
conquistadores descubrieron antes “Ciudad
Sagrada” porque sabían lo que andaban buscando.
Una vez más, el mérito se lo llevarían hombres
desaparecidos hace siglos, con audacia y arrojo.
La ironía del Destino realmente a veces solía ser
cargante.
Según las explicaciones del doctor
Williamson sobre el hallazgo, su equipo se
encontraba investigando y limpiando el interior de
un complejo E, que era una zona de edificios
formado por pequeños templos, observatorios
astronómicos, habitaciones para el sacerdocio y
los novicios, palacios de tamaño medio y otras
edificaciones que hasta el momento todavía no
sabían para que podían haber servido. La cuestión
era que el primer paso era limpiar de escombros,
piedras y arbustos las estancias y comenzar con
los trabajos de restauración, y detrás de un altar
parcialmente derrumbado, tras retirar con cuidado
los cascotes y la numerosa hierba que en ellos
crecía, descubrieron una losa de piedra en el suelo
que evidentemente no pertenecía para nada a la
construcción, ya que no era del mismo material,
mucho más tosca, y la argamasa era reciente,
arqueológicamente hablando. El doctor
Williamson supo al instante que era aquello:
alguien, quizás tres o cuatro siglos atrás, abrió un
hueco en el suelo y luego lo tapó con aquella
piedra. Sin pensarlo dos veces, saltándose por la
ansiedad los protocolos que la empresa había
establecido, Williamson tomó una piqueta y
rompió la losa, dejando al descubierto un agujero.
La osadía del doctor tuvo su recompensa,
pues se descubrió un bulto de mantas ya podridas
que tapaban a su vez otro montón de túnicas que se
identificaron claramente como pertenecientes a la
cultura maya que convivió con la llegada de los
españoles a estas tierras. Debajo de todo eso,
protegido, se encontraba el baúl. El doctor
González, al conocer la historia, tomó mentalmente
nota de dar una severa reprimenda al doctor
Williamson sobre su imprudencia al romper la
losa sin haber contado antes con el permiso
necesario y sin respetar los protocolos de
seguridad, pero tenía que reconocer que él mismo
sentía mucha curiosidad por averiguar cómo había
llegado el arcón hasta allí y que podría haber en su
interior.
Junto con la ayuda del mismo doctor
Williamson y uno de sus ayudantes personales, el
doctor González rompió los candados, sumamente
oxidados, y retiró con delicadeza las cadenas. La
tapa del baúl costó un poco más de abrir,
demasiado tiempo cerrada, pero no se tuvo ningún
problema en acceder a su contenido. Dentro vieron
otras mantas enrolladas y atadas con cuerdas que
se desmenuzaron en cuanto el doctor González las
tocó. Con mucho cuidado, sacaron las mantas
enrolladas y las depositaron encima de la mesa,
para desplegarlas siempre con mucha prudencia y
poco a poco, mientras un par de arqueólogos
grababan con cámaras digitales toda la operación.
Tras terminar de desenrollar el paquete, a la vista
quedaron cinco gruesos rollos de pergaminos
atados de manera individual con cuerda de fibra
vegetal, posiblemente proveniente de lianas de la
selva.
El doctor González no pudo evitar suspirar
de alegría. Era mucho más de lo que pensaba.
Seguramente esos cinco rollos serían una crónica
de lo sucedido con la expedición española en
“Ciudad Sagrada”, una fuente de valiosa
información que bien mereciera la pena estudiar,
ya que en la comunidad arqueológica era muy bien
conocida la necesidad que tuvieron los españoles
de antaño de poner por escrito todo cuanto
conocieron, vieron y vivieron relacionado con
América, su descubrimiento y conquista. A pesar
que en ocasiones pecaron de exagerados, sobre
todo en el número de enemigos en las batallas, los
cronistas españoles gozaban de una más que
merecida fama de ser totalmente honestos y leales
a la verdad, aunque a veces esta les dejara en muy
mala posición. La inmensa mayoría de lo que se
conocía sobre las culturas mesoamericanas que
estuvieron en contacto con los españoles se sabía
a través de los escritos, crónicas y memorias de
todos aquellos aventureros, frailes, hidalgos y
soldados que viajaron por todos los sitios y todo
tocaron y vieron.
Efectivamente, el doctor González no se
equivocaba, y cuando el doctor Wittman y la
doctora Foster comenzaron de inmediato a trabajar
con los pergaminos, pudieron constatar que eran
nada más y nada menos que unos escritos de puño
y letra del mismísimo Ponce de León, tal y como
indicaba su nombre al inicio de cada documento,
la firma y el sello de su familia. Era un fantástico
descubrimiento que poseía un valor incalculable.
Pero hubo dos grandes problemas que ralentizaron
el estudio y el poder saber que decían los antiguos
y ajados papeles. El primero era que la humedad
había deteriorado demasiado los pergaminos, y
eso que increíblemente habían aguantado con
cierta integridad el paso del tiempo y el clima que
todo lo echaba a perder, y tal cuestión había
causado que el papel se hinchara y la tinta se
expandiera, por lo que costaba horrores, en
ocasiones, poder entender lo que estaba escrito.
Además, la letra era pequeña, escrita con
prisas, muy prieta y al estilo del siglo XVI, sin
apenas márgenes ni puntos aparte, todo de corrido
con la intención de contar mucho en poco espacio.
A pesar de que tanto la doctora Foster, como
Williamson y otros arqueólogos hablaban con
cierta fluidez el castellano, no les fue posible
apenas entender nada del galimatías de los
pergaminos, porque para colmo de males, el
español era antiguo, con usos y formas que a
americanos y alemanes les costaba poder leer,
mucho menos entender. El doctor González intentó
entonces leer los documentos, pero se encontró
con los mismos problemas: cuando no había trozos
de escritura ilegible, se encontraba con frases
enteras de las que apenas podía entender una
palabra o cierto entendimiento que no le servía
para poder comprender el conjunto, que era de lo
que se trataba. Estaba claro que necesitaba ayuda.
—Debemos buscar un experto en castellano de la
época que nos pueda ayudar a interpretar
correctamente lo escrito por Ponce de León —
anunció el doctor González en una de las reuniones
periódicas con los grupos de trabajo donde se
intercambiaban información y se valoraban los
avances de los trabajos y descubrimientos. En la
sala se encontraban ocho arqueólogos, algunos
tomando café y merendando bizcochos o frutas,
entre ellos Wittman y Günther.
—Pero eso significa traer a alguien de fuera al
valle —razonó el doctor Günther—, y usted mejor
que nadie sabe que va en contra de las medidas
adoptadas por la empresa.
—Lo sé —replicó el doctor González
acariciándose la barbilla en actitud pensativa—,
pero hablaré con mis superiores y seguro que
consigo el permiso necesario. Además, no tenemos
que traer aquí a los especialistas. Podemos
acercarnos nosotros a ellos y entregarles los
pergaminos. No hace falta que conozcan de donde
provienen.
—De acuerdo, ¿pero quién o quienes nos podrían
ayudar y que se encuentren en México en estos
momentos? —preguntó Wittman mientras le daba
un mordisco al sabroso bizcocho de limón—.
Supongo que “Pandora Enterprise” se negará a
que los papeles salgan del país. ¿Y no cuenta la
empresa con sus propios especialistas?
—Posiblemente, pero otra política de la empresa
es no dejar que sus científicos dejen un trabajo
para incorporarse a otro o estén en dos a la vez —
respondió el doctor González recostándose en la
silla—. Aceptarán la posibilidad de contratar a un
nuevo miembro, seguro, pero su pregunta sigue
siendo valida, doctor Wittman, porque los
pergaminos ya no saldrán de México, seguro.
—Bah, lo que ustedes temen es que los españoles
sepan de la existencia de las crónicas y las
reclamen para sí —añadió con cierta malicia el
doctor Günther.
—Se encontró en territorio mexicano y nos
pertenece —replicó el doctor González algo
airado y cayendo en la trampa del alemán.
—Así que ahora su Gobierno hará lo mismo por lo
que a los nuestros les denuncian. Callará el
hallazgo y se lo quedará, cuando en realidad
pertenece a España como parte de su patrimonio
cultural.
— ¡Más nos robaron ellos! —dijo el mexicano
poniéndose en pie y alzando la voz. Los doctores y
ayudantes que se encontraban en la sala dejaron de
comer o hablar y miraron al doctor González con
extrañeza, pues le consideraban un hombre
tranquilo no dado a tales espectáculos. El doctor
González calló rojo por la vergüenza, tanto por su
comportamiento como por saber que el doctor
Günther le había engañado fácilmente. El alemán
sonreía tras su poblada barba muy satisfecho.
Wittman no entendía a que había venido esta
pequeña disputa, pero creyó intuir que quizás los
dos hombres fueran rivales o tuvieran algunos
pleitos pendientes. El mexicano se calmó, volvió a
sentarse y continuó hablando intentando aparentar
tranquilidad—. Les pido disculpas, estimados
colegas, no debía haberme puesto así, pero al
menos ya conocen mi postura. La empresa
considera justo que los pergaminos se queden en
México, y no hay más que hablar del asunto. Las
cuestiones legales del descubrimiento ya lo
resolverán en su día los tribunales si se llega a
eso. De todas formas, las relaciones con España
son excelentes y no creo que pongan ningún reparo
—aquí el doctor Günther miró a Wittman y le
guiñó un ojo con picardía, pero Wittman no quiso
responder al gesto de su fornido compañero para
no volver a enfurecer al doctor González, quien no
pareció darse cuenta de nada y siguió hablando—.
Lo importante es encontrar un experto muy
cualificado tanto en historia de España del siglo
XVI, como en su idioma y las culturas
mesoamericanas, y que se encuentre en México si
puede ser y además disponible, de gran integridad
y probada honradez.
—Flückinger —añadió enseguida el alemán con
seco ademán.
— ¿El doctor Johann Flückinger? —añadió
Wittman asombrado— Pero ese hombre es… es…
—Es el mejor, el más cualificado.
—Pero, pero… sus teorías… sus historias… ¿Han
leído sus informes e hipótesis? No puede hablar en
serio…
—Es el mejor —volvió a repetir Günther alzando
las pobladas cejas con autoridad—. Olviden sus
extrañas ideas, sus libros o sus banales prejuicios,
el doctor Flückinger es sencillamente el hombre
que necesitamos. Además, se encuentra en estos
momentos en México DF realizando una serie de
conferencias sobre los supuestos contactos entre
las antiguas civilizaciones precolombinas y el
desaparecido continente de Lemuria o Mu.
— ¿Ven a lo que me refiero? —insistió Wittman
escandalizado.
—Oh, vamos —replicó divertido el alemán
irguiéndose en la silla y tomando un bizcocho que
engulló de un bocado—. Hmm… que rico…
Déjese de niñerías, colega. Flückinger no es sólo
un gran experto en todo aquello que necesitamos,
además posee una inteligencia como nunca he
visto, es capaz de leer cualquier texto español de
la época sin importar como esté escrito o lo
deteriorado de la escritura, tiene un talento, una
intuición especial para ello que parece un don
divino, por no decir que habla con fluidez quince
idiomas más, sin contar el latín y el griego clásico.
Le necesitamos, nos puede ahorrar meses de
trabajo.
— ¿Pero su honradez y ética profesional están a la
altura de sus dones? —preguntó el doctor
González con calma. Antes de responder, el doctor
Günther cogió otro bizcocho, lo miró con deleite y
se lo volvió a tragar entero bajo la fascinada
mirada de sus dos compañeros.
—Más que a la altura. Conozco en persona desde
hace años al doctor Flückinger, lo sabrían si
hubieran leído sus libros. Olvidan que es alemán,
de una distinguida familia de siglos de antigüedad.
Los alemanes por lo general somos muy
respetuosos con las palabras responsabilidad y
promesa. Respondo por él. No se arrepentirá,
doctor González —y cogió la bandeja con los
bizcochos que quedaban. No pensaba compartirlos
con nadie más.

***

Fue el mismo doctor González quien llevó


a cabo la petición a su Gobierno para contratar,
mediante “Pandora Enterprise”, los servicios del
doctor Johann Flückinger para el estudio y la
interpretación de los pergaminos escritos por el
conquistador Ponce de León. Conseguidos los
permisos necesarios, el doctor González, junto con
el doctor Günther, dado que este afirmaba
mantener una relación de amistad con Flückinger,
abandonó el valle donde se ubicaba “Ciudad
Sagrada” en helicóptero una mañana antes de que
los grupos de arqueólogos comenzaran con su
jornada de trabajo. De allí fueron a un pequeño
aeropuerto privado que distaba a muchos
kilómetros y tomaron un avión de la empresa que
les condujo directamente a la capital de la nación.
No tardaron en dar con el doctor
Flückinger, que tal como había dicho Günther, se
encontraba como invitado especial en unas
conferencias en un hotel en una de las partes más
ricas de la ciudad; de las pocas que existían, pues
la degradación de México DF cada año era más
acusada. Se entrevistaron con él y le enseñaron
fotografías tomadas de los pergaminos, incidiendo
en lo necesario de mantener oculta la información
por seguridad. No hablaron de “Ciudad Sagrada”
ni de sus misterios, ni tan siquiera mencionaron
donde encontraron los documentos, tan solo que
los hallaron, Flückinger no necesitaba saber nada
más.
Esa actitud molestó al investigador, pero su
curiosidad y sorpresa al saber de la existencia de
unos manuscritos escritos de puño y letra por
Ponce de León le llevaron a dejar de lado el
secretismo y las conspiraciones gubernamentales,
esas que con tanto ahínco y fiereza denunciaba en
sus libros y conferencias. No obstante, Flückinger
creyó conveniente aparcar de momento sus
desconfianzas y principios, porque la oportunidad
que se le brindaba era única. Podría estudiar unos
escritos inéditos que quizás cambiaran la
concepción que se tenía de la Conquista de
América por parte de España en el siglo XVI. Si
Ponce de León viajó por el Yucatán, cuando
oficialmente jamás había estado, eso significaba
que otras cuestiones que se creían inamovibles no
lo eran tanto. Flückinger, además, pensaba que
tarde o temprano la verdad saldría a la luz y el
hallazgo se daría a conocer a nivel mundial; y si
no ocurría, entonces él se encargaría de hacerlo.
Aceptó las condiciones, se ingresó el talón con la
increíble cantidad de dinero que se pagaba por sus
servicios, puso en orden sus cosas, llamó a su
familia y se trasladó a unos laboratorios que
“Pandora Enterprise” poseía en un complejo de
alta seguridad en las afueras de la capital. Pidió
como favor personal poder utilizar al doctor
Günther como ayudante principal en las
investigaciones, pues respetaba y confiaba en el
corpulento doctor y trabajaban bien juntos;
Günther recibió muy satisfecho la petición de su
compatriota.
El doctor González dio su conformidad a la
exigencias de Flückinger, y le hizo entrega de todo
cuanto necesitara: equipos, laboratorios, recursos,
personal, lo que fuera. En un principio fue muy
reticente a utilizar los servicios de Flückinger,
pero “Pandora Enterprise” elaboró un informe
muy favorable sobre el alemán y el Gobierno
mexicano finalmente accedió a contratarle. Quedó
el doctor más tranquilo cuando Flückinger firmó
las cláusulas especiales donde se comprometía a
guardar absoluto secreto sobre la existencia de las
crónicas y de lo que en ellas se pudiera encontrar,
pero sobre todo cuando le vio entrar en las
instalaciones privadas, pues sabía que de allí ya
no podría salir hasta que terminara el trabajo, y sin
poder contactar con el exterior; el peligro de
filtraciones o fuga de información prácticamente
no existía.
El doctor González, de todas formas, no
sabía que pensar de su colega Flückinger sobre su
profesionalidad u honradez. Había leído el
informe que le remitiera la empresa, muy
detallado, lleno de curiosas anécdotas
relacionadas con la vida personal y profesional
del alemán. Flückinger provenía de una antigua y
reputada familia con raíces muy antiguas. Varios
Flückinger aparecían en la Historia de Alemania,
ya fueran como doctores, científicos o militares al
servicio de su país, todos con reputadas historias
cargadas de honor, deber y sacrificio. Pero el
miembro más famoso de su linaje, por lo menos en
esta época, era el archí-conocido doctor castrense
Johann Flückinger —del mismo nombre que su
descendiente, gran casualidad, pensó el mexicano
— que estuviera al servicio de Carlos VI,
emperador de un venido a menos Sacro Romano
Imperio Germánico durante el siglo XVIII. El
doctor Flückinger del siglo XVIII se había hecho
famoso por ser el primer científico que realizó un
informe profesional, sumamente riguroso, sobre un
supuesto caso verídico de vampirismo en la región
que ahora es conocida como Serbia. Ese informe
pasó a la historia con el nombre de Visum et
Repertum, y durante generaciones fue material de
consulta tanto de eminentes hombres de ciencia
como de investigadores de lo oculto y lo
paranormal.
Del Flückinger del siglo XVIII se contaron
muchas cosas, algunas transformadas en leyendas
muy difíciles de creer, pero que consiguieron
aumentar aún más la fama extraordinaria del
médico castrense. Se decía que Flückinger, tras
terminar con la investigación de una plaga de
vampirismo, mató a varios vampiros y se convirtió
en un feroz luchador contra todo tipo de criaturas
malignas: chupa-sangres, licántropos salvajes,
espectros, criaturas abominables… Obviamente
nada de eso era verdad, pero para la mentalidad
de la época una persona aquejada de cierta
enfermedad mental podía ser tratada como si
estuviera poseída por un demonio. Lo que sí era
cierto, porque constaba en documentos reales y
fidedignos, es que Carlos VI patrocinó con fondos
imperiales los viajes que el doctor se diera por
todo el mundo investigando fenómenos
sobrenaturales y a la caza de todo tipo de criaturas
y bestias malignas. La leyenda en torno al doctor
Flückinger aseguraba que este, en los últimos años
de su vida, había escrito unas memorias donde
relataba con detalle su particular cruzada contra el
Mal y las experiencias y conocimientos que había
adquirido durante su lucha. Tales memorias nunca
habían sido encontradas, porque los descendientes
del famoso alemán no permitieron que se llevaran
a cabo investigaciones al respecto. Todos los
expertos en Historia y ocultismo estaban de
acuerdo en que los descendientes del doctor
Flückinger guardaban las memorias con celo y se
las transmitían de generación en generación.
Lo que conducía al actual doctor
Flückinger del siglo XXI, último de un linaje de
una familia que se perpetuaba a través de los
siglos. Como su padre, y el padre de su padre y así
hasta cientos de años atrás, Flückinger había
estudiado la carrera de médico, para a
continuación conseguir otros títulos académicos y
convertirse en un hombre polivalente,
extremadamente culto y capaz, dueño de una
inteligencia soberbia que le convertían en uno de
los hombres más prominentes del planeta. Hubo
algunos científicos que le consideraban un nuevo
Leonardo Da Vinci o Isaac Newton, pero
Flückinger decepcionó a todos al seguir los
mismos pasos que su famoso antepasado. Se
convirtió en un investigador del mundo oculto,
misterioso y paranormal en casi todas sus ramas, y
sus teorías sobre la Historia, sobre todo las
relacionadas con antiguos continentes de leyenda,
cruce de civilizaciones, visitas de “dioses”
llegados del espacio, la existencia de otras
“humanidades” anteriores a la nuestra y cosas
similares habían hecho correr ríos de tinta en casi
todos los países del mundo. Por si fuera poco,
defendía la existencia de los vampiros, hombres-
lobos, fantasmas, duendes y otras criaturas
parecidas, e incluso de entidades maléficas que
compartían el planeta con los humanos y esperaban
el momento oportuno de volver a salir a la luz para
llevar la perdición y la muerte a una confiada
Humanidad.
Para el doctor González, Flückinger había
tirado a la basura una prometedora, fulgurante e
inmortal carrera como científico, y malgastaba un
talento que se debía poner al servicio de la
Ciencia y de las personas. El alemán ya había
demostrado con creces que era un científico de
gran valía, sus investigaciones sobre nuevos
tratamientos contra el cáncer, por ejemplo, habían
revolucionado el mundo médico, y a punto estuvo
de ganar el Premio Nobel. Si no lo consiguió, fue
porque a continuación se dedicó a recorrer el
mundo dando conferencias sobre el porqué de las
desapariciones de antiguas culturas
mesoamericanas y de América del Sur de las que
apenas se conocía nada y de la existencia de la
mítica Atlántida. Provocó gran revuelo y la
comunidad científica le dio la espalda. Como solía
ocurrir en estas cuestiones, a cambio, la opinión
pública se puso de su parte. Sus libros se vendían
por millones, sus conferencias eran seguidas por
miles de fervientes seguidores y sus programas y
series eran siempre de las primeras en cuanto a
audiencia.
Con todo, el doctor González tenía que
reconocer que el doctor Flückinger era un hombre
increíble, dueño de una mente privilegiada y de
unos conocimientos enormes a pesar de sus
delirios y manías. Sus conocimientos sobre el
siglo XVI, en concreto sobre la España imperial
de Carlos V y la Conquista de América eran
impresionantes, su dominio del castellano incluso
más elevado que un miembro de la Real Academia
de la Lengua Española. Con tan sólo un vistazo a
las copias de los manuscritos, pudo leer y deducir
las primeras frases escritas por Ponce de León.
Qué gran científico podría haber sido, se
lamentaba el mexicano, quien pensaba que era un
derroche para la Humanidad que Flückinger
perdiera el tiempo en tonterías y naderías
relacionadas con lo paranormal y lo oculto.
No podía evitar, de todos modos, sentir
simpatía hacia el alemán, ya que este era un
hombre cordial, amable y muy educado, a pesar de
su imponente aspecto. El doctor Flückinger era
alto, al menos un metro noventa, que tal vez en
Alemania fuera normal, pero el doctor González,
mexicano típico de metro sesenta y cinco, no podía
evitar sentirse como un niño a su lado. Era
delgado, pero fibroso, y su rostro alargado y
anguloso contrastaba con la energía que irradiaba
su franca mirada. Sus ojos grises brillaban con luz
propia, esa luz que poseen las personas dueñas de
una gran inteligencia e iniciativa superior, y
cuando miraba de forma intensa apenas existía
quien pudiera soportar el escrutinio, porque la
arrolladora personalidad de Flückinger solía
sobreponerse a los demás. Si uno no se sentía
dominado por la presencia física del alemán, lo
hacía por su vasta cultura y enormes
conocimientos, por su increíble experiencia sobre
la vida, diferentes culturas y países. Había viajado
a lo largo y ancho del mundo en varias ocasiones y
se comentaba, aparte de lo narrado en sus libros o
programas de televisión, que había estado a punto
de perder la vida en varias ocasiones por culpa de
su insaciable curiosidad, osadía o por su constante
defensa de la libertad de información. Flückinger
lucía varias cicatrices en su cuerpo que
atestiguaban lo dura que era en ocasiones su lucha.
En concreto, tenía una enorme que le cruzaba el
rostro por el lado derecho, desde la frente hasta la
parte superior del carrillo, tres gruesos tajos en
paralelo, como si hubiera sido hecha con una
garra. El doctor nunca dio a conocer a la opinión
pública como fue herido de tan tremenda manera,
lo que aumentaba el misterio en torno a su persona
y aumentaban las especulaciones y los
chismorreos. Era en esa persona en quien el doctor
González había depositado sus esperanzas de
empezar a encontrar respuestas para el enigma que
planteaba “Ciudad Sagrada”; que Dios les
concediera fuerzas.

***

En el increíble plazo de seis semanas, el


doctor Flückinger ya tenía perfectamente
traducidos al inglés y castellano moderno los
manuscritos de Ponce de León. Desde que entrara
a trabajar en “Pandora Enterprise” para tal fin,
apoyado por el entusiasta doctor Günther, trabajó
día y noche sin parar, solamente lo justo para
dormir y comer, y no cejó en su empeño hasta
darle coherencia a los textos. Fue un trabajo duro,
agotador, pero sumamente satisfactorio para
Flückinger, que a medida que iba pasando de un
párrafo a otro, veía aumentar su ansía por saber
que era lo que pondría en el siguiente pergamino.
De tal parecer no fue el doctor Günther,
porque no era de mente tan abierta como su colega,
aunque él mismo afirmara lo contrario. Lo
descubierto en las crónicas de Ponce de León era
algo que no podía admitir pues iba en contra de
todo aquello en lo que creía. No podía darle
credibilidad porque entonces su mundo se
derrumbaría. Era de la opinión de que todo era una
mentira, un engaño de Ponce de León, aunque no
pudiera ni siquiera intuir que necesidad tendría
que haber tenido el conquistador de elaborar tan
increíble embuste. Discutía una y otra vez con
Flückinger sobre la necesidad de suavizar la
información obtenida y entregarla en bruto al
doctor González, porque existía el riesgo de que
pensara que Flückinger volvía a las andadas y a
sus insólitas teorías y entonces les despedirían,
peor aún, hundirían sus carreras.
—Y si a ti no te importa perder prestigio, cosa a la
que debes estar acostumbrado —razonaba Günther
muy molesto ante la actitud de su colega—, a mí
sí. No tengo ni tu energía ni tu fortuna personal
para poder investigar por mi cuenta.
— ¿Es qué das más importancia al dinero o a
baldíos premios científicos que a la Verdad? —
preguntó Flückinger con sorpresa, no creyendo lo
que oía. Este no era el osado doctor Günther que
conoció en su juventud; quizás la madurez y la
buena vida en la ortodoxia científica le habían
ablando en espíritu.
— ¡La verdad! ¡Bah! ¿Qué es la verdad sino tan
sólo un punto de vista que cambia según quien
mire? Nadie se va a creer lo que se dice en los
manuscritos.
—Quizás, pero es nuestro deber de todas formas.
Se nos ha pagado por un trabajo y este ha
terminado. Debemos ofrecer los resultados tal y
como son. Si así lo deseas, asumiré toda la
responsabilidad para evitar que se tomen
represalias contigo.
—Te lo agradezco.
—No lo hagas, no me supone ningún esfuerzo,
aunque tengo que reconocer que me has
decepcionado.
Günther bajó la cabeza abochornado,
sumamente encolerizado ante las duras palabras de
Flückinger, pero porque sabía que eran
verdaderas. Tal y como dijera, el reputado doctor
investigador de lo oculto tomó bajo su
responsabilidad personal el trabajo y los
resultados del estudio de los pergaminos de Ponce
de León, y cuando ordenó las notas y sus ideas, se
puso en contacto con el doctor González. Este
acudió de inmediato con un equipo de arqueólogos
desde la excavación secreta de “Ciudad Sagrada”
en la selva del Yucatán. Dicho grupo lo
conformaban seis especialistas en diferentes ramas
de la arqueología, entre ellos el doctor Wittman y
la doctora Foster. Se unieron a Flückinger y
Günther en las instalaciones de “Pandora
Enterprise” en México DF, en una sala de
reuniones habilitada especialmente para tal fin.
El doctor González apenas podía
permanecer sentado en la silla que rodeaba la
mesa redonda de pulida y brillante madera de
caoba y acero, como el resto de sus compañeros,
que ansiaban conocer los resultados de la
investigación de Flückinger cuanto antes.
Permanecían sentados en sus respectivos lugares,
viéndose unos a otros, cuchicheando o sumidos en
sus pensamientos, conscientes de que quizás en ese
día podrían obtener al fin algunas respuestas. No
habían comido nada desde que llegaran, ni tan
siquiera descansado un poco, pero no les
importaba. Flückinger no se encontraba allí, pero
una azafata les había comunicado que en breve
llegaría. En la sala, austera a pesar de su tamaño y
avanzado diseño, no había ningún tipo de televisor
o pantalla de proyección, ni una simple pizarra.
¿Es qué el doctor Flückinger pensaba exponer los
resultados de la investigación mediante un
discurso? El doctor González le pedía a Dios que
no fuera el caso, porque entonces se temía lo peor.
El ruido de una puerta abriéndose por el
lateral izquierdo de la sala llamó la atención de
todos los presentes. Hizo su entrada el doctor
Günther vestido con una bata blanca encima de su
traje estilo sport y sin chaqueta y con varias
carpetas sujetas entre sus enormes brazos. Saludó
a sus compañeros, con especial atención a sus
amigos Wittman y Foster, y repartió una carpeta a
cada científico. A Günther se le veía sumamente
nervioso, con ojeras y un poco más delgado, lo
que era toda una revelación para quienes le
conocían; ni la selva con sus mosquitos y el
agobiante clima habían conseguido disminuir el
apetito del alemán, así que era evidente que el
tiempo que duró el estudio de los manuscritos de
Ponce de León habían tenido que ser…
interesantes.
Günther no dio explicaciones sobre las
carpetas, sino que se limitó a sentarse en una silla
en un lado de la mesa redonda, cerca de Wittman,
y esperó pacientemente al doctor Flückinger. El
doctor González comenzaba a exasperarse, creía
que todo esto no era más que una puesta en escena
a las que tan aficionado era Flückinger. Si pensaba
que esto se iba a convertir en un programa de
televisión sensacionalista de los suyos estaba
equivocado. El doctor González sólo concedería
cinco minutos más, si para entonces no había
llegado el alemán, llamaría a Seguridad para que
le trajeran por la fuerza.
No hubo necesidad de recurrir a tan
drásticas soluciones, porque un par de minutos
después hizo su aparición el doctor Flückinger,
impecablemente vestido con un traje de suaves
tonos grises, peinado y afeitado a conciencia,
como si en vez de exponer un trabajo producto de
semanas de duro esfuerzo fuera a recibir un
premio; portaba una gruesa carpeta con un montón
de papeles. En sus vitales movimientos y en el
brillo de sus ojos se notaban unas energías fuera
de lo común. Al contrario que a Günther, parecía
que a Flückinger no le habían afectado ni la
presión, ni el esfuerzo que supuso haber
estudiados los antiguos manuscritos.
—Señoras y señores, estimados colegas —saludó
afablemente Flückinger sentándose en la silla más
elevada de todas—. Gracias por acudir tan rápido.
Sé que acaban de llegar y no han parado ni para
descansar, así que seré breve e iré directo a la
cuestión que nos atañe.
—Se lo agradecemos, doctor Flückinger —dijo
muy serio el doctor González; el resto de
científicos asintieron gravemente con sus cabezas
y algunos hablaron en voz baja entre ellos.
—Bien, siendo así —añadió Flückinger con una
sonrisa, abrió su carpeta y comenzó a colocar
papeles en la mesa—, paso a explicarles que los
manuscritos de Ponce de León que se me trajeran
ya han sido perfectamente traducidos al inglés y
pasados al castellano moderno, salvando, claro
está, las expresiones y palabras propias del siglo
XVI, pero en su conjunto la lectura es
perfectamente legible y coherente. Pueden abrir las
carpetas que el doctor Günther, en su amabilidad,
les ha entregado.
— ¿Es un resumen de sus investigaciones? —
preguntó Wittman mientras hacía lo que le había
indicado el investigador alemán.
—Así es. Les servirá, además, como una útil guía
de lectura para poder comprender mejor los
aspectos de todo aquello que les voy a exponer.
—Doctor Flückinger, perdone que le interrumpa
—intervino con aire severo el doctor González—
¿Está diciendo que va a contarnos sus
investigaciones en vez de pasarnos una copia del
informe de las mismas? ¿Por qué no ha entregado
primero el informe a mi Gobierno o a “Pandora
Enterprise”? No quisiera que esto se convirtiera
en una de sus famosas… “actuaciones”, usted ya
me comprende.
—Estimado doctor González —replicó sin perder
la alegría o la sonrisa Flückinger—. No tema por
su integridad ni reputación, ni por la de su
Gobierno ni por la de la empresa que tan
generosamente ha contratado mis servicios. He
pensado, y en esto no puede haber discusión, que
antes de entregar el informe oficial, debía hacerle
a usted, y al menos a varios de sus colegas más,
participe de lo que me he encontrado en los
pergaminos de Ponce de León. He de decirles,
señores y señoras, que incluso a mi me ha costado
poder creer lo que he descubierto, y creo que si
hubiera entregado así, sin más, el informe,
hubieran podido existir complicaciones.
— ¿Qué clases de complicaciones? —enarcó una
ceja por la sorpresa la doctora Foster.
—Mi hermosa colega —dijo Flückinger con
encantadora sonrisa; Foster sintió como el corazón
le latió un poco más rápido durante un instante;
sólo un instante—, eso ya se lo dejo a ustedes.
Baste decir que prefiero que todos ustedes
compartan conmigo la lectura de los manuscritos.
Luego dejaré en manos del doctor González la
responsabilidad de hacer con ellos lo que quiera.
Nuevos cuchicheos y miradas de sorpresa
se produjeron entre los científicos, mientras
Günther, cada vez más nervioso, se acariciaba la
barba con desesperación. El doctor González ya
no sabía que pensar, todo era muy inusual y se
salía de los cauces corrientes a los que estaba
acostumbrado, pero estando por medio el doctor
Flückinger todo era posible. El alemán esperó con
paciencia a que sus tertulianos terminaran con sus
expresiones de asombro, algunas de enojo, antes
de continuar hablando.
—Aclarado este punto, amigos míos, procederé a
la lectura de los manuscritos. No se preocupen, no
nos llevará más allá de tres o cuatro horas, y
podremos hacer cuantos descansos crean
necesarios. Una pregunta, si se me permite: es para
satisfacer mi curiosidad, que como saben, es
inmensa. ¿Podré saber ahora donde encontraron
los pergaminos?
Todas las miradas convergieron hacia el
doctor González, quien pegó un respingo en la
cómoda silla de cuero rojo teja al ser consciente
de que era su persona quien tenía el mando de la
expedición y la potestad para dar o denegar ese
tipo de información. Con un suspiro, el doctor
González echó el cuerpo un poco para adelante y
puso las manos en la mesa, intentando aclarar las
ideas con rapidez. No podía decirle la verdad a
Flückinger, era información reservada, pero creía,
y en esto era sincero, que el buen trabajo del
alemán debía verse recompensado con algún gesto
por su parte; el investigador había cumplido con su
parte del trato y no podría hacer ningún daño darle
algún dato que, suelto y solo, no le serviría de
mucho.
—Lamento decirle, doctor Flückinger, que no
puedo responder a su pregunta. Al menos de
manera completa. Solo puedo indicarle que
aparecieron, digamos de manera accidental, en
algún punto de la selva del Yucatán.
—Entiendo… —Flückinger sonrió y centró su
atención en los papeles, pero antes de que pudiera
hablar, la doctora Foster llamó la atención de los
presentes para decir lo siguiente.
—Ahora soy yo quien pide disculpas por la
interrupción, doctor Flückinger, pero, aunque
parezca un poco necio preguntarlo a estas alturas,
supongo que los manuscritos supuestamente
escritos por Ponce de León son auténticos y no una
copia o un burdo engaño, ¿verdad?
—Me alegra que me haga esa pregunta, pues así
puedo dejar claro, con total seguridad, que nos
hallamos ante un descubrimiento sensacional.
Gracias a la generosidad de “Pandora
Enterprise”, que puso enormes recursos a mi
disposición, y a la insistencia del doctor González,
lo primero que hice fue constatar que lo que tenía
en mis manos era auténtico. Realizando varios
exámenes hemos podido probar que los
manuscritos realmente proceden del siglo XVI. En
cuanto a si son de Ponce de León, mediante la
comparación con otros documentos oficialmente
acreditados al conquistador, podemos decir con
una seguridad del noventa por ciento que la letra
pertenece a Ponce de León, así como su firma y su
sello personal. ¿Alguna pregunta más?
Nadie dijo nada, se miraron entre ellos
realmente excitados ante la idea de ser los
primeros en conocer lo que podría ser un hallazgo
histórico. El doctor González tenía que reconocer
que se encontraba sumamente intrigado y deseaba
conocer de una vez por todas lo que se decía en
los ya míticos manuscritos de Ponce de León. El
único que no parecía compartir la opinión de los
presentes era el doctor Günther, que sudaba
copiosamente, su barba moviéndose de arriba
abajo por los grandes suspiros de desolación que
lanzaba. Viendo que nadie más iba a preguntar,
Flückinger añadió.
—Antes de proceder con la lectura, respetables
colegas, déjenme realizarles una sincera
advertencia. Me he limitado a transcribir lo que
ponía en los antiguos documentos con total
rigurosidad, no tocando ni añadiendo nada,
excepto en las ocasiones que por motivos de
lenguaje y comprensión han sido necesarios. Lo
que he leído me ha supuesto toda una revelación,
pero también me ha llenado de dudas, y ustedes ya
saben que soy hombre de mente abierta; al menos,
eso me gusta creer. La historia que Ponce de León
narra es increíble, un testimonio de primera mano,
no dudo de su veracidad, pero pongo en duda que
los demás estén de acuerdo conmigo o con el
propio conquistador. Que cada uno saque las
conclusiones que quiera. Me limitaré a leer y
dejaré que sean otros los que juzguen si es verdad
o no, o si tan siquiera querrán conocer la
información, que bien puede cambiar el concepto
del mundo que creemos tener controlado y
conocido. Yo ya tengo muy claro lo que pienso —
de nuevo los presentes volvieron a mirarse entre
sí. ¿A qué se refería el doctor Flückinger? ¿Y
porque había lanzado esa tremenda advertencia?
¿Qué es lo que estaba escrito en los papeles? El
doctor González sintió un escalofrío recorrerle la
espalda, pero enseguida se recuperó, pensando que
Flückinger lo único que hacía era recurrir a trucos
baratos de pregonero para llamar la atención de
los presentes. Haciendo caso omiso al estado de
los tertulianos, Flückinger comenzó a leer el
informe con voz alta y clara.

“Yo, Juan Ponce de León, castellano y español


por la Gracia de Dios, nacido en abril de 1460
en la muy leal y hermosa villa de Santervás de
Campos, en Valladolid, de familia muy noble y
muy fidelísima a la Corona de España y al
servicio de Cristo nuestro Señor, doy fe de que
todo lo escrito en estas crónicas es verdad, y así
lo juro y lo hago saber a cuantos quisieren
leerlas, so pena de que mi alma arda para
siempre en los fuegos del infierno.
Que sirva para testificar cuan sincero soy en
estas, mis palabras, que hacer saber a sus
mercedes que agonizo en cama a resultas de un
flechazo recibido por salvajes indios durante mi
última expedición, que de nuevo se antojó estéril,
que por suponer que la flecha estaría
envenenada y a pronto mi alma irá a ser juzgada
por Dios, que es todo Amor; es por eso que quede
escrito que estas crónicas están redactadas por
puño y letra de un moribundo temeroso de Dios y
que no se puede prestar a mentir en su última
hora. Llegado es el momento de narrar lo que me
aconteció vivir y padecer en una de las más
terribles experiencias de mi vida, que si no lo
hubiese contemplado con mis propios ojos, que
no fuere creíble. He de darme prisa, pues no
quisiera que la pálida me tomara antes de
terminar con la tarea que me he propuesto.
A pesar de que en anterior ocasión prohibiera
que se supiera de los aciagos tormentos que nos
tocó sufrir en una de mis expediciones, allá por
el año de gracia de 1521, creo sinceramente,
plugo a Dios porque me de fuerzas, que es
menester hacer saber lo que ocurrió, para que
tales hechos no vuelvan a suceder nunca más, se
dé venturoso aviso y si alguna alma valiente o
imprudente se topa con la ciudad maldita maya
que tanto nos hizo sufrir, sepa a que atenerse si
es tan necio de continuar adelante. El horror que
mi persona y un grupo de españoles e indios
despertamos por culpa de la codicia y la
ignorancia fue espantoso, y solamente gracias a
tremendos sacrificios pudimos derrotar y
encerrar al Mal de donde surgió, aunque no creo
que permanezca mucho tiempo en su encierro de
piedra y vil hechicería. Tiemblo solo de pensar
en que ocurriría si por ventura se volviera a
despertar el espanto, y puedo asegurar que la
Creación entera estaría en terrible peligro si ello
acaeciera de nuevo.
Es, pues, esta crónica un aviso para aquellos que
tengan ojos para leerla y orejas para escucharla,
que comprendan que existen cosas que es mejor
dejar olvidadas para siempre, terrores que
acechan a los hombres y buscan su perdición,
cosas hambrientas que matan y devoran cuanto
esté a su alcance sin pararse en mientes ni
futesas. No podemos permitir que la ambición y
la ceguera de los hombres prevalezcan sobre el
buen juicio y el temor a Dios, escudo ante los
increíbles horrores que moran en estas selvas de
muerte y perdición. Todo comenzó no muy recién
el año de gracia de 1521, estando mi persona en
el nuevo ganado reino de Nueva España, dueño
de una información que me remitía a mi tan
ansiada búsqueda de fama e inmortalidad…”

Primera parte:
La búsqueda de la
Fuente de la
Inmortalidad
CAPÍTULO III

DONDE SE EXPLICA COMO PONCE DE LEÓN


LLEGA A NUEVA ESPAÑA Y SE ENCUENTRA
CON UN ANTIGUO CAMARADA.

Juan Ponce de León esperaba con


paciencia a que su Excelencia, gobernador de
Nueva España, Don Hernando Cortés, quisiera a
bien recibirle, aunque en realidad no le quedaba
más remedio, ya que por delante de él se
encontraban otros españoles esperando para ser
atendidos: comerciantes, aventureros, capitanes,
hidalgos, contratistas, escribanos, juristas…
Hernán Cortés era el personaje del momento,
flamante conquistador de extensos reinos que
otrora pertenecieron a los mexicas y al desdichado
Moctezuma, aunque quien rindiera finalmente el
imperio fuera Cuahtémoc, que languidecía en
prisión dorada, encerrado en un palacio de
hermosas habitaciones, siendo cuidado por bellas
sirvientas y criados que atendían sus caprichos
como el gran señor que era, aunque se encontraba
en prisión al fin y al cabo.
Cortés, por tanto, era el hombre a quienes
todos querían ver, ya fuera para pedir consejo,
favor ante la Corte o ante otros gobernadores,
permiso para iniciar negocios o levantar edificios
en la capital mexica, préstamos monetarios o lo
que fuera. Nueva España ofrecía nuevas
oportunidades increíbles para todo tipo de
negocios. Tierras extensas y cultivables, donde el
suelo era tan rico que producía dos cosechas al
año y cantidad de frutos y verduras, multitud de
ciudades y pueblos vitales, organizados y limpios,
y sobre todo abundante mano de obra en forma de
indios obedientes y disciplinados, aunque Cortés,
y varias cedulas reales, dejaban muy claro que los
indios, ya fueran mexicas, tlaxcaltecas, totonacas o
de otras naciones eran vasallos de Carlos I, rey de
España, y hermanos en Cristo; por tanto, no se les
podía esclavizar, matar o robar, ni tan siquiera
convertir a la Fe por la fuerza. Claro que una cosa
era lo que dijera Cortés o la Corona, y otra muy
distinta lo que hacían algunos conquistadores a
escondidas o desviando miradas y conciencias
mediante vergonzosos sobornos. Con la excusa de
que existían partidas de guerra mexicas —no todos
los pueblos habían terminado de ser pacificados
—, algunos españoles atacaban aldeas y
esclavizaban a sus habitantes, mujeres, niños y
ancianos incluidos, para llevarlos encadenados a
la costa y venderlos con pingues beneficios.
Cortés y sus fieles luchaban con ahínco contra ese
tipo de abusos, hasta llegaron a ahorcar a unos
pocos castellanos, pero no podían estar en todas
partes a la vez y encima supervisar la
reconstrucción de que lo que antaño fuera el más
poderoso y terrible imperio indio de estas
desconocidas y extrañas tierras.
Con todo, Cortés era la Ley en Nueva
España, representante legítimo y con poderes de
Carlos I, y no era bueno hacer las cosas de mala
manera cuando se podían obtener con las buenas.
Ponce de León sabía, por experiencia, que lo
mejor era ir siempre primero de frente exponiendo
lo que se buscaba y deseaba. En caso de no
conseguir lo que se quería, entonces se tendrían
que buscar otras soluciones más drásticas o menos
honrosas. Lo que no había imaginado, aunque
medio se lo esperaba, es que Cortés fuera tan
solicitado y de tan difícil acceso a su persona.
Llegó a la capital mexica, en plena reconstrucción
tras el cruento asedio y destrucción a la que fue
sometida, pensando que con tan sólo mentar su
nombre Cortés le recibiría, pero se equivocó, y
Juan de Cáceres, criado personal de su
Excelencia, le rogó que tuviera a bien ser paciente,
pues su señor era persona muy importante y tenía
muchos asuntos que resolver. Tendría que esperar
su turno, como el resto de españoles.
Por eso se encontraba en la estancia
holgada, de amplias ventanas por donde entraba el
frescor de la mañana y suficiente claridad para
iluminar el lugar. Era la antesala a las
dependencias privadas del gobernador, en las que
atendía a los solicitantes, vetadas a la vista y al
paso mediante un par de gruesas puertas de madera
y doble guardia de castellanos fuertemente
armados. Era el lugar un palacio mexica, con
hermosos jardines en un patio interior donde
varios españoles pasaban el tiempo mientras
esperaban ser recibidos por Cortés, y allí
charlaban animadamente, tomaban un vaso de vino
o se entretenían viendo las exóticas aves de
colorido plumaje y la hermosura de las flores
indígenas. Era de los pocos edificios que se
habían salvado de la acción destructiva de la
guerra, aunque se decía que ya no poseía el
poderío ni el esplendor de cuando Moctezuma
gobernaba de manera divina su imperio. Si eso era
cierto, Ponce de León no podía ni imaginar
entonces como habría sido el palacio
anteriormente, ya que en esos momentos hermosas
alfombras y mantas cubrían paredes y suelos, junto
con pieles de jaguares y panteras, los tigres y
leones de Las Indias, feroces animales de crueles
garras y colmillos, que eran venerados como
dioses por los indios de la costa. También se
podían admirar, en paredes o sobre mesas y
encimeras, impresionantes penachos de coloridas
y suaves plumas, escudos y armaduras de algodón,
pieles o plumas, de las que llevaron puestas los
guerreros de elite mexica, junto con varios falsos
ídolos de oro, pectorales de oro fino, plata o jade,
y cientos de criados, siervos y doncellas que
salían y entraban del palacio cumpliendo deberes,
llevando órdenes, notas, planos, sinfín de
documentos, prueba de que España imponía el
orden, la disciplina y su civilización en estas
tierras conquistadas para gloria de Dios y de
Carlos I.
Era el cuarto día que Ponce de León se
encontraba allí esperando su turno, y comenzaba a
desesperar, aunque se dijera a sí mismo que lo
mejor era seguir teniendo paciencia. Lo cierto era
que todos iban entrando a las dependencias tarde o
temprano, pero en escrupuloso orden que no se
saltaba ni por nombres, famas o dineros. Ponce de
León había pensado que siendo él mismo
gobernador de Puerto Rico, de familia noble,
tendría privilegios, pero se equivocó: Cortés no
hacía distinciones y tendría que esperar. El sonido
de las puertas abriéndose llamaron la atención de
los presentes y todos acudieron de inmediato a su
lado con expectación en los rostros. Ponce de
León se acercó con dignidad mientras se estiraba
la ropa y atusaba el bigote y la barbita en forma de
perilla. Los soldados que custodiaban la entrada
se hicieron a un lado e hizo aparición Diego de
Godoy, uno de los secretarios de su Excelencia y
también uno de sus hombres de mayor confianza.
El escribano, hombre delgado, muy pálido,
siempre vestido de negro, portaba una larga lista
enrollada en la mano, que desplegó con gestos
decididos y enérgicos.
Con voz clara, recitó una serie de nombres:
los afortunados que veían recompensada su
paciencia; el resto deberían seguir esperando. Con
suerte, Cortés despacharía rápido y podría recibir
a otros tantos; si no, tendrían que volver al día
siguiente. Ponce de León suspiró resignado,
todavía no le tocaba, así que debía seguir
soportando el perder el tiempo y la vida en aquel
palacio. Como tampoco tenía nada que hacer,
buscó un lugar donde sentarse en el jardín y un
vaso de vino. Lo segundo lo consiguió tras pedirlo
a un criado indio, y lo primero lo encontró en una
piedra rectangular, junto a un estanque con peces
de colores, de suave y pulida textura, caliente por
el Sol de la mañana. Ponce de León se sentó y dejo
que los rayos luminosos le hicieran entrar en calor.
Mientras sorbía con deleite el vino, recordó como
fue a parar a Nueva España y las circunstancias
que le llevaban a pedir ayuda a Cortés.

***

Todo comenzó cuando Ponce de León se


encaprichó de la hija de uno de los caciques de las
tribus locales, Agüeybaná era el jefe taíno, y su
hija una moza bien plantada, joven, de piel morena
y ojos grandes y oscuros, profundos y expresivos,
tan típicos en estas tierras y climas. Ponce de León
sintió como el corazón le latía de ansiedad ante la
presencia de la joven y escalofríos de deseo le
recorrieron el cuerpo. Los españoles habían
realizado anteriormente guerras contra los taínos
por cuestiones de esclavos, tierra y oro, pero
ahora se hallaban en paz, estado muy delicado que
en cualquier momento podía venirse abajo, pero
de momento las relaciones eran buenas.
Ponce de León y Agüeybaná eran amigos,
por interés, claro, pero ambos hombres se
respetaban y comprendían. El cacique les dio una
calurosa bienvenida a Puerto Rico y no se molestó
cuanto el conquistador le pidió a su hija. Al
contrario, la entregó con mucha alegría pensando
que así tendería un puente de paz entre las dos
facciones que perduraría para siempre. Pero
Agüeybaná se equivocó, porque no tardarían en
romperse las relaciones amistosas entre
castellanos y taínos por culpa de equívocos y
ambiciones, y la guerra volvería a estallar con
toda su crudeza.
De todas formas, en aquellos días en el
ánimo de Ponce de León no estaba el hablar de
luchas o en atender los deberes que tenía hacia
España, sino que toda su atención se centraba en
Teiba, la hermosa india que le fuera ofrecida con
la mayor de las esperanzas. Ponce de León fue
sumamente calculador al pedir la ofrenda de la
india, porque así se ganaría la confianza de
Agüeybaná y podría actuar sin problemas en la
isla. Pero lo más importante, y que nunca
confesaría a nadie, era que Teiba le había hecho
volver a sentir un hombre. El conquistador sufría
de un mal que le atormentaba en secreto, que no
podía contar a nadie, médico o sacerdote, porque
era medio impotente a pesar de su fiero carácter y
más que probada hombría.
No entendía porque le pasaba tal
circunstancia, porque no era un desviado y las
mujeres le gustaban mucho, pero lo cierto era que
en ocasiones, siempre cuando menos se lo
esperaba, su miembro viril no le funcionaba a la
hora de cumplir con sus deberes de hombre para
con las mujeres. Eso le había llevado a la
desesperación, a creer en un castigo de Dios, en
una maldición que algún enemigo le hubiera
lanzado, en una enfermedad, y de todo se trató,
aunque le sirvió de bien poco. Probó con
curanderos, hasta con brujas que le hicieron beber
extraños y nauseabundos brebajes, pero nada le
funcionó. Eso le hizo volverse retraído, huraño y a
evitar el contacto con las mujeres. En él comenzó a
forjarse poco a poco cierto desprecio por las
féminas, pero en realidad era desprecio hacia su
persona, porque entre una de las peores cosas que
le podía ocurrir a un español de la época era ser
un pusilánime a la hora de fornicar.
No podía ni imaginar peor castigo que el
que le flagelaba, y sabiendo que si su mal era
conocido por sus enemigos lo utilizarían como un
arma contra su persona, decidió emprender dos
empresas que forjarían tanto su carácter como su
destino, aunque eso le llevara a la ruina o la
muerte: una sería encontrar la cura para su mal, y
la otra mantenerlo en secreto aunque para ello
tuviera que matar o destruir a quien fuera.
Así con esas, pasó el tiempo, y Ponce de
León acudió a la llamada de Las Indias,
participando en las luchas contra los indígenas,
consiguiendo prestigio, tierras y algo de oro.
Infinidad de indias contempló, jóvenes y hermosas,
pero no le llamaron la atención, al contrario que a
sus hombres, que no dudaban en mantener
relaciones sexuales con las muchachas, a las que
muchas llegaron a tomar como amantes e incluso
esposas, con las que tuvieron hijos; fue así, poco a
poco, como se fue consiguiendo el mestizaje de
dos pueblos, el mayor legado de España junto con
su Fe, idioma y cultura. Pero conocer a la sensual
y esplendida Teiba lo cambió todo. Ponce de León
volvió a sentir el natural deseo de poseer a una
mujer y fue la pequeña india de pelo negro y
facciones delicadas quien le hizo volver a gozar
de los placeres carnales.
Por poco tiempo, pues enseguida, para
horror del gobernador, que para entonces ya había
logrado toda la conquista de Puerto Rico mediante
la fuerza y la inesperada y no deseada alianza con
las enfermedades, que devastaron a la población
indígena, el mal hizo acto de presencia. Ponce de
León se desesperaba, juraba, blasfemaba y rompía
los muebles, pero no servía de nada. Tampoco las
caricias y los ardientes juegos que Teiba se
inventaba; el miembro masculino seguía flácido e
impotente. Teiba, que sentía que la desesperación
de Ponce de León se podía volver contra ella —
era mujer sabia, intuía que el español la podría
culpar de su falta de virilidad—, contó entonces al
gobernador que lo mejor sería que bebiera de una
fuente natural de frescas y claras aguas. Esa fuente,
que todas las tribus indias conocían, daba vigor y
energía a los músculos, devolviendo la juventud al
que las bebiera. Todo lo curaban, incluida la
impotencia. Ponce, al igual que el resto de los
españoles, creía que en Las Indias todo era
posible; jamás se habían visto extrañas tierras
como aquellas, de mares desconocidos, inmensos,
de misterios apenas discernibles y de maravillas
sin cuento. Era muy posible, para la ardiente
imaginación de españoles carentes de todo menos
de honra, que la existencia de tal fuente fuera un
hecho más que probable.
Ponce de León prestó atención a la
muchacha, que le contó con lujo de detalles todo lo
que ella y su pueblo sabían sobre la existencia de
dicha fuente, que para la mente del español quedó
como la Fuente de la Juventud. La india narró que
era leyenda común que viajando hacia el sur, a un
continente que se encontraba a muchos días de
navegación, se hallaría una tierra plagada de
cerradas y extensas selvas, infestadas de fieras,
toda suerte de alimañas y serpientes venenosas, y
que siguiendo el curso de un río tan ancho que
podría abarcar un poblado entero, se llegaba a la
Fuente, y dicho lugar se conocía como Bimini. Era
un viaje terrible, lleno de peligros mortales, pues
cuando no te mataba el clima, lo harían las bestias
que no temían al hombre, o las arañas y los
escorpiones, que en esas tierras poseían un veneno
poderosísimo, o lo harían las tribus salvajes,
hostiles, caníbales, embrutecidas por la eterna
lucha contra la selva. Pero el que lograra llegar a
salvo a la Fuente y beber de sus aguas, encontraría
justa recompensa, porque se vería premiado con la
juventud y una larga vida carente de enfermedades
y padecimientos. Además, bebiendo
periódicamente, se conseguía prácticamente la
inmortalidad.
Un enfebrecido Ponce de León encontró al
fin la respuesta a sus desesperadas plegarias. ¡Por
fin se le presentaba la oportunidad de curar el mal
que le aquejaba! Pero era hombre prudente y no
quería lanzarse a una ciega aventura, mucho menos
por los consejos de una hermosa india, así que se
entrevistó con otros indios de otras tribus. Pronto
constató que prácticamente no existía indígena que
no conociera la leyenda de la Fuente, así que, por
Dios bendito, era verdad y no había engaño en
ello. ¿Qué razón tendrían todos los indios para
mentir? Aunque también era cierto que todos ellos
le hicieron la misma advertencia: encontrar la
Fuente conllevaba siempre la muerte para alguien,
pues pertenecía a los dioses, que eran crueles y
sanguinarios con los hombres. Se podía ganar la
juventud, cierto, pero a cambio, quizás, conseguir
también atraer la ira de los dioses. Para Ponce, era
un riesgo perfectamente asumible.
Fue de esta manera como el gobernador
comenzó a organizar expediciones a la costa en
busca de ríos, selvas, de información que le
pudiera llegar a descubrir la Fuente de la
Juventud, que se convirtió en su obsesión, en su
búsqueda personal. A todo aquel que le seguía en
sus osados y alocados viajes les contaba lo
mismo: que serían hombres ricos y famosos si
daban con la Fuente y llevaban sus aguas al Rey;
mas a nadie decía que la deseaba encontrar para
curar su impotencia.
La pobre Teiba, semanas más tarde, fue
olvidada a pesar de su valiosa información, pues
el gobernador era hombre frío de sentimientos,
más dado a dejarse llevar por la lógica, la
ambición y la avaricia que por sentimentalismos
que consideraba no conducían a ninguna parte.
Pronto olvidaría a la india, como lo olvidaría
prácticamente todo, sólo le importaba encontrar la
cura. Aunque durante muchos años sirvió para la
Corona como gobernador de Puerto Rico, e
incluso tuvo que tomar las armas en un par de
ocasiones para aplacar rebeliones indígenas,
detrás de sus pensamientos y actos se encontraba
la tan ansiada Fuente de milagrosas aguas.
Pero el tiempo transcurrió y no la encontró,
a pesar que participó en varias expediciones, la
más importante con tres barcos en 1513, donde
descubrió una extensa y rica tierra que parecía un
continente. Tomó aquellas tierras para España y
las bautizó como La Florida, por sus hermosas
flores y por haber arribado en Pascua, pero de la
Fuente ni rastro, a pesar de que varias
informaciones indígenas la relacionaban por
aquella latitud. Siguió navegando, remontando ríos
tierra adentro, entablando relaciones con nuevas
tribus, algunas muy hostiles, viendo cosas nuevas
jamás conocidas por español alguno, pero su
obsesión particular le siguió esquivando.
Tuvo que regresar a España para rendir
cuentas de su gestión como gobernador, y como era
hombre eficaz, además de poseer cierta crueldad y
ambición, obtuvo licencias para explorar y
conquistar nuevas tierras, con la condición de que
fuera más generoso con los indios, no les tratara
mal y procurara llevarlos a la Fe de Dios. Ponce
procuró seguir fielmente las instrucciones reales,
pero siendo de naturaleza impaciente y algo
violenta, enseguida volvió a las andadas, siéndole
más fácil tirar de la espada que de la diplomacia
cuando se encontraba con tribus belicosas. En
cambio, con aquellas que le rendían amistad se
mostraba cordial y generoso. Conquistó el Caribe,
la isla Guadalupe y volvió a explorar parte de esa
Florida que le seguía atrayendo porque seguía
convencido de que allí se ubicaba la esquiva
Fuente, mas sus esfuerzos seguían sin verse
recompensados.
Volvió a Puerto Rico, cargado de riqueza y
fama, pero atormentado de no poder tratar la
enfermedad que a sus ojos le convertía en medio
hombre. Dejó pasar el tiempo amargado y
desilusionado, mientras seguía recopilando
información sobre las mágicas aguas. Justo cuando
más desesperaba, le llegó misiva de un viejo
conocido que le transmitía una información
asombrosa; por fin parecía que la suerte le iba a
acompañar.

***

La carta que llegó a manos de Ponce de


León fue escrita por un capitán que sirvió con él
durante sus primeros años en Las Indias, un
hombre cruel y carente de piedad en el trato con
los indios, pero sumamente leal al gobernador,
muy eficaz y valiente, aguerrido y con fama entre
los españoles de expeditivo y bravo. El nombre
del individuo de tal catadura era capitán Francisco
Peñate, natural de Plasencia, y que era conocido
también con el mote de el come ogros, debido a su
voracidad en comer y extraordinaria fuerza;
aunque también por otra desagradable faceta: le
encantaba desvirgar jovencitas indias.
Normalmente no tenía problemas para
conseguirlas, los naturales se desprendían de sus
mujeres con una facilidad y carencia de
sentimientos que sorprendían a los españoles, pero
cuando pasaban los meses y no podía encontrar
una muchacha, entonces sus bajas pasiones se
desataban y se convertía en una bestia más que en
un hombre.
Peñate se las tuvo tiesas no solo con indios
debido a su asquerosa afición, sino también con
españoles, curas, oficiales e incluso gobernadores,
y solo se salvó de la horca porque Ponce de León
le tomó bajo su protección, ya que veía en el
bribón una herramienta muy útil. Peñate además de
ser excelente soldado y tener experiencia en la
guerra, era veterano de las campañas en Italia
junto al Gran Capitán, era un líder natural, no por
sus cualidades de mando, inteligencia o sensatez,
sino por su brutal fuerza y mal carácter. Los
soldados le temían y algunos le odiaban, pero le
seguían hasta donde se les ordenara, porque
Peñate no toleraba ni una sola indisciplina en su
capitanía. No obstante, era fiel a sus amigos con
todas sus consecuencias, y compartía penurias con
sus compañeros igual que las riquezas. Por eso
Ponce de León decidió ponerle a su servicio, y
para ayudar a controlar sus bajas pasiones, le
entregaba de cuando en cuando muchachas
vírgenes que los caciques aliados o sometidos
entregaban muy encantados como regalos al
gobernador.
Peñate y Ponce de León establecieron una
asociación peculiar, y cada uno se respetaba a su
manera y procuraban ayudarse, sabedores que
podían obtener variados beneficios. No obstante,
Peñate partiría a La Española tras pacificar Puerto
Rico, en busca de gloria y oro, tierras y esclavos,
pero llegó tarde para cualquier empresa, pues
Diego de Velázquez, el gordo gobernador, ya había
mandado varias expediciones hacia lo que por
entonces se creía era una isla enorme, pero que
con el paso del tiempo comenzó a verse como un
nuevo continente. Peñate tuvo que contentarse con
esperar, y ni siquiera pudo alistarse a una
expedición comandada por Pánfilo de Narváez que
marchaba para detener a Hernán Cortés, un antiguo
protegido y amigo de Diego de Velázquez y que al
parecer había cometido traición contra el
gobernador.
Al final consiguió Peñate su objetivo, que
era embarcarse en una flota hacia ese Yucatán del
que se decía eran selvas plagadas de minas de oro
e imperios indios donde abundaban el jade y la
plata. Ponce de León ya no supo más de su
asociado durante un tiempo, hasta que le llegó una
carta escrita de puño y letra por Peñate el come
ogros. En ella se decía, muy breve, que a manos
del capitán había caído información muy verídica
sobre la localización de la Fuente de la Juventud
—Ponce de León compartió con el come ogros su
ansia de encontrar la Fuente, aunque no los
motivos— y que era menester que acudiera cuanto
antes a la recién conquistada Nueva España antes
de que el nuevo gobernador y señor absoluto de
aquellas tierras, su Excelencia Hernán Cortés,
supiera del hallazgo y lo reclamara para sí.
Ponce de León volvió a sentir en su
interior la llamada de la aventura, de la gloria y la
inmortalidad. A pesar de encontrarse
desilusionado y amargado de tantos años de
búsquedas estériles, sintió que renacía el ansia de
continuar con la empresa. El corazón le latió
salvajemente y en su rostro delgado y ascético
surgió una siniestra sonrisa mientras los ojos le
brillaban de triunfo. Peñate era hombre un tanto
brutal, pero muy prudente para esas cosas, y si
afirmaba poseer información sobre la Fuente
entonces no había tiempo que perder y se debía
hacer caso a sus sugerencias. Ponce de León
organizó sus labores y responsabilidades de tal
forma entre subalternos, ayudantes y criados, que
bien podía ausentarse durante unos meses de
Puerto Rico sin causar excesivos quebrantos a la
administración del territorio. Sólo se le presentaba
un problema, que era que en esos momentos no
andaba muy holgado de fondos personales, ya que
andaba organizando otra expedición para La
Florida además de que había prestado dinero a
muchos españoles para que invirtieran en campos
de cultivos y traer semillas y ganado desde
España. Aunque pidiera el dinero con carácter
urgente, tardarían semanas en entregárselo y, según
Peñate, la velocidad era esencial, porque Cortés
era hombre aún más ambicioso y audaz que el
propio Ponce de León, con el peligro que eso
conllevaba.
Sin mayores dilaciones, Ponce de León se
embarcó hacia La Española y de allí ya le
indicarían como llegar lo antes posible a esa
Nueva España. Con tan sólo quince soldados como
escolta, dos criados y cuatro indios para su
servicio personal, marchó a una nueva empresa,
sin apenas dinero, excepto para los gastos del
viaje, pensando que Dios le proveería y que si
Cortés era tan astuto y ambicioso como se decía,
entonces se podría llegar a un acuerdo amistoso.
Recostado en la proa, mirando las gaviotas surcar
el cielo azul carente de nubes, intentó recordar lo
que pudiera saber de Cortés, ahora convertido en
persona importante. Tuvo que reconocer que no
era mucho, aunque hasta Puerto Rico llegaran las
noticias sobre los desacuerdos que tuvieron Cortés
y Diego de Velázquez. Diferencias que tuvieron
que ser graves, porque Velázquez llegó incluso a
enviar un ejército a detener a su antiguo protegido,
empeño que se desbarató, con Pánfilo de Narváez
derrotado y Cortés triunfante. También llegaron las
nuevas sobre las tierras que Cortés iba
descubriendo, y muchos marineros hablaban sobre
naciones indias ricas y muy refinadas, dueñas de
increíbles tesoros en oro y plata. Se mentaban
ciudades en mitad de selvas o en valles con
increíbles edificios, templos tan altos como
montañas donde se sacrificaban cientos de
prisioneros, reyes y caciques con poder divino que
gobernaban con total autoridad sobre centenares
de miles de súbditos, ricas tierras, maravillas sin
fin ni cuento, suficiente riqueza para colmar las
mayores ambiciones de un español.
Y toda esa gloria estaba siendo ganada por
Cortés, que se adentraba profundamente en el
corazón de lo que cada vez era más evidente era
un continente, no una isla grande. Eran tierras de
grandes misterios, de leyendas que parecían
cobrar realidad, así que no era descabellado
pensar que Cortés, o alguno de sus capitanes,
pudiera haber encontrado la Fuente de la Juventud,
junto con la famosa tribu de las amazonas, de
enanos o de indios con rostro de perro, o
monstruos espantosos, fieras desconocidas y quien
sabía que portentos más. Ponce de León apretó los
puños con impaciencia; ya deseaba estar allá
cuanto antes.

***

Ver la ciudad capital de los mexicas, el


corazón del nuevo territorio agregado a la Corona
española y que se llamaba Nueva España, le
supuso a Ponce de León un vuelco en el corazón,
pues jamás podría haber imaginado que se
levantara semejante urbe en estas tierras. Ya llegar
a ella supuso todo un viaje plagado de
descubrimientos, de ver ciudades y pueblos muy
ricos, prósperos y civilizados, rodeados de
extensos campos de cultivo de maíz, el alimento
esencial de las naciones indias y que incluso era
tomado como algo divino por los indios, y
constatar que existían muchas y muy adelantadas
naciones indias. No pudo por menos que pensar en
cómo, por Dios bendito, Cortés había podido
conquistar todas estas tierras con tan solo unos
cientos de soldados y varios miles de aliados
indios; sintió admiración hacia el gobernador de
Nueva España, pero también recelo, pues sabía
que se las iba a tener con hombre capaz y
resolutivo.
La joya fue contemplar, desde la altura que
daba la entrada al valle de México, a México-
Tenochtitlan suspendida como una perla en mitad
de extensos lagos rodeados de picos con sus
cumbres nevadas. La ciudad era inmensa, rodeada
de cientos de chinampas, las tierras de cultivo
flotantes de estos indios, cruzada por calzadas que
la conectaban a tierra firme, y aunque se
encontraba medio derruida por culpa del asedio a
la que se vio sometida por los españoles, aún era
de admirar, sobre todo su centro, donde se alzaban
los edificios religiosos y los más ricos palacios,
junto con el templo principal, un coloso de horror
y muerte que señoreaba todo el conjunto.
La lucha por la conquista de la ciudad fue
titánica, con los mexicas combatiendo hasta el
final y los españoles decididos a ganar la ciudad
aunque les fuera la vida en ello. Como resultado
de la contienda que duró meses, muchos edificios
y calzadas fueron destruidas, y multitud de canales,
que servían para navegar dentro de la propia
ciudad, cegados con piedras, junto con jardines,
estanques, ricas casas y palacios demolidos o
quemados. Miles de mexicas perecieron en la
cruenta guerra, pero decenas de miles más
morirían por la viruela que causaba estragos entre
ellos. Ponce de León ya lo había descubierto
viajando hacia México-Tenochtitlan en otras
ciudades, aldeas y pueblos. Los indios morían por
cientos a causa de la viruela, que se contagiaba
con inusitada rapidez de un lugar a otro, aunque
distaran muchas leguas de distancia. Ponce de
León no podía comprender porque los naturales
eran tan frágiles a dicha enfermedad, porque se les
notaban fuertes, sanos y vitales. ¿Eran más
vulnerables a las enfermedades que los españoles?
Un misterio más de estas tierras y sus habitantes.
La ciudad era un trajín de gente yendo y
viniendo, columnas de soldados que vigilaban y
ponían orden, indios organizados en cuadrillas
retirando escombros, demoliendo edificios medio
derruidos y levantando nuevos, filas de
porteadores trayendo comida, túnicas, piedra,
madera, semillas, granos de cacao, esclavos,
infinidad de cosas tan necesarias para una ciudad
que necesitaba volver a resurgir del fuego y la
destrucción que traía la guerra. Los mexicas,
disciplinados y obedientes como el resto de los
indios, obedecían a sus nuevos amos con resignada
dedicación, esperando que el nuevo orden
impuesto no les fuera peor que el que tenían antes.
A pesar de todo, Ponce de León pudo descubrir en
las miradas perdidas y tristes de los mexicas el
desamparo que sentían al saber que su mundo
había sido destruido y no retornaría nunca más; sus
dioses derruidos, derrotados por ese único y
poderoso Dios al que rendían especial devoción
unos hombres de piel blanca infatigables, crueles y
valientes hasta el extremo de rozar la locura. Los
mexicas se preguntaban que serían de su mundo y
creencias mientras ayudaban a levantar uno nuevo
y procuraban adaptarse a sus nuevos señores.
Cabalgando lentamente, mientras su escolta
le abría paso entre las concurridas calles, Ponce
de León pudo admirar de cerca los edificios que
seguían en pie porque, aunque pocos, eran
magníficos. Contrastaban con los montones de
cascotes ennegrecidos y avenidas cortadas, pero
en todo se intuía que Tenochtitlan había sido
inmensa y rica ciudad. Debido a su difícil
pronunciación, los españoles la llamaban
Temixtistan, aunque entre la tropa se iba
imponiendo el más popular México. Un fétido olor
a podredumbre, carne corrompida, sangre y muerte
asaltó el olfato de la pequeña comitiva y les hizo
volver el rostro con repulsa. El gobernador intuía
que era ese hedor: se estaban acercando al centro
de la ciudad, lo que no hace mucho era el recinto
ceremonial, el lugar más sagrado y concurrido —
después del mercado de Tlatelolco, que también
intentaba volver a ponerse en funcionamiento— de
Tenochtitlan. Por las informaciones que otros
conquistadores le transmitieron, sabía que en los
templos, que llamaban cues, se mataban a diario a
muchos prisioneros, a los que se les abría el pecho
con cuchillos de sílex o navajones y se les
arrancaban los corazones palpitantes que se
ofrendaban a los dioses sanguinarios y crueles.
Las cabezas decapitadas iban a parar a unos
extraños y macabros monumentos de palos largos
donde se ensartaban, formando muros compuestos
por decenas de miles de cráneos a los que los
mexicas llamaban tzompantlis. El resto del cuerpo
era troceado, los torsos enviados a la Casa de las
Fieras, la colección privada de bestias de
Moctezuma, y lo que quedaba se devoraba en
ritualizados banquetes caníbales.
Los mexicas, hasta su caída, eran los
indios más devotos a sus falsos ídolos, los más
crueles y sanguinarios de todos los indígenas,
carentes de piedad, habían conquistado a todos los
pueblos del valle de México e incluso más allá. Su
imperio se extendía desde ardientes desiertos a
montañas de cumbres nevadas y selvas cerradas, y
el resto de naciones indias se sometían a su duro
régimen. Eran odiados, temidos y respetados, pues
podían poner en pie de guerra a miles de guerreros
en cuestión de días, y ciudad que se les resistía la
arrasaban matando a todos sin respetar edades,
sexos ni condición. A los pueblos sometidos y
aliados los obligaban a pagar un tributo anual,
especialmente a los primeros, que consistía
principalmente en maíz, jade, piedra, oro, mantas,
goma, inciensos, plumas, armaduras de algodón,
frijoles, resina, túnicas y sinfín de productos, pero
sobre todo de esclavos y prisioneros, hombres y
mujeres, que debían marchar al sacrificio, pues era
tanta la necesidad de corazones y sangre que los
dioses mexicas necesitaban, que a diario entraban
a Tenochtitlan largas hileras de desdichados
atados con varas por los cuellos. En una jornada
normal, se solían matar entre diez y veinte tristes
indios en los negros altares, y muchos cientos a lo
largo de los meses, miles al año. Así durante
generaciones de dominio mexica, de ahí que a
pesar de los esfuerzos de los españoles por borrar
semejante horror y espanto de la Creación del
Señor, el olor a podredumbre y muerte
permaneciera en el centro de la ciudad como
recordatorio de que, durante demasiado tiempo, el
Mal reinó supremo en estas tierras.
Fue tanta la sangre derramada en los
templos, que sus paredes escalonadas estaban
tintadas en sangre que no se podía borrar, sus
escalones pulidos por las pisadas de decenas de
miles de cautivos que subían al tajo como
corderos al matadero. Las paredes, techos y el
suelo de los templos se encontraban recubiertos de
una espesa capa de costra y sangre, de más de
cuatro dedos de grosor, que criados y esclavos,
bajo la supervisión de frailes y soldados, se
apresuraban a quitar con cuchillos y cinceles. Por
supuesto, se prohibieron los sacrificios humanos y
el canibalismo, los ídolos de piedra fueron
destruidos y las casas de muerte quemadas o
demolidas, pero algunos cues de sólida piedra
eran tan monumentales, que se necesitaría mucho
tiempo para arrasarlos. Según pudo saber Ponce
de León, el cu principal de Tenochtitlan, una
pirámide escalonada con doble escalinata y doble
adoratorio en su cúspide —donde se adoraba por
igual a los infames Huiztzilopochtli, el dios tutelar
mexica, y Tlaloc, el dios de la lluvia y al que se le
sacrificaban niños— iba a ser demolido y con sus
piedras erigida una inmensa catedral para mayor
gloria de Dios y de España. Lo que antaño fuera un
lugar de muerte y desolación, se convertiría en un
monumento al amor del Señor hacia sus hijos y en
un atisbo de esperanza.
Fue cerca del centro de la ciudad, en un
distrito llamado Zoquiapan, muy cerca de la
calzada que comunicaba con Texcoco y también de
donde se alzara el templo de Moctezuma y su Casa
de las Aves, ambas construcciones perdidas
durante la guerra, donde Ponce de León se
encontró con su antiguo asociado Francisco Peñate
de Plasencia, el come ogros. A la sombra de unos
árboles y arbustos olorosos de jardines antaño
propiedad de un gran señor mexica, los dos
camaradas se encontraron y se abrazaron con
efusividad, en gesto espontáneo y sincero, aunque
el gobernador con gesto más digno, claro estaba.
Peñate, según pudo constatar Ponce de León, se
encontraba igual que siempre. Era inmenso, un
gigante corpulento que asemejaba un oso, no
existía español más alto ni tan fuerte. Peñate
poseía un tórax descomunal y unos brazos enormes
y musculosos, junto con piernas capaces de triturar
un cuerpo con relativa facilidad. No era muy ágil,
pero su bestial fuerza le hacía sobreponerse a
todos sus rivales y era temido en la lucha tanto por
su fuerza como por su destreza con las armas. Era
tan fuerte, que luchaba con un montante como si
fuera vulgar espada y se decía de él que podía
caminar durante días enteros sin comer ni dormir.
Tal vez fueran exageraciones, pero Ponce de León
le había visto combatir y destrozar indios a
decenas con su espadón, de ahí que no le
extrañaran las habladurías sobre su socio.
Peñate no poseía un rostro desagradable a
pesar de su apariencia descomunal, pero su cara se
afeaba por las numerosas cicatrices que se la
recorrían en caprichosas direcciones, pruebas
todas ellas de su larga experiencia y valía como
soldado, y también por el eterno gesto de
desprecio que asomaba a sus labios. Sus ojos,
grises, fieros, miraban a todo y todos con desdén,
y eran astutos y penetrantes; su pelo era espeso,
negro, corto, pero su barba, de idéntico color pero
con brillos plateados, era enorme, fiera, muy
poblada. Peñate se había forjado como soldado en
los campos de batalla de Italia, contra los ejércitos
franceses, al lado del Gran Capitán, y obtuvo su
rango de capitán a base de hazañas y muertes, pero
nunca fue muy popular entre los oficiales de alto
rango debido a su prontitud en degollar
prisioneros y cometer crueldades innecesarias con
los vencidos. Por culpa de su apetito por las
vírgenes, Peñate descubrió que no le esperaba
ningún futuro ni en Italia ni en España, así que,
como muchos otros, viajó a las nuevas tierras de
Las Indias donde soldados valerosos podrían
obtener gloria y oro. Fue entonces cuando conoció
al gobernador de Puerto Rico y se puso a sus
órdenes para combatir contra los indígenas.
Pacificada la isla, harto de no conseguir lo
que deseaba y hastiado de la tranquilidad, deseaba
volver a combatir y buscar la oportunidad de
conseguir fama y riqueza. Para tal fin marchó a La
Española y allí fue donde supo de las nuevas de
Hernán Cortés, la lucha entre españoles y del
descubrimiento de los reinos mayas, totonacas,
tlaxcaltecas y, sobre todo, del increíble imperio
mexica y de su soberano, el noble Moctezuma. Por
desgracia para Peñate, cuando consiguió encontrar
pasaje para las nuevas tierras la Conquista se
había consumado y, con ella, sus esperanzas de
encontrar oro y fama se desvanecieron. Pero esto
era territorio desconocido, todavía muchas nuevas
naciones indias se intuían por el horizonte, junto
con restos de ciudades aún en guerra contra los
españoles. Se hablaba de organizar otras
expediciones hacia el norte, o al sur, para buscar
minas de oro y plata, y encontrar otros imperios
tan ricos y vitales como el mexica, por no hablar
que circulaban todo tipo de rumores y leyendas.
Después de todo, si existían naciones como la
mexica, ¿por qué no iban a existir otras iguales de
poderosas y ricas esperando a ser descubiertas y
conquistadas? Peñate aún soñaba con su
oportunidad. Y mientras esperaba, descubrió cierta
información que le hizo intuir que esa dorada
oportunidad había llegado y por eso no tardó
mucho en ponerse en contacto con su antiguo
oficial.
Peñate hizo pasar a Ponce de León al
interior del edificio habilitado como real para las
tropas españoles, con un patio interior donde
varios soldados descansaban al Sol o se jugaban
maravedíes a los naipes o los dados, a pesar de
que el juego estaba prohibido, pero los
castellanos, mientras no hubiera capitanes por las
cercanías, se daban con virulencia al juego para
pasar el tiempo y conseguir un poco de dinero
fácil. Lo malo era que si existía algo peor que un
español luchando, era otro español aburrido o
jugándose el dinero y la honra en el juego. Las
peleas y disputas en torno al tambor donde
rodaban los dados eran normales, y solían acabar
con cuchilladas, blasfemias y voto a tales, hasta
que los oficiales debían poner paz, arrestar a unos
cuantos, ahorcar a uno o dos, amputar cierto
número de orejas o narices como castigo y vuelta
la paz; hasta la próxima ocasión.
El gobernador ordenó a su escolta que se
ocupara de los caballos y le encontrara
alojamiento digno de su hidalguía, y siguió a
Peñate al interior del edificio. Ambos hombres
pasaron a una estancia con un ventanal, una mesa y
varios taburetes de madera, donde Peñate y los
suyos solían beber vino, charlar o jugar a los
naipes. Allí les esperaba el joven Gutiérrez de
Salamanca con una jarra de vino, varios vasos y
platos con tortillas de maíz, tamales y frijoles,
junto con zumos y frutas de la tierra.
—Ah —exclamó Ponce al contemplar al rubio y
espigado mozalbete de catorce años—, veo que
continuáis teniendo a vuestra vera al joven
Gutiérrez.
—Sí —respondió Peñate con una risotada,
mirando con mal humor al chico—, hasta que me
harte de él; no sirve para nada, cualquier día le
echo a puntapiés.
—Si vos lo decís…
Ponce de León sonrió ante el comentario
del come ogros, porque sabía que Peñate sentía
debilidad por el muchacho, aunque jamás lo
reconocería. Gutiérrez, originario de Salamanca
como anunciaba su apellido, era uno de tantos
huérfanos que vagaban por las ciudades españoles
en busca de comida y algún saquillo con unas
monedas para robar. Como muchos otros que él, el
chico descubrió que seguir a los ejércitos en sus
campañas daba ciertos beneficios y facilidades a
la hora de robar, saquear cadáveres en el campo
de batalla o esquilmar a los soldados. Claro que
también tenía sus riesgos, porque ay del pobre que
era pillado en plena faena. Los soldados no
necesitaban apenas una excusa para meter un
palmo de acero en las tripas del ladronzuelo sin
piedad ni sentimiento alguno.
A Gutiérrez le pasó algo similar, solo que
tuvo suerte. No se le ocurrió otra cosa que intentar
aliviar del peso de sus monedas a Peñate, quien a
pesar de que estaba tremendamente borracho se
percibió de la maniobra del chico. Atrapó con sus
manazas el cuello del muchacho y allí parecía que
le partiría en dos, pero para sorpresa de los
tertulianos de la posada, rió con gracia la cosa y
adoptó al muchacho como protegido. Desde
entonces Gutiérrez fue el escudero y chico para
todo del come ogros. ¿Por qué Peñate no lo mató?
Nadie supo la respuesta, pero quizás Gutiérrez le
recordaba a Peñate otros días más felices, o le
traía a la memoria su propia niñez, dura y cruel en
Plasencia, donde se vio obligado a robar gallinas
para poder comer.
El muchacho era un mancebo de catorce
años, alto, esbelto, de recia constitución, ojos
azules y pelo intensamente rubio. Era un chico bien
plantado, de rostro hermoso que hacía exclamar de
amor a las jóvenes indias, y no era raro ver detrás
del chico a unas cuantas muchachitas que le
seguían con los ojos de manera disimulada.
Gutiérrez, no obstante, era superficial y vanidoso,
algo increíble en alguien que se había criado en la
pobreza y en la calle. Gutiérrez se comportaba
como un niño rico mimado, rufián sin honor, en
ocasiones había robado incluso a soldados de la
propia capitanía de Peñate o a mendigos, pero
siendo el protegido del gigantesco come ogros
pudo lograr salir con bien de tales trances. Con los
indios era cruel, aunque procuraba no tener tratos
con ellos más allá del obligado rol del señor con
su siervo. Consideraba a los indios poco más que
bestias sin razón alguna, y miraba con desprecio y
asco a las jovencitas indias que lanzaban suspiros
a su paso. Casi nadie soportaba al chico, porque
encima era un holgazán, un quejica insoportable,
sin educación alguna ni buena conversación, bueno
nada más que para robar, insultar, meterse con los
indefensos y buscar problemas. Peñate le había
intentado enseñar a manejar la espada, para hacer
de él un soldado, pero ni esas, aunque sí demostró
una inusual habilidad con el manejo y el
lanzamiento de cuchillo. Peñate se acariciaba la
barba mientras una cruel sonrisa apareció en su
rostro. Un chico ágil, escurridizo, acostumbrado a
moverse entre las sombras, habilidoso con la daga,
era un preciado recurso que se debía guardar o
utilizar en los momentos adecuados.
A Ponce de León tampoco le agradaba el
joven, pero nunca se le ocurriría decir nada en su
contra delante de Peñate, pensando que ya se daría
cuenta el capitán con el tiempo de la inutilidad del
muchacho. Peñate, por su parte, se sentó y empezó
a comer con terrible voracidad, haciendo honor a
su nombre. Para cuando el sediento gobernador
dio dos largos tragos al vino, Peñate ya había
bebido un vaso entero y engullido cuatro tortillas
rellenas de pescado con salsas, algo de carne de
pavo y cuatro huevos de pato; sólo era el
principio. El gigante, sin dejar de tragar ni beber,
fiel a su estilo, fue directo a la cuestión que
interesaba a los dos hombres.
—Habéis llegado en momento oportuno,
gobernador —dijo mientras trocitos de comida le
salían por la boca al hablar, manchando la barba y
la mesa—. No puedo mantener por más tiempo con
vida a ese sacerdote mexica.
— ¿Le van a ejecutar?
—Que menos se merece ese perro. Era un papa,
uno de esos indios que se dedicaban a realizar los
sacrificios humanos. A saber a cuantos indios
habrá matado en su vida, puede que a miles, pero
qué más da cuantos fueran, entre marranos que se
maten, que me importa. Lo principal es que
sacrificó a seis españoles que fueron capturados
durante la lucha por Temixtistan —así era como la
mayoría de españoles llamaban a Tenochtitlan
debido a su difícil pronunciación—, de ahí que
vaya a vestir de soga en breve.
—Válgame Dios, entonces tendré que hablar con
el indio de inmediato.
—No os va a contar más de lo que ya os he
contado a vos, pero lo arreglaré para que os
entrevisteis con él hoy mismo si a vuase merced le
place —Peñate vació la jarra y pidió más a
Gutiérrez, pero el muchacho se encogió de
hombros, porque se había acabado el vino—. La
puta que lo parió —maldijo Peñate con amargura.
El vino escaseaba en estas tierras, y el pulque, la
bebida de los mexicas, le producía arcadas, como
a casi todos los españoles. Se tuvo que conformar
con zumos de frutas de la tierra mientras atacaba
un plato de carne de venado con gachas de maíz y
frijoles.
—También pediré cita con su Excelencia Hernán
Cortés, confío que me recibirá en breve…
— ¡Ja! —trocitos de maíz salieron de la boca del
come ogros al reír y algunos cayeron encima de
Ponce de León, que con gesto resignado se los
sacudió con la mano con mucha dignidad; Peñate
continuó hablando haciendo caso omiso a los
apuros del gobernador—. Cortés está asediado día
y noche por decenas de solicitantes que le piden
de todo, desde dinero, a permisos o favores.
Ahora Cortés es el nuevo señor de estas tierras,
gobernador, el hombre más poderoso. Nada puede
hacerse sin su permiso y conocimiento. Hasta para
mear se le ha de tener en cuenta. Dudo que os
reciba en breve, pero haréis bien en pedir cita
cuanto antes. Por cierto, necesitaré dinero, no me
han ido muy bien las cosas de momento por aquí, y
necesitó pagar unas deudas y algunos maravedíes
para seguir sobornando a los carceleros y que no
ahorquen al sacerdote de inmediato.
—Estaos tranquilo, capitán, que traigo dinero para
esas cuitas. Mi criado os hará entrega de un
saquillo. Decidme, Peñate —Ponce de León se
inclinó un poco hacia delante y bajó el tono de voz
—, ¿qué clase de hombre es Cortés? ¿Creéis que
podría llegar a un acuerdo con él sobre el tema de
la Fuente?
— ¿No le iréis a contar nada sobre la Fuente?
—No me queda otra —suspiró el gobernador—,
con la organización de la flota para una nueva
empresa hacia La Florida he gastado grandes
sumas de dinero y necesitó más para poder
sufragar los gastos de una expedición que me
permita encontrar la Fuente. Además, si como su
gracia me cuenta, su Excelencia es tan poderoso y
gusta de controlar todo, me temo que si le
mentimos podemos toparnos con problemas
inesperados.
—Pero es que no creerá nada sobre la Fuente, y si
lo cree, entonces nunca nos dará el permiso
necesario para viajar y se quedará con la
información, la Fuente y la madre que nos parió a
todos — gruñó Peñate mientras comenzaba a
devorar un pavo asado con ganas—. Ese hombre
es un diablo, gobernador, es ambicioso hasta
límites que no podemos intuir. Pero además es
listo, sumamente astuto y conoce muy bien a los
hombres, sus puntos flacos y miedos. Los soldados
le adoran, tiene un grupo de capitanes que le son
fieles hasta la muerte, y los indios le llaman
Malinche y le toman por un dios de los suyos. Si
nos negara el derecho a buscar la Fuente y se la
quedara para sí, no podríamos hacer nada por
evitarlo, voto a Cristo.
—Pues entonces habrá que pensar en algo que
satisfaga a todas las partes, a nosotros y a su
Excelencia, eso dejádmelo a mí, Peñate. Pero
necesitamos la ayuda de Cortés, nos guste o no, y
es un riesgo que tenemos que asumir.
—Pues piense con rapidez, gobernador, porque se
nos acaba el tiempo. Desde que le envié la carta y
ha llegado a Temixtistan han pasado semanas. No
sé cuánto tiempo más puedo conseguir para que no
ahorquen al indio, y ese perro puede ir con el
cuento a otro español y echarnos por tierra el
negocio.
—Entonces será mejor que veamos a ese indio de
inmediato. No perdamos más tiempo.
— ¿No desea vuase merced descansar después de
tan larga travesía?
—Ya habrá tiempo para descansar… en la tumba.
Levantaos, Peñate, y conducidme a los calabazos.
Peñate suspiró resignado al pensar que
tendría que dejar la comida, sabiendo que en
cuanto se marchara se la comerían o Gutiérrez, o
el resto de los soldados que por allí pululaban. En
fin, sería por comida, aunque mataría por un poco
más de vino; al fin y al cabo, había cortado cuellos
por mucho menos. En cuanto a Ponce de León, la
impaciencia le corría y el ansía por obtener
información sobre la Fuente podía con su
cansancio. Intuía que la rapidez en actuar era
esencial en esta cuestión, antes de que Cortés
supiera que estaba en la ciudad y averiguara el
porqué. Si conseguía mantener en la ignorancia a
Cortés un poco más, podría engatusarle y
conseguir un pacto que le fuera sumamente
provechoso. Nada ni nadie le iba a apartar de
conseguir su anhelado sueño, y si tenía que robar,
mentir e incluso asesinar para conseguirlo, bueno,
Cristo ya le juzgaría, si es que lo hacía, porque si
encontraba la Fuente y bebía de sus aguas, el
encuentro bien pudiera ser postergado para la
Eternidad.
CAPÍTULO IV

EN EL QUE A MANOS DE PONCE DE LEÓN


LLEGA UN ANTIGUO CÓDICE MAYA Y EL
PACTO CON UN SACERDOTE MEXICA

Los dos hombres, Peñate con un plato con


un pavo asado en las manos, marcharon sin
dilación a los calabozos que se encontraban en el
real principal español, un señorial palacio mexica
que se alzaba casi integro en el centro de
Tenochtitlan, que Cortés convirtió en cuartel
general desde donde poder organizar la
reconstrucción del imperio mexica convertido
ahora en territorio vasallo de España. Las celdas
se hallaban contiguas al recinto, junto a otro
barracones de soldados, fuertemente custodiados
por patrullas, centinelas y corredores, ya que en
sus oscuras salas se encontraban presos caciques,
personas principales y unos cuantos sacerdotes
mexicas, no muchos, porque la mayoría perecieron
durante la contienda, bien porque se suicidaron
porque no desearon caer presos, o apuñalados por
los vengativos castellanos, que los odiaban a
muerte por su trabajo de matarifes.
Peñate saludó con confianza a los guardias
de la entrada y departió con ellos un rato de sus
cosas, las pagas y tal, para desesperación de
Ponce de León que deseaba ver al indio cuanto
antes, pero el gobernador comprendía que era una
táctica de su enorme capitán el platicar con los
soldados. Se debía aparentar tranquilidad,
indiferencia, estaban allí por cuestiones
personales, y no se debía alertar a nadie. Los
españoles miraron a Ponce de León y en sus gestos
y ropas descubrieron a un gran señor e hidalgo, así
que se inclinaron con respeto y cedieron el paso.
Peñate guió al gobernador al interior del edificio,
hacia la planta de abajo, donde se encontraban los
calabazos, antiguamente utilizados por los mexicas
para encerrar a los prisioneros que más tarde iban
a ser sacrificados en los templos; era un lugar de
ruina, desesperación y muerte, suavizado un poco
porque se había blanqueado con cal y en sus
paredes, de cuando en cuando, se veía colgado un
sencillo crucifijo de madera o una estampa de la
Dulce Madre con su Hijo.
Llegaron a la entrada, cerrada por una
puerta recia de madera y hierro que los herreros y
carpinteros habían colocado hace poco y Peñate
golpeó con contundencia varias veces. A pesar de
su robustez, la puerta pareció que se iba a venir
abajo, tal era la fuerza del capitán, pero resistió
heroica las embestidas hasta que sonó un cerrojo
descorriéndose desde dentro.
—Ya va, ya va, válgame Cristo —voceó un
soldado tuerto con una barba blanca larga y
enmarañada— ¿A qué vienen esos golpes, es que
hemos vuelto a la guerra y nadie me ha avisado?
— ¡Por las tetas de una cerda! —gruñó Peñate
encarándose con el soldado—. Ramírez, sois
sordo como una tapia, de ahí que un día derribe la
puerta para que me abráis.
—Sois vos, capitán Peñate. ¿Qué venís a hacer
aquí?
—Feria mi ánima —blasfemó el capitán con una
risotada—, que mis negocios no necesitan
ventilarse, mucho menos a un viejo tuerto que ha
visto días mejores. No obstante, como amigos,
tomad esto y echaros a un lado, pues negocios me
esperan en el interior y el gran señor que viene
conmigo no puede esperar —dicho esto, Peñate
sacó unas monedas que entregó a Ramírez, quien
se apresuró a tomarlas y guardarlas en un bolsillo
del interior de su camisa en menos tiempo de lo
que se tardaba en decir “Padrenuestro”.
Ponce y Peñate se introdujeron en el
pasillo que conducía a los calabazos y tras andar
varios pasos llegaron a una estancia donde había
dos mesas, tres alacenas y varias sillas, junto a
otra puerta; no había nadie vigilando. Fueron
recibidos por un ligero pero persistente olor a
sudor, excrementos humanos y miseria.
— ¡Díaz, maldita sea tu pellejo! —gritó con todas
las fuerzas de sus pulmones, que eran muchas,
Peñate— ¿Dónde estás, compadre? ¡Como estés
durmiendo la borrachera te despellejo!
— ¿Quién osa tratar así al poderoso Ignacio Díaz,
el terror de los indios? ¿Por ventura no sabéis con
quien tratáis? ¿Tan desesperado estáis de la vida
que deseáis que os mate aquí mismo?
Un hombre abrió la puerta y entró en la
lóbrega estancia con cara de pocos amigos.
Ignacio Díaz era un soldado nacido en Madrid, que
enseguida marchó al ejército para probar fortuna.
Era alto, aunque no tanto como Peñate, que era un
gigante, y bastante pasado de peso, aunque se
movía con agilidad cuando combatía, siendo en
paz bastante torpe. El pelo y la barba eran negros,
un poco rizado, y sus ojos marrones brillaban con
un punto de locura que ayudaba a realzar su nariz
siempre colorada. Iba desastrosamente vestido,
más parecía un mendigo que un soldado, pero lo
que delataba que era un profesional de la espada
eran sus botas, siempre cuidadas y lustradas, y el
equipo y las armas, a punto, engrasadas y en
perfecto estado. Del cinturón de cuero desgastado
le colgaba un grueso manojo de llaves, y en su
camisa, de color indefinido, otro cinturón que le
atravesaba el pecho con más llaves.
—Calmad vuestra furia —dijo Peñate con una
sonrisa a su amigo—, y tened a bien comed de lo
que traigo, que seguro os encontráis hambriento.
—Ah, capitán Peñate, que eso os honra y salva
vuestra vida —Díaz se relamió los labios, tomó
una silla y se acercó a la mesa, sentándose y
cogiendo un buen trozo de pavo que se llevó a la
boca de inmediato—. Tenéis razón, desde que se
puso al bravo Díaz al mando de esta misión, nadie
ha venido para traerle comida, y el poderoso e
invencible Díaz no puede luchar si tiene el
estómago vacío. Sería una desgracia que los indios
atacaran y el brazo de Díaz no pudiera levantarse
por falta de fuerzas.
—Pues entonces que el valiente Díaz coma
tranquilo mientras nosotros atendemos nuestras
cosas. No molestaremos —Peñate puso una mano
en el hombro de su amigo y con la otra cogió el
juego de llaves. Con un saludo, se dirigió a la
puerta mientras indicaba con la cabeza a Ponce de
León que le siguiera. Atrás quedó Díaz devorando
con deleite el pavo.
—Ese hombre habla en tercera persona, tal si
fuera un rey —dijo Ponce a Peñate cuando se
introdujeron en otro pasillo, con celdas a ambos
lados.
—Díaz es un veterano, gobernador, le conozco
desde hace muchos años. Combatí a su lado en
Ceriñola, allí me salvó la vida. Recibió un golpe
de maza en la cabeza por parte de un noble
francés, que Dios le maldiga para siempre, que iba
dirigido a mi cabeza. Sólo el casco evitó que se le
partiera la cabeza como un melón, pero a pesar de
que salvó la vida de milagro, ya ve vuase merced
como ha quedado. Normalmente actúa como si
fuera un héroe de la Antigüedad, y otras babea
como un niño de pecho, pero por mi vida, que
sigue siendo soldado valiente y leal. A pesar de su
locura le respeto y me fío de él.
—Pues si vos respondéis por él, entonces no hay
más que hablar.
Peñate asintió con gravedad con la cabeza
y tomó un candelabro con una vela para iluminar
un poco el camino. Tras andar un corto trecho,
llegaron a una celda, que el come ogros abrió de
inmediato. El olor a suciedad y desechos aumentó
y Ponce arrugó el olor ante el hedor, pero hizo de
tripas corazón y aguantó estoico los malos
efluvios. Al fondo del pequeño calabazo, encima
de un montón de paja húmeda y maloliente se
encontraba sentado un indio anciano y
extremadamente delgado, vestido tan solo con una
sucia túnica, que se levantó de inmediato ante los
españoles.
Aunque pareciera increíble, el mexica en
otros tiempos había sido un poderoso sacerdote
con poder e influencias, dueño de riquezas y señor
de otros sacerdotes y novicios. Ahora, sucio y
derrotado, esperaba ser ejecutado por sus
crímenes. Tenía el pelo rapado al cero y le habían
cortado las uñas, una venganza por parte de los
españoles, ya que los papas mexicas eran hombres
sagrados que no podían cortarse el pelo, ni las
uñas, ni bañarse como sacrificio ante los dioses.
Sus largas caballeras estaban enmarañadas con
sangre y sus uñas crecían desmesuradamente y se
encontraban negras por las costras de sangre. Los
vestidos eran negros por la sangre que en ellos se
encontraban, rígidos, y hedían a podredumbre y
muerte. Los sacerdotes eran figuras odiosas
porque eran los encargados de rajar los pechos de
los desventurados y extraer los corazones aún
palpitantes que luego tiraban a unos braseros junto
con inciensos. Era tal la habilidad de estos
carniceros, que eran capaces de abrir un pecho,
separar las costillas y dar hábil tajo para sacar el
corazón en menos tiempo de lo que se tardaba en
recitar un Padrenuestro. Tehuanac, que era el
nombre del indio, había sido uno de los sumos
sacerdotes del cu principal de Tenochtitlan, y a lo
largo de su dilatada vida como sacerdote se
podían contar a miles las víctimas a las que
arrancó el corazón o degolló como ofrenda a
Huiztzilopochtli o Tlaloc, los inmisericordes
dioses mexicas.
Ahora se encontraba en la sucia celda,
testigo privilegiado de cómo la rueda de la
Fortuna giraba y no siempre para bien. Durante el
asedio español a Tenochtitlan, muchos castellanos
perdieron la vida, pero otros tantos sufrieron el
peor destino que cualquier cristiano pudiera
imaginar: caer con vida en manos mexicas. Pobre
del desdichado que fuera tomado preso. Su destino
no era otro que morir a manos de los cuchillos de
los inmisericordes sacerdotes, sus pechos rajados
y sus corazones echados a los braseros. Las
cabezas decapitadas pasarían a formar parte del
tzompantli y el resto del cuerpo despedazado,
cocido con ají y frijoles y devorado con deleite
por los mexicas; eso si previamente el sacrificado
no era torturado o despellejado con vida. Morir de
tal guisa frente a unos espantosos demonios ávidos
de sangre y carne humana era una pesadilla que a
los españoles les producía un pavor terrible, de
ahí que, de todos los mexicas, a los sacerdotes y
papas fueran los que más odiaran. Tehuanac había
sacrificado seis presos castellanos, y pagaría con
la vida su osadía. Tuvo suerte de no morir
acuchillado durante la lucha por el control del cu
mayor, y languidecía en la fétida y fría celda a la
espera de morir ahorcado, otro destino que para
los mexicas era horrible, porque era poco menos
que caer en desgracia a ojos de sus dioses.
Además, a Tehuanac los vengativos soldados le
daban de comer carne medio podrida y agua
ponzoñosa, y no le dejaban ver el Sol ni tan
siquiera aspirar aire fresco. Se revolcaba en sus
propios meados y excrementos, y debía aguantar
los escupitajos, insultos y golpes de los
carceleros. Rezaba a sus dioses por una muerte
rápida, pero los rencorosos españoles le hacían
sufrir, aunque se comentaba que en breve sería
ahorcado. Solamente gracias a Peñate pudo el
mexica de momento no vestir de soga, e inteligente
e intuitivo como era, supo que el hombre de porte
noble y rostro autoritario que acompañaba al
gigantesco capitán podría ser quien le librara de su
miserable encierro. Por eso se levantó muy
humilde y saludó respetuosamente a los recién
llegados.
—Por la dulce Madre —exclamó angustiado
Ponce—, como apesta este indio —y que lo dijera
un español, que no era precisamente un pueblo
limpio por entonces, debía indicar el grado de
suciedad que imperaba en la celda. El gobernador
sacó de su chaleco un pañuelo perfumado que se
puso en la nariz—. ¿Seguro que este desecho sabe
algo de la Fuente?
—Seguro, gobernador, yo mismo le escuche largar
sobre el tema. Gracias a Díaz me pude enterar del
asunto y poneros a vos al corriente de todo. Pero
el indio es astuto y no me contó todo. Os ofrecerá
un pacto, aunque yo preferiría torturarle hasta que
largara cuanto sabe.
—Paciencia, amigo mío, se cazan más moscas con
miel que con vinagre. ¿Vos habláis su idioma?
—Solo chapurreo unas frases, pero el indio habla
español.
— ¿Habla idioma cristiano? —se sorprendió
Ponce.
—Así es, seguramente lo aprendieron desde que
contactaron por primera vez con Cortés. No es lo
que lo haga muy bien, pero le podréis entender.
También hay españoles que hablan su idioma y con
fluidez, como el caso del capitán de la Vega.
—Ese capitán podría haber venido con nosotros
para servirnos como traductor —los dos hombres
hablaban con tranquilidad, como si Tehuanac no
estuviera delante de ellos, pero el sacerdote se
mantuvo tranquilo y paciente, sabedor de que un
mal gesto por su parte podría ocasionarle una
espantosa muerte.
— ¿El capitán de la Vega servirnos? ¡Ja!
Gobernador, ese hombre es un diablo, leal a
Cortés hasta la muerte, la espada más terrible de
toda España, la puta que le parió. Es un mal perro,
así el diablo se lo lleve —el odio que destilaban
las palabras de Peñate le sugirieron a Ponce que el
come ogros y el capitán de la Vega seguramente se
habrían enfrentado en alguna ocasión, y si conocía
a Peñate, que lo conocía y mucho, seguramente por
asunto de mujeres. Peñate, por su parte, tras
escupir, dijo con desprecio—. Ya os hablaré a
fondo del capitán, gobernador, pero vayamos a lo
que nos interesa, pues no podemos perder tiempo.
¡Eh, tú, escoria! —se dirigió al indio— Querías
hablar con alguien de poder, ¿no? Alguien que te
sacara de aquí, pues delante de ti tienes a su
Excelencia el gobernador de Puerto Rico Juan
Ponce de León, hidalgo y grande de España. Como
le ofendas en lo más mínimo te arranco la cabeza y
me meo en ella.
Tehuanac sintió un escalofrío recorrer su
escuálido cuerpo, porque sabía que el gigantesco
capitán era más que capaz de cumplir con su
amenaza. Se volvió a inclinar y midió con mucho
tacto sus palabras, echando mano a su larga
experiencia en el trato con poderosos y
principales.
—Ayo, ayo, dígnese el poderoso y generoso teule
escuchar a este miserable mexica venido a menos.
— ¿Teule? —preguntó Ponce a Peñate.
—Es como nos llaman los mexicas a los
españoles, gobernador —se apresuró a explicar
Peñate—. Creo que quiere decir servidores de
dioses, demonios o dioses mismos. Una tontería de
estos indios.
—Ya veo. Bien —Ponce se dirigió ahora al indio
—, poséis información que necesito. Si sois
inteligente y jugáis bien vuestras cartas, os doy mi
palabra de que intentaré sacaros de aquí por todos
los medios. Pero os aviso, no puedo prometer
nada, pues en estas tierras mi autoridad tiene
límites. Y si me mentís o intentáis siquiera
engañarme, os atravieso con mi espada sin
pensarlo dos veces.
—Ayo, noble teule, que ni loco se me ocurriría
mentiros, y en cuanto a lo primero, os lo
agradezco, y es mejor tener una pequeña
oportunidad que no tener ninguna. Tengo una
historia que contaros, teule mío, y estoy
convencido de que tendréis a bien escucharme
cuanto os interesa. Pero antes, y si no es mucho
abusar de vuestra generosidad, pensad que soy un
viejo desdichado, que lleva mucho tiempo sin
comer ni beber en condiciones. Mucho es lo que
os tengo que narrar, y con la tripa llena y la
garganta saciada, mejor me iría.
Ponce de León comprendió enseguida y no
le negó al mexica sus peticiones, pues tampoco
eran tan difíciles de cumplir ni demasiado
exigentes. Hizo un gesto a Peñate para que fuera en
busca de algo de comida y bebida, y el gigantesco
capitán gruñó con cierto enfado antes de marchar a
cumplir lo ordenado. Ponce hizo un gesto a
Tehuanac para que se sentara en la paja.
—Bien, entonces, empezad a largar si os place.
Tehuanac aspiró aire y ordenó las ideas
que le rondaban por la cabeza. Empezó explicando
que cuando era joven, siendo hijo de un principal
mexica, y descollando por su inteligencia e
iniciativa, entró en la escuela donde preparaban a
los jóvenes mexicas para ocupar puestos
preeminentes dentro de la organización social
mexica. Estas escuelas de privilegiados se
llamaban calmecac, y en ellas se enseñaban a leer
y escribir el extraño idioma de símbolos mexica,
la astrología, interpretación del calendario, el arte
de la adivinación y además se manejaba otra
lengua culta, diferente de la usada por el pueblo,
que era la misma con la que se hacían las poesías
o las canciones. Tehuanac fue preparado para
iniciar la carrera de sacerdote, pasando
previamente por varias fases de estudios y
trabajos. Los sacerdotes eran personas poderosas
dentro del imperio mexica, pero comenzaban
siendo humildes novicios que tenían que
levantarse a medianoche para barrer los templos,
orar y meditar.
Tehuanac tuvo que servir a los sacerdotes
con total devoción y lealtad, hacer lo que le
pidieran y asistir a sus superiores siempre sin
rechistar y sin quejarse. Narró a Ponce como
siendo un novicio tuvo que acompañar a su
maestro, junto con otros discípulos, a una misión
que el tlatoani mexica, el emperador, les había
encomendado: viajar mucho más allá de los
límites del imperio, hacia el sur, con otros
sacerdotes, principales, guerreros, mercaderes y
un número inmenso de tamemes —porteadores—,
para establecer contacto con un pueblo antiguo que
antaño fuera grande y fundara una poderosa alianza
de ciudades-estados. Ese pueblo era conocido
como maya, y hasta las orejas del tlatoani habían
llegado historias de una Fuente de aguas
milagrosas que hacían recuperar la juventud a
aquellos que bebieran de ella. Como no podía ser
menos, el emperador, que se llamaba Ahuítzotl,
que fue famoso por embellecer Tenochtitlan
gracias a los tributos de los pueblos conquistados,
quiso saber que de verdad había en tales chismes.
La expedición debía contactar con ese pueblo,
llevando como guía a los mercaderes que
previamente habían descubierto la historia de esa
Fuente, y comprobar si era verdad o no. Si existía,
intentar hacerse con un poco de agua por las
buenas. Si los mayas no atendían a razones,
entonces espiar sus ejércitos y ciudades para una
eventual invasión para más adelante. En caso de
que no existiera la Fuente y tan sólo fuera un mito,
entonces limitarse a espiar y establecer lazos
comerciales como era la costumbre normal;
Ahuítzotl ya pensaría entonces si proceder a la
conquista de los mayas o no.
Así fue como Tehuanac se vio inmerso en
una fantástica aventura, porque no podía imaginar,
ni siquiera lo hizo el tlatoani, que los reinos
mayas, otrora poderosos, ahora envejecidos y
decadentes, su poder muy menguado, se
encontraran tan lejos y tan inaccesibles. La
comitiva, compuesta por más de tres mil personas
entre servidores, nobles, guerreros, sacerdotes,
mercaderes, esclavos, portadores de regalos y
todo tipo de provisiones y equipos, tuvo que
atravesar desiertos, subir y bajar montañas y
cruzar cerradas selvas plagadas de fieras,
serpientes y arañas venenosas. Muchos murieron
por el trayecto, pero finalmente, varias semanas
después, lograron llegar a donde los primeros
mercaderes habían escuchado hablar sobre la
Fuente.
Una vez allí, tuvieron que luchar contra
tribus hostiles y salvajes, pero lograron perseverar
y seguir adelante, hasta tomar contacto con
ciudades mayas, más refinadas y civilizadas. Por
desgracia, Tehuanac no estaba seguro de cómo se
llamaban dichas ciudades, ya que no hablaba maya
y era muy joven e impresionable para poder
memorizar por entonces esos detalles. No
obstante, los mexicas establecieron lazos
comerciales y políticos con los mayas de esa
ciudad y Tehuanac, gracias a su maestro, pudo
estudiar la lengua y los símbolos mayas, hasta
entender un poco a los nativos. Los mexicas no
olvidaron cual era su misión principal, encontrar
la Fuente, y con mucha discreción inquirieron y
sobornaron hasta dar con lo deseado.
Unos sacerdotes mayas poseían un códice
antiquísimo, legado de sus antepasados, donde se
hablaba de la existencia, en algún punto de la
asfixiante jungla, de una ciudad muy antigua, que
ya era ruinas cuando los mayas eran todavía
jóvenes como civilización. Nadie sabía quien
había erigido la ciudad, pero los mayas estudiaron
sus edificios y dibujos, aprendiendo mucho y
llevando a la práctica lo estudiado, levantando sus
propias ciudades a imagen y semejanza de aquella
que admiraban y adoraban como mágica, pues
intuían que tuvieron que ser los mismos dioses
quienes construyeran la ciudad. Para demostrar lo
verdaderas que eran sus palabras, los sacerdotes
mayas invitaron a un grupo selecto de sacerdotes
mexicas a visitar la ciudad sagrada, siempre y
cuando juraran mantener en secreto la ubicación de
la urbe. Los mexicas lo prometieron, y como para
ellos era más importante mantenerse fieles a los
dioses antes que a los hombres, aunque estos
fueran reyes o emperadores, nada dijeron de su
descubrimiento a Ahuítzotl, quien creyó que la
Fuente tan solo era un mito.
Tehuanac, como estudiante sobresaliente,
fue uno de los pocos elegidos en marchar a
contemplar la ciudad, en calidad de ayudante de su
maestro, y vio con sus propios ojos el increíble
legado que los dioses dejaron a la Humanidad.
Gracias a las descripciones y las historias de los
mayas, los mexicas supieron que los humanos que
habitaban la ciudad, que no tenía nombre,
conocieron muchos secretos y estuvieron en
contacto directo con los dioses. Gracias a eso, y
sus impresionantes conocimientos mágicos, los
dirigentes y sacerdotes lograron alcanzar la
inmortalidad mediante una serie de ritos,
conocimientos arcanos heredados de otras
humanidades extinguidas hace milenios y por
beber ciertas aguas. Durante generaciones la
ciudad fue bendecida por la paz y la sabiduría, y
los hombres vivieron en ella sirviendo a los
dioses con devoción y lealtad. Pero pasado el
tiempo, la natural condición humana salió a
relucir, porque todavía no estaban lo
suficientemente evolucionados para ser humildes y
sabios, y los hombres conspiraron para elevarse
más alto de lo que les correspondía. Ya no les
bastaba con ser inmortales y no padecer
enfermedades, sino que ambicionaban llegar a
convertirse en dioses mismos. Para tal fin,
realizaron abominables ritos prohibidos,
sacrificios masivos y juraron fidelidad a dioses de
otras esferas, dioses oscuros, antiguos, poseedores
de grandes poderes y ansias de destrucción y
muerte.
Grandes fueron los crímenes que
cometieron, el mayor de ellos desviarse de la justa
y sabia senda de los dioses mayas, buenos y
benevolentes con aquellos que les adoraban, y
recibieron por su soberbia y ambición un terrible
castigo, tan terrible de hecho, que prácticamente se
ha olvidado por el horror que causó en aquellos
que lo sufrieron, aunque su historia ha pasado de
generación en generación como enseñanza y
advertencia para los hombres. Los sacerdotes
mayas contaron a los mexicas que el mal que asoló
a los habitantes de la ciudad aún continuaba en
ella, si bien dormido y encerrado mediante
protecciones mágicas, pero que en cualquier
momento podía despertar. Si eso ocurría, si había
insensatos que por su ambición y ceguera quisieran
jugar con poderes más allá de su comprensión, el
Mundo podía darse por perdido.
Ante tales advertencias, los sacerdotes
mexicas comprendieron que era muy importante
que la ciudad continuara en secreto, sólo accesible
para aquellos que tras muchos años de estudio,
meditación y servicio a los dioses se encontraran
en situación de poder esclarecer parte de sus
secretos y misterios. Hombres como el tlatoani,
llevados por su ambición o ceguera, únicamente
podían causar enojo a los dioses y desatar un
abominable Mal que se extendería como una plaga
por todo el mundo. Los mexicas hicieron causa
común con sus hermanos mayas y juraron guardar
el secreto. De todas formas, los sacerdotes mayas
realizaron una copia del códice de sus antepasados
que entregaron con mucho afecto a los mexicas.
Esa copia fue tomada con mucha reverencia y
trasladada en secreto a Tenochtitlan, guardada por
los papas desde entonces, y su existencia sólo la
conocieron unos pocos, los sacerdotes más
destacados, experimentados y sabios, y tenían
prohibido hablar de él a nadie que no perteneciera
a su selecto grupo. El imperio mexica, por su
parte, pronto dejó de lado a los mayas —aunque
jamás olvidaron donde se encontraban—, pues
otras cuestiones más importantes requirieron de su
atención.
En ese momento de la narración hizo acto
de presencia Peñate portando una bandeja con
trozos de conejo asado, varias tortillas, algo de
maíz y una jarra de agua. Dejó todo al lado del
sacerdote, quien con voraz ansia dio rápidamente
cuenta de las viandas y del líquido vital. Mientras
comía, Tehuanac no pudo evitar lanzar grandes
suspiros, pues hacía tanto que no se alimentaba de
comida que no estuviera podrida o meada por los
españoles, que para él lo que estaba comiendo en
ese momento, las sobras, le parecían un manjar
propio de dioses. Tras terminar de comer, más
animado y con nuevas energías, continuó hablando
con su voz cascada por la edad.
Tehuanac, con el paso del tiempo, a medida
que fue creciendo en importancia y poder, terminó
por ser el principal responsable de la custodia del
códice, estudiando sus enigmas durante años,
empapándose de la sabiduría de los dioses y
también de espantosos secretos que no podían ser
revelados. Con la caída de Tenochtitlan a manos
de los españoles, el grupo de sacerdotes
encargados de la custodia del códice habían
muerto, sólo quedaba Tehuanac, y los templos
fueron destruidos, incendiados o demolidos, pero,
milagrosamente, el códice aún se encontraba
intacto, escondido en un pequeño templo junto al
palacio que ocupaba Malinche, en un nicho oculto
a salvo de manos no deseadas.
—Si el poderoso teule así lo desea, pudiera
decirle como encontrar el códice —terminó por
decir muy respetuoso Tehuanac—. Pero hay que
darse prisa, pues Malinche, en su celo, puede
derribar el pequeño templo y destruir el códice.
—Pues bien —dijo Ponce levantando una ceja al
comprobar cómo llamaban los indios a Cortés—,
decidme donde se encuentra el documento y lo
pondré a salvo.
—Ayo, ayo, noble señor, que este humilde
servidor vuestro bien quisiera, pero mi memoria
ya no es tan buena como antaño, la edad causa
estragos en ella. Bien pudiera ser que os dijera
que apretando cierta piedra lo encontrarais, pero
no fuera esa, y perdiendo el tiempo os
descubrieran. La única manera es que vea por mis
ojos el templo, pues entonces seguro que
recordaría con exactitud dónde está escondida.
— ¡La puta que te parió! —exclamó furioso Peñate
desenfundado la daga— Voto a Dios, que verás
cómo te hago hablar, perro.
—Deteneos, capitán —ordenó muy severo Ponce
de León—. Dejemos que el indio tenga a bien
decir lo que piensa. Habla, pero rápido, pues mi
paciencia no es precisamente extensa.
—Comprendo, señor —dijo muy humilde
Tehuanac con otra reverencia—. Dejadme salir de
aquí, respirar aire puro, y os llevaré al códice.
Durante muchos años lo he estudiado y he
descifrado parte de los símbolos, os puedo servir
como intérprete. E incluso guiaros a la ciudad,
aunque no con exactitud, pues hace muchos años
de aquel viaje, pero seguramente pueda conduciros
hasta la ciudad maya donde sus sacerdotes nos
hicieran entrega de la copia del códice. Junto con
él, también se encuentra un mapa de la región maya
que dibujé, aunque como digo, y perdóneme el
teule por ello, es muy básico.
— ¿Pero servirá para encontrar esa ciudad de los
dioses?
—La ciudad de los dioses no, amado teule, pero sí
la ciudad maya amiga. Sus sacerdotes os pueden
conducir entonces a la ciudad donde se encuentra
la Fuente, el objeto de vuestros deseos, poderoso
señor.
Ponce meditó unos instantes en las
palabras del indio. ¿Estaba diciendo la verdad, o
eran cuentos para conseguir la libertad? Lo cierto
era que la historia era tan fantástica e increíble,
que no podía creer que fuera un engaño. ¿Qué
podía perder por organizar una expedición que
marchara a esas selvas mayas en busca de una
ciudad supuestamente edificada por dioses? ¿Y el
sacerdote, qué obtenía mintiendo? En cuanto Ponce
descubriera que Tehuanac le había mentido incluso
en lo más insignificante, se lo entregaría a Peñate
para que le sometiera a suplicio. El indio iba a
saber lo que era el sufrimiento durante semanas
antes de morir de forma atroz. Ponce decidió
arriesgarse, era su carácter, apostarlo todo a una
corazonada, que ahora mismo le decía que estaba
en el camino correcto para encontrar la Fuente; era
la mejor pista que había tenido en años. Miró a
Peñate y le dijo con tranquilidad.
— ¿Es posible conseguir la libertad del indio?
— ¿Ahora mismo? ¡Imposible! —rugió con
vehemencia el come ogros—. Una cosa es alargar
los días para evitar que lo ahorquen, gobernador,
pero otra muy distinta sacarle de la celda. Para eso
necesitó mucho oro y días, y no lo puedo prometer.
—Está bien —Ponce se dirigió ahora a Tehuanac
—. Ya lo habéis escuchado. Así están las cosas.
No te puedo sacar ahora, necesito tiempo. Pero es
cierto que su Excelencia es hombre astuto e
inteligente y bien pudiera ser que o destruyera el
códice, o lo encontrara. Ambas opciones me
parecen inaceptables.
— ¿Qué sugiere entonces el poderoso teule que
hagamos? —preguntó muy humilde Tehuanac.
—Decidme donde se encuentra el códice, lo
pondré a salvo, y en cuanto pueda os daré la
libertad y os pondré a mi servicio. Hasta entonces,
haré que os cambien de esta celda a otra más
limpia, y que os den de comer y beber dignamente.
—Ayo, ayo, no es suficiente, noble señor. Una vez
que tengáis el códice en vuestro poder, ¿qué os
impedirá olvidaros del pobre Tehuanac?
—Indio, soy el gobernador de Puerto Rico Juan
Ponce de León, miembro de ilustre y distinguida
familia española. Por mi honor, el de mi familia y
por Dios, juro que conseguiré vuestra libertad al
precio que sea.
—Ante ese solemne juramento, no tengo más
remedio que plegar mi voluntad —y Tehuanac
volvió a inclinarse. Había mirado directamente a
los ojos de Ponce mientras realizaba el juramento
descubriendo en ellos, además de una insaciable
ambición, sinceridad. Sabía que el español
cumpliría con su palabra.
Explicó a Ponce y Peñate como acceder al
códice, presionando, en la pared que se encontraba
tras el pequeño adoratorio, cierta piedra y dejando
al descubierto un hueco; allí se encontraba el
códice junto con el mapa. Deberían intentar coger
ambas cosas con mucha discreción, pues el templo
era tan pequeño que todo el que pasara por allí les
podrían descubrir. Ponce agradeció a Tehuanac la
información y, con un gesto de la cabeza, indicó a
Peñate que podían marcharse. Ponce ordenó al
gigantesco capitán que procurara que a Tehuanac
le trasladaran a otra celda, y que todos los días
comiera mucho y bien, y que le trajeran también
vino.
—Pues es mi deseo que recupere la salud cuanto
antes para poder afrontar con éxito el viaje por la
selva.
—Gobernador —se escandalizó Peñate ante las
palabras de Ponce—, ¿no iréis a decirme que
pensáis soltar al indio? Darle comida y bebida me
parece adecuado, pero ese perro sacrificó a
españoles y seguramente hasta se los comió. No
necesitamos su ayuda para nada. Una vez tengamos
el códice y el mapa, le puedo degollar y nos
aseguramos que nadie más sepa de su existencia.
—No, Peñate, haréis lo que os he ordenado. Yo
cumplo mis promesas, mi honor y honra están en
juego. Conseguiréis la libertad del indio, y si no
fuera mediante el soborno, entonces pediré favor
al mismo Cortés. Al final, nos será necesaria la
ayuda de su Excelencia.
—Se hará como decís —gruñó Peñate, no muy
convencido, pero era leal a Ponce con todas sus
consecuencias. Peñate sabía que si Ponce obtenía
éxito en su búsqueda compartiría con él las aguas
de la Fuente, y si no se encontraba, seguramente
hallarían oro en abundancia como para convertirse
en alguien rico e importante.
Ponce, por su parte, marchó directo al
palacio de Cortés para pedir audiencia, topándose
con que su Excelencia no le podía recibir de
inmediato y debía esperar junto con un nutrido
grupo de solicitantes que se encontraban allí por
numerosas y variadas peticiones. Peñate, esa
misma noche, con mucho sigilo, se acercó al
pequeño templete con el joven Gutiérrez y
mientras el capitán vigilaba, el muchacho se
deslizó en silencio al interior del adoratorio, que
había sido blanqueado con cal, quitado del altar el
falso ídolo y sustituido por una talla de la Señora
con el Hijo en sus brazos. Gutiérrez tanteó en la
pared con las manos en plena oscuridad, hasta dar
con un pequeño saliente. Apretó con las dos manos
y la piedra se deslizó suavemente hacia el interior,
dejando al descubierto un pequeño hueco con un
nicho en su parte inferior, donde se encontraba una
pequeña manta de algodón que servía de
protección al códice y el mapa. Entregó los
documentos a Peñate y este se los guardó en el
bolsillo interior de la camisa. Una sonrisa de
satisfacción cruzó por el rostro del gigante.
La misma sonrisa que esbozó Tehuanac en
su nueva celda. Le habían trasladado a otra con
una ventana enrejada que daba al exterior, y tenía
paja fresca y una palangana para hacer sus
necesidades. Le habían dado de cenar en
abundancia y hasta un vaso de vino. El llamado
Ponce de León era hombre de palabra. De todas
formas, Tehuanac no se hacía muchas ilusiones con
el futuro que le esperaba: o perpetuo servicio a
Ponce, es decir, esclavitud, o la muerte cuando se
encontrara la Fuente. Como ninguna de las dos
perspectivas le agradaba, no fue sincero del todo
con Ponce y no le había advertido de la amenaza a
la que se tendrían que enfrentar los españoles si
deseaban encontrar la Fuente. Tehuanac estaba más
que seguro que Ponce, en su ambición, despertaría
el Mal que dormía en la ciudad de los dioses, y
ese Mal devoraría todo lo que encontrara a su
paso, destruyendo el mundo por entero, tanto a
indios como españoles. Tehuanac volvió a sonreír
con ferocidad. ¿Qué le importaba a él el destino
del Mundo? Su mundo se había terminado el día en
que Malinche había sometido a los mexicas y
derrocado del trono a Cuahtémoc, el último
tlatoani tras la muerte de Moctezuma a manos de
su propio pueblo. Para Tehuanac, tales tragedias
habían supuesto el fin de todo aquello que había
conocido. El poder del pueblo mexica se había
visto eclipsado y ya no retornaría nunca más.
Habían fallado a los dioses y estos les habían
castigado enviando a los hombres blancos para
que destruyeran su imperio y les esclavizaran.
Tehuanac no podía soportar la idea de que los
mexicas sencillamente habían sido barridos de la
faz de la tierra y ahora eran vasallos de otra
nación. Era un destino atroz, insufrible, y puesto
que su mundo, aquel que había conocido y amado,
había sido destruido para siempre, ¿no era justo
que ahora él fuera el artífice de la destrucción de
este nuevo mundo que había surgido tras la caída
de Tenochtitlan? Sí, Tehuanac se sentía satisfecho
con su venganza.

***

Ponce terminó de beber el vino y tentado


estuvo de pedir un poco más, pero al final lo pensó
mejor y no lo hizo. Si se iba a entrevistar con
Cortés, necesitaba tener la cabeza lo más lúcida
posible. Peñate ya le había advertido que su
Excelencia era astuto, inteligente y audaz hasta la
locura, pero sobre todo su mejor baza era que
conocía el carácter de los hombres con una
habilidad casi sobrenatural, y sabía explotar muy
bien esos conocimientos. Ponce tendría que tener
cuidado con lo que decía o hacía, pero sentía
confianza en sí mismo; no era precisamente un
vulgar soldado que se dejara impresionar por
títulos o por personas, por muy poderosas que
fueran. De todas formas, Peñate tenía razón en
algo: si Cortés era tan ambicioso como se decía,
posiblemente no creyera la historia de la Fuente y
pensaría entonces que se le estaba ocultando
información. Seguramente creería que Ponce iba
detrás de una fabulosa fortuna en oro que no quería
compartir y entonces negaría el permiso o pondría
impedimentos a sus actuaciones en estas tierras.
Ponce podía perfectamente hacer caso
omiso a la autoridad de Cortés y crear una
expedición privada, pero los españoles eran muy
escrupulosos con la Ley y la autoridad, a pesar de
que el mismo Cortés la hubiera infringido cuando
desafió al gobernador de Cuba Diego de
Velázquez. Claro que Cortés había conseguido un
imperio, oro en cantidades increíbles y nuevas
naciones y reinos que añadir a la Corona de
Carlos I; sus pecadillos se le perdonaron por la
hazaña. Pero, por lo general, sin el permiso
expreso del gobernador, uno no podía aventurarse
a las buenas de Dios en empresas privadas, porque
se podría encontrar preso o ahorcado según el
humor del representante del poder de España en
ese momento. Ya en años anteriores hubo muchas
luchas entre españoles por lo mismo, y cada cual
era muy celoso con sus mandos y territorios a
gobernar y dirigir para mayor honra de Dios y de
España.
No, Ponce estaba decidido a que todo fuera
lo más legal posible, a evitar problemas
innecesarios cuando con un poco de miel en las
palabras y astucia se podía conseguir lo deseado.
¿Qué Cortés era inteligente y muy sagaz? Pues
Ponce, por Cristo bendito, no le iba a la zaga.
Quizás unas cuantas mentiras entrelazadas
hábilmente con unas verdades conseguirían crear
una historia cuando menos coherente y creíble. El
problema era que el tiempo corría en su contra.
Cuantos más días estuviera retenido en la capital
mexica, antes se enteraría Cortés del verdadero
motivo de su búsqueda. Y encima estaba
perdiendo dinero. La expedición que había
preparado para explorar nuevos territorios en La
Florida le estaba esperando, anclada en el puerto
de Puerto Rico. Cada jornada que pasaba era
dinero perdido, y no quería ni pensar a cuanto
ascenderían las pérdidas cuando volviera a la isla.
Debía convencer a Cortés de que su expedición
era posible, que daría enormes beneficios y, lo
más difícil, que el mismo Cortés la costeara en
parte o en casi todo.
Mientras reflexionaba, dejándose calentar
por el agradable sol de la mañana, aspirando los
aromas de las flores y arbustos olorosos del
jardín, Ponce cerró los ojos e intentó tranquilizar
los ánimos, pero no pudo conseguirlo. Sonidos de
voces y el correr de pasos le llamaron la atención.
En la sala se habían vuelto a abrir las puertas y el
secretario personal de Cortés, Godoy, llamaba a la
calma ante las exigencias y las quejas de todos los
presentes. Godoy advirtió que su Excelencia sólo
podía atender a una visita más, el resto deberían
marcharse y volver al día siguiente. El afortunado
no era otro que Ponce de León.
El gobernador, sorprendido, pero sin
aparentarlo —un buen hidalgo nunca debía dejar
que los sentimientos aflorasen al exterior—, se
levantó muy digno, se estiró el jubón y se acarició
la perilla delicadamente. Llegó el momento de la
verdad.
CAPÍTULO V

DONDE SE NARRA LA ENTREVISTA


ENTRE LOS DIGNOS PONCE Y CORTÉS, Y
DONDE SALE A RELUCIR UN CÓDICE, EL
ORO Y LAS AMBICIONES DE UNOS Y DE
OTROS.

Diego de Godoy se inclinó ante el paso del


gobernador Ponce de León y le suplicó que le
siguiera. Mientras caminaban por un pasillo por
donde transitaban indios vestidos a la usanza
cristiana portando documentos y soldados
vigilando, Godoy explicó a Ponce que su
Excelencia Hernán Cortés lamentaba mucho no
haber podido atenderle antes como correspondía a
su cargo, pero eran tantos a quienes tenía que ver,
y algunos personas muy importantes, que se debía
mantener un riguroso orden de visita para no
enfadar ni ofender a nadie. Ponce, con una ligera
inclinación de la cabeza, dio por buenas las
explicaciones del secretario, pero le importaban
bien poco. Si no fuera porque encontrar la Fuente
lo era todo para él, habría montado en cólera y
enseñado a Cortés el error que significaba no
atender de inmediato al gobernador de Puerto
Rico.
Llegaron a una sala con una puerta, que un
criado indio abrió de inmediato para que pasaran
los dos españoles. Entraron a una hermosa
estancia de dimensiones modestas, pero lo
suficientemente grande para servir como despacho
y donde atender a los visitantes. Por las ventanas
que daban al patio interior, abiertas por los
españoles porque los mexicas construían edificios
sin ventanas, entraba luz y calor, y mantas de
algodón con dibujos muy coloridos colgaban de
las paredes dando un toque alegre a la austera
habitación. Varias estanterías, una mesa pequeña y
otra más grande era todo el mobiliario. Detrás de
la mesa grande, de madera oscura, se encontraba
sentado Hernán Cortés, escribiendo con una pluma
de ganso en un pergamino. Era hombre de unos
cuarenta años, los pasaba por muy poco, no muy
alto, pero de cuerpo armonioso. Sus rasgos eran
agradables y tanto la barba, muy cuidada, como el
pelo eran negros, si bien en la barba le crecían
algunos mechones rojizos y en la cabeza poseía
hilos de plata producto de la edad. Sus ojos,
marrones, eran vivaces y brillaban con inteligencia
y suspicacia. Vestía por entero de negro, uno de
sus colores favoritos, aunque las mangas las tenía
acuchilladas, como se llevaba por entonces en
Italia, y entre los pliegues destellaban tonos
dorados. Cortés, viendo a Ponce, dejó de escribir,
se levantó con una sonrisa y se acercó al
gobernador.
—Mi querido gobernador —saludó Cortés muy
afectuosamente a Ponce, hasta le dio un abrazo—.
No sabe vuase merced cuanto me alegro de verle.
Lamento mucho no haber atendido a su gracia
como se merece, pero ya ve cuanto jaleo tengo y
los deberes que me quitan el tiempo. Por favor,
amigo mío, siéntese, no esté de pie. Capitán de la
Vega, traed una silla para nuestro ilustre visitante.
El aludido hizo lo que se le ordenó, y
Ponce pudo por fin conocer en persona al capitán
que tanto hacía maldecir a Peñate. El come ogros
ya le había hablado suficiente del capitán Diego de
la Vega Hurtado y de Velasco como para saber
algo sobre él, pero no le había dicho
prácticamente nada sobre su aspecto físico,
seguramente porque Peñate no se sentiría
impresionado; era lo que tenía ser casi un gigante.
El capitán de la Vega era un hombre muy alto, casi
tanto como el propio Peñate, pero mientras Peñate
era como un oso en cuanto a corpulencia, de la
Vega poseía un cuerpo armonioso y equilibrado.
Sus movimientos eran deliberadamente lentos y
cautelosos, pero evidenciaban una gran fuerza y
velocidad que apenas podían ser contenidas. El
pelo era rubio, del color del trigo maduro, corto, y
el rostro noble y hermoso, viril, del tipo que hacía
exclamar a las mujeres nada más verlo. No
portaba barba, pero era porque el capitán de la
Vega se había criado en Italia, en Roma y Nápoles,
y allí había tomado la moda de los italianos de
afeitarse; eso le había contado Peñate. Sus ojos
eran de un verde extraordinario, y cuando miraban
a uno de frente le hacían sentirse pequeño, porque
poseían tal fuego y determinación, que pocos eran
los que podían sostener la mirada del capitán; no
era de extrañar que los indios le llamaran teule
Huiztzilopochtli, Huichilobos para los españoles,
tomándole por un servidor del tal falso ídolo.
Aunque la fama del capitán de la Vega y el
sobrenombre de los indios venía en realidad por
otra cosa. Peñate había advertido a Ponce de que
de la Vega era un demonio con las armas. Las
dominaba todas con maestría: la espada, la daga
—que lanzaba con increíble habilidad—, la lanza,
la ballesta, el arco…, y era el más fiero
espadachín de Nueva España. Su habilidad y sed
de sangre en la lucha eran legendarias y centenares
fueron los indios que cayeron muertos a sus manos
durante los cruentos combates entre españoles y
mexicas. En batalla no mostraba piedad, aunque en
la paz era muy razonable y sensato. También se
contaban españoles en su lista de víctimas, sobre
todo en duelos, ya que de la Vega era muy
orgulloso, hidalgo, hijo de un noble ya fallecido,
pertenecía a una de las familias más antiguas y
poderosas de España y cualquier falta a su honra y
honor se dirimía con duelos a muerte. Claro que
desde que se pusiera bajo la autoridad de Cortés
había logrado no dejarse llevar tan fácilmente por
la furia y se mostraba más tolerante y abierto a la
conversación antes que dejarse arrastrar a la
lucha. No obstante, se decía de él que se las había
tenido tiesas con su Excelencia y, sobre todo, con
Pedro de Alvarado a cuenta de no se sabía que
historias de indias, matanzas de nobles y cosas
así. Pedro de Alvarado era amigo de la infancia de
Cortés, uno de sus capitanes favoritos, y tuvo que
mediar entre Alvarado y de la Vega, utilizando su
poder y autoridad para poner fin a la amarga
rivalidad.
Los indios le adoraban a pesar de que
muchos fueron los que murieron bajo su espada
durante la guerra, pero eso solo servía para
levantar mayor admiración entre los nativos. En
paz, de la Vega los trataba con respeto, honor y
humanidad, y hablaba su idioma y conocía buena
parte de sus costumbres. Los soldados, en su
inmensa mayoría, le respetaban y obedecían en
todo, pues de la Vega compartió penurias, hambre,
frío y dolor a su lado, maldecía como el que más
llegado el momento y sabía hacerse obedecer sin
tener que abusar de su autoridad. Comía lo mismo
que ellos, no obligaba a nadie hacer nada que él
mismo no pudiera realizar y a muchos les salvó
incluso la vida en las constantes batallas que
tuvieron que afrontar. Además, tenía fama de
mujeriego, culto, era experimentado soldado,
veterano de Ceriñola, alabado por el propio Gran
Capitán, se había criado en las cortes italianas,
lugares de depravación, fiestas, palacios lujosos y
damas de escotes generosos. Contaba historias de
todo tipo y reía los chistes de los soldados, aunque
en ocasiones su feroz temperamento estallaba y
entonces pobre del que estuviera enemistado con
él en ese momento.
Todo eso le había contado Peñate sobre el
capitán Diego de la Vega, y Ponce, al escuchar al
come ogros largar de tal manera sobre de la Vega,
reconoció que Peñate, aunque odiara a muerte a de
la Vega, no dejaba en cierta manera de respetarlo.
Tendría que tener cuidado, pues la presencia del
capitán en la entrevista, sin duda hombre de
confianza de Cortés, no era casual. Aunque no era
dado a perder los nervios, Ponce sintió cierta
inquietud. Cortés, por su parte, sonriendo de oreja
a oreja, retornó a su silla detrás de la mesa y cruzó
las manos con tranquilidad sobre la mesa. De la
Vega trajo la silla y dos criadas indias, jóvenes y
hermosas, trajeron vasos y una jarra de vino,
sirviendo a los tres españoles con silencio y
rapidez. Ponce se sentó en la mesa muy
dignamente, mientras de la Vega se colocaba a su
izquierda, de pie. No dejaba de llamar la atención
que el capitán estaba fuertemente armado; la
espada en su funda, al otro lado de la cadera una
daga de guerra, más otra pequeña, la
“misericordia” la llamaban los soldados, en los
riñones y un cinturón que le cruzaba el pecho con
dos cuchillos de los de lanzar. Vestía armadura
india de algodón sin mangas y hasta la cintura, que
causaba furor entre los conquistadores por su
ligereza, frescura y por ser suficiente protección
contra las armas indígenas. Las mangas de la
camisa eran blancas y el pantalón marrón oscuro,
como las botas de media caña, de donde colgaba
una hermosa y larga pluma de color verde,
seguramente algún trofeo o botín de guerra hasta
donde podía saber Ponce. Cortés, que se dio
cuenta del escrutinio que su ilustre invitado hizo al
capitán, soltó una sonrisilla e hizo una señal con la
mano a un indio que portaba un inmenso aventador
de plumas para que se colocara detrás del
gobernador y le abanicara por si tenía calor.
—No, no, gracias —dijo Ponce muy gentilmente al
indio del abanico.
—No, no, gracias —se apresuró a repetir
rápidamente Cortés al pobre indio, que se retiró de
la estancia tras inclinarse con mucho respeto—
¿No bebe su gracia? —preguntó Cortés a Ponce al
constatar que el gobernador no había probado el
líquido— Es un buen vino, y aquí es difícil contar
con él, aunque entre mis proyectos se encuentra
parcelar buenas tierras para plantar vides.
—Si no le supone ninguna ofensa, Excelencia —
respondió con mucha cortesía Ponce—, preferiría
beber más tarde, cuando hayamos terminado con
bien nuestra conversación.
— ¿Qué me va a ofender? Al contrario, amigo
mío, pues así ambos tendremos la cabeza
despejada para tratar de negocios. Perdone que
sea tan brusco, gobernador, pero iré directo a la
cuestión que nos atañe, mi tiempo es muy escaso.
Sé que es usted hombre importante allá en Puerto
Rico; es más, también sé que tiene a punto una
expedición de hombres y barcos para explorar y
poblar. Mi pregunta es la siguiente: ¿cómo es qué
teniendo tantas responsabilidades y tareas por
cumplir ha venido a Nueva España? ¿Qué es lo
que desea de mi, gobernador?
Ponce no se asombró de que Cortés supiera
tanto sobre su persona; seguramente en el mismo
momento en que sus espías o centinelas en los
caminos le hubieran avisado de su llegada, ya
habría procurado encontrar información cuanto
antes. De todas formas, le enojaba hasta cierta
manera la insolencia de Cortés. Él era un digno
representante legal de España, su cargo había sido
nombrado por los cauces normales, pero Cortés no
dejaba de ser un aventurero que se había levantado
en rebeldía contra el legitimo gobernador de La
Española. A Ponce le gustaría ver la cedula real
donde se confirmaba el puesto de gobernador de
esta… “Nueva España”. Casi era una ofensa que
alguien como su persona tuviera que dar
explicaciones a ese advenedizo, pero se contuvo
porque lo importante era la Fuente, nada más.
Sonriendo afablemente, respondió a Cortés.
—Le agradezco que muestre interés por mis
asuntos, Excelencia, y puesto que prefiere que
tratemos el tema directamente, cosa que yo
también prefiero, me perdonará si le digo que lo
que pretendo es que me ayude.
—Si está en mi mano el hacerlo…
—En la suya está. No le voy a ocultar nada,
Excelencia, pues la sinceridad en este asunto es
crucial. Seguramente sepa que en diferentes
ocasiones he organizado expediciones por tierras
indias desconocidas, abriendo caminos y rutas
comerciales para mayor honra de España. He
llevado la Fe a estos paganos, y he conseguido
mucho, pero no he conseguido realizar una de mis
metas.
—Ah, la famosa Fuente de la Juventud, ¿no es así?
—exclamó Cortés con alegría y dando un ligero
trago al vino. El capitán de la Vega seguía de pie,
apoyado con la espalda en la pared, siguiendo la
conversación con mucho interés. En la sala no
había nadie más, pero Ponce no podía asegurarlo,
pues por detrás la puerta podría estar abierta o
haber más gente.
—Ya ve, su Excelencia, unos buscan una Fuente de
aguas milagrosas y otros el simple botín —
respondió lentamente Ponce un poco harto de la
suficiencia de Cortés; este no acusó el insulto y
habló al gobernador muy alegre.
—Me imagino que no la habrá encontrado. Sé muy
bien lo que es andar detrás de un sueño y no
conseguirlo, sobre todo sabiendo que se encuentra
cerca y que solamente la Fortuna es la que pone
impedimentos. Pero, mi querido gobernador, no
entiendo el motivo de que solicite mi ayuda. A no
ser, que crea que la dicha Fuente esta en tierras de
Nueva España, ¿no es así?
—No precisamente, aunque tampoco podría
asegurarlo —Ponce se apresuró a explicar. De su
jubón de terciopelo verde oscuro sacó una copia
del códice y el mapa que Tehuanac le consiguiera,
no se atrevía a marchar con el original, así que se
lo entregó a Peñate y este lo tenía a buen recaudo.
Ponce ya había estudiado tanto el mapa como el
códice a fondo, y apenas había entendido nada, tan
enrevesados eran los dibujos y los jeroglíficos
mayas. No obstante, sí que había descubierto al
menos algo: el símbolo de la ciudad donde
supuestamente se encontraba la Fuente. Eran dos
chorros de agua que regaban una pila de cráneos
humanos descarnados. También había estudiado
atentamente los dibujos, en su mayor parte de
dioses del inframundo maya, horribles todos,
auténticos demonios ansiosos de sacrificios y
corazones. Siempre se les representaba con
símbolos de muerte, con cabezas decapitadas en
sus manos o colgadas de sus cinturones, devorando
corazones o bañados en sangre. También pudo
apreciar a unos enigmáticos guerreros mayas con
la piel tintada de blanco y con sus rostros
semejando calaveras, que devoraban a víctimas en
los altares de templos ante la atenta mirada de
abominables sacerdotes. Todo era un horror, pero
entre tanto espanto Ponce acertó a descubrir a unos
dirigentes mayas bebiendo de una fuente y, en el
siguiente dibujo, esos mismos mayas convertidos
en niños: el significado estaba claro.
El gobernador extendió los papeles y
Cortés, sumamente intrigado, miró a de la Vega. El
capitán tomó los documentos y los extendió sobre
la mesa. Cortés, poniéndose en pie, miró con
detenimiento el códice y luego el mapa. Tras un
rato de silencio, dijo a Ponce.
—Tengo que reconocerlo, todas estas brujerías se
me escapan, aunque reconozco el Mal en cuanto lo
veo, mucho lo he combatido en estas tierras.
Dígame, gobernador, ¿esto es acaso una posible
localización de la Fuente?
—Así es, Excelencia. A mi poder llegó el códice,
es una copia, claro está, y el mapa. El códice
habla de una ciudad maya perdida en una selva,
donde los sacerdotes, mediante brujerías y
masivos sacrificios humanos, lograron crear la
Fuente. En cuanto al mapa, es la supuesta
localización de la ciudad y, por extensión, de la
Fuente. Pero se me plantean varios problemas.
— ¿Qué problemas, por ventura, son esos? —
habló por primera vez el capitán de la Vega con
determinación.
—El indio que me pasó el mapa asegura que
estuvo en la ciudad cuando era muy joven. Muchos
años después dibujó el mapa, pero lo hizo de
memoria, así que es muy posible que no sea exacto
y tengamos que buscar en medio de la selva hasta
dar con la ciudad.
— ¿Las selvas mayas? —exclamó de la Vega
entrecerrando los ojos— Es tarea de titanes, pues
esas selvas son cerradas, llenas de fieras y
serpientes venenosas, por no hablar de tribus
hostiles y caníbales. Mucho tuvimos que combatir
contra dichos indios y casi perdemos el pellejo.
Gobernador, atravesar esas selvas le va a ser muy
difícil.
—Por eso solicito su ayuda, señores. Vuases
mercedes ya tienen experiencia en tales viajes, en
esas tierras y con sus gentes. Eso me lleva al
siguiente problema: para llegar a la ciudad, tengo
que atravesar tierras y reinos que su gracia,
Excelencia, ha conquistado para España, y nunca
se me ocurriría hacerlo sin contar con su permiso.
—Eso le honra, señor mío —respondió con una
sonrisa Cortés, volviéndose a sentar. De la Vega se
colocó a un lado de la mesa—. Pero todavía hay
algo más, ¿verdad? —preguntó Cortés alzando una
ceja.
—Sois inteligente, Excelencia —añadió Ponce con
calma—. Vos no ignorareis que he invertido mucho
en mis anteriores expediciones, y que una serie de
desastres naturales han echado a perder cosechas y
animales en Puerto Rico. Me he visto obligado a
prestar dinero e invertir en la recuperación de la
isla. Ya venir hasta aquí y reclutar a unos cuantos
soldados y tamemes para la expedición me ha
costado mis últimos maravedíes. Humildemente
pido vuestra ayuda, Excelencia. Necesito más
dinero, permisos, hombres y provisiones…
— ¿Para encontrar la Fuente? —cortó Cortés a
Ponce en su petición— Gobernador, de nuevo
agradezco vuestra sinceridad; sé lo que os habrá
costado admitir que no tenéis dinero y que
necesitáis mi ayuda, no en vano sois hidalgo de
renombre. Pero permitidme ser igual de sincero.
¿Por qué os tendría que ayudar? Mucho me pedís,
en unos momentos en que tengo que poner en orden
Nueva España, no sabéis la cantidad de dinero y
oro que necesito en estos días. Además, no creo en
la existencia de esa Fuente, lamento decirlo. ¿Qué
beneficio obtendría uniéndome a vuestra
expedición en calidad de socio? Aventuro
pérdidas cuantiosas.
—No sólo la Fuente nos espera en esa ciudad —
replicó con astuta sonrisa Ponce—, si vuase
merced lo desea, mirad esto que traigo.
De nuevo volvió a sacar Ponce de su jubón
otro papel, un trozo de otro códice maya donde se
representaba a indios llevando tributo a los
dirigentes de la ciudad: enormes cantidades de oro
en forma de gruesas pepitas o ídolos y joyas, así
como numeroso jade, que para los mayas era
sagrado, y otras piedras preciosas. Las riquezas se
amontaban a los pies de los sacerdotes y los
caciques, mientras unos esclavos las ofrendaban
tirándolas a un pozo mágico como favor a los
dioses. Ponce se apresuró a explicar.
—El indio que me dio todo esto asegura que todo
ese tributo, esas ofrendas a los dioses, siguen en su
lugar original, que es un pozo en mitad de la
ciudad. Una ciudad, no olvidemos, señores, que es
sagrada para los mayas y que no visitan bajo
ningún concepto. Esas riquezas, acumuladas
durante cientos de años, esperan a los osados que
vayan a buscarlas. Hay suficientes para colmar la
sed de ambición de cualquiera. Propongo que nos
repartamos a medias lo encontrado, además de la
Fuente, por supuesto.
Cortés y de la Vega miraron el nuevo
códice con mucho cuidado, prestando suma
atención a los dibujos y símbolos en él pintados.
En sus rostros, sobre todo en el de Cortés,
asomaron la codicia y una salvaje alegría. Ir detrás
de fuentes milagrosas era una cosa absurda, pero
el oro y el jade era otra muy diferente. Ambos
hombres habían sido testigos privilegiados de las
inmensas fortunas que los mexicas y otras naciones
indias habían acumulado en palacios y ciudades, y
también sabían de la costumbre de los indios de
ofrendar a los dioses con todo tipo de riquezas a
sus falsos ídolos. ¿Por qué no iban a ser iguales en
sus costumbres los mayas? Cortés comenzó a
pensar que apoyar la expedición de Ponce no iba a
ser tan descabellado después de todo, pero de la
Vega bufó con cierto desprecio y comentó.
—No creo que sea factible tal cosa. No niego que
estos mayas obligaran a las tribus vencidas a
tributo y que poseyeran tesoros sin igual, ¿pero,
quien nos asegura que se encuentran en esa
ciudad? Ya ha pasado mucho tiempo. Gobernador,
¿ha pensado que el indio le podría haber engañado
con el cuento del oro?
— ¿Qué motivos tendría para engañarme, capitán?
—respondió muy digno Ponce—. Si vuases
mercedes se dan cuenta, el trozo de códice que les
muestro es autentico, no una copia. Sientan con sus
manos la antigüedad del pergamino. Ese
pergamino ha sido pintado mucho antes de que
cualquiera de nosotros hubiera nacido; no es un
fraude. En cuanto a si todavía está o no el oro, es
un riesgo que debemos asumir. ¿Cuándo ha frenado
el riesgo a un español? Piensen en lo mucho que
podemos ganar y en lo poco a perder.
Cortés se sentó y se acarició la barba
lentamente a la vez que sonreía. Miró a de la Vega
y el capitán torció el gesto con desagrado. Llevaba
mucho tiempo al lado de Cortés, luchando juntos y
viviendo mil experiencias. Sabía que en cuanto se
mentaba la palabra oro a Cortés se le perdía la
cabeza. Ponce también sonrió, pero en su interior,
pues no debía descubrir la elaborada mentira que
suponía el códice maya con la información sobre
el tesoro. El gobernador era también un hombre
muy astuto y hasta cierto punto artero, no dejaría
que algo tan nimio como la verdad o la sinceridad
le apartaran de sus ambiciones. Encargó a Peñate
que encontrara a un mexica maestro en el arte de
dibujar, para que inventara el códice según el
modelo que custodiara Tehuanac y acorde con las
indicaciones de Ponce. Después, el mismo mexica
hizo pasar el papel por ciertas pruebas para que
pareciera ajado y antiguo. Con maña y trucos,
utilizando arena fina, agua e incluso el calor, el
pergamino se cuarteó y deshidrató, y aunque un
erudito o un sacerdote tal vez no pudieran ser
engañados por el fraude, Ponce estaba seguro de
que Cortés no sería un experto en tales lances y se
le podría dar latón por oro; como así fue.
Cortés enrolló con delicadeza tanto los
códices como los planos y los entregó a de la
Vega, que a su vez los cedió al secretario Godoy.
Ponce se sobresaltó por la presencia del
escribano, ya que en ningún momento se dio cuenta
de que también estuviera en la sala. ¿O llevaba
todo el rato oculto, espiando la conversación? No
importaba, Ponce ya creía tener la situación bajo
control y por los cauces previstos. Cortés,
dirigiéndose al gobernador, dijo.
—Esto cambia la cosa, amigo mío, y tenéis razón,
pues el que nada arriesga nada consigue. La suerte
favorece a los valientes, no lo olvidemos. Hoy no
estaría aquí si no hubiera decidido arriesgarme en
su momento. De todas formas, la empresa no deja
de tener riesgos que aunque los asumamos no
significa que no tengamos que procurar evitar.
Como ya he dicho, la mayor parte de mis recursos
se encuentran comprometidos en la reconstrucción
de Nueva España, y hasta el último soldado me es
preciso, tanto para mantener el orden como para
terminar de pacificar la zona. Quedan en pie de
guerra algunos reductos mexicas. No obstante,
tendré para vos alguna capitanía. Costearé tres
tercios de la expedición, a cambio, después de
apartado el quinto real que por ley debemos
acatar, otro quinto será para mí y el resto para
repartir entre los demás integrantes de la
expedición, según su conveniencia, por supuesto.
Ponce se mordió ligeramente el labio
inferior por la rabia de tener que dar un quinto del
botín a Cortés, pero se tuvo que recordar que era
mentira la cuestión del oro. No dudaba que algo se
encontraría, pero muy poco, lo importante era la
Fuente. Fingió mala cara para demostrar que las
condiciones de Cortés le parecían abusivas, pero
finalmente accedió. Cortés dio una palmada en la
mesa y río.
— ¡Ja! Bien hecho. Brindemos entonces por
nuestra asociación y porque la Fortuna nos
favorezca —Cortés alzó el vaso de vino,
secundado tanto por de la Vega como por Ponce,
quien finalmente bebió, satisfecho de haber
manipulado tan fácilmente a Cortés. Una vez se
terminó el brindis, Cortés continuó hablando—.
Cerrado entonces el pacto, a no ser que vuase
merced tenga algo que añadir o pedir,
procederemos a ultimar detalles, aunque para eso
ya os dejo en las capaces manos de Diego, mi
capitán de más valía además de amigo de
confianza. Os firmaré pases y permisos especiales
tanto para los españoles que os encontréis en la
Villa Rica de la Vera Cruz, paso obligado para
marchar a la selva, como para las naciones indias
vasallas de España. Así se os atenderá como el
gran señor que sois, gobernador, y se os hará
entrega de provisiones y tamemes si os hiciera
falta.
—Una merced, Excelencia —añadió Ponce
alzando la mano—. Si no es mucho pedir, quisiera
que me firmarais un permiso para un preso mexica,
indispensable su libertad si queremos que la
empresa finalice con éxito.
—Ah, ¿quién es ese preso? —preguntó Cortés
poniéndose en pie y cruzando las manos detrás de
la espalda. Como comprobó que Ponce no quería
contestar, se encogió de hombros y le hizo una
señal a Godoy para que redactara el documento y
lo sellara con su sello personal—. Está bien, no
inquiriré en la identidad del dicho indio, aunque
apuesto que es el mismo que os hizo llegar el
códice y el mapa a vuestra mano —y guiñó un ojo
con picardía—. Estimado gobernador, debo
marcharme, tengo una cita muy importante con mis
amigos los caciques tlaxcaltecas que no debo
demorar por más tiempo. Que Dios este de nuestro
lado, procurad tener cuidado en esas selvas, donde
todo mata y come, no os fíes de los mayas, pues
son sanguinarios, crueles y algunas tribus muy
salvajes. Tened a bien todo lo que os diga de la
Vega, pues es capitán muy experimentado y
conocedor de los indios, sus costumbres y de los
peligros de andar por selvas y manglares. Es,
además, mi voz, ojos y oídos en la expedición, y
su autoridad proviene de la mía, eso no lo
olvidéis.
Cortés se acercó a Ponce, le estrechó con
efusividad la mano y le estampó dos sonoros besos
en las mejillas del gobernador. Luego añadió algo
más solemne.
—Que Dios guié vuestros pasos y haga que tengáis
éxitos. Si es así, ambos habremos ganado: vos
obtendréis la Fuente y yo el oro. Claro que como
exista la Fuente, me temo que entonces saldré
perdiendo —y con una risotada abandonó la
estancia por la puerta que daba al pasillo por
donde Ponce había entrado.
De la vega, Godoy y Ponce estuvieron
hablando largo rato sobre los detalles de la
expedición, la cantidad de hombres que se
necesitarían, provisiones, porteadores, armas y
equipo, así como la mejor ruta a seguir. Se acordó
tenerlo todo preparado para dentro de dos días a
no más tardar, pues Ponce debía partir cuanto
antes, ya que los asuntos de Puerto Rico no debían
demorarse en exceso. De la Vega calculó que en
dos meses ya podrían estar de vuelta en
Tenochtitlan aunque las cosas fueran lentas y con
percances. Godoy entregó a Ponce todos los
permisos y pases para que pudiera transitar por
Nueva España con legalidad y para que los indios
le pudieran identificar como hombre de gran
importancia cercano a su Excelencia. Ponce,
satisfecho con todo, saludó a los dos hombres y se
retiró acompañado por un criado que le abría las
puertas.
En la estancia quedó el capitán, porque
Godoy marchó de inmediato por la puerta
contraria a la que saliera Ponce. A los pocos
minutos hizo aparición por dicha entrada Cortés
sonriendo y comiendo un trozo de pato asado.
— ¿Se ha marchado contento nuestro invitado? —
preguntó a de la Vega mientras mordisqueaba el
pato.
—Así es, Excelencia.
— ¿Qué pensáis de todo esto, Diego? —Cortés era
el único que llamaba al capitán por su nombre,
prueba de su confianza y amistad.
—Que huele a mentira —fue la contundente
respuesta del enorme capitán, que se irguió en toda
su altura para dar mayor énfasis a su afirmación—.
Nos ha mentido desde que ha entrado. Dudo mucho
que exista ese oro. ¡Voto a Cristo! Ese códice que
nos ha mostrado seguro que es falso.
— ¿Cómo estáis tan seguro de que es una
falsificación?
—Vamos, Excelencia, como que no conocemos la
habilidad de los indios para las nobles artes.
Cualquier artesano o pintor ha podido pintar el
códice, luego otro, o quizás el mismo pintor, ha
podido utilizar trucos para parecer antiguo el
papel. Recordar aquel siervo de Moctezuma que
tintaba piedras y las hacía pasar por oro. ¡Piedras!
—Jo, jo, jo —rió Cortés con ganas dejando el
hueso del pato en una bandejita de plata que una
india le puso a su alcance. Cortés gustaba de ser
servido y atendido por muchachas jóvenes y
guapas, hijas de caciques y principales. Eso
levantaba muchos rumores y chismes entre la
soldadesca, que conocían la fama de mujeriego de
Cortés, pero al mismo Cortés le importaba bien
poco tales habladurías, aunque estuviera casado y
su mujer le esperara con infinita paciencia en Cuba
—. Bien que me acuerdo, Diego, la de problemas
que causó con Alvarado, que se tragó el cuento y
casi acaba en la olla de unos indios.
—Pues esto es lo mismo.
—Lo sé. Yo mismo me di cuenta de que el códice
del tesoro era falso. No obstante, estoy convencido
de que el gobernador cree estar en la pista
adecuada que le lleve a dar con la Fuente de la
Juventud.
— ¿Creéis que pueda existir?
—No tengo ni idea —reconoció Cortés con un
suspiro—, pero lo importante es que Ponce de
León sí cree en su existencia; tanto, que no ha
dudado en mentirnos y engañarnos. Algo se tiene
entre manos.
—Por eso habéis accedido a costear parte de la
expedición —reflexionó de la Vega—. De esta
manera, le tenéis controlado, y si encontrara la
Fuente, los beneficios para vos serían tremendos.
En caso contrario, que la Fuente no existiera, le
acusaríais de perfidia y engaño, y buscaríais la
manera de resarciros.
—Diego, que no por algo digo que sois el mejor
capitán que nunca he conocido, no sólo por vuestra
destreza con las armas, sino porque sois
inteligente —Cortés sonrió cruelmente y se limpió
las manos grasientas en una tela que una india le
tendió; luego le dio un cachete en el trasero a la
misma mujer, que se marchó corriendo entre risitas
—. Es por eso que debo encargaros una misión de
vital importancia…
—Oh, vamos, vive Dios —interrumpió de la Vega
a Cortés—, ¿no me dirá su gracia que pretenda que
viaje junto a Ponce de León?
—Por supuesto. ¿En qué mejores manos puedo
dejar tamaña responsabilidad? Sois perfecto para
la misión. Vuestra experiencia y habilidad lograrán
que el éxito sea seguro. Tenéis iniciativa e
inteligencia, y partiréis con plenos poderes incluso
para tomar el mando de la expedición si lo
consideráis adecuado.
—Feria mi ánima —blasfemó de la Vega con
fuerza—. Que no es favor el que me hacéis, todo
lo contrario. Esas selvas son espantosas, aún me
acuerdo de lo mal que lo pasamos y de las feroces
luchas contra los mayas. Preveo muerte para
muchos de los que vayan en la expedición. Es un
viaje pesado, largo y sacrificado.
—Pero que os reportará grandes beneficios, tenga
éxito o no. Os recompensaré con tierras, indios,
mucho dinero e incluso un título si lo deseáis.
—Siendo así, y porque sé que no me daréis
opción, acepto.
—No pensaba menos de vos —Cortés palmeó con
las manos satisfecho—. Una cosa más amigo, mío,
tener cuidado con el gobernador Ponce de León.
Es astuto y taimado, seguro que se lleva con él a
Peñate y hombres de confianza. Piensa que nos
puede manipular, y por encontrar esa Fuente
seguro que es capaz de todo. Vigiladlo bien. Hum,
no sería nada malo darle un aviso que pueda
entender, para que sepa quién es el que manda en
verdad.

***

Ponce de León apenas podía disimular la


satisfacción que sentía por haber conseguido la
colaboración de Hernán Cortés. Pasar por bueno
el códice falso había sido más fácil de lo previsto,
y a pesar de la fama de astuto de su Excelencia, se
había conseguido el objetivo. Claro que el capitán
Diego de la Vega dejó muy claro que era lo que se
esperaba de la expedición, conseguir oro y jade, y
que al menos la mitad de los que marcharían serían
hombres leales a Cortés. Esos eran los puntos
negros del acuerdo con su Excelencia: tener que
cargar con hombres fieles que seguramente le
restarían autoridad. Aunque no se había hablado,
Ponce estaba más que convencido que de la Vega
partiría en la expedición como representante de
Cortés, con autoridad suficiente para arrebatarle el
liderazgo si lo creía conveniente. A Peñate no le
haría gracia tal cuestión y Ponce preveía futuros
conflictos entre los dos colosos. Bueno, cada
problema en su momento, pensó mientras
marchaba a sus aposentos entre las concurridas
avenidas de Tenochtitlan.
Dos siervos le abrían paso entre la
multitud, mientras dos soldados le custodiaban.
Los mexicas, intuyendo que pasaba noble señor,
paraban en sus quehaceres y saludaban con respeto
inclinando la cabeza profundamente; a Ponce le
agradaba la actitud civilizada de los indios, muy
superiores a los salvajes con los que se encontrara
durante sus expediciones, que gran diferencia entre
unos y otros. La tarde ya era avanzada y la mayoría
de los vecinos terminaban sus tareas para ir a sus
casas a descansar. Por mandato de Cortés, existía
toque de queda hasta que la ciudad terminara de
reconstruirse del todo, para evitar saqueos, robos
o pillajes y para que los mexicas comenzaran a
conocer el nuevo orden establecido y que este no
toleraba disturbios o amenazas a la buena
convivencia. Ponce, hasta su entrevista con Cortés,
se había alojado en una habitación que Peñate le
cediera, para que no tuviera que dormir con la
vulgar soldadesca, pero su Excelencia, en un gesto
gentil, le entregó unas opulentas dependencias en
un rico palacio recién terminado de reparar, para
que hiciera uso de ellas durante todo el tiempo que
permaneciera en Tenochtitlan, en calidad de
huésped y sin correr con ningún tipo de gastos.
Ya en el palacio, en la segunda planta, y en
su habitación adornada con pieles de pumas y
panteras en el suelo, esteras y plumas de vivos
colores en las paredes y una cama castellana de
recia madera y esponjosos edredones, pudo Ponce
relajarse y desvestirse lentamente para pasar la
noche. Un criado indio, posiblemente el
mayordomo principal, ayudado por numerosos
ayudantes, trajo la cena al gobernador, que
consistía en platos de tortillas de maíz con
numerosas salsas, carne de venado, frijoles, unos
bulbos exquisitos llamados patatas, pescado
fresco, fruta de la tierra, zumos y una jarra de vino,
junto con otra con un líquido oscuro, amargo y frío
llamado xocolatl, que era bebida de grandes
señores muy apreciada por estas tierras. Ponce
había oído hablar del brebaje y lo probó, pero lo
encontró demasiado amargo para su gusto. Junto
con la cena, digna de caciques, también le trajeron
una linda muchacha mexica para que le calentara
la cama, muy hermosa y sensual, pero Ponce la
despidió con gracioso gesto porque no se
encontraba de humor. La verdad era que no se
atrevía a gozar sexualmente de la india por si
fallaba su virilidad, y ese pensamiento le angustió
y le impidió dormir tranquilamente. Por Cristo
misericordioso, que si no fuera porque Cortés no
sabía nada de su medio impotencia, juraría que era
una provocación y un insulto a su persona. Con
rabia, se juró que encontraría la Fuente costara lo
que costara.
Vencido por el cansancio, pudo Ponce
conciliar el sueño, aunque ya pocas horas le
quedaron para descansar. Un poco antes de que
diera inicio el amanecer, las trompetas de los
templos mexicas sonaron estridentemente en mitad
de la quietud, saludando la nueva jornada y
levantando a los indios y españoles para que
iniciaran el nuevo día y retornaran a sus trabajos y
deberes. Ponce se levantó rápidamente, se vistió y
comió un poco de fruta de la cena pasada. Tenía
mucho por hacer.
Lo primero que hizo, tras salir del palacio,
fue dar aviso, mediante paje, para que Francisco
Peñate se reuniera con él en cuanto sus deberes se
lo permitieran. Peñate no tuvo problemas en acudir
al lado del gobernador casi al instante, ya que su
rango de capitán le permitía esos privilegios.
Acudió con el soldado Ignacio Díaz y ambos se
pusieron a las órdenes del gobernador. Ponce puso
al corriente de todo cuanto aconteció en la reunión
con Cortés a su subordinado y Peñate lanzó un
risotada al comprobar como el engaño había
surtido efecto. Por el contrario, el rostro se le
ensombreció cuando supo que la mitad de la
expedición estaría compuesta por soldados leales
a Cortés y que de la Vega iría, seguramente, en
calidad de capitán general. Peñate escupió con
desprecio al suelo.
—La puta que le parió —y soltó unas cuantas
lindezas más por la boca—. Gobernador, ese
hombre nos va a causar problemas.
—Lo sé, pero confío en que sabremos
solucionarlos. Era un inconveniente asumido, ¿no
pensareis que Cortés iba a apoyar nuestra empresa
sin poner condiciones o tener garantías? De nada
sirve darle vueltas al asunto, está hecho. Os he
llamado para que me acompañéis a la cárcel para
conseguir la liberación del sacerdote mexica.
Llevo conmigo un documento sellado y firmado
por Cortés para que se ponga bajo mi custodia.
Marcharon hacia los calabozos y entraron a
la sala de guardia, donde esperaron a que el
encargado les atendiera. Díaz, paseando indolente
por la sala donde tantas horas había estado él
mismo de vigilancia, descubrió una jarrita de
manufactura mexica y la cogió con curiosidad.
Tras sopesarla, fue a dejarla en la estantería, pero
sus regordetes dedos le traicionaron y la jarra
cayó al suelo donde se hizo añicos. Ponce y Peñate
miraron enfadados a Díaz.
—Vaya —se excusó el soldado—, el inefable Díaz
a veces no es tan inefable.
—Estaos quietos, compadre, y no toquéis nada —
le inquirió Peñate con voz de trueno y echando
chispas por los ojos.
Díaz se volvió a excusar y con el pie
barrió los restos del objeto hasta esconderlos
debajo de la mesa. En ese instante entró el soldado
de guardia y preguntó que se deseaba. Ponce
enseñó el documento de curso legal y pidió la
custodia de Tehuanac. El soldado, un extremeño de
nariz partida por una cicatriz horrible, dijo muy
respetuoso.
—Sé que indio es el que me pedís, su gracia, pero
ha sido llevado al patíbulo esta mañana. Si os dais
prisa, aún llegáis a tiempo de evitar el trámite,
aunque mal rayo parta a ese cerdo.
Ponce y Peñate se miraron con sorpresa
entre ellos y salieron con mucha prisa hacia el
lugar de la ejecución, el patio principal de
Tenochtitlan, donde se alzara el cu mayor junto con
los principales templos religiosos y antaño el
corazón sagrado de la ciudad. Allí se había
levantado un patíbulo para castigar a los
criminales y a los asesinos como escarmiento y
para demostrar que la justicia de España
alcanzaba a todos, ya fueran mexicas o españoles.
Llegaron resoplando, Peñate lanzando
fuertes juramentos, la envidia de carreteros y
prostitutas, pero Ponce más recatado, después de
todo era hidalgo. Muy detrás de ellos corría Díaz,
que apenas podía con su alma y su sobrepeso. Con
todo, llegaron muy tarde, pues Tehuanac se
balanceaba en lo alto del patíbulo, colgado hasta
la muerte por el cuello en castigo por los
asesinatos cometidos contra españoles. Su cuerpo
se mecía suavemente mientras los transeúntes
apenas le dirigían alguna que otra mirada de
curiosidad. El que antiguamente había sido un
poderoso sacerdote, odiado y temido a partes
iguales por rivales y el mismo pueblo mexica,
ahora apenas despertaba alguna que otra mirada de
curiosidad o pena. Así caían los poderosos que de
su oficio habían hecho la muerte.
Viendo la cara amoratada del indio,
deformada por el espanto de la muerte, con la
lengua flácida colgando a un lado de la boca,
Ponce sintió como en su interior bullía una
tremenda rabia.
—Santa Madre de Dios —exclamó Peñate
disgustado—. Hemos llegado tarde, que mala
suerte.
La suerte no había tenido nada que ver,
pensó Ponce. No era casualidad que Tehuanac
hubiera sido ejecutado justo cuando el día anterior
había ido con la petición del indulto a Cortés. Era
una señal que su Excelencia le enviaba, y Ponce
había captado el mensaje claramente.

CAPÍTULO VI

SE INICIA LA PRIMERA ETAPA DE LA


EXPEDICIÓN, DONDE TODO TRANSCURRE
SIN NOVEDAD NI QUEBRANTOS, SIENDO
AGASAJADOS POR CACIQUE GORDO; SE
TRAMA Y SE MIENTE.
Justo como Ponce de León había
imaginado, el capitán Diego de la Vega sería el
capitán general de la expedición, aunque con
ciertos matices. Ponce tendría el mando, sería
quien tomara las decisiones y suyas eran las
responsabilidades y obligaciones de conseguir que
la empresa fuera a bien con las menores pérdidas
posibles en vidas y recursos. Para cuestiones
tácticas y militares la opinión del capitán de la
Vega sería la más a tener en cuenta. Y si a Ponce le
ocurriera algo, Dios no lo quisiera, entonces el
capitán de la Vega tomaría el mando definitivo de
la expedición. Hasta ahí todo muy lógico, pero lo
que enfureció tanto al gobernador como a
Francisco Peñate, sobre todo a este último, era que
de la Vega, en cualquier momento y según su
criterio, podía quitar toda autoridad a Ponce y
tomar el mando absoluto de la empresa.
Ponce se sentía insultado por las duras
condiciones impuestas por Hernán Cortés, pero las
cartas eran esas y sólo quedaba jugar lo mejor
posible con ellas. El gobernador no tuvo más
remedio que aceptarlas y firmó el documento que
Godoy le entregara para formalizar la expedición.
Peñate y Ponce se miraron con complicidad: que
se firmaran todos los papeles que se quisieran, que
llegado el momento nada les detendría en sus
propósitos de encontrar la Fuente de la Juventud.
Como dijera Cortés durante la entrevista,
la necesidad de soldados era imperante, así que no
se podía formar expedición numerosa. Con todo,
los que iban eran en su mayoría bravos y
experimentados castellanos. En total, la
expedición estaba compuesta por treinta hombres
reclutados por Peñate, leales a su persona y,
mediante hábiles pagos y dulces promesas, a la
figura de Ponce de León. En el grupo de leales a
Ponce se encontraban el joven Gutiérrez de
Salamanca, el protegido de Peñate, e Ignacio Díaz,
el “inefable”. Ponce maldijo para sus adentros, no
entendía a santo de que tenían que venir un crío
que no servía para nada y un soldado mal de la
cabeza, pero Peñate había insistido en ello y no se
pudo remediar. Ponce, de todas formas, estaba
satisfecho con la elección que Peñate había hecho:
eran soldados con experiencia, no en Las Indias y
en las luchas con los indios, sino en España, en
puertos y tabernas, algunos en campos de batalla
de Italia. Eran recién llegados a estas tierras,
demasiado tarde para participar en las campañas
de Cortés y obtener gloria y oro, resentidos por
eso mismo, pues pensaban que se les había
escamoteado su oportunidad de honra y riqueza.
Estos conquistadores, que fanfarroneaban de ganar
nuevos reinos y matar mil indios, y que no
conocían nada de la dureza de las guerras libradas
contra los indígenas, eran mentados como los de
“terceras” por el resto de veteranos y hombres de
Cortés, que en cierta manera les tenían a menos.
Desprovistos de dinero, deambulaban por
las calles de Tenochtitlan a la espera de que se les
dieran encargos y tareas, que no faltaban, pues
todo soldado era bienvenido para pacificar las
calles de la ciudad o marchar a otras luchas contra
guarniciones mexicas en los diferentes confines
del derribado imperio mexica. Algunos “terceras”
se apuntaban al ejército de Cortés y así se ganaban
la vida y el sustento, pero ya otros cuantos no
deseaban seguir siendo míseros subordinados de
nadie, aunque fuera el mismísimo Cortés. Tras ver
las riquezas conseguidas, los esplendidos botines
que se habían ganado, a otros españoles andar
sobrados de oro y esclavos, lo maravillosas que
eran las ciudades y naciones indias ya no deseaban
otra cosa que ser ellos también dueños de tales
prebendas; sólo marcharían con expediciones que
les pudieran proporcionar una oportunidad tan
increíble como habían tenido aquellos que
siguieran a Cortés durante la osada conquista del
imperio mexica. Si para ello se tenía que sufrir,
luchar contra hordas inagotables de feroces y
caníbales indios, atravesar selvas infestadas de
fieras, pasar hambre, sed o enfermedades, bueno,
es algo que entraba dentro del oficio, cosas de la
vida misma. Se apuntaron a la expedición de
Ponce de León con inusitada energía y grandes
esperanzas, alimentadas por Peñate con cuentos
sobre minas de oro y tesoros que esperaban ser
saqueados en ciudades mayas abandonadas sólo
Dios sabía por qué.
En cuanto al capitán Diego de la Vega,
siguiendo las instrucciones precisas de Cortés,
reclutó otros treinta soldados para igualar a Ponce
sin restarle autoridad y para evitar suspicacias. Al
contrario que los que Peñate atrajera para la
causa, los conquistadores que seleccionó de la
Vega eran expertos soldados, muy altivos y
sufridos en las cosas de la guerra, con muchas
batallas contra los indios a sus espaldas. Eran
bravos, fieros, carentes de piedad en la lucha y
acostumbrados a padecer y sufrir, pero sobre todo,
y esto era muy importante, leales a Cortés con
todas sus consecuencias. Admiraban y conocían
personalmente al capitán, al que llamaban teule
Huicholobos, y seguirían sus órdenes sin chistar.
Entre los más destacados de los soldados se
encontraban Pedro Valenzuela, un truhán que
estaba considerado uno de los mejores amigos del
capitán. Fullero, jugador empedernido, todo lo
apostaba, incluida su madre si aún viviera, y
conocía todo tipo de juegos de naipes, dados o lo
que fuera; hasta se había aprendido los juegos
indígenas, todo valía con tal de desplumar a sus
compañeros. Blasfemaba con facilidad, era dado a
las riñas y en muchos problemas por culpa del
juego se vio inmerso. En una ocasión el mismo
capitán le tuvo que dar de latigazos por infringir
repetidas veces las leyes, pero era avezado
espadachín, veterano de las guerras de Italia y leal
amigo. Con Valenzuela a su lado, de la Vega se
sentía mucho más seguro, pues era de la clase de
hombres a los que podías fiar tu alma.
También marchaba Antonio Guerrero,
natural de Valencia, dueño de tres inmensos
lebreles de guerra, dos machos y una hembra de
pelaje gris claro con manchas negras todos de la
misma camada. Los perros eran feroces, enormes y
sus fauces capaces de triturar los huesos humanos
con insultante ferocidad. Eran el terror de los
indios, que nunca habían visto canes semejantes,
ya que los únicos animales parecidos que existían
en Las Indias eran unos pequeños perrillos sin
pelo, ni ladraban, a los que cebaban para después
comerlos. Los perros de guerra españoles, que
además servían para rastrear, sirvieron
eficazmente en las guerras y como arma de
persuasión, pues en muchas ocasiones los indios
se rendían ante la sola visión de los perrazos con
sus fauces goteando saliva y sus ojillos malignos
rojos como la sangre. Guerrero adoraba a sus
perros, los llamaba por sus nombres, “Fantasma” a
la hembra”, y “Noche” y “Gran Cabrón” a los
machos. Entre algunos soldados, con chascarrillos
y soeces bromas, se decía que Guerrero quería
más a sus canes que a las mujeres. Otro destacado
era Pedro Velázquez el mantecas, curandero y
hombre para todo, extremadamente gordo, de ahí
el apodo, afable y simpático. Era muy tenido en
cuenta pues si bien no servía, por sus abundantes
grasas, para la lucha, en cambio sus conocimientos
sobre hierbas, pociones y conocimientos médicos
eran indispensables. El mantecas era único para
remendar y coser heridas de guerra, soldar huesos
o colocarlos en sus sitios y combatir las
infecciones. Gracias a los médicos y curanderos
mexicas, que eran expertos en tales lides,
Velázquez vio aumentada su sabiduría en el arte de
la curación, porque desde que arribara a estas
tierras no dejó de aprender cosas nuevas de
plantas, hongos, la manera de tratar ciertas fiebres
y enfermedades y muchas cosas más, todas ellas
muy útiles. De la Vega consideraba que un hombre
como Velázquez salvaría muchas vidas en la
expedición.
En total, eran sesenta los españoles, todos
armados y con equipo suficiente para ir a una
guerra. Con ellos viajarían cien tamemes, entre
mexicas y tlaxcaltecas, portando lo necesario,
comida y objetos para trocar para hacer más fácil
las relaciones con los indígenas. Viajarían sin
caballos, sabedores que tendrían que marchar por
selvas cerradas, valles angostos y quebradas,
atravesar ríos, pantanos y quizás hasta subir por
cumbres. Los nobles animales en este caso serían
un estorbo, y eran muy valiosos para
desperdiciarlos o perderlos en este tipo de
misiones. Dos de los porteadores, además, eran
lenguas, intérpretes, que hablaban tanto el náhuatl
como un par de dialectos mayas, suficiente para
poder comunicarse con las tribus locales. Y entre
la soldadesca, por petición del capitán de la Vega,
diez ballesteros y diez arcabuceros. Una hueste
impresionante, en palabras de Ponce, pero de la
Vega no las tenía todas consigo. Sabía de la
ferocidad de los pueblos mayas y no veía cantidad,
sino un exiguo número de soldados frente a los
cientos de guerreros que los mayas podían poner
en pie de guerra.
Desde el primer momento se vio la
diferencia entre los dos grupos de españoles. Los
de Peñate, fanfarroneando y asegurando que se
encontraría oro y piedras preciosas, y que si los
indios ponían dificultades, los matarían a todos,
pues no dejaban de ser salvajes paganos. Muchos
marchaban con armaduras parciales, cubriendo
pechos, piernas o brazos, con cascos tipo
morriones o borgoñotas, e incluso alguna que otra
celada, todo brillando y reluciente bajo el Sol de
la mañana; espadas, lanzas ligeras, dagas de toda
clase era el armamento de tanto bravo. Al otro
lado de la plaza donde se congregaba la
expedición, momentos antes de partir, el grupo de
los de Cortés, veteranos impasibles que ya no
fanfarroneaban, pues las vanidades se les habían
apagado en el fuego de la guerra. Callados,
ceñudos, sabedores de los trabajos que tendrían
que sufrir, portaban armaduras de algodón india,
de diferentes estilos, algunas que tapaban brazos y
llegaban hasta las rodillas, o más cortas y sin
mangas. Sus cascos o protecciones metálicas de
brazos o cuellos estaban pintados en negro, para
evitar que se calentaran bajo el inmisericorde Sol
o la herrumbre los echara a perder. Muchos se
decoraban cinturones, botas o gorras con plumas y
abalorios indios, para demostrar su valía y
experiencia. Calzaban sandalias mexicas, frescas,
cómodas para el andar, y las botas las llevaban
colgando en el hatillo o en la lanzas.
Las armaduras indias de algodón eran muy
ligeras, frescas, y aportaban la suficiente
protección contra las armas indígenas. Los
veteranos advirtieron a los “terceras” que harían
bien en desprenderse de corazas y petos y
cambiarlos por armaduras de algodón, pues pronto
iban a descubrir los sudores y padecimientos que
conllevaba marchar con metal a cuestas en estas
tierras. Los de Peñate se rieron de tales
advertencias, excepto el mismo Peñate, que ya
portaba una armadura mexica, y otros españoles,
que aceptaron los consejos dados por sus
compañeros; el resto pronto descubrirían su error.
Ponce de León vistió armadura india y descubrió
que en verdad eran más cómodas y apenas se
notaban puestas; aceptó encantado una que le
ofreciera de la Vega.
El día anterior, los componentes de la
expedición fueron a misa para pedir la bendición
de Dios y que la empresa fuera a bien. Ahora, ya
preparados, sólo quedaba esperar la orden de
partir, pero en ese instante hizo acto de presencia
un fraile que aseguraba que también marcharía con
ellos. Ponce, estupefacto, se acercó al fraile, un
hombre alto, delgado, de pómulos sobresalientes,
rostro rubicundo, pelo rizado pelirrojo, vestido
con sencillo hábito marrón oscuro y crucifijo de
madera, con escueto hatillo atado a su nudoso
bastón, de ojos azules, vivaces y alegres, y le dijo
que en una expedición de este tipo la presencia de
un fraile no era necesaria.
—Al contrario, su gracia —respondido muy
humilde el fraile—, pues es más necesaria que
nunca.
Ponce miró a de la Vega preguntando a que
venía esto, pero el enorme capitán se encogió de
hombros y respondió con una sonrisa.
— ¿Qué quiere que le diga a vuase merced?
Cortés siempre suele enviar frailes a todo tipo de
expediciones para las cuestiones de la Fe. En esta
no hará menos. No sólo vamos en busca de oro y
cuentos, sino también para propagar la palabra de
Dios. Fray Juan Martín está aquí para enseñar a
los indios la bondad de la Fe, luchar contra los
sacrificios humanos y el Mal y también para
aliviarnos espiritualmente. Habla náhuatl, maya
chontal y un par de variantes más, es inteligente y
práctico; no nos hará ningún mal llevarlo con
nosotros.
Ponce dio por buenas las explicaciones del
capitán y aceptó al fraile en la comitiva. Fray
Martín, aspirando aire con fuerza, se río y paseó
entre los españoles repartiendo alabanzas,
bendiciones e incluso chistes algo picantes. Los
soldados ya conocían al fraile, guasón y alegre,
pero también muy estricto en los asuntos de la Fe,
defensor infatigable de los indios. Ponce pasó al
lado de Peñate, y cuando escuchó refunfuñar al
gigante mentando a los parientes del fraile, no
pudo por menos preguntar qué ocurría. El mata
ogros contestó al gobernador.
—Conozco demasiado bien al fraile Martín,
gobernador. Me pregunto si Cortés no lo ha
enviado para otras cuestiones.
— ¿Qué queréis decir?
Peñate se acercó a Ponce y le susurró
cerca del oído.
—Quiero decir que el fraile no siempre fue fraile.
Vamos, que antes no era un hombre santo
precisamente. ¿Sabía vuase merced que antes de
vestir sotana era un asesino a sueldo? Y de los
buenos, maldito marrano, que se dice que han sido
cientos los que han pasado a la vera del Señor por
culpa de sus cuchillos, cuerdas y venenos.
— ¡Válgame Cristo! —exclamó sorprendido
Ponce, pero sin levantar la voz, no quería levantar
suspicacias— ¿Qué le llevó a dejar esa vida y
ponerse al servicio de la Iglesia?
—Ah, son historias, chismorreos, a saber que será
verdad y que no, pero se comenta que en cierta
ocasión aceptó la misión de matar a una dama de
alta alcurnia que se las veía con un noble muy
cercano a la Corona. El dicho noble era un patán,
pero de renombre, y la dama, también de ilustre
familia, manchaba la honra de las dos familias con
sus visitas a la alcoba del hidalgo, pues ya se
encontraba comprometida con otra persona. La
cosa es que fray Martín aceptó la misión y
emboscó a la dama cuando esta marchaba a la
sodomía con el hidalgo. No sé cómo fue la
degollina, pero fray Martín descubrió que la dama
que había asesinado era su prometida. Jo, jo, jo,
imaginad, gobernador, la situación: además de
cornudo, compuesto y sin novia. Que cinismo tuvo
la cosa, tanta, que el asesino huyó en la oscuridad
y entró al servicio de Dios; quizás para expiar su
culpa, quizás harto de la ironía y la falsedad de la
vida.
—Que historia más extraña —reconoció pensativo
Ponce, tan extraña, que más bien parecía que era
falsa; aunque, y esto le llenó de cierta aprensión,
todas las historias presentaban un germen de
verdad. Desde entonces miró al alegre fray Martín
con recelo y más respeto.
Con todo ya dispuesto, se dio la orden de
marchar y la comitiva abandonó el patio para
tomar una de las avenidas principales que les
condujeran a una de las calzadas sobre el lago y
esta a tierra firme; en concreto, tomaron la que iba
a Tacuba. Pasaron cerca del palacio que Cortés
usara como cuartel general y le pudieron ver
asomado en la azotea, detrás de hermosas flores y
numerosos arbustos de la tierra, lanzando un
saludo a los soldados, luego saludó a Ponce. El
gobernador devolvió el saludo muy digno, con una
ligera reverencia de la cabeza. Marchaba en
primer lugar, escoltado por el gigantesco Peñate, y
los indios abrían paso con mucho respeto y temor.
Peñate le había dicho a Ponce que podía viajar en
litera si lo deseaba, pero Ponce replicó que iría
siempre a pie. Debía dar ejemplo al resto de
castellanos, y aún era fuerte y muy capaz de
caminar y aguantar los esfuerzos que hicieran falta.
Ponce no gustaba de andarse con remilgos.
A pesar de su habitual seriedad, los
españoles no pudieron evitar sentir alegría y
emoción ante la perspectiva de la aventura, de
encontrarse con lo desconocido, ver nuevas tierras
y conocer otras naciones indias. El afán de gloria y
botín les impulsaba, y ya soñaban con oro y
tierras, siendo atendidos por hermosas criadas de
cuerpos sensuales y morenos. Incluso el taciturno
capitán de la Vega lanzó varias carcajadas
riéndose de algún chiste de Valenzuela, tal era la
alegría de la partida. Ponce sintió contagiarse del
entusiasmo de la expedición, sobre todo cuando
fray Martín comenzó a cantar una bonita canción
religiosa para animar la marcha. Si Dios daba
merced y los españoles sudores, la Fuente estaría
esperando a los valientes que marchaban a su lado.

***

El viaje a pie duró cinco días a buen ritmo,


caminando por la ruta que unía el valle de México
con los territorios tlaxcaltecas, atravesando los
pasos de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl,
que humeaban y rugían sordos allá en lo alto. Los
volcanes eran sagrados para los mexicas y los
consideraban mágicos, lugares de leyendas, y en
las faldas de ambos volcanes se encontraban
pequeños altares con ofrendas de frutas y flores;
aunque de cuando en cuando, ahora prohibido por
los españoles, también se realizaban sacrificios
humanos. Diego de la Vega relató a Ponce que, en
una ocasión, el noble y valiente conquistador
Diego de Ordás subió a la cima del Popocatépetl
sin más ayuda que sus dos pies, y que en lo alto
vio el espejo que era el lago del valle con
Tenochtitlan refulgiendo como una joya en sus
aguas. Por esa hazaña, Ordás había solicitado
permiso para que en su escudo de armas se
dibujara la figura del volcán, aunque todavía
estaba por ver si le darían dicho permiso.
La marcha no era muy dificultosa, pues el
tiempo acompañaba y no hacía excesivo frío por el
día, con cielos despejados, aunque a medida que
iban ascendiendo la temperatura descendía. Por la
noche pernoctaban en pueblos y ciudades, aliados
y vasallos de España, donde eran acogidos con
suma hospitalidad y se les daba de cenar en
abundancia. Los indios de la zona agradecían a los
españoles haberles liberado de la pesada
dictadura mexica, y aunque algunos habían sido
aliados de los mexicas durante la guerra, en
general todos se contentaban de que el sangriento y
déspota régimen mexica hubiera sido derribado.
Lo único que lamentaban los indios, y los
españoles también, eran las enfermedades que la
guerra había traído consigo y que diezmaban a los
naturales. Los indígenas creían que eran un castigo
de sus dioses, y los españoles sabían que era la
viruela lo que causaba estragos entre la población
nativa, aunque no atinaban a pensar cómo era
posible que la viruela hubiera llegado a estas
tierras y el porqué afectaba tanto a los indios,
siendo estos muy sanos y vitales.
Cuando cenaban, los españoles veteranos
gustaban de contar historias relacionadas con las
luchas contra los mexicas y los “terceras”
escuchaban con atención tales historias, aunque
algunos pocos las menospreciaban, pues
consideraban que los conquistadores mentían o
exageraban en sus cuentos. Diego de la Vega contó
a Ponce que la primera vez que los españoles
entraron al valle de México sufrieron muchas
penalidades por el clima, que era frío y con nieve,
y por la hostilidad de los mexicas. Les condujeron
por caminos malos de transitar, con la esperanza
de perderlos o despeñarlos por los precipicios, y
siempre faltos de provisiones. Ahora que la guerra
había terminado, se abría un paso seguro entre el
valle y la costa, por donde transitaban ya los
comerciantes, las caravanas de mercancías y los
primeros españoles que deseaban medrar en estas
tierras trabajando en la tierra o abriendo negocios.
La ruta era, por tanto, más segura y cómoda de
realizar.
En una de estas paradas nocturnas, cuando
ya se había dejado atrás el paso de los volcanes y
comenzaba el descenso, fue cuando surgió el
primer roce serio entre las dos facciones de
españoles. Todo comenzó cuando Valenzuela,
pícaro y truhán, invitó a cuatro soldados a jugar a
los dados, aprovechando que tanto Peñate como de
la Vega — ambos capitanes habían prohibido todo
tipo de juegos y apuestas durante el tiempo que
durara la expedición—, no se encontraban por las
cercanías. Uno de los soldados era Ignacio Díaz y,
como era de esperarse, perdió cuanto tenía ante el
hábil Valenzuela, que esa noche parecía que poseía
toda la Fortuna del mundo. Díaz, muy molesto por
la facilidad con que Valenzuela le había
desplumado la bolsa, comentó indignado.
—Al poderoso Díaz no le ha convencido la
partida. Siempre hábil y sagaz para la lucha, en
cambio no lo es tanto para esto de los juegos. Digo
yo que se podría jugar un par de veces más a
fiado, para darle a Díaz la oportunidad de
recuperarse.
—Vuase merced ya ha tenido las oportunidades
justas, ni más ni menos —respondió Valenzuela
con un guiño mientras recogía a toda prisa las
ganancias, que ya se olía jaleo.
—No, esperad —replicó otro de los soldados, un
tal Núñez—, que lo que dice Díaz no es tan
descabellado. Juguemos a fiado.
—A fiado solo juegan aquellos que nunca van a
cobrar —respondió Valenzuela algo picado.
— ¿Es qué acaso se insinúa que no somos gente de
fiar? —dijo Núñez muy gallardo y sacando pecho.
—Señores, tengan calma, o el poderoso Díaz
tendrá que intervenir con su acostumbrada fuerza y
triturar varios huesos.
—De calma nada, —alzó la voz Núñez—, pues de
momento hemos sido muy comedidos, pero ya que
aquí este —y señaló a Valenzuela—, nos acusa de
no ser de fiar, entonces digo yo que su manera de
ganar me parece como menos sospechosa.
— ¡Feria mi ánima! —rugió Valenzuela poniendo
la mano en el pomo de la daga— ¿Es qué se me
acusa de tramposo? Por menos he cortado
cuellos…
—A mi me gustaría ver esos naipes —dijo otro de
los soldados.
—Y a mi —dijo Núñez.
Valenzuela, que no estaba dispuesto a dejar
pasar ni un insulto a su honra, se jactó de que el
primero que cogiera el mazo se llevaría una tajada
del cuchillo, y como el resto de soldados también
eran muy bravos y osados, pronto aquello se
convirtió en una sonora trifulca, con unos gritando
“¡Voto a Dios!” y otros “¡Válgame Cristo, que
nadie me dice tal!”. Valenzuela sacó daga y los
otros no fueron a menos, y Díaz intentó poner paz y
visto que no lo conseguía, alzándose de hombros y,
según su punto de vista, como Valenzuela era uno
contra tres, decidió ponerse de su parte y con
grandes carcajadas comenzó a repartir puñetazos.
Ante el griterío y el estruendo formado,
con vuelcos de mesas y roturas de lozas, los indios
salieron huyendo espantados, porque conocían de
sobra la furia de los hombres blancos y barbudos,
y Ponce, Peñate y de la Vega acudieron al lugar
con toda prisa. Con reniegos, juramentos y
amenazas los capitanes lograron separar a los
enfrentados y terminar con la pelea antes de que
fuera a más. El resto de españoles habían acudido
también, y observaron con atención el devenir de
los acontecimientos.
— ¿Qué ha pasado aquí? —demandó saber con
voz de trueno de la Vega, mirando a Valenzuela,
Díaz, Núñez y los otros dos soldados, pero
ninguno dijo nada y bajaron la mirada.
—Ha sido por culpa del juego —dijo Peñate
tomando las cartas con su manaza y apretando
hasta espachurrar los naipes—. Por Cristo, que
deberíamos colgarlos a todos si a su gracia le
place.
—Por ser la primera vez que ocurre, de momento
lo dejamos pasar —sentenció Ponce con voz
neutral—. No obstante, en la próxima no seré tan
indulgente y se tomarán medidas severas contra
aquellos que incumplan las normas de la
expedición.
—Vuase merced es muy generoso —de la Vega
inclinó la cabeza con respeto, mirando con furia a
su amigo Valenzuela. El capitán sabía muy bien
que seguramente la pasión por el juego de su
compadre había sido el detonante de la trifulca.
Peñate también lo sabía, y no dejó pasar la
ocasión de meterse con su rival.
— ¡Capitán de la Vega! —tronó con potente voz
que hacía temblar a los indios— Esto ha sido por
culpa de uno de sus hombres. Me pregunto si la
selección de soldados que vos habéis hecho en
Temixtistan ha sido la más adecuada. ¿Qué nuevas
infamias nos van a causar sus compadres en
adelante?
— ¡Voto a Cristo! –respondió de la Vega con el
mismo tono de voz y, peor aún, poniendo la mano
en el pomo de la espada. Ahora sí que los indios
huyeron, porque si malo era que los teules se
pelearan entre ellos, peor era cuando teule
Huiztzilopochtli se enfurecía. No había indio en el
valle y alrededores que no hubiera oído hablar de
la sed de sangre en combate del temible capitán de
la Vega, y cuando sacaba la espada a relucir,
pocos eran los que quedaban en pie y con vida.
Ponce, intuyendo que, o tiraba de autoridad, o a
poco la expedición se convertía en una pequeña
guerra civil, alzando la voz, que no era muy común
en él, quiso poner paz.
— ¡O tienen sus gracias la consideración de
deponer su actitud, o me veré obligado a tomar
medidas drásticas contra todos! —los dos enormes
capitanes, aunque Peñate sobresalía por encima de
Diego de la Vega, se midieron ferozmente con las
miradas, pero no fueron a más e hicieron caso al
gobernador—. Capitán Peñate —continuó
hablando Ponce con autoridad—, vuestro
comentario acerca de las capacidades del capitán
de la Vega para alistar soldados no venía a cuento.
Capitán de la Vega, no seáis tan rápido en tirar de
espada, pues si esta sale de la vaina acaecen
errores difíciles luego de solucionar. Más que
soldados de España, parecen vuases mercedes
matones de taberna. No olviden la misión y que
deben dar ejemplo al resto de españoles. Cada
cual a su habitación a descansar, no sin antes pedir
disculpas uno a otro.
Peñate enrojeció de rabia y miró al
gobernador, apenas balbuceando por la cólera que
sentía.
— ¿Qué pida disculpas? ¡Voto a Dios, gobernador,
que…!
—Pediréis disculpas de inmediato, capitán Peñate
—Ponce interrumpió secamente al come ogros,
con tono de voz más bajo, pero también más
amenazador, entrecerrando los ojos. Peñate, que ya
sabía como se las gastaba el gobernador cuando
perdía la paciencia, resopló con desdén, aunque
era soldado disciplinado después de todo, y
sacudiendo la cabeza de un lado a otro, dijo.
—Sea, pido disculpas por mi comentario.
—Y yo las pido por mi pronto enfado —añadió de
la Vega muy dignamente.
—Siendo así, vayamos pues a descansar, que
mañana la jornada promete ser dura.
Ante las palabras del gobernador, los
castellanos se fueron marchando a sus aposentos,
en grupos o solos, comentando en voz baja la
incidencia. De la Vega, cogiendo a Valenzuela del
brazo, le llevó a lugar aparte y le dio merecida
charla por dejarse llevar por el vicio del juego en
mala hora. Valenzuela, aceptando la reprimenda
por ser justa, agachó la cabeza y prometió muy
solemne no volver a hacerlo. No obstante, dijo al
capitán.
—Esto de ahora ha sido un lance por el juego,
pero por mis barbas, capitán, que a no muy tardar
Peñate y su banda de perros nos van a traer
quebrantos.
— ¿Creéis que no lo sé? De momento nada
podemos hacer, excepto tenerlos vigilados.
Por su parte, Ponce, en sus habitaciones,
grandes y lujosas, que pertenecían a uno de los
caciques de la ciudad y fueron cedidas con mucha
humildad para que las utilizara el gobernador, tuvo
que meditar a fondo en lo sucedido, un atisbo,
quizás, de lo que podría ocurrir en un futuro. Entre
los capitanes Peñate y de la Vega existía
demasiada mala sangre, y cualquier incidente, por
nimio que fuera, podría desencadenar una lucha
del todo innecesaria. Sabía que en cuanto de la
Vega supiera que habían sido engañados daría
problemas, pero hasta que llegara ese momento era
crucial que las relaciones en la expedición fueran
por buen camino. Ponce esperaba, después de
todo, tener suerte y encontrar no sólo la Fuente,
sino también algo de oro para acallar a los
partidarios de Hernán Cortés. Sí, con un poco de
suerte, todos contentos.

***

La comitiva continuó su camino a buen


ritmo, siguiendo el camino principal que le
llevaría a la selva y de ahí a la costa, primera
parada del viaje. El sendero era ancho y
despejado, los mexicas y los naturales de los
pueblos y ciudades que lo bordeaban se
encargaban de mantenerlo limpio de obstáculos y
ladrones, allanando con fina arena los baches e
irregularidades. Gracias a eso, se podía avanzar
mucho, aunque fuera a pie, en un día. Llegada la
noche sólo era cuestión de acercarse a una aldea y
solicitar hospitalidad, y si no había ninguna
cercana, dormir al raso con varias hogueras
encendidas y numerosos centinelas.
A medida que se avanzaba se iba dejando
atrás la sierra y el clima montañés, frío, pero seco,
y una jornada más tarde pudo avistar la
expedición, a lo lejos, una inmensa alfombra de
color verde, marrón y con retazos de colores en la
lejanía: la selva. Atrás quedaban los bosques de
pinos y abetos, y las rocas de granito peladas y
arbustos solitarios. El aire fresco y puro iba dando
poco a poco paso a uno más caliente y cargado de
pesados y dulzones aromas, olores de flores,
vainilla, cacao y otros desconocidos. Por encima
de la masa selvática flotaba una densa capa de aire
caliente, que distorsionaba las imágenes y que era
casi transparente. El cielo ya no era tan azul, sino
que parecía oscilar entre el blanco y el azul, con
jirones de nubes blancas o quizás fueran neblinas.
El paisaje era de una hermosura que
quitaba el habla hasta al más encallecido de los
soldados. Los veteranos apenas prestaron atención
a lo que les rodeaba, pues ya lo conocían de sobra,
pero los “terceras” quedaron arrobados por el
verdor de plantas, lianas y árboles, por el tamaño
de las flores y sus vivos colores, que desprendían
aromas extraños y embriagantes. Los insectos
irisados zumbaban por todos lados, levantando
pequeños destellos de colores cuando los rayos
del Sol incidían en sus caparazones o alas.
Pequeños pájaros de enormes y finos picos
revoloteaban con increíble velocidad entre las
flores, mientras otros más grandes, de pico de
colores y plumas hermosas, graznaban en las
alturas con cantos que semejaban voces humanas.
Bandadas de monos de larga cola chillaban o se
peleaban en las ramas de las palmeras o aceibas
de gruesos troncos y en la lejanía, de manera
casual, a veces se escuchaba el apagado rugir de
las fieras.
Ya el aire caliente, junto con el pesado
olor dulzón de las flores que se mezclaba con el de
la descomposición de la materia en un ambiente
tan húmedo, hacía que la mente de los soldados se
tornara lenta y somnolienta, mientras que los
músculos se volvían pesados y ya hasta respirar
costaba. Sudando bajo el implacable Sol, muchos
de los “terceras” se vieron obligados a quitarse
gorros, cascos o corazas, pues marchaban armados
y equipados por temor a emboscadas indias. De la
Vega había dicho a Ponce que a pesar de los
pactos que se tenían con las ciudades totonacas,
nunca se podía estar del todo seguro, y el
gobernador insistió entonces en marchar
preparados.
De la Vega aconsejó también a Ponce
evitar caminar por entre la selva, pues esta era
peligrosa incluso de día; en ella reptaban todo tipo
de serpientes, a cada cual más venenosa, y arañas,
escorpiones y unos gusanos gigantes de muchas
patas sumamente ponzoñosos. El capitán conocía
la zona y aseguraba que a una jornada de camino
toparían con campos cultivados, media jornada
más y estarían en Cempoal, ciudad totonaca y fiel
aliada de España. Allí podrían descansar y comer
en abundancia ricos manjares. Ante la perspectiva
de comer y beber bien, los castellanos arreciaron
en sus esfuerzos a pesar de los sudores y la
dificultad de andar entre la hierba alta y todo tipo
de enredaderas y arbustos.
Efectivamente, como prometiera el capitán
de la Vega, viajando por los claros de la selva
lograron dar, un día después, con una serie de
caminos hechos por el hombre, junto a varios
pequeños riachuelos que atravesaban la campiña
dando frescor al aire gracias al correr del agua
limpia y clara; apenas revoloteaban insectos que
picaran a los conquistadores, cosa que
agradecieron mucho. Todo era tan verde y tan
hermoso de ver, que muchos españoles clamaban
que nunca habían visto paisajes semejantes en su
vida, ni tan siquiera en la tierra que les vio nacer.
Entre los arroyuelos comenzaron a verse campos
de cultivo, que fueron aumentando en número a
medida que se avanzaba, muy bien plantados y
mejor colocados, con multitud de acequias y
canales de regadío. Eran campos de maíz en su
mayoría, también de frijoles, junto con árboles de
cacao y vainilla, y en el ambiente flotaba un limpio
aroma a canela que hizo suspirar a muchos, junto
con el perfume de las enormes orquídeas
prendidas a los troncos de los árboles gigantes.
En medio de las hileras de los numerosos
campos de cultivos se veían levantarse casas y
cabañas de campesinos, pero no se observó a
ningún indio por los alrededores. Peñate, suspicaz,
pensó que los naturales habrían huido ante su
llegada y a lo mejor estaban escondidos esperando
para emboscarles, pero de la Vega se rió y dijo
que los totonacas se habrían escondido por temor
al verles venir. Era siempre así, los indígenas o
eran tímidos y asustadizos, o crueles y
sanguinarios. Seguramente, a no muy tardar,
toparían con alguna embajada totonaca de
Cempoal.
Avanzada la tarde, con los cielos tiñéndose
de rojo y morado, dieron con una comitiva india en
mitad del camino, compuesta por varios
principales, algunos sacerdotes, varios guerreros y
muchos criados y esclavos. Los totonacas decían
ser una embajada de Cempoal y daban la
bienvenida a su ciudad a los amados teules,
amigos y aliados que les habían salvado de las
garras del cruel Moctezuma y sus mexicas. Los
caciques zahumaron con nubes de incienso a los
españoles, como era su costumbre, y les invitaron
a marchar a la ciudad. Ponce, además, por ser el
líder de la expedición, fue agasajado con flores,
cestas con frutas y pavos y unos collares de oro de
poco valor, pero de muy hermosa manufactura.
Varios caciques reconocieron al capitán de la Vega
y se alabaron de su presencia, mostrando su
alegría con palmas y palabras de afecto a las que
correspondió el capitán.
Marcharon todos juntos a Cempoal, ciudad
muy grande, ordenada y vital, rodeada de
hermosos campos de cultivos y pequeños bosques
de árboles frutales. Los habitantes se agolparon en
calles y tejados para ver llegar a los castellanos,
curiosos y alegres. Allí ya no se practicaban
sacrificios humanos, explicaba de la Vega a un
expectante Ponce y Peñate, pues los totonacas
habían logrado expulsar el velo maléfico de sus
cabezas que nublaba su buen juicio y se dieron
cuenta de que los falsos ídolos sólo eran trozos de
piedra. Ahora adoraban en sus templos y cues a la
Virgen María y al dulce Jesús, y pintaban a la
Señora a su manera, la ofrendaban con flores y
velas y danzaban de manera alocada, pero ni
mataban, ni se comían a sus semejantes. De nuevo
Ponce admiró la inmensa obra que Cortés y sus
españoles habían conseguido en estos reinos. Que
grande era ahora España y cuantas maravillas se
podrían descubrir en estas tierras. ¿Era de extrañar
entonces que la Fuente pudiera encontrarse en
estas selvas?
Los conquistadores fueron guiados a la
plaza central de la ciudad, donde se alzaban altos
templos escalonados y ricos palacios, bellamente
decorados con pinturas de vivos colores. Les
aguardaba el cacique de Cempoal, un indio tan
gordo que como taparrabos usaba dos pieles de
leopardo. Su papada era inmensa, y sus brazos
eran gruesos y morenos, brillantes a la luz de las
antorchas que varios guerreros portaban. Ya por
toda la ciudad se encendían braseros y antorchas,
junto con cientos de velas, aportación de los
españoles a estos reinos y que a los indios
encandilaban. Aprendieron a hacerlas y pronto
adornaban las casas y los templos con ellas. Los
castellanos, sobre todo los de Peñate, se
asombraron ante la obesidad del cacique, que
respondía al nombre de Gordo, mote impuesto
cuando por Cempoal pasara Cortés y los suyos. Al
indio no le importaba que le llamaran así, al
contrario, lo consideraba un gran honor. Ningún
soldado, a pesar de observar semejante mole
humana, hizo un comentario obsceno o largó un
chiste soez. Los guerreros totonacas se
encontraban por cientos en la plaza, y a pesar que
parecía que existían buenas relaciones entre los
indígenas y los conquistadores, no estaba de más
mostrarse corteses y no insultar al cacique.
El Gordo, con gruesas lágrimas y grandes
suspiros que hacían estremecer su corpachón, se
alabó de la presencia de los españoles, sobre todo
de la del capitán de la Vega, y les dio la
bienvenida a la ciudad.
—Lope-lucio, lope-lucio, sean bienvenidos los
teules a la ciudad que liberaron de la tiranía de
Moctezuma. Ya andáis agotados, descansad, entrad
en vuestras casas y comer de vuestra comida, que
os andamos sirviendo. ¿Y el amado Malinche?
Quieran los dioses, o mejor, quiera vuestro Dios
solitario colmarle de bendiciones, pues teule más
bueno y generoso que él no hay.
Unos sacerdotes totonacas, de túnicas
blancas y pelo corto, por imposición de Cortés al
abolir los sacrificios humanos, servían como
interpretes, pasando el totonaca al náhuatl, que de
la Vega traducía al castellano. Ponce, al escuchar
la bienvenida del Gordo, preguntó con curiosidad
al capitán.
— ¿Lope-lucio? ¿Qué significa eso?
—Ni idea —respondió de la Vega con una sonrisa
—, los totonacas lo pronuncian mucho, sobre todo
el Gordo, pero no tengo ni idea que significa
exactamente. Son palabras españolas, está claro,
creo que tuvieron que tener algún contacto con
españoles antes que con Cortés, Dios sabrá.
—Bueno, es curioso. ¿Es de fiar este cacique?
—Gobernador, los indios son muy volubles,
aunque no carecen ni de honor ni de valentía. El
Gordo es muy ambiguo, pero se puede confiar en
que no tendremos ningún quebranto en su ciudad.
De todas formas, no demoremos mucho nuestra
estancia en Cempoal.
Ponce estuvo de acuerdo ante el prudente
consejo del capitán y decidió pasar la noche en
Cempoal, aceptando la invitación a un banquete
por parte del Gordo, no sin advertir a la
expedición que a la mañana siguiente, muy de
temprano, se volvería a iniciar la marcha.
Batiendo palmas de alegría, con una sonrisa de
oreja a oreja, el astuto Gordo comenzó a impartir
órdenes a sus principales y criados para que se
preparara un ágape digno de los teules. Cuatro
musculosos indios levantaron con esfuerzo la litera
y trasladaron a su señor a un palacio donde se
celebraría la cena.
—Cuando el audaz Díaz creía haberlo visto todo,
le sale ahora un indio más gordo que un alcalde de
ciudad —confesó Díaz con una risotada, que
secundaron varios compañeros.
Los perros de Guerrero comenzaron a
ladrar furiosos a todas partes, y los totonacas
miraban fascinados, y espantados, a los canes
soltar ladridos. Guerrero, con palabras y
maldiciones, intentaba controlar a los animales.
De la Vega se acercó al soldado y le preguntó.
— ¿Qué les pasa a tus perros? Tornarlos
tranquilos, pues los totonacas pueden enojarse.
—Eso intento, capitán, pero están nerviosos, creo
que los olores nuevos de la ciudad les han
excitado…
—Eso, o que tanta grasa en un cuerpo indio les ha
abierto el apetito —añadió con malicia
Valenzuela.
—No me hace gracia el chiste, compadre —
regañó de la Vega a Valenzuela; luego se dirigió a
Guerrero—. Calmad a vuestros perros, no quiero
que los indios se molesten por sus ladridos.
—Lo haré, capitán, no tema vuase merced. En
meros momentos los tranquilizo.
— ¿Ah, sí? —dijo Valenzuela acercándose a
Guerrero, pero evitando no ponerse demasiado
cerca de las fauces de los perrazos— ¿Qué os
apostáis que no conseguís tranquilizar a los perros
en menos de dos padrenuestros?
De la Vega no se quedó para escuchar la
airada respuesta de Guerrero, sino que siguió a
Ponce y al resto de la comitiva al palacio para el
banquete. Todos los españoles estaban invitados,
excepto los que tuvieran que permanecer de
guardia vigilando los fardos y el equipo. Peñate se
encargó de distribuir a los centinelas. Los
tamemes fueron alojados en vastas estancias y les
dieron a beber abundante pulque y por comer lo
que quisieran. Guerrero logró al fin tranquilizar a
los perros, aunque perdió la apuesta con
Valenzuela, lo que le agrió el humor por toda la
noche.
El banquete se llevó a cabo en una enorme
sala decorada con todo tipo de pieles de animales,
desde venados hasta jaguares, y con mascaras de
ídolos de madera y algunas de oro, bellos
mosaicos de plumas y escudos de madera
pintados. La comida fue abundante, con muchas
salsas, asados de conejo, pato e incluso serpientes,
pescados frescos, maíz, tortillas, frijoles y se
sirvieron vasos de espumeante y frío xocolatl, que
pocos castellanos bebieron, pues su amargo sabor
no era del agrado de muchos. La cena se amenizó
con música con instrumentos de madera, conchas
de tortugas y barro cocido, flautas y unos tubos de
viento que los indios tocaban magistralmente.
Ponce tuvo que reconocer que el cacique Gordo
era un buen anfitrión y que ya muchos nobles
cristianos quisieran para sí ser tan hospitalarios y
generosos con sus invitados.
El apetito descomunal de Peñate causó
admiración entre los totonacas, que miraban
asombrados como el gigantesco español hacía
honor a su apodo y devoraba huevos cocidos de
pato enteros uno tras otro, para luego atacar una
fuente de pájaros asados, emprenderla luego con
frutos secos, o con pescados, o comiendo pilas de
tortillas de maíz rellenas de frijoles, carne o
pescado previamente mojadas en salsas de todo
tipo. Y en lo que dos españoles comían, el come
ogros devoraba en un santiamén, sin dejar de pedir
más ni reír, lamentándose tan solo de no disponer
de suficiente vino, porque el que había se
encontraba, por orden de Ponce, en custodia y
racionado.
Aquella velada terminó de manera
magistral, y cuando ya la noche era avanzada,
Ponce tuvo que dar por finalizado el banquete pues
se debía descansar para continuar camino a la
mañana. El Gordo batió palmas e hicieron acto de
presencia en la enorme sala un grupo de treinta
jovencitas indias, vestidas con ricas túnicas y
adornadas con collares y pendientes de oro, muy
finas y galanas, de gran hermosura. El cacique las
cedía a los españoles para que las disfrutaran esa
noche, y Ponce tentado estuvo de aceptarlas, pero
no se atrevió a hacerlo por temor a que su media
impotencia le hiciera fallar como hombre. Debía
seguir teniendo paciencia, encontrar la Fuente sólo
era cuestión de tiempo. Lo malo era que no se
atrevía a negar la ofrenda de las muchachas,
porque los conquistadores, sobre todo un
expectante Peñate, miraban a las indias con lujuria
y entre exclamaciones de asombro. Seguro que
tomarían a mal que denegara el ofrecimiento del
Gordo, porque si, por Dios bendito, él no podría
tomar a una mujer, el resto de la expedición
tampoco lo haría, faltaría más.
Quien le sacó de sus apuros fue el capitán
de la Vega, que recomendó a Ponce rechazar con
amabilidad el ofrecimiento del Gordo, que era
muy astuto y ladino. Las indias eran, seguramente,
hijas y hermanas de caciques y principales, y lo
que buscaba el Gordo era juntarlas en matrimonio
con españoles para ganar en poder y prestigio. No
se debía hacer tal cosa, mucho menos sin permiso
de Cortés.
—Ya habrá tiempo, más adelante, cuando nos
topemos con nuevos poblados, de poder ayuntar
con indias —razonó de la Vega—. El Gordo nos
tiende dulce celada y debemos evitarla.
—Se hará así, capitán, puesto que vos conocéis
mejor a estos indios y sus costumbres —sentenció
Ponce muy serio. Los españoles, Peñate muy
enojado, se lamentaron de no poder gozar de las
muchachas, pero más se lamentó el Gordo.
Lanzaba sollozos e hipidos porque creía haber
insultado a los españoles, pero de la Vega
tranquilizó al cacique al asegurar que en nada se
habían sentido ofendidos. Lo que ocurría es que
los castellanos, al atravesar unos pantanos, se
habían visto aquejados de una infección y por eso
no podían juntarse con mujeres. Con diplomacia,
de la Vega prometió al Gordo que a la vuelta ya
habría tiempo de aceptar de nuevo a las indias.
Se retiraron los indios a sus palacios y
casas y los españoles al palacio que les asignaron
para descansar, con lamentos de algunos españoles
que vieron escapar la oportunidad de dormir con
lindas mancebas. Peñate juraba como un poseído,
notando como las ansias de dar rienda suelta a su
virilidad se imponía a su raciocinio. Estaba seguro
que las muchachas eran vírgenes, y apenas podía
controlar la cólera que sentía. Culpó a de la Vega
de no poder poseer a una india, y tuvo Ponce que
controlar a su capitán con severas amenazas si no
deponía su actitud y se tranquilizaba. De la Vega
no llegó a saber de esto.
La noche transcurrió sin incidentes, hasta
que surgió un nuevo problema que enturbió la
relación entre las dos facciones de españoles. A
resultas del opíparo banquete, los soldados, hartos
de comer, caían en sus esteras y camas a plomo,
agotados y deseosos de dormir, y pronto sus
sonoros ronquidos resonaron en la quietud
nocturna de Cempoal. Tan rendidos se
encontraban, que más que vivos parecían muertos,
que tal circunstancia fue aprovechada por el
infame protegido de Peñate, el mozalbete
Gutiérrez. Levantándose a medianoche de su lecho,
cercano al de Peñate, se deslizó por las sombras
con habilidad y en completo silencio. Los
centinelas se encontraban de guardia alrededor del
palacio, sin pararse a pensar que los problemas
les vinieran de dentro, no de fuera.
Gutiérrez, armado con un pequeño cuchillo
ideal para cortar bolsas o cuerdas, se fue yendo de
soldado dormido a soldado dormido y, con hábil
tanteo, sopesaba las monedas que uno u otro
pudieran llevar, cuando podía las echaba mano, y
si no, cortaba el saquillo y se lo guardaba.
Gutiérrez confiaba que los soldados, al día
siguiente, al descubrir que les faltaban los
maravedíes, echaran la culpa o a los indios, o al
duro viaje; podrían haber perdido las monedas por
el camino. Tampoco podía robar a muchos, o se
levantarían sospechas. Su plan era perfecto, hasta
que notó que una mano le cogía por la nuca y le
levantaba de brutal tirón del suelo, donde estaba
agachado robando a un castellano.
El muchacho pataleó e intento zafarse de su
captor, pero la presa era de acero y la presión que
sentía en la nuca terrible; tanto, que creía
desfallecer. De la Vega, pues era quien había
descubierto al mozuelo robando, tenía sueño ligero
y un gran sentido del deber, y tras levantarse para
cerciorarse que los centinelas estaban en sus
puestos y todo marchaba bien, escuchó ruidos
sospechosos que provenían de la sala comunal
donde dormían varios soldados. Tras un rato
mirando a la oscuridad apenas rota por la
luminosidad que entraba por las puertas, producto
de antorchas y braseros del patio interior,
descubrió al muchacho afanado en tareas ruines.
Como se había criado en puertos italianos al ser el
protegido de su tío, un afamado obispo, supo que
era lo que estaba ocurriendo. Con una sola mano
agarró por la nuca al muchacho y lo levantó en un
alarde de potencia física.
— ¡Vive Dios! —gritó muy enojado de la Vega—
¿Es qué no tenemos suficientes problemas como
para que un miserable ladrón cree otros nuevos?
— ¡Por Cristo, noble señor, no es lo que pensáis!
—intentó defenderse Gutiérrez lanzando quejidos
por el dolor que le producía estar atrapado y
colgando en el aire.
— ¡No insultéis mi inteligencia, estúpido patán,
pues os he pillado en plena faena! Tentado estoy
de atravesaros con la espada…
—Por la dulce Madre, capitán, no hagáis eso,
tened piedad de mi —Gutiérrez comenzó a
lloriquear, con falsas lágrimas, esperando
conmover al capitán como hacía con las matronas
o ancianos que le cazaban en sus fechorías. El
capitán no era de tan fácil convencimiento, y ante
las palabras del muchacho, apretó aún más la
mano. Gutiérrez sintió un intenso dolor mientras
era arrastrado por el suelo fuera de la sala.
El resto de los soldados, despiertos por los
gritos, pronto comprendieron lo que estaba
ocurriendo, y algunos reían al ver patalear al chico
con desesperación y otros andaban muy enojados,
con las barbas tiesas. Dos de ellos echaron manos
de sus saquillos y entre espantosos juramentos y
blasfemias, descubrieron que su magra fortuna se
había evaporado como el rocío de la mañana. Eran
los que más gritaban y clamaban justicia; incluso
se escuchó la palabra ahorcamiento. Ante tanta
algarabía, Ponce despertó y se vistió
apresuradamente, poniéndose camisa y calzones,
tomando espada por si los totonacas estaban
atacando.
Salió por la puerta de la habitación y se
dio de bruces con el capitán de la Vega, que traía
al joven Gutiérrez cogido de la nuca y arrastrando
por el suelo; el muchacho ya estaba medio
desmayado. Ponce inquirió saber que pasaba ante
la avalancha de soldados que gritaban justicia o
lanzaban risotadas. De la Vega lo explicó, y en ese
momento hizo presencia el gigantesco Peñate, con
cara de pocos amigos, la negra barba enmarañada
y medio vestido. De la Vega tiró a Gutiérrez a los
pies del come ogros y dijo con maliciosa sonrisa.
—Aquí tenéis a vuestro protegido. No es más que
un cochino ladrón, que para dar mayor iniquidad a
su profesión roba a sus camaradas, más ruin no se
puede ser.
— ¡Por las tetas de la puta que le parió! —juró
Peñate con descomunal rugido, pero no hizo nada
más. Los soldados seguían clamando justicia, así
que Ponce tuvo que verse obligado a pedir
silencio. Cuando lo consiguió, dijo.
— ¿Es verdad lo qué el capitán de la Vega dice?
— ¡Sí, por Cristo, yo mismo lo he visto!
— ¡A mí me han robado esta misma noche!
— ¡Y a mí también! ¡La horca!
— ¡Sí, voto a Dios, la horca!
Los españoles gritaban cada vez más
enojados y furiosos, mientras Gutiérrez se puso en
pie, tocándose la dolorida nuca que tenía
enrojecida. Peñate agarró con brusquedad al chico
por un brazo y lo atrajo hacia su persona, mientras
miraba con ojos enrojecidos y amenazadores al
resto de conquistadores, sobre todo a aquellos que
pedían la soga para el muchacho. Los soldados no
se dejaron intimidar, pues cuando la honra andaba
de por medio y con españoles, lo más normal es
que la sangre tuviera que correr. Valenzuela, con
alegres carcajadas, se puso a apostar si Gutiérrez
vestiría de soga esa noche o, por el contrario,
lograba escapar con vida; muchos aceptaron la
apuesta y los maravedíes comenzaron a pasar de
manos a manos.
—Gobernador Ponce de León —exclamó de la
Vega levantando la voz para hacerse oír entre el
jaleo—. A vos os toca decidir qué hacer con el
ladrón.
—Merced, señor —demandó Peñate—, sólo es un
muchacho.
—Callaos, capitán —le dijo Ponce al descomunal
Peñate—, muy grave es el delito de vuestro
protegido, debo actuar en consecuencia.
—De todas formas, gobernador —intervino en la
conversación Pedro Velázquez el mantecas con
voz afable, intentando quitar tensión al momento
—, es verdad lo que dice el capitán Peñate: es un
muchacho, no le castiguemos como a un adulto.
—Tened piedad de él, noble señor —también
intervino fray Juan Martín a favor del mozo.
—Es un puñetero ladrón —dijo un soldado, de
nombre Cristóbal López, una de las víctimas de
Gutiérrez—, y por lo que dicen por ahí, no es la
primera vez que lo hace. Robar es malo, pero
hacerlo a tus camaradas de armas es lo peor que
hay. A la horca con él.
— ¡Sí! —añadió Guerrero—. Si tan mayor ha
demostrado ser para robar, que lo sea también
para afrontar el castigo. Pero en vez de colgarlo,
echémoslo a mis perros, ja, ja, ja…
Muchos conquistadores rieron la
ocurrencia de Guerrero, pero no así Peñate, que
rugía encolerizado, con los ojos brillando por la
rabia mientras agarraba con fuerza a Gutiérrez, no
atreviéndose a hacer nada por miedo a que la
situación fuera a peor. El muchacho, por su parte,
pálido como un fantasma, temblaba de miedo al
pensar que su terso cuello sería estirado por
áspera cuerda; ya no era tan fanfarrón ni chulesco.
Ponce, tras meditar unos instantes, ordenó silencio
a todos los presentes, que a esas alturas eran todos
los españoles, menos los centinelas que seguían en
sus puestos, profesionalidad ante todo. Dio un par
de paseos por su habitación, con las manos en la
espalda, miró al chico, luego a Peñate y finalmente
dijo a de la Vega.
—Capitán, vos habéis sido quien le habéis pillado
robando. ¿Qué pensáis hay que hacer con el
mozuelo?
—Señor, no seré yo el que pida la muerte de un
muchacho, pero sí que es cierto que es un ladrón
consumado. No obstante —aquí de la Vega sonrió,
con sus ojos verdes llameando de astucia—, que
sea mejor el capitán Peñate quien imponga
sentencia. Al fin y al cabo, es el mentor del chico,
suya la responsabilidad.
Todos miraron al gigante, quien se asombró
ante las palabras de la Vega, pero suspirando en su
interior de alivio. Se dio cuenta de que el capitán
le había cedido una merced al dejar a su elección
el castigo del muchacho. Por una parte, Peñate se
sentía aliviado, pero por otra su odio hacia de la
Vega aumentó, pues le debería favor y no había
cosa más insoportable para él que aquello. De
todas formas, todavía tenía que decidir Ponce,
pues tendría la última palabra sobre el tema.
Ponce se dirigió a Peñate y aprobó la sugerencia
del capitán de la Vega. El come ogros entonces
dijo en voz alta.
— ¡Sea! Yo mismo inflingiré castigo al mocoso, y
por Cristo crucificado que va a saber lo que es el
dolor.
—También compensareis a los afectados por la
villanía —ordenó Ponce con voz severa.
—Lo haré…
—Esta misma noche —añadió Ponce. Peñate
suspiró y no tuvo más remedio que aceptar las
condiciones del gobernador. Los soldados
murmuraron, no todos muy conformes, pero con el
correr de las monedas que Peñate dio a los
robados, todo se fue calmando. Los pagos de las
apuestas también se efectuaron, y esa noche
Valenzuela fue un poco más rico; Díaz también,
pues había apostado por el caballo bueno.
De la Vega sonrió y saludó a Peñate con la
cabeza, pero el gigante bufó como toro herido y se
llevó a Gutiérrez también a rastras para
administrar el castigo. Fueron cuarenta latigazos
dados con cinturón de cuero, y quien pensara que
era castigo leve, se equivocaría, pues Peñate no se
frenó a la hora de dar los golpes. Los gritos del
chico se escucharon por todo Cempoal. Por cada
latigazo, Peñate maldecía al chico, pero también
se lamentaba, pues le quería casi con si fuera su
hijo, por muy malandrín que fuera. Gutiérrez
estuvo muchos días sin poder sentarse, pues ya las
posaderas le ardían, y la espalda le fue un
suplicio, con las carnes abiertas y palpitantes.
Peñate le echaría aceite para limpiarlas y
desinfectarlas, junto con grasa, y el muchacho se
desmayó, pero al menos no tuvo más percances. Al
día siguiente el chico andaría muy débil y de
pésimo humor, pagándolo con las mozuelas indias
que le venían a visitar para admirar sus ojos y
agraciado rostro. Gutiérrez las insultaba y las hizo
huir mediante gritos y escupitajos, hasta que
Peñate le soltó un coscorrón que le tranquilizó.
Pronto estuvo la expedición preparada
para partir. El cacique Gordo acudió a despedir a
los españoles montado en litera, pues por su
propio pie no se podía mover debido a su
corpulencia. Con grandes suspiros, se lamentó de
la partida de los castellanos, e hizo entrega a estos
de numerosas cestas con frutas, tortillas, maíz y
algunas mantas para el frío. A Ponce le regaló un
colgante de oro, y otro de jade al capitán de la
Vega en prueba de amistad. Unos y otros se
despidieron con promesas de volverse a ver.
Los españoles se echaron al camino,
intentando llegar a la costa cuanto antes, porque si
bien la mañana era fresca, a medida que el día iba
transcurriendo el calor se hacía más insoportable.
La humedad también hacía sudar a los soldados, y
bandadas de moscos y mosquitos, hambrientos de
sangre, acosaban a todos los hombres. Los
tamemes distribuyeron un repelente para insectos,
que era una pasta hecha con hierbas para untar en
manos, caras y partes expuestas, pero olía a
demonios quemados. No obstante, los castellanos
se lo tuvieron que untar, pues cuanto más se
acercaban a la costa, más grandes y voraces eran
las nubes de mosquitos. A mediodía avistaron el
mar y la brisa soplaba más fresca, cosa que
agradecieron los españoles. Además, los insectos
ya no incordiaban tanto. Siguieron ruta por la
playa, caminando por fina arena, hasta dar la
vuelta a un recodo, y tras unas lomas con palmeras
distinguieron barcas con indios pescando peces o
cangrejos entre las rocas.
Los naturales saludaron a la expedición y
varios castellanos devolvieron el saludo.
Siguieron andando, hasta dar con un sendero, y así
pasaron todo el día, caminando sin parar y sin
hablar, ahorrando el aliento. De la Vega había
insistido en forzar la marcha para llegar al final de
la jornada a la Villa Rica de la Vera Cruz, la
ciudad fundada por Hernán Cortés antes de
marchar a la Conquista de México. Ponce estuvo
de acuerdo y se dio la orden de avanzar con más
rapidez.
Tal y como dijera de la Vega, cuando el Sol
ya comenzaba a declinar, llegaron a unos altos y
desde ellos vieron la Villa Rica emplazada en
lugar privilegiado, al lado del mar, con puerto
natural, cerca de un pequeño río de agua clara y
rápida corriente. La Villa era todavía un proyecto
de enclave, pero ya poseía muralla de troncos y
algunos edificios de madera en su mayoría, con
unos pocos de piedra y cal y canto. Los trabajos de
edificación no paraban y ya se había levantado el
ayuntamiento, la cárcel, un almacén, una pequeña
iglesia, varias casas y una casa principal que
dominaba la plaza central, con sus cuatro calles
principales. Se veía en sus calles mucha actividad,
y corrales con cerdos, ovejas y hasta dos vacas;
apartados en las cuadras unos pocos caballos, muy
valiosos. Cortés, con mucha fe en el futuro, había
asegurado que la Villa Rica de la Vera Cruz sería,
en muy pocos años, una ciudad alegre, vital y rica,
con gran actividad comercial; y no se equivocaba.
Ponce ordenó que se diera un tiro al aire
para alertar a la población de su llegada. Al
sonido del estampido, acudieron varios soldados
para dar la bienvenida. El capitán de la Vega y sus
veteranos se abrazaron y saludaron con la
guarnición de la Villa Rica, y todos fueron
recibidos con grandes alegrías. Entrando en la
ciudad, Ponce admiró los trabajos de construcción,
el buen trazado de la ciudad y sus calles y la
disciplina y limpieza que reinaban en ellas. Allí no
había capataces con látigos, ni indios
esclavizados, sino que iban y venían a su antojo.
Tampoco los españoles marchaban armados, pues
estaban entre amigos. Cortés había prohibido
esclavizar a los indios de la zona, pues eran
vasallos de Carlos I y hermanos en Cristo, con
pena de muerte para el que lo hiciera.
Esa noche comieron y durmieron entre
muros cristianos. A la mañana siguiente Ponce hizo
dar misa en la pequeña y hermosa iglesia de la
Villa. En el altar, tosco, de madera pulida a
hachazos, se levantaba una Cruz y una talla de la
Señora con su pequeño en brazos, vestida con
túnica india, adornada con flores; el rostro de la
Virgen estaba pintado a la manera de la tierra.
Fray Benito, que era el encargado de enseñar a los
indios la verdadera Fe, dejó que fuera fray Martín
quien diera la misa, y asistieron no sólo los
españoles, sino muchos naturales que ya abrazaban
el cristianismo con fervor, religión muy benévola y
dulce con ellos, pues prohibía los sacrificios
humanos y el canibalismo, plaga en estas tierras.
También había muchas mujeres indias, que se
dedicaban al culto con entusiasmo y fe, pues si
bien en sus ritos paganos tenían prohibido asistir a
las ceremonias o participar en sus ritos, en cambio
con el cristianismo eran iguales en todo a los
hombres, lo que las confería mayor libertad y hasta
cierta autoridad.
Dispuesta el alma, descansado el cuerpo,
llegó el momento de partir. Los viejos camaradas
se despidieron, y a la expedición se sumaron tres
indios locales que hablaban varios dialectos
mayas y un castellano más o menos fluido; sus
servicios serían muy apreciados. Junto con las
nuevas lenguas también la compañía de Ponce se
surtió de agua fresca, un poco de vino y nuevas
provisiones, haciendo acopio de pan cazabe,
mucho más resistente a la humedad y el calor que
el pan de bizcocho normal. Era cosa de ver como
enseguida el agua se pudría y los alimentos se
echaban a perder, que cuando no criaban moho se
corrompían en extremo. Todo en esta tierra era
hostil al hombre, perjuraba Peñate escupiendo a un
lado. El gigantesco capitán odiaba la selva, a los
indios y al maldito clima, suspiraba por su tierra
natal, aunque allí no tuviera ni donde caerse
muerto por culpa de la pobreza y las deudas
familiares contraídas por malas cosechas y
arrendamientos fallidos. Pensaba resarcirse de una
vez por todas, de ahí que le fuera leal a Ponce de
León. Sabía que si este encontraba la Fuente, la
riqueza y la gloria sólo serían cuestión de días que
le favorecieran, y pronto viajaría a España para
destrozar a sus enemigos y pavonearse de hombre
digno y rico ante los envidiosos y todos aquellos
que nunca le desearon bien; que fueron casi todos
los de su aldea natal.
Pero no solamente fue comida y bebida lo
que obtuvo la expedición de su paso por la Villa
Rica, sino que el gobernador de la Villa puso a
disposición de Ponce dos naos de pequeña
caladura y tonelaje para que pudieran viajar
bordeando la costa hasta el punto de la península
donde quisieran desembarcar; así sería el trayecto
más rápido y descansado. A esta aparente
cordialidad del gobernador de la Villa ayudó que
de la Vega mostrara los papeles donde se decía,
por orden de su Excelencia Hernán Cortés, que se
estaba obligado ayudar a Ponce de León en todo
cuanto fuera menester. El coste de poner los
barcos al servicio de Ponce sería cargado a la
cuenta de Cortés.
Subidos los hombres y las provisiones,
adecuadamente repartidos en los dos navíos, junto
con varias barcas que navegaban por detrás
transportando más equipo y tamemes, partió la
expedición, navegando a buen ritmo por la costa,
hacia San Juan de Ulúa, de allí a Potonchan y más
adelante a la aventura.

***

Al segundo día de navegación, con los


ánimos alegres por verse privados de tener que
realizar dura marcha a través de la selva, Ponce
ordenó a Peñate que trajera a su camarote a unos
cuantos bravos leales, pues les tenía que hablar y
poner al corriente de los planes. Peñate, antes de
partir de la Villa Rica, se había mostrado muy
astuto y había repartido a los hombres en las dos
naos de manera “casual”. Tan casual, que la
mayoría de los conquistadores de “tercera” se
encontraban en un barco y los leales a Cortés en el
otro, junto con el capitán de la Vega.
Así pues, no hubo problema en realizar la
reunión sin levantar sospechas, y a ella acudieron
pocos, ya que el camarote de Ponce era muy
pequeño, gentilmente cedido por el capitán de la
nao para que lo utilizara el gobernador durante la
travesía. Era de tan reducidas dimensiones, que
Peñate tenía que permanecer agachado, lo que le
provocaba dolor de cabeza y lanzar
constantemente maldiciones y pesados exabruptos.
Claro que también es que el conquistador era
enorme para esa y muchas más estancias. En el
camarote se encontraban además el mismo Ponce,
vestido con camisa abierta por el pecho para
aprovechar la brisa marina, Núñez, Gerónimo
Verdugo, Juan de Villafaña y Juan de Caballero, al
que apodaban el tuerto por que le faltaba el ojo
derecho, tapado por un parche de cuero negro,
perdido en una escaramuza con piratas berberiscos
en el Mediterráneo. El tuerto era hombre curtido
en los asuntos de la guerra, de fiera y poblada
barba negra, tez muy morena y curtida por sales y
soles de diferentes mares, y muy atrevido y osado.
También se hallaba Ignacio Díaz, comiendo un
trozo de pescado en salazón, pero Peñate le
ordenó que marchara fuera y se apostara junto a la
puerta, para velar que nadie molestara a los
conspiradores. Díaz blasfemó sonoramente, pero
hizo lo indicado.
—Díaz es bravo y leal —explicó con su vozarrón
el come ogros—, pero no es bueno para guardar
secretos, por lo de su cabeza, vuases mercedes ya
me comprenden. Es mejor así.
—Está bien, mejor así entonces —confirmó Ponce
con una ligera inclinación de cabeza. Puso sobre la
mesa una jarra con vino y varios vasos, y los
hombres se repartieron los vasos, que llenaron con
rapidez, y bebieron para brindar por la
expedición. Tras la libación, Ponce continuó
hablando—. Llegados a este punto del viaje, me
veo en la obligación de informar a sus gracias de
los verdaderos propósitos de la expedición.
Supongo que el capitán Peñate ya les habrá puesto
al corriente sino de todo, de al menos parte.
Los asistentes gruñeron para dar veracidad
a las palabras del gobernador. Juan de Caballero,
tras vaciar el vaso, miró en su fondo como si
esperara encontrar un poco más. Suspiró, dejo el
cacharro en la mesa, se puso los pulgares en el
cinturón y habló tranquilo, con cierto aire de
chulería.
—Es verdad, gobernador, que se nos ha informado
que buscamos una Fuente que supuestamente hace
recuperar la juventud a aquellos que beban de sus
aguas. No quisiera yo decir que tal cosa no sea
cierta, y que no vayamos a encontrarla, pero me
pregunto qué beneficios podemos obtener los
demás de encontrar tan curiosa cosa.
—Tuerto, no me toques los hígados… —amenazó
Peñate entrecerrando los ojos.
—No, no, capitán, dejad que el buen Caballero
exponga sus opiniones —dijo Ponce con digno
gesto de la mano—. Al fin y al cabo, esta es
empresa de hombres libres e hidalgos —antes esas
palabras, todos los presentes hincharon los pechos
con orgullo—. Caballero tiene razón, pues todos
estamos aquí en busca de beneficios.
—Gobernador, estos rufianes ya tienen prometido
un generoso pago, como se acordó antes de
abandonar Temixtistan —terció Peñate.
—Sí, lo reconocemos —intervino Núñez—, pero
en ningún momento se nos avisó que tendríamos
que lidiar con el capitán de la Vega y sus
veteranos; esos hombres son demonios, y cuando
se enteren de que no vamos tras oro y jade, sino
tras una fuente, la sangre va a correr. He visto
pelear a de la Vega, y no es humano, es Aquiles
redivido.
— ¡Nuestros esfuerzos deben ser recompensados
en justa manera! —añadió con vehemencia el
tuerto.
—Pues entonces hablemos claro, señores —dijo
Ponce sentándose en la silla y poniendo las manos
en la mesa—. Todos los presentes saben que soy
gobernador de Puerto Rico, así que recursos no me
faltan —aquí mintió Ponce, pues en esos momentos
sus riquezas se encontraban al borde de la
bancarrota, pero nada arreglaría diciendo eso, así
que dejó tal cuestión para más adelante, cuando
llegara el momento; las promesas eran fáciles de
decir además de ser gratis—. Al pago que se les
prometió al partir de Temixtistan, le sumó diez mil
pesos más a repartir…
— ¡Diez mil pesos! —exclamó con codicia Núñez.
—Y aprovecharse de los beneficios de la Fuente
—continuó hablando Ponce haciendo caso omiso
de los comentarios de los soldados—. Piensen sus
gracias en las enormes riquezas que nos puede
reportar poseer aguas tan milagrosas. Nuestro
amado rey Carlos I nos dará enormes recompensas
por llevarle tales aguas: tierras, oro, palacios,
incluso títulos. Por no decir que dejaré beber de
las aguas a quien quiera, recuperando entonces la
juventud. ¿No vale entonces la pena pasar por
múltiples esfuerzos y todos los padecimientos que
nos podamos encontrar de aquí a la Fuente?
— ¡Voto a Cristo, que así es!
Del parecer de Peñate fueron el resto de
soldados, y el que más o menos ya se veía rico,
entrando al pueblo o ciudad que le vio nacer
montado en caballo, vestido con sedas y pieles,
portando anillos y piedras preciosas, todo de buen
talladura, seguido por largo cortejo de criados,
soldados y escribanos, investido de poder y
nobleza; y con la juventud recuperada. Por Dios
bendito, que era demasiado como para dejar pasar
semejante oportunidad. De todas formas,
Caballero, todavía un poco desconfiado, dijo.
—Sus condiciones nos parecen excelentes,
gobernador, pero el dinero lo cobraremos
encontremos o no la Fuente; siempre podemos
toparnos con la sorpresa de que Dios no quiera
dejarnos medrar en la empresa.
—Es justo —sentenció Ponce con una ligera
sonrisa—. A cambio, señores, exijo su absoluta
lealtad, no saldrán de aquí sin jurar lealtad a mi
persona y a la empresa. También deberán mantener
la boca cerrada, y llegado el momento, quiera el
Señor que nunca ocurra, defender la integridad de
la expedición; espero que sea muy claro lo que
quiero decir. El capitán Peñate será mi
intermediario entre mi persona y sus mercedes, y
les aleccionará sobre lo que hay que hacer. En
primer lugar, la discreción será nuestra mejor baza
y segundo, debemos buscar más apoyos. Hablen
con sus camaradas, atráiganles a nuestra causa,
cuantos más seamos mejor, y llegado el momento,
todos veremos colmadas nuestras ambiciones.
—Y si alguno se creyera tan listo como para jugar
a dos manos, o ser demasiado exigente en sus
demandas, le auguro un fatal accidente —añadió
Peñate abriendo y cerrando sus manazas; todos
captaron el mensaje y se apresuraron a jurar
lealtad a Ponce de León.
El gobernador, satisfecho, volvió a repartir
vino y a brindar de nuevo por el éxito. Intercambió
una mirada astuta con Peñate, ya que los dos
hombres se entendían a la perfección. Demasiado
dinero había prometido el gobernador, y los
soldados, en su codicia, no se habían dado cuenta
de que quien promete mucho y con facilidad, es
porque no tiene nada que dar, de ahí que sea tan
ligero al prometer. Peñate sabía que Ponce había
mentido, pero no le importaba, porque todos eran
prescindibles, la Fuente sólo sería para un grupo
reducido, eso ya lo habían hablado los dos
largamente, y la selva era lugar mortal, las tribus
feroces y sanguinarias, se darían bajas, mala
suerte, y para los que sobrevivieran, ya la Fuente
les reportaría grandes beneficios y olvidarían
promesas y deudas. Y si no se encontraba el
milagro de las aguas, entonces Peñate se
encargaría a su manera del problema, todo estaba
previsto. Por su parte, Ponce ya se veía
encontrando la Fuente, recuperando la juventud y
el vigor viril, acallando a sus enemigos y siendo
persona importante en la Corte, la mano derecha
del rey por lo menos. Sí, todo estaba yendo bien.

***

Mientras en la nao donde viajaba Ponce se


desarrollaba la reunión, en la otra nave, que
navegaba por delante surcando las aguas azules y
brillantes dejando tras de sí una estela de espuma
de mar, el capitán de la Vega charlaba con
Valenzuela, Guerrero y Pedro Velázquez el
mantecas. Eran los cuatro del parecer que en el
otro barco se estaba gestando una villanía, y que
no era casual que tanto el gobernador, como
Peñate y sus hombres de confianza, hubieran sido
separados al subir a bordo.
—Malditos sean sus pellejos —dijo con desprecio
Valenzuela acariciándose la enmarañada barba de
color castaño con numerosas canas—. Esos están
tramando algo, me juego mi alma, Peñate nunca
juega limpio.
—Lo sé —respondió con calma el capitán de la
Vega, mirando la playa de finas y blancas arenas,
con una línea de palmeras y vegetación de verde
intenso, salpicado con colores de plantas y flores.
Desde el barco se escuchaba el canto de los
pájaros, el griterío de los monos y otros sonidos,
algunos de fieras, otros no se sabía. Por encima de
sus cabezas, en lo alto, las gaviotas sobrevolaban
en círculos y a veces caían en picado al mar, para
coger con sus picos peces con los que alimentarse.
Todo se encontraba en calma, y el viento era
propicio, lo que daba que las naos viajaran a
buena velocidad. De la Vega, experimentado,
comenzó a sentir una mala premonición. El mar
comenzaba a encresparse por momentos y el viento
soplaba con más fuerza. Aunque el horizonte se
encontraba despejado de nubes, conocía muy bien
lo cambiante que era el clima en estas latitudes. En
un momento todo era calma chicha y al otro se
desataba una tormenta de mil demonios, donde el
mundo parecía que se iba a acabar, con lluvias
torrenciales, truenos y relámpagos. En estas tierras
todo transcurría o demasiado lento, o demasiado
rápido. Los marineros, el piloto y el capitán, que
ya comenzaban a conocer estas aguas, también se
mostraban inquietos, su intuición les decía que el
tiempo podría empeorar en breve. De la Vega
continuó hablando, pidiendo a Dios que les dejara
llegar a puerto sin incidencias—. El gobernador se
cree que somos bisoños, pero quien ha medrado
con Cortés pronto aprende a darse cuenta de
cuando se miente y engaña.
— ¿Qué queréis decir, capitán? — Velázquez se
pasó las manos por la oronda tripa, el viaje en
barco siempre le revolvía el estómago.
—Que se nos ha mentido, mi buen amigo, ni más ni
menos. No existen esas minas de oro o tesoros
mayas, sino que Ponce de León y el capitán Peñate
van tras una Fuente de la Juventud o algo parecido.
Supongo que estarán conspirando para seguir
manteniéndonos engañados.
— ¡Feria mi ánima! —blasfemó con fuerza
Guerrero—. Vayamos a por esos bellacos
entonces.
—Lo negarán todo —argumentó Velázquez.
—Entonces echemos a uno de esos a mis perros.
Veréis como largan cuanto saben en menos tiempo
de lo que se tarda en decir “Avemaría”.
—Vuase merced todo lo arregla con sus perros —
dijo de la Vega con una risotada—, pero no es tan
fácil la cuestión. Ponce es persona importante y no
la podemos acusar sin pruebas firmes. Tendremos
que tener paciencia y mantenernos alertas.
—Quién miente a sus camaradas de armas,
también puede protagonizar otras infamias aún
peores —aclaró Velázquez tras lanzar un eructo;
ojalá llegaran pronto a destino, el estómago le
empeoraba por momentos.
—Eso es lo que me temo, por eso pido a sus
gracias que se mantengan alertas, por si
tuviéramos que tirar de hierro para solucionar el
trámite —de la Vega miró con sus ojos verdes, que
brillaban intensamente por el Sol, al otro barco,
como si intentara ver que ocurría allí—. Es
necesario saber con quién podemos contar y con
quién no. De todos los leales a Cortés me fío, no
así de los que reclutó Peñate. Supongo que a la
mayoría también les habrán mentido respecto a las
verdaderas intenciones de la expedición; será
cuestión de ir tanteando…
—Si la cosa se pone fea, siempre puedo
arrastrarme en la noche y rajar cuellos —añadió
Valenzuela con feroz sonrisa, mostrando una
dentadura donde faltaban un par de dientes y
haciendo con la mano la señal de degüello.
— ¡Voto a Dios! —exclamó de la Vega— ¡Dejad
de decir tales cosas, más propias de moros que de
hidalgos españoles! No haremos tales villanías, os
limitareis a esperar mis órdenes, y pobre del que
se atreva a desobedecerme. De momento, estaos
alerta y no quitéis ojo al gobernador y los suyos.
—Bueno, bueno, sólo daba una opción —dijo
Valenzuela poniendo cara de quien no ha roto un
plato en su vida y encogiéndose de hombros—. Se
hará como decís, capitán, faltaría más. Por cierto,
que yo digo que esos no van esperar mucho para
cometer traición, ¿Quién se apuesta conmigo a que
de aquí a tres días nos van a causar quebrantos?
—Vos siempre pensando en las apuestas —
Guerrero sacó del bolsillo interior de su camisa,
antaño blanca, un saquillo con monedas que
tintineaban—, pero la acepto, que me tengo que
resarcir.
—Algún día el juego les llevará a las tumbas,
señores —dijo de la Vega, que se dio la vuelta
para no ver las apuestas. Valenzuela lanzó una
risotada y añadió.
—No tema el capitán, que es una pequeña apuesta
entre compadres. ¿Y vos, Velázquez, no deseáis
participar? —el mentado no contestó, sino que
estaba en la borda, asomado medio cuerpo a pesar
de la barriga, vomitando como un condenado.
Valenzuela se rascó la barba, de donde saltaron un
par de piojos, y dijo—. Ahí hay uno al que viajar
en barco no se le da nada bien.
CAPÍTULO VII

DONDE SE EXPLICA COMO SE ATRAVIESA


LA SELVA Y SE LLEGA A DESTINO, AUNQUE
NO EL ESPERADO; LAS PRIMERAS DISPUTAS
ENTRE ESPAÑOLES; DE LA VEGA, GRAN
HIDALGO Y SEÑOR.

Los barcos prosiguieron viaje navegando a


buena velocidad siempre siguiendo la línea de la
costa. En una jornada llegaron a Potonchan, ciudad
importante de la región, pero la expedición apenas
se detuvo para repostar agua y tomar algunas
provisiones que los nativos trocaron encantados
por cuentas de colores, tijeras y cuchillos. Se
siguió viaje, y al día siguiente se llegó a la
desembocadura del río conocido como río
Grijalva, en honor del conquistador que lo
descubrió y que precedió a Hernán Cortés en su
aventura durante la conquista del imperio mexica.
Quisieron seguir para adelante, pero tal y como
temían los pilotos y el mismo capitán de la Vega,
estalló una violenta tormenta que obligó a los
marinos a introducir los navíos en el río Grijalva y
asegurarlos con las anclas para evitar estragos.
Los marinos comenzaban a entender las
señales que el tiempo les hacía instantes antes de
que estallara una tormenta, pero siempre les
pillaba por sorpresa, pues cuando no se adelantaba
o atrasaba, la fuerza de la galena echaba por tierra
todas las precauciones. Con la pequeña flota
anclada en los márgenes del gran río, las velas
plegadas y soportando a duras penas el terrible
viento y los furiosos azotes de la lluvia, los
soldados tuvieron apenas unos momentos para
bajar a tierra antes de que las fuerzas de los
elementos se les vinieran encima con justicia
divina.
Improvisaron unos refugios, tomaron ramas
y troncos y levantaron a toda prisa unos toldos con
pieles curtidas de venados y conejos con el fin, al
menos, de poder refugiarse. Vano esfuerzo, porque
el viento echó por los suelos todas las ramas, y las
pieles se mostraron insuficientes para detener el
agua. Al final solo quedó agruparse bajo los
enormes y frondosos árboles, pues al menos allí
uno no se calaba tanto y medio que podía soportar
el aguacero. Claro que se contaba con el peligro
de que cayera un rayo, pero era eso o estar al
descubierto en la tormenta. De encender hogueras
se pudieron olvidar los españoles, y aquellas
horas las pasaron muy angustiados, temiendo que
los barcos se hundieran o quedaran destrozados,
que un rayo les matara o lo hiciera la furia de la
Naturaleza.
— ¡Odio estas tierras! —rugía el gigantesco
capitán Peñate, alzando su enorme puño al cielo
negro y amenazador, surcado por breves destellos
de luz de los relámpagos y por el poderoso tronar
de los truenos, que sonaban como si Dios mismo
se los lanzara a los castellanos— ¡Por la puta que
os parió, hijos de una cerda, que odio estas tierras
con toda mi alma!
Por una vez, de la Vega estuvo de acuerdo
con Peñate. Ponce de León se lamentaba de la
tormenta, un retraso más en la expedición, que
andaba con el tiempo justo, pero más temía que
causara daños en los barcos y que entonces el
viaje fuera más largo y pesado. No le causaba
miedo el daño personal a sí mismo, o a cualquiera
de los soldados o tamemes, porque sabía que
nadie había muerto a causa de mojarse por la
lluvia, aunque más de uno podría pillar malos
vientos o resfriarse e irse para la tumba. Ponce
pensaba que los españoles, acostumbrados a
soportar quebrantos y padecimientos sin cuento,
serían capaces de aguantar la tormenta. Aunque
viendo los apuros de unos por tenerse en pie por
culpa del viento, y de aquellos por tiritar
violentamente a causa del frío y la helada lluvia,
se preguntó inquieto si acaso la aventura se
terminaba en estas selvas dejadas de la mano del
Señor.
Tal como vino, así de rápido se fue. Tras
unas horas de rugidos, aullidos, de un cielo negro
que parecía ser el fin del mundo, la tormenta
desapareció y dejó tras de ella un cielo
intensamente azul, con el Sol brillando en lo alto.
Todo se encontraba empapado, el suelo llenó de
ramas quebradas de los árboles, de arbustos
arrancados de cuajo e incluso de palmeras
partidas por la mitad por el viento. Riachuelos
bajaban por la selva uniéndose al río que vio
aumentado su caudal amenazando con desbordar.
Todo era barro y cieno donde chapotear y perder
la bota, pero a poco todo quedaría seco y de la
tormenta sólo quedaría el recuerdo.
Los españoles y los indios, empapados
hasta el alma, agotados pero dando gracias a Dios
por continuar con vida, salieron de sus escondrijos
para averiguar que daños habían sufrido. Nadie
tuvo que lamentar herida alguna, y lo peor se lo
llevaron los barcos. Dos pequeñas barcas habían
desaparecido, junto con las provisiones que
portaban, y otras dos se encontraban destrozadas
en la orilla del río, también con las provisiones
echadas a perder. En cuanto a las naos, habían
aguantado la tormenta, pero presentaban daños que
debían ser reparados cuanto antes, por suerte nada
importante o que precisara repararse en puerto.
Todos los alimentos se estropearon a causa de la
lluvia, así que era necesario crear grupos para que
se encargaran de batir la selva en busca de frutos y
caza. Otros grupos, dirigidos por los pilotos y los
capitanes, se encargarían de conseguir madera y
reparar los destrozos. Los indios fueron los
encargados de cortar leña y de realizar los
trabajos más pesados, pues los soldados ese tipo
de trabajos los consideraban indignos y viles, pues
su oficio era el de la armas, muy noble y sufrido,
como para encima tener que acarrear y trabajar
como bestias; antes muertos.
Así se estuvo todo el día, y como la noche
se les echó encima, tuvieron que quedarse junto al
río para pernoctar. Con muchos esfuerzos y mañas
se lograron prender varias hogueras, que sirvieron
para dar calor y secar las ropas. Se pudo comer en
abundancia, pues la tormenta había tirado por
tierra los frutos de los árboles y las palmeras, y
aunque mucho se encontraba estropeado, el resto
se pudo aprovechar. De igual guisa, los explorados
se toparon con conejos ahogados, incluso un
venado de considerable tamaño, y patos y
codornices, junto con multitud de peces en la
playa. De todas formas, era necesario hallar
pueblo amigo donde poder aprovisionarse y de la
Vega sugirió a Ponce que esa fuera la prioridad
antes de continuar camino. El gobernador, de mala
gana, tuvo que tener en cuenta los sensatos
consejos del capitán.
Muy de madrugada se levantó el
campamento y montaron los hombres en los
navíos, ahora más apretados debido a que faltaban
barcas, y prosiguieron viaje. Enseguida, pasado
mediodía, avistaron la desembocadura del río
Usamacinta, destino final, pero no se detuvieron,
porque de la Vega dijo que navegando hasta la
noche llegarían a una ensenada donde se ubicaba
Puerto Deseado, una pequeña ciudad maya muy
amiga de los españoles y donde serían recibidos
con mucha cortesía. Efectivamente, el capitán no
se equivocaba, y cuando atardecía avistaron desde
la borda las primeras casas y chozas cercanas a la
playa y a multitud de indios que salieron a
recibirles en canoas.
Una vez en tierra, los mayas se dirigieron a
los españoles con muchas reverencias y cortesías,
y les dieron la bienvenida a su ciudad. Mediante
los lenguas, Ponce pidió a los nativos comida y
agua suficiente para un viaje de un par de semanas
de duración, que todo sería pagado generosamente.
Los caciques mayas no se hicieron de rogar y
pusieron a disposición de los castellanos todo
cuanto poseían, porque los amigos de Malinche, se
referían a Cortés, eran sus amigos. Unos
principales reconocieron al capitán de la Vega y le
saludaron con mucho respeto, que devolvió el
capitán con gesto solemne. Los mayas enseñaron a
los españoles que allí ya no se mataban a tristes
indios en los altares ni se practicaba el
canibalismo, y como prueba de que obedecían a
Malinche y a ese rey lejano y poderoso de España,
mostraron las tallas que poseían de la Virgen
María y la Cruz, adornadas con guirnaldas de
flores y arbustos olorosos. Ofrendaban frutas y
verduras, y la Señora andaba vestida con túnicas
de la tierra. Los indios la adoraban con cánticos y
bailes al son de tambores de piel de conejo y tubos
de vientos de madera.
Ponce, satisfecho de la hospitalidad de los
mayas, preguntó a de la Vega si estos eran los
feroces indios de los que tanto largaban los
veteranos, y de la Vega respondió al gobernador.
—Vuase merced no se confunda con estos mayas.
Algunas tribus pueden ser hospitalarias, más
amantes de la paz que de la guerra. Pero hay otras
que son muy sanguinarias y crueles, ya lo veréis.
Ese día entonces sabréis lo que es luchar duro
contra indios feroces que no muestran ninguna
piedad.
Se pasó la noche en Puerto Deseado, que
era nombre dado por los españoles a Cozumel, y
fueron agasajados con abundante comida, zumos y
vinos de la tierra, que tampoco gustaban a los
soldados por su amargor. Lo mejor era la extraña y
delicada miel con la que endulzaban algunos
platos, muy del agrado de los castellanos. La
partida al día siguiente fue despedida con multitud
de indios que acudieron a ver como los españoles
embarcaban en los navíos. Fray Martín, antes de
proseguir el viaje, quiso dar misa, y tanto
españoles como indios se arrodillaron en tierra
para orar al Señor.
Se navegó entonces de vuelta al poderoso y
ancho río Usamacinta, y en su desembocadura la
expedición de Ponce se apeó para continuar viaje
a través de la selva. Los pilotos de los navíos
volverían a la Villa Rica de la Vera Cruz y, tal y
como estaba acordado, dentro de cinco semanas
volverían a la zona para recoger a los soldados. Si
en esos momentos Ponce y sus hombres no
estuvieran, los barcos esperarían una semana como
mucho, y si no se hacía contacto se marcharían,
intentándolo de nuevo un mes más tarde. Era
preciso, ordenó muy serio Ponce, que la
expedición se ciñera a sus propósitos y no perder
el tiempo con búsquedas estériles so riesgo de
quedar varados en selva hostil y peligrosa.
Aunque Cortés y los suyos tuvieron hace
meses crueles combates contra las poblaciones
mayas de los alrededores, el capitán de la Vega
aseguró a Ponce que ahora esas mismas ciudades
mayas eran aliadas de los españoles, así que no se
esperaban guerras por su parte. No obstante,
varias leguas río arriba empezaba lo desconocido
y el peligro crecía, pues según varios informes de
anteriores expediciones, las tribus indígenas eran
menos civilizadas, mucho más salvajes y
sanguinarias, y bien pudiera ser que se tuvieran
que abrir paso mediante estocadas. Evitar la lucha
era primordial, pues los castellanos eran muy
pocos y los mayas, los españoles daban este
nombre prácticamente a todas las tribus del
interior, podían ser miles. A pesar de la evidente
superioridad del valor, la destreza y el acero
español, de nada servían ante una abrumadora
masa de indígenas ansiosos por comer carne
blanca. Siempre que se pudiera, se debían evitar
los poblados indígenas, viajar con discreción y en
caso de toparse con mayas, utilizar la diplomacia
en vez de la fuerza. Ponce, que en esto respetaba a
de la Vega por su experiencia, estuvo de acuerdo
en todo. Algunos “terceras” fanfarronearon acerca
de que los indios eran tan sólo salvajes, y que sus
espadas matarían a decenas de ellos antes de que
acabara el viaje. A todos esos de la Vega les llamó
necios y locos, y casi estalla una pelea, aunque
nadie quiso medirse contra el capitán. Peñate, que
adolecía de molestias en el estómago por haberse
atracado de fruta un día antes, no tuvo ganas de
entrar en la riña, para alivio del gobernador.
Anduvieron media jornada siguiendo el
curso del río hacia el interior, atentos a la ruta que
marcaba el mapa que Ponce guardaba celosamente
y solo enseñaba a Peñate y de la Vega, y tan
solamente cuando era necesario. Llegados a un
punto del río, con la ayuda de la brújula, Ponce
volvió a consultar el pergamino y ordenó que la
expedición debía abandonar el margen del
Usamacinta e internarse en la espesa selva siempre
hacia el sur. Varios tamemes armados con largos
cuchillos se encargaban de abrir paso entre la
foresta. Comenzó entonces una dura marcha, ya
que la jungla se encargó de poner constantes trabas
a los conquistadores.
Ya de los manglares de la costa se pasó a
las palmeras, las ceibas de gruesos troncos y
colosales alturas, junto con henequenes, pastizales,
copales y moras, y otros muchos árboles que los
españoles no conocían, junto con densos arbustos,
larguísimas lianas y enredaderas de todo tipo. Las
flores seguían creciendo con profusión, algunas
más grandes que un puño humano, todas
despidiendo pesadas fragancias y con explosivos
colores. Entre la asfixiante y cerrada selva, hostil
en todo, pululaban multitud de seres vivos, como
zorrillos, codornices, venados, jaguares, tapires,
conejos, zarigüeyas, tuyas y otros animales
desconocidos. También era enorme la variedad de
serpientes, algunas verdes que se confundían con
el entorno, otras de colores brillantes y muy vivos,
el espanto de los indios, y toda suerte de arañas
venenosas y alimañas, junto con insectos que
pasaban zumbando en solitario o en inmensas
nubes, pero no eran tan voraces ni pesados como
en la costa.
A pesar de todo, la marcha era lenta pues
se debía abrir camino constantemente entre la
maleza, y siempre se tenía que tener cuidado en
donde pisar, pues se podía tropezar con una raíz
que sobresaliera o irse por un hoyo, con el
consiguiente peligro de quebrarse los huesos. De
cuando en cuando se escuchaban aullidos en las
copas de los altos árboles, quizás fueran monos, o
solo Dios sabía que, y rugidos apagados de fieras
cazando o acechando. Los españoles murmuraban
inquietos, mirando el entorno verde y marrón con
ojos ceñudos y las manos siempre en las armas,
por si se les venían encima indios o bestias
peligrosas. Los indios también se mostraban
nerviosos, ya que provenían de otras latitudes, más
acostumbrados a la costa o la serranía que no a
caminar por la densa selva.
Prueba de que transitar por dichos parajes
no era algo que tomar a la ligera, fue que un
español resultó mordido por una serpiente de
colores negro y rojo, y no fue gritar cuando ya el
soldado cayó fulminado al suelo. A pesar de los
esfuerzos de Pedro Velázquez, dos indios con
conocimientos de reptiles y el mismo de la Vega,
que fue el que más rápido asistió al español,
tajando la herida y extrayendo la sangre, nada se
pudo hacer por el infeliz. El conquistador murió
entre violentos espasmos y echando espuma por la
boca, y tan rápido que ni siquiera le dio tiempo a
pedir confesión al fraile. Entristecidos por la
pérdida de un camarada, se tuvo que parar para
dar cristiana sepultura al compañero. Varios
conquistadores besaron sus crucifijos o estampas
de vírgenes y santos que colgaban al cuello y
aseguraron que era una señal de mal agüero y que
la expedición estaba condenada al fracaso.
La siguiente jornada fue igual de trágica,
cebándose especialmente entre los indios. Uno fue
atacado por una fiera, cuando se detuvo un
momento para quitarse algo del pie, quedando un
poco rezagado del resto. Una mancha parda se
abalanzó con velocidad contra el nativo, cayendo
de las alturas. A los gritos desgarradores del
tameme, Peñate y cuatro españoles acudieron
prestos a tiempo de ver como un enorme felino
desgarraba con sus zarpas y fauces el cuello y
rostro del indio. Con fuertes juramentos, Peñate y
los demás acosaron a la bestia, hasta que lograron
ahuyentarla, pero ya el indio estaba destrozado y
muerto por las pavorosas heridas y la pérdida de
sangre. Se le enterró bajo grandes piedras para
evitar que se alimentaran de su cuerpo los
animales.
Otro indio murió a resultas de la picadura
de una araña pequeña y negra, y el indígena
tampoco pudo salvarse, porque el veneno le causó
intensas fiebres y hemorragias internas,
falleciendo al día siguiente. Todo esto provocaba
en Ponce un humor sombrío, pues no llevaban
apenas ni tres días en la selva y ya estaban
teniendo bajas. Si continuaba a este ritmo las
pérdidas de vidas humanas, en dos semanas la
expedición se habría extinguido. Entre los
españoles también existían ciertas disensiones que
la humedad, la fatiga y la irritación de tener que
estar siempre vigilantes magnificaban hasta
niveles de llegar casi a los enfrentamientos físicos.
Los veteranos decían, entre bromas y
chascarrillos, que todavía lo peor estaba por
llegar, y los “terceras” comenzaban a hartarse de
los consejos y arrogancias de los de Cortés. En
realidad, lo que ocurría es que tanto Peñate como
de la Vega estaban jugando sus cartas y eso
provocaba tensión en la expedición.
Peñate tanteaba y se ganaba a la causa del
gobernador a aquellos que creía eran de confianza,
por supuesto, los “terceras”. Mientras, de la Vega
hacía lo mismo con los veteranos, consciente de
que cuando Ponce mostrara abiertamente que había
engañado a Cortés y que se buscaba una Fuente, no
oro, entonces estallaría la violencia. Esto
conseguía que se fueran formando dos bandos que
se vigilaban constantemente, recelando unos de
otros, pensando cuando se cometería traición y por
donde llegaría. De la Vega odiaba la situación y
culpaba de ella a Ponce, pero no podía hacer otra
cosa que seguir confiando en que llegado el
momento, la mayoría de los hombres se pondrían
de su lado y se daría por terminada la disputa sin
necesidad de llegar a las armas; esperanza vana,
ya que eran españoles.
De todas formas, la dura y agotadora
marcha por la selva conseguía que de momento
todo marchara más o menos bien. Cada noche los
españoles e indios encendían hogueras y
preparaban la cena, y estaban tan agotados y con
los músculos tan doloridos, que apenas tenían
ganas de abrir la boca ni para comer, mucho menos
para discutir. Pero poco a poco la situación fue
cambiando y los españoles pronto aprendieron a
reservar las fuerzas y el aliento, a caminar con
mayor precaución y a saber sufrir, y cada día se
avanzaba un poco más y con menos esfuerzo por
entre la asfixiante selva. A la quinta jornada de
viaje, no obstante, volvieron los problemas en
forma de enfrentamiento entre españoles.
La cosa ocurrió porque un “tercera”, de
nombre Juan Pacheco, quiso comer de unos frutos
rojos y un veterano, Francisco el torcido, mote que
se ganó a base de acuchillar indios dando golpes
con la espada de manera torcida, le aconsejó que
no lo hiciera, pues allá en México existían unos
frutos parecidos y sumamente dañinos para las
personas. Pacheco, bufando de desprecio, dijo
“que tenía que ver unos frutos del valle de México
con estos de la selva” y ni corto, ni perezoso, se
comió unos cuantos. Pues bien, Pacheco tuvo
tremendas diarreas que casi hicieron peligrar su
vida. Peñate amonestó al torcido por no evitar que
su compañero comiera de los frutos, y el torcido,
harto de que encima se le echara la culpa, contestó
de malas maneras al gigantesco capitán. En
resumen, casi se llega a las manos y mucho
tuvieron que terciar de la Vega y Ponce de León
para evitarlo.
Ponce, cansado de estos enfrentamientos
absurdos que hacían peligrar a la expedición,
reunió aparte a de la Vega y Peñate y les habló con
voz autoritaria y tajante.
—Es de hacerles notar, caballeros —decía a los
dos capitanes—, que así no podemos continuar.
—La culpa la tienen esos listillos… —quiso
argumentar Peñate, pero de la Vega no le dejó
continuar y le interrumpió con fuerte juramento.
— ¡Voto a Cristo! ¿Mis hombres tienen la culpa?
¿La culpa de qué, de que los vuestros sean unos
zoquetes ineptos que no atengan a sensatos
consejos?
— ¡Basta, por Dios! —gritó Ponce sintiendo como
perdía la paciencia— Me da igual quien tenga la
culpa, pero lo cierto es que me estoy hartando de
la situación.
—Gobernador, yo…
—Callaos, Peñate, no quiero oíros, ni a vos, de la
Vega. Como capitanes suya es la responsabilidad
de mantener el orden y la disciplina en la
expedición. Si esto sigue así, me veré obligado a
dar escarmiento; y no me temblara la mano, lo juro
por Dios.
—Señor —dijo de la Vega más calmado, pero sin
dejar de lanzar miradas aviesas a Peñate—, los
soldados están irritados, cansados, hartos de vagar
por selva hostil expuestos a toda clase de peligros.
Y eso que todavía no hemos topado con indios. La
comida se acaba, el agua se está echando a perder
y los mosquitos nos pican día y noche. Llevamos
cuatro días caminando por este infierno verde y no
sabemos a dónde. ¿Es de extrañar que ante
cualquier nimiedad entren a matar?
—En eso doy la razón a de la Vega —añadió
Peñate mirando fijamente a Ponce.
— ¿Y qué quieren vuases mercedes que haga al
respecto?
—Que hable con la tropa. ¿Cuánto queda para
llegar? —preguntó de la Vega— Si comparte con
ellos un poco de información, se sentirán mejor y
hasta aliviados, eso ayudará a rebajar la tensión.
— ¿Qué hable con la soldadesca? —exclamó
ofendido Ponce— Eso es indigno de mi persona.
Los soldados deben obedecer y punto. No tengo
por qué hablar de mis planes con nadie. Con
vuases mercedes lo hago por deferencia. Hasta
aquí podíamos llegar.
—Bueno —suspiró de la Vega resignado—, esto
no ayuda en mucho…
—No queda ya tanto —replicó Ponce intentando
ser conciliador—. Según el plano, en un día
llegaremos la ciudad, así que templen los ánimos y
dejen de quejarse.
— ¿Y una vez allí? —quiso saber de la Vega.
—Cada uno a lo suyo. Cortés tendrá oro en
abundancia, y los demás lo que quieran.
— ¿Puedo decir a los soldados que al menos solo
queda una jornada?
—Está bien —condescendió Ponce con gesto de la
mano. De la Vega marchó para hablar con los
soldados, no sin lanzar antes una mirada de
advertencia a Peñate. El gigante le devolvió una
burlona sonrisa. Ya a solas, Ponce le dijo a su
capitán de confianza—. El momento se acerca,
estaos vos y los vuestros preparados.
—No temáis, gobernador, no fallaremos.

***

Ponce se equivocó, no en que solo quedaba


un día de viaje, pero sí en el destino. De la Vega
habló con los soldados y les pidió un esfuerzo
más, porque según Ponce se encontraban a una
jornada de destino. Se continuó así la marcha, pero
grande fue la sorpresa de todos cuando no se
toparon con ruinas o edificios abandonados, sino
con campos cultivados de maíz y verduras y una
pequeña ciudad con varios arroyos a su alrededor.
Una legua antes de llegar al perímetro de la urbe
les salieron al paso varios grupos de mayas
armados, pero al parecer sin intenciones hostiles,
y gracias a los lenguas y al buen hacer de fray
Martín, pudieron hacerse entender unos y otros.
Según pudieron saber los españoles, la
ciudad de casas blanqueadas con cal y con un par
de templos escalonados manchados de sangre
reciente y antigua que provenía de los sacrificios
humanos que se realizaban en lo alto, en un altar en
su centro, de donde surgían dos espesas columnas
de humo negro posiblemente de braseros, se
llamaba Xoltchi y era maya. Aunque no tan
civilizada como otras ni tan grande, se notaba que
era ciudad vital, organizada y limpia. Aún más,
conocían a los españoles, pues ya habían oído
hablar de ellos y de sus grandes victorias
militares, junto con sus poderosas armas, enormes
y extraños barcos y sus “venados” gigantes a los
que montaban para ir a la guerra (se referían a los
caballos) contra otros indios de diferentes tribus.
Advertidos los caciques y sacerdotes de la llegada
de los castellanos, les daban la bienvenida a la
ciudad y les invitaban a comer y descansar. Los
conquistadores, que esperaban encontrar oro y
jade, se mostraron muy extrañados. Peñate y de la
Vega abordaron con toda clase de dudas a Ponce.
—Gobernador —dijo muy serio Peñate pasándose
la mano por la cara— ¿Qué ocurre aquí? ¿Cómo
hemos llegado a esta ciudad?
—No sé, no sé qué ocurre… —balbuceó Ponce
mirando el plano que el sacerdote Tehuanac le
diera en Tenochtitlan antes de morir.
— ¿No será que os habéis equivocado al leer el
mapa? —quiso saber de la Vega irritado ante la
situación— Peor aún, que el indio que os diera el
mapa nos haya mentido.
— ¿Mentido? —repitió espantado el gobernador
ante la idea de tener que volver a soportar un
nuevo fracaso en la búsqueda de la Fuente.
—Madre de Dios, como se enteren los soldados
nos la vamos a ver tiesas con ellos —sentenció
Peñate con un enorme suspiro.
— ¿Y si tuviéramos que seguir camino? ¿Pasar de
largo esta ciudad maya? —aventuró de la Vega con
esperanza.
—No puede ser —reconoció Ponce con temblor en
las manos—. Según el mapa es aquí y nada más
que aquí donde se encuentra la ciudad abandonada,
la Fuente y los tesoros mayas.
— ¡Pero no puede ser! —gritó Peñate alzando los
brazos— ¡Esto no es una ciudad abandonada, la
puta que la parió! ¡Nos hemos perdido!
—Cerrad la boca —dijo irritado Ponce a su
subordinado—. No hagáis cundir la alarma entre
los soldados, solo nos faltaría eso.
—Bueno, lo hecho, hecho esta —sentenció de la
Vega con una sonrisa irónica—. Ya que estamos
aquí, nada perdemos por aceptar la invitación de
estos mayas. Podíamos descansar, comer bien y
buscar información sobre esa ciudad del mapa.
—Por Cristo bendito, que es buena idea.
Ponce ordenó entonces que se siguiera a
los indios hasta Xoltchi, pero tomando las debidas
precauciones. A medida que se fueron acercando a
la ciudad, pudieron darse cuenta de que las casas
de madera y ramas de los campesinos dieron paso
a las de piedra del perímetro urbano. Los indios
dejaban sus quehaceres en el campo y se
acercaban al camino principal para ver pasar a tan
extraños hombres de piel blanca y pelo en la cara.
Se maravillaban ante su estatura y fiero aspecto, y
no dejaban de señalar los cascos y armaduras de
metal. Los que más llamaban la atención y
causaban admiración eran el gigantesco Peñate y
el capitán de la Vega. El primero por su
complexión de oso que empequeñecía a los
naturales, y el segundo por su pelo rubio y ojos
intensamente verdes, que hacían suspirar a las
indias.
Los perros de Guerrero, que rugían y
ladraban excitados ante los nuevos olores y la
muchedumbre, enseñaban las fauces de donde
goteaba la saliva. Los mayas, espantados, no
podían apartar los ojos de las fieras. El joven
Gutiérrez, guapo mozo, todavía muy dolorido del
castigo recibido por su tutor, también llamaba la
atención de las indias, sobre todo de las mancebas,
y el muchacho, muy arrogante, irguió el cuerpo e
hizo caso omiso a los dolores y calambres que le
recorrían todos los músculos. Ponce, que
marchaba el primero precedido por los indios,
caminaba con toda la dignidad posible, intentando
aparentar calma e indiferencia, como buen hidalgo
que era.
Llegados a la entrada principal de la
ciudad, rodeados por cientos de indios de cuerpos
morenos y esbeltos, sanos y limpios, de pelo negro
y facciones agradables de ver, fueron recibidos
otra vez por otros caciques y principales vestidos
con mantas de coloridos dibujos y penachos de
plumas. Con ellos estaban también unos
sacerdotes, de ropas manchadas de sangre, pelos
largos amasados con sangre y uñas largas y
ennegrecidas. De sus cuerpos emanaba un olor
espantoso, a muerte y podredumbre, típico de su
oficio de matarifes, ya que como hombres santos
que eran no podían bañarse en señal de sacrificio
a los dioses. Sus orejas se encontraban
destrozadas por los rituales de auto inmolación,
porque a menudo se debían infligir castigos
corporales para agradar a los demonios que
adoraban; aunque la sangre que salpicaban sus
cuerpos en realidad provenían de los cientos de
víctimas que habían sacrificado a lo largo de su
triste trabajo.
—Por la dulce Señora, que nos ampare —
murmuró Ponce por lo bajo ante la visión de los
espantosos sacerdotes mayas. Ahora comprendía
muy bien el empeño de Hernán Cortés en erradicar
los sacrificios humanos de las naciones indias. Se
preguntó cómo habría sido el horror en
Tenochtitlan antes de la llegada de los españoles.
No obstante, no dejó que sus emociones afloraran
a su rostro, porque deseaba agradar a los
habitantes de Xoltchi para que le ayudaran a
encontrar la Fuente.
Los caciques y principales, diez ancianos
muy dignos e importantes, dieron gracias a los
dioses por la visita de los teules, que era como
conocían a los castellanos, y les ofrecieron sus
casas y sus alimentos para esta noche. Los
sacerdotes, mediante unos braserillos con cuerdas,
zahumaron con densas nubes de incienso de olor
dulzón a los españoles, tal y como era su
costumbre. Algunos soldados tosieron o
maldijeron ante tanto incienso, pero de la Vega les
fulminó con la mirada y no osaron decir ni hacer
nada para no provocar la ira del capitán.
Mediante los lenguas de la expedición,
Ponce pudo comunicarse con los caciques mayas,
hasta que a de la Vega le dio por largar un poco en
náhuatl, la lengua mexica, con uno de los
intérpretes indios y dos sacerdotes y dos caciques,
muy sorprendidos ante aquello, respondieron al
capitán de idéntica manera.
—Que grata sorpresa, amado teule —dijo uno de
los ancianos, de nombre Nahui—, que habléis la
lengua de los de Culúa.
— ¿Culúa? —repitió de la Vega asombrado a su
vez de que los mayas le hablaran en la lengua de
los mexicas. El capitán, hombre de mundo dotado
para los idiomas, hablaba francés, italiano y algo
de alemán, así como latín y griego clásico, y desde
que llegara a estas tierras con Cortés había
aprendido a hablar con cierta fluidez el náhuatl y
un par de dialectos. Con mucha experiencia a sus
espaldas en asuntos de indios, sabía que Culúa era
el término con el que conocían los mayas a los
mexicas, un pueblo que para ellos se encontraba
tan remoto, que casi era una leyenda. Cuando hace
ya dos años llegara al Yucatán y los españoles
establecieron contacto con los mayas, supieron que
estos ya se habían mantenido en contacto con los
mexicas a través, sobre todo, de los mercaderes,
que viajaban por todos los sitios sin importar
dificultades o peligros.
El comercio era algo vital para las
naciones indias, y dedicarse a ello era muy
arriesgado, porque el mercader exponía su fortuna
personal e integridad física en la empresa. Para
mantener beneficios y no perder los negocios, los
comerciantes indios viajaban en caravanas
protegidos por soldados pagados por ellos
mismos. Marchaban muy lejos, y los contactos que
tenían con otros pueblos y la manera de obtener
sus mercancías se mantenían en secreto, muy
riguroso, con pena de muerte para aquel que los
desvelara. Lo más normal era que dos de cada
cuatro caravanas de mercaderes se perdieran para
siempre, ya fueran atacados por tribus hostiles o
por bandidos o naciones enemigas. A cambio, el
comerciante que lograba medrar obtenía grandes
riquezas y enorme prestigio social, pues el oficio
de mercader era, junto con el de soldado y
sacerdote, de los más afamados entre los indios.
Fue de esa manera como los españoles de
Cortés se enteraron de la existencia del imperio de
Moctezuma y de los mexicas, porque unos
mercaderes mayas cometieron el error de hablar
de “los de Culúa”, nación rica, muy civilizada y
poderosa. De ahí en adelante se fueron sucediendo
una serie de asombrosos acontecimientos que
desembocaron en la Conquista de México por
parte de España. De la Vega sintió renacer las
esperanzas, porque si en Xoltchi se conocía a los
mexicas y varios principales hablaban su idioma
—posiblemente los dos caciques habrían sido en
sus años mozos mercaderes—, eso significaba que
en algún momento los mayas de la ciudad habían
establecido algún tipo de relación con los
mexicas. ¿No había dicho Ponce de León que supo
de la existencia de la ciudad abandonada a través
de un sacerdote mexica que en su juventud había
visitado ciudades mayas?
Cuando así se lo comunicó al gobernador,
este no pudo evitar sonreír y dar las gracias a
Dios, pues no todo estaba perdido.
—Procedamos entonces a entrar en la ciudad —
indicó Ponce a de la Vega—. Es indispensable que
nos llevemos a bien con estos indios, a ver que nos
pueden contar.
—De todas formas, señor —dijo muy cauto el
capitán—, no cometamos el error de bajar la
guardia, pues estas son tierras extrañas y no
sabemos de sus costumbres. Actuemos con tacto y
diplomacia, pero también con astucia y sensatez.
—Se hará como decís.
Los españoles entraron entonces en
Xoltchi, donde fueron recibidos con mucha
expectación, aunque los indios eran muy
disciplinados y no muy amantes de las algarabías.
De todas formas, algunas muchachas les tiraron
flores al paso y los chiquillos corrían entre gritos
y risas de alegría. Era cosa muy agradable de ver
como los indios se tapaban sus vergüenzas con
túnicas y blusas las mujeres. Estas se peinaban el
pelo muy tirante, bien para atrás en largas coletas
o a modo de caracolas a ambos lados de la cabeza.
Las jóvenes eran agraciadas y de rostros
hermosos, con los ojos almendrados, pero se
pintaban los dientes de rojo o negro, para los
naturales algo muy hermoso, para los castellanos
espantoso en verdad.
Fueron conducidos al centro de la ciudad,
donde se alzaban dos templos escalonados
principales y otros menores, y varias casas y
palacios de hermosa estampa, pintados todos con
colores muy vivos y brillantes, con predominio del
rojo, el azul y el negro, que representaban escenas
de la vida cotidiana de los mayas, de sus
anteriores gobernantes y escenas religiosas, casi
siempre relacionadas con la muerte o los
sacrificios humanos. El centro era una enorme
plaza rodeada por un murete de piedra adornado
con relieves basados en serpientes emplumadas,
dioses y los extraños jeroglíficos que al parecer
les servían como escritura a estos mayas. Las
calles eran espaciosas y limpias, y no se veía en
ellas mendigos o pobres, sino sólo vecinos fuertes
y vitales.
Les alojaron en dos palacios, y les trajeron
abundante comida y agua, y varias cargas de
mantas para que se vistieran, ya que las ropas de
los españoles, tras la dura marcha a través de la
selva, se encontraban sucias, desgarradas o en
algunos casos sencillamente hecha jirones. Los
mayas adornaron las habitaciones asignadas a los
españoles con esteras y abundantes flores y
arbustos olorosos, y les pusieron jarras con agua y
platos de barro cocido con abundantes viandas,
junto con numerosos criados que les atenderían.
No pudieron por menos los castellanos que alabar
la generosidad y hospitalidad de los indígenas.
—Yo creo que nos quieren cebar para el sacrificio
y después comernos —dijo con cierto desprecio
Núñez, y de tal parecer eran otros conquistadores.
Valenzuela, fray Martín y Guerrero se rieron de los
temores de tales soldados y les llamaron viejas
asustadas de su propia sombra. Ellos ya tenían
cierta experiencia y trato con los indios, y sabían
que aquí, al menos de momento, nada tenían que
temer.
Ese parecía ser el caso, y los españoles se
dispusieron a pasar agradable noche en Xoltchi,
aunque por consejo del capitán de la Vega se
doblaran los centinelas, se pusieron vigías en los
tejados y corredores en los pasillos, por si acaso.
Unos mensajeros avisaron a Ponce que los
caciques les tenían organizado un banquete en su
honor en tal palacio, y que si se dignaban a
aparecer por él darían gran honor a la ciudad.
Ponce, que deseaba entablar conversaciones con
los mayas, aceptó de inmediato, y se llevó con él a
Peñate, de la Vega y a fray Martín para que le
diera consejos por si se trataba el tema de la
religión. La mitad de los soldados también
acudiría, y la otra quedaría para proteger los
palacios convertidos ahora en reales —cuarteles
para la tropa—; en cuanto a los tamemes y
servidores de los soldados, estaban alojados en
otras amplias casas, donde se les servían
abundante comida y bebida. Peñate, adelantándose
un poco mientras se caminaba hacia el banquete
guiados por los criados mayas, se acercó a Ponce
y le dijo en voz baja.
—Tenemos graves problemas, gobernador, los
hombres se quejan de la falta de oro, y de si no
será un camelo lo de la Fuente.
—Cristo me de paciencia —dijo irritado Ponce e
intentando aparentar tranquilidad— ¿No
esperarían que diéramos así, a la primera, con la
Fuente? Estoy convencido de que estamos cerca, y
que estos mayas nos pueden proporcionar
información muy valiosa.
—Puede ser, pero los hombres están hartos de
caminatas entre la selva, y justo cuando esperaban
encontrar su recompensa se topan con una ciudad,
que aunque se ve rica y próspera, no parece que
abunde en ella el oro.
—Confío en vos y en vuestras habilidades para
mantener la disciplina y la lealtad a la causa.
—Se hará lo que se pueda, gobernador, aunque no
será tarea fácil.
—Que lo sea o no me trae sin cuidado —añadió
con dureza Ponce y mirando fijamente al come
ogros. Este, a pesar de sacar dos cabezas al
gobernador, sintió empequeñecer ante la terrible
mirada de Ponce—. Es vuestro deber velar por la
seguridad de la expedición. No voy a consentir
que perros de puerto me presionen o muestren
indisciplina, no ahora que estamos tan cerca de la
Fuente. Hacerles callar en sus quejas, prometer
más oro, riquezas, y si ni así se callan, dar un
ejemplar castigo que les cierre la boca por
siempre.
Peñate asintió gravemente con la cabeza y
se separó de Ponce para volver con el grupo de
camaradas. Varios pasos por detrás, de la Vega
había asistido con expectación a los cuchicheos
entre Ponce y Peñate, preguntándose con cierta
inquietud de que estarían hablando, o peor,
conspirando. Intuía que el descubrir la existencia
de Xoltchi había supuesto un serio revés para el
gobernador, y que ahora mismo este se encontraba
perdido sin saber que hacer o donde ir. Ya varios
veteranos de los de Cortés, y algunos de los leales
a Peñate, habían mostrado su malestar ante los
desfavorables acontecimientos en la expedición.
De momento habían sido quejas dichas en voz
baja, entre amigos, pero si esto seguía así, iría a
peor. De la Vega tenía experiencia en estas cosas y
sabía que no había nada peor que un español que
se sintiera engañado o supiera que le habían
mentido. Suyo era el deber de velar por los
intereses de Cortés y llegado el momento los
defendería con toda su fuerza, pero por el bien
tanto de Ponce, como el de todos, pedía a Dios que
todo marchara bien y que ni el gobernador ni
Peñate cometieran villanía o perfidias.
Ya comenzaba a anochecer y las trompetas
de los templos llamaban al descanso a los vecinos.
Los mayas fueron entrando en sus casas y las
calles se quedaron vacías, a excepción de algunos
grupos de indios que iban por ellas encendiendo
antorchas y braseros para que se pudiera ver.
Llegó la comitiva a un hermoso palacio que se
encontraba muy lejos del real español, y ya desde
el exterior llegaban apetitosos olores de comida
recién hecha, luces y el sonido de mucha gente
hablando o yendo y viniendo realizando labores.
Pasaron los castellanos a una amplia sala, donde
se hacía por aquella noche de comedor, y fueron
sentándose en cómodas y mullidas pilas de esteras,
mientras hermosas mujeres les fueron sirviendo
zumos de la tierra y comida. La sala se encontraba
llena de principales y caciques, junto con otros
indios importantes de la ciudad, y todos dieron la
bienvenida a los españoles a su manera, que era
agacharse, tocar con una mano el suelo y luego
llevársela a la boca para dar un beso.
Sentados ya todos, se procedió a dar por
inicio el banquete, que consistió en platos de carne
de venado, perrillo y conejo con frijoles, pescado
de río, huevos de aves y serpiente cocidos,
servidos con diferentes salsas, maíz fresco o
cocido, tortillas, tamales y numerosas verduras y
frutas, frutos secos, ancas de ranas y ciertas huevas
de moscas de río con las que hacían bizcochos,
junto con miel y otras delicias que hicieron
exclamar de placer a los españoles, que ya
llevaban muchos días comiendo raciones de pan
cazabe ya algo mohoso y queso rancio. Para beber
agua fresca, muchos zumos y también vinos mayas,
como el pulque o el baché, que era una bebida que
se hacía de la savia de un árbol, miel de abeja y
agua. Era esta una bebida más para ritos religiosos
que para consumir, pero la llegada de los teules a
la ciudad hizo que se ofreciera la bebida como un
regalo. Los indios eran parcos a la hora de
consumir bebidas alcohólicas, como los
españoles, que consideraban el alcoholismo como
uno de los peores vicios, con todo, apenas se
probaron las bebidas mayas, pues su amargo sabor
no era del agrado de los conquistadores. Peñate,
como siempre, levantó admiración entre los mayas
por su voraz apetito, comiendo por cuatro
hombres, siempre sin dejar de reír, soltar bromas o
pullas a sus compadres.
Amenizaban la cena unos músicos al fondo
de la sala, que tocaban tambores pequeños de
madera y piel de conejo, y flautas de arcillas,
sonajeros y otros instrumentos exóticos, todo era
muy agradable y ameno. Los españoles brindaron
varias veces por la hospitalidad de los mayas y
estos sonreían gravemente intentando agasajar a
sus invitados. Después de cenar, los indios dieron
unas palmadas y lindas muchachas trajeron jarras
de espumoso y frío xocolatl, junto con tizones
ardientes y pipas que los naturales chupaban para
aspirar el humo. Pocos fueron los españoles que
bebieron del xocolatl, y ninguno que tomara de
aquellos tizones y pipas para chupar humo;
excepto Valenzuela, que bebía con avidez el
xocolatl porque le entusiasmaba y después tiraba
de las pipas. Guerrero, viendo los bigotes y la
barba de Valenzuela manchados por la espuma del
xocolatl, rió con grandes carcajadas y dijo.
—A fe mía, Valenzuela, que más parecéis indio
que honesto cristiano, jo, jo, jo…
Y los españoles rieron la gracia, menos
Valenzuela, que sintió el amor propio herido, pero
al fin y al cabo eran bromas entre amigos y no
pasó nada.
—Ignorantes —replicaba Valenzuela fingiendo
estar enojado mientras se recostaba en unos
cojines y aspiraba humo de una hermosa pipa
tallada en madera, imitando a los indios, que se
medio dormían tras la abundante comida y la
relajación que les daba aspirar el humo—, a donde
fueres haz lo que vieres. Lo que pasa es que tenéis
envidia de un hombre de mundo como mi persona.
—Pues yo digo que tenéis razón —terció en la
conversación Ignacio Díaz—, y haré como vos,
noble guerrero, y probaré de estas cosas que los
indios nos tienen a bien dar.
Díaz tomó una jarra de xocolatl que
rebosaba del oscuro líquido y fue a levantarse
para brindar, pero lo hizo de mala manera y la
jarra se le cayó de la mano provocando un
pequeño desastre. De inmediato unas indias se
apresuraron a limpiar lo manchado mientras Díaz
balbuceaba disculpas en medio de las tremendas
carcajadas de los españoles.
—Malandrines, pillastres —medio gritaba Díaz
encarándose con todos y con ninguno—, si os
seguís riendo así, al poderoso Díaz no le quedará
más remedio que batirse en duelo con aquellos que
manchen su honor. Y creedme, no me vacilará el
pulso el hacerlo.
—Vamos, compadre, que nadie os quiere a mal, y
tan solo son pullas amistosas —dijo Peñate entre
sonrisas y devorando con fruición una pierna de
venado asada y comiendo a puñados de una vasija
unos tubérculos sabrosos que los naturales
llamaban patata.
—Pues si el honorable Díaz no puede beber,
entonces chupará de esos tizones, he dicho.
Díaz se acercó a una de las pipas, los
españoles seguían atentos todos sus movimientos,
seguros de que la diversión todavía no había
terminado. Valenzuela apostó que en esta ocasión
Díaz también la liaría, y enseguida las apuestas y
los dineros comenzaron a circular con rapidez.
Díaz, ajeno a la diversión de sus camaradas, se
acerco a uno de los indios y le pidió una pipa. El
cacique, un digno anciano, le tendió la pipa
humeante al castellano, indicándole antes como
debía hacer uso de ella, aspirando el humo,
reteniéndolo en la boca y luego soltándolo poco a
poco. Díaz cogió el objeto, lo miró, lo remiró con
ojo desconfiado, se encogió de hombros, soltó un
voto a tal y aspiró de la pipa como si la vida le
fuera en la tarea tragando cuanto humo pudo. De
inmediato se retorció como si le hubiera picado
una serpiente, tosiendo de manera espantosa,
jadeando y llevándose las manos al cuello, con el
rostro enrojecido y gruesas lágrimas cayendo de
los ojos.
Fueron tan violentos los movimientos de
Díaz, que tiró una mesa con numerosas platos y
vasos, y tropezó con dos criados que portaban
viandas y les derribó al suelo. Los castellanos,
riendo con alborozo los apuros de su amigo, se
palmeaban barrigas y hombros sin dejar de lanzar
carcajadas y bromas. Díaz, que seguía tosiendo,
intentaba aspirar aire puro que le aliviara el ardor
de sus pulmones.
— ¡Agua! ¡Por Cristo bendito! —jadeaba con
ardor y tosiendo—. ¡Apiadaos del pobre Díaz!
¡Qué Dios confunda a estos indios! Me han
engañado y pretendían matarme por abrasamiento.
Los soldados rieron aún con más ganas
ante las demandas de Díaz, hasta que Peñate se
levantó y tendió a su amigo una jarra con agua.
Valenzuela, y otros españoles, procedieron al
reparto de las ganancias por las apuestas. Mientras
esto ocurría, Ponce, que se encontraba con de la
Vega y fray Martín junto al cacique Nahui y otros
principales, observaban divertidos las ocurrencias
de los soldados. Los mayas, por el contrario, se
sentían maravillados y asombrados ante el
inexplicable comportamiento de estos hombres tan
extraños. Poseían aspecto feroz y terrible, y eran
de comportamiento impredecible, nunca habían
visto reír a nadie de tal manera; los indios eran
muy comedidos en su comportamiento social, muy
dignos y graves en sus tratos con los demás, así
que la energía y vitalidad de los españoles les
parecían cosas hartos excepcionales e increíbles.
Una vez que la situación parecía
controlada y que Díaz ya tosía menos, Ponce
centró de nuevo su atención en la conversación con
Nahui y los caciques. El gobernador había
comenzado hablando el primero, asegurando que
los españoles se encontraban aquí en paz, siendo
exploradores enviados por su Rey para conocer
estas tierras y las gentes que en ella habitaban. El
problema era que se habían aventurado demasiado
en la selva, que apenas conocían, y casi se habían
perdido, hasta que encontraron Xoltchi, que les
recibió de maravilla y de seguro les salvaron la
vida. Ponce afirmó estar muy agradecido a los
mayas por su hospitalidad y prometió hablar bien
de su pueblo a su Rey. Luego expresó su asombro
de que los naturales supieran de los españoles y
sus luchas y comercios con los mayas de la costa y
los totonacas.
—No es de extrañar, teule, pues mantenemos
buenas amistades con nuestros hermanos de la
costa —respondió con amplia sonrisa Nahui
mientras chupaba de su pipa. El humo, espeso y
azulado, sumamente aromatizado, permanecía
pesado alrededor de los hombres. Ponce no
pestañeaba, pero de la Vega era más sensible y
notó lagrimear sus ojos, aunque no se quejó ni dijo
nada al cacique. El indio continuó largando en
náhuatl, para evitar intermediarios en la
traducción y así de la Vega poder traducir más
rápidamente a Ponce lo que Nahui decía y agilizar
la conversación—. Ya desde hace varias lunas
hemos sabido de los portentos que allí ocurrían y
la aparición de hombres increíbles, de piel blanca
y barbados, que venían montados en casas
flotantes y cabalgaban a lomos de venados
gigantes, portando el trueno y la muerte, feroces y
crueles en el guerrear, generosos y alegres en la
paz. También hemos oído largar sobre que adoráis
a un único y al parecer invencible Dios, que
señorea allá por donde pasa derrocando con
impunidad a nuestros dioses. En verdad, que al
principio tales portentos nos fueron imposibles de
creer, pero ya estáis aquí, esta es vuestra casa.
Mas os ruego, por favor, que no derribéis nuestros
dioses, pues son buenos con nosotros, nos protegen
de la sequía, de las enfermedades, de las plagas y
de los espíritus que devoran a los vivos, nos dan
buenas cosechas y aseguran el futuro de nuestra
ciudad.
Ponce miró por un instante a de la Vega,
pues no estaba seguro de que decir, y el capitán le
hizo una discreta señal con la cabeza, señalando
luego a fray Martín, que seguía con respetuoso
silencio la conversación. Fray Martín no quiso
entrar en cuestiones religiosas.
—No es el momento adecuado —aseguró el fraile
con convicción—. Sólo soy un pobre fraile y mi
tarea de momento es hablar de Dios si me dejan,
pero no de acabar con los falsos ídolos de esta
ciudad. Detrás de mi acudirán hombres mejor
preparados, en mayor número y terminarán con el
poder del Mal en estas tierras. Cristo entrará en el
corazón de estos hermanos morenos nuestros, pero
no hoy.
—Pues me place escuchar eso —se sinceró Ponce
—, ya que no deseo causar agravios a estos mayas
—luego se dirigió a Nahui, siempre a través del
capitán de la Vega para que le sirviera de traductor
—. No temáis, noble señor, pues no es nuestra
misión el derrocar a vuestros dioses, que por otra
parte son demonios que os tienen engañados. Dios
ya reina en estas tierras y entrareis en Su gracia
por voluntad propia llegado el momento. No, mi
señor, nuestra misión es otra y precisamos para
cumplirla de vuestra ayuda.
Unas criadas, sumamente hermosas, se
apresuraron a retirar los platos con los restos de la
comida, y llenaron de nuevo los vasos con zumos y
pulque. Las muchachas no miraban a los hombres
a los ojos, como era su costumbre, pero de la
Vega, zalamero como solo él sabía serlo, mediante
suaves palabras y gestos, lograba que las indias le
miraran y estas quedaban prendadas de sus ojos
verdes, algo para ellas totalmente nuevo. A Ponce
esto le desagradó en extremo, pues no veía bien
que un hidalgo se rebajara en honra cortejando a
vulgares paganas, por muy civilizadas que
pudieran parecer. Nahui, que no perdía detalle de
nada, volvió a sonreír ante las mañas del capitán
por captar la atención de las servidoras, y dijo a
Ponce.
—Dignase el teule a decir en que le podemos
ayudar mi humilde persona y mi pueblo.
—Mi Rey siente mucha curiosidad por estas
tierras que recién comenzamos a explorar, digno
señor, y ha escuchado hablar de muchas cosas
maravillosas, algunas creíbles y otras no tanto.
Para saber que puede ser verdad y que engaño o
exageración, me ha enviado a mi y a los míos para
que descubramos cuan cierto hay en todo lo que se
cuenta. En concreto, nuestra actual misión, noble
señor, es hallar una Fuente de la que se dice que
sus aguas son mágicas y que quien beba de ellas
recupera el vigor y la juventud de antaño. Sé por
buenas fuentes, que la localización de la Fuente de
la Juventud se encuentra por esta zona, aunque no
sé exactamente donde, pero tengo un mapa que me
dio un mexica que estuvo aquí de joven que me ha
traído hasta este lugar. Si vos quisierais echarle un
vistazo, tal vez me podríais ayudar con la
localización exacta de la Fuente…
De la Vega fue traduciendo al náhuatl con
fluidez todo lo que iba diciendo Ponce, mientras el
cacique escuchaba con atención. Cuando el
gobernador llegó a la parte de la Fuente y del
mapa, que ya sacara de su jubón y comenzará a
desenrollar, Nahui puso cara de espanto y comenzó
a dar gritos de terror y a llamar la atención de los
demás caciques y principales. Al instante se hizo
el silencio en la sala mientras los músicos dejaron
de tocar y los comensales, intuyendo que algo iba
mal, iban callando uno a uno. Ponce, extrañado,
miró a de la Vega y le preguntó.
—Por Cristo bendito, ¿Qué pasa? ¿He dicho algo
malo?
—No lo sé, señor, he traducido lo más fiel posible
lo que me ha ido largando. Quizás he dicho algún
inconveniente. ¿Vos que pensáis? —preguntó a su
vez el capitán al fraile, pero fray Martín se
encogió de hombros; él tampoco sabía que estaba
pasando.
Nahui se levantó mientras seguía con los
gritos y daba palmadas. Las muchachas se
retiraron a toda prisa y los criados salieron de la
sala. Los caciques se reunieron alrededor de
Ponce, de la Vega y el fraile, con rostros muy
serios y graves. De la Vega, pensando que quizás
les atacaran, se puso en pie con la mano en el
pomo de la espada; un español no iba desarmado
en estas tierras nunca, ni siquiera cuando iba a
realizar sus necesidades. Ese gesto fue
rápidamente interpretado por el resto de soldados,
y Peñate ordenó a todos que estuvieran
preparados, pero que no hicieran nada a no ser que
los mayas atacaran primero. Los indios, cuyas
intenciones no eran hostiles, tranquilizaron los
ánimos, diciendo que no atacarían a quienes
habían aceptado como huéspedes, y que tan sólo se
habían alarmado ante lo dicho por su cacique
principal.
El anciano Nahui, con mucha alarma en su
moreno y arrugado rostro, se volvió hacia Ponce y
de la Vega y dijo con voz quebrada por el espanto.
—Perdonen los teules mi reacción, pero tengan a
bien saber que han dicho algo que en este pueblo
está prohibido mentar tan siquiera.
— ¿Y qué es, señor? —preguntó con humildad
Ponce.
—No puedo decirlo —respondió con terror Nahui.
— ¿Es sobre la Fuente? —se aventuró a decir
Ponce, que obtuvo su recompensa cuando vio en la
cara del anciano la desesperación.
— ¡El teule no nombre tan perversa maldad si no
quiere que los dioses le castiguen!
—Perdone vuase merced —intervino conciliador
de la Vega—, pero si hemos cometido mal ha sido
por torpeza, no por voluntad, y rogamos se nos
perdone, pues al fin y al cabo somos extraños en
estas tierras y desconocemos sus costumbres.
—Por eso están perdonados, mas no puedo decir
nada más sobre el tema —insistió Nahui. Ponce,
que comenzaba a irritarse, se puso en pie
encarándose con el cacique y diciendo de mala
manera.
—Pues yo he venido hasta aquí para hallar esa
Fuente, en nombre de mi Rey, y no me marcharé
hasta haberla encontrado o al menos saber de ella.
No he recorrido tanto ni padecido quebrantos para
dar media vuelta sin nada.
—La Fuente es muerte y destrucción, para todos,
incluidos los teules. Muchos han intentando
acceder a sus secretos y han encontrado espantoso
fin. Se encuentra protegida por terroríficos
guardianes, espíritus que devoran la carne de los
vivos.
— ¡Voto a Dios! —blasfemó Ponce ante la
traducción de la Vega— Que harto me encuentro
de estas supersticiones de indios. No creo en tales
memeces, y Dios es más poderoso que todos estos
falsos ídolos. Marcharemos en busca de la Fuente
y el Señor nos protegerá.
—Yo no sé si ese Dios vuestros os ayudará, noble
teule —replicó Nahui tras la interpretación del
capitán—, pero os repito que la Fuente que
buscáis se encuentra en una ciudad sagrada, que
fue habitada hace mucho tiempo por los mismos
dioses. Es mágica y se encuentra bajo la
protección de poderosos conjuros, está prohibido
verla, viajar tan siquiera a ella, y en ella moran
feroces espíritus de guerreros devoradores de
hombres.
—Si tanto la teméis, allá vosotros. No os pedimos
que vengáis con nosotros —dijo Ponce muy digno
—. Los españoles somos valientes, muy
acostumbrados a sufrir, y marcharemos solos a esa
ciudad, tan solo decirnos como llegar. Y si hay
espíritus, nos desharemos de ellos con la Cruz —y
tomó su crucecita de oro del cuello y la besó
repetidas veces.
—No es tan fácil, teule, pues no es sólo problema
vuestro, sino también de los que vivimos en
Xoltchi. Si despertáis a los espíritus protectores,
la muerte no os vendrá únicamente a vos y los
vuestros, sino que también caerá sobre mi pueblo
con feroz crueldad. Los guerreros devoradores de
carne nos destruirán y extenderán el mal sobre
todas las naciones del mundo. No, no podemos
arriesgarnos a ese peligro.
—Os ordeno en nombre de mi Rey y de Dios que
me digáis donde se encuentra la Fuente —exigió
Ponce perdida ya la paciencia. Los soldados, cada
vez más nerviosos, miraban a todos lados,
vigilando atentos a los mayas. Cada vez iban
entrando a la sala más guerreros armados y con
rostros hoscos. De la Vega, que intuía que de aquí
no se podía sacar nada bueno pues ellos eran
pocos y los indios miles, le dijo a Ponce.
—Señor, vuestra actitud no ayuda en nada a la
expedición. De malas maneras no logrará sacar
nada a los indios. Recordad que estamos en su
ciudad y son miles sus guerreros. Si no quiere
acabar vuase merced en el altar de los sacrificios
deberá templar el ánimo y tener paciencia. Es
mejor que nos retiremos y demos terminada por
hoy la velada.
— ¿Doblegarme ante estos indios salvajes? —
inquirió Ponce con los ojos muy abiertos por la
indignación—. No me retiraré sin saber de la
Fuente.
—Señor —el tono de voz del capitán de la Vega
fue glacial, autoritario y cargado de velada
amenaza, dirigida contra el irascible gobernador
—, haríais bien en recordad que esta no es solo
empresa para encontrar una fuente, sino también
para conseguir oro y jade. En las instrucciones de
Cortés se contempla que en caso de hostilidades
con los indios, mi persona tome el mando de la
expedición. Tentado estoy de hacerlo, vive Dios,
si no recobráis el buen juicio y no perdéis de vista
lo que nos estamos jugando. O nos retiramos con
buen orden y educación, o me veré obligado a
tomar el mando y dar por terminada la empresa,
juro por Dios que lo haré.
— ¿Vos…? —Ponce fue a replicar al capitán, pero
se calló al ver en los ojos de la Vega la
determinación a cumplir con lo dicho. El
gobernador suspiró y tras unos tensos instantes,
reconoció que eran lógicas las palabras del
capitán. La terquedad del cacique le había
exasperado, sobre todo al saber con certeza que la
Fuente se encontraba en la zona. Estar tan cerca de
sus aguas y no encontrarlas por culpa de los
patéticos miedos de los indios le sacaba de quicio,
pero se prometió paciencia; existían otras maneras
de poder conseguir información. Asintiendo con la
cabeza, dijo al capitán— Esta bien, tenéis razón.
Mejor será que nos retiremos al real, descansemos
y mañana Dios proveerá.
Nahui, tras comprobar que los españoles
deseaban retirarse a descansar, respiró aliviado y
dijo con voz muy solemne.
—Los teules muestran sensatez y prudencia. Cada
cual se retire a descansar, y mañana veremos qué
podemos hacer para que vuelvan a la costa con
seguridad y rapidez.
—Antes de retirarnos, noble señor —dijo Ponce
inspirado por una idea—, pido disculpas a vuase
merced y a su pueblo si en algo les hemos
ofendido. Es mi celo por cumplir con mi deber
ante mi Rey lo que me ha conducido a tan
maleducado comportamiento.
—El teule no se preocupe, pues es encomiable su
deber hacia su soberano.
—No obstante, sigue siendo mi deber llevar
información al Rey. Si bien no le puedo llevar la
localización de la Fuente ni sus aguas, al menos
que le pueda contar la historia de tal portento. ¿No
sería posible que algún servidor vuestro tuviera a
bien contarme el origen de esa Fuente y de
vuestros dioses, de esa ciudad? De esta manera,
mi Rey se mostraría satisfecho, prudente como es,
de seguro que prohibirá a los españoles que
busquemos la ciudad y la Fuente.
—Siendo así —reflexionó Nahui sin darse cuenta
del astuto engaño de Ponce—, os enviaré a un
sacerdote a vuestros aposentos para que os cuente
lo que mentáis y os pueda servir ante vuestro rey.
Dicho esto, los mayas se retiraron con
mucha solemnidad tras despedirse repetidas veces
de los españoles, que todavía se estaban
preguntando qué demonios había pasado para que
a punto estuvieran de tirar de las armas. Ponce,
mirando con astuta sonrisa a de la Vega, aseguró
que todavía no estaba perdida la empresa. De la
Vega, por su parte, no gustó de las artimañas del
gobernador y no creía que la cosa terminara bien,
aunque ahora que sabía que la Fuente no era un
mito, sino verdad, su curiosidad podía más que la
prudencia. Solamente le inquietaba la insistencia
de los mayas en decir que se encontraba protegida
por espíritus y brujerías. ¿Qué maravillas se
encontraban en lo más profundo de la selva
esperando a ser descubiertas? ¿Lograrían
encontrar la juventud e increíbles riquezas? ¿O la
más espantosa de las muertes?

***

Una vez ya en el real, los españoles


descubrieron un nuevo regalo por parte de los
mayas: les esperaban numerosas muchachas
jóvenes, agraciadas y limpias, una por cada
soldado, para que les dieran placer esa noche. Los
castellanos, repuestos de la sorpresa, dieron las
gracias a Dios por la generosidad de los indios y
se frotaron las manos, contentos de poder yacer
con mujeres de suave y morena piel. Ponce
preguntó a de la Vega si era bueno aceptar el
ofrecimiento, esperanzado de que el capitán dijera
que no como la otra vez en Cempoal. Para su
desgracia, en esta ocasión el capitán, que sonreía
mirando a las jóvenes, aseguró que se veían
obligados a aceptarlo, pues lo contrario sería un
grave insulto a los habitantes de Xoltchi y a saber
cómo se lo podían tomar.
Entre miradas de lujuria y murmullos de
satisfacción, los españoles observaron a las
jóvenes, que permanecían en silencio, en actitud
de sumisión, con las miradas al suelo, tal como las
habían enseñado, aunque alguna que otra se
aventuraba a mirar a los extraños hombres
barbados con miradas de asombro y picardía a
partes iguales. Era evidente que las muchachas no
eran hijas de principales o caciques, sino
sirvientas, pero eran jóvenes, limpias y hermosas,
más no se podía pedir. Peñate juraba y perjuraba,
pidiendo dos para llevarse a sus alcobas, entre las
risas y las chanzas de los castellanos. Ponce,
indignado e irritado por la situación, tentando
estuvo de rechazar a las indias, aunque no se
atrevió a hacerlo. Viendo al gigantesco come
ogros lamerse los labios con la lengua y al resto
de bravos lanzando risas y gracias a Dios, intuyó
que si mandaba retirarse a las indias la toma de
Cartago por Roma iba a ser una merienda
campestre comparada con lo que ocurriría entre
las paredes del real.
Con un enorme suspiro de resignación,
Ponce tuvo que aceptar que por esa noche se
repartieran mujeres entre la soldadesca, aunque tal
tarea se la dejó a de la Vega, ya que él no se
encontraba de humor para hacerlo. Peñate protestó
porque quería ser él quien hiciera ese deseado
trámite, pero de la Vega solucionó el conflicto
dejando que el iracundo come ogros eligiera en
persona a la india que más le placiera. Con un
“¡Voto a Dios!”, Peñate agarró por el brazo a una
india, sin demasiada delicadeza y se la llevó
consigo ante la furiosa mirada del capitán de la
Vega, que no gustaba que trataran con tanta rudeza
a las mujeres.
El resto de soldados avanzaron con la
intención de hacer lo mismo que Peñate: elegir una
moza, pero de la Vega se interpuso entre los
rufianes y las muchachas con el rostro ceñudo, las
manos en los pomos de la espada y la daga. Con
voz de trueno, dijo.
—Atrás, perros, que así no se harán las cosas. Si
he dejado al capitán Peñate elegir ha sido por
deferencia, pero hasta aquí hemos llegado. Yo
repartiré a las mancebas, y os tendréis que
conformar con la que os toque. Si alguno se queja
o monta bronca, juro por Dios que le parto la
cabeza.
—Capitán, no somos mozos a quien…
— ¡Cierra la boca, Núñez! —bramó como toro
furioso de la Vega, chispeando sus ojos de rabia—
Aquí mando yo y no permito ni un solo comentario.
Si deseas discutir, saca el acero y discutimos aquí
y ahora —Núñez fue a protestar, pero no lo hizo al
darse cuenta de que sus compañeros le habían
dejado solo en el trance, pues todos conocían la
habilidad del capitán de la Vega en la lucha y no se
consideraban locos como para cruzar con él la
espada. Además, Valenzuela, Guerrero y varios
veteranos ya se habían colocado alrededor del
capitán para apoyarle. Núñez tuvo que aceptar la
reprimenda y condiciones del capitán. De la Vega,
comprobando que nadie más iba a retarle, continuó
hablando—. Bien, con orden y concierto, iré
dando una india por soldado. Aunque están para
darnos placer por una noche, son mujeres y como
tales se les debe respeto. Como me entere de que
forzáis, humilláis o pegáis a una sola de ellas, os
cuelgo de la aceiba más alta que encuentre, esto lo
juro por el honor de mi familia y de Dios.
Dicho eso, de la Vega fue entregando una
india a cada soldado, como si fuera un señor de
tiempos pasados. Ponce, que admiraba el temple
del capitán para estas cosas, viendo que todo se
encontraba en buenas manos, se marchó a sus
habitaciones, donde se encontró con una sorpresa:
allí le esperaba pacientemente una hermosa y
joven muchacha, una de las hijas de Nahui, de
intensa belleza. Unas criadas le saludaron y se
marcharon respetuosamente, dejando en la estancia
unas antorchas encendidas en las paredes y varios
platillos con un poco de comida y agua en una
jarra. La muchacha se encontraba de pie, con una
túnica blanca que le llegaba hasta los muslos.
Pulseras de oro fino adornaban sus muñecas y
tobillos, y su pelo negro, liso y abundante lo tenía
recogido en dos caracolas a los lados de la
cabeza, sujetados con hilos dorados. Un collar de
joyas y plata le colgaba sobre sus grandes pechos.
Ponce se quedó quieto, pues esto no se lo
esperaba. Había imaginado que al marcharse del
salón donde de la Vega andaba repartiendo a las
indias, se libraría del trámite de tener que yacer
con una, pero ahora se encontraba con la muchacha
en su habitación y sin saber qué hacer con ella. ¿La
despachaba sin miramientos, o simplemente se
acostaba y la ignoraba? No sabía qué hacer, pues
si la echaba podía insultar el honor de Nahui con
graves consecuencias. Maldijo su mala suerte,
pues no quería ni deseaba acostarse con una india,
era un hidalgo, vive Dios.
La muchacha, constatando las dudas en el
rostro del conquistador, sin mentar palabra, se
quitó con rapidez la túnica y se quedó desnuda
frente al español. Ponce, con la boca abierta de la
sorpresa, contempló ensimismado el sensual y
hermoso cuerpo moreno de la muchacha, joven y
sugerente. Por su cuerpo, en el interior de los
muslos y en los pechos tenía tatuajes de color
negro que invitaban a mirarlos más cerca. La india
se acercó a la cama, un dosel con finas mantas de
algodón y pieles de jaguar y se recostó de manera
provocativa en ella. Ponce sintió como su hombría
se despertaba con violenta fuerza. En verdad que
la Fuente era un prodigio, pues su sola cercanía ya
ayudaba a recuperar la virilidad. Con feroz
sonrisa, comenzó a quitarse la ropa y
prácticamente corrió hacia la muchacha.

***

Tras el reparto de las indias, de la Vega se


marchó con la suya a la habitación y en el real
reinó el silencio, roto ocasionalmente por risas
apagadas, gemidos de placer o suspiros de
satisfacción. Los centinelas se lamentaban de su
mala suerte por tener que estar de guardia, aunque
más tarde, cuando les relevaran, ya les tocaría a
ellos gozar de los placeres de la carne. En general,
esa noche los españoles durmieron poco, aunque
nadie se quejó por ello. Ponce, en su cuarto,
descubrió goces insospechados y su amante le
agotó como ninguna otra mujer lo hizo, y tras
copular varias veces, el gobernador se juró que no
se marcharía de la selva sin conseguir beber de las
aguas de la Fuente de la Juventud, aunque tuviera
que quemar Xoltchi para conseguirlo.
Fue muy avanzada la noche cuando una
serie de gritos desgarradores rompieron la quietud
que reinaba en el real español. Eran gritos de
mujer, suplicantes, de dolor, y aunque no se podían
entender, era evidente que pedían auxilio. Los
corredores de turnos corrieron al origen de las
voces, pues a las súplicas de la mujer se juntaban
espantosas maldiciones e insultos varoniles. Los
centinelas, tras descubrir que el escándalo
provenía de las habitaciones de Peñate, no
supieron que hacer y se preguntaban si no sería
mejor avisar a Ponce de León de lo que ocurría.
—Pero date prisa, por Dios, pues parece que ahí
dentro estén matando a una india —dijo uno de los
centinelas.
— ¡Feria mi ánima! ¿Qué ocurre aquí? —demandó
saber con fuerza el capitán de la Vega apareciendo
en pantalón, sin botas ni camisa, pero con el cinto
de la espada en su vaina en una mano y en la otra
una daga. Su poderosa musculatura brillaba ante la
luz de las antorchas de las paredes del pasillo, y
su corpulencia y altura eclipsaba a los soldados,
que suspiraron de alivio al ver llegar al oficial.
—Señor, unos gritos de mujer provienen de las
estancias del capitán Peñate…
—No hace falta que lo jures, no soy sordo. ¡Eh!
¡Abrid de inmediato la puerta! —de la Vega
aporreó la puerta de madera tan fuerte que parecía
que esta se venía abajo. Los gritos de la mujer
arreciaron, y también los de Peñate, que gritó que
mataría al primero que osara entrar en la
habitación. Más y más soldados acudieron al lugar
atraídos por el escándalo; todos lo hicieron
armados, pues en un principio pensaron que les
estaban atacando los mayas.
De la Vega volvió a gritar que se abriera la
puerta, pero sólo obtuvo el sonido de golpes, de
muebles que se volcaban, de más gritos femeninos
seguidos de maldiciones del gigantesco capitán y
de sonoras bofetadas. De la Vega, imbuido de
cólera al imaginar infamia, de un patadón derribó
la puerta, que no tenía ni siquiera cerrojo, pues los
indios no conocían tales cosas en nombre de la
seguridad. Entró furioso exigiendo saber qué
pasaba.
En la habitación parecía que había pasado
un huracán, pues todo estaba por los suelos, las
mantas tiradas o hechas jirones y hasta las paredes
manchadas de comida o bebida. La india,
ensangrentada, con golpes en el rostro y el cuerpo,
se acurrucaba desnuda en un rincón de la estancia
mientras Peñate, desnudo también, se erguía
gigantesco y amenazador sobre la desventurada.
Todo el cuerpo del come ogros era una inmensa
mole de músculos abultados con una frondosa capa
de vello oscuro, lo que le confería una mayor
apariencia de oso. Su enorme y medio flácido
miembro viril le colgaba entre las piernas como si
fuera una espada. Su rostro, con los ojos que se
salían de las orbitas, era una espantosa mascara de
rabia y crueldad, mientras sus malignos ojos
despedían chispas de maldad y desprecio.
— ¡Puta india! —gritaba a la joven mientras la
cogía con una mano por el cuello, la alzaba en vilo
y con la otra le daba un puñetazo en el estómago—
¡Te voy a enseñar yo, zorra! ¡Guarra, harás lo que
te pida aunque no te guste!
— ¡Basta! —gritó fuera de sí de la Vega— ¡Soltad
a la india de inmediato y daos preso en nombre de
la Justicia y de su Excelencia Hernán Cortés!
Peñate ignoró la demanda del capitán y
continuó golpeando con saña a la muchacha e
insultándola. De la Vega, que apenas podía tolerar
los abusos a las mujeres, se acercó a grandes
zancadas hacia el enorme come ogros y le puso
una mano en el hombro velludo.
— ¡Cesad de inmediato en este comportamiento
poco digno de un…!
No pudo terminar la frase, porque Peñate
se giró y golpeó al capitán en el rostro con el puño
con tremenda fuerza. De la Vega, que medio se
esperaba algo así, pudo esquivar el golpe a
traición, aunque no del todo, por eso acusó el
impacto que si le hubiera dado de lleno casi le
arrancaría la cabeza. Aún así, fue tal la fuerza, que
reculó varios pasos hacia atrás y casi cayó al
suelo; la espada se le soltó de la mano y rodó lejos
de su alcance.
Peñate, encolerizado y con sed de sangre,
soltó a la india que cayó al suelo medio muerta y
se lanzó a por de la Vega dispuesto a triturarle
todos los huesos por su impertinencia. De la Vega,
recobrando a tiempo los sentidos, vio venir al
come ogros y con la mano libre, en la otra tenía la
daga, cogió un baúl de cañas que tenía a su lado y
lo estampó con todas sus fuerzas en la cabeza de
Peñate. El golpe fue demoledor, pero el mueble
era de cañas y a Peñate sólo le causó dolor y
sorpresa, poco más. Fue suficiente para frenarle en
su embestida, que aprovechó de la Vega para darle
un puñetazo en un costado, en las costillas. Peñate
se dobló por el dolor, y de la Vega le pasó el brazo
por el cuello para apretar con furia homicida. Alzó
la mano con el cuchillo, dispuesto a clavarlo en el
corazón de su gigantesco contrincante.
— ¡Por Cristo bendito! —gritó Ponce que había
llegado a la habitación, avisado por los centinelas,
a tiempo para ver como de la Vega se enganchaba
al cuello de Peñate— ¡Parad a esos dos de
inmediato! —ordenó con voz potente a los
soldados.
Un grupo numeroso de españoles entraron
a todo correr en la estancia justo a tiempo de
detener el brazo del capitán de la Vega, que ya iba
a clavar la daga en el pecho de Peñate. Fueron
necesarios al menos medio docena de hombres por
cada capitán para detenerlos e inmovilizarlos, tal
era la fuerza de ambos oficiales; en el caso de
Peñate, incluso se tuvo que llegar a golpearle dos
veces con una porra de madera en la cabeza para
hacerle entrar en razón.
— ¡Te mataré, marrano, hijo de un perro sarnoso!
—aullaba Peñate desde el suelo donde los
soldados le tenían sujeto— ¡Estás muerto! ¿Me
oyes, hijo de puta? ¡Muerto!
— ¡Canalla, vil bellaco! —le increpaba a su vez
de la Vega desde el otro lado de la habitación—
¡Violador de mujeres! ¡No creáis qué vais a
escapar así de fácil! ¡Haré que os cuelguen, lo juro
por Cristo que es mi Señor!
De la Vega se encontraba de pie, vigilado
por seis soldados, aunque no se encontraba
sujetado, porque ya la furia homicida se había
desvanecido y, aunque encolerizado, se podía
razonar con él. Ponce ordenó que se encerrara a
Peñate en una habitación aparte, se le atara de
manos y pies y se pusiera guardia en la puerta. Los
conquistadores ataron con jirones de mantas a
Peñate, que no dejaba de gritar y amenazar de
muerte a todos los presentes; se lo llevaron en
alzas por los pasillos donde resonaban sus gritos y
aullidos. Ponce miró a la india, tirada en el suelo,
que se desangraba por numerosas heridas, y
observó que por el ano presentaba una tremenda
hemorragia.
—Dios me ampare —suplicó en voz baja mientras
besaba su pequeño crucifijo.
Varias indias entraron con los rostros
descompuestos por el miedo y se llevaron a la
desventurada muchacha con delicadeza, para
atenderla y curarla de las heridas. Los soldados,
abochornados e intuyendo que había pasado allí,
permanecían callados y a la expectativa. Ponce se
acercó a de la Vega y pidió explicaciones.
—Vuestros ojos ya lo han visto, señor —replicó
airado de la Vega, con el rostro enrojecido y
jadeando por el esfuerzo de tener que controlar la
rabia—. Ese bellaco de Peñate estaba golpeando a
esa desventurada, a saber qué cosas le habrá
hecho, y si no llega a ser por mi intervención, la
hubiera matado. Cuando le di el alto, no solo no
me hizo caso, sino que me atacó. ¡Exijo un consejo
de guerra para colgar cuanto antes a ese perro!
—Por Dios misericordioso, capitán, no podemos
hacer tal cosa —explicó Ponce—. Peñate me es
imprescindible y no puedo colgarle.
—Señor, con todos mis respetos, en cuanto la
india vaya con el cuento a los mayas estos nos
pedirán justicia, y, o la damos nosotros, o la van a
tomar ellos. Y ese miserable no puede escapar de
su delito.
—Yo hablaré con los indios. Sabré calmar su justa
indignación. En cuanto a Peñate, le amonestaré
severamente, mas ahora no podemos hacer nada
contra él, le necesitamos y a sus hombres.
— ¡Señor! —gritó de rabia de la Vega— No
podemos dejar pasar un crimen así. No sólo
porque ante los ojos de Cristo está mal, sino
porque si lo hacemos, daremos pie a que otros
crean que pueden actuar con infamia e impunidad.
—De la Vega —replicó Ponce con la misma furia
—. No haré nada por el momento contra el capitán
Peñate, pero os prometo que cuando estemos de
vuelta en Nueva España lo entregaré preso a
Cortés para que le someta a consejo de guerra; es
lo más que puedo hacer dadas las circunstancias.
—Os equivocáis, señor, pero acepto vuestra
promesa de que en cuanto estemos en Tenochtitlan
pongáis a ese villano bajo mi custodia. Juradlo por
Dios nuestro Señor.
—Lo juro.
De la Vega se calmó un tanto, pero aún así
los españoles que le vigilaban no le perdían ojo.
Conocían de sobra la furia de su capitán y sabían
lo peligroso que era, tanto si se encontraba armado
como si no. Ponce, mirando la habitación toda
revuelta, a los soldados que murmuraban en
corrillos y a los espantados criados mayas,
maldijo en su interior a Peñate por enturbiar la
empresa y seguramente poner a mal a los indios
con su persona. Se volvió de nuevo hacia de la
Vega y le dijo.
—Capitán, si no llega a ser por mi pronta entrada
en la habitación hubierais apuñalado a Peñate.
—No merecía menos —fue la acerada respuesta
del rubio capitán.
— ¡Pardiez, que de locos es mi compañía! —
exclamó indignado el gobernador— Muy rápido
tiráis de acero y no me gusta. Que no se vuelva a
repetir o también me veré obligado a tomar
medidas contra vos. Ahora, todo el mundo fuera,
que vengan unos criados a recoger esto, y si
vuelve a ocurrir algo parecido, la prudencia ya no
retendrá mi brazo. ¡Marchaos todos!
Los soldados, sin dejar de murmurar, se
fueron yendo poco a poco. Algunos lanzaban
miradas aviesas a de la Vega, unos pocos, los
amigos de Peñate, pero la mayoría se acercaban al
capitán para felicitarle por su caballeresca actitud
al salir en defensa de una india desvalida. En ese
momento hizo acto de aparición Ignacio Díaz,
descamisado y espada en mano, con una pierna de
venado en la otra.
— ¡Cristo Bendito! —gritó alarmado— ¿Qué
ocurre aquí? He oído gritos de una dama en
auxilio. El intrépido y galán Díaz acude en socorro
de la dama. A mí, villanos, y probar la furia de mi
acero.
—A buenas horas, jo, jo, jo… —rió con ganas un
soldado.
Lo hilarante de la situación hizo que
muchos comenzaran a reír y se disipara un poco la
tensión. Díaz, confundido, se dejó llevar por sus
compañeros que entre risas y bromas le contaban
lo ocurrido. En la habitación quedaron Ponce,
Núñez, Gerónimo Verdugo y Valenzuela, que
recogía la espada del capitán de la Vega del suelo.
—Voto a Cristo —renegó Núñez—, vaya
escándalo, y todo por una miserable india.
— ¡Callaos! —le espetó con dureza Ponce— No
quiero oír hablar así a nadie más acerca de los
indios. De todas formas, algo de razón tenéis. No
comprendo porque de la Vega se ha puesto así.
Pensaba que tenía más nervio.
—Eso es porque no le conocéis, señor —intervino
Valenzuela en la conversación con la espada en la
mano. Su pícaro rostro miraba a unos y a otros,
con una siniestra sonrisa.
— ¿Qué queréis decir? Explicaos —exigió Ponce.
—Quien sabe de la tragedia personal del capitán
comprende porque este es tan caballeroso con las
mujeres y tan cruel con aquellos que las desean
mal. Dejadme que os cuente una historia, señor, y
no juzguéis tan rápido.
Valenzuela explicó que el capitán de la
Vega siempre defendía a las mujeres, fueran
cristianas, infieles o paganas, de los maltratos o
abusos de los hombres, y que el miserable que
sufría sus iras podía dar gracias a Dios si no se
encontraba con un palmo de acero en el estómago,
ya que el capitán no concedía merced en estas
cuestiones. El porqué de tanta rabia era porque,
primero, era un hidalgo, miembro de una ilustre y
antigua familia de caballeros, su padre mismo
había sido un héroe con los Reyes Católicos en la
lucha contra los moros y su abuelo, Hurtado el
oso, llamado así por su corpulencia, un afamado
caballero. Desde pequeño, aparte de una buena
educación, se la habían inculcado una serie de
valores sobre caballería que siempre defendía, y
entre esos deberes se hallaba defender la honra de
cualquier mujer.
Segundo, y esto era lo más importante,
aseguró Valenzuela, el capitán de la Vega tuvo una
hermana, Doña María Isabel, que se casó con un
acaudalado noble de Valencia, y que viajando en
verano desde esta hermosa ciudad a Sevilla, por la
costa levantina para refrescarse con la brisa
marina, para atender unos asuntos de su marido
junto a su cuñado y séquito de pajes y damas, tuvo
un inesperado encuentro con piratas berberiscos.
Estos piratas eran el terror del Mediterráneo, azote
de la Cristiandad, y sus correrías no conocían
límites ni frenos. Atacaron por sorpresa la
comitiva, quizás en busca de rehenes a los que
canjear por cuantioso botín, pero no esperaron
encontrar tan férrea resistencia. El cuñado de
Doña María Isabel, y cinco de sus hombres, se
batieron con tal bravura y destreza, que numerosos
fueron los canallas moriscos que perecieron bajos
sus espadas, aunque al final, por la simple ventaja
del número, los valientes fueron muertos. Los
piratas, rabiosos y sedientos de venganza por las
pérdidas sufridas, la tomaron con los prisioneros,
indefensos pajes, criados, mercaderes y damas, y
los pasaron a cuchillo, a los hombres mediante
atroces torturas, y a las mujeres tras someterlas a
violaciones múltiples y humillaciones aberrantes.
Peor destino fue el de la hermana del capitán de la
Vega. La ultrajaron todavía más si cabe, cortaron
sus cabellos para llevárselos a brujos y, tras
violarla salvajemente, cortaron su cabeza y la
pusieron en lo alto de una pica, para que la
encontrara así su marido que seguía en Valencia
ajeno a todo.
—Se podrá imaginar vuase merced el impacto que
tuvo esto en el capitán —terminó de contar
Valenzuela con rostro muy serio—. De la Vega
quería a su hermana con locura, y que muriera de
tan atroz manera le marcó de por vida. Una vez me
explicó que cada vez que ve a una mujer
maltratada o violada, por su mente pasa la imagen
de la cabeza de su hermana clavada en la pica, y
entonces un velo rojo le cubre la razón y no para
en mientes ni futesas, así de simple. ¿Explica esto
la actuación del capitán? Suerte ha tenido el
capitán Peñate de no verse muerto.
—Comprendo… —Ponce pensó que la historia de
la muerte de la hermana del capitán de la Vega era
espantosa, y se quedó pensando en todo lo
escuchado. Valenzuela, lanzando una mirada de
desafío a los compinches de Peñate, salió muy
digno de la habitación.

***

Peñate fue encerrado en una habitación


donde se guardaban platos y cestas, atado
reciamente de manos y piernas. Como no dejaba
de gritar y lanzar insultos y amenazas, los guardias
terminaron por ponerle un trapo en la boca, para su
tranquilidad y que los indios no pensaran que se
estaba matando a alguien. Peñate rabiaba y se
revolvía por los suelos como si le picaran mil
serpientes. Con los pies dio patadas a las paredes,
a las pilas de cacharros, destrozándolos, hasta que
cansado se estuvo quieto, a la espera de lo que
sucediera.
Ponce, cuando quedaba poco para que
amaneciera, fue a visitar a su socio, al que halló
medio adormilado tirado encima de un montón de
trozos de platos y vasijas destrozadas. El come
ogros, al escuchar el sonido de la puerta al
abrirse, abrió los ojos y volvió a sus enérgicos
movimientos e insultos atenazados por la mordaza,
hasta que descubrió la figura del enojado
gobernador y se calló.
—Maldita sea vuestra estampa —dijo Ponce a
manera de saludo—. Mirad a lo que vuestro vicio
os ha conducido. ¿Qué voy a hacer con vos ahora?
Peñate no pudo responder, el trapo en la
boca no le dejaba hablar, así que Ponce se agachó
y se lo quitó de enérgico tirón.
—Ah —respiró con fuerza Peñate—. Gobernador,
que este indigno trato no es para un soldado del
Rey.
— ¿Indigno? Os debería colgar, y tentado estoy de
hacerlo. ¿Es qué no podéis calmar vuestras ansias
hasta que encontremos la Fuente? Luego hubierais
tenido tiempo y dinero para tener a cuantas indias
para violar quisierais.
—Gobernador, yo…
— ¡Vos nada! —gritó con fuerza Ponce poniéndose
en pie— Callad de inmediato y no habléis. He
logrado llegar a un trato con el capitán de la Vega,
que ya pedía que vistierais de soga.
—Ese maldito perro. Tenía que haberlo matado…
—Si no llega a ser por mi intervención, Peñate, os
hubiera matado él a vos. No estáis en posición de
hacer o decir nada, pues de la Vega, si quisiera,
acabaría con vos en consejo de guerra. No
obstante, es hombre prudente. Sabe que ir a por
vos puede ocasionar que vuestros hombres se
levanten en armas, así que ha aceptado mi
propuesta.
— ¿Y qué propuesta es esa? —quiso saber furioso
Peñate.
—Cuando consigamos la Fuente y volvamos a esa
Temixtistan, se os pondrá bajo la custodia de
Hernán Cortés.
— ¡Eso es la horca! —protestó muy disgustado el
gigante.
—Al menos os he ganado tiempo. Favor que me
debéis, Peñate, otra vez, porque digo yo que en
este viaje puede pasar de todo: accidentes, ataques
de indios, enfermedades…
—Entiendo —sonrió siniestramente Peñate.
—Os soltaré, Peñate, pero será la última vez que
os ayude. Refrenar vuestros bajos instintos,
primero hemos de encontrar la Fuente. Dejad en
paz al capitán de la Vega, evitar los
enfrentamientos. Después, ya veremos…
Ponce salió de la sala y ordenó a los
soldados que desataran al capitán. El gobernador
marchó a sus habitaciones para desayunar y
vestirse. Reflexionó en lo sucedido en la noche. Su
magnífica actuación con la hermosa india, hija de
Nahui, y que le había puesto de excelente humor,
se había visto eclipsada por el incidente entre los
dos capitanes. Admiraba a de la Vega, por su
hidalguía y buen hacer, pero necesitaba a Peñate,
que le era absolutamente fiel y una espada temible
a su servicio. No sabía qué hacer, si entregar a
Peñate a Cortés para su juicio, o perder a de la
Vega. Todo dependería del hallazgo de la Fuente y
de cómo reaccionaran unos y otros.

CAPÍTULO VIII

PONCE DE LEÓN ESCUCHA UNA INCREÍBLE


HISTORIA Y UN SACERDOTE MAYA ES
TENTADO, SE FOMENTA UNA ALIANZA.

En lo alto de los templos mayas de Xoltchi


resonaron las trompetas con gran estruendo,
rompiendo el silencio de la recién nacida mañana.
Aún no asomaba el sol por encima de las copas de
las palmeras y árboles de la selva cuando ya los
naturales se levantaban para ir a trabajar: los
campesinos a las tierras, los artesanos a sus
talleres, los comerciantes a sus puestos de ventas,
los caciques a sus deberes y los sacerdotes en
atender a los dioses. Las mujeres indias ya hacía
rato que llevaban encargándose de sus labores
domesticas, se levantaban antes que los varones,
moliendo el maíz, dura e ingrata tarea, y
preparando la comida. Molían el grano de maíz en
una piedra especialmente preparada para ello, y un
suave pero persistente ruido de molido saludaba
todos los días por la mañana a la ciudad. Era una
obligación exclusivamente femenina, porque moler
el maíz estaba considerada por los indios como
tarea vil y denigrante para ellos, y antes preferían
morir de hambre que rebajarse realizando tan
sucio trabajo.
Esto se lo contó el capitán de la Vega a
Ponce de León, añadiendo la anécdota, que el
propio capitán vivió entre los mexicas, de darse el
caso de indios muertos por inanición por no tener
hermana, madre o esposa que les preparara la
comida. Ponce dijo que los indios estaban locos,
pero los españoles, con su hidalguía, no eran muy
diferentes a los mayas y mexicas. Los castellanos,
al menos los que habían elegido la guerra como su
profesión, tenían autentica fobia a los trabajos
manuales.
Por todo el real español se escucharon
voces, sonidos de pisadas y el entrechocar de
platos de barro cocido. Las criadas indias servían
a los españoles el desayuno, mientras otros mayas
se encargaban de limpiar el palacio.
Los españoles se encontraban satisfechos,
pues a la magnífica cena de la pasada noche se
juntó el intenso placer sexual que sintieron con las
indias, y se ufanaban de encontrar ciudad tan
hospitalaria. Entre ellos corrían los chismes
acerca de lo sucedido entre los capitanes Peñate y
de la Vega, pero todo comentario cesó cuando
Peñate se presentó para pasar revista a la tropa.
De la Vega y el gigante come ogros se toparon en
el patio interior del edificio, se miraron con rabia,
midiendo las fuerzas y el odio que sentían el uno
hacia el otro, pero nada más. De la Vega esperaba
el momento de llegar a Tenochtitlan, donde haría
prevalecer la Justicia, y Peñate confiaba en que su
rival no iba a acabar la aventura con vida.
Otro rumor que se extendió entre la
soldadesca fue acerca de fray Martín, al que un
centinela vio acompañado de bella moza india a la
que escoltaba hasta las dependencias donde
supuestamente se retiraba a orar y meditar. Los
soldados, entre soeces comentarios y burlas
cargadas de malicia y picardía, aseguraban que el
fraile había instruido someramente a la india en la
“religión” española durante toda la noche, muchos
esfuerzos tuvo que realizar el padre para dejar
satisfecha a la muchacha. Claro que todo esto no
era sino cuentos y ningún español se atrevió a
decir nada a la cara de fray Martín, por temor a
llevarse represalia cargada de autoridad divina.
Mientras unos y otros atendían sus deberes,
Ponce se vestía tranquilamente en su habitación,
mirando a la hermosa muchacha ponerse su túnica,
saludar cortésmente y, con una sonrisa picarona y
de complicidad, retirarse de la estancia en
completo silencio. Ponce estaba satisfecho, había
cumplido como un hombre, y con ardiente hembra
nada menos. Ya deseaba beber de la Fuente y
sentirse tan pleno y fuerte como ahora se sentía, en
una mañana fresca, luminosa y llena de promesas.
Mientras terminaba de colocarse el jubón, y un
criado le dejaba en la estancia varios platos con
frutas, tortillas y salsas, el capitán de la Vega
anunció su entrada con golpes en la puerta de
madera.
—Entrad, capitán —dio su permiso Ponce con
buen humor, tomando una fruta dulce de color rojo
y llevándosela a la boca—. Buenos días, amigo
mío, preciosa mañana, ¿verdad?
—Buenos días, señor, me alegra encontraros con
tan buen humor, sobre todo porque la noche fue
movida debido a los ratones.
— ¡Ja! —rió con gracia el gobernador el chiste
del capitán.
—Señor, unos indios, un sacerdote y sus jóvenes
ayudantes esperan afuera para hablar con vuase
merced. Supongo que los envía el cacique Nahui.
—Ah, es cierto, casi se me había olvidado.
Hacerlos pasar. Supongo que tendréis que
quedaros conmigo para servirme de intérprete.
—Así es, al menos el sacerdote habla náhuatl.
Imagino que vais a intentar sonsacarle información
sobre la ubicación de la Fuente y el tesoro de oro
y jade.
—Cierto. Sois rápido de mente, capitán. No
marcharé de aquí sin conseguir lo que quiero. Si
estos indios son tan estúpidos de creer en
supersticiones paganas, allá ellos. Pero por Cristo
bendito que no voy a dejar que se me escape el
premio, sobre todo estando ya tan cerca.
—Proceded con cautela, señor, los mayas son
desconfiados. Un consejo, Cortés supo lidiar con
ellos apelando a sus ambiciones personales. Los
sacerdotes son hombres sagrados, poderosos, pero
mortales como el resto, se les puede tantear si se
es listo y paciente.
—Acepto el consejo, capitán. Bien, pueden pasar
—terminó de decir Ponce cuando ya estuvo listo,
vestido y con porte digno.
De la Vega salió de la habitación y al rato
volvió a entrar sirviendo como escolta a dos
novicios y a un sacerdote maya, de avanzada edad,
cuerpo enjuto, delgado, de músculos fibrosos. El
rostro era alargado, surcado de arrugas, muy grave
y solemne. Vestía una sencilla túnica que le
llegaba casi hasta las rodillas, dejando los brazos
al descubierto. El color era imposible de saber,
pues la tela estaba tan manchada de sangre que no
se sabía si era negra, roja o que otra tonalidad,
toda tiesa de la costra de sangre que en ella había.
Los cabellos del hombre sagrado eran largos,
sueltos, cayendo en cascada por los hombros y la
espalda, casi hasta el pecho, también manchados
profusamente de sangre, amasados en ella. El
anciano llevaba un penacho de plumas de colores,
y en su mano un largo bastón de nudosa madera.
Las uñas, largas y negras, los lóbulos de las orejas
desgarrados por las múltiples auto lesiones del
ritual. Los ojos oscuros del indio brillaban con
inteligencia y en sus maneras era cauto, lento,
majestuoso y muy educado. Ponce, viendo al
sacerdote, tuvo que reprimir las ganas de vomitar
del asco que le causaba semejante visión. El
sacerdote hedía a muerte y podredumbre, y su aura
de maldad y perdición incluso dio la sensación de
causar una bajada de temperatura en la habitación.
No era para menos, porque los sacerdotes,
entre otras tareas, eran los responsables de llevar
a cabo los innumerables sacrificios humanos a que
eran tan adictos mayas y mexicas. El hecho de
estar manchado de sangre se debía a su condición
de hombre santo, no podía lavarse, sacrificio que
realizaba en amor a sus dioses. Ponce intentó
imaginar a cuantos hombres y mujeres habría
matado ese vil sacerdote, y no quiso pensarlo
mucho, porque notaba como el vello de la nuca se
le erizaba ante el horror y le entraban ganas de
sacar la espada y traspasar al carnicero. Se vio
obligado entonces a esbozar sonrisa de cortesía y
con gesto de la mano invitó al indio a entrar en la
estancia para platicar acerca de la Fuente y la
ciudad sagrada donde se encontraba ubicada para
poder informar al rey de España, tal y como era su
misión. Los novicios pusieron una mullida estera
en el suelo para que se pudiera sentar de cuchillas
su maestro y permanecieron de pie. De la Vega,
para no ser menos, entregó una estera a Ponce y le
indicó que se sentara como el indio, enfrente. El
capitán luego se sentó al lado del gobernador para
servir de intérprete y así dio comienzo la
conversación.
Para empezar, el indio se presentó con el
nombre de Balam Chan y aseguró ser el principal
sacerdote del templo mayor de Xoltchi, donde se
rendía especial culto al dios Hunab Kú, creador
del mundo y la Humanidad a partir del maíz. A
petición del teule y del cacique Nahui, había
abandonado momentáneamente sus deberes en el
templo para acudir al real español para explicar lo
poco que sabía acerca de la Fuente de la Juventud
y de los peligros que llevaba su búsqueda. Balam
Chan explicó que hablaba náhuatl, la lengua de la
gente de “Culúa” porque en su juventud, siendo un
acolito, conoció a unos embajadores de tan
poderosa nación, y entre el intercambio cultural se
produjo el aprender la lengua de unos y otros para
poder comunicarse mejor. A lo largo de su vida
había vuelto a establecer contacto con los mexicas,
a través de mercaderes, pero siempre de manera
muy esporádica y con el transcurrir de los años.
No era mucho lo que sabía de los mexicas en la
actualidad, aunque sí lo suficiente para entender
que eran un pueblo muy joven, vigoroso y lleno de
grandeza. Ponce y de la Vega se miraron entre sí;
si estos indios supieran que el imperio mexica ya
no existía…
El anciano contó que sus antepasados
construyeron Xoltchi en medio de la selva por
culpa de las guerras e invasiones de tribus
bárbaras en sus tierras de origen, hace muchas
generaciones, tantas, que ni ellos mismos sabían
con exactitud el tiempo transcurrido, quizás
milenios. Durante la forzosa inmigración los
mayas de Xoltchi perdieron parte de su saber,
cultura y grandeza, y ahora sólo eran una mera
sombra de lo que antaño fueron. Cuando decía
esto, en la voz del anciano sacerdote se notaba
tristeza y cierta amargura, porque el indio era
consciente de lo grande que fue su pueblo y en lo
que había terminado. Felices los campesinos y el
populacho, que en su ignorancia nada sabían y
creían que las cosas siempre habían sido como en
la actualidad; esta era la maldición de los que eran
inteligentes y cultos, instruidos y dueños de
conocimientos y secretos. Ponce creyó haber
encontrado el punto débil de Balam Chan y se
propuso explotarlo para sus beneficios.
El sacerdote continuó hablando con voz
suave, pero firme, y explicó que cuando su pueblo
llegó a estas tierras, con ríos de fresca agua y
grandes extensiones de tierra, decidieron fundar
una nueva ciudad y talar árboles y devastar la
selva para crear campos de cultivo. Así nació
Xoltchi y durante generaciones la paz y la
prosperidad hicieron que los mayas se
multiplicaran y lograran prosperar. En dirección a
la costa, lograron entrar en contacto con otras
ciudades y pueblos, con los que establecieron
lazos culturales, de amistad y comercio. Todo esto
Balam Chan lo sabía porque se lo habían enseñado
sus maestros, y también venía escrito en sus
códices sagrados. Ponce miró sorprendido a de la
Vega y le dijo.
—Creía que los indios no sabían escribir ya que
no conocían el arte de la escritura.
—Señor, los mexicas transmiten su sabiduría
mediante el boca a boca de maestro a discípulo,
también por cantos y poemas, o bailes. Los mayas
poseen una escritura muy compleja y enrevesada,
parecen jeroglíficos, no sé ni cómo pueden
entenderla. Si os fijáis bien, veréis que las
fachadas y pórticos de sus templos y edificios
principales están repletos de escritura maya.
—Pardiez, me había fijado, cierto, pero pensaba
que eran dibujos.
—Cumplen dos funciones: la artística y la de la
escritura.
Una vez que los dos españoles terminaron
de hablar, Balam Chan, que había esperado con
paciencia, retomó el relato donde lo dejara. Los
habitantes de Xoltchi enviaron expediciones
comerciales también al interior de la selva, si bien
sabían que allí solo habitaban tribus más atrasadas
y belicosas, pero también existía la oportunidad de
poder conseguir riquezas en forma de resinas
olorosas, inciensos, pájaros de exótico plumaje,
jade y otras cosas de gran valor. También
esperaban realizar pactos de amistad con las tribus
y logra así evitar ataques. Todas las expediciones
desaparecieron como si jamás hubieran existido,
engullidas por el salvaje océano verde. Los
caciques debatieron largamente el tema, y
decidieron enviar una comitiva más numerosa,
defendida por valientes y fuertemente armados
guerreros con el fin de descubrir que había sido de
sus compañeros desaparecidos.
Al igual que las anteriores, esta expedición
también desapareció, y cuando ya todos la daban
definitivamente perdida, a Xoltchi llegó un
superviviente, exhausto, herido gravemente y con
la mente deteriorada por los espantosos sucesos
que le tocó vivir. Este superviviente, un muchacho
de nombre Cizin, narró una increíble historia
acerca de espíritus surgidos de la selva, que
mataban a los mayas y se comían su carne con
tremenda ferocidad y voracidad, y también de una
ciudad sagrada en ruinas, perdida en mitad de la
selva y que había sido erigida por antiguos dioses.
Allí lograron refugiarse, pero los espíritus
comedores de hombres les siguieron y les fueron
dando caza uno a uno, hasta acabar con todos; sólo
él se salvó, gracias al afortunado encuentro de un
pozo con aguas que devolvían el vigor y la
juventud a quien las bebiera.
Dicho esto, los caciques se mostraron
sorprendidos, porque en verdad el superviviente
era un mozo bien plantado, lozano en su juventud,
pero descubrieron maravillados que en realidad
era el sacerdote principal que marchara en la
expedición, un anciano de pelo cano. Coincidía el
rostro y el nombre, no había duda; la Fuente de la
Juventud existía. Cizin, medio muerto ya, porque la
Fuente daba la juventud, no la inmortalidad, con su
último aliento continuó narrando que logró escapar
de la ciudad, pero aún así los espíritus siguieron
su rastro y le acecharon en la noche, causándole
heridas. Cizin murió, no sin antes lograr dar la
ubicación de la ciudad.
Los caciques se reunieron con los
sacerdotes y durante muchos días discutieron
acerca de las maravillas y los horrores que recién
habían descubierto. Debatieron largamente sobre
el asunto, consultaron con los dioses y realizaron
numerosos sacrificios humanos a la espera de una
señal divina que les dijera que hacer. El hallazgo
de la Fuente era un portento, pero la tragedia de
Cizin evidenciaba que se encontraba protegida por
poderosos espíritus, quizás por los propios dioses
que no gustarían que simples mortales se
entrometieran en sus asuntos. Finalmente, la
ambición y la curiosidad pudieron más, y se envió
otra nueva expedición, formada esta vez por los
hombres más sabios y sagrados de la ciudad, junto
con otro fuerte contingente de guerreros.
De nada sirvió, ni la sabiduría ni la fuerza,
y los dioses castigaron cruelmente a los osados y
soberbios mayas con una muerte espantosa a
manos de sus espíritus devoradores de carne. Esta
vez lograron salvar la vida un puñado, pero
llegaron rotos de cuerpo y espíritu, negándose a
hablar de lo que habían visto y padecido. Desde
entonces, tanto la Fuente como la ciudad donde se
encontraba fueron declarados territorios
prohibidos, delito revelar su ubicación, penado
con la muerte. Los sacerdotes, tras aspirar el humo
de sus resinas e inciensos sagrados, entraron en
trance y se comunicaron con los dioses del
inframundo maya para suplicar perdón por su error
y para que los vengativos dioses no la tomaran con
Xoltchi. Lograron saber de esta manera que
mientras la Fuente se mantuviera escondida en la
selva, lejos del alcance de los mortales, nada malo
pasaría, pero en el momento en que se revelara su
existencia al resto del mundo, los espíritus
devoradores de carne se desparramarían por todos
los confines de la tierra llevando con ellos la
muerte y la destrucción.
Balam Chan terminó su historia, añadiendo
que el secreto de la Fuente y de la ciudad sagrada
sólo lo conocían los principales caciques y
sacerdotes, y si ahora se lo contaban al teule, era
por respeto y honor al rey español, al que los
castellanos tanto adoraban. Como debía
comprender Ponce, no se podía decir la ubicación
de la Fuente, y únicamente la más terrible de las
muertes era el premio que encontraría el loco que
marchara a la selva en su búsqueda. Balam Chan
esperaba que Ponce se mostrara satisfecho con la
información recibida, pues era cuanto podía decir,
no más. El gobernador, asombrado por la historia,
a la que no dejaba de considerar una superstición
pagana, no se dejó arredrar y dijo al anciano,
siempre a través del capitán de la Vega.
—Agradecido os estoy, noble anciano, por
contarme la historia de la Fuente. Seguro que mi
Rey, Dios le bendiga, sabrá contentarse y se
mostrará satisfecho. No obstante, permitirme
deciros que se mostraría mucho más contento si le
pudiera llevar un poco de esa agua milagrosa,
claro está.
—No lo dudo, amado teule —respondió muy
digno Balam Chan—, pero no puede ser. Los
dioses se enojarían y terribles serían las
consecuencias.
—No puede suceder tal cosa, pues vuestros dioses
son en realidad demonios. Nuestro Dios, que es el
verdadero, nos protegería de semejante terror. No
en vano, ya señorea la ley de Cristo en estas
tierras y ninguno de vuestros aclamados dioses ha
hecho algo por impedirlo.
—Con todo el respeto, teule, pero no os puedo
creer. No es bueno burlarse de los dioses, pues lo
mismo que nos dan las lluvias y el calor, también
nos pueden enviar el hambre y las enfermedades.
Ponce discutió un poco más acerca de
dioses y religiones, pero Balam Chan se aferraba
tercamente a sus creencias y no estaba dispuesto a
ceder. El gobernador intuyó que nada bueno se
podría sacar en esa dirección, sobre todo porque
de la Vega ya le estaba avisando que los indios
comenzaban a impacientarse. Cambió entonces
Ponce de táctica y fue a aquella que desde un
principio le pareciera la más indicada. Le pidió al
anciano que le explicara porque Xoltchi había
perdido poder y era en la actualidad poca cosa con
lo que fue.
Con grandes suspiros y lamentos, Balam
Chan dijo que generaciones atrás los mayas de
Xoltchi vivían en una confederación de poderosas
ciudades que rivalizaban entre sí en gloria, fuerza
y majestad, a cada cual más rica y prospera. Las
artes, la astronomía y las ciencias eran tesoros de
los dioses que los mayas sabían disfrutar
adecuadamente. La influencia maya y su prestigio
militar llegaban hasta lejanas tierras, en otros
reinos indios, y no existía enemigo que pudiera
rivalizar con ellos. Ocurrió que la ambición y la
soberbia se adueñaron de los reyes y caciques
mayas de las ciudades, y cada uno quiso que todo
el poder recayera en su sola persona, dando por
resultado una serie de devastadoras guerras entre
las ciudades que arrasaron los campos y
masacraron a los habitantes de las ciudades. Para
colmo, el tiempo fue seco y caluroso y durante
varias estaciones no llovió lo suficiente, así que
las cosechas se arruinaron y los campos quedaron
yermos, estériles, desprovistos de agua y de
brazos que los trabajaran. Después del hambre
llegaron las enfermedades que diezmaron aún más
a los mayas y, por si fuera poco, las tribus
salvajes, descubriendo los apuros de las ciudades
mayas, aprovecharon para bajar de las montañas o
salir de las selvas y atacar con sangrienta
ferocidad en busca de botín y cautivos a los que
sacrificar y devorar.
Fueron tiempos de locura, muerte y
destrucción como jamás se había visto
anteriormente. Las ciudades quedaron vacías, sus
ciudadanos asesinados por los salvajes o muertos
en las guerras, o por el hambre o las epidemias.
Los campos, abandonados, eran engullidos por la
creciente selva, y los escasos supervivientes,
hartos de sus líderes egoístas e incapaces de
buscar soluciones a sus problemas, abandonaron
sus tierras y ciudades y buscaron un nuevo lugar
lejos de la guerra y la depredación. Unos se
marcharon hacia el sur, otros al norte, aquellos
más allá del mundo conocido y cada grupo fundó
un nuevo asentamiento, muy lejos de la tierra que
les viera crecer.
Mas el daño ya estaba hecho, porque en los
tiempos de la gran mortandad no solamente
perecieron gente humilde del pueblo, sino también
sacerdotes, ancianos de gran sabiduría, brillantes
caciques, artistas de todo tipo, poetas, pintores, y
la riquísima tradición oral se perdió, junto con un
montón de conocimientos y secretos. Los libros
sagrados y los códices, depositarios de una
ancestral sabiduría, fueron destruidos por el fuego
o desaparecieron, y la que antaño fuera una
orgullosa y civilizada nación quedaba ahora
relegada a una mera presencia testimonial en
ciudades que no poseían ni la décima parte de
gloria, poder y riqueza de aquellas urbes de
tiempos tan lejanos. Esa era la tragedia del pueblo
de Xoltchi; historia que únicamente conocían los
sacerdotes y los caciques que procuraban
mantenerla en secreto.
Balam Chan suspiraba por esos tiempos
luminosos, aunque nunca los hubiera conocido,
pero deseaba que su pueblo volviera a retomar la
grandeza pasada. Aunque era imposible, pues para
desgracia del sacerdote y de todos aquellos que
eran conscientes de la realidad y sabían intuir el
futuro, el pueblo maya se degradaba lentamente,
cayendo en una espiral de decadencia de la que ya
no saldrían. Quizás todavía tendrían que pasar
generaciones para que eso ocurriera, pero pasaría
sin lugar a dudas, argumentaba con mucha
convicción Balam Chan. Ponce se mostró muy
satisfecho ante lo escuchado por el anciano,
procurando que no se le notara, y puso cara de
preocupación y entendimiento. El hecho de que el
sacerdote hablara del pasado con tanta amargura
revelaba que no se encontraba satisfecho con su
presente.
El gobernador habló entonces sobre un
nuevo orden que se estaba imponiendo en estas
tierras y en los reinos que en ellas habitaban.
España se iba expandiendo de manera inevitable a
través de selvas y montañas, y su civilización,
poderosa y pujante, muy superior a la de los
indios, junto con su única y verdadera Fe, era la
fuerza a tener en cuenta. En cuestión de meros años
sólo existiría un poder y una religión. Si Balam
Chan no lo quería creer, tan solo debía viajar a la
costa, donde todas las ciudades mayas y totonacas
ya se habían convertido en vasallas del rey
español, sus dioses derruidos y los sacrificios
humanos prohibidos. Es más, incluso el poderoso
y aparente invulnerable imperio mexica, esa gente
de “Culúa”, había terminado por caer ante la
espada y el honor castellanos. De la Venga
advirtió a Ponce que no sería bueno hablar de tales
temas con los mayas, pero el gobernador sonrió de
manera segura; tenía un plan y deseaba llevarlo a
cabo. De la Vega se encogió de hombros,
musitando una pequeña oración a Cristo para pedir
que Ponce supiera lo que se hacía.
El anciano se mostró sorprendido ante las
palabras de Ponce, y también muy alarmado,
porque no podía imaginar que fuera verdad que un
pueblo de hombres blancos y barbudos fuera capaz
de navegar cientos de leguas de distancia a través
de eternos mares sobre barcas gigantescas, portar
el trueno en tubos de metal y atacar a los guerreros
montados en ciervos gigantescos. Ponce describió
las hazañas de los españoles, sus ciudades
fundadas por toda la costa, sus expediciones
enviadas a todas partes en busca de oro, plata y
por el simple hecho de explorar, anexionando a la
Corona española cuanto territorio hollaban con sus
botas. El avance español era imparable, y todas
las naciones indias habían terminado por aceptar
lo inevitable. Las ciudades que se aliaban o
convertían en amigas de España vivían en paz,
tranquilas y satisfechas, ricas y prosperas, pero ay
de aquellas que desafiaban la voluntad de Carlos I,
el poderoso monarca español.
La amenaza quedó explicita en el aire, pero
Ponce se apresuró a explicar al aterrado anciano,
que ya creía que Xoltchi iba a ser atacada y que
los soldados eran una avanzadilla enviada para
espiar las defensas de la ciudad, que su misión era
de paz, no de guerra, y que los conquistadores sólo
atacaban en defensa propia o como último recurso.
Aquí se encontraban en calidad de exploradores,
en busca de la Fuente, como ya explicara. Habían
descubierto Xoltchi y mucho se alegraban por ello,
porque era ciudad vital, organizada y limpia, de
gentes honestas y trabajadoras. Serían buenos
aliados de España si lo quisieran. Era más,
hablaba Ponce con palabras tentadoras, él mismo
estaba dispuesto a aconsejar al Rey, no en vano
era íntimo amigo suyo, mintió descaradamente, que
los habitantes de Xoltchi merecían tener un lugar
privilegiado al lado del imperio español, no como
vasallos, sino como iguales. Carlos I estaría
dispuesto a ceder riquezas y poder a los caciques
y sacerdotes de Xoltchi, les convertiría en la
ciudad más rica, increíble y poderosa de todo el
Yucatán, e incluso pacificarían las tribus salvajes
de la selva para evitar nuevas invasiones.
—Imaginaos contar con el poder de nuestras armas
y el valor de nuestros soldados, ¿quién entonces se
iba a poder enfrentar a vuestros guerreros?
Hablabais de tiempos pasados, fabulosos y
luminosos, pues al lado de España esos tiempos
volverían, solo que mejores. Y si no me creéis, os
mostraré pruebas.
Ponce se levantó y ordenó a los presentes
que le siguieran. Salieron fuera de las estancias
hacia el patio, donde los soldados, aquellos que no
estaban de guardia, holgazaneaban al sol. Mandó
llamar a Peñate, y cuando el gigantesco capitán
estuvo a su lado, le pidió que preparara a los
arcabuceros para una demostración al aire libre,
junto con los ballesteros. Se dispusieron unos
postes a un lado del enorme recinto y encima de
ellos frutas y calabazas grandes. Los arcabuceros
se pusieron al otro lado del patio, cebadas las
escopetas, y a una señal de Ponce, abrieron fuego
con increíble estruendo. Los pájaros posados en
los tejados y árboles levantaron el vuelo
espantados, y los mayas creían que se avecinaba
tormenta y quedaron pasmados. Los frutos volaron
en múltiples trozos ante el impacto de los
proyectiles. Luego le llegó el turno a los
ballesteros, y lanzaron sus saetas que volaron lejos
y con certera puntería.
—Y esto no es todo, amigo Balam Chan —siguió
hablando Ponce—, tenemos otros tubos de hierro,
cañones les llamamos, diez veces más grandes y
cien veces más poderosos. Y nuestros caballos,
esos “venados” gigantes como los llamáis, son
miles, inasequibles al desaliento. Probad nuestro
acero, muy superior a nuestras armas, mirad
nuestros cascos y escudos; los perros de guerra,
feroces y espantosos. ¿Hay algo igual en vuestras
tierras? Pero somos exploradores, unos pocos.
Imaginad un ejército entero de españoles
marchando a la guerra, junto con decenas de miles
de nuestros aliados indios.
Balam Chan escuchaba y asentía
gravemente. Ponce volvió entonces a sus
dependencias, dejando en el patio a Peñate y los
soldados que se preguntaban a que se debía todo
aquello. En la ciudad, mientras tanto, había
cundido la alarma ante los tiros efectuados, pero
no se atrevieron a marchar al real español para
averiguar qué sucedía, ya que temían a los teules y
su ira. Ponce, una vez que estuvo sentado de nuevo
en la estera en su habitación, espero a que Balam
Chan y de la Vega también se acomodaran y
continuó hablando.
—Noble y digno anciano, España es una nación
poderosa y muy fuerte, no solamente señorea en
estas tierras indias, sino que otras muchas
naciones cristianas le rinden vasallaje, y ya todos
los reyes quieren ser amigos de mi Rey, que es
grande y generoso. Pero, por desgracia, mi Rey no
puede estar en todas partes. Es por eso que
delegamos poder y responsabilidades en aquellas
ciudades indias que nos merecen crédito y
confianza, y sus caciques obtienen entonces una
posición privilegiada sobre el resto de naciones
indígenas. Compartimos nuestra civilización,
estimado anciano, construimos caminos,
hospitales, puertos, iglesias, almacenes, fortines,
escuelas y enseñamos a leer y escribir, a construir
barcos y carros, que ni tan siquiera la rueda
conocéis. Y por si fuera poco todo esto, además
traemos de nuestra amada patria animales
domésticos que os harán más ricos, y caballos
para que criéis, y perros amaestrados, y otras
bestias de carga y que os harán más livianas las
tareas, sobre todo las del campo. Y enseñamos a
forjar el metal, y construir armaduras de acero
invulnerables a flechas y lanzas, por no contar que
sacerdotes y frailes os instruirán en la verdadera
Fe, no necesitareis nunca más sacrificar tristes
indios. Xoltchi podría beneficiarse de todo esto y
reinar sobre decenas de ciudades indias,
retomando el poder y la gloria de antaño, ser más
grande aún.
— ¿Y qué tendríamos que hacer para conseguir
semejante premio, amado teule? —preguntó Balam
Chan con los ojos brillando ante la posibilidad de
tan esplendoroso futuro.
—Una prueba de vuestra parte, tan solo esa
pequeñez —respondió muy cauto Ponce, sabiendo
que el sacerdote había caído en su trampa.
—Intuyo que me pediréis que os diga el lugar
donde se encuentra la Fuente —dijo muy perspicaz
Balam Chan.
—Así es, y perdonar mi sinceridad, pero mi Rey
me ha ordenado que le encuentre y lleve una
muestra de esas aguas. Si le entrego dicho tesoro y
digo que ha sido posible gracias a la inestimable
ayuda del pueblo de Xoltchi, entonces Carlos I
pondrá a vuestros pies todo el Yucatán para que lo
gobernéis.
—Pero, teule, la Fuente está prohibida para los
mortales, el peligro…
—Digno anciano —interrumpió Ponce con una
sonrisa—, todo conlleva un sacrificio. ¿Qué mal
puede pasar porque me digáis donde se encuentra
la Fuente? Únicamente lo sabría yo e iría a ella
con un grupo escogido de españoles. Tomaríamos
un poco de agua para el Rey, nada más. En todo
caso, si vuestros dioses se enojaran, lo harían con
nosotros, no con Xoltchi. Acepto gustoso el
castigo que me puedan imponer. Pero pensad en
como reaccionaria el Monarca español si le
entregara el agua. Tenéis una oportunidad de oro,
Balam Chan. No os voy a mentir: tarde o temprano
vendrán otros soldados, y esta vez no a explorar.
Podéis someteros como el resto de las naciones
indias, o ser nuestros aliados, los reyes de todo el
territorio, con enormes riquezas y recursos a
vuestra disposición. No temáis por el castigo de
los dioses, pues seremos los españoles quienes
vayamos a por la Fuente, no vosotros. Y si
morimos, un problema menos para vosotros, y si
triunfamos, la gloria para todos. O también
podemos irnos y no volver nunca más, y España os
olvidará por siempre, dejaremos que permanezcáis
escondidos en la selva, así os marchitéis y
desaparezcáis, nunca nadie sabrá que Xoltchi
existió; o tal vez las tribus salvajes os destruyan,
quien sabe. Os lo pregunto, digno anciano:
¿Deseáis aprovechar esta oportunidad, o no?
Balam Chan permaneció callado un gran
rato, con la orgullosa mirada baja, sopesando las
palabras de Ponce. De la Vega, impresionado por
las argucias y la persuasiva labia del gobernador,
pensó que no desmerecería al lado de Hernán
Cortés, que también era fecundo en artimañas. Era
obvio que Ponce había mentido y exagerado en sus
razonamientos, pero al fin y al cabo se trataba de
encontrar la Fuente de la Juventud y las riquezas se
suponía se encontraban con ella. Además, de la
Vega prefería encontrar la Fuente mediante
engaños antes que utilizando la violencia.
Permaneció a la expectativa, sumamente intrigado
por el devenir de los acontecimientos. Finalmente,
con un gran suspiro, Balam Chan se puso en pie,
ayudado por sus acólitos.
—Revelar el secreto de la Fuente está prohibido,
teule, pero pensaré en cuanto me habéis dicho.
—No os pido más, noble señor.
Balam Chan saludó inclinando la cabeza y
se retiró de la estancia con paso lento y
majestuoso, seguido por sus serviciales
discípulos. Ponce permaneció de pie, sonriendo
astutamente y acariciándose la perilla, ahora larga
y algo descuidada, con la punta de los dedos. De
la Vega se acercó al gobernador y preguntó.
— ¿Pensáis que lo habéis tentado lo suficiente?
—No lo sé, capitán, pero al menos no se ha
negado de manera rotunda y ha escuchado hasta el
final mis palabras.
— ¿Y si se niega a revelar el paradero de la
Fuente? ¿Qué haremos entonces? No podemos
enfrentarnos a toda una ciudad.
—No, es verdad —Ponce suspiró y miró a de la
Vega—. Si eso ocurre, nos marcharemos.
Buscaremos la Fuente por nuestra cuenta. Ya sé…
ya sé —añadió Ponce al ver el gesto de protesta
del capitán—. Tenemos un tiempo limitado, la
flota de navíos nos espera, pero todavía
disponemos de muchos días. No perdemos nada
por buscarla con nuestros medios.
—Espero que el sacerdote nos de la información
—añadió de la Vega con gesto de malhumor—,
pues no me apetecería nada estar vagando durante
días por la selva sin saber a dónde ir.
—Esperemos no llegar a eso.
No hizo falta. El cacique Nahui les visitó a
mediodía y dijo a los españoles que podían
marchar al día siguiente si lo deseaban, y que
pondría a su disposición provisiones, agua y
tamemes para que llegaran lo antes posible a la
costa. A la noche, Ponce recibió a un acolito maya
del templo principal, traía mensaje de Balam
Chan: el sacerdote se plegaba a los deseos del
gobernador y le revelaría, sólo a él, el lugar donde
poder localizar la Fuente; a cambio, claro está, de
que Ponce se comprometiera a restaurar el poder y
la gloria de Xoltchi. Ponce respondió con un
mensaje a su vez, mensaje que tuvo que transmitir
de la Vega, donde aseguraba que cumpliría con sus
promesas y que Balam Chan tendría un puesto de
suma importancia y relevancia en los tiempos
nuevos que iban a venir.
Ponce apenas podía caber en sí de gozo.
Pronto tendría en su poder la Fuente y con ella las
aguas que devolvían la juventud y el vigor
perdidos. Nada le podría detener esta vez.
CAPÍTULO IX.

DONDE SE INICIA LO QUE SE ESPERA SEA


LA BUSQUEDA DEFINITIVA DE LA FUENTE
DE LA JUVENTUD, Y DONDE SE TOPA CON
INDIOS HOSTILES, MUY FIEROS Y BRAVOS.
Tal y como prometiera Balam Chan,
después de que los castellanos terminaran de
comer, al real español acudieron seis discípulos
de su templo, jóvenes de esbeltos cuerpos, con las
orejas destrozadas por los múltiples rituales y ojos
duros e inteligentes. Se pusieron al servicio de
Ponce de León, esas eran las órdenes de su
maestro. Con ellos traían la información necesaria
para dar con la ciudad sagrada y quizás la Fuente.
Para favorecer la comunicación, dos de ellos
hablaban el náhuatl, puesto que en un futuro
formarían parte de una expedición que los mayas
de Xoltchi enviarían muy lejos, con la intención de
establecer lazos de amistad con los mexicas. Otros
dos novicios, además, eran versados en los
dialectos de las tribus salvajes. Balam Chan se
excusaba ante el gobernador por no sumarse a la
búsqueda, pero tanto su avanzada edad como sus
deberes se lo impedían, y temía ser más un estorbo
que una ayuda. A Ponce no le importó que el
anciano sacerdote permaneciera en la ciudad;
teniendo a los seis ayudantes junto con la
ubicación de la ciudad poco más le importaba.
A instancias del cacique Nahui y otros
principales, los mayas fueron muy generosos
dando a los españoles provisiones, mantas y agua
fresca, y prometieron poner guías a su servicio
para que pudieran llegar cuanto antes a la costa.
Ponce, a través de los intérpretes, denegó el
ofrecimiento de los guías, porque, argumentaba
con cálida sonrisa, no hacía falta. Los castellanos
ya se habían aprendido muy bien el camino y no
tendrían dificultad en regresar al río y de allí hasta
el mar. Ponce no quería que los mayas supieran
que no tenía intención de volver, sino que haría
como se iba y luego daría un rodeo para internarse
en lo más profundo de la selva; tampoco quería
infestar la expedición de espías, pues eso
seguramente serían los guías.
El gobernador se reunió a solas en su
habitación con los capitanes Peñate y de la Vega y
les expuso su plan, que consistía en engañar a los
indios de Xoltchi y partir en busca de la ciudad
sagrada y la Fuente. Peñate estuvo de acuerdo,
aunque era más de romper cabezas y obligar a los
caciques a ponerse de su lado. En cuanto a de la
Vega, también estuvo de acuerdo, si bien a
regañadientes. No gustaba de engañar a los
nativos, pues aseguraba que los indios se tomaban
muy mal las mentiras y las perfidias. Tendrían que
moverse con cautela. Pero en el fondo apoyaba a
Ponce; también deseaba saber si en verdad
existiría la maldita Fuente y era su deber velar por
los intereses de Hernán Cortés. Ponce cursó
estrictas órdenes a los capitanes sobre que era
prioritario marchar al día siguiente, antes de que
amaneciera, y procurar que durante el tiempo que
quedara de permanencia en Xoltchi ningún español
causara problema o insultara o dañara a indio
alguno, so pena de pena de muerte. Era muy
importante seguir con amistosas relaciones con los
mayas y abandonar la ciudad sin levantar
sospechas.
Peñate y de la Vega prometieron que
vigilarían de cerca a los soldados y que no habría
problemas en la ciudad maya. Ponce sabía que
ambos hombres cumplirían con su cometido, pero
en realidad no temía los quebrantos que los
soldados pudieran formar, sino la amarga
rivalidad que existía entre los capitanes. Era de
esos antagonismos que sólo podían terminar con la
muerte de uno de los dos contendientes y que en
cualquier momento podía estallar con violencia,
dando al traste con todos los planes y la búsqueda
de la Fuente. Ponce intuía que por parte de la
Vega, hombre culto y más sensato, quizás no habría
problemas, pero Peñate era otra historia. El
gigantesco come ogros era de lealtad a su persona
a toda prueba, pero su carácter impulsivo, violento
y sanguinario era muy de temer y difícil de
controlar. Si lo echaba todo a perder, Ponce
prometía cruel represalia aunque Peñate fuera su
amigo.
Durante el transcurso del día no hubo
problemas con los mayas, porque los capitanes
sencillamente prohibieron a los soldados que
salieran a las calles de Xoltchi. No impidieron, a
cambio, entrar en el real a los indios que así lo
desearan, porque no querían levantar sospechas
entre los indígenas. Los mayas acudían a las
inmediaciones del palacio para ver de cerca de los
españoles, en todo extraños para ellos, mientras
largas filas de servidores seguían trayendo cestas
con frutas y tortillas y cargas de mantas como
regalo a Ponce y sus teules. Sólo hubo que
lamentar una pequeña trifulca a media tarde, con
Valenzuela y otros conquistadores como
protagonistas a resultas, como no, del juego y las
apuestas. Dado que no podían aventurarse fuera
del real, ya muchos se aburrían y se pusieron a
jugar para matar el tiempo. Ponce había prohibido
el juego, porque era fuente de disturbios, y Peñate,
bajo encargo del gobernador, había confiscado
naipes y dados.
Los soldados, muy hábiles y astutos para
estas cosas, no tardaron en confeccionarse nuevos
naipes con pieles curtidas o dados con huesecillos
y a poco, cuando los oficiales no les miraban o se
encontraban lejos, se dedicaban con virulencia a
apostar hasta el alma, entre maldiciones,
juramentos, blasfemias o votos a tales. Valenzuela,
experto en estas lides, andaba de buena mano,
desplumando al infeliz de Ignacio Díaz, que era
todo lo contrario, pero otros enseguida
comenzaron a sospechar que demasiado afortunado
era Valenzuela y como solía ocurrir en estos casos,
todo aquello derivaba en agrias disputas. Los
gritos y las amenazas llamaron la atención de los
capitanes, que acudieron prestos a guardar el
orden, separando a los vociferantes soldados con
empujones. Ponce, harto de todo, ordenó entonces
que cada cual se encerrara en su habitación a la
espera del amanecer, y desde ese mismo momento
imperó la ley marcial en el interior del recinto.
Así se pasó la noche, y a la mañana
siguiente, cuando todavía el cielo estaba negro y
los pájaros ni tan siquiera se habían despertado, el
real español bullía de actividad con los
preparativos de la partida por parte de la
expedición. Cuando quisieron estar preparados
para salir el amanecer había comenzado y desde el
templo principal las trompetas tocaban para
despertar a los vecinos. Los caciques y principales
acudieron a despedir a los españoles, con muchas
muestras de respeto y amistad, y aseguraron que
aquí tendrían un hogar para cuando quisieran
volver a visitarles. Se hizo entrega a Ponce de un
hermoso pectoral de oro y jade, para que lo
tuviera como presente, y se zahumó con inciensos
a los soldados para desearles suerte. Ponce se
despidió muy educado de los mayas y antes de
partir, compartió mirada de complicidad con
Balam Chan, que también había acudido a
despedir a los castellanos; los seis novicios
esperaban a los españoles a las afueras de Xoltchi,
en un bosquecillo, tal y como se había acordado.
La expedición marchó a paso tranquilo por
las limpias calles de Xoltchi. A pesar de ser de
madrugada y que hacía bastante fresco, fueron
centenares los vecinos que salieron de sus casas o
se pararon un momento en su marcha al trabajo
para ver partir a los españoles. Los tejados de las
casas, que eran planos como en casi todas las
ciudades indias, se encontraban abarrotados de
mayas curiosos y silencios, sus oscuros ojos fijos
en los españoles, a los que consideraban
extraordinarios, tanto por su piel clara, como por
sus barbas o extrañas armas y atuendos.
Tras salir de la ciudad, se puso rumbo al
río, volviendo a atravesar los campos de cultivos
y las acequias. Cuando ya se llevaba unas buenas
leguas de marcha y la mañana daba paso al
mediodía, Ponce ordenó que se cambiara de
destino y la expedición diera la vuelta. Esta vez se
internarían en la selva, evitando los campos y la
ciudad, hasta donde los seis acólitos de Balam
Chan les estaban esperando, y de ahí, a la ciudad
en ruinas y la Fuente.

***

Dos días más tarde de marcha por la selva


y los ánimos de los españoles se encontraban al
límite. Se hallaban hartos de tener que abrirse
paso a tajos por la enmarañada foresta, de tener
que vérselas con nubes de mosquitos, serpientes
ponzoñosas y arañas gigantescas cargadas de
veneno. El calor y la humedad hacían sudar mucho,
echando a perder cascos, petos y piezas de
armadura, aunque estuvieran pintadas de negro o
se les diera constantemente grasa, que ya se
andaba acabando.
—Esto es un jodido laberinto verde —se
lamentaba con amargura Valenzuela; y eso que el
veterano ya se las había visto con otras selvas,
pero ninguna tan tupida y hostil como esta.
Peñate y de la Vega pedían silencio en las
filas, mas para ahorrar aliento que para no alertar
a los indios de la zona si los hubiera, porque no
habían topado hasta el momento con señales de
poblados. Ponce escuchaba los murmullos y las
quejas de los soldados, pero los ignoraba.
Marchaba el primero, seguido por la tropa y por
último la larga fila de porteadores indios. A pesar
que marchar a través de la selva era fatigoso y se
necesitaba de mucho esfuerzo, se negaba a parar o
descansar, dando ejemplo al resto de españoles,
pero también porque temía que si paraban, se
pudiera dar el caso de que los castellanos se
negaran a continuar hacia delante. Era imperativo
continuar, pues ya la fatiga y la actividad
impedirían que los soldados pudieran razonar y
pensar en otra cosa que no caer rendidos al suelo.
Los novicios mayas indicaban a Ponce la
dirección que debían seguir, y aseguraban que al
menos deberían continuar un día más si querían
llegar al lugar donde se alzaban las primeras
ruinas de la ciudad sagrada. Ponce se preguntaba
cómo demonios los jóvenes sacerdotes podían
orientarse a través de la selva, pues esta era
terrible e idéntica en su esplendor verde pasaran
por donde pasaran. Sus altos árboles de espesas
copas se alzaban a muchos pasos del suelo,
tapando el cielo y apenas dejando entrar rayos de
Sol, dando por resultado que siempre se andaba en
penumbras. A ras de tierra la cosa no era mucho
mejor, pues todo era toparse con raíces que
sobresalían, arbustos, lianas y todo tipo de plantas
y flores, que cuando no cerraban el paso, se
enganchaban con sus espinas a la ropa o la carne.
Allí no había caminos, ni tan siquiera senderos de
animales, y se debía abrir paso a base de tajos de
espadas y cuchillos. Una docena de sudorosos
tamemes tronchaban arbustos y ramas, y les
seguían otra docena que apartaban los restos a un
lado. Era una marcha lenta y trabajosa, pues
además se debía tener cuidado por donde transitar,
ya que existían agujeros, pozas o lugares
encharcados donde era fácil hundirse en el barro.
Sin contar con las eternas nubes de moscas y
mosquitos, flagelo de aquellos lugares.
Ponce, de cuando en cuando, sacaba del
bolsillo del interior de su camisa una pequeña
brújula y la consultaba, y se dio cuenta de que los
novicios siempre marchaban hacia el oeste,
internándose más y más en aquel infierno verde.
Notando como gruesas gotas de sudor le recorrían
la espalda, se preguntaba hasta donde podía
extenderse la selva y que remotos parajes iban a
contemplar sus ojos. A pesar de todo, el
gobernador podía sentir la emoción de descubrir
cosas nunca vistas y oídas hasta entonces y eso le
daba fuerzas para seguir adelante; junto con la
promesa de hallar la Fuente, claro.
Muchos de los soldados no compartían el
entusiasmo del gobernador, y al principio
mascullaban entre dientes, pero a medida que la
comitiva seguía adelante y se bajaban y subían
colinas o se atravesaban matorrales, los reniegos
aumentaron de tono hasta que ya no fueron más que
gritos y exigencias. Ya estaban hartos y se
preguntaban hasta donde y cuando tenían que
seguir caminando.
—Aquí ni hay fuente, ni oro ni nada —decía un
bravo.
—Vamos a la muerte, os lo digo yo, aquí sólo hay
alimañas —argumentaba otro.
—Yo os digo que Ponce no sabe dónde va, y me
pregunto si soldados de valía como nosotros
debemos seguir adelante peleando con esta selva,
la madre que la parió —decía un tercero.
No sólo se levantaban quejas entre los
veteranos del capitán de la Vega, sino entre
muchos de los de Peñate, y a poco, cuando ya
quedaba todavía un poco más de dos horas para
que comenzara a anochecer, muchos soldados se
negaron a seguir adelante. Argumentaban que no
iban a ningún lado, que estaban cansados y se
debía hacer un alto para discutir la conveniencia
de dar por finalizada la expedición. Ya era mucho
sufrir, vive Dios, la selva con sus calores,
humedades, olores, mosquitos y fatigas. Ponce se
irritó con los soldados, aunque poco pudo hacer,
pues eran inmensa mayoría los que decidieron
parar. Peñate renegaba y lanzaba espantosos
juramentos, pero no conseguía acobardar a los
españoles. Además, de la Vega mismo no hacía
nada por evitar la indisciplina de los castellanos.
Peñate se acercó sudoroso y dijo al gobernador.
—Señor, aunque este mal que lo diga, tal vez estos
puercos tengan razón y se deba parar un tanto. La
marcha a través de este agujero perdido de la
mano de Dios es muy dura.
—No puedo dejarme acobardar por vulgar canalla
—recriminó Ponce en voz baja a su subordinado.
—Esos de ahí no son canalla, son soldados de
España —replicó de la Vega en voz alta mientras
se acercaba al come ogros y Ponce; el capitán
poseía fino oído—. Yo que vos no sería muy ligero
a la hora de insultar a nadie.
— ¿Es qué os ponéis del lado de la soldadesca?
—increpó el gobernador muy airado a de la Vega.
—No me pongo del lado de nadie, sólo del de su
Excelencia Hernán Cortés —fue la más todavía
acerada respuesta del rubio capitán. Los soldados,
que se olían jaleo y de los buenos, se fueron
acercando en silencio y rodearon a sus oficiales,
con rostros ceñudos y miradas hoscas; casi todos
se encontraban de acuerdo con de la Vega —
Señor, con todo mis respetos, pero de aquí no
sacamos nada bueno. Nos estamos internando cada
vez más en esta selva que no parece tener fin.
Seguimos a unos indios y me pregunto si estos
indios saben a dónde van. Los soldados están
cansados, sedientos y hambrientos, comidos por
los mosquitos y por las putas serpientes que
infestan todo. No podemos seguir así, a ciegas.
Propongo que por hoy demos por finalizada la
jornada. Mañana será otro día, y con las fuerzas
recuperadas deis ánimos a los hombres. Es hora de
que se comparta información, pues más que seguir
sueños etéreos, a los bravos lo que les molesta es
que no se confíe en ellos y se guarden secretos.
—No tengo porque que compartir la información
con nadie. Baste con seguirme, nada más —
respondió muy orgulloso Ponce con la cabeza bien
alta.
De la Vega sacudió con tristeza la cabeza y
dijo al gobernador.
—Esta postura no es la más sensata. Allá vos,
pero me temo que de continuar así os topareis con
problemas.
— ¿Es una amenaza? ¡Voto a Cristo! —exclamó
encolerizado Ponce, con el rostro enrojecido y la
vena del cuello hinchada — ¡Capitán de la Vega,
me estáis amenazando! —Ponce miró a Peñate,
pero el gigante se encogió de hombros porque no
sabía que responder.
— ¡No amenazo a nadie, pardiez! —replicó de la
Vega perdida ya la paciencia.
—Dos a uno a que Peñate y el capitán se enzarzan
a palos —dijo Valenzuela contemplando la escena
a un soldado en voz baja.
—Hace —respondió aquel.
Mientras los maravedíes pasaban de mano
en mano, de la Vega se encaró con Ponce y Peñate,
aunque este último no estaba dispuesto a intervenir
en la discusión a menos que el gobernador se lo
ordenara. Por una vez, sin que sirviera de
precedente, estaba de acuerdo con su rival: era
necesario descansar y tranquilizar los ánimos de
los soldados. La actitud orgullosa de Ponce no era
de gran ayuda a la misión de la expedición, y el
come ogros temía que de seguir así pronto habría
una revuelta. De los veteranos de Cortés no podía
decir nada, pero conocía a la panda de bribones
que había contratado para el trabajo y sabía que
muchos eran de los que por menos, ya habrían
rajado el cuello a su madre; si es que alguna vez
tuvieron alguna. Así que, con un suspiro, se
propuso no decir nada y confiar que el criterio
razonable del capitán de la Vega se impusiera.
Este, también con el rostro enrojecido del enfado,
continuó discutiendo con el gobernador.
—Señor, esto no es una amenaza, es constatar un
hecho. Si lo ordenáis, podemos seguir adelante,
pero no me hago responsable si los soldados
deciden no obedecer y plantarse. Si eso ocurriera,
¿entonces, qué podemos hacer? Nadie discute su
autoridad, y esta no se va a menoscabar porque
conceda una merced y hable con los soldados.
Pero si no hace tal cosa es muy dueño. Ahora, si
en la expedición la indisciplina y la perfidia se
instalan, entonces tomo a mis bravos y me vuelvo a
la costa, eso lo tengo claro, tal y como es mi
potestad y con la autoridad que Cortés me tuvo a
bien dar. Vos decidís, señor.
Dicho esto, de la Vega se cruzó de brazos y
quedó a la espera. Peñate también hizo lo mismo y
miró a Ponce. El gobernador, incrédulo, observó
la escena de los dos capitanes, luego a los
soldados que les rodeaban en un corrillo
silencioso, con algunos murmullos sueltos aquí y
allá. Meditó a fondo las palabras de la Vega y tuvo
que reconocer que no le faltaba razón. Había
forzado demasiado la situación en su impaciencia
por llegar cuanto antes a la Fuente, no dándose
cuenta de que los demás no sentían las mismas
ansias por poseer las aguas que él. No podía
correr el riesgo de sufrir un amotinamiento, no tan
cerca del objetivo, así que a pesar de que le
disgustara ceder un poco de autoridad —era
gobernador e hidalgo, por Cristo bendito, tener
que lidiar con vulgares soldados…—, no le
quedaba otra si quería que le siguieran por
voluntad propia. Lo que más le asombró fue la
cuestión de que Peñate no se pusiera claramente de
su lado, aunque no dudaba de su lealtad, pero con
esa postura el come ogros daba a entender que no
podía responder de la lealtad de sus hombres, que
Dios los maldiga a todos.
En fin, se dijo a si mismo Ponce, debía
ceder a lo inevitable, pero con gallardía, con
mucha gallardía, no fuera a ser que esos bribones
se le subieran a las barbas.
—Comprendo muy bien lo que me decís, capitán
de la Vega —dijo muy digno—, y os entiendo. Soy
hombre sensato, y aunque no me ha gustado el tono
en el que lo me habéis dicho, comprendo que ha
sido el momento y el calor de la selva lo que os ha
hecho hablar así. De la misma manera, creo que a
mí también me ha afectado este agobio y no me he
dado cuenta de que los demás, quizás, no posean
mi natural aguante para estas cosas. Sea,
descansaremos y mañana hablaré con los
soldados, pero tened en cuenta que mi autoridad no
se discute y el que quiera seguirme a partir de
ahora tendrá que hacerlo sin discusión ni
condiciones.
—Así se hará —saludo cortésmente de la Vega.
Se dio entonces la orden de parada para
buscar un claro o lugar adecuado para pasar la
noche. Mientras los exploradores buscaban dicho
sitio, los soldados se dispersaron en grupos
hablando sobre lo sucedido. Muchos alababan a de
la Vega por haber defendido sus intereses, y otros
se lamentaban de las diferencias entre unos y otros
y que a nada bueno podían conducir, excepto a
enfrentamientos. Valenzuela era el más amargado
de todos, pues había perdido la apuesta y con ella
buena cantidad de dinero.
—Bueno, ¿y aquí cuando se cena? Pues el
infatigable Díaz ya se muere de hambre. ¡Cristo
bendito, lo que daría por un buen queso y un trozo
de venado asado! —se quejó en voz alta Díaz,
provocando la risa de los soldados y aliviando un
poco la tensión.
—No es mala idea, compadre —dijo Peñate con
humor y dando una palmada en la espalda a Díaz
que casi le tumba—. Podíamos organizar una
cacería y ver con que nos topamos por ahí.
Los acólitos mayas, viendo a unos cuantos
castellanos realizar preparativos para marchar de
caza, se acercaron rápidamente a Ponce y le
dijeron, a través de los intérpretes, que no era
buena idea aventurarse en la selva en pequeños
grupos. Se debía marchar siempre juntos y no
separarse, porque aquí era donde moraban los
espíritus devoradores de hombres, y bien pudiera
pasar que aquellos que fueran tan locos de andar
solos fueran atacados y comidos en vida. Ponce no
dio crédito a lo que decían los novicios, pero vio
seriedad y espanto en sus morenos rostros y, por si
acaso, ordenó que nadie abandonara el
campamento. Peñate se sintió desilusionado,
aunque obedeció de todos modos, también
impresionado por el cuento que largaran los
mayas. Esa noche los españoles tuvieron que
conformarse con su habitual cena de pan cazabe,
maíz y frijoles.
Quizás a resultas de la magra cena, Ponce
tuvo pesadillas, aún más espantosas porque se
basaban en sus recuerdos reales de la niñez y
adolescencia, allá en Santervás del Campo. Se vio
de nuevo ridiculizado y humillado por sus
compañeros de escuela y juegos. El joven Ponce
pertenecía a una familia de noble linaje, pero
como era tan común en la España de entonces, de
poderío económico más bien nulo. Los muchachos
se mofaban de él, de sus aires de grandeza y
gravedad de comportamiento, y le llamaban el
“marquesito”, el que se las daba de noble y no
tenía ni donde caerse muerto. En su trance onírico,
Ponce volvió a escuchar las pullas y las burlas, las
odiosas risas, y a sentir la amargura de no poder
rebatir los insultos de los rapaces. Se despertó
bien entrada la noche, con sudores por todo el
cuerpo y no de calor precisamente. Antes de
volver a dormirse, juró volver a España y acallar
las burlas y las risas para siempre.

***

Los hombres se reunieron con tranquilidad


alrededor de Ponce, que se encontraba subido en
una piedra para que sus palabras llegaran con más
claridad a los presentes. Era muy de mañana,
aunque la selva ya bullía de actividad con el
sonido de pájaros, monos y toda suerte de
animales. Recién se había terminado de desayunar
cuando el gobernador dio la orden de reunión y se
dispuso a hablar a los soldados.
Con voz clara y firme, llena de autoridad,
flanqueado por los dos capitanes, habló sobre la
Fuente de la Juventud y del oro y las riquezas que
se podían encontrar si daban con ella. Dispuesto a
ganarse la voluntad de los castellanos, aseguró que
quedaba poco para llegar a una ciudad en ruinas
donde se escondía la Fuente, siendo cierto lo de
las ruinas porque así se lo había dicho un
sacerdote en Xoltchi; prueba de lo que decía era
que con ellos viajaban los seis novicios mayas
para servirles de guía. Más que nunca, el hallazgo
de la Fuente era posible, pues desde que se
partiera de Tenochtitlan ya se andaba con
información veraz y muy creíble. Era por eso que
se debía realizar un esfuerzo más, apretar los
dientes y seguir adelante, pues en ese mismo día se
podía llegar a alcanzar el sueño tan anhelado.
—Imaginad lo que podemos conseguir si
obtenemos las aguas milagrosas —decía Ponce
con vehemencia, gesticulando con las manos, los
ojos brillando por el ardor de sus creencias,
contagiando el entusiasmo a la tropa—. No
solamente recuperar el vigor de la juventud en
nuestros cuerpos, sino también para el Rey. ¿Y no
piensan vuases mercedes que el Rey no se
mostrará generoso con aquellos que le lleven las
dichas aguas? Títulos, riquezas, tierras y criados,
aquí o en España. Y no sólo eso, sino que además
tengo por fiado que en la tierra donde se encuentra
la Fuente existe un inmenso tesoro maya de otros
tiempos más antiguos, todo él de oro y jade, en
cantidad suficiente para convertirnos en reyes a
cada uno de los presentes. Si la Fuente no les
tienta, que lo haga el oro. Claro que para conseguir
esto debemos avanzar a pesar de los quebrantos y
sufrimientos. Y no debemos pararnos a discutir
entre nosotros, ni a crear tensiones ni conflictos.
Por eso, digo que el que quiera retroceder lo haga,
ningún reproche le debo, pero el que me quiera
seguir lo haga sin poner condiciones ni cuestionar
mi autoridad; a esos sabré ser agradecido. ¿Quién
me sigue y quien decide irse?
Los soldados lanzaron gritos de júbilo y
vítores, mentando el nombre de Ponce y del Rey,
de España y de Dios. Nadie sería tan necio de
volverse para atrás ahora que parecía que el
premio se encontraba tan cerca. Con renovado
entusiasmo, se dieron inicio rápidamente a los
preparativos para la partida, ya no querían seguir
más tiempo parados, pidiendo a los indios que se
dieran prisa en recoger todo para salir cuanto
antes. Ponce, satisfecho, bajó de la piedra y miró
triunfante a los dos capitanes. Peñate le devolvió
la sonrisa, pero de la Vega se limitó a saludar con
la cabeza. Seguía sin tenerlas todas consigo el
valiente capitán, sobre todo porque conocía muy
bien el humor variable de los soldados, ahora muy
animados, después de horas de fatigosa marcha a
través de la asfixiante jungla ya se vería.

***

Tal y como sospechara el capitán de la


Vega, tras más de cuatro horas de marcha entre la
sofocante selva, con calor, teniendo que esforzarse
mucho para avanzar cuatro palmos, los soldados
ya no se encontraban tan entusiasmados y el ardor
de la mañana ante el discurso de Ponce se había
enfriado bastante. A pesar de todo, continuaron
adelante, porque los novicios mayas aseguraban
que no quedaba mucho. A cada uno le daba
energías el pensar en el oro, jade o en las aguas
milagrosas, y muchos soñaban despiertos, con el
peligro que conllevaba. Algún que otro
conquistador tropezó con una piedra o una raíz y
se fue al suelo para divertimiento de sus
compañeros.
Los sacerdotes mayas no se encontraban
tan de buen humor. Sus rostros estaban lívidos,
parecían más muertos que vivos, en opinión de
Peñate, y sudaban mirando la fronda con ojos
asustados.
— ¿Qué les pasa a estos indios? —quiso saber
Peñate acercándose al lado del gobernador. Ponce
siempre marchaba en la cabeza de la expedición,
justo detrás de los tamemes que cortaban ramas y
arbustos para abrir camino y al lado de los
primeros soldados españoles. Pretendía de esta
manera animar a la tropa y dar correcto ejemplo
de esfuerzo y temple— Parecería que han visto un
fantasma.
—Pudiera ser —respondió con una sonrisa Ponce.
Su aspecto seguía siendo el de un noble, pero
como el resto de españoles, la ropa la tenía sucia
del sudor y de polvo. La fina barbita y la perilla se
encontraban descuidadas, pero eran las cosas de
andar por los caminos del Señor—. Según me han
dicho los intérpretes, los mayas se encuentran muy
nerviosos porque aseguran que estamos en
territorio que pertenece a esos espíritus de los que
tanto hablan. Temen que nos ataquen y maten.
—Que idiotez —bufó con desprecio el come ogros
y mirando a los novicios, que caminaban en grupo
por detrás de la expedición.
—Lo sé, amigo mío, pero para los indios no es
asunto banal; lo toman muy en serio. Hasta tal
punto que me ha costado impedir que se
marcharan. Pretendían irse de vuelta a su ciudad
tras aleccionarme hacia donde debía dirigirme.
—Si hacen eso les aplasto el cráneo —dijo Peñate
abriendo y cerrando las manazas en actitud
amenazante—. Dejadme a uno de esos perros y
cuando acabe con él veréis como los demás os
siguen dócilmente.
—Tentado estoy de dejaros que lo hagáis, pero no
creo que, de momento, sea buena idea…
Ponce calló porque vio venir al capitán de
la Vega a su posición con la urgencia en su rostro.
Acudía despacio, tranquilo, pero en su mirada
nerviosa y en la posición de la mano sobre la
empuñadura de la espada que le colgaba de la
cintura a un lado se evidenciaba que algo no
marchaba bien.
—Señor, tenemos problemas —anunció en voz
baja de la Vega cuando estuvo cerca de Ponce y el
gigantesco Peñate—. Ruego a ambos caballeros
que cuando cuente lo que tengo que decir
mantengan la calma y la sangre fría, y ni si alteren
ni miren hacia ningún lado, mucho menos a la
selva.
—Pardiez —exclamó Peñate— ¿Qué sucede, de la
Vega?
—Estamos siendo observados desde hace al
menos una hora.
Ponce y Peñate no mostraron sorpresa,
eran muy avezados para cometer ese tipo de
errores, pero ambos hombres se miraron
brevemente alertados ante las palabras del capitán
de la Vega. Ponce, que continuaba caminado como
si nada, preguntó.
— ¿Indios?
—Por supuesto —respondió de la Vega—, pero no
sabría decir si mayas o de otras tribus más
salvajes. Los perros de Guerrero los detectaron
mediante el olfato, andan nerviosos en retaguardia,
pero Guerrero les tiene bien amaestrados. En un
par de ocasiones me he acercado a la foresta y he
intentado echar un vistazo. Creo que nos vienen
siguiendo cientos, pintados para ir a la guerra, y se
ocultan entre el follaje como si fueran conejos.
— ¿Por qué no habéis dicho nada hasta el
momento? —quiso saber Ponce alzando una ceja.
—Porque los indios de estas zonas suelen actuar
así: primero espían y después se ponen en contacto
con nosotros. Pero ya ha pasado tiempo más que
suficiente para saber que no creo que tengan
palabras de amor hacia nosotros. Creo que nos
acechan, que cada vez son más y que sólo esperan
el momento indicado para atacarnos.
—Válgame Cristo —suspiró Ponce— ¿Lo sabe la
tropa? ¿Y donde están esos indios? A fe mía, que
únicamente veo selva a mi alrededor.
—Esos indios se funden con el entorno, señor, les
veremos cuando nos ataquen, no antes. En cuanto a
la tropa, algunos veteranos ya se han dado cuenta,
y el resto andan recelosos, intuyen dificultades.
—Bien, bien, entonces va siendo hora de marchar
con más prudencia —sentenció Ponce mirando a
los dos capitanes—. De la Vega, vos poséis mucha
experiencia en asuntos de guerrear contra los
nativos y sus costumbres. Adelantaos varios pasos
por delante con un par de soldados, buscar el lugar
donde nos van a tender la celada y les daremos
quiebro allí mismo, dándoles del través. Peñate,
vos alertareis a los soldados con discreción;
quiero que todos estemos preparados para en
cuanto se inicie el combate. Repartir armas entre
los servidores indios, tal vez nos sirvan de ayuda.
—No apostaría por eso, gobernador —se carcajeó
el come ogros—. En cuanto los hijos de puta
escuchen los primeros gritos de guerra de esos
indios de la selva se mearán encima y saldrán
corriendo. Aún así, haré lo que me pedís.
Los dos capitanes saludaron y marcharon
con premura a cumplir las instrucciones. Los
indios seguían quebrando ramas y tronchando la
hierba con escándalo, ajenos al peligro que se
cernía sobre ellos. Ponce, tranquilo, de manera
disimulada, miraba de cuando en cuando a la
fronda, sin conseguir ver nada por culpa de los
gruesos troncos de los árboles o por los
enmarañados arbustos. Se suponía que allí
andaban ocultos decenas de salvajes, pero por
Cristo bendito que le era imposible discernir nada.
Los pájaros y los animales en lo alto de las copas
de los árboles seguían cantando o gritando, sin
sentirse alertados ante la presencia de los
hombres, más allá de la curiosidad que les entraba
ante la visión de la larga comitiva avanzando entre
la foresta. El gobernador no se engañaba, si de la
Vega decía que indios les estaban espiando,
entonces, voto a Dios, es que era cierto y no
podían dejarse emboscar. De manera descuidada,
largó la mano hacia el pomo de la espada y quedó
a la espera de los acontecimientos.
De la Vega ordenó a Valenzuela y a
Francisco el torcido que le siguieran, pues debían
adelantarse por delante de la expedición en
labores de exploración y como cebo para saltar la
trampa que los salvajes les estaban tendiendo. Los
dos soldados, expertos en las cosas de la guerra,
no protestaron y se apresuraron a seguir a su
capitán, armados con espadas, rodelas y dagas;
Francisco llevaba además una lanza ligera. Los
tres hombres marcharon entonces, adentrándose
con decisión en la foresta. Peñate, mientras tanto,
fue entre la soldadesca aleccionando a los
castellanos para que se prepararan para combatir,
que a no muy tardar el acero se tintaría en sangre.
Unos y otros, lanzando juramentos, blasfemias o
peticiones a la Virgen, se fueron preparando y
tuvieron las armas a punto. Fray Martín se lamentó
que se tuviera que entrar a matar y entonó una
bendición para que Dios se apiadara de ellos.
—En cuanto esos indios vean a mis perros se
morirán del miedo —dijo riendo Guerrero a un
soldado mientras sujetaba a los nerviosos canes,
que husmeaban, gruñían y abrían y cerraban las
fauces de donde les caían hilillos de saliva.
Como ordenara Ponce, Peñate repartió
armas entre los tamemes, aunque seguía diciendo
que era perder el tiempo. En pocos instantes la
expedición al completo estuvo armada y lista, con
los nervios en tensión, las miradas ceñudas y las
manos asiendo con fuerza lanzas y espadas. Los
ballesteros y arcabuceros tenían a punto ballestas
y escopetas, y todo eran miradas nerviosas o risas
fingidas para esconder el miedo y mantener la
sangre fría; no había nada que peor le sentara a un
soldado que la maldita espera antes de entrar en
batalla. Peñate tuvo dos dificultades, la primera
eran los acólitos mayas, que de tan pálidos de
terror que se encontraban, parecían que iban a
desfallecer.
— ¡La guarra que les parió! —rugía el come ogros
encolerizado, intentado que los mayas, con su
miedo, no hicieran que los salvajes se les echaran
encima antes de estar preparados. Se acercó a los
novicios y les insultó e increpó, intimidándolos
con su enorme corpachón, haciendo que tuvieran
más miedo de él que de esos aparentes espíritus.
Lo consiguió finalmente, aunque a costa de muchos
esfuerzos.
El segundo trámite fue que Ignacio Díaz, en
cuanto supo que indios les acechaban, montó en
justa cólera y, desenvainando espada, escudo en la
otra mano, quiso marchar a la fronda para batirse
con los bellacos.
— ¡Dejad que vaya allá! ¡Van a saber esos
miserables el precio de su infame actitud! ¡Espías,
saboteadores, infames! El poderoso Díaz les
matará a todos y las mujeres cantarán poemas
acerca del valor de su brazo armado —eso decía
el soldado.
Peñate se las tuvo tiesas para impedir que
su amigo cometiera un tremendo error, y a punto
estuvo de darle un puñetazo para dejarle
inconsciente, pero logró calmar la furia de su
compañero a base de razonamientos y amenazas
sabiamente mezcladas.
Ajenos a todo, Valenzuela, Francisco el
torcido y de la Vega avanzaban muchos pasos por
delante de la expedición, apartando con
precaución la maleza ante su avance, armas en
mano, escudos alzados, mirando a las densas
sombras de la selva y su espesa maleza.
Marchaban juntos, con los ojos entrecerrados,
intentando descubrir a sus observadores. De vez
en cuando unas ramas a un lado o a sus espaldas se
agitaban, y veloces sombras se movían entre el
verdor y los troncos de los árboles. De la Vega
renegaba en su interior, pensando que los indios no
iban a caer en la trampa y atacar a los
exploradores, revelando así su posición.
A poco llegaron a un claro bastante grande
y de la Vega dio la orden de parar en silencio, con
la mano. Los tres españoles se miraron: aquí sería
donde los indios les darían emboscada, era el sitio
ideal. Una vez que la expedición entrara al enorme
claro, serían atacados por todos lados, no habría
escapatoria.
—No son muy duchos en estrategia —dijo
Valenzuela en un susurro tras lanzar una maldición.
—Ni les hace falta, confiarán en su número y
valentía —añadió de la Vega. Ordenó al torcido
que retrocediera y diera aviso a Ponce de la
situación del claro. Debían seguir adelante, como
si cayeran en la emboscada, y una vez llegados al
lugar, atacar de manera inesperada, cargando
contra los indios esperando que la natural
superioridad en el combate cuerpo a cuerpo de los
españoles, junto con el acero, diera al traste con
las intenciones de los indígenas.
Cuando Francisco marchó a cumplir lo
ordenado, de la Vega y Valenzuela entraron al
claro, hasta su centro, y prepararon una hoguera,
dando la sensación de que se pretendía parar para
pasar la noche. A su alrededor, en la foresta, ojos
malignos les observaban con atención, asombrados
ante la piel blanca de los extraños y su estatura,
sobre todo la del capitán, sus ropas y asombrosas
armas. No sabían quiénes eran esos pálidos
forasteros, pero defendían su territorio de
cualquier intrusión y estos hombres misteriosos
iban a pagar con sus vidas el haber entrado en la
selva; se darían un festín con sus carnes blancas.
No tardó mucho en llegar la expedición al
claro. Ponce y Peñate se acercaron a de la Vega y
Valenzuela y el gobernador, con cara de
preocupación, dijo.
—Todo está dispuesto, vuestro soldado, capitán,
me ha avisado que aquí nos darán guerra los
indios. He dispuesto que a medida que entremos al
claro nos coloquemos disimuladamente en orden
de batalla. Vos mandareis el flanco derecho,
Peñate el izquierdo, cada uno con sus hombres, y
yo, con cinco soldados, protegeré el centro, para
impedir que nos desborden y ayudar en caso de
que una línea se rompa.
—Es un buen plan —añadió de la Vega asintiendo
satisfecho con la cabeza—. Pidamos a Dios
aguantar el tipo, porque estos indios no son de
mucho sufrir.
—Lo malo es que no sabemos cuántos son —dijo
Peñate con furia—. Pueden ser cientos o miles,
hijos de perra, van a saber lo que es atacar a
traición a los españoles.
—Dispuestos todos, démonos la mano, por si
luego el Señor no quisiera que lo hiciéramos —
Ponce estrechó la mano de sus capitanes y se
procedió a cursar instrucciones lo más rápido
posible, por si los salvajes se les echaban encima
antes de tiempo.
Los soldados y tamemes iban entrando a
buen paso en el claro. Los servidores dejaban los
fardos en el suelo, tal y como les indicaban los
castellanos, formando una barrera que en caso de
desesperación podía servir como última defensa.
Luego, los conquistadores se iban colocando con
disimulo en dos líneas, formando una media luna,
pero a la inversa, y en cada centro de las líneas
Peñate y de la Vega, para dar ejemplo. Ponce,
desde el centro, con sus cinco soldados de
refuerzo, miró a los capitanes y dio una señal con
la cabeza. Los ballesteros y arcabuceros pusieron
a punto las armas y los soldados desenvainaron las
espadas.
—Torcido, dame tu lanza —pidió de la Vega a su
compañero.
—Aquí tenéis, capitán, pero no sé para que la
queréis —esto lo decía Francisco porque sabía
que al capitán le gustaba luchar más con espada,
daga y rodela que con lanza, y porque no veía
ningún indio entra la foresta; los malditos se
camuflaban perfectamente en el entorno.
Valenzuela soltó una risita, porque teniendo
amistad desde hace muchos años con de la Vega,
conocía los sentidos agudos del hidalgo e intuía lo
que vendría a continuación.
De la Vega sopesó la lanza ligera, la asió
con la izquierda, era ambidiestro con cualquier
tipo de arma, aunque ligeramente superior con la
derecha, lo que le convertía en un terrible
luchador, y echó el brazo hacia atrás mientras
miraba la espesura. Retrocedió un paso y lanzó la
lanza hacia delante con todas sus fuerzas. El arma
voló a terrible velocidad, con siniestro siseo, y
entró en los matorrales. Se escuchó un grito
espantoso de dolor y asombro y un indio surgió de
su escondite atravesado por el pecho por la lanza.
Su rostro se deformó en una espantosa mueca y
cayó al suelo soltando sangre por la boca. Como si
era fuera la señal, docenas de gritos y aullidos de
guerra surgieron de la espesa jungla, y los
conquistadores aprestaron las armas dispuestos a
vender cara la vida y mandar salvajes al infierno.
— ¡A ellos, con valor! —gritó Peñate por encima
del estruendo de gritos y sonidos de caracolas. El
gigantesco capitán estaba armado con el montante
de dos manos, espada al cinto y un escudo que le
sostenía el joven Gutiérrez. El montante era una
espada terrible, enorme, pesada, de cuando las
luchas contra el moro, reminiscencias de épocas
pasadas, y sólo servía para combatir un rato,
abriendo huecos en las filas enemigas, porque su
peso cansaba enseguida al luchador y le obligaba a
parar. No obstante, Peñate era tan inmensamente
fuerte, que podía combatir con la terrible arma
durante mucho tiempo sin agotarse. El come ogros
sonreía ferozmente, contento de poder combatir,
esto era lo que más le gustaba, después de una
buena comida y una buena moza.
— ¡Por España! ¡Por Dios! —gritó también de la
Vega alzando la espada en alto. Había vuelto a
coger el escudo y colocado las carrilleras de la
borgoñota, poniéndose en guardia ante el
inminente combate. Al igual que la mayoría de los
conquistadores, vestía con armadura de algodón
india, ideal para combatir en estos climas y contra
este tipo de enemigos, y diferentes piezas de
armadura para proteger los brazos o el cuello, y
las manos con guantes de cota de malla.
De la selva surgieron decenas y decenas de
indios pintarrajeados de negro y azul cuerpos y
rostros, y esa era toda su protección, porque
luchaban desnudos a excepción de taparrabos de
piel de animales, en su mayoría de venado y de
jaguares los más valientes y osados de ellos.
Presentaban un aspecto feroz, con las narices,
labios y orejas atravesadas por múltiples espinas
o huesecillos de animales, y en sus pechos
colgaban pectorales o collares con más huesos y
colmillos, incluso huesos humanos. Algunos
llevaban colgando en sus cintos calaveras
humanas, y aquellos otros macabros trofeos en
forma de manos u orejas disecadas. De cuerpos
fuertes, esbeltos, el pelo moreno lo llevaban
recogido en coleta en lo alto de la cabeza,
amasado con barro de color rojo en su mayoría.
Sus rostros bestiales presentaban un odio tan
intenso que los españoles por un momento
sintieron desfallecer, pero se armaron de valor,
ese valor español que les iba a permitir conquistar
un imperio, y aguantaron firmes la acometida.
Los indios gritaban sedientos de sangre y
muchos incluso daban alocados saltos o bailaban,
en contraste con el hosco silencio español. Ponce
pensó que los nativos eran bastante ineptos,
porque con sus bailes y gritos lo único que
conseguían era perder valiosas energías. Se
suponía que lo hacían para amedrentar al enemigo,
pero los conquistadores estaban hechos de madera
muy recia como para dejarse acobardar por gritos,
por muy inhumanos que parecieran.
Con rugidos y el toque de caracolas, los
indios cargaron por docenas contra las líneas
españolas, armados con rudimentarias pero
eficaces macanas, palos endurecidos al fuego,
lanzas con punta de sílex u obsidiana y algunos
otros portaban espadas de madera con cuchillas de
obsidiana, tan afiladas y mortíferas como el acero
toledano. Unos indios dispararon con sus flechas a
los españoles, pero los dardos rebotaron
inofensivos contra los escudos y las armaduras.
Los ballesteros abrieron fuego y las saetas volaron
casi invisibles, acertando todas en el blanco; diez
salvajes cayeron muertos. Luego fue el turno de los
escopeteros, que apuntaron a la muchedumbre de
enemigos y accionaron los gatillos de las
escopetas.
El ensordecedor ruido de las detonaciones
se impuso al clamor y el griterío, y otros diez
indios cayeron muertos al suelo al ser impactados
por los tiros. Por un momento, los indígenas se
quedaron quietos, espantados ante las pavorosas
armas y al ver como sus compañeros caían
muertos por algo que no se veía pero que mataba
con pasmosa facilidad. Ese momento lo
aprovecharon los españoles para lanzar un grito y
cargar contra los indios, adelantando unos pasos
las líneas.
Se echaron encima de los salvajes y los
masacraron sin piedad, pues el español ni pedía ni
daba cuartel. Los indios, superado el pasmo de
enfrentarse a tan extrañas armas, tirando de su
natural valentía, lanzaron nuevos gritos y cargaron
contra los conquistadores. En el claro de la selva,
en medio del océano verde, ante el terror de los
animales que huían espantados, se desató una feroz
y cruel batalla lejos de todo y de todos. Los indios
golpeaban con sus rudimentarias armas, que se
partían al chocar contra los escudos o los cascos,
y los españoles atravesaban pechos con las
espadas o vaciaban las tripas de los contrarios con
las lanzas. Pronto el suelo se llenó de riachuelos
de sangre o de vísceras derramadas, y muchos
tuvieron que vigilar atentamente donde pisaban,
con riesgo de caer y ser muertos por el enemigo.
Los gritos de dolor, juramentos y la agonía
de los heridos o los que caían muertos se impuso a
todo. Los conquistadores, con un mínimo de
disciplina y táctica, aguantaban la posición,
rechazando los ataques y matando numerosos
contrincantes. Los indios, con la superioridad
numérica de su parte, atacaban valientemente pero
de manera alocada, siendo presas fáciles de los
españoles, lo más fieros soldados de infantería de
todo el mundo. Además, los indígenas, fieles a sus
costumbres guerreras, más que matar intentaban
capturar con vida al enemigo, para demostrar su
valía y engrandecerse ante los ojos de sus
compatriotas cediendo al prisionero a los
sacerdotes para que fuera sacrificado. De ahí que
intentaran agarrar a los españoles, o tirarlos al
suelo, o acuchillarlos en piernas, brazos o en las
partes vitales, sin matar, pero dejando fuera de
combate. Mas el castellano no se iba a dejar tornar
preso así como así. Ya sabía perfectamente lo que
le esperaba en caso de que tuviera la desgracia de
ser capturado: torturas, un sacrificio atroz, su
corazón arrancado como ofrenda a los dioses y su
cuerpo cocinado con ají para ser devorado por los
naturales. No, vive Dios, que no existía final para
un español más espantoso que ese, así que
luchaban como fieras acorraladas, con más valor
si cabía.
Esto no quería decir que los indios fueran
fáciles de batir, sino todo lo contrario, porque no
existía luchador más aguerrido, feroz y sanguinario
que el indígena. Los españoles se encontraban ante
un combate crudelísimo y muy esforzado. Sobre
todo porque de la selva seguían surgiendo decenas
de indios que convergían gritando y corriendo
hacia el centro del claro, buscando presas que
matar o tornar prisioneros para el sacrificio. Los
conquistadores, mentando a Dios y los Doce
Apóstoles, aguantaban firmes, matando indios a
puñados, manchados de sangre desde las botas
hasta los cascos. Algunos compañeros se
encontraban heridos de cuchilladas o tajos, pero
seguían luchando con ardor, pobre de aquel que
cayera delante de los indígenas.
Ponce, tintada ya su espada en sangre, veía
como las líneas españolas aguantaban de momento,
aunque se preguntaba por cuanto tiempo, ya que no
dejaban de surgir indios por todos lados. Los
tamemes se acurrucaban entre los fardos, de ellos
no se podía esperar ayuda, y sólo quedaba luchar o
morir, confiando en el aguante y valor español, y
que los indios sufrieran tantas bajas que al final se
tuvieran que retirar. Vio que el frente de Peñate
parecía flaquear un poco ante la presión del
enemigo y, lanzando un juramento, ordenó a los
cinco soldados que le siguieran. En un instante
estuvieron reforzando la línea y Ponce se encontró
luchando contra dos feroces indios que gritaban
cosas ininteligibles para él. De un tajo cortó la
garganta a uno, y el otro le golpeó con su maza.
Ponce pudo levantar el escudo a tiempo, notando
la fuerza del impacto; el arma indígena se partió
con seco chasquido y el gobernador aprovechó
para traspasar con la espada el corazón del indio.
En el centro de la línea Peñate reía gozoso,
lanzando blasfemias y rugidos tal si fuera un oso.
Ligeramente adelantado a sus hombres, hacía girar
el montante como si estuviera segando hierba y los
indios caían ante su furia de manera espantosa. Los
cuerpos desnudos de los indígenas apenas
presentaban resistencia ante la poderosa espada, y
sus brazos, cabezas y torsos se veían destrozados,
amputados o rajados como si fueran ramitas
podridas. Caían horriblemente muertos de dos en
dos, hasta en ocasiones tres de un golpe, en medio
de una lluvia de sangre y órganos, llenando la
tierra de cadáveres y miembros. Pronto Peñate
estuvo rodeado de cadáveres que no le estorbaban,
sí a los indios, que morían en gran número ante el
gigantesco capitán. Los soldados, viendo la
carnicería que cometía el come ogros, se animaron
y mataron a su vez a muchos más indios. Ponce,
comprobando que el frente estaba seguro,
retrocedió con los cinco soldados, para recuperar
el aliento y seguir prestando servicios como
refuerzo.
Los ballesteros y arcabuceros volvieron a
tener listas sus armas, apuntaron y dispararon,
enviando a numerosos indios a la otra vida, la de
ultratumba, y los que no morían quedaban
gravemente heridos, siendo rematados sin piedad
por los españoles que andaban al quite de todo y
no perdían oportunidad de degollar enemigos.
Luego, con admirable sangre fría y
profesionalidad, los ballesteros y arcabuceros se
abstraían del combate, centrada su atención en la
ardua y cuidadosa tarea de recargar ballestas y
escopetas, confiando en que sus compañeros no
cederían y ningún salvaje les atacaría. Estos
veteranos ya tenían muchas batallas a sus espaldas
contra mayas, tlaxcaltecas y mexicas, y sus blancos
predilectos eran los oficiales indígenas de
emplumados penachos o ricas armaduras de
algodón. Eliminados los oficiales, por regla
general los guerreros perdían sus puntos de
referencia y no sabían qué hacer, pues no poseían
iniciativa ni podían tomar el mando; al contrario
que ocurría con los españoles, adaptables a
prácticamente cualquier situación. Esta
flexibilidad, aparte del armamento, la disciplina y
el saber sufrir, convertía al infante castellano en un
enemigo muy difícil de batir para el indio. No
obstante, los salvajes que ahora arremetían
gritando espeluznantemente contra los soldados no
parecían poseer oficiales; al menos no se les
distinguían de la vociferante masa, así que los
arcabuceros y ballesteros debían disparar a los
contrincantes que parecían más aguerridos o
ponían en apuros a sus compatriotas.
Desde el centro del claro, Ponce pudo
volver a atisbar el devenir de la pequeña batalla.
Vio a Ignacio Díaz batiéndose valientemente con
tres indios, a los que mató hábilmente de uno en
uno sin sufrir heridas. Peñate tenía razón, puede
que Díaz estuviera mal de la mente, pero era un
luchador excepcional, todo lo torpe que era en
otras cosas, en cuanto tenía una espada en la mano
se mostraba como hábil espadachín. Díaz, de todas
formas, gritaba enajenado.
— ¡A mí, indios! ¡Acudid ante una muerte honrosa
ante la poderosa espada del bravo Díaz! ¿Qué
mayor honra existe que morir por su brazo? ¡Ah,
las mujeres cantarán canciones acerca de esta
batalla y los bardos compondrán poemas!
Ponce, a pesar del horror de la batalla, no
pudo evitar sonreír un poco ante las
extravagancias de Díaz, que seguía combatiendo
con excepcional valentía, siendo muchos los
enemigos asesinados por su espada. También pudo
descubrir al joven Gutiérrez de Salamanca que,
cuchillo en mano, se ocultaba entre los fardos con
los tamemes, con la cara pálida y llena de temor,
goterones le caían de los ojos junto con churretes
de la nariz, acobardado y pidiendo a gritos que el
Señor le salvara la vida. El gobernador maldijo en
su interior la actitud infame y cobarde del
muchacho protegido de Peñate, y se volvía a
preguntar qué diablos había visto el capitán en
semejante patán inútil para que le tuviera tanto
aprecio y le protegiera en todo.
Ruidos de gritos a su espalda le hicieron
poner sobre aviso. Algunos salvajes habían
logrado flanquear las líneas españolas y se habían
introducido hasta el fondo del claro, donde se
encontraban los fardos y los tamemes. Los
porteadores se lamentaban llenos de pánico y se
postraron en tierra pidiendo merced. Ponce tuvo
que cargar contra los indios con sus soldados,
porque nadie más podía hacerlo, para evitar verse
superados. Antes de que el gobernador llegara al
enemigo, fray Martín, con su nudoso bastón, se
interpuso entre los salvajes y los desdichados
servidores.
— ¡Quietos, malditos paganos! —gritó el fraile —
¡Estos infelices se encuentran bajo la protección
de Dios y no voy a permitir que los matéis!
Los indios, por supuesto, no pararon en su
carga, así que el fraile, tras pedir auxilio al Señor,
dio un paso adelante y pegó con la punta del
bastón en la cabeza a un indígena, con tanta fuerza,
que los huesos del desdichado se partieron como
si fueran de cristal, cayendo el indio al suelo con
espantosa brecha por donde surgían los sesos y la
vida. Luego, fray Martín golpeó a otro enemigo en
el estómago, y a otro en sus partes, y aquel con la
punta le partió la mandíbula, manejando el palo
con tal habilidad, fuerza y contundencia que los
indios por un momento vieron flaquear el valor y
retrocedieron ante aquel delgado y alto hombre
blanco vestido con humilde sotana y armado tan
solo con un recio bastón. Fray Martín, con cada
indígena que defenestraba, pedía perdón a Dios y
se comprometía a pagar penitencia, pero en su
deber se encontraba proteger a los indefensos, así
que esperaba que Cristo le comprendiera y no le
juzgara muy duramente.
Ponce también quedó sorprendido ante el
buen hacer del fraile en la guerra, y numerosos
cuerpos de indios quebrados sus huesos lo
atestiguaban, al igual que sus gritos y lamentos de
dolor. Por un instante, fray Martín se alzó como un
gigante bíblico ante los numerosos indios, rezando
a Dios y dando con el bastón a cuanto salvaje se
ponía a alcance, mas era evidente que en cuanto
los indios recuperaran el valor arrollarían al
valiente padre. Ponce recordó lo que le contara
Peñate acerca del fraile, sobre que había sido en
anterior vida asesino a sueldo, y entonces
comprendió de dónde sacaba fray Martín la
habilidad y el coraje para enfrentarse a la horda
pagana. Al grito de España, el gobernador y sus
cinco soldados de refuerzos acudieron en auxilio
del fraile cayendo sobre los indios con furia,
soltando cuchilladas que rajaban carnes,
destrozaban órganos y enviaban almas a la vera
del Señor.
Un indio, más fuerte y musculoso que los
demás, armado con una impresionante porra de
madera acabada en una bola endurecida al fuego,
pegó tremendo golpe a un español en la cabeza y
le desplazó un par de pasos a un lado. Si el
castellano no perdió la vida en ese momento fue
gracias a la buena manufactura del morrión, pero
el impactó fue tan poderoso, que prácticamente
perdió el conocimiento y cayó al suelo para júbilo
de los indios, que se lanzaron a por él para
atraparle. Ponce, testigo de la escena, no iba a
dejar que un español se perdiera así, por lo que
avanzó resuelto dando estocadas y matando a un
indio. El feroz guerrero, con su arma a dos manos,
rugió volteando por encima de la cabeza su maza,
lanzando terrible golpe contra el gobernador.
Ponce detuvo el golpe con el escudo, pero sintió
como las piernas le fallaban y los dientes le
temblaban con fuerza; si hubiera tenido la lengua
fuera se la hubiera partido.
Este indio era un oponente formidable, un
guerrero excepcional o tal vez el jefe; Ponce se
encontraba ante el combate de su vida. La maza no
se partió al contacto con el escudo, así que el
indio musculoso retrocedió para asestar otro
golpe. Ponce no se lo iba a permitir y extendió el
brazo armado para dar estoque en el pecho al
indio, pero este se echó a un lado con soberbios
reflejos, soltando de una mano su arma y atrapando
el brazo del gobernador por la muñeca.
— ¡Virgen Santa! —exclamó Ponce aterrado al
darse cuenta de que se encontraba a merced del
indio.
El indígena pegó brutal tirón y envió a
Ponce al suelo. Luego alzó el arma dispuesto a
aplastar el cráneo del español como si fuera un
melón maduro. No pudo hacerlo, porque un borrón
pardo se echó encima del indio y evitó el fatal
desenlace. Antonio Guerrero y sus tres perros
habían llegado en calidad de refuerzos. El animal,
un enorme mastín marrón, el de nombre “Gran
Cabrón”, tiró al indio a tierra y con sus fauces
destrozó la garganta del infeliz, al que convirtió en
meros instantes en un amasijo horrible de
contemplar de carne y sangre.
— ¡A ellos, preciosos! ¡Por España y el Rey! —
gritaba Guerrero mientras amputaba a un indio la
cabeza de hábil tajo.
Los otros dos perrazos se lanzaron entre
salvajes ladridos sobre los indígenas, que
retrocedieron aterrados ante la visión de los
espantosos perros y sus inmisericordes colmillos y
zarpas. Dos enemigos fueron despedazados por los
perros entre chillidos agónicos de los desdichados
mientras Guerrero ayudaba a ponerse en pie a
Ponce. El gobernador, recuperada la estampa,
resoplando con fuerza, cargó contra los indios,
logrando, con la ayuda de los soldados y el fraile
que no dejaba de sacudir contundentes golpes con
el bastón, poner en fuga a los guerreros, que
huyeron como almas perseguidas por el diablo
dejando abandonados a sus compañeros heridos o
moribundos, que fueron rápidamente rematados
por los conquistadores. Asegurada la zona, pudo
Ponce pasar rápida revista a las tropas de una
mirada. Muchos eran los indios muertos, ningún
herido o muerto por el bando español, sólo faltaba
un soldado, aquel que fuera golpeado en la cabeza
por la maza. ¿Se lo habían llevado preso?
Lanzando un fuerte juramento, Ponce tuvo
que olvidarse del destino del español, porque la
batalla seguía rugiendo con fuerza y no era el
momento de ponerse a buscar desaparecidos; si
lograban la victoria y se sobrevivía, entonces se le
buscaría. El lado de Peñate seguía aguantando con
firmeza las embestidas de los salvajes, y por el
lado del capitán de la Vega ocurría lo mismo. Pudo
entonces Ponce, mientras recuperaba el aliento,
contemplar el poder del capitán de la Vega y
comprender su afamada reputación de terrible
luchador.
De la Vega se encontraba en el medio de la
línea española, luchando con furia, a su alrededor
numerosos cuerpos de indios muertos por su
espada. Al contrario que Peñate, que manejaba la
espada más como un carnicero que espadachín, de
la Vega era de movimientos precisos, lógicos y
prácticos, ahorrando en esfuerzos. Era como
observar a un bailarín ejecutar danzas y giros con
total precisión, solamente que el baile que
componía de la Vega era mortal para sus enemigos.
Su largo brazo armado con la espada segaba vidas
con endemoniada rapidez, y con cada golpe que
daba con el escudo partía cabezas o destrozaba
yugulares. Daba un paso y ensartaba a un indio por
el pecho, sacaba la espada y lanzaba un amplio
arco, amputando un brazo y sajando la cabeza a
otro contrincante. Luego golpeaba con el escudo a
un indio en la cara, rompiendo nariz y dientes,
retrocedía dos pasos y pinchaba a un salvaje en el
cuello, haciendo que de la herida surgiera un
brutal chorro de sangre. Los indios enloquecían de
miedo y dolor mientras caían heridos a los pies de
su verdugo, que se encontraba sucio de sangre y
vísceras como si fuera un matarife.
En meros instantes, varios indios habían
perdido la vida ante la ferocidad y la destreza del
capitán de la Vega en la lucha. Los soldados que
combatían a su lado, veteranos, se
complementaban a la perfección con su capitán, al
que cedían terreno para que pudiera luchar a sus
anchas debido a su corpulencia y altura. Todo el
claro se encontraba abarrotado de cuerpos
morenos despedazados, miembros y vísceras, junto
con ríos de sangre que corrían en abundancia. La
lucha se brutalizó aún más, porque los españoles
se envalentonaban a medida que el combate se
alargaba, dispuestos a luchar hasta el último
hombre y morir tras llevarse consigo a cuantos
más enemigos mejor, como era su costumbre, sin
merced. Finalmente los indios, tras sufrir enormes
bajas, rota ya su furia de sangre, no acostumbrados
a pelear con oponentes tan feroces y sanguinarios,
que no cedían ni un palmo de terreno así
estuvieran reventados, dieron la orden de huida.
Se escucharon toques de caracolas y
tambores, y los indígenas simplemente se dieron la
vuelta y salieron corriendo hacia el interior de la
selva, sin preocuparse por los heridos o muertos,
cosa que sorprendió a los veteranos, porque otras
naciones indias, mayas y mexicas por ejemplo, no
dejaban nunca atrás a sus heridos. Peñate,
completamente empapado de sangre, le caía a
chorros por todo el cuerpo de tanto que había
matado, rugió ferozmente y gritó.
— ¡Sin cuartel! ¡A ellos!
Era la orden de perseguir al enemigo sin
mostrar piedad y matarlos a todos, para evitar que
en un futuro volvieran a dar guerra. Los españoles
mostraban con sus oponentes la misma
consideración que se mostraba hacia ellos, y estos
salvajes habían demostrado con su ataque
premeditado y sin razón alguna, al menos para los
castellanos, que no merecían otra cosa que ser
pasados a cuchillo. No obstante, de la Vega
consiguió hacerse oír con potentes gritos e impidió
que los soldados se lanzaran a la persecución de
los indios.
— ¡Quietos, soldados! ¡Quietos todos, vive Dios!
¡Mantened la posición!
— ¡De la Vega! —exclamó el come ogros exaltado
por el combate— ¡Debemos matar a esos perros o
volverán con refuerzos!
— ¡No! —replicó con fuerza y autoridad de la
Vega— Conozco las tácticas de los indios. Si les
perseguimos en la selva nos tenderán emboscadas
y celadas e iremos cayendo de uno en uno ante su
superioridad numérica. Aquí en el claro, en un
combate normal, se encuentra nuestra fuerza y las
posibilidades de salir con vida.
— ¡Haced lo que dice de la Vega! —ordenó
Ponce, y con eso se dio por finalizada la disputa.
Llegó el momento de hacer balance de la
cruenta lucha y de curar heridas. Todos los
españoles, sin excepción, habían combatido
duramente, se encontraban cansados y sucios de
porquería y sangre. El olor de la sangre y tripas
derramadas se metía en narices y ojos, haciendo
toser a los soldados. El claro era un matadero
plagado de cuerpos morenos destrozados y de
miembros humanos desparramados en espantoso
desorden. Los castellanos pedían agua con
desgarradores gritos, y muchos daban gracias a
Cristo por escapar con vida de tan dura prueba. A
las toses y resoplidos se le sumaban los gemidos
de los indios heridos, que se retorcían presos de
dolor ante sus carnes sajadas, muñones de los que
manaba la sangre o sus estómagos abiertos por
donde se desparramaban los intestinos. De la Vega
ya había organizado una cuadrilla de
conquistadores que daga en mano, “misericordia”
la llamaban, se encargaban de degollar con veloz y
preciso tajo a los indios para evitarles
sufrimientos y espantosa agonía, o que fueran
devorados en vida por los animales carroñeros;
cruel tarea, piadosa al fin y al cabo, cosas de la
guerra.
Fray Martín suplicaba merced para los
indios heridos, pero los soldados no podían
concederla. Las heridas que infligía el acero
español en cuerpos desnudos eran espantosas, y el
que no se hallaba mutilado se encontraba
destrozado o rajado con los órganos al aire. Los
indios no solían sobrevivir a tales padecimientos,
y la muerte les llegaría muy tarde entre espantosas
agonías; era mejor acabar con sus sufrimientos.
Además, no se podía cargar con prisioneros. Fray
Martín entendió lo que se le decía, pero aún así
pidió a Cristo por el alma de todos aquellos
pobres, maldiciendo la guerra, la maldad y locura
de los hombres que les arrastraban a matarse entre
sí siendo como eran todos hermanos en Cristo.
—Y ahora llora por las muertes de esos salvajes
—murmuró Ponce viendo al fraile con su sotana
desgarrada y manchada de sangre, tanto de la que
había derramado con su bastón como por haber
tomado a los indios agonizantes entre sus brazos y
darles la gracia de Dios.
Peñate, que se encontraba cerca del
gobernador, escuchando su comentario, se acercó y
dijo en voz baja.
—Recordad lo que os contara del fraile. Es
hombre raro, vive Dios.
Ponce miró al gigantesco capitán y después
de nuevo al fraile, pero ya no dijo nada mas,
limitándose a encogerse de hombros. Qué más
daba que fuera raro el cura mientras atendiera
espiritualmente a los hombres y llegado el caso
supiera defenderse, como así había sido; un
problema menos del que preocuparse. Los
españoles se movieron por el claro intentando
retomar la tranquilidad. Guerrero se las tenía
tiesas con sus tres perrazos, porque los animales,
excitados por el olor de la sangre y el gusto de ella
en sus fauces, doloridos por las heridas que les
recorrían los lomos, gruñían y se ensañaban con
los cadáveres de varios indígenas, a los que
destrozaban los huesos entre chasquidos y
desgarraban las carnes con sus horrorosas zarpas.
— ¡Guerrero! —rugió aún más alto que los canes
de la Vega— ¡Detén a esos demonios ya mismo o
les mato con mi espada! ¡Sabéis que no me gusta
que los perros se comporten de esa manera!
— ¡Estoy en ello, capitán, voto a Dios, pero no es
fácil controlar a estos perracos! —se excusó
Guerrero mientras con un palo atizaba a los perros
— ¡Eh, atrás, diablos! ¡Atrás u os parto el
espinazo! ¡Vamos, Fantasma, Noche! ¡Atrás, Gran
Cabrón, ea, obedeced a vuestro amo!
Al fin, con grandes juramentos y
resoplidos, Guerrero consiguió su objetivo que fue
apartar a los animales de los destrozados cuerpos
y les ató con las cadenas y las correas a un grueso
árbol, para que se tranquilizaran. El resto de
españoles se curaban las heridas, ellos mismos o a
los compañeros, y los tamemes andaban revisando
los fardos, pues algunos habían sido robados o
rotos. De la Vega se acercó con rostro serio a
Ponce para presentar el informe.
—Señor, hemos logrado rechazar el ataque traidor
de estos indios. Calculo que habremos matado al
menos a setenta, quizás más. Ha sido para ellos un
fuerte correctivo, creo que por hoy ya no querrán
guerrear.
—Excelente noticia —reconoció Ponce con una
sonrisa.
Peñate hinchó su enorme pecho con
satisfacción, preguntándose cuantos salvajes
habrían caído ante su enorme espada.
—Se ensombrece con las malas nuevas que os
traigo —se apresuró a añadir de la Vega con
solemnidad—. Al menos tenemos veinte heridos,
aunque gracias a Dios ninguno grave, pero lo peor
es que faltan dos españoles, cinco tamemes y tres
de los sacerdotes mayas.
— ¡Válgame Cristo! —exclamó Ponce mirando a
de la Vega; era verdad, ya se había olvidado del
soldado caído por el golpe de maza en su cabeza
propiciado por el musculoso indio.
—Se los han llevado presos esos hijos de puta —
se aventuró a decir Peñate rechinando los dientes
de cólera.
—Así es —dijo de la Vega, luego se dirigió al
gobernador—. Señor, no podemos perder el
tiempo, debemos ir tras los salvajes sin dilación
alguna.
—De la Vega, feria mi ánima —blasfemó el come
ogros—. Antes me decís que no hay que ir tras los
indios; ahora que sí. ¿En qué quedamos?
—Debemos ir a rescatar a los compañeros y los
indios, porque si no lo hacemos pueden darse por
muertos de la manera más cruel y espantosa que
podamos imaginar. Estos indios los van a
sacrificar a sus falsos ídolos y después se comerán
sus cuerpos en banquetes caníbales.
— ¿Pero qué mentáis? —se espantó Ponce
abriendo los ojos por el terror al pensar en aquello
— Es horrible lo que decís, ¿pero, tan seguro
estáis de eso? Tal vez los salvajes se los hayan
llevado presos para pedir rescate.
De la Vega no contestó al gobernador. Sin
mediar palabra, se dio la vuelta, avanzó unos
pasos hasta el primer cadáver indio, lo cogió del
pelo y lo llevó a rastras hasta donde se
encontraban Peñate y Ponce; varios soldados,
interesados por las noticias, se habían concentrado
alrededor de los oficiales. De la Vega tiró el
cadáver a los pies de Ponce, se agachó y con una
mano entreabrió los labios del indio muerto,
mostrando unos dientes espantosamente afilados en
forma de agudos colmillos, toda la dentadura.
— ¿Por qué creéis que se tratan así los dientes? —
dijo de la Vega poniéndose en pie.
Ponce sintió palidecer ante la visión de la
dentadura de pesadilla y medio se imaginó como
sería caer en manos de esos diablos morenos. Los
soldados cuchichearon entre ellos, señalando al
cadáver, pidiendo venganza o justicia.
—Siendo así —dijo el gobernador, recuperando el
color en el rostro, a todos los presentes—, no
podemos abandonar a nuestros hermanos a tan
cruel destino. Que todos se preparen y que
corredores vayan por delante. Vayamos tras los
indios, Dios nos ampare.
—Me temo que no podrá ser —Peñate bufó con
resignación, señalando con la cabeza al cielo—.
Queda poco para que anochezca…
— ¡Voto a Cristo! —blasfemó con fuerza de la
Vega, mirando como el Sol iba bajando por detrás
de las copas de los árboles y las sombras de la
selva se iban haciendo más densas por momentos.
Peñate tenía razón, no podrían iniciar una
persecución de noche, era sumamente peligroso y
podrían extraviarse. Tendrían que dejarlo para
mañana; lo malo era que los indios seguramente sí
sabrían moverse por la jungla incluso hasta en la
oscuridad.
—Montemos el campamento para pasar la noche, y
mañana muy temprano partiremos tras los salvajes
—ordenó Ponce.
—Señor —se aventuró a aconsejar de la Vega—,
mejor será que nos vayamos del claro. No
querremos estar aquí cuando los cuerpos
comiencen a pudrirse.
—Secundo la opinión del capitán de la Vega —
añadió Peñate—. Todavía tenemos tiempo de
buscar un lugar más apropiado para pasar la
noche. Si tenemos suerte, podremos encontrar un
riachuelo donde poder saciar la sed con agua
fresca y quitarnos la carroña de encima. Cristo
bendito —exclamó el come ogros con una risotada
—, parece que venimos de la matanza del cerdo.
CAPÍTULO X

EL ASALTO A LA ALDEA, EL HORROR EN


ELLA ENCONTRADO Y UN POCO DE BRILLO
PARA SUERTE DE PONCE DE LEÓN.

Se tuvo suerte y la expedición pudo


encontrar, antes de que la noche se les viniera
encima con sus tinieblas, un arroyuelo que
discurría rápido entre lecho de rocas y barro. Era
de caudal voluminoso a pesar de tener tan sólo
unos pasos de anchura y poco más de uno de
profundidad, y sus aguas limpias y frescas
sirvieron para que los españoles refrescaran los
sedientos gaznates y se limpiaran de sangre e
inmundicias los cuerpos y las ropas. Algunos
soldados se limitaron a limpiarse manos y caras,
un poco la ropa por encima, así de natural guarros
eran, pero ya la mayoría no soportaba andar con
sangre reseca por encima y se prestaron con gracia
a lavarse.
A instancias de Ponce se encendieron
varias hogueras para secar las ropas y los huesos,
a pesar de que Peñate dijera que la luz de las
fogatas podrían atraer a los salvajes, pero ya de la
Vega no creyó que eso fuera a ocurrir. Los indios
estarían retornando a su aldea, para curar las
heridas y congratularse con el botín obtenido. Los
españoles pudieron descansar tranquilos,
curándose las heridas a base de cuchillo al rojo, o
cosiendo los tajos con aguja e hilo y poniéndose
grasa para evitar infecciones, mientras bromeaban
o fanfarroneaban acerca de cuantos indígenas
habían matado durante la lucha.
A la mañana siguiente, mucho antes de que
el cielo comenzara a clarear, los centinelas de la
última guardia despertaron a sus compañeros, que
se levantaron entre juramentos y reniegos, pues las
heridas del día anterior se habían entumecido y era
ahora cuando dolían y molestaban como mil
diablos. En cuestión de meros instantes todo el
campamento era un hervidero de actividad. Se
desayunó deprisa y en abundancia, pues se
necesitaría de energía para lo que prometía ser
larga y dura jornada, y cuando todos estuvieron
preparados, Ponce dio la orden de partida.
Por delante de la expedición marchaban el
capitán de la Vega con Valenzuela y un grupo de
cuatro soldados, más Antonio Guerrero y sus
mastines, a quienes les habían dado a oler el
morrión de uno de los soldados desaparecidos,
que encontraron abandonado en el claro donde se
produjo el combate. Los perros husmearon,
ladraron y se internaron en la selva, dando vueltas
descolocados y perdidos, sin poder encontrar el
rastro. La búsqueda condujo al grupo de nuevo al
escenario de la batalla, donde los cuerpos sin
enterrar de los indios ya se descomponían ante el
húmedo y caluroso clima y donde bandadas de
aves carroñeras graznaban y se pegaban entre ellas
para intentar comer los bocados más apetitosos de
la carroña humana. El olor era espantoso y los
españoles tuvieron que taparse narices y bocas con
trapos.
Los perros se internaron en el claro,
ahuyentando a las aves y a varios animales
carroñeros desconocidos de pequeño tamaño,
ladrando y gimiendo, hasta que de repente
enfilaron hacia la selva y salieron corriendo con
gran velocidad.
— ¡Ja! Ya han encontrado el husmillo —batió
palmas Guerrero contento.
Los soldados partieron detrás de los
perros, mientras Valenzuela marchaba al encuentro
de la expedición para indicar que la persecución
había dado comienzo.
***

Les llevó prácticamente toda la mañana y


parte de la tarde dar con la aldea. Tuvieron que
andar lentamente, procurando evitar hacer mucho
ruido en su marcha a través de la selva y no poner
en aviso al enemigo. Los perros de Guerrero
fueron atados con correa y puesto bozales para
evitar que ladrasen. Antes de llegar a destino, se
descubrieron varias finas columnas de humo surgir
de los árboles, en lontananza, señal inequívoca de
que se acercaban a un núcleo urbano. Ponce dio el
alto y se reunió con los capitanes para discutir el
plan de acción. Por lo pronto, lo más urgente era
intentar espiar a los indios para averiguar cuántos
eran, a ser posible descubrir el paradero de los
compañeros y como era de grande el poblado.
Tal tarea recayó en el capitán de la Vega,
por su sigilo para moverse entre la foresta, y en
dos españoles más, uno de ellos Gerónimo
Verdugo, del que se decía que sabía moverse como
los gatos. Los conquistadores se despojaron de
todo excepto de pantalones, botas y camisa,
armados con dagas para evitar ruidos, y marcharon
con mucha premura a cumplir la misión. No
tardaron en dar con la aldea, evitando encuentros
indeseables durante el trayecto, ya que los indios,
cosa increíble, no ponían centinelas para vigilar
caminos o los alrededores de su pueblo, por lo que
siempre era fácil cogerles por sorpresa.
Los tres soldados, amparándose en la
maleza, pudieron acercarse a poca distancia de las
primeras casas, que eran construcciones humildes
de caña, ramas y madera, de piedra eran las más
importantes, y seguramente el templo, pero poco
más. A pesar de que no hubiera vigías, siempre les
podría descubrir un vecino. No obstante, los
españoles descubrieron que no había nadie en el
limítrofe de la aldea grande, porque eso era y no
una verdadera ciudad. En los campos de cultivo de
alrededor no se veían tampoco trabajadores,
aunque se escuchaba el típico murmullo
proveniente de centenares de personas reunidas en
un mismo lugar y que emanaba del interior de la
aldea.
— ¿Dónde están todos? —preguntó Valenzuela en
voz baja.
—Quizás estén realizando un rito en el centro del
pueblo, allí donde se alce el templo principal —
explicó de la Vega también en voz baja—. Cristo
confunda a los indios, desde aquí no podemos
descubrir nada. Mejor será que me acerque hasta
las primeras casas.
— ¿Habéis perdido el juicio, capitán? —exclamó
en un susurro Verdugo— Es muy arriesgado y os
pueden pillar. Es un suicidio.
—Por eso iré yo solo…
—Ah, no, voto a Dios, de eso nada —protestó
Valenzuela ante la orden del capitán—. Iremos los
tres, así tendremos más oportunidades de salir con
bien.
—No, os quedareis aquí; los dos. Es una orden. Si
me pasará algo os volvéis de inmediato junto con
Ponce y los demás y les traéis hasta aquí…
El capitán no pudo terminar la frase,
porque su rostro se ensombreció de repente
mientras tiraba del cuchillo que llevaba al cinto.
Valenzuela y Verdugo no entendían que pasaba,
hasta que de los matorrales a su izquierda
surgieron dos indígenas salvajes de aspecto feroz,
pintarrajeados y armados, hablando entre ellos
animadamente, tal vez eran cazadores, o los
centinelas que se creía no había. Daba igual. Los
indios descubrieron a los españoles, pero para
entonces de la Vega estaba actuando con letal
contundencia.
Con rápido movimiento lanzó la daga que
voló casi invisible hasta que se clavó en el pecho
de uno de los indígenas. Cuando el otro indio
quiso echar mano de su macana, de la Vega se
había puesto a correr hacia él y le propinó un
tremendo puñetazo aprovechando la inercia de la
carrera y su enorme fuerza. El guerrero cayó hacia
atrás con la boca partida, soltando sangre y
dientes, sin poder gritar debido al salvajismo del
golpe. De la Vega agarró al indígena por el cuello
con las dos manos y le estranguló en meros
instantes. El indio pataleaba e intentaba zafarse de
la presa de acero que eran las manos del capitán,
pero era inútil y a poco murió. De la Vega,
terminado su macabro trabajo, se irguió hinchando
el pecho y mirando a todos los lados por si había
más indios cerca.
—Virgen santa —exclamó con asombro Verdugo,
que había visto morir a dos hombres en menos
tiempo de lo que se tardaba en decir
“Padrenuestro”—. No he escuchado a esos dos
perros hasta que surgieron de la espesura. ¿Cómo
os habéis dado cuenta de que estaban ahí, capitán?
—Escuché el crujir de las ramas y las hojas
cuando caminaban. Cristo nos maldiga por necios,
casi dejamos que nos pillen.
Valenzuela y Verdugo se miraron entre sí
asombrados, muy fino era el oído del capitán,
ramitas y hojas, vale, pero lo cierto era que
ninguno de los dos jamás hubiera podido descubrir
a los indios. De la Vega ordenó que se ocultaran
los cuerpos lo mejor posible para evitar que
fueran descubiertos, y marchó a espiar la aldea un
poco más de cerca mientras los soldados cumplían
sus instrucciones. Atravesó el espacio despejado
entre las primeras casas y la selva con mucha
rapidez, llegando a una cabaña donde se pegó de
espaldas a ella mientras esperaba un rato por si se
daban gritos de alarma.
No parecía que nadie le hubiera visto, así
que se arriesgó a caminar por entre las cabañas
muy atento a las puertas y con sigilo. Debía ser
muy cauto, pues aparte de encontrarse en territorio
hostil, era imposible pasar desapercibido debido a
su piel blanca, pelo rubio y alta estatura. Avanzó
varias casas más, hasta que topó por fin con los
primeros habitantes. Pudo descubrir varias cosas,
a cada cual más horrible. En primer lugar, el
poblado no debía ser muy grande, o tal vez se
levantarán más casas en otras partes de la selva,
que importaba. La cuestión es que los indios se
congregaban en lo que parecía ser el centro del
pueblo, una gran extensión circular con casas más
grandes con paredes de piedra y techos de paja.
Allí se alzaba el acostumbrado templo escalonado,
aunque de menores proporciones que en otras
ciudades mayas, con su adoratorio y techo de paja,
con braseros donde ardía el fuego del que surgía
un humo negro y espeso. Sus escalones estaban
manchados de sangre recién derramada, roja y
brillante, y frente al altar se encontraban varios
sacerdotes ataviados con túnicas negras por la
sangre y penachos de plumas en las cabezas. El
olor a matadero, podredumbre y vísceras
derramadas era inconfundible y se sobreponía al
de los guisos que se andaban cocinando.
Los indios se encontraban muy animados,
reían entre ellos en alegres corrillos o se
encontraban sentados ante mesas con platos de
comida, frutas y bebidas. Unos pocos tocaban
tambores rudimentarios de madera y piel y otros
soplaban caracolas, componiendo una extraña y
enervante melodía. Al fondo se veía danzarines
ejecutando complicados bailes a base de
movimientos alocados y en círculo, vestidos como
pájaros o animales, tal vez simulando ser sus
dioses o espíritus de la selva. Todo era muy
festivo, como si se estuviera celebrando algo.
Podía pasar por una escena idílica si no fuera por
los horripilantes detalles que de la Vega pudo
descubrir escondido desde detrás de varios fardos,
precisamente de aquellos que les habían robado
durante el ataque.
A pesar de encontrarse a una distancia de
al menos veinte pasos de los primeros indios, el
capitán no creyó estar en peligro, porque los
indígenas se hallaban muy ocupados divirtiéndose,
comiendo, bebiendo o siguiendo con atención los
bailes o a los sacerdotes encaramados en lo alto
del templo, que realizaban ofrendas de incienso en
uno de los braseros haciendo saltar espesas nubes
de colores. Pudo así de la Vega descubrir el
paradero de sus compatriotas desaparecidos,
aunque ojalá nunca lo hubiese hecho. Al lado del
templo escalonado se levantaba una viga
atravesada y sujetada por gruesas estacas, a una
altura de cuatro pasos del suelo, y colgaba de
dicha viga numerosos cráneos y restos óseos
humanos. Los más recientes eran las cabezas
barbadas de los dos españoles, que habían sido
sacrificados y mutilados. Junto con los despojos
de los castellanos también se encontraban las
cabezas de cinco indios, posiblemente los
tamemes desaparecidos. De los que no había ni
rastro era de los tres novicios mayas, aunque no
era muy difícil deducir que habría sido de ellos.
Los indios se encontraban en pleno y
horrible banquete caníbal, donde las carnes de los
sacrificados se devoraban con deleite. Los
costillares humanos asados se encontraban en
grandes bandejas y unos indígenas los cortaban y
troceaban para repartir entre los vecinos. En otras
hogueras se estaban asando lentamente brazos y
piernas, sin manos y pies, y unas mujeres ponían
por encima salsas y especies para darle gusto a la
carne. De la Vega, a pesar de ser curtido veterano
acostumbrado a contemplar todo tipo de horrores
en la guerra, tuvo que esforzarse por no vomitar y
delatar su posición. El terror se apoderó de su
alma y a punto estuvo de salir corriendo, aunque la
cólera logró sobreponerse al miedo y el capitán
juró que haría pagar caro a los salvajes el
abominable crimen cometido y el terrible pecado
que ahora mismo realizaban entre grandes
muestras de alegría y glotonería.
Era espantoso de ver para el capitán como
los indios se pasaban la carne humana,
acompañada de salsas, de tiernas mazorcas de
maíz o con frijoles, y como reían y se deleitaban
del gusto de la carne, con risas y exclamaciones de
satisfacción. Un grupo de vecinos, mujeres,
hombres y niños comían en abundancia y se
hablaban unos a otros en alegre parloteo que el
español no pudo entender. Un niño, un mozuelo de
no más de diez años rebañaba el hueso humano de
una pierna, intentando comer los pocos restos que
quedaban de carne. El padre, un indio de piel muy
morena y curtida por el sol, se acercó al infante y
le partió el hueso con ayuda de una macana, para
que el crío pudiera acceder al tuétano, golosina
para estos indios.
Vive Dios, pensó el capitán horrorizado,
que ya había visto demasiado. Con el mismo
sigilo, el cuerpo temblando de rabia, retornó por
donde había venido hasta que se perdió en la
selva, donde le esperaban sus dos compañeros.
Los tres marcharon de inmediato al encuentro de la
expedición para dar cuenta de sus hallazgos.
Más tarde, ya ante los expectantes Ponce y
Peñate, de la Vega relató con todo lujo de horrores
el banquete caníbal que había presenciado y como
los indios se encontraban en pleno festín, siendo
fáciles de emboscar y hacerles pagar su crimen,
porque una cosa era que en la batalla se mataran
amigos y conocidos, gajes del oficio, pero otra
muy distinta era que te sacrificaran a demonios, te
extrajeran el corazón y luego se comieran tu
cuerpo, el peor destino que le podía ocurrir a un
español en estas tierras.
— ¡Virgen Santa! —exclamó Peñate con sus
enormes puños alzados— ¡Las putas que les
parieron! ¡Perros y mil veces perros!
—Qué horror tan grande… —murmuraba Ponce,
quien también había conocido casos de
canibalismo en Puerto Rico y durante sus viajes,
aunque tampoco lograba acostumbrarse a ello.
— ¡Hay que matar a todos esos puercos! —
demandaba con voz de trueno Peñate, la cara
enrojecida por la cólera y la barba tiesa— ¡No
podemos dejar que se salgan con la suya,
gobernador!
Ponce asintió lentamente con la cabeza
mientras pensaba frenéticamente que hacer. Su
misión era encontrar la Fuente de la Juventud, no
le apetecía para nada enfrascarse en una nueva
lucha con los salvajes, pero, por otro lado, lo
sucedido era una afrenta tan enorme que los
soldados no querrían otra cosa que justa venganza.
Si osaba decir que no, entonces le abandonarían
tan seguro como que Cristo resucitó al tercer día.
Preguntó entonces al capitán de la Vega.
—Capitán, ¿vos que opináis? ¿Es factible un
ataque a la aldea?
—Señor —respondió entusiasmado de la Vega,
también ansioso por vengar la suerte de sus
camaradas—, aunque es indudable que son muchos
más que nosotros, están en plenos fastos, comiendo
y bebiendo. No tienen centinelas ni guardas en los
campos. Podemos caer sobre ellos con sorpresa y
contundencia. Cuando quieran reaccionar
habremos causado muchas bajas y quemado varios
edificios para causar el caos y el pánico. Es
nuestro deber hacer llevar la Justicia de España y
de Dios a estos indios, caníbales y paganos. Ellos
han comenzado la lucha, pues por Cristo que
nosotros la terminaremos.
— ¡Así se habla, pardiez! —gritó Peñate en todo
de acuerdo con de la Vega— A ellos.
—A ellos —repitió Ponce desenvainando la
espada— ¡Por el Rey, por España, por Dios!
— ¡España! ¡España! ¡Por Dios! —gritaron a coro
los soldados, ansiosos todos por llevar la muerte a
los salvajes que tantas atrocidades habían
cometido con los prisioneros.
Los indios, que todavía seguían celebrando
el banquete con grandes risas y bailes, allá en la
aldea, aún no lo sabían, pero sobre ellos iba a caer
toda la furia de los hijos de Iberia.

***

Los indios se encontraban en la cúspide de


su banquete caníbal, celebrando la batalla contra
los extraños forasteros de piel blanca y sus
esclavos. Cierto era que habían sufrido muchas
más bajas de lo normal ante la increíble ferocidad
de los hombres con pelos en la cara, y que sus
armas eran desconocidas y poderosas, pero para
ellos la victoria se basaba en conseguir los
objetivos; y estos habían sido cumplidos con
creces. No sólo habían capturado a dos hombres
blancos y varios esclavos, sino también a tres
despreciables rivales de la ciudad de Xoltchi, a
los que odiaban a muerte por considerarlos
invasores e intrusos en su selva.
Junto con la captura de los hombres
blancos, los tres mayas más civilizados, que para
mayor satisfacción encima eran sacerdotes, eran la
mejor recompensa para estos mayas, más salvajes
y atrasados que sus hermanos de ciudad, y por toda
la aldea se había transmitido la noticia de la
batalla y se había dispuesto de inmediato un
banquete para celebrarlo. Los hombres blancos y
los esclavos se sacrificaron para mayor honra de
los dioses, sus corazones fueron ofrendados en los
braseros, la comida de los ídolos, y las cabezas
colgadas como raros trofeos. En cuanto a los
cuerpos, habían sido ya devorados con deleite por
los vecinos, que comprobaron que la carne blanca
era muy exquisita.
En cuanto a los tres desdichados y jóvenes
novicios, su destino fue todavía peor. Les
torturaron de manera salvaje, arrancándoles las
uñas y cortándoles los genitales, que asaron y se
comieron delante de las víctimas. Luego les
despellejaron en vida y cuando murieron al fin,
ensartaron sus cuerpos enteros en palos untados
con miel y los pusieron en grandes hogueras para
que se asaran, excepto las cabezas, que fueron
también exhibidas como trofeos. Por todo el
poblado se podía oler la carne asada y los
estómagos de los indios, a pesar de haber comido
con anterioridad, rugían con deleite anticipándose
a la degustación. Los niños corrían alrededor de
los cadáveres que se asaban lentamente mientras
de ellos caía a goterones la chisporroteante grasa.
Un indio muy viejo, el sacerdote principal,
escoltado por cuatro sacerdotes también mayores,
pero más jóvenes que su maestro, se abrió paso
entre la multitud vociferante con mucha dignidad.
Los indios se agachaban con respeto y abrían paso
al anciano, para que este pudiera llegar hasta el
centro de la plaza, donde se encontraba el cacique
de la aldea rodeado de sus concubinas, esclavos y
mejores guerreros. Cerca se encontraba uno de los
cuerpos de los mayas asándose, vigilado muy
atentamente por las mujeres que lo andaban
cocinando con gran experiencia. El sacerdote dijo
algo durante un tiempo y todos callaron para poder
escuchar la sabiduría del viejo, pues ya los dioses
hablaban por su boca.
Cuando se hizo el silencio en toda la plaza,
el anciano levantó su vara al cielo y gritó una serie
de palabras ante la expectación de los presentes.
No duró mucho, pues se escuchó un fuerte estallido
y la cabeza del sacerdote reventó en varios trozos,
salpicando a sus cuatro ayudantes con sangre y
sesos.
— ¡Santiago y cierra España! —se escuchó de
repente entre el pasmo de los indios que no sabían
que estaba ocurriendo.
Nuevos disparos resonaron con fuerza y
varios guerreros cayeron muertos al parecer sin
que ninguna arma les golpeara. Por un lado de la
plaza apareció Peñate seguido de su capitanía y
los ballesteros, que pusieron rodilla en tierra y
accionaron las ballestas, matando a varios
indígenas más. Por el otro lado hicieron acto de
presencia Ponce y de la Vega, junto con los
arcabuceros que habían disparado, pillando a los
indios por los flancos y por total sorpresa.
— ¡Venganza! —rugía Ponce que se lanzaba a la
carga seguido por los encolerizados españoles.
— ¡Recordad lo que han hecho! —gritaba de la
Vega que ya se encontraba frente a los primeros
indios, a los que destrozó con la espada sin parar
ni un momento en su carrera.
— ¡Sin cuartel! —ordenó desde el otro lado de la
plaza el come ogros. Con el montante a dos manos
se acercó hasta un grupo de vecinos, varios
campesinos y mujeres, donde precisamente se
estaba asando lentamente un cuerpo de los
novicios mayas.
La visión de pesadilla enloqueció a Peñate
hasta el punto que un velo rojo cubrió sus ojos.
Con un rugido bestial, enarboló el espadón y lo
blandió contra los indios que gritaban de terror
ante la gigantesca figura del conquistador. El
montante sajó y mutiló de manera espantosa los
cuerpos de los hombres y las mujeres, y pronto
todo se llenó de sangre, carne y órganos que caían
al suelo en horrible lluvia. Con un grito de rabia,
Peñate siguió avanzando dando tajos con la
espada, causando una carnicería, pues no se
paraba ni por un momento a ver a quien asesinaba,
si hombre, o mujer, anciano o niño. A un crío le
pegó tal patada, que destrozó prácticamente todos
los huesos de su cuerpecito, y a otro le cortó en
dos de un simple movimiento de espada. Peñate no
veía nada, se limitaba a cargar como toro
embravecido a la espera que la sed de sangre y la
locura se desvaneciera de su persona.
Los indígenas, superados por el terror y la
sorpresa, no atinaron a defenderse, porque en su
mente no cabía la posibilidad de que los extraños
hombres blancos les fueran a atacar en su propia
aldea. ¿Cómo habían logrado dar con ellos? No
habían dejado huellas durante su retirada del
combate del día anterior. ¿Es qué poseían
poderes? Los dioses les habían abandonado a su
suerte, seguramente porque algo malo habrían
hecho. Sólo atinaron a huir de manera alocada a
los campos y la selva, dejando atrás todo,
corriendo con desesperación en un intento de
salvar la vida.
Guerrero había soltado a sus perrazos, que
atravesaban a todo correr la plaza ante el horror
de los indios, hasta que enfilaban una presa y se
abalanzaban sobre ella en un frenesí de colmillos y
zarpas, destrozando al infeliz que moría con
atroces gritos. El caos era espantoso y los
chillidos de terror se sobreponían a los gemidos
de los moribundos y los llantos de las mujeres y
los niños. Algunos guerreros intentaron
organizarse y crear grupos para defender la aldea,
pero los españoles, estimulados por la sed de
venganza y ante el espanto de las cabezas
colgando, los cuerpos despiezados como reses en
un mercado y las evidencias del atroz banquete
caníbal, enloquecieron y no mostraron ninguna
piedad, arrasando con todo y con todos los que se
ponían al alcance de sus espadas y lanzas.
De la Vega, armado con espada y rodela,
enfiló, seguido por seis soldados, al centro de la
plaza, matando a varios indígenas que se cruzaron
a su paso. Entre el gentío que huía logró distinguir
un trono construido con maderas, cañas y plumas,
y sentado en él un indio algo más grueso que los
demás, con pelo cano y piel muy oscura, carnes ya
algo fofas, quizás de cincuenta años, y por sus
adornos de oro, elaborado penacho, taparrabos de
piel de jaguar y como gritaba órdenes, el capitán
supuso que debía ser el cacique de la aldea o al
menos alguien muy importante. No se lo pensó
mucho y fue decidido a por él.
Se le interpusieron tres guerreros armados
con lanza y macanas, con los rostros enloquecidos
por el miedo y gritando insultos o tal vez gritos de
guerra. De la Vega trazó un arco con la espada y
mató al primero al rajarle el pecho. El segundo
contrincante alzó su macana en alto, sólo para que
cayera instantes después junto con su mano
amputada y en cuanto al tercero, comprobando la
terrible destreza en combate del español, cargó
contra el capitán para impedir que este usara el
acero. Los dos hombres chocaron, pero quien
llevó la mejor parte fue de la Vega, ya que sacaba
al indio casi dos cabezas de altura y pesaba al
menos el doble. Tras aguantar la embestida, de la
Vega golpeó al guerrero con el pomo de la espada
en el cráneo, que rompió como si fuera un huevo;
el indio cayó al suelo entre agónicos movimientos.
El camino hacia el cacique estaba despejado, pues
ya todos habían huido abandonando la plaza. El
indio vio venir al conquistador, todo manchado de
sangre y polvo, y abrió la boca en claro signo de
espanto y para pedir ayuda a los dioses.
Quiso el indio levantarse y huir, pero de la
Vega fue más rápido y dio una patada en el
estómago al indígena, que cayó hacia atrás con el
trono. El capitán se alzó por encima del caído
oponente y le puso el pie en el cuello para impedir
que se moviera. Por Cristo bendito, que ya tenían
un rehén muy valioso. Apretó un poco para dar a
entender al cacique que si se resistía le podía
partir la tráquea como si fuera una ramita. El
indígena captó el mensaje y procuró estar quieto.
De la Vega miró a su alrededor para comprobar
cómo evolucionaba el asalto, enfundando la
espada porque el combate ya estaba terminando.
Vio venir a una india hacia su posición a todo
correr, con un cuchillo de piedra en la mano. La
muchacha, con taparrabos de algodón, un lujo para
estos indios, finos abalorios de oro y collares de
conchas y huesecillos, con elaborados tatuajes en
brazos y muslos, gritó e intentó apuñalar al
capitán, pero el español se limitó a darle un
bofetón del revés con la mano que hizo que la
india reculara varios pasos y cayera al suelo con
el trasero por delante, medio inconsciente por el
contundente golpe; de todas formas, de la Vega
había refrenado su fuerza, no gustaba de luchar
contra mujeres.
— ¡Quieta ahí, salvaje! —le gritó el capitán en
náhuatl, aunque no sabía porque lo dijo en el
idioma mexica, simplemente le salió de manera
espontánea, quizás porque estaba muy
acostumbrado a hablar con los indios en dicho
idioma— Como se te ocurra moverte te mato sin
pensarlo dos veces, por Cristo bendito —
sorprendentemente, la muchacha, con el rostro
enrojecido allá donde el capitán la golpeara,
obedeció y adoptó una posición sumisa,
permaneciendo sentada en el suelo.
Satisfecho, de la Vega centró su atención en
el cacique, pero el indio ya ni se movía,
consciente de que su vida dependía de su dócil
comportamiento.
— ¡Valenzuela! —gritó el capitán a su amigo
cuando le vio— Trae a dos bravos y vigilarme a
este perro. Es persona de importancia y nos puede
servir de algo.
—Sí, señor.
Una vez que el cacique estuvo vigilado por
Valenzuela y dos soldados más, de la Vega
observó que la batalla había terminado. Había
sido una escaramuza breve y feroz, tremendamente
sangrienta. Toda la plaza se encontraba cubierta de
cadáveres, algunos indios gemían moribundos,
pero eran rápidamente rematados por los
soldados. Todo se encontraba cubierto de sangre,
el suelo, las paredes de las cabañas, las piedras
del templo y las casas principales. Trozos
humanos, piernas, brazos y cabezas se encontraban
desparramados aquí y allá, y los españoles,
pasado el momento de la locura y la venganza,
fueron dándose cuenta del horror que habían
cometido al dejarse llevar por el frenesí.
De la Vega no estaba contento, y Ponce
tampoco, así como la inmensa mayoría de los
soldados. La idea era asaltar la aldea, matar a
todos los guerreros que se pudiera y vengar así la
muerte de los compañeros, pero estas cosas casi
nunca salían como se planeaban. Una vez que la
locura de la guerra invadía la mente, el miedo
atenazaba los sentidos y el corazón latía tan fuerte
que te impedía pensar, uno atacaba, atacaba y
atacaba creyendo que todo lo que se le ponía
enfrente era un enemigo que quería acabar con tu
vida. De la Vega era un soldado experimentado, y
por eso no dejaba que el juicio se le nublara
durante el combate, pero sabía lo fácil que era
dejarse arrastrar por la sed de sangre y el pánico y
terminar cometiendo atrocidades impensables.
Peñate fue el que más enloqueció, y
muchos indios murieron ante su furia, hombres y
mujeres, y lo peor, incluso niños. Algunos de sus
hombres habían emulado a su capitán y también
asesinaron indiscriminadamente, causando bajas
entre los vecinos, aunque ya la mayoría de los
muertos eran varones. No ocurrió así en cambio
con Ponce y el grupo del capitán de la Vega, que
habían cuidado mucho de no ensañarse con las
mujeres y los niños, por eso los soldados a su
cargo tampoco asesinaron a indios indefensos.
Tanto Ponce como de la Vega eran oficiales que
creían que un hidalgo, un noble español, debía ser
siempre ejemplo para sus soldados de mesura,
caballerosidad y valentía, porque su
comportamiento se vería reflejado en aquellos que
le seguían.
No, Ponce y de la Vega no estaban
contentos al contemplar los cadáveres de unos
pocos niños y de varias mujeres tirados en la
plaza, junto con al menos treinta o cuarenta
hombres, ya el resto habían huido aterrados a lo
más profundo de la selva. Los horrores de la
guerra, la maldad y la locura del Hombre para sí
mismo era una inmensa tragedia que se repetía, y
se seguiría repitiendo, desde los albores del
nacimiento de la Humanidad. Los españoles, ya
más calmados, cesaron en sus gritos y demanda de
venganza y cayeron en un terrible silencio,
consumidos por sus dudas y remordimientos,
pidiendo perdón a Dios y sabiendo que habían
cometido un terrible pecado que les costaría caro
el día de su Juicio. El Señor, que era todo amor, no
podría contemplar tal carnicería con buenos ojos.
Para hacer mayor el horror, los cadáveres
de los sacerdotes mayas seguían asándose, ya
poniéndose negros al quemarse la carne por no
darla vueltas. Las mesas que se habían volcado
desparramaron platos, vasijas y vasos, tirando los
alimentos, también restos humanos guisados, y
eran bien visibles varios costillares humanos
dispuestos para el consumo.
— ¡Por Dios bendito! —gritó Ponce con la voz
quebrada por el asco y el miedo— ¡Apagad esos
fuegos y quitad esos cuerpos de ahí!
Los tamemes entraron a la aldea guiados
por los soldados y dieron comienzo a la tarea de
retirar los cadáveres de los indígenas de la plaza y
llevarlos a otro lado del pueblo, y los cuerpos
asados de los mayas y los restos humanos fueron
tapados con mantas; más tarde los enterrarían. Las
cabezas de los españoles y los criados fueron
tomadas con mucho respeto y también enterradas.
Varios españoles se dedicaron a batir el pueblo en
busca de resistencia, pero ya nadie quedaba en él.
A una orden de Ponce, como represalia, se
prendieron fuego al templo, las casas más ricas y a
varias chozas.
— ¡Ja! A estos perros se les habrá quitado las
ganas de matar españoles y comer sus carnes —
dijo satisfecho Peñate—. Hemos hecho un buen
trabajo.
Ponce miró a su amigo, pero no contestó,
cada cual sacara las conclusiones que quisiera.
Aunque fue necesario dar terrible escarmiento a
estos indios salvajes y sanguinarios, a los
españoles la tarea no fue precisamente de su
agrado, pero siempre existían almas negras como
la del come ogros que se regocijaban con el
sufrimiento de los demás. De la Vega se acercó a
Ponce y Peñate y les dijo.
—La aldea está asegurada. Los indios han huido a
la selva y dudo mucho que vuelvan hasta un par de
días. Les hemos golpeado fuerte y duro, aunque,
Cristo nos maldiga, tampoco había necesidad de
ser tan crueles.
—No seáis tan mojigato, de la Vega —replicó
Peñate con cruel sonrisa, todo manchado de
sangre, hasta la terrible barba negra—. No sintáis
compasión por estos puercos. Sí, hemos matado
mujeres y niños, ¿y qué? ¿Acaso han sido ellos
menos crueles? Esos niños y mujeres andaban
comiéndose personas, así que han recibido su
misma ración de merced. El que a hierro mata a
hierro muere.
—Eso mismo se nos puede aplicar a nosotros —
sentenció Ponce con semblante serio.
—Pues claro, jo, jo, jo —rió con ganas el
gigantesco capitán—. No espero menos, así que no
lloro ni me lamento por eso. Con lo que hemos
hecho hoy, créanme sus mercedes que hemos
ganado mucho. A partir de este momento estos
indios sabrán que el asesinato y el canibalismo
están penados y la Justicia de España podrá
imponerse con facilidad. A esta clase de indios
sólo se les adoctrina con hierro, de otra manera,
cada vez que toparan con expediciones españolas
las atacarían y destruirían con impunidad. Seguro
que la próxima vez que vean un español hablarán
antes de atacar.
—No es momento para debates —interrumpió de
la Vega enfadado, sobre todo porque debía admitir
que Peñate tenía razón hasta cierto punto, aunque
nunca lo admitiría—. Hemos tomado un prisionero
importante que deberíamos ver.
Los tres hombres marcharon hasta donde se
encontraban Valenzuela y los soldados custodiando
al cacique, quien se encontraba sentado en los
restos de su trono lanzando suspiros y gemidos de
espanto al ver su poblado arder y su gente
masacrada.
— ¿Quién es ese? —preguntó intrigado Ponce.
—Creo que es el cacique principal —respondió
de la Vega con una sonrisa.
— ¿De veras? Interesante, pero no sé para que nos
puede servir. En otra ocasión intentaría llegar a un
acuerdo con él, pero seguro que es uno de los
responsables de lo acontecido aquí. Mejor le
colgamos de un árbol como escarmiento.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —exclamó con
satisfacción Peñate descubriendo a la india y
mirando con lujuria el joven y esbelto cuerpo de la
muchacha.
La mujer, al sentirse observada, se
acurrucó poniendo los brazos sobre sus rodillas y
agachó el hermoso rostro de facciones delicadas.
Su pelo negro, largo y liso, le caía por los
hombros y espaldas, y tenía adornos de pequeñas
plumas y abalorios entre sus cabellos. El pecho lo
tenía al descubierto, y era grande, aunque firme en
su juventud, realmente era una india hermosa y
deseable. La mejilla donde de la Vega la había
golpeado se estaba inflamando por momentos.
—Pienso que es una de las mujeres del indio —
razonó de la Vega—. Es mi prisionera —añadió
viendo como Peñate se relamía los labios con la
lengua—, así que olvidaos de hacerla nada.
El come ogros refunfuñó con disgusto, pero
se alejó de la muchacha y volvió al lado del
gobernador. Según las leyes de la guerra entre
españoles, el botín tomado por uno durante el
combate no podía ser discutido ni robado, y eran
normas que todos seguían a rajatabla, incluso
alguien como Peñate. Bueno, quizás más adelante
pudiera quedarse con la india, pensó el gigante. De
la Vega, recordando entonces que anteriormente la
muchacha parecía haberle entendido cuando
hablara en náhuatl, se acercó a la joven y la dijo.
— ¿Cómo te llamas, muchacha? ¿Y porque antes
me has entendido cuando he hablado en la lengua
de los mexicas?
La india miró al capitán con terror en sus
hermosos ojos castaños, pero también con
decisión y algo de rebeldía. Por unos momentos
parecía que no iba a contestar, mas con un suspiro
respondió en un náhuatl algo enrevesado y que
costó un poco entender al capitán.
—Me llamo Zyanya, poderoso señor, y hablo la
lengua de los mexicas porque cuando era niña fui
uno de ellos.
— ¿Por qué habláis con esta india en el idioma de
los indios de Nueva España? —quiso saber Ponce
que se había acercado a de la Vega movido por la
curiosidad.
—Esta india habla el náhuatl, señor, al parecer
era, es, mexica. Supongo que debe ser una esclava.
La he preguntado su nombre.
— ¿Y qué os ha dicho?
—Se llama Zyanya, significa “siempre”, o “eterna.
—Interesante…
— ¿Qué interesante ni qué demonios? —se quejó
Peñate— ¿Para qué nos sirve la india?
Deberíamos colgarlos a todos, empezando por ese
bicharraco —y señaló con su dedo al cacique que
seguía sentado en el suelo, ya temblando porque
intuía que los terribles hombres blancos le iban a
matar o causar tormento.
—Antes de colgar a nadie deberíamos hablar —
replicó de la Vega encarándose a Peñate—.
Demasiados sufrimientos, quebrantos y horrores
estamos sufriendo sin cuento alguno. El ataque a la
aldea ha sido necesario, por Cristo, no lo niego,
pero ya me estoy hartando de esta empresa.
— ¡Sí!
—Es cierto, voto a Dios. ¿Dónde está el oro y el
jade que se nos prometió?
—Deberíamos volver ya, aquí no hay nada…
Numerosos soldados se congregaron en la
plaza, alrededor de los tres hombres, y entre ellos
empezaron a discutir con vehemencia, dando voces
y haciendo gestos exagerados. Al igual que de la
Vega, opinaban que más que en busca de un tesoro
parecía que andaban conquistando nuevas tierras
para España, no siendo esa su tarea. Caníbales,
selvas mortales, marchas interminables, frío, calor,
mosquitos, hambre, muchos padecimientos, pero
de oro nada, ni el brillo, ni un poco. Ponce, viendo
que la soldadesca volvía con sus pleitos, intentó
tranquilizar a los castellanos con las siguientes
palabras.
— ¡Tengan sus gracias favor de escucharme! Les
aseguro que nuestro objetivo está cerca, mucho
más de lo que pensamos, y tras superar este
escollo…
— ¡Palabras! ¡Palabras! ¡Basta de palabras! ¡Eso
mismo se nos dijo la anterior vez! ¡Y la otra! —
gritó enfurecido Valenzuela.
De nuevo los soldados alzaron los puños y
se quejaron amargamente. La pelea y la matanza
les habían excitado y andaban todavía tensos,
nerviosos y con ganas de gresca, y sus conciencias
les impulsaban a pensar en otra cosa y no en lo que
había acontecido en la aldea.
— ¡Queremos oro o nos vamos! —gritó otro
soldado.
En ese momento hicieron acto de presencia
un grupo de conquistadores que traían consigo a
cuatro sacerdotes viejos que temblaban
ostensiblemente. Juan de Villafaña, que era el que
lideraba el grupo y traía a uno de los ancianos por
un brazo, dijo a Ponce.
—Gobernador, hemos encontrado a estos perros en
el templo, intentando ocultar unos objetos. Mirad
esto, por la Señora.
Villafaña tiró al indio al suelo y tomó un
saquito que le entregó el compañero. Lo abrió y
sacó hebillas, botas y la ropa de los españoles
sacrificados, así como sus sencillos crucifijos y
varias estampas de santos, todo manchado
profusamente de sangre.
— ¡Guarros, hijos de puta! —exclamó con furia
Peñate— ¡A la horca con todos ellos!
— ¡Sí! ¡Ahorcarlos de inmediato! —ordenó Ponce
contento por la distracción que suponía el tema de
los sacerdotes y los objetos personales de los
españoles asesinados; esto haría que a los
conquistadores de momento se les olvidara el
asunto del oro. Mas de la Vega no estaba dispuesto
a consentir tal cosa.
— ¡Un momento, vive Dios! —el capitán se giró y
habló a todos los españoles— De aquí no nos
movemos hasta aclarar el asunto del oro y de la
Fuente. No sé sus gracias, pero yo estoy aquí
defendiendo los intereses de su Excelencia Hernán
Cortés y de nosotros mismos. Opino que se nos
han ocultado las verdaderas intenciones de la
expedición, que no es otra cosa que encontrar la
Fuente, y que el oro y el jade que se nos prometió
es un cuento para tenernos controlados.
Los soldados rugieron, maldijeron y
blasfemaron espantosamente al escuchar las
palabras de la Vega, incluso los del bando de
Peñate sintieron indignación al pensar que se les
podía haber engañado. Peñate, muy tranquilo, pero
con las manos en el pomo de la poderosa espada,
se situó a la espalda del gobernador, junto con
cinco soldados más, entre ellos Díaz y Núñez.
Ponce, sudando porque notaba que la situación se
le estaba escapando de las manos, alzó los brazos
y pidió calma para poder hablar. Cuando lo
consiguió, aunque costó bastante, se digirió hacia
de la Vega aparentando tranquilidad.
—Capitán de la Vega, eso que mentáis es una
acusación bastante seria que carece de pruebas. ¿A
santo de qué viene ahora decir tales cosas?
—Señor —respondió de la Vega con cautela pero
lleno de confianza y poder—, las pruebas son que
llevamos días y días y nada hemos encontrado. No
niego la existencia de la Fuente, pero sí la del oro
y el jade. Si en verdad existiera tal tesoro en tal
cantidad como se nos ha explicado, ¿porque los
mayas de Xoltchi y estos mayas más salvajes no
tienen apenas oro? Y no me vale el cuento de la
maldición que nos han largado. Es más, en Xoltchi
tampoco los indios mentaron el oro, sino sólo la
existencia de la Fuente, una pagana superstición,
sin duda. Viendo las cabezas de mis compatriotas
colgar de una viga, y la matanza que hemos
causado en este pueblo, ¿vale la pena seguir
adelante por una quimera? ¿Eh, vale la pena?
— ¡No!
— ¡Por Cristo, hasta aquí hemos llegado!
— ¡Se nos ha engañado!
Los soldados se mostraban cada vez más
hostiles, espoleados por la lógica del capitán de la
Vega y la incapacidad de Ponce de dar
explicaciones o imponer su autoridad. Peñate se
puso al lado del gobernador con sus hombres y con
cara de pocos amigos, pero de la Vega fue
escoltado a su vez por el resto de los españoles.
La tensión se palpaba cada vez más, unos y otros
se miraban, y cualquier mal gesto o palabra mal
dicha podía derivar en un violento encuentro. Los
tamemes, sabiamente, porque conocían como se
las gastaban los españoles cuando discutían entre
ellos, habían abandonado la plaza. Ponce notó que
sudaba todavía más, aunque hizo otro intento por
recuperar la cordialidad en la expedición.
—Está bien, capitán de la Vega, he escuchado sus
demandas y quejas, pienso que son justas. Por
tanto, propongo que ahorquemos a estos perros en
nombre de la Justicia española, abandonemos el
poblado y una vez lejos hablemos del tema con
calma y tranquilidad, como caballeros.
— ¡No! Hay que solucionarlo ahora —quien habló
tan tajante fue Cristóbal López, echando mano del
pomo de la daga y la espada.
— ¡Oro! ¡Por Cristo! ¡Oro, mirad, oro!
Los gritos del joven Gutiérrez alarmaron a
todos los conquistadores de la plaza. El muchacho
venía dando saltos y brincos, riendo y dando
palmas, abriendo paso a cuatro esforzados
soldados que acudían entre resoplidos y jadeos
transportando un falso ídolo indio. Gutiérrez, junto
con unos pocos españoles, había marchado a
saquear por las casas y al templo, a ver que podía
pillar, y había efectuado un vital descubrimiento,
porque lo que traían los castellanos era una estatua
de madera recubierta con finas planchas de oro y
adornado con piedras preciosas y collares de jade
y plata. A la vista del increíble hallazgo, los
castellanos olvidaron todo y prestaron atención a
los brillos dorados y sus promesas de días
mejores.
— ¡Por Cristo redivido! ¡Mirad, es oro!
— ¡Por San Jorge, oro!
— ¡Oro!
Ponce sintió inmenso alivio ante la estatua
que los soldados depositaron con mucho cuidado a
los pies del gobernador. Era un ídolo de al menos
paso y medio de alto, representando un demonio
de pavorosas fauces y horrible faz, mezcla de
humano con jaguar, con numerosos corazones y
calaveras colgando de su cinto o en sus manos con
garras, era una visión espantosa, que se
incrementaba en su horror al estar manchado de
sangre reciente y otra más seca. ¿Qué dios era
aquel? A Ponce le traía sin cuidado, porque lo
realmente importante es que por fin se había
encontrado oro y eso podría acallar las quejas y
continuar con la búsqueda de la Fuente.
— ¡Aquí tenéis vuestro oro! —exclamó triunfante
Ponce señalando la estatua con su mano— ¿No os
había prometido oro? Pues esto es solo el
principio. ¿Qué me decís ahora, capitán de la
Vega?
—Que Cristo me confunda —respondió de la Vega
mirando el falso ídolo y luego a Ponce—, pero
esto no significa que hayáis dicho verdad, tan sólo
que tenéis suerte. Pero conozco a los hombres y
estos ya han dado sentencia.
No se equivocaba el astuto capitán, porque
los soldados enseguida rodearon la estatua y la
palparon para sopesar su dureza, la pureza del oro
que a pesar de estar manchado de sangre brillaba
ante el Sol. Todos querían saber de dónde había
salido y si era posible que hubiera más ídolos
semejantes, y piedras preciosas también; quizás
hasta plata. Los castellanos olvidaron por
completo los pleitos con Ponce, centrada su
atención en el oro, confiados en poder encontrar
más. Demandaban registrar a conciencia el
poblado por si los indios tenían ocultos más
tesoros.
El cacique indio, desde el suelo, vigilado
atentamente por los soldados que le custodiaban,
prestó ojos a la escena que se desarrollaba ante él,
dándose cuenta rápidamente de que los hombres
blancos daban gritos de alegría ante la estatua de
uno de sus dioses principales. Intuía que no
celebraban el poder que representaba la efigie,
sino lo valioso del oro que la recubría y sus
adornos de piedras preciosas, una información que
le valdría para salvar la vida, porque de estos
feroces guerreros no podía esperar piedad. Miró a
los cuatro sacerdotes, que gemían por su suerte,
llamando en quedas oraciones a los dioses que
parecían haberlos olvidado, y después observó a
Zyanya. La muchacha también miraba a los
conquistadores con ojos curiosos y dominados por
la rabia, sobre todo observaba al imponente
capitán rubio de ojos increíblemente verdes. El
indio maldijo a la mujer, de ella no podía esperar
nada, tampoco de los ancianos sacerdotes; o
afilaba el ingenio, o este era el último día que iba
a disfrutar con vida.
Zyanya, por su parte, seguía acurrucada en
el suelo, sin atreverse a mover por temor a llamar
la atención. Se limitaba a mirar a los soldados en
sus gritos y carcajadas de alegría ante la estatua de
oro. Le causaban fascinación y a la vez odio,
preguntándose de que remota región habían venido
estos hombres blancos. No sabía que sería de ella,
si la matarían o la tomarían presa para violarla y
esclavizarla, aunque apostaba por lo segundo,
sobre todo a raíz de las lascivas miradas que el
gigante de pelo y barba negra le había lanzado. No
obstante, parecía que en realidad pertenecía por
derecho de guerra al otro gigante de ojos verdes
similar a los de los grandes felinos. El hombre era
más bajo y menos corpulento que el irascible
hombretón de barba negra, pero su intuición
femenina le decía que era mucho más peligroso y
letal. Se tocó la dolorida mejilla allí donde había
sido golpeada, sintiendo arder las entrañas de
rabia, deseando que de los cielos los dioses
enviaran espantosos castigos a aquellos que habían
atacado la aldea, pero nada parecía suceder. ¿Les
habían abandonado los dioses cuando más les
necesitaban? ¿Habían huido ante la furia de los
hombres blancos? En la mente de la muchacha se
perfiló la idea de que quizás estos extraños
poseían terribles poderes, si no, ¿cómo se podría
explicar cuan diferentes eran? Mirando con
atención al gigante del pelo rubio discutir con el
que parecía estar al mando, Zyanya se preguntó si
en verdad poseía ojos de ese color o eran trocitos
de jade colocados en las cuencas.
Mientras tanto, los españoles seguían
dando hurras por el oro obtenido. Peñate puso
orden y creó grupos de soldados para saquear a
conciencia el poblado, pero Ponce detuvo al come
ogros y dijo.
— ¡Esperad! Eso es perder el tiempo y no
podemos demorarnos mucho más aquí. Los indios
podrían volver. Es mejor preguntar directamente a
los indios.
— ¡Ja! El prisionero —exclamó con cruel sonrisa
Peñate—. Capitán de la Vega, es vuestro rehén
puesto que vos le habéis capturado. ¿Dais
permiso?
—Haced con él lo que queráis, ese perro es uno de
los principales responsables del asesinato de
nuestros compañeros —fue la dura respuesta del
capitán de la Vega.
Peñate se acercó al aterrorizado indio que
abrió la boca con espanto cuando vio que el
gigante se echaba encima de su persona con
grandes zancadas. Peñate no se anduvo con
florituras y agarró al cacique por el cuello con sus
manazas levantándolo fácilmente en el aire entre
grandes zarandeos.
— ¡Habla, puerco asqueroso! ¿Dónde está el oro,
hijo de mil rameras? —Peñate gritaba furioso,
echando gotitas de saliva en el rostro del
desdichado indio que, por supuesto, no podía
entender nada de lo que decía el español. Peñate
soltó dos sonoras bofetadas en el rostro del
cacique, que creyó morir ante semejantes sopapos.
—Hombre, Peñate —intervino de la Vega—, lo
vais a desgraciar. El indio no habla nuestra
lengua…
—Lo sé, pero así ya le tengo a punto —dijo Peñate
con carcajadas. Los soldados rieron a gusto el
chascarrillo del come ogros. Todos ansiaban hacer
pagar al cacique muy caro su osadía de sacrificar
dos españoles y ofrecer banquete caníbal con sus
cuerpos.
—Vamos a preguntarle. Valenzuela, traedme a la
india.
El soldado hizo lo que le ordenara de la
Vega y cogió a la muchacha por el brazo para
ponerla en pie con rudeza. Zyanya se intentó zafar,
pero el conquistador la agarró con más fuerza
todavía.
—Quieta, jaca, no seáis revoltosa, pues no estáis
en condiciones de complicar vuestro trámite —
dijo Valenzuela con una sonrisa, arrastrando a la
india ante la presencia del capitán. De la Vega
miró a la muchacha y le dijo en náhuatl.
—Mujer, os necesito para conversar con este indio
en vuestra lengua. Si lo hacéis bien y quedo
complacido, os doy mi palabra de honor que os
mantendré con vida y no seréis mancillada. ¿Qué
decís?
— ¡Demonio! —fue la respuesta de Zyanya— ¿Por
qué debería fiarme de vuestras promesas? ¿Cómo
sé que no me violareis igualmente?
—No lo sabéis, cierto, pero o hacéis lo que os
digo, u os cedo ahora mismo a mi compañero para
que haga con vos lo que quiera. Peñate, hacedme
el favor de gruñir un poco mirando a la india —el
aludido, divertido e imaginando lo que pretendía
conseguir de la Vega, lanzó un par de resoplidos y
miró con tanta lujuria y maldad a Zyanya, que la
joven sintió encogerse de puro miedo, las piernas
le temblaron y sintió desvanecerse— ¿Y bien? —
preguntó de la Vega— ¿Tenemos un trato entonces?
Zyanya agachó la cabeza mientras asentía
lentamente, medio muerta de miedo al pensar que
podía caer en manos de semejante monstruo. De la
Vega pidió a la muchacha que le dijera quien era el
indio, y se supo así que, tal y como había
imaginado el capitán, era el cacique de la aldea,
de nombre Na Can San. Los españoles gritaron
amenazas de horca y tortura al saber que el indio
era el señor del poblado. Ponce les tuvo que
recordar que antes debía decir el paradero del oro.
De la Vega, a través de Zyanya, inició con
Na Can San una lenta y tortuosa conversación en
dos idiomas indígenas y en español, hablando a la
muchacha en náhuatl y luego a sus compañeros en
español.
—Na Can San —dijo de la Vega al indio con
rostro ceñudo y carente de piedad—. Te vamos a
ahorcar, no lo dudes, por el crimen de matar
españoles, pero de ti depende que antes te
torturemos atrozmente o tengas muerte rápida sin
apenas dolor.
—Apiadaos de mí —suplicó el cacique bien
sujeto por el cuello por Peñate—, si hubiera
sabido de vuestra furia y que os tomabais tan a mal
la muerte de vuestros amigos, jamás se me hubiera
ocurrido haceros ningún daño. Perdonad mi
miserable vida y os prometo que seremos amigos
leales para siempre. Mi pueblo se encuentra a
vuestra disposición.
— ¿A quién le interesa vuestra amistad? Decidme,
¿de dónde habéis sacado ese ídolo de oro? ¿Hay
más como ese en el pueblo? ¿Tenéis oro y otras
riquezas, por ventura?
Na Can San miró a su dios y se congratuló
de haber acertado en sus suposiciones sobre los
españoles; le daban mucha importancia al oro, era
el momento de jugar sus cartas. Como tardaba en
contestar, Peñate creyó que el indio no tenía
pensado hablar y apretó su manaza con la intención
de asfixiar al cacique. Na Can San pataleó
desesperado intentado zafarse de la presa, pero la
fuerza del capitán era gigantesca y nada pudo
hacer contra ella. Finalmente, Peñate aflojó un
poco la mano para que el indio respirara y le dejó
caer al suelo. Na Can San tosió y se frotó las
doloridas carnes; mas le valía ser rápido en
contestar, porque estos hombres blancos parecían
leerle el pensamiento y eran increíblemente
poderosos.
—Amado señor —respondió entre jadeos a de la
Vega—. Nuestro dios fue un regalo de nuestros
antepasados, a los que reverenciamos con amor,
pero no tenemos más que este. En cuanto al oro,
algo hay, pero poco…
— ¿Qué larga el indio? —quiso saber Ponce que
no tenía mucha paciencia para la lenta
conversación. De la Vega esperó a que Zyanya le
tradujera del maya al náhuatl y contestó al
gobernador.
—Dice que no hay más oro, la estatua esta en el
poblado desde hace generaciones, pero es única.
—Bah, que los ahorquen a todos —declaró con
desprecio Ponce e hizo una señal a los soldados.
Los castellanos sacaron cuerdas y tomaron
a los cuatros sacerdotes y al cacique y les
apalearon mientras les ponían las sogas por los
cuellos. Buscaron un árbol que pudiera servir para
su propósito y encontraron una hermosa aceiba de
fuertes ramas. Na Can San gritaba aterrorizado.
— ¡Por los dioses! ¡Por favor, dejadme hablar! ¡Sé
donde hay más oro, sé…! —no pudo continuar
porque un castellano le dio de patadas mientras le
arrastraba tirando de un extremo de la soga hacia
el árbol.
— ¡Deteneos! —ordenó de la Vega a los españoles
— Dejadme volver a hablar con el indio.
Muchacha, dile al cacique lo siguiente.
El capitán preguntó a Na Can San a que se
refería cuando decía que sabía donde había más
oro, y el cacique, magullado, ensangrentado,
respondió que si bien la estatua de oro era única
en el pueblo, conocía de un lugar donde había
muchas más, todas ellas de oro puro, incluso más
grandes que esta, e inmensas cantidades de piedras
preciosas de todo tipo. No se le había permitido
terminar de hablar, y por eso no pudo explicar que
sabía cómo llegar a tal lugar. Si los españoles se
dignaban a perdonarle la vida, él serviría como
guía y esclavo a tan poderosos señores.
— ¿Qué sitio es el que me mentáis? —quiso saber
de la Vega cogiendo al indio con una mano de un
brazo y poniéndole en pie de fuerte tirón. Na Can
San pidió merced a los dioses. ¿Pero es qué todos
los hombres blancos eran tan fuertes? Que gran
error había sido atacarlos. Tragó saliva y contestó
con pánico.
—Terrible señor, es una ciudad sagrada que fue
habitada por los dioses. Ahora se encuentra en
ruinas, nadie habita en ella, pero se encuentra llena
de oro, jade y otros tesoros. Aunque se encuentra
algo lejos y escondida en la selva, os puedo llevar
a ella, pues mi pueblo es el encargado de custodiar
estos parajes y la ciudad.
De la Vega esperó a que Zyanya le
tradujera lo dicho por el cacique y luego se lo
contó a Ponce. El gobernador, con gran sonrisa,
sintió renacer la esperanza de encontrar la Fuente
de la Juventud. Las palabras de Na Can San
coincidían con lo dicho por los mayas de Xoltchi.
Así se lo hizo saber a los soldados y estos
estallaron en nuevos gritos de júbilo. No obstante,
los tres acólitos mayas no se encontraban tan
alegres como los castellanos. Se acercaron a
Ponce y de la Vega y dijeron, con mucho respeto y
humildad, que no sería bueno que se hiciera caso a
estos salvajes, crueles, mentirosos y ladrones por
naturaleza. El cacique sólo quería salvar la vida y
diría o haría lo que fuera con tal de no vestir de
soga. La ciudad de la que hablaba estaba
prohibida, pues era mágica y pertenecía a los
dioses, tal y como había descrito el sacerdote
Balam Chan, y era muy peligroso ir allí sin las
protecciones y los medios adecuados, pues se
encontraba custodiada por los espíritus
devoradores de hombres. Na Can San lo único que
pretendía era llevar a los españoles a la ciudad
para que fueran muertos y él poder escapar. Era
mejor volver a Xoltchi para realizar ritos y
sacrificios adecuados antes de intentar acceder a
la ciudad y hollar sus secretos. De no hacerlo así,
advertían muy serios los sacerdotes, los espíritus
matarían a todos mediante espantosa muerte.
—Sandeces —fue la acerada respuesta de Ponce a
los consejos de los tres acólitos cuando se le
tradujo todo lo dicho—. Vuestros espíritus
devoradores de hombres son estos salvajes
caníbales. No sé cuantas veces tendré que decir
que no existen vuestros dioses, son demonios. Solo
Dios es único y verdadero.
—Es cierto, señor —añadió de la Vega—, pero en
algo sí tienen razón los acólitos. Es cierto que
puede que Na Can San nos este mintiendo para
intentar salvar el pellejo. Tal vez nos diga lo que
queremos oír.
—Puede ser, puede ser —dijo Ponce pensativo.
Tras acariciarse un poco la estropeada barbita,
que ya le crecía de manera descompensada tras
días de vagabundear por la selva, miró al
tembloroso cacique, luego la estatua manchada de
sangre y ordenó que unos criados la limpiaran un
poco para que la pudiera ver con detalle.
Dos tamemes se apresuraron a hacer lo
indicado con unos trapos y algo de agua. No se
pudo adecentar mucho, pues ya había una buena
capa de sangre reseca que se debía frotar con
energía y tiempo para eliminarla, pero al menos
algo se pudo hacer. Ponce se acercó a la estatua y
la miró con detenimiento, buscando algo que sólo
él parecía saber, ante la expectación de los
soldados. De la Vega miró interrogante a Peñate,
pero el gigante se encogió de hombros porque
tampoco sabía que andaba buscando el
gobernador.
— ¡Por vida de…! —exclamó Ponce irguiéndose
satisfecho—. Acércense sus gracias hasta aquí
pues quiero enseñarles algo —dijo a los dos
capitanes.
Peñate y de la Vega se acercaron hasta
Ponce y la estatua. El gobernador les señalaba con
el dedo que miraran el tocado y el pecho del
infame ídolo, cubierto de inscripciones y raros
dibujos. Hizo Ponce especial hincapié en un
símbolo que parecía ser dos chorros de agua que
subían hasta arriba para luego caer a los lados
regando una pila de cráneos humanos. Mandó
llamar a su criado personal para que acudiera con
sus papeles. De una bolsa de cuero sacó la copia
del plano y el códice maya. Desenrolló el códice y
mostró a los capitanes que los símbolos de la
estatua, junto con el de la fuente y los cráneos,
coincidían con los dibujados en el papel, no
existía duda alguna.
—Estamos en el camino correcto. Prueba mayor
no existe. La estatua proviene de la ciudad que
buscamos. Debemos ir allá de inmediato. No eran
cuentos, todo lo que he dicho es verdad.
—Vaya —reconoció de la Vega moviendo la
cabeza—. Me he equivocado en mis
apreciaciones, señor. Me temo que me he dejado
llevar por mi celo en salvaguardar los intereses de
Cortés. Le pido disculpas por ello.
—Olvidado, olvidado —dijo Ponce muy alegre,
dichoso porque ya se veía bebiendo de la Fuente.
Tan cerca, estaba ya tan cerca—. Lo importante
ahora es salir cuanto antes de la ciudad.
—Entonces perdonamos al cacique —Peñate se
mostró desilusionado, ya que deseaba hacer pagar
a Na Can San la muerte de los españoles.
—Sí.
— ¿Y los sacerdotes prisioneros?
—A esos perros no les necesitamos. Colgadlos.
Peñate se frotó las manos con satisfacción
y se dirigió a los aterrados ancianos que esperaban
con nerviosismo el saber que sería de ellos.
Peñate indicó a los soldados que los colgaran de
la aceiba y estos comenzaron a tirar las cuerdas
por encimas de las ramas. Los sacerdotes gimieron
angustiados de miedo y suplicaron por sus vidas,
pero los castellanos iban a mostrar la misma
piedad que los indios mostraron por los
prisioneros indios y españoles: ninguna. Na Can
San se acercó de rodillas a de la Vega, pero no
pudo ir muy lejos porque Valenzuela le retuvo por
un hombro.
— ¡Poderoso señor! —demandaba Na Can San
con los brazos en actitud de súplica— No matéis a
los hombres santos, pues ellos son los más
adecuados para guiaros por la ciudad.
Zyanya se apresuró a traducir para que de
la Vega supiera que largaba el indio. El capitán
miró con extrañeza al cacique y preguntó que
quería decir, mientras los soldados ya empezaban
a jalar de los sacerdotes hacia arriba.
— ¿Qué demonios pretendéis decir? ¿No ibais a
ser vos el guía?
—Os puedo llevar hasta la ciudad, pero nunca he
estado en ella, solamente los hombres santos
conocen los secretos de la ciudad sagrada, sus
peligros y donde se encuentra el oro. Y ellos me
obedecen a mí; les necesitamos con vida.
— ¡Cristo maldiga tu pellejo! —exclamó con furia
de la Vega cuando escuchó la traducción de
Zyanya. Luego se acercó a grandes zancadas hasta
el grupo de soldados y el árbol de donde ya
ahorcaban los indios entre pataleos y agónicos
estertores— ¡Bajad de inmediato a esos hombres!
¡Hacedlo, rápido!
— ¿Capitán? —preguntó extrañado Villafaña—
¿Qué decís…?
— ¡No perdáis el tiempo! ¡Bajadlos!
Los soldados obedecieron de inmediato,
porque los sacerdotes ya se encontraban con los
rostros morados y las lenguas hinchadas, a punto
de perecer asfixiados. Ponce y Peñate se
acercaron intrigados a de la Vega pidiendo saber
porque había dicho que no se ahorcara a los
malditos viejos. De la Vega explicó la petición de
Na Can San, y aunque creía que era un cuento para
salvar a los sacerdotes, no podían correr el riesgo
de matarlos y perder valiosa información.
—Habéis actuado bien —sentenció Ponce.
Peñate maldijo con fuerza, pero se consoló
pensando que una vez tuviera en su poder las aguas
milagrosas podría acabar con el cacique y los
cuatro sacerdotes; y con el capitán de la Vega,
pues no había olvidado el incidente en Xoltchi y
andaba sediento de venganza. Los ancianos fueron
puestos en libertad, pero bajo vigilancia, y se les
dio agua para reanimarse, porque se desmayaban
por culpa de la dura prueba a que se habían visto
sometidos.
Ponce cursó órdenes para que se preparara
la partida cuanto antes, porque ya se andaba
perdiendo mucho tiempo y no deseaba que la
noche se les echara encima. Quería alejarse lo más
posible de la aldea por si los salvajes recobraban
el valor y se organizaban en un intento de rescatar
a su jefe y los sacerdotes. De la Vega no creía tal
cosa posible, porque los indios tardarían un
tiempo en retornar a la aldea y cuando lo hicieran
tendrían mucho trabajo. El templo, varias casas y
muchas chozas ardían con fuerza, las llamas se
elevaban muy altas en el aire soltando espeso
humo negro o gris, amenazando con extenderse a
otras construcciones.
Los españoles se apresuraron a recoger
comida y agua del poblado, y cuantas cosas
encontraron que les llamaran la atención, algunos
abalorios, mantas, plumas y poco más. Los
tamemes recuperaron los fardos que habían sido
robados y se prepararon para partir. Los cuerpos,
más bien los restos de los indios y españoles
sacrificados ya habían sido enterrados en la selva
en lugar secreto en cristiana sepultura bendecida
por fray Martín. El fraile andaba muy disgustado,
tanto por el espanto de los sacrificios, como por la
matanza efectuada por los conquistadores en la
aldea, y había amonestado severamente a Ponce
por permitirla. El gobernador, muy duro, replicó
que era la guerra y los salvajes habían sido los
primeros en iniciarla, atacando a traición y sin dar
explicaciones.
Na Can San y los cuatro sacerdotes iban
juntos, vigilados atentamente por Villafaña,
Francisco el torcido y cuatro españoles más, con
instrucciones de traspasar con el acero al primer
indígena que hiciera amago de huir. En cuanto a
Zyanya, esperaba con temor a que se le dijera que
tenía que hacer. De la Vega se acercó a la
muchacha con una túnica maya de Xoltchi y se la
tendió.
—Toma, cubrid con ella vuestros pechos.
— ¿Por qué? —fue la espontánea pregunta de la
india. Sus pechos eran grandes, erguidos, apenas
tapados por el pelo largo de la muchacha y sus
collares. Ya muchos españoles habían lanzado
miradas de lujuria a los senos.
—Os taparéis porque lo ordeno, no olvidéis que
ahora soy vuestro señor y debéis obedecerme.
Entre los españoles está mal visto que una mujer
vaya mostrando los pechos. No olvidéis que estáis
entre soldados y se puede causar quebrantos si
vais así.
— ¿Es qué a los españoles no les gustan los
pechos de las mujeres?
— ¡Ja, ja, ja! —rió con fuerza el capitán, dando
una palmada en la espalda de la india con gracia,
casi la tiró al suelo y todo— Que bueno lo que
decís. Anda, tapaos, pues no van por ahí los
argumentos. Y, por cierto —añadió con pícaro
guiño—, vuestros pechos son bien hermosos.
Zyanya casi se ruborizó por el comentario
del gigante español, pero se procuró mucho de
mostrarlo, porque le odiaba, como odiaba a todos
los castellanos por haber atacado su poblado. No
obstante, hizo lo que se le indicó y se tapó el
pecho con la túnica de suave textura.
— ¿Qué va a ser de mi? —quiso saber la joven.
—Ya os lo he dicho. De momento me serviréis,
después ya se verá. Para empezar, venid conmigo.
De la Vega condujo a Zyanya a la fila de
los porteadores y la indicó que se pusiera al lado
de un indio joven que portaba varios fardos. Cada
dos españoles tenían un tameme a su servicio para
que le llevaran los fardos; de la Vega, en calidad
de capitán, poseía uno. Cogió un par de bultos y se
los tendió a la muchacha para que los cargara.
Zyanya se escandalizó ante la orden.
— ¿Cargar yo como si fuera un vulgar esclavo?
¡Nunca! Soy esposa de cacique, tengo un rango y
una serie de privilegios…
—Eso se terminó —rugió de la Vega con ferocidad
—. Consideraos desde este momento separada del
cacique. Vuestros privilegios han sido cancelados.
Trabajareis para comer, como el resto de los
indios. Cargad con vuestra parte y no os quiero oír
protestar.
— ¡No pienso cargar!
—Pues no comeréis entonces —de la Vega se
dirigió luego al tameme con autoridad—.
Encargaos de que cumpla con su parte del trabajo,
si no lo hace, decídmelo sin vacilación, ya que os
hago responsable de su buen comportamiento.
El indio saludó respetuosamente, un poco
asustado de la responsabilidad que se le había
encargado. Dicho todo, de la Vega se alejó a
grandes zancadas hacia la vanguardia de la
columna. Zyanya le miró irse y escupió con odio al
suelo. Ese estúpido hombre blanco, ¿qué se
pensaba? En cuanto tuviera oportunidad se
escaparía a la selva, sabía moverse por ella y
evitar sus mortales peligros. Ahora la vigilaban
atentamente, pero en cuanto tuviera ocasión sabría
ser tan sigilosa como una serpiente. Juró por los
dioses que el gigante de pelo como el Sol y ojos
de jade pagaría con su corazón la forma en la
había humillado y tratado. Antes de que pasaran
pocas lunas, le vería morir de forma atroz y se
mancharía las manos con su sangre.
Na Can San miraba a la muchacha desde
más atrás de la fila de porteadores, junto a los
cuatro sacerdotes que todavía intentaban
recuperarse de la angustia de casi verse
ahorcados. En sus arrugados cuellos la soga les
había raspado la carne y producido laceraciones,
sus caras estaban pálidas, pero al menos lo podían
contar. Villafaña y los soldados vigilaban como
halcones al cacique, sin quitarle la vista de
encima; no podían permitirse el riesgo de que el
salvaje se les escapara. Na Can San suspiró y se
dijo que las cosas estaban muy mal, pero seguía
con vida y mientras respirara podría pensar en
cómo cambiar las tornas y vengarse de los males
que había sufrido su pueblo ante el ataque de los
españoles. Se aprovecharía de su ansía por poseer
oro, les confundiría y engañaría, hasta hacerles
cometer el más espantoso de los errores y
llevarles a una terrible muerte; entonces pagarían
por todo el mal cometido. Era una tarea difícil,
muy peligrosa, mas contaba con la ayuda de los
sacerdotes y quizás con la de Zyanya, a la que se
la veía muy enojada mientras cargaba los bultos
que un tameme la iba pasando. La muchacha
volvería a ser suya, y en ese momento se
arrepentía de no haberla poseído antes. Cosas de
tener varias esposas; justo cuando había sentido el
deseo de montarla habían atacado los castellanos y
frustrado sus ansias. Verla tan enfadada, con el
pelo revuelto, el pecho subiendo y bajando con
fuerza por la respiración airada, sus ojos negros
chispear de rabia la hacían más hermosa y
deseable. Volvería a ser suya, a pesar de que ahora
pertenecía al capitán de pelo claro, al que pensaba
sacrificar a mayor honra de los dioses.
Ponce soñaba con la Fuente. Colocado a la
cabeza de la expedición, tras dar la orden de
iniciar la marcha, comenzó a imaginarse cómo
sería volver a recuperar el vigor, la fuerza y la
apariencia de cuando era joven. Se veía entrando
en la Corte española con un frasco de las aguas
milagrosas que tendería con gracia a su Majestad
Carlos I, quien le colmaría de favores, tierras y
títulos. Los nobles acudirían a él en busca de
consejo y para gozar de su esplendor y fama, y las
mujeres le adorarían y se le disputarían, aunque
era posible que las rechazara, no se merecían sus
atenciones. Claro que no diría a nadie donde poder
encontrar la Fuente, porque entonces se acabaría
su posición privilegiada. Quedaba el asunto de
saber si los soldados serían discretos sobre tal
proceder, pero ya Peñate le había asegurado que
sabría ganarse la lealtad de todos, y si no, bien, no
quería saber nada más, pero los métodos de Peñate
siempre eran efectivos. En cuanto al capitán de la
Vega y su Excelencia Hernán Cortés, todo estaba
resuelto gracias al afortunado hallazgo de la
estatua de oro encontrada en el poblado de los
salvajes. Estatua que marchaba ahora en las sacas
de los soldados troceada tras ser despojada del
oro y las piedras preciosas. Lo que había quedado
de ella, la base de madera, fue echada al templo
que ardía con ferocidad, para que desapareciera
para siempre, ante los llantos de los sacerdotes.
Sí, todo era perfecto y marchaba según lo
planeado. Pronto estaría ante la Fuente y bebería
de sus aguas.
Peñate, a un lado de la comitiva, veía
pasar con gesto ceñudo a los soldados y vigilaba
que todo estuviera correcto. Al otro lado de la
columna de la Vega hacía lo mismo y así de esa
manera los dos capitanes se tenían controlados. El
come ogros no se hacía ilusiones respecto a su
rival. El gobernador era un ingenuo si pensaba que
de la Vega no volvería a causar problemas, sólo
era cuestión de tiempo que descubriera que la
expedición se había formado única y
exclusivamente para encontrar la Fuente de la
Juventud. Claro que descubrir oro todo lo había
cambiado, pero Peñate ya no estaba dispuesto a
compartir el oro con nadie. Cuantos menos a
repartir, más quedaría para él, Ponce y unos
cuantos de confianza, que eso de la Fuente a él le
seguía pareciendo un camelo y era más fiable el
brillo dorado que no unas escurridizas aguas.
Además, quería vengarse del capitán de la Vega
por lo sucedido en Xoltchi, y seguro que de la
Vega sentía lo mismo y esperaba la oportunidad
perfecta para echarse a su cuello. Pues por Cristo,
pensó Peñate, que él andaría listo y daría el primer
golpe, un poco más adelante, cuando se encontrara
la Fuente y todos se felicitaran. Entonces acabaría
con de la Vega con cualquier excusa, y también
eliminaría a todos aquellos que fueran muy leales
al capitán de confianza de Cortés, como el tal
Valenzuela o Pedro Velázquez el mantecas. Los
demás no dirían nada, sobre todo cuando se
repartiera el oro y el botín que se pudiera
encontrar, que seguro sería abundante. De paso,
pensó Peñate mientras esbozaba siniestra sonrisa,
se quedaría con la moza india, esa perra que
pertenecía por derecho de conquista a de la Vega.
La muchacha era joven y muy hermosa, pocas
indias tan bellas había contemplado antes. Cuando
se encargara del capitán de la Vega tomaría para sí
a la india y la enseñaría lo que es un hombre de
verdad. Esa guarra se lo andaba buscando, Peñate
se había fijado en que la india le miraba, le
provocaba y se reía de él. Eso le hacía sentirse
furioso y deseaba echarse encima de la muchacha
y darle una lección a base de golpes y violarla,
porque era lo único que se merecía, era una puta,
como el resto de las indias, total, vivían en pecado
y únicamente eran un poco más que animales. Sí,
voto a Dios, Peñate ya se veía retornando a su
aldea natal convertido en hombre de importancia,
cargado de oro y joyas, dueño de tierras y criados,
y atada a su caballo con hilo de plata marcharía
Zyanya, como prueba de que había viajado a
lugares y reinos extraños y exóticos. Muchos en el
pueblo que le vio nacer iban a pagar entonces sus
burlas, desaires o desplantes de la niñez, cuando
era pobre y tenía que suplicar piedad para que le
dieran un mendrugo de pan o un trozo de queso
rancio. Como se acordaba de las noches sin
dormir por culpa del hambre o por el frío que
pasaban él y sus hermanos, mientras sus padres se
desesperaban por encontrar comida en una tierra
cruel y pedregosa, pero no más cruel e inhumana
que aquellos que la gobernaban insensibles a los
padecimientos y desdichas de sus lacayos. Mas
todo eso quedaba atrás y el futuro se prometía
áureo y magnífico.
De la Vega veía reír a Peñate y no pudo
evitar sentir un escalofrío que le recorrió la
espalda. Era indudable que el irascible coloso
tramaba algo, y viendo su sonrisa de lujuria podía
adivinar que era. De la Vega ya había sorprendido
al come ogros mirando con lascivia a Zyanya, pero
por Cristo que no iba a permitir que la muchacha
sufriera vejación a manos de nadie. De la Vega se
lamentaba de muchas cosas, poseía suficiente
experiencia para saber que el oro era el causante
de muchos males, así como la mentira, porque
Ponce les había mentido en el asunto del oro y el
tesoro maya. La estatua de oro fue un hallazgo
casual, un poco de suerte, nada más. En cuanto a la
Fuente, seguía creyendo que era un cuento por
parte de los indios. Se vaticinaban problemas a no
muy tardar, mas si eso ocurría, estaría preparado;
para lo que fuera.
Segunda parte:
¡Kimen!
(o zombis mayas)
CAPÍTULO XI:

UNA HISTORIA DE DIOSES MAYAS QUE NO


LLAMA LA ATENCIÓN DE PONCE, Y UN
MISERABLE QUE INTENTA ABUSAR DE LA
INDIA PROVOCAN UN NUEVO ALTERCADO

Ponce de León hizo avanzar a la


expedición con mucha prisa a través de la jungla,
siempre guiado por Na Can San y los tres acólitos
mayas de Xoltchi, ya que deseaba alejarse lo más
lejos posible de la aldea que ardía al menos en una
de sus terceras partes. Anduvieron como mínimo
una legua, pero enseguida la noche se les vino
encima y no tuvieron más remedio que parar para
descansar y preparar el campamento. Los
sacerdotes mayas seguían insistiendo en que se
debía volver a Xoltchi en busca del consejo de los
más ancianos y sabios, pero Ponce no deseaba oír
nada de retornar y no les prestaba atención. Sólo
escuchaba al cacique, que aseguraba que a dos
días de marcha encontrarían la ciudad sagrada
donde se encontraba la Fuente de la Juventud.
Los españoles organizaron guardias y
encendieron hogueras para calentarse y mantener
alejadas a las fieras, mientras los servidores
indios preparaban la cena y otras tareas. Diego de
la Vega fue en busca de Zyanya y con un gesto la
indicó que se fuera con él, a una fogata, donde se
la dio agua y un cuenco con maíz, pan cazabe, algo
de carne y fruta. La muchacha comió con avidez,
tremendamente hambrienta, ya que no estaba
acostumbrada a caminar tanto y mucho menos
cargar. Le supo a gloria la magra cena, mas no
pudo repetir porque se debían racionar las
provisiones. De la Vega estuvo hablando un rato
con sus compañeros, Valenzuela, fray Martín,
Francisco el torcido y Guerrero, compartiendo
anécdotas de otros tiempos, junto con opiniones y
chismes, hasta que la noche se cerró del todo y
cada cual, excepto el que tenía que cumplir con su
turno de guardia, marchó en busca de un buen lugar
donde extender la manta, taparse con la túnica y
echar un sueño.
De la Vega, sin decir palabra, agarró a la
india por un brazo y se la llevó hasta un grueso
tronco de árbol, no muy alejado de la hoguera,
pero sí lo suficiente para que se estuviera a
oscuras y medio se les vislumbrara. Dejó a Zyanya
sobre una estera y la indicó que ese era su sitio
para dormir, mientras él se quitaba el cinto y las
armas. Era el momento que más había temido la
muchacha: el de la intimidad nocturna.
Seguramente ahora sería violada por el enorme
capitán y no importara cuanto gritara o forcejeara,
que nadie acudiría para socorrerla. Para su
asombro, nada de eso ocurrió, porque de la Vega
se echó en su manta y dijo.
—Todas las noches dormiréis a mi vera. No
quiero que os levantéis y os separéis de mi lado,
ni aunque os lo ordene otro español. Sin mi
consentimiento no vais ni tan siquiera a hacer
vuestras necesidades. Y olvidaos de escapar; no
pasareis de los centinelas, aunque tengo el sueño
ligero y no creo que deis ni un paso sin que me
entere. Dormíos y descansad.
— ¿No me vais a violar? —preguntó de repente
Zyanya; al instante la joven se arrepintió de decir
tal cosa. De la Vega se alzó del suelo con rapidez
mirando a la india.
— ¡Pardiez! ¿Por qué iba a realizar tal villanía?
Soy un hidalgo, mujer, no temáis por eso. En
realidad, si dormís a mi lado es para protegeros.
— ¿Protegerme de qué?
—Hum, los españoles somos lobos, carentes de
piedad en la batalla, broncos y fieros en la paz,
pero somos hombres de honor, cristianos e
hidalgos. No obstante, en todas las razas y países
hay chacales que se hacen pasar por lobos, de
ellos es de quien os protejo.
— ¿Incluso entre los españoles hay esos…
chacales?
—Ya os lo he dicho: incluso entre los españoles, e
incluso entre vuestra gente. Ahora, dormíos y
dejadme en paz, estoy cansado.
De la Vega dio la espalda a Zyanya y se
acurrucó en la túnica india, intentando entrar en
calor. La india miró por largos instantes la figura
del español mientras pensaba que era un hombre
raro. Luego observó la oscuridad, a unos pasos
estaba la selva y la libertad, aunque internarse en
la jungla de noche era casi suicida. ¿Decía el
español que tenía el sueño ligero y la oiría
escaparse? Mentira, ella era capaz de moverse tan
silenciosa como el jaguar si se lo proponía. De
todas formas, esa no era la mejor noche para darse
a la fuga, todos los soldados estaban muy
vigilantes todavía, ya llegaría el momento. Aunque
lo que le indicó que lo mejor era no intentarlo fue
descubrir que de la Vega dormía con una mano
agarrada a la espada, preparado para ponerse en
pie ante la primera alarma. Zyanya bufó de rabia y
se acostó, creyendo que sería incapaz de dormir,
aunque pocos latidos de corazón más tarde ya se
encontraba profundamente dormida.

***

La expedición continuó camino por la


selva, haciendo huir a su paso a pájaros, animales
y a algún que otro gran felino, que se alejaba con
velocidad rugiendo con enfado al verse molestado
por la presencia de tantos hombres juntos. La
marcha se hacía en silencio, excepto por algún que
otro ocasional jadeo de esfuerzo por parte de
algún tameme o la áspera maldición de un
castellano mentando a la selva y sus muertos si que
es un lugar podía tenerlos. Muy por detrás de la
retaguardia iban un pequeño grupo de soldados,
encargados de vigilar si los salvajes les seguían, y
a su vez, por delante de la vanguardia, otros
conquistadores abrían el camino y vigilaban por si
se topaban con nuevos problemas.
De la Vega, aprovechando que nada
parecía necesitar de su supervisión, dejó a Ponce
en la cabeza de la columna y, con la excusa de
vigilar a los indios, retrocedió hasta el final, en
concreto a la posición donde su tameme particular
y Zyanya caminaban cargando con varios bultos.
No pesaban mucho, aunque el capitán se imaginaba
que andar cargados con ellos durante buena parte
del día al final debía molestar bastante. El criado
seguramente estaría acostumbrado, no habría
trabajado en otra cosa en toda su vida, pero la
muchacha era otra cuestión.
— ¿Cómo lo lleváis, mujer? —preguntó con
burlona sonrisa de la Vega a la joven.
Zyanya miró al capitán y bufó de
desprecio, no dijo nada, se limitó a caminar más
deprisa alzando la barbilla con furia. Se
encontraba molesta por tener que realizar el vil
trabajo de un esclavo, tremendamente irritada,
pero prefería morir antes que darle el gusto al
español de verla quejarse por la fatiga o el
esfuerzo. Lo que más le molestaba era tener que
andar todo el rato con la túnica a modo de blusa,
para tapar sus pechos, acostumbrada a estar sin
nada por encima de la cintura, no comprendía
porque estos castellanos la obligaban a andar
tapada como si fuera una vieja arrugada y
espantosa. De la Vega, viendo el enfado de
Zyanya, echó a reír con grandes carcajadas, al
estilo español, con energía, que tanto confundía y
admiraba a los indios, que pensaban que no
existían hombres más extraordinarios que los
españoles, que todo lo hacían a lo grande y con
tremendas ganas.
El capitán, tras dejar de reír, estiró las
manos y tomó los fardos de la muchacha, que
llevaba sujetados a la espalda mediante un arnés
de cinchas que se cerraban por el pecho y la
frente, y la alivió de la carga. Zyanya se revolvió,
porque a pesar que le disgustaba servir, poseía
orgullo y no deseaba que se la diera merced o se
la mostrara compasión, y le espetó a de la Vega.
— ¡Dejadme en paz! No necesito vuestra ayuda.
Puedo con todo lo que me pongáis.
—Tranquila, no os enfadéis —respondió con
desenfado de la Vega—, pero me gustaría hablar
con vos un rato, y si cargáis y habláis a la vez,
mucho me temo que os fatiguéis antes de tiempo —
dicho esto, se colocó los bultos entre sus enormes
brazos y miró con alegría a la india.
— ¿De qué queréis hablar? ¿Qué puede contar
alguien como yo a un soldado como vos?
—Muchas cosas, siendo de mundos tan diferentes,
algo tendremos que contarnos, vive Dios, mas
deseo que me habléis como siendo maya largáis
con tanta facilidad la lengua de los mexicas, el
náhuatl. Si bien es con acento y entonaciones
diferentes, no me cuesta mucho poder entenderos.
— ¿Y porque debería contaros nada?
—Vaya genio gasta la moza —se dijo para sí
mismo de la Vega sin perder el buen humor—. Ea,
dejad ya el mal humor a un lado y contarme, me
gustaría saberlo.
—Eso es porque no nací en la aldea que vuestros
canallas han quemado. Pertenecía a un pueblo que
se encontraba bajo el dominio mexica. Mi padre
era mexica, mi madre no, pero hablaba su lengua
de manera fluida.
— ¿Cómo acabasteis entonces en ese poblado
perdido de la mano de Dios?
—Yo era muy pequeña, no guardo recuerdos de
todo aquello. Todo lo que sé es por mi madre que
me lo contó antes de morir a su vez. Mi padre era
un comerciante de relativo éxito, pero pereció de
enfermedad, y mi madre decidió entonces
trasladarse a otra ciudad donde los negocios de su
esposo eran más prósperos. Creo que también
buscaba un nuevo esposo, pues aparte de mi, tenía
dos hijos mas, varones, más pequeños.
— ¿Y qué pasó? —de la Vega marchaba con
curiosidad, al lado de Zyanya, que caminaba más
ligera al verse privada de la carga. Había
olvidado momentáneamente la furia y el odio que
sentía hacia el español al tener que recordar con
cierto esfuerzo destellos de una vida que ya creía
olvidada hace mucho tiempo. Con un suspiro, la
hermosa muchacha continuó hablando.
—Durante el trayecto a esa ciudad, que se
encontraba en la costa, la caravana de mercaderes
donde viajábamos fue atacada por un numeroso
contingente de guerreros, no sé de qué tribu o
ciudad serían. Tuvieron éxito en su ataque y antes
de retirarse lograron huir llevándose con ellos
parte de la valiosa carga y varios prisioneros.
—Aja, tú persona una de ellos.
—Y mi madre. Ya nunca más volví a ver a mis
hermanos, no he sabido más de ellos.
— ¿Te has preguntado alguna vez por la suerte de
tus hermanos? ¿Cómo habrán transcurridos sus
vidas?
Zyanya miró a de la Vega con intensidad.
Tuvo que levantar la cabeza, pues el capitán era un
gigante a su lado. La luminosidad de la mañana
refulgía en los ojos verdes del hombre,
haciéndolos brillar con intensidad. La india
reprimió un jadeo de asombro, porque en verdad
los ojos de su nuevo amo eran realmente
preciosos, tal si fueran piedras preciosas. El
español no era mal parecido físicamente, de
cuerpo enorme pero bien proporcionado, la piel ya
bronceada por diferentes soles y la pólvora de
muchas batallas, el pelo rubio oscuro, largo y algo
enmarañado por andar tanto tiempo entre la selva,
la barba, que la fascinaba pues los indios eran
barbilampiños, ya comenzaba a crecer de manera
descuidada; a pesar de todo, sus rasgos eran
francos, agradables y viriles, y una pequeña
cicatriz en su mejilla izquierda, reciente al parecer
por su tonalidad rosácea, le confería una
apariencia temible, como era de su gusto. Zyanya
se tuvo que recordar que ese hombre era su odiado
enemigo, el causante de su actual situación y de
que vecinos a los que conoció y con quienes
convivió estuvieran muertos. No obstante, tras
pensar un poco y volver a mirar al frente, contestó.
—No, como dije, yo era muy pequeña, no tengo
más que recuerdos muy difusos de mis hermanos.
Mi madre, apenada por la pérdida de sus hijos,
nunca habló de ellos y yo nunca la pregunté para
no ahondar en su dolor. Me dan igual mis
hermanos, para mí, ya hace mucho tiempo que
murieron. ¿Qué sentido tiene pensar en algo que es
imposible? Nunca más los veré, así de sencillo.
—Bien, entonces puedo presuponer que os
llevaron prisioneras al poblado.
—No, nos vendieron como esclavas a unos
comerciantes en otra ciudad, estos a su vez a otros
comerciantes de Xoltchi, y mientras estos viajaban
a su ciudad, fueron atacados por mi gente.
— ¡Válgame Dios, que historia más enrevesada
con tantos ataques y tragedias! —exclamó el
capitán, pero sin burla, pues no deseaba herir a la
muchacha en su orgullo— En verdad parece la
tragedia de Paris y Helena.
—No sé quiénes son esos que mentáis, pero mi
madre y yo fuimos llevadas cautivas al poblado
para ponernos al servicio de Na Can San, que ya
era cacique por entonces. Mi madre era mujer
hermosa, servicial y sabía muchas cosas porque
era culta. Na Can San se sintió atraída por ella
casi al momento y la convirtió en su esposa,
pasando a ser una de sus favoritas.
—Ahí ganasteis la libertad, seguro.
—Sí, desde entonces fuimos unas más en el
pueblo, se nos trató con respeto y confianza. Yo
crecí sin que me faltara de nada, tuve incluso
criados. Mi madre, no obstante, no era feliz,
añoraba mucho su vida anterior en la ciudad, más
lujosa y civilizada, no estar entre salvajes. Eso me
contaba ella, porque yo era muy pequeña y no he
conocido otra cosa que la aldea y la selva. Mi
madre suspiraba mucho por mi padre, le amó de
verdad, y quizás para no desterrar del todo su otra
vida, se empeñó en que yo no olvidara mi lengua
materna, por eso la hablo.
— ¿Qué paso con vuestra madre?
—Murió —dijo Zyanya bajando la mirada con
tristeza. También echaba de menos a su madre, sus
manos dulces y suaves, como la atendía, la
trenzaba el pelo y la contaba historias de ciudades
resplandecientes, de colosales construcciones y de
una vida mejor, más refinada y culta. Al recordar a
su madre y como la cantaba canciones por las
noches para que se durmiera, a punto estuvo de
llorar de emoción, pero Zyanya logró
sobreponerse a la congoja y alzó la cabeza con
orgullo—. Eso pasó hace años, no hace falta
hablar de ello. A Na Can San le afectó la
desaparición de mi madre, era una de sus
favoritas, y me tomó a mí como esposa y así
honrar su memoria.
—Su memoria, sí, ya… —comentó con
socarronería de la Vega—. Menudo bellaco esta
hecho Na Can San; tuvo a la madre y ahora a la
hija. ¡Ja! Todos estos caciques son iguales.
— ¡No insultéis a Na Can San! ¡Es un gran señor y
un poderoso guerrero! Es un honor ser su mujer —
replicó airada la india.
—Si vos lo decís, pero no me parece que sea
grande en nada. Gemía y temblaba como una vieja
durante el ataque. En cuanto a lo de su esposa,
¿habéis yacido con él?
Zyanya miró asombrada al soldado. ¿A qué
venía esa pregunta? No supo que decir, pero al
final preguntó a su vez intentando dar a su voz todo
el desprecio que pudiera.
— ¿Qué os importa a vos?
—Me importa y mucho, así que responded. ¿Os ha
tomado como mujer, sí o no?
—No, hace dos días me tomó como esposa, pero
según nuestras costumbres debemos pasar antes
por unos días de abstinencia y oraciones a los
dioses, celebrar ciertos ritos antes de poder
acoplarnos.
— ¡Ja, ja, ja! —de la Vega echó hacia atrás la
cabeza mientras reía a gusto, mirando al cacique
que marchaba varios pasos por detrás con sus
sacerdotes siempre custodiado por Villafaña y los
soldados— Por Cristo, que apenas lo puedo creer.
Así que ese perro no os ha tocado. Pues bien, eso
era lo importante, porque según las leyes
españolas, no sois su esposa hasta que se haya
consumado la unión.
— ¿A qué os referís?
—Bella muchacha, no sois todavía la esposa legal
de nadie, así que Na Can San no os puede
reclamar. Por derecho de guerra sois mía, mas
estaos tranquila, que no os pienso forzar ni volver
esclava, pero me alegra que ese pagano comedor
de hombres no os haya mancillado con su toque,
ja, ja, ja.
— ¡Vos! ¡Vos! —alzó la voz con furia Zyanya
llamando la atención de varios tamemes y de los
españoles de Villafaña, mas viendo que era asunto
del capitán y su india, nadie dijo nada. La joven
sentía arder de ira y apenas pudo contener las
ganas de lanzarse a sacar los ojos al soldado con
sus manos— ¡No soy la criada de nadie! ¡Soy
mujer de cacique! ¡Canalla!
— ¡Ja, ja, ja! —de la Vega volvió a colocar los
fardos en la espalda de la muchacha y se marchó
sin dejar de reír. Zyanya estaba que echaba pestes
por la boca, dolorida por las humillaciones que de
constante le infringía el demonio de piel blanca.
¿Y a qué se quería referir cuando dijo eso de “me
alegra que ese pagano comedor de hombres no os
haya mancillado con su toque”? Lo que daría por
poseer un cuchillo; esa misma noche lo enterraría
profundo en el corazón del maldito español.
Na Can San estuvo observando atentamente
la conversación del capitán y la muchacha, aunque
dada la distancia no pudo escuchar nada. Se le
daba bien leer en los labios, pero los dos
estuvieron hablando en la lengua materna de
Zyanya. El cacique mucho se temía que se había
quedado sin mujer, mas eso no le importaba
demasiado ahora. Si sus planes de venganza
fructificaban, puede que volviera a recuperar lo
perdido. Se dirigió con voz suave a sus
sacerdotes, procurando no llamar demasiado la
atención de sus atentos guardianes.
—Nobles y amados papas, sabed que estoy
llevando a los españoles a la ciudad sagrada, eso
he decidido.
—Señor nuestro —respondió uno de los ancianos
con voz quebrada por la fatiga de tener que
atravesar a su edad la selva a pie—. Habéis
decidido mal, pues como ya sabéis, es nuestro
deber proteger la sagrada ciudad de los dioses de
todo tipo de intrusión.
—Sé cuál es nuestro deber, pero obedeced mis
instrucciones, pues lo único que deseo es perder a
estos soldados que tanto daño han hecho a nuestro
pueblo. La muerte de nuestra gente y el incendio de
la aldea exigen venganza. No podemos evitar que
marchen a la ciudad sagrada, ya que esos cobardes
de Xoltchi les pueden llevar, pero una vez que
lleguen allí, podemos acabar con todos.
— ¿Y cómo lograremos tal hazaña cuatro ancianos
y un cacique preso? —preguntó con cierta ironía
Itzamma, el sacerdote principal, de piel muy
arrugada y cuerpo flaco, dueño de una voluntad de
hierro. Varios pelillos le crecían en la barbilla,
aunque ahora estaban torcidos, sueltos y sucios de
polvo y sangre, lo que le restaba un poco de
dignidad.
—Despertaremos a los guardianes y ellos harán el
trabajo.
— ¡Los guardianes! —exclamaron con horror los
cuatro sacerdotes. Itzamma preguntó con el rostro
congestionado por el miedo.
— ¿Acaso os habéis vuelto loco, gran señor? Los
guardianes son terribles, no entienden de amigos y
enemigos, nos matarán a todos, devorarán nuestros
cuerpos y luego se echarán encima del resto de
naciones indias. ¡Es una locura!
—No, se les puede controlar, nuestras historias así
lo dicen, y son los únicos que pueden matar a estos
españoles. Haréis cuanto os diga…
— ¡Eh, vosotros! —gritó Villafaña
interponiéndose entre los indios— ¡No sé de que
estáis largando, pero no me gusta que estéis tanto
tiempo hablando! ¡Dejad de parlotear como
mujeres o por Cristo que os corto la lengua!
Los indios tampoco entendieron las
palabras del soldado, pero comprendieron el duro
gesto de su rostro y su intención y callaron de
inmediato. Los sacerdotes miraban con espanto a
Na Can San y este les devolvió la mirada con
autoridad. No existía otra solución y debían
obedecerle en todo, para eso era el cacique y
señor de sus vidas por voluntad expresa de los
dioses.

***

A mediodía se hizo una pausa para comer,


y mientras los tamemes se preparaban para
encender hogueras y algo de comer, Ponce mandó
llamar a los sacerdotes para hablar con ellos
acerca de la ciudad y de la Fuente. Peñate mandó
traer a los indios y también al capitán de la Vega,
para que pudiera servir como intérprete junto con
la india capturada. Pronto estuvieron todos
reunidos y Ponce fue directo a la cuestión, ya que
no deseaba perder tiempo porque pronto tendrían
que volver a ponerse en camino.
El gobernador indicó a los sacerdotes que
le hablaran de la ciudad y la Fuente, de cómo
sabían de su existencia y cuanto faltaba para llegar
a ella. Primero hablaba de la Vega a Zyanya y
luego la muchacha lo traducía al maya para que los
ancianos pudieran entender; era un proceso lento y
tortuoso, pero una vez cogido el truco la
conversación se hacía más rápida y amena. Los
indígenas, al ser conscientes de que debían hablar
sobre algo que era un secreto, se miraron entre
ellos, dudando sobre qué hacer. Ponce, que a
medida que se acercaba a su objetivo se volvía
más impaciente, sentado sobre una roca, pateó con
un pie el suelo y dijo con voz dura.
— ¡Voto a Dios! ¡O hablan o les cuelgo del árbol
más próximo! Ellos sabrán.
Cuando los ancianos supieron de las
palabras de Ponce palidecieron de pronto, porque
todavía tenían muy frescos los recuerdos en su
mente de cuanto estuvieron a punto de morir
ahorcados en la aldea. No deseaban pasar por
semejante trance de nuevo, así que Itzamma se
convirtió en el portavoz de los cuatro y contó al
gobernador todo cuanto quiso.
Itzamma comenzó diciendo que todos los
conocimientos que poseía acerca de la ciudad
sagrada le fueron relevados por tradición oral por
su maestro, y este a su vez supo de los misterios
por su maestro, y así sucesivamente hasta cientos
de generaciones atrás. Itzamma nunca había estado
en persona en la ciudad sagrada, estaba prohibida
para los mortales, pero la conocía de memoria
porque sus secretos e historias le habían sido
relevados durante muchas noches en la soledad del
templo.
La ciudad sagrada fue edificada por los
hombres para mayor honra de los dioses, y era una
entrada al sagrado inframundo maya, donde los
mortales no podían acceder hasta llegada la hora
de su muerte. Los dioses dieron sabiduría a los
hombres para que pudieran alzar la ciudad y otros
dones, como la agricultura, el fuego o el
conocimiento de los cielos para que pudieran
prosperar y atenderles con total garantía. Fueron
tiempos felices, porque los hombres gozaron de
prosperidad y paz en la ciudad, bendecidos por la
presencia de sus dioses que se manifestaban de
variadas formas en el plano mortal para que fueran
agasajados por sus fieles adoradores.
Ponce, aburrido, asentía con la cabeza,
porque más o menos era la misma historia que le
contara Balam Chan allá en Xoltchi. No deseaba
saber de historias paganas relacionadas con falsos
ídolos, sino que le interesaba solamente conocer el
paradero de la Fuente.
Itzamma suspiró y dijo a Ponce que tuviera
paciencia, ya que la historia de la Fuente estaba
ligada a la historia de la ciudad. Los dioses
concedieron a una serie de caciques, guerreros y
sacerdotes privilegiados el don de una larga vida
sin las molestias de la vejez gracias a unas
mágicas aguas que se tomaban de un pozo sagrado,
de ahí provenía el mito de la Fuente. Con tantas
virtudes, los hombres, en vez de mostrarse
agradecidos, se volvieron más arrogantes y
ambiciosos, crueles y ávidos de riquezas y banales
placeres carnales. Pronto la ciudad se les quedó
pequeña y atacaron aldeas y ciudades vecinas,
llevando el terror con ellos, porque aprendieron a
controlar un secreto terrible y espantoso: los
guardianes. Estos seres eran muertos, espíritus que
se escapaban del inframundo para poseer cuerpos
muertos y poder manifestarse físicamente en el
plano mortal. Los sacerdotes de la ciudad sagrada
supieron como manejar a estas abominaciones y
las emplearon como guerreros, soltándolos sobre
las desprevenidas tribus indias que perecieron en
una orgía de muerte, sangre y fuego.
Fueron tiempos aciagos, pues los
desdichados que no fueron devorados por los
guardianes, hombres, mujeres y niños por igual,
fueron tomados como esclavos por los habitantes
de la ciudad para sus viles propósitos. En vez de
sacrificar a los cautivos a los dioses, como
estipulaba la ley, los emplearon para satisfacer sus
depravaciones, cometiendo sobre los capturados
espantosas torturas o mutilaciones, violaciones en
masa o humillaciones imposibles de imaginar. Los
antaño sabios y majestuosos habitantes de la
ciudad sagrada se degradaron con sus
perversiones a niveles bajos, casi animaléscos, y
ahí no acabó todo, pues olvidaron su deber hacia
los dioses y comenzaron a adorar a otros entes de
distintos planos de la realidad, seres oscuros,
aberrantes, que moran en fríos y vastos espacios
dimensionales, en otros niveles del inframundo.
Estos dioses oscuros están ávidos de sangre
humana y solo desean la perdición de la
Humanidad, engañando a los mortales que les
adoran con falsas promesas de poder y
conocimiento, sin decir nunca que sólo buscan la
ruina y la destrucción de lo creado.
Finalmente, los propios dioses mayas, en
alianza con otras entidades de otros planos,
tuvieron que intervenir, ya que se dieron cuenta de
que su poder decrecía a medida que el de los
dioses oscuros aumentaba. La culpa de todo la
tenían los soberbios y degenerados habitantes de
la ciudad y sobre ellos cayó la cólera de los
terribles dioses mayas antes de enfrentarse en
espantosa lucha contra los dioses oscuros que
amenazaban con terminar con toda la vida en la
Tierra. Los habitantes de la ciudad comprobaron,
con horror, como los muertos en vida, los
guardianes, se volvieron contra ellos y fueron
devorados en vida, exactamente como hicieron
ellos sobre otros; en cuanto a los guardianes, que
Itzamma llamaba kimen, fueron encerrados en un
nivel del sagrado inframundo maya para servir
como centinelas entre el mundo de los vivos y de
los muertos. Ponce debía tener cuidado si viajaba
a la ciudad y pretendía beber de la Fuente, pues
los kimen podían ser despertados de su letargo y
caer sobre los españoles para alimentarse de sus
carnes y órganos vitales.
En cuanto a la lucha en los planos
celestiales, la coalición de dioses, liderados por
los dioses mayas, lograron acabar con los entes
oscuros, desterrándolos a planos todavía más
alejados; allí permanecen, lamiendo sus heridas y
esperando la oportunidad de volver a hollar la
Tierra y dar libertad a su maldad y ansias de
matar. Los pocos habitantes de la ciudad que
lograron sobrevivir fueron expulsados, perdidos
sus dones divinos y toda sabiduría. Vagaron
durante años por la selva, dividiéndose en
pequeños grupos a medida que iban creando
poblados o se fusionaban con aldeas ya
establecidas. Los habitantes de la aldea, que se
llamaba Alab óol Haatal, son los descendientes de
esos supervivientes, suya es la tarea de vigilar que
nadie más encuentre la ciudad sagrada de los
dioses, tanto para mantener su ubicación en secreto
como para evitar que el peligro de los kimen se
vuelva a levantar. Era evidente que los habitantes
de Alab óol Haatal ya no poseían el don de la
longevidad ni la sabiduría de sus ancestros,
después de cientos de generaciones transcurridas
se habían ido degradando hasta alcanzar el estado
de primitivos de la actualidad, pero habían
aprendido bien la lección y nada querían saber de
la Fuente, riquezas u otras maravillas que se
pudieran encontrar en la ciudad; sólo deseaban
cumplir con su deber, impuesto por mandato
divino, de ser los guardianes y destruir a todos
aquellos que osaran mancillar territorio mágico y
prohibido.
Ahora habían llegado los españoles, fieros
y terribles, poseedores de armas potentes, dueños
de una voluntad firme y decidida, abanderados por
un solitario dios que parecía poseer más poder que
todos los dioses mayas juntos, deseando conocer
los secretos de la ciudad. Eso era malo, muy malo,
gemía Itzamma, porque únicamente la muerte y la
locura podían encontrar los conquistadores de
seguir empeñados en su búsqueda. Ponce escuchó
atento el relato, pero resumió la historia en una
sola frase que dejaba a las claras lo que pensaba
de todo el asunto y cuáles eran sus intenciones.
—Válgame Dios, que sarta de tonterías paganas
me largan estos indios, mentiras propagadas por el
Maligno para confundir a estos perros. Cristo nos
proteja. Más les vale a estos sacerdotes que me
conduzcan hasta la ciudad o la Fuente, o van a
conocer lo que es el dolor en vida; desearan morir,
eso lo juro.
Los sacerdotes no tuvieron más remedio
que aceptar las duras exigencias del gobernador,
pues a pesar de ser hombres sagrados, servidores
de los dioses, temían la muerte y el dolor como
cualquier otro mortal. Es más, se preguntaban con
desesperación los sacerdotes, no sabían donde se
encontraban sus dioses o porque les habían
abandonado en manos de los españoles. ¿Habían
cometido un error y por eso eran castigados? ¿O es
qué en verdad el Dios de los hombres blancos era
más fuerte que sus dioses? Itzamma oraba pidiendo
que los dioses enviaran rayos, truenos,
maldiciones y muertes espantosas a los
conquistadores, pero nada pasaba. O los dioses no
escuchaban sus plegarias, o les habían
abandonado, lo que era tan angustioso como
intolerable. ¿De qué entonces sirvieron efectuar
cientos de sacrificios humanos y verse privados de
tantas cosas, de sufrir privaciones o rituales de
sangre si a la hora de la verdad, de la mayor
necesidad, los dioses no hacían acto de aparición
para ayudar a su pueblo? Itzamma pensó que si los
castellanos deseaban entrar en la ciudad sagrada,
que lo hicieran, allá ellos; sería entonces cuando
los dioses decidirían castigarlos por su insolencia,
o los kimen acabarían con ellos. Esta última
opción era la que más le aterraba al anciano,
porque los guardianes devoradores de hombres
eran incontrolables, una plaga de muerte y
destrucción imparable.
Ponce se levantó de la piedra satisfecho.
Aunque la historia enrevesada de dioses y
guardianes le había provocado dolor de cabeza, al
menos los sacerdotes parecían colaborar y no
pondrían reparos a guiarlos hasta la ciudad. Los
acólitos de Xoltchi seguían insistiendo en que lo
mejor era volver a su ciudad, pues se cometía un
error al seguir adelante. Ponce, harto ya de las
lágrimas y quejas de los novicios, les dijo que se
marcharan ellos si lo deseaban, pero los españoles
continuarían hacia el frente, inasequibles al
desaliento y los obstáculos que la selva les
quisieran poner. Los novicios agacharon la cabeza
con humildad, conscientes de que no podían
regresar solos a Xoltchi, porque atravesar la
jungla sin la protección de los soldados era un
suicidio; o los mataban las fieras, o los salvajes,
así que no tuvieron más remedio que callar y
seguir junto a los castellanos. Ponce ordenó que se
terminara la parada y se siguiera camino.

***
Pasada ya la tarde se decidió parar para
pernoctar en un claro en la densa jungla. Aunque
todavía faltaba para que comenzara a anochecer, el
descubrimiento de un ancho arroyo cercano hizo
que fuera buena idea el detenerse allí; sería
sensato llenar cantimploras, calabazas y lavarse un
poco, pues luego no se sabría si más adelante se
toparía con agua limpia y fresca. Los españoles
organizaron las tareas, creando dobles guardias y
enviando a los tamemes al río para que limpiaran
ropas, cacharros y rellenaran odres; varios
soldados marcharon para vigilar a los criados,
pero otros lo hicieron para lavarse un poco,
porque entre la marcha, los sudores, el calor y las
batallas, algunos conquistadores hedían que daban
asco.
En el claro se quedaron otros para ser
atendidos por Pedro Velázquez el mantecas y un
par de curanderos indios, porque raro era el
español que no había sufrido una picadura de
insecto o sufrido una laceración o ampollas al
rozar ciertas ramas con espinas u ortigas. Dos
españoles presentaban mordeduras de serpiente,
aunque no se temía por sus vidas, ya que los
reptiles no eran venenosos, tan sólo atacaron al ser
molestados por los humanos. Pero un tameme sí
había muerto víctima de una mordedura de
serpiente, cayendo al suelo entre movimientos de
agonía y soltando espuma por la boca. No se pudo
hacer nada por el indio, el veneno era tan potente,
que para cuando Velázquez ya se había acercado al
infeliz para rajarle la herida y extraer el veneno ya
había fallecido. En otro momento de la marcha,
una prueba más de lo mortal que era la selva, en la
retaguardia donde marchaban los criados, una
fiera, posiblemente un jaguar, atacó a un tameme
con la intención de llevárselo para devorarlo en su
guarida. Si no lo hizo fue porque Villafaña y sus
compañeros ahuyentaron a la bestia a base de
pedradas y lanzadas. No obstante, el indio sufrió
heridas de garras y tuvo que ser atendido por el
siempre amable y solícito mantecas; fray Martín
ayudaba en las tareas de sanar y atender a los
heridos con diligencia y fervor.
No todo eran malas nuevas para la
expedición. Por fortuna, el tiempo, a pesar de ser
caluroso, no era en absoluto bochornoso, e incluso
los niveles de humedad eran más bajos de lo
normal, aunque se seguía sudando mucho y se
corría el riesgo de que las armas y las armaduras
se oxidaran a pesar de estar pintadas de negro y
untadas de grasa. Al menos los insectos no eran tan
voraces ni marchaban en nubes. Peñate, además,
había conseguido alancear un venado enorme que
sería comido en la cena para deleite de los
españoles, que esa noche variarían algo el menú.
Ignacio Díaz era el que más suspiraba de emoción
ante la idea de comer carne recién cazada asada a
la piedra, pues siendo de buen comer, mucho sufría
con las insulsas y magras raciones de marcha. No
obstante, el que más comió y disfrutó del venado
fue el come ogros, tanto por ser él quien lo
abatiera, como por su legendario y voraz apetito.
En el arroyo, de claras aguas algo rápidas
que llegaban casi hasta la rodilla, nadaban
abundantes peces, y los indios los pescaron a
decenas para asarlos también para la cena. Otros
siervos se dedicaban a limpiar cacharros, ropas o
el equipo, y otros en rellenar odres, cantimploras y
pequeños barriles. Varios soldados vigilaban a los
tamemes, aunque en realidad estaban atentos a la
selva y a los peligros que surgieran de ella, ya que
los indios se encontraban bajo su responsabilidad
y era su deber protegerlos de todo mal, ya fuera de
otros indios o de fieras y alimañas. De la Vega y
un grupo de castellanos aprovecharon para
quitarse ropas y arroyo arriba se dieron un rápido
baño y luego limpiaron lo buenamente que
pudieron sus vestimentas, que a estas alturas de la
marcha casi parecían harapos debido a los rotos y
desgarrones producidos de caminar entre la selva.
Zyanya se encontraba con un grupo de
tamemes, limpiando la ropa de los españoles,
metida hasta las rodillas en el agua fría, que bebió
a manos llenas pues era clara y muy limpia.
Deseaba darse un baño, pero no quería hacerlo
estando rodeada de tantos hombres, así que
decidió esperar un poco a que se fueran
marchando los criados poco a poco. Cuando ya
apenas quedaban unos pocos indios y los
centinelas estaban atentos a otras cuestiones,
Zyanya anduvo un poco por el arroyo hasta llegar
detrás de unos matorrales en la orilla que le
servirían de protección. Se quitó la túnica del
pecho y la de la cintura, quedando en un escueto
taparrabos que apenas cubría sus vergüenzas por
delante. Con una sonrisa, se hundió en el agua
dejando que la corriente se llevara el sudor y la
suciedad. Con fango del lecho se frotó la piel con
ganas. La muchacha estuvo así un rato, cuando se
dio cuenta de que prácticamente estaba sola. Los
tamemes no estaban, quizás uno o dos atareados en
sus deberes, pero de los españoles ni rastro. Era la
oportunidad que estaba esperando. ¿Qué le
impedía nadar corriente abajo entre los matojos y
adentrarse más adelante en la selva? Quedaba
cercana la puesta de Sol y los soldados no saldrían
a buscarla en la noche. Para evitar los peligros de
la jungla, podría subir a un árbol y esperar a que
amaneciera; luego marcharía a la aldea. Decidió
seguir como que se bañaba y dejar que la
oscuridad se fuera haciendo mayor.
Lo que no sabía la india es que estaba
siendo vigilada por Gutiérrez de Salamanca, que
no perdía detalle de cuanto veía. El muchacho se
encontraba a unos diez pasos de la joven, oculto
tras unas espesas zarzas, mirando con deseo el
hermoso cuerpo moreno de la mujer. Aburrido de
no poder hacer lo que quería, robar o estafar al
prójimo, Gutiérrez se había acercado al río con la
esperanza de encontrar algo con lo que matar el
tiempo hasta la hora de la cena, y se fijó en que
Zyanya se retiraba con discreción a unos arbustos
en la orilla, la siguió y, con la boca abierta, se fijó
en como la india se desnudaba casi del todo para
bañarse. A Gutiérrez las indias le parecían feas,
gordas y espantosas, pero debía reconocer que
Zyanya era distinta, mucho más hermosa y sensual.
Su cuerpo, esbelto, joven y firme le atraía, junto
con sus pechos grandes y prietos. El pelo de la
india, negro y liso, se le pegaba mojado a la
espalda mientras se sumergía y salía del agua.
Gutiérrez sintió como el miembro viril se le
endurecía y se lamió los labios con ansiedad; que
espectáculo.
Zyanya, por su parte, siguió bañándose
hasta que creyó que era el momento de darse a la
fuga. Salió despacio de los arbustos, siempre sin
salir del agua, pero se detuvo porque en la orilla
estaban tres soldados que la miraban con sonrisas
burlonas y lujuria en los ojos. Que necia había
sido, se reprochó la joven, creer que no estaría
vigilada, y lo peor, conocía lo suficiente a los
hombres para saber que estos querían utilizarla
sexualmente.
— ¿Qué tenemos aquí? —dijo uno de los
conquistadores, un rufián de nombre Alonso de
Soto — ¿Qué hace una india como tu sola?
Por supuesto, Zyanya no entendió nada de
lo que dijo Soto, pero ni falta que le hacía. Se
echó con rapidez a un lado para coger sus ropas y
cubrirse, mas no pudo hacerlo porque uno de los
hombres fue más veloz y se metió en el agua,
interceptando su paso. Soto se echó a reír de
manera desagradable y dijo.
—Ah, no, preciosidad, no te vas a vestir. Guarra,
nos provocas y ahora pretendes dártelas de dama,
¿eh?
—Vive Dios, Soto, que es la india del capitán de
la Vega —dijo el tercer hombre con nerviosismo y
mirando al campamento por si les descubrían—.
Como se entere que nos metemos con su criada nos
fulmina.
— ¡Me cago en la puta que parió al capitán ese! —
escupió con desprecio Soto— Ahora no está aquí,
y aunque así fuera, somos tres, ¿no?
—Pardiez, ni que fuéramos cinco, ¿es qué no has
visto luchar a ese hombre?
—Vamos, Grado —replicó con una risotada el
soldado que se encontraba junto a Zyanya en el
agua—, no tengáis tanto miedo. La india no se
puede chivar, ¿verdad, hermosa? —le cogió del
pelo mojado y se lo acarició. La india se zafó con
violencia y miró con furia al español, pero este ni
se inmutó y continuó riendo y mirando con lascivia
los pechos húmedos de la muchacha.
Soto se metió en el arroyo y atrapó por el
brazo a Zyanya, para sacarla del agua, y la echó al
suelo con violencia. Gutiérrez, desde su escondite,
lanzó varias maldiciones en voz baja. Soto y sus
matones, todos fueron enrolados por Peñate, le
habían frustrado el espectáculo de contemplar a la
muchacha en su desnudez. En fin, ya no pintaba
nada por allí y con un encogimiento de hombros se
marchó al campamento dejando a Zyanya
abandonada a su destino en manos de villanos.
La muchacha intentó ponerse en pie, pero
Soto se echó encima de ella con risotadas mientras
le metía mano en sus partes. El otro soldado
también salió del agua y reía, mientras que el
tercero no quería saber nada y se alejó un par de
pasos, temeroso de que les descubrieran.
—Por Dios, Soto, como a la india le dé por gritar
estamos aviados.
— ¡Ja, ja, ja! Esta puta va a gritar de placer,
Grado —replicó Soto mientras se esforzaba por
quitarse los pantalones.
Zyanya luchaba con desesperación, pero no
podía superar la increíble fuerza de los hombres
blancos, porque no solamente eran más altos que
los indios, sino también más fuertes. El rancio
aliento de Soto le producía arcadas, resistiéndose
a gritar, para evitar dar esa satisfacción al bellaco,
pero, o lo hacía, o sería violada y quién sabe si
luego asesinada para que no pudiera denunciar a
sus atacantes. Soto prácticamente ya la tenía
dominada, le faltaba abrir las piernas de la india, y
ya reía anticipándose al placer que iba a sentir
penetrando con salvajismo el esplendido cuerpo
de la muchacha.
— ¿Qué ven los atentos ojos del siempre vigilante
Díaz? ¿Acaso a unos rufianes que pretenden abusar
de una indefensa dama? —Díaz apareció detrás de
unos árboles con una rama a un hombro de la que
colgaban cuatro pescados recién sacados del
pequeño río— No sé vuases mercedes, pero si
dejan de inmediato lo que están haciendo, el
poderoso Díaz hará como que aquí no ha pasado
nada.
— ¡Díaz! ¡Feria mi ánima! —rugió Soto con
frustración mientras se ponía en pie rápidamente y
se subía los pantalones— ¡Largaos, loco! Aquí no
pintáis nada.
— ¿No, eh? —replicó Díaz dejando caer la rama
con los pescados y echando mano de la espada—
Díaz el galante no se marchará dejando a una dama
en apuros en vuestras puercas manos.
—No es una dama, es una puta india —dijo el
segundo soldado con desprecio, poniendo a su vez
la mano en el pomo de su arma.
—Que os larguéis, tarado —volvió a repetir Soto
rechinando los dientes y sacando una daga—, o
juro por mi madre que os mato aquí mismo.
—Compañeros, con esto no solucionamos nada —
se quejó Grado—, bastante malo ya es causar
agravio a la india del capitán de la Vega como
para meternos ahora con un amigo del come ogros.
—Grado, cobarde, cerrad la boca. O estáis con
nosotros, u os marcháis —respondió con dureza
Soto. Luego miró con odio a Díaz—. Por última
vez, iros y no os pasará nada.
Zyanya desde el suelo, encogida y
tapándose sus partes intimas con las manos,
miraba a Díaz. No entendía nada de lo que decían
los españoles, pero estaba claro que el hombre
regordete pretendía ayudarla y los otros
intimidarle para que no lo hiciera. La muchacha
miró a Díaz con ojos lastimeros, suplicando ayuda
y que no la dejara en manos de esos bellacos.
Díaz, viendo a la pobre india, dio un par de pasos
hacia delante, con la espada en alto, encarándose
con Soto y diciendo con alegre carcajada.
—Vuestras amenazas no surten efecto, compadres,
porque Díaz está acostumbrado a vérselas siempre
con numerosos oponentes. Caeréis ante su hoja
como el trigo maduro ante la hoz. ¡En guardia!
Díaz pretendió dar una estocada,
avanzando unos pasos, pero pisó en piedras
mojadas al borde del arroyo y resbaló
estrepitosamente, yéndose al agua para pasmo de
los soldados, sobre todo de Zyanya, que no podía
creer lo que estaba viendo. Soto, superado el
estupor de ver caer a Díaz, echó a reír
salvajemente y se metió a toda prisa en el agua,
antes de que Díaz se pudiera poner de pie. Le
agarró del brazo armado y se lo retorció con saña.
Díaz gritó de dolor y no tuvo más remedio que
soltar la espada.
—Os lo advertí, necio, ahora lo vais a pagar caro
—dijo Soto mientras intentaba rajar el cuello de su
oponente.
—Yo que vos no lo haría, hijo de una gran cerda.
— ¡El capitán de la Vega! —gritó con espanto
Grado ante la presencia del enorme capitán.
El capitán se encontraba de pie, armado
con la espada en una mano y la daga en la otra, con
armadura de algodón india colocada, sin casco,
pero preparado para la lucha. A su lado se
encontraban Valenzuela, Guerrero y dos soldados
más, todos con las armas dispuestas, los rostros
ceñudos y dispuestos a dar guerra en cuanto de la
Vega se lo pidiera. Grado retrocedió varios pasos,
intentando marcharse, pero Valenzuela se le puso
en medio. El compañero de Grado ni se movió, ni
hizo amago de intentar ofrecer resistencia. Soto,
por su parte, lanzó una terrible maldición, aunque
no soltó su daga, sí a Díaz, quien se alejó del
rufián chapoteando y tosiendo, pues había tragado
agua.
— ¡Mi espada! —gritaba Díaz dando manotazos al
agua— ¡La espada del poderoso Díaz! ¿Dónde
está?
De la Vega ordenó a Guerrero que buscara
el arma de Díaz y ayudara a este a salir del agua.
Luego miró a Zyanya y enseguida comprendió que
era lo que estaba pasando. El capitán entrecerró
los ojos con odio y la cara se le tornó roja de
rabia. Evitando a duras penas gritar de la cólera
que sentía, preguntó en náhuatl a la india.
—Muchacha, ¿estos perros os han violado?
—Ese estuvo a punto de hacerlo —señaló con la
barbilla a Soto, inmensamente aliviada de
contemplar a de la Vega con sus hombres—. Si no
lo consiguió fue gracias al hombre gordo que
apareció justo a tiempo de ayudarme. En cuanto a
los otros dos, uno no quería y el otro no lo sé,
quizás me hubiera violado después.
—Comprendo… —de la Vega se dirigió ahora a
Soto—. Bellaco, rufián, vais a pagar muy caro lo
que habéis hecho.
—Ahorraos las amenazas para a quien les asuste,
capitán —replicó muy altanero Soto y con una
sonrisa de suficiencia—. Nada he hecho de lo que
me tenga que lamentar. Soy soldado de España, así
que haréis bien en tratarme con respeto.
— ¡Canalla! ¿Vais a negar que habéis intentado
violar a esta mujer?
— ¡Es una zorra india! ¡Se bañaba desnuda y nos
andaba provocando! Me acerqué para cortejarla y
nos insultó. De Soto no se ríe una mujer y menos
una india.
— ¿Pero qué historia me estáis largando, bellaco?
—de la Vega hizo amago de ir al arroyo para
atravesar con la espada el pecho de Soto, pero
Valenzuela tomó del brazo a su capitán y amigo y
le dijo.
—Teneos, capitán, no podéis entrar así como así a
matar. Recordad lo que pasó con Peñate.
— ¡Este cerdo no se va a escapar sin su justo
castigo! —gritó de la Vega.
—Y no lo hará, voto a Dios, pero mejor ir con el
pleito a Ponce, este os escuchará y atenderá
vuestras peticiones.
De la Vega miró a Valenzuela y pareció
meditar en las sensatas palabras de su compañero.
El rostro recobró su color normal, pero el brillo
de furia de sus ojos verdes no hacía sino aumentar.
—Está bien —reconoció el capitán—, razón no os
falta, pero me temo que el gobernador poco hará
por este insulto a mi honor. ¡Soto! ¡Sois un
cobarde, un hijo de puta de baja ralea, que
pertenece a una escoria de familia! Si estos graves
insultos no fueran suficientes, añado que además
sois ladrón, mentiroso y blasfemo, amante de
cabras y sodomita.
Soto sintió palidecer ante los tremendos
insultos que estaba escuchando hacia su persona y
su familia, y supo que era lo que deseaba
conseguir el capitán con tal actitud. No le hacía
maldita la gracia, porque de la Vega era el mejor
espadachín de la expedición, no, de todo el
condenado ejército de Cortés, pero se encontraba
atrapado tanto por su honra como por su honor. Un
soldado, un español, no podía dejar pasar ofensas
tan graves sin dar justa respuesta, respuesta que no
podía ser otra que un duelo formal. Soto,
guardando el cuchillo en la vaina que pendía del
cinturón, respondió con la voz quebrada por la ira.
—No puedo creer lo que estoy escuchando.
Semejantes insultos sólo se pueden dirimir con la
sangre. Exijo una satisfacción, por Cristo
crucificado.
—Y la tendréis —replicó de la Vega con salvaje
sonrisa—. Os reto a duelo, antes de que
anochezca, buscad vuestros testigos. Zyanya,
vístete de inmediato y vete al campamento.
La muchacha hizo lo que le ordenara de la
Vega, marchando a los arbustos donde tenía sus
ropas. Se vistió lo más rápidamente que pudo,
pero antes de irse, se acercó hasta Díaz, que se
encontraba en la orilla farfullando e intentar
escurrir su ropa mojada. La india se quedó
mirando al castellano y este le devolvió una
curiosa mirada. Zyanya le acarició levemente la
mejilla y Díaz hinchó el pecho con orgullo,
satisfecho de haber cumplido con su deber. Se
acarició con hidalguía la empapada barba y lanzó
un par de suspiros.
De la Vega también alabó el valor de Díaz
con un apretón de manos y en silencio, sin dar la
espalda a Soto y sus compinches, marchó al
campamento seguido de Valenzuela y el resto de
soldados. Una vez allí, habló con Ponce y Peñate
de lo sucedido y el porqué se había visto obligado
a retar en duelo a Soto. El come ogros lanzó una
gran carcajada, pero el gobernador se molestó
muchísimo por los acontecimientos sucedidos en
el río.
—Válgame Dios, capitán de la Vega —dijo Ponce
—, esto es de locos. No podemos permitirnos el
andar peleando entre nosotros. Cada soldado nos
es imprescindible.
—Señor, comprendo lo que me mentáis —se
defendió con cortesía de la Vega—, pero no se
puede pasar este crimen…
—La india no fue violada, por lo tanto no hay
crimen.
—Señor, si no fue mancillada fue por la oportuna
aparición de Díaz, que, no olvidemos, casi paga
con su vida tal honrosa acción. Soto ha ido
demasiado lejos, porque no solamente ha
intentando violar a una criada que me pertenece, a
la que debo protección, sino que al hacerlo ha
manchado mi honor y el de mi familia. Atacar a mi
india es atacar a mi persona, hidalgo de reputado
nombre, capitán de los ejércitos del Rey, ¿os debo
recordar el nombre de mi padre y el de mi abuelo?
—No hace falta, pardiez —exclamó Ponce
pasándose la mano por la cara para quitarse los
sudores que ya le caían por la frente y los cabellos
por el enfado que sentía—. Permitidme hablar a
solas con vos un momento —el gobernador miró a
Peñate y este, con cara de fastidio, se retiró varios
pasos, a una fogata, para ver qué era lo que se
cocía en una perola—. Capitán de la Vega —
continuó hablando Ponce una vez que los dos
hombres se quedaron solos—, comprendo vuestro
punto de vista, pero comprended vos el mío. Soto
es un canalla, no lo niego, y en otro momento le
mando ahorcar, pero ahora necesito de su espada.
—No puede ser, mi honor está por encima de tales
necesidades.
—Con Peñate en Xoltchi entrasteis en razón. ¿Por
qué no hacerlo ahora?
—Señor, lo de Peñate fue distinto, dado que es
capitán y su muerte pudo causar el fin de la
expedición. Pero no ha sido olvidado su asunto
que plantearé a su Excelencia Hernán Cortés en
cuanto estemos de vuelta en Tenochtitlan. Allí os
concedí favor, porque al fin y al cabo yo mismo
perdí la cabeza y la pobre india era una esclava
entregada para dar placer sexual. Pero Zyanya es
mi criada, cuando la tomé prisionera en su aldea
adquirí no únicamente botín, sino también
responsabilidades. Un hidalgo, un español
cristiano temeroso de Dios, protege a sus vasallos,
no puede ser menos. Además, favor a vuase
merced, no maté al cochino en el arroyo, sino que
lo reté a duelo legal y justo. Nadie podrá
reprochar nada sea cual sea el desenlace del
duelo, ni siquiera los amigos de Soto. En esto no
doy mi brazo a torcer.
—Sea —suspiró resignado Ponce mirando a los
ojos del capitán, donde se veía resolución, coraje
e indignación—. Que acabe el trámite cuanto
antes.
De la Vega saludó con respeto y se marchó
a grandes zancadas para prepararse para el duelo.
Peñate se acercó a Ponce con un trozo de carne
asada de venado en la mano que comía dando
enormes bocados.
— ¿Se baten o no? —preguntó con la boca llena.
—Se baten; por Dios, espero no perder al capitán
en un duelo, Cortés no me lo perdonaría.
— ¡Jo, jo, jo! —rió el come ogros soltando
trocitos de comida por la boca— Estaos tranquilo
por eso. Lo siento por Soto, pero ya podemos
enterrarlo dentro de unos momentos. Gobernador,
habéis perdido un soldado, no un capitán.
— ¿Tan seguro estáis del resultado del duelo?
—Odio a de la Vega, lo reconozco, pero no quita
que le respete. ¿Le habéis visto luchar y aún así
preguntáis? Es Aquiles redivido, os lo aseguro.
Matará a Soto sin esforzarse, ja, ja, ja…
Por todo el campamento cundía una febril
actividad. Enterados los castellanos del duelo
entre Soto y de la Vega, cada cual contaba la
historia según se la habían relatado o dando su
particular visión, añadiendo embustes o
exageraciones. Unos y otros se posicionaron pero,
en general, el capitán salió ganando, porque la
inmensa mayoría de los españoles se pusieron de
su lado. Valenzuela comenzó a organizar apuestas
por el resultado de la contienda y enseguida los
maravedíes y los objetos de valor se movieron de
un bolsillo a otro o de diferentes saquillos. Soto ya
había elegido a dos testigos, mientras que de la
Vega hacía lo propio con los suyos; los elegidos
fueron Valenzuela y Díaz. El capitán se armaría
con espada y daga, sin ningún tipo de protección,
como se estipuló con los testigos de Soto.
Zyanya, desde su estera, al lado de la del
capitán, ayudaba al tameme a preparar la cena,
pero no dejaba de quitar la vista a de la Vega y sus
compañeros, que hablaban entre ellos con rostros
serios, muy graves. La muchacha se preguntaba
que estaba ocurriendo y que andaría pasando por
todo el campamento para que los ánimos
estuvieran tan caldeados. Claro que su intento de
violación tenía que ver, razonaba, pero lo de ahora
no lo comprendía. Quizás podría preguntárselo al
indio sirviente personal del capitán, mas no lo
hacía porque le parecía que era rebajarse el
preguntar a un mero esclavo. No fue hasta que vio
al capitán afilar sus armas con una piedra que no
se dio cuenta de lo que sucedía.
Entre los hombres de su aldea se daban, de
vez en cuando, casos en que dos guerreros o
cazadores se disputaban la misma mujer, o uno
había ofendido gravemente a la esposa de otro, y
esas disputas se solían solucionar o bien con la
intervención de Na Can San, o con una lucha, las
más de las veces. ¿Los españoles solucionaban
esos conflictos de la misma manera? Eso parecía,
claro que con su furia y tremenda violencia en el
combate, seguramente el duelo sólo podría acabar
con la muerte de uno de los dos contendientes.
Zyanya se sintió angustiada por ese pensamiento,
no supo explicar porque, pero viendo a de la Vega
terminar de preparar su equipo, no quiso que nada
malo le pasara al español que, al parecer, iba a
luchar por ella.
Fray Martín se acercó para hablar con de
la Vega, intentando hacerle ver lo errado de un
duelo y de que el Señor no estaría contento con lo
que se pretendía hacer. El capitán, con amabilidad
y firmeza, respondió al fraile que cuando el honor
y la honra estaban por en medio, nada se podía
hacer. Fray Martín, viendo que nada lograba a
pesar de sus argumentos, al menos pudo confesar
los pecados del capitán y darle la absolución, por
si las cosas le venían mal dadas al soldado.
Llegado el momento de partir hacia el lugar del
duelo, un poco apartado del campamento, en un
pequeño claro, de la Vega miró a Zyanya. La
muchacha se sintió nerviosa e intentó acercarse al
hombre, pero no se movió del sitio; de la Vega la
saludó con una ligera inclinación de la cabeza y la
dedicó una cálida sonrisa.
La joven vio partir a de la Vega escoltado
por sus dos testigos, mientras el resto de
castellanos se ponían en pie para saludar
respetuosamente al paso del capitán. Una vez que
se adentraron en la selva, Zyanya volvió a centrar
su atención en la comida, pero lo dejó tras un
instante y, furiosa, fue a sentarse en la estera. El
tameme no dijo nada, apenas tenía iniciativa y sin
instrucciones de su señor no haría nada, y porque
no sería él quien le dijera algo a la india que más
que mujer parecía una fiera. Zyanya insultó a los
españoles, les maldijo tenazmente, mas quien se
llevó todos sus insultos fue de la Vega. Zyanya le
odiaba, escupía en su blanca piel, no le importaba
que le mataran ¿Quién le mandaba defender su
honra como mujer? Allá él si terminaba herido o
muerto, que a ella poco le importaba. Aunque si
Zyanya se encontraba tan furiosa, era porque en
verdad sí le importaba lo que le pudiera pasar al
capitán.
El tiempo fue transcurriendo lentamente
mientras el Sol terminó por ocultarse tras las
espesas copas de los árboles y la selva vibraba
con el sonido de cientos de animales, pájaros en su
mayoría, que no dejaban de gritar, aullar o piar.
Los españoles y los indios comían del asado de
venado y de los pescados tomados del pequeño río
que se cocían a la piedra soltando un apetitoso
olor que impregnaba todo el campamento, mas los
hombres comían en silencio, con apenas sordos
murmullos, inquietos, preguntándose por el
resultado del duelo. Ponce y Peñate aparentaban
indiferencia y tranquilidad, aunque sólo en el caso
del gigante era verdad. El gobernador se
encontraba nervioso, no sabía que pensar de todo
esto. Zyanya, a medida que iba pasando el tiempo,
también se mostraba más nerviosa, no dejaba de
lanzar miradas a la selva por donde de la Vega
había desaparecido. Se decía una y otra vez que no
le tenía que importar la suerte de un enemigo que
había colaborado en masacrar a su pueblo, pero su
preocupación indicaba todo lo contrario.
El aviso de un centinela puso en pie a
todos los soldados, que miraron de inmediato a un
punto determinado. Zyanya, con el corazón
desbocado, se puso en pie de un salto, intentando
localizar con cierta ansiedad al capitán. De la
Vega apareció al momento junto con Valenzuela y
Díaz, los tres hablando animadamente entre ellos,
pero con los rostros serios y ceñudos; detrás
venían los dos testigos de Soto, con las cabezas
gachas y portando las armas y los objetos
personales del soldado, que pasarían a su familia
o amigos si no la tuviera. Fray Martín cerraba el
grupo, pues había marchado al duelo para asistir al
derrotado en su hora final. Unos y otros se
agolparon alrededor del capitán y sus compañeros,
y las felicitaciones y las palmadas en las espaldas
se sucedieron, pues mientras que Soto apenas
gozaba de simpatía entre la tropa, no ocurría lo
mismo con de la Vega, que era apreciado por casi
todos, incluidos los conquistadores de “tercera”,
que veían en la valentía del capitán, en su destreza
con las armas y su honor hidalgo un modelo a
seguir y respetar. Sabido el resultado del combate,
fue el momento de cobrar las apuestas, aunque los
vencedores poco cobraron ya que las apuestas a
favor del capitán de la Vega fueron mayoría.
De la Vega se acercó hasta la hoguera
donde Ponce y Peñate, asistidos por criados,
cenaban. El capitán saludó al gobernador con una
ligera inclinación de la cabeza, no hizo falta más
información. Ponce devolvió el saludo, mientras
que Peñate sonreía. De la Vega marchó entonces a
su lugar en el campamento y se sentó con un
resoplido en la estera, al lado de Zyanya. La
muchacha pudo apreciar que el sudor perlaba el
rostro del castellano y que la manga derecha de su
camisa, en otros tiempos blanca, presentaba un
corte y manchas de sangre; el hombre había sido
herido.
—Mujer —dijo el capitán con la voz ronca—,
dadme agua y algo de comer, vive Dios, me
encuentro agotado por hoy.
Zyanya se apresuró a obedecer, trayendo
agua y un par de pescados asados en un cuenco,
que puso a los pies del soldado. De la Vega se
estaba levantando la manga de la camisa,
mostrando un corte largo en el antebrazo, no muy
profundo, pero de donde manaba sangre sin cesar.
La india se arrodilló ante el español y cogió el
brazo para examinar la herida, se levantó y fue a
buscar agua y trapos con que limpiarla. Pedro
Velázquez el mantecas acudió con una sonrisa
hasta donde el capitán para ofrecer sus servicios.
—Veamos que tenéis ahí, capitán —dijo el obeso
curandero con buen humor—. Hum, nada serio,
pero mejor será cortar la hemorragia e impedir
que se infecte la herida.
—Me temo que con hierro al rojo —gruñó de la
Vega bebiendo un largo trago de agua.
—No hace falta ser tan drástico hoy; con coser
bastará. Luego untamos un poco de grasa y en unos
días como nuevo. Es una herida limpia, no os va a
afectar en nada, ni tan siquiera en el manejo de la
espada; sólo molestias.
—Demos gracias a Dios por la merced.
Zyanya llegó con un odre de agua y varios
trapos, asistiendo a Velázquez que, con hilo y
aguja, cosió la herida al capitán con experiencia y
rapidez. De la Vega no pronunció ni un solo
quejido durante toda la operación, acostumbrado a
padecimientos más horribles que ese. En concreto,
ya le habían aplicado tres veces hierros al rojo
para curar otras heridas, y eso sí era sufrir. Se
limitó a comer y beber, mientras miraba a la
muchacha india que limpiaba la sangre y pasaba
trapos limpios al mantecas. Zyanya no prestó
atención al capitán, hasta que Velázquez terminó,
vendó la herida y se marchó silbando una
cancioncilla popular. La joven entonces miró a de
la Vega, aunque no dijo nada. El capitán tampoco,
solo sonrió. La india se sintió turbada ante el
escrutinio del castellano, un poco tímida, y se
enfadó por ello, así que bufó irritada y se tendió en
la estera. De la Vega lanzó una carcajada,
diciéndose que Zyanya era muy hermosa, aunque
algo rara. El brazo comenzó a dolerle cada vez
más, a medida que el ardor de la lucha se iba
desvaneciendo de su cuerpo y los músculos se
enfriaban y relajaban. Bueno, el dolor no le iba a
impedir dormir, aunque no se encontraba con los
ánimos alegres precisamente. Matar a un español,
aunque fuera un bellaco como Soto, siempre le
producía tristeza. Mientras se tumbaba y tapaba
con la manta, intentando descansar, pensó que
Zyanya realmente era muy hermosa y sensual y que
había tenido suerte al tomarla como botín.
CAPÍTULO XII

DONDE SIGUE LA MARCHA A TRAVÉS DE LA


SELVA HOSTIL, UN ESPAÑOL SIENTE UNA
NECESIDAD Y TOPA CON INESPERADO
PELIGRO; NA CAN SAN DESPIERTA UN
ANTIGUO MAL

Muy temprano, antes de que el Sol se


levantara, cuando todavía el cielo estaba muy
negro y apenas comenzaba a clarear por el
horizonte, Ponce de León dio la orden de levantar
el campamento, desayunar con rapidez y proseguir
la marcha. Este era el gran día, porque se suponía
que llegarían por fin a la ciudad sagrada donde
supuestamente se ubicaba la misteriosa y tan
deseada Fuente de la Juventud.
A poco la expedición ya se encontraba
marchando por la densa jungla, siempre teniendo
que abrirse paso entre las lianas, arbustos y zarzas
que, hostiles, les intentaban cerrar el paso a toda
costa. El día había amanecido radiante, sin una
sola nube en el cielo; claro que también era difícil
de comprobar, porque las espesas copas de los
árboles a veces no dejaban entrever el cielo,
dejando pasar solamente ocasionales rayos de Sol.
Los conquistadores ya estaban hartos de caminar
por una tierra tan salvaje y de difícil tránsito, pero
sus ánimos se veían inflamados ante la promesa
del gobernador de que ese mismo día llegarían a
destino. Los sacerdotes y Na Can San aseguraban
que cercano el atardecer encontrarían las ruinas.
Ponce deseaba llegar antes de que anocheciera, así
que dio la orden de marchar lo más rápido posible
y no parar para realizar un descanso a no ser por
fuerzas mayores.
Algunos soldados protestaron por la
exigente orden, pero ya todos comprendieron que
era lógica, pues no aguantarían ni un día más de
caminata sin haber llegado a donde anhelaban.
Ignacio Díaz fue el que más se quejó, pues se
había levantado padeciendo dolor de estómago por
culpa de la copiosa cena de la jornada anterior,
donde se infló a base de comer pescado asado y
guiso de venado. Las tripas le rugían y su rostro
estaba un poco pálido, lo que le hizo soltar eructos
y varias ventosidades ante las burlas y risas de sus
compañeros.
—Cristo nos ampare —se burló Guerrero de Díaz
—, que nos vais a dar el camino, compadre. Las
fieras nos olerán antes de que nos vean, al menos
eso salimos ganando.
—Mas le hubiera valido comer menos —añadió
Cristóbal López con una chanza—. Que poca
profesionalidad por vuestra parte, Díaz, pues con
menos os hubiera bastado. Si entráramos en
combate apañado iríais…
— ¡Bah! —replicó Díaz con un gesto de la mano a
los veteranos— No aburráis al valiente Díaz con
vuestras necedades, pues no necesita consejos. El
audaz Díaz está acostumbrado a mayores
comilonas, es solo que incluso hasta un poderoso
guerrero de cuando en cuando tiene el día malo —
y soltó un tremendo eructo que escuchó toda la
expedición al completo, creyendo los tamemes que
había sido un trueno y se les venía encima una
tormenta.
—La madre que le parió… —dijo Peñate al
escuchar el tremendo eructo, y todos rieron con
ganas.
Continuó por horas la marcha, sin
detenerse para nada. No hubo ataques de fieras, ni
picaduras de serpientes u otras alimañas
venenosas, aunque a medida que el día iba
transcurriendo el calor se hacía más intenso y los
españoles comenzaron a sudar a chorros, a pesar
que viajaban ligeros, sin armaduras ni cascos, tan
sólo gorras y capazos. Los sacerdotes señalaban
hacia delante, siempre adelante, diciendo que se
llegaría en breve. Ponce apretaba los dientes y
miraba el infierno verde y marrón, jurando que
como los indios le hubieran mentido, les
traspasaba a todos con la espada.
En un momento dado se toparon con un
obstáculo natural, un precipicio que les cortaba el
paso, sin posibilidad alguna de descender por sus
paredes so riesgo de despeñarse y partirse los
huesos en el choque contra las piedras que se
encontraban abajo, entre la densa foresta, a más de
cincuenta pasos de profundidad. Na Can San y los
sacerdotes dijeron a Ponce que antiguamente
existía un puente que servía para atravesar el
barranco, no debía estar muy lejos, hacia la
izquierda. Unos exploradores marcharon para ver
si lo encontraban, y al rato volvieron informando
que, efectivamente, a unos cien pasos se
encontraban unos postes de madera, pero el puente
ya no estaba; o bien hacía tiempo que se había
caído, o lo habrían quitado. Ponce maldijo con
fuerza y preguntó a Na Can San si existía otra
manera de continuar adelante y evitar el obstáculo.
El cacique, tras pensar un rato, respondió que no
lo sabía, siendo la única opción elegir un lado y
caminar hasta que se terminara el barranco o
encontrar un paso viable.
El gobernador sacudió la cabeza
indignado, porque lo que decía el cacique les
suponía dar un importante rodeo que les haría
perder tiempo valioso, ya era seguro entonces que
no llegarían antes del anochecer a las ruinas. Sin
perder más tiempo en lamentos y reproches, la
expedición continuó camino hacia la izquierda,
donde antiguamente se habría levantado el puente.
Se caminó a buen ritmo, sin perder nunca la
referencia del precipicio. Un par de horas más
tarde encontraron que el barranco perdía nivel y la
anchura respecto al otro lado apenas era de unos
pasos. Se decidió parar y cortar unos troncos de
árboles para que hicieran de puente. Los tamemes
se pusieron manos a la obra mientras los
españoles aprovecharon para sentar las posaderas
y descansar un rato.
Díaz, que seguía mal del estómago, pensó
que era la ocasión perfecta de perderse un rato en
la jungla y realizar sus necesidades, porque el
ansía de vaciar los intestinos ya le podía y, o lo
hacía ya mismo, o se metería en una situación muy
vergonzosa delante de todos. Con refunfuños y
gruñidos, Díaz caminó a un lado de la selva,
mientras a su espalda resonaban con fuerza los
golpes de las hachas en la madera y los gritos de
varios españoles que ayudaban y supervisaban la
tarea de los criados indios.
— ¿A dónde vais, Díaz? —quiso saber Guerrero,
que estaba con sus perros. Les había soltado un
poco la correa para que pudieran mear y correr un
poco.
—A donde no os importa —fue la brusca respuesta
de Díaz, un poco harto de todo y de todos debido a
sus rugientes tripas.
—No deberíais marchar solo a la selva, órdenes
del capitán de la Vega.
— ¿Sabéis donde os metéis las órdenes? —gritó
furioso Díaz. Guerrero se sorprendió ante la
inesperada respuesta de su compañero y se
encogió de hombros, no era asunto suyo.
Los gritos de Díaz, no obstante, atrajeron
la atención tanto del capitán de la Vega como de
Peñate, y ambos hombres se acercaron para ver
que sucedía. De la Vega preguntó a Guerrero y este
respondió.
—Nada, señor, que aquí este pretende marchar
solo a la selva.
— ¿Para qué, voto a Dios? —preguntó de la Vega
a Díaz.
— ¡Válgame Dios! —exclamó indignado Díaz—
¿Desde cuando un caballero como Díaz tiene que
dar explicaciones?
—Acabemos —soltó una risotada Peñate— Va a
cagar, jo, jo, jo, lleva mal de la barriga todo el
día.
—Ja —rió también de la Vega para mayor enfado
de Díaz—, pues vale, se podía haber dicho desde
un principio, pero no marchéis solo, pues la selva
es letal.
—Sí, claro —replicó Díaz—, ¿vuase merced va a
contemplar como evacuo la tripa?
—Vamos, de la Vega —terció con una risotada
Peñate—, dejad que vaya a cagar, o de lo
contrario nos matará con su peste en lo que queda
del día, ja, ja, ja.
—No os alejéis mucho —terminó por decir de la
Vega a Díaz mientras volvía al borde del barranco
para seguir con atención los trabajos de construir
el rudimentario puente.
Díaz, soltando pestes por la boca y
maldiciones, por fin se quedó solo y corrió como
alma perseguida por el diablo buscando un lugar
adecuado donde poder por fin satisfacer sus
necesidades básicas. Apenas podía contenerse y se
bajó a toda prisa los pantalones. Si no hubiera
tenido tanta urgencia, habría podido avistar la
sinuosa mancha verde que se le acercaba desde
arriba, por una gruesa rama de un árbol, en
completo silencio. Los pájaros de los alrededores
enmudecieron y los animalillos huyeron asustados,
mas Díaz no se enteró de nada.

***

Ponce observaba como los indios habían


terminado de cortar tres gruesos y largos troncos,
siendo ahora la tarea quitarles todas las ramas y
hojas para dejarlos lo más lisos posibles. Luego
sería cuestión de tenderlos y cruzarlos de lado a
lado, atados con gruesas cuerdas, convirtiéndose
en un paso ancho y no muy peligroso, porque la
distancia a recorrer apenas era de diez pasos,
aunque pobre del que cayera, porque todavía la
altura era suficiente para que el que resbalara y se
fuera abajo no lo contara.
Mientras los indios terminaban los trabajos
con diligencia e inasequibles al cansancio, Ponce
ordenó a Peñate que nada más se terminara el
puente diera a los tamemes tiempo suficiente para
que pudieran descansar antes de cruzar al otro
lado. Luego marchó para ver a Na Can San y pidió
a de la Vega que trajera a la india para que
sirviera de lengua. El gobernador, con rostro serio,
preguntó al cacique si se habían alejado mucho de
la ruta y si se podría llegar ese día a la ciudad
sagrada. Na Can San, tras la traducción de Zyanya,
respondió muy humilde que ya no sería posible,
pero eso quizás fuera lo mejor, porque así se
entraría al día siguiente y no habría que andar con
prisas por culpa de que comenzara a anochecer.
—Un día más, un día más —se quejó Ponce
haciendo grandes gestos con la mano. La
impaciencia le corroía las entrañas. Sentía que el
objeto del deseo se le escurría cada vez que se
acercaba a él, pero tuvo que reconocer que nadie
tenía la culpa.
—Una cosa más, poderoso señor —dijo Na Can
San haciendo una exagerada reverencia—, os pido
que tengáis a bien concederme una merced.
—Hablad —indicó Ponce con un gesto indolente
de la mano tras escuchar la traducción de la india
al capitán y este a su persona.
—Tal y como me habéis ordenado, os he traído
hasta la ciudad sagrada donde se esconde la
Fuente y grandes depósitos de oro. A pesar de que
hayamos tenido que retrasarnos debido a la
necesidad de vadear el barranco, no quita que ya
estemos cerca, poderoso señor. Mi cuestión es la
siguiente: ¿qué será de nosotros, señor? ¿Qué será
de este humilde servidor vuestro y de los nobles
ancianos que le acompañan en el cautiverio? Os
pido muy humilde que perdonéis nuestras vidas,
noble y bondadoso señor, que no nos colguéis de
un árbol.
De la Vega tradujo con una sonrisa a Ponce
todo lo hablado por Na Can San y el gobernador,
tras escuchar atentamente, se acarició durante un
rato su perilla, matojo ya de pelos sucios y
revueltos. Miró al capitán y le preguntó consciente
de que los indios no podrían entender el
castellano.
— ¿Vos qué pensáis que podemos hacer con estos
puercos caníbales?
—Yo les vestía a los cinco de soga —fue la
contundente respuesta del capitán—. Si hubieran
matado en honorable combate a nuestros
compañeros pase, gajes del oficio, pero los
sacrificaron y luego se comieron sus cuerpos.
Malditos sean, deberían pagar por su abominable
crimen. Ahora, bien cierto es que todavía nos
pueden ser útiles.
— ¿Para qué, por Cristo?
—Bueno, siempre pueden indicarnos donde se
encuentra el oro, si está escondido, donde puede
haber más, pueden traducir inscripciones, dibujos,
no sé, se conocerán la ciudad digo yo; sus
conocimientos pueden ser útiles. Tenga cuidado
con las promesas que les haga, señor, porque luego
tendrá que cumplirlas.
Ponce volvió a pensar durante un rato
mientras Na Can San intentaba poner aspecto
compungido y lo más inocente posible, intentando
que los españoles se apiadaran de él, sin saber
que, precisamente, esa actitud era la que más
repugnaba a los castellanos, que daban mucho más
valor a la entereza, dignidad y valentía que a las
súplicas y los ruegos. No obstante, Ponce,
dejándose llevar por la ambición y las lógicas
palabras del capitán, dijo finalmente.
—Está bien, si nos siguen sirviendo de manera
adecuada, obedeciendo todas nuestras órdenes y
encontramos la Fuente y el oro, les pongo en
libertad.
— ¿Seguro, señor? Mucha promesa es esa.
—Seguro, seguro, hala, decídselo a estos indios.
De la Vega se encogió de hombros, no muy
seguro de que la decisión del gobernador fuera la
más indicada, ya que los hombres ansiaban
venganza y no verían con buenos ojos que se
dejara libre a los asesinos de sus compañeros. El
capitán tradujo a Zyanya y la muchacha al cacique
y este dio muestras de júbilo y alegría, llamando a
Ponce bondadoso señor.
— ¡Callad un momento! —exclamó de repente de
la Vega mirando hacia la selva.
Zyanya y Na Can San no entendieron lo que
dijo el español, pero callaron porque el gesto de
alarma en el curtido rostro del capitán les indicó
que lo mejor era cerrar la boca.
— ¿Qué ocurre, de la Vega? —quiso saber Ponce.
—Silencio, señor, escuchad…
—Creo que son gritos.
Ahora se pudieron escuchar más
claramente unos gritos de auxilio, que surgían de
la foresta. Eran demandas de auxilio, lanzadas, con
claro terror, en español.
— ¡Alarma! ¡Alarma! ¡A mí, soldados! —gritó de
la Vega mientras desenfundaba la espada y la daga
y se lanzaba a todo correr hacia el origen de las
desesperadas llamadas de socorro.
Enseguida los soldados lanzaron voces de
aviso y se pusieron a correr de un lado para otro,
demandando saber que ocurría. De la Vega se
internó en el follaje, siempre gritando para que le
siguieran, intentando encontrar al compañero que
seguía pidiendo auxilio de manera desgarradora,
hasta que de repente ya no se le escuchó más.
Pronto varios conquistadores se sumaron a la
búsqueda junto con el capitán, hasta que tras
apartar unos arbustos dieron con lo que buscaban.
— ¡Virgen Santa madre de Dios! —exclamó
horrorizado de la Vega ante la escena de pesadilla
que se escenificaba delante suya.
Una espantosa serpiente, una anaconda de
color verde esmeralda que se confundía con el
entorno, increíblemente grande, larga, sin saber
cuánto podía medir pues su cuerpo se perdía entre
la foresta, gruesa como un barril y una cabeza
monstruosa, tan grande como el torso de un
hombre, tenía atrapada entre sus anillas a un
desesperado Díaz, que ya apenas se movía debido
a la terrible presión a la que se veía sometido su
cuerpo. Sólo la cabeza y un brazo le sobresalían
de entre el gigantesco cuerpo de la sierpe, y su
rostro estaba morado porque le faltaba el aire,
apenas podía respirar.
La visión abominable, contemplar a un
compañero atrapado por un monstruo infernal, hizo
jadear de terror a de la Vega, Ponce, Peñate y el
resto de soldados, ocho, y durante un breve
espacio de tiempo no supieron reaccionar
incrédulos ante la existencia de semejante
monstruo. La serpiente, con la cabeza por encima
del infeliz Díaz, miró con aterradora calma a los
hombres, posando sobre ellos sus ojos
amarillentos, surcados por una raya negra vertical,
fríos, malignos, y siseó mostrando una lengua
bífida larga e increíblemente gruesa en clara señal
de desafío.
De la Vega, que sentía tanto miedo como el
que más, sintió arder la furia en su interior ante el
espanto de la serpiente y su mirada y, más rápido
que la vista, lanzó su daga contra el monstruo,
acertando con gran puntería entre los ojos de la
anaconda. Allí se quedó clavado el cuchillo casi
hasta el mango, pero la maldita bestia apenas
sintió el pinchazo. Sin pensarlo dos veces, de la
Vega arremetió contra el animal espada en alto.
Con un grito de “¡España!”, ensartó al reptil con el
arma por debajo de su mandíbula, pero no pudo
atravesar por entero toda la boca y la punta del
acero sobresalió en el interior de la mandíbula
inferior. La serpiente siseó de rabia y dolor y
cabeceó para quitarse de en medio al intruso, sin
soltar nunca a Díaz que ya ni se movía. De la Vega
intentó afianzar los pies en el suelo e impedir que
la sierpe se moviera, pero la fuerza de la bestia
era increíblemente enorme y nada pudo hacer. Al
negarse a soltar la espada, se vio zarandeado de un
lado a otro, arrastrando los pies por la tierra.
— ¡Peñate! —demandó auxilio con desesperación
de la Vega, incapaz de hacer frente a la monstruosa
fuerza de la anaconda. En cuanto soltara el pomo
de la espada, sería lanzado a un lado y, o chocaba
contra un árbol partiéndose los huesos, o la
serpiente se abalanzaría sobre él.
— ¡Por Cristo, que ya voy! —rugió Peñate en
respuesta alzando sobre su cabeza el montante
agarrado con las dos manos. Con un grito tanto de
rabia como de miedo, el come ogros descargó un
potente golpe en el cuello de la anaconda, con
tanta fuerza, que casi partió en dos al monstruo.
Tuvo que necesitar un segundo golpe, pero al fin la
cabeza decapitada del reptil cayó al suelo entre
chorros de sangre, junto con el cuerpo que se
aflojó con los estertores de la muerte; aún así,
espasmos violentos sacudieron el cuerpo de la
sierpe.
Varios soldados corrieron en auxilio del
pobre Díaz, y con tajos y maldiciones lograron
sacar el cuerpo de su compañero de entre los
anillos de la gigantesca serpiente, aunque ya Díaz
se encontraba casi sin aliento y con los huesos del
cuerpo triturados; de su boca, orejas, nariz e
incluso ojos salían pequeños chorros de sangre y
otras materias. De la Vega, sacando la espada de
la mandíbula de la bestia, gritó con espanto.
— ¡Virgen Santa! ¿Qué clase de monstruo es este?
— ¡La puerca que parió a esta cosa! —exclamó
Peñate con horror mirando el larguísimo cuerpo de
la serpiente, sudando por el miedo— ¡Nunca he
visto nada semejante en estas tierras!
—Es una anaconda —explicó Ponce entre jadeos
de espanto—, aunque siempre supuse que sus
guaridas se encontraban cerca del agua.
—Pues esta rondaba por aquí trayendo la muerte
—dijo de la Vega señalando con su espada la
enorme cabeza del reptil—. Mirad su color, se
camuflaba perfectamente con el entorno, no me
extraña que Díaz haya sido incapaz de evitar el
ataque.
— ¡Díaz! —gritó Peñate, que corrió al lado de su
compañero— ¡Díaz, amigo! ¿Cómo estáis, por
Dios? —en el rostro del enorme capitán se veía
claramente la angustia por saber de la suerte de su
camarada.
Acudió a toda prisa Pedro Velázquez el
mantecas para atender al herido, quien apenas
respiraba y lograba mantener los ojos abiertos.
Velázquez miró con ojo experto a Díaz y le palpó
varias partes del cuerpo, siempre atento a sus
gemidos de dolor. Con cara triste, suspirando de
pesar, miró al come ogros y negó lentamente con la
cabeza. Peñate lanzó espantosas maldiciones y
tomó a su amigo por los hombros.
— ¡Díaz, por Cristo! ¡Ni se os ocurra moriros sin
mi permiso, perro!
El aludido, quizás alertado por los gritos
de Peñate, logró al fin abrir del todo los ojos, miró
a su alrededor y articuló una débil sonrisa. Hizo un
esfuerzo por hablar, tosiendo y soltando sangre por
la boca, pero al fin logró decir casi en un susurro.
— ¿Este es el fin del poderoso Díaz? Comienza un
nuevo viaje, comienza…
No pudo decir más. Con un suspiro de
agonía, tras temblar de manera agónica, Díaz
expiró ante los lamentos de sus amigos y
compañeros. Los españoles, tristes, con las
cabezas gachas, se persignaron o besaron sus
cruces o estampas de santos, lamentando la
pérdida de un hombre valiente y leal como Díaz.
Peñate, todavía rabiando, insultó a Díaz,
llamándole por su nombre y sacudiendo su cuerpo.
Ponce, que sabía de la larga amistad que había
unido a los dos hombres, se acercó a su
subordinado y le puso la mano en el hombro.
—Ha muerto, Peñate, dejadle descansar en paz.
— ¡Maldita sea, maldita sea! —rugió el come
ogros poniéndose en pie, con las venas del cuello
hinchadas como sogas y los ojos a punto de salirse
de las orbitas. Su barba negra parecía erizarse—
¡Me cago en esta puta selva! ¡En todos los putos
indios y sus putas madres! ¡Odio la selva! ¡La
odio!
Peñate estuvo así un rato, dando patadas al
suelo y lanzando gritos y maldiciones, hasta que se
fue calmando poco a poco. De la Vega se
sorprendió ante la reacción del gigantesco capitán,
pero le comprendió, sobre todo porque él mismo
sabía por experiencia personal lo que era perder a
un amigo. Cuantos nobles camaradas no había
dejado en los campos de batalla, o muertos por
enfermedades o por las flechas de los indios, o
capturados y sacrificados por los mexicas durante
la guerra que supuso la Conquista de Nueva
España. Sí, el dolor por la pérdida de un amigo
sólo era comparable a la de un hermano o la mujer
que se amaba, pues la guerra, los padecimientos,
el hambre y las miserias unían a los hombres con
lazos irrompibles de leal camaradería y afecto
fraternal como no se daba en otras circunstancias.
Fray Martín acudió traído por Valenzuela, para que
se hiciera cargo del entierro del desdichado Díaz.
El fraile, al observar el monstruoso cuerpo de la
serpiente, hizo la señal de la Cruz y palideció
como si hubiera visto al mismísimo demonio.
— ¿Qué hacemos con la bestia? —quiso saber
Guerrero, ensartando la cabeza de la serpiente en
su lanza y alzándola en alto. Ponce no tardó en
responder.
—Tirarla por ahí, que se la coman las aves
carroñeras y los gusanos, pero quitarla cuanto
antes de la vista, no sea que la vean los indios y
huyan muertos de miedo.
—Esto es un mal augurio —dijo Núñez con el
rostro pálido—. Una anaconda de este tamaño no
es normal, es un engendro del infierno. Quizás sea
cierto eso de que existen espíritus malignos que
custodian la ciudad que buscamos.
—Cerrad la boca —replicó airado de la Vega, que
había limpiado la hoja de la espada con hojarasca
y la envainaba mientras se acercaba a los soldados
—. Que la serpiente era grande lo admito, pero
dejaros de decir tonterías paganas. Díaz ha muerto
porque fue imprudente y se alejó del grupo
principal. Que nos sirva de lección, aunque esta
haya sido amarga y dolorosa.
En unos momentos se cavó una tumba y se
enterró en ella al desventurado Ignacio Díaz, que
fue de esta manera como abandonó este mundo de
dolor y pecados. Sus armas y efectos personales,
no muchos, pasaron a Peñate. Tras una pequeña
misa y una oración por parte de fray Martín,
Peñate sorprendió a todos al decir que Díaz tenía
un hijo de seis años que le esperaba en España, y
mujer. Ponce, al enterarse, y tal y como era la
costumbre entre los españoles, prometió que del
botín que se obtuviera se restaría la parte de Díaz
como si este estuviera vivo y se enviaría a su hijo
y viuda. Los allí presentes juraron servir como
testigos para que el gobernador no olvidara su
promesa, cosa que no pasaría porque para estas
cosas los castellanos eran muy serios.
Cuando ya la mayoría de los españoles
retornaron al barranco donde los árboles ya habían
sido tendidos, todos, a excepción de los indios,
sabían cuál había sido el triste final de Díaz, pero,
con firme determinación, se decidió continuar
hacia delante a pesar de los peligros y las
alimañas que tuvieran que arrostrar. Zyanya,
viendo el rostro triste de la Vega, le preguntó qué
pasaba para que todos los soldados se mostraran
compungidos y hoscos. El capitán miró a la
hermosa muchacha sin pensar en contestarla, pero
luego recordó que Díaz la había salvado de una
violación y respondió con voz queda.
—Díaz ha muerto; ha… tenido un accidente y se ha
roto el cuello; un maldito accidente.
Zyanya se entristeció mucho al escuchar
aquello, porque a pesar de que odiaba a los
españoles, el hombre obeso había evitado que
fuera forzada por unos miserables y no le hubiera
deseado ningún mal. No obstante, la perspicaz
india pensó que la muerte del castellano tenía que
haber sido algo más que un “accidente”, porque
andaban todos con rostros de espanto, como si
hubieran contemplado algo terrible de verdad. La
muchacha se preguntó qué habría pasado en
realidad.
Peñate, que andaba con un humor pésimo,
comenzó a rugir órdenes para que se cruzara el
barranco cuanto antes. No fue muy difícil, y todos
fueron pasando sin muchas dificultades al otro
lado. Cuando le tocó el turno a Zyanya, la india
miró abajo y sintió marearse; desde pequeña las
alturas le habían dado cierto pánico y mirando los
troncos de los árboles pensó que no sería capaz de
pasar. Retrocedió dos pasos, hasta que chocó de
espaldas con de la Vega. El capitán pidió a la
muchacha que cruzara, pero ella le miró con ojos
de cervatillo atrapado en el lazo y negó débilmente
con la cabeza.
—Comprendo —dijo de la Vega. Sin decir más,
cogió a la muchacha en brazos, tomándola por la
parte de atrás de las rodillas y la cintura,
apretándola contra su pecho.
Zyanya rodeó con sus brazos el cuello del
hombre y acurrucó la cara en el pecho del capitán
para evitar mirar hacia abajo. De la Vega, con
paso firme, como si estuviera transportando un
chiquillo, cruzó rápidamente por los troncos,
llegando en cuestión de meros instantes al otro
lado. Mientras lo hacía, pudo sentir la calidez y
suavidad del cuerpo de la muchacha, la firmeza de
sus senos que se apretaban en su pecho y el suave
y grato olor que emanaba la joven. Sintió arder la
sangre y se maldijo por ser tan necio y por pensar
en tales cosas mientras cruzaba un abismo con una
mujer en brazos.
Cuando ya se encontró al otro lado,
depositó con suavidad a Zyanya en el suelo, con
los pies por delante. La muchacha, con sus manos
en los hombros del capitán, miró agradecida a los
ojos intensamente verdes del español y sintió un
nudo en la garganta. Mientras había sido llevada
en brazos, notó el poderoso latir del corazón del
hombre y la dureza de sus músculos, pudiendo oler
la curiosa mezcla de sudor, polvo, cuero y grasa
que los españoles exudaban siempre, aunque de la
Vega no apestaba como otros, tan sólo olía a lo
que era: un soldado. Zyanya se entretuvo un rato,
agarrada por la cintura por de la Vega, mas luego
recordó que ella y los españoles eran enemigos a
muerte y con gesto brusco se soltó y dio la
espalda. De la Vega lanzó una carcajada y se alejó
a grandes zancadas, diciendo que las mujeres, sin
importar la raza, estaban todas locas.

***

Cercana ya la noche se decidió parar al


lado de unas enormes aceibas que podrían servir
como refugio adecuado para la expedición. La
ciudad sagrada ya no quedaba muy lejos, pero
andar por la selva en medio de la oscuridad era
algo que nadie quería hacer. Los ánimos de los
castellanos eran sombríos, y raro era el que no se
encontraba de mal humor. El peor era Peñate, que
llevaba muy mal la muerte de su amigo. Se había
pasado toda la tarde gritando, jurando y
blasfemando, así que los castellanos procuraban
evitarle para no ser blanco de sus iras. Los
tamemes no podían hacer tal cosa, por eso tenían
que resignarse y soportar los insultos y gritos del
enfurecido capitán.
Cuando se encendieron varias fogatas y se
repartió la cena, un lúgubre silencio se adueñó del
lugar, roto por los chillidos y rugidos de los
animales; cualquiera diría que por la noche la
jungla sería un lugar tranquilo, pero era todo lo
contrario. Na Can San observó que esa noche
Villafaña y sus hombres no se mostraban tan
vigilantes, se habían retirado a una hoguera para
cenar y hablar entre ellos en cuchicheos. El
cacique se dijo que era ahora o nunca y se acercó
con discreción a Itzamma, el más noble de los
sacerdotes.
—Llega la hora de la venganza. Realizar vuestros
conjuros para despertar a los guardianes.
—Noble señor —contestó en un susurro el anciano
—, os ruego que consideréis lo que decís. Es
demasiado peligroso.
—He dicho que se hará, no se me replica.
Tenemos el deber de vengar a nuestros muertos y
la destrucción de la aldea. Haced cuanto os pida.
Explicadme que se necesita.
Itzamma reunió a los otros tres sacerdotes
alrededor del cacique. Miraron a Villafaña y los
españoles, pero estos se hallaban demasiado
ocupados con sus penas y no prestaban mucha
atención a los prisioneros; total, no se podían
escapar y apenas representaban un peligro.
Itzamma contó a Na Can San que ellos podrían
recitar los conjuros y las formulas mágicas
iniciales para comenzar con el proceso de
despertar a los guardianes de la ciudad, pero para
que el hechizo fuera efectivo, se necesitaba al
menos un sacrificio humano.
—Eso va a ser difícil —argumentó el cacique—.
Los españoles no creo nos permitan realizar un
sacrificio.
—Da igual como sea, pero se ha de derramar
sangre dentro de los confines de la ciudad, hasta
que no se haga eso, el conjuro no funcionará.
—Está bien, dejadme a mí que me ocupe de eso.
Ya veré como lo hago, pero por los dioses que
lograré que se derrame sangre en la ciudad.
Itzamma explicó a Na Can San que para
evitar que los guardianes mataran a todos los
componentes de la expedición y luego se
desparramaran por el resto del mundo llevando
consigo la muerte y la destrucción, era necesario
que cuando murieran los españoles se realizaran
una serie de rituales en un lugar especifico de la
ciudad. De esta manera, los guardianes volverían
al inframundo y se habría evitado un horrible
destino. Los sacerdotes explicaron a Na Can San
como efectuar los ritos y el cacique rió
enloquecido, pensando que sus planes de venganza
no podrían ser detenidos.
Los sacerdotes, entonces, amparados en la
oscuridad, procedieron a formular sortilegios y
hechizos en una lengua que ya era antigua cuando
el hombre apenas comenzaba a andar erguido, que
había sido transmitida de forma oral de sacerdote
a sacerdote desde hacia milenios. De sus sucias y
rotas túnicas sacaron unos saquillos con pequeñas
cantidades de inciensos que echaron al fuego,
provocando pequeñas nubes de empalagoso olor,
mientras no dejaban de recitar los ritos en voz baja
para no levantar sospechas. Los españoles
ignoraron a los indios, pensando que estaban
rezando a sus dioses y, como no hacían nada malo,
les dejaron en paz. Si de la Vega hubiera tan solo
visto a los sacerdotes, hubiera intuido que algo
perverso tramaban, mas se encontraba al otro lado
del campamento.
Dos sacerdotes canturreaban las letanías y
lanzaban pequeñas cantidades de polvo al fuego,
mientras que Itzamma y el otro sacerdote sacaron
unas espinas de magüey y se perforaron con
habilidad, producto de la experiencia, en la
lengua, los lóbulos de las orejas y en los muslos.
Itzamma, además, se pinchó en el prepucio, que
era donde supuestamente la sangre poseía mayor
poder mágico. La sangre cayó de las auto
inmolaciones en espesos goterones sobre unos
trocitos de túnica que los indios previamente
habían preparado sin dejar de cantar y recitar.
Tiraron los trozos de tela al fuego para que
ardieran y unieron sus cánticos en uno solo,
pidiendo a los dioses que escucharan sus plegarias
y dieran inicio a la venganza exigida por su
pueblo. Un viento se levantó de repente,
atravesando las copas de los árboles y barriendo
el campamento, amenazando con apagar las
hogueras.
Los españoles se levantaron deprisa,
maldiciendo y preguntando de donde había surgido
esa ráfaga de aire tan repentina y violenta. Así
como vino, se fue, pero en el ánimo de todos
quedó latente una sensación ominosa de que algo
no marchaba bien. La jungla quedó en completo
silencio durante unos instantes, y aquello llenó de
terror a los castellanos y tamemes que se
preguntaban que estaba ocurriendo. Incluso
algunos soldados juraron que la temperatura había
bajado y protestaron por el frío que les entumeció
no ya los músculos, sino el alma. Los centinelas
apostados en la periferia del campamento
informaron de sombras que se movían, de ojos
rojos que brillaban en la oscuridad, malignos,
acechando con infinita hambre que no podía ser
saciada.
Ponce, alarmado por lo extraño de la
situación, pidió calma y que se echara más leña a
las fogatas; la luz y el calor ahuyentarían los
miedos. Fray Martín alzó su sencillo crucifijo de
madera y entonó un Padrenuestro. Poco a poco los
sonidos, aullidos y rugidos normales de la selva
comenzaron a escucharse, y la temperatura volvió
a subir. Fuera lo que fuera, ya había pasado,
seguramente espantado ante la visión de la Cruz en
alto. Itzamma, agotado, envejecido unos cuantos
años más, teniendo que haber sacrificado parte de
su halito vital en la consecución del hechizo, dijo
con voz ronca a Na Can San.
—Está hecho; solamente falta el sacrificio.
El cacique sonrió siniestramente, pensando
en las muertes espantosas y sangrientas que los
españoles iban a sufrir en breve. El indio no se dio
cuenta, pero sí lo hicieron los sacerdotes,
sumamente angustiados al pensar que habían
despertado un poderoso, antiguo e imprevisible
mal. La misma madre Naturaleza había protestado
al ser realizado el hechizo; ni indios ni españoles
se encontraban ya a salvo.
CAPÍTULO XIII

LA CIUDAD SAGRADA DE LOS DIOSES, UN


TÚNEL QUE NO TIENE FIN Y UNA FUENTE
DE AGUAS UN TANTO SOSPECHOSAS.

—Aquí está la ciudad sagrada de los dioses,


poderoso señor —exclamó muy solemne Itzamma
extendiendo el brazo hacia delante y luego
moviéndolo de lado a lado como si quisiera
abarcar toda la jungla.
En la cabeza de la expedición, Ponce,
Peñate, de la Vega, los sacerdotes, Na Can San,
Zyanya y otros españoles contemplaban lo que
Itzamma señalaba con evidente orgullo a la vez
que cierto temor: un trozo de selva plagado de
colinas, grandes rocas y enormes árboles, junto
con la asfixiante espesura que todo lo cubría.
—Pero, pero… —tartamudeaba Ponce por la
sorpresa y mirando el verde que les rodeaba por
completo— ¿Dónde está la ciudad, por Cristo
redivido?
—Allí —volvió a insistir el anciano cuando
Zyanya le tradujo la pregunta del gobernador.
—Voto a Dios, mirad allí —señaló de la Vega con
la mano a lo alto, un poco hacia su derecha.
Los castellanos miraron en la dirección
que el capitán señalaba, mientras Peñate ya
comenzaba a gruñir de impaciencia y deseando
partir el cuello con sus manos a algún sacerdote
por haberles engañado. Ponce soltó un juramento y
avanzó unos pasos hacia delante, seguido por sus
hombres. Enfrente de ellos se alzaba la inmensa
mole de una pirámide escalonada maya, o eso
parecía, porque era difícil poder verla ya que se
encontraba casi del todo tapada por lianas,
arbustos e incluso árboles que habían arraigado en
sus laderas, extendiendo sus raíces por las
graderías rajando la piedra. Mucho se tenía que
fijar uno para darse cuenta de que allí se
encontraba un edificio alzado por la mano del
hombre, porque la selva, en su voracidad,
prácticamente lo había engullido. Lo único
realmente visible de la pirámide, y que los
soldados pudieron descubrir una vez que se
hubieron acercado otro poco, era su punta con
templete de techo plano que sobresalía por encima
de las copas de los más altos árboles, más allá de
treinta pasos de altura.
— ¿Pero cómo va a ser esto la ciudad? ¡Sólo es
selva! —gritó Ponce encarándose con Itzamma. De
la Vega tradujo a Zyanya y la muchacha hizo lo
propio; el anciano respondió muy digno.
—Noble señor, ¿qué esperabais encontrar de una
ciudad abandonada hace cientos, quizás miles, de
generaciones atrás? Esta es la ciudad, aquí se
encuentra, enterrada bajo la selva y la tierra que se
ha depositado sobre sus edificios.
— ¡Ja, ja, ja! —rió escandalosamente Peñate, pero
su risa no era alegre, sino peligrosamente furiosa
— ¡Estos puercos nos la han jugado! Deberíamos
rajar a dos o tres.
— ¿Cómo vamos a encontrar la Fuente, voto a
Cristo? —se desesperaba Ponce, y con él, el resto
de castellanos, que comenzaron a blasfemar, a
insultar a los indios y a pedir cuentas, porque
creían que se les había engañado.
Na Can San fue zarandeado por Villafaña y
otros soldados, y si no hubiera sido por la pronta
intervención del capitán de la Vega, seguramente
también golpeado. El indio se daba cuenta de la
tensión y el peligro y pidió, más bien rogó, a
Itzamma que explicara a los españoles que era lo
que ocurría, o sus vidas podían verse en serios
apuros. Itzamma entonces alzó los brazos y habló
solemne y muy regio.
—Tengan los poderosos españoles un momento de
calma, pues todavía tengo que desvelar unos
cuantos misterios más. Debemos proseguir viaje,
pues en verdad esta es la ciudad sagrada de los
dioses, pero sólo su primer nivel, debemos
encontrar la entrada que nos conduzca al segundo:
el segundo nivel del inframundo sagrado maya.
Zyanya tradujo rápidamente las palabras
del sacerdote para que de la Vega explicara a
Ponce y los irritados españoles que esta era sólo
una parada, que se debía seguir. Ponce maldijo
como experto veterano, harto de tener que seguir
caminando, pero se tranquilizó cuando Itzamma
aseguró que no se debía marchar muy lejos,
únicamente encontrar la entrada al segundo nivel
que no podía estar muy lejos si los relatos que
conocía eran ciertos.
— ¿Por dónde entonces tenemos que ir? —quiso
saber Peñate que no podía controlar su mal genio e
impaciencia.
Itzamma rogó que le siguieran, pero antes
aconsejó a los españoles que sería bueno que
prepararan un gran número de antorchas porque se
iban a necesitar. Ponce ordenó a Gerónimo de
Verdugo que se ocupara de ello e instó al anciano
a que les condujera de una vez a la entrada al
inframundo maya. Los sacerdotes marcharon
entonces por la selva, atentos y mirando a todos
los lados, con rostros de concentración, haciendo
memoria de cuantas historias y leyendas conocían
de su pasado y de la historia de los dioses. A
medida que la expedición se internaba por lo que
supuestamente era una ciudad, se fueron
descubriendo pequeños detalles que evidenciaban
que al menos existían unas ruinas: unos bloques
rectangulares de piedra tallada con jeroglíficos
tirados en el suelo, un altar elevado casi tapado
por raíces, unos muros de ladrillos medio
derruidos, bloques ciclópeos donde se
representaban figuras de dioses u hombres míticos,
junto con rostros bestiales y extraños signos, todo
ello desparramado sin aparente orden alguno.
Los sacerdotes, tras caminar un buen rato,
se pararon enfrente de lo que parecía una colina de
unos ocho pasos de altura tapada en su totalidad
por plantas trepadoras, flores y lianas.
—Esta es la entrada a Xibalbá, el inframundo —
anunció Itzamma.
— ¿Tenemos que cavar? —preguntó lanzando un
resoplido Peñate.
Cuando Zyanya tradujo las palabras del
gigantesco capitán al anciano, el sacerdote mostró
una pequeña sonrisa en su arrugado y ojeroso
rostro y se acercó al pie de la colina. Con una
mano tiró de unas cuantas plantas y ramas, hasta
destrozarlas, dejando al descubierto una pared de
fría piedra. En realidad, no era una colina, sino un
pequeño templo cubierto, aunque se debía
despejar la entrada.
Los tamemes, a la orden de Ponce, trajeron
hachas, palas y cuchillos y se pusieron a trabajar
de inmediato en despejar de hierbas, raíces y
lianas la construcción. A medida que fueron
avanzando en sus trabajos, se fue mostrando una
edificación de piedra, de unos seis pasos de altura
y al menos ocho de largo y otros ocho de profundo,
pero seguramente sería más grande el edificio,
porque su parte trasera se hundía en el montículo
que se levantaba por encima formando una masa
compacta tanto de tierra como de árboles y
arbustos. ¿Era el templo que profundizaba en la
montaña, o la montaña el producto de que durante
siglos se hubieran amontonado sedimentos y
crecido la jungla por encima? Sólo Dios lo podía
saber.
El pequeño templo tenía una entrada, una
apertura rectangular en su medio, con un pórtico y
friso decorado con extrañas imágenes y rostros
grotescos de demonios y seres horrendos a ojos de
los españoles que sobresalían como si fueran
gárgolas medievales. Quizás antaño la piedra
hubiera estado decorada con colores vivos, muy
del gusto de los mayas, pero ahora carecía de
color excepto del natural propio. La puerta que
daba al interior se encontraba oscura, no se podía
ver más allá del dintel. Peñate tomó una de las
antorchas y se acercó a la entrada y, sin pasar,
extendió el brazo para iluminar y poder ver.
— ¿Qué hay? —inquirió Ponce devorado por la
curiosidad y el nerviosismo.
—Nada, por mil demonios —respondió el come
ogros con una mueca de asco—, lo único que atino
a ver son paredes desnudas, nada de mobiliario y
creo que pinturas indias, pero se encuentran muy
estropeadas, desde aquí poco puedo ver.
— ¿Y ahora qué? —preguntó Ponce a Itzamma. El
sacerdote respondió que se debía entrar al templo
y seguir camino.
Ponce se sorprendió ante la respuesta, mas
hizo lo que le dijo el anciano. Ordenó a tres
españoles que entraran con las antorchas para
iluminar y a de la Vega que se quedara fuera
manteniendo el control de la expedición mientras
él y Peñate entraban para ver que se cocía en el
interior del pequeño templo. Los soldados
entraron y al instante notaron que la temperatura
bajaba un poco, pero era normal debido a la
piedra y la humedad que allí reinaba. Tal y como
había dicho Peñate, el interior se encontraba
desnudo de todo, ni tan siquiera existían altares de
piedra o alguna estatua de un ídolo falso. Como
única decoración, unas pinturas en las paredes de
personajes mayas, sacerdotes, guerreros y
poderosos señores de narices aquilinas, ojos
rasgados y piel bronceada, de duros y crueles
rostros, sentados indiferentes ante el horror que se
desplegaba ante ellos. Porque lo que
representaban los dibujos eran rituales de
sacrificios humanos y canibalismo.
En largas hileras los cautivos, hombres y
mujeres, eran conducidos desnudos ante los negros
altares, donde les abrían el pecho y les arrancaban
los corazones entre chorros de sangre como tan
soberbiamente habían plasmado desconocidos
artistas en la piedra quien sabía cuántos siglos
atrás. A pesar que las pinturas se encontraban muy
deterioradas, e incluso secciones desconchadas
por el agua y la humedad, se podía percibir que
todo lo que había allí era para mayor gloria de la
muerte y la locura. Otros prisioneros esperaban
sentados con resignación su destino, mientras
inmisericordes guerreros les vigilaban. Otros eran
torturados, sus uñas arrancadas, o eran desollados
vivos. Montones de cabezas decapitadas se
acumulaban ante figuras que parecían representar a
dioses mayas. Los españoles se sintieron
impresionados y asqueados ante tanta muerte y
ruina, pero al menos se consolaron pensando que
todo aquello tuvo que pasar hace mucho tiempo. A
Ponce le llamó poderosamente la atención unos
extraños dibujos en un lateral y se acercó para ver
un poco mejor. Pidió a un conquistador que le
pasara la antorcha.
En esa pared se encontraban representados
dibujos de misteriosos guerreros mayas que, al
contrario que el resto de mayas de las pinturas, la
piel la tenían de un tono muy pálido, casi tirando
al blanco. Sus facciones eran agudas, casi
cadavéricas, y varios incluso presentaban heridas
en sus cuerpos, o les faltaban un brazo o se les
veían los costillares. Todos se encontraban
desarmados, conducidos a la batalla por
sacerdotes que señalaban al enemigo con sus
báculos de madera. Los pálidos guerreros
marchaban contra un grupo de guerreros indios, a
los que mataban con sus manos. Lo peor era que,
al parecer, estos guerreros no sólo asesinaban con
cruel saña, sino que además se comían los
cadáveres de sus víctimas. En los dibujos se veía
con claridad como sacaban las tripas de sus
oponentes y se las llevaban a la boca, o como
abrían los cráneos para comerse el cerebro aún
con sus enemigos en vida debatiéndose entre sus
brazos con espanto. Los rostros aterrados de los
indios siendo devorados en vida hicieron
estremecer a Ponce, quien maldijo a todos los
indios y sus sangrientas creencias. ¿Serían estos
los tan mentados y temidos guardianes de la ciudad
que tanto los sacerdotes de Xoltchi, como de Alab
óol Haatal, habían mencionado en sus historias?
Bueno, tanto si lo eran como si no, sólo eran
supersticiones paganas.
— ¡Señor, mirad aquí! —gritó Peñate desde el
otro lado del templo, que apenas tenía seis pasos
de ancho de lado a lado. Ponce fue sacado de sus
pensamientos y marchó al lado del capitán— Un
pasadizo, voto a Cristo.
El gigantesco español señaló con la
antorcha una puerta medio tapada por raíces,
telarañas y ramas, el inicio de un pasadizo
artificial que poseía un ligero descenso. Peñate
intentó vislumbrar el final del túnel, pero no pudo
hacerlo.
—Válgame Cristo —exclamó Ponce— ¿Cuan
largo será esto?
—Ni idea, pero parece que bastante. Y por la
pendiente, va para abajo. ¿Tenemos que entrar por
aquí?
—No lo sé, Peñate, tráeme a esos sacerdotes y a
de la Vega, a ver si podemos averiguar de una vez
hacia donde tenemos que ir.
El come ogros hizo lo ordenado y al poco
Itzamma se encontró explicando al gobernador que
el pasadizo conducía al segundo nivel del
inframundo sagrado maya. Tal y como había
vaticinado Peñate, el único camino posible era
introducirse en el túnel y seguir un sendero de
piedras. Al decir esto, el anciano descubrió en el
suelo baldosas de piedra pulida y negra, partes de
ella tapadas por el musgo, barro o por ramas y
raíces medio podridas. Siguiendo el rastro de las
piedras era imposible perderse, y sería cosa fácil
llegar a destino: la ciudad sagrada de los dioses,
lugar donde se ubicaba la Fuente de la Juventud.
Ponce asintió con la cabeza, asegurando
que si por San Jorge había que meterse bajo tierra,
entonces se haría, para enfado de algunos
españoles, que no veían tan buena la idea de
introducirse en la oscuridad y en lo más profundo
de una montaña o lo que fuera todo aquello. Como
el pasadizo era muy antiguo, se encontraba medio
taponado por todo tipo de arbustos y raíces y fue
necesario que cinco tamemes portando largos
cuchillos se pusieran en cabeza para dar tajos y
abrir camino; un soldado les iba alumbrando con
una antorcha.
Los siguientes en marchar fueron Ponce, de
la Vega y los sacerdotes y el cacique, con Zyanya y
varios soldados. A espaldas de todos ellos se
escuchaban respingos, juramentos y maldiciones,
hasta que Ponce, con voz autoritaria, ordenó que se
hiciera el silencio entre las filas. Solo se
escucharon entonces los jadeos y gruñidos de los
perros de Guerrero, que se encontraban inquietos
tal vez por estar en la oscuridad o porque sus
sensibles olfatos husmeaban olores extraños y
desconocidos. El túnel era amplio, cuatro personas
podían caminar a la vez, y alto, aunque de la Vega
y Peñate tenían que caminar algo agachados, ya
que ambos hombres eran enormes.
El olor a tierra húmeda, a raíces podridas,
a musgo y otras cosas hería las narices de todos,
incluso molestaba a los ojos, pero a poco ya cada
uno se fue acostumbrando y eso se convirtió en el
menor de los problemas. Los tamemes seguían
abriendo camino, aunque no era una tarea muy
difícil, y la marcha pudo continuar sin demasiados
agobios. La ligera inclinación hacia abajo era
constante, así que con cada paso que se avanzaba
la expedición al completo iba descendiendo a las
entrañas de la tierra. Se notaba que el pasadizo era
producto de la mano del hombre, aunque tanto en
las paredes como en el techo simplemente se había
excavado y alisado un poco; solamente en el suelo
se apreciaba la labor del hombre, gracias a las
baldosas de piedra perfectamente colocadas que
encajaban entre sí a la perfección aunque algunas
de ellas presentaran varios ángulos. Por supuesto,
muchas estaban rotas por el paso del tiempo o por
la presión de las raíces, pero, como expresó en
voz alta de la Vega, ya quisieran muchas ciudades
cristianas tener tan buen camino en sus calles.
Se continuó descendiendo a buen ritmo,
siempre adelante y en aparente línea recta, porque
el túnel no se desviaba nunca, solo descendía
lentamente. El nerviosismo se iba instalando
rápidamente en los castellanos, que ya echaban de
menos el aire del exterior y no gustaban de estar
entre tanta tierra que parecía la tumba a la que
tarde o temprano todos tendrían que acudir algún
día. El silencio era opresivo, pero nadie se atrevía
a romperlo, no por miedo a desobedecer a Ponce,
sino porque ni se tenía ánimos para ello. El tiempo
fue transcurriendo lentamente, o quizás al
contrario, no se podría asegurar, se caminaba y
caminaba, mientras los tamemes seguían
tronchando ramas y raíces y descubriendo el
mismo túnel que continuaba descendiendo
interminable hacia las entrañas de la tierra.
—Por Cristo bendito —exclamó con cierta
angustia Ponce— ¿Hasta dónde llega este
pasadizo? ¿Cuánto queda?
Itzamma, tras la traducción de Zyanya y de
la Vega, respondió que no mucho, en un rato más
se podría ver que se llegaría a una nueva etapa del
viaje. El gobernador iba a preguntar a que se
refería el anciano con aquello de una “nueva
etapa”, pero entonces el soldado que marchaba en
cabeza con los tamemes gritó algo y pidió a Ponce
que se acercara para mirar. El gobernador no se
hizo de rogar y con de la Vega a su lado se
adelantó a la cabeza de la expedición.
El túnel por fin había terminado, aunque no
el misterioso sendero de piedras negras, que
seguía adelante en apariencia interminable. Se
había llegado a una amplia cueva, de la que era
imposible saber su altura porque la luz de las
antorchas no llegaba para alumbrar y, por lo
mismo, tampoco su profundidad, pero con todo se
intuía de colosales proporciones. El camino
serpenteaba entre fabulosas y gruesas estalagmitas
que crecían enormes hasta perderse en la
oscuridad, tal vez unidas con estalactitas y
formando columnas. La luz del fuego revelaba
fantásticos brillos y colores muy vivos y
hermosos, todo muy majestuoso de contemplar.
Algunas estalagmitas asemejaban los rugosos y
gruesos troncos de las aceibas, por lo que daba la
sensación de encontrarse en un bosque petrificado
de inusitadas tonalidades. El silencio era total,
aunque se escuchaban ocasionales goteos de agua
cayendo del techo o de las paredes, y también un
quedo murmullo de aguas en ligero movimiento.
—Un lago —dijo señalando de la Vega hacia la
derecha, por donde se apreciaba una inmensa
mancha negra que despedía reflejos ocasionales
ante las luces de las antorchas. Las aguas negras
parecían un espejo de obsidiana, imposible de
saber su profundidad o su extensión. El camino
pasaba cerca del lago, a menos de cinco pasos de
distancia, perdiéndose en las sombras estigias.
— ¿No tendremos que nadar, voto a Dios? —
exclamó enfurecido Peñate que, al igual que el
resto de la expedición, entraba en ese momento en
la gruta; era esta tan grande, que todos podían
reunirse en un mismo lugar.
Ponce preguntó a Itzamma si era necesario
atravesar el lago, mas el sacerdote señaló el
camino e insistió que lo único que se debía hacer
era seguirlo hasta su final. Con un suspiro, Ponce
ordenó que se continuara la marcha, con debidas
precauciones. Como ya no se necesitaba tirar de
cuchillo para abrir camino, los tamemes de
vanguardia pasaron a la retaguardia y su lugar lo
ocuparon cuatro soldados con antorchas
encargados de alumbrar y actuar como
exploradores.
—Es muy hermoso —Zyanya expresó su
admiración ante al maravilloso panorama de la
gruta, desconociendo que pudieran existir lugares
así en el interior de una montaña.
La comitiva continuó hacia delante,
siguiendo el camino que marcaban las piedras
negras, a través de la gruta y en paralelo al lago.
Pronto, cuando llevaban recorridos al menos unos
doscientos pasos, se toparon con nuevas
evidencias de que los mayas de la antigüedad
habían estado aquí realizando misteriosos e
incomprensibles quehaceres. En varios nichos de
las paredes se encontraron pequeños altares con
figuras de piedra de ídolos, a sus pies calaveras
humanas como ofrendas. En algunos de estos
adoratorios las calaveras formaban montones más
grandes incluso que Peñate. Los españoles
maldijeron a los indios y sus salvajes costumbres,
sintiendo ganas de destrozar los nichos, pero
Ponce lo prohibió porque no se podía perder
tiempo, hasta que un hallazgo casual hizo que la
expedición se detuviera.
Uno de los exploradores se acercó hasta
Ponce y de la Vega, Peñate marchaba en
retaguardia para vigilarla, con un pectoral de oro
en sus manos, que mostró con gran excitación.
Decía haberlo encontrado en una oquedad que en
su día tenía que haber estado tapiada, pero que el
agua había derruido con el tiempo. Dentro de la
cavidad, al brillo de las antorchas, los soldados
pudieron descubrir el pectoral junto con platos y
máscaras de oro. Ponce ordenó que le mostraran
de inmediato aquello y a poco estuvieron delante
de una pared totalmente vertical de piedra de
donde caían reguerillos de agua. Eran numerosas
las cavidades, a un paso de altura del suelo, en
dicha pared, algunas taponadas con piedras
cuidadosamente colocadas o con puertas de
madera que se antojaban ya podridas. Una de ellas
estaba rota, la que decía el soldado, y los
exploradores tenían en sus manos las máscaras y
los platos que sostenían en alto mientras reían y
alababan tanto el valor como la artesanía de los
objetos; en el interior se podían apreciar huesos
humanos descarnados.
Ponce tomó una de las máscaras, quizás el
rostro de algún rey maya o dios, y la contempló
durante unos instantes, luego los nichos cerrados y
preguntó a de la Vega que podía ser aquello.
—A lo mejor son tumbas —explicó el capitán
encogiéndose de hombros.
—Preguntemos al sacerdote —Ponce así lo hizo y
el anciano contestó que debían ser lugares de
descanso de antiguas personalidades. No se debía
profanar el lugar de descanso de los muertos,
porque sus espíritus podían enojarse y tramar
sangrienta venganza contra los osados que lo
hicieran. El gobernador lanzó una carcajada de
desprecio y ordenó a dos tamemes que echaran a
un lado una de las piedras que taponaban una de
las oquedades para descubrir su interior,
convencido de que podía haber más oro.
—No hagáis tal cosa, es malo —intentó convencer
Itzamma a Ponce, mas este le ignoró.
Los dos servidores indios tomaron con sus
manos la piedra, que no era muy grande, y
comenzaron a tirar de ella, moviéndola de lado a
lado. Se escuchó el sonido de algo que parecía un
golpe seco y desde la oscuridad de arriba cayó un
bloque enorme que, con gran estruendo, aplastó
por completo a los dos tamemes, que murieron
casi sin darse cuenta de lo que ocurría. Los
españoles retrocedieron alarmados varios pasos
creyendo que era un derrumbe, hasta que se dieron
cuenta, con mucho espanto, que los criados debían
haber activado alguna trampa oculta diseñada para
evitar las profanaciones de lo que parecían ser
tumbas. Pasado el momento de estupor, Ponce
sintió arderle las tripas y, volviéndose hacia
Itzamma, le increpó que no avisara de que era
posible encontrar artimañas mortales como esa.
—Poderoso señor ¿qué podía saber yo? Tal vez
era un secreto celosamente guardado, o quizás se
me haya pasado; es mucho lo que debo recordar…
— ¡Maldito perro! —gritaba casi fuera de sí
Ponce, desenvainando la espada—, me dan ganas
de atravesaros el estómago para que así recobréis
la memoria. De hecho, creo que voy a hacerlo.
Ponce avanzó, colérico, dispuesto a
ensartar con la espada a uno de los sacerdotes,
pero de la Vega se le puso en medio y le dijo.
—Calmar los nervios, señor, porque no podemos
prescindir de los sacerdotes. Les vamos a
necesitar si queremos encontrar la ciudad y la
Fuente y, mucho me temo, para volver a salir de
aquí.
Ponce escuchó las sensatas palabras del
capitán y pareció recobrar la calma; no obstante,
lanzó tal aviesa mirada a Itzamma que el sacerdote
sintió un frío glacial recorrerle la espalda al
comprender que había estado a punto de morir.
Ponce envainó la espada, asegurando que más
valía que los sacerdotes comenzaran de inmediato
a recordar todo lo que se pudiera sobre trampas u
otras argucias o era más que posible que alguno, o
todos, terminara colgado de lo alto de un árbol.
—Sigamos adelante —rugió Ponce en alto,
sonando su voz en eco a través de la inmensa
cueva—. Dejaremos para otra ocasión el oro de
esos nichos; al fin y al cabo, encontraremos mucho
más cuando lleguemos a esa ciudad.
No se pudo enterrar a los dos desdichados
indios aplastados, porque el suelo era de dura
piedra, pero sobre todo porque la piedra pesaba
varias toneladas y era imposible moverla, y de los
cuerpos de los desgraciados apenas asomaba nada
por debajo de ella; tan sólo un brazo y unas
piernas, mucha sangre y órganos y vísceras
reventadas. Se continuó camino, tomando mayores
precauciones por si se topaban con nuevas
trampas. El sendero de piedra empezó a separarse
del lago, hasta que en un momento dado las aguas
negras se perdieron de vista. Peñate, que marchaba
de los últimos, dejando tras su espalda al lago, se
dio la vuelta de repente, porque en la quietud de la
gruta se había escuchado el chapoteo de agua,
como si algo hubiera emergido y vuelto a caer.
El gigantesco capitán se dio la vuelta de
inmediato, antorcha en alto, con la otra mano en el
pomo de su enorme montante. Se acercó a grandes
pasos al borde del lago y escudriñó las aguas. No
pudo descubrir que era lo que había producido el
ruido, aunque sí vislumbró ondas cerca de la
orilla, grandes, como si algo pesado las hubiera
provocado. ¿Un pez, o quizás alguna desconocida
bestia? Peñate se encogió de hombros; fuera lo que
fuera, más le valía seguir oculto, porque desde el
asunto de la muerte de Díaz por culpa de la
monstruosa serpiente, la paciencia de Peñate
estaba casi agotada. No temía a fieras, por
aberrantes que pudieran ser. Se dio la vuelta y
retornó con velocidad a la vanguardia.
Se continuó avanzando a paso lento, pero
sin pausa, siempre siguiendo el sendero de piedras
negras que marcaba el camino. Mucho más
adelante, perdida ya toda orientación y hora del
día por culpa de la eterna oscuridad y lo sinuoso
del sendero, se llegó a un posible final de la gruta.
Se debía continuar por un nuevo pasadizo también
construido por manos humanas. Sin pensarlo dos
veces, Ponce ordenó que se siguiera y dio ejemplo
introduciéndose el primero en el túnel. Se anduvo
quizás una legua o poco más, hasta que el fuego de
las antorchas comenzó a moverse con violencia.
Era el producto de corrientes de aire.
— ¡La salida, por Cristo bendito! —exclamó con
alegría Ponce harto, como el resto de españoles e
incluso hasta los indios, de aquella oscuridad y el
olor a humedad y encierro— Rápido, hay que dar
con la salida.
Se marchó más rápido, en momentos
incluso casi se llegó a correr, tan ansiado era
volver a ver el cielo y la claridad del día. Las
penumbras comenzaron a ser menos densas y muy
delante se pudo apreciar el brillo luminoso de
rayos de Sol a través de una cortina de raíces y
ramas. Ponce tiró a un lado la antorcha y avanzó a
grandes pasos hasta la salida, apartó con una mano
los obstáculos vegetales y salió al exterior,
sumamente emocionado. Emergió casi al pie de la
ladera de una montaña de paredes escarpadas, casi
verticales, y de tremenda altura. A sus espaldas
fueron saliendo el resto de camaradas, los
prisioneros y los tamemes, todos desparramándose
por el lugar, comprobando, con alegría en los
rostros, que por fin la tensa y agotadora marcha
por debajo tierra había terminado.
Desde donde se encontraban, al pie de la
montaña, pero a cierta altura con respecto al nivel
del suelo, se pudo contemplar un inmenso valle
rodeado de quebradas inaccesibles, con sus
cúspides abarrotadas de palmeras, árboles y la
selva que crecía en todo lo alto. Aquellas
formidables barreras eran imposibles de escalar,
aislando el valle de manera casi perfecta del
mundo exterior; la única manera de llegar era a
través del túnel, como habían hecho ellos. El valle
era inmenso, según palabras del capitán de la
Vega, las proporciones al menos debían ser un
poco más pequeñas que las del valle de México.
La selva comenzaba unas decenas de pasos
abajo, se podía bajar por un sendero desde el final
del túnel hasta el nivel del valle, y este por entero
se encontraba cubierto por la inmensa alfombra
verde y marrón que era la jungla. Bandadas de
pájaros sobrevolaban las copas de gigantescos
árboles, dando la sensación de que era un mundo
virgen y oculto a los ojos de los mortales desde
hacia miles de años. Ponce se sentía
tremendamente emocionado, seguramente serían
los primeros cristianos en hollar dicho lugar,
aunque enseguida volvió a recordar su ansía por
encontrar la Fuente. Preguntó a Itzamma hacia
donde se debía continuar y el anciano levantó su
delgado brazo y señaló con el dedo.
—A la ciudad sagrada de los dioses, el segundo
nivel del inframundo maya.
Los castellanos siguieron la dirección del
dedo de Itzamma y contemplaron con reverencial
respeto, allá, muy lejos, un río que serpenteaba
entre la foresta, brillando con tonos plateados ante
el Sol, con numerosos afluentes. Uno de ellos se
dirigía directamente hacia una zona donde la selva
no crecía, aparentemente, y se pudo descubrir, a
pesar de la distancia, aproximadamente unas dos
leguas, las ruinas de una ciudad que se levantaba
casi intacta, cubriendo una amplia zona con sus
edificios.
—Virgen Santa —exclamó con admiración de la
Vega, haciéndose voz del resto de españoles, que
también lanzaron exclamaciones de asombro ante
lo que veían. Esa ciudad, en su momento de
esplendor, tuvo que ser al menos tan grande como
Nápoles, quizás como la misma Tenochtitlan.
Ponce ya no tuvo dudas, si en algún lugar
se encontraba la Fuente, era en la increíble ciudad
de este valle tan remoto, su ansiado premio se
encontraba ya la vista; por fin podría darle sentido
a su vida. Na Can San se encontraba tan
impresionado como los demás, poder contemplar
con sus ojos la población de donde vinieron sus
antepasados le abrumaba, aunque intentaba ocultar
todo tipo de sentimiento, sobre todo el de la
alegría al comprobar como los españoles
marchaban directamente hacia la mortal trampa
que les había preparado. Dentro de poco sus
ansias de venganza se verían más que cumplidas.
—Poderoso señor —se atrevió a decir el cacique
a través de Zyanya—, he cumplido con mi parte
del acuerdo. ¿Cumpliréis vos con la vuestra?
—Antes tenemos que llegar a la ciudad y he de ver
la Fuente, no antes —respondió Ponce al indio sin
dejar de mirar el horizonte, con el rostro
iluminado por la alegría—. De la Vega, Peñate, ¿a
qué esperamos, por Cristo crucificado? Allá se
encuentra nuestro justo premio.
— ¡Pues vamos allá, pardiez! —gritó Peñate
frotándose las manos de satisfacción.
Los españoles comenzaron el descenso
hacia el valle entre gritos de júbilo y alegría,
viéndose ya ricos y con eterna fama. Los mismos
tamemes se sintieron contagiados por el
entusiasmo de sus amos y caminaron más de prisa.
Zyanya nunca había creído demasiado en las
historias de su pueblo, pensando más bien que eran
leyendas deformadas por el paso del tiempo, así se
lo aseguraba su madre, pero viendo el valle y las
ruinas ya no sabía que pensar, excepto que se
encontraba protagonizando un momento como
mínimo importante y trascendental en la vida de
todos los componentes de la expedición. Los
únicos que no mostraban alegría, todo lo contrario,
mucha tristeza, eran los sacerdotes e Itzamma,
porque sabían que era lo que acechaba, hambriento
y cruel, en aquellas ruinas milenarias testigos
mudos de tiempos de gloria y majestuosidad, pero
también de horror, muerte y abominables cultos a
dioses sedientos de sangre y carne humana.

***

Tras caminar sin parar a descansar, la


expedición logró atravesar la selva sin muchos
problemas, sin toparse con fieras o grandes
animales, ni tan siquiera densas nubes de insectos
voraces. Ese valle era un bálsamo de tranquilidad
comparado con la jungla hostil que se medio
vislumbraba en lo alto de las montanas que le
rodeaban. Tras atravesar un par de riachuelos
llegaron al borde de la ciudad, donde se toparon
con las primeras ruinas, varias construcciones de
edificios de desnuda piedra que bien podían ser
casas o almacenes, no se podía saber con certeza.
Ya desde ese momento los españoles se
dieron cuenta de un inquietante detalle, y fue Diego
de la Vega el que lo expresó en voz alta.
—Qué extraño, hemos caminado por una selva
frondosa donde no existe hueco sin hierbas o
árboles, pero es llegar al lindero de la ciudad y ya
nada crece aquí.
—Es cierto —comentó Ponce asombrado. Se
notaba claramente la línea divisoria. Hasta cuatro
pasos antes del primer edificio, la jungla se
levantaba con exuberancia y, después, sólo crecía
una pequeña y rala hierba amarillenta, nada más.
Se podía contemplar en las silenciosas calles
algunos árboles, pero muertos sus troncos,
resecos, sus ramas peladas de hojas; ni tan
siquiera los pájaros sobrevolaban las ruinas, ni
monos y otros animales corrían entre las piedras o
tenían sus guaridas en ellas.
—Esto es un muy mal augurio —dijo Valenzuela
mientras besaba una estampa de la Virgen.
— ¿Qué explicación le dais a esto? —preguntó de
la Vega a Itzamma. El sacerdote miró con espanto
en la cara y respondió en un susurro.
—Es el mal que anida en estas piedras, su
maléfica energía impide que nada vivo prospere.
Deberíamos marcharnos de aquí cuanto antes,
señor, estamos en grave peligro.
Zyanya tradujo las palabras del anciano y,
cuando lo hizo, se mostró sumamente intranquila,
notando el miedo recorrer su cuerpo. ¿A qué se
refería el venerable sacerdote con el mal que
anida en las piedras? La muchacha comenzó a
pensar que sería buena idea hacer caso a Itzamma
y abandonar el valle con rapidez. Cuando habló
con de la Vega expresó sus dudas, con la voz
quebrada por el pánico. El capitán en un principio
fue a bufar harto de las paganas supersticiones de
los indios, pero los rostros de Itzamma y Zyanya
realmente se encontraban pálidos de terror,
sudaban y movían los ojos con nerviosismo. De la
Vega se acercó a Ponce y le comentó en voz baja.
—Señor, no sé si hacer mucho caso a estos indios,
pero, por ventura, habéis escuchado sus
advertencias…
—Necedades, necedades —atajó el gobernador
con gesto indolente de la mano, como si espantara
moscas—. Estos indios piensan que sus falsos
ídolos levantaron la ciudad, que cosa más absurda.
No voy a detenerme ahora que me encuentro tan
cerca de la Fuente porque a unos viejos les entre
miedo.
Dicho esto, Ponce volvió a centrar su
atención en las ruinas. La expedición se iba
adentrando en la ciudad de amplias avenidas y
majestuosas calles, porque todo en ella era grande.
En un principio parecía similar a cualquier otra
urbe maya, con sus típicos tres templos
escalonados, numerosos templos menores, dos
canchas de juego de pelota a la que los indígenas
eran tan aficionados, plazas, ricas casas y
palacios, y las casas del pueblo llano, quizás
sirvientes, esclavos o acólitos de los sacerdotes,
porque no había trazas de campos cultivados,
terrazas de cultivo o acequias o canales de regadío
en el extrarradio de la ciudad. Lo que sí llamó la
atención es que dentro del núcleo urbano si
existían canales, a los lados de las calles, y
acequias. De la Vega explicó que debían ser
canales de alcantarillado y agua corriente, un lujo
que estaba al alcance de muy pocas ciudades,
incluidas cristianas. Hasta aquí el parecido con
cualquier ciudad maya.
Las diferencias radicaban sobre todo en el
tamaño de los edificios, mucho más grandes, más
ricos y majestuosos. Las pirámides se alzaban a
más de ochenta pasos de altura, e incluso había
una que bien podría tener incluso noventa desde su
enorme base hasta el techo del templete de la
cima, que además se alzaba sobre otros dos
adoratorios. Cada construcción distaba muchos
pasos una de otra, haciendo que vastos solares
despoblados de arbustos y árboles se extendieran
por la ciudad ocupando un enorme espacio. Pocas
eran las ruinas que se encontraban aglomeradas en
un mismo lugar, exceptuando las que parecían
comunales. Además, existían numerosos templetes
pequeños de apenas cuatro pasos de alto, con
altares y pedestales en sus cimas, pero en vez de
estatuas, se levantaban ciclópeos bloques de
piedra rectangulares que en ocasiones semejaban
dioses o personajes, y otras se hallaban cubiertos
de extraños y mareantes jeroglíficos que ni tan
siquiera los sacerdotes podían descifrar. Pero en
todas las paredes, frisos o pórticos se encontraba
representada en espantosa abundancia la muerte,
en dibujos descoloridos e inscripciones en la
piedra en forma de calaveras, huesos humanos,
sacrificios, corazones arrancados, torturas, mayas
comiéndose a las víctimas…
Los castellanos se horrorizaron ante la
profusión de la muerte y la sangre, llegando
incluso a sentirse mal debido al realismo de
algunas de las imágenes y de los espantos que
representaban. Surgieron blasfemias y
maldiciones, ya varios españoles comenzaron a
vocear insultando a los indios y sus sanguinarias
creencias, hasta que Ponce ordenó que se guardara
silencio y se continuara marchando en disciplina y
buen orden. Guiados por Itzamma, los soldados
avanzaron entre las ruinas, en mitad de un ominoso
silencio, roto ocasionalmente por el susurro del
viento que corría entre algunas paredes medio
derrumbadas o por los vacíos salones de templos y
palacios. Ningún pájaro o animal les salió al paso,
y en verdad que nada vivo parecía medrar allí
excepto esa hierba amarillenta y escasa. De la
Vega se agachó curioso y arrancó un puñado de la
hierba, notando que estaba medio seca, a pesar que
el suelo parecía bueno para cultivar.
—Señor, por favor —suplicó Zyanya que se
acercó al capitán desde su puesto de marcha junto
al tameme—. Haced caso a Itzamma, es un hombre
mayor y muy sabio. Deberíamos marcharnos de
aquí.
— ¿Qué es lo que teméis, muchacha? —preguntó
de la Vega irguiéndose, superando por dos cabezas
a la india— ¿Qué pensáis que nos puede ocurrir si
permanecemos aquí?
—No lo sé, he intentado preguntar al sacerdote,
pero nada me ha dicho. No obstante, es palpable
que aquí duerme un terrible mal que sólo espera su
oportunidad de acabar con nosotros.
—Vuestros sacerdotes dicen que esta ciudad fue
levantada a instancias de vuestros dioses. ¿Por qué
los dioses deberían hacer daño a sus seguidores?
— ¿Y desde cuando los dioses se preocupan en
verdad por los mortales? ¿A ellos qué les importa
nuestras vidas? Cada vez que los dioses luchan o
realizan su voluntad, somos nosotros quienes lo
sufrimos —respondió Zyanya con mucha
sabiduría. De la Vega volvió a sentirse
impresionado por las palabras de la muchacha,
confesando en su interior que también sentía la
misma aprensión que los indios respecto al lugar.
No le gustaba, todos sus sentidos le decían que
algo andaba mal en estas ruinas, y era evidente que
ese algo debía estar relacionado con la muerte.
¿Pero, qué podía hacer? Ponce no se avendría a
razonar. Mirando a su alrededor, centrando luego
su atención en Zyanya, dijo.
—Tranquilizaos, mujer, pues es mi deber
protegeros. Cuidaré de vos.
—Eso os honra —respondió Zyanya con media
sonrisa no exenta de miedo—. No sabía que los
españoles tuvieran en tal alta estima a sus siervos.
—Así es, el deber de su señor es velar por sus
criados y vasallos, si no lo hace así, no es buen
señor. De todas formas, ¿quién ha dicho que seáis
mi sierva?
— ¿Cómo? ¿A qué os referís? —exclamó la
hermosa india olvidando por unos momentos las
ruinas misteriosas que la rodeaban.
—Que no sois mi sierva. En realidad os tome
presa para protegeros de la rapiña de algunos
españoles que a buen seguro os hubieran violado o
matado. Después no me quedó más remedio que
seguir haciéndoos creer que erais mi prisionera
para evitar que nadie pudiera quebrar mis
derechos sobre vos. Pero en cuanto todo esto
termine y volvamos a estar de nuevo cerca de
vuestra aldea, seréis libre para marcharos.
— ¿Qué? ¿Por qué? No lo entiendo, es decir,
creía…
—Ja, ja, ja. Pardiez, ¿sabéis acaso de cuán lejos
vengo? Ya tengo en Nueva España criados más que
suficientes. No me hacen falta más. Y bien difícil
me sería miraros como simple criada, hermosa
Zyanya.
De la Vega se dio la vuelta y caminó con
amplias zancadas hacia la vanguardia de la
expedición, dejando a Zyanya sumamente confusa,
con mil pensamientos en la cabeza sin poder
ordenarlos o darles un mínimo de coherencia. Por
una parte, la muchacha se sentía alegre al
descubrir que no era una esclava ni se la iba a
conducir a una remota región para que cultivara el
campo o ser vendida como mujer para dar placer;
pero por otro lado, sentía furia ante lo que parecía
un desprecio por parte del enorme capitán, ¿no era
lo suficientemente buena para él como para
servirle? ¿Qué se había pensado ese miserable de
piel blanca? Era la mujer de un cacique, nada
menos, no se la podía desechar así como así. ¿Y
qué era eso de que no la podía mirar como mera
criada? Bufando de rabia, Zyanya se cargó a la
espalda el petate y avanzó rápidamente a su lugar
entre los tamemes, pues casi la habían dejado ya
atrás del todo.
En esas, Itzamma había guiado a los
españoles hasta el centro de la ciudad, donde se
alzaba el colosal templo escalonado que se
levantaba inmenso señoreando todo el lugar. Los
castellanos tenían que echar hacia atrás las
cabezas para poder contemplar tan inmensa
construcción y se maravillaban de que manos
humanas la hubieran podido alzar. Ponce imaginó
que sería en el interior de tan increíble edificio
donde se encontraría la Fuente, tal vez en un
subterráneo oculto, pero para su sorpresa, Itzamma
continuó caminando tras torcer a la izquierda y
tomar una avenida. Peñate, que había abandonado
su puesto en retaguardia tras comprobar que
ningún peligro acechaba y porque deseaba marchar
de los primeros para estar al corriente de cuanto
sucedía, preguntó al gobernador.
— ¿A dónde nos lleva ahora este maldito indio?
Ponce se encogió de hombros, no podía
saberlo, y con un gesto de la mano conminó a los
españoles para que siguieran detrás del anciano.
Este avanzó durante mucho trecho, hasta volver a
llegar a la periferia de la ciudad, a un inmenso
solar donde se levantaba aislado un altar de seis
pasos de altura cuya base eran filas de cráneos
humanos esculpidos en la piedra; a una distancia
de veinte pasos comenzaba la selva, bruscamente
detenida en una clara línea divisoria. Encima del
altar se encontraba una piedra negra rectangular
cuya función conocían, por desgracia, muy bien los
españoles: para tender a las víctimas en los
sacrificios, abiertas de manos y pies, y que los
sacerdotes les rajaran el pecho para extraerles el
palpitante corazón. En ambos lados de la maldita
piedra se encontraban dos bases, quizás fueran
columnas y otras piedras en el pasado, pero ahora
eran tan sólo desnudas bases con numerosos
cascotes sobre ellas. Itzamma rodeó el altar y
caminó hasta el borde de un enorme pozo de ocho
pasos de radio, y de al menos doce de
profundidad.
—Poderoso señor —anunció el anciano muy
digno, estirando el cuerpo con orgullo—, aquí
tenéis lo que con tanto anhelo andáis buscando: la
Fuente de la Juventud.
Ponce no entendió nada de lo que largó el
indio, así que llamó de inmediato a de la Vega y
este a Zyanya para que le sirviera de lengua.
Cuando Itzamma volvió a repetir sus palabras y
Ponce por fin pudo entenderlas, al gobernador se
le aceleró el corazón, mientras en las filas de los
soldados corría la noticia como un vaso de vino en
una taberna de borrachos y murmullos no carentes
de incredulidad se escuchaban con abundancia.
Ponce se acercó al borde de pozo con rápidas
zancadas, intentando controlar las ganas de gritar,
dando las gracias a Dios por haberle permitido
llegar con vida a este momento tan mágico. Se
paró de golpe al notar un nauseabundo olor a
podrido y se llevó la mano a la nariz. Se asomó
por el pozo y vio en su fondo aguas verdosas y
marrones, una miasma corrompida de donde
emanaban viles efluvios.
— ¡Pero, pero si es un pozo infecto, de aguas
hediondas y putrefactas! —exclamó amargamente
desilusionado el gobernador.
—Porque es donde arrojan los cadáveres de los
sacrificados, lo he visto en otras ciudades indias
—De la Vega señaló con el dedo el altar de las
calaveras de piedra—. Allí les debían matar, los
corazones arrancados se quemarían en braseros
como ofrenda a los dioses y los cuerpos se
lanzarían a este cenote de muerte. A saber cuántos
huesos se ocultan en el fondo de este asqueroso
pozo.
— ¡Esto no es lo que esperaba! —gritó Ponce
furioso encarándose con Itzamma, que permanecía
rígido y muy recto, sosteniendo con dignidad la
rabiosa mirada del gobernador, que no dejaba de
increparle— ¡Esto no es lo que se me había
prometido! Traed acá de inmediato a ese
miserable de cacique.
Peñate se apresuró a obedecer y casi al
momento trajo a Na Can San agarrado por la nuca
y llevándolo casi a rastras. El come ogros tiró al
indio al suelo y Ponce le cogió de un hombro para
zarandearle.
— ¡Ya te puedes explicar, pagano salvaje, o juro
por Dios que te cuelgo ahora mismo! ¿Qué farsa es
esta? ¿Cómo pretendéis que me crea que este pozo
es la Fuente de la Juventud? ¡Hablad!
Na Can San tuvo que esperar a la
traducción de Zyanya, y cuando supo que esperaba
de él, suplicó merced, pues los misterios de la
ciudad le estaban vedados aunque fuera el cacique
principal del poblado. Sólo los sacerdotes podían
explicar el origen de la Fuente. Ponce dirigió de
nuevo su airada mirada sobre Itzamma y el anciano
explicó con voz tranquila.
— ¿Qué esperaba encontrar el poderoso señor, si
no un estanque sagrado? ¿Por qué creéis que son
sus aguas mágicas y llenas de poder? Estas aguas
se encuentran impregnadas con la energía vital de
los sacrificados. Por cada vida regalada a los
dioses, por cada corazón que servía como
alimento, la Fuente se cargaba de energía vital y
magia. Imaginaos cuanto poder debe tener después
de cientos de años, de miles de sacrificios.
—Es un pozo corrupto y hediendo —repitió Ponce
intentando asimilar el hecho de que miles de
personas hubieran sido sacrificadas y arrojadas al
pozo. De la Vega tradujo las siguientes palabras de
Itzamma a través de la traducción previa de
Zyanya.
—Nada es gratis, noble señor. Los dioses lo que
dan, lo quitan de otro lado. Aquel que beba de las
aguas verá recobrar su vigor y fuerza juvenil, pero
gracias a que previamente se ha quitado ese vigor
y fuerza a otros, así es como funciona.
— ¿Entonces debo beber de esa porquería? —
Ponce notó como gruesas gotas de sudor le corrían
por la espalda.
—Sí, pero antes se necesitan realizar ciertos ritos
y al menos un sacrificio humano.
De la Vega lanzó una sonora blasfemia al
escuchar la traducción de Zyanya y Ponce quiso
saber porque el capitán había jurado tan enfadado.
—Señor —respondió muy airado de la Vega—, el
anciano dice que para que las aguas de la Fuente
sean efectivas antes se debe sacrificar a alguien.
— ¡Válgame Cristo! —exclamó Ponce con los
ojos abiertos de la sorpresa.
— ¿Pero qué dice ese marrano? —gritó Peñate
sumándose a la conversación— A mi me huele que
todo esto es tan solo un engaño. ¿No iréis a beber
de esa mierda, gobernador?
—Pues claro que no lo hará —añadió de la Vega
—. El que beba de esa hediondez ya puede darse
por muerto.
Na Can San no entendía porque discutían
los españoles, aunque se lo podía imaginar:
seguramente el tema de los sacrificios humanos les
repugnaba y estarían decidiendo si llevarlo a cabo
o no. Para que sus planes de venganza fueran
llevados a cabo, se necesitaba derramar sangre, no
importaba como, así que el cacique miró a
Itzamma y, de manera silenciosa, pero explícita, le
ordenó que continuara hablando. El anciano
levantó un brazo y habló.
—Poderosos señores, aquí tenéis la Fuente de la
Juventud, ¿qué esperáis para beber de ella y ser
como mancebos? Tan solamente necesitáis un
sacrificio, el de un miserable esclavo, por
ejemplo, y todos os podréis beneficiar de manera
increíble…
— ¡Callad, anciano, u os cierro la boca con mi
puño! —amenazó de la Vega a Itzamma a pesar de
no entender lo que decía.
— ¿Qué dice el viejo? —quiso saber Ponce. De la
Vega pidió a Zyanya que le explicara que dijo el
sacerdote y cuando lo supo se lo dijo a su vez al
gobernador— Ah, se necesita un sacrificio pues,
interesante.
— ¿No estaréis pensando en realizar un sacrificio?
—exclamó escandalizado de la Vega.
—El viejo dice que solo se necesita una muerte, la
de un esclavo —argumentó Ponce mientras se
acariciaba la barba, pues de perilla ya tenía poco.
— ¡Válgame Cristo! —gritó furioso de la Vega—
¡Aquí no se sacrifica a nadie, sea esclavo o no!
¡Va contra las leyes de Dios y es una aberración!
—Vos no sois el que manda en la expedición —
dijo Peñate colocándose al lado de Ponce—, sino
el gobernador. Me da un ardite la mierda esa de la
Fuente, que más pienso que es un timo, pero si el
gobernador dice que se mata a un indio para ver si
esto funciona, se hace.
— ¿Qué oyen mis orejas? —quien dijo esto último
fue fray Martín, que tras acercarse al pozo, había
seguido atentamente la conversación entre los
oficiales. Al comprobar que cristianos, seguidores
de Cristo, pensaban rebajarse cometiendo
espantosos crímenes, no tuvo más remedio que
intervenir, y lo hizo con su Cruz de madera bien en
alto— ¿Acaso nobles hijos de España, devotos de
Cristo crucificado, piensan hacer como los
salvajes paganos y realizar sacrificios humanos?
Jamás permitiré que se cometa en mi presencia
semejante pecado.
—Vos no pintáis nada en esta conversación —
replicó un poco fastidiado Peñate.
— ¿Cómo? —dijo de la Vega— Precisamente el
santo padre es quien más derecho tiene a decir y
hacer, y quien posee mayor autoridad en estos
temas.
— ¡Basta ya! —ordenó con voz tajante Ponce—
Estamos aquí por las aguas de la Fuente, ¿no? Pues
ahí la tenemos. Piensen vuases mercedes en todo
lo que podemos obtener, y solamente se necesita
dejar que estos indios realicen ciertos hechizos y
sacrifiquen a un tameme.
— ¡Nunca! —gritó con vehemencia fray Martín.
— ¡Bah! —bufó con desprecio el come ogros—
No hemos llegado hasta aquí para que esto nos
detenga ahora. Además, seguramente algún que
otro criado este medio muerto por las
enfermedades o por la dura marcha; son indios
miserables, qué más da que mueran reventados por
trabajar que bajo el cuchillo de estos putos
sacerdotes.
—Hay mucha diferencia, y si no la sabéis
entender, entonces es que vuestro corazón es negro
como las aguas hediondas de ahí abajo —replicó
de la Vega con aceradas palabras.
A los gritos y el calor de la discusión
fueron los soldados atraídos y poco a poco se
colocaron alrededor de los tres oficiales y el
fraile. No tardaron mucho en comprender porque
se discutía de tan agrias maneras, con los rostros
enrojecidos de la furia y las manos en los pomos
de las espadas, así como fray Martín con la Cruz
en alto como si se enfrentara al mismísimo diablo.
Según las opiniones, y las ambiciones de cada
cual, se situaron detrás de unos o de otros. No
tardó mucho en existir dos claros bandos: uno, el
del capitán de la Vega y fray Martín, era el más
numeroso, con todos los soldados leales a Hernán
Cortes y gran parte de los conquistadores de
“tercera”, entre ellos Villafaña o Caballero el
tuerto, pues una cosa era medrar con el pillaje y
otra muy distinta hacerlo cometiendo grave pecado
y realizando sacrificios humanos, el crimen más
aborrecible que se pudiera conocer. Y el otro por
Ponce de León, Peñate y el resto de soldados,
pocos, pero los que más gritaban y amenazaban,
incluido el joven Gutiérrez, al que en realidad ni
le iba ni venía la disputa.
Cada cual defendía su punto de vista a la
española, o sea, con tremendas voces, maldiciones
y amenazas, aderezadas con blasfemias o
recuerdos a las familias de los antagonistas.
Algunos intentaban razonar, otros directamente
querían pasar a la acción y que fuera el acero
quien diera la razón, aunque eso era lo último que
querría hacer Ponce, porque su bando era más
pequeño que el contrario, pero además porque los
mejores espadachines, si se descontaba a Peñate,
estaban de parte del capitán de la Vega. Ponce, con
los brazos en alto, demandó silencio en las dos
partes.
— ¡Señores! Señores, intentemos guardar la
calma, pues a gritos no lograremos llegar a nada
bueno —una vez que los conquistadores cerraron
la boca, Ponce continuó hablando—. Bien, se nos
plantea un problema sobre la Fuente. Somos
soldados, hemos matado y seguiremos haciéndolo,
así pues, no veo donde está la cuestión que nos
enfrenta. ¿Qué nos puede importar la vida de un
tameme?
—Los tamemes fueron bautizados —añadió fray
Díaz con su rostro rubicundo rojo de cólera—, son
cristianos, no dejaré que ninguno de ellos sea
sacrificado. Por si lo habéis olvidado, gobernador,
además son vasallos de España, con sus mismos
derechos. Matad a uno de ellos y os denunciaré en
persona por asesino ante su Excelencia Hernán
Cortes.
—Y repito que no es lo mismo matar en la guerra,
en defensa de tu Dios, patria y vida, que en un altar
de sacrificios —argumentó de la Vega—. ¿No os
dais cuenta del pecado que es? Matar en sacrificio
es un acto perverso, de suma maldad. No se
realizará ningún sacrificio.
— ¡Aquí se está por oro, y no se ve el oro! —gritó
el rufián de Valenzuela con el puño en alto.
— ¡Es más importante la inmortalidad! —defendió
Núñez.
— ¡Metete la inmortalidad donde te quepa y a mí
me dais el oro! —interpeló Guerrero.
— ¡Engaño, se nos ha engañado! —volvió a gritar
Valenzuela— ¿Dónde está el oro, compañeros?
¿Para eso hemos atravesado infernal selva,
luchado contra crueles indios y padecido de todo?
¿Para qué se nos engañe?
— ¡Sí, tiene razón!
— ¡Engaño!
— ¿Dónde está el oro?
— ¡Oro, oro! ¡Aquí estamos por el oro!
La situación se tornaba por momentos cada
vez más tensa. Na Can San, Itzamma y sus
sacerdotes, y Zyanya se miraron entre ellos y,
prudentemente, se alejaron unos pasos, porque
estaban convencidos de que los españoles no
tardarían en pelearse y, a lo mejor, en su cólera, la
emprendían contra ellos. Los tamemes y los
acólitos mayas, por su parte, también se quedaron
quietos, esperando que la furia de los soldados se
desvaneciera cuanto antes. Ponce y Peñate se
sintieron inquietos, porque el bando del capitán de
la Vega y fray Martín iba creciendo al grito de oro.
Ya varios de los conquistadores de “tercera”,
incluido Gutiérrez, no entendían nada de aguas
mágicas y empezaban a pensar que tal se estuviera
en lo cierto al proclamar que se había tramado
engaño. Aquí el que más o menos se había
enrolado en busca de botín, y el oro parecía que
brillaba por su ausencia.
Ponce intentó una vez más razonar y se
adelantó dos pasos con las manos en alto para
llamar la atención.
— ¡Tengan sus gracias el favor de dejarme hablar!
No les quito razón, al contrario, creo que en
verdad estos indios nos han engañado con el oro.
Por eso mismo, ahora la Fuente y sus aguas nos
son más preciadas que el oro.
— ¿Y eso porque? —quiso saber de la Vega con
rostro ceñudo.
—Imaginad lo que sería llevar agua de la Fuente a
Carlos I; nos veríamos premiados con todo tipo de
riquezas, títulos y tierras…
—Claro, a cambio de efectuar un sacrificio
humano, ¿no es así? —interrumpió de la Vega con
astuta sonrisa.
—Es un sacrificio repugnante, pero a veces es
necesario realizar un mal menor para obtener un
bien mayor.
— ¡No habléis de bienes! —exclamó de la Vega—
No se puede obtener ningún bien al cometer tan
espantoso crimen. Por Dios vivo, gobernador,
¿pero de verdad pensáis que ese pozo infecto es la
Fuente de la Juventud? Mirad bien sus putrefactas
aguas, sentid su olor a carroña. ¿Cómo pensáis que
de tan grande maldad pueda salir algo bueno como
la juventud, un don de Dios? ¿No os dais cuenta de
que los indios os han engañado? Ante vuestra
amenaza de colgarlos de un árbol, os han regalado
las orejas con bonitas historias, pero mirad el
pozo y decidme si en verdad os creéis que sea la
Fuente.
Ponce fue a replicar, pero entonces la luz
se hizo en su mente y comprendió al momento que
de la Vega tenía razón en cuanto decía. Miró a
Peñate y el come ogros, encogiéndose de hombros,
respondió.
—Vuase merced sabe que le soy leal, y que
siempre estaré a su lado, pero creo que de la Vega
lleva razón. Ese pozo solo es un depósito de
mierda, nada más.
—Tened a bien escuchar a vuestros capitanes,
señor —añadió con tono más amistoso fray Martín
—, pues son sensatas sus palabras. En cuanto
llevar el agua a Carlos I, cuando el buen Rey sepa
los métodos que se han empleado para obtener el
agua, de seguro nos pondría a todos en manos de la
Inquisición. ¿Os habéis parado a pensar en eso?
Ponce abrió los ojos por el espanto. ¡La
Santa Inquisición! ¿Cómo había estado tan ciego y
loco de ambición para no darse cuenta de la
estupidez que pensaba cometer? Si por un
momento el brazo armado de la Iglesia sospechaba
que se había cometido tan innombrable pecado, ni
mil aguas mágicas les salvarían de la hoguera.
Ponce comenzó a sentir una cólera tremenda contra
los indios por haberle mentido, y consigo mismo
por tragarse cuanto cuento le largaran una y otra
vez los naturales, recriminándose que a pesar del
tiempo transcurrido y todas las fallidas
expediciones todavía siguiera siendo tan crédulo
de creerse las mentiras sobre la Fuente. Tanto
penar, tanto caminar por la inmisericorde jungla,
luchas, privaciones, para esto, para llegar a un
pozo de aguas infectas, ponzoñosas. Con un rugido
de rabia, desenvainó con rapidez la daga y se
acercó a Na Can San. El cacique fue a decir algo,
pero el gobernador le golpeó con el puño en el
estómago con tremenda fuerza. El indio se dobló
por el dolor, mas no estuvo así mucho tiempo,
porque Ponce le agarró por el pelo y le puso el
cuchillo en el cuello, dispuesto a degollarlo.
— ¡Teneos quieto, en nombre de Hernán Cortés!
—gritó de la Vega agarrando por la muñeca
armada a Ponce.
— ¡Soltad de inmediato al gobernador! —gritó a
su vez Peñate desenvainando su terrible montante.
Como si esa fuera la señal, todos los españoles, de
los dos bandos, sacaron a relucir espadas, dagas y
lanzas, mirándose unos a otros con expresión
terrible, ansiosa, dispuestos a esperar una señal de
sus respectivos capitanes para lanzarse a matar.
Fray Martín alzó los brazos al cielo y pidió
paz y cordura, pero nadie le escuchaba, porque
estaban más atentos a los movimientos de sus
contrarios. Los bandos se midieron las fuerzas,
pero ninguno quiso ser el primero en iniciar las
hostilidades. Los tamemes, ahora sí espantados de
verdad, retrocedieron con premura hasta unas
ruinas donde se escondieron. Para ellos los
españoles eran teules, enigmáticos, terribles y
coléricos, y no era de sabios permanecer en el
mismo lugar que ellos cuando se peleaban. Si
aguerridos eran en sus luchas contra los indios,
aún más sangrientos eran cuando combatían entre
sí. En cuanto a Itzamma y los sacerdotes, seguían
atentos los acontecimientos, sumamente curiosos y,
algo extraño, sin atisbo de temor alguno en sus
morenos y arrugados rostros. Zyanya se preguntaba
qué era lo que pasaba, pero no huyó como los
criados, sino que se acercó cuanto pudo al pozo,
ocultándose detrás del altar de los cráneos de
piedra. Desde su posición, pudo contemplar como
los castellanos formaban dos bandos y se
amenazaban con las armas. De la Vega, ese gigante
de pelo rubio y ojos de jade que tanto la hacía
maldecir a la vez que suspirar, agarraba
firmemente al líder de la expedición por la
muñeca, mientras que el otro gigante, la bestia de
Peñate, gritaba algo que ella no podía entender.
— ¿Cómo os atrevéis a ponerme la mano encima,
capitán? —rugió de cólera Ponce— ¿Acaso
ignoráis quien soy y mi autoridad?
—Perdonad, señor, pero es mi deber asegurarme
que no matáis a este indio —respondió de la Vega
soltando la muñeca del gobernador y
retrocediendo un paso.
—Este perro es un mentiroso, nos ha engañado y le
voy a hacer pagar caro su infamia.
—Con el debido respeto, no podéis hacer tal cosa.
Na Can San es cacique, hombre principal, y como
tal es un prisionero de importancia. Su Excelencia
Hernán Cortés tiene instrucciones muy claras al
respecto. Todos los caciques y principales deben
ser tratados con dignidad y sus personas son
inviolables. Sé que sois gobernador, pero aquí, en
Nueva España y en sus territorios sin explorar, la
mayor autoridad es Cortés, del que soy
representante.
—Es un desafío a mi autoridad, pues soy el
capitán general de la expedición…
—No me hagáis recordar las instrucciones de
Cortés —replicó de la Vega entrecerrando los
ojos.
Peñate y el resto de los soldados seguían
con expectación la conversación de los dos
hombres, sin dejar de vigilarse unos a otros, por si
se tuviera que luchar, mas parecía que la situación
podía arreglarse sin necesidad de recurrir a la
violencia. Na Can San temblaba aún agarrado por
el pelo por Ponce, pero no se atrevía ni a respirar
no fuera a ser que el acero rajara su garganta.
Suplicaba fervorosamente a los dioses que le
sacaran de esta y si lo lograban, prometía
sacrificar veinte esclavos para mayor honra de los
amados dioses. El gobernador miró furioso a de la
Vega, porque no podía tolerar semejante insulto a
su autoridad. Luchaba entre las ganas de matar al
cacique y de ceder antes las sensatas palabras del
capitán. De la Vega, intuyendo que Ponce todavía
no estaba convencido, habló en términos más
amistosos.
—Señor, existe otro motivo por el que no matar al
indio: nos tiene que llevar de vuelta a su poblado y
nos tiene que decir si hay oro o jade. Además, será
llevado preso a Nueva España, donde se le juzgará
por sus crímenes. Matarle ahora será más bien
hacerle un favor.
—Sea —dijo al fin Ponce soltando a Na Can San
—, pero o me dice donde está el oro, o le saco los
ojos, voto a Dios —el gobernador guardó la daga
en la funda de su cinturón y los españoles
suspiraron aliviados y envainaron las armas; de
momento, no habría pelea. Ponce aún ardía de
rabia, pero estaba siendo contenida por su mente
fría y astuta. Ahora lo imperativo era conseguir
todo el oro que se pudiera, dado que parecía que
lo de la Fuente era un nuevo fiasco.
— ¡Zyanya! —gritó de la Vega— ¿Dónde estás,
muchacha? ¡Te necesito!
La hermosa india, al escuchar su nombre,
dio un respingo en su escondite y se apresuró a
obedecer, dejando momentáneamente de lado su
natural rebeldía, porque la situación era muy
peligrosa con los castellanos como para hacerles
enojar. Corrió hasta el lado del capitán y se irguió
sumisa. De la Vega le pidió que le actuara como
lengua pues deseaba conversar con Na Can San y
los sacerdotes.
— ¡Perro! —insultó de la Vega al cacique— Ya
has comprobado que tu vida está en serio peligro,
más te vale que nos digas donde hay oro o jade, o
te aseguro que te cortaremos las manos y los pies.
—Poderoso señor —quien habló fue Itzamma—,
aquí está la Fuente que tanto anheláis, no
comprendo el porqué de vuestras disputas.
Ponce, al saber lo que decía el sacerdote,
se enfureció más todavía y contestó airado al
anciano.
—Dejaos ya de cuentos de fuentes, esas no son
aguas mágicas que hacen recuperar el vigor y la
juventud.
—Lo son, noble señor —insistió tozudo Itzamma.
—Me está cargando el viejo este —dijo Ponce
haciendo rechinar los dientes tras escuchar la
traducción de Zyanya y de la Vega—. ¡Olvidaos de
la Fuente! ¡Oro! Ahora me interesa el oro,
malditos sean vuestros pellejos mentirosos.
Con un suspiro, Itzamma entonces explicó
que en el fondo del pozo, bajo las aguas, había
grandes cantidades de oro en forma de figuras,
aros, anillos, bezotes, pectorales y cacharros. Era
costumbre que, además de lanzar las víctimas de
los sacrificios al cenote, se ofrendaran numerosos
objetos de valor o con clara simbología mágica, la
mayoría hechos en oro, aunque también se podrían
encontrar joyas y numerosas piedras preciosas. De
la Vega tradujo la información del sacerdote y
tanto Ponce como la mayoría de los españoles se
acercaron con curiosidad al borde del pozo para
intentar escudriñar las fétidas y oscuras aguas, a
ver si lograban ver un destello dorado que les
alegrara el día.
—Esto es una pérdida de tiempo —rezongó por lo
bajo de la Vega, harto de la situación. Era evidente
que los indios habían mentido con el asunto de la
Fuente, pero también Ponce de León había mentido
con lo del tesoro maya en oro y jade, y ya intuía
que de la expedición no se iba a sacar nada bueno
ni de valor. Cortés se enfurecería mucho al haber
costeado económicamente tan grande fracaso, pero
el capitán se encontraba furioso por la pérdida
inútil de tiempo y de vidas humanas, porque no
había que olvidar que para llegar hasta esta
misteriosa ciudad en ruinas se tuvo que luchar muy
duro, perdiéndose en la empresa la vida de
compañeros y siervos.
De la Vega, con el rostro ceñudo, se acercó
también al pozo, al lado de Ponce y Peñate, pero
no se dignó a mirar, como si bajo toda esa
porquería se pudiera ver algo. El gobernador,
como si se hiciera eco de los pensamientos del
capitán, dijo.
—Pardiez, ¿cuán profundo será el pozo y su
mierda? Sería bueno saberlo por si hubiera que
secarlo.
—Ja, un trabajo que espero no ver nunca —
exclamó con asco Peñate. Se volvió a de la Vega y,
con gesto hosco y burlón, le dijo al capitán—. De
la Vega, tirad un maravedí, para ver que profundo
es.
Algunos soldados, los fieles del come
ogros, rieron la broma, pero de la Vega, con el
rostro rojo de la impaciencia y la rabia, con la
mano en la empuñadura de la espada, replicó en
tono amenazador, sin que le hiciera maldita la
gracia ningún chascarrillo soez.
— ¿Es a mi? ¿Qué maravedí? Tiradlo vos, que tan
rico parecéis, porque lo que es mi persona, nada
tiene desde que me uní a este fiasco de expedición
comandada por un engaña bobos.
— ¡Capitán! —exclamó horrorizado Ponce.
— ¡Basta! —rugió de la Vega con inusitada
violencia— ¡Todo esto es una mentira! ¡Los indios
nos han mentido, pero vos también! Reconoced de
una vez que mentisteis sobre el tesoro maya de oro
y jade. Nos habéis traído hasta aquí engañados,
haciéndonos promesas de botín, cuando en
realidad sólo veníais a buscar la Fuente. Pues ya
ven vuases mercedes —dijo de la Vega a todos los
soldados—, no hay ni Fuente, ni oro; y encima se
ríen, ¡pues no le veo la gracia, feria mi ánima!
Los castellanos gritaron maldiciones, votos
a tales y cuales, amenazas y fuertes juramentos.
Ponce, que pensaba que esta vez su autoridad sí
era desafiada en verdad tanto por de la Vega como
por la mayoría de los conquistadores, creyó que
era llegado el momento de dar escarmiento. Miró a
Peñate y el colosal español adivinó lo que le
pedía el gobernador. Peñate se acercó a de la Vega
y dijo.
—Se acabo, en nombre del gobernador Juan Ponce
de León, daos preso desde este momento…
—Sólo obedezco a su Excelencia Don Hernán
Cortés —replicó de la Vega retrocediendo un
paso.
Peñate bufó de desprecio y fue a coger a de
la Vega por un hombro, pero el capitán se echó a
un lado y soltó el brazo derecho con cierta fuerza,
golpeando con el revés de la mano en el rostro de
Peñate. El come ogros, que ni tan siquiera había
notado dolor, sólo sorpresa, bramó como oso
herido y se abalanzó sobre de la Vega abriendo y
cerrando sus manazas. Como si de repente hubiera
estallado una tormenta, los españoles comenzaron
a golpearse salvajemente entre ellos, agarrándose
de los cuellos o dándose de puñetazos. El claro
donde se encontraba el pozo y el altar de los
sacrificios se convirtió en un improvisado
escenario de lucha. Los gritos de dolor y el sonido
de los golpes en la carne se sobrepusieron al
típico ruido de fondo de la selva.
Itzamma y sus sacerdotes corrieron a
ponerse a salvo hasta el altar de piedra, junto con
Zyanya y Na Can San. El cacique, espantado ante
la visión de los españoles golpeándose como
energúmenos salvajes, gritó al anciano.
— ¡Ahora es el momento de escapar!
—No podemos hacerlo —respondió Itzamma
mirando con preocupación a Na Can San—. Los
hechizos y ritos han sido activados, hay que
completarlos o la maldición de los dioses caerá
sobre nosotros por haberles molestado y no darles
su justa recompensa.
Na Can San se pasó la mano por su moreno
y sudoroso rostro, por los dioses, que nada parecía
salir de acuerdo con sus planes. Estos españoles,
además de inasequibles al desaliento, ser
esforzados y muy sangrientos en la batalla, eran
también tozudos y muy volátiles de carácter; en un
momento podían reír y al otro tornarse coléricos y
violentos, como ahora.
La pelea se recrudecía para desesperación
de Ponce, que mediante gritos intentaba llamar al
orden, pero nada, porque los castellanos se
golpeaban en un caos de brazos, piernas, insultos y
maldiciones. Fray Martín y Velázquez el mantecas
ayudaban al gobernador en su propósito de
restablecer la paz, pero era inútil, aquí casi nadie
estaba por la labor de detener la lucha. Guerrero
mantenía a raya a sus fieros perros, porque los
animales, ante el griterío y el olor a miedo y rabia
se habían puesto a ladrar con ferocidad y tiraban
de las cadenas con la intención de morder a algún
soldado. El joven Gutiérrez aprovechaba el
tumulto para gatear por el suelo en busca de
monedas, saquillos y cualquier otro objeto que
caía a resultas de la violencia del combate; incluso
llegó a robar con ágiles y veloces manos a un
conquistador que había caído al suelo medio
desvanecido.
Peñate intentó golpear con su enorme puño
a de la Vega en el rostro, pero el capitán era más
ágil y poseía mejores reflejos y logró esquivar el
golpe, aunque por muy poco. De la Vega maniobró
con rapidez y se puso a un lado del come ogros,
lanzando dos puñetazos muy seguidos con su brazo
derecho al costado de su oponente. Peñate acusó el
golpe, mas físicamente era un coloso y no le frenó
ni un ápice el dolor, respondiendo con contundente
golpe de codo. De la Vega echó para atrás la
cabeza, pero aún así el codo le impactó un poco en
la frente; si le hubiera dado de lleno seguro que el
daño habría sido tremendo. Con todo, de la Vega
retrocedió dos pasos mientras la visión se le
tornaba medio borrosa y la cabeza se le movía
como si fuera un péndulo. Consiguió recobrar la
lucidez a tiempo, porque Peñate ya se le echaba
encima de nuevo. Paró un golpe con su antebrazo
que le lanzaba con el puño Peñate y con la
izquierda sacudió en la barbilla a su rival, más en
esta ocasión tampoco el gigante se vio frenado.
Varios españoles rodaban por el suelo,
agarrados unos a otros en revoltijo caótico,
intentando golpearse o incluso estrangularse.
Como al inicio de la pelea casi todos ya habían
guardado armas, no parecía que nadie tirara de
espada para solucionar el conflicto, mas eso no
iba a pasar durante mucho tiempo más. Un soldado
sacó su daga y arremetió contra su rival, que
también ya andaba con cuchillo en mano, y tras
unos tajos, varias maldiciones y de por vidas una
hoja de acero se hundió hasta la empuñadura. Al
grito de muerte acudió presto fray Martín, aullando
como si se enfrentara al mismísimo mal.
— ¡Deteneos! —gritaba con la Cruz en alto
mientras el soldado herido, en el suelo, gemía en
agonía— ¡Un muerto, por Cristo bendito! ¡Un
muerto, ya hay un muerto! ¡Deteneos de inmediato!
Ponce y Velázquez el mantecas acudieron a
toda prisa junto a fray Martín con rostros
espantados. Velázquez se arrodilló de inmediato
ante el herido, con trapos en la mano para taponar
la brecha e impedir la fuga del líquido vital, más
todo se revelaba inútil, porque el hombre, entre
suspiros, se moría.
— ¡Esperad, Peñate! —gritó con fuerza de la Vega
a su contrincante— ¡Mirad allí, por Dios!
El come ogros a punto estuvo de no hacer
caso al capitán, pero ya él mismo escuchaba los
desgarradores gritos del fraile y paró de luchar
para mirar donde se le decía. Poco a poco, los
demás españoles hicieron lo mismo, recobrando la
sensatez, sin que se viera eliminada de todos
modos la rivalidad existente. Los soldados se
agruparon en círculos alrededor del camarada
herido, que estaba siendo atendido espiritualmente
por el fraile. Ponce, con el rostro encendido por la
rabia, gritó.
— ¿Quién ha sido? ¡Más vale que dé la cara!
Nadie se atrevió a dar un paso adelante
para confirmar la autoría de la muerte. Peñate,
rugiendo, se acercó hasta Juan Pacheco y le agarró
por la pechera.
— ¡Ven aquí, bellaco! Sé que has sido tú, te lo
huelo, responde al gobernador o te abro en canal
ahora mismo.
—Fue en defensa propia, él también tenía un
cuchillo.
—Basta de excusas —dijo Ponce muy irritado—.
Qué vergüenza, españoles luchando entre ellos
como si fueran escoria de puerto. ¿Y vuases
mercedes se llaman cristianos y soldados?
Pacheco, no creáis que esto lo dejaremos pasar,
mas aquí no se puede hacer nada por ahora, pero
en cuanto estemos en tierras civilizadas tendréis
que pasar por juicio para aclarar esta muerte.
Pacheco fue a protestar, pero la furiosa
mirada que le lanzó Peñate le hizo replantearse
mejor su postura y quedó callado. El herido, por
su parte, ya había lanzado su último aliento,
mientras la rala hierba era regada con su sangre
que iba formando un gran y espeso charco. Fray
Martín hizo la señal de la Cruz con su mano y dio
por finalizada la confesión. Se levantó, miró
desilusionado a su alrededor y pidió que se
enterrara cristianamente al fallecido, mientras se
alejaba del grupo con la cabeza gacha y orando al
Señor. Ponce ordenó que varios tamemes cavaran
de inmediato una tumba, mientras exigía que
trajeran a su presencia al cacique y los sacerdotes.
Los soldados cuchichearon, formados claramente
en dos bandos muy antagónicos. Peñate y de la
Vega se miraron con intenso odio; dejarían para
más adelante su rivalidad, que sólo podía terminar
con la muerte de uno de los dos.
Villafaña y cuatro soldados descubrieron a
los indios escondidos tras el altar de los cráneos
de piedra y, mediante voces, les obligaron a acudir
al pozo. Los indios obedecieron sumisos, mas Na
Can San se encontraba por dentro muy satisfecho.
No de la manera que habría imaginado, pero los
dioses ya tenían su sacrificio humano y la
maldición podría seguir su curso. Tenía que
esforzarse para no reír o darse palmadas en los
muslos de las piernas con alegría. Por su parte,
Itzamma se encontraba desesperado, aterrado,
porque la sangre derramada activaría en breve a
los guardianes de la ciudad sagrada y estos
matarían a todos, incluidos ellos mismos.
Ya los tamemes habían salido de su
escondite y de nuevo volvieron a ponerse al
servicio de los españoles, intuyendo que lo más
peligroso había pasado. Zyanya, que no sabía
exactamente qué hacer, se acercó hasta de la Vega
y comprobó que el español tenía un golpe en la
frente de donde caía un estrecho reguero de sangre.
La mujer se rasgó con soltura un trozo de túnica y
lo puso en la herida del hombre. De la Vega, que
no se había dado cuenta de la presencia de la
hermosa muchacha, pegó un respingo de la
sorpresa, aunque, con un suspiro, dejó hacer a la
india. Zyanya no se lo podía creer, pero allí
estaba, intentando curar a ese castellano que era su
enemigo y el de su pueblo. ¿Qué la pasaba? ¿Por
qué ese ansia que tenía por agradar al soldado?
¿Por qué su corazón le latía con más fuerza cada
vez que le miraba a los ojos y sentía perderse en
sus profundidades verdes, en esa mirada tan
expresiva y firme? De la Vega miró a su vez a la
joven, a sus ojos almendrados y marrones, tan
hermosos y fieros, y sintió una extraña sensación.
Con un movimiento suave, tomó de la mano a
Zyanya y la fue a decir algo, mas no pudo hacerlo
porque los gritos furiosos de Ponce le obligaron a
prestar atención. De la Vega se alejó de Zyanya
para averiguar qué pasaba, mientras la muchacha
gruñía con fuerza, sintiendo que un momento
mágico había pasado sin que nunca hubiera
llegado a producirse. Se odió a si misma por ser
tan necia, jurando que en cuanto tuviera un arma la
clavaba en el corazón del capitán; novena vez que
se prometía lo mismo para a continuación suspirar
en cuanto miraba el corpachón del hombre.
Ponce se encontraba gritando a Na Can San
y los sacerdotes, flanqueado por Peñate y Núñez.
Mientras de la Vega caminaba hacia el grupo de
castellanos, Valenzuela se le acercó y le preguntó
si estaba bien, porque pegarse contra Peñate no
era cosa baladí, vive Dios.
—Estoy bien —dijo de la Vega.
—Me alegra, capitán, mas la situación no puede
continuar. Es hora de que empecéis a pensar en
tomar el mando de la expedición, porque Ponce
sólo nos va a conducir al desastre.
Dicho esto, Valenzuela se alejó para
juntarse con otros compadres, dejando a de la
Vega pensativo y sopesando opciones y
contratiempos. Una vez a la altura de Ponce,
preguntó que pasaba, para descubrir que el
gobernador estaba acusando a los indios de
mentirosos y charlatanes. Muy irritado, el
gobernador maldecía a Na Can San por
engañarlos, ya que aquí no había Fuente de la
Juventud. Mas no hay mal que por bien no valiera,
argumentó Ponce, y dado que estaban aquí, lo
importante ahora era encontrar cuanto oro fuera
posible. ¿Dónde se encontraba el codiciado metal
amarillo? ¿En el pozo? ¿En algún templo, o en un
subterráneo? ¿En los palacios medio derruidos?
¿Existían minas por los alrededores?
—Hablad u os cuelgo del árbol más cercano —
amenazó con el puño en alto Ponce.
De la Vega hizo un gesto con la mano a
Zyanya para que se acercara para que sirviera
como lengua, y así pudo el cacique enterarse de
las demandas de Ponce. De todas formas, Na Can
San no sabía qué hacer, si mentir, exagerar o pedir
al gobernador que cumpliera su promesa de
dejarle marchar libre. Como tardaba en responder,
Ponce perdió la paciencia y dijo a Peñate.
—Ya estoy harto, vive Dios, bastante paciencia he
tenido con estos salvajes; si vuase merced me hace
el favor…
—No faltaba más —rió con furia Peñate.
El enorme capitán agarró con una mano el
cuello de Na Can San y con la otra le golpeó en el
estómago, luego varias veces en el rostro con la
mano abierta. Cada golpe sonaba como un trallazo,
y el cacique jamás pudo imaginar que alguien
pudiera poseer tanta fuerza como ese español. Fue
un pelele en sus manos, ni tan siquiera pudo
defenderse.
—Peñate, que lo matáis —dijo con cierta urgencia
de la Vega—, y si se muere no podrá decir nada.
—Es verdad, jo, jo, jo —el come ogros soltó al
cacique, que cayó al suelo medio inconsciente, con
las mejillas enrojecidas de los golpes y tosiendo
por el dolor en el estómago.
—Hablad ya —exigió Ponce— ¿Dónde hay oro?
Na Can San, tras aspirar aire con fuerza
varias veces, logró recobrar la conciencia al
completo, se levantó como buenamente pudo y
contestó con voz quebrada por el dolor y el miedo.
—Poderoso señor, sé donde hay mucho más oro
aparte de el del pozo, en forma de estatuas e
ídolos, y ofrendas también, mas recordad que me
habíais prometido dejar en libertad y no matarme
si os lo decía. Señor, miedo tengo de deciros
donde se encuentra el oro, porque luego puede que
me matéis al pensar que ya no os puedo servir. Os
ruego muy humilde que cumpláis vuestra promesa.
—Habla de una vez, te dejaré libre, pero habla,
por Cristo redivido —Ponce se irritaba cada vez
más, y los dientes los apretaba con furia, harto de
todos y en especial de los indios. A medida que
iba asimilando la cuestión de que la Fuente era un
engaño el humor se le iba agriando por momentos.
Na Can San, con un suspiro, acariciándose
con una mano las mejillas que le ardían a resultas
de las bofetadas, contó que en el interior de los
templos y palacios se podían encontrar estatuillas
de oro, así como ofrendas a los dioses compuestas
en su mayor parte de oro y mascaras y pectorales
de oro. Si se sabía buscar bien, se podían
encontrar nichos y escondrijos repletos de joyas,
oro y piedras preciosas. Era verdad que en el
fondo del pozo había mucha cantidad de oro,
quizás donde más hubiera en toda la ciudad, pero
no tenía ni idea de cómo se podría recuperar.
Según las leyendas y las historias de los
sacerdotes, el lugar donde albergaba mayor
cantidad de tesoros era el templo principal del
centro de la ciudad, por el que habían pasado y
que era posible ver con claridad debido que
sobresalía por encima de todos los edificios
gracias a su imponente altura.
— ¿Eso es todo? —preguntó Ponce con tono
amenazador.
—Es todo, poderoso señor —respondió Na Can
San muy sumiso, intentado agradar lo máximo al
gobernador—. Es todo lo que sé, lo juro por los
dioses. Ahora os pido que nos dejéis libre y
estaremos contentos, no nos necesitáis más, volver
no es tan difícil, tan sólo debéis desandar el
camino. A nosotros nos esperan nuestras familias,
nuestros deberes, debemos recomponer la aldea y
fortalecer los lazos de amistad entre nuestros
pueblos…
— ¡Vos os quedáis aquí! —gritó con furia Ponce—
¿Pero qué os habéis creído, miserable pagano?
¿Qué os iba soltar después de haber matado y
comido a españoles, de habernos mentido acerca
de la Fuente? De aquí no se mueve nadie; dar
gracias a Dios que no os mate, pero vais a saber lo
que es el infierno en la tierra, eso os lo juro,
canalla.
Na Can San abrió los ojos por la
desesperación. De repente se dio cuenta de lo
necio que había sido al pensar que los castellanos
iban a liberarle así por las buenas. No sólo había
sido estúpido, sino un terrible ingenuo; después de
todo, él mismo había mentido y engañado a los
españoles con la intención de atraerles hasta la
ciudad para que fueran asesinados por los
guardianes. ¡Los guardianes! El cacique soltó un
gemido de angustia, los terribles espíritus
protectores de la ciudad ya estaban despiertos,
seguramente en cuestión de instantes caerían sobre
ellos con sangrienta furia. Horrorizado, Na Can
San se tiró de rodillas delante de Ponce para
suplicar.
— ¡Señor, noble señor, hacedme caso! ¡Vámonos,
vámonos! Los espíritus se han despertado y
vendrán a por nosotros. ¡Vámonos ya!
— ¿Pero qué dice el indio este ahora? —preguntó
el gobernador arqueando una ceja.
De la Vega, con la ayuda de Zyanya, intentó
con rapidez traducir las apuradas súplicas del
indio.
—Dice que es conveniente que nos vayamos
cuanto antes, señor —dijo el capitán con cierta
preocupación—, que hemos despertado a no sé
qué demonios que nos van a matar de inmediato.
— ¡Supersticiones paganas! —argumentó Ponce
mientras tomaba con la mano su crucifijo de plata
y lo besaba— Este indio nos viene ahora con
cuentos después de habernos mentido. Ni caso.
— ¿Pero es qué no os dais cuenta del espanto que
se nos viene encima? —seguía diciendo Na Can
San con claro terror en la voz— ¡Vámonos, por los
dioses, no perdamos el tiempo!
— ¡Cállate ya, perro! —Peñate avanzó dos pasos
y golpeó con la mano al cacique en el rostro. Na
Can San cayó hacia atrás y allí se quedó, quieto y
dolorido.
Ponce aseguró que nadie se marcharía
hasta encontrar el oro. Gritó varias órdenes para
que los hombres y los tamemes volvieran a formar
en grupos, porque la idea era comenzar a explorar
las ruinas en busca de botín. Na Can San se sentó
en el suelo, lloriqueando al pensar que en breve
iban a ser testigos de espantos sin fin. Miró a
Itzamma y le preguntó si era posible parar el
hechizo que despertaba a los guardianes.
—Está hecho —respondió el anciano sin temor en
su voz—. Ya no se les puede detener, excepto si se
realizan ciertos rituales, pero ya es demasiado
tarde.
— ¡Estamos muertos! —gimió con desesperación
Na Can San.
—Es el resultado de dejarse llevar por la ceguera.
Hay cosas con las que no se puede jugar como un
niño malcriado —sentenció muy digno Itzamma—.
Que los dioses nos protejan, pues los guardianes
nos matarán a todos y se darán un festín con
nuestra sangre y carne.
Los tres acólitos mayas de Xoltchi
intentaron también convencer a Ponce que no era
cosa buena permanecer por más tiempo en el valle,
pues se sentía la muerte en todas partes. Ponce, sin
paciencia ya, despidió a los mayas con gestos
bruscos y no quiso saber más de ellos. Peñate, de
la Vega y el gobernador, ante las pocas horas que
quedaba de día y para terminar cuanto antes y
marchar de allí, decidieron crear tres grupos para
explorar las ruinas y buscar oro y riquezas. Todo
lo encontrado debía ser traído al centro de la
ciudad, a un palacio que habían visto antes y que
les iba a servir como real y para pasar la noche.
Nadie podía quedarse con botín, todo lo
conseguido debía ser llevado al real, tasado y
previamente repartido a partes iguales y según
prebendas, tales como rangos e hidalguía, sin
olvidar la parte de Hernán Cortés y el quinto real,
que pertenecía por ley a Carlos I. Si un soldado
incumplía las instrucciones y sustraía algo, se le
arrestaría de inmediato.
Una vez de acuerdo, los tres hombres
decidieron marchar al centro de la ciudad y
organizar allí los grupos de búsqueda, repartiendo
criados para que pudieran cargar con lo
encontrado. Villafaña y sus compañeros tomaron a
los sacerdotes y a Na Can San por los brazos y les
obligaron a caminar. El cacique seguía cabizbajo y
lloriqueando, suplicando piedad a sus dioses
terribles y sanguinarios, maldiciendo el día que se
le ocurrió que podía ser más listo que los dioses;
ahora pagaba cara su locura. Poco a poco, todos
fueron abandonando el pozo de los sacrificios y el
altar de las calaveras de piedra. Tras ellos, las
aguas hediondas del pozo comenzaron a burbujear
lentamente, mientras una extraña neblina baja, que
llegaba hasta los tobillos, comenzaba a surgir de la
selva y se desparramaba lentamente por la ciudad.
La jungla enmudeció, los pájaros alzaron el vuelo
en bandadas y volaron lejos, mientras los animales
huían a lo más profundo del valle a guarecerse. La
muerte enviaba a sus siervos y la Creación
contenía el aliento indignada ante el espanto y la
perversión que en el valle se estaba alzando.
CAPÍTULO XIV

DONDE SE EXPLICA COMO SE EXPLORA LA


CIUDAD, SE TOPA CON DESAGRABLE
COMPAÑÍA Y SE ENTABLA UNA LUCHA A
MUERTE CON LO QUE NO SE ESPERABA.

De común acuerdo, se formaron los tres


grupos de exploración. El primer grupo lo
formaría Ponce de León, con Villafaña, Pedro
Velázquez el mantecas y un grupo de españoles y
varios tamemes, junto con los sacerdotes, Na Can
San y los tres acólitos mayas. Buscarían en el
interior del templo principal, en cuya inmensa base
se encontraba la expedición, y en los alrededores
en caso de no encontrar nada de valor en el
colosal edificio. El segundo grupo estaría
compuesto por el capitán Diego de la Vega
Hurtado y de Velasco, Valenzuela, Cristóbal López
y otros soldados, que se encargarían de batir la
zona sur de las ruinas. El tercer grupo lo lideraba
Francisco Peñate y con el gigante marcharían su
protegido, Gutiérrez de Salamanca, más la inmensa
mayoría de conquistadores de “tercera”, como
Juan Pacheco o Núñez, junto con fray Martín y
Antonio Guerrero y sus perros. Los ballesteros y
arcabuceros se repartieron a partes iguales entre
los tres grupos, no se esperaba encontrar ningún
tipo de problema, pero nunca estaba de más tomar
precauciones. También los criados indios se
repartieron de manera equitativa.
Zyanya se disponía a marchar con el grupo
de Ponce, junto al cacique, pero de la Vega se
adelantó y pidió a la muchacha que marchara con
él, porque no se terminaba de fiar y no estaba del
todo seguro de que no hubiera peligro. La
muchacha sintió miedo y preguntó qué era lo que
ocurría, pero el capitán no supo responder.
—No lo sé —se sinceró de la Vega encogiéndose
de hombros—, pero todos mis instintos me dicen
que hay algo extraño y siniestro en estas ruinas.
¿Os habéis fijado en cómo los pájaros han salido
volando de las copas de los árboles de la selva y
como esta se ha quedado en silencio? Pues yo sí,
voto a Dios, y eso sólo ocurre cuando hay
problemas. Mujer, estaría mucho más tranquilo si
estuvierais a mi lado, donde os pudiera ver y
proteger.
La hermosa india sintió como le latía el
corazón de manera acelerada al escuchar las
palabras del español, de su preocupación hacia
ella y su deseo de protegerla de todo mal.
— ¿De verdad deseáis protegerme? —preguntó la
muchacha en un susurro.
De la Vega la miró con pasión y
convicción, puso su mano en el hombro suave y
moreno de la india y respondió.
—Daría mi vida por protegeros, mi hermosa dama.
Sé que somos enemigos, pero os juro por mi honor
y el de mi familia, por Dios que es todo amor, que
os protegeré de cuanto peligro nos pueda surgir.
Zyanya no respondió, se limitó a acariciar
la mano del hombre para alejarse rápidamente sin
mirar atrás, a su puesto entre el grupo de tamemes.
No deseaba que el capitán viera en sus ojos el
deseo y el amor, porque eso era lo que sentía la
india hacia el inmenso soldado, no lo podía
ocultar más. Se preguntó cómo era posible que se
hubiera enamorado de alguien que había atacado a
su poblado causando la muerte de guerreros a los
que había conocido en vida. Se encontraba
confusa, angustiada, porque se debatía entre el
deber hacia su gente y el escuchar a sus
sentimientos y corazón. También sentía miedo,
porque las palabras del capitán eran un presagio
de peligro y muerte. Ella también se había dado
cuenta del vuelo de los pájaros, del extraño
silencio que todo lo invadía y del misterioso
desasosiego que sentía desde el momento que pisó
por primera vez la ciudad. Pero ella era una mujer
después de todo, no un guerrero, era normal que
sintiera miedo, ahora bien, que lo sintiera un
poderoso guerrero como de la Vega, que era un
gigante terrible en la lucha, capaz de enfrentarse a
una bestia como Peñate o a diez indios armados,
era otra cosa; en los ojos verdes del capitán había
visto por un momento sincero pánico. Zyanya se
estremeció de horror.
Justo cuando los grupos se iban a separar
para explorar sus respectivas zonas, Ponce pidió a
Peñate que se uniera a su formación, pues deseaba
hablar con él de ciertos planes. Peñate obedeció y
puso a Guerrero al mando de su grupo. Gutiérrez
fue tras su mentor, pero el come ogros dijo al
muchacho que siguiera con Guerrero y los demás,
porque así podría explorar por su cuenta.
—Ya sabéis, por si encontráis algo que nos pueda
servir —y Peñate guiñó el ojo al chico—.
Procurad que nadie os pille, pues ya sabéis cual es
el castigo.
Gutiérrez asintió con la cabeza, esbozando
una sonrisa de complicidad en su juvenil rostro de
agradables formas. El muchacho corrió a reunirse
con su grupo para avanzar hacia la zona de la
ciudad que debían explorar. Núñez observó con
desagrado la niebla que se iba apoderando poco a
poco de las ruinas.
—Pardiez, que niebla tan extraña —comentó el
conquistador—. Solo nos llega hasta los tobillos,
pero es tan espesa que apenas me veo los pies.
—Es producto seguramente del agua del río —
explicó Juan Pacheco—. Las aguas frías de los
ríos y pantanos provocan este tipo de neblinas
bajas. Además, está cercano el anochecer y por
eso la niebla ya comienza a levantarse; seguro que
para la noche todo el valle estará envuelto en ella.
—Razón de más para darse prisa en buscar el oro,
maldita sea —rezongó Guerrero, que se las tenía
tiesas con sus tres perros. Los animales se
mostraban nerviosos, husmeaban al aire, gruñían y
tenían el pelo del lomo erizado. A Guerrero le
costaba poder tenerlos a raya, ya que los canes
ladraban y tiraban con fuerza de las cadenas que
les sujetaban.
— ¿Qué les pasa a estas bestias? —quiso saber
Núñez.
—Y yo que sé —respondió con un juramento
Guerrero—. Están así desde nuestra pequeña
bronca, deben estar nerviosos.
Los soldados blasfemaron con rabia,
porque los ladridos de los perros les ponían de los
nervios, pero excepto Guerrero, no había hombre
que tuviera arrestos para acercarse a los perrazos
cuando estos se encontraban en tal furibundo
estado. El grupo marchó a buen ritmo hasta llegar
al extremo norte de la ciudad, donde abundaban
colosales edificios de dos y hasta tres plantas;
algunos debieron ser casas de nobles y
principales, y otros posiblemente almacenes.
También había dos pequeños templos escalonados
y una inmensa cancha con graderías donde se
habría jugado al extraño juego de pelota maya.
Núñez, que era quien ostentaba el mando ante la
ausencia de Peñate, ordenó que los castellanos se
juntaran en grupos de cuatro, o sea, tres grupos,
para poder internarse en los edificios que se
encontraban casi por entero en perfecto estado de
conservación y en los templos en busca de oro,
joyas o escondites donde se pudieran guardar
tesoros. Con cada grupo de soldados irían seis
tamemes para ayudar en las tareas de búsqueda y
cargar con lo encontrado.
—No demoréis mucho en la búsqueda —dijo
Núñez con mal gesto—. Pronto se hará de noche y
no me apetece para nada estar rondando para
entonces por entre estas malditas ruinas, que Dios
las maldiga. ¿Queréis hacer callar de una vez a los
perros, Guerrero?
—No puedo, están demasiado nerviosos —
protestó con cierto enfado Guerrero mientras
tiraba de las cadenas— ¡Quietos, condenados
perros! Tranquilo, “Fantasma”. Sosegate,
“Noche”. ¡”Gran Cabrón”, deja de ladrar!
Condenados animales, os voy a quebrar el
espinazo a garrotazos como no os calléis.
Gutiérrez aprovechó que todos los
soldados estaban pendientes de los canes de
Guerrero para escabullirse detrás de la esquina de
un edificio; seguro que durante un buen rato no le
echarían de menos. Corrió a toda prisa para
alejarse un buen trecho, consciente de que no
podía ser sorprendido buscando oro por su cuenta.
Cuando creyó que estaba lo suficientemente lejos,
pero no tan lejos como para volver en caso de
problemas, se detuvo y echó un vistazo a su
alrededor. La calle en la que se encontraba, vacía
y con el suelo oculto por la persistente niebla, era
amplia y larga, con filas de pequeñas casas a los
lados. El joven intuyó que debían haber sido
hogares del pueblo o de la servidumbre, allí no
habría oro, así que anduvo un buen trecho hasta
topar con lo que parecía un palacio de dos plantas.
La fachada estaba adornada con gran profusión de
enigmáticos jeroglíficos y símbolos mayas,
indescifrables para Gutiérrez, pero en su día tuvo
que ser lugar rico; allí era posible encontrar algo
de valor.
No se podía ver en el interior del
rectangular edificio, a pesar de que tenía un
pórtico festonado de columnas rectangulares y alto
techo acabado en pico en su interior, y es que los
mayas tenían la curiosa costumbre de construir las
casas sin ventanas, tan sólo puertas o como mucho
patios interiores sin techumbres. Debía entrar,
pues, para comenzar el pillaje y la búsqueda de
botín. Justo cuando caminaba hacia la entrada
principal, que no poseía puertas de maderas, notó
un extraño olor en el ambiente. Era como a
podredumbre, similar a lo que olió cuando estuvo
donde el pozo de los sacrificios. ¿Sería que el
viento había llevado hasta esta parte de la ciudad
los putrefactos efluvios del cenote? No era posible
tal cosa, porque no soplaba la más mínima brisa.
Gutiérrez se detuvo inquieto. El fétido olor
persistía y parecía volverse más fuerte. El
muchacho reconoció enseguida ese espantoso
hedor: era el de la muerte, el de cuerpos humanos
descomponiéndose. Lo había olido demasiadas
veces en los campos de batalla como para no
reconocerlo. Sacó la daga del cinturón y miró a su
alrededor. Ahora se escuchaba un suave sonido,
como el roce de pies descalzos en la rala hierba,
de manos raspando la piedra, de cuerpos andando
pesadamente. El olor se hizo más fuerte.
— ¿Quién anda ahí? ¡Mostraos, por Cristo! ¡Putos
indios, Peñate os va a despellejar como no salgáis
enseguida!
No hubo respuesta a los gritos de
Gutiérrez, tan sólo el sonido que se acercaba, que
a pesar de ser quedo, apenas perceptible en
circunstancias normales, en medio del opresivo y
terrible silencio de la ciudad sonaba claro y alto.
Cada vez se notaba más cerca, junto con la peste a
muerto, y Gutiérrez sintió un miedo espantoso y
como el corazón le latía rápido, golpeando el
pecho con fuerza. Alzó la daga y giró sobre sí
mismo, pero no lograba ver nada. Pensó que lo
más prudente sería volver con los soldados de
inmediato.
El ataque vino de improviso. Surgiendo del
interior del palacio, por el pórtico principal, el de
las columnas, cuatro cosas, avanzando lentamente,
como si les costara caminar, emergieron de detrás
de las columnas con los brazos extendidos hacia
delante. Gutiérrez en un principio se quedó quieto,
intentado vislumbrar a las cuatro figuras que tomó
por salvajes guerreros, pero en cuanto salieron de
las sombras un gemido de pánico surgió de su
boca. Aquello no eran salvajes, de hecho, era
probable que ni fueran humanos. Sí, eran mayas,
guerreros por sus adornos de plumas podridas,
petos y pectorales, pero su piel era pálida como la
de los cadáveres, con las venas azules marcadas y
los músculos ajados y secos. De su carne
putrefacta surgían ampollas o gruesas pústulas que
supuraban apestosa pus, incluso gusanos se movían
en su interior, cayendo a cientos al suelo a medida
que las cosas de pesadilla avanzaban hacia
Gutiérrez.
A uno le faltaba un brazo a la altura del
hombro, a otro se le veían las entrañas a través de
un desgarrón en el estómago, negras, podridas, con
gusanos, pero lo peor eran los rostros de los
mayas: eran rostros sin vida, con los ojos fríos,
carentes de toda vitalidad e inteligencia, en ellos
no se veía nada excepto una infinita hambre. Sus
bocas, moradas, putrefactas, con los dientes
negros, afilados en punta, se abrían como
intentando hablar, pero sólo emitían un murmullo
grotesco, una palabra imposible de entender,
enfermiza y obsesiva. Avanzaban hacia Gutiérrez
con sus garras extendidas, ansiosos por comer
carne fresca, viva y palpitante.
— ¡Cristo me ampare! —exclamó lleno de horror
Gutiérrez— ¿Qué sois, engendros del infierno?
¡Atrás! ¡Perros indios! ¿No sabéis acaso que soy
el protegido de Peñate?
Los muertos mayas no se inmutaron ante las
amenazas del joven, sino que continuaron
avanzando hacia Gutiérrez, andando cada vez más
deprisa, como si sus piernas enflaquecidas,
plagadas de costras, llagas y putrefacción se
acostumbraran por momentos a moverse. Gutiérrez
decidió no quedarse más tiempo parado. Se dio la
vuelta pero con espanto comprobó que más
muertos mayas habían surgido de entre las ruinas y
de los edificios. Le tenían rodeado. El joven notó
como le faltaba la respiración de puro terror. Con
gritos de “¡Atrás!”, blandía la daga de lado a lado,
mientras las cosas de pesadilla se le iban
acercando, estrechando el cerco. Gutiérrez no se
lo pensó más. Cerró los ojos y corrió hacia delante
con el brazo del puñal extendido.
Se movió gritando, confiando que la fuerza
de su voz le armaría de valor y echaría para atrás
a esos mayas cadáveres andantes. Chocó contra
algo, algo espantosamente blando, viscoso y
terriblemente frío. Notó como la daga se clavaba
hasta la empuñadura, que se abría un espacio
delante de él y podía seguir corriendo. Abrió
entonces los ojos y descubrió que había logrado
romper el círculo y estaba libre. Sin dejar de
correr torció una esquina de un pequeño templo
para llegar a donde Núñez y los soldados. A sus
espaldas, los muertos mayas le persiguieron,
torpemente al principio, mas enseguida
comenzaron a correr, aunque nunca a la velocidad
suficiente como para poder alcanzar al muchacho.
Gutiérrez seguía gritando, intentando avisar
a los castellanos del espanto que se les venía
encima. Por Dios bendito, no estaba tan lejos del
grupo, ojalá pudiese llegar antes de que esas
horribles cosas le atraparan. Se atrevió a mirar
por encima de su hombro, descubriendo que
dejaba atrás a los muertos mayas, que ya eran al
menos una docena corriendo con los brazos
extendidos y sus espantosas bocas abiertas en
clara demanda de carne y sangre. Lograría
escapar, no poseían velocidad.
Núñez escuchó gritos y detuvo a sus
compañeros. Habían estado en el interior de una
casa sin descubrir nada de valor y ahora se
encontraban en una plaza con dos pequeños altares
medio derruidos en su centro. También se
encontraba allí Guerrero, que seguía sin
tranquilizar a los perros, pero al menos no
ladraban.
—Guerrero —dijo Núñez a su compadre— ¿No
habéis escuchado gritos?
—A fe mía que sí —respondió Guerrero
intentando escuchar.
Parecían los gritos de un chico,
seguramente Gutiérrez, pensó Núñez, que en ese
momento es cuando se dio cuenta de que el
muchacho se había marchado por su cuenta a
explorar las ruinas. “Condenado ladrón”, dijo para
sí mismo. Pero ahora no sólo eran los gritos del
mancebo lo que se escuchaba, sino también
alaridos de miedo y pánico a una cuadra de
distancia; donde supuestamente estaba el tercer
grupo de cuatro hombres buscando oro.
— ¿Qué pasa aquí? —preguntó muy extrañado
Juan Pacheco.
Núñez no respondió, sino que sacó espada
y se colocó el escudo en el brazo izquierdo. Ante
eso, los ocho españoles se prepararon, y los dos
ballesteros tensaron las ballestas. Los perros
comenzaron a gruñir y mostrar las fauces, mientras
sus lomos se erizaban y tiraban con furia de la
cadena, intentando escaparse para arremeter contra
un enemigo invisible. Fray Martín oró una pequeña
plegaria y alzó su Cruz de madera, mientras
agarraba su palo dispuesto a repartir golpes si los
salvajes les atacaban.
— ¡Por Cristo bendito! ¡Qué olor tan asqueroso!
—gritó un soldado ante la peste que se adueñó de
repente de la plaza.
Los tamemes comenzaron a gemir muertos
de miedo y a mostrar claramente mediante sus
gestos y caras de terror a querer irse de allí. Como
los españoles no parecían hacerles caso, los doce
indios corrieron a guarecerse al interior de uno de
los dos pequeños templos. Núñez hizo juntarse a
los soldados en el centro de la plaza, con las
armas preparadas, por si se tuviera que luchar
contra lo que parecía un ataque por parte de
salvajes. Los castellanos se mostraban nerviosos,
miraban a todos los lados, con las manos blancas
por empuñar espadas y lanzas con fuerza. Algunos
se santiguaban o besaban crucifijos o estampas de
santos, orando con fervor y pidiendo merced al
Señor.
— ¡Allí! ¡Mirad! —señaló con el dedo un
soldado.
Por un extremo de la plaza apareció
corriendo Gutiérrez, con el rostro congestionado
por el esfuerzo y el indomable terror que padecía.
Venía agitando los brazos, llamando a gritos a los
soldados.
— ¡A mí, compañeros! —suplicaba el muchacho
— ¡Socorredme! ¡Qué espanto! ¡Qué Dios nos
proteja!
— ¡Muchacho! —preguntó Pacheco con tremendas
voces— ¿Qué ocurre? ¿Por qué vienes tan
espantado y pidiendo socorro?
Gutiérrez avanzó un poco más, miró hacia
atrás y no vio nada. Dio gracias a Dios de manera
sumamente vehemente, jadeando por el terrible
esfuerzo de correr y combatir a la vez el miedo. Se
apoyó con una mano en el muro de un edificio,
contiguo a la plaza, intentando recuperar fuerzas y
el aliento. Su rostro estaba colorado, surcado por
churretes producto de las lágrimas y un hilillo de
mocos le caía de la nariz.
— ¡Unas cosas! ¡Muertos, lo juro por Dios! —
intentó explicarse sin conseguirlo, aspirando aire
con fuerza y alzando la cabeza— ¡Por Dios, qué
horror!
— ¿Pero qué dices, rapaz? —siguió gritando
Pacheco; hizo una señal al chico con la espada—
¡Ven acá de una condenada vez y explícanos que
pasa!
Gutiérrez asintió con la cabeza y dio un par
de pasos hacia el centro de la plaza, donde estaban
los soldados y el fraile. Los gritos que parecían
provenir del otro grupo ya no se escuchaban.
—Gracias a Cristo que he logrado escapar. Que
miedo he…
El muchacho no pudo decir más, porque
surgiendo de repente de entre unas anchas
columnas de piedra decoradas con relieves de
dioses y demonios, un muerto maya agarró a
Gutiérrez por el pecho y se tiró a su cuello. Otros
dos guerreros putrefactos salieron de entre las
piedras y también agarraron al chico que comenzó
a gritar de terror, intentando en vano zafarse con
manotazos, pero era tanto el miedo que le
embargaba, que hasta las fuerzas le fallaban. Todo
sucedió muy deprisa. El muerto maya que agarraba
a Gutiérrez le mordió en el cuello con sus dientes
afilados en punta. Chorros de sangre surgieron de
la carne del muchacho. Los otros dos muertos
vivientes rasgaban con sus manos, zarpas mas
bien, la carne blanca de Gutiérrez, tirando con
fuerza para tumbarle en el suelo.
— ¡Aahhh! ¡Por Dios! ¡Socorro, que me matan!
¡Por Cristo, quitádmelos de encima! ¡Ahhh! —
gritaba desde el suelo loco de dolor y pánico
Gutiérrez.
— ¡La madre que me parió! —exclamó con horror
Pacheco. El resto de soldados se quedaron
momentáneamente petrificados tanto por el espanto
que estaban contemplando como por la sorpresa y
el miedo. Por unos momentos dudaron sobre qué
hacer. Los perros de Guerrero habían enloquecido,
aullaban y ladraban rabiosos, intentando soltarse
para abalanzarse sobre los muertos mayas. Nuevos
gritos se escucharon en la plaza, provenientes del
templo donde los tamemes se habían refugiado.
Nuevos guerreros mayas, de carnes ajadas
y pálidas, repletos de llagas y otras abominaciones
aparecieron por las calles, eran muchos, decenas.
Algunos se abalanzaron a por Gutiérrez. El muerto
maya seguía mordiendo el cuello del chico,
arrancando grandes trozos de carne que devoraba
con espantosa fruición. Otro guerrero había
logrado arrancar un brazo y rasgaba con sus
dientes negros la ropa y la carne, mientras chorros
de sangre surgían de las venas brutalmente
seccionadas. Gutiérrez seguía gritando, hasta que
le faltó el aire, porque también le rajaron el
estómago, notando como tiraban con fuerza y ansia
de sus tripas; piadosamente, por fin, murió.
Las cosas que parecían guerreros mayas se
pusieron de rodillas y comenzaron a devorar el
cadáver, sacando las vísceras y los órganos que
brillaban expuestos a la luz del Sol que comenzaba
a declinar a medida que la tarde iba terminando.
La sangre todo lo manchaba, era un espanto de
contemplar. Un muerto mordió con fuerza la
cabeza del chico, mientras con las zarpas
arrancaba trozos de cuero cabelludo. Más y más
cosas de pesadilla avanzaban con los brazos
extendidos y pasos vacilantes hacia el centro de la
plaza, mientras de sus bocas surgía una y otra vez
el mismo sonido.
— ¡Por Dios! —exclamó lleno de rabia Pacheco
— ¡Esos puercos se están comiendo al chico!
¡Hijos de puta, están muertos! —Pacheco corrió
hacia el muchacho con la espada por delante,
gritando de cólera.
— ¡No, Pacheco, deteneos! —gritó Núñez en
vano, pues Pacheco cargaba enloquecido sin
escuchar nada.
Del templo donde se escondieron los
tamemes se escucharon nuevos aullidos tanto de
dolor como del más puro terror. Eran los chillidos
increíblemente horripilantes de escuchar. Los
españoles miraban a Pacheco correr y luego al
templo, preguntándose incrédulos qué demonios
estaba ocurriendo allí y que eran esas cosas que
parecían muertos resucitados y semejaban
guerreros mayas. De la puerta principal del templo
salieron corriendo tres siervos indios, perseguidos
por muertos mayas manchados de sangre y trozos
de tripas. No llegaron muy lejos los desdichados,
porque ya todo el lugar estaba infestado de esas
cosas de pesadilla y fueron interceptados por
varios a la vez. Los criados gritaban pidiendo
ayuda mientras eran mordidos por todo su cuerpo,
tirados al suelo para ser despedazados. Un
guerrero maya atrapó a uno de los tamemes por la
cabeza y comenzó a tirar de ella, mientras otro le
mordía las tripas y le arrancaba los intestinos y
trozos de carne. Con varios tirones, arrancó la
cabeza en una explosión de sangre y comenzó a
morder los trozos sanguinolentos de carne y venas
que colgaban del cuello destrozado.
— ¡Demonios, por Cristo, aberraciones del
infierno! —gritaba fray Martín con la Cruz en alto.
Mientras ocurría todo esto, Pacheco ya
había llegado al lado de Gutiérrez, que había sido
prácticamente despezado. Los guerreros mayas
seguían comiendo la carne del muchacho, pero los
que entraban a la plaza se desviaron para atacar al
soldado. Pacheco, sin detenerse, lanzó un tajo que
destrozó a un maya por la mitad; era
sorprendentemente blanda la carne de esa cosa,
como si estuviera podrida. El muerto cayó al suelo
soltando tripas negras y un líquido infecto que
semejaba pus de color negro, que bien pudiera ser
su nauseabunda sangre. A otro guerrero Pacheco le
dio estoque en el brazo, amputándoselo a la altura
del codo, más el maya no detuvo su avance,
inmune al dolor y la herida. El conquistador se
detuvo, afianzó las piernas en el suelo y dio
estocadas y cuchilladas, lanzando amplios arcos
con la espada para mantener a raya a los mayas
que acudían a por él sin orden ni disciplina, tan
sólo se movían con los brazos extendidos hacia
delante.
El muerto que había sido partido por la
mitad por la cintura se arrastraba por el suelo
hacia Pacheco, dejando un rastro en la amarillenta
hierba de sangre negra y vísceras corrompidas. El
soldado decapitó a otro maya que se le acercó
demasiado, la cabeza rodó hacia un lado y el
cuerpo se desplomó fulminado. Pacheco combatía
con ardor y valentía, causando espantosas heridas
a sus oponentes, cortando brazos y manos, rajando
pechos, pero los guerreros mayas parecían
invulnerables. Le cortabas un brazo y seguían
adelante, una pierna y se arrastraban, si le rajabas
el pecho caían al suelo solo para levantarse un
instante después mientras de la herida le caían
gusanos y carne putrefacta y maloliente.
Núñez pudo darse cuenta de que luchando
no iban a salir de esta, pues si no se podía matar a
esas cosas, ¿cómo combatir contra ellas? No
obstante, y a pesar del pánico que le atenazaba los
músculos, pudo descubrir que si bien todos los
muertos mayas que eran heridos por Pacheco
volvían a levantarse o continuaban en pie, en
cambio el que fuera decapitado no. A la mente de
Núñez, en una explosión de recuerdos, le vinieron
las historias de su madre, que era vizcaína, que le
contara por la noche a la luz de la fogata: cuentos
de brujas, demonios y trasgos que habitaban en los
umbríos y tenebrosos bosques del norte, que
acechaban al viajero incauto y solitario para
matarle o comérselo. Su madre decía que existían
muchas formas de acabar con todas esas
abominaciones, siendo la mejor manera el fuego,
que todo lo purificaba, y la decapitación. Núñez se
volvió hacia los soldados y gritó.
— ¡Hay que ayudar a Pacheco y escapar de aquí!
¡Ballesteros, disparad a esas cosas! ¡A la cabeza!
Los dos ballesteros avanzaron raudos a
primera fila con las ballestas apuntando a la masa
de muertos mayas que rodeaban a Pacheco. Uno de
ellos disparó y su pivote alcanzó a un guerrero por
la espalda. La cosa se tambaleó, pero continuó de
pie acosando a Pacheco. El otro ballestero tuvo
mejor puntería y logró clavar su proyectil en la
frente de un maya. El pivote atravesó la cabeza del
guerrero y salió por el otro lado para perderse en
la distancia. El muerto dio un par de pasos, con un
espantoso boquete que atravesaba su cabeza, y
cayó al suelo para no moverse más.
Pacheco seguía combatiendo con
ferocidad, gritando e insultando a los mayas, mas
estaba completamente rodeado y no podía
retroceder. Un muerto se lanzó a por él de frente,
el conquistador le ensartó con el espada, error
fatal, porque el arma se quedó allí. Un maya le
agarró por el brazo desarmado y mordió con
fuerza. Una explosión de dolor sacudió el cerebro
de Pacheco, mas no se rindió y continuó luchando.
Con el escudo golpeó al muerto en la cabeza,
abriéndola como si fuera un melón maduro, y se
lío a dar patadas y puñetazos.
— ¡Pacheco, aguanta! —gritó Núñez— ¡A la
carga! ¡Hay que abrir un hueco y escapar!
Núñez se lanzó corriendo en ayuda de su
compañero, seguido por el resto de los soldados,
el fraile y Guerrero con sus perros, que seguían
ladrando furiosamente. La plaza era un horror de
sangre, tripas y carne. Los muertos mayas seguían
acudiendo al lugar en inmenso número, mientras
que varios devoraban al infortunado Gutiérrez, lo
que poco que quedaba de él, y a los tamemes que
habían sido aniquilados por completo. Pacheco,
por su parte, estaba condenado, no podía mantener
durante más tiempo a raya a esas cosas espantosas.
Una de ellas le agarró por la espalda mientras le
clavaba sus dientes en la nuca. Pacheco gritó de
dolor, intentando zafarse, pero otros guerreros le
cogieron de los brazos y las piernas, mordiendo,
arañando y arrancando trozos de carne. En
cuestión de varios parpadeos de ojos, Pacheco fue
tirado al suelo y desmembrado en sanguinolentos
despojos que pasaron ávidamente de mano en
mano y devorados con terrible hambre que nunca
podría ser saciada.
— ¡A ellos! —gritó Núñez con la espada en alto.
De hábil tajo decapitó a un maya— ¡A la cabeza,
soldados! ¡Cortar la cabeza y podremos matarlos!
Se produjo un breve y violento combate,
donde muchos muertos vivientes cayeron
destrozados por las lanzas y espadas de los
españoles. Los que no habían sido heridos en la
cabeza se levantaban o arrastraban ayudándose de
sus muñones, pero aquellos que eran decapitados o
sufrían terrible herida en la cabeza caían y
permanecían quietos. La lucha de todas formas era
desigual, porque seguían acudiendo decenas y
decenas de mayas a la plaza, y aunque los
soldados acabaron con al menos treinta, ya algunos
de ellos fueron agarrados y devorados entre
espantosos gritos de dolor y miedo, siendo sus
tripas vaciadas o arrancados sus brazos o cabezas
para festín de los muertos vivientes. Fray Martín,
que con cada golpe que daba con el bastón hundía
el cráneo a una de esas cosas, señaló con la mano
una brecha en la masa de las aberraciones mayas.
— ¡Seguidme, compañeros! —gritó Núñez cuando
descubrió él también la oportunidad de escapar.
Estaba manchado desde el casco hasta las botas de
la sangre negra y la carne podrida de los muertos
mayas.
Núñez corrió hacia el hueco, dando tajos
con la espada y empujones a las cosas, que,
gracias a Dios, no parecían poseer gran fuerza,
venciendo sólo por el mero número y su falta de
dolor más la imposibilidad de acabar con ellos a
no ser de herida en la cabeza. Pocos españoles
siguieron al bravo Núñez en la huida, porque atrás
se quedaron cinco que habían muerto ante las
zarpas de los muertos mayas y ahora estaban
siendo devorados. Guerrero y sus perros, que con
las fauces destrozaban a todo muerto que se les
acercaba, y fray Martín corrieron también. El
minúsculo grupo de castellanos salió de la plaza
por una calle, pero se detuvieron al contemplar
delante suya a otra muchedumbre de muertos
mayas que se dirigían hacia su posición siempre
con los brazos extendidos hacia delante y con la
misma obsesiva letanía.
— ¡Guerrero, por Dios! —rugió Núñez mirando
hacia detrás contemplando como los muertos
mayas de la plaza les perseguían— ¡Suelta a los
perros para que acaben con esos puercos de
delante!
Guerrero no se lo pensó dos veces y soltó
las cadenas, azuzando a los animales para que
atacaran. Las bestias gruñeron, enloquecidas ante
una perversión que atentaba contra su Naturaleza,
ante un enemigo al que sus instintos más primarios
les urgían a destrozar, y corrieron hacia el grupo
de muertos mayas de delante.
— ¡Atacad, preciosos! —gritaba Guerrero—
¡Acabar con todos esos marranos!
Los enormes perros de guerra cayeron con
las zarpas por delante sobre la muchedumbre de
muertos mayas, a los que destrozaron con sus
garras y pavorosas fauces. Ante estos terribles
animales, los huesos de una persona normal, sana,
eran como ramitas secas al ser trituradas entre los
largos y afilados colmillos, así que la carne
putrefacta y asquerosamente blanda de los
guerreros apenas presentaba resistencia a la
ferocidad de los canes. Los brazos y piernas
volaron en todas direcciones, las cabezas fueron
seccionadas y las tripas cayeron en apestosa lluvia
al suelo, mientras los perrazos mataban a los
mayas a puñados, destrozándolos por completo.
Era horrible de contemplar como algunos muertos
vivientes todavía se movían a pesar de que les
faltaran los brazos o partes del tórax, pero la
carnicería que causaban los perros era tan
inmensa, que prácticamente maya que era atacado,
maya que ya dejaba de ser un peligro.
Los españoles jalearon a los perros,
lanzando gritos de júbilo y maldiciones, mas no se
podían descuidar, porque los mayas de la plaza ya
estaban casi a su vera. El sonido de los ladridos y
gruñidos de los canes contrastaba con el horrible
silencio de los muertos vivientes, a excepción de
la maldita palabra que no dejaban de repetir. En un
momento, los perros de Guerrero habían acabado
con al menos veinte mayas, pero seguían
acudiendo más, saliendo de las calles, de los
templos, como si toda la ciudad estuviera infestada
de ellos.
— ¡A ellos, preciosos míos! —gritaba Guerrero—
¡No desfallezcáis!
— ¡Mirad como los destrozan! —exclamó un
soldado— ¡Acaban con uno, con dos, pero son
muchos demonios!
— ¡Vivan los perros, vivan! —gritó un tercero,
pero su alegría se esfumó ante lo que ocurrió a
continuación— ¡Voto a Dios!
La maldición del castellano no era para
menos. Los perros, completamente enloquecidos,
acabaron con al menos doce cosas más, pero los
muertos vivientes no dejaban de acudir y atacar a
los animales, hasta que poco a poco les fueron
agarrando, arañando y mordiendo. Los perros,
siempre sin dejar de dar dentelladas y zarpazos,
fueron inmovilizados y comenzados a ser
devorados. Los canes aullaban de dolor, sus
gemidos de dolor aún más espantosos por
asemejarse a los de los humanos.
— ¡Malditos! —gritó Núñez con desesperación—
¡Cómo abren las tripas a los perros!
— ¡Y como se las comen con ansia!
— ¡Y ahora sacan los hígados y los corazones y
también se los comen!
— ¿Y qué hacemos aquí parados viendo todo esto?
—exclamó Núñez mirando hacia atrás, a los
muertos mayas de la plaza que ya estaban casi a su
lado.
— ¡Mis perros! ¡Mis hijos, mis preciosos hijos!
—gritó con rabia Guerrero, su rostro pálido de la
cólera— ¡Hijos de puta, soltad a mis perros! —
Guerrero corrió hacia el grupo de mayas que se
estaban comiendo a los animales con la espada en
alto.
— ¡Por Dios! —suplicó fray Martín— ¡No seáis
loco, Guerrero!
El conquistador, al igual que sucedió con
Pacheco, tampoco escuchó sensatas palabras,
enloquecido de dolor ante la muerte de sus perros,
a los que había cuidado desde que eran cachorros
y a los que quería más que a las personas por
considerarlos nobles, fieles y leales amigos.
Guerrero chocó contra los mayas, a los que pinchó
y cortó con la espada. Los muertos vivientes
apenas se inmutaron ante el ataque del
conquistador, primando para ellos comerse a los
perros. Guerrero decapitó a uno, le destrozó el
cráneo a otro, a aquel le partió el tórax en dos
desde el hombro derecho a la cadera izquierda,
pero otros mayas acudieron y se lanzaron contra el
español.
Núñez y los demás no se quedaron quietos,
sino que marcharon detrás de Guerrero y llegaron
a tiempo para evitar que los mayas agarraran al
compañero. Debían destruir a todos los muertos
vivientes de la calle y escapar, porque los de la
plaza ya estaban entrando por el principio de la
calleja en número abundante. Guerrero, que seguía
gritando por sus perros, destrozaba a cuanto maya
se le ponía por delante, hasta que piso unas tripas
sueltas en el suelo y cayó a la hierba de espaldas
con fuerte golpe que le hizo perder el aliento. Los
guerreros mayas cayeron sobre él y le mordieron
en todas partes, en la cara, en el estómago o en las
piernas. El español gritó de dolor hasta que murió
despedazado, sus intestinos sacados a tirones de la
barriga por el hueco abierto por manos ansiosas de
carne y sangre.
Fray Martín acudió en socorro de
Guerrero, aunque ya era espantosamente tarde,
pero aún así golpeó con su robusto palo en las
cabezas de las aberraciones, destrozándolas en una
lluvia de fragmentos de hueso, putrefacto cerebro y
negra sangre. Núñez y los demás lograron acabar
al fin con todos los muertos vivientes de la calle,
pero ya los de la plaza estaban a menos de cuatro
pasos de ellos. La situación era desesperada y
necesitaban un respiro para descansar y poder
salir corriendo, porque sus fuerzas se encontraban
justas, no había que olvidar que ese día
prácticamente lo habían pasado por entero
caminando sin parar.
— ¡Basta! —gritó fray Martín alzando los dos
brazos, uno con la Cruz y el otro con el bastón—
¡Basta ya de tanto horror y maldad! ¡Dios no va a
permitir que esto continúe por más tiempo! ¡Atrás,
engendros del Mal! ¡El poder de Cristo os obliga!
El valiente fraile, su rostro flaco y
alargado cargado de fe y determinación, avanzó
dos pasos hacia la horda de muertos vivientes, con
la Cruz por delante, enarbolándola como si fuera
un arma. Núñez gritó al fraile para que no hiciera
tal locura, mas fray Martín avanzó otro paso.
— ¡Atrás! —repitió, poniendo la Cruz sobre la
cara de un muerto maya— ¡El poder de Cristo os
obliga!
El guerrero maya dio un manotazo y apartó
la Cruz, agarrando al fraile del brazo y pegando un
mordisco que arrancó carne. La sangre, roja y
caliente, salió a borbotones de la espantosa herida.
Fray Martín gritó, no mucho, porque otro muerto
viviente le agarró por el cuello y le mordió en un
lado de la cara. Enseguida más mayas tiraron de
otras partes del cuerpo del fraile, hasta que uno de
ellos logró arrancar el brazo izquierdo con parte
del hombro incluido.
— ¡Voto a Dios! —gritó un soldado— ¿Pero no
era un hombre santo, a salvo de estos percances?
— ¡Por Cristo crucificado, que le he visto con
alguna prostituta! ¡Calla y corre! —ordenó Núñez,
al darse cuenta de que la horrible muerte del fraile
había logrado crear una distracción.
Los muertos mayas se detuvieron
momentáneamente para devorar los sanguinolentos
despojos, entorpeciendo a los que venían por
detrás, que se detenían sin saber que hacer o como
continuar, como si carecieran de inteligencia, tan
sólo de eterna hambre que únicamente se saciaba
con carne humana fresca. Los castellanos corrieron
como almas perseguidas por el diablo, con el
corazón a punto de reventar por el esfuerzo, pero
no pararon, porque el que lo hiciera, o tropezara,
caería en las fauces de la más espantosa de las
pesadillas.
***

— ¡Y yo os digo que he escuchado gritos! —dijo


el capitán de la Vega con convicción, alzando la
cabeza y mirando alrededor.
Ponce y Peñate también miraron a todos
los lados, pero tampoco lograron ver nada y
mucho menos escuchar algo, aunque, desde luego,
prestaron atención, porque si de la Vega decía que
había oído algo posiblemente era cierto. Los dos
hombres ya conocían los agudos sentidos que
poseía el capitán y no eran tan necios como para
desechar el aviso del leal subordinado de Cortés.
Los dos grupos de españoles se habían
juntado en la plaza principal, donde se alzaba la
inmensa mole del templo principal escalonado y
varios palacios y otros dos templos. El Sol ya se
había ocultado tras los altos acantilados del fondo
del valle y la oscuridad se cernía con rapidez
sobre las ruinas. Los criados y varios
conquistadores portaban antorchas para alumbrar.
Las exploraciones en busca de oro habían ofrecido
resultados dispares. De la Vega no había logrado
encontrar nada de valor, más allá de toparse con
estatuas de piedra o un almacén donde se
acumulaban por miles vasijas, platos y cacharros
de fina loza, muchos destrozados, pero la mayoría
en perfecto estado.
El grupo de Ponce y Peñate había tenido
más suerte, porque descubrieron muchos tesoros
en el interior del templo principal en forma de
ídolos de oro y plata, seguramente tallados en
madera y recubiertos con finas planchas de oro y
plata, adornados con piedras preciosas y collares
de jade. No pudieron tomarlos porque pesaban
mucho, así que decidieron dejar las estatuas, que
eran más de quince, en sus pedestales, a la espera
de poder llevárselas más tarde. No llegaron a
entrar al corazón del templo, sino que se
detuvieron en las primeras dependencias con que
se toparon, seguramente lugares de meditación o
donde los antiguos sacerdotes mayas llevarían a
cabo ritos y misterios. En esas salas encontraron
multitud de mantas y tapices ya podridos por el
paso del tiempo, y cestas repletas de brazales,
aros, collares y pectorales de oro, jade o piedras
preciosas. En total contaron veinte cestas, del
tamaño de un pequeño tonel, hasta arriba de tales
tesoros que, según Itzamma, seguramente serían
ofrendas para los dioses. Por si fuera poco todo
esto, en otra sala, donde se alzaban dioses de
piedra de rostros bestiales, el resultado de mezclar
humanos con fieras, se encontró un altar y encima
de él una rana del tamaño de un perro tallada
entera en esmeralda. Ante la vista de semejante
maravilla, los españoles lanzaron exclamaciones
de admiración y codicia, porque tal cosa nunca se
había visto en reino cristiano o infiel alguno. En
unos nichos de una pared de un lateral, lanzando
destellos a la luz del fuego de la antorcha, se
descubrieron veinte calaveras humanas de cristal,
tan primorosamente labradas y tan realistas, que en
verdad parecían de verdad si no fuera porque eran
transparentes y de tan frágil material. Los
conquistadores no pudieron por menos preguntarse
quienes fueron los maestros que construyeron
aquellas calaveras tan magníficas, porque eran una
obra de arte sin parangón alguno, mas encima que
parecía que los cráneos daban la sensación de
estar formados a partir de una sola pieza de
cristal, no a base de unir diferentes trozos
mediante calor, como se hacía en los talleres
cristianos.
Visto todo aquello, y ante la proximidad de
la noche, Ponce ordenó abandonar el templo sin
tomar nada y dejando para el día siguiente la
completa exploración del gigantesco edificio. Se
encaminaron entonces al centro de la plaza
ceremonial, donde habían quedado con los otros
dos grupos y allí toparon con el del capitán de la
Vega, que volvían con las manos vacías y pocas
novedades. Ponce y sus españoles se mostraron
extrañados ante la espesa niebla que se había
formado casi de repente, no muy alta, pero sí
bastante densa, mas no dieron mucha importancia a
aquello. Transmitieron al resto de castellanos la
magnífica nueva sobre el descubrimiento del oro y
las joyas, y ya todos se ufanaron y holgaron de
poder comprobar que el tanto padecer y esforzarse
iban a tener su recompensa. Valenzuela discutió
brevemente con Francisco el torcido a resultas de
una apuesta, ya que el primero había apostado a
que no se encontraría nada de valor en la ciudad y
el segundo que sí. Valenzuela no digería muy bien
la derrota y se mostraba reluctante a pagar los
maravedíes apostados, hasta que de la Vega
intervino y obligó al rufián a satisfacer la deuda.
Mientras varios soldados describían con
todo lujo de detalles el tesoro encontrado, entre
risas y votos a tales, a sus compañeros, Ponce,
Peñate y de la Vega hablaban tranquilamente sobre
la mejor manera de poder llevarse el botín. De la
Vega proponía llevar cuanto se pudiera sin cargar
demasiado a los tamemes, para evitar su excesiva
fatiga, llegar hasta Xoltchi y allí contratar más
porteadores para regresar al valle y coger el resto.
Ponce y Peñate se mostraban de acuerdo,
añadiendo que las estatuas no sería preciso
llevarlas enteras, se quitaba la capa de oro y plata
y se dejaba el resto. En esas estaban, repartiendo
beneficios, cuando de la Vega alzó la mano y dijo
oír gritos.
Entre las filas de soldados se impuso el
silencio, hasta que todos quedaron callados y
prestando atención por si también escuchaban
algo. El silencio en la ciudad en ruinas era total, ni
los pájaros piaban ni las fieras rugían en la selva;
era un silencio sobrenatural.
—Esto no me gusta nada —dijo Verdugo
escupiendo al suelo—. No es normal esta calma.
De la Vega se movió hacia un lado de la
plaza, con su cabeza bien en alto, se había quitado
la borgoñota para escuchar mejor. Retrocedió dos
pasos llevándose la mano a la nariz.
— ¡Cristo bendito! —exclamó con repulsa— ¡Qué
apestoso olor!
Ponce fue a replicar sobre que decía el
capitán, pero de inmediato a su nariz le llegó el
nauseabundo olor a podrido y se tuvo que aguantar
las ganas de vomitar. Los españoles y los indios
sufrieron por igual la nauseabunda peste,
quejándose y preguntando de donde podría venir
aquel maloliente efluvio.
Peñate aventuró que quizás el mal olor
viniera del pozo, pero de la Vega no creyó factible
tal cosa porque no soplaba viento. El olor iba en
aumento, como si la fuente de donde emanara se
acercara al centro de la plaza ceremonial. Ahora
se escucharon unos gritos en la lejanía, pudiéndose
ser oídos por todos. Eran chillidos de terror, del
más puro pánico; y eran proferidos por españoles.
— ¡Soldados, desenvainad y preparados para el
combate! —ordenó de la Vega con natural
liderazgo. Todos obedecieron sin protestar y los
arcabuceros y ballesteros prepararon sus armas.
Los gritos provenían de una de las
avenidas que se encontraba a la derecha de la
plaza ceremonial, que poseía cuatro salidas
orientadas a los puntos cardinales. Los castellanos
se encararon hacia ese punto con las armas listas y
los rostros ceñudos; los indios, por su parte, se
apretaron en compacto grupo e hicieron una
especie de refugio con los petates. La oscuridad
poco a poco se iba adueñando del valle.
Los gritos parecían arreciar aunque se
escuchaban con mayor claridad. Pronto fueron
visibles cuatro figuras que corrían alocadamente,
entre jadeos y maldiciones cargadas tanto de
espanto como de rabia. Eran Núñez y los escasos
supervivientes, que acudían a toda prisa al lugar
de reunión, manchados de sangre y trozos de carne
podrida, junto con un líquido negro y apestoso. Sus
rostros estaban pálidos, como si hubieran
contemplado cara a cara a la misma Parca, y
corrían sin parar de chillar, ni mirar atrás osaban.
Vieron a sus compañeros en el centro de la plaza y
hacia allá se dirigieron a toda prisa.
— ¡Es Núñez! —gritó Peñate con su vozarrón y
señalando con la mano a los compadres— ¿Pero,
donde están el resto?
No tardaron Núñez y los tres soldados en
llegar a donde sus camaradas, angustiados y con
los ojos abiertos del terror. Aspiraron aire con
fuerza e intentaron recuperar fuerzas. Los demás
les acosaron a preguntas, hasta que Ponce puso
calma y obligó a todos a callar, porque con tanto
barullo no se podría hablar y mucho menos dar una
sensata explicación. El gobernador, esperando con
paciencia a que Núñez recuperara al fin el aliento,
preguntó.
— ¿Qué os ha ocurrido, Núñez, para que acudáis
así? ¿Dónde están los demás? ¿Os han atacado
salvajes?
— ¡Gobernador, por Cristo bendito! —exclamó
muy apurado por la fatiga y el miedo Núñez— ¡El
infierno se ha desatado en la tierra! Los demás
están muertos, han sido asesinados o devorados en
vida por demonios.
— ¿Pero qué mentáis? —preguntó Peñate— ¿Os
han atacado indios caníbales? ¿Dónde está
Gutiérrez?
—Seguro que los guerreros de la aldea de ese
puerco cacique nos han seguido y ahora nos
emboscan en la ciudad —explicó con rabia de la
Vega mirando con intenso odio a Na Can San,
quien se encontraba donde los tamemes temblando
de miedo.
— ¡No, capitán! —aclaró Núñez— Os juro por
Cristo que no son salvajes. ¡Son muertos vivientes!
No puedo explicarlo de otra manera. Virgen santa,
que horror hemos vivido…
— ¡Dejaos de decir estupideces! —gritó con
fuerza el come ogros— ¿Dónde está Gutiérrez?
— ¿Y fray Martín? ¿Y Guerrero? —añadió de la
Vega.
— ¡Muerto! ¡Todos muertos! ¿No lo entendéis?
¡Tenemos que irnos de aquí! Lo antes posibles,
porque venían detrás nuestra…
— ¿Los caníbales?
— ¡No! —se desesperó Núñez ante la pregunta de
Ponce— ¡No eran caníbales! ¡Ni salvajes! Eran
cosas, muertos levantados de sus tumbas, que se
comían a nuestros compañeros, no se les podía
detener, y de un momento a otro vendrán aquí…
— ¡Escuchad! —demandó de la Vega con
autoridad.
Todos callaron ante la orden del capitán, y
pudieron escuchar un sonido extraño, una especia
de invocación, o un rito, o una palabra repetida
una y otra vez, como si cientos de gargantas
hablaran no a la vez, sino en completo desorden,
aunque todas diciendo lo mismo. Lo peor era que
las voces eran guturales, muy graves, horribles de
escuchar, una obscena parodia de la vida, y el
sonido hizo estremecer a los castellanos y provocó
el pánico entre los indios, que gemían muertos de
miedo, sobre todo el cacique y los acólitos mayas,
que sabían muy bien que estaba pasando. No así
Itzamma y sus sacerdotes, que se mostraban muy
dignos, tranquilos, completamente resignados a su
suerte y al destino que los dioses les habían
deparado.
— ¡Dios mío! —gimió Núñez— ¡Ya están aquí!
— ¡Mirad allá! —gritó un soldado.
Todos miraron en la dirección de donde
habían venido corriendo Núñez y los tres
soldados. Allá en el principio de la avenida,
apareciendo como espectros de entre las sombras
que cada vez eran más largas y densas, ocultos sus
pies por la extraña niebla baja, docenas de figuras
de pesadilla avanzaban despacio, como si les
costara caminar, con los brazos extendidos hacia
delante y las bocas abiertas. Su letanía continuaba
y sin vacilar dirigieron sus pasos hacia el centro
de la plaza ceremonial. Los castellanos lanzaron
exclamaciones de horror, asco y miedo ante la
visión de los guerreros muertos mayas.
— ¡Por Cristo bendito! —gritó Peñate— ¿Qué son
todos esos hijos de puta indios?
—Parecen…, parecen muertos en vida —gimió
Ponce que no podía creer lo que estaba viendo.
— ¡Os lo avisé! —dijo Núñez— Y lo peor es que
no se les puede matar. Les cortas un brazo y siguen
andando inmunes al dolor. Nos quieren devorar, os
lo juro por Dios. Sólo se les puede matar cortando
la cabeza o haciendo graves heridas en ella; y con
el fuego, eso creo.
— ¿En serio? —preguntó de la Vega volviéndose
hacia Núñez. El capitán, al igual que sus
compañeros, sentía un intenso miedo que le
paralizaba los músculos, pero al contrario que
muchas personas, a de la Vega el terror, después
de un muy breve lapso de sorpresa, le causaba una
reacción contraria: le hacía sentir rabia, una furia
temible que le conducía a acometer con temeridad
contra la fuente que le producía el miedo.
Los acólitos mayas gritaron con
enloquecido terror, los brazos alzados al cielo,
cuando contemplaron a los muertos mayas y
echaron a correr hacia una de las avenidas, la de
la izquierda, mientras gritaban que debían escapar
de la voracidad de los guardianes. Varios
tamemes, cinco, corrieron detrás de los acólitos,
contagiados por el miedo. Itzamma les intentó
detener mediante avisos.
— ¡No escapéis, locos! ¡Pues ya los guardianes
vigilan todas las salidas de la ciudad! ¡Volved,
será peor! ¡Os matarán!
Los indios no escucharon nada y siguieron
con su enloquecida huida, pero al menos Itzamma
logró evitar que el resto de criados huyeran. Los
acólitos y los cinco tamemes se perdieron de la
vista al dar la vuelta a una esquina de un palacio y
no se les volvió a ver más. No fueron muy lejos,
porque tras correr varias decenas de pasos
llegaron a una calle donde fueron atacados con
salvajismo por los voraces muertos vivientes, que
les rodearon y devoraron en vida, en una orgía de
sangre, miembros arrancados y tripas vaciadas.
Ponce miró como los acólitos huían,
tentado de salir detrás de ellos para agarrarles por
los pelos y traerles a rastras, pero al final se
encogió de hombres y les maldijo por cobardes,
aunque también les comprendía.
— ¿Qué hacemos? —preguntó con espanto
Gerónimo Verdugo.
A la pregunta del soldado, Ponce centró de
nuevo su atención en el terror que se les venía
encima a paso lento pero firme. No sabía que
acción tomar, si dar la orden de huida o la de
aguantar la posición y luchar. Por su vida, que
Ponce era un hombre valiente y había padecido
horrores terribles, pero nada como aquello, y se
mostró indeciso. Miró a Peñate para buscar
consejo, pero el gigantesco capitán tenía centrada
su atención en los muertos vivientes, con el
montante en las dos manos, jurando con rabia y
murmurando una y otra vez “Gutiérrez”. Ponce ya
conocía al come ogros, y sabía que estaba
entrando en una fase donde la sed de sangre y
venganza se imponían a su carácter, ya de por sí
violento, nublando el juicio del capitán. Los
muertos mayas estaban cada vez más cerca, ya
eran visibles más detalles, como su piel pálida y
cenicienta, sus horribles heridas y llagas, sus
fauces apestosas plagadas de pústulas y dientes
afilados, sus manos que parecían garras ansiosas
por rajar carne fresca.
— ¿Así qué después de todo se les puede matar,
eh? —rugió con determinación de la Vega,
poniéndose en primera fila con la espada en una
mano y el escudo redondo en la otra; se había
vuelto a colocar la borgoñota en la cabeza—
¡Ballesteros y arcabuceros! ¡Un paso al frente y
disparad a esas cosas! ¡Apuntad a la cabeza!
Los aludidos, repuestos de la sorpresa,
todavía con miedo, ante la firme orden del capitán,
avanzaron unos pasos y se situaron en primera
línea, apuntando con sus armas. Primero abrieron
fuego los arcabuceros. El sonido de las escopetas
retumbó en la silenciosa y muerta ciudad como si
fueran lombardas, y algunos mayas cayeron con la
cabeza volada en trozos o con enormes boquetes;
luego fue el turno de los ballesteros, causando
varias bajas de igual forma. No obstante, un par de
muertos vivientes se levantaron con agujeros en
sus cuerpos, pero que parecían no afectarles, y
muchos más acudían a la plaza. Los tiradores
tuvieron que retroceder a la vanguardia del grupo,
porque ahora les llevaría un rato volver a recargar
ballestas y escopetas. De la Vega, furioso y
horrorizado, levantó la espada y gritó.
— ¡Por España, por Cristo, baluarte contra los
demonios! ¡Seguidme, españoles! ¡A ellos sin
desfallecer!
Y para dar ejemplo, se lanzó a la carga. No
tardaron los castellanos en vocear el grito de
guerra que se empleó con profusión en las luchas
contra los mexicas. El “¡Santiago y a ellos!”
resonó por toda la plaza y los soldados se unieron
a la carga de su valiente capitán. Ponce tampoco
se quedó atrás, corriendo con la espada preparada,
muerto de miedo, pero siendo español al fin y al
cabo el valor era algo natural en él. Peñate no
corría, sino que avanzaba a grandes zancadas, con
el terrible y pesado montante agarrado con las dos
manos por la empuñadura, con la negra barba tiesa
de la rabia y los ojos abiertos al máximo, jurando
y blasfemando como experto carretero.
— ¡Recordad que la cabeza es su punto débil! ¡La
cabeza! —gritaba Núñez, quien también corría
para combatir, contagiado por el ardor de sus
compañeros. A pesar de que había visto en
persona el terror de contemplar a amigos siendo
devorados en vida por esas cosas, ahora le
embargaba una justa venganza que exigía ser
consumada.
De la Vega llegó el primero a los
guerreros, y a uno que se le abalanzaba con las
manos extendidas le clavó la espada en la
garganta. El maya se quedó parado, mientras por la
herida caían chorros de sangre negra, espesa y
apestosa, intentando alcanzar con sus manos al
capitán. Era tan largos los brazos de la Vega, que
sumados a la longitud de la espada le mantenían a
distancia segura de las zarpas de la cosa. De la
Vega se quedó mirando con curiosidad al muerto
viviente, descubriendo que era verdad que no se
les podía matar con facilidad. Otro maya le atacó
por el flanco derecho, pero el capitán giró la
cintura y el brazo y golpeó con el escudo a la
aberración en toda la cabeza. Fue el golpe tan
fuerte, que prácticamente el cráneo del maya
reventó en múltiples fragmentos, esparciendo
trozos de hueso y putrefacta masa cerebral.
Luego, con fría calma, producto de la
veteranía en la guerra, sacó la espada del cuello
del primer maya, hizo un arco con el brazo y
decapitó al guerrero. Sin perder tiempo se encaró
con los siguientes oponentes, causando destrozos
entre las filas de los muertos vivientes, a los que
amputaba brazos, torsos y cabezas, mientras barría
sus filas con la espada en una letal canción de
muerte y destrucción. Pronto a los pies de la Vega
se acumularon cuerpos desmembrados o
decapitados, algunos aún se movían, pero con
heridas tan espantosas que ya no eran un peligro.
Los españoles se enzarzaron en cruel pelea
con los muertos vivientes, a los que prácticamente
destruyeron en el primer choque, acabando con
todos ellos a base de golpes en los cráneos,
destrozándoles el rostro o causando tantos
destrozos que los guerreros, aunque se arrastraran
por el suelo, eran incapaces de causar daño. Era
una lucha atroz, extraña, porque los castellanos
acostumbraban a luchar en silencio, prueba de que
eran sufridos y valientes, y los mayas no emitían
ningún gemido o grito de dolor, más allá de lo que
repetían sin cesar. El sonido del acero tajando,
machacando o cortando carne blanda, podrida,
semejaba al de un matadero en pleno trabajo,
aunque más siniestro, porque la pálida carne de
los mayas producía un sonido acuoso al ser
hendida. Mas aunque se acabó con al menos
cuarenta muertos vivientes, muchos más hicieron
aparición por las calles y avenidas de las ruinas
de la ciudad de los dioses.
Peñate, que buscaba con la mirada
enemigos a los que destruir, se fijó en un nutrido
grupo de muertos vivientes que se acercaba por el
flanco derecho de los españoles, y allá que fue sin
pensarlo dos veces. Su fuerza era tan inmensa, que
manejaba el montante como si fuera una espada
normal, volteándola por encima de su cabeza. Con
un rugido feroz, cayó encima de los mayas, que
parecían casi como niños al lado de su gigantesco
corpachón, y los destrozó de un solo tajo.
— ¡Putos indios! ¡Morid, perros! ¡Miradme y
temblar, hijos de puta! ¡Morid!
Peñate gritaba fuera de sí, ansioso por
vengar la muerte de su joven protegido. Manejaba
el montante como si fuera una guadaña,
moviéndolo de lado a lado. Con cada golpe, dos,
tres y hasta cuatro muertos vivientes eran
destrozados de manera salvaje. Incluso un
cristiano con armadura lo pasaría mal frente a un
golpe de la poderosa espada, así que los cuerpos
podridos y desnudos de los mayas apenas ofrecían
resistencia al buen acero. Caían partidos en dos,
volando brazos, cabezas o torsos, trozos de carne
y negra sangre, que parecía lluvia. Peñate giraba la
cadera, enviando guerreros al infierno con cada
tajo y golpe. Avanzaba un paso, afianzaba las
piernas y golpeaba, enloquecido por la sed de
sangre y la gloria de su propio poder, que le
embargaba y hacía disfrutar de la matanza. Los
mayas caían a puñados ante su gigantesca figura,
pero seguían acudiendo a su posición, sin orden,
con los brazos extendidos, inmunes al miedo, al
dolor o a otra cosa que no fuera devorar a ese ser
vivo de cálida carne y sangre.
Por su parte, Ponce, tras aplastar de un
golpe de espada la cabeza de un muerto viviente,
que cayó al suelo fulminado, se tomó un momento
de respiro para contemplar la batalla, que en un
principio parecía decantarse a favor de los
españoles. Mas era una ilusión, porque a pesar que
en escasos momentos ya eran más de cien las
cosas muertas, seguían acudiendo más y más de las
calles y avenidas, incluso parecían salir de los
templos. En cuanto las fuerzas de los soldados
comenzaran a fallar, serían presa fácil de los
muertos vivientes. No obstante, Ponce se prometió
luchar hasta el final, no quedaba otra más que
morir con honra y bravura.
El combate se encontraba en su apogeo, y
aunque en un principio los muertos vivientes eran
fáciles de abatir, porque no se defendían ni
esquivaban los espadazos o lanzadas, eran muchos
y su superior número les hacía prevalecer. En
cuanto agarraban a un soldado le clavaban con
avidez los afilados dientes en la yugular, o en los
brazos, o rasgaban el estómago del infeliz con sus
uñas duras y negras, sacando las tripas que
comenzaban a devorar con rapidez. Murieron así,
de tan espantosa manera, tres castellanos, que
gritaban enloquecidos de dolor mientras eran
comidos por los mayas que se disputaban entre
ellos la carne con manotazos o siniestros siseos de
pura maldad.
— ¡Por el amor de Cristo! ¡Socorredme,
compañeros! ¡A mí!
Quien gritaba no era otro que Juan de
Villafaña, que había abandonado la custodia de Na
Can San y los sacerdotes para unirse a la lucha,
porque todas las espadas eran pocas. Tras luchar
con coraje y destruir varios muertos vivientes,
resbaló en la rala hierba mojada por la sangre
negra y roja de los contendientes, y cuando cayó al
suelo no pudo levantarse porque los guerreros le
agarraron y comenzaron a morder, de ahí que
pidiera auxilio con desesperación.
— ¡Allá voy! —gritó de la Vega— ¡Valor, que
llego!
El capitán avanzó en dirección al
compañero, que no se encontraba muy lejos de su
posición. A un maya le amputó un brazo y le
golpeó con la planta del pie en el estómago,
mandando el cuerpo varios pasos hacia atrás. A
otro guerrero le decapitó de hábil tajo y tuvo
abierto el camino para ayudar a Villafaña. Este
gritaba y alzaba una mano entre la masa de muertos
vivientes que se lo comían. De la Vega pegó con la
rodilla a uno de los mayas que se encontraba de
rodillas en la espalda. Con el escudo aplastó
cráneos, empujó cuerpos y con la espada cortó una
cabeza. Agarró con fuerza la mano de Villafaña y
tiró con decisión.
— ¡A salvo, a…! —no pudo continuar porque la
sorpresa se lo impidió. Miró hacia Villafaña y se
dio cuenta de que tiraba del cuerpo partido por la
cintura del soldado, con las tripas que caían y se
desparramaban por el suelo entre charcos de
sangre. La cara de Villafaña estaba mordida,
descompuesta por el horror padecido en vida.
Algunos mayas se agachaban para coger trozos de
los intestinos que caían y se los llevaban a la boca.
De la Vega soltó el despojo y, con el nombre de
Dios en la boca, destrozó con la espada a los
muertos vivientes.
Manchado desde las botas de media caña
hasta la borgoñota de carne podrida y sangre
negra, tras acabar con los oponentes, de la Vega se
tomó un breve descanso para respirar y recuperar
fuerzas. La situación era desesperada, porque por
más que se mataban demonios seguían apareciendo
en número infinito, acabando con los españoles
uno a uno. Ya habían caído otros dos españoles
más, sus sanguinolentos despojos devorados con
fruición y sus cuerpos desmembrados. Ponce
luchaba con bravura junto a un grupo de
castellanos, y el resto luchaban en pequeños
grupos que se iban viendo aislados unos de otros a
medida que los mayas les hacían moverse por la
lucha o les rodeaban. Peñate luchaba a solas en el
flanco derecho, pero no temía por su posición,
porque el inmenso come ogros parecía bastarse
solo para mantener a raya a todos los muertos
vivientes que acudían por ese lado. Su montante
mataba guerreros a puñados, y los cuerpos
apilados a sus pies entorpecían el paso de los
muertos vivientes haciéndoles más vulnerables a
los ataques de Peñate. Con todo, u ocurría un
milagro, o ya nadie vería el siguiente amanecer.
Con un rugido de rabia, de la Vega volvió al
combate, ayudando a cuatro soldados que
combatían con desesperación, y su espada
destrozó a muchos mayas de hábiles y certeros
tajos.
Los criados indios gemían muertos de
miedo, suplicando favor a los dioses o a ese Dios
único al que los españoles profesaban tanta fe. A
pesar de que los tamemes estaban bautizados,
todavía la fuerza de sus creencias en sus antiguos
dioses era muy grande. Miraban con espanto como
los castellanos luchaban contra los muertos
vivientes, destrozando a decenas y decenas de
ellos, pero siendo a su vez asesinados por sus
sobrenaturales oponentes poco a poco. No se
atrevían a moverse del centro de la plaza,
acurrucados entre los fardos, por temor a llamar la
atención de los muertos vivientes, confiando en
que la bravura y la ferocidad en la lucha de los
españoles les lograran sacar con vida de esta
situación. Esperanza vana, porque los mayas eran
cientos y lograron rodear a los soldados,
encaminándose hacia los indios y abalanzándose
sobre ellos.
Los tamemes gritaron de terror cuando los
muertos vivientes cayeron sobre ellos. A pesar de
encontrarse armados con lanzas, arcos y flechas,
apenas unos pocos hicieron uso de las armas, ya
que el miedo les impedía actuar o pensar. Los
naturales eran todavía más supersticiosos que los
españoles, pero además estaban imbuidos de un
fatal pesimismo que se les inculcaba desde
pequeños, haciéndoles creer que los dioses regían
sus destinos y eran inmisericordes y crueles; los
mortales nada podían hacer por cambiar aquello.
Ante la visión de los muertos mayas, los indios
desesperaban porque veían que los dioses les
castigaban por alguna culpa cometida, y nada de lo
que hicieran les salvaría del castigo, así que
defenderse no valía para nada; al menos eso
pensaban. Se limitaban a correr entre gritos,
suplicando piedad a unos dioses que no les
escuchaban, pero poco más.
Los muertos vivientes agarraban a los
tamemes por los brazos o les cogían del pelo, o
les trababan las piernas y les hacían caer al suelo,
donde varios se abalanzaban sobre los
desdichados y les mordían o arrancaban grandes
trozos sanguinolentos de carne que devoraban con
rapidez. Sacaban las tripas tirando de ellas, aún
con vida el indio, y las mordían o masticaban con
espantoso ruido, como si fueran ávidos glotones.
Na Can San, tan espantado como el que más, tomó
una lanza del suelo, de algún porteador asesinado,
y animó a los tamemes para que lucharan y no se
dejaran matar con tanta facilidad. El cacique dio
ejemplo ensartando a un muerto viviente por la
cabeza, la punta de afilado sílex salió por parte de
atrás del cráneo en una explosiva lluvia de hueso y
repugnante masa encefálica. Na Can San gritaba,
golpeando a los criados para que se juntaran y
combatieran, mientras intentaba mantener a raya a
los guerreros mayas.
El valor de Na Can San fue como un faro
de esperanza para los indios, que dejaron de
correr y se armaron de coraje, apuntando con los
arcos a los muertos vivientes, tomando porras de
madera o macanas cuya punta era una bola
endurecida al fuego, que partía cráneos con
relativa facilidad. No obstante, murieron
devorados doce tamemes, y no parecía que el
resto pudiera detener por mucho tiempo a las
cosas de putrefactas carnes. A pesar de su bravura,
los porteadores indios no eran tan soberbios
luchadores como los españoles.
Itzamma, que durante todo el ataque
permaneció de pie, muy erguido y con la mirada
tranquila, ahora se sorprendió por el desarrollo de
los acontecimientos. Nunca hubiera esperado que
meros mortales presentaran resistencia a los
temibles guardianes de la ciudad sagrada. La
ferocidad y bravura de los españoles era
ciertamente increíble, y a pesar de que se
encontraban en una enorme inferioridad numérica
respecto a sus atacantes, no cejaban en su empeño
de luchar y resistir y habían logrado destruir a
decenas y decenas de muertos vivientes, tal vez
incluso cientos. Tal valor se había contagiado
incluso a Na Can San y los tamemes. Estos últimos
por lo general, al ser poco más que esclavos,
solían ser muy sumisos, obedientes y apenas
sabían lo que era guerrear, pero ahí estaban,
luchando con denuedo y enloquecido griterío
contra los putrefactos guerreros mayas.
A la plaza ceremonial seguían acudiendo
más y más muertos vivientes, sólo era cuestión de
tiempo que los castellanos e indios comenzaran a
no tener fuerzas y fueran devorados por los
guardianes, incluido él mismo y sus sacerdotes. No
obstante, Itzamma pensó que tanta valentía
precisaba de una recompensa, y cierta esperanza
se abrió paso con fuerza en su mente. Si lograban
salvar la vida y pasar la noche sin ser atacados, tal
vez se podía revertir a la mañana siguiente el
hechizo y hacer retornar a los guardianes al
inframundo maya de donde habían salido. Sí, por
los amados dioses, razonó Itzamma, eso haría.
Llamó a sus sacerdotes y les explicó lo que tenían
que hacer. Tan absortos estaban los sacerdotes en
lo que les comunicaba su líder espiritual, que no
se dieron cuenta de que varios muertos vivientes
se acercaban a ellos con las manos extendidas y
sus pavorosas fauces abiertas en demanda de carne
cálida y jugosa. Por suerte para Itzamma y los
suyos, Na Can San se dio cuenta por ellos y acudió
en su ayuda con numeroso grupo de tamemes; entre
todos acabaron con los mayas, a costa de la
pérdida de un indio, que murió al ser rajado su
cuello por los afilados dientes de uno de los
guerreros muertos. Na Can San no sabía que
estaban haciendo los sacerdotes, pero intuía que
debían estar preparando un hechizo para detener a
los guardianes; les daría todo el tiempo que
precisaran.
La locura y el caos se adueñaban del
recinto ceremonial a medida que la noche se iba
haciendo dueña del valle. La niebla comenzaba a
subir hacia arriba, ya llegaba a las rodillas, pero
los combatientes estaban tan concentrados en su
horrenda lucha que no se daban cuenta de tales
detalles. Los muertos vivientes eran destrozados a
decenas, mas no dejaban de venir decenas más por
las calles y saliendo de los edificios medio
derruidos. Zyanya, que se encontraba en mitad de
los fardos, intentaba escapar, llegar al lado del
capitán de la Vega, pues intuía que a su vera
estaría a salvo, pero no podía moverse porque los
muertos vivientes acosaban al grupo de tamemes y
si se la ocurría abandonar la precaria seguridad de
los fardos, seguro que acabaría cruelmente
devorada en vida.
La hermosa y asustada muchacha
enarbolaba un cuchillo de acero toledano, que
horas antes le había entregado de la Vega para que
lo escondiera en la túnica y lo usara para
protegerse en caso de peligro, porque el capitán
tenía muy malos presentimientos acerca de la
ciudad en ruinas. Zyanya, en ese momento, había
vuelto a pensar en hundir la daga en el amplio
pecho del castellano, pero ya ese tipo de
pensamientos en ella carecían de fuerzas, porque
no deseaba en realidad la muerte del capitán, sólo
que este la estrechara entre sus brazos y se la
llevara lejos, aunque fuera a la fuerza. Era
increíble como podía cambiar le mente de una
persona según las circunstancias, porque Zyanya
ya no deseaba ser la esposa, una más, de Na Can
San, sino que suspiraba porque de la Vega la
tomara por mujer. Mas todo eso quedaba ahora
atrás, porque el único pensamiento válido era
como sobrevivir al horror que se estaba
padeciendo.
Con el cuchillo en alto, Zyanya observó
como Itzamma y sus sacerdotes se perforaban
orejas, muslos y los penes con espinas de magüey
para obtener sangre; se disponían a realizar un
ritual, porque las gotas de sangre las esparcían
sobre unos símbolos que Itzamma había realizado
con la dura punta de su báculo en la tierra. ¿Qué
podía ser? Los ancianos, abstraídos del horror que
se desarrollaba a su alrededor, recitaban ritos y
letanías tan antiguas como la Humanidad,
salpicando con su sangre los signos de Itzamma,
mientras este, de pie, oraba con fervor con las
manos y el rostro alzado al cielo que se iba
oscureciendo por momentos.
Zyanya intentó acercarse a los sacerdotes,
por curiosidad, deseaba saber que sucedía y que
hacían, si era un intento de proteger a la
expedición de la muerte o un vil hechizo destinado
a causar mayor ruina a los españoles, mas no pudo
avanzar mucho porque un muerto viviente le cortó
el paso. La hermosa muchacha gritó con horror y
esquivó por poco las zarpas de la cosa, que
caminó con decisión hacia la mujer barriendo con
sus brazos varios fardos que le estorban el paso.
Zyanya, haciendo acopio de valor, movió la mano
que sostenía el cuchillo, la derecha, de lado a
lado, cortando el aire y también la carne del
muerto viviente; incluso le llegó a amputar dos
dedos, pero el maya no se detuvo en su avance.
La aberración logró sujetar con fuerza la
muñeca de la india, quien notó con repugnancia
que la carne de la cosa era fría y viscosa. Zyanya
intentó liberar su mano armada tirando hacia atrás,
pero el maya tenía más fuerza, quizás no tanta
como la que hubiera poseído en vida, pero sí la
suficiente para imponerse sobre una mujer. El
muerto viviente se acercó al cuello de Zyanya con
la intención de arrancarle la carne y la vida con
letal mordisco, pero la muchacha le pegó con el
puño izquierdo con fuerza en la cabeza y le hizo
dar un paso hacia atrás, aunque seguía sin soltarla.
Sin pararse a pensar, dejándose llevar tanto por el
miedo como por el poderoso instinto de
conservación, Zyanya cogió el cuchillo con la
mano libre ya que no podía liberar la otra y de
rápido movimiento clavó el cuchillo hasta la
empuñadura en la oreja del muerto viviente.
La cosa abrió la boca, sus ojos
amarillentos, carentes de vida e inteligencia, se
cerraron y cayó hacia delante y encima de la india.
La muchacha intentó esquivar el cuerpo de su
oponente, pero no pudo hacerlo y se derrumbó de
espaldas con el repugnante cadáver encima de
ella. El pánico se apoderó de la india y pataleó y
movió los brazos con desesperación hasta que
logró quitarse de encima el cuerpo. Zyanya se
apoyó con los codos en el suelo, para darse
impulso y levantarse, pero ya dos guerreros mayas
se abalanzaban sobre ella con las manos por
delante, ansiosos de rasgar su suave y morena piel
y darse un atracón con su carne y sangre. Zyanya
chilló por el horror, dándose cuenta de que se
encontraba tirada en tierra y desarmada; era el fin.
— ¡Zyanya! —gritó de la Vega con rabia.
El capitán lanzó un tajo y decapitó a uno de
los muertos vivientes. Al otro le golpeó con el
borde del escudo en la cabeza, destrozando toda la
mandíbula inferior; luego le traspasó el cráneo con
la espada y la cosa se derrumbó para no levantarse
más. Tras comprobar que no había más enemigos
relativamente cerca, de la Vega miró a la
muchacha y la preguntó con precaución.
— ¿Zyanya, estáis bien?
La india dijo sí con la cabeza y aceptó la
ayuda del español para levantarse. La joven vio en
el rostro del capitán alivio y alegría por haber
llegado a tiempo para salvarla y, con gesto
espontáneo, le abrazó con fuerza. Fue breve, pero
intenso, y bastó para que los dos comprendieran lo
que sentían el uno por el otro. De la Vega ya se
había fijado desde hace muchos días que la india
era especial, aunque no sabía por qué; ahora sí,
pero no era el momento de dejarse llevar por los
sentimientos. Zyanya se separó del soldado y le
dijo.
—Itzamma y los sacerdotes están realizando un
hechizo, no sé para qué…
— ¡Perros! Seguro que esto es culpa suya.
Sígueme.
De la Vega se lanzó al combate, junto a
cuatro españoles que le habían seguido para
reforzar a Na Can San y los tamemes. Desde el
otro lado del recinto ceremonial, de la Vega se
había dado cuenta de que los muertos mayas
estaban atacando a los servidores indios y
causando estragos entre ellos. Ordenó a varios
españoles que le siguieran y todos juntos corrieron
en auxilio de los tamemes; fue entonces cuando de
la Vega descubrió a Zyanya en apurada situación,
luchando por su vida. Ahora los cincos
castellanos, más la india, avanzaron destrozando a
los muertos vivientes que encontraban por el
camino, hasta que llegaron donde los sacerdotes,
que eran protegidos por Na Can San y varios
indios.
Antes de que de la Vega fuera a decir algo,
Itzamma se adelantó y con breves palabras explicó
que se estaba realizando un hechizo de protección
que serviría para detener, de momento, el ataque
de los guardianes. Era imperativo que se les
dejara continuar hasta el final, lo contrario
supondría el fin de la expedición al completo.
Zyanya se apresuró a traducir a de la Vega lo que
largara el anciano con tanta urgencia. El capitán,
rápido de mente como de espada, asintió con
gravedad con la cabeza.
—Sea, si lo que quiere es tiempo, por Cristo
poderoso que tendrá tiempo —dicho esto, de la
Vega se unió a sus compañeros y los tamemes en
la desesperada lucha contra los muertos vivientes.
Zyanya se quedó atrás por si Itzamma la necesitaba
para algo, con su cuchillo recuperado del cadáver
de la cosa bien cogido con la mano.
Satisfecho, Itzamma se volvió hacia sus
sacerdotes, intentando olvidar la carnicería de
sangre, tripas y miembros amputados o arrancados
que sucedía a su alrededor, concentrado en el
hechizo que le permitiera detener el ataque de los
guardianes. Lo que no había dicho al español era
que tal rito necesitaba de un sacrificio humano, ya
que los dioses mayas nunca cedían un favor si no
era con una ofrenda de sangre por en medio. El
anciano buscó con la mirada hasta encontrar lo que
necesitaba: el cuchillo de Zyanya. Con voz
cargada de autoridad Itzamma pidió el arma y la
muchacha se lo entregó sin pensarlo siquiera, tal
era su obediencia al hombre santo. Hizo un gesto
con la cabeza a uno de los sacerdotes y este
marchó medio agachado entre los fardos a buscar
algo.
Apenas tardó unos instantes en retornar al
lugar el sacerdote con un tameme medio
moribundo al que arrastraba sin mucha
consideración por los pelos. El pobre indio se
encontraba gravemente herido de varios mordiscos
en el cuello y en el cuerpo, de donde manaba
abundante sangre. Itzamma alzó el cuchillo, recitó
rápidamente unas formulas mágicas y dijo.
—Gracias, oh, valiente, por tu noble y voluntario
sacrificio. Haremos buen uso de él.
Itzamma hundió el cuchillo en el pecho del
indio, que abrió la boca y los ojos con espanto
mas no gritó, muriendo casi al instante. El anciano,
con la pericia que daba el haberlo hecho cientos
de veces, rajó con celeridad el pecho del
desdichado, abrió las carnes y sacó con la otra
mano el corazón aún palpitante, todo sin dejar de
salmodiar palabras y hechizos. Uno de los
sacerdotes se puso de rodillas y el anciano le puso
el chorreante corazón sobre su cabeza,
empapándolo. Luego, Itzamma apretó con su mano
el órgano para sacar más sangre que cayó en las
manos del arrodillado sacerdote que las había
colocado como si fuera un cuenco.
Hecho todo esto, para asombro de Zyanya
que era testigo del hechizo, aunque no estaba
horrorizada, pues desde pequeña estaba
acostumbrada a los sacrificios humanos, el
sacerdote se levantó y corrió hacia un palacio de
dos plantas situado a un lateral del recinto
ceremonial, justo enfrente de donde se alzaba el
templo principal. El sacerdote se internó entre la
horda de muertos vivientes que, increíblemente, no
le atacaron, todo lo contrario, le evitaron en lo
posible. El indio llegó jadeando hasta la entrada
del palacio, que se encontraba en buenas
condiciones, tan sólo algunas paredes presentaban
pequeños derrumbes, y comenzó a pintar símbolos
con la sangre del indio sacrificado.
Mientras ocurría todo esto, de la Vega, los
soldados, Na Can San y los tamemes seguían
luchando con valentía contra los espantosos
guerreros mayas. Muchos eran los muertos
vivientes que caían destrozados, heridos en la
cabeza y otros se arrastraban con sus manos o
piernas cortadas, pero también varios servidores
habían sido atrapados y devorados en vida en
medio de una horripilante matanza. Incluso uno de
los soldados había sido tirado al suelo y
desmembrado antes de que el resto de sus
compañeros pudieran acudir en su ayuda. Cuando
se llegó hasta el castellano lo único quedaba de él
era el tronco con las dos piernas, poco más,
porque las tripas y la mayoría de los órganos
habían sido brutalmente arrancados y ahora eran
devorados o se encontraban esparcidos por el
suelo.
Na Can San golpeaba con la lanza a los
muertos vivientes en la cabeza, hasta que un maya
de un golpe se la arrebató. Desesperado, el
cacique retrocedió varios pasos y se acercó a un
tameme que portaba una antorcha. Se la quitó y la
utilizó como arma contra la cosa que proseguía su
ataque. Na Can San golpeó al maya en la cabeza
con fuerza, en medio de una lluvia de chispas, y el
fuego prendió con virulencia en los cabellos y la
carne putrefacta con tal violencia, que parecía que
el muerto viviente era en realidad un montón de
paja seca en mitad del más terrible de los
desiertos. La monstruosidad se convirtió en apenas
unos parpadeos de ojos en una pira de feroces
llamas que le devoraban todo el cuerpo. Dio
varios pasos de manera errática, agitando los
brazos, hasta que cayó al suelo y no se movió más;
con un fogonazo de cegadora luz, el maya se
consumió hasta que no quedó de él más que un
montón informe de restos humanos carbonizados
que, al toque del pie de Na Can San, se desintegró
convertido en polvo. El cacique gritó de júbilo y
se acercó hasta otro muerto viviente, al que
sacudió con la antorcha en la cara; el resultado fue
el mismo.
De la Vega se dio cuenta del vital
descubrimiento y recordó las palabras de Núñez
sobre el fuego. Por su vida, que poseían una
ventaja que se debía explotar. Tras cortar la
cabeza a un maya y a otro cortarle en dos mitades
de certero tajo por la cintura, gritó a los soldados
para que cogieran antorchas y prendieran fuego a
las aberraciones. En unos momentos fueron varios
los guerreros mayas que acabaron siendo pasto de
las llamas.
Al otro extremo de la plaza Ponce, bañado
en sangre negra y restos de carne maloliente y
podrida, luchaba con ahínco y furia española.
Había logrado juntar a todos los españoles de ese
lado y hacerles combatir en un grupo compacto,
porque luchar en pequeños grupos o por separado
era suicida, ya que los muertos vivientes parecían
poseer un número infinito de guerreros y tarde o
temprano rodeaban a su presa y la atrapaban, para
a continuación darse sangriento y espantoso festín
con la víctima. No obstante, al gobernador los
brazos comenzaban a pesarle a medida que las
fuerzas se iban agotando. Poco a poco los
castellanos se iban cansando, ya ni maldecían,
porque necesitaban hasta el último aliento para
luchar y seguir matando mayas. Los golpes de
espada, lanza o los tiros de ballestas y escopetas
eran más precisos, dando casi siempre en el
blanco, que era la cabeza, pero más pronto que
tarde no se tendrían fuerzas para seguir y entonces
ese sería el fin. Vaya manera de morir, pensó
Ponce con cierto humor negro; en fin, al menos lo
haría luchando hasta el final, sin rendirse ni
retroceder.
El único que seguía luchando en solitario
era el iracundo y gigantesco Peñate, que a un lado
de la plaza, donde empezaba una calle, seguía
manteniendo la posición a base de golpear con el
montante como si fuera una hoz, segando los
asquerosos cuerpos de los muertos vivientes. Era
tal la pila de cadáveres y miembros que le
rodeaban, que los mayas apenas podían caminar y
se caían o tenían que avanzar por encima de la
nauseabunda pila de cuerpos destrozados, pero no
cejaban en su empeño de llegar hasta el come
ogros para devorar su carne. Peñate les destrozaba
uno a uno, a veces de dos en dos o hasta tres de un
golpe, mas incluso él, con su portentosa fuerza,
comenzaba a agotarse. El montante era un arma
que pesaba mucho, pensada para manejar durante
un breve tiempo. Sólo el físico de Peñate le
permitía utilizarla casi como si fuera una espada
normal, pero era evidente que hasta el enorme
capitán poseía sus límites.
Había aguantado por pura rabia, por la
feroz ansia de venganza que le consumía el alma,
pero Peñate, entre jadeos, resoplidos e insultos
varios y pintorescos, supo que tenía que retroceder
e intentar respirar y recuperar energías, porque a
este ritmo pronto tendría que tirar el montante al
suelo porque no podría ni blandirlo. Despacio, un
paso tras otro, el capitán retrocedió, mirando de
cuando en cuando hacia su espalda para ver donde
se encontraban los demás. Descubrió el grupo de
Ponce y allá se encaminó tras destrozar a dos
mayas, a los que partió por la cintura de un solo
mandoble. Se dio la vuelta y echó a correr hacia la
posición del gobernador.
Entonces ocurrió lo inimaginable: los
muertos vivientes se detuvieron, bajaron los
brazos y cerraron sus fauces, quedándose quietos
en el lugar o caminando de manera errática de un
lado a otro del recinto ceremonial o entre las
calles y las ruinas. Los españoles se quedaron
asombrados viendo aquello y no se atrevieron a
moverse, ya que no sabían que estaba pasando y no
querían incitar a los mayas a que les volvieran a
atacar. Ponce, sudando y agotado, miró a Peñate,
que se acercaba a él entre resoplidos y blasfemias.
— ¡Por Cristo! —exclamó el gobernador— ¿Por
qué se han parado estos demonios?
— ¿Y cómo quiere vuase merced que yo lo sepa?
—fue la abrupta respuesta del come ogros. El
capitán se encogió de hombros, se acercó al
muerto viviente más cercano y de indolente gesto
le decapitó con la espada. La cabeza medio
corrompida rodó por el suelo y el cuerpo del maya
cayó al suelo.
— ¡Por Dios! —gritó espantado Ponce— No
hagáis tal cosa, no vaya a ser que nos vuelvan a
atacar.
— ¡Bah! —escupió con desprecio Peñate— Hay
que aprovechar que están quietos. Estos marranos
la pagan —y volvió a decapitar a otro guerrero
maya.
Ponce escuchó a su espalda su nombre y se
dio la vuelta, para encontrarse con el capitán de la
Vega, Na Can San y varios tamemes con antorchas.
En ese momento se dio cuenta el gobernador que
casi era de noche cerrada, y que la niebla se
espesaba por momentos y subía en altura, llegando
ya casi a las pantorrillas.
— ¡De la Vega! —demandó Ponce con
impaciencia— ¿Vos sabéis que ocurre aquí?
—Señor, los sacerdotes han logrado realizar un
hechizo que permite que estos muertos vivientes no
nos ataquen, al menos de momento. Tenemos que
marchar a ese palacio —de la Vega señaló con su
espada tintada en sangre negra el edificio de
piedra situado en un lateral del recinto—, allí nos
podremos refugiar por esta noche a salvo de estas
cosas.
—Deberíamos aprovechar para matarlas a todas
—sentenció Peñate que se acercó hasta los dos
hombres.
—No hay tiempo —respondió con determinación
de la Vega—. Itzamma me ha asegurado que el
hechizo dura poco tiempo, más dentro del edificio
estaremos a salvo, ya que allí han efectuado ritos
que impedirán entrar a los muertos vivientes.
—Vayamos entonces allá cuanto antes —ordenó de
mala gana Ponce. No le gustaba nada la idea de
tener que beneficiarse de hechizos y brujerías de
salvajes paganos, idolatras adoradores de
demonios, pero era eso o quedarse afuera rodeado
de cientos y cientos de muertos vivientes; desde
luego, no había otra opción, que el Señor les
perdonara a todos.
Los soldados retrocedieron con premura
hacia el palacio, llevando consigo a los heridos, a
los muertos los dejaron en su lugar aunque a
regañadientes, ya que no deseaban que los muertos
mayas se los comieran, pero aparte de que
quedaban pocos restos humanos de sus
compañeros caídos, no se podían permitir el lujo
de enterrarlos en cristiana sepultura. Cogieron, eso
sí, las armas y escudos abandonados, pues les
podían ser de utilidad. De la Vega hizo una seña a
los tamemes de las antorchas y estos fueron
prendiendo fuego a cuanto muerto viviente había
en la plaza. Los indios se acercaban y rozaban con
las teas a los mayas, que en seguida eran
consumidos por las ardientes y voraces llamas. Se
destruyeron así al menos a medio centenar de
muertos vivientes del recinto ceremonial. Los
mayas pululaban alrededor, por las calles o
avenidas, en el interior de los edificios o entre sus
ruinas, vagando como almas malditas en la
oscuridad y la niebla, siempre en gran número,
pero sin atacar a los soldados y los indios.
Se cogieron todos los fardos y poco a poco
la expedición se introdujo en el palacio, que era
enorme, tenía dos plantas y estancias tan holgadas
que todos cabían sin dificultad. En la plaza
quedaron los cuerpos de los mayas que fueron
consumidos por las llamas, luego se hizo la
oscuridad y el silencio, sólo roto por la obsesiva
palabra que una y otra vez repetían los muertos
mayas. Ponce, irritado ante el sonido, se acercó a
de la Vega para intentar averiguar qué era lo que
decían esas monstruosidades. De la Vega se
encogió de hombros, porque él tampoco sabía que
podía ser, así que tuvo que preguntar a Zyanya. La
hermosa india, que todavía seguía muy asustada,
respondió en un susurro.
—Repiten una y otra vez ts’o’om, que quiere decir
cerebro.
— ¿Ts’o’om? —repitió incrédulo de la Vega.
— ¿Eso es lo qué dicen? —preguntó Ponce
mirando al capitán y al indio. Valenzuela y otros
españoles se acercaron hasta los dos oficiales
curiosos por saber también sobre la extraña
palabra— ¿Tszzoommii? ¿Qué quiere decir eso?
—Parece ser que cerebro —respondió de la Vega
ante el pasmo de los castellanos.
— ¿Y para qué diantre dicen la palabra cerebro?
—exclamó Valenzuela mirando con odio a través
de la apertura de la puerta a la niebla del exterior
— ¿Tsssoommii? ¿Así es cómo se llaman esas
cosas?
—No, dicen ts’o’om, que quiere decir cerebro —
explicó de la Vega con gesto de impaciencia.
—Tszzoommii, sszzoommii, ttoomiii,
zsszzooommbbii, zombis, ¿qué más da cómo se
llamen? Hay que escapar de aquí…
—Que no, que no se llaman zombis, que dicen
ts’o’om, pardiez —de la Vega hizo un gesto con la
mano y se alejó de la puerta, seguido de Zyanya,
porque quería hablar con Itzamma. Valenzuela,
Ponce y los soldados discutieron un rato con
vehemencia sobre los muertos vivientes.
—Así que se llaman zombis —decía un soldado.
—Yo los llamo hijos de mil rameras —escupió al
suelo Valenzuela.
— ¿Y qué querrá decir zombi? —dijo Ponce.
Ajeno a la pequeña discusión que se había
montado acerca de la palabra, de la Vega se
acercó a los sacerdotes, mas no pudo hablar con
ellos porque varios soldados se le acercaron para
preguntar qué demonios se podía hacer para
escapar con vida de esta maldita ciudad plagada
de muertos mayas comedores de carne humana. El
capitán volvió al lado de Ponce para planear los
siguientes movimientos. Al improvisado consejo
de guerra se unió Peñate y casi la mayoría de
castellanos. Era evidente que Itzamma había
conseguido un valioso respiro con su hechizo,
aunque se limitaba por una noche y a este lugar. Si
se abandonaba el edificio y el recinto ceremonial,
esos “zombis” atacarían; al final, la palabreja
había calado entre la tropa y ya todos comenzaron
a llamar a los muertos vivientes zombis. Se
repartió comida y bebida a todos, ya que era
imperativo recuperar fuerzas; mientras se comía,
continuaron las discusiones.
Varios españoles querían irse, pero la
noche ya era cerrada y la niebla muy espesa,
alzándose varios pasos de altura. Casi no se veía
más allá de cuatro o cinco pasos de distancia, y
entre la niebla se medio vislumbraban las
siniestras y espantosas siluetas de los muertos
vivientes, acechando, merodeando hambrientos sin
poder atacar a los vivos del interior del palacio.
Entonces se propuso aprovechar la cobertura de la
niebla para llegar a la selva, donde seguro que no
habría zombis. De la Vega y Ponce no estuvieron
de acuerdo con eso. Según palabras de Núñez, que
fue de los primeros en toparse con los monstruos,
toda la ciudad se encontraba infestada de zombis,
la huida a través de semejante horda putrefacta
sería casi imposible y suicida. De momento, la
mejor opción era permanecer a salvo en el
palacio, al menos hasta que amaneciera, que era
cuando supuestamente la protección mágica de
Itzamma se agotaría.
Eso le recordó a de la Vega que deseaba
interrogar a los sacerdotes sobre varias cuestiones
importantes, como de donde habían surgido esas
aberraciones y la mejor manera de destruirlas,
además de ciertas dudas que tenía. Junto con eso,
se debían tomar otras precauciones. Lo primero,
pasar revista a las tropas y los tamemes, que los
heridos se curaran, aunque se descubrió que menos
un par de arañazos en algún castellano o indio,
nadie se encontraba herido. Los muertos vivientes
no buscaban herir, sino devorar. Comprobado el
éxito del fuego contra esas cosas, de la Vega
propuso prender varias fogatas y preparar flechas
incendiarias y numerosas antorchas. Dado la falta
de leña, y como no se podía ir a la selva, se debía
utilizar como combustible las cargas de mantas y
túnicas que se les regalara en Xoltchi, junto con la
ropa inservible, mantas, fardos, madera, todo lo
que pudiera arder y no fuera imprescindible. En la
plaza se levantaban cinco árboles muertos, de
ramas peladas, bueno sería cortarlos y aprovechar
su madera. Un grupo de tamemes con soldados de
escolta salieron con hachas al exterior para
realizar el trabajo y, como asegurara Itzamma, no
fueron atacados por los zombis, que se limitaban a
mirarlos o dar vueltas a su alrededor. Aún así, los
españoles y los indios no dejaban de mirar con
terror o gruñir de miedo ante los guerreros mayas,
apretando los dientes y murmurando oraciones
cada cual a su respectivo dios o dioses.
Por todo el palacio comenzó una intensa
actividad, encaminada a proteger las entradas y
estudiar a fondo el edificio. Se planeó intentar
hacer una salida al amanecer, llegar a la selva y
allí despistar a los zombis para llegar hasta el pie
de los acantilados e internarse en el túnel. En caso
de que los muertos vivientes atacaran y no se
pudiera escapar, se pensó en una ruta de huida
alternativa, que pasaba por subir a la segunda
planta y desde allí saltar al otro tejado, que se
encontraba a cuatro pasos de distancia, lo
suficientemente cerca para evadir el obstáculo sin
dificultad con una buena carrerilla de ayuda. No
fue difícil fortificar el palacio, ya que los mayas
no construían ventanas, tan sólo puertas, y en todo
el edificio había ocho, cuatro de ellas principales.
Se cegaron con piedras todas menos dos, las más
grandes, porque no era cuestión de encerrarse
como ratas en una jaula; nunca se sabía si podrían
existir otras entradas o si los zombis lograrían
entrar sólo Dios sabía por dónde. Si eso ocurría y
les fallaba la huida por el tejado, entonces estarían
atrapados con cientos de voraces muertos
vivientes. Las entradas se protegieron con grandes
fogatas; si los mayas querían pasar por allí, antes
arderían.
Con todos trabajando, indios y españoles,
pudo por fin de la Vega hacer traer a su presencia
a Itzamma, los sacerdotes y Na Can San, y con
Zyanya como lengua, hablar con ellos. Ponce, junto
con Núñez y Valenzuela, asistió al interrogatorio.
El gobernador no olvidaba la perfidia del cacique
y aún andaba con ganas de traspasarle el estómago
con la espada. Él también deseaba realizar
preguntas a los indios. Empezó de la Vega
preguntando sobre que eran esas cosas que les
atacaron, como era posible que los muertos se
alzasen de sus tumbas y que era lo que les había
activado.
— ¡Sí! —gritó Valenzuela con el puño en alto,
amenazando a los sacerdotes— ¡Queremos saber
que son esos putos zombis!
Tras la traducción del capitán y de Zyanya,
Itzamma arqueó una ceja por la sorpresa y
respondió con voz tranquila y sin miedo.
— ¿Zombis? ¿Qué nombre es ese? Son kimen, los
guardianes de la ciudad sagrada de los dioses.
Itzamma explicó que ya les había advertido
acerca de las consecuencias de profanar el lugar
mágico y sagrado de su pueblo. Los kimen mayas
eran el instrumento de los dioses para castigar a
los mortales tanto por su ambición como por su
corrupción. Antaño, los sacerdotes y caciques de
la ciudad utilizaron a los kimen para expandir su
poder atacando a las ciudades rivales, aumentando
su riqueza y su ego, fue entonces cuando osaron
desafiar a los dioses. En respuesta, los coléricos
dioses volvieron a los kimen contra los habitantes
de la ciudad hasta que devoraron a todos. Los
kimen se convirtieron en los guardianes de la
ciudad, de sus secretos y tesoros, en especial de la
Fuente de la Juventud. Ponce torció el gesto al
escuchar aquello, porque seguía sin creer que ese
pozo infecto de aguas podridas fuera a devolver el
vigor a músculos envejecidos. Sintió arder la
furia, pero se tuvo que contener de momento.
—Todo eso que se nos larga está muy bien —
exclamó irritado el gobernador—, pero seguimos
sin saber que hemos hecho para poder despertar a
esos kimen…
—Zombis, señor —insistió Valenzuela.
— ¡Zombis, kimen, la madre que los parió a todos!
—estalló por la cólera Ponce— ¿Qué más da
como se llamen, voto a Cristo? Quiero saber cómo
se pueden destruir, como lograr escapar con vida
de la ciudad y que se ha hecho para despertar a los
guardianes, porque en realidad no hemos tocado
nada y mucho menos llevarnos cosas. Pregunta, de
la Vega, a ese perro moreno, por todas estas
cuestiones.
Así hizo el capitán ayudado por la hermosa
muchacha. Itzamma escuchó con atención y
respondió, esbozando una tenue sonrisa y mirando
al cacique, que en realidad los guardianes sólo se
activan si se hubiera tocado las aguas de la Fuente
o profanado otros secretos que se encuentran bien
escondidos. Si los kimen habían surgido del
inframundo maya había sido porque Na Can San le
había obligado a él, y a sus sacerdotes, a realizar
los hechizos pertinentes encaminados a despertar a
los guardianes, ya que Na Can San deseaba
vengarse de los españoles por el ataque a la aldea.
Dado que es el cacique, suya es la autoridad
concedida por la benevolencia de los dioses, por
eso Itzamma no tuvo más remedio que obedecer, a
pesar de que advirtió en numerosas ocasiones que
los kimen mayas no se podían controlar y serían un
peligro para todos. ¿Por qué decía esto ahora?
Porque Itzamma había comprendido que se había
liberado un espantoso horror que no sólo les podía
afectar a ellos, sino a todos los reinos mayas. Era
imprescindible que se frenara de inmediato la
maldición o el mundo estaba condenado ante la
voracidad de los guardianes. Existía, pues, una
posibilidad para hacer volver al letargo a las
monstruosidades.
Los castellanos miraron con cólera en sus
ojos al cacique, quien tornó pálido el rostro ante
las acusaciones de Itzamma, sin poder hablar por
la sorpresa y el miedo. Ponce apretó los dientes
con odio y, con gesto amenazador, desenvainó
lentamente la espada, que salió de la vaina con
terrible sonido metálico. Valenzuela se acercó a
Na Can San y le cogió con las dos manos por el
cuello.
— ¡Maldito hijo de una ramera! —exclamó con
rabia el conquistador— ¿Así qué te querías vengar
de nosotros, eh? Marrano, lo vas a pagar, por
Cristo que lo vas a pagar…
—Apartad, Valenzuela —ordenó Ponce con los
ojos medio cerrados por el odio y sed de sangre
—, que voy a ensartar a ese cerdo como lo que es,
lentamente, va a saber lo que es sufrir.
Na Can San temblaba de manera violenta,
muerto de miedo, intentado explicar que conocía la
manera de destruir a los kimen, pero era tanto el
terror que sentía ante la visión de Ponce
avanzando hacia él con la espada, que ni respirar
podía. Lo que le salvó fue que de la Vega cogió al
gobernador por un brazo y le dijo.
—Esperad, no es conveniente matarlo; al menos de
momento.
— ¿Cómo? —rugió lleno de cólera el gobernador
— ¿Qué mentáis, capitán? Dejadme matar a este
hijo de perra que bien lo merece.
—No lo discuto, señor, pero todavía nos puede ser
de utilidad. Por lo que he entendido a estos
sacerdotes, solamente Na Can San tiene el poder
de hacer o decidir, incluso en cuestiones
religiosas. Le necesitamos por su autoridad ante
los sacerdotes y como rehén. Si salimos con vida
de este valle y retornamos a la selva, seguramente
nos ataquen los salvajes de su pueblo. Con el
cacique de rehén, no se atreverán a hacerlo y
podremos evitar luchar —Ponce meditaba
seriamente las palabras del capitán, pero todavía
no se mostraba conforme del todo y apretaba los
dientes y el pomo de la espada con la mano,
mirando con odio homicida al tembloroso Na Can
San. De la Vega siguió exponiendo sus
razonamientos—. Además, si le matáis ahora, será
una muerte rápida, que es mucho más de lo que
este perro se merece. Es mejor que lo llevemos
preso a alguna ciudad amiga o aliada de España.
Allí le dejaremos a merced de los hierros al rojo y
la rueda del potro, para que sepa lo que es sufrir
durante semanas, meses quizás.
Ante la mención de la tortura, a los
castellanos se les iluminó el rostro y crueles
sonrisas de lobo aparecieron en sus labios. Ponce
cabeceó lentamente con la cabeza y terminó por
guardar la espada, aunque seguía mostrando rabia.
—Sea —dijo finalmente—, pero mejor será que
no perdáis de vista a este miserable. A la primera
señal de traición o de que intente escapar, yo
mismo le despellejo en vida.
— ¿Y sobre la cuestión del hechizo para que esos
guardianes vuelvan a su lugar de origen? —
preguntó de la Vega.
—Es verdad —se acarició Ponce la barba sucia
por la sangre negra de los zombis mayas—.
Preguntar, de la Vega, a ver qué os dicen sobre esa
cuestión.
El capitán habló a Zyanya para que la
muchacha tradujera a Itzamma sobre la cuestión y
el anciano, una vez que supo lo que se le
preguntaba, contestó que, efectivamente, de la
misma forma que se despertaba a los kimen,
también se les podía devolver a su letargo y
encerrarles en el siguiente nivel del inframundo
sagrado maya, que era de donde en realidad
procedían. El hechizo necesitaba realizarse de día,
que era cuando los muertos vivientes poseían
menos poder y los dioses eran más susceptibles de
acceder a las peticiones de los mortales. No
obstante, el rito debía hacerse en un lugar
concreto, en el interior del templo principal, en un
altar consagrado para tal fin y ante las puertas que
conducían al siguiente nivel del inframundo.
Zyanya iba traduciendo frase por frase a de
la Vega, y este lo hacía al castellano, para que
Ponce y los soldados pudieran saber que era lo
que decía Itzamma. Ponce interrumpió al sacerdote
inquiriendo sobre si en verdad se necesitaba
realizar el hechizo en ese lugar y si funcionaria, o
todo era un embuste más de los indios para
confundir y perder a los españoles. Itzamma
replicó que todo lo que contaba era cierto, como
que el Sol daba luz y calor y la noche oscuridad y
frío. La tradición de su pueblo era precisa, se
basaba en la verdad y en el amor y la devoción a
los dioses. Las maneras de realizar hechizos o de
ponerse en contacto con los dioses o sus
servidores eran precisas, muy estrictas en sus
formas y rituales, no pudiendo desviarse ni un
poco de sus directrices si se deseaba que
funcionaran. Si marchaban de día al templo y
llegaban a la sala adecuada, se podría efectuar el
rito y terminar con la pesadilla. Por supuesto, tenía
un precio, porque los dioses no concedían sus
favores por las buenas, se debía satisfacerles. Para
que el hechizo se activara y los dioses actuaran, se
necesitaba al menos un sacrificio humano; era
mucho mejor matar a varios cautivos, cuanta más
sangre corriera y más corazones fueran arrancados
de los pechos mucho mejor, mas con una
inmolación bastaría.
Los castellanos lanzaron exclamaciones de
horror, repulsa y enfado al escuchar las
explicaciones de Itzamma. Ponce gritó que no se
mataría a nadie en ningún rito pagano, y que todo
eso del hechizo era en realidad una nueva brujería
de salvajes caníbales adoradores de demonios; ya
se había olvidado que anteriormente estuvo a favor
de realizar un sacrificio para activar el poder de la
Fuente de la Juventud. Itzamma insistió que era la
única manera de detener a los kimen; o se llevaba
a cabo el rito, o todos morirían en cuanto llegara
el día y el hechizo de protección se disipara. En
ese instante, los muertos vivientes entrarían y
matarían a todos los seres vivos sin distinción.
Ponce negó tercamente con la cabeza. No
necesitaban hechizos ni ritos, y no se efectuarían
sacrificios humanos. Dios estaba de su lado y no
les iba a abandonar a tan cruel destino. En cuanto
llegara el amanecer, se haría una salida en grupo,
marchando lo más rápidamente posible a la selva y
al túnel del acantilado, donde podrían ponerse a
salvo. Los soldados marcharon entonces a
descansar, comer y reponer fuerzas junto a las
hogueras; algunos incluso intentarían dormir un
poco. De la Vega, con Zyanya a su lado, preguntó a
Itzamma si en verdad bastaba un solo sacrificio
humano para activar el hechizo.
—Sí, poderoso señor, con uno bastaría. Y no
importa de quien sea la sangre ni el corazón. Si es
preciso, yo mismo me entrego como voluntario
para tal fin, después de que recite las palabras
mágicas, por supuesto.
De la Vega meditó por unos instantes la
sugerencia del anciano, pero no dijo nada acerca
de la oferta de Itzamma de presentarse voluntario
para el sacrificio. Se dirigió a Na Can San, quien
ya no temblaba porque, no sabía cómo, se había
librado de ser asesinado por el gobernador pero
todavía se encontraba pálido y sudando, y le dijo
con duras palabras, siempre ayudado por la
hermosa india, lo siguiente.
—Vos, puerco, vuestro sacerdote dice que necesita
de vuestra autoridad para iniciar el hechizo que le
permita mandar a esos kimen al olvido. Más os
vale que deis dicho permiso u os estrangulo aquí
mismo con mis manos.
Por supuesto, Na Can San dio tal permiso,
con muchos ademanes de las manos y exagerada
cortesía en la voz, producto sin duda del miedo y
el terror que sentía hacia los españoles que le
deseaban mal, y ante el espantoso horror que
acechaba fuera del palacio. Itzamma se mostró
satisfecho y aseguró a de la Vega que lo más sabio
sería llevar a cabo el rito, estando él y los suyos
preparados para cuando llegara el momento.
De la Vega miró al anciano pero no dijo
nada. Se limitó a hacer una señal con la cabeza a
Zyanya para que le siguiera a un rincón para cenar
e intentar descansar. Pasaron por la puerta
principal, donde ardía una de las hogueras y varios
tamemes se afanaban en acumular leña y cuantas
cosas pudieran arder a un lado de la entrada.
Afuera la niebla parecía espesarse más, por eso no
se veía nada, aparte de que el resplandor de las
llamas lo hacía más difícil. No obstante, se
escuchaba con claridad, porque el silencio era
total, opresivo y ominoso, a los muertos vivientes
deambular con lentos pasos alrededor del palacio,
sin dejar de repetir su palabra una y otra vez. De
la Vega notó como el vello de la nuca se le erizaba
ante la lúgubre letanía, emitida por gargantas
inhumanas surgidas de quien sabía que infiernos
terribles y crueles. Pidió a Dios merced y que les
permitieran salir con vida de este valle de la
muerte.
CAPÍTULO XV

ES MÁS IMPORTANTE EL ORO QUE LA VIDA,


Y PREFERIBLE UNA MUERTE HONROSA QUE
NO UNA VIDA DE MISERIAS; DICHO Y
HECHO.

De la Vega y Zyanya marcharon a un rincón


de la enorme sala, que no poseía ningún tipo de
decorado, tan sólo las desnudas paredes de piedra
y el suelo de baldosas medio rotas o sumamente
erosionadas por el paso del tiempo. Antaño el
lugar tuvo que estar decorado con increíbles
dibujos y pinturas, paredes y techo, porque en
algunos sitios aún se podían vislumbrar trazos que
conformaban dioses, guerreros, sacerdotes y lo
que parecían ser ritos religiosos, batallas o tal vez
actos relacionados con lo divino o lo mundano, no
se podía saber. No obstante, todo era muy confuso
de ver, porque la humedad y los siglos
transcurridos habían hecho mucha mella en los
dibujos; aunque eso era algo que ahora mismo no
importaba a nadie de la expedición.
La muchacha y el castellano se
posicionaron delante de una hoguera junto a otros
tamemes y soldados para entrar en calor. Zyanya
miraba de reojo al enorme capitán, y este miraba a
la india fijamente, sus ojos verdes brillaban con la
luz de las llamas, que también se reflejaban en la
suave y morena piel de la sensual indígena. Zyanya
apartó la vista, mirando a la fogata, intentando
poner en calma sus pensamientos pero sobre todo
el latir desbocado de su corazón. Sentía la ardiente
mirada del hombre encima de ella y sabía
perfectamente porque la miraba así. A ella le
encantaba, pero también le hacía estremecer,
porque no conocía para nada al enorme soldado,
fiero y sangriento en la batalla. Su pueblo era todo
un enigma para ella, y no sabía a qué atenerse,
pero era tan grande el anhelo que sentía por que él
se abalanzara sobre ella y le estrechara en sus
brazos, que la piel se le estremecía con tan sólo
pensarlo. Recordaba su mirada cuando la había
salvado del ataque de los kimen maya. En el rostro
del castellano se evidenció la intensa
preocupación, el inmenso alivio que tuvo al
comprobar que Zyanya se encontraba a salvo y,
sobre todo, el deseo del hombre por tomarla y
poseerla. Zyanya no se hacía ilusiones al respecto,
a saber cómo amarían estos extraños hombres
blancos. Tal vez lo único que había en de la Vega
era simple deseo carnal de su cuerpo joven y
fresco, tal vez sólo la quisiera para desfogarse,
darse mundano placer y después abandonarla.
Unos tamemes se acercaron para repartir
agua y cuencos con maíz cocido, frijoles y pan
cazabe, esa sería toda la cena. Mientras comía,
Zyanya al fin habló, porque no soportaba estar en
silencio al lado del capitán.
—Entonces soy libre —fue lo único que atino a
decir.
—Sí —de la Vega se sorprendió ante el
comentario de la muchacha, mas quedó a la espera
de que ella dijera algo más.
— ¿Y me dejareis volver con mi pueblo?
—Si es lo que deseáis…
—Antes me habíais dicho que no deseabais que
volviera a ser la mujer de Na Can San —Zyanya
miró con sus ojos oscuros, profundos, a de la
Vega.
—Y no quiero —respondió este con contundencia,
sin alzar la voz.
— ¿Por qué?
De la Vega miró a la india con sorpresa,
fue a hablar, pero lo pensó mejor y no lo hizo.
Terminó de comer la magra ración y luego intentó
quitarse con la mano la mugre, la sangre negra y
los trozos de la apestosa carne de los zombis que
se le había pegado a la ropa durante la batalla; se
encontraba sucio desde las botas hasta la
borgoñota. En su rostro parecía que había enfado,
y evitaba mirar a la muchacha. Zyanya sonrió
fugazmente y no se dejó desanimar, así que volvió
a la carga con su pregunta.
— ¿Por qué no queréis que vuelva con Na Can
San? Decidme, ¿qué más os da con quien vuelva si
al fin y al cabo me dejáis libre? Si deseo volver
con el cacique, lo haré…
— ¡No quiero que volváis con ese perro! —
exclamó de la Vega, en voz alta, llamando la
atención de los presentes, más como lo hizo en
náhuatl, no hubo quien le entendiera.
— ¿Por qué? —insistió con malicia Zyanya,
ansiosa por escuchar del hombre lo que deseaba y
anhelaba con todas sus fuerzas.
—Pardiez, porque no, he dicho, yo os… vamos,
que no, que os… Bueno, por Cristo bendito, no
tengo que explicaros a vos nada en este momento,
pues el gobernador nos llama a reunión y debo
acudir.
— ¿Cómo? —Zyanya se sorprendió ante la
respuesta del hombre, pero descubrió que era
cierto que Ponce estaba llamando a reunión a los
españoles. Maldijo la muchacha con furia en su
interior, porque a punto había estado de conseguir
que el capitán dijera lo que en verdad sentía hacia
ella, mas tuvo que conformarse con intuir que él
también se encontraba atraído hacia su persona.
Zyanya tuvo que dejar de insistir, pero se
prometió que más adelante, si lograban salvar la
vida escapando del horror sobrenatural que les
acechaba, haría que de la Vega se fijara en ella y
la tomara como mujer; atrás quedaban la rivalidad,
la muerte y el pasado, porque su corazón se
impuso a su mente. La muchacha puso la mano en
el antebrazo del capitán y apretó ligeramente. De
la Vega miró a la india y la sonrió, acariciando con
su mano la de Zyanya. Luego se dio la vuelta y
anduvo con grandes zancadas hacia la hoguera
donde los soldados se estaban reuniendo.
Peñate estaba en ese momento dando la
información respecto al estado de la expedición.
Las cosas pintaban muy mal, porque sólo quedaban
con vida treinta y nueve españoles, cincuenta y
cuatro tamemes y los cautivos salvajes: Itzamma y
sus cuatro sacerdotes, Na Can San y la mujer. Las
provisiones no iban a durar mucho más de un día,
porque parte de ellas se habían estropeado por la
humedad, aunque no poseía mucha importancia
porque era del parecer general que ni siquiera se
sabía si se iba a sobrevivir al día siguiente; en
caso de que así fuera, ya se pensaría en buscar
comida.
La cuestión era que mientras ellos eran
pocos, los zombis mayas parecían ser cientos, sino
miles. Si había que hacer caso al anciano
sacerdote, además de los de la ciudad, habría más
en la selva e incluso en el túnel por donde habían
accedido al oculto valle. Ponce escuchó al come
ogros con atención y después habló sobre sus
planes, que pasaban por hacerse fuertes en el
palacio para dejar transcurrir la noche y esperar al
amanecer. Cuando este llegara, se haría una salida
en grupo, se marcharía a la selva donde se
intentaría despistar a los muertos vivientes; luego
sería cosa hecha volver al túnel y abandonar para
siempre este mortífero lugar. El gobernador estaba
convencido de que una vez que volvieran a la
selva al otro lado del pasadizo que atravesaba la
montaña, estarían a salvo de las abominaciones
mayas.
—Eso está muy bien, ¿pero, y el oro? —preguntó
Verdugo.
—Señores —respondió muy serio Ponce—, me
temo que la cuestión del oro es la menos
importante en estas circunstancias, ¿no creen
vuases mercedes?
— ¿Qué escuchan mis orejas? —intervino otro
soldado— Aquí se ha venido a por oro y no
podemos marchar sin él.
—No podemos cargar con oro, no si queremos
salvar la vida —dijo de la Vega colocándose en el
centro del círculo que habían formado los
soldados alrededor del gobernador—. No tenemos
tiempo para buscar oro, y tampoco medios para
cargar con él. El oro nos pesaría, estorbaría en
nuestra huida, nos haría derrochar fuerzas. Creo yo
que es más importante la vida…
— ¡De eso nada! —atajó con fuerte voz Peñate—
Bastante malo fue que se nos engañara con el
asunto de la Fuente de la Juventud, pero aquí hay
oro y plata en abundancia, e infinidad de pedrería
rica, que todo lo he visto con mis ojos y se
encuentra en el templo principal. Lo suficiente
para hacernos a todos hombres ricos.
— ¡Pues vayamos a por él!
— ¡Sí, no perdamos tiempo!
— ¡Oro, oro! ¡Estamos aquí por el oro!
—Señores, cálmense, por favor —intentó terciar
Ponce en los ánimos encrespados de los
castellanos—. Por si no se han dado cuenta, afuera
hay cientos de kimen mayas ansiosos por
alimentarse de nuestra carne. Sólo aquí estamos a
salvo, no podemos marchar a por ese oro, yo soy
el primero que lo lamenta, pero si salimos de aquí,
los muertos vivientes se nos echarían encima.
— ¿Y eso quién lo dice? —preguntó con el puño
en alto Verdugo— Sólo sabemos lo que nos
cuentan los indios, pero lo mismo nos están
engañando; lo mismo podemos irnos cuando
queramos y nos tienen aquí retenidos para Dios
sabe que maldades, quizás para que no nos
llevemos el oro.
Murmullos y maldiciones se escucharon en
el grupo de soldados cuando unos y otros hablaron
cambiando pareceres y dando, en su mayoría, la
razón a Verdugo. Ponce, sin perder la compostura,
replicó mirando a Verdugo, pero dirigiéndose a
todos.
— ¿Eso creéis? ¿Qué nos tienen engañados? Pues
nada, si a vuase merced le place, salid afuera y
comprobad si los muertos vivientes os atacan o no,
mas si lo hacen, a mi luego no me vengáis
pidiendo reclamos.
Por supuesto, Verdugo no salió al exterior
del palacio a comprobar su teoría, así que calló al
no poseer argumentos con que rebatir al
gobernador. No fue el caso de otros soldados,
sobre todo de Peñate, que aseguraba que sin el oro
era imposible abandonar el valle. Si el hechizo de
protección de Itzamma era en el edificio y la plaza
ceremonial, el templo principal que se encontraba
justo al otro lado del recinto quizás también se
hallaba protegido. Las palabras de Peñate hicieron
que muchos españoles clamaran de alegría y
pidieran salir para marchar al templo a por botín.
La palabra oro volvió a sonar con fuerza entre los
conquistadores. De la Vega alzó los brazos y
reclamó orden, deseaba hablar y dar su parecer.
—Pongamos que podemos marchar al templo y
coger oro, plata, jade, piedras preciosas, todo lo
que se nos antoje —explicaba el capitán con las
manos en el cinto de donde le colgaban el puñal y
la espada, con la cabeza al descubierto, ya que la
borgoñota se la había quitado y dejado en el suelo
— Luego que tengamos ese tesoro, ¿qué hacemos
con él? Tendremos que cargar con su peso, porque
los tamemes cargan ya con otras cosas, además de
que seguro que les haremos llevar también oro.
— ¡Bendita carga! —exclamó un soldado.
— ¡Ya quisiera trabajar así todos los días! —rió
otro.
—Bien, bendita carga —repitió de la Vega con una
sonrisa—, pero déjenme sus gracias que les cuente
que el oro pesa y estorba mucho, sobre todo este,
que se encuentra en forma de ídolos, pequeñas
estatuas, pectorales, mascaras, platos y sin fin de
cosas más. Digo que el oro pesa mucho, y cuando
por la mañana tengamos que correr para huir de
las abominaciones mayas, más de uno no podrá
hacerlo por encontrarse cargado, perdiendo el oro
y la vida en el empeño. Ya ocurrió lo mismo en
Tenochtitlan, cuando los españoles tuvimos que
emprender la retirada durante la Noche Triste.
Cortés repartió el botín y los soldados lo tomaron
a manos llenas, ocupando bolsillos, petates, sacas,
hasta la caña de las botas les sirvió para guardar
el oro. ¿Y qué les pasó? Que murieron todos,
porque el peso les restó fuerzas y les atraparon los
mexicas, o se ahogaron en los canales o en el lago
porque el peso del oro les llevó al fondo; ni uno
de ellos vivió para contarlo, porque dejaron que
su avaricia pudiera sobre su razón. ¿Es qué
deseamos que aquí se repita lo mismo?
Los españoles se miraron unos a otros
mientras meditaban sobre las sensatas palabras de
la Vega. Llevaba razón, porque seguramente se
debería correr y luchar mucho para abrirse paso
entre la repugnante horda de zombis mayas. Los
conquistadores de “tercera” miraban a los
veteranos de Cortés y preguntaban sobre los
sucesos de la Noche Triste, y los veteranos
afirmaban con seriedad y lúgubre mirada que todo
era cierto. Peñate, no obstante, no se dejó
impresionar por lo dicho por de la Vega y avanzó
un paso antes de hablar.
—Vale, vale, muy bien expresado, pero aquí no
hay canales ni lago donde podamos ahogarnos por
llevar el oro. Es verdad, tendremos que luchar,
pues entonces que carguen los indios, que otras
cosas no hay que cargar. No tenemos comida, las
mantas y las túnicas sirven para el fuego, podemos
dejar abandonado todo lo que no sea
imprescindible, incluso eso, porque con el oro
luego todo lo podremos volver a comprar, y que
los tamemes carguen con el oro; nosotros
lucharemos. Yo de aquí no me voy sin el oro. ¿A
cuenta de qué tantos sacrificios? ¿Es qué vamos a
dejar pasar la oportunidad de convertirnos en
hombres ricos e ilustres?
De nuevo varios españoles gritaron “¡Oro,
oro!” con fuerza, y unos y otros se enzarzaron en
violentas discusiones, con gritos, aspavientos y
grandes ademanes de brazos. Unos decían que se
debía ir a por el oro, otros que no, que era una
locura, y cada uno defendía su parecer a la
española, es decir, con insultos, amenazas,
blasfemias y vociferando como si fuera una guerra.
Los tamemes estaban acostumbrados a este tipo de
refriegas, así que se limitaron a permanecer en
silencio en las hogueras, sin atreverse a
inmiscuirse. En cuanto a Itzamma y el resto,
pensaban que los españoles se iban a matar entre
ellos, como pasara cuando la pelea junto al pozo
de las aguas de la Fuente de la Juventud.
Ponce intentaba calmar los encrespados
ánimos, pero no lograba ni tan siquiera que se le
prestara atención. Estaba claro que su autoridad
había sido menoscabada por el transcurrir
dramático de los acontecimientos. El engaño de la
Fuente, el ataque de los zombis, el terror, la
avaricia, el miedo y la confusión habían hecho
mella en los españoles y sólo deseaban marcharse
o tomar oro, nada más. De la Vega, comprobando
que el gobernador era incapaz de hacer valer su
autoridad, que se mostraba indeciso sin saber qué
hacer, creyó llegado el momento de tomar el
mando de manera definitiva de la expedición. Con
gritos, mentando a Dios, a Hernán Cortés y a
España, el capitán logró que todos se fueran
callando, aunque costó lo suyo, sobre todo porque
Peñate se encontraba sumamente furioso.
— ¡Basta! ¡Silencio todos! —de la Vega se mostró
firme y con rostro grave, mirada ceñuda, se encaró
con los soldados— ¡Esto se acabo! No voy a
tolerar más la indisciplina y el grave delito de
desoír la autoridad real. Recuerdo a todos los
presentes que esta es una expedición bajo mando
de su Excelencia Hernán Cortés, y que todos
juraron obedecer su autoridad, representada en la
figura de Ponce de León o en mi persona. Pues
bien, ante esto, no me queda otra que tomar el
mando de la expedición tal y como se estipula en
el tratado…
— ¡Eso no se puede hacer! —replicó Juan de
Caballero el tuerto.
—Se puede y lo hago —dijo con voz de trueno de
la Vega—. Aquí no hay discusión, a partir de ahora
mando yo, y quien diga lo contrario incurre en
delito grave a la Corona española y me ofende a
mí. Digo que se deja de hablar de oro. Se
acabaron las aventuras estériles y la búsqueda de
oro a ciegas; el oro del templo que se pudra.
Aguantaremos la posición y en cuanto amanezca
abandonaremos la ciudad…
— ¡Voto a Cristo! —gritó Peñate alzando sus
descomunales brazos al techo— ¡Digo no! Señor
—se dirigió a Ponce— ¿Vais a permitir que
usurpen vuestra autoridad?
—Puede hacerlo —respondió a desgana Ponce,
irritado por perder el liderazgo, aunque en su
interior se sentía un poco aliviado, porque en
verdad no sabía cómo controlar la situación—. En
nuestro contrato con Cortés está bien claro que
esto puede ocurrir, y no puedo hacer nada. He de
atenerme a la legalidad, después de todo, yo
mismo soy un representante de la Ley.
— ¡Pues yo no! —movió la cabezota de un lado a
otro Peñate— Yo no obedezco órdenes de nadie,
sólo de Ponce de León…
—Estáis sujetos a las leyes de Cortés —advirtió
de la Vega.
—Me importan bien poco —replicó con
brutalidad Peñate mirando con fiero odio a su
oponente— No he firmado ningún papel, si lo han
hecho otros, allá ellos, pero yo hago lo que me da
la gana. Y digo que me voy a por el oro, yo
cargaré con él y me haré responsable de cuanto me
suceda. Y añado esto: como se me impida ir a por
el oro que tan justamente me he ganado, me lió a
estocadas con quien sea.
Algunos soldados corearon las palabras de
Peñate y en un momento se formaron dos grupos en
la sala. Uno junto a de la Vega y Ponce, y el otro
junto a Peñate, claramente más inferior en número
de efectivos. De la Vega y Ponce se miraron,
pensando lo mismo, que aquí se iba a declarar la
guerra, porque el asunto se caldeaba por
momentos.
—Es una locura —intentó argumentar de la Vega
—, ¿no os dais cuenta de que no llegareis muy
lejos? Tenéis que salir a la niebla, a las calles
infestadas de muertos vivientes, ir hasta el templo,
que quien sabe si no se encontrará tomado por esas
criaturas, cargar el oro y volver hasta aquí. Es un
riesgo muy grande…
—Es un riesgo que estoy más que dispuesto a
asumir —cortó Peñate al capitán de la Vega— y
los que estén dispuestos a venir conmigo —Peñate
puso la mano en el pomo de su enorme espada,
dando mayor peso a sus palabras—. Está dicho y
no me echo para atrás, pardiez. Quiero mi oro,
quiero ser hombre rico.
—Está bien —suspiró de la Vega con resignación
—. Haced lo que os plazca, me lavo las manos y
no me hago responsable de vuestra suerte.
Ponce miró a de la Vega con mirada
interrogativa. El gobernador, a pesar de que le
disgustaba tener que ceder el mando, era del
parecer que salir a por oro era una locura, así que
no entendía porque el capitán había cedido. De la
Vega tuvo que explicar que lo hizo para evitar que
los soldados se mataran unos a otros, era mucho
mejor dejar que Peñate y los suyos salieran a la
oscuridad a por el maldito oro, el mal menor.
—Pero les van a matar de manera atroz —dijo
Ponce.
—Ya, pero no les entra en su dura cabeza —
contestó de la Vega encogiéndose de hombros.
— ¡Ja! —se carcajeó con fuerza el come ogros—
Esto está mejor. ¿Quién viene conmigo a por el
oro?
Algunos españoles lanzaron gritos de
júbilo y ambición, mas no muchos, sólo diez, sin
incluir a Peñate; entre ellos Gerónimo Verdugo y
Juan de Caballero el tuerto. Se dieron entre ellos
palmadas en los hombros, felicitaciones y
comenzaron a fantasear acerca de lo que harían
una vez tuvieran en su poder el oro. Hablaban
como si estuvieran a salvo, fuera del valle, en
ciudad rica y tranquila, y dejaron correr la
imaginación olvidando por un momento el horror
de los zombis mayas. Peñate puso orden y pidió
que todos se armaran fuertemente, y que cada uno
portara una antorcha, ya que el fuego era un arma
eficaz contra los muertos vivientes. Peñate se
asombró de que Núñez no estuviera a su lado y le
pidió que viniera, pero Núñez respondió.
—No, capitán Peñate, no voy a ir, ya he tenido
suficiente. Desde que me topara con esos
demonios mayas rezo a Dios para no caer en sus
garras; ir a por oro es una locura que no estoy
dispuesto a refrendar.
Peñate se encogió de hombros y dio por
zanjado el asunto con un “a más tocamos”. Pidió
tamemes para que les cargaran con el botín una
vez conseguido, pero en esto de la Vega se mostró
inflexible. No estaba dispuesto a que los indios
compartieran la misma suerte que una pandilla de
locos ansiosos de buscarse la ruina. Si ellos
querían jugarse la vida por su avaricia era su
decisión, pero no tenían ningún derecho a implicar
a nadie más. Los tamemes se quedarían en el
palacio. Peñate no insistió, se limitó a coger un
par de sacos y acercarse a la puerta, mirando al
exterior, a la densa niebla y la noche cerrada. Ya
apenas se escuchaba la letanía de los zombis, y no
parecía que rondaran por los aledaños, tal vez se
habrían marchado a otras partes de la ciudad en
ruinas. El gigantesco come ogros miró a su
pequeño grupo y dio la orden de salida, pero antes
de la Vega quiso jugar su última baza.
—Peñate, ¿adónde vais? Es una locura, reflexionar
sobre lo que estáis haciendo. Vais a la muerte, ya
habrá otras oportunidades de conseguir oro. Estas
son tierras extensas, desconocidas, ¿quién sabe
qué tesoros le pueden ofrecer a hombres como
vos? No vayáis a ese templo, pues de seguro que
camináis a vuestra perdición.
—De la Vega, no puedo dejar de ir, porque
entonces no tendría sentido ninguno el haber
padecido tanto para conseguir llegar a este valle,
la puta que lo parió. Irme sin conseguir el oro es
malo, pero peor sería irme sin haberlo intentado al
menos; para mí, es algo peor que la muerte
incluso. Me es más importante ahora mismo el oro
que mi vida, que nada vale y es muy miserable.
—La mía no es mucho mejor, pero con todo
prefiero vivir.
—Ah —se encogió de hombros Peñate con una
sonrisa que le erizó la terrible barba negra—.
Cada uno tiene sus prioridades.
Dicho esto, se dio la vuelta y salió al
exterior, en cuestión de varios pasos se perdió en
la niebla; le siguieron los diez conquistadores, que
en silencio siguieron a Peñate con las antorchas en
alto. Los demás les vieron partir en silencio,
excepto Valenzuela, que andaba apostando a que
no lograrían salvarse ni uno.

***

El grupo de conquistadores atravesó a todo


correr el recinto ceremonial. A pesar de la niebla,
que era tan espesa que no dejaba ver más allá de
cuatro pasos y parecía que se elevaba hasta el
cielo mismo, pues ni las estrellas ni la Luna eran
visibles, no tuvieron problemas ni tropezaron con
nada, ya que sabían perfectamente la dirección que
debían tomar. La luz trémula de las antorchas les
bastó para poder sortear con habilidad muros,
piedras u otras ruinas. No toparon con ningún
muerto viviente, ni tan sólo sombras que se les
cruzaran, aunque en un momento dado escucharon
la palabra que los zombis de manera
enloquecedora repetían sin cesar.
—Ts’o’om, ts’o’om…
Peñate detuvo con un gesto de la mano a
los diez españoles, pues la última palabra creyó
que se había escuchado demasiado cerca. Los
soldados se detuvieron con las espadas y las
lanzas listas, mirando en todas direcciones
esperando ver surgir de la niebla a los
nauseabundos muertos mayas, mas nada ocurrió.
Verdugo se acercó a Peñate y le preguntó con voz
ansiosa.
— ¿Creéis que nos van a atacar?
—No —respondió con sonrisa cruel el gigantesco
capitán—. Todavía estamos dentro del recinto
ceremonial, pero es mejor andarse con cuidado.
Sigamos, no perdamos tiempo.
Peñate ordenó en voz baja que se
continuara la marcha, pero ahora andando, no
deseaba que por las prisas se tropezara con una
horda de zombis o cayeran a algún agujero. Los
españoles se empujaron unos a otros, sumamente
nerviosos. Ya no les parecía tan buena idea haber
salido en busca de botín, y no parecían tan
decididos ni valientes, mas allí estaban y no
podían dar la vuelta, porque entonces serían
tachados de cobardes, peor estigma no podía
manchar el honor de un cristiano, soldado y
español. Peñate, que parecía ser el único que
mantenía la compostura y la sangre fría, abría la
marcha con decisión, a grandes zancadas, asiendo
con fuerza con una mano el montante y con la otra
una antorcha que mantenía bien en alto, faro en
aquella oscuridad copada por una niebla que lo
hacía aún peor.
Unos cuantos pasos más y los castellanos
toparon con la colosal mole del templo principal,
que recortaba su silueta contra la niebla que se iba
tornando amarillenta, con una extraña luminosidad,
aunque Caballero el tuerto explicara que se debía
a la luz de las antorchas, pero ese argumento no
convenció mucho a los soldados, que veían muy
extraño el fenómeno de una niebla con
luminiscencia, aunque esta fuera débil; una
brujería más en este valle antesala del infierno.
Peñate se encogió de hombros e insultó a la niebla,
a los indios y a todas las putas que les parieron, y
dijo que una niebla no podía ser peligrosa, fuera
espesa, amarilla o poseyera luz propia. Sin
esperar a nadie, se encaminó directo a la base del
gigantesco edificio, donde sabía que nacían los
escalones que conducían a la cima. Efectivamente,
dieron con ellos y los soldados iniciaron el
ascenso, hasta la mitad del templo, donde los
escalones terminaban en una terraza, aunque luego
continuaban hacia arriba dos pasos adelante, ya
hasta el templecillo en las alturas.
No haría falta subir tan alto, porque para
entrar a la pirámide tan sólo se tenía que caminar a
un lado, hasta una entrada que conducía a un
pasillo en el interior del templo. El pasillo, que se
encontraba totalmente a oscuras y su principio
inundado de niebla, les llevó hasta el corazón del
templo, a las salas donde se encontraban los
tesoros. Llegaron a ellas sin peligros, sin toparse
con muertos vivientes, Peñate el primero, pero una
vez allí las maldiciones, los insultos y las
exclamaciones de asombro e incredulidad se
sucedieron entre los españoles, porque las
estancias se encontraban vacías. Sí, allí seguían
las estatuas forradas de oro y plata en sus
pedestales, pero ni rastro del resto del oro, jade ni
las piedras preciosas.
— ¡Feria ni ánima! —blasfemó con fuerza Peñate,
haciendo que el aire pareciera vibrar ante su
poderosa voz— ¿Dónde se encuentra el tesoro?
— ¡No puede ser! —gritó Verdugo moviendo de un
lado a otro la antorcha, iluminando hasta el último
rincón de la sala— Esta tarde estaba aquí, lo vi
con mis propios ojos, lo juro por Cristo.
Los castellanos miraron el resto de las
salas, cuatro en total, todas vacías; incluso
inspeccionaron la estancia donde se encontrara el
altar de los sacrificios con una rana de esmeralda,
pero la rana también había desaparecido. Varios
soldados, sudando copiosamente por el miedo y la
ansiedad, se relamían los resecos labios y juraban
fuertemente, argumentando que se les había
engañado. Peñate tuvo que jurar varias veces por
su honor que cuando visitara por primera vez la
pirámide con Ponce aquí había inmenso botín en
oro, plata y piedras preciosas.
— ¿Entonces, por la dulce Señora, donde está ese
botín y quién se lo ha llevado? —preguntó con
acierto un soldado.
Esa era una buena pregunta que nadie supo
responder. Los castellanos se juntaron en su
totalidad en la sala del altar para deliberar, aunque
al final, incapaces de encontrar solución al
misterio, miraron a Peñate en busca de consejo. El
come ogros blasfemó varias veces, movió la
cabezota, pero por más que bufaba con rabia o se
devanaba los sesos no encontraba nada que decir.
—Lo único que se me ocurre es que se lo hayan
llevado esos mierdas de zombis, creo que así los
llamaba Valenzuela —fue lo que atinó a decir el
capitán finalmente.
— ¿Y para qué iban a querer oro unos muertos
vivientes? —preguntó Caballero.
— ¡Y yo que sé, voto a Dios! —exclamó irritado
Peñate.
— ¡Esperad! —gritó Verdugo, que se encontraba a
la entrada de la sala, apuntando con la llameante
antorcha al suelo— ¡Mirad esto!
Los españoles se acercaron a la entrada,
mirando con detenimiento lo que Verdugo les
mostraba a la luz de la antorcha. Se trataba de una
gruesa alfombra de polvo depositada por el paso
de los siglos. En el suelo de piedra labrada y
pulida, se destacaban con facilidad las huellas de
las botas y las sandalias indígenas que vestían los
españoles, y a pesar de que era un batiburrillo en
aparente caos, también se distinguían con claridad
otras huellas: pies humanos descalzos.
— ¡Esos putos zombis mayas han estado aquí! —
exclamó Peñate. Se marchó a otra sala y miró el
suelo con atención, descubriendo las mismas
huellas, en todas partes y en gran número.
— ¡Y llevaban algo a rastras, no hay duda! —
Verdugo mostró un nuevo hallazgo. Junto a las
huellas de pies descalzos se veían surcos, algunos
grandes y otros más finos, pero eran los típicos
surcos que dejarían sacos y objetos al ser
arrastrados por el suelo.
— ¡El oro, se han llevado el oro esos demonios!
—dijo un soldado.
— ¡Mirad, por Cristo! —gritó otro, tomando del
suelo un topacio que brilló a la luz de las
antorchas.
—Es evidente, los muertos vivientes se han
llevado el tesoro —sentenció Peñate— ¿Pero
adonde y porque?
—Para protegerlo, seguro. Esos odiosos
sacerdotes decían que eran los guardianes de la
ciudad, pues, por ventura, eso parece que hacen —
argumentó Caballero.
—Las huellas lo dejan bien claro —decía Verdugo
sin dejar de mirar el suelo con la antorcha—.
Entraron sin nada y a la salida lo hicieron
arrastrando algo por los suelos: el botín. Lo han
llevado fuera del templo; las huellas continúan por
el pasillo.
—Al exterior entonces, por mi vida —a la orden
de Peñate, los conquistadores marcharon en tropel
por el pasillo hasta salir a la terraza que se
encontraba a la mitad de la pirámide escalonada
maya, donde fueron recibidos de nuevo por la
oscuridad de la noche, que se iba tornando más
fría por momentos, y la enfermiza niebla.
Los soldados miraron a diestra y siniestra,
oteando con las antorchas los suelos, los enormes
escalones, en busca de huellas o pistas, aunque
aquí, en el exterior, no había polvo donde pies
pudieran dejar un rastro.
— ¡Aquí! —volvió a gritar Verdugo. Los
conquistadores se apelotonaron alrededor de su
compañero, con cierto peligro, pues la cornisa
donde se encontraban no era muy ancha
precisamente, y el que cayera al vacío podía dar
por descontado que se partía los huesos. Peñate
avanzó abriéndose paso con su corpachón hacia
Verdugo, él solo ya ocupaba prácticamente todo el
ancho de la terraza.
— ¿Qué tienes? —preguntó a Verdugo. El soldado
por contestación mostró un trozo de oro, parecía la
punta de un bastón que utilizaban los indios en sus
rituales. Era evidente que se había partido
mientras era arrastrado por el suelo, quedando
abandonado por los zombis que actuaban sin
aparente inteligencia, movidos por un oscuro y
pavoroso instinto sobrenatural. Verdugo señaló
con la mano que el trozo de oro lo había
encontrado en el escalón inferior. Peñate asintió
con la cabeza, miró a los soldados y les dijo con
un gesto de la mano— ¡Abajo!
Eso hicieron entre reniegos, juramentos y
resoplidos, pues tanto bajar y subir los empinados
y altos escalones de piedra ponía a prueba las
piernas de todos, excepto de Peñate, que era
sencillamente un coloso. Una vez abajo del todo,
los españoles repitieron la operación de rastrear
el suelo con las antorchas en busca de nuevas
pistas. La codicia les podía, ansiaban poner las
manos encima del deseado metal amarillo, por eso
a nadie se le ocurrió pensar que andaban siguiendo
con muchas ganas las huellas producidas por un
numeroso grupo de muertos vivientes mayas. Un
soldado llamó la atención del resto al descubrir
una jarra de oro tirada junto a la base del templo.
El grupo de castellanos bordeó con mucha prisa la
pirámide, hasta doblar una de las esquinas, y
siguieron adelante hasta dar con una entrada.
—Seguro que lo han metido ahí dentro —dijo con
mucha convicción Caballero.
—Pues adentro —ordenó con voz de trueno
Peñate.
— ¡Esperad un momento, por Cristo! —exclamó
Verdugo, quien por fin había caído en la cuenta de
la temeridad que estaban llevando a cabo—
¿Cómo vamos a meternos ahí dentro sin saber lo
que nos aguarda? Lo mismo esas criaturas nos
tienden celada, o nos despeñamos por agujeros, o
sólo Dios sabe que más desgracias nos pueden
ocurrir.
—Bah —Peñate escupió al suelo con fuerza, que
si hubiera pillado un conejo lo desoreja—.
Tonterías, vive Dios. Esos putos muertos mayas
carecen de inteligencia para emboscarnos, y no he
visto todavía un templo indio con agujeros. Yo
digo que esos muertos, en los que me cago, han
escondido ahí dentro el tesoro para evitar que nos
lo llevemos y luego se han marchado para
merodear por la ciudad a la espera del amanecer.
— ¿Dónde estarán entonces esos zombis? —quiso
saber un soldado.
—Que se sabe —respondió Peñate alzando la
espada—, pero si estuvieran en las cercanías ya
nos habrían atacado, ¿no? Pues no ha ocurrido así.
Adentro y no nos andemos con florituras, o se nos
pasa la oportunidad.
Peñate se acercó a la entrada y la examinó
a la luz de la antorcha. Era un pórtico más grande
que él, aunque por poco, y de ancho unos seis
pasos. En sus laterales y en el frontón se
encontraban esculpidos en la piedra numerosos
demonios o dioses mayas, junto con jeroglíficos
que decían los frailes era la escritura de estos
indios. Peñate murmuró por lo bajo, pues le
importaba bien poco todas aquellas estupideces,
así que no perdió más el tiempo contemplando
algo que ni entendía ni deseaba comprender. Con
la antorcha por delante, se paró en el umbral de la
puerta, escudriñando el interior. Poco pudo ver,
excepto un ancho pasillo que conducía más hacia
el interior.
Sin dudarlo, sin miedo, Peñate se introdujo
el primero en la pirámide, seguido por el resto de
los soldados que se animaban contemplando el
valiente ejemplo del capitán, aunque Verdugo no
las tenía todas consigo y no dejaba de repetir en
voz baja que no era buena idea. La luz de las
antorchas reveló un pasillo repleto en sus paredes
de nuevos relieves de dioses y jeroglíficos, junto
con misteriosos e inexplicables símbolos. Quizás
antaño estuvieron decorados con pinturas de
colores, pero ahora mostraban su desnudez de
piedra. Descubrieron cuatro estatuas de demonios
mayas en sus pedestales, también de fría piedra,
aunque una de ellas se encontraba tirada en tierra,
su base rota a la altura de las piernas. Eran tan
terroríficas esas esculturas, mezcla de bestias,
demonios y humanos, que los conquistadores no
quisieron contemplarlas por mucho tiempo por
miedo a se les aparecieran en pesadillas.
Anduvieron en completo silencio por el
pasillo, quizás unos cuarenta pasos, en un ligero
desnivel hacia las profundidades. Todo se
encontraba abandonado y en ruinas, pero ni las
arañas habían tejido sus telas allí. Olía a polvo, a
espacio cerrado, pero también a la peste putrefacta
que emanaba de los muertos vivientes, lo que hizo
poner en alerta a los soldados. Peñate, siempre el
primero, llegó por fin al final del pasadizo, a una
puerta que semejaba las fauces abiertas de una
enorme y bestial serpiente. El gigantesco capitán
traspasó la entrada con arrojo y descubrió una
vasta sala que la luz de las antorchas apenas podía
alumbrar en su totalidad.
—Debemos estar en el centro de la pirámide —
acentuó Verdugo mirando hacia el techo, que
terminaba en pico allá a unos doce pasos de altura
—, supongo que bajo tierra.
— ¡Por Cristo, el oro! —exclamó con alegría un
soldado.
Todos miraron hacia donde el conquistador
señalaba con la antorcha y pudieron ver con
claridad un enorme montón de objetos de oro y
plata, compuesto por ídolos pequeños, platos,
copas, máscaras, pectorales, incluso anillos,
bezotes, grebas y sinfín de otras cosas, y también
collares de piedras preciosas, de conchas bañadas
en finas capas de oro, máscaras de jade, con
lapislázuli y ámbar, montones de piedras
preciosas, esmeraldas, zafiros y topacios, todo
tirado en evidente desorden, acumulado de mala
manera. El montículo era tan alto como un español,
y tanta la riqueza allí amontonada, que todos los
componentes de la expedición se convertirían en
hombres muy ricos para el resto de sus vidas.
— ¡Por vida de…! —gritó Peñate con salvaje
sonrisa— Ya os decía yo que el oro no podía estar
muy lejos.
— ¡Oro, mirad cuanto oro!
— ¡No perdamos más tiempo! ¡Hay que llenar los
petates!
— ¡Oro, dejadme paso, oro, se acabó el sufrir!
Los soldados corrieron con gritos de júbilo
hacia el montón de oro y comenzaron a tomarlo a
manos llenas, alucinando ante los brillos del
dorado metal gracias a la luz de las antorchas.
Gritaban, reían, brincaban de codicia, llenando
sacos, bolsillos, incluso el hueco de las botas con
piedras preciosas y cuanto oro pudieran coger,
pues había tanto, que era inútil discutir sobre
partes a dividir. Cada uno podía agarrar cuanto le
apeteciera.
Verdugo también fue a por oro, pero se
detuvo para contemplar antes la sala. Tal gesto
llamó la atención de Peñate, quien se encogió de
hombros y se acercó a Verdugo; ya tendría tiempo
de coger oro, no se iba a terminar.
— ¿Qué pasa? —preguntó Peñate con una mueca
de desprecio— No hay tiempo que perder,
debemos coger botín y salir de aquí antes de que
amanezca o nos ataquen los putos mayas esos.
—Esta sala es muy extraña —respondió Verdugo
con un susurro—. ¿Qué extraños ritos se
celebrarían aquí?
— ¿Y qué más nos da? —replicó a su vez Peñate,
no sin dejar de mirar a su alrededor, contagiado
por el nerviosismo de su compañero.
En el centro de la sala se alzaba un enorme
altar de piedra, levantado sobre una pila de
calaveras, similar al que se encontraba en el
exterior junto al pozo de la Fuente de la Juventud,
pero aquí las calaveras eran de verdad, no de
piedra, y estaban por cientos. Junto a las paredes
se levantaban muros de calaveras perfectamente
colocadas unas encima de otras en pulcras líneas.
La pared ósea se levantaba sus buenos ocho pasos
de altura, quizás tuviera quince de largo, y había
cuatro de ellas, una en cada lateral de la estancia.
También aquí había numerosos relieves de dioses,
demonios y jeroglíficos, pero era todo tan extraño
para la mente de un castellano, que era impensable
que pudieran sospechar siquiera que podían
representar. De lo único que se tenía total
seguridad es que este era un lugar de muerte, de
ponzoñosa maldad, y que se habían efectuado
espeluznantes sacrificios humanos a dioses
sedientos de sangre y carne humana, dioses
misteriosos, oscuros, malvados y dueños de vastas
mentes antiguas y perversas. ¿Qué horrores se
habían perpetrado en las entrañas de la pirámide?
Peñate sintió, para su pesar, como el vello del
cuerpo se le erizaba.
El altar de piedra, de color rojizo en su
parte plana y superior, tintado para la eternidad
con la sangre de decenas de miles de víctimas, se
encontraba sobre un pedestal estrecho y circular,
de donde surgían pequeños canales que
atravesaban el suelo de la estancia, seguramente
por donde corría la sangre durante las ceremonias
de sacrificios. Los dos desagües confluían hacia
un lateral, donde existan dos puertas que
conducían a una absoluta oscuridad, tan negra que
ni la luz de las antorchas era capaz de atravesarla.
Peñate observó con desconfianza las dos
aperturas, ambas idénticas en tamaño y separadas
entre sí por apenas dos pasos. ¿A dónde
conducían? El capitán se acercó un poco, ajeno al
griterío de sus compañeros que se repartían el
botín con mucha algarabía; a su lado marchaba un
expectante Verdugo.
No era una ilusión, sencillamente la luz de
las antorchas era incapaz de traspasar la estigia
oscuridad de esas aperturas, así que no había
forma de saber a dónde conducían, si a otra sala o
a nuevos pasillos. Las llamas de las antorchas
vacilaron, como si una corriente de aire las
azotara. Peñate y Verdugo notaron como la
temperatura de la estancia bajaba de golpe, el frío
les golpeó el rostro casi como si fuera un golpe
físico. El hedor a podredumbre aumentó y la
sensación de maldad, de que algo maligno se
acercaba, comenzó a ser agónicamente palpable.
Peñate miró a Verdugo y fue a dar la alarma, pero
un sonido le detuvo.
—Ts’o’om, ts’o’om…
En el umbral de ambas aperturas
aparecieron dos kimen mayas, andando con los
brazos extendidos hacia delante, con sus carnes
pálidas y corrompidas, repletas de llagas y
asquerosas costras repletas de pus maloliente, con
gusanos recorriendo sus muertos cuerpos.
— ¡A las armas! —gritó Peñate con espanto.
Más zombis aparecieron en la sala
entrando por el pasillo que conducía al exterior,
mientras de las dos aperturas al otro lado, enfrente
del altar, surgían multitud de muertos vivientes que
se abalanzaron de inmediato sobre los soldados.
Los conquistadores, alarmados por los gritos de
Peñate, miraron confusos a todas partes, sin saber
muy bien que ocurría, sus mentes todavía atoradas
por la codicia y el espectáculo del inmenso tesoro.
Tres zombis agarraron a un castellano y
comenzaron a morderle y arañarle, arrancando
jirones de su cuerpo mientras le sacaban las tripas
y se las llevaban a la boca. Los alaridos del infeliz
al ser muerto despertaron del estupor al resto de
soldados, que tiraron el oro y tomaron espadas y
lanzas dispuestos a defenderse.
Peñate ya estaba destrozando mayas con su
espada, lanzando tajos que amputaban cabezas o
cortaban brazos. Con la antorcha prendió fuego a
dos zombis, que ardieron con ferocidad
alumbrando con mayor intensidad la escena de
pesadilla que se estaba viviendo en la sala. Los
soldados intentaron huir al exterior, pero no
pudieron hacerlo porque docenas de muertos
vivientes copaban el pasillo y habían formado un
compacto muro de garras y fauces de dientes
afilados. Dos españoles intentaron abrirse paso
entre la repugnante horda a base de cuchilladas y
golpes, abriendo tripas y pinchando las caras a los
zombis, pero al final sucumbieron y fueron
desmembrados y devorados con rapidez en una
orgía de intestinos, carne y sangre.
Juan de Caballero el tuerto, al lado del
montón de oro, golpeaba con la antorcha a cuanto
zombi se le acercaba, prendiendo fuego de esta
manera a cuatro, que rápidamente ardieron y
cayeron al suelo convertidos en quebradizas
cenizas. Sudaba y maldecía el día que la ambición
desmedida le había hecho apuntarse a la
expedición de Ponce de León, pero sobre todo
lamentaba haber hecho caso al come ogros y
encontrarse allí. De un tajo decapitó a un maya que
se le acercó demasiado, y con la espada cortó las
piernas a otro. Eran demasiados y los españoles
luchaban de manera individual, separados unos de
otros, siendo aislados y abatidos poco a poco,
porque de allí no había escapatoria. Caballero
agitó la antorcha de lado a lado, manteniendo a
raya a cuatro kimen que le intentaban agarrar.
Lleno de pánico, corrió hacia un lado del montón
de oro, pero tropezó con un objeto y cayó al suelo.
— ¡No! ¡No! ¡Cristo, socórreme! —gritó
Caballero al sentir como manos frías y muertas le
agarraban por todas partes. Pataleó, golpeó con
sus puños, intentando zafarse, pero era inútil.
Notó como las uñas le rasgaban la carne,
sintiendo un dolor terrible cuando el estómago le
fue rajado y abierto por ansiosas zarpas. Era como
si le clavaran cuchillos calentados al fuego en el
cuerpo, y una explosión de dolor y locura se abatió
sobre él. Rápidamente, con tremenda voracidad,
los zombis se disputaron los despojos de
Caballero, arrancando la cabeza y los brazos,
estirando las tripas y sacando el palpitante corazón
que enseguida fue engullido por las criaturas
abominables.
Peñate observó como el cuerpo de
Caballero era despedazado y desaparecía ante la
multitud de zombis mayas que se peleaban por sus
carnes. Poco pudo hacer por ayudar a su
compañero, porque la situación era harto
desesperada para él y para Verdugo. Los dos
hombres luchaban como fieras acorraladas, eso
eran en realidad, con el altar de los sacrificios a
sus espaldas para así tenerlas cubiertas. Peñate
había tirado la antorcha al suelo, porque le era
más eficaz el montante. Con la poderosa espada,
mediante barridos, destrozaba dos o tres muertos
vivientes de un solo tajo, cortándoles la cabeza o
la mitad del cuerpo a la altura del pecho o la
cintura. Los cuerpos blandos y putrefactos de los
kimen no presentaban apenas resistencia a la
fuerza del español y a su afilado y contundente
acero. Verdugo, por su parte, espada en mano y la
antorcha en la otra, prefería prender fuego a los
zombis, que ardían con suma facilidad, como si
sus cuerpos estuvieran empapados en aceite de
lámpara.
En la sala ya no había más españoles con
vida que ellos dos, el resto de compañeros habían
caído, sus cuerpos eran devorados y la sangre y
trozos de vísceras manchaban el suelo, las paredes
y el oro que habían ido a coger. Más y más zombis
surgían de las aperturas de la pared, como si de
allí provinieran, su lugar de origen, quizás la
entrada a ese inframundo maya del que tanto
hablaron los sacerdotes indios. A Peñate todo eso
le daba un ardite, mientras peleaba y seguía
destrozando zombis sin parar, porque en su mente
no cabía otra posibilidad más que luchar y luchar
hasta que los brazos le cayeran derrengados y no
pudieran sostener la espada, llevándose por
delante a todos los zombis que pudiera. Los
muertos vivientes destruidos se acumulaban a los
pies del gigantesco capitán, sin cabezas o tan
destrozados que ya no eran un peligro. El come
ogros giraba la cintura y daba tajos como si
estuviera segando en el campo, partiendo los
cuerpos de los muertos vivientes, haciendo volar
cabezas, brazos y trozos de carne, y la sangre
negra, apestosa y corrompida de los kimen le
manchaba todo el cuerpo y corría por el suelo de
piedra en arroyuelos.
Verdugo, al contrario que su colosal
compañero, apenas podía mantener a raya a las
decenas de muertos vivientes que deseaban darse
un atracón con sus carnes, así que tras prender
fuego a dos de ellos, con rápido movimiento,
aprovechando que Peñate había logrado una
pequeña pausa al destrozar a varios kimen, se
encaramó en lo alto del altar, confiando en que allí
lograría mantener una mejor defensa. Su esperanza
de escapar con vida pasaba por aguantar, seguro
estaba de que el capitán de la Vega y el resto de
compañeros habrían escuchado los gritos y los
sonidos de la batalla y acudirían al rescate.
¡Debían acudir!
Unas manos pálidas con uñas negras
intentaban agarrar a Verdugo, pero el español daba
tajos con la espada y las cortaba. Un kimen se
encaramó por un lado del altar y Verdugo le
propinó una fuerte patada en la cabeza que mandó
al muerto viviente al suelo. A otro le golpeó con la
antorcha en un hombro y la mantuvo un par de
segundos para que prendiera fuego, cosa que hizo
casi en una explosión de llamas. Eran demasiados,
subían por todos lados, los zombis inundaban la
sala en un océano de cuerpos corruptos y
pestilentes. Verdugo notó como algo le agarraba
por un tobillo. Se dio la vuelta para encararse con
el enemigo, pero también le atraparon por la otra
pierna y tiraron de él con fuerza, haciendo que
cayera en la losa de piedra de espaldas con sonoro
golpe.
— ¡Virgen madre de Dios! —exclamó Verdugo con
inusitada serenidad— Voy a tu lado, Cristo mi
señor…
Los zombis tiraron de Verdugo y le
arrastraron hasta tirarle al suelo, donde en cuestión
de meros parpadeos de ojos le destrozaron con las
garras y sus pavorosas fauces. El cuerpo del
conquistador fue devorado con hambrienta
rapidez, su sangre salpicó el altar de los
sacrificios, como antaño cuando allí se
sacrificaban a miles de inocentes en repugnantes y
decadentes ceremonias encaminadas a adorar a
dioses oscuros y malignos, portadores de caos y
destrucción.
Peñate no vio la muerte de Verdugo, pero
la intuyó, porque no escuchaba su espada al
golpear la carne putrefacta de los zombis y en la
estancia ya sólo se oían sus jadeos y el sonido del
montante al machacar o sajar los cuerpos de los
muertos vivientes. O salía de allí, o correría la
misma suerte que sus desdichados compañeros.
Movió la espada de lado a lado, destrozando a
cuatro guerreros mayas, y miró con la cabeza en
busca de una salida. Las únicas que existían eran
las dos aperturas por donde seguían surgiendo
kimen, impensable escapar por allí, y el pasadizo
que conducía al exterior del templo escalonado,
mas también allí había muchos muertos vivientes,
aunque ya varios estaban entretenidos devorando
los restos de los españoles asesinados. Quizás
existía una posibilidad.
Un zombi se abalanzó sobre el gigantesco
capitán, que por un momento había bajado la
guardia mientras intentaba encontrar una salida, y
agarró al español por el brazo armado con el
montante. Antes de que Peñate pudiera reaccionar,
el muerto viviente dio un pequeño saltó y mordió
con inusitada fuerza en el cuello de toro del
soldado. El come ogros lanzó un rugido, más de
sorpresa que de dolor, y cogió con la otra mano al
kimen por los pelos. De un tirón le arrancó de su
lado, la cosa tenía en sus fauces un trozo de carne
y abundante sangre le manchaba el rostro. Peñate
rugió de ira como oso encolerizado.
— ¡Pardiez! ¿Me muerdes a mí, hijo de mil
rameras?
Y en un acto inaudito, Peñate mordió a su
vez al zombi en el cuello, con tanta ferocidad,
crueldad y fuerza, que prácticamente le seccionó la
cabeza, ya que la carne de la abominación era
putrefacta, blanda, carente de la natural resistencia
que podría ofrecer en vida. Peñate notó como la
sangre negra del muerto viviente entraba a su
garganta, amarga, horrible y fría como la nieve
recién derretida, y tosió y escupió varias veces
mientras tiraba al kimen al suelo, con la cabeza
sujetada al tronco por apenas un par de jirones de
carne.
Un zombi se acercó al come ogros con los
brazos extendidos por delante, pero Peñate,
nublada su razón por la cólera, le sacudió un
puñetazo que lo envió varios pasos hacia atrás y
sin la mandíbula inferior, que voló literalmente al
otro lado del altar de los sacrificios. A otro que le
atacaba le agarró por el cuello y le golpeó contra
la losa del altar varias veces, hasta que del cráneo
sólo quedó una masa informe de carne, hueso y
cerebro. La horda de zombis, inmutables ante la
furia desatada del español, avanzó hacia la
posición de Peñate. Este, recuperado el juicio por
un momento, envainó el montante, tomó el cadáver
de un guerrero maya por los tobillos y lo volteó
como si fuera un saco vacío, golpeando a los
numerosos zombis que se congregaban a su
alrededor. El cadáver del zombi, utilizado de tal
guisa, logró abrir un hueco entre las apretadas filas
de muertos vivientes, cosa que Peñate aprovechó
con rapidez.
Soltando el putrefacto cuerpo, echó a
correr con explosivo movimiento hacia el pasillo
que conducía al exterior, confiando que su inmensa
mole corporal, unas diez arrobas y media de peso,
unidas a la inercia de la carrera, le permitirían
arrollar a cuántos muertos vivientes se le pusieran
por en medio. No anduvo desencaminado. Varios
zombis intentaron detenerle, pero fueron
brutalmente apartados a un lado mediante
manotazos o sencillamente golpeados por el
inmenso corpachón del capitán. Peñate logró
llegar al pasillo y continuar su enloquecida
carrera, negándose a parar y rezando a Dios para
no tropezar, con los puños por delante como si
fueran arietes. Tuvo suerte, ya que la inmensa
mayoría de los kimen aún se encontraban
devorando tripas, órganos o carne de los
cadáveres de los españoles y no prestaron
atención al furibundo castellano que pasó a su lado
en precipitada huida.
Entre gritos, Peñate logró salir al exterior,
donde la oscuridad de la noche y la espesa niebla
continuaban invadiendo el valle. No obstante, la
extraña y tenue luminosidad amarilla de la niebla
ahora le suponía una ventaja, al menos no tenía que
avanzar entre cerradas tinieblas. No se detuvo,
sino que continuó corriendo, sin apartarse de la
base de la pirámide, ya que debía desandar el
camino anteriormente recorrido para poder llegar
al palacio donde Ponce, de la Vega y los demás se
encontraban y debía hacerlo sin extraviarse,
porque si lo hacía, los zombis le terminarían por
atrapar.
No sabía si los putrefactos guerreros
mayas le andaban persiguiendo, pero no se iba a
parar para averiguarlo. El cuello herido le dolía
horrores y notaba como le caía sangre, pero
gracias a Dios no de manera abundante, lo que
significaba que no había sido tocada ninguna vena
importante. Llegó hasta la cara del templo donde
comenzaban los escalones que conducían hacia la
cima. Allí topó con una muchedumbre de muertos
vivientes que deambulaban al parecer sin rumbo
fijo. Peñate casi tropezó con ellos y se echó en sus
ávidos brazos, porque no pudo verlos hasta que
los tuvo delante de sus narices, pero reaccionó con
increíbles reflejos y pudo echarse a un lado para
esquivarlos. Soltando una maldición, el capitán
corrió como nunca lo hizo en su vida —ni aun
cuando le persiguieron aquellos caballeros
franceses que querían tirarle a los perros por
haber matado a su conde de hábil cuchillada—, en
la dirección que creía era correcta y le llevaría al
palacio, ya que la niebla densa no le permitía ver
absolutamente nada.
Tropezó con unas piedras, tal vez un muro
bajo, el que delimitaba el recinto ceremonial, y
Peñate cayó al suelo entre gritos de dolor y
maldiciones. Se levantó de inmediato, sacando el
montante de la vaina dispuesto a defenderse, pero
ningún zombi se le echó encima, mas no andaban
lejos, porque se les oía repetir su asquerosa
palabra y el sonido de sus pies descalzos al
avanzar se escuchaba relativamente cerca. Al
menos, el golpe le había servido a Peñate para
darse cuenta de que iba por buen camino. Continuó
su frenética carrera, siempre al frente, dando
alaridos para llamar la atención de los
compañeros.
Corrió más y más rápido, todo lo que de sí
pudieran dar sus piernas, gritando sin cesar, hasta
que volvió a tropezar, a saber con qué, y de nuevo
se fue al suelo perdiendo aliento y en un revoltijo
de brazos y piernas. Peñate intentó levantarse,
pero para su espanto comprobó que de la izquierda
surgían tres zombis con los brazos dirigidos hacia
su persona, las bocas abiertas en clara demanda de
carne y sangre humana. Era evidente que las
criaturas eran capaces de moverse a través de la
sobrenatural niebla sin problemas.
Peñate alzó el montante dispuesto a
defender cara la vida, pero dos españoles
surgieron de la niebla con antorchas en la mano y
atacaron con ellas a los zombis, a los que
prendieron fuego con rapidez. Unas manos
agarraron a Peñate por los hombros y brazos y
tiraron de él hacia atrás. Con insultos, el come
ogros se zafó de los castellanos que le ayudaban y
se incorporó por si se debía luchar. No hacía falta,
no aparecieron más zombis. A la luz de las llamas,
el gigantesco capitán pudo descubrir que quienes
habían aparecido en su rescate eran de la Vega,
Ponce, Valenzuela y Núñez; suspiró aliviado,
estaba a salvo… de momento.

***

Pedro Velázquez el mantecas curó lo mejor


que pudo la herida del cuello de Peñate, cortando
la hemorragia a base de cuchillo al rojo vivo, pero
no pudo hacer mucho más, excepto poner
ungüentos indios y vendar. Faltaba un trozo de
carne, pero por lo demás, parecía que Peñate sólo
iba a tener una fea cicatriz cuando la herida curara.
El come ogros se quejaba de todas formas, porque
decía que le picaba y dolía horrores la herida,
pero Velázquez se encogió de hombros y respondió
que no podía realizar más curas, todo parecía
correcto.
Ponce y de la Vega explicaron que habían
escuchado los gritos de auxilio del capitán y
salieron en su ayuda, logrando dar con él gracias a
la benevolencia de Dios y al dejarse guiar por los
alaridos. Ahora que se encontraba con los demás,
era el momento de que Peñate explicara qué había
ocurrido y cuál era la suerte de los otros diez
españoles. Peñate, con amargura, tuvo que
reconocer que se había equivocado, y que los
compañeros habían muerto devorados por los
zombis en cruento combate en el interior del
templo principal.
El enorme capitán, sentado en una piedra
junto a una fogata, comiendo un poco de maíz y
bebiendo agua, porque el vino ya hacía días que se
había agotado, con suspiros, narró como tuvieron
que buscar el tesoro que se había esfumado del
lugar donde por primera vez le vieran, dando con
la sala al otro lado del templo, a pie de suelo.
Describió con detalle tanto el inmenso botín, como
el altar de los sacrificios y las dos puertas por
donde surgieron los muertos vivientes en gran
número. Varios castellanos se lamentaron de que
tanto oro se tuviera que dejar, pero estaba claro
que visto lo ocurrido a los compañeros, nadie
deseaba salir en busca de riqueza. Ponce largó
enorme bronca al capitán por su insensatez, no
sólo no habían obtenido oro, sino que se habían
perdido hombres indispensables para ayudar en la
huida al amanecer. Peñate, tocándose el cuello, se
encogió de hombros; lo hecho, hecho estaba y era
inútil lamentarse.
Itzamma y Na Can San se acercaron con
Zyanya al capitán de la Vega y preguntaron qué
había ocurrido. De la Vega explicó a los indios la
desdicha que había azotado al grupo de Peñate en
el templo mayor. Hablando con los indios, al
capitán le entró curiosidad y preguntó a Itzamma si
sabía que era esa sala con un altar de sacrificios y
esas dos puertas por donde, según Peñate, los
kimen maya surgían de la oscuridad. Itzamma
explicó que eran puertas que conducían al tercer
nivel del inframundo sagrado maya, de donde
provenían los muertos vivientes, y que se habían
abierto al efectuarse los ritos, dejando vía libre a
los guardianes para acceder a este plano de la
existencia y llevar la ruina y la muerte a los seres
vivos.
Na Can San suplicó con mucha vehemencia
a de la Vega que escuchara lo que tenía que decir.
Era posible salvar la vida, porque se podían
cerrar físicamente las puertas para efectuar a
continuación un rito que sellaría de manera mágica
y definitiva las aperturas al tercer nivel del
inframundo maya; realizado el rito, los kimen ya
no podrían volver a este plano de la existencia.
Claro que se necesitaba al menos otro sacrificio
humano, porque los dioses mayas siempre se
encontraban ávidos de sangre y corazones
humanos, pero que era la vida de uno contra las
del resto. Si marchaban antes del amanecer,
podrían llevar a cabo la ceremonia con éxito, con
la muerte de un tameme bastaría. De la Vega no
quiso escuchar más y alejó de su lado a los dos
indios. Tomó a la muchacha de un brazo y se la
llevó consigo.
Volvió a la hoguera donde estaban Ponce y
Peñate y les explicó que los indios habían vuelto a
pedir que se hiciera el rito, mas el gobernador
torció el gesto por la repulsa y tampoco quiso
hablar del tema. Los tamemes eran siervos de
españoles, bautizados en la fe de Cristo, vasallos
de España, sus vidas debían ser protegidas de
brujerías y hechizos paganos, no sacrificados
como si fueran corderos en negros altares a no se
sabía que infernales ídolos. Para un español, tal
cosa era impensable, por eso ninguno quería oír
hablar de sacrificios humanos, si al menos se
pudiera ganar el oro, todavía, pero con esas… No
obstante, de la Vega comenzó a planear algo en su
mente, aunque no quiso compartirlo con los demás.
Habló en susurros con Zyanya y la encargó que
preguntara a Itzamma por una cuestión; la hermosa
india marchó rauda a cumplir el cometido.
—Por Cristo, ¿qué haremos ahora? —exclamó
Peñate disgustado por tener que beber agua y
comer tan poca ración; tenía un hambre espantosa,
sería capaz de comerse un buey entero.
—Esperar al amanecer —fue la contundente
respuesta de Ponce—, y cuando se levante esta
niebla, haremos una salida. Con la ayuda de Dios
lograremos llegar a la selva.
— ¿Y qué pasa si la niebla no se levanta? —
inquirió Peñate.
— ¿Por qué no se iba a levantar? Seguramente el
calor del día acabará con ella —respondió de la
Vega.
—Ya, pero es que esta niebla no me parece
normal… —suspiró Peñate.
Una discusión llamó la atención de los tres
hombres. En otra hoguera, Valenzuela y un grupo
de soldados discutían sobre el pago de ciertas
apuestas, porque se debía aclarar quienes eran los
deudores y quienes los vencedores, ya que se
había apostado por el éxito y la suerte de la
pequeña expedición de Peñate, pero como el
capitán había sobrevivido, ahora unos y otros
porfiaban y no aceptaban las sentencias de
Valenzuela al respecto.
—Malditos bribones —masculló entre dientes
Ponce mirando a los soldados discutir—. Y aún
con estas siguen apostando. Por mis barbas, que si
esto fuera mi gobernación iban a conocer mi
látigo.
— ¡Ja! —rió Peñate— Deje su gracia que
apuesten y discutan, mientras lo hacen no tienen
miedo, y eso es lo único que nos puede salvar de
los horrores de ahí fuera.
Zyanya llegó en ese momento al lado de la
Vega y le tocó ligeramente en el brazo. El capitán
agachó la cabeza y preguntó a la india en náhuatl.
— ¿Qué os ha dicho Itzamma?
—El noble sacerdote me ha dicho que cualquier
muerte sirve, la de cualquiera, incluida la suya.
— ¿Qué ocurre, de la Vega, algo que se deba
saber? —preguntó Ponce arqueando una ceja con
cierta irritación al descubrir como el capitán y la
sensual muchacha se andaban con misterios.
—Nada, señor —respondió con una sonrisa el
capitán—, tan solo que he satisfecho una
curiosidad. Digo que no debemos cerrarnos a
ninguna posibilidad, aunque pido a Dios que no
tengamos que llegar a tales canalladas, y
confiemos que el valor y el acero español nos
sirvan para salir de tan apurado trámite.
—A mi no me importaría que acudiera Santiago
con su caballo para ayudarnos —confesó muy
sincero Peñate, provocando la risa de Ponce y de
la Vega.
Afuera, los zombis comenzaban a
congregarse alrededor del recinto ceremonial por
cientos. Quedaba poco para el amanecer, y podían
oler carne y sangre viva dentro del palacio que
serviría para satisfacer por unos momentos su
infinita voracidad. Pronto entrarían al asalto y
nada detendría su furia y maldad.
CAPÍTULO XVI

DONDE SE PRESENTA BATALLA FINAL A


LOS MUERTOS VIVIENTES Y DONDE HASTA
LOS MEJORES PLANES SE PUEDEN TORCER.

La niebla fue despejándose a medida que


la claridad de la mañana desterraba las tinieblas
de la noche. Tal y como había vaticinado de la
Vega, el calor diurno terminó por disipar la niebla
a pesar de que esta, en verdad, no fuera normal.
No obstante, el día comenzó de manera
inquietante, sin los habituales cantos madrugadores
de los pájaros, sin los típicos sonidos de la jungla,
el chirriar de los insectos y el rugido de las fieras,
tan sólo un ominoso y asfixiante silencio que
crispaba de los nervios tanto a españoles como a
indios. No obstante, no duró mucho, porque
enseguida se comenzó a oír la letanía horrible en
su monotonía que surgía de la boca de los kimen
mayas.
Los tamemes echaron a las hogueras los
restos que quedaban de trapos, túnicas y madera, y
prepararon sus flechas incendiarias, mientras los
españoles daban el último repaso a las armas y el
equipo. Sólo quedaban con vida tres ballesteros y
cuatro arcabuceros, y al menos una ballesta y una
escopeta se encontraban en mal estado y no era
recomendable su uso. Ponce fue de un lado a otro
de la sala dando instrucciones, consejos, ánimos y
pidiendo que nadie desobedeciera y se atuvieran a
sus órdenes y la de los capitanes, porque sería la
única manera de poder escapar de tan mortal
trampa.
Era recién nacida la mañana, todavía gran
parte del cielo estaba oscuro, aunque la
luminosidad iba en aumento por momentos y la
niebla prácticamente se encontraba desaparecida,
escasos jirones quedaban alrededor del palacio y
por el resto de la ciudad. Pudieron así los
centinelas descubrir a la nauseabunda horda que
rodeaba el palacio, en número de cientos, quizás
hasta miles, y que permanecían quietos, como si
estuvieran esperando una señal para lanzarse al
ataque. Los soldados, curtidos y muy duros, no
pudieron evitar sentir los pinchazos del miedo en
su cuerpo y un frío glacial recorrer su espalda. Se
aprestaron a avisar al gobernador de que los
zombis les tenían completamente cercados, mas no
pudieron hacerlo porque un castellano dio
desgarrador grito.
— ¡Por Cristo, ahí vienen!
Los muertos vivientes avanzaban en masa
contra el palacio, con su andar errático, lento,
vacilante, pero constante, con los brazos hacia
delante y las fauces abiertas, diciendo “ts’o’om,
ts’o’om” sin cesar, ansiosos por devorar a todos
los seres vivos que se ocultaban en el interior del
edificio. Ponce, Peñate y de la Vega corrieron
hacia la entrada principal para mirar, y quedaron
petrificados por el espanto.
— ¡Válgame Dios, nos atacan! —exclamó
horrorizado Ponce mientras se ponía el casco.
—Esos hijos de perra no se han avenido a nuestros
planes, ja, ja, ja… —se reía Peñate, que se
encontraba pálido y sudaba. La herida del cuello
le dolía en sordos latidos, y también le picaba,
pero había decidido aguantar estoico las
molestias, como buen español—. Nos atacan, así
que sólo queda vencer o morir.
—Pues que sea lo que Dios quiera —añadió con
decisión de la Vega mientras se ajustaba la cincha
de la borgoñota al cuello y sacaba la espada del
cinto.
De la Vega ordenó que los soldados se
posicionaran en las dos puertas, únicos lugares por
donde los zombis podrían entrar, y a los tamemes
que evitaran que los fuegos se apagaran y tuvieran
bien a mano las flechas incendiarias. Si era
preciso, se utilizarían los cadáveres de los caídos
para alimentar a las llamas, pero estas nunca
debían extinguirse. Los castellanos se santiguaron,
besaron sus cruces o estampas de santos,
poniéndose a bien con Dios, pidiendo por la
familia o mandando un último pensamiento a los
suyos. Los indios, unos pocos, rezaron a Dios,
dado que los dioses indígenas parecían haberlos
abandonado, pero el resto se resignaron a su suerte
perdida ya toda esperanza de salir con vida. Na
Can San había vuelto a tomar lanza y se aprestaba
para la lucha. Itzamma y los suyos permanecían en
un rincón, muy dignos, con los brazos cruzados
sobre el pecho; aunque admiraban el valor y la
resolución de los españoles, se sabían
condenados. Zyanya se hizo con un arco y varias
flechas, y procuró estar siempre lo más cerca
posible de la Vega. La muchacha miró al capitán y
este le devolvió la mirada. Con grandes zancadas,
de la Vega se acercó a la india, la tomó por la
cintura y con gesto espontáneo la besó en la boca
con fuerza y fiereza. Zyanya hizo amago de
resistirse, pero se relajó y se dejó llevar, ya que
ella también lo deseaba.
—Por si no salimos con vida, voto a Cristo, no me
quería quedar con las ganas, hermosa dama —dijo
de la Vega separándose de la muchacha—. Si
sobrevivimos, os llevaré conmigo si lo deseáis.
Zyanya no dijo nada, pero abrió los ojos y
esbozó una sonrisa de alegría que significaba
mucho. De repente, una luz de esperanza se abrió
paso en el espíritu de la india, y pensó que tal vez
se lograra escapar con vida de la mortal ciudad y
de los feroces y sanguinarios guardianes que la
custodiaban.
— ¿Hace una pequeña apuesta? —gritó Valenzuela
con feroz sonrisa.
—Ah, callaos —respondió de la Vega golpeando
al truhán con la mano en el morrión para risas de
todos. Luego, el capitán se dirigió a los soldados
con ardientes palabras— ¡Españoles! Dura prueba
nos aguarda hoy, no sé si lograremos sobrevivir o
no, nos atenemos a la piedad del Señor, mas sí sé
que somos españoles, acostumbrados al sufrir y
combatir contra indios, moros y franceses en las
peores circunstancias y siempre hemos salidos
victoriosos. Vamos a luchar como solemos hacer,
sin dar ni pedir cuartel, y vamos a enviar a cuántos
muertos vivientes podamos a los infiernos que los
engendraron. ¡Por España y por Dios! ¡Muerte y
gloria!
— ¡Por España y por Dios! —gritaron a coro los
soldados alzando espadas y lanzas. Se acercaba la
lucha final.
Los zombis se agolparon en la entrada,
mientras los arcabuceros y ballesteros abrieron
fuego contra la horda infame causando varias bajas
que se revelaban como menos que nada, ya que era
como achicar agua con un vaso de un barco que se
estaba hundiendo. En un momento los muertos
vivientes ya se encontraban en la puerta, pugnando
por entrar, mas se toparon con la fogata que ardía a
plena intensidad y ardieron muchos de ellos,
propagando las llamas a otros repugnantes kimen y
causando que decenas de ellos se carbonizaran. El
fuego aumentó en cantidad y calor, haciendo que
los españoles de la entrada retrocedieran,
pensando, quizás, que los zombis no lograrían
atravesar el obstáculo de la hoguera.
Por un momento así pareció ser, porque los
guerreros mayas seguían intentando entrar,
empujando con sus flacos y putrefactos brazos a
los de delante, y estos, empujados por la masa,
caían a las voraces llamas que les consumían en
cuestión de breves momentos. Peñate, que se
encargaba de la otra puerta, se acercó hasta Ponce
y de la Vega para informar que en su posición
ocurría exactamente lo mismo. Los zombis
intentaban entrar por todos los medios, sin
importarles las bajas que sufrían y sin aparente
miedo al fuego que se revelaba como el arma más
eficaz para acabar con ellos. El gobernador alentó
mediante gritos a los hombres para que no
desfallecieran, aguantaran la posición y no dejaran
entrar ni a un solo muerto viviente.
Los kimen se apelotonaban en las entradas,
siempre murmurando su palabra, ansiosos por
entrar, apretando las filas y empujando, mientras
las llamas seguían matando a los pocos que
lograban sobrepasar la apertura, pero en cuestión
de pocos instantes eran tantos los cuerpos que
ardían, que los muertos vivientes pudieron pasar
por encima de sus compañeros caídos y atravesar
las hogueras sin sufrir daños. En ese momento los
españoles les abatían de certeros tajos de espada o
lanzadas directas a la cabeza, mientras los indios
disparaban sus flechas incendiarias y terminaban
con los pocos que lograban evitar a los
castellanos. La lucha era feroz, porque los zombis
eran implacables en su propósito de invadir el
palacio y devorar a cuanto desdichado pudieran
atrapar, y los soldados y los tamemes combatían
imbuidos de terror, desesperación y un valor
increíbles.
Un grupo de zombis pasaron por encima de
la hoguera, pero varias llamas les lamieron las
putrefactas piernas y ardieron como si fueran paja
reseca. Uno de los muertos vivientes braceó y se
movió de lado a lado, intentando atrapar a de la
Vega, pero el capitán de hábil golpe con la espada
le cercenó la cabeza. Los kimen seguían empujado
y decenas de ellos comenzaban a entrar, muchos
terminaban ardiendo o siendo destrozados por los
soldados, pero cada vez era mayor el número de
zombis en el interior del palacio. Un castellano
gritó de terror cuando tres guerreros mayas se le
echaron encima y comenzaron a morderle y
arrancar la carne con sus afiladas zarpas. Otro
peleaba en un rincón rodeado de repugnantes
zombis, matando a dos, pero siendo finalmente
tirado al suelo y despedazado en medio de una
horrible lluvia de sangre y carne que manchó el
suelo y las paredes.
Los zombis caían a decenas, abatidos tanto
por los españoles como por los indios, pero eran
cientos, y era imposible matarlos a todos, a pesar
del fuego, que ahora encima se convirtió en un
problema. Las hogueras ardían con intensidad,
alimentadas por los cuerpos de los zombis, y otras
criaturas ardían a su vez cuando eran impactadas
por las flechas incendiarias, convirtiendo la
inmensa sala donde se combatía en una especie de
horno de feroces llamas que habían prendido en
los petates y en más zombis; el calor era intenso.
Todo el recinto ceremonial estaba invadido
por muertos vivientes, que seguían convergiendo
hacia las entradas y colándose al interior del
palacio. De la Vega luchaba con desesperación,
formando un compacto círculo con Ponce y seis
soldados, entre ellos Valenzuela, Cristóbal López
y Francisco el torcido, abatiendo zombis en gran
número, pero la causa estaba perdida. Los
españoles ya se habían visto obligados a retirarse
de las entradas principales al palacio por la
presión ejercida por el innumerable ejército
zombi, y varios soldados ya habían caído ante los
muertos vivientes siendo devorados en una orgía
de sangre, entrañas y órganos; cada vez quedaban
menos. Para colmo, gritos espantosos que
provenían de los indios hizo darse cuenta a de la
Vega que las puertas tapiadas se habían venido
abajo porque los muertos vivientes habían
empujado y empujado hasta conseguir derribar las
piedras. En cuestión de escasos momentos toda la
sala se vio inundada de repugnantes kimen que se
abalanzaron sobre todo contra los tamemes, ya que
estos se encontraban más cerca en ese momento.
Muchos infelices indios cayeron víctimas
de la voracidad de los zombis, mordidos en los
cuellos, rostros o cualquier otra parte de sus
morenos cuerpos, tirados al suelo, desgarradas sus
tripas y sus intestinos arrancados con violentos
tirones, devorados por los muertos vivientes que
no se hartaban nunca de la carne humana. Los
chillidos de dolor y espanto de los tamemes se
sobreponían al estruendo de la lucha y al sonido
de las espadas cortando y sajando la putrefacta
carne muerta de los zombis.
Ponce abatió dos zombis con su espada,
manchado de sangre negra todo el cuerpo, y se
retiró dos pasos hacia atrás intentando concederse
un respiro; inútil, porque los muertos vivientes
eran similares al furioso oleaje de los arrecifes, no
retrocedían, inasequibles al desaliento y a las
decenas y decenas de bajas que sufrían.
— ¡Por Dios, hay que salir de aquí ya! —gritó
Ponce con desesperación a de la Vega mientras
mantenía a raya a tres zombis.
— ¡Sí! —respondió el capitán también a gritos—
¡Retirada! ¡Hacia las escaleras! ¡Todos a las
escaleras y al tejado!
De la Vega trazó un arco con la espada y
decapitó a un zombi y a otro le amputó la mano
derecha, maniobrando entre sus enemigos dando
tajos y destrozando a varios muertos vivientes. Los
españoles aprovecharon que el capitán abrió un
hueco entre las filas de las abominaciones para
correr hacia las escaleras que conducían a la
segunda planta del edificio. Ponce, Valenzuela y el
torcido se quedaron para ayudar a de la Vega. A
los gritos del capitán, el resto de los españoles,
que combatían junto a Peñate y Núñez, echaron
también a correr hacia las escaleras, al igual que
los indios, pero siempre sin dejar de combatir,
porque los zombis iban tras ellos y les cogían por
la espalda, para tirarles al suelo y matarlos
mediante mordiscos o comenzar a devorarlos en
vida.
Los primeros españoles lograron llegar a
la escalera, e hicieron un amago de quedarse para
proteger la retirada del resto, pero Peñate les
obligó a subir porque ya se encargaría él de la
tarea. A pesar de que sudaba, y las fuerzas
parecían que le estaban fallando por culpa de la
herida en el cuello, seguía luchando con su fiereza
y brutalidad acostumbradas, destrozando a dos y
tres zombis con cada golpe de montante. Los
siguientes en subir fueron los indios, escasos ya
porque la mayoría estaban siendo devorados, e
Itzamma y dos de sus sacerdotes, porque el tercero
había muerto a manos de los zombis. Zyanya de
momento estaba ilesa, luchaba con vitalidad, junto
a Na Can San, aunque este último se encontraba
herido en el torso y la espalda, varios surcos
sanguinolentos productos de zarpazos, y se
encontraban cercados, junto con varios tamemes,
en una pared, rodeados por numerosos zombis que
intentaban agarrarlos y devorarlos.
De la Vega seguía abatiendo zombis con
golpes de su espada y poderoso brazo. Los
muertos vivientes caían ante su acero como trigo
maduro, y miembros, cabezas cortadas y cuerpos
se apilaban delante del bravo conquistador, pero
incluso un luchador tan avezado y sanguinario
como él se encontraba en clara desventaja ante la
superioridad numérica de sus enemigos. Luchaba
para dar el mayor tiempo posible a sus
compañeros para que estos pudieran retirarse con
cierto orden hacia la escalera.
— ¡Vamos, capitán! —gritó Valenzuela— ¡No os
demoréis más o no podréis escapar!
Ante el aviso de su amigo, de la Vega
retrocedió de espaldas, sin dejar de luchar. Unos
gritos a su izquierda le pusieron sobre aviso, para
descubrir con espanto como Francisco el torcido
había sido derribado al suelo. De la Vega intentó
llegar hasta su compañero, pero varios zombis se
interpusieron en su camino. Valenzuela acudió a
ayudar al capitán y entre los dos lograron acabar
con los muertos vivientes, pero ya otros cargaban
contra ellos, mientras el torcido, sin dejar de
gritar, veía, loco de dolor y miedo, como un zombi
le arrancaba el brazo con brutales tirones entre
chorros de sangre y carne despedazada; gracias a
Dios, Francisco el torcido murió al momento y sus
sufrimientos acabaron. De la Vega y Valenzuela,
comprobando que nada se podía hacer por el
compañero, retrocedieron con mucho orden hacia
la escalera, rodeados por la horda inhumana que
avanzaba hacia ellos en horripilante ansiedad,
siempre con los brazos por delante para agarrar
con sus uñas negras y podridas la carne caliente y
viva.
Ponce y dos soldados acudieron en ayuda
del capitán de la Vega y Valenzuela, y entre todos
formaron un grupo que logró acabar con
numerosos zombis y seguir retrocediendo hacia la
escalera, que ya no estaba a más de diez pasos de
distancia. La estancia era un caos, porque las
hogueras seguían ardiendo con ferocidad,
alimentadas sin cesar por los muertos vivientes
que caían en ellas de manera estúpida. Algunos
kimen caminaban envueltos en las ardientes llamas
y quemaban a otros kimen; ardía también el equipo
y los fardos de la expedición, junto con la leña que
se había acumulado la noche anterior. El griterío
era ensordecedor, al susurro espeluznante de los
zombis se añadían los chillidos de muerte y terror
de los indios, o las ásperas maldiciones de los
españoles, junto con el sonido de la carne al ser
cortada, rajada o machacada por las armas, y
como era carne putrefacta, corrompida, el sonido
era acuoso, repugnante, como la sangre negra que
surgía de las entrañas podridas de los zombis y
que regaba con generosidad el suelo y las paredes
del palacio. De igual modo, la sangre roja y
brillante de los indios y españoles, junto con
trozos de intestinos y órganos, también salpicaba
toda la estancia con gran profusión.
Los chillidos de una mujer alertaron a de la
Vega, sabedor que la única que podía emitir tales
gritos era Zyanya. Miró hacia la dirección de los
gritos y descubrió con espanto que la hermosa
india se encontraba acorralada por numerosos
zombis en un lateral de la estancia, no muy lejos
del inicio de las escaleras, siendo evidente que
Zyanya no podría romper el cerco de muertos
vivientes que la rodeaban. Con ella se encontraban
Na Can San y varios tamemes, todos luchando con
desesperación. Con un rugido, de la Vega dirigió
sus pasos hacia la pared, abriendo sangrientos
surcos con su espada entre las filas de los kimen.
Con fuertes juramentos, Valenzuela gritó al
capitán que no hiciera tal cosa, pues se perdía la
oportunidad de escapar hacia el tejado. De la Vega
no contestó, sino que siguió adelante con decisión,
intentando llegar hasta la india. Valenzuela se
encogió de hombros con un “¡Voto a Cristo!” y se
marchó detrás de su camarada; no iba a abandonar
a un amigo. Ponce y los otros dos soldados
hicieron lo propio. Pronto el pequeño grupo de
conquistadores logró llegar hasta Zyanya, dejando
a su paso numerosos cadáveres destrozados y
mutilados de zombis. La india se alegró de ver
llegar a su amado, conteniendo las ganas de
abrazarlo, mas no podía hacerlo porque tenía que
seguir luchando, con el cuchillo en una mano y una
antorcha en la otra. Los indios arreciaron en sus
esfuerzos, alegres ante el refuerzo que supuso la
llegada de los españoles, mas con todo, la
situación era desesperada, porque la concentración
de muertos vivientes en esa zona era mucho mayor
que en otra parte de la enorme estancia. Tal y
como había vaticinado Valenzuela, la vía de
escape hacia la escalera estaba ahora taponada por
innumerables zombis.
— ¡Ja, ja, ja! —se reía con salvaje y desesperada
alegría Valenzuela mientras partía de golpe de
espada en dos mitades el cráneo a un kimen— ¡De
esta ya no salimos con vida, por mi alma!
— ¡Necesitamos una distracción para escapar, por
Cristo! —rugió Ponce.
Peñate, desde lo alto de los primeros
escalones mantenía a raya a la voraz jauría de
zombis, amputando, rajando y destrozando
enemigos con poderosos golpes del montante. Vio
como el grupo de Ponce se encontraba acorralado
en la pared, pero comprendió, con gran
frustración, que nada podía hacer por salvarles,
pues era su deber asegurar la huida de los
compañeros que corrían hacia el tejado. No
obstante, aguantaría la posición cuanto pudiera,
para dar una posibilidad a Ponce y los demás. De
la Vega, tras acabar con un zombi, se acercó a
Zyanya y le gritó en náhuatl para que le dijera
como se decía en maya cierta frase. La india se
quedó sorprendida ante la petición, pensando si a
su amado la cordura se le habría escapado ante
tanto horror vivido, pero viendo la gravedad y
seriedad en el rostro del capitán, de inmediato
contestó a la pregunta.
De la Vega, satisfecho, volvió su atención a
la pelea. Dio un tajo con la espada y cortó la
cabeza a un zombi por la altura de los ojos, y a un
segundo le destrozó el cráneo, haciendo volar
trozos de hueso, carne y cerebro putrefactos por
todas partes.
— ¡Tengo una idea! —gritó todo lo fuerte que
pudo de la Vega— ¡Voy a intentar algo que llamará
la atención de estos demonios, hay que aprovechar
la oportunidad para escapar hacia la escalera! —
de la Vega dio un paso adelante y, señalando con
la mano en dirección a la entrada principal, gritó
en maya— ¡Mirad, un corazón recién arrancado!
Los zombis, increíblemente, se pararon y
miraron todos a una hacia donde señalaba el
capitán, babeando ante la posibilidad de poder
degustar un corazón recién arrancado, palpitante y
chorreando sangre.
— ¡Ahora, por Cristo! —exclamó de la Vega, que
salió a todo correr con Zyanya, a la que tenía
agarrado con su mano por la muñeca con fuerza.
Empujó a varios muertos vivientes, abriéndose
paso con su enorme cuerpo hacia las escaleras.
Detrás del bravo capitán fueron el resto de
los españoles y los indios, corriendo todo lo
rápido que podían, porque los zombis, quizás
furiosos, si es que sentían emociones, volvían a
centrar su atención en ellos, avanzando con pasos
decididos y los brazos extendidos. Un indio cayó
preso de los muertos vivientes y entre gritos fue
despedazado y devorado, mas el resto lograron
llegar a las escaleras, donde Peñate les apremiaba
para que subieran.
— ¡Por mis barbas! —gritaba el gigantesco come
ogros— ¡Vamos, vamos, hacia arriba, yo cubriré
la retirada!
Con golpes del montante, Peñate abatía dos
y tres zombis a la vez, retrocediendo escalón a
escalón a la segunda planta del palacio. De la
Vega hubiera querido quedarse a ayudar a Peñate,
pero este era tan grande y su espada tan larga, que
cubría él solo toda la extensión de la escalera.
Arriba, en la segunda planta, se encontraba un
montón de piedras preparadas desde la noche
anterior, y varios españoles e indios listos para
tirarlas por el hueco a una orden. En cuanto Peñate
estuvo arriba, de la Vega gritó y las piedras fueron
empujadas, cayendo con gran estrépito por los
escalones sobre los muertos vivientes, a los que
destrozaron y machacaron en gran número; decenas
fueron los kimen destruidos. Con reniegos y
resoplidos, los soldados y tamemes tiraron todas
las piedras, hasta que una nube de polvo y
cascotes ocultó por unos instantes la escalera.
— ¡Al tejado! —ordenó de la Vega— ¡Tenemos un
respiro y hay que aprovecharlo!
Corrieron hacia las siguientes escaleras,
que conducían al tejado plano del palacio,
seguramente en otros tiempo sería un exuberante
jardín, aunque ahora no había ni rastro de arbustos
y flores. El plan era saltar al edificio de al lado,
que no se encontraba muy lejos, a unos pasos de
distancia, y de allí bajar al nivel del suelo para
salir al exterior y perderse en las calles con la
intención de llegar a la selva. De la Vega miró a su
alrededor y comprobó con espanto que ya eran
muy pocos los que quedaban con vida: doce
españoles y veinte tamemes, junto a Zyanya, el
cacique e Itzamma y tres de sus sacerdotes.
— ¡Por Cristo, comenzar a saltar de inmediato! —
gritó Ponce señalando con la espada el hueco entre
los dos edificios.
Para dar ejemplo, el gobernador retrocedió
varios pasos, cogió carrerilla y saltó cuando llegó
al borde del palacio, llegando sin problemas hasta
el otro tejado. El resto de españoles hicieron lo
propio, luego fue el turno de los tamemes,
seguidos por el cacique y los sacerdotes, que a
pesar de ser ancianos, lograron saltar con cierta
dificultad, excepto uno, quizás por ser el más
delgado y débil, que no pudo completar el salto y
se golpeó con la cabeza en el borde del tejado del
otro edificio al calcular mal el salto o no tener
fuerzas para realizarlo. Con un grito se fue abajo,
quebrándose los huesos al chocar contra el suelo.
Aquello dejó amedrentada a Zyanya, que no se vio
con ánimos para efectuar el salto. De la Vega,
viendo el espanto en el rostro de la muchacha y
que el terror no le permitiría saltar, enfundó
espada, tomó en brazos a la india y se acercó con
ella al borde de la azotea. La alzó sobre su cabeza
y, con un grito y una maldición, tiró a Zyanya hacia
el otro edificio.
La india cayó al tejado, rodando por la
piedra, despellejándose la carne por ciertas partes
del cuerpo, dolorida, pero viva, totalmente
sorprendida ante la hazaña física que había
realizado el capitán. Ya sólo quedaban en el
palacio Peñate, de la Vega y el obeso Pedro
Velázquez el mantecas.
— ¡Por Dios! —rugió de la Vega a Velázquez—
¡Qué a vos no os voy a coger en brazos y haceros
pasar al otro lado!
— ¡Capitán! —gritó con desesperación el
mantecas— ¡Seré incapaz de saltar, mis carnes me
lo impiden!
— ¡Maldito gordo, salta o yo mismo te tiro a los
putos muertos vivientes! —exclamó bramando
como una fiera Peñate, con los ojos enrojecidos y
la negra barba tiesa, estampa terrible. Para dar
mayor énfasis a sus palabras, Peñate pinchó con la
punta de la espada en el trasero a Velázquez,
obligando al obeso curandero a correr hasta el
borde del tejado, donde le dio una tremenda
patada para ayudarle en la acción.
Velázquez logró llegar al otro lado, no de
muy buenas maneras, pero lo consiguió. Luego
saltaron sin más dificultades Peñate y de la Vega,
justo cuando varios zombis aparecían ya por el
tejado del palacio, que comenzaba a arder con
intensidad en la planta baja, el fuego alimentado
por numerosos muertos vivientes que no dejaban
de entrar. De la Vega se acercó a Zyanya y la cogió
de la mano; la muchacha se encontraba agotada,
quería descansar, pero tuvo que correr porque de
lo contrario sería arrastrada. No era momento para
perder el tiempo o recuperar el aliento, porque la
rapidez era esencial si se quería escapar de la
mortal trampa.
El grupo bajó a toda rapidez del tejado a la
segunda planta del edificio, que también tuvo que
ser otro palacio en otros tiempos más gloriosos,
menos fastuoso que el anterior de todas formas, y
de ahí a la primera planta. Lograron salir por una
puerta, pero por desgracia esta daba al recinto
ceremonial, donde los zombis se congregaban por
docenas. Sin mentar palabras, españoles e indios
corrieron por la plaza en dirección a una avenida
que les pudiera conducir a la selva. Los muertos
vivientes les vieron y cambiaron de dirección,
comenzando a caminar hacia ellos, aunque siempre
más lentos y torpes. Ponce, que iba en cabeza,
observó que la única salida viable era la calle que
se encontraba lateral al templo principal, libre de
presencia zombi, así que con un gestó de la mano
indicó a los demás que le siguieran.
Corrieron paralelo al templo, que se
encontraba a su derecha, dejando atrás la apertura
por donde Peñate entrara la jornada anterior, más
no pudieron ir muy lejos, porque a veinte pasos de
distancia, enfrente, una horda de muertos vivientes
les esperaban en apretadas filas. Ponce masculló
una maldición y se paró, como el resto, y miró
hacia atrás en busca de otra salida. No la había,
porque los zombis de la plaza les seguían
tenazmente hasta la calle.
— ¡Todavía tenemos una oportunidad! —gritó
Peñate— ¡Hay que llegar a la esquina del templo y
bordearla antes que estos perros!
Los españoles e indios volvieron a correr,
retrocediendo de nuevo hacia la plaza, con un
Velázquez el mantecas que iba el último,
resoplando y sudando, pues ya no podía más, su
cuerpo le andaba traicionando. Tanto correr y
luchar habían hecho mella en sus fuerzas, sobre
todo por culpa de su obesidad, más bien una
enfermedad que un exceso de gula. Los
desesperados castellanos e indios no pudieron
llegar hasta la esquina del templo, porque los
kimen habían logrado llegar antes y les taponaron
la única vía de escape; se encontraban encerrados
en una calleja sin ningún tipo de salida. Para
colmo de males, ese lado de la pirámide no poseía
escalones.
— ¡Hay que meterse dentro del templo! —gritó
con desesperación Peñate— ¡Es nuestra única
oportunidad!
— ¡Por Cristo! ¿No era ahí precisamente de donde
surgían todos estos muertos vivientes? —preguntó
horrorizado Ponce mirando a uno y otro lado de la
calle, donde los zombis seguían caminando hacia
ellos.
— ¡O eso, o nos quedamos aquí a que nos coman!
—replicó airado Peñate— ¡No tenemos tiempo
para discutir!
— ¡Es ahora o nunca, es la oportunidad perfecta
para terminar con esta locura! —añadió de la Vega
— ¡Debemos dejar que los sacerdotes efectúen el
rito! ¡Vamos!
De la Vega echó a correr hacia la apertura
del templo, llevando tras de sí a Zyanya. Peñate
siguió al capitán y Ponce fue a replicar sobre el
asunto del rito, pero no lo hizo porque el resto de
españoles e indios también corrieron a la entrada
de la pirámide. La apertura se encontraba desierta,
no parecía que en el pasillo hubiera muertos
vivientes, por eso Peñate cogió la antorcha de un
indio y se aventuró en su interior, sólo para
retroceder con un juramento al darse cuenta de que
de las tinieblas surgían unos cuantos zombis. El
come ogros atacó a uno de ellos con la antorcha y
le prendió fuego, mientras que de la Vega, soltando
a Zyanya, ya se andaba encargando del resto con
certeros golpes de espada que mutilaban a los
cadáveres andantes. Núñez y Valenzuela acabaron
con el resto.
— ¡Estos ya están aquí! —gritó con desesperación
y como advertencia Cristóbal López.
Ponce se giró y comprobó que tanto los
zombis de un lado de la calle y del otro
prácticamente se encontraban en su posición, la
breve escaramuza de la entrada al templo les había
hecho perder un tiempo precioso. El gobernador
maldijo en su interior y rezó por alguna distracción
que hiciera parar por unos momentos a los muertos
vivientes. Como si el Destino hubiera escuchado
al español, la distracción vino en forma de
Velázquez el mantecas, quien intentó correr hacia
el interior de la pirámide, pero sus gruesas piernas
tropezaron y se fue al suelo con aullidos y gritos.
El curandero intentó levantarse, pero mucho le
costó mover su mole, y para cuando ya andaba
resoplando medio en pie, los kimen se le echaron
encima en gran número.
Los alaridos de dolor y terror de Velázquez
alertaron al resto de compañeros, que intentaron
acudir en ayuda de su desventurado compañero,
demasiado tarde, porque los zombis ya habían
rajado la panza de Velázquez y le andaban sacado
la grasa, las tripas y los órganos en medio de
inmensos chorros de sangre y trozos de carne
adiposa y gruesa. Como estaba tan gordo, las
abominaciones mayas estuvieron un rato paradas
arrancando jirones de carne, vísceras y grasa, y
eso permitió a los españoles e indios correr al
interior del templo; los zombis tenían comida para
rato.
Peñate apremió a todos mediante gritos a
que corrieran hacia el fondo del pasillo, que era
donde se encontraba la sala de los sacrificios;
para entonces, los alaridos de Velázquez habían
cesado, lo que significaba que el desdichado por
fin había muerto. De la Vega, con la ayuda de
Zyanya, y sin dejar de correr, agarró a Itzamma y
le explicó que era el momento de realizar el rito
para devolver a los kimen al inframundo maya. El
anciano, muy agotado de tanto correr y pálido el
rostro, asintió no obstante con vigor con la cabeza
y comenzó a dar instrucciones a sus dos
sacerdotes.
Llegaron a la sala, con el altar de piedra
negra en el centro, salpicada de sangre, igual que
el oro, la plata y las piedras preciosas acumuladas
en altos montones, y las paredes y el suelo, el
resultado de la cruenta batalla que aconteció el día
anterior entre españoles y zombis, aunque no había
ni rastro de cuerpos ni despojos de unos y otros.
Gracias a las antorchas, se pudo comprobar que no
había tampoco muertos vivientes en la estancia,
pero de las dos aperturas gemelas que se
encontraban en la pared del fondo surgían voces
infernales que murmuraban obsesivamente
“ts’o’om, ts’o’om” y un hediondo olor al que, no
obstante, los castellanos y los indios casi se
habían acostumbrado ya a sufrir.
— ¡Los muertos vivientes ya vienen por el pasillo!
—gritó López, que se encontraba con ocho
tamemes y cinco españoles guardando el pasadizo
que conducía al exterior.
— ¡Y por aquí no tardarán en surgir más
demonios, voto a Cristo! —blasfemó Peñate
mientras intentaba alumbrar con la antorcha las
insondables tinieblas de las aperturas. Se
encontraba muy pálido, sudaba copiosamente,
sintiendo un malestar increíble por todo el cuerpo,
con dolores de estómago y calambres en las
piernas. Para colmo, le dolía horrores el cuello,
mas se mantenía en pie por pura fuerza de voluntad
y gracias a su increíble físico.
— ¡Hay que dividirse y aguantar la posición para
que los sacerdotes logren realizar el rito! —
ordenó con autoridad de la Vega. Dividió a los
hombres y envió a la mayoría al pasillo para
defenderlo, ya que allí la holgura del pasadizo
hacía que los zombis pudieran entrar en mayor
número en la sala. Él y Peñate se encargarían de
las puertas, pues allí los muertos vivientes sólo
podían salir de uno en uno; Ponce, dos tamemes y
dos soldados servirían como tropas de refuerzo en
caso de que cualquiera de los frentes se viera
desbordado. Era una defensa desesperada,
condenada al fracaso porque el número de kimen
se contaba por centenares, pero tan sólo
necesitaban un poco de tiempo hasta que los
sacerdotes lograran completar el ritual; había que
aguantar, ¡se debía aguantar!
—Se necesita encontrar el resorte físico que sirve
para cerrar con piedra las entradas al inframundo
maya —explicó Itzamma.
Zyanya tradujo a de la Vega la petición del
anciano, y el capitán puso a la muchacha y a
Valenzuela a trabajar en tal cuestión. La india
comenzó a palpar con rapidez en las paredes,
apretando los jeroglíficos, pasando la mano por
los relieves de los dioses y demonios, intentando
encontrar la palanca que sellara las aperturas tal y
como aseguraba Itzamma que ocurriría, mientras
Valenzuela hacía lo propio pero por el inmenso
altar, entre las calaveras amontonadas. Por
desgracia, el anciano sacerdote no podía asegurar
donde se podía encontrar el dispositivo de cierre.
Sabía que se encontraba en la sala, camuflado en
los relieves de las paredes, o en el altar o en el
suelo.
— ¿Y el sacrificio qué se exige? —quiso saber
Ponce preguntando a de la Vega.
—Dejadme a mi esa cuestión, señor —fue la
misteriosa respuesta del capitán.
No hubo tiempo para más, porque los
zombis ya habían llegado al final del pasillo y la
lucha comenzó de manera desesperada, con los
españoles y tamemes destrozando guerreros mayas
a montones, cortando brazos, cabezas y sajando
cuerpos putrefactos que despedían apestosa sangre
negra o gusanos amarillos repugnantes. Peñate
lanzó un grito de batalla y con el montante
decapitó al primer zombi que surgió de la
apertura. De la Vega ya se había colocado en la
suya y atravesó la cara con la punta del acero a un
kimen, y a otro le dio una patada en el estómago y
le mandó hacia atrás, haciendo que desapareciera
en la oscuridad que no parecía ceder ni un ápice a
la luz de las antorchas.
Na Can San, antorcha en mano, prendía
fuego en el pasillo a cuanto muerto viviente se le
acercaba, mientras que con la lanza pinchaba y
golpeaba. Itzamma y los dos sacerdotes ya habían
comenzado a recitar una serie de palabras y ritos,
sangrándose de nuevo en las orejas y los muslos
con las espinas y dibujando con la sangre ciertos
símbolos en el suelo. Zyanya se desesperaba
palpando las paredes, tocando los relieves, pero
no encontraba la palanca, lo mismo que
Valenzuela, que no dejaba de jurar, maldecir y
gritar, insultando a los indios y sus parientes.
Ponce, con su pequeño grupo, desde el primer
momento se dio cuenta de que los soldados del
pasillo no podrían aguantar mucho tiempo la
presión de los zombis, así que corrió hacia allá de
inmediato para evitar que la posición se viera
desbordada.
Peñate y de la Vega aguantaban bien frente
a las dos aperturas, sus espadas cortaban, rajaban
y mutilaban a los zombis a medida que salían de
las sombras, acumulando cuerpos y despojos a sus
pies, entorpeciendo a los muertos vivientes que
avanzaban haciendo que fueran presa fácil para los
dos bravos capitanes. No obstante, tal situación no
podía prologarse mucho más, porque ambos
soldados ya estaban al límite de sus fuerzas y más
pronto que tarde tendrían que dejar de combatir
porque no podrían ni levantar las armas, mientras
que los kimen parecían ser inagotables.
Ponce golpeó con la espada a un zombi de
arriba abajo y le partió en dos el cráneo; a otro le
sacudió con el escudo y le echó a un lado, luego le
ensartó con la espada por el ojo, sacando la punta
por la parte de atrás de la cabeza. Se luchaba con
torva desesperación, aguantando lo indecible, sin
pararse en la seguridad personal, tan sólo luchar y
morir. Dos tamemes fueron agarrados por los
muertos vivientes y tirados al suelo, en mitad de la
inhumana turba, y fueron despedazados en
sangrientos despojos y devorados. Cristóbal
López, rodeado de muertos vivientes, sangraba
profusamente por un desgarro en el hombro
izquierdo, manteniendo a duras penas a los zombis
a raya, hasta que uno se le echó a la espalda y le
mordió en la oreja. Con gritos, López intentó
sacudirse de encima a la cosa, mas no pudo y el
resto de kimen le inmovilizaron y asesinaron con
cruel saña. La situación era desesperada, porque
otro español fue destrozado, y dos indios más.
Itzamma y los sacerdotes seguían con los
ritos, ajenos a los gritos de dolor y terror, al
sonido acuoso de la carne putrefacta al ser
desgarrada por el acero y a los resoplidos y
juramentos de los que luchaban. Su concentración
era total, porque sabían que no podían equivocarse
ni en una palabra, ni en la entonación, y cualquier
error, por mínimo que fuera, daría al traste con el
conjuro. Uno de los ancianos cayó de repente al
suelo, echando sangre por las orejas y la nariz,
temblando de manera convulsiva todo el cuerpo,
hasta que dejó de hacerlo y permaneció quieto,
muerto; era el precio de jugar con fuerzas arcanas,
con poderes ignotos y conocimientos más antiguos
que la Humanidad, pero Itzamma y el otro
sacerdote no se amedrentaron y continuaron
adelante con el rito, sacrificando parte de su
energía vital con tal de lograr terminarlo; con que
quedara uno de ellos con vida bastaba.
Peñate y de la Vega seguían combatiendo
con increíble valor en las aperturas, salpicados de
sangre negra y trozos putrefactos de carne,
vísceras y hueso quebradizo, destrozando a los
zombis sin parar, a pesar de que los pulmones les
ardían de la fatiga y los brazos les pesaban como
si estuvieran lastrados con plomo, mas se negaban
a retroceder ni un solo paso, dispuestos a morir
antes que permitir que un muerto viviente lograra
entrar a la sala. Peñate, que cada vez se
encontraba peor, sentía como las piernas le
temblaban y apenas le podían sostener, la herida
del cuello le dolía cada vez más, hasta la visión se
le nublaba, apenas podía blandir el montante.
El gigantesco capitán dio un golpe con el
montante y decapitó a un zombi, pero la espada
golpeó en la pared de la apertura y Peñate no pudo
evitar que se le cayera de las manos, tal era ya su
extrema debilidad. Un muerto viviente se abalanzó
sobre él con los brazos extendidos, logrando
agarrar por el cuello al come ogros, pero el
español soltó un cabezazo a su oponente y le
destrozó el cráneo, haciendo saltar trozos de hueso
y seso putrefacto. El zombi cayó al suelo
fulminado. Peñate retrocedió un paso y resbaló en
la sangre negra que corría por ríos, yendo él
también al suelo, porque sus piernas ya no le
aguantaban.
De la Vega vio caer por el rabillo del ojo a
Peñate y también como un zombi tiraba de las
piernas del caído para arrastrarlo a la oscuridad
de la apertura, sin que Peñate pareciera poder
defenderse, ya que se encontraba sumamente
agotado, tan sólo podía insultar y maldecir su
negro destino. De la Vega decidió acudir en ayuda
del compañero, aunque antes tuvo que dar tajo en
la cabeza a un kimen, y abandonar su posición,
sabiendo que al hacerlo los zombis lograrían
entrar a la sala, pero era un riesgo que se debía
correr. Mientras tuviera fuerzas, muchas ya no le
quedaban, no iba a dejar a ningún español
abandonado a su suerte; luego ya verían como se
solucionaba el asunto de volver a guardar las
aperturas.
Con amplias zancadas, de la Vega llegó al
lado de Peñate justo cuando este comenzaba a
patalear en un intento de zafarse de la presa de los
zombis, porque otro ya había salido y también
tiraba de sus piernas. De la Vega golpeó con la
espada y a un kimen le cortó la cabeza y a otro le
amputó un brazo; gracias a tal acción, Peñate pudo
por fin soltarse y retroceder en el suelo hacia
atrás. El muerto viviente atacó a pesar de que le
faltaba una extremidad, mas de la Vega le destrozó
el pálido rostro de un tajo y acabó con la cosa.
Otro guerrero surgía de la apertura, y otro, y
otro…
—Es el fin —dijo Peñate desde el suelo con
resignación.
En ese instante se escuchó un grito de
triunfo que resonó en toda la sala a pesar del
estruendo de la batalla. Valenzuela por fin había
encontrado el resorte que se buscaba con tanto
ahínco, una palanca oculta en el interior de la
mandíbula de un cráneo humano, que no era tal,
sino de piedra, de ahí que llamara la atención del
conquistador. Sin pensarlo dos veces, Valenzuela
tiró de la palanca y, casi al instante, dos puertas de
piedra cayeron de la parte superior de las
aperturas sellándolas con un fuerte golpe y
levantando una nube de polvo. Un zombi fue
aplastado por la pesada losa y otro partido por la
mitad en la otra entrada, aunque seguía
arrastrándose por el suelo dejando un rastro de
sangre putrefacta y frías tripas; no fue muy lejos
porque de la Vega le decapitó de hábil golpe.
— ¡Zyanya! —gritó con fuerza el capitán mientras
se acercaba a toda prisa al altar y a los sacerdotes.
Valenzuela ya marchaba a apoyar a Ponce, porque
la situación en el pasillo era dramática. Peñate,
tras inspirar aire con fuerza, intentó ponerse en
pie, pero las fuerzas le fallaron y se fue al suelo.
— ¡Maldita sea, feria mi ánima! —bramó el come
ogros con rabia, escupiendo gotas de saliva
mientras blasfemaba. Las piernas sencillamente no
le respondían, se encontraba fatal, el estómago le
ardía, como si estuviera afiebrado, y la herida del
cuello le dolía con fuertes palpitaciones, sentía
que se moría, tal vez por alguna infección causada
por el repugnante mordisco del zombi que le
atacara.
Zyanya corrió al lado del capitán, y de la
Vega preguntó entonces a Itzamma que faltaba para
terminar el rito. El anciano, visiblemente agotado,
muy pálido y perdiendo sangre por ojos y orejas,
aseguró que lo único que quedaba por realizar era
el sacrificio, indispensable para los cierres
mágicos, porque las losas de piedra no retendrían
por mucho tiempo a los kimen. Para dar mayor
validez a las palabras del sacerdote, se escucharon
tremendos golpes al otro lado de las puertas
pétreas, como si algo gigantesco las golpeara con
inusitada furia y potencia.
— ¿Seguro que funcionará así? —preguntó a gritos
de la Vega mediante la ayuda y traducción de la
hermosa india, mirando con espanto a las puertas
de piedra pensado si estas iban a aguantar mucho
más ante semejantes embestidas.
—Seguro —respondió con un suspiro Itzamma. El
sacerdote se abrió la túnica con las manos y
mostró el pecho al español—. Golpea ahora, date
prisa.
—Bien —respondió con acerado tono de la Vega,
mas se marchó a toda prisa al pasillo, donde los
soldados y los escasos tamemes que quedaban
luchaban contra la horda hambrienta y pustulenta
de zombis mayas, en una lucha tan valiente como
estéril. El capitán se acercó a Na Can San, le
llamó por su nombre y cuando el cacique se dio la
vuelta, sucio de porquerías y sangre negra y
maloliente, el castellano le clavó la espada en el
estómago— ¡Ahora, perro miserable, vas a pagar
la muerte de tantos españoles e indios! —y empujó
el arma con las fuerzas que le quedaban.
Na Can San abrió al máximo los ojos por
el espanto y el intenso dolor que sentía, incrédulo
ante lo que ocurría. Intentó agarrar el pomo de la
espada, pero las fuerzas le abandonaron y cayó al
suelo soltando sangre por la boca. De la Vega sacó
el cuchillo y lo clavó en el pecho del cacique,
rajando la carne con velocidad, sin mucha pericia,
pero con conocimiento, y pegó varios cortes,
sacando con la mano el corazón palpitante del
indio. Con el sangriento despojo en alto, volvió
corriendo de nuevo al altar y tendió a Itzamma la
ofrenda.
El anciano, que había contemplado con
sorpresa el asesinato de Na Can San, tomó el
corazón, lo levantó en alto y recitó varias formulas
mágicas, para después exprimirlo y salpicar con
sangre los símbolos del suelo. El otro sacerdote,
con una antorcha, quemó el corazón, que enseguida
comenzó a arder, soltando un olor a churrasco que
era inquietantemente apetitoso. En ese momento la
tierra tembló, no violentamente, sino más bien un
movimiento ligeramente percibido, y se escuchó un
enorme suspiro que surgió de todas partes y de
ninguna a la vez; quizás era la misma Creación
entera quien suspiraba de tal manera, aliviada de
acabar con la maldad de los zombis mayas. Se
dejaron de escuchar los potentes golpes tras las
puertas de piedra de las aperturas al inframundo
sagrado maya, y en cuanto a los muertos vivientes,
sencillamente se quedaron quietos, bajando los
brazos y cerrando sus pavorosas fauces; quedaron
también en silencio.
— ¿Pero qué…? —preguntó con asombro Núñez,
rodeado de al menos ocho zombis, ya se veía en
sus tripas cuando estos dejaron de luchar y
comenzaron a andar de manera descontrolada,
chocando unos con otros.
— ¡Se caen, por Cristo, se caen! —gritó con
alborozo Ponce.
Los zombis, en su inmensa mayoría,
cayeron al suelo como si fueran marionetas de
madera a las que cortaran los hilos y, una vez
caídos, permanecían quietos y sus putrefactos
cuerpos se descomponían rápidamente,
convirtiéndose en apenas unos instantes en
montones de cenizas grises. No obstante, algunos
muertos vivientes no se cayeron, sino que
permanecían de pie, quietos, y otros vagaban sin
rumbo, topando con una pared, dándose la vuelta y
andando hasta chocar con otro obstáculo y así
sucesivamente, mas ya no atacaban a los españoles
y a los indios.
— ¡Victoria, por Cristo, hemos acabado con todos
esos hijos de puta! —exclamó con júbilo Peñate
desde el suelo.
—Se terminó —anunció muy solemne Itzamma.
— ¡Hay que acabar con ellos por si acaso! —
ordenó de la Vega, tomando una antorcha caída y
prendiendo fuego a un zombi errante, que ardió
con rapidez y ferocidad.
Los escasos supervivientes tomaron
ejemplo del agotado capitán y se dispusieron
rápidamente a exterminar a todos los kimen tanto
del pasillo como de la sala, los escasos que aún
seguían en pie. Sólo quedaban con vida ocho
españoles, entre ellos Ponce, Núñez y Valenzuela y
catorce tamemes, junto con Zyanya e Itzamma y su
sacerdote. Tomaron antorchas y prendieron fuego a
las abominaciones mayas, o les cortaban la cabeza
de hábil tajo, aunque las fuerzas eran ya muy
escasas y era preferible utilizar las purificadoras
llamas. En cuestión de momentos, los zombis
perecieron y el templo quedó purgado de su
maldad. Solamente entonces los castellanos y los
indios prorrumpieron en gritos de júbilo y
victoria, abrazándose unos a otros y dando gracias
a Dios por seguir con vida.
— ¡Y encima somos ricos! —gritó Peñate
exultante contemplando los montones de oro. Tuvo
un acceso de tos y escupió abundante sangre,
mientras un intenso dolor le recorría todo el
interior de su cuerpo— ¡Maldita sea, que mala
suerte! —exclamó con irónica sonrisa el
gigantesco capitán, y se tumbó de espaldas ya sin
fuerzas ni para permanecer erguido.
Ponce y de la Vega vieron caer a Peñate y
acudieron a toda prisa a su lado, contemplando
con espanto la palidez mortal del capitán y los
ojos enrojecidos, la respiración fatigosa y los
espasmos agónicos que azotaban el corpachón del
come ogros. Peñate dejó de moverse y miró a los
dos hombres, en sus ojos se notaba la resignación
y el convencimiento de que todo había terminado.
—Es el fin de Peñate —dijo con una media
sonrisa—. Bueno, fue divertido mientras duró…
El gigantesco capitán lanzó un gran suspiro
y murió, con los ojos abiertos, relajando todo el
cuerpo y dejando caer los brazos. Ponce, que no
creía lo que estaba viendo, se arrodilló y cogió un
brazo del caído y exclamó.
— ¡Peñate! Cristo nos ampare, Peñate…
—Ha muerto —dijo muy triste de la Vega. En ese
momento el capitán ya no veía en Peñate a un
rival, sino a alguien muy digno que había sabido
morir de manera valiente, con mucha honra. En
España, cuando uno moría gallardamente como era
el caso de Peñate, todos los pecados y las
villanías cometidas en vida se perdonaban.
— ¿Cómo es posible que haya muerto? —preguntó
abatido el gobernador— No tiene heridas, sólo la
del cuello…
—Suficiente, a saber qué clase de ponzoñas le
infectó el kimen que le mordió. Lo que cuenta es
que el capitán Peñate ha luchado con honor y
valentía. No debemos olvidar que gracias a su
sacrificio hemos logrado salvar la vida y terminar
con esta locura. A saber que hubiera sido de
nosotros de no haber contado con su fuerza y
espada.
—Sí, que Dios se apiade de su alma —Ponce se
levantó, no sin antes cerrar los ojos del muerto, y
miró a la sala, donde se acumulaban los despojos
de los españoles e indios asesinados por los
zombis. De los muertos vivientes ya no quedaban
más que cuerpos carbonizados o cenizas, aunque
seguro que en el exterior aún rondarían unos
cuantos, mas, según aseguró Itzamma, en las
mismas condiciones que los del templo. Serían
presas fáciles de abatir ahora que el hechizo que
los había activado se había disipado.
—Estoy agotado, vive Dios —suspiró con fuerza
Núñez. Los españoles supervivientes se
congregaron en torno al altar, apoyándose en la
piedra para recuperar fuerzas y dar gracias al
Señor por continuar con vida.
— ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Valenzuela,
que presentaba arañazos que le cruzaban el rostro.
Le faltaba un trozo de la barba, seguramente
arrancada por la mano ansiosa de algún zombi.
— ¿Hacer? Por Cristo —soltó una carcajada de la
Vega—. Vamos a descansar y comer, luego
purgaremos de kimen la ciudad y volveremos para
tomar cuanto oro podamos, voto a Dios.
—A eso me apunto… —añadió Valenzuela,
queriendo añadir algo más, pero no pudo hacerlo
porque su rostro quedó petrificado por el horror al
contemplar algo que ocurría a las espaldas de la
Vega y Ponce.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Ponce dándose la
vuelta para mirar.
Todos lanzaron gritos de terror y estupor
cuando contemplaron como el cadáver de Peñate
se erguía y se ponía de pie con torpes
movimientos, con gruñidos ininteligibles y
babeando.
— ¡Cristo Bendito! —gritó un soldado.
— ¡El capitán ha resucitado! —exclamó Núñez.
El come ogros se irguió en toda su colosal
estatura, mortalmente pálido, con los ojos
inyectados en sangre, sangre negra, porque ahora
era un muerto viviente, infectado con la misma
maldad que los kimen mayas a resultas del
mordisco recibido, o tal vez a causa de haber
tragado esa infecta sangre cuando a su vez atacó al
zombi, quien sabía. La cuestión es que Peñate ya
no era un ser humano, sino una criatura infernal,
hambrienta y deseando devorar carne y sangre
caliente. Con un rugido, Peñate se abalanzó hacia
los españoles con los brazos por delante, la boca
abierta. Como si un oscuro instinto le guiara, un
recuerdo de su otra vida, se dirigió directo hacia
de la Vega, a quien logró agarrar debido a que el
capitán se encontraba agotado y falto de reflejos.
No obstante, de la Vega agarró a su a vez a
Peñate de los brazos y por un momento los dos
contendientes quedaron quietos. Peñate intentó
morder en el rostro a de la Vega, pero este se
había imaginado algo así y dio un cabezazo al
come ogros en plena cara, golpeando sobre todo
con la borgoñota. Con todo, no fue un golpe
contundente, porque Peñate también llevaba
borgoñota, mas sirvió para aflojar un poco la
presa y de la Vega pudo soltarse, retrocediendo
dos pasos. El capitán maldijo su suerte, porque la
espada se encontraba clavada en el estómago de
Na Can San, sólo le quedaba la daga del cinto.
Antes de que pudiera sacarla, Peñate ya le estaba
atacando de nuevo.
De la Vega pegó un puñetazo con la
derecha a Peñate en la cara, luego con la izquierda
le sacudió en el estómago, pero sus golpes no eran
contundentes, las fuerzas las tenía prácticamente
agotadas, y Peñate parecía inmune al dolor, es
más, incluso había recuperado sus fuerzas, aunque
era de movimientos torpes e imprecisos, muy
lentos. Quizás en otro momento eso hubiera sido
una ventaja para de la Vega, pero no podía con su
alma, mucho menos enfrentarse a un Peñate
convertido en muerto viviente. El come ogros
volvió a agarrar con fuerza a de la Vega por un
brazo y le atrajo hacia sí. De la Vega cogió del
cuello a Peñate con la intención de partirle el
cuello o al menos impedir que le mordiera. Los
dos oponentes por unos instantes quedaron quietos,
neutralizándose cada uno con sus fuerzas. El
zombi, porque era incapaz de pensar y aprovechar
del todo su colosal fuerza, y el vivo por pura
fuerza de voluntad, incapaz de rendirse y decidido
a luchar hasta el final.
Mas el resto de castellanos no iban a
quedarse quietos viendo como un compañero
moría a manos de una monstruosidad semejante.
Ponce, superado el miedo y el estupor de ver a un
español convertido en zombi, se acercó por la
espalda a Peñate y le clavó la espada, mientras
que Valenzuela atacó por un lado y de hábil tajo
cercenó la mano de Peñate, la que agarraba a de la
Vega, a la altura del codo. La cosa giró hacia sus
atacantes, dispuesto a defenderse, pero en esas
Núñez intentó decapitar a Peñate, más este de un
golpe de muñón golpeó a Núñez con tremenda
fuerza y envió al soldado varios pasos hacia atrás
medio inconsciente.
— ¡Aquí, hijo de Satanás! —gritó con furia de la
Vega mientras desenvainaba la daga.
Peñate se giró hacia su odiado enemigo,
aprovechando de la Vega la torpeza de la criatura
para clavar la daga hasta la empuñadura en el
rostro de Peñate, justo entre los ojos. El zombi
retrocedió manoteando, soltando chorros de
putrefacta sangre negra tanto de la herida como del
muñón. Ponce, Valenzuela y el resto de soldados
aprovecharon para descuartizarlo con las espadas,
hasta que del gigantesco come otros sólo quedaron
sanguinolentos despojos. A una orden de Ponce,
los tamemes con las antorchas quemaron los restos
del zombi.
— ¡Por mi alma! —exclamó lleno de horror Ponce
— ¿Pero no habíamos terminado ya con todos los
muertos vivientes? ¿Cómo es que Peñate se ha
convertido en uno de ellos?
—No lo sé —reconoció de la Vega. Se preguntó a
Itzamma que había pasado, pero el anciano
tampoco supo dar una explicación. Era evidente
que la mordedura de los kimen mayas o era mortal,
o infectaba a la víctima si esta lograba sobrevivir
al ataque. Peñate, al ser español, se había
convertido en zombi, pero no había sucumbido al
hechizo del sacerdote porque se convirtió en un
muerto viviente después de finalizado el rito, no
antes.
Los españoles dieron por buenas las
divagaciones de Itzamma, ¿qué otra cosa podían
hacer al fin y al cabo? Lo importante era, que esta
vez sí, la pesadilla había terminado. Zyanya se
arrojó en los brazos del agotado de la Vega y el
capitán apretó contra su pecho a la muchacha,
lanzando suspiros de alivio y cansancio. “Gracias
a Dios”, decía una y otra vez entre dientes.

***

Los españoles permanecieron en la ciudad


un día más, recuperando fuerzas y comiendo las
escasas provisiones que les quedaban. Tal y como
se había sospechado, por las ruinas deambulaban
varios zombis, del resto sólo quedaban montones
de cenizas que el viento dispersaba por todas
partes. Fue fácil terminar con todos los muertos
vivientes, y tanto Ponce como de la Vega no
deseaban marcharse del valle sin cerciorarse de
que ningún kimen quedaba con vida; o con
sobrenatural vida.
La selva volvió a recuperar su actividad
normal, las fieras rugían, los pájaros cantaban, los
monos y otros animales aullaban e iridiscentes
insectos revoloteaban entre los arbustos olorosos y
las flores. Los indios marcharon entonces a la
jungla en busca de comida, y no tardaron en volver
con pescados cogidos del río y con numerosos
conejos, que supieron a gloria a los desfallecidos
españoles. El Sol lucía fuerte y cálido en lo alto, y
por la noche no hubo niebla ni otros fenómenos
sobrenaturales, de lo que se dio gracias a Dios.
Los pocos restos sanguinolentos que quedaban de
españoles e indios asesinados a manos de los
zombis se amontonaron y prendieron fuego, y no se
pudo encontrar ningún cuerpo entero, a todos les
faltaban trozos, brazos, cabezas o estaban vacíos
de tripas y órganos, tal había sido la crueldad y
voracidad de los kimen mayas.
Al día siguiente, recuperadas las fuerzas y
comprobado que la amenaza se había disipado, se
volvió al interior del templo principal, donde cada
cual cogió todo el oro, jade y piedras preciosas
que quiso, incluidos los tamemes, que llenaron
saquillos muy satisfechos de su suerte, pues no
sólo habían sobrevivido a la furia de los
guardianes de la ciudad sagrada, sino que encima
su fortuna les permitiría abandonar su triste vida
de porteador y convertirse en gente importante.
Los únicos que no tomaron nada fueron Itzamma,
su sacerdote y Ponce de León.
El gobernador se encontraba triste,
deprimido, ya que no sólo había perdido amigos y
hombres de confianza en la aventura, sino que
encima el mito de la Fuente había demostrado ser
un camelo. Itzamma volvió a insistir que esa era la
verdadera Fuente de la Juventud, pero Ponce,
amargado y desilusionado, no quiso saber más del
tema. De la Vega habló aparte con Ponce y le
convenció de que sería bueno que cogiera parte
del botín, se lo había ganado con toda justicia,
costearía su parte de la expedición y además le
sobraría bastante para organizar otras nuevas en
busca de otras ubicaciones de la Fuente o para
explorar otras tierras. El gobernador, convencido
por los argumentos del capitán, llenó el petate de
oro y jade. Tuvieron que dejar, eso sí, los grandes
ídolos, porque eran muy pesados y sería tarea
ardua cargar con ellos por la espesa selva. No
obstante, Ponce era incapaz de animarse ante el
brillo del oro o las joyas, porque lo que había
deseado con todas sus fuerzas, curarse de su media
impotencia viril con las aguas de la Fuente, no lo
había conseguido. ¿Cómo explicar tal cosa a los
demás, cuando ni el mismo Peñate lo sabía? No
podía, suspiraba en su interior el gobernador, no le
quedaba otra que seguir penando con su mal e
intentar conseguir la cura por otros medios. Bueno,
se consolaba, al menos durante la estancia en
Xoltchi se había comportado como un hombre
completo. Quizás esa era la solución, marchar en
busca de nuevos descubrimientos y sensaciones,
abriendo caminos para mayor gloria de España y
de Carlos I.
Mientras Ponce divagaba, los españoles
llenaron a reventar sus saquillos, bolsillos, sacos y
petates con toda suerte de joyas de oro y fina plata,
máscaras, brazales, anillos, pulseras, collares,
bezotes, pendientes, platos, jarros, pequeños
idolillos y multitud de objetos, por no hablar del
jade que abundaba en forma de collares o
pectorales, y montones de piedras preciosas, como
esmeraldas, rubíes o topacios, todas de gran
belleza y valor. Por si fuera poco, además los
tamemes cargaron con más riquezas, algunas de
los españoles y otras de los propios indios, con lo
que al final los escasos componentes de la
expedición se mostraron más que satisfechos,
porque todos acabaron por poseer una inmensa
fortuna que les haría ser ricos y ganar renombre y
justa gloria. Unos ya se veían en España con
tierras y mujer, otros aposentados en Nueva
España con tierras de cultivos y numerosos
esclavos, siendo atendidos por bellas y jóvenes
mozas, al estilo de los caciques. Los había que
soñaban con organizar negocios, comprar barcos y
establecer rutas comerciales para traer especies y
trigo a Nueva España, o exportar de Las Indias
hacia España y sus territorios vasallos y, en fin,
otros que seguían pensando en explorar estas
vastas y desconocidas regiones, en busca de
nuevos imperios indios, de maravillas ocultas y de
misterios insondables.
Poco antes de partir, los castellanos
amontonaron las armas y armaduras de los
compañeros muertos en la ciudad, tantos españoles
como indios, y formaron un túmulo que se
coronaba con una gran Cruz de madera tallada
burdamente. Los ánimos se encontraban tristes y
apesadumbrados, pues muchos eran los amigos que
habían desaparecido en cruel muerte. El más
apenado de todos era Ponce, porque era él quien
había organizado la expedición y las muertes le
pesaban en la conciencia. Allí, de pie ante el
montón de armas que servía como recuerdo y
homenaje a los caídos, Ponce hizo jurar a todos
los presentes que nadie debía hablar sobre lo
sucedido en la ciudad de los dioses, so pena de
muerte. Se debía evitar a toda costa que nunca se
supiera lo que había ocurrido, para impedir que
nadie más llegara al valle y volviera a despertar a
los kimen mayas al romper de manera accidental
las protecciones mágicas; el horror debía
permanecer oculto e ignorado por el resto de los
hombres, pues si los zombis se levantaban de
nuevo podrían extender su maldad por el mundo
entero y llevar la muerte a todos los seres vivos.
Se realizó un solemne juramento mentando
a Dios y la familia, y cada cual prometió no contar
nada y guardar el secreto. Itzamma se mostró
satisfecho y alabó la sabiduría de los españoles,
aunque por precaución intentó convencer a Ponce
de que sería sabio matar a los tamemes, pues estos
eran hombres sencillos y podrían irse de la lengua,
pero el gobernador no quiso saber nada de tales
crueldades y no hizo caso a las sugerencias del
anciano; los indios habían luchado valientemente y
no les habían abandonado, también eran hombres
de honor, ganando de justa manera su fortuna y
libertad.
Se abandonó entonces el valle y se llegó al
pie de los acantilados, a la gruta por donde habían
entrado, que atravesaron con mucha rapidez para
llegar al otro lado y a la selva, marchando
entonces a la aldea de Itzamma. A pesar de que
iban cargados con el oro y las joyas, la marcha fue
alegre y distendida, nada que comparar a la
anterior vez, pues ahora sabían adónde iban y
conocían el camino. Se abastecieron de comida
cazando, comiendo frutos silvestres o pescando en
los numerosos arroyos con los que toparon.
A los pocos días llegaron a Alab óol
Haatal, la aldea de Itzamma y Zyanya, donde
todavía se evidenciaban los estragos causados por
el ataque de los españoles. Algunas cabañas sólo
eran montones de maderas y ramas quemadas y
otras presentaban grandes daños, mas los vecinos
ya se encontraban reparándolas cuando llegó la
expedición. Los guerreros salieron en tropel
dispuestos a atacar a los intrusos, pero Itzamma les
detuvo con su presencia y explicó que ahora los
castellanos eran amigos de su pueblo y por lo tanto
había que honrarles y respetarles. Así se firmó la
paz entre los salvajes y España, y Ponce y de la
Vega agradecieron a Itzamma su amistad,
prometiendo que harían cuanto estuvieran en su
mano para evitar que ningún español les viniera a
molestar y, sobre todo, sintiera deseos de
encontrar la ciudad de los dioses.
En Alab óol Haatal se celebró una gran
fiesta en honor de la nueva amistad entre indios y
españoles, donde no faltó de nada, hubo abundante
comida y bebida, música y bailes. La mayor
tristeza era que se encontraban sin cacique, debido
a la muerte de Na Can San. Itzamma no quiso
explicar como el cacique había fallecido, se limitó
a decir que cayó en desgracia ante los dioses, pero
en verdad era una pérdida importante, porque Na
Can San había muerto sin hijos varones; de hecho,
la boda de Na Can San con Zyanya era una
tentativa de poder engendrar un niño. Se reunieron
los ancianos y los sacerdotes, que se ahora se
limitaban a Itzamma y su ayudante, y entre ellos
deliberaron cierto tiempo, hasta que nombraron
cacique a un mozo bien plantado de mirada lúcida
y cruel, que se llamaba Nu Can Can y era sobrino
de Na Can San. Como mandaba la tradición, a
pesar de que Nu Can Can ya poseía dos esposas,
el nuevo cacique se debía casar con Zyanya, pues
esta era mujer importante y de vientre virgen, que
seguro daría hijos fuertes y sanos.
Enterado de tal cosa de la Vega, hubo
cierto revuelo, pues el capitán no deseaba que
Zyanya se casara con ningún indio y tomó a la
muchacha dispuesta a raptarla si era preciso. Nu
Can Can se sintió ofendido, pues era negarle sus
justos derechos, pero aún se sintió más humillado
cuando Zyanya aseguró que ella ya sólo pertenecía
a de la Vega y no pensaba entregarse a ningún otro
hombre. Hubo violentas discusiones, pues
evidentemente los españoles se pusieron de parte
del capitán y los salvajes de su cacique, pero
quien evitó la lucha fue el astuto Itzamma, que
afirmó que un mensajero divino se le había
presentado en forma de serpiente para decirle que
los dioses aprobaban la unión entre el castellano y
la hermosa muchacha, ya que así se crearían
fuertes lazos entre los dos pueblos. Con los dioses
habíamos topado, no hubo más remedio que ceder,
y se celebró otra fiesta.
La expedición abandonó entonces Alab óol
Haatal en paz, poniendo rumbo a Xoltchi, donde
llegaron a los pocos días, siendo recibidos
primero con estupor, porque los mayas ya
pensaban que nunca más verían a Ponce y los
suyos, y después con gran alegría. Los caciques y
principales agasajaron a los españoles con
suntuosos banquetes y músicas y les colmaron de
todo tipo de atenciones. Los castellanos, muy
dichosos, convertidos en hombres ricos, se
ufanaban que ahora todo les marchara a las mil
maravillas, y ya ardían en ganas de salir de la
jungla, llegar a la costa y poner rumbo a Nueva
España. Ponce, melancólico y sumamente abatido,
aprovechando los dos días que estuvo en Xoltchi,
decidió escribir unas crónicas sobre lo ocurrido
en la ciudad de los dioses y en lo que le aconteció
en la búsqueda de la Fuente de la Juventud, los
horrores que le tocó padecer y el terror de los
muertos vivientes.
Decidió hacer tal cosa movido por la
necesidad de dejar por escrito una advertencia a
las futuras generaciones sobre que existían cosas
en las que era mejor no aventurarse, para evitar
que cometieran el error que él mismo había
realizado llevado por su torpeza y ambición que
sobrepasaron a su buen juicio y honor. La amenaza
de los zombis mayas era demasiado espantosa
como para olvidarla así como así. Se puso en
contacto con Balan Chan, a quien le contó todo lo
sucedido, y le confió los pergaminos donde
rubricó la espantosa aventura, pidiendo al
sacerdote que guardara a buen recaudo las
crónicas. Balan Chan prometió hacer tal cosa y
también guardar el secreto de la Fuente y la
ubicación de la ciudad de los dioses. La maldad
enterrada en la ciudad maya debía seguir así:
enterrada y olvidada.
CAPÍTULO 17.
En la actualidad, en un complejo de
investigaciones científicas y arqueológicas en la
periferia de la ciudad de México DF propiedad
de "Pandora Enterprise".

Cuando el doctor Johann Flückinger


terminó de leer el extenso informe sobre las
aventuras de la expedición de Juan Ponce de León,
un silencio pesado se adueñó de la sala y de los
presentes, creando una atmósfera tensa y
sumamente molesta. El doctor Karl Günther se
movía inquieto en el sillón, soltando pequeñas
toses y carraspeos, rompiendo el silencio que
nadie se atrevía a quebrar. Flückinger miraba a los
seis profesionales con calma, esperando algún
comentario que no parecía llegar, y no por falta de
ganas, sino porque no se sabía que decir. Fue
finalmente el doctor John Wittman quien habló el
primero.
—Bueno… —se detuvo, como si estuviera
pensando cuales serían las palabras más
adecuadas para continuar—. Es… una historia
algo increíble.
—Increíble es decir poco —añadió la doctora
Jane Foster pasándose la mano por la cara—. No
se puede dar crédito a semejante historia. Quizás
todo sea un burdo engaño…
—Querida doctora Foster —dijo Flückinger con
una sonrisa—, no es un engaño, ni los documentos
de Ponce de León falsificaciones. En los
laboratorios se ha comprobado tanto la
autenticidad de la letra del conquistador como la
antigüedad del papel. Y mi interpretación del
idioma ha sido literal.
—Entonces es evidente que Ponce es el que nos ha
engañado. Tal historia sólo puede ser producto de
una mente enferma. Sabemos que Ponce de León
fue herido con una flecha con veneno, ¿no? Pues
entonces está claro que el veneno afectó a su buen
juicio y que escribió sus crónicas bajos los efectos
de ese mal.
—Las crónicas fueron escritas antes de que fuera
herido por esa flecha, doctora Foster —aclaró
Flückinger sin perder la compostura ni la sonrisa.
— ¡Pero no se puede dar crédito a una historia
de… zombis mayas! —exclamó escandalizado el
doctor Wittman.
—Tal cosa es imposible —añadió con su fuerte
acento el doctor Günther, aunque sin mucha
convicción.
— ¿Por qué es imposible? —preguntó Flückinger
apoyando la espalda en la cómoda silla de cuero
— En mi opinión, tenemos la prueba irrefutable de
que una expedición española comandada por
Ponce de León en el Yucatán topó con las ruinas de
una increíble civilización y con guardianes
sobrenaturales, a los que podemos llamar zombis
si nos apetece.
—Pero… pero, ¿se está usted escuchando? —se
indignó la doctora Foster, haciendo que con su
agitación y fuerte respiración el busto se le subiera
y bajara con violencia, lo que la hacía mucho más
femenina a ojos de los varones presentes; claro
que nadie se atrevería en ese momento a decir
nada a la airada doctora, mucho menos los que la
conocían y sabían del genio que se gastaba.
—Ya estamos de nuevo… —murmuró con
desesperación el doctor Günther, que sintió vivir
otra vez tiempos aciagos, años atrás, cuando esto
mismo, o algo parecido, pasaba con otros equipos
de trabajo, universidades o eminentes científicos,
siendo Flückinger la causa de aquellos problemas.
El único que no parecía decir nada o
molestarse por lo escuchado era el doctor Manuel
González Uxhe, el director del proyecto.
Permanecía sentado, con las manos sobre la
superficie de la pulida mesa, ojeando con aire
distraído los informes que el doctor Flückinger le
había pasado antes de dar inicio al sorprendente
relato. La doctora Foster, con el rostro colorado
por la indignación, continuó hablando alzando el
tono de voz.
—Doctor Flückinger, no puedo creer que piense
que el relato de Ponce es verídico.
— ¿Por qué no? —replicó el aludido con una
nueva sonrisa—. Si hay algo que caracterice a los
antiguos cronistas españoles es su ansia por
plasmar las historias que vivieron y todo lo nuevo
que conocieron durante la Conquista de América.
Sus crónicas y escritos, aunque muchas veces sean
un poco exageradas, siempre se han basado en
hechos reales, con la verdad por delante y siendo
pulcros en detalles. La Historia siempre tendrá una
deuda con los cronistas españoles. ¿Por qué iba a
ser la crónica de Ponce la única crónica basada en
mentiras o una historia inventada? Y si fuera
inventada, ¿qué sentido tendría hacer algo así?
¿Qué beneficio se podría obtener de semejante
engaño?
—No lo sé —respondió con sinceridad la doctora
Foster, algo más calmada—, pero tenemos pruebas
de que Ponce nunca estuvo en territorio maya…
—Pruebas nada concluyentes, estimada colega —
interrumpió con suavidad el alemán—. Y ahora
tenemos, en cambio, la prueba que indica que
Ponce sí estuvo en territorio maya antes de su
muerte. No sólo me he limitado a estudiar los
pergaminos originales, sino que además me tomé
la molestia de indagar acerca de los otros
personajes que salen en las crónicas. El capitán
Diego de la Vega Hurtado y de Velasco, por
ejemplo. ¿Sabían que volvió a México y se casó
con la india? Formó una familia cuyos
descendientes se encuentran en la actualidad
viviendo en el país, formando parte de una familia
de fuertes ingresos gracias a actividades
comerciales y explotaciones agrícolas de tierras;
por cierto, la rama española de la familia Hurtado
sigue existiendo en ese país. Y al capitán
Francisco Peñate de Plasencia, aunque falleció en
esa misteriosa ciudad, Ponce de León le otorgó
una pensión de por vida que fue ratificada por la
Corona; por supuesto, para sus familiares, en este
caso la madre, que residía en Plasencia y fue la
heredera de la pensión de su hijo. En resumidas
cuentas, que los personajes fueron reales y que
existen documentos de la época que acreditan
sobradamente su existencia. Amigos míos, no
podemos dudarlo más, lo que cuenta Ponce en su
relato es verdad.
— ¿Me está diciendo que debemos creer que unos
conquistadores encontraron una ciudad perdida en
mitad de la selva y que lucharon a muerte contra
unos zombis mayas? —se burló el doctor Wittman
— Tal cosa es imposible. ¡Imposible!
—No es imposible —insistió Flückinger—. Debo
decirles que en anteriores investigaciones y en
viajes que he realizado a determinadas partes del
mundo, he logrado acumular una serie de pruebas
sobre la existencia de criaturas… sobrenaturales,
por decirlo de algún modo.
—Claro, claro, vudú, ¿no? —se rió la doctora
Foster— ¿Y acaso no habrá encontrado también
pruebas sobre la existencia de los vampiros, ya
puestos?
—Pues sí, déjenme recordarles la historia de mi
ilustre antepasado cuando sirvió al Emperador del
Sacro…
—Ahora no, doctor Flückinger, no es el momento
más adecuado para eso —interrumpió Günther al
doctor alemán con cierta desesperación.
—Señores, colegas —dijo Flückinger poniéndose
en pie y señalando los documentos que tenía en la
mesa, ignorando el comentario de su amigo—. No
podemos obviar la información que hemos
recibido sólo porque no coincide con las ideas
establecidas que poseemos sobre el Universo y la
vida en la Tierra. No es la primera vez que oigo
mentar a dioses oscuros, antiguos, malignos y muy
poderosos que acechan a la Humanidad desde
tiempos remotos, ni sobre muertos vivientes o
antiguos sacerdotes que mediante métodos arcanos
lograron adquirir conocimientos y poderes que a
nuestros ojos nos pueden parecer “mágicos”. En
las sombras de nuestras ciudades, en las
profundidades de las selvas y en lo más remoto de
los desiertos acechan criaturas y entidades que
desean nuestra caída y destrucción. No se dejen
cegar por su arrogancia al creer que la Ciencia
tiene explicación para todo de manera adecuada y
ordenada. Ponce de León nos ha legado una
información valiosa que no se debe desperdiciar.
Esos conquistadores lucharon contra algo
innombrable, contra una fuerza del Mal inmensa y
despiadada, logrando prevalecer a pesar de todo,
a costa de enormes pérdidas en vidas humanas. No
dejemos que ese sacrificio haya sido en vano.
—Me niego a seguir escuchando semejantes
tonterías… —negó con la cabeza la doctora Foster
— Doctor González, hasta el momento no ha dicho
nada, pero es necesario que de su opinión y acabe
con esta farsa. ¿Qué dice usted al respecto?
El aludido dejó de leer los informes y
levantó la vista, mirando a todos los presentes.
Flückinger continuaba de pie, y el resto de
doctores le miraban esperando con expectación
una respuesta que consideraban sería la única a
tener en cuenta, pues no había que olvidar que el
doctor González era el director del proyecto y la
máxima autoridad; al menos, que los doctores
supieran. El doctor González suspiró, entrelazó las
manos y dijo a Flückinger con voz neutral.
—Doctor, no puedo negar que el informe sobre las
crónicas de Ponce de León es cuanto menos
enigmático, mas también debe reconocer que es
muy fantasioso. No obstante, sé que usted no ha
inventado nada ni tampoco omitido información,
sino que se ha limitado a realizar su trabajo de la
mejor manera posible.
—Así es —respondió con orgullo el alemán—.
Nunca se me ocurría falsear ni inventar un trabajo
científico. La verdad debe prevalecer, aunque no
nos guste.
—Sí… —asintió despacio el doctor González—
¿Cree usted entonces en la historia que nos cuenta
Ponce de León?
—Por supuesto —se apresuró a contestar
Flückinger—, mi experiencia en asuntos
sobrenaturales, en misterios del pasado y estudios
paranormales me llevan a creer al conquistador
español. Además, Ponce de León en vida fue un
hombre honorable, no dado a fantasear, muy
respetado y conocida su honradez e integridad.
Doctor González —el tono de voz de Flückinger
se tornó muy serio, como su rostro, que pasó a
tener grave preocupación—, en nuestras manos se
encuentra un aviso muy serio que hombres del
pasado nos han legado, para advertirnos de que no
debemos bajar la guardia y permanecer alerta ante
horrores inimaginables. No se me ha dicho donde
se han encontrado las crónicas, pero no hace falta
ser muy inteligente para imaginarlo. Ustedes andan
realizando excavaciones arqueológicas en unas
ruinas de una ciudad maya que no se conocía hasta
ahora. Yo también tengo mis contactos y ando
siempre bien informado de lo que me interesa.
Ponce habla de una ciudad en ruinas, ¿no será
acaso la misma que ustedes han encontrado? Si es
así, es mejor abandonarla y dejar que la selva
vuelva a reclamar sus dominios. El Mal debe
permanecer oculto e ignorado por la Humanidad.
— ¿Pero qué locura es esta? —exclamó indignada
de nuevo la doctora Foster— ¡Abandonar las
excavaciones! ¿Está usted loco, doctor
Flückinger? Sus cuentos de niños no nos
impresionan.
— ¡No debemos abandonar el proyecto! —
protestó enérgicamente el doctor Wittman— Sería
un crimen contra la Ciencia, contra el
conocimiento, no podemos permitir que
supersticiones y miedos nos aten de manos…
—Esto es el fin… —se lamentaba el doctor
Günther mientras se pasaba la mano por el cabello
sudoroso.
—Cálmense todos, por favor —dijo el doctor
González levantando las manos en gesto
condescendiente y tranquilizador—. Todos
estamos agotados, llevamos muchas horas aquí
metidos sin parar para descansar, con la mente
abotagada. Lo mejor es que demos por finalizada
la reunión y marchemos a descansar. El doctor
Flückinger nos ha entregado su informe,
nuestros… expertos lo estudiarán más a fondo.
Nosotros debemos volver a nuestro trabajo. Esto
es todo, pueden retirarse.
Los doctores se levantaron murmurando y
hablando entre ellos, calificando de patrañas tanto
la crónica de Ponce de León como las historias de
Flückinger, encaminándose a la puerta de salida
con malhumor y prisas.
—Usted no, doctor Flückinger, quédese un
momento —pidió con educación el doctor
González. Cuando se quedaron solos, el director
del proyecto dijo al alemán.
—Gracias por su trabajo, es minucioso y se rige a
la historia que Ponce de León quiso escribir.
Como acordamos, el resto de su paga será
ingresada en la cuenta que nos dijo. La compañía a
la que represento le está muy agradecida por el
trabajo y el esfuerzo; en caso de volver a necesitar
de sus servicios, no dude de que nos pondremos en
contacto con usted.
— ¿Ya está? ¿Esto es todo? —preguntó Flückinger
alzando los brazos— ¿Qué ocurre con la historia
de Ponce de León? ¿Qué va a ser de ella? ¿La
archivarán y nunca más la volverán a hacer caso?
¿Una prueba más de que los pocos cerebros
privilegiados saben lo que mejor le conviene a la
inmensa masa descerebrada que puebla el mundo?
—Bueno, usted mejor que nadie sabe que este tipo
de información no se puede airear así de buenas a
la primera, que se necesita tiempo…
—Ahórreme las excusas, por favor, las conozco
todas. Sé que esconderán tan profundo los
documentos de Ponce de León que será como si no
hubieran existido.
—Doctor Flückinger —dijo el doctor González
muy serio—, debo recordarle que se tiene que
atener a la cláusula de silencio y de guardar
secretos que accedió a firmar cuando aceptó el
contrato con la empresa. No espero problemas de
su parte.
—Claro que no causaré problemas. Cuando firmé
el contrato lo acepté con todas sus pegas.
Guardaré el secreto, no teman —mintió con todo
descaro Flückinger, con tanta naturalidad, que ni
siquiera el más mínimo gesto por su parte le delató
—. Pero en mi opinión, cometen un error grave si
deciden ignorar el aviso que españoles de otra
época nos han dejado escrito en esos papeles.
—Bien, ya ha expuesto sus razonamientos y dado
su parecer, lo tendremos en cuenta; si me disculpa,
yo también me encuentro algo agotado, ha sido una
jornada muy larga.
—Ya… —Flückinger alzó los hombros con
resignación, conocía muy bien la mentalidad de las
personas como el doctor González, siempre
reacias a los cambios y a la verdad. Sabía que no
importara lo que dijera, no sería tenida en cuenta
su opinión, pero andaban equivocados si pensaban
que se callaría lo descubierto en las crónicas de
Ponce de León. Ahora debería guardar silencio
por un tiempo, pero se encargaría, a través de
terceras personas, de airear el secreto de la
manera adecuada. Previsor, como siempre, había
logrado hacer copias de las crónicas sin que nadie
se diera cuenta y las había enviado por fax,
codificadas en forma de cartas "normales y
aburridas" dirigidas a la familia. Saludó con la
cabeza al doctor González y se retiró a paso vivo
de la sala.
Cuando la puerta se cerró tras el estudioso
alemán, el doctor González se hundió con
desesperación en su asiento de cuero. La situación
se había complicado, pero de momento seguía bajo
control. Dudaba de que el doctor Flückinger
mantuviera el secreto de la investigación, mas eso
ya era asunto del departamento legal, no suyo. Su
trabajo era seguir coordinando y dirigiendo las
excavaciones en “Ciudad Sagrada”, mantener a
salvo la tapadera, porque en realidad, el
verdadero hallazgo era otra ciudad, otras ruinas
algo más alejadas de “Ciudad Sagrada”.
Esto, por supuesto, no lo sabía nadie del
equipo de arqueólogos de “Ciudad Sagrada”, tan
sólo el doctor González, que era el nexo de unión
entre su equipo y el que trabajaba en las
excavaciones de las misteriosas ruinas a las que se
llamaba simplemente “complejo religioso maya”.
El mexicano sintió cierta inquietud al pensar en los
increíbles hallazgos del dicho complejo, porque
cuadraban con todo lo que decía Ponce de León en
sus escritos.
Al igual que en las crónicas, el “complejo
religioso maya” se encontraba en un valle de
difícil acceso, al que se llegaba a través de un
túnel excavado por manos humanas que atravesaba
una montaña. La descripción que daba el
conquistador de la ciudad en su relato coincidía
con lo encontrado hasta el momento hasta en sus
detalles más pequeños. Y, esto era ya una prueba
más, se había encontrado el túmulo de armas y
equipo que los españoles habían dejado en la
ciudad en memoria de sus compañeros muertos.
Claro que el doctor González no creía en la
existencia de zombis, pero si todo en el relato era
verdad, ¿por qué no iba serlo también el asunto de
los muertos vivientes? Un escalofrío recorrió la
espalda del doctor González, aunque luego se
insultó a sí mismo por ser tan necio y dejarse
arrastrar por las absurdas teorías del doctor
Flückinger; zombis mayas, que cosa tan idiota.
EPÍLOGO.

En lo más profundo de la selva del


Yucatán, “Complejo religioso maya”, dos días
más tarde.

Las obras continuaban a buen ritmo, y los


especialistas habían recibido información de
primera mano sobre ciertas edificaciones y
templos gracias a las crónicas de Ponce de León.
Sabían de esta manera, por ejemplo, que el templo
principal de la plaza ceremonial poseía una
entrada en un lateral, que debía ser encontrada si
se retiraban los escombros derrumbados al
parecer por un seísmo hace un siglo
aproximadamente. Dentro hallarían un tesoro no
sólo en oro, sino también en estatuas, jeroglíficos
y una valiosa información sobre aspectos inéditos
y misteriosos de la cultura maya. Muchos expertos
opinaban que el “complejo religioso maya” bien
pudiera haber sido el nacimiento de la misma raza
maya y que la ciudad, con el paso del tiempo y por
su importancia, se hubiera convertido en un
importante centro religioso al que peregrinarían
vecinos de otras ciudades.
Por supuesto, se había encontrado también
el cenote de los sacrificios, con su repugnante agua
pútrida, posiblemente obtenida por corrientes
subterráneas provenientes del cercano río y por las
lluvias intensas. A nadie le pasó por el alto el
detalle de la escasa vegetación en las ruinas, ni
que los animales no buscaran cobijo entre las
piedras, pero circulaba la teoría de que la tierra y
el agua se encontraban contaminadas por ciertas
bacterias y de ahí que se diera tan misterioso
fenómeno. Era una teoría muy débil, apenas se
podía sostener, pero causó sensación y pronto se
olvidó el tema.
Como ya se conocían otros cenotes en otras
ciudades mayas, se sabía que en su fondo se
deberían encontrar importantes tesoros
arqueológicos, así que desde el primer momento
los esfuerzos fueron encaminados a dragar de agua
el fondo del pozo. Una vez extraído todo el
líquido, se procedió a enviar equipos
especializados con el equipo adecuado a rebuscar
en el apestoso cieno para ver que se encontraba.
Los resultados fueron tan espectaculares como
macabros. Como se sospechaba, se obtuvo
infinidad de objetos de oro y plata: collares,
pequeños ídolos, máscaras, pectorales…, y
también pequeños bloques rectangulares con
multitud de inscripciones. No se sabía que podían
ser ni cual su función, porque los símbolos
grabados en los bloques hasta el momento eran
indescifrables.
Con todo, lo más impresionante fue la
evidencia de que el pozo era un lugar donde se
realizaban sacrificios humanos. Eran cientos los
esqueletos hallados en el fondo, en completo caos,
apilados unos encima de otros, hundidos en el limo
y formando una capa de varios metros de espesor.
El número era imposible de calcular, cientos,
quizás miles, porque puede que el peso de los
huesos de arriba hundiera a los de abajo hasta
profundidades donde ya no era posible su
extracción. Los había de todo tipo: de hombres,
mujeres y niños. Algunos estaban enteros, otros
mutilados, o cráneos, o costillares, mas el horror
de lo que allí sucedió en otros tiempos sacudió
con terrible espanto a todos los componentes de la
expedición científica. Hubo un tiempo en que la
sangre humana era el más valioso de los regalos
que se podían ofrendar a los dioses, y era evidente
que en el “complejo religioso maya” la sangre
había corrido de forma abundante.
El cenote, que según Ponce de León era
conocido por los sacerdotes indígenas como la
Fuente de la Juventud, pasó a ser conocido por los
arqueólogos como el “pozo de la locura”, y nadie
gustaba de trabajar en él, chapoteando en su
asqueroso barro amasado con millares de huesos.
Circulaban mil chismes y temores sobre el pozo,
como extraños sonidos acuosos que no se sabía de
donde provenían, corrientes de aire que tiraban los
soportes de los equipos o que no se podía trabajar
más de cuatro horas seguidas antes de que a uno le
faltara el aliento y cayera desvanecido, aunque se
decía que más bien todo era el producto del horror
y la certeza de saber que allí se habían practicado
infames sacrificios humanos de forma masiva. Una
imaginación hiperactiva podía ocasionar serias
jugarretas.
Aún así, el que más o menos esperaba que
tarde o temprano algo iba a suceder en ese
siniestro cenote, algo malévolo, aunque no
supieran decir el que, tan sólo era una certeza.
Pero el accidente no ocurrió en el pozo, sino en las
excavaciones en el templo principal. Bajo las
indicaciones del doctor González, se procedió de
manera prudente a retirar escombros de un lateral
de la pirámide escalonada, justo allí donde Ponce
de León decía que existía una entrada al interior de
la inmensa construcción, donde se levantaría una
sala, se hallarían los tesoros y las dos entradas al
inframundo sagrado maya. Con equipos adecuados,
pequeñas máquinas excavadoras y, sobre todo,
tirando de músculo, se fueron retirando las
piedras, hasta dejar al descubierto el pasadizo.
Mas no fue que entrara un arqueólogo al
túnel cuando la sección del techo se vino abajo
sepultando al infeliz y causándole la muerte. Por
toda la excavación cundió la alarma y se activaron
los medios de seguridad y los equipos médicos,
pero aunque se logró rescatar al trabajador, nada
pudieron hacer por salvarle la vida. Todos los
componentes de la expedición científica se
congregaron alrededor del fallecido, tristes y
abatidos, pues era un colega el que había
fallecido, por eso nadie se dio cuenta de un
curioso detalle que ocurrió en el fondo del pozo de
los sacrificios.
Primero fue un pequeño temblor, que pasó
desapercibido, y después el repugnante y apestoso
cieno comenzó a burbujear levemente, causando
pequeñas burbujas que hicieron moverse de
manera siniestra y ominosa los numerosos restos
humanos que allí se acumulaban, como si tuvieran
vida propia…
FIN
de
Apocalipsis maya; con zombis.

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