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APOCALIPSIS
MAYA;
con zombis
Escrito por: Juan Carlos Sánchez
Clemares.
El autor.
CAPÍTULO 1
En la actualidad, en algún lugar de la
selva en el interior de la península del Yucatán,
México; recién terminada la temporada de
lluvias.
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Primera parte:
La búsqueda de la
Fuente de la
Inmortalidad
CAPÍTULO III
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CAPÍTULO VI
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CAPÍTULO VIII
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Pasada ya la tarde se decidió parar para
pernoctar en un claro en la densa jungla. Aunque
todavía faltaba para que comenzara a anochecer, el
descubrimiento de un ancho arroyo cercano hizo
que fuera buena idea el detenerse allí; sería
sensato llenar cantimploras, calabazas y lavarse un
poco, pues luego no se sabría si más adelante se
toparía con agua limpia y fresca. Los españoles
organizaron las tareas, creando dobles guardias y
enviando a los tamemes al río para que limpiaran
ropas, cacharros y rellenaran odres; varios
soldados marcharon para vigilar a los criados,
pero otros lo hicieron para lavarse un poco,
porque entre la marcha, los sudores, el calor y las
batallas, algunos conquistadores hedían que daban
asco.
En el claro se quedaron otros para ser
atendidos por Pedro Velázquez el mantecas y un
par de curanderos indios, porque raro era el
español que no había sufrido una picadura de
insecto o sufrido una laceración o ampollas al
rozar ciertas ramas con espinas u ortigas. Dos
españoles presentaban mordeduras de serpiente,
aunque no se temía por sus vidas, ya que los
reptiles no eran venenosos, tan sólo atacaron al ser
molestados por los humanos. Pero un tameme sí
había muerto víctima de una mordedura de
serpiente, cayendo al suelo entre movimientos de
agonía y soltando espuma por la boca. No se pudo
hacer nada por el indio, el veneno era tan potente,
que para cuando Velázquez ya se había acercado al
infeliz para rajarle la herida y extraer el veneno ya
había fallecido. En otro momento de la marcha,
una prueba más de lo mortal que era la selva, en la
retaguardia donde marchaban los criados, una
fiera, posiblemente un jaguar, atacó a un tameme
con la intención de llevárselo para devorarlo en su
guarida. Si no lo hizo fue porque Villafaña y sus
compañeros ahuyentaron a la bestia a base de
pedradas y lanzadas. No obstante, el indio sufrió
heridas de garras y tuvo que ser atendido por el
siempre amable y solícito mantecas; fray Martín
ayudaba en las tareas de sanar y atender a los
heridos con diligencia y fervor.
No todo eran malas nuevas para la
expedición. Por fortuna, el tiempo, a pesar de ser
caluroso, no era en absoluto bochornoso, e incluso
los niveles de humedad eran más bajos de lo
normal, aunque se seguía sudando mucho y se
corría el riesgo de que las armas y las armaduras
se oxidaran a pesar de estar pintadas de negro y
untadas de grasa. Al menos los insectos no eran tan
voraces ni marchaban en nubes. Peñate, además,
había conseguido alancear un venado enorme que
sería comido en la cena para deleite de los
españoles, que esa noche variarían algo el menú.
Ignacio Díaz era el que más suspiraba de emoción
ante la idea de comer carne recién cazada asada a
la piedra, pues siendo de buen comer, mucho sufría
con las insulsas y magras raciones de marcha. No
obstante, el que más comió y disfrutó del venado
fue el come ogros, tanto por ser él quien lo
abatiera, como por su legendario y voraz apetito.
En el arroyo, de claras aguas algo rápidas
que llegaban casi hasta la rodilla, nadaban
abundantes peces, y los indios los pescaron a
decenas para asarlos también para la cena. Otros
siervos se dedicaban a limpiar cacharros, ropas o
el equipo, y otros en rellenar odres, cantimploras y
pequeños barriles. Varios soldados vigilaban a los
tamemes, aunque en realidad estaban atentos a la
selva y a los peligros que surgieran de ella, ya que
los indios se encontraban bajo su responsabilidad
y era su deber protegerlos de todo mal, ya fuera de
otros indios o de fieras y alimañas. De la Vega y
un grupo de castellanos aprovecharon para
quitarse ropas y arroyo arriba se dieron un rápido
baño y luego limpiaron lo buenamente que
pudieron sus vestimentas, que a estas alturas de la
marcha casi parecían harapos debido a los rotos y
desgarrones producidos de caminar entre la selva.
Zyanya se encontraba con un grupo de
tamemes, limpiando la ropa de los españoles,
metida hasta las rodillas en el agua fría, que bebió
a manos llenas pues era clara y muy limpia.
Deseaba darse un baño, pero no quería hacerlo
estando rodeada de tantos hombres, así que
decidió esperar un poco a que se fueran
marchando los criados poco a poco. Cuando ya
apenas quedaban unos pocos indios y los
centinelas estaban atentos a otras cuestiones,
Zyanya anduvo un poco por el arroyo hasta llegar
detrás de unos matorrales en la orilla que le
servirían de protección. Se quitó la túnica del
pecho y la de la cintura, quedando en un escueto
taparrabos que apenas cubría sus vergüenzas por
delante. Con una sonrisa, se hundió en el agua
dejando que la corriente se llevara el sudor y la
suciedad. Con fango del lecho se frotó la piel con
ganas. La muchacha estuvo así un rato, cuando se
dio cuenta de que prácticamente estaba sola. Los
tamemes no estaban, quizás uno o dos atareados en
sus deberes, pero de los españoles ni rastro. Era la
oportunidad que estaba esperando. ¿Qué le
impedía nadar corriente abajo entre los matojos y
adentrarse más adelante en la selva? Quedaba
cercana la puesta de Sol y los soldados no saldrían
a buscarla en la noche. Para evitar los peligros de
la jungla, podría subir a un árbol y esperar a que
amaneciera; luego marcharía a la aldea. Decidió
seguir como que se bañaba y dejar que la
oscuridad se fuera haciendo mayor.
Lo que no sabía la india es que estaba
siendo vigilada por Gutiérrez de Salamanca, que
no perdía detalle de cuanto veía. El muchacho se
encontraba a unos diez pasos de la joven, oculto
tras unas espesas zarzas, mirando con deseo el
hermoso cuerpo moreno de la mujer. Aburrido de
no poder hacer lo que quería, robar o estafar al
prójimo, Gutiérrez se había acercado al río con la
esperanza de encontrar algo con lo que matar el
tiempo hasta la hora de la cena, y se fijó en que
Zyanya se retiraba con discreción a unos arbustos
en la orilla, la siguió y, con la boca abierta, se fijó
en como la india se desnudaba casi del todo para
bañarse. A Gutiérrez las indias le parecían feas,
gordas y espantosas, pero debía reconocer que
Zyanya era distinta, mucho más hermosa y sensual.
Su cuerpo, esbelto, joven y firme le atraía, junto
con sus pechos grandes y prietos. El pelo de la
india, negro y liso, se le pegaba mojado a la
espalda mientras se sumergía y salía del agua.
Gutiérrez sintió como el miembro viril se le
endurecía y se lamió los labios con ansiedad; que
espectáculo.
Zyanya, por su parte, siguió bañándose
hasta que creyó que era el momento de darse a la
fuga. Salió despacio de los arbustos, siempre sin
salir del agua, pero se detuvo porque en la orilla
estaban tres soldados que la miraban con sonrisas
burlonas y lujuria en los ojos. Que necia había
sido, se reprochó la joven, creer que no estaría
vigilada, y lo peor, conocía lo suficiente a los
hombres para saber que estos querían utilizarla
sexualmente.
— ¿Qué tenemos aquí? —dijo uno de los
conquistadores, un rufián de nombre Alonso de
Soto — ¿Qué hace una india como tu sola?
Por supuesto, Zyanya no entendió nada de
lo que dijo Soto, pero ni falta que le hacía. Se
echó con rapidez a un lado para coger sus ropas y
cubrirse, mas no pudo hacerlo porque uno de los
hombres fue más veloz y se metió en el agua,
interceptando su paso. Soto se echó a reír de
manera desagradable y dijo.
—Ah, no, preciosidad, no te vas a vestir. Guarra,
nos provocas y ahora pretendes dártelas de dama,
¿eh?
—Vive Dios, Soto, que es la india del capitán de
la Vega —dijo el tercer hombre con nerviosismo y
mirando al campamento por si les descubrían—.
Como se entere que nos metemos con su criada nos
fulmina.
— ¡Me cago en la puta que parió al capitán ese! —
escupió con desprecio Soto— Ahora no está aquí,
y aunque así fuera, somos tres, ¿no?
—Pardiez, ni que fuéramos cinco, ¿es qué no has
visto luchar a ese hombre?
—Vamos, Grado —replicó con una risotada el
soldado que se encontraba junto a Zyanya en el
agua—, no tengáis tanto miedo. La india no se
puede chivar, ¿verdad, hermosa? —le cogió del
pelo mojado y se lo acarició. La india se zafó con
violencia y miró con furia al español, pero este ni
se inmutó y continuó riendo y mirando con lascivia
los pechos húmedos de la muchacha.
Soto se metió en el arroyo y atrapó por el
brazo a Zyanya, para sacarla del agua, y la echó al
suelo con violencia. Gutiérrez, desde su escondite,
lanzó varias maldiciones en voz baja. Soto y sus
matones, todos fueron enrolados por Peñate, le
habían frustrado el espectáculo de contemplar a la
muchacha en su desnudez. En fin, ya no pintaba
nada por allí y con un encogimiento de hombros se
marchó al campamento dejando a Zyanya
abandonada a su destino en manos de villanos.
La muchacha intentó ponerse en pie, pero
Soto se echó encima de ella con risotadas mientras
le metía mano en sus partes. El otro soldado
también salió del agua y reía, mientras que el
tercero no quería saber nada y se alejó un par de
pasos, temeroso de que les descubrieran.
—Por Dios, Soto, como a la india le dé por gritar
estamos aviados.
— ¡Ja, ja, ja! Esta puta va a gritar de placer,
Grado —replicó Soto mientras se esforzaba por
quitarse los pantalones.
Zyanya luchaba con desesperación, pero no
podía superar la increíble fuerza de los hombres
blancos, porque no solamente eran más altos que
los indios, sino también más fuertes. El rancio
aliento de Soto le producía arcadas, resistiéndose
a gritar, para evitar dar esa satisfacción al bellaco,
pero, o lo hacía, o sería violada y quién sabe si
luego asesinada para que no pudiera denunciar a
sus atacantes. Soto prácticamente ya la tenía
dominada, le faltaba abrir las piernas de la india, y
ya reía anticipándose al placer que iba a sentir
penetrando con salvajismo el esplendido cuerpo
de la muchacha.
— ¿Qué ven los atentos ojos del siempre vigilante
Díaz? ¿Acaso a unos rufianes que pretenden abusar
de una indefensa dama? —Díaz apareció detrás de
unos árboles con una rama a un hombro de la que
colgaban cuatro pescados recién sacados del
pequeño río— No sé vuases mercedes, pero si
dejan de inmediato lo que están haciendo, el
poderoso Díaz hará como que aquí no ha pasado
nada.
— ¡Díaz! ¡Feria mi ánima! —rugió Soto con
frustración mientras se ponía en pie rápidamente y
se subía los pantalones— ¡Largaos, loco! Aquí no
pintáis nada.
— ¿No, eh? —replicó Díaz dejando caer la rama
con los pescados y echando mano de la espada—
Díaz el galante no se marchará dejando a una dama
en apuros en vuestras puercas manos.
—No es una dama, es una puta india —dijo el
segundo soldado con desprecio, poniendo a su vez
la mano en el pomo de su arma.
—Que os larguéis, tarado —volvió a repetir Soto
rechinando los dientes y sacando una daga—, o
juro por mi madre que os mato aquí mismo.
—Compañeros, con esto no solucionamos nada —
se quejó Grado—, bastante malo ya es causar
agravio a la india del capitán de la Vega como
para meternos ahora con un amigo del come ogros.
—Grado, cobarde, cerrad la boca. O estáis con
nosotros, u os marcháis —respondió con dureza
Soto. Luego miró con odio a Díaz—. Por última
vez, iros y no os pasará nada.
Zyanya desde el suelo, encogida y
tapándose sus partes intimas con las manos,
miraba a Díaz. No entendía nada de lo que decían
los españoles, pero estaba claro que el hombre
regordete pretendía ayudarla y los otros
intimidarle para que no lo hiciera. La muchacha
miró a Díaz con ojos lastimeros, suplicando ayuda
y que no la dejara en manos de esos bellacos.
Díaz, viendo a la pobre india, dio un par de pasos
hacia delante, con la espada en alto, encarándose
con Soto y diciendo con alegre carcajada.
—Vuestras amenazas no surten efecto, compadres,
porque Díaz está acostumbrado a vérselas siempre
con numerosos oponentes. Caeréis ante su hoja
como el trigo maduro ante la hoz. ¡En guardia!
Díaz pretendió dar una estocada,
avanzando unos pasos, pero pisó en piedras
mojadas al borde del arroyo y resbaló
estrepitosamente, yéndose al agua para pasmo de
los soldados, sobre todo de Zyanya, que no podía
creer lo que estaba viendo. Soto, superado el
estupor de ver caer a Díaz, echó a reír
salvajemente y se metió a toda prisa en el agua,
antes de que Díaz se pudiera poner de pie. Le
agarró del brazo armado y se lo retorció con saña.
Díaz gritó de dolor y no tuvo más remedio que
soltar la espada.
—Os lo advertí, necio, ahora lo vais a pagar caro
—dijo Soto mientras intentaba rajar el cuello de su
oponente.
—Yo que vos no lo haría, hijo de una gran cerda.
— ¡El capitán de la Vega! —gritó con espanto
Grado ante la presencia del enorme capitán.
El capitán se encontraba de pie, armado
con la espada en una mano y la daga en la otra, con
armadura de algodón india colocada, sin casco,
pero preparado para la lucha. A su lado se
encontraban Valenzuela, Guerrero y dos soldados
más, todos con las armas dispuestas, los rostros
ceñudos y dispuestos a dar guerra en cuanto de la
Vega se lo pidiera. Grado retrocedió varios pasos,
intentando marcharse, pero Valenzuela se le puso
en medio. El compañero de Grado ni se movió, ni
hizo amago de intentar ofrecer resistencia. Soto,
por su parte, lanzó una terrible maldición, aunque
no soltó su daga, sí a Díaz, quien se alejó del
rufián chapoteando y tosiendo, pues había tragado
agua.
— ¡Mi espada! —gritaba Díaz dando manotazos al
agua— ¡La espada del poderoso Díaz! ¿Dónde
está?
De la Vega ordenó a Guerrero que buscara
el arma de Díaz y ayudara a este a salir del agua.
Luego miró a Zyanya y enseguida comprendió que
era lo que estaba pasando. El capitán entrecerró
los ojos con odio y la cara se le tornó roja de
rabia. Evitando a duras penas gritar de la cólera
que sentía, preguntó en náhuatl a la india.
—Muchacha, ¿estos perros os han violado?
—Ese estuvo a punto de hacerlo —señaló con la
barbilla a Soto, inmensamente aliviada de
contemplar a de la Vega con sus hombres—. Si no
lo consiguió fue gracias al hombre gordo que
apareció justo a tiempo de ayudarme. En cuanto a
los otros dos, uno no quería y el otro no lo sé,
quizás me hubiera violado después.
—Comprendo… —de la Vega se dirigió ahora a
Soto—. Bellaco, rufián, vais a pagar muy caro lo
que habéis hecho.
—Ahorraos las amenazas para a quien les asuste,
capitán —replicó muy altanero Soto y con una
sonrisa de suficiencia—. Nada he hecho de lo que
me tenga que lamentar. Soy soldado de España, así
que haréis bien en tratarme con respeto.
— ¡Canalla! ¿Vais a negar que habéis intentado
violar a esta mujer?
— ¡Es una zorra india! ¡Se bañaba desnuda y nos
andaba provocando! Me acerqué para cortejarla y
nos insultó. De Soto no se ríe una mujer y menos
una india.
— ¿Pero qué historia me estáis largando, bellaco?
—de la Vega hizo amago de ir al arroyo para
atravesar con la espada el pecho de Soto, pero
Valenzuela tomó del brazo a su capitán y amigo y
le dijo.
—Teneos, capitán, no podéis entrar así como así a
matar. Recordad lo que pasó con Peñate.
— ¡Este cerdo no se va a escapar sin su justo
castigo! —gritó de la Vega.
—Y no lo hará, voto a Dios, pero mejor ir con el
pleito a Ponce, este os escuchará y atenderá
vuestras peticiones.
De la Vega miró a Valenzuela y pareció
meditar en las sensatas palabras de su compañero.
El rostro recobró su color normal, pero el brillo
de furia de sus ojos verdes no hacía sino aumentar.
—Está bien —reconoció el capitán—, razón no os
falta, pero me temo que el gobernador poco hará
por este insulto a mi honor. ¡Soto! ¡Sois un
cobarde, un hijo de puta de baja ralea, que
pertenece a una escoria de familia! Si estos graves
insultos no fueran suficientes, añado que además
sois ladrón, mentiroso y blasfemo, amante de
cabras y sodomita.
Soto sintió palidecer ante los tremendos
insultos que estaba escuchando hacia su persona y
su familia, y supo que era lo que deseaba
conseguir el capitán con tal actitud. No le hacía
maldita la gracia, porque de la Vega era el mejor
espadachín de la expedición, no, de todo el
condenado ejército de Cortés, pero se encontraba
atrapado tanto por su honra como por su honor. Un
soldado, un español, no podía dejar pasar ofensas
tan graves sin dar justa respuesta, respuesta que no
podía ser otra que un duelo formal. Soto,
guardando el cuchillo en la vaina que pendía del
cinturón, respondió con la voz quebrada por la ira.
—No puedo creer lo que estoy escuchando.
Semejantes insultos sólo se pueden dirimir con la
sangre. Exijo una satisfacción, por Cristo
crucificado.
—Y la tendréis —replicó de la Vega con salvaje
sonrisa—. Os reto a duelo, antes de que
anochezca, buscad vuestros testigos. Zyanya,
vístete de inmediato y vete al campamento.
La muchacha hizo lo que le ordenara de la
Vega, marchando a los arbustos donde tenía sus
ropas. Se vistió lo más rápidamente que pudo,
pero antes de irse, se acercó hasta Díaz, que se
encontraba en la orilla farfullando e intentar
escurrir su ropa mojada. La india se quedó
mirando al castellano y este le devolvió una
curiosa mirada. Zyanya le acarició levemente la
mejilla y Díaz hinchó el pecho con orgullo,
satisfecho de haber cumplido con su deber. Se
acarició con hidalguía la empapada barba y lanzó
un par de suspiros.
De la Vega también alabó el valor de Díaz
con un apretón de manos y en silencio, sin dar la
espalda a Soto y sus compinches, marchó al
campamento seguido de Valenzuela y el resto de
soldados. Una vez allí, habló con Ponce y Peñate
de lo sucedido y el porqué se había visto obligado
a retar en duelo a Soto. El come ogros lanzó una
gran carcajada, pero el gobernador se molestó
muchísimo por los acontecimientos sucedidos en
el río.
—Válgame Dios, capitán de la Vega —dijo Ponce
—, esto es de locos. No podemos permitirnos el
andar peleando entre nosotros. Cada soldado nos
es imprescindible.
—Señor, comprendo lo que me mentáis —se
defendió con cortesía de la Vega—, pero no se
puede pasar este crimen…
—La india no fue violada, por lo tanto no hay
crimen.
—Señor, si no fue mancillada fue por la oportuna
aparición de Díaz, que, no olvidemos, casi paga
con su vida tal honrosa acción. Soto ha ido
demasiado lejos, porque no solamente ha
intentando violar a una criada que me pertenece, a
la que debo protección, sino que al hacerlo ha
manchado mi honor y el de mi familia. Atacar a mi
india es atacar a mi persona, hidalgo de reputado
nombre, capitán de los ejércitos del Rey, ¿os debo
recordar el nombre de mi padre y el de mi abuelo?
—No hace falta, pardiez —exclamó Ponce
pasándose la mano por la cara para quitarse los
sudores que ya le caían por la frente y los cabellos
por el enfado que sentía—. Permitidme hablar a
solas con vos un momento —el gobernador miró a
Peñate y este, con cara de fastidio, se retiró varios
pasos, a una fogata, para ver qué era lo que se
cocía en una perola—. Capitán de la Vega —
continuó hablando Ponce una vez que los dos
hombres se quedaron solos—, comprendo vuestro
punto de vista, pero comprended vos el mío. Soto
es un canalla, no lo niego, y en otro momento le
mando ahorcar, pero ahora necesito de su espada.
—No puede ser, mi honor está por encima de tales
necesidades.
—Con Peñate en Xoltchi entrasteis en razón. ¿Por
qué no hacerlo ahora?
—Señor, lo de Peñate fue distinto, dado que es
capitán y su muerte pudo causar el fin de la
expedición. Pero no ha sido olvidado su asunto
que plantearé a su Excelencia Hernán Cortés en
cuanto estemos de vuelta en Tenochtitlan. Allí os
concedí favor, porque al fin y al cabo yo mismo
perdí la cabeza y la pobre india era una esclava
entregada para dar placer sexual. Pero Zyanya es
mi criada, cuando la tomé prisionera en su aldea
adquirí no únicamente botín, sino también
responsabilidades. Un hidalgo, un español
cristiano temeroso de Dios, protege a sus vasallos,
no puede ser menos. Además, favor a vuase
merced, no maté al cochino en el arroyo, sino que
lo reté a duelo legal y justo. Nadie podrá
reprochar nada sea cual sea el desenlace del
duelo, ni siquiera los amigos de Soto. En esto no
doy mi brazo a torcer.
—Sea —suspiró resignado Ponce mirando a los
ojos del capitán, donde se veía resolución, coraje
e indignación—. Que acabe el trámite cuanto
antes.
De la Vega saludó con respeto y se marchó
a grandes zancadas para prepararse para el duelo.
Peñate se acercó a Ponce con un trozo de carne
asada de venado en la mano que comía dando
enormes bocados.
— ¿Se baten o no? —preguntó con la boca llena.
—Se baten; por Dios, espero no perder al capitán
en un duelo, Cortés no me lo perdonaría.
— ¡Jo, jo, jo! —rió el come ogros soltando
trocitos de comida por la boca— Estaos tranquilo
por eso. Lo siento por Soto, pero ya podemos
enterrarlo dentro de unos momentos. Gobernador,
habéis perdido un soldado, no un capitán.
— ¿Tan seguro estáis del resultado del duelo?
—Odio a de la Vega, lo reconozco, pero no quita
que le respete. ¿Le habéis visto luchar y aún así
preguntáis? Es Aquiles redivido, os lo aseguro.
Matará a Soto sin esforzarse, ja, ja, ja…
Por todo el campamento cundía una febril
actividad. Enterados los castellanos del duelo
entre Soto y de la Vega, cada cual contaba la
historia según se la habían relatado o dando su
particular visión, añadiendo embustes o
exageraciones. Unos y otros se posicionaron pero,
en general, el capitán salió ganando, porque la
inmensa mayoría de los españoles se pusieron de
su lado. Valenzuela comenzó a organizar apuestas
por el resultado de la contienda y enseguida los
maravedíes y los objetos de valor se movieron de
un bolsillo a otro o de diferentes saquillos. Soto ya
había elegido a dos testigos, mientras que de la
Vega hacía lo propio con los suyos; los elegidos
fueron Valenzuela y Díaz. El capitán se armaría
con espada y daga, sin ningún tipo de protección,
como se estipuló con los testigos de Soto.
Zyanya, desde su estera, al lado de la del
capitán, ayudaba al tameme a preparar la cena,
pero no dejaba de quitar la vista a de la Vega y sus
compañeros, que hablaban entre ellos con rostros
serios, muy graves. La muchacha se preguntaba
que estaba ocurriendo y que andaría pasando por
todo el campamento para que los ánimos
estuvieran tan caldeados. Claro que su intento de
violación tenía que ver, razonaba, pero lo de ahora
no lo comprendía. Quizás podría preguntárselo al
indio sirviente personal del capitán, mas no lo
hacía porque le parecía que era rebajarse el
preguntar a un mero esclavo. No fue hasta que vio
al capitán afilar sus armas con una piedra que no
se dio cuenta de lo que sucedía.
Entre los hombres de su aldea se daban, de
vez en cuando, casos en que dos guerreros o
cazadores se disputaban la misma mujer, o uno
había ofendido gravemente a la esposa de otro, y
esas disputas se solían solucionar o bien con la
intervención de Na Can San, o con una lucha, las
más de las veces. ¿Los españoles solucionaban
esos conflictos de la misma manera? Eso parecía,
claro que con su furia y tremenda violencia en el
combate, seguramente el duelo sólo podría acabar
con la muerte de uno de los dos contendientes.
Zyanya se sintió angustiada por ese pensamiento,
no supo explicar porque, pero viendo a de la Vega
terminar de preparar su equipo, no quiso que nada
malo le pasara al español que, al parecer, iba a
luchar por ella.
Fray Martín se acercó para hablar con de
la Vega, intentando hacerle ver lo errado de un
duelo y de que el Señor no estaría contento con lo
que se pretendía hacer. El capitán, con amabilidad
y firmeza, respondió al fraile que cuando el honor
y la honra estaban por en medio, nada se podía
hacer. Fray Martín, viendo que nada lograba a
pesar de sus argumentos, al menos pudo confesar
los pecados del capitán y darle la absolución, por
si las cosas le venían mal dadas al soldado.
Llegado el momento de partir hacia el lugar del
duelo, un poco apartado del campamento, en un
pequeño claro, de la Vega miró a Zyanya. La
muchacha se sintió nerviosa e intentó acercarse al
hombre, pero no se movió del sitio; de la Vega la
saludó con una ligera inclinación de la cabeza y la
dedicó una cálida sonrisa.
La joven vio partir a de la Vega escoltado
por sus dos testigos, mientras el resto de
castellanos se ponían en pie para saludar
respetuosamente al paso del capitán. Una vez que
se adentraron en la selva, Zyanya volvió a centrar
su atención en la comida, pero lo dejó tras un
instante y, furiosa, fue a sentarse en la estera. El
tameme no dijo nada, apenas tenía iniciativa y sin
instrucciones de su señor no haría nada, y porque
no sería él quien le dijera algo a la india que más
que mujer parecía una fiera. Zyanya insultó a los
españoles, les maldijo tenazmente, mas quien se
llevó todos sus insultos fue de la Vega. Zyanya le
odiaba, escupía en su blanca piel, no le importaba
que le mataran ¿Quién le mandaba defender su
honra como mujer? Allá él si terminaba herido o
muerto, que a ella poco le importaba. Aunque si
Zyanya se encontraba tan furiosa, era porque en
verdad sí le importaba lo que le pudiera pasar al
capitán.
El tiempo fue transcurriendo lentamente
mientras el Sol terminó por ocultarse tras las
espesas copas de los árboles y la selva vibraba
con el sonido de cientos de animales, pájaros en su
mayoría, que no dejaban de gritar, aullar o piar.
Los españoles y los indios comían del asado de
venado y de los pescados tomados del pequeño río
que se cocían a la piedra soltando un apetitoso
olor que impregnaba todo el campamento, mas los
hombres comían en silencio, con apenas sordos
murmullos, inquietos, preguntándose por el
resultado del duelo. Ponce y Peñate aparentaban
indiferencia y tranquilidad, aunque sólo en el caso
del gigante era verdad. El gobernador se
encontraba nervioso, no sabía que pensar de todo
esto. Zyanya, a medida que iba pasando el tiempo,
también se mostraba más nerviosa, no dejaba de
lanzar miradas a la selva por donde de la Vega
había desaparecido. Se decía una y otra vez que no
le tenía que importar la suerte de un enemigo que
había colaborado en masacrar a su pueblo, pero su
preocupación indicaba todo lo contrario.
El aviso de un centinela puso en pie a
todos los soldados, que miraron de inmediato a un
punto determinado. Zyanya, con el corazón
desbocado, se puso en pie de un salto, intentando
localizar con cierta ansiedad al capitán. De la
Vega apareció al momento junto con Valenzuela y
Díaz, los tres hablando animadamente entre ellos,
pero con los rostros serios y ceñudos; detrás
venían los dos testigos de Soto, con las cabezas
gachas y portando las armas y los objetos
personales del soldado, que pasarían a su familia
o amigos si no la tuviera. Fray Martín cerraba el
grupo, pues había marchado al duelo para asistir al
derrotado en su hora final. Unos y otros se
agolparon alrededor del capitán y sus compañeros,
y las felicitaciones y las palmadas en las espaldas
se sucedieron, pues mientras que Soto apenas
gozaba de simpatía entre la tropa, no ocurría lo
mismo con de la Vega, que era apreciado por casi
todos, incluidos los conquistadores de “tercera”,
que veían en la valentía del capitán, en su destreza
con las armas y su honor hidalgo un modelo a
seguir y respetar. Sabido el resultado del combate,
fue el momento de cobrar las apuestas, aunque los
vencedores poco cobraron ya que las apuestas a
favor del capitán de la Vega fueron mayoría.
De la Vega se acercó hasta la hoguera
donde Ponce y Peñate, asistidos por criados,
cenaban. El capitán saludó al gobernador con una
ligera inclinación de la cabeza, no hizo falta más
información. Ponce devolvió el saludo, mientras
que Peñate sonreía. De la Vega marchó entonces a
su lugar en el campamento y se sentó con un
resoplido en la estera, al lado de Zyanya. La
muchacha pudo apreciar que el sudor perlaba el
rostro del castellano y que la manga derecha de su
camisa, en otros tiempos blanca, presentaba un
corte y manchas de sangre; el hombre había sido
herido.
—Mujer —dijo el capitán con la voz ronca—,
dadme agua y algo de comer, vive Dios, me
encuentro agotado por hoy.
Zyanya se apresuró a obedecer, trayendo
agua y un par de pescados asados en un cuenco,
que puso a los pies del soldado. De la Vega se
estaba levantando la manga de la camisa,
mostrando un corte largo en el antebrazo, no muy
profundo, pero de donde manaba sangre sin cesar.
La india se arrodilló ante el español y cogió el
brazo para examinar la herida, se levantó y fue a
buscar agua y trapos con que limpiarla. Pedro
Velázquez el mantecas acudió con una sonrisa
hasta donde el capitán para ofrecer sus servicios.
—Veamos que tenéis ahí, capitán —dijo el obeso
curandero con buen humor—. Hum, nada serio,
pero mejor será cortar la hemorragia e impedir
que se infecte la herida.
—Me temo que con hierro al rojo —gruñó de la
Vega bebiendo un largo trago de agua.
—No hace falta ser tan drástico hoy; con coser
bastará. Luego untamos un poco de grasa y en unos
días como nuevo. Es una herida limpia, no os va a
afectar en nada, ni tan siquiera en el manejo de la
espada; sólo molestias.
—Demos gracias a Dios por la merced.
Zyanya llegó con un odre de agua y varios
trapos, asistiendo a Velázquez que, con hilo y
aguja, cosió la herida al capitán con experiencia y
rapidez. De la Vega no pronunció ni un solo
quejido durante toda la operación, acostumbrado a
padecimientos más horribles que ese. En concreto,
ya le habían aplicado tres veces hierros al rojo
para curar otras heridas, y eso sí era sufrir. Se
limitó a comer y beber, mientras miraba a la
muchacha india que limpiaba la sangre y pasaba
trapos limpios al mantecas. Zyanya no prestó
atención al capitán, hasta que Velázquez terminó,
vendó la herida y se marchó silbando una
cancioncilla popular. La joven entonces miró a de
la Vega, aunque no dijo nada. El capitán tampoco,
solo sonrió. La india se sintió turbada ante el
escrutinio del castellano, un poco tímida, y se
enfadó por ello, así que bufó irritada y se tendió en
la estera. De la Vega lanzó una carcajada,
diciéndose que Zyanya era muy hermosa, aunque
algo rara. El brazo comenzó a dolerle cada vez
más, a medida que el ardor de la lucha se iba
desvaneciendo de su cuerpo y los músculos se
enfriaban y relajaban. Bueno, el dolor no le iba a
impedir dormir, aunque no se encontraba con los
ánimos alegres precisamente. Matar a un español,
aunque fuera un bellaco como Soto, siempre le
producía tristeza. Mientras se tumbaba y tapaba
con la manta, intentando descansar, pensó que
Zyanya realmente era muy hermosa y sensual y que
había tenido suerte al tomarla como botín.
CAPÍTULO XII
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