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Hace mucho tiempo que se habla en Colombia de crisis ética, de pérdida de valores,
de invasión de lo público y lo político por una cultura, o mejor una anti-cultura de
corrupción extrema; de aceptación o tolerancia del crimen sin reacción social alguna;
de pérdida de elementales parámetros éticos en el enjuiciamiento de los conflictos.
Particularmente las evaluaciones del gobierno que terminó (2002-2008) enfatizaron
con repugnancia la generalización del “todo vale” que imperó en las grandes
políticas del Estado.
Algunos de los síntomas de esa crisis ética, sin ser exhaustivos ni mucho menos, son
éstos:
Hay un bloqueo que impide que la realidad social penetre en la conciencia social.
Multitud de tragedias y dimensiones de esas tragedias; de interrogantes e
inquietudes que todo esto suscita, no tienen permiso para entrar en lo que llamamos
“conciencia social” o “conciencia de la sociedad”.
Eric Fromm nos hizo caer en cuenta de que existen unos filtros que controlan lo que
de la realidad puede pasar a la conciencia de la sociedad. Y mientras más conflictiva
e irracional sea una sociedad, esos filtros son más espesos y rígidos. Esos filtros son
los mecanismos a través de los cuales una sociedad (estructura, modelo) trata de
conservarse y defenderse de lo que amenaza cambiarla o desintegrarla. Y esos filtros
son dogmas, inscripciones que llevamos grabadas en los comportamientos y
maneras de pensar con que la sociedad nos marca y condiciona y que proyectamos
en el entramado cultural; son preconceptos o prejuicios escoltados por el miedo a ser
diferentes del rebaño nacional; miedo que se refuerza cuando las diferencias son
castigadas con estigmatizaciones sociales e incluso judicial y penalmente y hasta
militarmente.
Algunos de esos filtros los podemos tematizar en prejuicios como éstos, los cuales, la
mayoría de las veces, obran en niveles inconscientes o semi-conscientes:
• Los pensamientos, las propuestas y los sueños de los pobres son siempre
peligrosos; siempre esconden algo subversivo y desestabilizador.
• Hay que deplorar las violaciones de los derechos humanos pero con
moderación, sin deslegitimar del todo a los victimarios y sin legitimar del
todo a las víctimas.
• Hay que defender el valor de la democracia pero formalmente, sin que ello
vaya a implicar la participación en el poder de las capas excluidas, pues
por algo están excluidas, y sin que ello implique que todo el mundo se
pueda expresar por los medios masivos de comunicación ni que elijan a
quienes defiendan realmente sus intereses y derechos.
• Hay que defender la justicia, pero sin que ello implique que se gaste
prioritariamente el presupuesto en solucionar necesidades básicas de los
pobres pues eso arruinaría económicamente al país y no habría cómo
sostener las burocracias y las clientelas.
• No hay que dejarse traumatizar por las memorias violentas del pasado ni
dejarse convencer de que no es posible construir responsabilidades frente
al futuro sobre la base de irresponsabilidades frente al pasado. Tampoco
hay que dejarse convencer de quienes afirman que si no se defienden los
derechos de las víctimas del pasado no habría coherencia ni autoridad
moral para defender los derechos de los ciudadanos del presente. Hay que
defender el principio del “borrón y cuenta nueva”.
Todos estos filtros y muchos más, hacen de muralla para que la realidad cruda de
nuestra barbarie no pase a nuestra conciencia social. Sin embargo, nuestra sociedad ha
aceptado el discurso formal de los derechos humanos, quizás de una manera fetichista:
las palabras y las ideas encubren nuestra connivencia con los genocidios y las barbaries
y exorcizan nuestra mala conciencia.
3. Raíces profundas de la crisis:
Pero quizás en la raíz de todo esto hay unas causas mucho más profundas:
Es muy común concebir la ética como conjuntos de ideas o principios teóricos cuya
validez debe ser demostrada con parámetros lógicos para luego ser aplicados y
exigidos en la práctica. Así la ética, como cualquier otra ciencia, entraría en el juego
de articulaciones de fines y medios en búsqueda de eficacia.
Max Weber fue uno de esos pensadores que desagregó radicalmente lo que él llamó
“racionalidad con arreglo a fines” y “racionalidad con arreglo a valores”. La primera se
ejerce en las ciencias y las técnicas. La segunda en el comportamiento humano
inspirado por la búsqueda de rectitud y de felicidad.
Para Bertrand Russell, “la ética se diferencia de la ciencia en que sus datos fundamentales
son los sentimientos y emociones1, no las percepciones. Esto hay que entenderlo en sentido
estricto, es decir, que los datos son los sentimientos y las emociones mismas, no el hecho de
poseerlas. El hecho de poseerlas es un hecho científico como cualquier otro y nos damos
cuenta de ello por percepción, del modo científico habitual. Pero un juicio ético no constata
un hecho; constata, aunque a veces de forma disfrazada, alguna esperanza o temor, algún
deseo o aversión, algún amor u odio. Debe ser enunciado en un modo optativo o imperativo,
no indicativo (…) Lo que distingue la ética de la ciencia no es una clase especial de
conocimiento, sino sencillamente el deseo”2 Para Russell un sistema ético tampoco puede
fundarse en un “deber ser”, pues “lo que debemos desear es simplemente lo que otra
persona desea que deseemos” (lo que los padres, maestros, policías y jueces desean
que deseemos) y la fuerza motriz es un deseo pero de obtener aprobación o un
1 En su profundo libro sobre “Teoría de los Sentimientos”, Agnes Heller considera las emociones como aquellos
sentimientos que son elaborados con plena conciencia y libertad, y los distingue de otros sentimientos que
responden a condicionamientos biológicos o a diversos estímulos. (o.c. Ediciones Coyoacán, México, 1999, pg.
119 y ss).
Una tercera causa profunda que podría explicar el bloqueo que impide el paso de la
realidad a la conciencia social y la crisis ética que padecemos, es la ruptura entre
Ética y Derecho.
Fue Max Weber quien lanzó la alarma sobre esta característica de la modernidad. En
sus análisis sobre las desagregación de los ejercicios de la racionalidad, Weber había
ubicado diversos aspectos autónomos de la razón, irreductibles unos a otros, que
configuran diversas esferas culturales de validez o de valor, cada una de las cuales se
apoya en criterios o principios fundamentales que rigen la legitimidad propia de
cada esfera: la VERDAD y el ÉXITO para la esfera cognoscitiva; la JUSTICIA y la
RECTITUD NORMATIVA para la esfera ético práctica; y la BELLEZA y la
AUTENTICIDAD para la esfera estética o expresiva. Pero Weber señala que el
desequilibrio de la sociedad moderna se debe a que una esfera de validez: la esfera
cognoscitiva o científico técnica, o razón instrumental, en la cual impera la
racionalidad con arreglo a fines (y no a valores) ha invadido el campo de las otras
esferas y las ha sometido a sus principios de legitimidad. Por eso la sociedad
moderna es desequilibrada. Y una de las consecuencias es que el Derecho, que
debería situarse en la esfera de validez de lo ético práctico y regirse por el principio
de la RECTITUD NORMATIVA en profunda simbiosis con la ética, ha cambiado de
polaridad: ya no se le puede comprender como un ejercicio de racionalidad con
arreglo a valores sino como un ejercicio de racionalidad con arreglo a fines, al igual
que la Economía y la Administración política. El Derecho pasó a ser un sistema de
cálculo según normas fijas que garanticen la previsibilidad. Por eso en el Derecho
moderno el concepto de coacción pasó a ser esencial; es la capacidad coactiva de un
poder lo que configura la legitimidad del Derecho positivo moderno, el cual, a su
vez, recurre al formalismo o generalización abstracta de conductas para poderlo
hacer calculable y acorde con un ejercicio de la racionalidad con arreglo afines, o
razón instrumental, que es la que rige en el campo de lo económico y de lo
administrativo-político. Así, pues, el Derecho moderno ya no tiene nada que ver con
un ejercicio de racionalidad con arreglo a valores que era lo que lo relacionaba
profundamente con la ética, en la búsqueda de RECTITUD NORMATIVA. Los
mismos teóricos del Derecho Positivo moderno, como Kelsen, lo han explicitado con
toda claridad. Dice Kelsen: “quien considere el derecho como un sistema de normas
válidas, tiene que prescindir de la moral, y quien considere a la moral como un sistema de
normas válidas, tiene que prescindir del derecho”.
Finalmente, hay una ideología del progreso, también criticada por los filósofos de la
Escuela de Frankfurt, que desprestigia y desvaloriza las construcciones del pasado
que se inspiraron en ejercicios de la racionalidad con arreglo a valores, calificándolas
como construcciones obsoletas o anticuadas que deben ser recicladas por el
“progreso”, pero en el fondo su reciclamiento fundamental consiste en adaptarlas a
un ejercicio de racionalidad con arreglo a fines, es decir al criterio del éxito
económico o político, como criterio que define su supervivencia o su conversión en
ruinas u objetos de museo.
Frente a toda esta crítica y exploración de las manifestaciones y raíces de la crisis ética
en que estamos sumergidos, quisiera señalar algunos rasgos que se van perfilando de
una ética alternativa, en cuando nacida y configurada desde el mundo de las víctimas.
• Y Si bien es una ética del sentir, no puede prescindir del auxilio del VER,
del “saber”, del “conocer”, pero esa visión o iluminación la enmarca en la
epistemología del dolor, siguiendo un principio ancestral de culturas
africanas, donde ha imperado la convicción de que hay muchas cosas que
sólo pueden ser vistas por ojos que han llorado intensamente. Ninguna
teoría ni elaboración erudita nos puede hacer comprender el fondo de la
dignidad y de los derechos negados; sólo el llanto solidario es capaz de
acercarnos a esa realidad y asimilarla. Y sólo a través de ese llanto se
puede ver con cierta claridad; se puede comprender; se pueden elaborar
emociones libremente asumidas que incorporan un saber sentido y
comprometido, o en otros términos, una emoción comprendida, razonada
e implicada.
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