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Enrique Guzmán
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ENRIQUE GUZMÁN
Por Luis Carlos Emerich

El suicidio de Enrique Guzmán, en 1986 a sus treinta y tres años de edad,


añadió a la lectura de su obra pictórica la implicación de un presagio cifrado. Esto no
solo estimulo su entrañamiento emocional, sino que tal calidad predictiva se extendió a
la de visionario, al ir reconociendo su influjo sobre las tendencias figurativas surgidas
en México en los años ochenta, y más señaladamente, como precursor de las
tendencias objetualistas, instalacionistas y performancistas de los noventa, que
resultan enfocables como transposiciones a espacio, objeto, escala y tiempos reales, de
lo que consume en imagen desde la absoluta ajenidad a las premisas teóricas que las
sustentan.

Por ello, la obra de Guzmán vista como un conjunto de señales desesperadas


o de reclamos silenciosos, que incita a atisbar su intimidad desde el secreto
virtualmente exclusivo, ha superado el nivel de una lectura sensorial, para adentrarse
Contactar a la Galería en su capacidad de anticipar no solo las temáticas nihilistas, holocausticas y
apocalípticas de nuestros días, sino de las que asumen como sujeto las estructuras
Curriculum mismas de los lenguajes, desde un plano vivencial, y de ideas, por añadidura.
Textos
Entre los factores que han contribuido al enfoque de su obra como clave de
Obras de Enrique Guzmán
su drama vital, se cuenta en primer término el hecho de que Enrique Guzmán surgió y
se coloco de manera significativa en 1972 -a sus veinte años de edad- como un pintor
consumado precozmente, cuya propuesta contrastaba con las de su propia generación,
así como con las tendencias dominantes en México entonces. Y en Segundo, el haberse
alejado del medio ocho años después, por causas tan distintas como versiones hay de
ellas, pero que coinciden en ver su vida como un camino hacia la fatalidad, atribuida
casi siempre a la hostilidad del medio y no tanto a su frágil equilibrio existencial cuyas crisis metaforizo en su obra.

La irrupción del discurso pictórico de Guzmán, sorprendió en gran medida por la dificultad de encasillar lo que ya era una
propuesta temática y estilística inusitada dentro de una generación que tuvo a la Ruptura como modelo, es decir, ajena y
aparentemente opuesta a las opciones de lenguaje "internacionalizantes" aportadas por los artistas conjuntados en el Salón
Independiente ( desde 1969 hasta 1972) que pretendieron "contemporizar" con el mundo y replantearon los factores de la apreciación
critica del arte, además de haber creado espacios de exposición y ocupado los destinados al arte nacionalista entonces en sus
secuelas tan degradadas como su afirmación original de abrir el camino único de México hacia la construcción de su identidad
histórica.

En un clima vanguardista refractado igual desde Europa que desde Nueva York, en donde destacaban los abstraccionismos
lirico y geométrico, y nuevos figurativismos, además de los influjos del pop art, el pop art, el espacialismo y el cinetismo, aunque algo
indiferente al surgimiento del minimalismo y conceptualismo en Europa, y a un joven conato surrealizante en México, la primera
exposición individual de Guzmán atrajo la atención por la firmeza con que un joven pintor provinciano, en pleno dominio de una
figuración realista-academicista (aunque "virada" hacia la paráfrasis de imágenes envejecidas), planteaba la reconsideración de
iconografías dogmaticas enfrentadas a su interpretación popular, pero como un atavismo personal a cuya presión deformatoria no era
posible escapar ni en sueños. Guzmán situó su realismo objetivo en un estrato de percepción en que la fascinación de las imágenes
reconocibles se revierte siniestramente.

Entre la espada de la ilusión de la realidad (artificial) y la pared de la realidad (insoportable), Guzmán fue creando sus reglas
para un juego de deseo y destrucción. Maravillado con las convenciones sustentadas en lo bello y lo sublime -dada la amorosa
fidelidad con que reprodujo sus modelos-, pero consciente de que conllevaban un gran engaño, la actitud de Guzmán ante la
realidad y sus representaciones desemboco en el escarnio. La ilusión de la vida idílica promovida por la publicidad impresa (o sea, el
consumismo como garantía de triunfo social), la ilusión de la salvación eterna mediante el culto a la trinidad suerte-patria-religión y
la ilusión de vivir en armonía en el tibio seno de la gran familia mexicana, dulcemente alimentado de falsedades conformatorias del
ser nacional, adquieren la calidad de traición personal.

Lo que Guzmán inicio como una revelación sarcástica de la ranciedad de los valores idiosincrásicos figurados o
emblematizados, gradualmente fue adquiriendo jerarquía critica al referir a un campo kitsch las fuerzas dominantes de la tradición
familiar, religiosa, escolar y cívica. Si esta propuesta entrañaba por igual nostalgia, amargura y desamparo, era porque Guzmán
parecía declarar su imposibilidad de sustraerse a tal tradición, pero con la lucidez de un herido de muerte.

Pese que a través de la pintura de Guzmán solo es posible intuir los rasgos psicológicos de su personalidad y no tanto su
contingencia vital especifica, su lucha con sus demonios interiores en el aislamiento cada vez más real y profundo ha devenido en un
mito de la derrota final de lo diferente significativo. Sin embargo, los atributos exclusivamente pictóricos de su obra son indudables:
una profunda intuición natural armada con los recursos imaginativos para expresar la inestabilidad de las relaciones entre imagen
real y significado, además de una gran perspicacia para usar como meras herramientas sus mayores influencias -la poética de René
Magritte y las charadas geométricas de M.C. Escher- a fin de revertir el peso simbólico de iconografías del panteón mexicano que
gozaban de la gloria eterna. Su sabiduría para proyectar a profundidad valores pictóricos a base de una certera economía de medios
expresivos, aunada a una seguridad técnica que jamás utilizo para estructurar su vida personal y a una clara consciencia de la
importancia de sus "visiones", son aciertos de su obra temprana que no solo fortalecieron su significación con los años, sino que, a la
luz de las nuevas teorías, resisten la apertura hacia otros niveles de lectura. De ahí, su alto visionario. Su influencia sobre el arte
mexicano surgido en las últimas dos décadas, no solo se debe al poder provocador de sus imágenes, sino al fortalecimiento de sus
premisas ante los discursos críticos actuales.

La obra de Guzmán aparece como una defensa de la intimidad individual-por precaria que haya sido la suya- y como un
extrañamiento ante todo lo "demás", por abrumador, dentro de un clima de cultura juvenil que, emanada del movimiento estudiantil
de 1968, se consumaría en la literatura de la onda, y en el campo de la plástica, en el "activismo" artístico de los grupos del "arte de la
calle" en los años setenta, en los que Guzmán solo participo como observador. Aunque su temática sea relacionable a ultranza con
ciertas constantes artísticas y filosóficas que estaban en el aire en los años sesenta y setenta, como son la consagración del absurdo
(por Ionesco y Beckett), la afirmación de la violencia psicológica como tenaz vinculo entre humanos (en las películas de Bergman,
Losey y Clayton, entre otros), la sustentación de la estructura vital en la volatilidad de la memoria (como en la nouveau roman y en el
cine de Resnais), la fantasía como coherencia vital ultima (Rulfo, Cortázar, García Marquez), el aprendizaje instintivo entre la magia y
la filosofía (Castañeda), la comprobación de la precariedad de la formación escolar de Guzmán y, sobre todo, su escasa o improbable
adquisición posterior de referentes artísticos y culturales, remarcan su capacidad innata para generar situaciones e interrelaciones
complejas entre imágenes de uso y consumo idiosincrásico, que derivan en una poética del dolor infinito. Si a esto se agrega el hecho
de que su iconografía proviniera de la tradición represora católica porfiriana rezagada en la provincia mexicana y un poco menos que
intocada aun en la normatividad social nacional, la obra de Guzmán se puede recibir como un lenguaje de muecas sardónicas ante la
insensibilidad colectiva y, en particular, la del arte mexicano de vanguardia que asumía otra modalidad de narcisismo. Quizá resultara
ofensivo para Guzmán que el autonomismo de los poderes intrínsecos de los elementos de la formalidad pictórica como, pretendiera
ser una finalidad expresiva autoconcluyente, desde que implicaba desentenderse de conflictivas humanas más urgentes y
determinantes.

Para la obsesión navegatoria de Guzmán en las regiones más sensibles y menos expuestas del ser, ese espejo tendencial
sería motivo de un rehusamiento indiferente primero, luego tal vez una fuerte tentación de adherirse a lo "establecido", puesto que su
personalidad podría librarlo de sí mismo como sujeto de su obra. Este tardío intento de conciliar dos bandos aparentemente
contrarios, tal vez se debió a que la afinidad de la obra de Guzmán con ciertos principios surrealistas ortodoxos, pudo juzgarse
anacrónica en su momento, aun cuando el entrañamiento de lo popular mexicano en su discurso -y por prolongación, judeocristiano
latinoamericano-, le diera un lúcido viraje de significado a la hibridación de los códigos surrealistas de convocación disociativa de
imágenes, con los de la irónica consagración del objeto de consumo del pop art, pero en una atmosfera confesional, de culpa y
castigo. Aunque la fusión de la tradición mexicana no muralista de los años 1920-1940, es un poco probable que a Guzmán le
interesara, exceptuando tal vez a Frida Kahlo y su gran admiración por la técnica pictórica de Saturnino Herran (Aguascalientes,1987-
1928), cuya Tehuana (1914) ejerció una enorme fascinación en el. Por otra parte, el último movimiento vanguardista de este siglo, el
pop art (que asumió el retro para barcar la totalidad), tal vez significo para Guzmán la oportunidad de evidenciar como vicios las
viejas virtudes de lo popular mexicano formativo.

Respecto a la "filosofía" de la novedad sustentada por el por art, que separaba vigencias de obsolescencias, tal parece que la
obra de Guzmán constituye, mas de una separación de pasado y presente una perpetua colisión. Lo viejo pero acechante y lo nuevo
por promisorio, en juegos sangrientos de conjunción y oposición aquí y ahora, descubriendo lo trágico en acontecimientos tan
triviales como un "apretón" de manos al saludar. Si este recelo ante las convenciones sociales conllevaba una ocultación de impotencia
o acaso un amago vengativo, solo las pesadillas podían expresar su descomunal magnitud. De ahí que su ilógica o paralogica
asociativa de imágenes tomadas de los medios impresos, solo fueran interpretable como un sueño, es decir, como una emisión de
mensajes cuyo sentido ultimo resultaría del análisis simbólico, que en su caso equivaldría al sometimiento de su cuerpo a una cirugía
sin anestesia. Su descreimiento de todo lenguaje (oral, corporal, escrito, etc.), excepto el de la pintura-que lo comunicaba consigo
mismo en silencio-, paradójicamente, lo desnudo ante los demás.

Es improbable que esto derivara del estudio de fuentes iconográficas y de teorías de interpretación, y menos aun de lecturas
sobre psicoanálisis. Más bien, la información de Guzmán era puramente visual y su curiosidad la del chacharero fascinado por lo
sublime consumado en el peor gusto. Inmerso en lo antiguo como en sí mismo o como en un ser ancestral sin sosiego, Guzmán
sublimo su manía colectora de pruebas del perecimiento perpetuo de seres y cosas, en su angustiosa afirmación de la transitoriedad
de todo, incluyendo la de su propia expresión.

TRAICIÓN-TRADICIÓN

Los géneros pictóricos abordados por Guzmán hay que analizarlos como sugiere el carácter de su técnica figurativa, es
decir, desde la tradición entendida como una traición a la realidad. Así como Guzmán burla su pericia academística envejeciendo las
figuras, también "interviene" la naturaleza muerta, el paisaje, el retrato, el emblema y el autorretrato, falseando el sentido original de
sus motivos hasta reducir su realismo a engaño y su representatividad a signos de la impostura del pasado. Su característico efecto
de envejecimiento del oleo (logrado a base de aplicarlo previamente sobre papel absorbente hasta separar el pigmento del vehículo) y
su "desafoque" de las imágenes, sustituye la ilusión de profundidad espacial, por la sensación de distanciamiento temporal. En sus
naturalezas muertas, elementos de diversos estratos concurren a un solo espacio que los enrarece tanto por la relación entre sus
escalas dimensionales, como por las inadvertidas posibilidades de su vinculación simbólica.

En sus paisajes la naturaleza es de segunda mano. En otras palabras, sus composiciones a base de copias de imágenes de
múltiples panoramas remotos captados "artificialmente" por otros, que como falsos collages acentúan su disociación contextual,
escalar, temporal y anecdótica. Son juegos de rearticulación de clichés de la idealidad, que al pretender lo sublime se extraviaron en
la cursilería. Con los años, Guzmán traspondría ese enfoque de la artificialidad, al paisaje construido por el hombre, es decir, a
edificaciones habitacionales, piramidales, laberínticas y monumentales en ruinas. A través de muros, escaleras, columnas,
techumbres, plataformas y vanos abiertos al infinito celeste, Guzmán imagino los múltiples escenarios donde se representa la
pequeñez humana ante sus aspiraciones y ante frustraciones tan colosales como su anhelo de trascendencia.

Pese a que Guzmán propuso a algunos de sus amigos pintar sus retratos, evito involucrar en ellos alguna otra señal de lazo
afectivo. Es en el autorretrato, donde se expresa mejor esta ambigua necesidad de explorar rostros reales, incluyendo el propio, pero
ocultando su relación con ellos. De ahí que al autorretratarse oculte la cara con sus manos, y más adelante sintetice sus autorretratos
en una serie de dibujos de su mano izquierda sosteniendo uno a uno objetos en los que tal vez si se autorrepresento en su pintura,
como lo hizo en muchas de las figuras humanas que aparecen en su obra bajo otras identidades, a manera de suplantaciones, sobre
todo, de niñas, niños y muñecos vinculados o abandonados por figuras maternas y paternas que, a su vez, se repetirán luego como
meros maniquíes o motivos decorativos. O sea, despojados de su humanidad.
Guzmán parodio emblemas patrios e iconografías religiosas, para evidenciar la reversibilidad del simbolismo de los objetos de
veneración y culto. Basta un viraje, para que lo sagrado revele su revés prosaico, y viceversa. Así como sustituye el águila nacional por
un zapato, los objetos domésticos adquieren calidad de emblemas. En 1976, cuando dio un giro temporal hacia la abstracción
geométrica, "tal vez porque su temática llego a ser tan angustiosa que se sintió en un callejón sin salida e intento salirse de algo que
lo estaba oprimiendo" trataría cada uno de estos elementos como intrusos en el cosmos de la supuesta pureza intelectual -
impersonal- de la geometría.
FRAGMENTACÓN, REPETICIÓN, ACUMULACIÓN

Guzmán trabajó por grupos temáticos, no necesariamente secuenciales o periódicos, puesto que algunos de sus motivos
resurgen tarde o temprano en otros entornos y con otros sentidos. Esto implica la recurrencia obsesiva de ellos, pero también
retomas tardías de propuestas originales agotadas.

La fragmentación, concepto transvanguardista por excelencia, fue tratada por Guzmán en su obra de fines de los años
sesenta. El cuadro como plano compositivo de fragmentos de otros supuestos "cuadros" (picture within a picture), simulando collages,
vendría a ser constante de toda su obra, matizada por diversas variaciones de contexto e intención. Si al principio Guzmán la aplico
al desmembramiento del cuerpo humano, con los años devendría una fragmentación de la lógica de lectura de los signos y señales de
la realidad física, como partes dispersas convocadas por un engañoso patrón de diseño grafico. Toda alusión paisajística o de
naturaleza muerta en su obra, plantea la representación pictórica como una parodia del artificio rector del mundo exterior.
La repetición (otro concepto transvanguardista) presente en la pintura de Guzmán a manera de activación de motivos
decorativos del papel tapiz y en sus dibujos como iteración mecánica de gestos o uniformación de clichés tipológicos, tal vez
proviniera del pop art vía Andy Warhol. Sin embargo, el hecho de que Guzmán dibujara uno por uno motivos idénticos, denota una
obsesión que a manera de amor a la manualidad de la obra lo sitúa en un campo psicológico. En Guzmán esta no es una ironía a
propósito de la producción en serie, sino una sátira del acartonamiento del rostro humano.

Otro concepto transvanguardista -la acumulación- en la obra de Guzmán se manifiesta como un desesperado intento por
salvar los restos de demoliciones de edificios, entre los que se encuentra "edificio" corporal humano. El cráneo trepando y el cerebro
sustituido por una habitación desolada, equivalen a la disección de un animal, o a la comparación de las vísceras humanas con
escombros.

Si Guzmán derivo intuitivamente todo ello hojeando algún libro sobre la pintura de René Magritte (que nunca poseyó) lo
cierto es que lo aplico con una intensión tan propia que resultaba desconcertante. Así es que los puntos en común con Magritte,
como son la yuxtaposición de opuestos, la confusión de la imagen real con la representada, la composición fragmentaria de la
realidad prefigurada, la adulteración de orden y escala, el tratamiento por igual de lo animado, la burla de la lógica de la razón, o en
fin, el desafío al sentido común, en la obra de Guzmán son utilizados para crear metáforas de crisis psicológicas. A diferencia del
encuentro de lo insólito maravilloso en la pintura de Magritte, Guzmán figuro cuadro a cuadro un "historial" del crecimiento del
horror interior en su trayectoria hacia la nada. En lo que respecta a figuras objetuales específicas, como peines, esferas, vasos,
frascos, cerillos, camas, roperos, espejos, entre otras hay que considerarlas como un reconocimiento familiar de sensibilidades,
llevado por Guzmán a niveles de delirio. Lo que en Magritte es juego de manos, en Guzmán es un juicio lapidario. Y lo que en Escher
es virtuosismo, en Guzmán es tragedia.

EL DESTINO SECRETO

Desde 1971 hasta 1979, Guzmán trazaría premiosamente su destino como pintor. En ese lapso pinto todo lo que tenía que
pintar. Su obra de los años ochenta, es poco menos que un comentario al respecto, que se disperso en la búsqueda de otros
lenguajes que no implicaran revelaciones codificadas de su conflictiva personal. Después de una poderosa propuesta sostenida por
nueve años mediante sus más diversas variaciones y virajes de estratos de proyección, hasta dar las primeras señales de agotamiento
al cumplir veintisiete años, entre 1980 y 1986 se esforzó por "evolucionar", optando por un abstraccionismo geométrico sin aliento
alguno, alternado con una figuración plana a base de plastas monocromas derivada de las técnicas de inmersión de la historieta
grafica hasta una figuración puntillista y un dibujo a línea incluso inferior al propio durante su adolescencia. Su intento fue una salida
en falso del impulso místico original que conlleva su obra, el cual fue confundiendo gradualmente con la religiosidad y, sobre todo
con los dogmas cuyos emblemas había transgredido brutalmente.

Consejos de papa, 1971; La Felicidad, 1971; Un perro, 1972; Homenaje a la fotografía, 1972; Aviones campestres, 1974,
por ejemplo son estaciones de un viaje hacia el reino kitsch donde encontró ridículos los sublimes modelos de felicidad. Figura que
ostentan la maravillosa falsedad de la perfección, son confrontadas con referentes de las más prosaicas necesidades humanas como
la defecación. La boca sonriente de mujer, la paloma mensajera y las rosas son motivos decorativos subvertidos, igual que un zapato,
un corazón humano y la taza de un excusado. Su rememoración de recreo familiar dominical (el parque, los juguetes, la feria)
homenajea a la fotografía ambulante por su capacidad de transportarse imaginariamente a entornos y estilos de vida lejanos,
mediante montajes similares a los de figuras humanas sobre o asomándose por aberturas en paisajes pintados en telones de fondo. El
avión, el barco y el globo aerostático, en el cielo limpio y a la orilla del mar ilusionan un costumbrismo nacional con ideales europeos.
Esta atmosfera tendrá su apoteosis en Conocida señorita del club..., 1973, donde la felicidad es una falacia, y devendrá siniestra en La
niña del columpio, 1973, donde la sonrisa congelada y la mirada ojerosa de la pequeña parecen la de una vieja muñeca "muerta".

El tributo al recreo kitsch resurgirá años después en la serie Poses para calendario, 1977. Sus imágenes de bañistas en el
mar tendrá su culminación amable en Vacaciones, sin fecha, donde nada siguiere angustia pese a la sensación de lejanía y ajenidad,
puesto que son composiciones parafrásticas de imágenes de postales antiguas dispuestas a manera de telón de fondo para una
suerte de bodegón. La alternancia de los placeres kitsch, con su precipitación en la farsa trágica ocurrirá cuando las bañistas posen
por al borde de una alberca vacía como en El destino secreto, 1976. O bien cuando El mar, 1977, el artificio se exacerba, bocetando
como juguete un barco llamado, El Mar, tal vez compartiendo el humor redundante de Magritte (en El seductor, 1953), donde un
velero que se mimetiza en el mar en que navega. La indiferencia de la bañista ante el ámbito de desastre en Paraíso en Patio de
menstruación, 1979. De la playa, como anhelo infantil, Guzmán se adentrara en el mar embravecido en El fotógrafo, 1978 y en Mar,
1980.

Por su puesto, estas visiones del ensueño transgredido hasta el desastre, son conjuntables a través de los años como temas
alternos que, si bien conservan el mismo tono irónico, su intención cambia radicalmente. En 1973 Guzmán visualizaría un sueño
recurrente. En Marimba (o Sueño o Música para solitarios), un misterioso placer (un llamado suspendido en el espacio) es simultaneo
a la sensación de vértigo -la caída al vacio de una figura masculina con traje y corbata (modelo de vieja modernidad y figura paterna
ausente, a la vez)-, anulando toda intención sublime desde que actúan como figuras decorativas igual que un excusado, una hoja de
plátano y unas manos humanas unidas por las palmas para orar o para aplaudir. El hecho de que su siguiente obra sea imagen
especifica de la disección anatómica (Marmota herida, 1973), hace pensar en una analogía irónica de la cirugía y el psicoanálisis como
métodos de "interiores": en Marmota herida, las vísceras expuestas de un animal sobre un papel tapiz de rosas, corazones y palomas,
remarcan el carácter decorativo de la intervención, y en Cabeza, 1975, su versión del cráneo humano es la de una habitación
inhóspita.

Este es el tono Sarcástico con que Guzmán declara síntomas traumáticos al nacimiento, a la sensación de orfandad, a la
soledad y a la impotencia que desembocan en el síndrome de la indefinición de la identidad personal. Sus autorretratos frontales, con
las manos cubriéndose los ojos (burlando la "cámara", como los surrealistas que posaron de espaldas a ella), dan testimonio del clima
en que Guzmán planteo estos dolores como una dualidad. En Reflejo, 1974, derivo del juego infantil de pegar la cara a un espejo, una
sórdida duplicación de su "constante" de la normalidad social. En Estigma, 1974, sublimo el dolor psicológico que, en Amistad y Pacto
de sangre, 1975, tiene su mas álgida connotación critica a "la susceptibilidad y el efecto".

La navaja de rasurar, la vieja Gillette, seria desde entonces el instrumento cuyo doble filo actúa por estrechamiento de las
relaciones interpersonales. Interpuesta entre dos manos al saludarse, activada como guillotina para decapitar un modelo de
paternidad o para seccionar el cuerpo humano como imagen "reproducida" que es, o para herir de muerte la inocencia infantil y, por
supuesto, para suicidarse, la navaja llegara a crecer hasta superar en escala física a la del diablo ( El vicio y la virtud,1978) y, a
representar también el "filo" del tiempo en Espera y en La razón en el espejo, 1974, donde corta el vinculo afectivo entre dos figuras
masculinas encuadradas en campo y contra campo.
Tal parece que las ideas de Guzmán llegaban en tropel. De ahí que no mantuviera una congruencia temporal en sus series
de contextos de aplicación de su acerba critica a la totalidad, de la cual se consideraba tácitamente excluido. Su planteamiento de la
dualidad, como una separación de haz y el envés de seres, cosas y sucesos, o como la disociación entre objetividad y subjetividad,
incluiría los emblemas religiosos y patrios, pero dentro de las reglas del juego de azar, es decir, confiados a la suerte. El lábaro patrio
y el Sagrado Corazón de Jesús sufren en su obra diversas disecciones de significado. Mientras se descubre el cielo en el pecho de
Cristo y se cruzan las jaras de la lotería en su corazón suspendido entre nubes, un zapato y una boca humana gesticulante se plantan
en el blanco de la bandera. Para Guzmán estos son solo dos entre muchos emblemas transgredibles por el hecho de serlo, puesto que
también trato como tales la maternidad, la paternidad, el nacimiento, la infancia, la adolescencia, la hermandad, el viaje, la promesa la
desolación, la enfermedad y el dolor hasta concluir con la sensación de extravío mortal. Son sustitutos de los elementos clásicos de la
naturaleza muerta, como lo son del paisaje las fotos postales: recuerdos ajenos, inarticulables, y por ello incomprensibles.

La meticulosidad técnica de Guzmán, producto de un incesante ejercicio con las densidades del pigmento y las presiones de
la pincelada, se concentro por un tiempo en la representación de objetos dispuestos como para una lección de dibujo. La frialdad
vítrea del colorido, el laconismo presencial de los objetos y la desnudez de las superficies al borde de la nada, como los de un
laboratorio clínico, trascendían a sus pinturas de edificios ruinosos, así como a las cubiertas (escaleras, bordas y claraboyas) de barco
como escenografías teatrales suspendidas en el vacío.

En 1971, Guzmán pinto la proa de un barco, llamado La Felicidad, llegando a puerto. Y poco antes de su muerte, en 1986,
dibujo por primera y última vez la popa de un barco llamada La Promesa, alejándose. Tal vez este simbolismo resultara demasiado
candoroso para que sus "puestas en escena" a bordo de un barco, resultaran provocativas, y por ello las encubriera con un tono
farsico. En esta ambigüedad navegan las intenciones narrativas de Reflexionando, 1974, donde varios corazones humanos caen por
la escalera ante la indiferencia de un hombre sentado de espaldas, y de Escalera 5, 1975 donde una niña (como muñeca) se precipita
en la soledad total. Por eso, sus pinturas de escalinatas que dan al abismo (Vertigo, 1975), de habitaciones vacías abiertas al cielo
(Paisaje interior, 1975) y de construcciones piramidales (La fugacidad estática del tiempo, 1975), hay que verlas tanto metáforas de lo
inexorable, a la vez que como bromas acerca de los tests de interpretación psicológica.

Entre la malicia y la tragedia, Guzmán da su versión de la degradación de todo, sea animado o inanimado, sea real o virtual,
y por tanto, su visión de la vida como un perentorio definimiento de la muerte. En 1976, Hombre flotando, Interior, Transmutaciones,
Caídas y Objetos, anecdotizan esta fatalidad que, en ese mismo año, inclina a ver como un autoexorcismo su adopción de la
abstracción geométrica. En El propio encuentro y en Transcurso del tiempo, 1976, entre otras pinturas estructuradas a base de
círculos concéntricos, Guzmán metaforizo, inconscientemente, las dudas filosóficas esenciales sobre el ser ante las cosas, el tiempo,
la infinidad y la nada. Posibles analogías del devenir cósmico como un reloj y, en general, como cualquier maquinaria de engranajes,
incluyendo las anímicas, son "interrumpidas" por objetos que, como la navaja, son capaces también de cortar el concepto de tiempo.

Enrique Guzmán aportó en toda su obra, casi sistemáticamente, los signos que, primero, la situarían en un lugar
privilegiado por adelantar los rumbos pesimistas que tomarían las artes visuales y, luego, predecirían las circunstancias por las cuales
resultaría lógico y natural su suicidio. Quizás a su secreta sensación de estar predestinado (privilegiado por sus dones, pero
condenado por sus culpas) se debió su errática comunicación personal con artistas de su propia generación y con sus maestros, su
indiferencia ante los lazos amistosos o amorosos estables, su desconfianza a los galeristas, su desprendimiento de su familia y su
obligado regreso a ella por necesidades tanto económicas como afectivas, sin por ello hacer un esfuerzo por salir de su aislamiento.
Dos arrebatos suyos, ambos públicos y escandalosos: el uno en 1978, cuando protesto ante el sistema oficial de premiación del arte
en México, y el otro en 1982 cuando hizo trizas su pintura Conocida señorita del club... expuesta en un espacio oficial, evidencian
una soberbia tan grande como su rencor ante su propia singularidad creativa. Es decir, una consciencia extrema del valor de su obra y
una gran impotencia personal cuando tal valor se puso en duda. En el primer caso, por no haber recibido un premio que creía
merecer, y en el segundo, por ver convertirse en posesión publica lo que fue una confesión ante sí mismo.

Dos pinturas suyas de 1976, tituladas por igual El destino secreto, no solo parecen compendiar la complejidad de su
personalidad, sino la de su proyección arquetípica. Ambas representan un escenario cuya teatralidad debió ser intencional y cuyo
encuadre obedece a su concepto de relación interpersonal dividida por el filo del tiempo o por el filo de un espejo. La figura humana
central, de espaldas (igual que en otras veces, topa con una pared), da la cara a una especie de telón. Hay razones para asegurar que
esta es la figura paterna que sale de viaje con destino desconocido, es decir, una imagen del abandono inexplicable. El excusado,
humanización de lo divino y la navaja de rasurar (potencial arma mortal), son el mobiliario de un estrecho espacio, como isla artificial
ante el infinito. La farsa que se interpreta allí es la indiferencia. La escena no tiene "alma". Todo es estático, repetible. Sin embargo,
cuando la misma figura masculina aparece de frente en el otro Destino secreto, a un lado del excusado, observando a un bebe que
yace desnudo en el piso, al lado de una figura femenina desnuda, sentada al borde de una profunda alberca vacía, de donde asoma
una descomunal Gillette, lo menos que se puede decir es que los dos cuadros componen, aunque abruptamente, una secuencia. El
encuadre del escenario se ha ampliado y con ello cambiado el espíritu de la "representación". Ahora, hay varios telones improvisados,
blancos como sabanas simulando un campamento hospitalario o una cordillera nevada. El escenario se prolonga hasta el infinito,
igual que la sensación fija de abandono.

Mas allá de su lectura anecdótica El destino secreto posee una gran fascinación plástica, por la precisión absoluta con que
Guzmán "dramatiza" un enigma personal como prototipo de cualquier situación existencial limite. De ahí, que sus obras funcionen
con la misma fuerza como confesiones, que como aseveraciones clave sobre la condición humana, que concluyen en su capacidad de
encontrar la poesía hasta en el peor de sus trances.

CONTRARRETRATO

La inclinación a ver la pintura de Enrique Guzmán como obra de un poseso, se debe a que el parecía carecer de la capacidad
intelectual y de la formación artística y cultural para realizarla. Por ello, la conclusión del presente texto se confía al criterio que
pudiera formarse a través de la siguiente articulación de extractos de una entrevista con Alberto Virgen (con quien Enrique Guzmán
conviviera por más de tres años y con quien mantuvo contacto durante su etapa más productiva):

Enrique Guzmán tenía un nivel cultural mínimo, debido a su formación escolar trunca y a su errática formación académica.
Su visión del mundo y de las cosas, era muy limitada, y su relación con el exterior se reducía a transportarse por él. Su capacidad de
introspección era lo que le conectaba con el inconsciente colectivo, con lo más misterioso, con el Ser con mayúscula inicial. La suya
era una genialidad en bruto, que no tuvo tiempo de educar para poder disfrutarla. Más bien, la padeció, porque era una fuerza
brutalmente dirigida hacia el mismo. Por un lado, no sabía sumar y restar correctamente, pero por otro, podía plasmar el infinito. No
tenía palabras para expresar lo que sentía y menos lo que sucedía en su mente. Era como darle a un niño la capacidad de un sabio.
No usó drogas de manera habitual. En aquella época y en el ambiente de la plástica, usar drogas era de alguna manera
obligado. Se aceptaba la droga o se rechazaba al grupo para siempre. Su cuerpo rechazaba de manera natural el alcohol, el tabaco, la
droga. Si llegaba a tomar una copa, sentía que su organismo lo traicionaba. Se amorataba. Enrique decía que lo que una persona
siente con la droga, el lo sentía sin necesidad de ella. Su bioquímica era virgen. Enrique vivía en "alfa", es decir, con una frecuencia
cerebral de veintiún a veinticuatro ciclos por segundo, mientras que un cerebro en "beta", lo hace entre veinticuatro y veintisiete, lo
cual implica "estar aquí y ahora", en la geografía y en el evento. Estando en alfa, se está en el ayer, el hoy y el mañana
simultáneamente. Su percepción del mundo era como la de un niño de cinco años de edad, o sea, incompatible. De ahí que resulte
insólito su dominio de la geometría y la pintura, que requieren de una disciplina previa. Quizás alguna vez vio algún libro de grabados
de Escher o alguno de pinturas de Magritte, pero no era una persona que tuviera una biblioteca por mínima que fuera. Nunca tuvo un
método de conocimiento por desordenado que fuera. Veía un libro y no volvía a tocarlo. Tenía la capacidad de intuir la escancia de las
cosas. Con ver le bastaba. No era asiduo al cine ni al teatro. Tenía un concepto extraño del tiempo. De pronto se quedaba cuarenta y
ocho horas encerrado en su cuarto, sin comer. Nunca tuvo un reloj. Y no era una persona que dijera "soy más productivo de noche
que de día". El tiempo no le decía nada, y menos el espacio. Esto no implicaba ni rebeldía ni hostilidad. El se abstraía en su mundo
personal y abría sus puertas solo cuando quería. Su concepto del bien y el mal, era sentirse bien o mal. Una persona si no está
anclada en la historia de su momento. El estaba anclado a los valores universales, al ser de las cosas. Reflejaba la pureza de los
grandes místicos, sin hacer honores a ninguna religión. Tal vez Enrique Guzmán no era realmente homosexual. Su problemática
emanaba de su sexualidad. Lo que le gustaba era la belleza humana. Veía la luz de las personas y se aterraba de no poder gozar de
esa luz. No se ajustaba a los parámetros de la normalidad, pero indudablemente tampoco era un enfermo mental. La normalidad
representaba para él, lo que para un niño hiperkinetico formarse entre niños normales. Parecía que el captaba las cosas cuando los
demás estaban haciendo apenas un esfuerzo para captarlas. Vivió en un mundo lento para él. Al no poder expresarse con palabras o
con su lenguaje corporal, no tuvo más opción que el lenguaje plástico para entenderse y darse a entender, aunque lo que importaba
era la comunicación consigo mismo. El vivía sin improntas, no de frases hechas, ni de estructuras mentales ni reales. Su lenguaje oral
era terriblemente pobre, y el corporal, peor. No se movía. Podía permanecer sentado y muy rara vez hablar. Cuando lo hacía, hablaba
de defecación, eyaculación, alimentación, sueño, dolor, angustia, y algunas veces se permitía experimentar alegría. El suyo era un
sentimiento culposo que se disfruta, con gran capacidad autodestructiva. En ese sentido, el cumplió con su sino, porque llevo al
extremo su capacidad de destrucción. Seguramente no lo sufrió, como no se sufre el sino.

Nunca fue al mar. No conoció el mundo desde el punto de vista geográfico, pero si en cuerpo astral. Estuvo en todo el
universo, lo absorbió y esas absorciones son las que plasmo. Acumulaba objetos de uso temporal, como plantas, algunos caracoles,
algunos frasquitos. Su misticismo lindaba en franciscano al grado de tener que desprenderle la ropa del cuerpo cuando por el uso se
había ensuciado o roto. Llego a tener un gran éxito crítico y comercial. Su problema fue que entre más recursos económicos tenia,
mayor era su capacidad de autodestrucción. Enrique sintió que el mundo se le venía encima. La realidad es muy hostil y en el proceso
de vivirla, hay que poner los pies en la tierra. Enrique no era de esta tierra, y decidió no lastimarse más. Fue una decisión libre, por
muy difícil que resulte entenderlo. La muerte de Enrique fue una eutanasia, un acto de amor y de fidelidad al entendimiento de sí
mismo. No tenía la inmunidad para vivir en esta atmosfera contaminada. Por eso se fue de ella.

El perfil del monástico del medievo, no implicaba realmente la renuncia al mundo, sino el encuentro de un mundo propio
donde sentirse feliz. El perfil de Enrique era monástico en pleno siglo XX. Si se trata de forzar la literatura clínica, todos encajamos en
algún cuadro. La suya era una neurosis profunda, con síntomas esquizoides, paranoides y oligoides. A alguien tan querido como él,
no hay porque meterlo en sus cuadros. Obviamente, una dosificación de indicadores clínicos de su comportamiento, en el medio en
que vivió Enrique, en los años setenta, resultaría injusta. Alguien como él, que nunca hizo daño a nadie, no merece ese tipo de juicio
psiquiátrico. Creo que la curiosidad psiquiátrica por él, es malsana. Lo suyo fue el arte, y lo tenemos que juzgar desde la importancia
de su obra.

Si seguimos la vida de una persona por cinco o seis décadas, es posible observar su curva vital, de producción y de sus
proyecciones sucesivas de una a otra década. Eso da al hombre su calidad histórica. Enrique no pretendió ser histórico en ese sentido.
Se asomo al mundo para ver que había, y cuando se canso, lo dejo. Como no vivía el tiempo cronológicamente sino como una
simultaneidad, cuando su obra se convirtió en producto comercial, se sintió agredido. Le afecto de una manera brutal. Al ver su obra
expuesta, se sintió violado. El nunca pretendió ser "alguien". Enrique vino al mundo como una flor. Se abrió y se cerró. La flor no tuvo
que preocuparse por lo que seguiría después. A Enrique no le importo amanecer marchito. Puede ser que al final de su vida, haya
tenido un rapto religioso para poder aceptar y tolerar el trance de irse. Quizás se haya cimbrado en los últimos momentos y se
sintiera obligado a reconocer lo trascendente.

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