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El acto poético en Valéry

José Lezama Lima

El travieso Pound y el cuidado Valéry, parecen coincidir desde hace bastante tiempo en esta
afirmación insistida: la poesía es una matemática inspirada. Pero ¿en qué se inspira esa
matemática? Y como nos vamos acercando a un momento de recuento y de síntesis, más
que de mágicas soluciones órficas, bien está que nos situemos en aquella introducción a la
poesía, donde salta un poco de fuego y asoma su astucia críptica la criba de Eratóstenes.
Detrás del número y de la proporción, sorprendemos no tan solo el simple juego de las
combinaciones favorables, sino el daimon de la música y la gracia inesperada de la
Armonía, nos encontramos, pues, que sea coincidencia momentánea de dos espíritus
disímiles en una frase, lejos de remansarnos, nos punza de nuevo para situarnos en
inesperada equidistancia del don y del conteo de las cantidades y agrupamientos de la
métrica. Recordemos que Pitágoras no encontraba nombre mejor que designar el Altísimo,
el Nombre Único, que el de cuaternario. La pirámide, el octaedro y el icosaedro, engendros
de fuego, aire y agua, según los pitagóricos. Cuidado, pues, con el número. Hay también
por allí lo inapresable lo inexpresable, lo inencontrable. La matemática inspirada, nos deja
un reverso inefable, donde desembocan otros, que no se ocultaban para confesarnos, como
Walter Pater: all arts approach the condition of music. Y entre la matemática y la música,
el nominalismo, el acto del lenguaje, con los que ahora forcejea Valéry en su última obra,
Introducción a la poética.

¿Qué nos dice Valéry y qué ve ahora detrás de las palabras? ¿Y cuándo nos entrega la
definitiva separación del lenguaje estatuido y el lenguaje naciente, despegando así el goce
del acto, del acto poético?

Valéry, viejo simbolista que mantiene sus preferencias, se acerca a la poesía como máxima
realización del lenguaje, pero la distinción cuya claridad hace poco tiempo persigue, entre
la acción que realiza y la obra hecha, sería tan sutil que no podríamos atraparla sino en una
simplista realización casual. El secreto desarrollo de una obra, anterior a su aparición y
justificación, permanece como cerrado feudo de la conducta, ¿cómo incorporarla a la obra
de arte? Ese mecanismo acaso no puede ser transmitido, pues para obtener su ganancia
ética, habrá siempre que empezarlo de nuevo, y ese trabajo mecánico lo veríamos entonces
como una obra realizada, pero cuyos resortes generacionales serían siempre inadvertidos
cuando se producen. A las posibilidades filiales del lenguaje, añade Valéry la consideración
del lenguaje en el acto. El lenguaje animista, nos ofrece su cuerpo doctrinal en la historia
del espíritu obtenida por decantación de lo adquirido y de lo dado, es decir, la
“consideración del lenguaje como la obra maestra de las obras maestras de la literatura”.
Esa parte definida en las obras de arte: mecanismo del acto del escritor—empleo de las
figuras—, trazadas por las viejas retóricas aristotélicas. Quien multiplica las figuras nos da
el puro nacer de las palabras. Otras condiciones menos definidas: inspiración, sensibilidad,
están siempre dispuestas a escaparse de un control de omnisciencia monárquica, mas sería
ilusorio considerar que el dominio de parte mecánica los riesgos del fragmento inspirado,
de los caprichos o de las amistades luciferinas, de la misma manera que en filosofía el
definir, distinguir, nombrar con gracia eficaz, no nos sirven para el saber de comunión, de
religación. Quizás en una solución poética católica—que nadie puede estar seguro de su
salvación—las consecuencias del apartamiento de esos secretos internos, mantenidos
ocultos hasta su soltura total, nos darían el absoluto saber leal, llave o signo paradisíaco.
“Los razonamientos delicados donde las conclusiones toman la apariencia de adivinación”.
La adivinación después de una larga excusa, la cortesía que puede un día permitirse las
pascuas de un cumplido profetismo.

¿Podemos llegar algún día a definir con exactitud palabras hasta ahora extremadamente
peligrosas, como forma, ritmo, influencias, inspiración, composición? ¿No es acaso
también un signo, que entre las fórmulas matemáticas, la palabra infinito? Lástima que
Valéry, en su afán de alcanzar esa claridad de definición de términos utilizados en la
poesía, haya propuesto sustituir autor por productor, lector por consumidor, y gracia
histórica por producción del valor de una obra de arte. ¿Llegaremos a precisar la valoración
artística al extremo exacto significado que en economía tiene la palabra valor, con sus
acompañantes de motivaciones espirituales e históricas? ¿Sería conveniente sustituir la
gracia de la materia con la que se debe trabajar por el instrumento que nos permite operar?
Tal vez volvamos a preguntarnos como en la antigua teología, si la presencia se verifica por
la gracia de las palabras o por la virtud del que opera, del que prepara el Ascendimiento.
Cuidado, pues, con el número. Si se le utiliza como defensa y contentación, puede saltar la
liebre y evitarnos la sorpresa gozosa. Ya sabemos que William Blake colocaba el Ángel
Analítico entre Saturno y las estrellas fijas. Entre la autodestrucción y la monotonía de la
ópera constante, del seguro diamante.

Junio, 1938.

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